The Project Gutenberg eBook of Historia General del Derecho Español, Tomo I

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Title: Historia General del Derecho Español, Tomo I

Author: Eduardo de Hinojosa

Release date: July 10, 2014 [eBook #46246]
Most recently updated: October 24, 2024

Language: Spanish

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Nota sobre la transcripción

Índice

Erratas y adiciones

[I]

HISTORIA GENERAL
DEL
DERECHO
ESPAÑOL

POR

EDUARDO DE HINOJOSA

Catedrático de Historia de las Instituciones de España en la Escuela Superior de Diplomática.

TOMO I

MADRID

TIPOGRAFÍA DE LOS HUÉRFANOS

Calle de Juan Bravo, núm. 5.

1887


[II]

[III]

PRÓLOGO

Al publicar la presente obra, aspiro á suplir, en cuanto lo consiente el estado actual de los estudios, el vacío de nuestra literatura en punto á libro de texto acomodado á la extensión y carácter que vino á dar á la enseñanza de la Historia del Derecho español el Real decreto de 2 de Setiembre de 1883. Hasta entonces, ésta formaba una sola asignatura con el primer curso de Derecho civil, al que debía servir de introducción. De aquí que fuese necesariamente muy breve el tiempo dedicado á su estudio, y que casi se concretara á la Historia externa del Derecho de Castilla, mientras que la Historia interna de este mismo derecho y la del comúnmente llamado Derecho foral, no podía ser expuesta sino sumaria é incompletamente. Al obtener la enseñanza de que tratamos, en virtud del mencionado Decreto, el lugar que le corresponde en el cuadro de la facultad de Derecho como asignatura independiente, debe procurarse que todas las partes que comprende tengan en ella el lugar que les asigna su respectiva importancia. Tal es la norma que me ha servido de guía al escribir este libro, en el cual,[IV] en armonía con el fin á que se dirige, que es iniciar y orientar en el estudio de la Historia del Derecho español, he puesto especial cuidado en indicar las principales fuentes de conocimiento y las obras donde se tratan más amplia y profundamente las materias que abarca.

Siendo tan vasto el ámbito de esta enseñanza, se comprende fácilmente que, si hay puntos en que, acudiendo por mí mismo á las fuentes originales, he podido formar juicio propio, hay también otros muchos respecto á los cuales he tenido que limitarme á exponer el resultado de investigaciones ajenas. Suerte común, por lo demás, á este linaje de obras, cuyo principal mérito, más que en la novedad de las conclusiones, propia de las monografías, consiste en exponer fiel y metódicamente el estado actual de los conocimientos en la materia sobre que versan. Ni siquiera esto último me lisonjeo de haberlo conseguido, penetrado como estoy de las grandes dificultades que ofrece el condensar y exponer con orden y claridad materia tan extensa y difícil, y aun en mucha parte inexplorada. Confío en que esta misma consideración, será parte para recomendar mi obra á la indulgencia de las personas competentes é imparciales.


[1]

INTRODUCCIÓN

§ 1.
Idea de la Historia general del Derecho español.

Las leyes que sirven de norma á las relaciones jurídicas en cada pueblo, no son, ni pueden ser en manera alguna, invención arbitraria de uno ó varios individuos, ni siquiera de una sola generación ó de una sola época. Fruto de las necesidades y de los esfuerzos de muchas generaciones, no se las puede considerar desligadas de sus orígenes históricos. Investigar estos orígenes y mostrar el vínculo que une las instituciones actuales con las que florecieron en otras épocas, exponiendo las vicisitudes del Derecho en España desde los tiempos más remotos hasta la época presente, tal es el asunto propio de la Historia general del Derecho español.

Las dos fases ó aspectos principales que pueden distinguirse en este estudio, han dado lugar á la división de la Historia del Derecho en externa é interna, que desde Leibnitz acá vienen haciendo los tratadistas. Denomínase historia externa la historia de las fuentes del Derecho en sentido lato, ó sea la exposición de las formas con que se revela y actúa el derecho así en la costum[2]bre, como en la legislación y en la ciencia. Interna, á aquella otra parte de la Historia del Derecho que muestra el origen, florecimiento y decadencia de las instituciones jurídicas. Relacionadas íntimamente entre sí como partes de un todo, ambas deben ser estudiadas juntamente para que puedan reportar verdadero fruto; cuidando de que preceda siempre á la historia interna la externa, por ser esta última base y fundamento de aquélla.

El ámbito geográfico, cronológico y doctrinal de la Historia general del Derecho español, lo indica claramente el título mismo de esta enseñanza. No hay duda que comprende la reseña de todas las legislaciones que han regido en las varias regiones de la Península que hoy constituyen la nación española, incluso Portugal mientras ha estado unido con España; que debe exponer las vicisitudes de todas estas legislaciones desde los orígenes de la nacionalidad española hasta la época presente, bien que respecto al Derecho actual haya de limitarse á breves indicaciones; y es asimismo evidente, que ha de abarcar todas las ramas de la ciencia jurídica[1].

[3]

§ 2.
Importancia de este estudio.

Cuán importante sea el estudio de la Historia general del Derecho español, se echa de ver considerando que para interpretar y aplicar recta y acertadamente las leyes de un pueblo, es forzoso conocer los elementos que han concurrido á la formación de su Derecho, y las vicisitudes que éste ha experimentado en el transcurso de los tiempos.

Es indudable, hasta el punto de haber pasado ya á la categoría de verdad universalmente reconocida y proclamada, que para conocer y aplicar con acierto el Derecho vigente, hay necesidad de estudiar sus fundamentos históricos. Cada Derecho ó Legislación particular es parte de la vida intelectual del pueblo en que rige, es el producto de elementos cuya acción se refiere á épocas anteriores.

¿Cómo penetrar en el Derecho de la época presente considerándolo aisladamente en sí mismo? Ni siquiera cuando se formen y promulguen Códigos acabados y completos de las varias normas que regulan las distintas instituciones jurídicas, habrá cesado la necesidad de acudir al estudio de la historia para ilustrar el Derecho actual. Los que sostienen la opinión contraria, olvidan sin duda, que todos los Códigos descansan sobre el Derecho vigente en la época de su redacción; que si alguien ha creído que los Códigos podían interpretarse por sí mismos con sola la ayuda del sentido común, no ha tardado en reconocer la insuficiencia y aun la esterilidad de este método, y el método histórico ha sido muy luego reintegrado en sus legítimos fueros. La experiencia confirma plenamente, ser el empleo de este método condición in[4]dispensable para la recta aplicación de las leyes, y para el progreso de la ciencia jurídica.

No ha de desconocerse, por lo demás, que aparte de su importancia capital para el fin inmediatamente práctico de la ciencia jurídica, la Historia del Derecho tiene también su valor y fin propios como rama de la Historia general. Si en el primer concepto facilita la recta interpretación de los preceptos jurídicos vigentes, dando á conocer las causas que les dieron origen, las necesidades que vinieron á satisfacer, la intención del legislador al dictarlos y las transformaciones que han sufrido en el transcurso de los tiempos: en el segundo, ó sea como ciencia histórica propiamente tal, mostrando las leyes que presiden al desenvolvimiento general del Derecho y al peculiar de cada pueblo ó nación, y la acción benéfica ó deletérea de las instituciones en la vida social, ofrece enseñanzas muy provechosas para la reforma y mejora progresiva de las instituciones jurídicas.

En suma, la Historia del Derecho nos muestra, como dice un jurisconsulto español, que «hay en lo pasado elementos permanentes, manifestaciones eternas del ideal de la justicia; hay también otros elementos permanentes, expresión del espíritu nacional, uno é idéntico á sí mismo en la serie variable de sus manifestaciones progresivas; pero hay también formas transitorias en que es preciso distinguir con cuidado, las que carecen de vida aunque estén en pie, porque ha desaparecido el principio que las animaba, y las que viven con robustez y lozanía porque responden aún á una idea, á un interés del tiempo presente[2].» Los problemas de la vida social se resuelven penetrando en las entrañas de los pueblos para quien se trata de legislar, estudiando sus verdaderas y[5] serias tradiciones, conociendo, en fin, su modo de vivir y desarrollarse. Si España ha de realizar algún día la unidad de su legislación, es preciso que se forme entre nosotros una escuela nacional de Derecho, «que se dedique con afán á conocer la legislación peculiar de cada uno de los antiguos Estados, los elementos esenciales que los constituían y la vida ó energía que todavía puedan conservar, con el objeto de apreciar lo que ha de conservarse y lo que debe desaparecer[3]» como conforme á la naturaleza moral de la totalidad del pueblo español.

§ 3.
Ciencias afines de la Historia general del Derecho español.

Ciencias afines de la Historia general del Derecho español, son aquellas cuyo objeto se relaciona íntimamente con el asunto propio de esta enseñanza, á saber: la Historia política de España y la Historia de las instituciones económicas.

La unión que hay entre el Derecho y las demás manifestaciones de la vida de los pueblos exige que, para profundizar en el estudio de la Historia del Derecho, se tengan en cuenta y se utilicen debidamente los conocimientos relativos á elementos ó factores de la vida social, que, á la vez que obran en el Derecho, son también en más ó menos grado modificados por él.

Entre éstos ocupa el primer lugar, por su importancia,[6] la Historia política propiamente dicha[4], de la cual ha podido decirse con razón que, «si nada hay más cómodo que aislar la Historia de las instituciones de la Historia de los hechos, nada es más peligroso para la verdad ni para la buena fe del escritor[5]

Tan íntima es la relación entre la Historia del Derecho y la Historia política propiamente dicha, que hay instituciones jurídicas de las cuales no puede formarse exacta idea, sin referirlas á las circunstancias políticas en que tuvieron su origen y desenvolvimiento, y que contienen á veces su razón suficiente. De aquí que los sucesos de la Historia política que más influencia suelen ejercer en el desenvolvimiento del Derecho, como las vicisitudes territoriales, las invasiones, los cambios de dinastías y consiguientes modificaciones en la política general, las relaciones internacionales y otras de este género, vengan como á formar parte integrante de la Historia general del Derecho; y que la exposición compendiada de aquellos sucesos sea considerada en la actualidad por la mayor y más autorizada parte de los tratadistas, como preliminar indispensable respecto á la Historia de las fuentes del Derecho y de las instituciones jurídicas[6].

Las relaciones entre el Derecho y las instituciones económicas son íntimas y profundas[7]; pues siendo los[7] supuestos y datos de la vida real la materia sobre que se actúa ó ejercita el Derecho, las instituciones jurídicas versan en la mayoría de los casos sobre las relaciones entre las personas ó sujetos de derecho y las cosas que pueden ser objeto del mismo. Los derechos reales y de obligaciones en su conjunto, y el derecho de familia y el de herencia en mucha parte, descansan sobre estas relaciones; y, en suma, puede decirse que ellas no solamente son la base y el presupuesto del derecho privado, sino que se reflejan también en el derecho público, en cuanto que el estado ú organización social que sirve de base á este último, es en gran parte reflejo y resultado del estado económico.

§ 4.
Fuentes.

Las fuentes donde ha de acudirse para estudiar las materias cuya exposición es asunto especial de la Historia general del Derecho español, ó lo que es lo mismo, las fuentes de conocimiento de esta disciplina, pueden reducirse á dos clases: fuentes directas, como los Códigos y demás monumentos jurídicos propiamente dichos, que de un modo inmediato nos dan á conocer las leyes é instituciones vigentes en cada época; y fuentes indirectas, como son los documentos literarios y monumentos no jurídicos de diversa índole, que nos proporcionan oca[8]sionalmente datos y noticias para ilustrar y completar, ya comprobándolo, ya rectificándolo, el testimonio de los monumentos legales.

El estudio de las fuentes directas de conocimiento de la Historia del Derecho, y en especial de los Códigos y demás documentos legislativos, es asunto propio y especial de la Historia general del Derecho, razón por la cual nada diremos de ellos en este lugar. Nos limitaremos á algunas consideraciones respecto á la índole y valor especial de los documentos relativos á la aplicación del Derecho, que han llegado á nuestra noticia, y constituyen las fuentes más importantes y valiosas para el conocimiento de la práctica jurídica, ó sea del Derecho realmente vigente en las diversas épocas.

Estos documentos sobre asuntos y relaciones jurídicas concretas, que se nos han conservado en lápidas, tablas de cera, pergamino, etc., tienen el valor especial que distingue á todos los pertenecientes á la vida real; y aunque en la mayoría de los casos no nos dan á conocer nuevos preceptos jurídicos, nos enseñan, sin embargo, á comprender mejor los expuestos en los monumentos legales, reflejando más directamente que ellos la vida jurídica.

Documentos de esta índole, y en tal concepto fuentes de inapreciable valor, son para el conocimiento de la Historia del Derecho en la España romana las inscripciones latinas, y los diplomas para el de esta misma Historia en los reinos de la España cristiana durante la Edad Media.

Las inscripciones latinas, no solamente son un auxiliar precioso para el conocimiento de la historia política del pueblo Rey, en cuanto con su ayuda podemos comprobar, rectificar y completar el testimonio de los escritores, sino también la fuente principal y más pura que poseemos para el estudio de la organización política y[9] administrativa del Imperio, singularmente en el período que se extiende desde las guerras civiles hasta la redacción de los Códigos en el siglo III de nuestra era[8]. Hay instituciones importantísimas, de las cuales poco ó nada nos dicen las fuentes literarias, tales como los municipios dobles, las ciudades campales, los Augustales, las asambleas provinciales, y sobre las cuales, sin embargo, arrojan vivísima luz los documentos epigráficos. Sin el estudio profundo y detenido de estos documentos, sistematizado y constituído como verdadera ciencia merced á los esfuerzos de los Marchi, Borghesi, Rossi, Renier, Mommsen, Henzen, Hübner, Zangemeister, Hirschfeld y Bormann, sería imposible escribir la historia de las provincias que abarcó un tiempo el orbe romano, de la cual son el más sólido fundamento[9].

[10]

Aunque menos importantes desde el punto de vista histórico y jurídico que las del período pagano, las inscripciones cristianas, principalmente las de los primeros siglos, son también interesantes, no sólo para la historia, las costumbres y la cultura general, sino también y muy principalmente para poder conocer y apreciar los progresos del Cristianismo en las varias regiones de la Península[10].

El testimonio de los diplomas es importantísimo, así para aclarar en puntos en que, por mala redacción ó por corrupción del texto, es dudosa la interpretación de los textos legales, como para mostrarnos si la práctica se atemperaba ó se desviaba de la ley escrita, sobre todo en épocas como en la Edad Media, en que el cantonalismo jurídico, la falta de unidad en la administración de justicia y el fraccionamiento del poder político, favorecían el predominio del derecho consuetudinario sobre el escrito. Hace ver, en suma, la concordancia ó divergencia entre el derecho escrito y el derecho aplicado; y mostrando la vida íntima del derecho, y las relaciones constantes entre la teoría y la práctica, enseña lo absurdo é ineficaz de los Códigos y las leyes que no están en ar[11]monía con el estado social y económico de los pueblos.

Análoga á la de los diplomas, es la importancia de las fórmulas ó modelos para el otorgamiento de contratos y otros actos jurídicos. En la mayoría de los casos las fórmulas reproducen verdaderos documentos anteriormente redactados, suprimiendo de ordinario los nombres propios, y las palabras que indicaban las relaciones de lugar y de tiempo.

La importancia de las fórmulas consiste en que, no sólo son útiles para el conocimiento del Derecho en la época contemporánea á la redacción del formulario, sino también para un período precedente, pues que las más veces reproducen documentos anteriores, y aun para algún tiempo después, dado que su objeto es servir de modelo á otros documentos[11].

Medio peculiar para el conocimiento del derecho consuetudinario son también los refranes ó adagios, los cuales suelen expresar en forma breve y popular principios jurídicos, y pueden por tanto utilizarse como testimonios de la existencia de aquel derecho. Pero la forma ambigua en que están concebidos, exige gran discreción y cautela si han de utilizarse convenientemente. Agrégase á esta dificultad, que frecuentemente es imposible precisar si estos refranes reflejan real y verdaderamente ideas ó conceptos jurídicos, ó si son mera expresión de los resultados ó consejos de la experiencia[12].

Los escritores que no tratan de propósito de asuntos[12] de derecho, tocan incidentalmente á veces materias de esta índole, y en todos ellos, aun en los poetas, se hallan indicaciones, preciosas á veces, que sirven para ilustrar puntos oscuros y difíciles de la Historia del Derecho.

§ 5.
Ciencias auxiliares.

Todas las ciencias auxiliares de la Historia en general tienen también este mismo carácter con relación á cada una de sus fases ó aspectos, y consiguientemente respecto á la Historia del Derecho.

La Geografía histórica[13], dando á conocer la naturaleza y condiciones del suelo en que se han desarrollado los hechos ó instituciones que se trata de estudiar, y permitiendo apreciar la influencia ejercida por aquellos[13] factores, según es mayor ó menor el grado de cultura, y por tanto los elementos de que el hombre dispone para dominar ó modificar tales influencias; la Epigrafía[14] y la Paleografía[15] facilitando la lectura é inteligencia de los textos, ya propiamente jurídicos, ya meramente lite[14]rarios, aunque interesantes bajo el aspecto jurídico; la Cronología[16], y especialmente la Diplomática[17] enseñando á discernir por el examen de los caracteres intrínsecos y extrínsecos la autenticidad ó falsedad, la época y el valor de los documentos de la Edad Media, interesantes para el jurista; la Numismática[18] haciendo este mismo oficio respecto á las monedas; la Filología[19] mostrándo[15]nos las leyes que presiden al desenvolvimiento del lenguaje, ayudándonos á penetrar en la historia de las ideas por medio del estudio de la formación de las palabras, y procurándonos el conocimiento de ideas é instituciones, respecto á las cuales permanecen mudos los monumentos literarios; la Historia de la literatura[20], bajo cuya esfera y ámbito caen también, en cuanto monumentos literarios, las fuentes jurídicas, y que además nos da á conocer el asunto, la época, el carácter y la índole de las obras puramente literarias que, bien que[16] por modo indirecto, contienen datos y noticias interesantes para el Derecho: todas estas ramas y disciplinas auxiliares de la Historia son de suma utilidad para el que se consagra á la Historia del Derecho español.

Ciencia auxiliar importantísima de la Historia general del Derecho español, es también la Historia comparada de las legislaciones. La cual nos muestra, cómo la analogía ó semejanza de las circunstancias políticas y económicas hace surgir en pueblos diversos instituciones análogas, y cómo la diversidad de las condiciones geográficas y del carácter nacional pierden su fuerza con los progresos de la cultura, que transforma la faz de los países y allana los obstáculos naturales que dividen á los pueblos, atenuando las diferencias originarias. Enseña, además, la forma en que las diversas circunstancias históricas diversifican también frecuentemente las instituciones sociales y políticas; y da á conocer lo que hay de permanente, y de esencial por tanto, en dichas instituciones, y cuán peligroso sea trasplantar sin más ni más las instituciones de unos pueblos á otros, sin tener en cuenta las indicadas diferencias.

Las analogías y semejanzas entre las instituciones jurídicas de distintos pueblos, pueden proceder de tres fuentes, á saber: de un origen común; de la transmisión de uno á otro pueblo, y finalmente, de la semejanza del estado económico y social, y en general, del grado de cultura. Por lo que á esto último se refiere, es indudable que hay ciertas instituciones jurídicas peculiares de un determinado grado de cultura, y que, dado éste, aparecen bajo una á otra forma en todos los pueblos; y otras que, con la misma independencia, surgen ó son engendradas por ciertas necesidades ó condiciones de vida. En este concepto, la ciencia de que tratamos sirve para ilustrar y completar en muchos puntos la Historia del Derecho español, ya mostrándonos la filia[17]ción de alguna de nuestras instituciones, ya enseñándonos lo que ofrecen de característico y distintivo respecto á las de otros países[21].

§ 6.
Método de exposición.

A dos pueden reducirse los métodos empleados en la exposición de la historia del Derecho: el cronológico, que estudia separadamente el origen y desenvolvimiento en el transcurso de los siglos de las instituciones correspondientes á cada rama del Derecho; y el sincrónico, que, dividiendo en períodos el ámbito cronológico que se trata de recorrer, estudia el conjunto de las instituciones jurídicas dentro de cada uno de ellos, teniendo en cuenta y amoldándose en lo posible á las divisiones geográficas y etnográficas.

El primero, considerado con relación á la asignatura que nos ocupa, ofrece el gravísimo inconveniente de destruir la conexión y la continuidad, que son condiciones esenciales de una exposición, como esta, de carácter[18] histórico. El método sincrónico, en cambio, satisface plenamente dichas exigencias, razón por la cual no vacilamos en tomarle como base para el desarrollo de esta asignatura.

§ 7.
División en períodos.

El punto de partida para la división en períodos de la Historia del Derecho deben ser, ya sucesos de la historia política que hayan ejercido decisiva influencia en el conjunto del organismo jurídico, ó en algunas de sus principales instituciones, ó traído nuevos elementos á la vida social; ya modificaciones esenciales del estado económico que, creando nuevas formas jurídicas, ó modificando las ya existentes, hayan engendrado transformaciones importantes en el desenvolvimiento del Derecho. Pues si bien es cierto que los grandes períodos históricos no son determinados en el Derecho, ni por trabajos legislativos, ni por revoluciones políticas, ni por la obra personal de grandes hombres, sino por los cambios más latentes y profundos de la economía, de la sociedad y de la moralidad nacional, no hay duda que estos últimos ofrecen casi siempre la relación de causa ó efecto respecto de los primeros.

En consonancia con estas normas, la división en períodos de la Historia del Derecho español, que juzgamos más acomodada al estado de estos estudios en la actualidad, es la que la distribuye en seis, de muy desigual duración y extensión, pero perfectamente caracterizados.

El primer período comprende sólo la España primitiva, y sirve de precedente y de fundamento al segundo,[19] dedicado á la Historia general del Derecho en la España romana, y con el cual aparece aquél de ordinario englobado y confundido.

La división en dos períodos distintos del estudio de nuestra legislación bajo los Romanos y los Visigodos respectivamente, se justifica de tal suerte considerando la importancia capital de los elementos que trae cada cual de estos pueblos á nuestra vida jurídica, que no juzgamos necesario insistir sobre este particular.

El cuarto período lo constituye la reseña de los destinos del Derecho español desde la invasión árabe hasta el reinado de los Reyes Católicos; período en el cual se funden y alcanzan el mayor grado de desarrollo las ideas é instituciones jurídicas de los tres ciclos anteriores.

El quinto comprende el espacio transcurrido desde los Reyes Católicos hasta el triunfo de las ideas revolucionarias en España; y el sexto comienza con el triunfo de estas ideas en las Cortes de Cádiz, suceso que inicia una era de transcendentales reformas en todos los órdenes de la vida jurídica, y llega hasta la época actual[22].

Séanos lícito caracterizar brevemente cada uno de dichos períodos.

El primero lo constituye la reseña de la historia y de las instituciones de los diversos pueblos que ocuparon á España antes de la dominación romana; y aunque por la insuficiencia de los documentos de una parte, y de otra por el escaso grado de cultura de la generalidad de aquellas gentes, sea necesariamente breve é incompleto, y á pesar de que no forma por sí un todo homogéneo, puede atribuírsele esta cualidad con relación á la España romana.

[20]

El carácter embrionario é incompleto del desenvolvimiento jurídico de las razas primitivas de la Península, y la insuficiencia de los materiales que poseemos para llegar á conocerlo, siquiera sea aproximadamente, impiden bosquejar el cuadro acabado de las instituciones jurídicas en este período, y aun en ocasiones trazar sus líneas generales. Hay que evitar en este punto el escollo de suplir por medio de conjeturas fundadas en vagas indicaciones, en analogías ó semejanzas más aparentes que reales, y en relaciones de conexión ó filiación problemáticas ó no demostradas, los vacíos que es imposible llenar con datos ciertos y positivos. Entre el sistema de los que creen que la Historia del Derecho español debe comenzar con los Romanos, renunciando en absoluto al estudio y al conocimiento de los primitivos orígenes de nuestro desenvolvimiento jurídico, y el de los que juzgan que puede reconstruirse por completo ó poco menos el cuadro de aquellos orígenes, cabe un término medio justo y razonable.

Ciertamente que los nuevos horizontes que la Etnología, la Filología y la Historia comparada de las legislaciones han abierto á la Historia del Derecho, permiten extender la investigación á tiempos y lugares que se tenían hasta hace poco por enteramente inaccesibles á la investigación histórica; que con tan preciosos auxilios, combinados y utilizados debidamente, adquieren valor y eficacia muy superiores al que antes tenían, las vagas é incidentales noticias de los escritores griegos y latinos respecto al estado jurídico de los pueblos españoles antes de la dominación romana; que los descubrimientos epigráficos y numismáticos, y el prodigioso vuelo que alcanza hoy el cultivo científico de los monumentos de esta índole, ha venido á rectificar y completar en muchos puntos el conocimiento de la España primitiva y romana. Y claro es que sería absurdo y anticientífico menos[21]preciar tan poderosos auxiliares y truncar la exposición de la historia del Derecho español, suprimiendo uno de sus períodos, que no por ser el más oscuro, es el menos interesante. Pero hay que guardarse también de caer en el extremo opuesto, exagerándose el valor y eficacia de los auxilios de que antes hemos hecho mérito, y creyendo que, merced á ellos, puede llegarse á reconstruir en todas sus partes el Derecho de los españoles primitivos. Meritorias en sumo grado son las investigaciones encaminadas á ilustrar las épocas más oscuras y remotas de la historia; pero hay que proceder en ellas con sumo tino y discreción, si han de ser verdaderamente útiles y fecundas. Importa también mucho para lograrlo no trasladar á aquellas remotas épocas nuestras clasificaciones y categorías jurídicas actuales, que, sobre carecer de valor absoluto y universalmente aceptado, no cuadran con el genio ó carácter jurídico y el grado de cultura de aquellas gentes. Agrupar forzada y violentamente dentro de estas categorías los datos relativos á sus instituciones jurídicas, es exponerse á sacarlas de quicio y á impedir que se conozcan y juzguen debidamente.

El segundo período, que ofrece mayor carácter de unidad, se extiende desde el establecimiento de la dominación romana en España hasta la invasión de los pueblos germánicos. Durante él, la política niveladora y tolerante á un tiempo del pueblo romano va atenuando paulatinamente las diferencias de carácter y de organización de los pueblos ibéricos, aunque sin hacerlas desaparecer por completo. La casi absoluta romanización de la Península resulta con evidencia, así del testimonio de los escritores y de los monumentos, como de la influencia ejercida después por las instituciones romanas en la organización y cultura de los Visigodos. No todos los aspectos del Derecho han de ser estudiados en este período, sino únicamente las instituciones políticas y[22] administrativas. La razón es, que estas últimas son las únicas que ofrecen rasgos peculiares y característicos respecto á la organización general de las provincias del Imperio, pues sabido es que los Romanos distaron mucho de conformar á un patrón común la organización de las diversas provincias ó territorios sometidos á su dominación; antes bien tuvieron en cuenta las condiciones geográficas, estratégicas y políticas, y aun las instituciones y divisiones existentes en cada una de ellas, las cuales les sirvieron de pauta, y determinaron las variedades en la organización provincial. Esta, pues, y no las otras ramas del Derecho, que sobre ser las mismas para todas las provincias, son objeto de estudio especial de otra asignatura, es lo único de que debe tratarse al reseñar la historia del Derecho español en este período.

La invasión de los Alanos, Vándalos y Suevos primeramente, y después la de los Godos en España, acabó de hecho, ya que no de derecho, con la dominación romana en la mayor parte de la Península. A las escenas de horror tan admirablemente retratadas por Orosio é Idacio, con que los bárbaros ensangrentaron el suelo español durante medio siglo; á la más espantosa anarquía, y á las luchas incesantes de los pueblos germánicos entre sí y con los romanos, sucede un período de calma relativa iniciado por la emigración de los Vándalos y Alanos la constitución del reino de los Suevos en Galicia con carácter permanente y el establecimiento definitivo de los Visigodos en España. El roce y contacto entre pueblos de carácter, costumbres é instituciones tan diferentes y aun opuestas como los españoles romanizados y los conquistadores germánicos, da origen á leyes é instituciones en las cuales se mezclan y confunden, predominando ya el uno ya el otro, los elementos romano y germánico, á la vez que surgen también á veces instituciones nuevas correspondientes al nuevo estado social[23] resultado de la conquista. La destrucción del reino de los suevos por Leovigildo, las victorias de este monarca y de algunos de sus sucesores sobre los Bizantinos, y por último, la expulsión definitiva de estos últimos del suelo español en tiempo de Egica, favorecen y hacen posible la obra de la unidad nacional. Contribuye también eficazmente á ella, la conversión de Recaredo al Catolicismo, que hizo desaparecer una de las principales barreras que separaban á los Visigodos y los Hispano-romanos; y leyes tan conducentes y favorables á la fusión de ambas razas como las que autorizaron el matrimonio entre vencedores y vencidos, y la que estableció la unidad de legislación de ambos pueblos, aboliendo el sistema de la personalidad del derecho, vigente á la sazón y aun mucho tiempo después en los reinos germánicos establecidos sobre las ruinas del Imperio romano. La mezcla de los dos elementos, romano y germánico, y la influencia extraordinaria de la Iglesia en el Estado y en el Derecho, son caracteres distintivos de la legislación visigótica, aun respecto de aquellos otros pueblos que, como los Ostrogodos y los Borgoñones, dieron también cabida en sus leyes al elemento romano.

El cuarto período está caracterizado por la invasión de los Árabes, que da como consecuencia la ruina del reino visigótico, minado ya por el sistema electivo de la dignidad real, la incompleta fusión de razas, el antagonismo entre las clases sociales y la corrupción de costumbres. La grande y rápida extensión del poderío mahometano en la Península, la formación de pequeños centros de resistencia á los invasores en las montañas de Asturias, Aragón y Navarra y el establecimiento de los Francos en Cataluña, engendran el fraccionamiento de la unidad nacional, y la creación de reinos independientes entre sí, cuya legislación, aunque basada en lo esencial en elementos comunes, toma distinto rumbo y[24] desarrollo peculiar y propio, por virtud de las diversas vicisitudes políticas y económicas. El carácter esencialmente militar que ofrece la organización política de todos estos reinos, por efecto de la necesidad de atender preferentemente á la guerra con los Árabes, favorece el cantonalismo en el orden legislativo; hasta que el robustecimiento del poder real, los progresos de la reconquista, el favor y la boga que alcanza ya desde principios del siglo XII, el estudio del Derecho romano, la influencia de los legistas y la fundación de las Universidades, hacen sentir en todas partes la necesidad de acabar con tal estado de cosas, unificando en lo posible la legislación y la administración de justicia. Esta tendencia se manifiesta ó se realiza, según los casos, en Castilla y León bajo los reinados de Fernando III y de Alfonso X; en Aragón y Cataluña, bajo el de Jaime I, que se muestra también imbuído de este principio al legislar para los reinos de Valencia y Mallorca, recién conquistados de los Árabes; y en Navarra bajo la dinastía de los Teobaldos, y especialmente en el reinado de Teobaldo I.

Aunque las modificaciones esenciales que determinan en algunas ramas del organismo jurídico los factores arriba indicados, justificarían la división de la Historia del Derecho español desde la invasión árabe hasta los Reyes Católicos en dos períodos, de los cuales debería terminar el primero á mediados del siglo XII, sin embargo, el conocimiento incompleto del origen y desarrollo de las instituciones políticas y civiles de los varios reinos cristianos de la Península en los cinco primeros siglos de la Reconquista, impide introducir esta división, reclamada por la naturaleza misma del asunto, hasta que nuevas investigaciones consientan estudiar detenida y separadamente el primero de dichos períodos. Esta misma insuficiencia de los materiales é investigaciones en orden á la historia jurídica de los Árabes españoles, obliga á[25] exponerla brevemente dentro del cuadro de la Historia del Derecho español, de que forma parte, en cuanto se relaciona con el desenvolvimiento de las instituciones jurídicas genuinamente nacionales.

En el quinto período, «perdida la independencia de los antiguos reinos, no se encuentran ya las fuentes del Derecho en los fueros, sino en las leyes reales, y el trabajo legislativo se reduce á la enojosa tarea de ordenarlas en recopilaciones. Castilla publica la suya en tiempo de Felipe II, y tras varias correcciones, hace la última al comenzar nuestro siglo, dejando en ella un rico, pero desordenado arsenal para la historia. Aragón reune sus fueros y observancias en el siglo XV. Valencia, que le había precedido en la publicación de los privilegios, no consiguió hacer la de sus fueros; Cataluña publica su recopilación al terminar aquel siglo; y por fin, Navarra logra dar á luz la suya juntamente con su Fuero.

Mas estas leyes no fundan nuevas instituciones en el Derecho; la sociedad civil salió constituída de la Edad Media, y las ordenanzas reales si pudieron enriquecerla con sus pormenores, no intentaron alterar su esencia[23]

La invasión progresiva de las ideas francesas, iniciada con el advenimiento de los Borbones, y singularmente la de las ideas revolucionarias en los reinados de Carlos III y Carlos IV, alcanza ya gran desarrollo y se manifiesta ruidosamente en las Cortes de Cádiz, al mismo tiempo que España lucha en masa para defender contra los franceses su independencia nacional. Las reformas más trascendentales en el orden civil y político, iniciadas por las referidas Cortes, y llevadas á cabo desde entonces hasta la fecha, con algunos intervalos de reacción ó de pausa, caracterizan este período, el más fecundo en el orden legislativo de nuestra historia nacional.

[26]

Al reseñar la historia de estos dos últimos períodos hemos procurado más aun que en los anteriores, por exigirlo así la naturaleza del asunto y la extensión de la materia, no perdernos en los detalles, tarea impropia de una obra como la presente. Limítase, pues, la exposición á los sucesos, fuentes é instituciones que son verdaderamente característicos, y pueden considerarse como el germen de otros posteriores. No es posible exponer el derecho público, pero muy singularmente el privado de esta época, sin penetrar en la esfera peculiar de otras enseñanzas y sin resignarse á dar un bosquejo pálido é insuficiente. La índole misma de esta obra, destinada á servir de base á la exposición del Derecho actual, obliga á excluir de ella este mismo Derecho, é impone el deber de reseñar únicamente los hechos é instituciones con que aquél directamente se relaciona.

En cuanto al orden de exposición de las materias pertenecientes á la Historia del Derecho, dentro de cada período tratamos en primer lugar de la Historia política, bosquejando aquellos sucesos que más directa y eficazmente han influído en la marcha del Derecho. Tratamos luego de las fuentes del Derecho, ó sea de las diversas formas con que se presenta ú ofrece en cada período y de los monumentos legislativos pertenecientes á cada cual de estas formas ó categorías; dando á conocer la época en que aparecen, las causas que les han dado origen, su objeto, los elementos que los constituyen, su autenticidad, su valor y eficacia legal y social, sus vicisitudes de todo género, su forma de trasmisión, sus ediciones, y en suma, todas las circunstancias necesarias, y que sea posible precisar, para conocer y apreciar debidamente y poder utilizar con acierto, ya como fuentes del Derecho propiamente tales, ya como fuentes del conocimiento del mismo, en cada período determinado, los monumentos referidos. A este estudio, que es pre[27]liminar y fundamental, como que sirve á los demás de base y de medio principal de información, seguirá la exposición de las diversas instituciones que constituyen cada rama de la ciencia del Derecho, comenzando por el público en sentido lato, incluyendo por tanto en él el administrativo, y tratando luego sucesivamente del canónico, del Derecho y del procedimiento civil y del Derecho y el procedimiento penal.

Al exponer la historia del Derecho español, y sin desconocer que, considerada en sí misma, debe estudiarse como fin y no solamente como medio, importa mucho no perder de vista el aspecto práctico que debe prevalecer en ella considerada como materia de enseñanza. Conforme á esto, cuidamos también de dar mayor importancia á las instituciones que han sobrevivido hasta nuestros días, que á aquellas otras que no tienen conexión con el Derecho moderno por haberse extinguido enteramente en períodos anteriores.

§ 8.
El cultivo de la Historia general del Derecho español.

Hasta el siglo XVIII no comienza á ser estudiada y expuesta la Historia del Derecho español como ciencia independiente.

La afición al estudio de la antigüedad promovida por el Renacimiento, si bien dió por resultado que se fijara la atención de los eruditos en los monumentos literarios de la antigüedad clásica y cristiana, no aprovechó de igual modo al estudio de las antigüedades nacionales. Antes bien el culto y admiración excesivos al Derecho romano y al canónico, que absorbió casi por completo la atención de nuestros grandes jurisconsultos de los[28] siglos XVI y XVII no les dejó tiempo para el cultivo del derecho patrio, del cual no acostumbraron á tratar de propósito, sino ocasionalmente, comparando sus preceptos con los de las legislaciones canónica y romana.

Sólo una de las ramas del Derecho nacional, el canónico, mereció fijar su atención; y en este orden poseemos trabajos tan notables como los del insigne Antonio Agustín, el verdadero fundador de la historia externa de esta ciencia, los de Covarrubias, los del célebre Arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza, de Martín Pérez de Ayala, de Bartolomé de los Mártires, del diligente investigador de los concilios de España D. Juan Bautista Pérez, Obispo de Segorbe, del eruditísimo comentador del concilio de Elvira, Mendoza, y los del célebre García de Loaísa, que dedicó su incansable diligencia y gran erudición á coleccionar y publicar las actas de nuestros antiguos concilios nacionales.

La celebración del Concilio de Trento y el movimiento científico, que fué su antecedente y su consecuencia, determinaron esta predilección de nuestros Prelados del siglo XVI por el cultivo de la Historia y de la disciplina de la Iglesia, á cuya investigación y estudio se consagraron con celo y actividad admirables y con excelentes resultados.

La importancia, no ya sólo preferente, sino exclusiva, que se daba al Derecho romano, así en las Universidades como en la administración de justicia, fué también parte á que apenas se cultivara durante los siglos XVI y XVII la Historia del Derecho español. Así que apenas si encontramos en este tiempo otra cosa que algunas monografías donde incidentalmente se trate de los orígenes históricos de la Legislación española.

El impulso dado á los estudios históricos y literarios con la fundación de las Academias Española y de la Historia, y la protección dispensada por los Reyes y por[29] los Gobiernos á las empresas científicas y literarias, al advenimiento de la Casa de Borbón, ejercieron grande y saludable influencia en el progreso de los estudios relativos á la Historia del Derecho español. Contribuyó también á él eficazmente la cruzada emprendida en favor de la enseñanza del Derecho español, y contra el predominio exclusivo del Derecho romano y canónico en las Universidades; la cual, comenzando por despertar y avivar la afición al estudio de los antiguos monumentos del derecho patrio, acabó por lograr que se incluyera el Derecho español entre las materias propias de la enseñanza de esta Facultad, y que más adelante se concediera también este honor á la Historia del Derecho.

Como consecuencia de este movimiento, no tardaron en aparecer obras destinadas á satisfacer la necesidad, á la sazón ya universalmente sentida, de vulgarizar y difundir tales conocimientos. El primer ensayo de este género, recomendable, así por la crítica, como por la erudición, fué la exposición metódica, ya que no completa, de los orígenes y vicisitudes del Derecho español, escrito por D. Juan Lucas Cortés, y publicado como propio en 1703 con el título de Sacra Themis Hispanica, por el plagiario dinamarqués Ernesto Franckenau. La Historia del Derecho real de España, de Fernández Prieto y Sotelo, impresa en 1738, es tan superficial y falta de crítica, que apenas si puede alabarse en ella otra cosa que la buena voluntad del autor.

Entre los principales iniciadores y promovedores de este movimiento se cuenta el jesuíta Andrés Burriel[24] (1719-1762), director de los trabajos de exploración é investigación de los principales archivos de España, mandados hacer por el Rey Carlos III, y comisionado especialmente para estudiar el Archivo de la iglesia de[30] Toledo. Sábese que llevó á cabo esta comisión en cuatro años, siendo fruto de ella la copiosa y valiosísima colección de documentos que, mandada colocar de orden del Rey en su Biblioteca, constituye hoy uno de los principales ornamentos de la sección de manuscritos de nuestra Biblioteca nacional. Ocupóse también asiduamente en investigar las riquezas del Archivo municipal de dicha ciudad; y como resultado de este trabajo compuso y dió á luz su célebre Informe de los pesos y medidas de la ciudad de Toledo, uno de los trabajos de más sazonada erudición y crítica que produjo el siglo XVIII. Trasladado después con el cargo de maestro de Moral al Colegio imperial de Madrid, continuó consagrándose con sobrado afán á este género de trabajos, cuyo exceso acabó con su vida á la edad de cuarenta y dos años, cuando tanto podían esperar de él todavía la Historia y las Antigüedades jurídicas de España. El registro de los libros y papeles que se hallaron en el aposento del Padre Burriel después de su muerte, demuestra la extensión é importancia de las investigaciones y estudios á que consagró su vida.

Su carta á D. Juan de Amaya sobre el origen y progresos del Derecho español es, con ser tan breve, un bosquejo admirable que acredita el dominio del autor en materia tan difícil é inexplorada. Todos sus trabajos reflejan las cualidades que le atribuía su compañero de religión Larramendi: «grande alcance, suma penetración, lección inmensa y constancia á toda prueba.»

Cuéntase también entre los más distinguidos cultivadores de la Historia del Derecho español en el siglo XVIII el célebre Conde de Campomanes[25], á quien la parte activa y preponderante que tuvo en la política durante el[31] reinado de Carlos III, no impidió consagrar sus esfuerzos y afanes á los estudios literarios é históricos, y en especial á los histórico-jurídicos, objeto predilecto de su atención, y los cuales promovió muy eficazmente, ya con trabajos propios, ya con su fecunda iniciativa y asidua cooperación como Director de la Real Academia de la Historia y Académico de la Española. Entre sus publicaciones interesantes para los estudios de que tratamos, descuella el célebre Tratado de la regalía de amortización, escrito con ocasión del informe pedido al Consejo de Castilla en 1764 sobre una ley que restringiera las adquisiciones de las manos muertas. En esta obra, impresa por primera vez en Madrid el año de 1765, se propuso demostrar Campomanes la tesis de que los Reyes pueden dictar leyes ó disposiciones sobre este asunto sin necesidad de ponerse de acuerdo con la potestad eclesiástica. Aunque el Tratado adolece del grave defecto de violentar el autor los hechos para hacerlos servir á la demostración de una tesis que ciertamente le fué imposible demostrar, no es posible desconocer que acredita erudición extraordinaria y que ofrece abundantes materiales al historiador y al jurisconsulto. Notable también bajo este último concepto es la Alegación fiscal del mismo Campomanes sobre reversión á la corona de la jurisdicción, señorío y vasallaje de la villa de Aguilar de Campos, en la cual defiende y prueba con eficaces argumentos históricos y jurídicos el señorío y jurisdicción directos de la corona sobre los castillos, lugares, villas y ciudades del reino.

Como Director de la Real Academia de la Historia merece ser recordado Campomanes, por haber iniciado el primero la idea felicísima de reunir en sendas colecciones las fuentes más preciosas é importantes para el estudio del Derecho español, las inscripciones latinas y los diplomas de la Edad Media.

[32]

Pero los jurisconsultos que más ilustraron la Historia de nuestro Derecho por medio de sus escritos en el siglo XVIII fueron el ilustre aragonés D. Ignacio Jordán y de Asso (1742-1804), y D. Miguel de Manuel. Unidos ambos por la comunidad de aficiones al estudio de la Historia del derecho patrio, y trabajando en recíproca y activa colaboración, aplicáronse á exponer metódicamente y á difundir el conocimiento de las fuentes del Derecho español, y especialmente de Castilla, utilizando al efecto sus perseverantes y fecundas investigaciones en archivos y bibliotecas públicos y privados, y ofreciendo en la Introducción histórica á sus Instituciones del Derecho civil de Castilla, tantas veces impresa, una exposición, nueva en mucha parte, y una base y punto de partida utilísimos para investigaciones ulteriores.

Más aun que con este trabajo, que sirvió eficacísimamente para divulgar y popularizar el conocimiento y el estudio de la Historia del derecho patrio, contribuyeron al progreso y adelantamiento de estos estudios los jurisconsultos de que tratamos, sacando á luz é ilustrando con gran copia de erudición y sana crítica documentos de capitalísima importancia en el orden jurídico que hasta entonces habían permanecido inéditos; tales como el Fuero Viejo de Castilla, las Actas de las Cortes celebradas en tiempo de Sancho IV y Fernando IV, y el Ordenamiento de Alcalá.

Además de estas obras, fruto de su actividad y diligencia común, consagráronse, tanto Asso como de Manuel, separadamente, á otros trabajos relacionados también con la Historia del Derecho español. Así vemos que el primero escribe su Historia de la Economía política en Aragón, en que utilizó multitud de documentos de los cartularios del Municipio y de la Seo de Zaragoza. De Manuel se sabe que tenía acopiados preciosos y numerosos[33] datos para una Historia del Derecho español que la muerte le impidió terminar.

Merece también mención honrosísima entre los que ilustraron las letras españolas durante el siglo XVIII con trabajos sobre los orígenes jurídicos de España, D. Gaspar Melchor de Jovellanos (1743-1811)[26]. Cuán íntimamente penetrado estaba Jovellanos de la importancia capital del estudio de la Historia del Derecho, demuéstralo su Discurso de recepción en la Academia de la Historia sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra historia y antigüedades; donde tomando por lema el conocido texto de Januario, según el cual no puede haber jurisconsulto consumado si no conoce la historia y las antigüedades, traza un cuadro acabado, no obstante su brevedad, del desenvolvimiento histórico del Derecho español, y demuestra y encarece la importancia de este estudio con eficacísimos argumentos. No menos interesante es su Discurso de entrada en la Academia Española sobre la necesidad del estudio de la lengua para comprender el espíritu de la legislación. Muestra también de su competencia y conocimiento del antiguo Derecho español nos ofrece el célebre Informe sobre la Ley Agraria, y más aún la Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España.

No ha de olvidarse tampoco al célebre romanista valenciano D. Gregorio Mayans y Siscart (1699-1781) que mostrando no participar del exclusivismo de otros cultivadores del Derecho romano, encarece la importancia del estudio histórico del derecho patrio en su carta-prólogo al Dr. José Berni, impresa por primera vez al frente de la Instituta civil y real de este último escritor, en 1744.

Entre los jurisconsultos de los países forales que ilus[34]traron con sus trabajos la Historia del Derecho nacional en los siglos XVII, XVIII y principios del XIX, son dignos de especial mención, el notable criminalista valenciano D. Lorenzo Matheu y Sanz, singularmente por el libro De regimine urbis ac regni Valentiae; sus compatriotas, Branchat por el Tratado de los derechos y regalías que corresponden al Real patrimonio en el reino de Valencia y don José Villarroya por los Apuntamientos para escribir la Historia del derecho valenciano, y el catalán Peguera con su libro acerca del modo de celebrar Cortes en Cataluña.

Pero á todos ellos los superó el insigne catalán D. Antonio de Capmany y de Montpalau (1742-1713)[27], que erigió un verdadero monumento á la Historia del Derecho patrio con las Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, publicadas en 1779, y á quien debemos también otras varias obras interesantes para el conocimiento de nuestro Derecho antiguo. Discúrrese en estas Memorias sobre la organización de la marina y las expediciones marítimas de los barceloneses desde el siglo XI, extensión é importancia de sus relaciones mercantiles, y productos que importaban y exportaban; y se dedica especial atención al derecho mercantil de Barcelona, al célebre Libro del Consulado (del que publicó Capmany una excelente edición), á la organización de los gremios, y en general á las antiguas instituciones económicas y políticas de la ciudad y condado de Barcelona. De la extensión de las investigaciones de Capmany dan idea los documentos que cita, y sobre todo la preciosa colección diplomática que enriquece la obra.

A principios del siglo actual publicó D. Francisco Martínez Marina (1754-1833) el Ensayo histórico-crítico sobre[35] la antigua legislación y principales cuerpos legales de los reinos de León y Castilla, especialmente sobre el Código de Don Alonso el Sabio, conocido con el nombre de las Siete Partidas, la mejor obra que aun hoy día poseemos sobre la Historia del Derecho de uno de los antiguos reinos de la Península. Cuán elevada idea tenía Martínez Marina de los deberes del editor de un monumento jurídico, lo demuestra la obra de que tratamos, destinada á servir de Discurso preliminar á la edición de las Siete Partidas, preparada y publicada por la Academia de la Historia, y que por escrúpulos de algunos Académicos, que no quisieron hacer solidaria á la Corporación de las opiniones políticas del Autor, no llegó á imprimirse al frente de aquella edición, sino que se publicó separadamente en 1808. Propúsose con ella Martínez Marina «instruir al público en la historia literaria de tan celebrado Código legal, mostrar sus orígenes y los motivos que tuvo el sabio Rey para publicarle; quiénes fueron los jurisconsultos que concurrieron á su compilación; el mérito de sus leyes; las fuentes de que dimanan; su autoridad, mudanzas, alteraciones; su influjo en las costumbres nacionales y en la prosperidad del Estado, y sus relaciones con los antiguos usos y leyes de Castilla, que según la intención del legislador debían ser las semillas de la nueva legislación, la cual, formando en la Historia de la Jurisprudencia y Derecho español una época la más señalada, en que se tocan y reunen las antiguas y modernas instituciones, no podrá ser bien conocida mientras se ignore la Historia de nuestro Derecho y antigua Constitución[28].» Sobre todas estas cuestiones, que son en suma las que hoy se exige tratar en casos análogos, discurrió Martínez Marina con tal amplitud y erudición, que su obra es real y verdaderamente lo que él deseaba[36] que fuese: una Historia del antiguo Derecho público y privado de los reinos de León y Castilla desde sus orígenes visigóticos hasta la compilación y publicación de las Siete Partidas. Y no se contentó con esto, sino que traspasó frecuentemente el límite cronológico que se había propuesto, singularmente en la exposición del Derecho civil y del municipal, al exponer las vicisitudes ulteriores de este Código en la época moderna.

Las condiciones de erudición y de crítica que distinguían al Autor, el haber consultado para su Ensayo un número considerable de documentos inéditos, y singularmente el utilizar en mucha mayor escala que sus predecesores los diplomas ó documentos relativos á la aplicación del Derecho, junto con la claridad y el método en la exposición, son cualidades que recomiendan esta obra y que explican la boga y aceptación de que ha gozado y goza todavía, y haber sido la fuente principalmente explotada hasta ahora por los que han escrito sobre la antigua legislación de Castilla. Muy inferior en mérito al Ensayo es la Teoría de las Cortes de Martínez Marina, obra escrita al calor de las circunstancias políticas del momento, y que muestra bien claramente á cada paso el sello de su origen.

Distinguióse también hacia el mismo tiempo en este género de trabajos el presbítero apóstata D. Juan Antonio Llorente, cuya erudición histórico-jurídica, empleada de ordinario en malas causas, resalta en sus Memorias históricas de las cuatro Provincias Vascongadas «que escribió asalariado por Godoy para preparar la abolición de los fueros y loables costumbres de aquellas provincias, mal miradas por el Gobierno desde la desastrosa guerra con la República francesa, que acabó en la paz de Basilea[29];» en sus varias Disertaciones sobre[37] materias canónicas, encaminadas á defender el más absurdo regalismo, y en la edición del texto castellano del Fuero Juzgo, anterior, aunque muy inferior en mérito, á la de la Academia Española, y la primera publicada después de la hecha en 1600 por Alonso de Villadiego.

D. Juan Sempere y Guarinos (1754-1827) contribuyó eficacísimamente á divulgar el conocimiento de la Historia del Derecho español y la afición á su estudio, sobre todo con su Historia del Derecho español, publicada en 1821, que tiene, entre otros, el mérito de haber sido la exposición más completa y metódica que se había hecho hasta entonces del origen y vicisitudes del Derecho español, aunque no en su conjunto, con relación si no al Derecho de Castilla como el libro de Martínez Marina. Rasgo característico de los escritos de Sempere es el estudio directo de las fuentes, así jurídicas como históricas y literarias, el enlace que establece frecuentemente entre la historia política propiamente dicha y el desenvolvimiento del Derecho, la importancia que da al estudio de los hechos económicos y el empleo de las analogías de instituciones de otros pueblos para ilustrar las que han regido en España.

Penetrado Sempere de la importancia capital de la Historia para la resolución de los más arduos problemas jurídicos y sociales, y dedicado al estudio de los que más preocupaban á su época, no acertaba á tratarlos convenientemente sin engolfarse en disquisiciones históricas, las cuales tienen constantemente un valor propio é independiente del asunto concreto ó de actualidad con ocasión del cual fueron emprendidas. Tal sucede especialmente con su Historia de las leyes suntuarias y con la de los vínculos y mayorazgos, parte esta última ó capítulo desglosado de una historia de las leyes agrarias que se proponía escribir, y á que sirvió de ocasión un informe[38] pedido por el Consejo Real á la Sociedad Económica de Madrid sobre la Ley agraria.

Entre los escritores de Historia del Derecho español, en el primer tercio del siglo actual, no ha de olvidarse tampoco ni á D. Manuel María Cambronero, cuyo Ensayo sobre los orígenes, progresos y estado de las leyes españolas, hace lamentar que no llegara á terminarse la obra de que este trabajo no es sino el espécimen, ni á D. Manuel de Lardizábal y Uribe, autor del Discurso sobre la legislación de los Visigodos, que precede á la edición del Fuero Juzgo por la Real Academia Española en 1815.

Los defectos de que adolecen, así esta edición, como las de las Partidas y Opúsculos legales del Rey Sabio llevadas á cabo por la Real Academia de la Historia hacia la misma época, y que consisten principalmente, como se ha observado con razón respecto á la primera de ellas, en haberse aplicado los Editores más bien á contar los manuscritos que á quilatar su valor respectivo, no deben ser parte para escatimar á las referidas Corporaciones el elogio que merecen por haber consagrado su atención á estas fuentes importantísimas de nuestro Derecho.

Carácter común á casi todas las obras histórico-jurídicas del último tercio del siglo XVIII y de los comienzos del XIX, explicable en parte por lo crítico y azaroso de las circunstancias políticas, y que importa en todo caso no perder de vista para juzgarlas y utilizarlas debidamente, es el empeño de sus Autores por hacerlas servir á la defensa de determinadas tesis políticas ó religiosas. Y esto es aplicable aun á aquellas que no se escribieron deliberadamente con este fin, como la obra de Campomanes sobre la Regalía de amortización, la Teoría de las Cortes de Martínez Marina, y los escritos de Llorente.

La guerra de la Independencia, las revoluciones políticas que llenan la historia de España en el primer tercio del siglo actual, y la consiguiente decadencia de las[39] Universidades, fueron obstáculo insuperable al progreso de los buenos estudios, y especialmente al de los estudios jurídicos. Hasta el año 1840 no hallaron eco en España las ideas, ni el método proclamados por la escuela histórica. El mérito de haberlos formulado por primera vez clara y resueltamente, corresponde de derecho á don Pedro José Pidal (1799-1866) en su discurso inaugural leído en la Academia de Legislación y Jurisprudencia, de que era Presidente, en el año 1843; así como es suya la gloria de haber sido el primero en aplicarlos en sus Lecciones acerca del gobierno y legislación de España, pronunciadas en el Ateneo de Madrid en 1841 y 1842, obra que acredita la erudición de buena ley y el elevado sentido histórico del Autor, y refiriéndose á la cual, y pesando las dificultades que entonces se oponían al feliz acabamiento de tal empresa, se ha dicho con razón que «la gloria de Pidal, por lo que hizo, aventaja mucho de cualquier modo al natural desconsuelo que origina lo que dejó por hacer[30]

Por la importancia que dió al estudio de las instituciones jurídicas de la España primitiva; por haber incluído también las instituciones del pueblo árabe en el cuadro que proyectaba trazar de las vicisitudes del gobierno y legislación de España, innovaciones ambas que constituían una reacción contra el sistema seguido hasta entonces por los tratadistas de Historia de nuestro derecho, no menos que por el uso más amplio y acertado del sistema comparativo, la obra, desgraciadamente fragmentaria, de Pidal, representa un verdadero progreso respecto á los trabajos anteriores de la misma índole. Ni es menos digna de alabanza la diligencia del Autor porque su obra reflejase el estado de los estudios en[40] aquella época, utilizando las investigaciones de los eruditos extranjeros, especialmente de los franceses, sobre el particular, y no ateniéndose á ellas servilmente, antes bien ofreciendo frecuentemente puntos de vista originales y fecundos para el conocimiento de nuestras instituciones jurídicas en los períodos primitivo, romano y visigótico, que abraza su trabajo. Recomiéndanse también por la solidez de la erudición y de la crítica el Estudio del primer Marqués de Pidal acerca del Fuero viejo de Castilla y su Discurso académico sobre el régimen municipal.

Don Tomás Muñoz y Romero (1814-1867) ocupa asimismo lugar eminente entre los promovedores de la Historia del Derecho español en el siglo actual. Convencido Muñoz de que una de las mayores dificultades que se oponen al progreso de estos estudios es la carencia de repertorios ó colecciones de textos donde poder estudiar el origen y desarrollo de las instituciones jurídicas, quiso remediarla en algún modo, y emprendió la tarea, útil y meritoria en sumo grado, de publicar su Colección de los principales fueros y cartas-pueblas de la Edad Media española. Este trabajo, de que la escasez de recursos no consintió al Autor publicar más que el primer volumen (1847), si bien deja que desear en orden á la corrección de algunos textos, por la imposibilidad en que se vió Muñoz en muchos casos de consultar los originales, tiene el mérito indiscutible del acierto en la elección de los documentos, de haberse dado á luz en él algunos inéditos y muy interesantes, y de aparecer ilustrado el Fuero de León con notas eruditísimas. De aquí que haya sido y continúe siendo aún la Colección de que tratamos, base cómoda y manual para las investigaciones sobre la Historia del Derecho español en los cinco primeros siglos de la Reconquista. Investigador infatigable, pasó Muñoz la vida en explorar la riquísima colección de documentos y[41] cartularios de la Edad media española que atesora el Archivo histórico nacional, así como las voluminosísimas colecciones diplomáticas con que enriquecieron el archivo de la Academia de la Historia el celo y diligencia incansables y verdaderamente estupendos de nuestros eruditos del siglo XVIII, de los Abella, Traggia, Burriel, Palomares, Campomanes, Jovellanos y Martínez Marina. De este trabajo incesante, auxiliado por intuición especial para discernir el valor de los documentos, y de habilidad suma para relacionarlos entre sí, debía haber sido fruto un Diccionario de las instituciones de España en la Edad media, en que, alternando con sus otras tareas, se ocupó Muñoz durante muchos años. Lástima que su prematura muerte le impidiera dar fin á esta obra, que habría formado época seguramente en estos estudios. De lo que hubiera podido ser, da ventajosísima idea el Estudio acerca del estado de las personas en los reinos de Asturias y León en los primeros siglos posteriores á la invasión de los árabes, modelo acabado de este género de monografías, basado casi exclusivamente en fuentes inéditas. Son asimismo notables la refutación que hizo Muñoz de la obra poco meditada de dos eruditos extranjeros sobre el Municipio español, así como su Discurso de recepción en la Real Academia de la Historia. En este último trabajo, expone en toques magistrales el carácter peculiar y distintivo del desarrollo general de las instituciones en cada cual de los reinos cristianos de la Edad media española, y encarece la necesidad de hacer nuevas investigaciones y de publicar nuevos documentos, si ha de poder exponerse algún día la historia completa de nuestras instituciones jurídicas.

No se limitó á estas publicaciones que hemos enumerado la fecunda actividad de Muñoz. Asociado desde 1847 por la Real Academia de la Historia á los trabajos de publicación de nuestras antiguas Cortes y fueros, tuvo[42] parte muy principal en la redacción de los Catálogos de fueros y cartas-pueblas y de Cortes, así como en la publicación de los tres primeros volúmenes de las Cortes de León y Castilla. En esta última tarea tuvo la satisfacción de que colaboraran sus más aventajados discípulos[31], iniciados y formados por él en la cátedra de Paleografía general y crítica que desempeñó con gran celo los diez últimos años de su vida en la Escuela Superior de Diplomática.

Hay que mencionar también entre los trabajos importantes de Autores ya difuntos llevados á cabo en el presente siglo sobre la historia del Derecho español, la Historia de la Legislación y recitaciones del Derecho civil de España, escrita por D. Amalio Marichalar, Marqués de Montesa, y D. Cayetano Manrique, vastísimo repertorio de materiales, singularmente en lo que se refiere á la Edad media y á las legislaciones peculiares de los antiguos reinos de la Península, asunto predilecto de la atención y diligencia de los Autores. La carencia de método y de crítica de que frecuentemente adolece esta obra, no ha de inducirnos á negar á los eruditos que la llevaron á término, el elogio que merecen por su largo y penoso trabajo.

Entre los cultivadores de las legislaciones especiales de los antiguos reinos, durante el reinado de Doña Isabel II, es el más importante el diligente y erudito autor del Diccionario de antigüedades del reino de Navarra, don José Yanguas y Miranda, quien utilizó los datos y documentos, fruto de sus laboriosas investigaciones en el riquísimo Archivo de la Cámara de Comptos, en el general y en algunos de los municipales de aquel antiguo[43] Reino, para presentar en su citada obra en forma lexicográfica los pertenecientes á las instituciones, personajes y pueblos más importantes de aquel antiguo Reino. Aunque incompleta y fragmentaria, por su misma índole, la obra de Yanguas es un precioso arsenal de noticias y documentos, tanto más estimable, cuanto son más raras las publicaciones relativas á la historia y á las instituciones del reino de Navarra.

La identidad de los orígenes del Derecho castellano y del portugués ha dado margen á los jurisconsultos é historiadores del vecino reino para ocuparse muy de propósito en los estudios de que tratamos, y á su celo y diligencia se deben trabajos de sumo interés acerca de los primeros tiempos de la Historia del Derecho español. Baste citar á este propósito las Disertaciones de Antonio Caetano do Amaral sobre las instituciones de la Lusitania desde los tiempos más antiguos hasta la invasión de los árabes, las Disertações cronologicas de Ribeiro, en que se ilustran muchos puntos de la organización política y judicial de la Edad media; y la eruditísima Historia de Portugal, de Herculano, cuya importancia para el estudio de las clases sociales y de la organización municipal de la Península en la Edad media es universalmente reconocida.

Han contribuído también eficacísimamente al progreso de los estudios relativos á la Historia de nuestro Derecho los eruditos alemanes que, ya en trabajos especiales, ya ocasional ó incidentalmente, han tratado de materias relacionadas con él, durante el siglo actual, después del maravilloso incremento dado á los estudios históricos del Derecho por Savigny y Eichhorn. Entre estos trabajos, que mencionaremos en el lugar oportuno, sobresalen los de Hübner y Mommsen sobre las instituciones de la España romana, los de Maasen sobre las colecciones canónicas españolas, y los de Dahn sobre el derecho visigodo.

[44]

Terminaremos esta breve reseña, de la cual excluímos, como es natural, á los Escritores españoles que viven todavía, y cuyos trabajos citaremos en el lugar oportuno, enumerando los Manuales de historia del Derecho español principalmente utilizados en los últimos cuarenta años para la enseñanza de esta asignatura en nuestras Facultades de Derecho.

Son éstos los de Manresa[32], Gómez de la Serna y Montalbán[33], Antequera[34], Viso[35], Domingo de Morató[36], Fernández Elías[37], Sánchez Román[38] y Pérez Pujol[39]. Hay que añadir á las obras citadas, el vol. I de la Exposición doctrinal del Derecho civil español, de D. Modesto Falcón.—Salamanca, 1879.


[45]

LIBRO PRIMERO
ESPAÑA PRIMITIVA


[46]

[47]

CAPÍTULO PRIMERO
IBEROS Y CELTAS

§ 9.
Orígenes históricos.[40]

Los primeros habitantes de España en los tiempos históricos fueron los Iberos[41]. No se saben con certeza los orígenes de este pueblo, ni la época de su entrada en España[42]. Los monumentos escritos que nos ha legado, y[48] que se reducen á un número considerable de monedas acuñadas las más bajo la dominación romana, y algunas lápidas aun no descifradas, son insuficientes para resolver tan arduos problemas. Las noticias de los escritores griegos y latinos acerca de los Iberos comienzan en el siglo V antes de Jesucristo; y así, puede afirmarse con el ilustre Humboldt, que el monumento más antiguo y auténtico que poseemos acerca de los primitivos pobladores de España son los nombres de pueblos, montañas, lagos y ríos que nos han transmitido los historiadores y geógra[49]fos antiguos. La comparación entre estos nombres geográficos y la lengua vasca demuestra proceder esta última del idioma de los Iberos, y que éstos son ascendientes de los Vascos; así como el hallarse nombres geográficos que pueden explicarse por la lengua vasca en toda la Península, prueba irrefragablemente que por toda ella llegaron á difundirse los Iberos. El estudio comparativo de los nombres geográficos demuestra además, que los Iberos ocuparon el Sur de Francia, y en especial la región designada con el nombre de Aquitania[43]; y según el testimonio de los escritores antiguos hubieron de establecerse también en las islas de Sicilia y de Córcega[44]. Iberos y Ligures parecen haber sido los principales pueblos que ocuparon el Sudoeste de Europa antes de la llegada de los Arios. Dividía sus respectivos territorios el río Léz, próximo á Montpellier[45].

[50]

No tan escasas ni tan oscuras son las noticias que poseemos respecto á la invasión de los Celtas[46], que parecen haber constituído, juntamente con los Iberos, el núcleo de la población de la Península en los tiempos históricos. Rama del tronco indogermánico, los Celtas se difundieron por el Centro y el Sur de Europa, constituyendo á principios del siglo III antes de la Era cristiana un vasto imperio, que limitado por la Tracia y el Océano Atlántico, comprendía la mayor parte de España, gran extensión de la Galia al Norte de los Cevennes y de la cuenca del Ródano, casi toda la Germania, la cuenca del Danubio, excepto la región más oriental, y la Italia del Norte[47].

Según la opinión más probable, la invasión de los Celtas en España debió de verificarse á principios del siglo V[48] antes de Jesucristo. Su consecuencia fué expulsar á los Iberos violentamente de algunas de las regiones que ocupaban, y establecerse pacíficamente en otras al lado de los antiguos pobladores[49].

La comparación de ciertos nombres geográficos de la España antigua con los de países ocupados indudable[51]mente por los Celtas da á conocer, allí donde faltan testimonios históricos que lo acrediten, las comarcas en que los Celtas se mezclaron con los Iberos. Infiérese de ella, que los Iberos habitaron exclusivamente las regiones próximas á los Pirineos y parte de la costa meridional; que los Celtas poblaron, casi exclusivamente también, en los territorios de Galicia y Portugal; y que mezclados ambos pueblos habitaron el interior, y parte de Andalucía y de las costas del Norte, predominando en esta fusión el elemento ibérico.

El estudio de la antigua toponimia de nuestra patria, permite precisar aun más las relaciones entre el territorio ocupado respectivamente por Celtas é Iberos en la Península. Obsérvase que en las costas y buena parte del continente del Sur y de Levante, ó sea en la parte más llana y feraz de España, no se hallan más que nombres geográficos de origen celta; prueba de que los Celtas fueron sus primeros pobladores, si bien los expulsó después de esta comarca una invasión ibérica. En el Noroeste y en el Centro se hallan también nombres célticos, aun fuera de la comarca poblada en el período histórico por Celtas y Celtíberos, casi en la misma proporción que los nombres segura y probablemente ibéricos; señal evidente de que parte de esta región fué ocupada completamente ó dominada á lo menos por los Celtas en el período ante-histórico. Así induce á creerlo la circunstancia de que, entre los nombres de ríos de esta comarca, no hay ninguno de origen céltico, sino que muchos de ellos, y sobre todo el más importante, Iberus, son de origen indudablemente ibérico, «circunstancia que parece demostrar plenamente la prioridad de los Iberos sobre los Celtas en estas regiones[50]

[52]

Las noticias que nos han conservado los geógrafos é historiadores clásicos, permiten determinar, si no con absoluta exactitud, á lo menos con probabilidades de acierto, las regiones ocupadas por los principales pueblos ibéricos y célticos de la Península en el período anterior á la dominación romana[51].

Los Gallegos, pueblo de origen céltico, ocupaban el territorio comprendido entre el Cabo de Finisterre y el Duero y se dividían en dos grupos: los Gallegos Lucenses, establecidos en la parte más áspera y montañosa, y organizados en 16 cantones ó distritos, gente refractaria á los grandes centros de población; y los Gallegos Bracarenses, nombrados así en el período romano por su capital Bracara Augusta, fraccionados en 24 circunscripciones, en las cuales, aunque no mucho, arraigó algo más tarde la vida municipal. Otra tribu céltica, los Artabros, ocupaban el rincón extremo de la costa Noroeste.

Los Astures se dividían á su vez en Astures Trans[53]montanos al Norte, habitantes de la región en gran parte montañosa próxima á la costa; y Astures Augustanos, moradores de la elevada meseta del Sur de este territorio.

En cuanto á los nueve pueblos cantábricos, cuyos límites han sido fijados recientemente con magistral precisión[52], ocupaban en la costa del mar, que por ellos se llamó Cantábrico, el territorio comprendido entre Castro Urdiales y la ría de Villaviciosa.

Moraban en el extremo boreal de la Península desde el mar Cantábrico á Briviesca, los picos de Urbión, Tudela, Egea de los Caballeros y Jaca, los Autrígones, Berones, Caristos, Várdulos y Vascones. Los Ilergavones, Cosetanos, Ilergetes, Ausetanos, Bargusios, Laeetanos, Suesetanos, Cerretanos é Indígetes, gentes ibéricas como los anteriores, se dilataban por el extremo oriental de la Península desde Huesca, Fraga y Morella hasta Tortosa, Tarragona, Barcelona y el Cabo de Creus.

Los Vacceos se extendían desde Ledesma hasta Alar, y desde Zamora hasta el Oriente de Palencia y Valladolid. Los Arévacos tenían entre sus ciudades á Segovia, Sigüenza y Medinaceli hasta las Montañas de Burgos.

Dilatábanse los Celtíberos desde Alcázar de San Juan hasta el Ebro y desde Ocaña hasta Segorbe; los Edetanos, por parte de las actuales provincias de Valencia, Castellón y Zaragoza.

Habitaban entre el Duero y la parte del Guadiana, comprendida entre Badajoz y la confluencia del Zujar, los Lusitanos, «la más poderosa de las naciones ibéricas,» al decir de Estrabón, «y la que detuvo más que otra ninguna las armas romanas.» Los Vetones, gentes dedicadas al pastoreo, emparentados con los Lusitanos quizá, y cuando menos sus fieles y constantes aliados, así en la[54] próspera como en la adversa fortuna, habitaban al Oriente de ellos entre el Duero y el Guadiana, extendiéndose por el territorio de Portugal y de Extremadura y siendo suyas Coria, Salamanca y Avila.

Los Carpetanos ocupaban desde los Montes de Toledo al nacimiento del Jarama y desde los Toros de Guisando hasta el Oriente de Guadalajara. Venían luego los Cunetes, y sobre ellos, y por bajo de los Lusitanos, los Célticos. Los Oretanos ocupaban la provincia de Ciudad-Real; los Turdetanos, las regiones de Badajoz, Huelva y Sevilla; los Túrdulos, parte de las de Cádiz, Córdoba y Granada. Málaga, Almuñécar, Motril y Adra eran de los Bastulopenos. Dilatábanse los Bastetanos por el Oriente de Jaén, Guadix, Baza, Almería, Lorca y Albacete, y los Contestanos por Murcia y Alicante.

Los primitivos habitantes de las Islas Baleares parecen haber sido de origen fenicio, según induce á creer el testimonio de los escritores clásicos y descubrimientos arqueológicos recientemente verificados[53].

§ 10.
Carácter y cultura de los Iberos y Celtas españoles.

El cuadro que trazan los escritores antiguos de la civilización de los Iberos y Celtas españoles ofrece todas las gradaciones desde la barbarie á la cultura, y muestra la gran diversidad de carácter, hábitos, género de vida y organización política de los varios pueblos que ocupaban la Península ibérica, durante los dos primeros siglos[55] de la dominación romana. Al lado de los pueblos del Sur de la Península y de la costa de Levante, diestros en el arte de la navegación, como amaestrados respectivamente por tan sabios y peritos maestros como Fenicios, Cartagineses y Griegos, con marina propia é importante, extensas relaciones comerciales y moneda, hallamos los pueblos del Interior como los próximos á Cartagena, y los Indígetes, vecinos de Ampurias, y demás pueblos septentrionales, algunos de los cuales no conocían la moneda y vivían sólo del pastoreo y del pillaje.

La Turdetania estaba poblada de ciudades, cuyo número, según tradición que Estrabón consigna, se elevaba á 200, á diferencia de lo que sucedía entre los Célticos y entre los habitantes del Centro y del Norte de la Península que en general vivían dispersos en aldeas[54].

A la fertilidad del suelo correspondía el prodigioso desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio entre los Turdetanos. De la importancia de sus exportaciones al tiempo en que escribía Estrabón, era testimonio el fuerte tonelaje y el gran número de los navíos turdetanos; pues de todas las embarcaciones mercantes que se veían, ya en Dicearquia, ya en el puerto de Ostia, arsenal marítimo de Roma, las mayores eran las que procedían de la Turdetania, y su número casi igualaba al de las que venían de la Libia[55]. Agregaban los Turdetanos á estas ventajas la de sus costumbres dulces y cultas, que se observaban, por lo demás, no sólo á causa de la vecindad, sino también del parentesco, como creía Polibio bien que en menor escala, entre los Célticos.

Comparados con los demás Iberos, los Turdetanos (nombre con que designa Estrabón á los Turdetanos[56] propiamente dichos y á los Túrdulos, fundidos ya enteramente á la sazón en un solo pueblo) eran reputados por los más sabios; tenían literatura propia, historias ó anales, poemas y aun leyes en verso que contaban, según ellos, seis mil años de antigüedad. Otras naciones ibéricas tenían también sus literaturas, pues no todas hablaban la misma lengua[56]. Los Cartagineses, en una expedición mandada por Barca, hallaron á los pueblos de la Turdetania sirviéndose de vajilla y aún de toneles de plata[57].

Refiriéndose á los Gallegos, Astures y Cántabros, y bosquejando su género de vida nómada y semisalvaje, dice Estrabón que no era la guerra únicamente quien había engendrado entre estos pueblos sus costumbres rudas y feroces, sino que estas procedían también de la extraordinaria distancia á que su país se encontraba de las otras comarcas de la Península, pues para llegar á él, así por tierra como por mar, era necesario hacer un camino muy largo, y, naturalmente, esta dificultad de comunicación les había hecho perder los sentimientos de sociabilidad y humanidad[58].

Entre estos montañeses, el vino era raro y «el poco que se hacía se consumía bien pronto en los grandes banquetes de familia tan frecuentes en estos pueblos y en los cuales se sentaban los convidados en bancos de piedra situados al rededor de los muros, distribuyéndose los asientos según la edad y la jerarquía[59]

Treinta pueblos distintos habitaban el territorio comprendido entre el Tajo y la frontera de los Artabros, los cuales, en vez de explotar la natural fertilidad de su[57] suelo, se dedicaban, singularmente los habitantes de las montañas, al pillaje, viviendo en guerra perpetua, ya con los pueblos establecidos en las llanuras, ya con las tribus del otro lado del Tajo, hasta que los Romanos forzaron á los montañeses á abandonar sus intratables guaridas y á asentar sus moradas en la llanura, reduciendo la mayor parte de sus ciudades á simples aldeas, al mismo tiempo que fundaban en medio de ellos algunas colonias. En el interior del territorio no se conocía la moneda, ó hacían oficio de tal trozos de plata, ó se verificaba el comercio únicamente por medio del cambio de productos.

Costumbre general de estos pueblos y principalmente de los Lusitanos, era reunirse los jóvenes en las asperezas de los montes para caer desde allí sobre las llanuras, llevando á todas partes el espanto y la desolación[60]. No obstante su carácter feroz y guerrero, los Celtíberos eran caritativos y humanos con los extranjeros que recorrían su territorio, disputándose como gran honor el hospedarlos y agasajarlos[61]. Solían entonar cantos guerreros al atacar al enemigo[62], y eran destrísimos en el arte de la guerra, como lo demuestra el hecho de haber tomado de ellos los romanos algo de su táctica y varias de sus armas ofensivas[63]. Entre otros muchos detalles, no ya sobre la bravura, sino sobre la ferocidad de los Iberos, singularmente de los del Norte, refieren los escritores antiguos que en la guerra de los Cántabros hubo madres que mataron á sus hijos para que no cayesen en manos de los Romanos; que un joven, cuyos padres y hermanos estaban encadenados, los degolló á todos por orden[58] de su padre con un hierro que pudo haber á las manos; y que hubo mujer que degolló también á todos sus compañeros de cautiverio. El cultivo de los campos era incumbencia de las mujeres[64].

Rasgo característico de todos estos pueblos era la tendencia al aislamiento y la carencia absoluta del sentimiento de solidaridad é interés común. El mismo orgullo presuntuoso, dice el geógrafo griego antes citado, causa del fraccionamiento de la nación helénica en tantos pequeños Estados, impotentes para unirse entre sí, «existía en el más alto grado entre los Iberos, junto á un carácter naturalmente falso y pérfido. Hábiles para sorprender al enemigo, estos pueblos no vivían sino del robo, aventurando á cada paso golpes de mano, nunca grandes empresas, no acertando á duplicar sus fuerzas por medio de una liga ó confederación poderosa. Si hubiesen convenido en unir sus armas, no habrían visto la mejor parte de su país tan fácilmente invadida y conquistada por los Cartagineses y más antiguamente aun por los Tirios, luego por los Celtas, los mismos que hoy llevan el nombre de Celtíberos y Verones, y más recientemente por un bandido como Viriato, por Sertorio y por muchos otros jefes celosos con el de agrandar su imperio[65]

§ 11.
El Derecho y sus fuentes de conocimiento.[66]

La principal fuente del derecho entre los Iberos y[59] Celtas españoles, en armonía con el grado de cultura de estos pueblos, era la costumbre. Sólo entre los Turdetanos, donde el gran desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio debió ser parte para que se sintiera muy luego la necesidad de normas escritas destinadas á regular aquellas relaciones, hallamos noticia de que poseyeran leyes en verso, hecho frecuente entre los pueblos primitivos[67].

Estas leyes no han llegado desgraciadamente hasta nosotros. Así que, para conocer las instituciones de los Iberos y Celtas españoles, tenemos que acudir en primer término al testimonio de los escritores clásicos que, ya de propósito como Estrabón, Plinio y Diodoro Sículo, ya incidentalmente como Tito Livio, Apiano y Polibio, nos proporcionan noticias sobre el particular. Algunas indicaciones se hallan también en las inscripciones hispano-latinas, que nos han conservado memoria de ciertas instituciones indígenas que subsistieron más ó menos tiempo durante la dominación romana. Aun más escaso es el auxilio de la filología, á causa del escaso desarrollo de los estudios relativos á las antiguas lenguas de la Península, á que se debe que no hayan podido ser leídas aún las escasas lápidas escritas en ellas que se han conservado hasta nuestros días, ó que los ensayos de interpretación sean hipotéticos y conjeturales. Menos todavía podemos echar mano para suplir en alguna manera esta escasez de informaciones, del estudio de las instituciones jurídicas vigentes entre los pueblos de la misma raza habitantes en otros países, cuando la semejanza ó identidad entre ellas no está suficientemente comprobada; antes bien, de este estudio comparativo no[60] debemos servirnos sino con extraordinaria sobriedad. Sin desconocer los grandes progresos realizados en materia de Historia comparada de las legislaciones, y la utilidad que, aun en el estado embrionario en que se encuentra todavía, puede reportar su estudio, hay que reconocer y proclamar que muchas de las conclusiones cuyo carácter inconcuso y universal defienden algunos de los principales representantes de esta ciencia, son más que problemáticas. Lo insuficiente y poco depurado de los materiales de que se sirven las más veces, como son las relaciones de viajeros y misioneros y las tradiciones recogidas por éstos entre los pueblos salvajes y la inseguridad en el método, aconsejan proceder con cautela en tales estudios, y que se deba estar precavido contra las conclusiones precipitadas y el afán de generalizar y descubrir leyes de algunos de sus principales cultivadores.

Tomando, pues, como base el testimonio de los escritores griegos y latinos, y combinándolo con los datos positivos que nos ofrecen las otras fuentes de conocimiento arriba indicadas, vamos á exponer lo que como más cierto y averiguado resulta de esta comparación y estudio, procurando no perder de vista las relaciones de lugar y de tiempo, normas á que la Historia del Derecho debe en nuestro siglo sus más verdaderos y legítimos progresos. Hay que guardarse, sobre todo, de suponer vigentes, entre todos los pueblos de procedencia ibérica ó céltica de la Península, las instituciones que, según el testimonio de las fuentes, no aparecen vigentes sino en uno ó algunos de ellos. La primitiva comunidad de origen de las tribus pertenecientes á cada una de las respectivas agrupaciones, no autoriza para suponer que tal ó cual de sus instituciones conocidas en la época en que ya constituían entidades políticas independientes, pertenece al fondo común y primitivo de las instituciones de la raza. Por el[61] contrario, el hecho de mencionar los escritores antiguos algunas de las referidas instituciones como vigentes en este ó aquel pueblo determinado, indica que en cuanto alcanzaba su conocimiento, la consideraban como exclusiva y característica de él; pues respecto á las que son comunes á varios pueblos suelen indicar también esta relación de identidad.

§ 12.
Instituciones políticas.

Durante la dominación cartaginesa, como en los primeros tiempos de la romana, aparece España dividida en muchos pueblos ó Estados independientes, cuyo número no puede fijarse con certeza, ya por la insuficiencia de los datos de los geógrafos é historiadores sobre el particular, ya porque su número varió á causa de haberse fundido unos en otros con el transcurso del tiempo.

Las leyendas de las monedas autónomas nos dan á conocer los nombres de muchos pueblos que los escritores griegos y latinos no se cuidan de mencionar[68], ya por su desagradable sonido á los oídos romanos, razón por la cual Estrabón y Plinio omiten nombrar á muchos de entre ellos, ya porque habían desaparecido, perdiéndose su independencia ó fundiéndose en otros, en el período romano.

Cada región habitada por gentes de la misma procedencia, organizadas quizá federalmente, como parece indicarlo la comunidad del nombre y la circunstancia de seguir estos pueblos de ordinario una misma línea de[62] conducta, ya pacífica, ya guerrera, en sus relaciones con los romanos[69], se subdividía en diversas tribus, que parecen también haber gozado de autonomía en todo aquello que no se relacionaba con el vínculo federal. Así los pueblos de la Lusitania, de los cuales sólo en el territorio comprendido entre el Tajo y los Artabros, cuentan treinta Estrabón y Plinio[70], debían formar una confederación de carácter permanente. Otro tanto puede decirse de los cuarenta pueblos gallegos que encontramos divididos en el período romano en dos distintos conventos jurídicos; de los veintidós pueblos astures, que, según Plinio, contaban en parte 240.000 hombres libres[71]; de los nueve pueblos cantábricos[72] de los Celtíberos, divididos en cuatro regiones, según unos autores, y en cinco, según otros[73]; de los Indígetes fraccionados en cuatro[74], y así de los demás.

El cargo de Jefe del Estado era electivo y amovible en algunos pueblos; vitalicio y hereditario en otros[75]. Aun[63]que parece haber estado reunidas casi constantemente en una misma mano la suprema autoridad civil y militar, sin embargo, á veces aparecen vinculadas en distintas personas[76]. Polibio pondera la riqueza y suntuosidad de[64] las moradas de los Reyes de la Turdetania y de su vajilla de metales preciosos[77].

La existencia de Asambleas deliberantes, Senatus[78] y Concilium[79], en que se ventilaban los asuntos de interés general para la colectividad política respectiva, tales como la declaración de guerra, la elección de jefe para el ejército, los tratados de paz y de alianza, está comprobada por varios testimonios. Carecemos de datos precisos acerca de la composición de estas Asambleas y sobre las atribuciones peculiares de cada una de ellas; mas no faltan indicios para suponer que en los pueblos donde subsistió la organización gentilicia, el Senado no era otra cosa[65] que la reunión de los Jefes ó representantes de las varias gentilidades ó linajes cuya suma constituía la colectividad política correspondiente; y tenía en todo caso carácter aristocrático, á diferencia del Concilium, Asamblea de carácter popular.

Escasísimas son las noticias que poseemos acerca del régimen interior de las ciudades. En la de Bocchoris, situada en la isla de Mallorca, y confederada de Roma, al decir de Plinio, vemos dos Pretores en el año 759[80] como supremos Magistrados; y en Celsa y Calagurris se hallan asimismo vestigios de esta magistratura[81].

Dos inscripciones romanas, pertenecientes ambas al siglo I de la Era cristiana, nos presentan al frente del gobierno municipal de las ciudades de la Bética, Cartima (Cartama) y Ostippo (Estepa), un colegio ó corporación de diez individuos, cuyo Presidente ostenta el título de Xvir maximus. La circunstancia de haberse encontrado en dos distintos lugares, ha hecho conjeturar que, antes de la concesión del derecho latino á las ciudades españolas por Vespasiano, esta era la magistratura ordinaria de las ciudades españolas[82].

Quizá puede considerarse también como institución anterior á la dominación romana la división administrativa del territorio municipal en centurias, que se halla en el municipio Arvense (Alcolea del Rio) de la Bética[83].

[66]

§ 13.
Las clases sociales.

Entre los Iberos y Celtas españoles, como en todos los demás pueblos del mundo antiguo, hallamos la división fundamental en libres y esclavos, y la subdivisión de los hombres libres en nobles, clientes y plebeyos.

La existencia de la aristocracia de sangre está comprobada por muchos testimonios. Los escritores clásicos suelen designar á los individuos de esta clase con los nombres de principes[84], nobiles, maximi natu y primores.

Parece haber sido privilegio exclusivo de la nobleza formar parte del Senado, mandar el ejército y desempeñar el oficio de Legado ó Embajador, pues casi siempre se indica que los que ejercían estos cargos pertenecían á la clase noble. La palabra princeps significaba el que ejercía mayor influencia en los asuntos políticos de un pueblo, y entre los Celtíberos, como entre los Galos, parece haber tenido por base esta influencia, la nobleza de nacimiento,[67] así como una fortuna considerable y numeroso séquito de clientes, lo cual no excluía que se indicase á veces cierto poder oficial con la palabra príncipes. Así el Jefe de un Estado es llamado á veces princeps y no rex. Vemos también á los príncipes pactar en nombre del pueblo á que pertenecen, indicio probable de que obraban como representantes ó delegados de su patria.

Consecuencia del escaso desarrollo de la idea del Estado entre la mayor parte de los pueblos españoles, fueron dos instituciones, que se hallan también bajo una ú otra forma entre todos los pueblos antiguos y modernos que se encuentran en análogo grado de cultura, destinadas ambas á suplir la insuficiencia del Estado para garantir el orden social y los derechos de los individuos que forman la colectividad política. Nos referimos á la clientela, ó sea á la relación de dependencia en que voluntariamente se colocaban cierto número de personas débiles ú oprimidas, incapaces de atender por sí solas á su propia defensa y al reconocimiento de sus derechos por parte de los demás, respecto de otros individuos que por su riqueza ó su posición, ó por su valor personal, ó por ambas condiciones á la vez, podían ampararlos y defenderlos, y á los cuales prestaban, en cambio de esto, determinados servicios y, sobre todo, fidelidad y adhesión sin límites[85].

[68]

Entre los Celtas españoles[86] hallamos también la institución de que habla César[87] como existente entre los Aquitanos, y que consistía en juramentarse varios guerreros (soldurii) para seguir incondicionalmente, así en la próspera como en la adversa fortuna, á un Jefe, á quien se comprometían á obedecer siempre, obligándose además á no sobrevivirle, caso de que muriera en el combate, ya haciéndose matar, ya quitándose ellos mismos voluntariamente la vida. Institución esta, común á todos los pueblos germánicos, entre los cuales llegó á adquirir una importancia y desarrollo extraordinarios; de que se halla también alguna analogía entre los Griegos en el período heroico, y que acaso remonta sus orígenes á la época primitiva de los pueblos indoeuropeos.

El origen de esta institución, bajo el aspecto jurídico[88], debe ser remotísimo. «La frecuencia de las gue[69]rras en la antigüedad hacía que el individuo se encontrara constantemente en lucha. Escasa era la protección que el Estado podía prestarle y tal que no bastaba á garantir su seguridad sino muy imperfectamente. Érale, por tanto, necesaria la ayuda de sus familiares, que combatieran por él, lo defendieran de los ataques de los enemigos y lo vengasen. Estos eran sus amigos, sus aliados naturales. La amistad, que es hija de la simpatía, que une y liga fuertemente los ánimos, cooperaba juntamente con la familia, á la defensa del individuo, asumiendo por una ficción jurídica la forma del parentesco[89]

Aunque escasísimos los testimonios relativos á la servidumbre en la España primitiva, porque dada la ninguna intervención de esta clase en los negocios públicos, rarísima vez tuvieron ocasión de mencionarla los escritores y los monumentos, sin embargo, es indudable que existió entre los pueblos españoles[90], probablemente como institución común á todos ó á la mayor parte de ellos.

[70]

§ 14.
Las gentilitates.

La organización gentilicia es uno de los elementos de la cultura indo-germánica y aun puede decirse que de la cultura de todas las razas primitivas[91]. Derivación ó ampliación de las familias, en su origen, descansaba sobre la descendencia ó filiación natural. Sin embargo, como las condiciones del territorio no siempre consentían que[71] se estableciesen en él todos los individuos unidos por el indicado vínculo, de aquí que no se aplicase de un modo estricto y exclusivo el principio familiar. Muchos de los pueblos indogermánicos, singularmente los Germanos y los Celtas, conservaron largo tiempo esta institución, merced á su escaso grado de cultura.

Los individuos comprendidos en la gens tenían conexión de parentesco, nombres y cultos comunes, derechos y deberes recíprocos. La organización gentilicia era una sociedad para la protección y defensa común con su culto peculiar, del cual formaba parte el cuidado de enterrar á los gentiles; cuyos miembros trataban en asambleas ordenadas los asuntos de interés general y cuidaban de la subsistencia de los huérfanos. La potestad penal de la gens sobre sus miembros se ejercía, sin perjuicio de la que correspondía al padre como Jefe de la familia, y se manifestaba especialmente en la facultad de expulsar de la gens al que era juzgado indigno de seguir perteneciendo á ella. Al derecho de participación en la herencia gentilicia, correspondía la comunidad de los campos. El carácter originario y esencialmente familiar de la gens no excluía, como hemos indicado, la posibilidad de extenderla artificialmente á personas no ligadas con ella por los vínculos del parentesco. Ignórase si á la cabeza de la gens había un Jefe ó Patriarca con autoridad propia, ó si ésta radicaba en la asamblea de los gentiles.

Formaban parte de la gens con carácter subordinado, pero participando en algún modo de las ventajas de la organización gentilicia, los clientes, unidos por un vínculo de fidelidad recíproca y sancionada por la religión con la familia del patrono.

El culto peculiar de la gens era costeado por sus miembros que estaban obligados á asistir en común á las solemnidades ó fiestas religiosas de la asociación. Es asimismo indudable la existencia de reuniones ó Asambleas[72] especiales para tratar en común los asuntos de interés general, y la obligación por parte de los gentiles de respetar y cumplir sus acuerdos. Consiguiente á la naturaleza del vínculo que unía entre sí á los miembros de la gens, era la obligación de auxiliarse recíprocamente, sobre todo en las circunstancias graves; así era obligación suya pagar las multas y los tributos impuestos á un co-gentil, si éste carecía de recursos, y librarle del cautiverio cuando caía prisionero en la guerra. A falta de parientes dentro del círculo de la familia propiamente dicha, el gentil más próximo era el llamado por la ley á la curatela del co-gentil privado del uso de la razón, y á la sucesión del que moría sin testamento. Por último, cada gens tenía un enterramiento especial (monumentum), en el cual no podían ser sepultados más que los miembros de la gens y sus familias y clientes, los cuales, aunque no pertenecían propiamente á la gens, estaban dentro de ella y tenían también participación en el culto gentilicio.

No hay duda que la gens tenía carácter político, el cual influía sobre su carácter familiar, «mezclándose y confundiéndose ambos de tal suerte, que apenas es posible distinguirlos con exactitud.» La gens anterior á la formación del Estado, resto de la antigua organización patriarcal, es no sólo el elemento primordial, sino la base jurídica del Estado. Este no es sino la suma de las primitivas asociaciones familiares, que se han unido sin perder la autonomía en su gobierno interior, para constituir una sociedad política.

Tales son los rasgos fundamentales de la organización gentilicia en los pueblos indoeuropeos, y análogos á ellos son los que presenta en la España primitiva. La gens ó gentilitas española es también una agrupación dentro del Estado, basada probablemente en el principio de familia, para la protección y defensa mutua; con cierto grado de autonomía, manifestada en la facultad de tomar[73] acuerdos obligatorios para todos sus miembros[92], y con deidades y cultos peculiares[93]. El nombre mismo con que se la designa, derivado evidentemente de gens, y aun el silencio de los escritores clásicos acerca de esta institución (que sólo conocemos por algunas inscripciones hispano-latinas), demuestran que no se diferenciaba esencialmente de la organización gentilicia de los Griegos y de los Romanos.

§ 15.
La familia y la herencia.

Si damos crédito al testimonio de Estrabón, que había comparado quizá las noticias que halló en Posidonio con lo que él mismo sabía por experiencia sobre las ceremonias del matrimonio en Grecia, semejantes á éstas eran las que acompañaban á la celebración de dicho acto entre los Lusitanos[94].

Aunque no era esencial en el matrimonio griego la intervención del sacerdote, sí lo era el que lo acompañasen ciertas ceremonias religiosas, como sacrificios y otros homenajes á las deidades protectoras del vínculo conyugal. Considerábase el invierno y la época del plenilunio[74] como la más idónea para contraer matrimonio. Precedían al acto de la celebración ciertas purificaciones y ofrendas y consultas de los auspicios. La principal ceremonia consistía en un sacrificio solemne celebrado con pompa, al cual asistía la desposada rodeada de sus parientes y amigas, y cubierta la cabeza con un velo. Después de esto, se la conducía solemnemente desde la casa paterna al domicilio conyugal, generalmente en una carroza, con acompañamiento de cítaras y flautas y cantando himnos. El esposo iba también en la carroza, pero, si eran segundas nupcias, no podía acompañar á la novia, sino que lo hacía en nombre suyo uno de sus amigos. Seguían á la desposada las mujeres de su servidumbre, y la madre iba detrás de la carroza con una antorcha encendida en la mano. Al llegar á la puerta del domicilio conyugal bajaba la desposada, y era conducida por su madre á las habitaciones que le estaban destinadas[95].

De las noticias que incidentalmente nos dan los escritores griegos y latinos, especialmente al tratar de las mujeres de los caudillos españoles, puede inferirse que entre algunos pueblos ibéricos reinaba la monogamia[96].

De una curiosa institución del derecho de familia peculiar de Córdoba, nos ha conservado memoria un texto de Séneca: «Nuestros cordobeses,» dice, «tuvieron en tanta estima las nupcias que privaban del derecho de herencia á los que se unían sin celebrarlas, y aun después[75] de pactadas, no consentían en que los contrayentes se dieran el ósculo, sino después de sacrificar y de cantar himnos en honor de Ceres. Si alguno contravenía á este precepto, y besaba á la novia, sin que estuvieran presentes al acto ocho parientes ó vecinos, aunque tenía derecho á llevársela, podía ser castigado privando el padre á la hija de la tercera parte de los bienes[97]

El pasaje de que se trata parece hacer referencia á la necesidad de esponsales legalmente contraídos y que lo que castiga es el prescindir de las indicadas solemnidades, sin las cuales el matrimonio no se consideraba perfecto, y cuya omisión daba derecho al padre de la desposada para privar á ésta de la tercera parte de la herencia. El ósculo dado á la esposa expresaba en este caso el propósito de tomarla por mujer, y era suficiente, según el derecho de gentes, para que tuviera efecto el matrimonio iniciado ya por los esponsales.

Entre los Cántabros el marido llevaba dote á su mujer, y las hijas que, con exclusión de los varones, heredaban á sus padres, tenían la obligación de casar á sus hermanos. Era también costumbre de los pueblos cantábricos que el marido, después del parto de su mujer, guardase[76] cama durante algunos días, asistiéndole ella como si fuera aquél quien hubiese dado á luz la criatura[98].

Consiguiente al estado social de los pueblos del Norte de España, era que el cultivo de los campos estuviese[77] confiado exclusivamente á las mujeres[99]. En las Islas Baleares, por el contrario, era tan grande la estimación en que se las tenía que cuando los piratas cautivaban una de ellas, los habitantes daban tres y á veces cuatro hombres por su rescate[100].

§ 16.
La propiedad.

Escasísimas son las noticias que poseemos respecto á[78] la organización ó régimen de la propiedad en los pueblos ibéricos.

Entre los Vacceos[101] se distribuían anualmente las tierras laborables enclavadas dentro del respectivo territorio, cuyo dominio eminente pertenecía, por tanto, al Estado, para que cada cual cultivase la parte que le correspondiera. Terminada la recolección, se formaba una masa común de todo lo recogido y se repartía entre los miembros de la tribu. Estaba prohibido, bajo pena de la vida, ocultar algo de la cosecha para que no ingresara en el acervo común.

Sobre las reglas á que se acomodaba la distribución de los campos para el cultivo entre los Vacceos, carecemos en absoluto de noticias. No sería quizá muy aventurado[79] suponer, que se llevaba á cabo en el modo y forma acostumbrado entre los Germanos del tiempo de César; asignando á cada gentilidad ó familia anualmente un lote determinado, proporcionado á los medios de que disponía para el cultivo, y haciendo las labores agrícolas en común la Comunidad familiar ó gentilicia[102]. Ignoramos, por lo demás, si la diversa condición de las personas influiría de algún modo en la cuantía de los lotes asignados.

§ 17.
Derecho penal y procesal.

Acerca de las instituciones penales, no sabemos sino que los Lusitanos acostumbraban á despeñar á los criminales condenados á muerte, y que la pena del parricida era ser apedreado allende la más lejana frontera del territorio[103].

El duelo ó combate singular, como medio de terminar las contiendas judiciales, institución muy difundida aun en la actualidad entre los pueblos que alcanzan escaso grado de cultura, no era tampoco desconocida de los Españoles primitivos[104]. No parece, por otra parte, haber[80] sido esta forma ordinaria del procedimiento, sino meramente supletoria; dependiendo del arbitrio de las partes contendientes, el preferir el azar de la lucha individual al fallo de los tribunales familiares ó civiles.

§ 18.
La Religión y el Culto.

Más copiosos son los datos que tenemos acerca de la Religión de los Iberos y Celtas españoles.

Los Celtíberos y los pueblos confinantes con ellos al Norte adoraban á una divinidad sin nombre, en cuyo honor se reunían todos los meses, en la época del plenilunio, por la noche ante la puerta de las casas y las familias y danzaban en coros hasta que llega la mañana[105]. Estrabón, no por cuenta propia, sino refiriéndose á otros autores, dice que los Gallegos eran ateos; pero las ins[81]cripciones hispano-latinas demuestran la inexactitud de semejante afirmación[106].

Estas mismas inscripciones nos dan á conocer los nombres de algunas de tales deidades, que como las adoradas por los Galos pueden reducirse á dos grupos, á saber: dioses mayores comunes á una región, y dioses tópicos ó peculiares de una localidad, como ciudades, ríos, montañas, fuentes, personificados y deificados. La invasión del culto romano en España dió por resultado la fusión de las deidades romanas con las indígenas, manifestada aquí como en la Galia por el hecho de encontrarse deidades indígenas con nombres romanos, en términos que el nombre de aquéllas sirve de epíteto al de la deidad romana correspondiente y viceversa. Servía de base ordinariamente á esta fusión, la semejanza entre el carácter y atributos de ciertas deidades en la mitología de ambos pueblos[107].

Júpiter[108] y Proserpina[109] son las únicas deidades romanas que aparecen hasta ahora en las inscripciones con cognombres ibéricos, circunstancia digna de ser notada[82] y que permite inferir cuál era el carácter de las antiguas religiones ibéricas. Entre los Gallegos se halla memoria del culto de las Madres[110], muy difundido en la antigua Germania.

«Los Lusitanos hacían frecuentes sacrificios á los dioses y examinaban las entrañas sin arrancarlas del cuerpo de las víctimas. Solían observar también las venas del pecho, é inferían además, con solo el tacto de la víctima, ciertas indicaciones. Consultaban en ciertos casos las entrañas humanas, sirviéndose al efecto de los prisioneros de guerra, á quien vestían antes del sacrificio con una túnica de seda; y cuando la víctima caía herida por la mano del arúspice, sacaban augurios de la actitud del cuerpo al desplomarse. Acostumbraban á cortar la mano derecha á los cautivos y ofrecerla á los dioses... En los sacrificios á Marte, inmolaban bueyes, prisioneros de guerra y caballos, y hacían además hecatombes de varias clases de víctimas á la manera de los Griegos[111]

Nada autoriza para creer que el Sacerdocio tuviera en la España antigua la influencia preponderante que tuvo entre los Galos; antes bien, el silencio de Estrabón y de los demás escritores clásicos en este punto es prueba evidente de lo contrario.

[83]

§ 19.
Las relaciones internacionales.

La idea de la fraternidad de las naciones era completamente desconocida de los pueblos antiguos. Los estrechos límites de la nacionalidad aislaban á unos pueblos de otros, y la educación, y el carácter exclusivamente nacional de las religiones gentílicas abrían entre ellos un abismo insondable, y contribuían á mantenerlos en estado de perpetua hostilidad. Cada nación consideraba á los habitantes de los demás países como bárbaros, respecto de los cuales se hallaba desligada de todo vínculo y de todo deber de humanidad, sobre todo en tiempo de guerra. Es cierto que en algunos pueblos, y singularmente en Roma, encontramos instituciones que, como la hospitalidad, la costumbre de no emprender una guerra sin declararla previamente al enemigo, y el respeto á los Embajadores, mitigaban en cierta manera el rigor de aquellos principios.

El aislamiento en que vivían las diversas tribus españolas, no impedía que, por razón de los intereses comunes que unen siempre á las sociedades políticas que coexisten en un mismo territorio, mantuviesen estos pueblos entre sí ciertas relaciones. Así, las raras veces en que la idea de una solidaridad y un peligro común lograba sobreponerse á esta tendencia al cantonalismo y á la disgregación, que en todas las épocas de la historia ha sido característica de nuestra raza, vemos formarse confederaciones ó alianzas, no permanentes sino transitorias, entre pueblos unidos por la comunidad de origen ó de intereses. Y en estos casos, como sucedió cuando el alzamiento de los Ólcades, Carpetanos y Oretanos contra los Cartagineses, el de los Celtíberos é Indígetes contra[84] Escipión, y el de los Arévacos, Belos y Titos en tiempo de Viriato, una Asamblea federal, compuesta de representantes de los varios pueblos aliados, elegía Jefe para el ejército, y servía de centro para impulsar la acción común, determinando el contingente con que cada cual había de contribuir al sostenimiento de la guerra, y decidiendo respecto á las condiciones de la paz. Los asuntos federales se resolvían en esta Asamblea de diputados ó representantes de los Estados que constituían la confederación; y cuando no podían ponerse de acuerdo, se reservaba la resolución definitiva para la Asamblea general de los pueblos aliados[112].

La inviolabilidad de los legados era principio reconocido por los pueblos ibéricos. Los legados ó embajadores figuran casi siempre como representantes del pueblo á que pertenecían: sólo rara vez como representantes del Jefe del Estado. Su elección debió hacerse bien por este último, bien por el Senado, según que predominaba en el Estado respectivo la forma republicana ó monárquica[113].

De otro género de confederaciones, no ya belicosas, sino de carácter pacífico, dan noticia los monumentos numismáticos. «La presencia simultánea de varias leyendas geográficas ó étnicas en una misma moneda es un hecho asaz frecuente en los monumentos numismáticos de la antigua Iberia, y demuestra haber sido muy usual entre las innumerables tribus que la poblaban el[85] formar alianza entre sí, ya para el tráfico, ya para la guerra, resultado naturalísimo, dada la falta de unidad política y de gobierno común que el carácter independiente é inquieto de aquella gente por instinto rechazaba»[114].

La institución de la hospitalidad nació también del desarrollo incompleto que tuvo entre los Españoles primitivos la idea del Estado; y vino á suplir la insuficiencia de las relaciones internacionales y de la protección recíproca que es su consecuencia, entre súbditos de nacionalidades distintas.

El contrato de hospitalidad engendraba una relación de carácter permanente y recíproco, y según las ideas dominantes entre los pueblos antiguos, no solamente regía durante la vida de los contratantes, sino que se extendía también á sus hijos y demás descendientes. No podía establecerse entre ciudadanos de un mismo Estado ó ciudad, ni entre una ciudad y sus propios habitantes, sino entre habitantes de diversas ciudades. Venía á ser la hospitalidad, considerada jurídicamente, un contrato consensual, y requería, por tanto, la voluntad manifiesta de las partes; y es de suponer que el Magistrado que intervenía en este acto en representación del Estado ó respectivo municipio, había de ser facultado para ello por la Asamblea del pueblo ó por el Senado, ó tendría que someter á su ratificación el contrato de hospitalidad.

Debe considerarse quizá como requisito para la validez de este contrato, y á veces se halla consignada por escrito, la obligación de acreditar su existencia por medio de algún símbolo, del cual conservaban ejemplares las partes contratantes. Terminaba el contrato de hospitalidad por disentimiento expreso ó tácito de las partes, y[86] aun parece que en los tiempos más antiguos se indicaba su terminación destruyendo la tésera en que estaba consignado.

Por virtud de este contrato cada una de las partes ó sus representantes tenían derecho á ser alojados y mantenidos cuando se trasladaban al domicilio de la otra, y á veces, al menos entre los Romanos, á un dón ó regalo de cierta consideración. Parece asimismo que incluía alguna participación en el culto doméstico ó público, según los casos. El contrato de hospitalidad daba también derecho á cada cual de los contratantes para ser protegido y auxiliado por el otro. Si el contrato era entre dos ciudades, incluía el reconocimiento y protección de sus derechos mutuos, así como el de los de cada uno de sus miembros; los cuales podían hacer valer sus pretensiones en el orden jurídico. Por lo demás, la extensión de los derechos emanados del contrato de hospitalidad y el modo de ejercitarlos dependía de lo estipulado en el contrato respectivo. Consecuencia también del derecho de hospitalidad era que el que tenía un negocio en país extranjero y no podía trasladarse allí personalmente, encomendaba su gestión á una persona ligada con él por el citado vínculo; y que cuando existía esta relación entre una ciudad y un extranjero, este último hacía el oficio de representante de la primera en su propia patria. El derecho del huésped á la protección y al auxilio en el orden jurídico engendró los tribunales de hospitalidad y sirvió de base en la antigüedad al derecho internacional privado[115].

En la España antigua aparece el contrato de hospitalidad con rasgos semejantes á los que tenía entre los Griegos y Romanos como vínculo permanente y recíproco,[87] transmisible á la descendencia de los contratantes, formado por el consentimiento y consignado por escrito[116].

La guerra tenía el carácter de barbarie inherente al escaso grado de cultura de los pueblos ibéricos. Creíanse con derecho de vida y muerte sobre los vencidos á los cuales ponían en esclavitud. De su crueldad en la guerra da testimonio Estrabón al afirmar que en ciertos casos sacrificaban á los prisioneros, y que frecuentemente les cortaban la mano derecha para presentarla como ofrenda á los ídolos.


[88]

CAPÍTULO II
LOS FENICIOS

§ 20.
La dominación fenicia en España.[117]

Los Fenicios, Fenchu de las inscripciones egipcias, por donde los Griegos les dieron el nombre de Fenicios, eran un pueblo cananeo, dividido en varias ciudades, establecidas todas ellas en las costas de Siria, y á las cuales servía de centro común en el orden político la de Sidón, en la época más remota á que alcanzan las noticias concernientes á este pueblo.

«La historia entera de los Fenicios se concentró al rededor de los pueblos de la costa, que constituían la Fenicia propiamente dicha. Su carácter vino á ser determinado por su situación geográfica. Limitados por el Líbano, que no les permitía dilatarse por el interior, los Fenicios se extienden por el lado de la mar y se[89] hacen marinos y comerciantes. Puede decirse que, propiamente hablando, los Fenicios no tuvieron nunca territorio. Fenicia se componía de una serie de puertos, asiento de pequeñas aristocracias de comerciantes que se difundían por todas partes. Su poderío consistía en sus barcos. Casi todos los pueblos estaban edificados de un modo uniforme. Se dividían en dos partes: una sobre tierra firme, la otra sobre una isla ó promontorio, á cuyo abrigo se encontraba el puerto. Otro rasgo del carácter peculiar de estos pueblos, relacionado con los anteriores, es que jamás llegaron á conocer la unidad política tal como hoy la entendemos. Eran pueblos libres, gobernados por reyezuelos, y que, unidos, formaban una especie de confederación que no excluía las rivalidades entre ellos; de tal suerte, que cada cual tuvo su historia propia, de la misma manera que tuvo sus dioses y sus tradiciones. Desde la más remota antigüedad los vemos agruparse al rededor de tres centros principales, Aradus, Byblos y Sidón. Con el transcurso de los tiempos la hegemonía de Sidón pasó á Tiro, que vino á ser la reina de Fenicia[118]

El objetivo principal de las navegaciones fenicias por los mares de Occidente, era Tarsis, nombre con que designaban al Sur de España, ó sea al territorio equivalente á la actual Andalucía. En esta costa fundaron la primera y más importante de sus colonias en España, con un puerto magnífico, á la cual dieron el nombre de Gaddir (fortaleza), emporio del comercio fenicio en España, centro de los establecimientos tirios en la Península, y punto de partida para ulteriores navegaciones en busca del estaño á las Islas Británicas. Según una noticia de fe dudosa, Cádiz hubo de ser fundada hacia el año 1100 antes de Jesucristo. Es por lo demás de todo[90] punto indudable, que ya en el siglo X eran frecuentísimas las navegaciones de los Fenicios á Tarsis, y que por aquel tiempo se dedicaban con afán á explotar las minas de plata de esta región. Los Fenicios dominaron toda la costa Sur de España hasta el territorio de la que fué después Cartagena, y buena parte de las costas de Levante y Poniente, llegando también á fundar algunas ciudades en el interior de la Península[119]. Entre ellas sobresalían, aparte de Cádiz, la más rica é importante de las ciudades comerciales de la España antigua, Malaca, emporio frecuentado con preferencia por los pueblos númidas de la costa opuesta, y célebre por sus fábricas de salazón; Sexi (Jate), que daba su nombre á un género especial y muy estimado de salazones, y Abdera (Adra)[120]. La riqueza extraordinaria de este territorio en toda suerte de metales, en pesquerías y en la cría del gusano de la seda, atrajeron la codicia y el espíritu mercantil del pueblo fenicio hacia esta parte de la Península, en cuya costa fundaron gran número de colonias. No hay duda que á la fundación de colonias fenicias en España debió preceder el establecimiento de relaciones comerciales extensas y constantes entre los Fenicios y los habitantes de la costa Sur de la Península. Así induce á creerlo la mención que hace la Biblia de Tarsis, con referencia á época muy anterior; lo cual indica ser este territorio conocido ya de los Hebreos por medio de los Fenicios, como también el haber sido emprendida la[91] fundación de Cádiz oficialmente por Tiro y con gran solemnidad, lo cual supone gran conocimiento del país[121].

El hecho de haber acuñado monedas con leyenda púnica las ciudades de la costa Sur de la Península, Abdera, Sexi, Malaca, Gades, así como las Baleares, indica que conservaron su nacionalidad fenicia aun en época relativamente posterior, como ciudades independientes separadas ya de la metrópoli, mientras que otras ciudades españolas, de origen también indudablemente fenicio, no lograron subsistir como aquéllas, sino que fueron dominadas muy luego por razas ó pueblos de distinta nacionalidad, Iberos, Griegos ó Romanos[122].

§ 21.
Las colonias fenicias.

La adquisición de los productos en bruto de los países descubiertos, la exportación de los suyos propios y además de esto, y sobre todo, el comercio de esclavos; tal era el principal estímulo y objetivo de los Fenicios en sus colonizaciones. Solían establecer sus factorías en puertos seguros y acomodados para el comercio con los indígenas, y preferentemente en pequeñas islas; y en todos sus establecimientos cuidaban de erigir santuarios á sus principales deidades. El numen solar Melqart («el Dios de la Ciudad») parece haber sido venerado por ellos singularmente como protector de la navegación y de las colonias. Sólo rara vez, y únicamente en lugares donde la riqueza del suelo ó de las producciones les ofrecía singular aliciente, como en Chipre, Rodas, el Norte de África y el[92] Sur de España, se decidían á ocupar un gran territorio y á fundar colonias propiamente dichas.

Tal fué en la antigüedad la importancia del pueblo fenicio en punto á relaciones comerciales[123], que se solía emplear el nombre de fenicio como sinónimo del de mercader ó comerciante. Objeto predilecto de su tráfico fueron las costas del Mediterráneo, bien que frecuentaron también las del Océano y ejercieron el monopolio del comercio de caravanas en Asiria, Arabia y Egipto.

La fundación de una colonia[124] en país extranjero exigía la intervención de mucha gente, ya para contrastar la resistencia posible de los indígenas ó de los colonizadores de otras naciones, ya porque los templos, santuarios y edificios públicos de la colonia habían de construirse al mismo tiempo que las moradas de los colonos. De aquí que así los Fenicios, como los Cartagineses, continuadores en este punto también de la tradición fenicia, acostumbraron á servirse de extranjeros, ya para fundar nuevas colonias, ya para reforzar la población de las ya existentes. A fin de reunir el número necesario se enviaban, pues, nacionales y extranjeros, elegidos los primeros por el Gobierno de la metrópoli, probablemente por suerte de entre la gente joven. Venía luego la plebe, cuya aminoración era uno de los principales fines de las colonias, y en último término los extranjeros reunidos para la fundación ó atraídos por ella.

A veces este último elemento, aunque secundario ó[93] subordinado al principio en el orden político, lograba sobreponerse al elemento puramente fenicio en el gobierno de las colonias, y ya esta circunstancia, ya el solo hecho de su superioridad numérica, reflejada en la lengua, en las costumbres y en la cultura general, daba á algunas colonias fenicias el carácter preponderante, cuando no exclusivo, de ciudades helénicas.

No todas las colonias fenicias debieron su origen á expediciones enviadas con carácter oficial por los Gobiernos de Sidón y Tiro. Muchas fueron obra de la iniciativa particular; fundaciones que opulentas y activas casas comerciales llevaron á cabo con fines pura y exclusivamente mercantiles. El vínculo que unía á las colonias fenicias con la metrópoli era de distinta índole, según que se trataba de colonias de una ú otra de las indicadas procedencias. Todas tenían obligación de contribuir con el diezmo de los ingresos del erario público al culto del Hércules Tirio, cuyo templo se consideraba como el centro religioso del mundo fenicio. Como homenaje de devoción y piedad filial hacia este numen, protector de los fenicios en sus alongadas y peligrosas navegaciones, enviaban anualmente á Tiro todas las colonias fenicias embajadas especiales, para presentarle ofrendas y asistir á las solemnes fiestas religiosas que se celebraban en su honor en el gran santuario de Tiro. Era asimismo costumbre de ambas clases de colonias ofrecer al Hércules de Tiro la décima parte del botín de guerra. El carácter distintivo entre ellas, en lo tocante á sus relaciones con la metrópoli, es que, mientras las establecidas directamente por esta última, estaban en sujeción y dependencia estrechas de ella, como instituídas para su provecho y engrandecimiento, las otras, fuera del vínculo religioso y de piedad filial antes indicado, gozaban de independencia casi absoluta, y venían á ser sólo como ciudades aliadas ó confederadas de Tiro. De aquí que[94] las primeras recibiesen sus magistrados supremos directamente de Tiro, ó se vieran precisadas á elegirlos de entre las familias aristocráticas de la metrópoli, mientras que las fundadas por la iniciativa privada gozaban de libertad omnímoda en este punto. De aquí también que, al paso que las primeras tenían que reforzar con un contingente determinado en caso de guerra el ejército y la marina de Tiro, las otras eran dueñas de auxiliar ó no, en ocasiones semejantes, á la metrópoli de Fenicia.

Las noticias que poseemos así acerca de la organización política de la Fenicia, como respecto de la de sus colonias, son escasísimas.

Tiro, que en el período más conocido de su historia aparece gobernada casi constantemente por Reyes, se rigió en un principio por dos Magistrados elegidos anualmente llamados suffetes, forma de gobierno que parece haber sido la ordinaria de todas las colonias fenicias. Los elementos fundamentales de la constitución fenicia[125] eran las gentes patricias ó sea la aristocracia ó nobleza, de entre cuyos individuos se reclutaba el Senado; los plebeyos ó clase media, constituída por los industriales ó comerciantes, organizados en gremios, y el proletariado, ó sea lo que llamaríamos hoy clases desheredadas. De entre estas dos últimas clases de la población se formaba la Asamblea popular. Carecemos de datos precisos y exactos acerca de la composición de estas Asambleas, y la esfera de atribuciones ó competencia especial de cada una de ellas, así como sobre sus mutuas relaciones; pero es indudable que, fuera de algunos períodos de escasa duración en que el elemento popular logró sobreponerse al aristocrático, este último fué el preponderante en el Gobierno de las ciudades fenicias.

En la mayor parte de las colonias prevalecía la forma[95] aristocrática. Dos magistrados, elegidos anualmente y designados con el título de suffetes (jueces) ejercían el gobierno supremo, asumiendo en este concepto las atribuciones políticas y judiciales. La Hacienda estaba á cargo de un magistrado especial, el Sofer, nombre que, sin duda por ser análogas las atribuciones del funcionario que lo llevaba con las del cuestor romano, traducen los escritores romanos por el de Quaestor.

«Los Fenicios tomaron de Egipto y de Asiria la mayor parte de sus dioses, muchos de los cuales, merced á la gente fenicia, llegaron á introducirse en el Panteón griego. Los Fenicios fueron en el orden religioso, como en el mercantil, los grandes comisionistas de la antigüedad entre el Oriente y el Occidente. A este carácter hay que agregar otro relacionado íntimamente con su organización política. Cada ciudad tenía sus dioses, como sus Reyes y sus colonias. No hubo, pues, panteón fenicio propiamente dicho, sino tan sólo familias de númenes sagrados, que variaban de una á otra ciudad y se mezclaban á veces entre sí[126].» Melqart, el Hércules fenicio, cuyo nombre es abreviación de Melek-Qart, «el Rey de la Ciudad,» el numen tutelar, era venerado como el protector y guía de los Fenicios en sus alongadas y peligrosas expediciones. Difundióse su culto por todas las costas del Mediterráneo y en su más famoso y venerado santuario, situado sobre la isla de Tiro, había, según testimonio de Herodoto, únicamente una columna de oro y otra de esmeralda, cuyas dos columnas se conmemoran, como en Tiro, centro del culto de Melqart, en[96] todos los lugares donde se veneraba esta deidad. Así en España, en las célebres columnas de Hércules y en el templo de Cádiz. Del culto de Astarté se encuentra huella, al lado del de Melqart, en casi todos los establecimientos fenicios.

Como supremos funcionarios en el orden religioso hallamos á los Sumos Sacerdotes y Sacerdotisas; y al lado de ellos figuraba el cortejo numeroso de hieródulos ó servidores de los templos, barberos y porteros sagrados que tenían á su cargo diversos oficios ó ministerios auxiliares del culto. El más elevado cargo sacerdotal ó Sumo Sacerdocio de las colonias fenicias parece haber sido vitalicio[127]. Así induce á creerlo por lo menos la circunstancia de emplearse su duración como cómputo de una Era ó período de tiempo, consignándose así en una tarifa de los derechos percibidos por los Sacerdotes del templo de Cartago formada en tiempo del Rabbi Baalschillek.

Los medios de que habitualmente se servían los Fenicios para conservar sus colonias, especialmente los Tirios, seguidos en esto luego por Cartago, eran las deportaciones en masa de los pueblos vencidos, el misterio de que solían rodear la existencia de sus factorías, cerrándolas sistemáticamente, sobre todo en los primeros tiempos, al trato y comercio de otros pueblos, y los ejércitos mercenarios[128]. Respecto á lo segundo, es curioso y característico el caso que refiere Estrabón al hablar de las islas Casitérides.

Al principio los Fenicios de Gadira eran el único pueblo que enviaba navíos á traficar en estas islas, y cuidaban de ocultar cuidadosamente á los demás el camino que conducía á ellas, hasta tal punto, que se dió el caso[97] de que el patrón de un navío fenicio, viéndose seguido por barcos romanos, cuyos pilotos esperaban llegar á conocer por este medio el camino de aquellas factorías, se dejó ir voluntariamente sobre un bajo fondo, donde sabía que arrastraba á una ruina cierta á los Romanos; pero habiendo logrado salvarse de este naufragio fué indemnizado por el Estado de las mercancías que había perdido. Menace, colonia griega próxima á las fundadas por los Fenicios en la costa Sur de la Península, fué destruída por ellos ó por los Cartagineses[129].

La fundación de Gades debió tener carácter oficial, y el templo databa de la fundación; lo cual no es de extrañar, dada la índole religiosa de la fundación de colonias entre los Fenicios; pues iba acompañada siempre de sacrificios y auspicios respecto á la oportunidad del lugar, á veces precedida de consulta á los oráculos y llevada á cabo por su indicación, y siempre era parte de ella la erección de un santuario á Melqart[130].

«No hay pueblo que envíe, sea al mar interior, sea al exterior, mayor número de navíos ni de más grueso tonelaje que los Gaditanos,» dice Estrabón. «Como su isla es poco extensa, y no poseen sobre el continente establecimientos considerables, ni tampoco otras islas, casi todos tienen el mar por morada habitual y no se cuenta sino un pequeño número que viva en sus hogares, ó haya venido á fijar su residencia en Roma. A no ser por esta circunstancia, Gadira podría pasar por la ciudad más poblada del Imperio después de Roma. He oido decir,[98] en efecto, que en uno de los censos generales llevados á cabo en nuestros días, se han contado hasta quinientos caballeros gaditanos. No hay ninguna ciudad en Italia, si no es Patavium, que tenga tantos[131]

Como se ha observado con razón[132], la extensión superficial de una ciudad mercantil no puede servir de norma para calcular sus habitantes, su poderío y sus recursos. La pequeña ciudad insular de Cádiz no tenía más que veinte estadios, media milla de circuito, y sin embargo no cedía más que á Roma en el número de sus ciudadanos; pues la mayor parte de ellos estaban ausentes ocupados en el comercio y sólo los menos residían constantemente en la ciudad.

Al frente del Gobierno de Cádiz estaban los suffetes y el sofer ó quaestor[133]. Las asambleas solían celebrarse en Hasta[134], y el derecho vigente en la colonia era el fenicio ó púnico[135].


[99]

CAPÍTULO III
LOS GRIEGOS

§ 22.
Los establecimientos griegos en España.

En el año 630 antes de Jesucristo, un navegante samio llamado Coleo, habiendo comenzado á navegar con rumbo á Egipto, fué arrojado por los vientos á la isla de Platea; y al querer desde aquí orientarse de nuevo, se vió otra vez combatido por vientos contrarios, y vino á parar, dejándose atrás las columnas de Hércules, al territorio de Tarteso, siendo el primer griego que arribó á las costas de España. Aquí trocó sus mercaderías por productos de los naturales, volviendo luego con mucha ganancia á su patria, donde, en memoria de tan accidentada y feliz navegación, consagró á Hera como diezmo un donativo de seis talentos de valor[136]. La noticia que, merced al navegante samio, adquirieron los Griegos, de las riquezas del suelo español, hubo de ser poderoso aliciente para que muy luego intentasen entablar relaciones comerciales con la Península, y aun fundar en ella factorías y colonias.

Los primeros colonizadores griegos en España parecen haber sido los Rodios, navegantes atrevidos que,[100] recorriendo el mar en todas direcciones para entorpecer, en cuanto les era posible, el comercio fenicio, traspasaron la estación media de las Baleares y llegaron á las costas de Iberia, donde al pie de un promontorio formado por los Pirineos fundaron una ciudad rodia, por nombre «Rhode[137].» De allí á poco los Focenses de Marsella, que habían llegado al apogeo de su poder, y contaban ya con importantes establecimientos en las costas de Italia, se decidieron también á colonizar en España; y «en el punto en que la costa Nordeste de la Península se adelanta hacia el mar, fundaron á Emporiae, situada al principio sobre una pequeña isla vecina de la costa, y trasladada luego sobre el continente, al sitio mismo donde solían tener el mercado con los indígenas. Los lugares en que acampaban unos enfrente de otros los comerciantes de ambas naciones, llegaron á ser establecimientos fijos: por la parte del mar estaba el barrio ó distrito de los Griegos; por la del interior, el de los Iberos, protegidos ambos por una muralla que daba la vuelta á todo él, y así se formó una ciudad doble, compuesta de dos poblaciones distintas que, separadas una de otra por un muro intermedio, se unían para vigilar y defender juntas contra otras tribus más salvajes la puerta común abierta del lado de tierra. Así, hasta en sus lejanas colonias, los Focenses estaban siempre sobre las armas. Los Bárbaros que habitaban al rededor de Marsella llamaban por esta razón á los comerciantes extranjeros Sigynes, palabra que entre los pueblos dados á la industria del bronce, singularmente entre los Cipriotas, significaba «lanza.» El antiguo establecimiento rodio de Rhode (Rosas), situado entre Emporiae y los Pirineos, pasó á manos de los Focenses, del mismo modo que antes sus propias colonias del Ponto se habían incorporado á Mileto.

[101]

»Importante era el comercio de la costa oriental de España en sal, metales y materias tintoriales. Los Focenses y Marselleses se hicieron allí su parte, pero á costa de luchas perpetuas con sus rivales los Fenicios y los Cartagineses. Aunque no lograron tampoco en estas regiones helenizar por completo las costas, levantaron, sin embargo, enfrente de las Baleares, sobre una altura que domina desde lejos el mar, el fuerte de Hemeroscopion, donde había fraguas y pesquerías productivas, y donde la Arthemis de Éfeso tenía un santuario de los más frecuentados. Siguieron las huellas de los Fenicios hasta el Estrecho de Gibraltar, en cuyas cercanías construyeron la ciudad de Maenace; llegaron hasta traspasar las columnas de Hércules, y se aclimataron en la embocadura del Guadalquivir... Después de la caída del poder tirio, á mediados del siglo VII, los Samios habían inaugurado allí con éxito inesperado el comercio griego. Los Focenses se apoderaron á su vez de este tráfico, y trabaron con los príncipes tartesios relaciones de amistad tan íntimas, que uno de ellos, por nombre Argantonio, hizo construir á sus expensas, al rededor de Focea, un muro destinado á protegerla contra los ataques de los reyes de Media[138]

Estrabón[139], siguiendo á Posidonio, Artemidoro y Asclepiades de Myrlea, del último de los cuales dice haber profesado como gramático en Turdetania, consigna algunas tradiciones relativas á establecimientos griegos en la Bética, Cantabria y Galicia; y Plinio afirma también resueltamente que los hubo en la última de estas tres regiones[140]. Entre el Júcar y Cartagena, según el mismo geógrafo, y á corta distancia del río, había tres pequeñas ciudades, cuya población era de origen marsellés; la más[102] importante de las tres era Hemeroscopium, de la cual había hecho Sertorio su plaza de armas marítima. En efecto, añade el geógrafo griego, su posición es muy fuerte, y es un verdadero nido de piratas que se ve desde el mar á muy remota distancia; se la denomina Dianium (lo que equivale para nosotros á Artemisium)[141]

§ 23.
Las colonias griegas.[142]

Las mismas diferencias que se observan entre el desenvolvimiento político de las varias regiones de Grecia, debidas en gran parte á las influencias geográficas, se reflejan también en mayor escala en las colonias griegas, que apartadas de los centros primitivos de su vida nacional, trocaron frecuentemente su carácter propio ó tradicional, dejándose dominar por influencias extrañas. Pero esto, que puede decirse con razón de las colonias griegas del Asia menor, no es aplicable en el mismo grado á las establecidas en el Occidente de Europa, muchas de las cuales florecieron aún en medio de pueblos bárbaros como conservadoras y representantes de la cultura[103] helénica; observación que, aunque hecha con referencia á las colonias jónicas de Marsella y Nápoles, conviene también á las colonias griegas de España.

Escasísimas son las noticias que tenemos respecto á las circunstancias que acompañaron á la fundación de estas colonias, así como acerca de su organización interior y de las relaciones que mantuvieron con sus respectivas metrópolis. Por lo que se sabe de las formalidades con que los Griegos solían proceder en estos casos, puede asegurarse que en general, y ya fuese político, ya meramente comercial el objeto que les moviese á fundar una colonia, una vez elegido el lugar, se procedía á la construcción de la ciudad, y se distribuía el territorio entre los colonizadores por partes iguales. Después de esto el Jefe de la expedición fijaba, de acuerdo con sus compañeros, la organización política y religiosa de la colonia.

Las relaciones entre ésta y su metrópoli variaban, como es natural, según el carácter oficial ó privado de la fundación. Pero en todo caso no parecen haber sido tan estrechas estas relaciones, como se observa en otros pueblos, ni haber tenido en la mayoría de los casos carácter verdaderamente jurídico; antes bien, el vínculo que las unía era de índole meramente religiosa y moral, análogo, según manifiestan los mismos escritores antiguos, al que existe entre padres é hijos. Manifestábase, pues, singularmente en ciertas demostraciones de respeto y honor hacia la madre patria, y en especial hacia sus deidades tutelares, cuyo culto venía á formar parte principal del culto público de la colonia.

Atendida la dependencia política de las colonias griegas de España respecto á Marsella y las frecuentes relaciones comerciales que sostenían con esta última ciudad, por efecto de su proximidad geográfica, puede conjeturarse con fundamento que las instituciones políticas de[104] nuestras colonias, más bien que á las de Focea, de que apenas se tienen noticias[143], debieron asemejarse á las de Marsella.

«La forma de gobierno más antigua de Marsella, según las noticias que poseemos, fué una estrecha oligarquía, en la cual no tenían participación sino muy escaso número de familias, quizá únicamente las de los primitivos fundadores. Este rigorismo hubo de mitigarse después, admitiéndose al desempeño de los cargos públicos, primero á los primogénitos, y después á todos los hijos de familias acomodadas, excluídos antes de la intervención en el gobierno del Estado. En tiempo de Aristóteles era ilimitado el número de las familias que gozaban de este privilegio. Todo aquel que reunía ciertas condiciones, cuyo pormenor nos es desconocido, podía obtener cargos en la administración pública. Al frente de ésta había un συνέδριον de 600 miembros vitalicios, llamados τιμοῦχοι ú οἱ ἑξακόσιοι, los cuales eran indudablemente elegidos de entre ciertas familias privilegiadas, y, sólo en defecto de éstas, de entre las demás familias del Estado marsellés. Una Comisión de esta numerosa Asamblea compuesta de 15 individuos despachaba los asuntos corrientes; y una Subcomisión de tres individuos con su Presidente, representaba el poder Supremo en el Estado. Los ciudadanos no pertenecientes á las familias arriba indicadas, parecen haber carecido por completo de derechos políticos. El συνέδριον de los 600 dirigía la política exterior, además de los otros ramos de la administración pública, sobre las cuales no se tienen noticias concretas[144]

[105]

Estrabón y Livio dan algunas noticias interesantes respecto á Ampurias, que parece haber sido la más importante de las colonias griegas en España.

Empórion, colonia de Marsella, dice el geógrafo griego[145], dista sólo cerca de cuarenta estadales del monte Pirineo y de la frontera de la Céltica: todo su territorio á lo largo de la costa es igualmente rico, fértil y provisto de buenos puertos. Vése también allí á Rhodope ó Rhode, pequeña ciudad, cuya población es emporitana, si bien algunos autores la tienen por fundación de los Rodios. Diana de Éfeso es aquí, como en Ampurias, objeto de un culto particular. Al principio los Ampuritanos no ocuparon sino la pequeña isla vecina de la costa, que se llama hoy día Palæopolis, la ciudad vieja, pero en la actualidad su principal establecimiento está sobre el continente y comprende dos ciudades distintas, separadas por una muralla. La razón de esto es que en las cercanías de la nueva Ampurias había algunas tribus de Indígetes, las cuales, no obstante continuar gobernándose por sí mismas, quisieron, para su seguridad, tener un recinto común con los Griegos. Así el recinto vino á ser doble,[106] separando un muro transversal las dos partes de la ciudad. Pero con el tiempo las dos villas se fundieron en una sola ciudad, cuya constitución vino á ser una mezcla de leyes griegas y de costumbres bárbaras, como se ha visto frecuentemente por lo demás en otros lugares.

Los Ampuritanos, cuyo territorio llega por el Pirineo hasta los trofeos de Pompeyo, son muy hábiles en tejer el lino. De las tierras que poseen en el interior, algunas son muy fértiles, otras no producen sino esparto ó juncos de pantano, que es la clase de junco menos á propósito para ser trabajada. Toda esta región lleva el nombre de campo de los juncos.

Hasta aquí el geógrafo griego.

Livio[146], al reseñar las campañas del año 195 antes de la Era cristiana, refiere, que «todavía por aquel tiempo Emporias (año 195 a. de J. C.) constaba de dos ciudades, separadas por una muralla, de las cuales una era habitada por Griegos oriundos de Focea, como los Marselleses, y la otra por Españoles; que la ciudad griega, cuyo recinto se dilataba por el lado del mar, estaba resguardada por una muralla de cuatrocientos pasos, mientras la ciudad ibérica, más apartada de la orilla de la mar, estaba rodeada y defendida por una muralla de tres mil pasos de circuito... Considerando que la ciudad griega se hallaba expuesta así á los ataques por la parte del mar, como á los de los Iberos, nación bárbara y guerrera, admira cómo podía vivir segura y conservar su independencia. Salvaguardia de ella, prosigue el historiador latino, era la vigilancia que diaria é incesantemente ejercía respecto de su vecino más fuerte. La parte de la muralla que daba al campo estaba bien fortificada y no tenía más que una puerta, custodiada siempre por un magistrado que no abandonaba su puesto ni un momento siquiera.[107] Durante la noche la tercera parte de los ciudadanos montaba la guardia en los baluartes, y es de notar que se cumplía con gran rigor el precepto de que los centinelas se sucediesen é hicieran las rondas. No consentían que ningún español penetrase en la ciudad. Los habitantes no salían extramuros sino con precaución; mas por la parte del mar podían salir libremente. Por la puerta que daba frente de la ciudad ibérica, no salían nunca los Griegos sino en número considerable; y de ordinario verificaban esta salida cada día los que habían estado de guardia la noche anterior en los baluartes. Forzábales á hacerla el tráfico que hacían con los Iberos, los cuales, inhábiles en el arte de la navegación, se limitaban á tomar las mercancías que los Griegos traían por el mar, en cambio de los productos de sus tierras; vínculo de mutuo interés que abrió á los Griegos la ciudad ibérica.

La importancia comercial de Ampurias en la antigüedad fué verdaderamente extraordinaria. «Por medio de los hallazgos de monedas, testimonios irrecusables de la extensión que alcanzó el comercio ampuritano, se manifiesta que llegó hasta las costas de Valencia y Murcia y las islas Baleares, al golfo de Lyon, Marsella, Mónaco y costas de Italia, islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña, donde por puro accidente, traducción igual del griego, ó por causa de influencia ampurdanesa, existió otra ciudad que aun en la Edad Media traía el propio nombre de Ampurias. Al otro lado de los Pirineos las monedas de Rhoda y Empórion fueron recibidas con gran favor en la Aquitania, Armórica y Britania. Finalmente, el verdadero foco del comercio griego de Ampurias, deducido de los frecuentes y ricos hallazgos de sus monedas, comprendió en Francia los Pirineos Orientales, Ande, Ariege y alto Garona, y en España se revela en Cataluña y Valencia.

Pero no era sólo de este modo que Ampurias y Rhoda[108] dilataban el tráfico, poder y la civilización, porque todas estas cosas representan el batir y circular monedas, sino que por medio de alianzas mercantiles unían á su empresa los varios pueblos del interior de Cataluña, como los Ilergetes, los del Sud y los del Norte, quienes tenían á mucha honra, ó mejor á mucho provecho, imitar los cuños y emblemas de las piezas monetarias emporitanas. En esta imitación no poco les siguieron los galos, que copiaron profusamente el tipo monetario de Rhoda»[147].


[109]

CAPÍTULO IV
LOS CARTAGINESES

§ 24.
La dominación cartaginesa.[148]

No es de este lugar la historia de los orígenes de Cartago. Fundada después que Cádiz por una expedición tiria, cuyos individuos habían sido expulsados de su patria por motivos políticos, Cartago, luego que su metrópoli sucumbió ante la prepotencia asiria, tomó sobre sí el papel que antes desempeñaba Tiro, bien que siguiendo un sistema de colonización distinto del de su metrópoli. No se contentaron los Cartagineses con factorías comerciales, antes sometían á los territorios con quien entablaban este género de relaciones, procurando mantenerlos en su obediencia por medio de la fuerza. Su poderío en las costas del Mediterráneo, creado en mucha parte á expensas de los Griegos, llegó á ser tan grande que, como se ha dicho con razón, los Fenicios se vengaron, por medio de los Cartagineses, de todas las humillaciones que les habían hecho sufrir los Helenos.

Llamados los Cartagineses á España por los Gaditanos que, estrechados quizá por los Celtas invasores, reclamaron el auxilio de Cartago, vienen á España y en[110] vez de meras factorías fundan en las comarcas del Sur y del Sudeste de la Península un vasto imperio, organizado por Amílcar y consolidado después de él por su yerno Asdrúbal, que lo consideraron más bien como patrimonio de familia ó como reino independiente sujeto á su soberanía, que como territorio dependiente de Cartago. Todas las posesiones fenicias en España hubieron de reconocer sucesivamente la soberanía de Cartago, que además reforzó con nuevos pobladores las antiguas colonias y fundó otras nuevas al Oeste de Cádiz. Las Baleares fueron ocupadas también por los Cartagineses y utilizadas como puntos estratégicos contra los Marselleses, con quienes en esta parte sostuvieron combates reñidísimos.

§ 25.
Las colonias cartaginesas.

Muy escasas son las noticias acerca de la organización de las colonias Cartaginesas. Es verosímil que bajo la dominación de Cartago, las antiguas colonias fenicias continuaran gobernándose por sus leyes é instituciones tradicionales; y debe creerse también que la organización de las ciudades fundadas por los Cartagineses, hubo de modelarse sobre la de Cartago.

El principio timocrático ó sea la riqueza, era la base de la aristocracia cartaginesa, y el poseer una fortuna considerable, se tenía como requisito indispensable, según Aristóteles, para el desempeño de las magistraturas ó cargos públicos, circunstancia que se explica en parte á lo menos, por el carácter gratuito de tales funciones.

Al frente del Gobierno de la República había dos suffetes, cuyo cargo se duda si era anual ó vitalicio, y á quienes incumbían las supremas atribuciones en el orden[111] civil ó político, bien que estas no nos sean conocidas con exactitud. Como Magistrado supremo en el orden militar figuraba el Jefe del ejército, para cuyo cargo, así como para el de suffetes solían elegir los Cartagineses, al decir de Aristóteles, á las personas mejor reputadas y más ricas. La Asamblea aristocrática ó Senado constaba de 300 miembros. Una comisión de cien individuos, delegada por el Senado, vino á concentrar en su mano el poder supremo, reduciendo casi á un mero título de honor el cargo de los suffetes, convertido en los últimos tiempos de vitalicio en anual y reducido en punto atribuciones á la presidencia del Consejo de Centumviros. Estos ejercían una verdadera fiscalización sobre los generales de la república, sobre todas las magistraturas y aún sobre el mismo Senado. Su cargo era vitalicio, y les aseguraba una gran influencia, pues que, en concepto de Senadores, ocupaban lugar preferente en las comisiones ó delegaciones de individuos de la Asamblea aristocrática que estaban al frente de los varios ramos de la Administración pública, y eran además los llamados á resolver en definitiva sobre todos los asuntos políticos de importancia.

La Asamblea del pueblo no tenía otras atribuciones que la elección de los suffetes, y la de los individuos que habían de componer el tribunal de los ciento cuatro, llamado así por el número de sus miembros, y la decisión de los asuntos de la competencia de los suffetes, en que éstos no lograran ponerse de acuerdo. Aunque durante casi toda la historia de Cartago predominó la influencia del elemento aristocrático, en los últimos tiempos parece haber cedido su puesto al elemento popular. El tribunal de los ciento cuatro entendía en la resolución de todos los asuntos civiles y comerciales.

Los Cartagineses respetaron la autonomía de los pueblos en su gobierno interior, contentándose con que reconocieran la supremacía del pueblo cartaginés, y con que[112] contribuyeran á su esplendor con fuertes contingentes en hombres y en dinero[149]. Sabido es la parte principal y gloriosa que los soldados españoles al servicio de Cartago tuvieron en la primera guerra púnica. Para conservar mejor su dominación en los países conquistados, no solían los Cartagineses emplear en ellos como guarnición sino soldados procedentes de otras naciones. Así, los Españoles prestaban el servicio militar en África, y los Africanos en España[150].

«Constituídos los Cartagineses en dueños reconocidos del país, y organizadas por los Barkidas las instituciones necesarias á su conservación y gobierno; no pudiendo esperar de la exhausta metrópoli recursos para pagar al ejército y á los empleados, antes por el contrario, llamados á remesar desde la nueva provincia auxilios á Cartago, se dedicaron á la explotación de las riquísimas minas de plata que hallaban en las entrañas de la Península; y para no tener que mandar acuñar en África el metal preciso para cubrir las necesidades administrativas y comerciales de la extensa colonia, plantearon en ella misma, y probablemente en su capital, «la Nueva Cartago,» una vasta emisión de plata y cobre[151]

Las minas de plata próximas á Cartagena ocupaban en tiempo de Polibio durante todo el año 40.000 obreros y reportaban á la República romana 25.000 dracmas diarias. Estrabón, que consigna esta noticia[152], dice que en su tiempo, estas minas continuaban en plena explotación.

Hacía cabeza entre las ciudades que poseían en Espa[113]ña, y era la capital en el orden político Cartago nova, fundación de Asdrúbal, la más poderosa sin duda alguna de toda esta comarca, en sitio naturalmente fuerte, ceñida por una muralla admirable, en territorio riquísimo en minas, con muchas fábricas de salazón en sus alrededores, centro ó mercado principal donde acudían á un tiempo las gentes del interior para proveerse de las mercancías venidas por mar, y los comerciantes extranjeros para comprar los productos del interior[153]. Sabemos que allí había Senado[154] y que era muy considerable el número de los industriales, lo cual demuestra la importancia de esta clase y la riqueza de la ciudad[155].

La sujeción de esta parte de la Iberia á los Fenicios y Cartagineses fué tan completa que, aun en tiempo de Estrabón, en la mayor parte de las ciudades de la Turdetania y de las campiñas adyacentes, el fondo de la población era de origen fenicio, «pues este pueblo, dice el mismo Geógrafo, dueño de la mejor parte de la Iberia y de la Libia, desde antes de la época de Homero, continúa en posesión de estas comarcas hasta la destrucción de su imperio por los ejércitos romanos[156]


[114]

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LIBRO SEGUNDO
ESPAÑA ROMANA


[116]

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CAPÍTULO PRIMERO
BOSQUEJO DE LA HISTORIA POLÍTICA

§ 26.
La conquista romana.

Las regiones del Sur y del Este de España reconocían la soberanía de Cartago; pero el resto de la Península conservaba aún su independencia al estallar la segunda guerra púnica. Hacia el año 221 Aníbal movió guerra á los Ólcades derrotándolos en las inmediaciones de Toledo, y en el año siguiente triunfó de la confederación de estos pueblos con los Vacceos y los Carpetanos, que había logrado poner en pie de guerra un ejército de 100.000 hombres. Con esto pudo Cartago considerar asegurada su dominación hasta las orillas del Ebro.

Sagunto, ciudad de origen griego según algunos autores, pero más verosímilmente ibérica, que ante el temor de verse obligada á sacrificar su independencia á los Cartagineses se había procurado la alianza de Roma, y logrado gracias á esto que se le garantizase esa independencia en el tratado de paz celebrado entre Cartago y Roma en 228, vino á ser con un fútil pretexto asediada y destruída por Aníbal. Las vacilaciones de Cartago en desautorizar á Aníbal y ofrecer á Roma la reparación que ésta pedía, dieron origen á la segunda guerra púnica, cuya reseña no nos interesa sino en cuanto se relaciona con la[118] venida de los romanos á España y los progresos de su dominación en la Península.[157]

En las luchas que hubieron de sostener los Romanos, primero con los Cartagineses y después con los pueblos ibéricos, para asentar su dominación sobre la Península, contaron como aliados constantes y poderosos, no sólo con las colonias griegas, que á semejanza de su metrópoli Marsella abrazaron desde luego resueltamente la causa de Roma, sino también con las ciudades de origen fenicio de la costa Sur de España, que viendo cómo la fortuna volvía las espaldas á los Cartagineses, sus congéneres y dominadores, se echaron también en brazos de los conquistadores romanos, recibiendo en cambio de Roma agradecida exenciones y principios.

El resultado de la segunda guerra púnica, por lo que hace á la extensión de la dominación romana en la Península, fué quedar sometidas á ella las regiones del Sur y del Este, que antes reconocían la supremacía de Cartago, y buena parte de los territorios bañados por el Ebro. El objetivo de los Romanos, una vez terminada la guerra con los Cartagineses, fué consolidar su dominación en[119] los territorios conquistados y extenderla en los que aún no reconocían su imperio, fijándose en primer término en las comarcas del centro habitadas por los Celtíberos.

El territorio sometido por Escipión en virtud de la derrota y expulsión de los Cartagineses comprendía parte de Cataluña, Aragón y Valencia, Murcia y Andalucía; pero el arraigo del poderío romano en unas y otras regiones era muy desigual. Mientras que en las dos últimas comarcas parece haberse recibido de mejor grado el yugo romano, en las tres primeras, que vinieron á constituir la provincia romana denominada España citerior, parte por no haber sido tan completa la ocupación romana, parte también por el carácter y grado de cultura de sus habitantes que los hacía más refractarios que los del Sur á influencias extrañas, no tardaron en levantarse contra Roma, derrotando en el año 197 al procónsul Cayo Sempronio Tuditano, y arrojando enteramente de su territorio á los ejércitos de Roma. La pericia militar y la astucia del cónsul Marco Porcio Catón, lograron restaurar la dominación romana en estas regiones dos años después; y las victorias alcanzadas por el padre de los Gracos contra los Celtíberos, y el tratado que fué su consecuencia, celebrados en el año 179, asentaron sobre sólidas bases la paz de estos pueblos con Roma hasta el año 151.

Ocasión y motivo principal de que se rompiera nuevamente la paz entre Españoles y Romanos fué la odiosa é inhábil conducta del pretor de la España citerior Servio Sulpicio Galba, quien después de haber peleado con vario suceso contra los Lusitanos en los años 151 y 152, concertó con ellos un tratado de paz por el que se obligó á darles tierras más feraces que las que poseían para que pudieran establecerse; y logrando, á la sombra de esta promesa, separarlos y dividirlos, hizo acuchillar cobardemente hasta 7.000 de ellos en el año 150. De aquí que el[120] pueblo lusitano se levantara en masa contra Roma, aunque con escasa fortuna al principio, con felices resultados desde el momento en que se puso al frente de ellos Viriato; que habiéndose salvado maravillosamente de la matanza ordenada por Galba, hizo pagar cara á los romanos su indigna conducta. En las campañas que hubo de sostener desde el año 149 hasta el 140, la ventaja estuvo siempre de su parte; pues no sólo consiguió derrotar enteramente, y aun dar muerte en algunas ocasiones, á los generales romanos, sino que en virtud del tratado que celebró en el año 141 con Quinto Fabio Serviliano, logró ver reconocida por Roma la absoluta independencia del pueblo lusitano bajo su propio cetro. En el año 139, renovada la guerra, le volvió la espalda la fortuna, en términos que se vió obligado á solicitar la paz; pero el cónsul romano Quinto Servilio Cepión, fingiendo entrar en negociaciones con él, aprovechó esta coyuntura para ganar á algunos de los allegados del héroe lusitano, los cuales lo asesinaron de noche por sorpresa en su misma tienda. Aunque los Lusitanos continuaron la guerra después de la muerte de Viriato, faltos de un Jefe hábil que los condujera al combate, fueron derrotados por completo y hubieron de someterse incondicionalmente. Resultado de estas guerras, y de la heroica lucha que inmortaliza el nombre de Numancia, fué quedar asentado definitivamente el señorío de Roma sobre las regiones del Centro y del Sudeste de España.

Hacia el año 80 antes de J. C., se turba de nuevo la paz. Sertorio, jefe del partido enemigo de Sila después de la muerte de Mario, se propuso hacer de España un centro de resistencia contra el célebre dictador. Utilizando el conocimiento que había adquirido de la Península y de sus habitantes mientras había ejercido en ella el cargo de tribuno militar, se dedicó con gran energía y perseverancia á organizar á España sobre el modelo[121] de Roma, granjeándose la adhesión de los indígenas por su noble conducta, y logrando, gracias á esto, ver reconocida su autoridad en toda España. Instituyó, pues, un Senado á semejanza del de Roma; creó en Huesca una Academia, donde los hijos de las principales familias Españolas eran iniciados y adiestrados en el conocimiento de las letras griegas y latinas, y divulgó entre los naturales del país la táctica y la organización militar romana. No es de este lugar reseñar las vicisitudes de la gloriosa lucha que sostuvo desde el año 82 hasta el 72, y que, como la guerra de Viriato, terminó con la muerte violenta de Sertorio. Lo único que nos interesa es considerar cuán extraordinaria hubo de ser la influencia que adquirieron en España, por virtud de la política y la organización de Sertorio, las instituciones romanas.

Importantísimo también bajo este punto de vista, es el episodio de la guerra civil entre César y Pompeyo que tuvo por teatro nuestra Península. España había venido á ser, después que César hubo arrebatado Roma é Italia á los Pompeyanos, el centro principal y el más sólido baluarte de este último partido. Petreyo y Afranio, legados de Pompeyo en la España citerior, y Varrón, el erudito autor de las Antigüedades Romanas, que desempeñaba el mismo cargo en la Ulterior, contaban con un ejército poderoso que oponer á César. La distribución que habían hecho entre sí del territorio español, precedente y modelo probable de la organización provincial del tiempo de Augusto, era muy favorable á la resistencia; pero el valor y la habilidad de César triunfaron de todo, y después de derrotar en Lérida á Petreyo y Afranio, que hubieron de rendirse á discreción, el legado de la Ulterior se vió forzado á seguir, impotente ya para la resistencia, el ejemplo de sus colegas en el año 49.

No tuvo mejor éxito la tentativa de los hijos de[122] Pompeyo tres años después, para rehacer su partido en España. La célebre batalla de Munda, ocurrida el 17 de Marzo del año 45, acabó con los últimos restos del poderío pompeyano. Resultado de estas luchas, fué la fundación de numerosas colonias en el territorio de la Bética, con que el dictador victorioso castigó á los partidarios de Pompeyo y premió el esfuerzo de sus veteranos.

De allí á poco tiene lugar el último y desesperado esfuerzo de los Españoles para sacudir el yugo romano, ó sea la lucha tan gloriosa como estéril iniciada por los Cántabros y secundada por los Astures en tiempo de Augusto.

«Recuerdan los Astures que tienen la misma sangre de los Cántabros, y se unen á ellos para contrastar al César. Augusto divide el ejército en dos haces: acampa la una en los Autrígones, hacia Medina de Pomar, á la orilla izquierda del Ebro; él, con la otra, pone sus reales en Segisamone (Sasamón), ciudad de los Turmódigos; Agripa, con naves de Inglaterra, surca el mar; y en un día mismo, todos acometen por tres partes á Cantabria. De Sasamón sale Augusto contra Véllica (Hélecha), y la toma. Los Cántabros huyen al inaccesible Monte Vindio; luego adoptan el sistema de rehusar batalla campal, y hábiles guerrilleros sorprenden y diezman en todo sitio á los Romanos; empéñanlos en andar sin fruto, como á caza de fieras, entre montes; ríndenlos á insoportable fatiga, y pónenlos en riesgo á toda hora, y en el mayor peligro siempre. Cinco años dura la guerra, que se pensó concluir en pocas semanas: los Cántabros pelean por la vida, sus enemigos por la reputación; de ira y despecho enferma Augusto, abandona el ejército, confía su gobierno á Cayo Antistio y retírase á Cataluña.

Muchas y sangrientas batallas costó á Roma sujetar á Cántabros y Astures. Dígalo, á más de la de Véllica, la de aquel Monte Vindio, que cruzaba los Cóncanos, dividía[123] á los Orgenomescos y Vadinienses, y se llama hoy picos de Europa, Sierras Albas, Peña Labra y Sierra de Sejos, á donde se ufanaban de ponderar los Cántabros, que primero llegarían las encrespadas olas del Océano que las soberbias y rapaces águilas romanas. Díganlo también: la batalla de Aracillo ó Atracillo, Aradillos, por cima de Reinosa, donde se peleó con mucha gente y por largo tiempo, como asimismo en los lugares más fragosos, inclementes y selváticos, cercanos al mar; la de Santander, que se denominó ya por muchas centurias Puerto de la Victoria, y en territorio astur la del río Astura ó Esla, al pie del cerro de Lancia, colocado entre el Esla y el Porma, á tres kilómetros hacia el Norte de Mansilla, donde fué vencedor Carisio, legado de Augusto; la de Brigecio (Villaquejida, á la derecha del mismo Esla, entre Valencia de Don Juan y Benavente); y, por último, aquella donde todo favoreció á los legados Furnio y Antistio, la del Monte Medullio ó Sierra de Mamed, sobre el Sil, hacia el ocaso de Astorga.

Dos años después de sujeta Cantabria, crucificados los jóvenes más valientes, vendidos como esclavos y diseminados por España los demás, éstos matan á sus señores, vuelven á su patria y encienden de nuevo la guerra, adiestrados ya con la táctica militar romana. Agripa triunfa, no sin que la Legión Tercera Augusta se cubra de ignominia, y sea preciso que la venga á reemplazar la Cuarta Macedónica».[158]

Con esto queda ya terminada la conquista de España por los Romanos. Bajo el Imperio apenas si ofrece interés la historia política de España desde el punto de vista de nuestro estudio. Si se exceptúa la invasión de los Moros[159], que dió origen á que se incorporasen á la Bética[124] las ciudades del África más próximas al Estrecho, y las correrías de los pueblos germánicos por la Tarraconense, anuncio de la gran irrupción de los Germanos en el siglo V, no hallamos otro suceso alguno que merezca ser especialmente consignado. Perdida su vida propia, la existencia de España, como parte del orbe romano, se desliza oscura y tranquila hasta la ruina definitiva del Imperio.

Durante los últimos siglos de éste la disolución moral y económica llega á tomar tan grande incremento, que las medidas adoptadas para atajar en su desarrollo este germen fecundísimo de disolución y ruina, vienen á ser enteramente ineficaces. La acumulación de la propiedad territorial en manos de unos pocos, mal común á Italia y á las provincias, trae en pos de sí la ruina y el decrecimiento de la clase de los pequeños propietarios, y el consiguiente decaimiento de la agricultura y de la producción. La cuestión de subsistencias viene á ser por esta causa el asunto preferente de la Administración. El Estado, obligado á sostener la masa inmensa de los proletarios, agota sus recursos en las provisiones públicas, fomentando indirectamente, por el mismo caso, el vicio y la holgazanería. A estas causas de disolución interior se agregan las frecuentes incursiones de los Bárbaros, cuyo origen sube á los primeros tiempos del imperio, y que empiezan á generalizarse y á tomar carácter alarmante á mediados del siglo III y singularmente en el período de los treinta Tiranos. A contar desde el tiem[125]po de Marco Aurelio, que emprendió varias campañas con feliz suceso, aunque con escaso resultado, contra tan terrible enemigo, los Bárbaros fueron una amenaza constante para la integridad del imperio, que hubo de consagrar toda su atención y gastar sus mejores fuerzas en esta lucha. Como resultado de todas estas causas de empobrecimiento y ruina, y del gradual enflaquecimiento del poder central, los vínculos de obediencia se relajan, la cuestión social se manifiesta con alarmantes caracteres, y la insurrección de los Bagaudas desola y ensangrienta el territorio de las Galias y el Nordeste de la Península, abriendo una era de espantosas calamidades para el Occidente de Europa.

§ 27.
La Romanización.[160]

Imponer á un pueblo extraño por medio de decretos ó leyes la propia civilización, no se avenía bien con la táctica hábil y hasta cierto punto tolerante de los Romanos, dispuestos siempre á respetar la organización peculiar de los territorios conquistados, siempre que esto no ofreciese peligro alguno desde el punto de vista político. La cultura romana arraigó en ellos más ó menos rápidamente, con mayor ó menor intensidad, según las condiciones del suelo y el carácter de los habitantes. Por lo demás, la política de Roma, para consolidar su dominación sobre los pueblos vencidos, fué muy diversa según[126] los tiempos y las circunstancias, y distó mucho de acomodarse á un patrón común para todas las regiones[161].

Durante las luchas en que los pueblos españoles, aun después de vencidos una y otra vez, volvían á combatir á los Romanos con nuevos bríos, derrotando á sus mejores generales cuando éstos los creían ya sojuzgados definitivamente, hubieron de convencerse los Españoles de que la diseminación de sus moradas ó centros de población les incapacitaba para prestarse mutuo apoyo, y para concentrar todas sus fuerzas en un punto al ser atacados de improviso por el enemigo común. Comprendieron, en suma, que sin una organización más compacta les era de todo punto imposible mantener su independencia contra el poder romano. De aquí que los veamos dispuestos en ocasiones á modificar en este sentido su organización política. No á otro móvil obedecía la tribu celtibérica de los Belli al trasladar los habitantes de las pequeñas ciudades de su territorio á Segeda, la más importante de todas ellas, y decidir la construcción de una nueva muralla de cuarenta estadios. A los reparos y preguntas del Senado romano, alarmado por esta resolución, contestaban los Belli que, si bien se habían obligado con el pueblo romano, en virtud del tratado hecho con Tiberio Sempronio Graco, á no construir nuevas ciudades, se reservaron expresamente el derecho de amurallar y fortificar las existentes. La prohibición referida no tenía por objeto ciertamente impedir que se construyeran pequeñas ciudades, como las que hasta entonces habían tenido los Españoles, y de cuyas escasas dimensiones nos habla Posidonio al decir que las trescientas ciudades celtibéricas arruinadas por Graco, según Polibio, no eran sino pequeños lugares fortificados con torres. Dirigíase, sin duda alguna, únicamente á impedir la concentración de[127] grandes masas en lugares fortificados, como la que proyectaban los Belli, ó sea la formación de grandes centros de resistencia que pudieran detener y contrastar el empuje de las armas romanas. Cuán general y poderosa hubo de ser esta tendencia de los pueblos españoles, demuéstralo suficientemente el hecho de haber impuesto Tiberio Graco á aquellas tribus la observancia del precepto antes indicado, como condición precisa é indispensable para mantenerse en la gracia y amistad del pueblo romano[162].

Medios análogos á los empleados en esta ocasión por Tiberio Graco, y encaminados al mismo objeto, pusieron en juego los Romanos, una vez dominada la Península, para mantenerla pacífica y sumisa; y entre ellos fué uno de los más eficaces alterar las divisiones políticas existentes, fraccionando unas veces y refundiendo otras los organismos territoriales y administrativos de los indígenas, á fin de quebrantar con esta política de disgregación la energía y la vitalidad de los pueblos españoles. Estrabón, por ejemplo, refiere de algunos de ellos, que habiendo abandonado el cultivo de sus tierras para vivir del robo y del pillaje, y estando constantemente en lucha entre sí y con los pueblos vecinos, los Romanos, con el fin de hacerles abandonar este género de vida, dividieron en pequeñas agrupaciones los centros numerosos de población existentes en dicho territorio[163]. Pero no sólo en lo relativo á la Lusitania, sino respecto de toda España, puede decirse que los Romanos pusieron en práctica este mismo sistema. Infiérese claramente de las noticias de todo punto fidedignas que nos proporciona Plinio respecto del territorio de la España ulterior, que, como es[128] sabido, comprendía la mayor parte de la España actual: «Además de doscientas noventa y tres ciudades que están incorporadas á otras, dice Plinio, contiene esta provincia ciento setenta y nueve ciudades, sin contar las islas [164].» A estas ciento setenta y nueve ciudades habían venido á incorporarse, perdiendo su autonomía política y administrativa, ó sea su vida propia, las otras doscientas noventa y tres; de suerte que constituían con ellas una sola comunidad municipal.

Otro de los agentes más poderosos y eficaces de que se sirvió Roma para afianzar y consolidar su dominación y su influencia sobre los territorios conquistados, singularmente desde que tuvo ejércitos permanentes, ó sea desde los primeros tiempos del imperio, fueron las legiones con que solía guarnecer ciertas provincias, ya para mantener en la obediencia á los habitantes, ya para rechazar las invasiones enemigas. En el período á que nos referimos, cuando el ejército tuvo ya carácter permanente y la duración del servicio militar se elevó á veinte ó veinticinco años, no siendo necesario emplear á los soldados, como durante la República, en guerras largas y difíciles, para preservarlos de la afeminación y la indisciplina consiguientes á la ociosidad, se resolvió ocuparlos, no sólo en frecuentes ejercicios, sino también en trabajos militares de defensa, y en otras obras públicas de gran utilidad, á fin de emplear provechosamente tantos millares de brazos en tiempo de paz, é impedir que se empleasen en perjuicio del Gobierno y del Imperio. Solía, pues, ocupárseles principalmente en la construcción de las murallas, con que rodearon totalmente algunas de las provincias fronterizas, y en la de fortalezas y vías militares, según consta, así de las inscripciones, como de los textos antiguos.

También se utilizaba á los soldados en la construc[129]ción de puentes, diques, canales y puertos, así como en la de templos y edificios públicos en las ciudades provinciales; de aquí que hubiese estacionado siempre un destacamento de ingenieros con su Prefecto á la cabeza, en todas las provincias imperiales. La extensión de la actividad constructora de los soldados romanos la comprueban los millares de ladrillos con la inscripción de una legión, de una cohorte auxiliar ó de un ala del ejército, que se encuentran en todas las provincias del antiguo imperio romano, á veces en las ruinas de los baños, anfiteatros y otros edificios públicos. También se les empleaba frecuentemente en la construcción de castillos, en la explotación de minas y en otros trabajos semejantes.

La red de vías que enlazaba á todas las regiones de la Península, hacía posible transportar tropas con la mayor rapidez desde las partes más remotas al punto amenazado, y facilitaba en gran manera los frecuentes cambios de guarnición de unas provincias á otras. Aunque establecidas las vías militares principalmente para la defensa del país, contribuían también mucho al bienestar general, facilitando el comercio y poniendo en relación á las comarcas más distantes; de suerte que, como se ha dicho con razón, las condiciones de facilidad, seguridad y rapidez en los viajes, en los primeros tiempos del Imperio, eran tales como no han vuelto á serlo en Europa hasta principios del siglo actual.

De todas las regiones de España, la primera en amoldarse enteramente á los usos y costumbres romanas fué la Bética.

«Los Turdetanos, sobre todo los de las orillas del Betis,» dice Estrabón, «se han convertido enteramente á la manera de vivir de los Romanos, hasta renunciar el uso de su idioma nacional; y como, además, muchos de ellos han sido agraciados con el jus Latii, y han recibido en sus ciudades en muchas ocasiones colonias de Roma,[130] poco falta ya para que todos ellos se conviertan en Romanos. La existencia de colonias tales como Pax Augusta entre los Celtici, Augusta Emerita entre los Túrdulos y otras semejantes, muestra bastante, en efecto, el cambio que se ha verificado en la constitución política del país. En general se designa bajo el nombre de togati todos los pueblos de Iberia que han adoptado este nuevo género de vida, y aun los Celtíberos mismos son hoy en día de este número, bien que durante mucho tiempo hayan sido reputados los más feroces de todos[165]

Causas principales de esta rápida é intensa romanización de la Bética, hubieron de ser, no sólo el carácter de sus habitantes, cuya excesiva ductilidad acredita constantemente la historia, sino también su mayor grado de cultura, debido al frecuente trato con griegos y fenicios y á las importantes colonias de estos últimos en su suelo, así como también y muy principalmente, haber sido más favorecida que las otras provincias con fundaciones de nuevas ciudades, que fueron como otros tantos centros de donde irradiaron, sobre todo el territorio, la cultura y la civilización de la metrópoli.

Entre las ciudades de esta provincia ocupaba el primer lugar por su importancia, ya se considere el número de sus habitantes, ya su prosperidad y riqueza, Gades (Cádiz), el principal emporio de la Bética para el comercio con Italia, y sin disputa la primera ciudad marítima en el período romano. Bajo el reinado de Augusto contaba en su seno 500 caballeros romanos, número superior al de todas las demás ciudades del Imperio, á excepción de Padua. Merecen también especial mención entre las ciudades de la Bética, Málaga, ya entonces también plaza comercial de importancia, y Salpensa, cuyos estatutos municipales, de que por fortuna han[131] llegado hasta nosotros importantes fragmentos, permiten formar una idea exacta y casi completa de la organización municipal romana en el segundo siglo del Imperio. La Bética contaba en la época de Plinio, que escribía bajo el reinado de Vespasiano, 165 ciudades, es decir, cerca de cuatro veces más que la Lusitania, y casi tantas como la Tarraconense, cuya extensión era, sin embargo, mucho mayor que la de la Bética.

Lusitania tenía en tiempo de Augusto cinco colonias, situadas todas al Sur de la provincia, donde no tardó en preponderar el elemento romano, mientras la cultura y las instituciones indígenas se perpetuaron y prevalecieron durante mucho tiempo en la parte del Norte, más refractaria á la dominación y á la influencia romanas. De estas cinco colonias, unas fueron fundadas por César, y las otras por Augusto, y todas ellas eran anteriores á la terminación de la guerra cantábrica, último episodio de la heroica lucha sostenida por los Españoles contra el pueblo romano. La fundación de dichas colonias tuvo por principal, si no por único objeto, el de que sirvieran de punto de apoyo al poder militar romano para mantener en su obediencia aquel territorio, conquistado ya, pero no sometido todavía.

Refiriéndose al estado de la romanización en su tiempo en el territorio montañoso de Gallegos, Astures y Cántabros, dice Estrabón[166], que la barbarie en que vivían estos pueblos por efecto de sus frecuentes guerras y de su aislamiento geográfico se había atenuado en algunas tribus merced al restablecimiento de la paz y los frecuentes viajes de los Romanos por aquellas montañas; bien que otras conservasen aún mucha parte su ferocidad nativa exacerbada por la aspereza de la región y el rigor del clima. Aun los Cántabros, que de todos estos pueblos[132] eran los más apegados á sus hábitos del bandolerismo, subyugados por Augusto juntamente con las tribus vecinas, en vez de devastar como antes las tierras de los aliados del pueblo romano, empleaban sus armas en servicio de éste. No habían contribuído poco, así á pacificar como á civilizar estos pueblos, tres legiones enviadas por Tiberio á estas regiones conforme á los designios de su predecesor Augusto.

El principal promovedor de la romanización en la Tarraconense fué César, quien, con ocasión de haber tomado parte en la guerra civil muchas ciudades de esta provincia en favor de Pompeyo, transformó varias de ellas en colonias romanas, ya dándoles nueva población, ya concediéndoles el derecho de ciudadanía y el título y los honores de colonia. Entre todas las ciudades de esta provincia, la más importante era Tarragona, su capital, célebre por su adhesión á Augusto, que la visitó y residió en ella en dos distintas ocasiones, á cuya circunstancia debió el que, en vida suya, le levantaran un altar los Tarraconenses. Como centro del culto del Emperador y residencia del Sumo Sacerdote de Roma y Augusto, era también Tarragona el lugar donde celebraban anualmente sus sesiones las Asambleas generales de la provincia.

En el Sur descollaban por su importancia, Acci (Guadix), y Castulo (Cazlona), centro del ya importantísimo distrito minero de Almadén. Sagunto, reedificada después de su destrucción por Aníbal, y Barcelona, en cuyo territorio estableció Augusto á sus veteranos, llegaron á rivalizar con Tarragona. En la parte Nordeste las principales poblaciones eran Astorga, Braga y Lugo.

Muestra evidente de la influencia militar que se dejó sentir en esta provincia, son las numerosas inscripciones de soldados romanos que en ella se encuentran, y que superan con mucho á los monumentos del mismo género[133] hallados en las otras provincias. La parte occidental de la Tarraconense estaba guarnecida por un cuerpo de ejército, encargado de tener á raya á los pueblos cantábricos. Es digna de especial mención entre las ciudades de la Tarraconense, Legio (León), llamada así de la Legio VII Gemina, acampada en ella, capital del territorio de Asturias y Galicia.

Los habitantes de las Baleares vieron sus puertos guarnecidos y colonizados por los Romanos. De Palma y Pollencia se sabe que fueron poblados de españoles en el año 123 antes de Jesucristo; y las inscripciones latinas descubiertas en las Islas, no menos que los datos que sobre el particular suministra Plinio, demuestran bien claramente la intensidad de la romanización en estos territorios.

§ 28.
El Cristianismo.[167]

Algunos textos vagos de escritores eclesiásticos, algunas actas de martirios, las más de ellas de fe dudosa ó redactadas en época bastante posterior á los sucesos que relatan, y las poesías de Prudencio: tales son las únicas fuentes que poseemos para estudiar el origen y progresos del Cristianismo en España durante los tres primeros siglos.

Merced, singularmente, á los viajes y predicaciones[134] de San Pablo, ya en la edad apostólica se había propagado el Cristianismo por la mayor parte de las provincias del Imperio. España, según testimonios dignos de crédito, fué evangelizada también por el indicado Apóstol; y es indudable que en el siglo II de la Era cristiana, y singularmente en el III, contaba ya numerosas comunidades cristianas. Más amplias son las noticias que tenemos sobre el particular á partir de este último siglo.

Los testimonios de Tertuliano, San Cipriano y Arnobio presentan ya al Cristianismo difundido por todos los ámbitos de la Península. Es indudable que la propagación del Cristianismo por las varias provincias del Imperio estuvo en relación directa con el grado de cultura de las mismas. Así el testimonio de los escritores de los primeros siglos, como el no menos fidedigno de las inscripciones cristianas diseminadas especialmente por Italia, las Galias y España, demuestran cumplidamente que aquellas comarcas donde la romanización había sido más rápida, como por ejemplo la Bética en España, fueron las que se mostraron más propicias á recibir la doctrina evangélica.

En el preámbulo de las Actas del Concilio de Ilíberis, celebrado, según la opinión más probable, el año 306, se mencionan los nombres de los Obispos que á él asistieron y las Sedes que ocupaban; y apenas hay provincia de las de la España Romana que no esté representada por Prelados suyos en el citado Concilio: prueba evidente de los progresos y del arraigo de la religión católica en nuestro suelo.

No contribuyeron poco, aquí como en todas partes, al incremento de la Iglesia cristiana las persecuciones de que fué objeto por parte del Estado romano.

Tenidos al principio como una secta de la Sinagoga, los cristianos compartieron con los judíos las persecuciones de Nerón, á que sirvieron de pretexto las di[135]sensiones de los judíos entre sí, y la falsa y absurda acusación de que habían querido incendiar la capital del Imperio. Desde la muerte de este Emperador hasta el reinado de Domiciano, cristianos y judíos vivieron en Roma sin ser inquietados; y durante este período de calma multiplicó el Cristianismo el número de sus adeptos, llegando hasta contar entre ellos miembros de la familia imperial. A partir desde Domiciano, que irritado por el hecho de haber encontrado partidarios en su propia familia la nueva Religión, persiguió cruelmente á los cristianos, se prescinde ya de los judíos, para concentrar el odio en los cristianos, acusados como reos de lesa Majestad por negarse á sacrificar á los dioses y al Emperador[168]. Muerto Domiciano, los cristianos pudieron respirar libremente, y nada vino á turbar su paz hasta el advenimiento de Trajano, quien cediendo al torrente de la opinión pública, muy desfavorable á los[136] cristianos, ordenó una nueva y sangrienta persecución; y desde este punto negó en absoluto al Cristianismo el Estado romano, la tolerancia que sus leyes habían otorgado á todos los cultos. Contestando Trajano á la consulta de Plinio acerca de la conducta que éste había de seguir con los cristianos de Bitinia, le decía que no procediera de oficio contra ellos, pero que aplicase el rigor de la ley á cuantos, denunciados de cristianos ante su tribunal, se negaran á sacrificar á los dioses. Túvose desde entonces la profesión de cristiano como delito, y se reconoció á todo el mundo el derecho de acusarlos ante los Tribunales.

De todas las persecuciones que sufrió la Iglesia de España, las más terribles fueron las de Decio y de Diocleciano, el último de los cuales envió á España á Daciano, satélite suyo, con el único objeto de que persiguiera á los cristianos. Aunque son escasísimas las actas auténticas de mártires españoles, que han llegado íntegras hasta nosotros, suplen en alguna manera esta falta las conmovedoras narraciones de los principales martirios que se encuentran en las poesías de Prudencio, el insigne lírico cristiano, tales como los de Santa Eulalia de Mérida, San Vicente etc. Al cabo el heroísmo invencible de los cristianos triunfa de la saña y tenacidad de los Emperadores, y Galerio pone fin en su lecho de muerte á la persecución de Diocleciano en virtud del Edicto de tolerancia de 311, que reconoció en la Iglesia cristiana el carácter de sociedad lícita. Renovada la persecución por Maximino en las regiones sujetas á su dominación, y luego por Licinio en Oriente, cesó por completo después de la derrota y muerte de este último el año 323, en cuyo año Constantino, que ya había dado la paz á la Iglesia de Occidente con el célebre Edicto de Milán de 312, devolvió á la Iglesia de Oriente por su Edicto del año 324 la libertad religiosa, garantizada[137] desde entonces á los cristianos en todo el imperio.

Entre las herejías que afligieron á la Iglesia de España en estos primeros siglos, fueron las de mayor trascendencia la de los libeláticos, patrocinada por los obispos Basílides y Marcial, cuyos adeptos creían lícito hacerse expedir un certificado (libellum) en que se consignaba que habían abjurado el Cristianismo, á fin de evitar las persecuciones; y sobre todo la de los priscilianistas, llamado así por su fundador Prisciliano, rama del Gnosticismo, que logró arrastrar gran número de prosélitos, entre ellos considerable número de Prelados. Esto último, sobre todo, interesa recordarlo aquí, por haber sido el motivo principal de la celebración de los Concilios de Zaragoza y Toledo, y asunto de algunas de las Epístolas dirigidas por los Pontífices á los prelados españoles en el período que nos ocupa.


[138]

CAPÍTULO II
FUENTES DEL DERECHO.

§ 29.
El derecho romano y las costumbres ibéricas.

La subsistencia de las instituciones jurídicas regionales y locales en las varias provincias del Imperio después de sometidas á la dominación romana, está comprobada por numerosos testimonios. En el orden político, conservaron el derecho á gobernarse por sus leyes é instituciones propias las ciudades confederadas y las libres, en quienes el Senado romano respetó la autonomía jurídica y administrativa, y aun las estipendiarias. Los Gobernadores de las provincias tuvieron necesidad de aplicar el derecho indígena en determinados casos, y eran responsables de la conculcación de sus preceptos[169]. Rigieron, pues,[139] especialmente en materia civil, las legislaciones y las costumbres locales, si bien el derecho romano hizo respecto de ellas el oficio de la legislación subsidiaria y aun vino en ocasiones á modificar sus preceptos[170].

Antes de la concesión del derecho de ciudadanía á todos los súbditos del Imperio cada región y aun cada ciudad se gobernaba por su derecho nacional escrito ó consuetudinario, en todo aquello que no se oponía á la relación de dependencia con respecto á Roma en el orden político y administrativo. En virtud de la concesión del derecho de ciudadanía á todos los súbditos del Imperio por Caracalla, la legislación romana vino á ser de derecho común á todas las provincias; mas no por eso perdieron su fuerza y vigor las legislaciones indígenas. En algunas partes el hecho se sobrepuso al derecho, la costumbre prevaleció sobre la ley escrita; y, como tantas otras veces en la historia del derecho, se demostró la impotencia del legislador para sustituir con sus preceptos niveladores, costumbres y leyes arraigadas de antiguo, y enlazadas íntimamente con las tradiciones, las ideas y el estado social y económico de los pueblos. Los Emperadores romanos, no obstante haber tolerado las legislaciones regionales y locales propias de las diversas comarcas enclavadas en el orbe romano, sancionando en ocasiones su aplicación, no cesaron de esforzarse por difundir en[140] ellas los principios del derecho romano. Cooperaron eficazmente en esta tarea los jurisconsultos romanos, comparando en sus escritos unas y otras legislaciones; y los mismos habitantes de las provincias consultando sus dudas con los juristas residentes cerca del Emperador, quienes aprovechaban constantemente la ocasión para encarecerles las excelencias del derecho romano y moverles á que se gobernaran por él.

Diocleciano se esforzó por dar al Imperio la unidad legislativa, difundiendo cada vez más en las provincias la aplicación práctica del derecho romano, singularmente en los asuntos de importancia; pues en los de escasa monta subsistieron en vigor bajo su reinado los estatutos municipales y las costumbres regionales ó locales[171]. Adelantó grandemente en esta obra de unificación, en que habían colaborado activamente los emperadores Adriano, Septimio Severo, Caracalla y Alejandro Severo especialmente, sirviéndose al efecto de los miembros de su consejo Imperial, que resolvían conforme á la jurisprudencia tradicional las cuestiones que se les sometían de todas las regiones del mundo romano[172].

La afluencia de habitantes de todos los ámbitos del Imperio á Roma, y la invasión de las provincias por considerable número de ciudadanos romanos, ávidos de explotarlas, engendró una verdadera revolución en el orden jurídico, nacida de la necesidad de crear nuevas formas é instituciones acomodadas á las nuevas condiciones de vida. De aquí el origen progresivo y desarrollo del jus gentium, ó sea del derecho civil romano cosmopolita, que no hizo ya depender la participación en sus preceptos de[141] la cualidad de ciudadano de Roma, sino que los extendió á todos los hombres libres, sin acepción de nacionalidad, regulando, así las transacciones mercantiles como los delitos privados; creando una base jurídica para el matrimonio entre ciudadanos romanos y peregrinos; ofreciendo en el procedimiento formular un medio excelente para hacer valer todos esos derechos, y desarrollando además sus preceptos en armonía con los principios de la equidad, no sólo ajenos, sino contradictorios, de los que informaban el jus civile en sentido estricto, ó sea el antiguo derecho quiritario.[173]

La tendencia á nivelar en el orden jurídico elementos tan heterogéneos y tan desiguales en el político, como los que constituían el orbe romano en tiempo del Imperio, se manifiesta, ya en las medidas encaminadas á asimilar el suelo provincial con el italiano, y lo que fué más importante desde el punto de vista práctico, en la equiparación en el orden tributario del suelo italiano al provincial, llevada á cabo por Diocleciano; ya en el afán por generalizar el derecho de ciuadadanía, concediéndolo en gran escala á ciudades y á individuos, y luego que hubo progresado más la romanización del Occidente con la concesión del derecho de ciudadanía á todos los súbditos libres del Imperio que aun no lo poseían, debida al emperador Caracalla. Manifiéstase asimismo esta tendencia en el impulso hacia la unidad é igualdad jurídicas, favoreciado á su vez por el desarrollo y ampliación progresivos del jus gentium civile, el cual, acomodándose á las exigencias y formas de la vida social, y depurado é ilustrado por la influencia del derecho natural filosófico, acentuaba cada vez más su carácter cosmopolita, amoldándose y mostrando admirable flexibilidad para satisfacer las[142] necesidades de elementos tan heterogéneos en punto á origen, carácter y cultura como los que constituían el orbe romano[174].

La influencia que ejercieron en la legislación el equilibrio establecido entre las varias nacionalidades que constituían el orbe romano, la supresión de la posición privilegiada de Roma é Italia y la desaparición de las diferencias que separaban antes en el orden jurídico á los súbditos del Imperio, fué más bien negativa que positiva. Muchas de las disposiciones del antiguo derecho romano, incompatibles con la manera de ser de los habitantes de las provincias, cayeron en desuso; pero en vez de ser sustituídas por otras reglas de general observancia, lo fueron por de pronto en cada país por reglas especiales de carácter general, algunas de las cuales llegaron á ser elevadas más tarde por los Emperadores al rango de derecho común. No hay testimonio alguno que acredite la subsistencia del derecho indígena de España en los últimos tiempos del Imperio. La romanización, más rápida é intensa en nuestra patria que en ninguna otra de las regiones del orbe romano, y el carácter nivelador de la legislación bajo los Emperadores cristianos, dieron por resultado el triunfo de la cultura y del derecho del pueblo Rey en la Península, cantado por nuestro insigne lírico cristiano:

Deus undique gentes,

Inclinare caput docuit sub legibus iisdem

Romanosque omnes fieri, quos Rhenus et Ister

Quos Tagus aurifluus, quos magnus inundat Iberus,

Corniger Hesperidum, quos interlabitur et quos

Gangis alit, tepidique lavant septem ostia Nili,

Ius fecit commune pares[175].

[143]

§ 30.
Las leyes.[176]

Entre los Romanos la denominación de leyes se aplicaba así á los acuerdos de los comicios por centurias (leges en sentido estricto), como á los de los comicios por tribus, designados más bien con el nombre de plebiscita para indicar la Asamblea de donde emanaban.

El procedimiento seguido para la formación de las leyes era el siguiente: «Después de dado á conocer al pueblo el proyecto de ley que iba á someterse á su aprobación, celebrando á veces reuniones preparatorias con este objeto (legem ferre), eran convocados los comicios, y el Magistrado que los presidía, proponía la ley por medio de la fórmula solemne velitis jubeatis hoc, quirites, rogo. La rogación ó proyecto de ley sometido á la aprobación del pueblo había de versar sobre un solo punto, á contar desde la ley Cecilia Didia del año 656 de Roma, la cual estableció asimismo que las rogaciones se dieran á conocer al pueblo en un trinundinum antes de su presentación á los comicios, ó sea con 17 días de anticipación. Luego que se había discutido en los comicios el proyecto de ley, el Presidente invitaba al pueblo á reunirse por tribus con la palabra discedite, y hecho esto, se procedía á votar la rogación profiriendo las palabras uti rogas los que la aprobaban, y antiquo los que le negaban su voto. A esto seguía la promulgación (publicatio) de la ley por el Magistrado que presidía la Asamblea.

La ley sometida á la aprobación de los comicios era[144] redactada en su forma definitiva por el Magistrado que la proponía. Constaba de tres partes: 1.ª El preámbulo (præscriptio), en que figuraban los nombres gentilicios de los Cónsules ó el del Magistrado, cualquiera que fuese, que la sometía á la aprobación del pueblo, la indicación del lugar en que se reunían los comicios, y de la tribu que había inaugurado la votación; 2.ª La rogatio, ó sea el texto dispositivo de la ley en forma imperativa; 3.ª La sanctio, ó sea la pena en que habían de incurrir los infractores de la ley, ó la manera de hacer valer ante los tribunales el derecho consignado en la ley (actio legis).

Cuando se establecía en esta última parte que los actos contrarios á la ley se tuvieran por jurídicamente nulos, la ley se llamaba perfecta. Si no se consignaba esto expresamente, sino que se dejaba el decidir sobre ello al Magistrado encargado de aplicarla, se daba á ésta el nombre de imperfecta. Caso de no declararse la nulidad de los actos contrarios á la ley, sino únicamente la imposición de una pena á los que contraviniesen á ella, la ley se denominaba minus quam perfecta[177]

Los Emperadores, en virtud de su carácter de Magistrados cum imperio, podían dictar leyes, del mismo modo que lo habían hecho con autorización del pueblo los Magistrados del tiempo de la República, ya otorgando el derecho de ciudadanía, ya dictando estatutos para los municipios y provincias. A esta manera mediata de dictar leyes se la llamó legem dare ó legem constituere, para diferenciarla de la que consistía en darlas directamente el pueblo, cuyo acto se denominaba legem rogare. Después que cesó la legislación directa por el pueblo, continuó la indirecta por medio del Emperador en la otorgación de cartas de ciudadanía ó de estatutos municipales. Natural era que los Emperadores no menospreciaran una forma[145] que se consideraba tan correcta según el derecho de la república. Se duda de si, desde el punto de vista práctico, se diferenciaban las leyes propiamente tales (leges datae) del tiempo del Imperio, de las constituciones con fuerza de ley. Es muy probable que las primeras fuesen consideradas como normas permanentes, y las segundas, como edictos de funcionarios vitalicios, revocables al morir el que las había dictado[178].

§ 31.
Leyes relativas á la España romana.

Las leyes romanas relativas especialmente á España que han llegado hasta nosotros, pertenecientes todas ellas á la categoría de las leges datae, son, según el orden cronológico, las siguientes:

1. La Lex Coloniae Genetivae Juliae, dada, probablemente por Marco Antonio, en el año 710 de Roma, á la colonia de ciudadanos romanos establecida en la ciudad de Urso (Osuna), por orden de Julio César. Los fragmentos de ella descubiertos hasta ahora, contienen los capítulos 61 á 82, 91 á 106 y 123 á 124, del Estatuto colonial[179].

[146]

2. Las Leges Flaviae Salpensana et Malacitana, dadas por Domiciano hacia los años 82 á 84 después de Jesucristo. Versan, respectivamente, sobre la organización política, administrativa y judicial de las ciudades de Salpensa y Málaga. De la primera se conservan los capítulos 21 á 29, y de la segunda los capítulos 51 á 69[180].

[147]

Las leyes de Salpensa son anteriores á las de Málaga, en el cuadro general que sirvió de base, sin duda alguna, á los estatutos de todas las ciudades latinas.

En los fragmentos conservados de ambas leyes, hay un gran vacío en que debió tratarse la organización del pueblo en curias, entre otras cosas. El capítulo 62 de la de Málaga es una interpolación de época posterior, relativa á la restauración de los edificios destruídos: materia sin conexión con el resto de los fragmentos, y que no empezó á ser objeto de la legislación, sino desde el tiempo de Claudio. Por lo demás, estas leyes son en el fondo indudablemente muy antiguas, según resulta, así de ciertas particularidades ortográficas, como de la índole de sus disposiciones; «pues no puede ofrecer duda alguna que entre los funcionarios romanos por efecto de la costumbre de otorgar el derecho latino á las ciudades sometidas, así colonias como municipios, se formó poco á poco cierto cuadro permanente de estatuto municipal latino, que aun cuando, como es natural, estuviera sujeto á modificaciones locales, en lo esencial era, sin embargo, uniforme; del mismo modo que de los varios edictos provinciales divergentes entre sí, se formó, andando el tiempo, un edictum provinciale común. De aquí el gran valor de nuestros documentos, los cuales no sólo enseñan á conocer el derecho municipal de dos insignificantes[148] ciudades provinciales, sino el derecho de los Latini coloniarii en general, sobre el cual eran tan escasas las fuentes que poseíamos hasta el hallazgo de estas leyes, que apenas si habría otra materia del derecho romano en que estuviéramos hasta ahora tan á oscuras»[181].

3. Nueve capítulos de la Lex metalli Vipascensis[182],[149] concerniente á la administración del distrito minero del mismo nombre. A juzgar por los caracteres paleográficos y de estilo, es de fines del siglo I. Esta lex hubo de ser dictada por el Emperador á semejanza de las que fijaban la organización de las colonias y municipios. Observa á este propósito acertadamente Wilmans que, «así como los Estatutos municipales entre sí eran muy semejantes, y sólo se diferenciaban en algunas particularidades, á pesar de lo cual cada ciudad poseía su lex especial, debemos también admitir que todos los metalla imperiales estarían organizados de una manera análoga á la del distrito minero de Vipasca.»

§ 32.
Los Edictos de los Magistrados.[183]

El derecho de promulgar edictos, común á todos los magistrados romanos, nacía de la facultad que tenían de dictar normas obligatorias dentro del círculo de sus atribuciones respectivas. Hacíase la promulgación del Edicto, como la misma palabra lo indica, oralmente, en una reunión pública convocada al efecto por los magistrados. Consignábase luego por escrito y se fijaban ejemplares de él en sitios donde todo el mundo pudiera leerlos. El magistrado autor del Edicto enviaba asimismo copias de éste á los funcionarios dependientes de él, residentes en otros lugares donde habían de regir también sus disposiciones, para que lo promulgasen también allí en representación suya. Solía darse el nombre de[150] edicto, así á cada una de las cláusulas que éste comprendía, como al conjunto de todas ellas.

Los Gobernadores de provincia tenían que promulgar edictos, verosímilmente antes de entrar en el ejercicio de su cargo, á semejanza de los de los pretores, ediles, cónsules y censores en Roma, dando á conocer las reglas á que se proponían atemperar al administrar justicia á sus subordinados[184]. Cada provincia tenía su edicto especial; pero cada gobernador no acostumbraba á redactar de una sola pieza el suyo, estableciendo normas enteramente nuevas respecto á las dictadas por sus antecesores; antes bien, como sucedió en Roma con los Pretores urbano y peregrino, se formó muy luego un núcleo fundamental de disposiciones que solía tomar cada gobernador de los edictos de sus predecesores, limitándose por su parte á dictar algunas nuevas que modificaban ó completaban las ya existentes, en armonía con las nuevas necesidades. Ni vacilaba tampoco en incluir en su Edicto disposiciones vigentes en otras provincias[185].

Por lo que hace al contenido del Edicto provincial, Cicerón distingue en el que hubo de promulgar como gobernador de la provincia de Cilicia tres partes[186]; y aunque[151] parece dar á entender que era esta división peculiar ó característica de su Edicto, no pudo ser muy diferente de ella la adoptada en los demás Edictos provinciales. La primera parte se refería á los asuntos peculiares de las provincias, tales como los presupuestos de las ciudades, cuyos gastos tenía encargo de inspeccionar el Gobernador; á la tasa de los intereses usurarios acostumbrados en las provincias, y de los cuales abusaban también los Gobernadores romanos para explotar á sus administrados; finalmente, á las relaciones con los arrendadores de impuestos ó publicanos. La segunda parte del Edicto provincial de Cicerón se refería al ejercicio de las atribuciones derivadas del imperium, y que, por esta razón, estaban reservadas al Gobernador, tales como el otorgamiento de las bonorum possessiones, missiones in bona, bonorum venditiones, etc. Como las disposiciones de esta índole ex edicto et postulari et fieri solent, los Gobernadores de provincia promulgaban acerca de ellas un edicto especial. La tercera parte se refería á la esfera de la jurisdicción ordinaria privativa del referido funcionario; y en este punto no solían los Gobernadores dictar disposiciones especiales, sino que declaraban el propósito de acomodar sus prescripciones á las contenidas en el Edicto del Pretor urbano.

Es cosa averiguada, que las mismas fórmulas de acusación consignadas en los Edictos de la capital, se incluían también en los Edictos provinciales, aunque con[152] algunas modificaciones. No siendo susceptible de propiedad quiritaria ni de servidumbres, tales como las consagradas por el derecho romano, el suelo provincial, tenían que proponerse en el Edicto las fórmulas de las acciones destinadas á proteger la cuasipropiedad y las cuasiservidumbres. Se cree que debió figurar también en todos los Edictos provinciales, la cláusula de que cualquier asunto que ocurriese, no prescrito y resuelto en el Edicto sería decidido conforme al Edicto del Pretor urbano[187]. Las diferencias más importantes entre los varios Edictos provinciales, y respecto del Edicto del Pretor urbano, decían indudablemente relación á la primera de las tres partes de que constaba el Edicto, ó sea á las disposiciones concernientes á la organización peculiar de cada provincia; si bien, aun en este punto, había reglas comunes á todos los Edictos provinciales, como sucedía con las relativas á la hacienda de los Municipios[188]. Respecto á las otras dos partes del Edicto, era natural que los Edictos provinciales no se diferenciasen esencialmente entre sí, ni con respecto al Edicto de la capital; y ha de tenerse como muy probable que ya al final de la República buen número de las disposiciones de los Edictos provinciales concordaban entre sí y con el Edicto de la capital[189].

Se duda si, al dar forma definitiva en tiempo de Adriano el jurisconsulto Salvio Juliano á los Edictos de los Pretores urbanos y de los Ediles curules, con la redacción del Edicto perpetuo, incluyó en esta obra los Edic[153]tos provinciales. Hay quien cree que por este tiempo se refundieron todos ellos en uno solo y no falta tampoco quien combata esta opinión alegando el carácter precario del Edicto provincial, limitado así por razón del tiempo, como por razón del lugar, á la competencia del pretor ó procónsul de quien procedía. Es verosímil, sin embargo, la refundición en uno solo de los varios Edictos provinciales, respondiendo á la misma necesidad que venía á llenar, en otro orden, el Edicto perpetuo de los magistrados romanos; y que, redactado primero este Edicto provincial único para las provincias del Senado, fuese extendido luego á las imperiales. La cuestión de si formaba ó no un todo con el de la capital, es dudosa y de importancia secundaria. Induce á resolverla en sentido negativo, la existencia de dos diversos comentarios de Gayo, uno al Edicto urbano y otro al provincial.

Al refundir en uno solo los Edictos de los Pretores, Ediles y Gobernadores de las provincias, y elevar á ley con un senadoconsulto la obra de Juliano, estableció Adriano por medio del mismo senadoconsulto que los vacíos de esta legislación los llenaría en lo sucesivo el mismo Emperador[190].

[154]

§ 33.
Edictos de los gobernadores españoles.

Los Edictos sobre casos particulares ó decretos promulgados por los Gobernadores de las provincias españolas, que nos han conservado los monumentos epigráficos, son:

1. Decreto del Propretor de la Bética L. Emilio Paulo, dado en el año 564 de Roma (190 antes de J. C.), concediendo la libertad á los siervos de Hastas que habitaban en la torre Lascutana, y garantizándoles la posesión del territorio y de la población de que á la sazón (ea tempestate) eran dueños, mientras así lo quisieran el pueblo y Senado romanos[191].

2. Decreto en forma de Epístola á los Duumviros de Pamplona, promulgado por el Legado propretor de la Tarraconense Claudio Quartino el año 119 después de J. C., contestando, sin duda alguna, según se infiere del texto, á alguna consulta de aquellos magistrados municipales, declarando que éstos podían proceder en uso de las facultades propias de su cargo, contra los litigantes que intentaron sustraerse á los efectos del pleito; y sobre la responsabilidad en que solidariamente incurrían por no exigir fianzas cuando debían prestarse[192].

3. Sentencia dictada el año 193 después de J. C., por[155] el Legado propretor de la Tarraconense L. Novio Rufo, en el pleito seguido entre los habitantes del pago ó distrito rural del río Lavarense (cuya identificación se ignora), y una mujer llamada Valeria Faventina. Alúdese en este documento, desgraciadamente mutilado, á los argumentos alegados por las partes y á la consulta hecha por el Gobernador para mejor proveer á sus Consejeros ó Asesores[193].

§ 34.
Constituciones de los Príncipes.[194]

Las atribuciones de los Emperadores en el orden legislativo eran de la misma índole que las que poseían los magistrados de la república; pero su extensión era mucho mayor, á causa de haber asumido los Emperadores casi todas las atribuciones de aquellas magistraturas; y la esfera de su validez mucho mayor también, así por extenderse la autoridad imperial á todos los ámbitos del orbe romano, como porque las disposiciones de ella emanadas, tenían igual eficacia que las leyes.

Por razón de su forma, dividíanse las Constituciones imperiales en Edictos, Mandatos, Decretos y Rescriptos.

Pertenecían á la primera clase las disposiciones dictadas por el Emperador en virtud del jus edicendi, estableciendo nuevas normas jurídicas: lo cual no solían hacer con frecuencia, prefiriendo modificar la legislación por cualquier otro de los medios de que disponían.

[156]

Los mandata eran instrucciones del Emperador á los funcionarios delegados suyos, fijando los preceptos á que habían de atenerse en el ejercicio de los cargos que desempeñaban. Son realmente escasos los mandatos concernientes al Derecho civil, por lo cual no los menciona Gayo al tratar de las Constituciones imperiales.

Los decretos y los rescriptos traían su origen de las atribuciones de la potestad imperial, en orden á la administración de justicia. Con el nombre de Decretos se designaba á las decisiones del Emperador cuando fallaba un asunto litigioso, haciendo uso de la jurisdicción que le incumbía del mismo modo que los otros magistrados.

Cuando las Constituciones establecían reglas generales, se denominaban Edictos (edicta ó leges edictales). Al promulgarlas, el Emperador se dirigía al pueblo en general, al Senado ó á los prefectos del pretorio ó de la ciudad de Roma. A contar desde Constantino son menos frecuentes por haber sido facultados los funcionarios imperiales para decidir por sí en última instancia, considerable número de negocios. Los rescriptos no sufren otra modificación que la de ser indispensable, para que se consideraran válidos por los Tribunales, el que los rubricara el Emperador con tinta purpurina, cuyo uso estaba reservado únicamente al Jefe del Estado. En los rescriptos dados á instancia de las partes, á veces la resolución del Emperador no se consignaba en la misma súplica, sino en documento aparte, y esto es lo que se llamaba pragmática. Mas luego que se acostumbró á redactar así todos los rescriptos, el nombre de pragmática-sanción se aplicó sólo á los promulgados con formas más solemnes.

Antes de Constantino, el medio de que los Emperadores se sirvieron habitualmente para legislar, fué los rescriptos, pero después les sustituyeron los edictos como forma más acomodada para introducir reformas radicales en el Derecho. A fin de prevenir la mala aplicación de los[157] preceptos formulados por los Emperadores en sus rescriptos y decretos se prohibió aplicarlo á otros casos que aquel para el cual expresa y concretamente se habían dictado[195]. Respecto á las constituciones imperiales después de Constantino, subsiste la división en leyes generales y constituciones personales, perteneciendo á la primera los edictos, y aquellos rescriptos y decretos en que expresamente se establecía que la doctrina sentada en ellos había de aplicarse en los casos análogos[196]. Atribución exclusiva del Emperador era decidir á cuáles correspondía este carácter. Cuando los Emperadores decidían por rescriptos las consultas de los funcionarios, especialmente de los gobernadores de las provincias, sobre casos dudosos ó no previstos por la ley, si consignaban la respuesta en forma de carta dirigida al que los consultaba, los rescriptos se denominaban epistolae; cuando la ponían á continuación de la consulta, subscriptiones.

Las epistolae se contaban entre las fuentes del derecho que tenían carácter de ley (legis vicem obtinent), conforme al principio de que la voluntad del príncipe legis habet vigorem. Lo mismo puede decirse de los rescriptos.

«Debe considerarse como fuera de toda duda, que los decretos y los rescriptos tenían más fuerza que las decisiones de cualquiera de los demás Magistrados, según la constitución antigua, para el caso especial á que se referían en primer término; y que los dictámenes de cualquier otra persona, por ejemplo, de un jurisconsulto dotado del jus respondendi. Es asimismo cierto que se podían[158] invocar los preceptos jurídicos en ellos contenidos para resolver casos idénticos, y este es el único punto de vista desde el cual los consideramos ahora. Dispútase sobre la naturaleza de esta autoridad; pero pesando los argumentos que hemos aducido, no se podrá menos de convenir en que su autoridad era idéntica á la de las leyes; lo cual resulta evidente si agregamos á las razones expuestas esta otra. La decisión del Príncipe tenía autoridad para casos idénticos, cuando manifestaba su voluntad de que el principio jurídico que sentaba, fuese aplicado en lo sucesivo. Ahora bien: dadas las atribuciones que otorgaba al Príncipe la lex de imperio, no es posible imaginar que tal autoridad pudiese ser otra, sino que la voluntad del Príncipe tuviese fuerza de ley. Para que este principio no hubiese tenido aplicación á los decretos y rescriptos, habría sido necesario que estableciese una forma determinada y exclusiva para el ejercicio del poder legislativo conferido al Emperador, y que hubiera exceptuado la usada en los decretos y rescriptos, lo cual no sucedió ciertamente[197]

No obstante, cuando el Emperador expresaba, al dar un decreto ó un rescripto, su voluntad de que no se aplicara sino al caso concreto que le daba origen, ó se infería del contexto ser éste su carácter, semejantes constituciones se llamaban rescripta personalia, á diferencia de las que contenían normas aplicables á todos los casos idénticos, rescripta generalia.

De las constituciones imperiales dictadas singularmente desde el tiempo de Adriano, han llegado muchas á nuestra noticia, ya por medio de los escritores jurídicos, que si bien se limitan de ordinario á exponer el contenido de estos documentos, reproducen también en ocasiones su contexto, ya por las Compilaciones legislati[159]vas, ya también por los escritores no jurídicos, ó por los monumentos epigráficos[198].

§ 35.
Constituciones imperiales relativas á España.

Los documentos de este género concernientes de un modo especial á la España romana, de que ha llegado hasta nosotros el texto ó noticia de su contenido, son los siguientes:

1. Epístola dirigida por el emperador Vespasiano á los habitantes del Municipio de Sabora en la Bética el año 78, otorgándoles la autorización que habían solicitado para trasladar su población á otro lugar y que ésta llevase el apelativo de Flavia; confirmando los vectigalia que les había concedido Augusto, y remitiéndolos al Gobernador de la provincia, para que éste informase si se les debían ampliar[199].

2. Fragmento de otra epístola de Trajano ó Adriano á la ciudad de Itálica (Santiponce), haciendo extensivo á los asuntos en que estaba interesado el fisco, tales como los bona caduca, vacantia, etc., el juicio por recuperadores, usual en los negocios que se ventilaban entre particulares[200].

[160]

3. Rescripto de Antonino Pío á Aurelio Marciano, Procónsul de la Bética, sobre el procedimiento que debían seguir los Gobernadores de provincia con los dueños que maltrataran á sus esclavos ó los compelieran á acciones deshonestas[201].

4. Un rescripto de Adriano al Concilium ó Asamblea provincial de la Bética, acerca de las penas que se habían de imponer á los ladrones de reses y de caballos (abigei), muy numerosos á la sazón en aquella comarca[202].

5. Otro del emperador Antonino á Mecio Probo, gobernador de una de las provincias españolas, sobre las facultades de los Gobernadores de las provincias en materia de relegaciones[203].

Varias Constituciones de Constantino el Magno, á saber:

6. Constitución del año 316, dirigida á Julio Vero, gobernador de la Tarraconense, para que se entendiese que los negocios no fallados dentro del plazo legal, y para cuya resolución definitiva se diera nuevo plazo por beneficio del Príncipe, hubieran de decidirse dentro de los cuatro meses siguientes[204].

[161]

7. Otra del año 317 á Octaviano, conde de las Españas, estableciendo que quedaran sujetos al procedimiento ordinario ó común, y no pudieran acogerse al privilegio de su fuero, los individuos de la categoría de clarissimi que cometieran ciertos delitos[205].

8. Otra de 317, dirigida á los Racionales de las Españas, y encaminada á prevenir y castigar los fraudes que solían cometerse, instituyendo fideicomisos tácitos en favor de personas incapacitadas según las leyes[206].

9. Otra del año 322 á los Lusitanos, es decir, á la Asamblea provincial de la Lusitania, estableciendo que no tuvieran autoridad alguna, los edictos ni las constituciones imperiales que careciesen de la indicación del día y del consulado en que habían sido promulgados[207].

10. Otra del año 322 á Tiberiano, conde de las Españas, sobre el castigo que debía imponerse á los que ocultasen siervos fugitivos[208].

11. Otra constitución del año 333, dirigida á Severo, conde de las Españas, dictando disposiciones para evitar los fraudes que pudieran cometerse en materia de donaciones[209].

12. Otra al mismo funcionario, sobre la ineficacia de alegar en juicio, documentos que por su índole se excluyeran mutuamente[210].

13. Otra del 334, dirigida al mismo Severo, mandan[162]do que los padres casados en segundas nupcias, no pudieran disponer de los bienes de los hijos habidos en anteriores matrimonios, sino únicamente administrarlos á manera de tutores hasta que aquéllos llegasen á la mayor edad[211].

14. Otra del 336 á Tiberiano, conde de las Españas, sobre lo que debía hacerse de las donaciones esponsalicias, cuando uno de los contrayentes muriese después de celebrados los esponsales, interveniente y non interveniente osculo[212].

15. Otra del año 337 á Egnacio Faustino, gobernador de la Bética, sobre las formalidades que debían observarse en las ventas de tierras ó esclavos, hechas en pública subasta[213].

16. Otra de 341, dirigida á Albino, Vicario de las Españas, facultando á los litigantes para apelar de las sentencias dictadas en todo linaje de asuntos[214].

17. Otra de 357 á Celestino, Consular de la Bética, acerca de la incorporación al fisco de los bienes confiscados á los proscriptos[215].

18. Constitución de Valentiniano y Valente dirigida el año 365 á Valeriano, Vicario de las Españas, prohibiendo á los litigantes entregar documentos á los jueces fuera del tribunal[216], y á estos últimos el fallar las causas no siendo delante del público.

[163]

19. Otra al mismo, de igual fecha, previniendo que, antes de encarcelar á un reo, se cuidará de inscribir solemnemente su nombre y el delito de que se le acusaba, en los registros públicos[217].

20. Una dirigida á Artemio, Vicario de las Españas, en 369, por los emperadores Valentiniano, Valente y Graciano, sobre la sentencia que había de dictarse contra el litigante que no pudiera probar en el pleito la exactitud del hecho que alegase[218].

21. Otra del año 370 al citado Artemio, para que las curias no admitiesen en su seno á los tabularios, hasta tanto que éstos hubieran dado cuenta de su administración[219].

22. Constitución de 383, de Graciano, Valentiniano y Teodosio á Mariniano, Vicario de las Españas, sobre la pena que debía imponerse á los que acusaran á otro falsamente de homicidio[220].

23. Una del año 395, de Arcadio y Honorio, dirigida á Petronio, Vicario de las Españas, sobre el interdicto quorum bonorum[221].

24. Otra de los mismos á Petronio, de 396, sobre las personas que debían asistir á las gesta municipalia[222].

25. Otras dos de los citados Emperadores al indicado funcionario, del año 397, sobre los hijos naturales[223].

26. Otra sobre la transmisibilidad de los vicios de la posesión, y en especial sobre la posesión de los ausentes[224].

[164]

27. Una del año 399 á Macrobio, p(ro) p(raefecto) de las Españas, y á Procliano, Vicario de las Cinco Provincias[225], previniéndoles que la prohibición de los sacrificios paganos no autorizaba para destruir los monumentos de ornato público[226].

§ 36.
Los Códigos de los siglos III y IV y las Novelas post-teodosianas.

La fecundidad de los Emperadores cristianos en el orden legislativo, multiplicó en breve tiempo hasta tal punto el número de las constituciones imperiales, que vino á ser indispensable compilarlas para facilitar su uso.

Un jurisconsulto, llamado Gregorio, reunió en un cuerpo, al terminar el siglo III, las Constituciones de Diocleciano y sus antecesores desde Adriano. Designóse á esta compilación con el nombre de Corpus Gregoriani ó Codex Gregorianus[227]. Estaba dividida en libros y cada uno de éstos en títulos. La más antigua de las Constituciones[165] incluídas en ella, de que se tiene noticia, era del año 196; así como la más reciente es de Diocleciano, en cuyo tiempo debió formarse la colección. Esta obra no se conserva en su forma primitiva, y de las Constituciones que abarcaba, no conocemos más que 22 incluídas en la Lex romana Wisigothorum. Hállanse también algunos fragmentos en los escritos jurídicos de este período.

Otro jurisconsulto, llamado Hermógenes, compiló, probablemente en el siglo IV, las Constituciones dictadas entre los años 290 y 365 cuando menos, fecha de la última Constitución de este Código, de que tenemos noticia. La obra de Hermógenes, denominada Codex Hermogenianus y Corpus Hermogeniani, estaba dividida en títulos, y parece destinada á servir de continuación á la anterior. Aunque no se sabe con certeza su fecha, tiénese por indudable que se formó antes del año 429, fecha del Código Teodosiano, que hace mérito de ella en su preámbulo[228].

El emperador Teodosio se propuso compilar, siguiendo el orden sistemático ó de materias, las Constituciones dictadas desde Constantino hasta su propio reinado, no dando cabida en esta colección sino á las que tenían importancia práctica[229]. Nombró, al efecto, el año 429 una Comisión compuesta de ocho miembros, bajo la presi[166]dencia de Antioco, que desempeñó en tiempo de Teodosio los importantes cargos de Cuestor del Palacio imperial y Prefecto del Pretorio, autorizándola para consultar á otras personas competentes en Derecho, si lo estimaba conveniente. En el año 435 elevó el Emperador á diez y seis los miembros de la Comisión, excluyendo de ella á cinco de los que formaban la primera, y conservando la presidencia Antioco. Concluída la obra por esta segunda Comisión, el Emperador dictó el 15 de Febrero de 438, una Constitución dándole carácter legal y mandando que desde 1.º de Enero de 439 se rigieran los Jueces por este Código, del cual remitió copias á los Prefectos del Pretorio, á fin de que lo promulgasen en el territorio de su jurisdicción, y al Prefecto de Roma para que lo comunicase al Senado.

La compilación de Teodosio está dividida en libros y títulos. Las Constituciones se insertan dentro de cada título por orden cronológico. De los diez y seis libros de que consta, los cinco primeros trataban del Derecho civil, según el método seguido en el Edicto perpetuo; los libros VI-VIII, de la competencia de los funcionarios civiles y militares, desde los Prefectos del Pretorio á los empleados subalternos de la Administración pública; el IX, del Derecho y del Procedimiento penal; el X y parte del XI, de los impuestos y de los derechos del fisco; el resto del libro XI, de las apelaciones; los libros XII-XIV, de la organización municipal y corporativa; el XV, de las obras y diversiones públicas, y el XVI del Derecho canónico, y en especial de las relaciones entre la Iglesia y el Poder político.

Sólo los once últimos libros, algunos de ellos incompletos, son conocidos directamente. La Lex romana Visigothorum nos ha transmitido considerables fragmentos de los cinco primeros libros y dos títulos del sexto, y en el siglo actual se ha logrado descubrir algunas nuevas cons[167]tituciones de las pertenecientes á los cinco primeros libros del Código[230].

La denominación de Novelas (novellae leges) se aplicó[168] á las Constituciones de Teodosio II y sus sucesores[231], para diferenciarlas de las incluídas en los Códigos de que antes hemos hecho mérito. Al promulgar Teodosio II su Código, derogó todas las Constituciones dictadas anteriormente y no incluídas en él, y convino con su colega en el Imperio en que cada cual de los Emperadores enviaría al otro, que podría modificarlas, las Constituciones que promulgase, para que, teniendo eficacia legal en ambas partes, siguieran vigentes unas mismas leyes en todos los ámbitos del orbe romano[232]. Así Teodosio mandó el año 447 á Valentiniano III las Novelas, ó sea las Constituciones que había dictado con posterioridad al Código, y éste las promulgó el año 448 en el territorio del Imperio sujeto á su dominación. Tanto esta compilación, como las de índole análoga de Valentiniano, Marciano, Mayoriano, Severo y Antemio, han llegado hasta nosotros, aunque incompletas y refundidas en una sola, dividida en seis secciones, por conducto de la Lex romana Visigothorum[233]. Con el nombre de Constitutiones Sirmondianae, tomado del de Jacobo Sirmond[234], que fué el pri[169]mero en publicarlas, se designa una colección de diez y ocho Constituciones promulgadas por Constantino y sus sucesores entre los años 321 y 425 hasta Teodosio II, y relativas todas ellas, excepto una, á materias eclesiásticas.

§ 37.
La ciencia del derecho y los escritos jurídicos del período clásico.

La ciencia del derecho[235], que ya durante la República había llegado á tener carácter científico, alcanza su más alto grado de esplendor bajo el Imperio, merced á la admisión de los jurisconsultos en el Consilium principis y su consiguiente intervención en los actos legislativos de los Emperadores; á la institución del jus respondendi, que dió mayor autoridad, y aun en ciertos casos fuerza de ley á las opiniones de los jurisconsultos, y á la fundación de las escuelas jurídicas, que dedicándose con igual afán, aunque partiendo de diverso punto de vista, al cultivo científico del derecho, fueron fecundo plantel de jurisconsultos eminentes, cuya pasmosa actividad literaria[170] acreditan las noticias que tenemos de sus escritos. De su mérito dan idea las obras jurídicas de esta época que en todo ó en parte han llegado hasta nosotros.

La influencia de los jurisconsultos crece, pues, notablemente en tiempo de los Emperadores, en razón á que sus respuestas reciben en determinados casos fuerza de ley y vienen á crear nuevas reglas jurídicas. Esta transformación fué principalmente obra de Augusto[236], quien concedió á algunos jurisconsultos el jus publice respondendi, ó sea la facultad de que sus dictámenes sobre puntos de derecho gozasen en los Tribunales de una autoridad superior á las opiniones de los que no disfrutaban de este privilegio. Garantizóse la autenticidad de tales dictámenes, exigiendo que se consignasen por escrito y que estuvieran autorizados con el sello de sus autores. Ha sido materia de discusión el grado de autoridad de los pareceres de estos jurisconsultos que tenían el jus respondendi. Creen unos, y esta opinión es la más probable, que los jueces estaban obligados á dictar las sentencias de conformidad con ellos. Otros, sin embargo, afirman ser esa autoridad puramente moral, en términos que era potestativo en los jueces fallar, si lo tenían á bien, en sentido contrario.

Desde el tiempo de Adriano acostumbraron los Emperadores á honrar á los jurisconsultos eminentes y de gran autoridad, dando eficacia legal á las opiniones defendidas por éstos en algunos de sus escritos. Pero como á veces estas opiniones eran contradictorias entre sí, y los jueces vacilaban frecuentemente no sabiendo por cuál[171] decidirse, estableció Adriano[237] que si había unanimidad sobre un mismo asunto entre los jurisconsultos cuyos escritos gozaban del indicado privilegio, debía el juez acomodar á ellos su sentencia, y que si eran divergentes los pareceres, podía abrazar el que estimase más acertado.

A la influencia directa é inmediata que ejercieron en la legislación los jurisconsultos investidos del jus publice respondendi, vino á agregarse la no menos extensa y eficaz de la ciencia jurídica en general.

La enseñanza y la práctica del derecho, tan florecientes en Roma, se difundieron también en las provincias, donde se encuentran numerosos centros de enseñanza, ó como se los llamaba, stationes jus publice docentium, desde principios del siglo III. Muchos de los jurisconsultos del período clásico eran oriundos de las provincias, donde durante algún tiempo se dedicaron á la enseñanza del Derecho. Entre otros varios jurisconsultos de quienes se conjetura que enseñaron el Derecho en las provincias, se cuentan Gayo, Ulpiano, Papiniano y Modestino.

Escasísimas son las noticias acerca del cultivo de la ciencia del derecho en España, bajo la dominación romana. Redúcense á una inscripción de Cartagena, relativa á un cierto Marco Oppio, quien dice de sí propio enfáticamente en la lápida sepulcral que dejó redactada, que con él se enterró el arte forense[238].

No se sabe de ningún jurisconsulto español, que llegase á adquirir en Roma renombre especial por su competencia ó por sus escritos. A lo menos puede asegurarse, que ninguno de los jurisconsultos notables del período clásico que conocemos, era natural de España. Ni se halla tampoco en nuestra Península vestigio alguno de la existencia[172] de Academias ó Escuelas de derecho semejantes á las que había en otras provincias. No hemos logrado hallar otra referencia á jurisconsultos españoles de este período, fuera de la de Marcial acerca de un contemporáneo suyo llamado Materno[239]. Nuestro insigne Prudencio parece haber ejercido también la profesión de abogado, ó cuando menos cargos en la administración de justicia[240].

Los escritos de los jurisconsultos romanos que gozaron de más boga en las provincias, fueron los de Gayo, Papiniano, Ulpiano, Paulo y Modestino. Escasas son las noticias acerca de Gayo[241]. Sábese únicamente que floreció bajo los reinados de Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, y fué grande su reputación como jurisconsulto y su crédito como profesor.

Las Instituciones de Gayo son una de las fuentes más preciosas que poseemos para el conocimiento del Derecho Romano; por cuya razón habremos de exponer las noticias que sobre ellas y sobre los escritos de los prin[173]cipales jurisconsultos poseemos, cuidando de indicar el conducto por donde han llegado hasta nosotros: «punto de la mayor importancia, como que es el criterio para decidir sobre la autenticidad de los escritos considerados como fuente de conocimiento de la legislación en cada época»[242]. Esta obra se creía perdida para siempre cuando Niebuhr logró descubrirla en 1816 en un palimpsesto de la Biblioteca capitular de Verona. El manuscrito en cuestión es del siglo V ó VI, consta de 126 folios y contiene las cartas de San Jerónimo; pero sobre el mismo pergamino habían sido copiadas antes las Instituciones de Gayo. Como el copista de las cartas se empeñó en borrar enteramente las huellas de la antigua escritura lavando y raspando el pergamino, resulta que, aunque por medio de reactivos se ha conseguido hacer visible el texto de las Instituciones, su lectura es extraordinariamente difícil, é imposible en algunas hojas. El manuscrito contiene el texto completo de las Instituciones, á excepción de tres hojas que le faltan en el medio. Aunque en ninguna parte de él se halla citado el título de la obra, es indudable que se trata de las Instituciones de Gayo, pues lo evidencia la concordancia de su texto con algunos fragmentos que se conocían ya de esta obra[243].

[174]

De Emilio Papiniano sabemos que, después de desempeñar cargos de importancia en los reinados de Marco Aurelio y de Septimio Severo, como la prefectura del Pretorio en tiempo de este último, fué asesinado por orden de Caracalla el año 212, por negarse á justificar la muerte de Geta[244]. Es característica de los escritos de Papiniano la sencillez y elegancia del estilo, no menos que la profundidad y el rigor lógico de la argumentación.

Domicio Ulpiano[245] fué en cierto modo discípulo de Papiniano, á quien sirvió como asesor, y cuya amistad fué causa de que le desterrara Caracalla. Alejandro Severo le alzó el destierro y entonces volvió Ulpiano á Roma, donde desempeñó cargos tan importantes como los de Jefe de la Cancillería imperial y Prefecto del Pretorio. Ejercía este último cargo cuando le asesinaron los Pretorianos en el año 228 de nuestra Era. De las obras de Ulpiano, notables así por la erudición y agudeza como por la claridad del estilo, unas han llegado hasta nosotros fragmentariamente, ya de un modo directo ó textual, ya sólo en extractos, por medio de las Pandectas. Atribúyese por algunos á Ulpiano, el Fragmentum de jure[175] fisci: parte de una obra cuyo título exacto y cuyo autor nos son desconocidos, aunque se tiene por indudable que fué escrita en este período. Suele designársela con dicho título, por versar sobre los derechos del fisco. Creen algunos que su autor fué el célebre jurisconsulto Paulo, de quien se sabe que escribió dos libros de jure fisci, por ser casi idéntico uno de sus pasajes á uno de los fragmentos de Paulo incluídos en el Digesto. El mencionado fragmento fué descubierto por Niebuhr en dos hojas de pergamino, bastante deterioradas, en la Biblioteca de Verona[246].

Otro fragmentum Ulpiani fué descubierto por Endlicher en cinco trozos de un pergamino que debió contener las Instituciones de Ulpiano, empleados con otros varios para encuadernar un manuscrito de las obras de San Hilario, existente en la Biblioteca Imperial de Viena. Cuatro de dichos trozos están escritos por ambos lados, y el otro por uno solo. Los fragmentos que de esta suerte han llegado á nuestra noticia, tratan de los interdictos y de los contratos[247].

Julio Paulo, miembro del Consejo imperial bajo Septimio Severo, y Prefecto del Pretorio en tiempo de Alejandro, no cedió á Ulpiano en punto á fecundidad literaria, si bien su estilo no se recomienda por la elegancia peculiar de las obras de Gayo y Ulpiano.

[176]

De sus escritos tres han llegado hasta nosotros directamente, y los más no se conocen sino por fragmentos insertos en las Pandectas. Los tres primeros son: los Sententiarum libri V, los Regularum libri VII y los Institutionum libri II. Los extractados en las Pandectas, además de 59 Libri singulares, cuyos títulos sería prolijo enumerar, han sido clasificados por Rudorff en obras de Derecho civil, Comentarios sobre el Edicto, Comentarios, Extractos y Notas á los jurisconsultos antiguos, Comentarios á las leyes nuevas y explicaciones prácticas.

Herennio Modestino, discípulo de Ulpiano, cierra la serie de los jurisconsultos clásicos. Sábese de él que gozó del jus respondendi, y que después de haber sido preceptor de Máximo el menor, desempeñó en el año 244 el cargo de Praefectus Vigilum. Las obras que de él se mencionan son las siguientes: Differentiarum libri IX, Excusationum libri VI, en griego, Regularum libri X, Pandectarum libri XII, Responsorum libri XIX, Ad. Q. Mucium, De poenis libri VI, y nueve Libri singulares, todos ellos sobre puntos de derecho civil. De casi todas estas obras se conocen varios fragmentos que ascienden en junto á 246, conservados en las compilaciones de Justiniano, á excepción de dos: uno de los Libri Differentiarum, que nos ha conservado San Isidoro, y otro de los Libri Regularum, que ha llegado directamente hasta nosotros.

§ 38.
Escritos jurídicos de los tres últimos siglos del Imperio.

1. Fragmenta Vaticana.—Dáse este nombre, por ignorarse el que tuvo en su origen, á una colección de constituciones imperiales desde Septimio Severo hasta Valen[177]tiniano, y de fragmentos de escritos jurídicos, formada probablemente en Italia reinando Constantino, entre los años 324 y 337, con un fin esencialmente práctico, si bien contiene adiciones posteriores. Si esta compilación tuvo carácter oficial ó privado, es materia de controversia entre los eruditos[248].

2. La Notitia dignitatum utriusque imperii in partibus Orientis et Occidentis; cuadro extenso y detallado de la organización política y administrativa del imperio, redactado, según todas las probabilidades, por los años de 400 á 404. La Noticia expone con gran minuciosidad el estado de la organización política, financiera y militar del orbe romano á principios del siglo V, época de su redacción; la división en prefecturas, diócesis y provincias; el nombre, categoría, y á veces hasta las insignias de los funcionarios de los varios ramos de la administración, los agentes subalternos (officium) que tenían á sus órdenes, etc.

3. Collatio legum mosaicarum et romanarum, ó Lex Dei, como se la llama en los manuscritos; paralelo ó concordancia entre el derecho divino y humano, nombre con que respectivamente se designa á una antigua conversión latina del Pentateuco, y á varios fragmentos de Gayo, Papiniano, Ulpiano, Paulo y Modestino y algunas constituciones sacadas en su mayor parte de los códigos Gregoriano y Hermogeniano. Consta de 16 títulos, y aunque está incompleta puede asegurarse que ha llegado casi íntegra hasta nosotros. Versa especialmente sobre derecho penal. Su importancia estriba en que da á conocer algunas constituciones imperiales y otros textos jurídicos de que no se encuentra ninguna otra noticia. Re[178]fléjase en ella la influencia de las ideas cristianas en la época en que se formó. Ignórase su autor, así como la fecha exacta de su redacción. Debió formarse hacia mediados del siglo V, según se infiere de no haberse utilizado en ella el código Teodosiano.

4. De las instituciones de Gayo existe un Compendio hecho entre 384 y 438, en dos libros, el cual fué incluído más tarde en la Lex romana visigothorum.

5. Consultatio veteris jurisconsulti, dictamen dado por un jurisconsulto, cuyo nombre ignoramos, con ocasión de las consultas que se le habían hecho sobre varios puntos, en el cual se copian á la letra textos de las Sententiae receptae de Paulo y de los Códigos Gregoriano, Hermogeniano y Teodosiano.

6. Hygini Gromatici libellus Constitutionum, repertorio de constituciones imperiales acerca de las cuestiones de términos (de finibus) dictadas por Domiciano y sus sucesores, y que comenzada por Higinio fué luego continuada por otros. Hállanse en él la Lex Mamilia Roscia Peducea Alliena Fabia del tiempo de César, un pasaje de las Sentencias de Paulo, una Constitución apócrifa de Tiberio, el título de finium regundorum y extractos de las Novelas de Teodosio[249].

§ 39.
La ley de citas.[250]

Los escritos de los jurisconsultos habían venido á ser, así por su calidad como por su número, la más impor[179]tante entre todas las fuentes del derecho desde el siglo II. La jurisprudencia era, como se ha dicho con razón, el depósito inagotable de donde litigantes y jueces debían de tomar las normas del derecho aplicables á cada caso. La doctrina contenida en estos escritos, respecto de la cual había unanimidad entre los autores, tenía la fuerza y vigor de recepta opinio ó sententia, y el juez no podía menos de atenerse á ella en sus decisiones. Pero bastaba que un autor disintiese de los demás, para que la opinión pasase de la categoría de jus receptum á la de jus controversum, quedando, por consiguiente, aquél en libertad para adoptarla ó separarse de ella. De aquí que los jueces, á fin de no ver coartada esta libertad, cuando la opinión común de los autores contrariaba sus deseos, se esforzasen por hallar entre ellos alguno cuyo dictamen se apartase del de los demás, y que siendo difícil en muchos casos resolver si tal ó cual jurisconsulto había gozado del jus respondendi, tendieran á aumentar el número de los que habían tenido este privilegio, á fin de proceder con mayor latitud.

Multiplicadas así la anarquía y la confusión consiguientes á la multitud de los escritos jurídicos, vino á ser indispensable poner orden en este caos, y á esa necesidad quiso proveer Constantino, quitando fuerza de ley por una constitución dictada en 321 á los comentarios de Ulpiano y de Paulo sobre los escritos de Papiniano[251]. La razón de la gran autoridad reconocida á Papiniano[252] estribaba, más aún que en haber sido prefecto del pretorio, y en tal concepto «verdadero regente del Imperio», pues también habían desempeñado aquel cargo importante Ulpiano y Paulo, en haber sido Papiniano mártir[180] del derecho y en que convencionalmente había llegado á considerársele como fundamento del nuevo derecho práctico (jus extraordinarium), por ser quien más ampliamente lo había formulado.

La decisión de Constantino fué sólo un paliativo, no un remedio activo y eficaz como el que se necesitaba, y cual vino á serlo la ley de citas, nombre con que se designa á una importante constitución del emperador Valentiniano III, promulgada después por su colega Teodosio II, acerca del jus controversum[253]. Por esta constitución, dictada en el año 426, se estableció que las sentencias judiciales se atemperasen siempre en adelante á las opiniones de estos cinco jurisconsultos, á quienes únicamente se reconocía autoridad para el caso, á saber: Papiniano, Paulo, Gayo, Ulpiano y Modestino, todos los cuales, á excepción de Gayo, habían gozado en vida del jus respondendi. En cuanto á las opiniones de otros jurisconsultos, no se les reconocía valor legal sino cuando hubieran sido adoptadas en sus escritos por los citados anteriormente[254]; y se establecía asimismo que para tomar en consideración las opiniones de los jurisconsultos privilegiados, se cotejasen con gran escrupulosidad los códices que contenían sus escritos. Si eran contradictorias las opiniones sobre un mismo punto, había de atenerse el juez al dictamen de la mayoría, y si había em[181]pate aceptar la opinión que tenía en su abono la autoridad de Papiniano. Reproducía, además, la Constitución de que tratamos el precepto de Constantino sobre el ningún valor de los comentarios de Ulpiano y Paulo sobre las obras de Papiniano, y se confirmaba explícitamente la autoridad que tenían en el Foro y ante los Tribunales las Sentencias de Paulo.

§ 40.
Los Senadoconsultos.[255]

Los Senadoconsultos, interesantísimos como fuente del derecho romano en general, no igualan en importancia á las otras de que hemos venido tratando hasta aquí, como fuentes del derecho especial vigente entre los provinciales, sobre todo en orden al derecho privado.

Aunque durante la República el Senado no contó entre sus atribuciones la de legislar en estas materias, ejerció gran influencia en ese orden, ya por ser indispensable su previa autorización (patrum auctoritas) para someter los proyectos de ley á la aprobación de los Comicios; ya también porque sus decisiones en materias políticas y administrativas trascendían frecuentemente á la esfera del derecho privado; ya finalmente por la facultad de anular, por defectos de forma, las leyes votadas en la Asamblea popular[256]. Bajo el Imperio, y según la opinión más probable, desde el reinado de Tiberio comienza el Senado á legislar directamente sobre el derecho civil.

En el orden político y administrativo la importancia[182] de los Senadoconsultos fué muy considerable, á causa de la intervención del Senado en la organización de las provincias, en el nombramiento de los funcionarios encargados del Gobierno de éstas y en general en todo lo relativo al régimen provincial. No ha llegado hasta nosotros el texto original de ningún Senadoconsulto relativo especialmente á la España romana; pero se halla noticia de algunos de ellos en los escritores clásicos[257].

§ 41.
Documentos públicos relativos á la aplicación del Derecho.

Comprendemos principalmente bajo esta categoría los decretos, y, en general, todos los documentos emanados de los Municipios y Colegios lícitos, ó sea de las Corporaciones autorizadas por el Estado. Algunos documentos de este género pertenecientes á la España romana nos han sido conservados por los monumentos epigráficos[258].

La redacción de los decretos de las Asambleas municipales, según acreditan los monumentos de este género que han llegado hasta nosotros, se acomodaba de ordinario á la forma usada en los Senadoconsultos[259]. Entre los monumentos epigráficos de la España romana no[183] hay más que uno solo de estos documentos, perteneciente al año 147, y ese, desgraciadamente, con tantas lagunas y divergencias en las varias copias de él conservadas, que resulta casi ininteligible. Lo único que de su texto, tal como ha llegado hasta nosotros, puede inferirse, es que se trata de una exposición dirigida al emperador Antonino Pío el Filósofo por el Municipio de Salpensa, recomendándole á un ciudadano conspicuo y benemérito de dicha ciudad para que le otorgase nuevas mercedes[260].

Relativamente numerosos son los documentos referentes á contratos de hospitalidad y de patronato celebrados por Municipios y corporaciones de la España romana. Todos ellos pertenecen al tiempo del Imperio.

El primero, según el orden cronológico, es el contrato de hospitalidad celebrado el año 2 entre Acces Licirni, natural de Intercatia, con la ciudad de Palencia[261].

Del año 5 después de Jesucristo data el celebrado por Q. Mario Balbo con el Senado y pueblo de una ciudad, cuyo nombre falta en la inscripción, y que hubo de ser verosímilmente la de Lacilbula, en cuyas ruinas, cerca[184] de Grazalema, se encontró la lápida[262]. El tercero es el celebrado por la ciudad de Bocchoris, en las Baleares, en el año 6 con M. Atilio Verno[263]. El cuarto, entre las gentilitates de los Desoncos y Tridiavos, pertenecientes ambos á la gente de los Zoelas. Es del año 27 y fué confirmado y ampliado en el 152 con una cláusula adicional[264]. Aunque la fórmula de este documento es la usual y corriente entre los Romanos, sin duda por la semejanza de esta institución en ambos pueblos, y por haberse conformado al redactar el documento en cuestión á los formularios del pueblo dominador, ha de tenerse este contrato, y en este concepto lo hemos utilizado ya, más bien como fuente del Derecho ibérico que del Derecho romano. Sigue á éste el del año 57 concerniente á la renovación del contrato celebrado por la ciudad de Pamplona con L. Pompeyo Primiano[265]; y es anterior una inscripción inédita del año 40, que contiene el contrato de hospitalidad de los ciudadanos de Clunia (Clunienses ex Hispania Citeriore) con Cayo Terencio Basso Meffanates Etrusco[266].

Otra del año 185, recuerda el celebrado por la ciudad de Pamplona con P. Sempronio Taurino Damanitano, á quien la República Pompelonensis nombró ciudadano y patrono suyo (civem et patronum cooptavit)[267].

[185]

Un documento perteneciente al año 222 contiene el nombramiento ó cooptación de patrono hecha por el Concilium conventus Cluniensis (Asociación de ciudadanos romanos de este convento jurídico) con G. Mario Pudente Corneliano.[268] Hay otro documento de carácter votivo, de cierto colegio compuesto de hombres y mujeres siervos y libertinos del Municipio de Segisamo (Sasamón), y dedicado á los cinco patronos del referido colegio el año 261;[269] y finalmente, el conmemorativo del ofrecimiento de la tésera de patronato, hecho en el año 348 por el colegio de los fabri subidiani de Córdoba á Julio Caninio.[270]

También debemos hacer mérito en este lugar del juramento de fidelidad prestado á Germánico el año 37 de nuestra Era, por los habitantes de Aritium vetus (Alvéga, cerca de Abrantes, en Portugal), siendo legado Propretor de la Tarraconense C. Ummidio Durmio Quadrato[271].

[186]

Entra asimismo en la categoría de los documentos públicos relativos á la aplicación del derecho, la inscripción conmemorativa ó indicadora del amojonamiento ó división de los tres territorios Saciliense, Idiense y Soliense, llevada á cabo en virtud de sentencia de Julio Proculo, juez nombrado al efecto por el Emperador Domiciano[272].

§ 42.
Documentos privados relativos á la aplicación del Derecho.

La costumbre de consignar por escrito los contratos y demás actos jurídicos de carácter privado, databa, entre los Romanos del tiempo de la República; pero cuando más se generalizó, merced al incremento de las relaciones comerciales, fué bajo el Imperio[273].

[187]

El fin á que se dirigía esta redacción por escrito era á facilitar la prueba, ó sea á acreditar la existencia del acto jurídico.

Unas veces estos documentos eran otorgados por el adquirente ó destinatario, y esto es lo que se ha llamado por unos professio in scripturam collata, y por otros documento de testigos. Otras lo expedía la parte contraria y entonces se denominaba chirographum[274]. La primera de estas dos formas constituye el tipo primitivo del documento privado entre los Romanos. A contar desde el siglo III comienza á preponderar el uso del chirographum, de origen griego, y parece haber suplantado para ciertos negocios, como las cauciones y donaciones, á la otra clase de documentos. Los Romanos conocieron también los documentos dispositivos, y á esta clase pertenecen el mayor número de los que se nos han conservado, á contar desde el siglo V. Expedíalos el otorgante y su forma era semejante á la del chirographum.

Los documentos de esta índole concernientes á España son:

1. El formulario de la mancipatio fiduciae causa de una finca rústica y un esclavo, otorgada por el propietario á un esclavo del acreedor que interviene en el contrato en nombre y representación de este último[275].

[188]

2. Inscripción de Tarragona en que se hace mérito de cierta donación sub modo hecha por P. Rufio Flaus á cuatro libertos de su mujer difunta, de unas huertas contiguas á la sepultura de ésta última, bajo estas dos condiciones: 1.ª que dichos libertos no transmitieran la propiedad de tales predios, sino á sus descendientes por línea agnaticia ó á libertos suyos, y 2.ª que no les fuera lícito enajenarlos en ningún caso[276].

3. Debemos también mencionar aquí, por la relación que tiene con España, el testamento otorgado en el[189] año 109 de nuestra Era por el cordobés Dasumio[277], protegido del emperador Trajano y amigo de Plinio el Joven y de Tácito, á quienes deja ciertos legados. Es interesantísimo para conocer la forma de redacción de este género de documentos entre los romanos. En una de sus cláusulas se constituye un fideicomiso para dedicar cierta cantidad á obras de ornato público que habían de hacerse en su ciudad natal[278].

4. Varias cláusulas testamentarias copiadas ó reproducidas textualmente en las inscripciones ó monumentos epigráficos, y entre las cuales son dignas de especial mención dos relativas á legados hechos á la colonia Julia Augusta Barcino (Barcelona) por ciudadanos beneméritos en el siglo II de nuestra era[279].

5. Hay también dos curiosas inscripciones, una de Córdoba y otra de Chaves (Aquae Flaviae)[280], concernientes á la condición de los libertos[281].

6. Inscripción conmemorativa de un legado de 50.000 sextercios, hecho por Fabia Hadrianila, noble matrona sevillana, para que los réditos de dicha cantidad al 6 por 100 se distribuyeran anualmente, (según la restitución probable de la inscripción por Hübner y Mommsen) en los aniversarios del nacimiento de la fundadora y del de su marido, entre los niños y niñas ingenuos y juncinos (pueri[190] ingenui juncini item puellae) de suerte que tocasen á cada uno de los primeros treinta sextercios y cuarenta á cada cual de las segundas; debiendo repartirse sólo treinta á cada uno de los niños de uno y otro sexo, si los réditos no alcanzaban para cumplir el legado en su forma primitiva. Si, por el contrario, sobraba algo de dicha cantidad, debía distribuirse por igual entre todos los niños de la fundación[282].

7. Inscripción de Córdoba en que se consigna la ocupación de cierto terreno destinado á colmenar por L. Valerio Capitón. Este documento ofrece la particularidad de estar fechado con los nombres de los funcionarios que ejercían á la sazón en la colonia Patricia la suprema magistratura municipal[283].

8. Inscripción de Carcabuey en que se hace mérito de una sentencia arbitral. Refiérese en ella que Lucio Ju[191]nio..., curator operis, erigió una estatua á la Fortuna, por encargo de Cayo Messio Rufino y Cayo Ticio Floro, ambos cordobeses, quienes lo decretaron como árbitros, cumpliendo así una de las cláusulas del testamento de Lucio Flavio Próculo, que legó para este fin 6.000 sextercios[284].


[192]

CAPÍTULO III
FUENTES DEL DERECHO CANÓNICO.

§ 43.
La Escritura y la Tradición.

Entre las fuentes del Derecho canónico, ocupan el primer lugar la Sagrada Escritura y la Tradición. La influencia de las doctrinas é instituciones del Antiguo Testamento en el Derecho canónico es evidente en muchos puntos. De aquí que no pueda prescindirse de recurrir á él frecuentemente para estudiar los orígenes de muchas instituciones eclesiásticas[285]. Es de notar, sin embargo, que los preceptos legales del Antiguo Testamento no tienen eficacia ó validez para el Derecho canónico, si ésta no les ha sido reconocida expresamente por la Iglesia. En cuanto á los escritos del Nuevo Testamento, su autoridad, bajo el aspecto de que tratamos, es directa ó mediata y fundamental, como que contiene la enseñanza oral de Jesucristo consignada por sus discípulos; siendo atribu[193]ción de la Iglesia, por ordenación divina, el interpretarla y el conservar y dar á conocer á los fieles la tradición eclesiástica.

Otra fuente del Derecho canónico, son los escritos apostólicos incluídos en el Nuevo Testamento. En cuanto á las obras de los Santos Padres, si bien no son fuentes del derecho en sentido estricto, pero es extraordinaria su importancia, ya por la influencia que ejercieron en el desarrollo de la vida cristiana, ya también como fuentes de conocimiento del derecho de la Iglesia en los primeros siglos.

§ 44.
La doctrina de los doce Apóstoles y demás escritos apócrifos de los primeros siglos.

Las fuentes del derecho eclesiástico de los primeros siglos se han enriquecido recientemente con un documento de extraordinaria importancia. Nos referimos á la Διδαχὴ τῶν δώδεκα ἀποστόλων (Doctrina de los doce Apóstoles), colección de preceptos morales los unos, disciplinales los otros, dividida en diez y seis capítulos, y redactada, según la opinión más probable, á fines del siglo I de nuestra Era. Los capítulos 11 á 15, singularmente, son interesantísimos para conocer la organización jerárquica de la Iglesia cristiana en aquella época. Relaciónase el texto de esta obra con el libro VII de las Constituciones apostólicas, y con algunos otros escritos de la antigüedad cristiana[286].

[194]

Se designa con el nombre de Constituciones de los Apóstoles Διατάξεις ó διατάγαι τῶν ἀποστόλων, una compilación de obras de cuatro distintos autores, escritas en griego en los siglos III, IV y principios del VI respectivamente. Consta de ocho libros, de los cuales el segundo, tercero y octavo, son interesantes para el Derecho Canónico. Al último de estos libros, vinieron á incorporarse en el siglo VI los Cánones de los Apóstoles, de que hablaremos después. El nombre de la obra se deriva del hecho de suponerse dictados por los Apóstoles los preceptos que contiene. Créese que la patria de esta Compilación fué Siria, y es indudable que llegó á alcanzar gran autoridad en la Iglesia de Oriente[287].

Entre los documentos apócrifos de los primeros siglos, que por reflejar la disciplina vigente en la época de su redacción, y por el crédito é influencia que lograron, constituyen, como la Διδαχὴ y la Διατάξεις, fuentes de conocimiento, importantísimas para la historia de las[195] instituciones eclesiásticas, se cuentan los Κανόνες τῶν ἀποστόλων, Cánones de los Apóstoles, colección de ochenta y cinco preceptos en lengua griega, que se supone emanados de los discípulos de Jesucristo. Su núcleo primitivo, formado por los cincuenta primeros Cánones, se formó verosímilmente antes de la celebración del Concilio de Calcedonia (a. 451), mientras los otros treinta y cinco pertenecen á la primera mitad del siglo VI. Es cosa averiguada, por lo demás, que muchos de estos Cánones traen su origen de los tiempos apostólicos. Casi todos ellos (excepto nueve) versan sobre materias de disciplina. La colección se redactó en Oriente, donde llegó á arraigarse la creencia en su carácter apostólico, mientras que en Occidente se la tuvo por apócrifa hasta que vinieron á ser incluídos los Cánones más antiguos en las Falsas Decretales[288].

§ 45.
Las Epístolas pontificias.

«Además de las grandes cuestiones de fe, de comunión y de disciplina, que exigían la intervención de los Papas en los asuntos religiosos de todo el Imperio, así de Oriente como de Occidente, los Jefes de la Iglesia eran consultados incesantemente por los Obispos de los países latinos, acerca de las reglas que habían de seguir en la admisión al bautismo ó á las órdenes, y sobre la conducta que debían de observar respecto de los peniten[196]tes, de los herejes, de las jurisdicciones seculares, acerca de los usos litúrgicos, etc. Sucedía á veces, que los Papas contestaban al mismo tiempo á varias cuestiones; entonces dividían sus epístolas en capítulos, análogos en la forma y la extensión á los Cánones de los Concilios; y esto es lo que se llamaba una Epístola decretal. A las iglesias de los países distantes de Roma, como España, la Galia, África y la Italia del Norte, estas decretales eran enviadas las más veces á instancia de los Obispos. Encuéntranse en ellas, en primer término, reglas que los Papas presentan como absolutamente obligatorias y cuya negligencia es á sus ojos una falta más ó menos grave, relativas á cuestiones de disciplina general, como el celibato eclesiástico, los casos de indignidad para la admisión á las órdenes, etc. Otras veces se limitan á indicar el uso ó práctica que ellos mismos siguen, sin obligar á los Obispos á conformarse con él, pudiendo subsistir sin inconveniente la diversidad de un país á otro. Estas decretales eran acogidas de ordinario con el mayor respeto, no sólo por aquellos que las habían solicitado, sino en general por todos los Obispos cuidadosos de sus deberes á quienes eran comunicadas. Dióseles cabida bien pronto en los libri canonum, en los cuales gozaron de la misma autoridad que los Cánones de los Concilios. Eran, por lo demás, más apropiadas á las necesidades especiales de las Iglesias latinas, que los reglamentos de los Sínodos Orientales, particulares ó ecuménicos»[289].

[197]

Las Epístolas pontificias relativas á España, pertenecientes al período que nos ocupa, son, según el orden cronológico, las siguientes:

1. La dirigida por Siricio á Himerio, Obispo de Tarragona el año 385, y en la cual, contestando á una epístola que enviara dicho Prelado á San Dámaso, predecesor de Siricio, por conducto de cierto sacerdote llamado Basiano, le previene el Papa que no debía reiterarse el bautismo á los arrianos que abjurasen de sus errores, y dicta numerosas reglas en orden á la administración de sacramentos y á otros puntos interesantes de disciplina eclesiástica. Consta esta decretal de 15 capítulos, y es de notar la cláusula final en que el Pontífice, después de consignar la supremacía de la Iglesia Romana respecto á las iglesias nacionales, exhorta á Himerio á la observancia de los preceptos de los Cánones y de las Decretales, y le encomienda que comunique la Epístola así á todos los Obispos de su provincia, como á los de la Cartaginense, de la Bética, de la Lusitania y de la Galecia[290].

[198]

2. Epístola de Inocencio I, del año 404, á los Obispos reunidos en el Concilio de Toledo, comunicándoles las resoluciones adoptadas in consessu presbyterii respecto al cisma surgido en España, y de que le habían dado cuenta el Obispo Hilario y el presbítero Elpidio, y en especial respecto á la conducta que debían observar con Sinfosio y Dictinio, y sobre ciertas ordenaciones de Obispos hechas indebidamente[291].

Un extracto de ella es la Epístola del mismo Inocencio I que figura equivocadamente en algunos manuscritos como dirigida á los Obispos reunidos en Tolosa, acerca de los abusos que cometían algunos Prelados, especialmente en España, ordenando sacerdotes á personas indignas, contra lo prevenido en los Cánones, y estableciendo los requisitos para la ordenación[292].

3. Epístola de Zósimo, del año 417, á los Obispos de las Galias y de España, á fin de que no confiriesen el sacerdocio á los que antes no hubieran sido instruidos convenientemente en las cosas divinas y eclesiásticas[293].

4. Epístola de Zósimo del año 417, dirigida a pari á los Obispos de África, de las Galias, de las Siete Provincias y de España, á fin de que no recibieran en la comunión eclesiástica á dos Obispos priscilianistas consagrados contra lo prescrito en los Cánones[294].

[199]

5. Epístola de León I, del año 447, á Toribio, Obispo de Astorga, contestando á la que éste le había enviado por medio de uno de sus diáconos, denunciándole los vestigios de Priscilianismo que aun quedaban en España. Contiene en 16 capítulos, la condenación de los errores de Prisciliano, y manifiesta el Pontífice su deseo de que para examinar la fe de los Obispos, se celebre un Concilio de todos los Prelados de la Tarraconense, Cartaginense, Lusitania y Galecia, á quienes dice escribir también sobre el mismo asunto; y si esto no fuera posible, sólo de los de esta última provincia, en lo cual debían tomar la iniciativa Idacio, Ceponio y el mismo Toribio[295].

6. Epístola de Hilario á Ascanio, y demás Obispos de la Tarraconense, del año 465, en que, con ocasión de ciertos abusos que se cometían en la elección y traslación de Obispos, establece: 1.º, que ninguno de éstos fuese ordenado sin consentimiento del metropolitano; 2.º, que no pudieran trasladarse arbitrariamente de una Diócesis á otra; 3.º, que un Obispo llamado Ireneo, el cual había abandonado su Iglesia para pasar á la de Barcelona, volviera á su propia Diócesis; 4.º, que se tuvieran como nulas las ordenaciones de Obispos, hechas ilícitamente y que no hubiese más de un Obispo en cada Diócesis; y 5.º, finalmente, conminando con la deposición á Ireneo, si no defería á lo ordenado por el Papa[296].

7. Epístola del mismo Hilario al citado Obispo de Tarragona Ascanio, del año 465, insistiendo en que se considerase como depuesto á Ireneo, si no abandonaba la Sede de Barcelona para volver á su Iglesia, mandando[200] que los barceloneses procedieran desde luego á elegir otro Obispo de entre los individuos de su propio clero, y prohibiendo que, bajo ningún concepto, hubiere dos Prelados en una misma Iglesia[297].

8. Epístola de Simplicio (años 468-483) á Zenón, Obispo de Sevilla, confiándole el cargo de Vicario ó legado de la Sede pontificia en España[298].

9. Epístola de Félix II (año 483-492) al mismo Prelado, elogiándole por el celo que mostraba en el cumplimiento de sus deberes episcopales[299].

§ 46.
Los Cánones conciliares.

Otra fuente importantísima, y ciertamente la más copiosa de todas las del período de que tratamos, son las decisiones de los Concilios ecuménicos, por razón de su carácter obligatorio para la Iglesia universal, y las de los Concilios nacionales y provinciales celebrados en España, cuyos acuerdos ó Cánones nos dan á conocer la disciplina de la Iglesia española en los primeros siglos[300].

[201]

Cuatro son los Concilios ecuménicos celebrados durante este período:

1. El primero de Nicea, convocado por Constantino el Grande y celebrado en la ciudad de Nicea, en Bitinia, el año 325. En él se acordó el Símbolo de la fe, y fueron condenados los escritos del heresiarca Arrio y de sus parciales[301].

2. El primero de Constantinopla, reunido en esta ciudad el año 381 para condenar la herejía de los Macedonianos[302]. Este Concilio amplió el Símbolo de Nicea, en sentido más explícitamente contrario á la citada herejía.

3. Fué el tercero el congregado en Éfeso el año 431, y en el cual fueron anatematizados los errores dogmáticos del Obispo de Constantinopla Nestorio[303].

4. El cuarto y último fué el de Calcedonia, del año 451, dirigido contra los Nestorianos y Eutiquianos, notable por el número considerable de Prelados que á él asistió (630), y por lo copioso de sus Cánones, así como por el hecho de haber solicitado de la Santa Sede los Padres allí reunidos la aprobación de los Cánones, otorgada con excepción del canon 28[304].

La propagación del cristianismo en la Península dió ocasión, aquí como en otras regiones, á que los Prelados de los varios distritos ó circunscripciones eclesiásticas, ya de toda la nación, ya de una parte considerable de[202] ella, se congregasen para tratar y decidir en común los asuntos de interés general desde el punto de vista religioso. Estas Asambleas legislaron en materias eclesiásticas por cuenta propia, interviniendo como factor importantísimo y en cierta manera autónomo, en el desenvolvimiento del dogma y de la disciplina eclesiástica, en los primeros siglos. Sus disposiciones se extendían no sólo á asuntos dogmáticos, sino también á la administración y jurisdicción eclesiásticas. En estas Asambleas se reunían á veces Prelados de distintas provincias, á veces los de una sola.

Los Concilios celebrados en España durante el período que nos ocupa, son:

1. El primero en el orden cronológico, y el más importante de todos, es el de Ilíberis, celebrado, según la opinión más verosímil, en el mes de Mayo del año 506, y cuyos ochenta Cánones, que contienen un Código completo de disciplina eclesiástica, no sólo fué la base de la vigente en España, sino que ejerció extraordinaria influencia en la general de la Iglesia[305].

[203]

2. El Concilio de Zaragoza se celebró, según la opinión más probable, el año 380. Asistieron á él, además de los españoles, algunos Prelados de la Aquitania. Dictó ocho Cánones muy importantes, encaminados principalmente á conservar la pureza de la vida cristiana en el clero y en los monasterios[306].

El Concilio primero de Toledo se reunió en esta ciudad en el mes de Septiembre del año 400, con asistencia de Prelados de todas las provincias de España. Su objeto fué poner nuevo dique al desarrollo del Priscilianismo y procurar la unidad en la disciplina, pues que la falta de ella, decía el Obispo de Mérida, Patruino, Presidente del Concilio, había originado el cisma. A este fin se dirigen los veinte Cánones de que consta[307].


[204]

CAPÍTULO IV
EL GOBIERNO PROVINCIAL

§ 47.
La creación de las provincias.[308]

La palabra provincia, empleada primeramente en la terminología del Derecho público romano para designar la suma ó esfera de atribuciones generales ó especiales de los magistrados con imperium (Cónsules y Pretores), se aplicó después al gobierno de los territorios situados fuera de Italia, y en sentido traslaticio al territorio mismo.

Al organizar las provincias, se las dividía en circuns[205]cripciones administrativas, ya municipales, ya rurales (civitates), y judiciales (conventus), con sus capitales respectivas, conservando ó modificando las divisiones existentes, según convenía á la política de Roma, y ampliando las favorables al pueblo romano á costa de las que le eran contrarias. Todo esto solía hacerse bajo la República por el General que había conquistado el territorio, asistido de diez miembros del Senado, designados por éste conforme á ciertas normas fijadas por la misma Asamblea. El conjunto de estas disposiciones era la constitución política de la provincia (lex provinciae). De España consta que no fué organizada definitivamente en esta forma hasta después de la destrucción de Numancia[309].

La política constante de los romanos al constituir los territorios conquistados, reduciéndolos á la condición de provincias, fué conservar siempre, á menos que se opusieran á ello razones muy poderosas, los centros y divisiones políticas ya existentes. Para fijar la condición jurídica de los habitantes, servíales exclusivamente de norma la conducta observada por éstos respecto del pueblo romano en las guerras que dieron por consecuencia la conquista. Los pueblos que habían combatido contra los ejércitos de Roma sufrían en castigo la pérdida del todo ó parte de su territorio, y quedaban reducidos á una situación precaria y miserable en el orden político. Por el contrario, á los que se habían mostrado propicios á soportar el yugo romano, se les concedía como recompensa cierta autonomía en su gobierno interior, ó eran asimilados, en virtud de exenciones y privilegios especiales, á las ciudades romanas. De aquí las diferencias que en orden á su condición jurídica existieron durante[206] la República y en los primeros tiempos del Imperio entre las ciudades provinciales, indicadas en las denominaciones de estipendiarias, confederadas libres é inmunes. Había también ciudades organizadas á la romana, cuales eran las colonias de ciudadanos romanos, los municipios, las ciudades latinas y las itálicas.

España, después de la partida de Escipión en el año 206, continuó como territorio en estado de guerra hasta el año 197. Durante este tiempo, el gobierno del país sometido y la dirección de las operaciones militares estuvieron á cargo de dos generales, que desempeñaron este cargo con título de Procónsules. Al cabo se resolvieron los Romanos á organizar á España como provincia, dividiéndola al efecto, el año 197, en dos circunscripciones administrativas separadas por la sierra de Cazlona, á las cuales designaron respectivamente, según que se encontraban á uno ú otro lado de ella, con los nombres de España Citerior y Ulterior[310]. El mismo año fueron enviados á España por primera vez dos Pretores como magistrados ordinarios.

Durante la guerra de Macedonia, las dos provincias españolas se fundieron en una[311].

En el año 27 después de Jesucristo dividió Augusto[312] las provincias del Imperio entre el Senado y el Em[207]perador, de forma que diez de ellas, entre las cuales se contaba la Bética, correspondieron al Senado, y las doce restantes, de cuyo número eran la Tarraconense y la Lusitania, tocaron al Emperador[313].

Desde el tiempo de Trajano parecen haber formado Asturias y Galicia una circunscripción administrativa especial dentro de la Tarraconense[314]; pero la creación de las dos indicadas regiones como provincias aparte data sólo del tiempo de Caracalla, de quien tomó la nueva provincia el nombre de Hispania nova citerior Antoniniana[315].

Considerando Diocleciano que uno de los males que reclamaban más urgente y eficaz remedio era la imposibilidad en que se encontraba el Jefe del Estado de[208] atender constantemente por sí mismo al gobierno y administración de un imperio tan dilatado y compuesto de partes tan heterogéneas, al mismo tiempo que resolvió fraccionar el poder soberano introdujo una nueva división territorial en armonía con el cambio en la organización de los poderes públicos[316]. Dividió, pues, el territorio del Imperio en cuatro grandes prefecturas, cada prefectura en cierto número de diócesis, y cada diócesis en provincias. La prefectura de Oriente, que tuvo por capital á Nicomedia (capital verdadera también del imperio en tiempo de Diocleciano, que fijó allí su residencia), y después á Constantinopla, abarcaba cuatro diócesis. La de Iliria, que tuvo al principio por capital á Sirmium y luego á Tesalónica, no comprendía más que una sola; la de Italia, cuya capital fué Milán, constaba de tres; la de las Galias se dividía en cuatro, á saber: la Vienense, la de las Galias, la de Bretaña y la de España, y su capital, que estuvo primeramente en Tréveris, se trasladó posteriormente á Arlés[317].

[209]

Según la división de Diocleciano, constaba la dioecesis Hispaniarum de cinco provincias españolas y una africana, la Mauretania Tingitana, algunas de cuyas ciudades habían sido incorporadas á la Bética por Otón. A éstas se agregó entre 369 y 386 una séptima provincia, la de las islas Baleares; de suerte que en el siglo V eran siete las provincias españolas, á saber: Baetica, Lusitania, Carthaginiensis, Gallaecia, Tarraconensis, Tingitana, insulae Baleares[318]. Esta división perseveró hasta la invasión de los Bárbaros.

[210]

§ 48.
Las ciudades provinciales.[319]

Las ciudades estipendiarias (civitates stipendiariae), á cuya categoría pertenecía la mayor parte de las ciudades provinciales, estaban enteramente sometidas al imperium ó jurisdicción del gobernador, y obligadas al pago de los impuestos, así ordinarios como extraordinarios, que pesaban sobre las provincias. Eran los ordinarios, la capitación ó impuesto personal, y una contribución sobre la propiedad territorial que debía pagarse en metálico ó en especie. Entre los extraordinarios se contaban, además de las varias clases de impuestos indirectos, el destinado al sostenimiento del ejército provincial, las prestaciones ó regalos que forzosamente habían de hacerse al gobernador, y otros de este jaez.

Llamábanse ciudades libres (civitates liberae), las que por concesión especial del pueblo romano, cuya soberanía reconocían y acataban, disfrutaban una verdadera autonomía, así en orden al gobierno municipal, como en lo tocante á la administración de justicia, sin sujeción alguna al gobernador de la provincia. De ordinario estaban obligadas al pago de los impuestos provinciales; pero á veces se las eximía de ellos, y en este caso se denominaban immunes.

Recompensa ordinaria de servicios eminentes prestados á la causa de Roma, era la posición privilegiada de ciudades confederadas (civitates foederatae), especie de Estados dentro del Estado, que gozaban de absoluta[211] autonomía, manifestada así en el derecho á conservar su organización política y administrativa peculiar, con entera independencia y exención del gobernador de la provincia, como en el derecho de acuñar moneda y de estar exentos sus naturales de servir en las legiones; en cambio de lo cual debían auxiliar á Roma con tropas, barcos ó marineros[320].

La diferencia entre las ciudades estipendiarias y las libres, en orden al derecho que unas y otras tenían de gobernarse por sus propias leyes, consistía en que las primeras, si bien conservaban su derecho tradicional, tenían que tolerar la ingerencia de Roma cuando ésta quería introducir en él algunas modificaciones; mientras que las ciudades libres conservaban el derecho á legislar en todo lo concerniente á sus relaciones políticas y civiles y á modificar, cuando lo tenían á bien, sus leyes propias[321].

Las colonias, fundadas en los primeros tiempos para mantener en la obediencia del pueblo romano el territorio[212] en que se hallaban enclavadas, ó sea con un fin exclusivamente militar, sirvieron más tarde, sobre todo desde el tiempo de los Gracos, para librar á la capital y á Italia del proletariado que las abrumaba. Sila, César y Augusto dieron gran impulso á la fundación de colonias, el primero en Italia y los dos últimos en las provincias[322].

Desde Augusto hasta Constantino, en cuyo tiempo cesa la fundación de colonias, éste fué el medio ordinario que tuvieron los Emperadores de recompensar á los soldados, terminado el tiempo de su servicio.

En tiempo de la República la fundación de colonias se llevaba á cabo, después de acuerdo del Senado, por virtud de una ley y por una comisión nombrada al efecto, cuyos miembros, después de la fundación, eran los patronos de la colonia. Bajo el Imperio, la facultad de crear colonias viene á quedar concentrada en el Emperador, el cual la ejercía por medio de sus delegados.

Decretada por los comicios la distribución de tierras, ager publicus, entre los ciudadanos ó la fundación de una colonia[323], procedía la misma Asamblea á designar el magistrado ó magistrados que debían dirigir la ejecución del acuerdo. Nombraba una comisión de individuos, cuyo número, así como la duración del cargo, variaba según los casos, si bien para la fundación de colonias eran tres generalmente, á quien incumbía adjudicar (datio) y dar posesión (adsignatio) de los territorios[213] que se habían de distribuir, así como también, á contar desde el año 621 de Roma, resolver las cuestiones que se suscitaran sobre la propiedad del ager publicus entre particulares (judicatio), haciendo que se pusieran los mojones ó piedras terminales destinadas á indicar los límites de las propiedades. Los individuos de esta comisión ostentaban, según los casos, los nombres de agris dandis adsignandis ó coloniae deducendae. Cuando se trataba de fundar una nueva colonia, ó de crearla en algún lugar ya existente, debían constituir la colonia, dándole estatutos (leges dare), formando el primer censo y nombrando los primeros magistrados y el primer Consejo municipal.

Lo ordinario era distribuir entre los colonizadores una tercera parte de las tierras laborables, destinando otra á pastos (ager publicus), y reservando la última para la construcción de los edificios públicos y para atender á los gastos del culto. En cuanto á las tierras incultas, que se denominaban agri occupatorii, se arrendaban al diezmo de lo recolectado y al quinto de la cosecha de los árboles frutales, ingresando el importe de estas rentas en el Erario público.

La deducción de las colonias militares se verificaba en los primeros tiempos, ó sea bajo la República, dirigiéndose los soldados con sus banderas al sitio donde había de verificarse la fundación. Llegados á él, y después de consultados los auspicios, los funcionarios encargados de la fundación de la colonia fijaban los límites del territorio de ésta, señalándolos con un arado del cual debían tirar un toro y una vaca. El territorio comprendido dentro de estos límites era medido y dividido por los agrimensores en cuadrados, á que se daba el nombre de centuriae, y cuya extensión variaba según los casos. Esto por lo que toca á la tierra laborable. Los pedazos de tierra que no podían medirse en esta forma se llamaban[214] subcessiva. Sorteábanse luego los lotes, cuya magnitud variaba según la categoría militar de los que tenían derecho á la distribución, y la parte correspondiente á cada uno la adquiría éste en concepto de propiedad quiritaria y libre de impuestos, que es lo que se denominaba heredium.

No siempre, ni siquiera en la mayoría de los casos, se fundaba una nueva colonia para dar tierras á los veteranos; pues muchas veces se les establecía en una colonia ó municipio ya existente, sin introducir modificación alguna en la organización del pueblo respectivo. Al fundar una colonia en población ya existente, era imprescindible dictar una ley ó estatuto que fijase las relaciones entre los antiguos y los nuevos habitantes, ya fundiéndolos con igualdad de derechos de modo que formasen una sola comunidad municipal; ya dejando subsistente ó intacta la organización de la antigua y regulando la de la nueva, de suerte que coexistieran como corporaciones autónomas é independientes; ya dando normas sobre la participación que cada cual de ellas habría de tener en la administración común, ó, finalmente, incorporando á la nueva colonia la antigua y subordinándola á ella jurídicamente.

La idea de trasladar el derecho Latino[324] á las provincias no era enteramente ajena á la época de Escipión, el cual fundó en Itálica una colonia de veteranos. Respecto al derecho latino comprueba esta afirmación el ejemplo de Carteya, colonia latina de España fundada en el año 171[215] con los hijos nacidos de soldados romanos y mujeres españolas. No falta quien suponga que Carteya se denominó colonia de libertinos, porque sus habitantes, como los de esta clase en Italia, estaban obligados á servir en la armada.

Las ciudades provinciales conservaron generalmente bajo el Imperio las formas de su antigua organización, si bien perdieron en su mayor parte la autonomía de que antes gozaban en orden á su gobierno interior, dado que no había asunto de alguna importancia que no estuviese sujeto á la inspección de los gobernadores de las provincias. A contar desde Adriano, los Emperadores se esforzaron por uniformar la organización municipal en todo el Imperio. Esto no obstante, subsistieron bajo el régimen imperial muchas de las diferencias que existían en el período anterior entre las ciudades provinciales. Así vemos que la división en ciudades confederadas, libres é inmunes, es aplicable también al período que nos ocupa.

Las colonias se diferenciaban de estas varias clases de ciudades en que sus habitantes gozaban del derecho de ciudadanía. Su organización municipal era idéntica á la de las colonias itálicas. Por lo demás, debían pagar los mismos impuestos que las otras ciudades provinciales, y el territorio colonial no podía ser objeto del dominio quiritario.

Los habitantes de los municipios, que eran también bastante numerosos en nuestra España, gozaban de todos los derechos inherentes al de ciudadanía.

Había también muchas ciudades á quienes se había concedido como privilegio la asimilación en cuanto á su condición jurídica con las antiguas ciudades latinas (jus Latii). En virtud de ella, además de cierta independencia en el orden administrativo, gozaban del derecho de contratación, y podían sus habitantes alcanzar el derecho de ciudadanía mediante ciertas condiciones. La diversidad[216] de estas condiciones dió origen á que se distinguieran en este privilegio dos grados, designados respectivamente con los nombres de majus y minus Latium. Gozaban del majus Latium, las ciudades cuyos habitantes adquirían el derecho de ciudadanía por el solo hecho de pertenecer á la curia de su ciudad; mientras los habitantes de las que sólo poseían el minus Latium, no podían obtener aquel derecho si no desempeñaban en su ciudad natal alguna magistratura. El jus Latii no eximía del pago de los impuestos. A veces se concedía este privilegio á toda una provincia. Sirva de ejemplo España, que recibió esta merced del emperador Vespasiano.

La concesión del derecho Latino otorgada á España por Vespasiano fué de gran importancia para el porvenir de la Península[325]. En cuánta estima tuvieron los españoles esta merced lo demuestran las inscripciones que han llegado hasta nosotros dedicadas á conmemorarla[326].[217] Infiérese de ellas, que, cuando menos en España á fines del siglo primero, no era requisito legal para poder ser Duumviro el haber desempeñado cargos municipales inferiores; y así parece comprobarlo también la ley municipal de Málaga al mencionar dicho requisito en las disposiciones relativas á la elegibilidad, y al no exigir sino una misma edad, que era veinticinco años, para todos los cargos municipales. A esto se agrega que en los primeros años posteriores á la concesión del derecho Latino, habría sido imposible encontrar aspirantes al cargo de Duumviro, que hubieran ejercido anteriormente la edilidad ó la questura.

Aunque el texto relativo á la concesión de la latinidad á España no indica si se trataba del majus ó minus Latium, todas las probabilidades inducen á creer que el privilegio en cuestión se refería al segundo.

[218]

Del jus italicum[327] gozaban únicamente algunas colonias y municipios, á quienes se concedió en tiempo del Imperio. Las ciudades favorecidas con él, eran de la misma condición jurídica que las situadas en Italia. Estaban, por lo tanto, exentas del pago de los impuestos ordinarios; sus habitantes gozaban de todos los derechos y exenciones que los ciudadanos romanos tenían en Italia, y su territorio era susceptible del dominio quiritario. A veces las colonias adquirían también cierta independencia en la administración de los intereses municipales, emancipándose en este punto de la inspección del gobernador de la provincia, y entonces se denominaban coloniae liberae.

La condición jurídica del suelo colonial no debe fijarse tomando por norma la situación geográfica, sino derivándola del concepto mismo de la colonia. Es indudable que el territorio destinado á la fundación de una colonia romana, era hasta este acto propiedad del Estado, como parte del territorio sometido cuya propiedad se[219] había reservado de hecho el Estado romano. Es dudoso si, al asignar á cada uno de los habitantes de la colonia, parte del territorio, le transfería el Estado la propiedad quiritaria. Importa, por lo demás, no confundir la fundación de colonias de ciudadanos, originada por motivos políticos y militares, con las asignaciones individuales que eran un acto de liberalidad. No hay duda que el concepto de colonia de ciudadanos implicaba la propiedad quiritaria de la colonia en su propio territorio; como que al fundarla no se hacía sino localizar y concretar, con relación á la colonia, este carácter del suelo. El hecho de poseer ésta su territorio con plena propiedad quiritaria no hacía que cesase el Estado romano, de que era parte y órgano la colonia, de tener aquel mismo derecho. El suelo de la colonia no podía ser, pues, nunca suelo provincial, pues que éste en sentido jurídico era únicamente el que como propiedad del Estado, aunque poseído por los particulares, estaba sujeto al impuesto territorial.

La relación entre el derecho itálico y el colonial, consistía en ser regla ordinaria el que coincidieran y fuesen otorgados en un mismo acto por el Emperador, y muy raro y excepcional que se otorgaran separadamente. El derecho itálico era el de la colonia perfecta de ciudadanos romanos; de modo que el concederse á alguna de ellas, es indicio de que no poseía anteriormente la exención de impuesto territorial. Podía otorgarse no sólo á las colonias que no lo eran sino de nombre, sino á cualquiera otra comunidad capaz de alcanzar el pleno derecho de colonia romana; por tanto, aun á las ciudades peregrinas que no gozaban del derecho civil romano, y las cuales por el solo hecho de concedérselo, se convertían en colonias romanas[328].

[220]

Otra clase de ciudades provinciales eran las ciudades castrenses.

En el primer siglo de nuestra Era debe aceptarse como regla la incompatibilidad de los campamentos de las legiones romanas con las comunidades municipales organizadas á la romana, y se comprende fácilmente. «Así como lo esencial de la ciudad es la jurisdicción civil, así lo era del campamento la militar, y es natural que se procurase evitar su colisión teórica y prácticamente. Pero como las relaciones de hecho no se conforman incondicionalmente en las de derecho, resultó que los grandes campamentos se convirtieron necesariamente en centros de comercio mucho más importantes que muchas pequeñas ciudades rurales.» Recordando la incompatibilidad antes citada, hemos de creer que desde el principio se concedió á los centros ó agrupaciones formados de esta suerte derechos corporativos; pero de ningún modo el derecho municipal completo; siendo verosímil también que aunque hubiese semejanza entre estas concesiones, no pudo haber completa identidad. La diferencia esencial entre las ciudades castrenses y las que, en oposición á ellas, podemos designar con el nombre genérico de municipios, consistía en la diversa relación de sus habitantes para con sus ciudades respectivas; estos últimos eran ciudadanos; aquéllos, residentes tan sólo.

En la organización corporativa de estas ciudades castrenses, se distinguen dos formas: una antigua, de carácter más bien militar que civil, y otra moderna, de carácter más bien civil que militar, las cuales convienen en que se aproximan á la organización municipal sin confundirse con ella completamente. Comunes á todas son el ordo ó Consejo municipal y los Decuriones. En España[221] perteneció verosímilmente á este género de ciudades Asturica Augusta (Astorga)[329].

Los ciudadanos romanos diseminados por las varias provincias del Imperio, solían organizarse en corporaciones (conventus) dentro de cada ciudad ó provincia, para la defensa de sus intereses, como comerciantes, contratistas, traficantes ó usureros; que tales eran los oficios á que ordinariamente se dedicaban para explotar los territorios conquistados por Roma y á los desdichados provinciales. Estas corporaciones, que al par que servían de sociedades de socorros mutuos á los que á ellas pertenecían, tenían carácter ofensivo y defensivo respecto á los habitantes de las provincias, desempeñaban con frecuencia un papel importante en la Historia política del respectivo territorio. Así vemos que sucede en España, por ejemplo, durante las guerras entre César y los lugartenientes de Pompeyo; y además de este testimonio consta por otros, la existencia de tales corporaciones en la Península[330].

Aunque en las inscripciones no se hace mérito del carácter corporativo de estas agrupaciones, de los testimonios literarios se infiere con claridad que todos los ciudadanos romanos residentes en cada provincia, for[222]maban una asociación denominada conventus, la cual celebraba sesión en determinadas épocas, y entre cuyos individuos tenían que elegir los gobernadores de las provincias su consilium ó consejo, compuesto de 20 miembros, del cual se asesoraban para resolver todas las cuestiones relativas al estado de la personas y á los actos de jurisdicción voluntaria. Precisamente el significado de la palabra conventus, como conjunto de ciudades que constituían una demarcación judicial, nació de la costumbre de los gobernadores de girar visitas á las principales ciudades para administrar justicia, ya por sí, ya por medio de sus legados.

Bien que la concesión de la ciudadanía romana, ó mejor dicho su extensión en tiempo del Imperio, viniese á hacer innecesaria ó á atenuar, por lo menos, la importancia de los conventos, vemos que subsisten en algunas comarcas donde todavía era muy incompleta la romanización. Estas asociaciones tenían su culto especial, como las demás corporaciones romanas.

Otra forma incompleta de organización municipal, como las dos de que hemos tratado anteriormente, era la de los distritos mineros, como el Vipascense de la Lusitania; pues «aunque el territorio de las minas y su población no constituía una comunidad municipal propiamente tal en el sentido romano, su organización era muy análoga á la de los municipios como lo manifiesta especialmente la disposición de la Lex metalli Vipascensis, relativa á la inmunidad del maestro de escuela. El procurador imperial hacía aquí las veces de magistrado municipal[331]


Es un hecho innegable que, aun después de promul[223]gada la Constitución de Caracalla concediendo el derecho de ciudadanía á todos los súbditos del Imperio, subsistieron, durante mucho tiempo, las antiguas diferencias entre ciudadanos y no ciudadanos y entre latinos y peregrinos; como lo demuestran con evidencia las concesiones de la ciudadanía romana á veteranos, otorgadas en el siglo III. Aunque las modalidades de la constitución de que tratamos nos sean desconocidas, resulta claro que las categorías jurídicas antes existentes subsistieron después de ella, y que no hizo sino conceder personalmente en grande escala el derecho de ciudadanía romana; ya fuese, como es verosímil, que no comprendiera sino á las personas que formaban parte del municipio en el tiempo de su promulgación, y que excluyera, por tanto, á los que por modo extraordinario entrasen después á formar parte de él; ya que excluyera también á los libertinos, por virtud de lo cual muchos de los miembros libres del municipio siguieron viviendo según el derecho latino ó peregrino; ya se admita, lo cual sería más importante, que en los distritos incorporados no se extendió el privilegio á que nos referimos, sino á los habitantes de la capital y no á los de los vicos y circunscripciones rurales de la misma región; ya fuese, en fin, que los extranjeros trasladados voluntaria ó forzosamente al suelo romano como colonos y en cierta relación de dependencia respecto al municipio en que se establecían, no gozasen, como es difícil de admitir, de la ciudadanía romana[332].

[224]

La concesión del derecho de ciudadanía á las provincias no suprimió el privilegio peculiar de las colonias, pues que éstas se diferenciaban de los municipios romanos, y en general de las ciudades provinciales, por su cualidad de partes integrantes del Estado Romano, con las consecuencias indicadas en cuanto á la condición del suelo[333].

[225]

§ 49.
Los Gobernadores de provincia.[334]

La potestad que los Gobernadores ejercían en la provincia cuyo gobierno se les encomendaba, en los primeros tiempos, era la misma de que gozaba el Magistrado en tiempo de guerra. De aquí que tuviera las facultades más amplias en lo militar, y que las hicieran valer cuando lo exigía la conducta de los provinciales. Estaban sometidos á su imperio, tanto el ejército que llevaba consigo, y que en caso de necesidad podía reclutar en la misma provincia, como los ciudadanos romanos establecidos en ella ó que accidentalmente se dedicaban al comercio, y la gran masa de los peregrinos en los diversos grados de su posición jurídica. Tenía respecto á todos ellos poder de vida y muerte, el cual no podía ejercitar, sin embargo, arbitrariamente, sino sujetándose á las formas y procedimientos determinados por el derecho. En el orden civil eran las mismas sus atribuciones que las del Pretor peregrino, con la obligación de tener en cuenta, junto con los principios de la equidad, las legislaciones locales, y de basar por lo mismo sus edictos sobre el derecho de gentes, determinado por estas consideraciones[335].[226] En el orden administrativo, sus facultades, por lo demás discrecionales, estaban limitadas por los derechos que habían sido reconocidos ú otorgados en la ley fundamental de la provincia á las diversas partes de su circunscripción administrativa.

El ejercicio de la jurisdicción comenzaba en el momento mismo en que el Pretor penetraba en su provincia, y duraba hasta el sorteo del que había de sucederle; y el plazo para salir de la provincia, una vez terminado el cargo, lo fijó Sila en treinta días. Cuando, al distribuir nuevamente las provincias, no se designaba otro Pretor para alguna de ellas, se ampliaba el Imperio del existente por virtud de la prorrogación. El Pretor debía salir de Roma inmediatamente después del sorteo, y esto era lo ordinario; pero podía detenerse algún tiempo á causa de otras tareas oficiales. El imperio terminaba antes de Sila al abandonar el Pretor su provincia; pero, por una ley del célebre dictador, su duración se contaba hasta traspasar los límites ó muros de la ciudad de Roma.

Los gobernadores eran la sola autoridad competente para fallar los asuntos civiles, así de los habitantes de las provincias, como de los ciudadanos romanos establecidos en ellas. Para instruir y sentenciar las causas criminales, se asesoraba el Pretor de un cuerpo consultivo formado por los ciudadanos romanos más calificados establecidos en la provincia, el cual celebraba reuniones periódicas (conventus) en determinadas ciudades. Los asuntos civiles no los juzgaba habitualmente el Pretor,[227] sino jueces designados por él, los cuales, después de iniciar el proceso ante el gobernador, fallaban el asunto. El Pretor no solía reservarse sino los negocios de mayor importancia. Si la persona contra quien se intentaba la acción era ciudadano romano, los jueces nombrados por el gobernador para entender en el pleito habían de tener también aquella cualidad. Cuando se trataba de pleitos entre personas que no gozaban del derecho de ciudadanía, no se exigía generalmente este requisito á los jueces que habían de fallarlo por delegación del Pretor; bien que en este punto no había ninguna regla fija y absoluta, y todo dependía de la organización especial de cada provincia y de los edictos de los respectivos gobernadores.

Los gobernadores de provincia delegaban á veces en sus legados parte de las atribuciones propias de su cargo. Tenían además un séquito numeroso de oficiales subalternos y personas de su confianza, á que se daba el nombre de cohorte pretoria (cohors praetoria).

Cuando se asignaban á los cónsules provincias situadas fuera de Italia, ponían éstos al frente de cada una de ellas á un Pretor ó lugarteniente suyo; fuera de los casos en que una provincia se consideraba como teatro de guerra, y se encomendaba á los cónsules la tarea de dirigir en ella las operaciones militares. Esto se hacía, estableciendo que, en vez del Pretor, fueran uno ó los dos cónsules á gobernar la provincia en cuestión, ó encomendando al cónsul temporalmente el mando supremo, sin perjuicio de continuar el Pretor. Cuando sucedía lo primero, dirigía la administración provincial un funcionario que se agregaba al cónsul como auxiliar ó delegado[336]. Si[228] perseveraba el Pretor provincial la posición del cónsul con respecto á él, era como en Roma. Así, en las esferas de la administración peculiares del Pretor no podía intervenir el Cónsul, y allí donde concurrían las atribuciones de ambos se procedía según las reglas del mayor imperio. Para que pudieran los cónsules ir á las provincias, lo cual sólo sucedía en casos extraordinarios, se necesitaba al principio la aprobación del Senado.

Sila estableció que, á no ser por excepción, los Cónsules y Pretores desempeñasen su cargo en Roma el año completo, y sólo después de terminado fuesen á las provincias como procónsules y propretores; lo cual solo se hacía antes si era mayor el número de las provincias que el de los magistrados ordinarios disponibles. Pompeyo estableció en el año 52, que no pudieran ir los Cónsules y Pretores á las provincias sino después de cinco años de haber desempeñado su cargo en Roma. Hacia los últimos tiempos de la República, la legislación popular intervino en la provisión de los gobiernos provinciales. En el año 49 se restauró la facultad de los Cónsules de intervenir en todas las provincias cuando lo juzgasen necesario.

Las depredaciones y rapacidad insaciable de la mayoría de los gobernadores, atentos de ordinario únicamente á reparar sus quebrantadas fortunas, esquilmando y desangrando á los habitantes de las provincias, dió margen, en España como en otras partes, á quejas y reclamaciones ante el Senado, casi siempre estériles é infecundas. Así los Españoles de ambas provincias acudieron en el año 171 por medio de Legados al Senado romano, denunciando la codicia y la tiranía de los gobernadores, y[229] pidiendo que se les indemnizase de los perjuicios y exacciones sufridas, mas no pudieron conseguir la reparación que deseaban»[337].

Para el desempeño de determinados encargos ó funciones especiales, solía nombrarse ó designarse funcionarios especiales con nombre de Prefectos, cuya denominación tenía en el Derecho público romano el sentido ó significación técnica de representante, sin atribuciones propias, de otra autoridad que le delega alguna ó algunas de las suyas para que las ejerza en su nombre y representación[338]. En las provincias, y especialmente en algunas ciudades, se encuentran además otros funcionarios nombrados por los gobernadores para desempeñar diversas comisiones. En los últimos tiempos de la República los Legados que habían de auxiliar á los Gobernadores de las provincias en el desempeño de su cargo eran designados por estos últimos, y no nombrados por el Senado como en la época anterior.

Estrabón da á conocer en el siguiente interesantísimo pasaje[339] la organización de las provincias españolas, bajo el aspecto de que tratamos, en los primeros tiempos del Imperio:

[230]

«En virtud de la división de provincias hecha recientemente entre el pueblo y el Senado de una parte, y el Príncipe por otra, la Bética se halla atribuída al Pueblo, y se envía para administrar la nueva provincia, cuyo límite oriental pasa por las cercanías de Castulo, un Pretor, asistido de un Cuestor y un Legado. Pero el resto de la Iberia pertenece á César, que envía para que lo representen en ella dos Legados, uno pretorio y otro consular: el pretorio, asistido á su vez de otro Legado, administra justicia á los Lusitanos, es decir, á las poblaciones comprendidas entre la frontera de la Bética y el curso del Duero hasta su desembocadura; pues toda esta parte de la Iberia, inclusa Emerita Augusta, recibe el nombre especial de Lusitania. Todo lo que hay fuera de la Lusitania (ó sea la mayor parte de la Iberia), está bajo el mando del Legado consular, que dispone de fuerzas considerables, pues tiene bajo sus órdenes cerca de tres legiones y hasta tres Legados. Uno de estos últimos, á la cabeza de dos legiones, vigila toda la comarca situada más allá del Duero en la dirección del Norte, es decir, la Lusitania de los antiguos, llamada hoy la Galaica, con las montañas que habitan los Astures y los Cántabros. El territorio de los Astures es atravesado por el río Melsas; un poco más lejos está la ciudad de Noega; después, muy cerca de ella, se abre un estuario, formado por el Océano, que separa ambos pueblos. Toda la sucesión de la cadena hasta el monte Pirineo está bajo la custodia especial del segundo Legado y de la otra legión. En cuanto al tercer Legado vigila el interior del país, y contiene con su sola presencia á los togati, ó sea á las poblaciones pacificadas, las cuales parecen, en efecto, haber tomado, con la toga romana, la dulzura de costumbres, y aun el carácter y el genio de los Italianos. Me refiero á la Celtiberia y las dos orillas del Ebro hasta el litoral. Finalmente, el Legado consular reside durante el[231] invierno en la parte marítima de la Península, en Cartago sobre todo y en Tarragona, doble Sede de su Tribunal; luego, cuando llega el verano, parte para su viaje de inspección, durante el cual corrige á su paso, á medida que le son conocidos, todos los abusos que es urgente reformar. Hay además en la provincia Procuradores de César, elegidos siempre entre los caballeros, y encargados de distribuir á las tropas el dinero necesario para su mantenimiento»[340].

Los Gobernadores de las provincias senatoriales se denominaban Procónsules[341]; su elección se hacía, como en lo antiguo, por suerte, entre los miembros del Orden consular ó pretorio; su cargo siguió siendo anual, y tenían como auxiliares en el ejercicio de sus funciones á uno ó varios Legados, cuyo nombramiento era atribución del Senado. La administración financiera continuó á cargo de los Cuestores como en el período anterior, si bien en todas las provincias senatoriales había Procuratores, encargados de representar y administrar los intereses del Emperador. Las provincias imperiales estaban gobernadas por Legados del Emperador, legati Augusti, pertenecientes por lo general al Orden consular ó al pretorio. La duración de su cargo dependía exclusivamente de la voluntad del Emperador, por el cual eran elegidos.[232] Auxiliábanles á su vez en el desempeño del cargo uno ó varios Legados, nombrados también por el Emperador. La administración financiera de las provincias imperiales, estaba encomendada á un funcionario especial que llevaba el nombre de Procurator. El Gobierno de las provincias menos importantes era ejercido á veces por un Procurador, investido de las atribuciones necesarias. Había otras como el Egipto que tenían una organización especial, gobernado por un Prefecto perteneciente al orden ecuestre, y á veces liberto del Emperador, el cual tenía bajo sus órdenes un juridicus y un rationalis, encargados respectivamente de dirigir la administración de justicia y la administración financiera. Posteriormente se solía designar á todos los Gobernadores de las provincias, bien fuesen éstas imperiales ó senatoriales, con el nombre de praesides.

Las atribuciones de los Gobernadores de las provincias, ya fuesen éstas imperiales ó senatoriales, eran casi idénticas. Eran muy contados los asuntos que los Gobernadores podían resolver por sí solos, debiendo conformarse en todo á las instrucciones especiales que cada uno de ellos recibía del Emperador. Para el despacho de los asuntos de su competencia, solían asesorarse de funcionarios especiales llamados assessores. Estaba prohibido á los Gobernadores reclutar tropas, y gravar por su sola iniciativa con nuevos impuestos á las provincias que gobernaban. Podían ser acusados ante el Senado por los abusos cometidos en el desempeño de su cargo, y era lícito apelar de sus sentencias al Emperador. Los Legados augustales que, en nombre y por delegación del Emperador gobernaban las provincias imperiales, no tenían la consideración de verdaderos Magistrados, con jurisdicción ó autoridad propia, sino únicamente la de representantes ó delegados del Príncipe, á quien debían su nombramiento.

[233]

A contar desde Diocleciano, cada diócesis comprendía cierto número de provincias, gobernadas por un Magistrado, á quien se designaba genéricamente con el nombre de Rector ó Praeses; y el cual, no sólo era el Jefe de la administración civil, sino que, en el orden judicial, conocía de todos los negocios civiles y criminales de su territorio. Los nombres de Proconsules, Praesides, Consulares y Correctores, no indican diferencia de atribuciones, sino tan sólo el grado de cada uno de ellos en la jerarquía social[342].

§ 50.
Las Asambleas provinciales.[343]

Las Asambleas provinciales que hallamos organizadas en todas las provincias romanas bajo el Imperio, ofrecen gran interés, como primer ensayo de Asambleas representativas.

[234]

Tenían por objeto la celebración de fiestas comunes, á que sirvió de centro el culto del Emperador; «pues los déspotas romanos, á semejanza de los Tolomeos de Egipto, pretendieron dar por este medio una base legítima á la Monarquía, basada en la usurpación, contribuyendo también á hacer que se considerase al Monarca como autorizado para exigir de sus súbditos incondicional obediencia.»

En tiempo de Augusto se fundió este culto en el de Roma, y después de la muerte de aquél y de su apoteosis, se transformó en una especie de adoración de la casa imperial, y se construyeron templos de los Augustos en todas las ciudades importantes, castigándose con severas penas el abandono y la infracción de las ceremonias y prácticas establecidas.

Para celebrar las fiestas comunes de la provincia se reunía la Asamblea junto al santuario del Emperador, existente en la capital de la provincia, ó turnaba entre las varias ciudades donde había templos consagrados á aquél ó que contribuían al sostenimiento del culto y de las fiestas tomando parte en ellas y sufragando los gastos que ocasionaban. Este culto empezó en la España[235] Tarraconense en el siglo I, después de Jesucristo. La dirección de las fiestas provinciales correspondía al Sumo Sacerdote, Sacerdos provinciae, cuyo título variaba en algunas de ellas[344]. Elegíase de entre las personas de mayor viso y fortuna que habían desempeñado ya en su ciudad cargos municipales ó alcanzado el honor de caballeros romanos[345].

Las atribuciones de las Asambleas provinciales eran: custodiar y administrar las sumas recaudadas en la provincia para la conservación del templo y los gastos de culto, así como las procedentes de donativos y legados para las fiestas religiosas. Auxiliábanla en esta tarea varios empleados subalternos. Presidía las Asambleas provinciales y los juegos que debía dar á su costa, y ejerció, por lo menos en los últimos tiempos, especialmente en el siglo IV, una potestad disciplinaria sobre todos los sacerdotes de la provincia el Sumo Sacerdote. El cargo era anual y susceptible de reelección; y los que lo habían desempeñado constituían en cada provincia una especie de orden ó clase especial, cuyos miembros gozaban de inmunidad personal, y eran enviados frecuentemente con embajadas al Emperador. Las Asambleas se reunían todos los años, y formaban parte de ellas los diputados de todas las ciudades de la provincia, los cuales no sólo tomaban parte en las fiestas, ocupando en ellas sitio de[236] honor, sino que constituían, reuniéndose inmediatamente después de celebradas, el Concilium provinciae. Este procedía: á examinar las cuentas del año anterior, es decir, los ingresos y gastos del Erario ó Arca del culto provincial; formar el presupuesto necesario para la conservación del templo para el año siguiente; hacer el inventario de los esclavos y libertos del mismo; fijar las cantidades con que debía contribuir cada ciudad en el año próximo, y adoptar otras varias resoluciones, como la erección de estatuas y otros monumentos, y la elección del sacerdote provincial para el año próximo. Acostumbraba además á dar un voto de gracias ó promover una acusación contra el gobernador, que cesaba en el cargo, y á enviar legaciones al Senado ó al Emperador, sin necesidad del permiso del gobernador de la provincia, que era necesario para las de las ciudades y particulares. La respuesta del Emperador venía dirigida á la Asamblea.

Cuando la administración de las provincias, al principio del Imperio, se mejoró notablemente respecto del tiempo de la República, no sólo Augusto, sino también Tiberio, entre los medios que emplearon para aliviar la condición de los provinciales y poner coto á los abusos y exacciones de los gobernadores, fué uno de los más eficaces la facultad concedida á las Asambleas populares de incoar un procedimiento regular y rápida contra los gobernadores de provincia.

En el período posterior á Constantino, á las Asambleas de las provincias que se reunían anualmente para celebrar fiestas y tratar en común los asuntos de la provincia, se les reconoció repetidas veces el derecho de dirigirse al Emperador en asuntos relativos á los impuestos, y para toda clase de quejas, prohibiéndose á los gobernadores impedirles ó dificultarles de alguna manera este recurso. No es posible desconocer la gran importancia de las Asambleas provinciales como centros de ins[237]pección y fiscalización de los actos de los gobernadores.

Que aun antes de esta época dichas Asambleas desplegaron gran actividad, se infiere de las noticias que tenemos de distintas provincias, de las cuales sólo toca mencionar aquí las relativas á las provincias españolas. «La España Tarraconense tuvo su Concilium provinciae Hispaniae citerioris y su Sacerdocium provinciae, ó sea un Sacerdote ó Flamen para el culto del Emperador, cuya mujer, flamínica, funcionaba como sacerdotisa de las mujeres de la familia imperial. La Bética envió bajo el reinado de Tiberio una embajada al Senado romano, y acusó en tiempo de Trajano á su procónsul Cecilio Clásico. El Concilium provinciae de la Bética, que se reunía todos los años en Córdoba, y á quien Adriano dirigió un rescripto, elegía anualmente un Flamen Augustalis, el cual, terminado su cargo, se llamaba Flaminalis. Lusitania tenía al frente de este culto un Flamen del divino Augusto, cuya mujer se llamaba Flamínica, de la misma provincia»[346].


[238]

CAPÍTULO V
EL RÉGIMEN MUNICIPAL[347]

§ 51.
Las clases sociales.

En cada ciudad los habitantes estaban divididos en tres clases, ciudadanos (cives), íncolas ó domiciliados (incolae)[239] y transeuntes (hospites y adventores)[348]. Pertenecían á la primera, así los hijos naturales y adoptivos de los ciudadanos, como los que habían obtenido el derecho de ciudadanía por acuerdo del Consejo municipal, (cives adlecti) y los esclavos manumitidos por ciudadanos. Eran íncolas los que, sin ser naturales de una población, tenían en ella su domicilio habitual, conservando el derecho de[240] ciudadanía en su pueblo natal. Diferenciábanse de ellos los transeuntes en que la residencia de estos últimos no era habitual, sino accidental y transitoria.

Ciudadanos é íncolas estaban igualmente obligados á sufragar las cargas municipales (onera) durante la República; pero sólo los primeros podían ejercer las magistraturas (honores). Andando el tiempo, y singularmente desde la época en que estos cargos fueron ya más bien onerosos que honoríficos, los íncolas fueron admitidos también á su desempeño. Mas no por esto se desligaban del vínculo que los unía con su ciudad natal, antes bien se consideraban como miembros de ambas ciudades, estaban sujetos á la jurisdicción de las dos y obligados á soportar en ambas las cargas municipales. Cuando se incorporaban á una colonia ó municipio los habitantes de ciudades ó territorios no romanos, ingresaban en el nuevo distrito municipal con la categoría de íncolas.

Las cargas que pesaban sobre los habitantes de cada municipio se dividían, por razón de su naturaleza, en personales y patrimoniales, y variaban según los lugares, los tiempos y las circunstancias. Su repartición la hacía el Consejo municipal (curia) respectivo, y los que se creían perjudicados podían acudir en queja al gobernador de la provincia. Entre las cargas personales se contaban; la obligación de defender á la ciudad contra sus enemigos, y ciertas prestaciones ordinarias y extraordinarias, exigidas unas por el Estado, como la de proporcionar bagajes para el material de guerra y el contribuir á los gastos que ocasionaba el correo; y destinadas las otras á sufragar los gastos del municipio, como el envío de comisionados (legati) á Roma, los acopios de trigo, la conservación de los acueductos, baños y edificios públicos, la cobranza de los ingresos municipales y el sueldo de los jurados. Las principales cargas patrimoniales eran el alojamiento de los magistrados transeuntes y el de los[241] soldados, el proporcionar caballos para la posta, y, sobre todo, el pago de la contribución que el municipio debía ingresar en el Erario público, de cuyo importe respondían con su fortuna, no sólo los exactores ó recaudadores, sino también los propietarios más acaudalados.

El conjunto de los habitantes de cada ciudad, así ciudadanos como íncolas, constituía el populus; el cual para el ejercicio de los derechos políticos se dividía en tribus ó en curias. La primera de estas divisiones, que parece haber sido privativa de las colonias romanas hasta el tiempo de Augusto, se encuentra en la colonia Genetiva Julia (Osuna), fundada por César, y en alguna de las creadas por Augusto[349]. En las colonias latinas y en los municipios era general la división en curias todavía en el siglo primero de nuestra Era, y aun posteriormente[350]. La división en centurias del municipio Arvense de la Bética, más bien que como institución romana, ha de tenerse como resto de la organización indígena.

Las Asambleas populares existentes en todos los municipios romanos, se denominaban, según la división que les servía de base, comitia tributa, como en Osuna, ó comitia curiata, como en Málaga[351]. Durante la República es indudable que las Asambleas populares de los municipios se reunieron, así para la elección de Magistrados como para legislar y tomar todo linaje de acuerdos interesantes al común. Bajo el Imperio, especialmente en[242] tiempo de los jurisconsultos clásicos, la elección de los magistrados no se hacía por el pueblo, sino por la Curia ó Senado municipal, y no se elegían como antes de entre el pueblo, sino de entre los decuriones. Aunque se había creído hasta hace poco que esta transformación debió de coincidir con la reforma que Tácito atribuye á Tiberio, del cual afirma que confirió al Senado romano las facultades que antes competían á los comicios en materia de elecciones, es indudable que, hasta fines del siglo primero, la elección de los funcionarios municipales correspondió al pueblo sin ninguna limitación, y que, por tanto, la reforma de Tiberio no se extendió á los municipios.

La presidencia de los comicios electorales, ó sea de las reuniones del pueblo para la elección de los magistrados y sacerdotes municipales, correspondía al más antiguo de los magistrados municipales[352]. Los que aspiraban al ejercicio de los cargos vacantes, debían presentar su candidatura con cierta anticipación á la fecha de la celebración de los comicios. Si tenían las condiciones legales, el duumviro presidente de los comicios hacía anunciar los nombres, por medio de carteles, en los sitios públicos. Si no había tantos candidatos como cargos por proveer, el presidente designaba los que faltasen, quienes á su vez podían proponer otros que gozaban de esta misma facultad; pero los designados por éstos no podían excusarse de aceptar su candidatura. Anunciábanse al público los nombres de los candidatos, y no era lícito á los que obtenían los sufragios del pueblo para el ejercicio de algún cargo rehusarle en manera alguna[353].

Llegado el día de la elección, se procedía separada[243]mente á la votación de los diversos funcionarios municipales, ó sea á la de los duumviros, ediles y cuestores. Votábase por curias, y en ellas emitían su sufragio, no sólo los ciudadanos, sino también los íncolas, que antes de empezar la votación eran sorteados en una curia para emitir su voto. Después de esto el presidente invitaba á votar á todas las curias. Cada una de ellas tenía su lugar destinado al efecto, ó su colegio, como hoy diríamos. Los electores depositaban su papeleta ó tablilla, con el nombre del candidato que preferían, en la cista ó urna electoral, vigilada por tres ciudadanos pertenecientes á otra curia diferente de aquella en que se hacía la votación, y cuyo oficio era velar por la legalidad de la elección (quaestores). Había también recontadores de votos ó escrutadores (diribitores). Cada candidato podía además designar un individuo (quaestor) que vigilase en su nombre junto á la cista. Los cuestores, imposibilitados por razón de su oficio de votar en la curia á que estaban adscritos, emitían su sufragio en aquella en que accidentalmente ejercían el cargo. Terminada la votación, los diribitores ó escrutadores contaban los votos, consignaban en un acta el resultado del escrutinio y la entregaban al presidente de los comicios, el cual, sumando los escrutinios de las curias, proclamaba al candidato que había obtenido mayoría relativa de votos. En caso de empate, los padres con hijos y los casados eran preferidos respectivamente á los casados sin hijos y á los solteros; y cuando el empate era entre personas del mismo estado, decidía la suerte entre ellas[354].

La escasez de candidatos favoreció la transición gradual de este sistema de elección directa por el pueblo, al fijado legalmente á principio del siglo III, que consistía en nombrar los magistrados salientes, en unión de la[244] curia, á los que habían de sucederles en el cargo, á propuesta ó con intervención directa del gobernador de la provincia.

§ 52.
Las magistraturas municipales.

El gobierno municipal y la administración de los municipios estaban ordinariamente á cargo de dos magistrados llamados duumviros (Duumviri), á quienes auxiliaban en el desempeño de sus funciones otros dos funcionarios denominados Ediles (Aediles). En las colonias, Duumviros y Ediles constituían dos colegios distintos; en los municipios uno solo. De aquí que en estos últimos se designara al conjunto de los funcionarios municipales con el nombre de Quatuorviri; bien que, para diferenciar á los Duumviros de los Ediles, se diese á los primeros el nombre de Quatuorviri jure dicundo y á los segundos el de Quatuorviri aediles. Esta regla no era, sin embargo, inflexible; pues, ya por haberse convertido en colonia una ciudad que antes había sido municipio, ya sin causa que lo explique suficientemente, ello es que se hallan Quatuorviros en algunas colonias y Duumviros en ciertos municipios[355].

Cuando Vespasiano concedió el derecho latino á todas las ciudades de España, los magistrados de los municipios, que hasta entonces se habían llamado Quatuorviros, se llamaron de allí en adelante Duumviros. Así, en la epístola de Vespasiano á los habitantes de Sabora, facultándoles para trasladar su población á lugar distinto del que entonces ocupaba, se observa que, si bien está dirigida[245] á los Quatuorviros que habían solicitado dicho permiso, figuran al final de ella los nuevos magistrados con el nombre de Duumviros[356]. Por la misma razón sin duda se hallan en Asso, Asido y Gades primero Quatuorviros y después Duumviros[357]. Los Quatuorviros son relativamente raros en las inscripciones españolas.

Los Duumviros eran los supremos magistrados municipales; de aquí que ellos exclusivamente llevaran el nombre de magistrados, y que, como los cónsules en Roma, fueran epónimos para el año de su cargo; es decir, que sus nombres sirvieran para fechar los documentos públicos del municipio[358]. En las monedas coloniales y municipales, figuran también á veces con este carácter los Duumviros quinquenales, los Quatuorviros, los prefectos lugartenientes de los Duumviros, y los Ediles.

Las atribuciones de los Duumviros, además de la presidencia de las Asambleas populares y de la Curia ó Senado municipal, consistían en el ejercicio de la jurisdicción civil y criminal, si bien esta última pasó á fines del siglo primero á los funcionarios imperiales. Correspondíales además ciertas atribuciones en el orden militar, como la de levantar tropas en el territorio municipal y mandarlas en persona ó designar persona que las mandase, cuando lo exigía la seguridad de la colonia. Era[246] además atribución de los Duumviros, entender en las acusaciones de indignidad contra los Decuriones y en las causas para el cobro de multas. En materia civil no sólo eran de su competencia los litigios en que se ventilaban cantidades inferiores á 15.000 sextercios, y el nombrar jurados para la resolución de los que importaban mayor suma, sino instruir las diligencias preliminares en los asuntos cuyo conocimiento pertenecía al gobernador de la provincia. Era asimismo incumbencia suya entender en los asuntos de jurisdicción voluntaria, tales como manumisiones, emancipaciones y adopciones; y á esto se agregaba en los municipios latinos el nombramiento de tutores[359].

Cuando los Duumviros se ausentaban por más de un día de la ciudad en que ejercían su cargo y no quedaba en ella su colega, nombraban un Prefecto que los sustituyese.

Los Ediles tenían á su cargo la policía de los caminos, de los baños y del mercado, la inspección de los pesos y medidas, el aprovisionamiento de trigo y la conservación del orden en los espectáculos públicos. Podían imponer penas corporales y pecuniarias á los transgre[247]sores de los Estatutos y Ordenanzas municipales, en las materias propias de su competencia[360].

Los Cuestores, cuyo carácter variaba según las ciudades, pues mientras en unas se consideraba este puesto como un honor, en otras era tenido como una carga, tenían á su cuidado la custodia y administración del Tesoro municipal. Su cargo era anual, como el de los supremos Magistrados municipales[361].

Además de estos cargos civiles ordinarios, había otros extraordinarios, á saber: los Prefectos y el Interrex. Los primeros[362], cuya misión era sustituir temporalmente á los supremos Magistrados municipales, eran nombrados como hemos dicho por los Duumviros en caso de ausencia, ó por el Emperador ó los miembros de la familia imperial, cuando uno de ellos era nombrado Duumviro de cualquier Municipio; cargo que, como es natural, no podían ejercer por sí mismos. Si se trataba del Emperador, el Prefecto que lo sustituía ejercía el cargo sin colega. En otro caso el Prefecto funcionaba juntamente con el Duumviro. Cuando vacaba la suprema Magistra[248]tura municipal se nombraba para que la desempeñase durante la República á un Interrex[363]. A fines de la República, y en virtud de la ley Petronia, se facultó al Senado municipal para nombrar en este caso un Prefecto[364].

Había también en las colonias, colegios sacerdotales de Pontífices y Augures, organizados del mismo modo que los de Roma. En la colonia Julia Genetiva, Pontífices y Augures formaban dos colegios distintos, compuesto cada uno de tres miembros, los cuales ejercían su cargo de por vida. Unos y otros eran elegidos en los comicios como los Magistrados, y gozaban de privilegios idénticos á los de los miembros de los mismos colegios sacerdotales en Roma. Los Duumviros podían deponerlos por indignos de su cargo. La dirección del culto municipal estaba á cargo de los Pontífices, á quienes auxiliaban en sus funciones cierto número de auxiliares denominados magistri, uno por cada templo ó capilla, nombrados por los Duumviros, y á quienes correspondía hacer los sacrificios y preparar los juegos circenses, decretados por la Curia. Al lado de los sacerdotes del culto oficial, solía haber también en los Municipios otros sacerdotes, dedicados al culto de las deidades romanas. Tales eran los flámines, sacerdotes del culto de Roma y Augusto, así en las provincias como en los Municipios[365].

Insignia común á todos los Magistrados y sacerdotes municipales era el uso de la toga pretexta. Los Duum[249]viros tenían además la facultad de hacerse acompañar siempre de dos lictores con fasces, privilegio de que gozaron también en los últimos tiempos los Ediles. Los Duumviros y Ediles, en la colonia Genetiva Julia, podían también hacerse preceder de antorchas cuando durante la noche recorrían la ciudad[366].

Los Magistrados municipales tenían á su disposición un numeroso personal subalterno. Según los datos que proporciona la Ley colonial de Osuna, los Oficiales subalternos de los Duumviros eran dos lictores, un accenso, dos escribas, dos viatores, un librero, un pregonero, un harúspice y un flautista. Los Ediles tenían á su servicio cuatro siervos públicos, un pregonero, un harúspice y un flautista[367].

Las leyes vigentes en Roma, en orden á la inmoralidad electoral, regían también en los Municipios. Además existían en algunas ciudades disposiciones peculiares sobre esta materia, tales como la de la Ley colonial de Osuna, que prohibía, entre otras cosas, á los candidatos, hacer donativos y distribuir víveres al pueblo, y dar convites en que pasara de nueve el número de los convidados. Estas prohibiciones, y las grandes penas con que se conminaba á los infractores, muestran bien á las claras que en la época en que se dictaron, todavía eran muy codiciados los cargos municipales. Esto mismo se infiere de las condiciones exigidas para optar á dichos cargos, que consistían: en ser de condición ingenua (requisito de que se hallan, sin embargo, algunas excepciones); no haber sufrido ninguna condena, ni ejercido oficio tenido por innoble; haber cumplido los treinta años[250] ó servido cierto número de ellos en el ejército, hasta el tiempo de Augusto, el cual estableció que pudieran desempeñarse á los veinticinco años los cargos municipales. En general no se podía ejercer el Duumvirato sin pasar por la Edilidad, ni ésta última sin haber ocupado antes la Cuestura; ni era lícito desempeñar el Duumvirato dos veces, sin que mediase entre ellas un intervalo de cinco años[368].

Estando obligados los Magistrados municipales á responder civilmente de los perjuicios causados, así á la ciudad como á los particulares, durante el desempeño de sus cargos, se les exigía cierta fianza con que pudiera hacerse efectiva aquella responsabilidad. La forma de prestación de esta fianza variaba en cada Municipio. Del de Málaga sabemos que consistía en una hipoteca de bienes inmuebles[369]. Era además obligatorio, entregar cierta cantidad para espectáculos y construcciones públicas, al tomar posesión de cualquier magistratura ó sacerdocio, en el Erario municipal. Que esta costumbre fué muy general durante el Imperio, lo acreditan numerosos testimonios, algunos relativos á España, que muestran vigente dicha práctica, por ejemplo en los municipios de Ossigi, en la Bética y en de Collippo, en la Lusitania[370].

[251]

§ 53.
La Curia.

El Consejo municipal designado indistintamente con los nombres de Senatus, Ordo y Curia, y cuya organización estaba calcada sobre la del Senado romano, constaba de un número considerable de miembros, diverso según las ciudades y fijado terminantemente en los respectivos estatutos municipales. Ordinariamente, sin embargo, los Decuriones, nombre que se daba á los miembros de este Consejo hasta los últimos tiempos del Imperio en que fué sustituído por el de Curiales, eran ciento. Ignórase si la elección de los primeros Decuriones en cada colonia ó municipio se hacía directamente por el pueblo, ó acaso por el magistrado que deducía la colonia ó creaba el municipio.

De ordinario, la renovación de la Curia se hacía cada cinco años por los Magistrados supremos de la ciudad, y su resultado se consignaba por escrito en la lista ó Album decurionum[371]. Tenían opción á figurar en él los Decuriones[252] inscritos en el último censo, siempre que no se hubiesen hecho indignos de este honor por haber sido sentenciados criminalmente, ó por otro motivo análogo; los que, con posterioridad á la redacción del Album anterior hubiesen ejercido las magistraturas municipales; y finalmente, cuando el número de estas personas no bastaba á llenar el número legal de los miembros de la Curia, se completaba éste con ciudadanos que reuniesen las condiciones de aptitud legal exigidas para el desempeño de las Magistraturas. El lugar que ocupaban en la Curia, y el orden con que debían tomar parte en las discusiones, estaba determinado por la gradación de sus nombres en el Album. Figuraban en primer término los patronos del municipio[372], ó sea los defensores de los intereses municipales cerca del Gobierno central, oficio de elección popular que solía recaer en personas que habían ejercido algún cargo público en Roma y eran senadores ó caballeros.

Así las provincias como las ciudades provinciales, cualquiera que fuese su condición, solían elegir, de entre los ciudadanos romanos más influyentes, un patrono, quien por sí y por sus descendientes se obligaba á negociar el pronto y favorable despacho de los asuntos que tuviesen pendientes en la metrópoli, así la provincia ó ciudad que se había colocado bajo su protección, como cada uno de sus habitantes. Respecto de las colonias, hacían el oficio de patronos, sin necesidad de previa elección, los funcionarios que las habían deducido y sus descendientes. Mas esto no era obstáculo para que las colonias nombrasen además otro patrono entre los senadores y caballeros habitantes en Italia, con tal de que no ejerciesen ningún cargo público; regla esta última de que se hallan no obstante algunas excepciones. Acordado por la[253] Curia que se procediera á la elección de patrono, el pueblo reunido en los comicios designaba la persona que había de desempeñar este cargo[373]. El decreto del pueblo se consignaba en un documento público, del cual se hacían dos ejemplares, uno para el patrono y otro para la ciudad[374].

Los patronos ocupaban, como hemos dicho, el primer lugar en el registro de la Curia, á la cual pertenecían en calidad de miembros honorarios y extraordinarios. Seguíanles en el orden los Quinquenales, los Duumvirales, los Edilicios y los Questorios, es decir, los ciudadanos que por haber desempeñado estos cargos tenían derecho á formar parte de la Curia, en el orden indicado. Venían luego los Allecti, ó sean aquellos á quienes por méritos especiales y en virtud de decreto de la misma Curia, se les concedía el honor del Decurionado, y los pedanei, nombre con que se designaba á los ciudadanos que sin más que reunir las condiciones exigidas para el desempeño de la Magistratura, eran elegidos para completar el número de los Decuriones. Ocupaban el último lugar los praetextati, á cuya categoría pertenecían los hijos de los Decuriones, incluídos también en el Album, y los cuales, aunque disfrutaban del uso de las insignias y demás privilegios de los miembros de la Curia, no podían tomar parte en las deliberaciones, hasta llegar á la edad legal, cumplida la cual dejaban de ser praetextati para ingresar en alguna de las otras categorías.

[254]

A veces la Curia concedía á determinadas personas, en recompensa de servicios especiales, ya el uso de las insignias propias de los Decuriones, ya el de las Duumvirales, al cual iba unido el goce de todos los privilegios de dichos cargos, á excepción del ejercicio de las atribuciones propias de su desempeño[375].

Era la Curia una Asamblea consultiva deliberante y legislativa, cuyas decisiones hasta tal punto obligaban á los magistrados, órganos del poder ejecutivo en los municipios, que su inobservancia hacía incurrir á éstos en graves penas pecuniarias. El número de miembros cuya presencia se necesitaba para que fuesen válidos los acuerdos de la Curia era, según los casos, las dos terceras partes, la mayor parte, ó la mitad[376]. El derecho de convocar y presidir el Consejo municipal correspondía á los Duumviros, quienes proponían además á la Curia los asuntos que había de tratar. La votación era generalmente nominal. Al dar su voto debían manifestar los Decuriones los fundamentos de su parecer, ó adherirse á los ya expuestos por otros de sus colegas. Había algunos casos en que la votación era secreta (per tabellam)[377].

La esfera de la competencia de la Curia era extensísima, según se infiere de los Estatutos municipales, y en general de los monumentos epigráficos. Entre los muchos asuntos que había de decidir, y cuya enumeración detallada ocuparía mucho espacio, se contaban:

1. En el orden religioso, el nombramiento de los custodios de los templos y capillas, la designación de los[255] días festivos y la formación del presupuesto del culto público.

2. En el político, el nombramiento de los patronos y Legados de la ciudad.

3. En el económico, el cobro de las cantidades que por algún concepto debían ingresar en el Erario municipal y la formación del presupuesto del Municipio.

4. En el civil, la manumisión de los esclavos por ciudadanos menores de veinte años y la aprobación del nombramiento de tutor hecho por los Magistrados.

5. En el judicial, decidir sobre las apelaciones contra las multas impuestas por los Duumviros y Ediles.

6. En el de la policía, autorizar la demolición de edificios en la ciudad, decidir cómo habían de utilizarse los acueductos y fijar las obras con que debía contribuir cada ciudadano para la reparación y construcción de los edificios públicos.

7. Finalmente, en el militar, armar y equipar á los ciudadanos para la defensa del territorio municipal[378]. Hasta qué punto se extendieron las atribuciones de la Curia en este punto, lo demuestra el hecho de autorizarse á los Decuriones en la colonia Genetiva Julia, así para fortificar á la ciudad, empleando en este servicio á todos los habitantes, como para armarlos, á fin de rechazar los ataques enemigos. En este caso el Duumviro ú otra persona en quien él delegara sus facultades, ejercía el mando con las atribuciones de tribuno militar; institución que no ha de considerarse como privativa de aquella colonia, sino de carácter general[379].

[256]

§ 54.
Los Seviros Augustales.[380]

Los Seviros Augustales fueron en su origen ministros del culto de los Emperadores deificados, en las provincias del Imperio, y formaban en las ciudades donde existía este culto una corporación de seis individuos. El cargo era anual y bastante gravoso, pues tenían que costear los gastos de los sacrificios y espectáculos, relacionados con el culto imperial. Terminado el año, volvían á la vida privada si bien podían ser reelegidos. Acostumbrábase á recompensar la generosidad y desinterés de los Seviros Augustales, concediéndoles los privilegios y honores anejos á él durante su vida, de donde surgió la corporación conocida con el nombre de Ordo seviralium. El nombre de los individuos que la constituían variaba según las provincias. En España se les llamaba generalmente Seviros Augustales Perpetuos[381].

[257]

La propagación y desarrollo del instituto de los Augustales se debió al Gobierno imperial, interesado en acrecentar el prestigio del Jefe del Estado y deseoso de procurar posición ventajosa y acomodada en los Municipios á la clase de los libertinos ó esclavos emancipados, que desde el punto de vista político había decrecido en Roma. Reconocido y protegido por el Estado, que se complacía en autorizar á las ciudades para que establecieran en su recinto el culto imperial, el orden de los Augustales vió reguladas por la ley las condiciones de su existencia.

La elección de los Seviros, así como la concesión de los honores de tales á quienes habían ejercido el cargo durante un año, era atribución de los Decuriones[382]. Podían optar al Sevirado los íncolas y los libertinos, sin otras limitaciones que las de poseer cierta fortuna y no haber incurrido en la nota de infamia. Al tomar posesión del cargo, debían depositar en la Curia una cantidad (summa honoraria), que era potestativo en los Decuriones destinar al objeto que creyesen oportuno[383].

Las obligaciones de los Seviros Augustales consistían en celebrar periódicamente ciertos sacrificios, y en dar espectáculos y hacer distribuciones de víveres al pueblo. Estos gastos eran sufragados con la cantidad depositada por los Seviros al entrar en su cargo, si antes no habían dispuesto de ella los Decuriones, aplicándola á los gastos del Municipio. Gozaban en cambio del uso de la toga praetexta, podían hacerse acompañar de dos lictores con fasces, tenían lugar de preferencia en los espectáculos[258] públicos, y frecuentemente se les concedía el uso de las insignias decurionales, edilicias ó duumvirales[384].

Desde el siglo II, los Seviros tienen su caja ó tesoro especial, aceptan donativos, poseen inmuebles, nombran ciertos funcionarios denominados Cuestores, Quinquenales y Curatores, eligen patronos y decretan la erección de estatuas, imponiendo una contribución á los ciudadanos para costearlas.

§ 55.
La Hacienda municipal.

Los bienes del municipio consistían principalmente en inmuebles, como tierras de labor, dehesas y bosques, y á veces poseían también lagos y minas, cuyos rendimientos en dinero ó en especie ingresaban en la caja municipal, y sobre cuyo arrendamiento temporal ó perpetuo decidía á su arbitrio la Curia. En la epístola de Vespasiano á los Saborenses se mencionan las propiedades de dicho municipio, y se le faculta para acudir al gobernador de la provincia á fin de que las acrecentase[385]. Estas propiedades no habían de radicar necesariamente en el territorio de la ciudad, sino que podían estar en la jurisdicción de otros municipios. Agregábanse á estos bienes el capital en metálico procedente de fundaciones particulares y aplicable al objeto á que primitivamente se le había destinado, los impuestos con que la curia gravaba en caso de necesidad[259] á los ciudadanos é íncolas, y el importe de las multas en que incurrían los funcionarios y los particulares[386].

Los gastos ordinarios consistían en la construcción y reparación de los edificios y caminos públicos, en el pago de los impuestos con que el municipio debía contribuir al Estado, en la dotación de los maestros de escuela y de los médicos del municipio y otros de este jaez[387].

El presupuesto municipal lo formaba, ó aprobaba cuando menos, el gobernador de la provincia en las ciudades estipendiarias, y en las libres y en los municipios itálicos los magistrados municipales. En la colonia Genetiva Julia y en el municipio de Málaga, los Duumviros arrendaban las fincas del común y adjudicaban á los contratistas la construcción de los edificios públicos[388].

El interés que tenía el Estado romano en la formación del catastro, como base de la riqueza imponible, le hizo crear una magistratura especial, cual fué la de los Quinquenales[389], anual y ejercida por los supremos magistrados, y cuya fundación databa de la ley Julia del año 664. Sus principales atribuciones consistían en formar las listas de los ciudadanos, fijar cuáles de ellos tenían condiciones para ingresar en la curia y entender en el arrendamiento de las propiedades del común y en la reparación de los edificios públicos. Los quinquenales eran dos;[260] su elección correspondía al pueblo, y se encuentran hasta Constantino.

En esta época son completamente sustituídos por los Curatores Reipublicae[390], que, instituídos por Nerva, coexistieron durante mucho tiempo con los Quinquenales. Los Curatores no podían ser elegidos de entre los ciudadanos de la población en que ejercían sus funciones, y se escogían entre personas de elevada clase hasta el tiempo de Severo. La duración del cargo no era fija ni obligaba á la residencia y podía ejercerse en varios puntos á la vez. Desde el tiempo de Severo toma esta institución un carácter permanente, y son elegidos primero por el Emperador, y más tarde por los Decuriones de entre los habitantes de la ciudad que habían ejercido cargos municipales.

§ 56.
Las Corporaciones.[391]

La organización corporativa, ó sea la reunión de personas ligadas entre sí por el vínculo de la comunidad de profesión, ocupación ó interés para constituir asocia[261]ciones encaminadas á la consecución de un fin común, llegó á tomar gran vuelo entre los Romanos, singularmente en tiempo del Imperio. Estas asociaciones (collegia ó corpora), formadas por la libre voluntad de sus miembros, habían menester, para establecerse, de la autorización del Estado, el cual ejercía además sobre ellas cierta inspección.

Colocadas bajo el patrimonio de una deidad, las Corporaciones de que tratamos, reuníanse periódicamente en un local propio, para tratar y resolver los asuntos de interés general, y celebraban banquetes y fiestas religiosas comunes. Podían formar parte de ellas, no sólo las personas libres, sino también los esclavos, siempre que éstos obtuvieran de sus dueños el permiso competente. En tiempo de los Antoninos se prohibió pertenecer simultáneamente á más de una de estas asociaciones. Los miembros pagaban de ordinario una cuota de entrada y[262] otra mensual ó anual, para atender á los gastos de la corporación. Esta tenía su caja ó tesoro propio (arca), su hacienda, á veces considerable, que consistía frecuentemente no sólo en dinero y en bienes muebles, sino también en inmuebles, y sus juntas de gobierno, cuyos individuos se designaban generalmente con el nombre de magistri ó curatores, así como su patrono ó protector[392]. Entre las asociaciones de este género ocupaban el primer lugar por el número y la importancia, los collegia funeraticia, ó sean las que tenían por principal objeto procurar sepultura gratuita á sus individuos. Las había también con fin puramente religioso, como los consagradas especialmente al culto de alguna deidad, de las cuales habla[263]remos en otro lugar, y aun meramente recreativas, pues tal parece ser el carácter de las designadas con el nombre de collegia juvenum.

Aunque semejantes en algunos de sus rasgos las Corporaciones romanas de artesanos á los gremios de la Edad Media, diferenciábanse de ellas esencialmente en cuanto no conocían la organización jerárquica de aprendices y maestros, característica de estas últimas, ni ponían traba alguna á la libertad del trabajo.

Las corporaciones cuyos nombres se derivan de productos de la industria no eran, como generalmente se cree, asociaciones de fabricantes de tales productos, pues según resulta del estudio atento de las inscripciones que á ellas se refiere, y de su comparación con los artífices, no incluídos en la categoría de los collegiati, la gran mayoría de ellas la constituían los menestrales en el sentido lato de esta palabra. «El número relativamente escaso de los colegios se explica considerando que la autorización para constituirlos no se otorgaba sino á los que se dedicaban á un objeto de interés general, como las numerosas asociaciones funerarias, que por esta razón eran designadas también con el nombre de collegia salutaria; las de bomberos, ó aquellas otras cuya profesión ó misión era pública é importante para el común de los ciudadanos, como los marineros, los músicos y los comerciantes de vino, aceite y cereales.»

La Corporación romana era, ante todo y sobre todo, una unidad política[393]. En este concepto, y conforme á los principios que informaban el Derecho público romano, no podía derivar su existencia sino de la fuente primitiva y soberana de todos los derechos públicos, y debía, por[264] tanto, de adoptar la forma de asociación engranada en el Estado para determinados fines. Por razón de su esencia política cada corporación era un miembro del Estado, formado por y para él y á imagen y semejanza suya.

Entre las corporaciones existentes en la España romana era una la de los comerciantes que se dedicaban á la compra del aceite en Andalucía, que parece haber sido ya en aquella época uno de los principales artículos de comercio en la región de que se trata[394]. En Itálica vemos organizados de esta suerte á los broncistas[395]; en Córdoba, á los carpinteros[396]; en Málaga había una Corporación de comerciantes sirios, de quienes se ha conservado una inscripción en griego, dedicada al patrono[397]. Los pescadores y revendedores de pescado constituían en Cartagena una sola corporación[398]. También se halla memoria de un colegio juvenum Laurensium[399]. En Segisamo (Sasamón), de una corporación de libertos y siervos, y cuyo carácter no puede inferirse del curioso monumento que acredita su existencia[400]. Finalmente, en Tarragona y Barcelona se encuentra organizado y organizados también corporativamente á los albañiles (collegia fabrum)[401]. En la primera de estas dos poblaciones parecen haber tenido á su cargo esta corporación, juntamente con el[265] collegium centonariorum[402], el servicio municipal contra los incendios. Las asociaciones funerarias están representadas por el collegium salutare de Coimbra[403].

§ 57.
El régimen municipal en los últimos tiempos del Imperio.

La condición de los súbditos del Imperio romano empeora notablemente desde principios del siglo IV, merced al carácter que, por ministerio de la ley, vienen á tomar las varias clases sociales, transformadas en corporaciones, cuyos individuos, imposibilitados de dedicarse á otra profesión ni de pasar á otra clase que la que les designa su nacimiento, están sujetos á determinadas prestaciones al Estado, de las cuales respondían con su persona y bienes, no solamente ellos sino también la Corporación á que pertenecían. Estas prestaciones, destinadas á sufragar ya los gastos generales, ya los particulares del Municipio, recibían, en el lenguaje oficial, el nombre de functiones.

Por virtud de semejante organización, encaminada, en primer término, á asegurar plenamente al Estado la percepción de los tributos, se había convertido el Imperio[266] en un conjunto de corporaciones cerradas, en las cuales no era el interés común, alma y vida de la asociación voluntaria, el que mantenía unido á sus miembros, sino única y exclusivamente la obligación solidaria y hereditaria de satisfacer determinados impuestos. La tiranía del Estado impidiendo á los ciudadanos consagrarse á otra profesión distinta de la que habían ejercido sus padres, aunque ésta fuese contraria á sus aficiones y aptitudes, mataba la iniciativa individual y condenaba á la infecundidad y al marasmo á todos aquéllos que no lograban penetrar en la reducida esfera de los cargos políticos. Las tentativas para sustraerse á este intolerable despotismo, eran severísimamente castigadas por la ley y prevenidas con las más pueriles é irritantes precauciones. La Corporación, en vez de ser un asilo para los que á ella pertenecían, venía á ser como una especie de cárcel donde reinaban el odio y la desconfianza mutua.

La condición de los que se dedicaban á alguna profesión no relacionada inmediatamente con la administración pública era muy diversa, según la excelencia, la dificultad y la importancia de sus respectivas profesiones. Así, los consagrados á las bellas artes, y en general á las profesiones liberales, como la enseñanza y la medicina, constituían una clase privilegiada, cuyos individuos, designados con el nombre de artifices, gozaban de la exención de las cargas é impuestos de carácter personal, podían abandonar su profesión y no transmitían á sus hijos la obligación de dedicarse á ella. En cambio los dedicados á otras profesiones, como la fabricación de armas (fabricenses), la acuñación de moneda (monetarii), el transporte de cereales y otros productos por mar (navicularii) ó por tierra (bastagarii), los panaderos (pistores) y otros semejantes, relacionados directamente con la administración pública general ó municipal, constituían corporaciones, de donde recibían el nombre de corporati[267] ó collegiati, de las cuales no podían separarse ellos ni sus descendientes. Estaban, por lo demás, exentos de todo género de cargas é impuestos, fuera de los inherentes á sus oficios, y los de la ciudad de Roma gozaban de exención del servicio militar ordinario.

Reflejo del estado económico de este período es la institución del colonato, cuyo origen ha sido, y continúa siendo aún, objeto de arduas controversias[404].

Según unos, se deriva de la servidumbre germánica. Piensan otros que los Romanos la tomaron de los Egipcios y la trasladaron á las demás provincias del imperio; no faltando tampoco quien relacione la condición de los colonos con la de los agricultores de las provincias antes de ser dominadas por Roma, é inclinándose los más á datar el origen de esta institución del establecimiento de los Bárbaros, reducidos á esta situación al asignárseles tierras en territorio del imperio para suplir el decrecimiento de la población agrícola. Se ha supuesto también, combinando esta hipótesis con la derivación del colonato de la servidumbre existente en las provincias[268] antes de la dominación romana, que Augusto fijó por medio de leyes especiales la condición jurídica de los colonos, conducta que siguieron sus sucesores al asignar tierras á los Bárbaros en los dominios del imperio. Finalmente, según otra opinión, el origen del colonato debe buscarse en la tiranía ejercida por los grandes propietarios territoriales respecto de los pequeños, quienes, reducidos á la última miseria por la exorbitancia de los impuestos, ó refugiados hacia el interior del imperio huyendo de las frecuentes incursiones de los Bárbaros, se colocaron bajo el amparo de aquéllos, sometiéndose á la condición de colonos, que las leyes hubieron de regular más tarde, encontrándola ya establecida. La cuestión no puede considerarse todavía como definitivamente resuelta. Es indudable, por lo demás, que todas estas causas contribuyeron al desenvolvimiento y extensión del colonato romano.

Los colonos se dedicaban al cultivo de la heredad, de que en cierto modo eran ellos mismos parte integrante. El dueño del terreno recibía de ellos anualmente una renta (canon), consistente en frutos ó en dinero, además de lo cual estaban obligados á veces á otros servicios rurales ó domésticos. El Emperador y los grandes propietarios tenían al frente de sus explotaciones agrícolas á algunos de sus colonos, llamados actores, conductores ó procuratores, cuya posición era muy superior á la del simple colono. Así, aunque idéntica legalmente la situación de todos los colonos, eran grandes, como entre los esclavos, las diferencias que había entre ellos en el orden meramente privado.

Condición característica del colono era haber de pagar al Estado un impuesto personal (capitatio humana). Podía obligársele también al servicio militar; bien que entonces, y á veces por sólo entrar en el ejército, ó por servir en él cierto tiempo, se libraban ellos y su padre, madre[269] ó mujer, del impuesto personal. El señor era responsable del pago de este impuesto, además de pagar el impuesto que pesaba sobre la heredad.

No podían los colonos por ningún motivo separarse de la tierra á que estaban adscritos; antes bien, el señor podía hacer volver á su tierra al colono que de ella se ausentaba, auxiliándole en este punto la ley, que conminaba con crecida multa á los que acogían al colono fugitivo. Podía el señor vender ó transferir por cualquier título á otra persona la propiedad del colono, juntamente con el terreno; pero no le era lícito en manera alguna disponer de él separadamente. Permitíasele, sin embargo, cambiarlos y trasladarlos de una á otra de sus heredades. La ley protegía á los colonos contra los atropellos de sus dueños, prohibiendo á éstos que les aumentasen la renta acostumbrada, y autorizando al colono para intentar una acción contra el señor que pretendía violentarlo en esta forma. No carecían de la facultad de adquirir, y podían disponer de su fortuna, si obtenían para ello el permiso de su amo. Las leyes favorecían el colonato como forma la más acomodada en aquellos tiempos para el progreso de la agricultura, autorizando el ingreso voluntario en esta clase. Al efecto, era suficiente expresar ante los magistrados el deseo de ser adscritos para siempre á una heredad determinada. Si una persona libre permanecía durante treinta años sin interrupción siendo colono de un mismo propietario, se convertía pasado este tiempo en colono para los efectos legales.


Hacia este mismo tiempo, y por efecto de la transformación social que acabamos de bosquejar, el Municipio decae, reducida ya su misión á sufragar los gastos del Estado; cesa enteramente la elección directa por el pueblo; las Curias no se reclutan sino entre los possessores,[270] á quienes se obliga á ingresar en ella, eligiéndose también de esta clase los funcionarios municipales. A los Decuriones se les encomienda el cobro de los impuestos; y los cargos municipales acaban por perder su carácter primitivo de magistraturas populares, y se convierten en empleos, oficios subalternos de la administración general.

La penuria de la hacienda municipal, y el precepto de que los Decuriones fueran responsables con su fortuna particular del cobro de los impuestos que debían pagar los habitantes de cada ciudad, transforman, de honorífico y codiciado, en vil é insoportable el cargo de Decurión. De aquí que los propietarios apelaran para sustraerse á su desempeño á mil subterfugios, que resultaban ineficaces ante las severas y rigurosas medidas adoptadas por el Gobierno para obligarlos á entrar en las Curias. El cargo de Decurión viene á ser hereditario, ingresando en su virtud en la Curia todos los hijos varones de los Decuriones desde que cumplían los diez y ocho años. Cuando ni aun así se llenaba el número total de los miembros del consejo municipal, se recurría al arbitrio de incorporar á ella otros ciudadanos, incluyendo aún á los niños, y á los hijos ilegítimos, y exceptuando sólo á los esclavos, á los libertos y á los condenados por infamia. En el siglo IV se llegó hasta utilizar las Curias como establecimientos penales, donde se enviaba á los que habían cometido ciertos delitos.

Los miembros del Senado municipal, convertidos en agentes del Fisco, eran responsables, no sólo de su propia gestión, sino también de la de sus colegas y de los que á propuesta suya les sucedían en el cargo. Si los Decuriones antes de cumplir el tiempo reglamentario querían salir de la Curia, ó librarse de la responsabilidad inherente á su cargo, debían presentar en su lugar personas que les sustituyesen, garantizando con su fortuna[271] la responsabilidad de aquellas. Sólo cuando habían desempeñado todos los cargos municipales, podían los Decuriones tomar asiento en el Senado, sin la responsabilidad consiguiente á su cargo.

Los hijos de los Decuriones se consideraban como adscritos á la Curia en concepto de tales, desde el punto y hora de su nacimiento; pero no empezaban á serlo de hecho hasta los diez y ocho ó diez y nueve años cumplidos, que fué ya en esta época la edad legal para el desempeño de los cargos municipales. Solamente los que, después de haber cumplido en su ciudad los años de servicio necesarios, llegaban á los primeros cargos del Estado, se eximían del cargo de Decuriones y de las responsabilidades que llevaba consigo. A fin de evitar que las familias adscritas á la Curia, sustrajeran su fortuna á las obligaciones á que por este concepto se hallaban afectas, para conseguir lo cual ponían el ingenio en tortura los infelices Curiales, se dictaron por los Emperadores multitud de disposiciones. A tal punto había llegado la miserable condición de esta clase, que por librarse de la pesada carga que gravitaba sobre sus hombros, no vacilaban los Curiales en abrazar la servidumbre, como condición menos dura é intolerable que la aparentemente honorífica de miembros de la Curia. Pero los Emperadores les quitaron este refugio, estableciendo que el ingreso en el colonato, ó sea en la servidumbre de la gleba, no eximiese en ningún caso de los cargos municipales. No eran tampoco causas de exención el ingreso en la milicia, ni el abrazar el estado religioso, ni el recibir las órdenes menores, ni la entrada en el Senado, á no ser que, como hemos dicho, el que alcanzaba esta distinción hubiera desempeñado ya en su ciudad natal todos los cargos municipales, en cuyo caso tenía, sin embargo, obligación de hacerse sustituir en el Senado municipal por algún hijo suyo ú otra persona que tuviera los requisitos[272] necesarios. A esto mismo estaban obligados los que, habiendo abrazado el estado eclesiástico, habían recibido ya las órdenes mayores, bien que éstos podían prescindir de dejar en la Curia persona que los sustituyese, cediendo á aquélla en propiedad cierta parte de su fortuna. Al que por sustraerse á las cargas municipales en una ciudad trasladaba á otra su domicilio, se le castigaba obligándole á soportarlas en ambas ciudades.

No menos severas y minuciosas que las disposiciones encaminadas á sujetar á la Curia las personas de los curiales, para evitar que se quedaran desiertas, fueron las dictadas con el objeto de asegurar á las Curias los bienes de sus miembros. Así vemos limitada la facultad de disponer libremente de sus bienes, por la obligación que se les imponía de solicitar para la venta de los inmuebles el permiso del gobernador de la provincia, y que los bienes de los curiales que por cualquier otro título que el de venta pasaban á poder de otra persona, eran gravados con un impuesto anual que venía á acrecentar los fondos del Municipio. Los bienes del curial que moría sin dejar herederos pasaban á ser propiedad de la Curia. Si no tenía hijos, aunque instituyese heredero, la Curia adquiría primero, en virtud de una disposición de Teodosio II, la cuarta parte, y después, por otra de Justiniano, las tres cuartas partes de la herencia. Las hijas no adquirían su legítima sino cuando estaban casadas con un miembro de la Curia.

Los vacíos que, no obstante las medidas adoptadas para asegurar la existencia del Senado municipal, quedaban en las curias se llenaban con los que voluntariamente se ofrecían á entrar en ellas, cuyo número, como se comprende fácilmente, debía ser muy escaso, si bien no faltaba entonces, como en todos tiempos, quien por el móvil de la vanidad aceptase de buen grado, frecuentemente por nombramiento del gobernador de la provincia.

[273]

A los empleados subalternos del Municipio, encargados de llevar las actas ó de auxiliar en cualquier otra forma á los Magistrados y al Consejo municipal, se les daba el nombre de collegiati.

Para remediar en algún modo los abusos y atropellos de que eran víctimas frecuentemente los habitantes de los Municipios por parte de las curias y de los funcionarios imperiales, surge en el siglo III una nueva Magistratura municipal. Tal es el defensor civitatis instituído por el emperador Valentiniano III. Su misión era defender á todos los ciudadanos, y muy principalmente á los rústicos y á los pobres de la violencia de los Procónsules y sus satélites, de la codicia de los exactores ó recaudadores de impuestos, y en general de los fraudes y tropelías que contra ellos se cometiesen. De aquí que estuviese facultado el defensor, para denunciar al Prefecto del Pretorio los actos contrarios á la ley que se verificaran dentro del territorio municipal. De aquí también la jurisdicción de que gozaban. Los defensores redactaban las actas del Municipio, en que habían de consignarse, para que fuesen válidos, las donaciones y testamentos. Entendían también en la creación los tutores, conocían de los crímenes leves (coercitio) y á los culpables de delitos graves los mandaban encarcelar y los conducían ante el tribunal del Prefecto. Tenía como auxiliares dos apparitores.

El defensor de la ciudad no era elegido únicamente de entre los Decuriones, sino de todo el pueblo; ni solamente por la Curia, sino por todos los habitantes del municipio, y á veces solamente por el Obispo y el clero.


[274]

CAPÍTULO VI
LA HACIENDA[405]

§ 58.
Los impuestos.

Los impuestos que pesaban sobre las provincias eran directos ó indirectos. Pertenecían á la primera clase la capitatio ó impuesto personal, y la contribución territorial (stipendium), que había de pagarse en metálico ó en especie. Los impuestos indirectos eran las aduanas (portoria), el impuesto de transmisión de bienes por herencia (vicesima hereditatum), el de la venta de esclavos (vicesima libertatis) y otros. Había también impuestos extraordinarios, como el destinado al sostenimiento de la[275] armada, las prestaciones que se hacían á los gobernadores y otros semejantes.

Al pago de los impuestos estaban obligados, no sólo los habitantes de las provincias, sino también los ciudadanos romanos que poseían bienes en el territorio provincial.

Al organizar las provincias, Roma se reservaba como propiedad exclusiva una parte considerable del territorio, y lo demás continuaba bajo el dominio de sus primitivos poseedores. El Estado solía arrendar, mediante un canon, parte de las tierras de su propiedad: otras las vendía á los particulares, y á veces hacía donación de ellas á algún pueblo con quien le unían vínculos de alianza. El aprovechamiento de los terrenos destinados á pasto era cedido á los particulares, mediante el pago de un impuesto ó canon especial. La exacción de las prestaciones debidas al Estado por este concepto, así como por el arrendamiento de las tierras pertenecientes á él, estaba confiada por los censores á una clase de especuladores conocida con el nombre de publicanos (publicani).

La propiedad de los habitantes de las provincias sobre sus tierras, era de distinta condición que la que tenían sobre las suyas los ciudadanos romanos. El Estado dejaba el disfrute del suelo, así á las ciudades libres como á las estipendiarias, por concesión especial, la cual se hacía en virtud de ley ó Senadoconsulto ó meramente por edicto del General ó Gobernador de la provincia; bien que en este último caso había de ratificarse la concesión por el Senado y el pueblo. Eran propiedad quiritaria, las partes del territorio del Estado que éste concedía en plena propiedad á ciudadanos romanos, á diferencia del que tenían los pueblos y ciudades confederadas en su territorio nacional. Considerábase en cambio como mera posesión el derecho que tenían, así los ciudadanos romanos, como los peregrinos sobre aquellas partes del[276] territorio de que el Estado romano se había reservado la propiedad, cediendo la facultad de utilizarlo mediante un canon ó impuesto permanente. Estas últimas estaban obligadas al pago del impuesto territorial.

La base para la formación del censo era la división en tribus: las ciudades provinciales que gozaban del derecho de ciudadanía, así colonias como municipios, eran inscritas en una de las 35 tribus en que se dividía el territorio romano. A ella pertenecían todos los ciudadanos nacidos en el municipio ó colonia respectivo, sin que el cambio de domicilio ni otra modificación alguna en la condición civil ó política de los ciudadanos (fuera de las que privaban del derecho de ciudadanía), hiciesen que dejaran de pertenecer á la tribu del pueblo de su nacimiento. Cuando el censo cayó en desuso, la división en tribus perdió toda su importancia, y los registros de las tribus, en las cuales se consignaba el estado civil de las personas, fueron sustituídos por los registros de nacimiento, llevados en Roma por el Prefecto del Erario, y en el resto del Imperio por funcionarios especiales que había en todas las ciudades, denominados tabularii.

Las reformas de Augusto y sus sucesores en la administración de los fondos del Estado fueron de suma importancia. Merece especial mención entre ellas la creación de un Erario especial para atender á los gastos del ejército, cuyos fondos procedían del 5 por 100 de los bienes adquiridos por título de herencia ó legado (vicesima hereditatium et legatorum) por los ciudadanos romanos. Ingresaban además en el Erario militar el 1 por 100, y después el medio por 100 del importe de las ventas hechas en pública subasta (vectigal rerum venalium), y el 2 primero, y después el 4 por 100 de las ventas de esclavos (vicesima libertatis), así como los productos del botín de guerra.

Otra institución económica del Imperio fué la creación[277] del Erario imperial, designado más propia y especialmente con el nombre de fiscus, constituído por los bienes de la propiedad privada del Emperador, por los donativos y herencias que éste recibía frecuentemente de los particulares, por las crecidas cantidades en metálico que las ciudades enviaban á veces al Emperador, por los bienes de las personas que morían sin dejar herederos de las provincias imperiales y por el importe de las multas sobre el contrabando.

Los ingresos del Erario público eran, además del importe de las contribuciones ordinarias, del 5 por 100 de las manumisiones y de los impuestos extraordinarios, otros varios introducidos por los Emperadores, que dieron muestra en este punto de fecunda inventiva. Tales fueron los derechos de introducción establecidos por Calígula sobre los comestibles que se habían de vender en Roma, el de Vespasiano sobre el estiércol de los caballos, y otros, entre los cuales no eran de los menos importantes los que pesaban sobre los pleiteantes, mercaderes y artesanos.

La norma para la distribución del impuesto territorial en los últimos tiempos del Imperio era el jugum, medida de superficie equivalente á cincuenta hectáreas. Para la repartición equitativa de este impuesto, funcionarios especiales cuidaban de revisar y comprobar los datos del censo. Hecho esto, el Emperador determinaba el tipo que debía pagarse, ya en dinero, ya en especie, por cada jugum. La división del territorio provincial en cierto número de distritos (civitates) establecidos al efecto facilitaba grandemente el cobro del impuesto. Fijada la cuota correspondiente á cada distrito, la Curia distribuía su importe entre los contribuyentes, en proporción de la fortuna imponible de cada uno, debiendo éstos pagar en tres plazos á los miembros de la Curia ó á otros delegados especiales el importe de su cuota. De manos[278] de éstos pasaba á las del administrador de Hacienda ó receptor de la provincia respectiva, quienes debían depositarla en las sucursales del Tesoro, viniendo á parar en el último término al tesoro principal, de que era jefe el comes sacrarum largitionum.

El impuesto en especie, conocido con el nombre de annona, se recaudaba en la misma forma, y gravitaba del mismo modo que la contribución territorial sobre los propietarios de bienes inmuebles, sin excepción de clases ni condiciones. Estos debían pagar también ciertos impuestos por razón de los bienes semovientes que poseían. La matrícula industrial se recaudaba cada cinco años hasta su abolición á principios del siglo VI. En cuanto al impuesto personal, era obligación exclusiva de los colonos en el período que nos ocupa.

Además de los recursos que acabamos de mencionar y de las contribuciones indirectas, que continuaron siendo las mismas que en el período anterior, había otros varios impuestos que gravitaban principalmente sobre los clarísimos, por razón de sus bienes inmuebles. Si carecían de ellos, el impuesto era de carácter personal. Había otro peculiar de los miembros de las curias, que era proporcionado á la hacienda que cada uno de ellos poseía.

La distinción entre el fisco y el Erario ó Tesoro privado perdió mucha parte de su importancia desde que el Emperador llegó á ser dueño de ambos y pudo disponer de ellos á su antojo, conservándose, sin embargo, la diferencia bajo el punto de vista de la gestión y de la contabilidad.

Las aduanas y las minas eran también copiosas fuentes de ingresos para el Erario romano. En cuanto á las primeras, todas eran propiedad del Estado, el cual solía arrendarlas á los publicanos. De las minas, unas eran propiedad del Estado, el cual las explotaba por sí mismo ó las arrendaba con este objeto, y otras pertenecían á las[279] ciudades ó á los particulares, los cuales pagaban en todo caso por ellas al Estado un crecido impuesto.

Plinio evalúa en 20.000 libras anuales el oro que producían las minas de Asturias, Galecia y Lusitania[406].

Las minas que poseía el Estado en las provincias procedían de los dominadores anteriores, ó habían ingresado en el fisco ó en el patrimonio imperial por confiscación ó herencia, y á veces también por compra[407]. Mas no ha de creerse por esto que la explotación minera era monopolio exclusivo del Estado; que siempre quedaban algunas minas en propiedad privada, como lo demuestra, aparte del testimonio explícito de los escritores[408], el hecho de hallarse sobre trozos de metal sin labrar procedentes de las minas nombres de particulares[409]. De Tiberio, por ejemplo, sabemos por Tácito[410] que se arrogó la propiedad de las minas de hierro y de oro que poseía el español S. Mario en la Bética, de quien se deriva el nombre de mons Marianus, perteneciente al patrimonio imperial y tan fecundo en minas[411]. Las minas de alumbre de Sisapo, en Bética, eran propiedad del Senado, según Plinio.

Fué costumbre arrendar la explotación de las minas, así del Senado como del Emperador; pero se ponía exquisito cuidado en impedir que abusaran los contratistas, y se les imponían á este efecto cortapisas razonables, ineficaces por lo demás para evitar el mal[412].

[280]

Finalmente, eran fuente de pingües rendimientos para el Tesoro imperial los bona damnatorum, ó sean los bienes confiscados á los proscritos, cuyo número y cuantía, á causa de las muchas proscripciones que se hicieron bajo el Imperio, dió origen á que se nombraran funcionarios especiales encargados de recaudarlos en esta época. Hasta los primeros tiempos del Imperio debían ingresar en el Erario ó fisco del pueblo romano, mas no tardaron en venir á considerarse como parte ó ingreso del patrimonio ó fortuna privada de los Emperadores[413].

§ 59.
La recaudación de los impuestos.

Las provincias de la España romana constituían una sola circunscripción administrativa para los efectos de la percepción del impuesto aduanero. Su recaudación estaba arrendada á contratistas, y un delegado del Gobierno central ó procurator inspeccionaba seguramente este servicio.

La cuantía ó tipo del impuesto de que tratamos era en España el 2 por 100 (quinquagessima), es decir que la situación de la Península bajo este aspecto era más favorable ó privilegiada que la de las demás provincias[281] que pagaban el 2 y 1/2 por 100 (quadragessima)[414]. Quizá la razón de esta diferencia haya de buscarse en el afán de los Romanos por favorecer el comercio de España, que versaba principalmente sobre materias necesarias á la capital[415].

El cuidado ó administración de los bienes del patrimonio imperial en las provincias estaba á cargo de los procuradores provinciales, los cuales «llevaban separadamente las cuentas de los dineros fiscales y patrimoniales, como lo indica la mención de un arca patrimonii, con un dispensator y sus vicarii»[416].

El procurator no era más que un agente ó delegado, á semejanza del Prefecto, encargado por el Emperador de sustituirlo ó reemplazarlo en el desempeño de determinadas funciones, más bien del orden administrativo que del político propiamente tal, y al principio más bien que en asuntos oficiales ó públicos, en negocios concernientes al servicio de la casa imperial. A medida que el Principado se transforma en Monarquía, y el Emperador, de funcionario del Estado, se convierte en Jefe del Estado ó Soberano, se ve oscurecerse el carácter privado que el cargo de procurator muestra en su origen predominando el de funcionario público ó del Estado; y al adquirir este carácter é importancia algunas de las delegaciones ó encargos confiados á los Procuradores, tales como la de recaudador de los impuestos provinciales, dejan de proveerse en libertos y se dan á individuos de la clase ecuestre, designándose á estos últimos con el nombre de procuratores Augusti, que no se da á los primeros.

[282]

Las inscripciones nos dan á conocer funcionarios de Hacienda en la España citerior y otro para la Bética y Lusitania unidas[417], circunstancia esta última, como la unión á este objeto de la Narbonense y Aquitania, que «muestra que la división política en provincias senatoriales é imperiales no fué decisiva ó no sirvió de norma para la administración económica»[418]. «Residían habitualmente estos funcionarios en la capital de una de las provincias, donde se hallaba concentrada la administración como en Tarragona[419]; y parecen haber tenido oficinas auxiliares en otros lugares, y no debían faltar en ninguna provincia cuando muchas ó varias estaban reunidas ó constituían para este objeto una sola y misma circunscripción administrativa»[420].

«Las más conspícuas entre las procuradurías provinciales eran ducenariae, y su importancia se medía no ciertamente por la extensión de la provincia y el rango del gobernador, sino según el modo de administración; pues como se comprende bien, los procuratores vicepraesidis y aquellos que llevaban el título de praeses, no habían de[283] ceder en rango ó categoría á los procuradores de las demás provincias, aunque mayores estas últimas. Aun en las provincias consulares no funcionaron sino en parte ducenarii[421], mientras en las demás procuradores provinciales pertenecían á la clase de los centenarii[422] y algunos á las sexagenarii. Sin embargo, la categoría y sueldo de un procurador en una misma provincia varió según las circunstancias[423].

La recaudación del impuesto sobre las herencias, así bajo la República, en que existió algún tiempo, siendo luego restablecido por Augusto, como en los primeros tiempos del Imperio, se hizo arrendándolo, no obstante la dificultad de calcular su cuantía, á sociedades de publicanos, las cuales eran vigiladas en las provincias por los procuradores provinciales. Huellas de este germen de sociedades en los primeros tiempos del Imperio hallamos en la Bética, en Cádiz y Córdoba[424]. Pero hay motivos para creer que Adriano modificó este estado de cosas estableciendo que, en vez de arrendarse este impuesto, se recaudara directamente.

[284]

Otro de los impuestos más importantes que gravaban sobre las provincias era, según hemos dicho, el de los dueños de esclavos, que debían pagar al Estado el 5 por 100 del valor de los esclavos á quienes dieran la libertad. Databa del año 397 de la fundación de Roma; fué elevada su cuantía por Caracalla del 5 al 10 por 100; pero Macrino, su sucesor, restableció el tipo primitivo, y se cree, á falta de datos más concretos, que hubo de ser suprimido por Diocleciano ó algún tiempo antes como el impuesto sobre las sucesiones[425]. Durante la República, y aun bajo el imperio, estuvo arrendado este impuesto á los publicanos, sirviendo de base á su recaudación las provincias, consideradas como unidades administrativas[426]. Las inscripciones nos han conservado huellas de la existencia de este impuesto y de que se recaudaba en la forma indicada en la Bética y en la Tarraconense[427]. En tiempo de Marco Aurelio, parece haber sustituído al sistema de arrendamiento el de recaudación directa por el Estado, pues se encuentran ya funcionarios especiales con título de procuradores, á quienes auxiliaban en esta tarea empleados subalternos; no ciertamente en España, pero sí en otras provincias. Al principio ingresaba en el Erario, pero en tiempo de Marco Aurelio ingresaba en el fisco.

[285]

Había un funcionario especialmente encargado de redactar ó recibir el censo en las veintitrés ciudades ó distritos de los Vascones y Várdulos, indicio evidente de que las listas oficiales del censo del Estado romano estaban basadas sobre esta división en gentes, confirmando la indicación general que podía inferirse del hecho de consignarla dos geógrafos como Plinio y Tolomeo, á saber: que tenía aquella división cierta importancia y significación para el Estado romano[428].

Para cuidar de que se enviase á Roma desde España el trigo y aceite que proporcionaba la Península, en unión de las demás provincias donde tenía importancia el cultivo de los cereales, para las distribuciones que se hacían por cuenta del Estado á los menesterosos de Roma, había en las provincias funcionarios subalternos del praefectus annonae, de alguno de los cuales, residente en Hispalis, han conservado noticia las inscripciones latinas[429].

«Además de los funcionarios establecidos en Roma, funcionaban en Italia y en las provincias procuratores, también de la clase de los caballeros, y empleados inferiores para reclutar las bandas de gladiadores imperiales, que allí se encontraban, que al mismo tiempo diri[286]girían la contrata y traslación de los gladiadores destinados á Roma. Los ejemplos epigráficos que se nos han conservado demuestran que también para esta rama de la administración solían someterse á la competencia de un procurador distritos geográficamente conexos»[430].

Una de las atribuciones del Rationalis Hispaniarum era inspeccionar la fábrica de púrpura perteneciente al fisco imperial ó patrimonio del Emperador que radicaba en las islas Baleares, cuya fundación databa quizá del tiempo de Alejandro Severo[431], y cuya dirección inmediata estaba á cargo de un funcionario especial denominado procurator baphii insularum Balearum[432].

[287]

§ 60.
La política financiera y los servicios públicos.

Para terminar el capítulo relativo á la organización financiera de la España romana, diremos algo acerca de la política financiera y de los servicios públicos.

El afán por favorecer la agricultura italiana, aun á costa de las provincias, llevó hasta el extremo absurdamente proteccionista de dificultar que se cultivase en algunas de éstas, sin duda en las que podían hacer á Italia mayor concurrencia, el cultivo del vino y del aceite[433]; y de España se sabe de cierto que durante algún tiempo estuvo prohibido en ella la replantación de viñedos, hasta que esta prohibición fué levantada por el Emperador Probo[434]. Como por virtud de la prohibición de que se trata, existente ya en tiempo de Cicerón, no se impedía en absoluto el cultivo de las vides, sino únicamente el plantío de nuevas viñas y la compra y venta de los sarmientos[435], este ramo de la agricultura pudo desarrollarse, á pesar de ella, en España. Entre los vinos españoles más acreditados en tiempo de los Romanos, y que eran principal objeto del comercio en la capital del Imperio, se cuenta el Gaditanum, nombre con que se designaba ya entonces verosímilmente el de Jerez, el Laeeta[288]num, quizá el del Priorato, y el Lauronense[436], así como el de las Baleares[437].

Objeto especial de la solicitud del Estado romano fué la construcción de vías en la Península.

«Fuera de Italia, la calzada más antigua de que se hace memoria es la que en España conducía de Cartagena á los Pirineos, para ir después por los Alpes á Roma, medida ya y señalada con los miliarios en tiempo de Escipión el menor; después se hicieron algunos trozos en la Germania y Macedonia. Pero cuando el sistema de comunicaciones se completó en todo el Imperio fué en tiempo de Augusto, que casi nada dejó que emprender de nuevo á sus sucesores. De éstos fué Trajano el más atento á la conservación de las vías públicas y construcción de las que faltaban; en España había apenas antiguo camino en que no haya encontrado ocasión de hacer esculpir sus títulos y nombre. Siguieron su ejemplo Adriano y Antonino, Lucio Vero y Séptimo Severo; pero debilitada después la autoridad de los Emperadores con sus desórdenes y torpeza, se cuidaron poco de las obras públicas algo distantes; y trasladada á Byzancio la fastuosa corte de Constantino, el abandono fué completo, y no tardó en seguirse la ruina total de la magnífica red de calzadas que ataba á la capital sus más lejanas posesiones.

[289]

El principal objeto que Augusto se propusiera al idear su sistema de caminos, fué indudablemente político. A la manera con que el labrador asegura el terreno que ha ganado sobre la corriente del río por medio de plantaciones que lo consolidan y rechazan las futuras invasiones de las aguas, los Romanos fijaron su dominación en los países conquistados por medio de colonias militares ventajosamente escogidas, que eran avanzadas permanentes y puertos de refugio para las legiones ocupadas en hacer la guerra ó dar guarnición á los presidios ó campamentos. Mas una colonia aislada era incapaz de resistir por sí sola al impetuoso ataque de los indígenas rebelados; por eso aquel astuto Príncipe combinó su plan de modo que todas ellas tuvieran fácil y directa correspondencia entre sí, y los ejércitos pudieran en breve tiempo hallarse en los lugares amenazados, ó en los centros de resistencia. En apoyo de esto se puede notar que de las colonias romanas que conocemos en la Iberia, todas menos ocho se hallan nombradas en el itinerario, y de éstas sólo Celsa carecía de camino, porque poseía la comunicación del Ebro con Dertosa y Caesaraugusta. Verificóse también entonces que los instrumentos del comercio se convirtieron en auxiliares poderosos de la opresión y de la conquista, como que es elemento indispensable de la guerra ordenada la rapidez y facilidad de los transportes y las marchas».[438]

El servicio de correos del imperio romano era, bajo todos aspectos, la antítesis del correo de nuestros días. Instituído aquél por Augusto para fines exclusivamente[290] políticos, conservó siempre, en medio de todas las reformas que sufrió en particular, este carácter exclusivo, y no fué nunca un beneficio, como el correo moderno, sino carga opresora para los súbditos[439]. Pues además de gravar sobre ellos, especialmente sobre los provinciales, todos los gastos que ocasionaba el sostenimiento del correo oficial, cursus publicus, (excepto bajo el reinado de Alejandro Severo, que estableció fuesen sufragados por el fisco), nunca sirvió sino para la correspondencia oficial, y para un número escasísimo de privilegiados ó personas á quienes les concedía ú otorgaba el emperador, y al principio también los gobernadores y otros delegados del emperador, como gracia ó privilegio singularísimo, el diploma necesario al efecto. Adriano, cuyo reinado forma época en esta como en muchas ramas de la administración, organizó el correo como institución pública, extendiéndola á todo el Imperio, y mandó que Italia contribuyese á sostenerlo como las provincias. Las prestaciones á que estaban obligados por este concepto los súbditos del imperio eran onerosísimas, bien que no siempre, ni en igual grado, pesaban sobre todas las provincias en las diversas épocas.


[291]

CAPÍTULO VII
LA MILICIA[440]

§ 61.
El servicio militar.

El ejército romano lo constituían las legiones y los auxilia: los ciudadanos romanos servían en las legiones; los peregrinos en las tropas auxiliares. Esta fué la regla general hasta los últimos tiempos de la República; pero como no bastasen á llenar los cuadros de las legiones los que desde su nacimiento tenían la cualidad de ciudadanos, se excogitó un medio para suplir esta insuficiencia, dejando á salvo el principio antes citado; y éste fué otorgar el derecho de ciudadanía á los habitantes de las provincias á quienes se destinaba á servir en las legiones, las cuales, desde los primeros tiempos del Imperio, se reclutan preferentemente en las provincias; no ya sólo en Italia como anteriormente. Desde el reinado de Marco Aurelio se deroga el citado principio, y[292] cesa de ser requisito para servir en las legiones la cualidad de ciudadano romano.

Bajo la inmediata inspección del Gobernador de la provincia, que dirigía las operaciones de la leva, llevaban á cabo esta tarea funcionarios especialmente instituídos al efecto, á quienes se designaba con el nombre de dilectatores. A éstos incumbía hacer ingresar el cupo correspondiente á los distritos en que ejercían sus funciones, y distribuirlos entre los varios institutos del ejército. Conocemos el nombre de alguno de estos dilectatores, encargados de hacer la recluta.

Las tropas reclutadas en las provincias constituían el núcleo principal de los auxilia, nombre con que se designaba en general todas las tropas fuera de las legiones. Aunque al principio los auxilia se componían principalmente de peregrinos, luego que se propagó más y más el derecho de ciudadanía, vinieron también á constar en gran parte de ciudadanos romanos.

La infantería la constituían las cohortes llamadas auxiliares ó sociae, y también leves cohortes, á causa de lo ligero de su armadura. Había cohortes de 500 (quingenariae) y de 1.000 hombres (miliariae). Las que eran sólo de infantería se llamaban cohortes peditatae, á diferencia de las que tenían incorporada alguna fuerza de caballería, que se llamaban equitatae.

La caballería la formaban las alae, cuyo contingente, como el de las cohortes, variaba también de 500 á 1.000 hombres, y eran el grueso de la caballería romana.

Cohortes y alas llevaban el nombre de la provincia ó del pueblo de donde procedían, y se distinguían entre sí por los números, y á veces por cognombres ó apelativos especiales. Lo ordinario era que no prestasen servicio ó no estuviesen acantonadas permanentemente en las comarcas donde habían sido reclutadas. Unas y otras eran mandadas por Prefectos.

[293]

Bajo el Imperio, el tiempo de servicio en las legiones era 20 años; en los auxilia, 25; pero era frecuente no licenciar las tropas, sino después de cumplido con exceso el tiempo legal. En los siglos II y III servían los legionarios 25 años, cinco de ellos exentos del servicio ordinario. Los soldados que servían en las legiones percibieron desde el tiempo de Augusto, en concepto de sueldo anual, la suma de 225 denarios (978 reales próximamente), que Domiciano elevó á 300 (1.300 reales), aparte del equipo y alimentación. Terminado el tiempo de servicio, se concedía á los legionarios una cantidad de 3.000 denarios (13.500 reales) ó una asignación ó lote de tierras.

Bajo el Imperio, la fuerza numérica de cada legión era de 5 á 6.000 hombres, divididos en 10 cohortes y 60 centurias. Mandábala con carácter permanente un legatus, que llevaba el nombre de legatus legionis, el cual mandaba además los cuerpos auxiliares incorporados á cada legión, y cuyo efectivo era igual de ordinario al de esta última. Bajo sus inmediatas órdenes estaban los tribuni militares. Cuando la legión estaba acampada con carácter permanente, tenía un jefe especial llamado praefectus castrorum, primeramente, y desde el tiempo de Domiciano, luego que cada legión tuvo ya su campamento fijo, se denominó praefectus legionis.

Las legiones tenían números consecutivos; y su número, indefinido bajo la República, lo fijó Augusto en 28, reducido luego á 25, por haber sido deshechas tres de ellas en la batalla de Varo[441].

Aunque de las dos partes principales constitutivas del[294] ejército romano, según hemos indicado al principio, la primera se reclutaba entre los ciudadanos romanos, la segunda entre los peregrinos; ya en el último tercio del siglo II se imaginó una ficción para completar el cupo de las legiones, cual fué la de otorgar á los peregrinos en el momento de reclutarlos con este objeto la cualidad de ciudadanos; práctica, por lo demás, iniciada ya en tiempo de Augusto, bien que no parece haberse generalizado hasta la época de que tratamos. Esto se explica en parte por la misma fuerza de las cosas; pues mientras en Oriente era escaso el número de las ciudades, cuyos habitantes gozasen de la ciudadanía romana, en el Occidente predominaba este género de poblaciones. Desde Vespasiano, por efecto quizá de una medida de este Emperador, el hecho es que los italianos vienen á ser raros en las legiones; y más tarde, verosímilmente por disposición de Adriano, se convirtió en regla la conscripción ó reclutamiento local para todas las legiones. Conforme á esto, distínguense tres períodos en la historia del reclutamiento romano: «el augusteo en que Italia y el Occidente proporcionan el cupo de las legiones occidentales; el de la exclusión de los italianos del servicio ordinario de las legiones, conservando el principio augusteo, por lo demás, y el del reclutamiento local»[442].

Desde los tiempos de Constantino el ejército se recluta principalmente entre los pueblos bárbaros establecidos junto á las fronteras del Imperio, á los cuales conceden los Emperadores que se establezcan en territorio romano en virtud de un tratado, contrayendo ellos á su vez la obligación de servir en los ejércitos romanos. Las condiciones eran diversas, según los pueblos, pues mientras unos prestaban sus servicios sólo temporalmente, sin abandonar su patria para establecerse en territorio[295] romano, y por lo tanto, venían á ser como meros aliados que combatían bajo el mando de sus propios Generales y se regían por sus propias leyes; otros, conocidos bajo el nombre genérico de laeti, venían á ser verdaderos súbditos de Roma y transmitían á sus herederos, juntamente con las tierras que les habían sido asignadas, la obligación de combatir bajo las banderas de Roma. Los laeti, llamados también á veces gentiles, gozaban de plena libertad personal, estaban libres del pago del impuesto territorial y vivían aislados del resto de los provinciales (con los cuales les estaba prohibido contraer matrimonio), bajo la dirección de sus jefes especiales, designados en los documentos de la época con el nombre genérico de Prefectos.

Completábase el ejército con los que voluntariamente se ofrecían á ingresar en él, y con los soldados que los possessores tenían obligación de presentar. La duración ordinaria del servicio era veinte años, como en el período anterior, y la remuneración para atender á los gastos de alimento y equipo se hacía en metálico ó especie, según los casos. Cumplido el tiempo reglamentario, se les licenciaba, otorgándoles ciertos privilegios é inmunidades, cuya observancia les garantizaban las Constituciones imperiales. Consistían principalmente, en estar exentos ellos y su familia del pago del impuesto personal; en poder elegir libremente el domicilio que más les acomodase; en no estar obligados á sufragar las cargas de carácter local, ni se dedicaban á algún tráfico, á los impuestos indirectos de matrícula, aduanas y otros semejantes. A veces se les concedía lotes de tierra libres de impuestos, ó se les proporcionaban los medios necesarios para montar una pequeña explotación agrícola.

No tenían, como era natural, derecho alguno á tales mercedes y exenciones los que habían sido expulsados del ejército por indignos; aunque sí los que, teniendo[296] limpia su hoja, se habían inutilizado en el servicio.

Formaban parte del ejército, además de las milicias, así terrestres como marítimas, la Guardia real, que, dividida en varias secciones con denominaciones diversas, y mandada por dos Condes, varones espectables (spectabiles), constaba en junto de 3.500 hombres, y los domestici ó protectores, nombre que se daba á la guardia especial del Emperador; cuyos individuos, de categoría superior á los que hemos nombrado, se elegían entre los centuriones que habían cumplido ya los años de servicio. Eran sus jefes superiores dos Condes, con tratamiento de ilustres (illustres comites domesticorum).

El mando supremo del ejército regular estuvo desde el tiempo de Constantino á cargo de dos Maestres, jefe el uno de las fuerzas de infantería y el otro de las de caballería. Más tarde se aumentó su número y se modificó su primitivo carácter; y así vemos en la Notitia dignitatum ocho de estos funcionarios, de los cuales cinco pertenecían al Imperio de Oriente y tres al de Occidente, teniendo cada uno de ellos á sus órdenes un cuerpo de ejército, compuesto de fuerzas de infantería y caballería. Disponían los Maestres un numeroso personal subalterno (officium), algunos de cuyos miembros tenían el carácter de Oficiales. Los varios cuerpos de ejército que tenía bajo su dependencia cada Maestre, estaban dirigidos indistintamente por Duques ó Condes, con tratamiento de espectables. Las fuerzas de infantería se clasificaban por legiones, y la caballería por vexilaciones, unas y otras gobernadas por sus correspondientes Prefectos. A ellas se agregaban las tropas auxiliares con su organización especial. La vigilancia y defensa de las fronteras estaba á cargo de un Duque, el cual tenía bajo su mano á los jefes de las fuerzas acantonadas en los lugares respectivos (praefecti y prepositi).

[297]

§ 62.
Los Españoles en los ejércitos de Roma.[443]

La división de la Tarraconense en gentes sirvió de base al reclutamiento del ejército romano en este territorio, y cuando menos en la parte Norte de la provincia, la leva de las tropas auxiliares se hizo conforme á esta división[444].

El primero de los tres distritos militares de la Tarraconense citados por Estrabón[445] comprendía, según se infiere de su texto, los Conventos Asturicense y Bracarense y á los Carietos pertenecientes al Cluniense. «De este territorio, que fué el que durante más tiempo se resistió á los Romanos, y que aun después de sometido se quedó atrás respecto á los otros en punto á fundación de ciudades, pues constaba principalmente de civitates rurales, se sacó el mayor número de los cuerpos auxiliares, ya de una sola gente, ya de dos gentes vecinas entre sí. Es evidente que la antigua división de gentes sirvió aquí de base hasta bastante tarde á la recluta militar»[446]. Es de notar que de las regiones del Sur, Oriente y Centro de la Tarraconense no se hallan cuerpos auxiliares[298] con nombre especial. Debe, pues, admitirse que de estas comarcas en que las antiguas gentes se fundieron bien pronto en la nacionalidad romana se reclutaron las cohortes y alae Hispanorum (sin indicación especial de gens) frecuentemente mencionadas.

La provincia de Lusitania constituía un distrito de recluta que daba siete de cohortes de infantería; no se sabe que diera caballería, y estará su contingente seguramente entre los numerosos regimientos de caballería no designados con apelativos étnicos. En la Tarraconense se hacía la recluta en la región, ya en cierto modo autónoma, de Asturia y Gallaecia, según los tres conventos; de donde surgieron las seis cohortes Asturum, las cinco de los Bracaraugustani y las otras cinco de los Lucenses. En el resto de la Tarraconense se reclutaba por cantones en la parte Noroeste y por lo tanto en gran escala. Aquí pertenecen las dos alae de Arévacos, las dos cohortes, respectivamente, de Cántabros, de Vascones, de Várdulos y otras más. Agregábanse á esto para completar el contingente los Auxilia de los Hispani en general, por lo menos un ala y seis cohortes, que debían salir principalmente del Sur de la Tarraconense»[447].

§ 63.
Organización militar de la España romana.

Durante la República hubo constantemente en España cuatro legiones, cuyo número en la guerra contra los Astures y Cántabros se elevó á seis[448]. Fueron éstas,[299] según la opinión más probable[449], la V Alauda, la X Gémina, la IV Macedónica, la VI Victrix, y la I y II Augustas. A poco de terminada la guerra, se sacaron de España tres de estas legiones, á saber: la I y II Augustas y la V Alauda, quedando sólo las otras tres, ya en tiempo de Tiberio[450], estacionadas ó acampadas todas ellas en la Tarraconense[451], que era la provincia donde se consideraban más necesarias, pues la Bética estaba ya enteramente romanizada, y la Lusitania no parecía inspirar tampoco cuidado alguno.

Desde el tiempo de Vespasiano hasta los últimos tiempos del imperio, no hubo en España de ordinario con carácter permanente otra legión que la Séptima Gémina. Tuvo ésta su cuartel permanente en León, y quizá al principio en Astorga, y temporalmente en Itálica.

Destacamentos de Legionarios acampados en Ampurias y Denia, cuidaban de defender estos lugares de las incursiones de los piratas[452].

Para mantener á raya á los pueblos del Norte, recientemente vencidos, y consolidar mejor la dominación romana en las regiones del Centro y Norte de la Península, el territorio de la Tarraconense, gobernado por un legado del Emperador, se dividía en tres diócesis ó distritos militares, al frente de cada uno de los cuales había otro legado, siendo de notar que uno solo de ellos ejercía en tiempo de Augusto el cargo de Jurídico, y luego vinieron á desempeñarlo también los otros dos. La legión cuarta Macedónica, según resulta de monumentos epigráficos, descubierto el último en Sasamón[453], cerca de Burgos,[300] relativos á la división entre los prados de la mencionada legión y el territorio de las ciudades de Juliobriga y Segisamo, era evidentemente la que Estrabón menciona como acampada entre Asturias y el Pirineo.

Observa Mommsen sobre las inscripciones relativas á los prados de esta legión[454], que por ella se viene en conocimiento de cuál fuese el oficio de pecuarios de la legión, mencionado en inscripciones de la Germania y del África. Eran los pastores de los ganados que tenían las legiones.

Desde Augusto y Vespasiano hasta el tiempo de Claudio hubo en España tres legiones; desde éste hasta Nerón dos, al final del reinado de Nerón una sola, dos en tiempo de Otón, tres en el de Vitelio, y á fines del año 70, á consecuencia de haberse llevado sucesivamente á Germania, quedó España sin ninguna legión hasta que Vespasiano le asignó la septima Gemina.

Según Suetonio en la vida de Galba, este Emperador reclutó entre la plebe de la España citerior una legión, dos alas y tres cohortes. La legión VII Gémina[455] fué, pues, reclutada en España por el emperador Galba; y parece haber llevado en un principio el cognombre ó apelativo de su fundador, mudado después por Vespasiano, enemigo de la memoria de Galba, en el de Gémina, debido también á haberse fundido con otra legión en el reinado de Vespasiano. Además de este apelativo, usó también á veces el de Félix y el de Pía. Antes de ser destinada á España, y todavía en tiempo de Galba, estuvo de guarnición en Roma y en la Panonia, y luego en Italia, donde luchó heroicamente y con grandes pérdidas en la batalla[301] de Bedriaco. En el año 79 se la encuentra ya en España con los apelativos de Félix y de Gémina, nacido este último de haber sido reforzada con tropas de otra legión por Vespasiano, á consecuencia de las grandes pérdidas que sufrió en la guerra de Vitelio.

La defensa de las costas en algunas provincias, así senatoriales como imperiales, estaba á cargo de un prefecto especial, el cual reclutaba sus soldados en la respectiva provincia. Tal sucedía en la Tarraconense, donde hallamos un funcionario con el título de prefecto de la costa marítima Laeetana, que tenía á sus órdenes dos cohortes. En algún tiempo parecen haber sido dos los citados prefectos[456]. En la Bética se halla mención de un tribuno militar de cohorte marítima[457], cuyas atribuciones y objeto debieron ser análogas á las del prefecto de la Tarraconense.

Las islas Baleares eran regidas en lo militar por un prefecto pro legato, que debió tener bajo su mando cierto contingente de Legionarios ó auxiliares, en este concepto. La inscripción en que se conmemora á este funcionario es del año 65, ó sea del reinado de Nerón[458].

En tiempo de guerra parecen haber tenido todos los municipios el derecho de fortificarse y de armar á los ciudadanos y á los íncolas[459]. A este efecto, y según hemos[302] indicado ya, el Consejo municipal facultaba á los Duumviros, quienes tomaban todas las disposiciones necesarias y turnaban en el mando de la milicia municipal, ó delegaban este cargo en un prefecto que tenía la misma competencia que un tribuno del ejército permanente[460].


[303]

CAPÍTULO VIII[461]
INSTITUCIONES RELIGIOSAS[462]

§ 64.
La Religión.[463]

Los Romanos profesaban el principio de que cada ciudad debía tener su religión particular, y en consonancia con él, respetaban la de los pueblos conquistados, permitiéndoles practicar libremente sus cultos, sin que la autoridad romana interviniese en esta clase de asuntos, sino para proscribir ciertas costumbres bárbaras, como los sacrificios humanos.

Merced, sin embargo, á las colonias romanas que[304] transportaban á las provincias la religión de la Metrópoli, y á los municipios que se esforzaban por calcar sus instituciones sobre las de las colonias, adoptando el culto y la organización sacerdotal de Roma, el culto romano se difundió rápidamente. Para esto no tenían necesidad los provinciales de renegar de sus tradiciones religiosas particulares: antes bien conservaban, al lado de los romanos, sus cultos y sacerdocios locales.

No sólo las deidades genuinamente romanas, sino también las extranjeras recibidas en el Panteón romano, se difundieron rápidamente en la Península. Así en España encontramos muy extendidos los cultos orientales en los primeros siglos del Imperio. Concretándonos á los datos que nos proporcionan las inscripciones, vemos que del culto de Isis hacen memoria, además de la celebérrima inscripción de Acci, otras varias de Acci, Mirobriga, Bracara Augusta, Tarraco, Aquae Calidae y Valentia, en la última de cuyas ciudades existía un colegio de adoradores de Isis, sodalitium vernarum colentes Isidem[464]. A Serapis, que no era, como es sabido, sino una forma de Osiris, lo vemos mencionado en una inscripción de Pax Julia y en otra de Valencia. En otras inscripciones de Cazlona, Dertosa y Ampurias se menciona una divinidad panthea. En Valencia se ha encontrado asimismo una inscripción dedicada á Júpiter Ammon[465].

El culto frigio de la Magna Mater está representado por dos inscripciones de Olisippo, una de Capera y otra del Portus Magonis[466]. La última de ellas conmemora la dedicación de un templo levantado en honor de esta diosa por Lucio Cornelio Silvano. Finalmente, del culto y de los misterios de Mitras encontramos vestigios en[305] inscripciones de Emerita Augusta, Ugultaniacum, Malaca y Tarraco, y muy particularmente en una notabilísima, atribuída por Hübner á los Astures Trasmontani, en la cual se mencionan algunos de los grados jerárquicos del sacerdocio de este culto[467].

«Que la civilización romana penetró más temprano y con mayor intensidad en España que en ninguna otra provincia, se comprueba bajo diversos aspectos, especialmente en la Religión y en la Literatura.

Ciertamente, en las regiones donde perseveró por más tiempo el elemento ibérico y que se vieron libres de la invasión del elemento romano, como Lusitania, Galecia y Asturias, continuaron todavía bajo el imperio en sus antiguos santuarios los dioses indígenas con sus extraños nombres, terminados los más en icus y ecus, como Endovellicus, Eaecus, Vagodon-naegus y otros de este jaez. Pero en todo el territorio de la Bética no se ha encontrado ni siquiera una sola inscripción votiva que no se hubiese podido poner del mismo modo en Italia; y lo mismo sucede en la Tarraconense propiamente dicha, con la sola diferencia de encontrarse vestigios aislados de deidades célticas en la parte superior del Duero. Ninguna provincia del imperio romano fué tan enérgicamente romanizada bajo el punto de vista religioso[468]

§ 65.
El culto.

Dividíase el culto romano en público, que era el dirigido, organizado y sostenido por el Estado; y privado[306] como el particular y exclusivo de las familias y gentes, cuya celebración era incumbencia exclusiva de estas asociaciones. Subdividíase el culto público, que era considerado como rama de la administración general del Estado, en sacra popularia y sacra pro populo[469]. Los primeros son aquellos en que el pueblo intervenía directamente asistiendo á las solemnidades religiosas. Tales eran los sacra curiarum[470] y los que celebraban los habitantes de los pagi (sacra paganorum).

Los sacra pro populo eran los que el Estado dirigía y celebraba «para conservar la protección de los dioses, de la cual creía depender su existencia, su poder, su prosperidad y el éxito de sus empresas»[471], y á cuyos gastos atendía con los rendimientos de las rentas públicas[472].

Los sacerdotes no estaban ligados entre sí por ningún vínculo jerárquico. Eran, como se ha observado con razón, otros tantos funcionarios aislados, de diverso origen é importancia, agrupados alrededor del poder civil que representaba al Estado, á quien tienen la misión de auxiliar é iluminar, y sobre todo la obligación de obedecer. De los sacerdocios romanos unos eran individuales ó colectivos, subdividiéndose estos últimos en sodalitates y collegia, propiamente dichos.

Los sacerdotes dedicados exclusivamente al servicio de un culto determinado recibían el nombre de flamines[473].[307] Incumbencia suya era hacer el oficio de sacrificadores, y consagrarse por entero al culto de la respectiva divinidad; que así lo exigía la índole de sus funciones y el cúmulo de prácticas minuciosas á que estaban obligados. Las Corporaciones solían tener sus flamines especiales, á quienes nombraban, y que no se diferenciaban de los del Estado sino en la dignidad ó categoría. Las Corporaciones sacerdotales gozaban de verdadera autonomía; tenían derecho á reclutar por sí mismas su personal por medio de libre elección ó cooptación, á nombrar su presidente, á formar su presupuesto y no se diferenciaban de las asociaciones privadas sino en el carácter oficial, que se revela también en el reconocimiento de la eficacia legal de sus actos por parte del Estado, y en el hecho de que sus gastos estaban á cargo del Tesoro público. Entre estas Corporaciones descuellan las sodalitates ó cofradías consagradas á un culto determinado[474], distintas esencialmente de los collegia sacerdotales creados por el Estado para que fijasen la tradición religiosa é instruyesen al Poder público en sus deberes religiosos, y que venían á ser como asociaciones de teólogos y jurisconsultos, más bien que cofradías religiosas.

Entre los collegia sacerdotales, descollaban los de los[308] Pontífices y Augures, organizados en los municipios á semejanza de los de Roma. Las principales atribuciones de los Pontífices eran la formación del Calendario, la designación de los días fastos y nefastos, y la persecución de los delitos religiosos. Intervenían en los actos más importantes de la vida civil, como el matrimonio, la arrogación y la otorgación de testamento, y eran tenidos como únicos intérpretes de la tradición en lo relativo al jus sacrum[475].

Los Augures[476] eran los encargados de consultar la voluntad de los dioses para saber si tal ó cual acto verificado ya, ó que había de verificarse, era de su agrado. A este fin observaban los auspicia, nombre que se daba á las varias formas en que se creía ver manifestada la voluntad de los dioses, tales como el vuelo de los pájaros (auspicia ex avibus), los relámpagos (auspicia ex coelo) y otras cosas semejantes. Solían los Romanos explorar frecuentemente la voluntad de los dioses, especialmente sobre los actos políticos de más importancia; y de aquí la boga que tuvo entre ellos el arte augural y la gran influencia de los que lo cultivaban[477].


[309]

CAPÍTULO IX
EL DERECHO CANÓNICO[478]

§ 66.
La Iglesia católica y el Estado romano después de Constantino.

La Constitución dictada en Nicomedia en 13 de Junio de 313 vino á equiparar en derechos al cristianismo con la antigua religión, reconoció plenamente á los cristianos el derecho al libre ejercicio de su culto, y ordenó devolverles los templos y demás bienes confiscados á la Iglesia y á las demás corporaciones y sociedades cristianas que se encontraran en poder del Estado, ó en el de los particulares, indemnizando el Estado á los que de buena fe y con justo título las hubiesen adquirido.

La religión cristiana, tolerada únicamente hasta entonces, fué colocada al mismo nivel que la religión oficial. Si se considera que esta última agregaba al carácter de tal, el de no ser otra cosa que una rueda en el organismo político, se comprenderán fácilmente las consecuencias de aquel acto trascendentalísimo.

Numerosos edictos, dictados en brevísimo espacio, fija[310]ron de una manera determinada la posición de la Iglesia en el Estado romano, y prepararon su gradual transformación en Iglesia oficial y privilegiada. Concedióse á los templos cristianos la exención del impuesto de que gozaba la fortuna privada del emperador; se consideraron válidas las manumisiones de esclavos hechas ante los sacerdotes cristianos; otorgáronse á éstos todos los privilegios y exenciones de que gozaban los sacerdotes paganos; se facultó á la Iglesia para recibir herencias y legados; preceptuóse la observancia del domingo; se abolió el suplicio de la cruz en memoria de la muerte del Señor, y se derogaron las penas impuestas á los que permanecían en el celibato. Consecuencia de la exención otorgada á los que se consagraban al sacerdocio, fué que muchos, por disfrutar de ella y sin verdadera vocación, abrazasen el estado eclesiástico. Viendo Constantino que, por esta causa, decrecía el número de las personas aptas para el ejercicio de los cargos municipales, dictó una medida de carácter fiscal y ofensiva al decoro de la Iglesia, á saber: que no pudieran abrazar el sacerdocio los que poseyesen fortuna suficiente para soportar las cargas del municipio.

Constantino dictó también algunas leyes encaminadas á garantizar el libre ejercicio de la religión católica, ya prohibiendo los juegos seculares, ya eximiendo á los cristianos de la obligación de tomar parte en los sacrificios de los juegos capitolinos, ya prohibiendo á los harúspices entrar en las casas particulares, ya tomando otras disposiciones análogas.

Consecuencia de los privilegios otorgados al cristianismo, y de la posición tradicional del emperador respecto de la religión del imperio, fué su ingerencia en los asuntos eclesiásticos y sus relaciones con los representantes de la Iglesia. Las discusiones entre algunos de los obispos fueron ocasión inmediata de la intrusión del Emperador en los negocios interiores de la Iglesia, y su[311] intervención en los Concilios sentó un precedente que había de ser en extremo perjudicial durante los reinados sucesivos á los intereses religiosos.

En la lucha más viva y empeñada entre el cristianismo y el paganismo, á contar desde las reformas de Constantino, el Emperador, no sólo favoreció á la Iglesia de una manera directa y eficaz mejorando su posición en el Estado, sino también dictando resoluciones contra la antigua religión oficial. Así le vemos prohibir los sacrificios á los ídolos que solían hacerse en nombre del Emperador, prohibir la construcción de templos á los dioses y la terminación de los ya comenzados, así como fabricar ó erigir estatuas á las deidades paganas y otras de este jaez, á las cuales siguió la destrucción de muchos templos paganos, singularmente en Fenicia y en el Asia menor, tolerada sin duda por el Emperador. «Sólo en que no se derramó sangre,» dice un ilustre historiador, «lo cual fué ciertamente un progreso, que se manifiesta también en el predominio del principio humanitario en la legislación, se diferenció esta reacción, rápidamente acentuada contra el paganismo, de las persecuciones dirigidas anteriormente contra los cristianos[479]

§ 67.
La jerarquía eclesiástica.

De los primeros tiempos de la Iglesia data la división fundamental de los fieles en dos clases[480]: clérigos y legos, así como la distinción de los primeros en tres grados ú órdenes: Obispos, Presbíteros y Diáconos[481].

[312]

Aunque la diferencia entre Obispos y Presbíteros no era tan marcada en un principio como vino á serlo más tarde, es indudable que siempre existió diferencia entre ambos órdenes, y los primeros fueron siempre considerados como de superior jerarquía. Es, por lo demás, de todo punto incontrovertible que, desde comienzos del siglo II, aparecen con claridad como cargos distintos: el Obispo, Jefe y guía de la comunidad cristiana, administrador del culto, centro de unidad y representante al exterior de la Iglesia que regía ó gobernaba; y los Presbíteros como sus auxiliares en la administración del magisterio y del culto, constituyendo todos los adscritos á una misma Iglesia una Corporación ó asamblea consultiva, cuya importancia subía de punto en una época como ésta de que tratamos, en que era muy escaso el número de Cánones sobre materias de disciplina. Oficio suyo era también sustituir al Obispo en caso de ausencia ó enfermedad, y mientras estaba vacante la Sede.

Los Diáconos, que constituían el tercer grado en la jerarquía eclesiástica, auxiliaban á los Presbíteros en el ejercicio de su ministerio, singularmente en la administración del sacramento de la Eucaristía, y aun el del bautismo; esto último mediante autorización especial del Obispo. Desempeñaban también en los primeros tiempos, los oficios menores del servicio eclesiástico, y se dedicaban al cuidado de los enfermos.

Andando el tiempo y creciendo las comunidades cristianas, se hizo necesario distribuir algunos de los oficios que tenían á su cargo los diáconos entre otros clérigos, surgiendo de esta suerte como nuevos órdenes ó grados de la jerarquía eclesiástica los Subdiáconos, auxiliares inmediatos de los diáconos, los Lectores encargados de leer á los fieles la sagrada Escritura, y los Acólitos (cuyas funciones primitivas es difícil precisar) si bien se sabe que en general estaban á las órdenes de los sub[313]diáconos; los Exorcistas que tenían á su cargo á los energúmenos ó poseídos, y finalmente los Ostiarios, que vigilaban á las puertas de las iglesias. La instrucción de los catecúmenos, ó sea de los que habían de ser iniciados en la doctrina del cristianismo para poder ser admitidos en el seno de la Iglesia, estaba á cargo de maestros especiales designados con el nombre de Catequistas y Doctores[482]. Para auxiliar á los ministros del culto en determinadas ceremonias que no podían ser fácilmente desempeñadas por hombres, singularmente en la administración del bautismo, había otro grado eclesiástico peculiar de las mujeres, cual era el de las Diaconisas[483].

Aunque, en los primeros tiempos de la Iglesia, la elección de las personas que habían de desempeñar los cargos eclesiásticos la hicieron directamente los Apóstoles y sus sucesores inmediatos, acostumbraron para ello tener en cuenta la voluntad de las comunidades cristianas, y de aquí se derivó el derecho de confirmación ó asentimiento de que éstas gozaron respecto á las designaciones hechas por el Obispo. La elección del Obispo se hacía por el clero de la ciudad respectiva; y, ya desde los primeros tiempos, fué requisito indispensable para su validez la aprobación ó confirmación del Metropolitano y de los demás Obispos de la misma provincia[484].

[314]

§ 68.
Instrucción y requisitos del clero.

La instrucción del clero, en los principios del Cristianismo, fué obra directa de los Apóstoles y de sus sucesores; los cuales pusieron especial cuidado, en que ningún clérigo ascendiese á los grados superiores de la jerarquía eclesiástica, sin haber acreditado en los inmediatamente inferiores su capacidad y suficiencia. Pero ya desde fines del siglo II, las escuelas de catequistas extendieron su enseñanza también á la instrucción necesaria á los que se consagraban al ministerio eclesiástico.

Numerosas fueron desde los primeros tiempos las incapacidades para ser admitido á los sagrados órdenes, ó sea á los diversos grados del ministerio eclesiástico. No podían aspirar á ellos los neófitos, ni los casados por segunda vez, ni los que habían contraído matrimonio con viuda ó repudiada ó con persona de condición socialmente indecorosa, ni los que habían incurrido en penitencia eclesiástica, ni los que se habían mutilado á sí propios. Considerábase como la edad normal ú ordinaria para ser Obispo los cincuenta años, y para ser Presbítero los treinta. Más adelante se prohibió conferir las órdenes á los esclavos, á no ser que consintiera en ello el señor, y al efecto les otorgara la libertad[485]. Se prohibió también ser promovido desde luego al episcopado sin pasar antes por los grados inferiores; y se amenazó con la excomunión á los que abandonaban el estado eclesiástico para secularizarse. Establecióse que los Obispos, Presbíteros y[315] Diáconos perseverasen constantemente al servicio de las iglesias á que primeramente se habían consagrado, á no requerir su tránsito á otra, el interés ó conveniencia de la misma iglesia[486].

De derecho, no fué obligatorio en los primeros tiempos de la iglesia el celibato eclesiástico; bien que después de ordenado, no era lícito á ningún clérigo de los tres primeros órdenes ó grados contraer matrimonio, sino sólo á los diáconos, y eso únicamente cuando antes de ordenarse se habían reservado esta facultad; pero de hecho, era considerable el número de los clérigos que observaban el celibato, y de entre los continentes solían elegirse preferentemente los clérigos. El Concilio de Ilíberis preceptuó que los clérigos consagrados al servicio del altar, no pudieran ser elegidos nunca entre los que habían contraído matrimonio y perseveraban en él[487].

Este ejemplo ejerció gran influencia en la Iglesia de Occidente. Así vemos que el Papa León I prohibió también á los Subdiáconos que perseverasen en el matrimonio. Mas no por esto ha de creerse que tales preceptos fueran desde luego universalmente observados. Aun en la misma España duraba aún la antigua costumbre, muy generalizada, singularmente en los campos y en las pequeñas ciudades á fines del siglo IV. Mas el apoyo que daban á la nueva idea los hombres más importantes de la Iglesia no podía menos de asegurarle el triunfo en Occidente, mientras la antigua práctica subsistía y se arraigaba en la Iglesia oriental.

[316]

§ 69.
Exenciones del clero.

Constantino eximió á los clérigos de los cargos municipales; y su hijo Constancio les concedió también exención de los impuestos extraordinarios. Mas el hecho de consagrarse muchos al estado eclesiástico, movidos exclusivamente del propósito de librarse de las cargas inherentes á la entrada en las curias, fué causa de que Constantino prohibiese á los Curiales dedicarse al estado eclesiástico; á menos, según lo establecido por otros Emperadores, de que cumplieran las obligaciones que tenían respecto al Estado, renunciando á todos sus bienes en beneficio de la curia ó de alguna de las personas adscritas á ella.

Los eclesiásticos que se dedicaban al comercio para atender á su subsistencia estaban exentos, por una disposición de Constantino, de pagar el impuesto correspondiente; pero los abusos que esto ocasionaba hicieron que se restringiese este privilegio, y finalmente que fuese enteramente abolido por Valentiniano III, el cual prohibió á los clérigos en absoluto dedicarse al comercio, so pena de perder las otras inmunidades. El mismo Emperador suprimió las de no pagar los impuestos extraordinarios y de no contribuir á los servicios públicos, de que habían gozado en un principio los bienes de la Iglesia. Por breve tiempo también, y sólo bajo el reinado de Constantino, estuvieron libres los bienes de la Iglesia de los impuestos territoriales ordinarios.

[317]

§ 70.
Los bienes del clero.

El sostenimiento de los miembros del clero estaba á cargo de los fieles, los cuales solían hacer con este objeto donativos ú oblaciones en los actos del culto. Allegábase á este otro recurso no menos importante, cual era las propiedades que en concepto de corporaciones autorizadas, ó como se decía entonces, de colegios lícitos, podían adquirir y poseer las comunidades cristianas. Pero como todo ello no bastase en los primeros tiempos para el mantenimiento decoroso de los ministros del culto, en razón á la pobreza de la mayor parte de tales comunidades, érales á aquéllos necesario vivir de su fortuna particular y aún del trabajo de sus manos, como consigna el Concilio de Ilíberis[488].

El derecho otorgado por Constantino á las comunidades eclesiásticas de aceptar herencias y legados, fué causa de que se acrecentaran notablemente los bienes eclesiásticos. En las Iglesias episcopales, parte de las rentas las percibía el Obispo; otra parte el resto del clero, y lo[318] restante se destinaba á la conservación y reparación de los edificios eclesiásticos, según consignó con respecto á España, de acuerdo con la antigua disciplina de la Iglesia, el Concilio Tarraconense del año 516[489]. En cuanto á las Iglesias rurales, la administración de sus bienes correspondía al Obispo, el cual tenía derecho además, según el mismo canon del referido Concilio, á una tercera parte de las oblaciones de los fieles.

§ 71.
Las parroquias.

Las Iglesias establecidas en los distritos rurales, ya á contar desde el siglo IV fueron bastante numerosas, á causa de los progresos que en esta época había hecho ya el cristianismo; y si bien en un principio se intentó poner al frente de estas Iglesias, así como en las que radicaban en pequeñas ciudades, Obispos, á semejanza de lo que sucedía en las ciudades importantes, muy luego se desistió de ello, en vista especialmente de la oposición de algunos Concilios, por considerarlo atentatorio á la dignidad y autoridad episcopales. Hubo, pues, de encomendarse á Presbíteros la administración y gobierno de tales Iglesias: al principio con carácter provisional y escasas atribuciones, y después de un modo permanente y con más amplias facultades. De aquí surgió, al lado del sistema episcopal primitivo, vigente en las grandes ciudades, el sistema parroquial, con un culto completo en lo esencial y dirigido por un Presbítero; el cual aparece ya muy extendido en el siglo V en Occidente. La provisión[319] de los cargos parroquiales era atribución del Obispo del territorio respectivo; pero como muchas de estas Iglesias eran construídas á expensas de ricos propietarios territoriales, esto dió ocasión á que desde muy luego designasen estos mismos á los eclesiásticos que habían de estar al frente de tales Iglesias; por cuya razón, y verosímilmente desde mediados del siglo V, aparece el derecho de patronato.

Dentro de la circunscripción eclesiástica que abarcaba la parroquia surgieron, por exigirlo así la necesidad de atender á la población diseminada lejos de la Iglesia parroquial, ó por haber sido erigidas en devoción algún santo, otras Iglesias que, gobernadas por Presbíteros y á veces por Diáconos y otros clérigos inferiores, estaban, sin embargo, bajo la dependencia y jurisdicción del Presbítero que regía la Iglesia parroquial, el cual se reservaba ciertos derechos, y singularmente el de administrar el Bautismo, ostentando desde mediados del siglo VI, como el Presbítero principal de la Iglesia episcopal, el título de Arcipreste.

Todas estas Iglesias estaban sujetas á la jurisdicción del Obispo, el cual, según establecía en su canon 8.º el Concilio de Tarragona[490], debía inspeccionar anualmente su estado, y dictar en caso necesario disposiciones para su mejora y prosperidad.

§ 72.
La Diócesis y la organización metropolitana.

«Los Apóstoles, más bien que en el gobierno local de las cristiandades, se ocuparon en la dirección general[320] de la Iglesia. El episcopado y el diaconado fueron al principio funciones exclusivamente locales; y si la magistratura episcopal llegó á alcanzar más alta competencia, si cada Obispo tomó parte en cierto sentido en la dirección de la Iglesia universal, no es sino porque el episcopado heredó á la jerarquía apostólica, la cual estaba destinada á desaparecer.»

Más tarde vino á establecerse como regla que el más antiguo de los Presbíteros, al que se designaba con el nombre de Arcipreste ó Archipresbítero, fuese el que sustituyera ó representara al Obispo en las funciones sacerdotales. Asimismo el Diácono más antiguo, con el nombre de Archidiácono, era su principal auxiliar en la administración y en la jurisdicción, por donde este cargo llegó á tener considerable importancia.

Las primeras comunidades cristianas radicaron en las ciudades y se las denominaba parroquias, teniendo cada cual á su frente un Obispo ó Presbítero; pero en el siglo III surgieron también, como hemos dicho, en los campos ó distritos rurales; y el Concilio de Ilíberis se refiere á ellas cuando habla de Diáconos que regían á la plebe[491]. El conjunto de parroquias urbanas y rurales establecidas dentro de determinada circunscripción geográfica, venía á constituir una provincia eclesiástica; y la reunión de varias de ellas en un territorio, cuyos límites coincidían con los de las antiguas provincias del Imperio Romano, se denominó metrópoli. Los metropolitanos, sus jefes, eran de ordinario los Obispos de la capital de la provincia.

Es indudable que la organización metropolitana, y en general las divisiones eclesiásticas, se calcaron sobre las políticas; que hubo, por tanto, una Metrópoli en cada[321] una de las provincias civiles, punto éste sobre el cual están de acuerdo todos los Autores[492].

No sucede lo mismo con la época en que se introdujo, pues que algunos piensan que fué antes de Constantino, mientras otros autores creen que la presencia de seis Obispos españoles en el Concilio de Sárdica es el comienzo y la fundación del sistema eclesiástico metropolitano en España. «Estos seis Obispos, se dice, incluyendo á Osio, eran elegidos precisamente de cada una de las provincias eclesiásticas, que se formaron calcándose sobre las civiles, para representar en aquel Concilio á todas las iglesias de España. Se omite la séptima y dudosa provincia de Mauritania, porque hasta ahora no se ha[322] logrado aclarar su estado eclesiástico. Los Obispos españoles en Sárdica tomaron asiento y suscribieron en primer término, no sólo por un privilegio de honor ó preeminencia que le reconocieron los otros Padres del Concilio, sino también por preeminencia de autoridad, pues que estos Obispos aparecieron allí, unos como metropolitanos efectivos, otros como representantes de ellos.

«El gran Osio adquirió este mérito hacia la Iglesia de su patria. Mas no ha de creerse por esto que la nueva institución eclesiástica surgiera inmediatamente como un todo completo. Esta organización se desarrolló paulatinamente, y no sin numerosas luchas y complicaciones, como resulta de la epístola del Papa Siricio del año 385 al metropolitano Hierio de Tarragona, y de la del Papa Inocencio I sobre la división y la decadencia de la disciplina en las iglesias de España»[493].

§ 73.
La jurisdicción eclesiástica.[494]

En los comienzos del Cristianismo, los cargos de la magistratura estaban exclusivamente desempeñados por paganos; y además, las actuaciones judiciales, y en especial la prestación de juramento, estaban ligadas con ceremonias y prácticas gentílicas, en que no podían tomar parte los cristianos sin menoscabo de su fe. De aquí que San Pablo censurase duramente á los cristianos que llevaban sus litigios ante los tribunales[323] paganos, y que se considerase como apóstata al clérigo que invocaba su jurisdicción. Los Obispos y Presbíteros eran entonces los jueces de los cristianos, y respecto de ellos se consideraba tribunal competente á los Obispos de la misma provincia, reunidos desde fines del siglo II en Concilio metropolitano. Pero desde el momento en que el Cristianismo llega á ser religión del Estado, la facultad de decidir los litigios civiles sometidos á su arbitraje, de que hasta entonces habían gozado los Obispos, sin otra sanción que el consentimiento de los fieles, adquiere el carácter de verdadera jurisdicción. En virtud de una Constitución promulgada en el año 321, y cuya autenticidad, combatida hasta mediados del siglo actual por algunos escritores, no cabe ya poner en duda, reconoció Constantino fuerza legal á las sentencias dictadas por los Obispos en este linaje de asuntos, siempre que ambas partes hubieran convenido en someter sus diferencias al fallo de la autoridad episcopal. Diez años después promulgó el mismo Emperador otra Constitución, estableciendo que fuera suficiente la voluntad manifiesta de una de las partes para que el Obispo pudiera entender en el asunto contra la voluntad del otro litigante, aunque la causa se hubiera incoado ya ante los tribunales civiles. Contra las sentencias dictadas de esta suerte por los Obispos, no se admitía recurso ni apelación de ningún género.

Honorio, haciendo extensiva al Imperio de Occidente en 408 una Constitución dada por Arcadio para el Imperio de Oriente diez años antes, derogó las disposiciones de Constantino sobre el particular, privando á los Obispos de la jurisdicción en materia civil, y volviendo las cosas al ser y estado en que se encontraban bajo los Emperadores paganos. La Iglesia, sin embargo, siguió ejerciendo la jurisdicción en materia civil respecto de los clérigos, como directamente sometidos por razón de su[324] estado á la autoridad eclesiástica. Entre los Cánones conciliares encaminados á garantizar el ejercicio de la jurisdicción episcopal en este punto, es digno de especial mención el noveno del Concilio de Calcedonia (celebrado en 451), que impuso á los clérigos la obligación de someter sus litigios al fallo de sus Prelados, los cuales podían delegar esta facultad en árbitros nombrados al efecto. Sólo en el caso de que los Obispos no quisieran usar de este derecho, era lícito á los eclesiásticos personarse ante los tribunales civiles.

Valentiniano III dió nueva sanción en 452 á las disposiciones dictadas por Arcadio y Honorio, insistiendo muy particularmente en que los Obispos no tenían verdadera jurisdicción, sino en materias religiosas. La única reforma importante dictada con posterioridad bajo los Emperadores romanos en este punto se debió á Mayoriano, el cual restituyó á la Iglesia las amplias facultades que le había concedido el primer Emperador cristiano.

En materia criminal, el único privilegio otorgado á la Iglesia por los Emperadores fué la exención concedida en 355 á los Obispos de comparecer ante los tribunales seculares para responder de las acusaciones dictadas contra ellos. Pero este privilegio duró poco tiempo; pues consta haber sido expresamente derogado por Juliano el Apóstata, y no se tiene noticia de que fuera puesto en vigor nuevamente después de la muerte de este Emperador.

De la observancia de las Constituciones imperiales relativas á la jurisdicción eclesiástica en la España cristiana, nos ofrecen elocuente muestra los cánones del Concilio Toledano I, celebrado en tiempo de los emperadores Arcadio y Honorio. En efecto, el canon 11 del mencionado Concilio consigna terminantemente el principio de la jurisdicción episcopal en materia civil para[325] salvaguardar los intereses de los eclesiásticos y de los pobres contra los atentados de los poderosos»[495].

§ 74.
Relaciones entre la Iglesia española y la romana.

El Primado de la Iglesia de Roma, ó sea su supremacía respecto á las demás Iglesias, es un hecho reconocido ya desde el siglo I. Pero su importancia en esta época, que dista mucho de la que alcanzó más adelante, se limitaba á la conservación de la unidad de doctrina, y Roma no solía intervenir, sino cuando aquélla se veía amenazada por desviaciones en la fe ó en la disciplina. Por lo demás, las Iglesias particulares gozaban de una gran independencia en cuanto á su régimen y gobierno.

Desde el siglo IV el Primado de la Iglesia de Roma se fortalece, viniendo á ser reconocida su autoridad como suprema instancia en materias eclesiásticas, merced especialmente á los esfuerzos del Papa León I, que interviniendo en algunos asuntos importantes de carácter eclesiástico que se suscitaron en su época, así en Oriente como en Occidente, contribuyó á hacer más universal y patente el reconocimiento de la supremacía del Obispo de Roma. Sirvió de auxiliar al referido Papa en esta obra el emperador Valentiniano III[496], dando en el año 445 un[326] Edicto, en el cual establecía que nada pudiera intentarse en el orden eclesiástico sin la aprobación de la Iglesia de Roma.

En España evidencian el reconocimiento del Primado de la Iglesia romana durante estos primeros siglos, no solamente la apelación de los herejes Marcial y Basílides al Papa San Esteban contra los Obispos españoles á mediados del siglo III, y la de los Priscilianistas á San Dámaso contra el Concilio de Zaragoza, sino también las relaciones de los Prelados de España con este último Papa, con San Hilario y San León, y sobre todo, las Decretales pontificias regulando, á instancias y con el consentimiento de esos mismos Prelados, la disciplina de la Iglesia española, y los nombramientos de Vicarios ó Legados de la Sede apostólica[497] en España hechos por los Pontífices[498].


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LIBRO TERCERO
ESPAÑA VISIGODA


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CAPÍTULO X
RESEÑA POLÍTICA

§ 75.
Los Germanos.[499]

Los Germanos eran un pueblo de raza indoeuropea, como los Grecolatinos, los Celtas y los Eslavos, que segregándose en época inaccesible á la investigación histórica de las demás ramas de esa gran familia, penetraron en Europa, fijándose en el territorio de la Escandinavia. La fecundidad prodigiosa de los Germanos hizo que muy pronto fuesen estrechos los límites del territorio que primitivamente ocuparon para contenerlos. De aquí la necesidad de buscar nuevos países donde asentarse, y que ya en el período propiamente histórico, es decir, dos siglos antes de la Era Cristiana, se encontrasen diseminadas la mayor parte de sus tribus en el territorio de la Germania.

El origen de las invasiones germánicas data de los primeros tiempos del Imperio, mas no empiezan á generalizarse y á tomar carácter alarmante hasta mediados del siglo III, y singularmente en el período de los treinta tiranos. A contar desde el tiempo de Marco Aurelio, que emprendió varias campañas con feliz suceso, aunque con[330] escaso resultado, contra tan terrible enemigo, los Bárbaros fueron una amenaza constante para la integridad del imperio, que hubo de consagrar toda su atención y gastar sus mejores fuerzas en esta lucha. Obligado á transigir con ellos, el Imperio se decide á utilizarlos como auxiliares; y el ejército se recluta preferentemente, sobre todo desde los tiempos de Constantino, entre los bárbaros establecidos junto á las fronteras, á los cuales conceden los Emperadores que se establezcan en territorio del imperio en virtud de un tratado.

Son muy diversas las opiniones acerca del origen y carácter de la llamada invasión de los Bárbaros, ó sea la irrupción de los pueblos germánicos que penetrando en las Galias, España é Italia, se establecieron definitivamente en estas provincias. No debe considerarse como una irrupción sin precedentes, verificada á semejanza de la de los Mogoles, en la Edad Media, por tribus enteramente salvajes y en el territorio de Estados con los cuales no habían sostenido relaciones de ninguna especie, sino que por el contrario, según hemos visto, desde antes del siglo II de la Era Cristiana son frecuentes las relaciones, ya belicosas, ya pacíficas, entre los pueblos germanos y romanos, y una parte considerable de las tribus germánicas, se hallaban confederadas con Roma antes de la invasión general. Por tanto, estas invasiones, á diferencia de otras de que nos ofrece testimonio la Historia, no fueron sino la consolidación del poder bárbaro, que ya antes se había hecho sentir, aprovechándose de la corrupción general del imperio[500].

Bajo Honorio, los pueblos germánicos que singularmente desde el año 376, en que los Visigodos, huyendo de los Hunnos, penetran y se establecen definitivamente[331] en territorio del Imperio, no habían cesado de invadir las fronteras, sin que fueran parte á detenerlos más que los esfuerzos del gran Teodosio, penetran en grandes masas é invaden á Italia. El valeroso esfuerzo de Estilicon, vencedor en Pollentia de Alarico y de sus godos, á quienes obliga á volver á la Iliria, y de Radagais en Florencia, logra detener un momento la marcha invasora de los Bárbaros. Pero á la muerte de este bravo general (408), las hordas germánicas caen sobre Italia, é invaden las Galias y España.

§ 76.
Cultura é instituciones de los Germanos.[501]

La cultura de los Germanos al aparecer en la Historia, era análoga á la de los habitantes de la España central y septentrional al tiempo de la venida de los Romanos. Eran pueblos nómadas dedicados á la caza y al pastoreo,[332] sin moradas fijas, luchando constantemente en busca de medios de subsistencia, y agrupados en asociaciones de carácter familiar, semejantes á las gentilitates españolas.

Estos grupos de carácter familiar constituían á su vez, reuniéndose en determinado número, lo que los escritores á que nos referimos denominan tribus ó pueblos. Fuera de ellas no se encuentra en los Germanos de esta época otra forma social que dé idea de estar constituídos en verdaderos Estados. Solamente en épocas en que las diversas tribus se veían obligadas por razón del peligro común á unirse contra Roma, era cuando con carácter transitorio se confederaban bajo la dirección de un jefe común, elegido por representantes de las diversas tribus. Al frente de estas tribus se encontraban funcionarios[333] especiales elegidos por los jefes de las familias que las constituían.

En el antiguo Estado germánico la familia y la gens ejercían el mayor influjo en todas las esferas de la vida política. El hombre vivía jurídica, económica y militarmente en comunidad con sus parientes próximos y lejanos. La gente constituía una subdivisión en el ejército, y al asentarse sobre un territorio, en la aldea.

Entre los Germanos, como en todas las sociedades del mundo antiguo, había nobles, plebeyos y esclavos. La condición de estos últimos era menos dura que la del esclavo romano. No es posible precisar por falta de testimonios los privilegios de la nobleza, ni las gradaciones que en la misma existían. Sólo sabemos que su testimonio era ante los tribunales de más valer que el del común de los hombres libres, y que de ordinario iban mejor armados que ellos y rodeados de sus compañeros de armas (comites).

Tenían los Germanos dos clases de asambleas; la general de todos los hombres libres de cada nación (civitas), y las especiales de sus varias circunscripciones, denominadas por los romanos centenae ó pagi. Su competencia abarcaba la decisión de los asuntos judiciales y la distribución de administración de los campos, pastos y bosques. Ambas, pues, tenían el carácter de asambleas políticas y judiciales.

Las asambleas especiales del cantón ó de la centena llevaban á cabo la distribución de los campos, pastos y bosques. La Asamblea general decidía sobre la paz y la guerra, concedía el derecho de ciudadanía, intervenía en la emancipación, adopción y legitimación, y elegía los representantes del poder público. En los pueblos organizados monárquicamente, una de las principales atribuciones de la Asamblea popular era la elección del soberano, que debía hacerse necesariamente entre[334] individuos pertenecientes á determinada familia noble[502].

Aunque el rey era el jefe del ejército, no podía resolver por sí, sino con acuerdo del pueblo, sobre la paz y la guerra. No obstante, representaba al exterior al Estado, bien que el pueblo y los príncipes tuvieran también en ocasiones gran influencia en las relaciones internacionales.

A la cabeza de cada agrupación familiar ó territorial, había un príncipe elegido entre los individuos de la clase noble generalmente; y este cargo parece haber sido vitalicio.

Una asamblea consultiva de príncipes ú optimates trataba previamente todos los asuntos que habían de someterse después á la asamblea general: formaban parte de ella, así los miembros de la primera nobleza, como las personas de condición inferior distinguidas por su bravura, su edad ó su experiencia.

La asamblea general se reunía de ordinario una ó dos veces al mes en algunos Estados, y más de tarde en tarde en otros[503]. En los Estados germano-románicos las[335] asambleas de los grandes sustituyeron poco á poco á las asambleas generales del pueblo. Las dificultades que á veces ofrecía su reunión, por haber de concurrir á un punto muy distante de aquél en que debía celebrarse, fueron causa de que se fraccionasen en varios grupos algunos pueblos. Se ha observado que el rasgo característico, para juzgar si un pueblo ó raza formaba una sola nación, es la asamblea general.

El tribunal ó Asamblea judicial lo constituían los habitantes libres de cada pago, reunidos bajo la presidencia del Príncipe. Al frente de la administración de justicia estaban los Príncipes. Atribución suya era convocar y presidir, en lugares consagrados de antiguo por la religión y en este concepto inviolables, la asamblea judicial, constituída por todos los hombres libres capaces de empuñar las armas. Iniciábase con ceremonias religiosas, llevadas á cabo por el Príncipe como sacerdote de la centena. Asesorado éste de los miembros de la Asamblea, con quienes consultaba la sentencia (concilium) decidía luego (auctoritas) si ésta había de ejecutarse. De las sentencias dictadas por la Asamblea de la centena, que era el tribunal ordinario, no podía apelarse al Concilium ó Asamblea general del pueblo; pero era potestativo en las partes someter el litigio á una ú otra de estas Asambleas.


Los Germanos no conocieron al principio la propiedad individual de la tierra, incompatible con su género de vida nómada y errante. El territorio se consideraba como propiedad del Estado, el cual lo daba en usufructo, sirviendo de base á la distribución anual de los campos laborables, la división en gentes y familias. Tal era la organización de la propiedad territorial, según la describe[336] César, en el año 51 antes de Jesucristo[504]. En tiempo de Tácito, se había ya modificado esencialmente, por efecto de la extensa muralla que levantaron á los Romanos junto al Rhin, que puso coto al constante cambio de morada de los germanos, obligándoles á asentarse con carácter permanente. Las moradas de los germanos no fueron ya, como en lo antiguo, verdaderos campamentos, cuyas tiendas se podían levantar en un día dado para instalarlas en otro lugar, sino aldeas fijas formadas por casas de ladrillo, rodeadas de una pequeña huerta y con una construcción adyacente que servía para la conservación de los granos y de los frutos; todo lo cual era propiedad individual de la familia. Los procedimientos de cultivo muestran también cierto progreso con relación al tiempo de César, pues que en vez de roturar cada año, para dedicarla al cultivo, una nueva extensión de territorio, se dividía el conjunto de las tierras laborables en dos partes, una de las cuales se sembraba, dejando descansar la otra hasta el año siguiente. De las tierras que no entraban en la distribución general, parte se destinaba á sufragar los gastos del culto ó á otros fines del Estado, y el resto quedaba pro indiviso para aprovechamiento común.

La distribución de la tierra laborable se hacía en tiempos de Tácito teniendo en cuenta la jerarquía de los individuos, siendo, por tanto, diferentes los lotes de los nobles, de los hombres libres y de los libertos[505]. Los[337] esclavos no recibían lote alguno del Estado, y no entraban en suerte los individuos aislados, sino los jefes de familia. Se ignora si los reyes y los príncipes eran comprendidos en esta distribución, ó si, como parece más probable, tenían asignado con carácter permanente ciertos terrenos, en concepto de patrimonio del cargo que desempeñaban.


La autoridad del padre de familia sobre todas las personas que constituían ésta, y especialmente sobre la mujer y los hijos, se llamaba entre los Germanos munt ó mundium, palabra que significa protección y representación. La relación de parentesco se indicaba entre los[338] germanos con la palabra sippe. Aunque hay indicios de que en un principio no se consideraban como parientes sino los que lo eran por la línea materna, en tiempo de Tácito prevalecía ya enteramente el parentesco agnaticio. Distinguíanse dos grados en el parentesco: el primero, constituído por padres é hijos, y el segundo, que comprendía á todos los individuos de la sippe. La adopción y la legitimación, verificadas por firmas simbólicas, tales como el abrazar ó envolver el adoptante en su capa al adoptado, eran conocidas de los Germanos. El padre podía vender, exponer y dar muerte á los hijos recién nacidos; vender y dar en prenda á la mujer y á los hijos, y aun casar á las hijas contra su voluntad. El símbolo del munt era la framea, el arma nacional del germano, especie de azagaya ó machete estrecho.

«Entre los Germanos del tiempo de Tácito, las armas intervenían en los actos de la vida pública y de la privada, pues que ellas eran el instrumento de que habitualmente se servían para adquirir y para conservar lo adquirido. Puede decirse que en cierto modo el arma era parte de su persona. Si el Germano tenía derechos y deberes, era, cuando menos en los primeros tiempos, por el hecho de ser apto para combatir[506]. La cualidad de hombre libre se reconocía por el hecho de llevar armas, constitutivo de la personalidad jurídica del Germano. Al quitar las armas al prisionero de guerra se le privaba, por el mismo caso, del carácter de hombre libre. Los hijos del esclavo, esclavos á su vez, no podían llevar armas,[339] y cuando se les otorgaba la libertad se significaba, entregándoselas, el cambio de su condición jurídica. El hijo de padres libres no era considerado como miembro de la sociedad política, sino mediante la entrega de las armas hecha públicamente. La mujer, inhábil para combatir por razón de su sexo, no podía en un principio adquirir, ni conservar, etc.»

La patria potestad terminaba con la muerte del padre, y en vida de éste, al empuñar el hijo públicamente las armas ó al contraer matrimonio las hijas.

Cuando los hijos varones tenían el desarrollo físico necesario para servir en el ejército, debía llevarlos el padre á la Asamblea pública, donde, mediante la entrega de las armas, adquirían la plenitud de los derechos políticos. Considerábanse también desde entonces como emancipados, si coincidía este acto con el casamiento del hijo ó con emigrar á tierra extranjera. En otro caso, se necesitaba que el padre delegara en otra persona la facultad de emancipar al hijo por la entrega de las armas para que quedara emancipado. En dicha solemnidad solía cortarse el cabello al emancipado, y se le hacía un donativo, consistente de ordinario en el equipo militar. Idénticas á éstas, eran las formalidades que acompañaban á la legitimación y la adopción. Esta última no podía verificarse sino con el consentimiento de los hijos.

El matrimonio de las hijas tenía lugar, ó con el consentimiento del padre, que era la forma ordinaria, ó por el rapto de la desposada. Si este último tenía lugar entre individuos de la misma sociedad política, no producía todos sus efectos, á no ser que la familia de la mujer reconociese la legitimidad del vínculo. En otro caso, el matrimonio no surtía efecto alguno respecto á la familia de la mujer, y el padre conservaba la potestad sobre ella. Por lo demás, no necesitaba éste consultar la voluntad de la hija para casarla.

[340]

Tenía el matrimonio entre los Germanos el carácter de un contrato de compraventa. Mediante la entrega del precio convenido, el padre vendía al futuro esposo el munt sobre su hija. Intervenían también en el acto de la entrega dones recíprocos, de los cuales el del marido á la mujer llevaba el nombre de dote, y consistía en bueyes, un caballo domado, un escudo, framea y espada, significando esto que la mujer, emancipada por el padre y adoptada por el marido, venía á quedar bajo la potestad del último. La dote visigótica es, de entre todas las de los pueblos germánicos, la más semejante á la que se usaba en tiempo de Tácito[507]. La edad hábil para contraer matrimonio era los veinte años cumplidos. Aunque reinaba en general la monogamia; pero á los nobles se les permitía tener varias mujeres. Estaba prohibido el matrimonio entre libres y esclavos, y se miraba con malos ojos el matrimonio de las viudas.

A la muerte del padre de familia heredaba el munt, ó sea la autoridad respecto á la viuda y á los hijos, el mayor de estos últimos que ya estuviera emancipado. Las mujeres estaban sujetas á tutela perpetua, que ejercía sobre ellas el más próximo pariente.

Los individuos de la sippe estaban obligados á guardarse fidelidad y á protegerse recíprocamente. De aquí nacía[341] el deber de acusar ante los tribunales al que daba muerte á uno de los parientes, ó de castigarlo por medio de la venganza privada, si no es que prefería concertarse con la sippe del matador respecto á la indemnización del delito, cuyo importe se distribuía entre los parientes del muerto. De aquí nacía también la obligación de reforzar, cuando había lugar á ello, el juramento purgatorio de los parientes. Nadie podía salir de la sippe á que pertenecía, sino mediante una ceremonia solemne, por cuya virtud quedaba desligado de todos los derechos y deberes inherentes á esta cualidad, excepto el derecho á la herencia, que conservaba siempre la sippe respecto al que se separaba de ella.


La herencia legítima se transmitía de padres á hijos, y en defecto de estos últimos, heredaban los tíos y primos, según la proximidad del parentesco. El derecho de herencia, como se ha dicho con razón, descansaba más bien en la copropiedad de los miembros de la familia que en la sucesión propiamente dicha. Los hijos adoptivos heredaban como los legítimos. No se conocía el testamento, ni, por tanto, las disposiciones de última voluntad.

El derecho de obligaciones era en extremo sencillo. El contrato de prenda tenía por objeto, más bien que garantizar al acreedor su crédito, castigar al deudor moroso con pérdida de la prenda. El deudor podía dar en prenda, no sólo los objetos muebles de su propiedad, sino su misma persona. Antes de conocer la propiedad individual sobre la tierra no podía haber entre los Germanos enajenaciones de inmuebles entre particulares; pero desde el tiempo de Tácito, considerándose la casa y el terreno contiguo á ella como propios de la comunidad familiar, fué necesaria la intervención de todos los[342] miembros mayores de edad para llevar á cabo la enajenación. Las enajenaciones hechas á persona extraña á la comunidad política quedaban sin efecto si se oponía á ellas alguno de los que á ella pertenecían. No concebían los Germanos la existencia de contratos enteramente gratuítos. De aquí la necesidad de que, aun en las donaciones mediase algún dón, por insignificante que fuera, del donatario al donante, y aun á los testigos.


Base del sistema penal germánico, era la clasificación de los delitos en públicos, cuya persecución y castigo era incumbencia del Estado, y privados los cuales no se perseguían sino á instancia de parte, y de cuya pena, que era ordinariamente pecuniaria, una parte cobraba el Estado y otra el perjudicado ó sus parientes. Entraban en la primera categoría el allanamiento de los lugares que se consideraban inviolables, como los templos, las Asambleas políticas y militares y el domicilio de los individuos; los delitos de lesa majestad, como la traición, y el incendio, la deserción, el asesinato y los delitos contra la naturaleza. Pertenecían á la segunda los demás delitos contra las personas y bienes de los particulares[508]. Respecto á ellos, era potestativo en el ofendido ó sus parientes el concertar con el ofensor una indemnización pecuniaria, pedir su castigo ante los tribunales ó emplear la venganza privada (inimicitia)[509].

[343]

El Estado reconocía en ocasiones al ofendido y su familia, el derecho á castigar al ofensor ó indemnizarse por su propia mano del daño sufrido en la persona y bienes de éste y de su familia[510]. Ciertas reglas, de las cuales no era lícito separarse, regulaban el ejercicio de este derecho. Estaba prohibido matar á traición ó sustraer los bienes secretamente, así como penetrar en los lugares que tenían el privilegio de asilo, pues la inviolabilidad del domicilio era religiosamente respetada entre los Germanos. Sólo se exceptuaban de este privilegio del asilo, los que habían sido sentenciados públicamente. Para que fuese lícita la venganza privada era necesario, fuera de los casos notorios, que recayese sentencia declarando culpable, y por tanto muerto civilmente, al reo. Por virtud de ella, la persona y los bienes muebles de éste quedaban á merced del ofensor y aun de todo el mundo, sin que fuera lícito á sus parientes ocultarlo ni auxiliarlo en manera alguna.

Aunque no consta con certeza, respecto á la época de que tratamos, créese que existiría ya, como sucedía posteriormente en los reinos germánicos posteriores á la invasión, una tarifa para tales indemnizaciones ó composiciones, basada en la índole del delito y en la jerarquía social del ofendido. Cuando el daño causado no era[344] intencional, el autor no podía ser perseguido por la venganza privada, si bien se le obligaba á indemnizar del perjuicio causado.

Los sacerdotes, respecto de cierta clase de delitos, y el padre dentro del círculo de la familia y con intervención del consejo de ésta, ejercían cierta jurisdicción penal.


Conocían los Germanos dos clases de procedimientos: uno ordinario y otro extraordinario. Se iniciaba el primero, citando personalmente el actor al demandado para que compareciese ante el tribunal, y fijando el día en presencia de testigos. La falta de comparecencia era castigada. Una vez ante el tribunal, el actor exponía su pretensión con palabras y formas ya establecidas, de las cuales no le era lícito separarse sin perder el proceso. El demandante asentía á la pretensión ó la rechazaba, y luego el actor pedía solemnemente que se fallara el litigio, y el juez, consultando previamente con los principales miembros de la asamblea judicial, proponía á ésta la sentencia que debía dictarse.

Los medios de prueba eran esencialmente formalistas y se dirigían, más bien que á acreditar la verdad material, á demostrar la certeza jurídica del hecho alegado. Era competencia exclusiva del tribunal fijar el objeto de la prueba, y las partes no podían intentar por sí ningún género de contraprueba. Entre los medios de prueba, el más importante eran los testigos. El juramento hacía oficio de prueba subsidiaria. Entre los testigos, ocupaban el primer lugar los vecinos y parientes. Su número variaba según la importancia del asunto; y su oficio no era reforzar la verdad objetiva, sino la certeza subjetiva del juramento principal. Los Germanos primitivos conocieron también el juicio de Dios bajo estas dos[345] formas: la suerte, si se trataba de delitos capitales, y el duelo ó combate singular.

Dictada la sentencia, quedaba facultado aquél en cuyo favor se había fallado el litigio para ejecutarla por sí mismo mediante el derecho de prenda sobre la persona y bienes del colitigante, bajo la inspección judicial.

El procedimiento extraordinario se aplicaba á los reos cogidos infraganti, y era puramente ejecutivo. Para que tuviera lugar, se necesitaba que el ofendido hubiera gritado en demanda de auxilio, á fin de que los que le oyesen pudieran socorrerlo y testificar lo sucedido; que el criminal con las pruebas corporales de su delito fuese conducido atado ante el tribunal; y que la acusación se hiciera inmediatamente, y fuera reforzada con el testimonio jurado del ofendido y de un número suficiente de testigos. Si el reo cogido infraganti intentaba huir, podía matársele impunemente.

Rasgos fundamentales del procedimiento germánico primitivo eran: el carácter oral y público de las actuaciones; el predominio de la facultad de concertarse las partes, por virtud del cual queda reducida á estrechos límites la intervención del tribunal, y finalmente el dominio exclusivo de la forma cuando versaba sobre violaciones del derecho susceptibles de indemnización, dirigíase principalmente á sustituir el litigio con un contrato ó composición concertada entre las partes.

Los dos medios de prueba del procedimiento germánico primitivo, el juramento y el juicio de Dios, se fundan en la creencia de que Dios conoce lo pasado, y en este concepto puede castigar al que jura falsamente, y hacer patente por ciertas señales externas la verdad del hecho ó derecho discutido[511].

[346]

§ 77.
Los Visigodos.[512]

Los Godos, asentados desde muy antiguo en la Escandinavia y en parte de la Prusia actual, se dividían en dos grupos situados respectivamente á las orillas del mar Báltico, de donde les vino la denominación de Visigodos y Ostrogodos. Hacia el año 150 una agrupación considerable de Godos, empujada por otros pueblos de su misma raza probablemente, abandonó su patria, adelantándose hasta el Danubio, y pidiendo á los Romanos terrenos para establecerse. La insuficiencia del territorio les obligó á decidir otra emigración en masa. Emprendiéronla bajo el mando de su rey Filimer, llegando hasta la costa Norte del mar Negro, donde en el año 238 libraron la primera batalla con los Romanos. Por espacio de sesenta años lucharon sin tregua, aunque con vario suceso, con los Romanos, devastando é incendiando las más importantes ciudades de aquella parte del imperio, de la[347] Macedonia y el Asia menor. Al cabo de este tiempo y convencidos los Romanos de la imposibilidad de detener por más tiempo el empuje de los Bárbaros, sobre todo cuando sus fuerzas estaban distraídas en la lucha con los Alemanes junto al Pó, en contener las rebeliones que habían surgido en las Galias y en Egipto, y en la guerra con Cenobia, la célebre reina de Palmira, el emperador Aureliano, casi al día siguiente de la formidable derrota que le causara el emperador Claudio en las orillas del Morava, resolvió transigir con ellos, otorgándoles la posesión del territorio del lado allá del Danubio, ó sea la Rumanía y la Transilvania actuales y el espacio situado entre el Theiss y el Danubio. En su virtud, este territorio dejó de ser provincia romana en el año 270 de nuestra Era, trocando su nombre por el de Gotia.

No se nos ha conservado rastro de ninguna institución religiosa ni política que simbolice la de toda la raza goda, ni siquiera la unión de todas las fracciones de los Visigodos ó de los Ostrogodos. En sus correrías se asociaban frecuentemente con otros pueblos vecinos como los Gépidos, Borgoñones, Herulos, Sarmatas y Bastarnas, más bien que con pueblos de su misma raza.

Hermanrico, rey de los Ostrogodos, logró hacia el año 550 sujetar á su dominación á todos los pueblos, así germanos como eslavos y fineses, que habitaban en la orilla izquierda del Danubio, pero el vínculo que los unió fué puramente nominal. Los Visigodos siguieron entonces, como antes, divididos en muchos pequeños Estados y gobernados los unos por reyes y otros por jueces. Empujados por los Hunnos sobre el Danubio se acrecentaron sus divisiones hasta que reuniéndose algunas de sus tribus se formó con él un verdadero Estado.

Atanarico, aclamado Jefe de los Godos, después de la muerte de su rival Fridiger, concertó un tratado de paz y de alianza ó confederación con Teodosio, y á partir de[348] este momento los Godos se avienen á mantener relaciones pacíficas y de dependencia con Roma, dejándose cautivar é imponer por la cultura superior de este pueblo. Véseles, pues, al servicio de Roma en el ejército del Imperio, y á sueldo de éste en las varias provincias, ó asentados en las tierras que se les asignaron en la Tracia, bajo el mando de sus príncipes ó jefes. Después de la muerte de Atanarico, Alarico, vástago del nobilísimo linaje de los Baltos, aprovechando la circunstancia de la muerte de Teodosio (395) y el cambio que esto produjo en la situación de los Visigodos respecto al Estado romano, dió gran impulso al desarrollo político de su pueblo.

Las discordias civiles que ensangrentaron durante los últimos años del Imperio de Occidente favorecieron en gran manera, relajando los vínculos sociales é impidiendo que el poder central pudiera emplear sus esfuerzos contra los Bárbaros, su establecimiento con carácter permanente en las provincias del Imperio Romano. Así vemos que el año 409 de nuestra Era, varias tribus de origen germánico invadían nuestra Península por los Pirineos, y, según testimonio de un escritor coetáneo, Idacio, Obispo de Chaves, después de devastar el territorio, convinieron entre sí los territorios que cada uno había de ocupar, á fin de no tener ocasión de lucha, tocando á los Suevos la Gallecia, á los Vándalos la Bética y á los Alanos la Lusitania. Los Visigodos no tomaron parte en esta primera invasión de la Península; asentados como confederados de los romanos en la Galia Narbonense, y encontrándose por demás satisfechos con el dilatado territorio de las Galias, donde, no obstante su carácter de confederados, gobernaban como dueños absolutos, no acompañaron á los pueblos antes citados en sus correrías.

El fundador del reino visigodo, desde el momento en que este pueblo se asentó definitivamente en Occidente,[349] fué Ataulfo, cuñado de Alarico, el invasor de Roma. Hasta entonces los Godos, fuera de los que se establecieron en la Dacia, no habían hecho sino cambiar constantemente de morada; pero en tiempo de este monarca se asientan de un modo más permanente en el país situado en la parte Sur de Francia, ó sea en la Galia Narbonense y la Aquitania.

«Desde este momento comienza á desenvolverse prósperamente el pueblo godo. Había logrado ya el fin que prosiguiera en vano desde hacía cuarenta y cinco años: tener territorio propio, moradas permanentes y ventajosas, y con esto la base ó presupuesto de la vida política germánica y aun de la transformación del pueblo; aunque estrechamente ligados con Roma y con el peligro consiguiente á su dependencia del Estado romano, que Alarico había querido evitar. La romanización rápidamente progresiva de la nacionalidad visigótica, y sobre todo de su vida jurídica y política, se explica principalmente prescindiendo de la influencia de las regiones del Sur, desde tan antiguo y tan profundamente penetradas de la cultura romana, y de la mayor ductilidad del pueblo gótico, comparado con Francos, Alemanes y Lombardos, por la relación de confederado de Roma, bajo la cual se verificó la fundación del reino visigótico»[513].

A Ataulfo atribuyen los escritores coetáneos el propósito que realizó en parte en Italia el rey de los Ostrogodos, Teodorico, de aceptar desde luego las leyes y costumbres romanas como medio de acabar con el carácter feroz de las hordas que gobernaba y establecer un imperio; pero todas estas tentativas y propósitos de Ataulfo, que se manifiestan en algunos hechos notables de su vida, como su casamiento con Gala Placidia, hermana del emperador Honorio, disgustaron á los nobles Godos, que[350] hacen elegir á Sigerico, después del asesinato de Ataulfo. Sigerico que representa una reacción contra la tendencia del primero de romanizar á los Godos, fué pronto destronado por sus crueldades, sucediéndole Walia, quien, si bien no continúa del todo los proyectos de su hermano, significa una transacción entre las dos tendencias formadas dentro del pueblo godo.

El reinado de Alarico II es uno de los de más importancia para la historia de las Instituciones de España. Este monarca, aunque arriano, estableció una política de gran tolerancia con respecto á los católicos; y deseoso de librar á sus súbditos del estado anárquico de la legislación, concibió y llevó á cabo un Código de las disposiciones de derecho romano que habían de ser aplicadas por los tribunales en los litigios que se suscitasen entre los súbditos romanos de su Imperio. Resultado de esta tendencia altamente política fué el Código de Alarico, ó Lex romana Visigothorum, que no es en suma, como tendremos ocasión de decir, sino una recopilación de las disposiciones más importantes contenidas en el Código de Teodosio y en otros monumentos legales del pueblo romano que no habían perdido su carácter de actualidad. En cuanto á los Godos, continuaron gobernándose por su derecho consuetudinario y por funcionarios especiales distintos de los tribunales romanos. No sólo es importante el reinado de Alarico II por este concepto, sino también porque durante él tuvieron lugar las luchas formidables entre Visigodos y Francos, gobernados éstos por Clodoveo, y que dieron por resultado que los Visigodos perdieran gran parte de su territorio de las Galias, lo cual contribuyó á que fijaran más su dominación en la Península tratando de extenderla por nuevos territorios.

Otro suceso importantísimo de la historia política de la España visigoda, es la entrada de los Bizantinos en la Península.

[351]

Las contiendas civiles y las luchas á que daba origen el carácter electivo de la dignidad real entre los Visigodos, fueron ocasión de que los Bizantinos, aprovechándose de estas discordias y llamados para que le auxiliasen por uno de los magnates que pretendían y que por fin obtuvo el trono, por Atanagildo, viniesen á España y ocupasen una parte de su territorio en la parte Sur y Este (desde Gibraltar hasta Valencia), que continuaron dominando hasta Suintila. Esta dominación fué parte para que el contacto entre los Visigodos y Bizantinos fuera más directo, hasta el punto de que en determinadas instituciones se refleja la influencia ejercida por estos últimos.

El reinado más importante después del de Alarico II es el de Leovigildo. Leovigildo, después de Ataulfo, puede considerarse como el primero de todos los reyes godos, así por sus grandes condiciones de político, como por los sucesos que se verifican durante su reinado. Entre éstos, el más importante de todos fué la destrucción del reino de los Suevos, que, según hemos dicho, habían logrado en la repartición de España el territorio de la Galecia, y que, merced á su aislamiento supieron mantener su independencia; pero Leovigildo, aprovechándose de las luchas interiores de este pueblo, fué contra ellos y logró arruinar su imperio, incorporando al territorio visigodo el de los Suevos. Además logró expulsar de una parte considerable de su territorio á los Bizantinos, apoderándose de Córdoba, que era la capital de sus dominios en España, y penetrando en el territorio de Cartagena. De este modo ensanchó considerablemente los límites de la dominación visigoda, y habiendo labrado la unidad política de España quiso también realizar la religiosa. Sabido es que los Visigodos al penetrar en España habían sido ya convertidos al Cristianismo; pero abrazando la herejía arriana, mientras que los habitantes[352] de nuestro suelo eran católicos. Leovigildo, comprendiendo lo que había de influir en la consolidación de nuestro territorio la unidad religiosa, se empeñó en una lucha imposible, queriendo por fuerza obligar á los súbditos católicos á renegar del Catolicismo. Con ser un político tan consumado, hubo de convencerse de la imposibilidad de su propósito. Las persecuciones dieron por resultado una insurrección, al frente de la cual se puso su hijo propio Hermenegildo, convertido al Catolicismo por su mujer Yngunda. Leovigildo logró derrotarle, y, en vista de la resistencia que ponía, mandó darle muerte. Hecho, el de la insurrección, completamente comprobado, no sólo por el testimonio de escritores coetáneos, sino también por una inscripción hallada en Sevilla.

A la muerte de este monarca, le sucedió su hijo Recaredo, el cual, parte por convicción, parte porque también así convenía en el orden político, abjuró el Arrianismo y abrazó la religión católica, suceso de gran importancia para la historia de las instituciones jurídicas, porque á consecuencia de este hecho la influencia del clero se deja sentir de un modo extraordinario.

En los tiempos posteriores los sucesos más importantes son: la total expulsión de los Bizantinos de España, llevada á cabo por Suintila, y los reinados de Chindasvinto, Recesvinto y Wamba, que bajo uno ú otro concepto son de gran interés para nosotros, sobre todo el de Chindasvinto, en cuanto este monarca fué el que más trabajó por la fusión de las razas goda y romana suprimiendo la personalidad del derecho, y derogando la ley contenida en el Breviario de Alarico, según la cual no era permitido el matrimonio entre Godos y Romanos. Tanto Chindasvinto como su hijo Recesvinto se hicieron notar por disposiciones importantes encaminadas á regularizar la administración de justicia y hacer que fuera menos arbitraria. Wamba también se distingue en este[353] concepto, formando época sus reformas en la historia de las instituciones militares de los Visigodos.

A contar desde este monarca, se inicia la decadencia del reino visigodo. Causas de muy diversa índole vienen á debilitar su organización, fuerte y robusta en la apariencia. Tales fueron el carácter electivo de la dignidad real, la ineficacia de las gestiones de los monarcas para trocar ésta en hereditaria, el antagonismo de los súbditos de origen romano y godo, que no desapareció aun después de las medidas llevadas á cabo para su fusión, y por último, las conspiraciones constantes de los grandes, que privaban de unidad á la monarquía. Estas causas, unidas á la desmoralización general en la última época, explican cómo bajo el reinado del último monarca visigodo bastase la pérdida de una sola batalla para entregar casi por completo á merced de los vencedores el territorio de la Península, pues, si bien es cierto que hubo alguna resistencia; después de la batalla del Guadalete no encontraron eficaz oposición los invasores árabes.


[354]

CAPÍTULO XI
FUENTES DEL DERECHO EN GENERAL[514]

§ 78.
La personalidad del derecho en los reinos germánicos.

Al establecerse en las provincias del Imperio, los Germanos toleraron que los antiguos habitantes siguieran rigiéndose por las leyes romanas, que subsistieron, por tanto, al lado del derecho germánico, por que se gobernaba el pueblo dominador. Las ideas peculiares de los Germanos respecto á la naturaleza del derecho, dan la clave de esta diversidad. No era el menosprecio del[355] germano hacia los pueblos vencidos y subyugados quien le impulsaba á no imponerles su propia ley, sino la costumbre de las tribus germánicas, consecuencia necesaria de su vida nómada y errante, de considerar el derecho de cada pueblo como patrimonio exclusivo suyo, y respetarlo en este concepto. De aquí que en los reinos germánicos que se levantaron sobre las ruinas del imperio, la legislación romana, de territorial y general, se trocara en meramente personal como las leyes germánicas. Entre los Borgoñones y Visigodos, que se establecieron á título de confederados en el territorio del imperio, contribuyó también á que se respetara el derecho de los provinciales, el carácter de lugartenientes del Emperador en que los reyes germánicos fundaban su soberanía.

Al asentarse en sus nuevas moradas, los Germanos se resolvieron á codificar las normas jurídicas que hasta entonces habían tenido vigor entre ellos como derecho consuetudinario; impulsándoles á esto la desaparición de las antiguas Asambleas populares, incompatibles con la organización municipal romana respetada por los Germanos. Concentrada la administración de justicia en manos de los funcionarios reales, no era conveniente otorgar á éstos, sin peligro, la libertad de que habían gozado las antiguas Asambleas en la aplicación del derecho. Juzgóse, pues, necesario poner dique á la arbitrariedad, consignando por escrito en Códigos promulgados por el poder real el derecho vigente, con los complementos y modificaciones aconsejadas por las nuevas condiciones políticas y económicas. El derecho germánico regía como derecho común, incluso para los romanos en sus relaciones con los conquistadores germánicos; y sólo en las relaciones privadas de los romanos entre sí, regía para éstos su legislación particular. «Como por efecto de esta tolerancia tenían que ser aplicadas dos distintas legislaciones en un mismo Estado, para impedir su[356] confusión, creyóse necesario codificarlas ambas, y de aquí los Códigos romanos y germánicos de los Borgoñones, Visigodos y Lombardos»[515].

§ 79.
La ley romana de los Visigodos.[516]

Antes del establecimiento de los Visigodos en las Galias y España, el derecho vigente entre los provinciales eran los escritos de los jurisconsultos mencionados en la Ley de citas, los Códigos Gregoriano, Hermogeniano y Teodosiano, y las Novelas de Teodosio II y de sus sucesores; pero como estas fuentes contenían muchas disposiciones poco ó nada en armonía con las circunstancias, y otras contradictorias entre sí, de donde se originaba una verdadera anarquía en la práctica de los tribunales, Alarico II emprendió la tarea de codificar el derecho de los provinciales, eliminando lo anticuado é inaplicable. Nombró, pues, una comisión presidida por el Conde palatino Goyarico, la cual dió cima á su tarea en el año 506. «El Código original, aprobado por los nobles y prelados y sancionado por el Monarca, se depositó en el Archivo real de Tolosa, y se enviaron copias autorizadas de él, expedidas por el canciller Aniano, á todos los Condes, con encargo expreso del Rey de que en lo sucesivo no pudieran alegarse ante los tribunales, ni[357] éstos pudieran atenerse en sus fallos á otras prescripciones del derecho romano que las incluídas en dicho Código. Tal fué el origen de la Lex romana Visigothorum, designada arbitrariamente por los primeros editores, por los nombres del Monarca que la sancionó y del Canciller que la refrendó, con los de Breviarium Alarici y Breviarium Aniani»[517].

Incluyéronse en él, aunque á veces muy abreviados, los diez y seis libros del Código Teodosiano, varios títulos de las Novelas de Teodosio, Valentiniano, Marciano, Mayoriano y una constitución de Alejandro Severo; un Epítome de las Instituciones de Gayo, las Sentencias de Paulo, los Códigos Gregoriano y Hermogeniano y el libro I de las Respuestas de Papiniano.

Para facilitar la aplicación del Código, se añadió al texto en muchos lugares un comentario (Interpretatio) que explica á veces, y á veces contradice, los preceptos del Código. La Interpretatio es una de las fuentes más importantes y fidedignas para conocer el derecho, especialmente el civil, vigente á la sazón en el territorio del antiguo imperio romano. No es menor su importancia por la viva luz que arroja sobre el desenvolvimiento, poco conocido hasta el presente, del derecho romano en el período que media entre la desaparición de la jurisprudencia clásica y las empresas legislativas de Justiniano[518].

«A diferencia del edicto de Teodorico y de la Ley romana de los Borgoñones, que fundieron inhábil y groseramente en una nueva redacción los preceptos del derecho romano interesantes para la práctica,» la Ley romana de los Visigodos conservó, á lo menos en su mejor parte, el derecho romano imperial, é intentó conservar[358] también parte de la jurisprudencia clásica. De aquí que, mientras los Códigos ostrogodo y borgoñón perdieron toda importancia práctica con la ruina del reino á que pertenecían, el Breviarium Alarici, á pesar de haber perdido su validez, aun en España mismo, por la unión de romanos y visigodos bajo un Código único (la Lex Visigothorum nuevamente refundida), sin embargo, continuó mostrando su vitalidad en Occidente. Fué la Lex romana del Occidente de Europa y dominó en este concepto (aunque á veces sólo por medio de malos extractos) la vida jurídica románica en el Sur de Francia y en algunas partes de la Alemania del Sur (Recia) hasta el siglo XI»[519].

§ 80.
Las compilaciones del derecho visigodo anteriores á Chindasvinto.

La primera codificación del derecho peculiar de los Visigodos se verificó bajo el reinado de Eurico[520] (466-484), probablemente cuando independiente ya de hecho este monarca, por efecto de la ruina del imperio de Occidente, comenzó á reinar en nombre propio en las Galias y en España[521]. No ha llegado hasta nosotros en su forma original el Código de Eurico; parte de sus leyes debieron incluirse en dos Compilaciones de que trataremos después, atribuídas á Eurico por algunos autores.

De Leovigildo, se sabe que reformó el Código de Euri[359]co, modificando algunas de sus disposiciones menos acertadas, suprimiendo las superfluas y agregando otras omitidas por aquél[522]. Las modificaciones que hubo de sufrir el estado de cultura del pueblo visigodo, en el tiempo transcurrido desde Eurico hasta Leovigildo, debieron ser parte para que las reformas introducidas por este último en la legislación existente no fueran escasas ni de poca monta. En cuanto á la índole y carácter de estas reformas, son muy diversas las opiniones. No habiendo llegado hasta nosotros la compilación de Leovigildo, queda ancho campo á la hipótesis en este punto. Sin embargo, el tono de aprobación á sus reformas que se observa en el texto de San Isidoro, parece venir en apoyo de la opinión que supone haber sido conciliador el sentido de tales modificaciones, y encaminarse á atenuar el antagonismo entre vencedores y vencidos, haciendo concesiones á estos últimos.

Si no ha llegado hasta nosotros la redacción de la Ley de los visigodos debida á Leovigildo, en cambio poseemos, aunque escasos en número, importantísimos fragmentos (los capítulos 276-336) de otra compilación llevada probablemente á cabo por su hijo y sucesor Recaredo I[523].

[360]

No todas las disposiciones contenidas en los fragmentos del Código de Recaredo, ni quizá la mayor parte, proceden de este monarca: algunas de ellas deben remontarse al tiempo de Eurico, y otras traen indudablemente su origen de Leovigildo, según claramente lo indica el legislador al remitirse á leyes dictadas por su padre. En estos fragmentos prepondera evidentemente la influencia del derecho germánico sobre la del romano. No es tarea fácil fijar á cuál de esta influencia hayan de referirse determinadas prescripciones de este Código, en razón á la semejanza ó identidad de la doctrina de[361] ambos derechos sobre ciertas materias. Sus principales disposiciones se encaminan á regular las relaciones entre visigodos y romanos, especialmente en lo tocante á la propiedad del suelo. Es de notar que las emanadas del derecho romano, parecen derivadas del Breviario en la mayor parte de los casos. Este Código refleja la influencia eclesiástica, reconociéndose la autoridad de los cánones con ocasión del precepto del capítulo 306, concerniente á la enajenación de bienes eclesiásticos. Hay también disposiciones cuyo origen no puede referirse al derecho romano ni al germánico, y que hubieron de excogitarse para suplir en algunos puntos la insuficiencia de estas legislaciones.

Tenemos asimismo una compilación de fecha incierta, formada verosímilmente después de la redacción del Código de Recaredo, y de la cual se han descubierto recientemente catorce fragmentos relativos al derecho de sucesión, al procedimiento civil, á las donaciones y á la condición de los siervos[524]. Es dudoso si la compilación de[362] que formaban parte tuvo carácter general y oficial, ó más bien local y privado. La primera de ambas opiniones parece más probable, si se considera que el derecho visigodo, por su índole autoritaria y exclusiva, casi hacía imposible el que surgieran trabajos de compilación de carácter privado. De todas suertes, es indudable que en los fragmentos á que nos referimos, se utilizaron, así la interpretación del Breviario, como el Edicto de Teodorico.

§ 81.
Las compilaciones de Chindasvinto, Recesvinto, Ervigio y Egica.[525]

El reinado de Chindasvinto forma época en la historia de la legislación visigoda. Este monarca, á fin de promover la fusión entre los súbditos romanos y germánicos de su Imperio, no sólo derogó la prohibición de matrimonios entre ambas clases, consignada en el Breviario, sino que derogando también el principio de la personalidad del derecho hasta entonces vigente, declaró sin fuerza ni vigor legal la compilación de Alarico II, y preceptuó que de allí en adelante rigiera una misma legislación para todos los súbditos visigodos[526]. Como consecuencia de esta última disposición, y á fin de facilitar la tran[363]sición de las legislaciones especiales al sistema de legislación común que acababa de inaugurar, no se limitó á hacer extensivas para los súbditos de origen romano las leyes dictadas por sus predecesores para los súbditos de origen germánico. Aplicóse, pues, á emprender una nueva codificación en armonía con el principio de unificación y de transacción que la daba origen. Revisó y modificó, dando mayor participación al derecho romano, la compilación de Recaredo, que constituyó el núcleo principal de su trabajo, y dictó leyes nuevas en que predominó también la influencia de esta última legislación. Al mismo trabajo de revisión hubo de sujetar las constituciones ó edictos de los monarcas posteriores á Recaredo.

Su hijo y sucesor Recesvinto llevó á cabo dos nuevas redacciones del Código visigótico. En la primera, dejó separados los tres elementos de su obra, ó sean el Código de Recaredo, las leyes de Chindasvinto que no había derogado y las dictadas por él mismo. En la segunda, fundió todos estos elementos en una compilación de carácter sistemático, la cual ha llegado hasta nosotros y sirvió de base á la redacción del Código visigodo en su forma última ó definitiva[527].

Entre los sucesores de Recesvinto, se distinguieron por su actividad legislativa Wamba, que se aplicó especialmente á reformar el derecho en lo relativo á la organización militar, y Ervigio por sus severas leyes contra los judíos.

Ervigio[528] y Egica llevaron á cabo nuevas revisiones de[364] la ley visigoda, el primero en el año 682, y el segundo en el año 693.[529]

La conjetura de que todos los monarcas visigodos, desde Chindasvinto hasta Witiza, promulgaron el Código al comienzo de sus reinados, carece de sólido fundamento.

El Código visigótico en la última forma que alcanzó, y que se nos ha transmitido por el mayor número de manuscritos que de él se conserva, es una compilación sistemática ú ordenada por materias, en lo cual parece haberse querido imitar al Código Teodosiano. Consta de doce libros, cada uno de los cuales se subdivide en cierto número de títulos, teniendo unos y otros sus correspondientes epígrafes. Dentro de cada título, se insertan varios capítulos, también con epígrafes especiales, que indican la materia sobre que versan. Es de notar que en algunos casos designa el mismo Código con el nombre de era estas leyes ó capítulos, los cuales van acompañados del nombre de uno de los monarcas visigodos, siendo muy grandes las diferencias que ofrecen, respecto á ellos, los varios manuscritos. Muchas de las leyes van precedidas de las palabras Antiqua ó Antiqua noviter emendata. Sobre la significación de estos calificativos, son muy diversas las opiniones. Parece la más probable, que el de Antiqua se aplicó á las leyes procedentes de la compilación de Recaredo, y el de Antiqua noviter emendata á estas mismas leyes en cuanto habían sido modificadas por otros monarcas posteriores, cuyos nombres se indican[365] también en los epígrafes. Hay también algunas leyes que carecen de epígrafe.

Los largos preámbulos que las preceden, donde se citan frecuentemente textos de la Sagrada Escritura y se trata de justificar las disposiciones en ellas contenidas, se explican, atendido que el Fuero Juzgo fué una obra de transición en que se fundieron elementos heterogéneos, y en que, al mismo tiempo que se fijaban nuevos preceptos obligatorios para los súbditos, se pretendía instruirlos en los principios que informaban esas disposiciones que no les eran familiares[530]. Ello es que, así por lo completo de sus disposiciones, como por representar un grado de cultura superior al de las demás naciones germánicas, aventaja con mucho el Fuero Juzgo á otros Códigos de estos pueblos.

§ 82.
Fórmulas visigóticas.[531]

Dáse este nombre á una colección incompleta de modelos para la redacción de documentos ó escrituras públicas, formada verosímilmente en el reinado de Sise[366]buto por un notario de la ciudad de Córdoba, con el objeto de facilitar á los que se dedicaban á este último oficio el desempeño de su tarea, ofreciéndoles modelos á que acomodarse en la redacción de los documentos de uso más frecuente. Fúndase esta opinión acerca del lugar donde hubo de redactarse la colección de que tratamos, en el hecho de mencionarse en una de las fórmulas la ciudad de Córdoba; así como el consignarse en otra de ellas, que se escribió en el año cuarto del reinado de Sisebuto, induce á creer que la colección, cuyas diversas fórmulas ofrecen cierto carácter de unidad, no es anterior á esta fecha, ó sea al año 615. Debe colocarse por tanto su redacción entre los años 615 y 620, en el último de los cuales murió Sisebuto.

Las fórmulas de que consta, están agrupadas generalmente por razón de la identidad ó conexión de las materias sobre que versan. Muestran, por lo demás, amalgamados los principios del Derecho germánico y del romano, generalmente; bien que no pueda sostenerse que haya en ellas vestigios del Derecho justiniano. Aunque algunas se destinaban únicamente á los súbditos romanos, muchas de ellas debieron ser comunes á ambos pueblos. En general, son interesantísimas para el conocimiento del Derecho romano vulgar, ó sea del vigente entre los provinciales sometidos á los conquistadores germánicos, y modificado en virtud del cambio de las condiciones políticas y económicas consiguiente á la invasión, y de la decadencia de la legislación y de la ciencia del Derecho en los últimos tiempos del Imperio romano.


[367]

CAPÍTULO XII
FUENTES DEL DERECHO CANÓNICO

§ 83.
Epístolas decretales.

Los documentos de este género pertenecientes al período de que tratamos son:

1. Epístola de Simaco á Cesario, obispo de Arlés, del año 514, encomendándole el vicariato de la Sede apostólica en las Galias y España[532].

2-7. Seis epístolas de Hormidas: la primera del año 517, á Juan, obispo de Elche (y según otros manuscritos de Tarragona) confiándole el Vicariato de la Sede Apostólica en España[533]; la segunda á todos los Obispos españoles sobre varios puntos de disciplina[534]; la tercera á los mismos para que no recibieren en su comunión á los del clero griego que viniesen á España, si no suscribían antes una profesión de fe que enviaba el Pontífice[535]; la cuarta del año 519 á Juan, obispo de Elche, participándole haber vuelto á la comunión católica la Iglesia de Constantinopla[536]; del año 520, una á Salustio, obispo de[368] Sevilla, nombrándole su legado en la Bética y la Lusitania, con la misma salvedad que se encuentra en la carta á Juan de Elche respecto á los derechos de los metropolitanos[537]; y otra al Episcopado de la Bética, mostrándose satisfecho de la buena armonía que reinaba entre sus miembros, y haciendo mérito, entre otras cosas, de la Epístola anteriormente dirigida á Salustio[538].

8. Epístola de Vigilio á Profuturo, obispo de Braga, del año 538, acerca de la herejía priscilianista[539].

9-15. Siete epístolas de Gregorio I: una del año 591, á Leandro, arzobispo de Sevilla, manifestándole, entre otras cosas, su alegría por la conversión de Recaredo[540]; dos del 595, al mismo, acerca de los escritos del Papa[541]; y otra de 599 también á Leandro de carácter familiar, enviándole el palio[542]. Hay otra Epístola del mismo Gregorio de 599 á Recaredo elogiándole por la conversión de los godos al Catolicismo y sobre otros varios asuntos[543].

16-17. Finalmente, dos Epístolas de León II (682-683); una á Ervigio y otra al Episcopado español.

§ 84.
Los cánones conciliares.[544]

Los Concilios celebrados en España y en el territorio de las Galias dominado por los Visigodos, después de[369] la ruina del Imperio romano, fueron, según el orden cronológico, los siguientes:

El de Tarragona, de 516[545]; el de Gerona, de 517[546]; el segundo de Toledo, de 527[547]; el primero de Barcelona, de 540[548]; el de Lérida, de 546[549]; el de Valencia, del mismo año[550]; el primero de Braga, de 563[551]; el segundo de Braga, de 572[552]; el tercero de Toledo, de 589[553]; el de Narbona, de 589[554]; el primero de Sevilla, de 590[555]; el segundo de Zaragoza, de 592[556]; el provincial de Toledo, de 597[557]; el de Huesca, de 598[558]; el segundo de Barcelona, de 599[559]; el provincial de Toledo, de 610[560]; el de Egara (Tarrasa), de 614[561]; el segundo de Sevilla, de 619[562]; los Concilios cuarto (633)[563], quinto (636)[564],[370] sexto (638)[565], séptimo (646)[566], octavo (653)[567], noveno (655)[568] y décimo (656)[569], de Toledo; el de Mérida, de 666[570]; el undécimo de Toledo, de 675[571]; el tercero y cuarto de Braga, hacia 675[572]; los Concilios duodécimo (681)[573], décimotercio (683)[574], décimocuarto (684)[575] y decimoquinto (688)[576], de Toledo; el tercero de Zaragoza, de 691[577], y los Concilios décimosexto (693)[578] y décimoséptimo de Toledo (694)[579].

§ 85.
Colecciones canónicas.

Reconocida en la Iglesia de España la autoridad de las Epístolas pontificias y de los Cánones conciliares[580],[371] se hizo sentir muy luego la necesidad de reunir en colecciones ó repertorios para uso del Clero las disposiciones emanadas de dichas fuentes. Cinco colecciones canónicas, redactadas en España durante el período de que tratamos, han llegado hasta nosotros. Desígnanse respectivamente con los nombres de Epítome hispánico, Colección Hispana, Colección del manuscrito de Novara, Capitula Martini é Hispana sistemática.

La más antigua de las colecciones canónicas españolas que ha llegado hasta nosotros, es la denominada Epítome-Hispánico[581], resumen ó abreviación, como este nombre indica, de una colección anterior dividida en dos partes, que contenían respectivamente cánones conciliares y epístolas de Sumos Pontífices; división primitiva que siguió también generalmente el abreviador, hombre por otra parte de escasa cultura, según se revela en su obra. El autor hubo de tomar como base de su trabajo una colección redactada en las Galias y conservada en Alcalá, como lo indica el hecho de mencionar que toma alguno de los concilios en ella incluídos de libro complutensi. La redacción del Epítome hubo de verificarse entre los años 598, fecha del último concilio incluído en la colección, y el 633, en que se celebró el cuarto concilio de Toledo, no comprendido en ella.

La colección canónica conocida con el nombre de Hispana, «no sólo se distingue de las demás de su época, por la riqueza del contenido y el método en la ordenación, sino también por haber alcanzado mayor difusión y haber sido utilizada por compiladores de época posterior, más que otra ninguna de ellas, en concepto de fuente, exceptuando la colección de Dionisio el Exiguo»[582]. Consta esta[372] colección de dos partes: la primera contiene los Concilios celebrados en Grecia, África, las Galias y España, agrupados por orden geográfico, é insertos dentro de cada agrupación por el cronológico; la segunda parte comprende las epístolas decretales de los Pontífices insertas también según este último orden, con relación á los Pontífices, pero no á todos los documentos emanados de cada uno de ellos.

Respecto al compilador y al lugar en que se formó, se carece de datos ciertos, y estamos reducidos á conjeturas más ó menos verosímiles. La que considera como autor de ella á San Isidoro, carece de sólido fundamento; y no lo tiene mayor, la que supone redactada esta compilación para apoyar las pretensiones de la Iglesia de Toledo á la primacía eclesiástica de España.

La Hispana sufrió con el tiempo algunas modificaciones, y tampoco aparece en la misma forma en todos los manuscritos que se nos han conservado. Una de estas, que se conserva en un manuscrito de Viena, es la que sirvió de base á las falsificaciones de Pseudo-Isidoro.

Es notable también, como emparentada con la Hispana, otra colección del mismo género conservada en un manuscrito de Novara[583], redactada, según la opinión más probable, en España después del año 638 y utilizada como fuente en otras colecciones de época posterior.

San Martín de Braga es el autor de la colección denominada Capitula Martini, redactada entre los años 543[373] y 589[584], y encaminada principalmente á rectificar las confusiones é inexactitudes que se habían deslizado en las traducciones latinas de los Cánones conciliares griegos. Divídese en dos partes: la primera (capítulos 1-68), contiene las disposiciones relativas al Clero, y la segunda (capítulos 69-84) las concernientes á los seglares. Además de los Concilios griegos, utilizó Martín algunos españoles. La traducción de los Cánones griegos no es meramente literal, antes bien el autor amplifica ó abrevia el texto según conviene á su propósito.

Finalmente, la Hispana sistemática[585] es, como su mismo nombre lo indica, una Colección por orden de materias, formada con los documentos de la Hispana propiamente dicha. Consta de diez libros, subdivididos en títulos y capítulos, estos últimos con sus correspondientes epígrafes. Redactóse en el último tercio del siglo VII. En los manuscritos de la Hispana, se encuentra bajo el título de Excerpta Canonum, un índice de materias de la Hispana sistemática.


[374]

[375]

ÍNDICE

Págs.
PRÓLOGO. III
INTRODUCCIÓN.
§  1.— Idea de la Historia general del Derecho español. 1
§  2.— Importancia de este estudio. 3
§  3.— Ciencias afines de la Historia general del Derecho español. 5
§  4.— Fuentes. 7
§  5.— Ciencias auxiliares. 12
§  6.— Método de exposición. 17
§  7.— División en períodos. 18
§  8.— El cultivo de la Historia general del Derecho español. 27
LIBRO PRIMERO.—ESPAÑA PRIMITIVA.
CAPÍTULO PRIMERO.—IBEROS Y CELTAS.
§  9.— Orígenes históricos. 47
§ 10.— Carácter y cultura de los Iberos y Celtas españoles. 54
§ 11.— El Derecho y sus fuentes de conocimiento. 58
§ 12.— Instituciones políticas. 61
§ 13.— Las clases sociales. 66
§ 14.— Las gentilitates. 70
§ 15.— La familia y la herencia. 73
§ 16.— La propiedad. 77
§ 17.— Derecho penal y procesal. 79
§ 18.— La Religión y el culto. 80
§ 19.— Las relaciones internacionales. 83
CAPÍTULO II.—LOS FENICIOS.
§ 20.— La dominación fenicia en España. 88
§ 21.— Las colonias fenicias. 91
[376]CAPÍTULO III.—LOS GRIEGOS.
§ 22.— Los establecimientos griegos en España. 99
§ 23.— Las colonias griegas. 102
CAPÍTULO IV.—LOS CARTAGINESES.
§ 24.— La dominación cartaginesa. 109
§ 25.— Las colonias cartaginesas. 110
LIBRO SEGUNDO.—ESPAÑA ROMANA.
CAPÍTULO PRIMERO.—BOSQUEJO DE LA HISTORIA POLÍTICA.
§ 26.— La conquista romana. 117
§ 27.— La Romanización. 125
§ 28.— El Cristianismo. 133
CAPÍTULO II.—FUENTES DEL DERECHO.
§ 29.— El Derecho romano y las costumbres ibéricas. 138
§ 30.— Las leyes. 143
§ 31.— Leyes relativas á la España romana. 145
§ 32.— Los Edictos de los Magistrados. 149
§ 33.— Edictos de los gobernadores españoles. 154
§ 34.— Constituciones de los Príncipes. 155
§ 35.— Constituciones imperiales relativas á España. 159
§ 36.— Los Códigos de los siglos III y IV y las Novelas post-teodosianas. 164
§ 37.— La ciencia del Derecho y los escritos jurídicos del período clásico. 169
§ 38.— Escritos jurídicos de los tres últimos siglos del Imperio. 176
§ 39.— La ley de citas. 178
§ 40.— Los Senadoconsultos. 181
§ 41.— Documentos públicos relativos á la aplicación del Derecho. 182
§ 42.— Documentos privados relativos á la aplicación del Derecho. 186
CAPÍTULO III.—FUENTES DEL DERECHO CANÓNICO.
§ 43.— La Escritura y la Tradición. 193
§ 44.— La doctrina de los doce Apóstoles y demás escritos apócrifos de los primeros siglos. 193
§ 45.— Las Epístolas pontificias. 195
§ 46.— Los Cánones conciliares. 200
[377]CAPÍTULO IV.—EL GOBIERNO PROVINCIAL.
§ 47.— La creación de las provincias. 204
§ 48.— Las ciudades provinciales. 210
§ 49.— Los Gobernadores de provincia. 225
§ 50.— Las Asambleas provinciales. 233
CAPÍTULO V.—EL RÉGIMEN MUNICIPAL.
§ 51.— Las clases sociales. 238
§ 52.— Las magistraturas municipales. 244
§ 53.— La Curia. 251
§ 54.— Los Seviros Augustales. 256
§ 55.— La Hacienda municipal. 258
§ 56.— Las Corporaciones. 260
§ 57.— El régimen municipal en los últimos tiempos del Imperio. 265
CAPÍTULO VI.—LA HACIENDA.
§ 58.— Los impuestos. 274
§ 59.— La recaudación de los impuestos. 280
§ 60.— La política financiera y los servicios públicos. 287
CAPÍTULO VII.—LA MILICIA.
§ 61.— El servicio militar. 291
§ 62.— Los Españoles en los ejércitos de Roma. 297
§ 63.— Organización militar de la España romana. 298
CAPÍTULO VIII.—INSTITUCIONES RELIGIOSAS.
§ 64.— La Religión. 303
§ 65.— El culto. 305
CAPÍTULO IX.—EL DERECHO CANÓNICO.
§ 66.— La Iglesia católica y el Estado romano después de Constantino. 309
§ 67.— La jerarquía eclesiástica. 311
§ 68.— Instrucción y requisitos del clero. 314
§ 69.— Exenciones del clero. 316
§ 70.— Los bienes del clero. 317
§ 71.— Las parroquias. 318
§ 72.— [378]La Diócesis y la organización metropolitana.. 319
§ 73.— La jurisdicción eclesiástica. 322
§ 74.— Relaciones entre la Iglesia española y la romana. 325
LIBRO TERCERO.—ESPAÑA VISIGODA.
CAPÍTULO X.—RESEÑA POLÍTICA.
§ 75.— Los Germanos. 329
§ 76.— Cultura é instituciones de los Germanos. 331
§ 77.— Los Visigodos. 346
CAPÍTULO XI.—FUENTES DEL DERECHO EN GENERAL.
§ 78.— La personalidad del derecho en los reinos germánicos. 354
§ 79.— La ley romana de los Visigodos. 356
§ 80.— Las compilaciones del derecho visigodo anteriores á Chindasvinto. 358
§ 81.— Las compilaciones de Chindasvinto, Recesvinto, Ervigio y Egica. 362
§ 82.— Fórmulas visigóticas. 365
CAPÍTULO XII.—FUENTES DEL DERECHO CANÓNICO.
§ 83.— Epístolas decretales. 367
§ 84.— Los cánones conciliares. 368
§ 85.— Colecciones canónicas. 370

[379]

ERRATAS Y ADICIONES

PÁGINA. LÍNEA. DICE. LÉASE.
18 22-23 á los primeros respecto de los primeros
56 20-21 sentimientos, sociabilidad sentimientos de sociabilidad
76 22 αῖγυναικη αἱ γυναῖκες
82 17 hacer hacían
85 4-5 rechazada rechazaba
101 22 protegerlo protegerla
119 22 el que tratado el tratado que
142 6 orbe humano orbe romano
178 4 refiere infiere
179 10 á la categoría de la categoría
180 7 serlo de la serlo la
182 25 contra el pretor Canuleyo contra los funcionarios romanos, siendo pretor Canuleyo
207 25 antes de Sagunto antes de Augusto,
208 4 á fraccionar fraccionar
220 26 comparativa corporativa
246 1 además de además
257 5 libertinos y libertinos ó
269 27 durante este pasado este
271 1 aquel aquellas
283 34 (contuberatis) contubernalis
284 21-22 no es cierto no ciertamente
284 25-26 recaudar redactar
299 27 desempeñar desempeñarlo
308 2-3 atribuciones eran atribuciones de los Pontífices eran
352 12 hecho completamente comprobado Hecho, el de la insurrección, completamente comprobado

Página 17, línea última: Adición á la bibliografía: Zocco-Rosa, Principii d'una preistoria del diritto, Milán, 1885.

Página 44, líneas 8 y 10: Hay que añadir á las obras citadas, el vol. I de la Exposición doctrinal del Derecho civil español, de D. Modesto Falcón.—Salamanca, 1879.

Página 153, línea última: El mejor trabajo sobre el edicto es el de Lenel, Das Edictum perpetuum; Leipzig, 1883.

NOTAS:

[1] Confirma plenamente esta interpretación, por lo que hace al último de los mencionados extremos, el Real Decreto de 2 de Septiembre de 1883, en cuya virtud se creó esta asignatura, al decir en su preámbulo que el estudio de esta enseñanza, como asignatura independiente, permitirá á los profesores de las diversas ramas del Derecho «entrar en el estudio interno de éstas y concluir, por lo tanto, la asignatura que les está encomendada.»

Que no debe concretarse al Derecho español en sentido estricto, ó sea al Derecho visigodo y al de los reinos cristianos de la Península, según se entiende comúnmente, sino que comprende también, en cierta medida, á todas las legislaciones que han regido en España en los diversos tiempos, se desprende también del preámbulo del citado Decreto al afirmar que «creándose la cátedra de Historia general del Derecho español, el examen de las instituciones positivas del Derecho romano podrá ser más completo en el curso que queda que en los dos hoy existentes consagrados á la vez á otras materias.»

[2] E. Pérez Pujol, en la Revista general de Legislación y Jurisprudencia, vol. LVI (1880), p. 274.

[3] B. Oliver, Código de las costumbres de Tortosa, I, Madrid, 1876, página LXXVI.

Véanse también á este propósito las consideraciones igualmente atinadas de M. Durán y Bas en su Memoria acerca de las instituciones del Derecho civil de Cataluña, Barcelona, 1883, p. LV-LVII.

[4] G. Phillips, Ueber das Studium der Geschichte insbesondere in ihrem Verhältnisse zu der Rechtswissenschaft, Munich, 1846.

[5] Lehuerou, Histoire des institutions carolingiennes, París, 1843, p. XIII.

[6] Las obras que principalmente deben consultarse sobre esta materia son las de J. Masdeu, Historia de España y de la cultura española, Madrid, 1783-1805; M. Lafuente, Historia de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Madrid, 1850-1869, V. de la Fuente, Historia eclesiástica de España, 2.ª ed. Madrid, 1873-1876; y los Elementos de Historia de España de F. Sánchez Casado, Madrid, 1885, excelente resumen de las más modernas y autorizadas investigaciones.

[7] C. Kuies, Die politische Oekonomie aus historischen Standpunkt, 2.ª ed. Brunswick, 1881; y las obras de G. Arnold, Recht und Wirthschaft nach geschichtlicher Ansicht, Basilea, 1863, y Cultur und Rechtsleben, Berlín, 1866, especialmente las p. 94-161 de esta última.

Un excelente guía para el estudio de las instituciones económicas de España en los diversos períodos es la obra de M. Colmeiro, Historia de la Economía política en España, Madrid, 1863.

[8] A. Couraud, De l'épigraphie juridique, París, 1878, y G. Gatti, Dell' utilità che lo studio del diritto romano può trarre dall' epigrafia, en los Studi e Documenti di Storia e Diritto, VI (1885), p. 3-23.

[9] La idea de reunir en un cuerpo las inscripciones latinas del mundo romano, concebida por el ilustre Borghesi y acogida más tarde por el ministro de Instrucción pública de Francia, Villemain, en 1843, ha sido realizada ya en gran parte por Alemania con el Corpus inscriptionum latinarum, publicado desde 1863 bajo los auspicios de la Real Academia de Ciencias de Prusia, y de que han salido á luz hasta la fecha doce volúmenes. Los más interesantes para nuestro objeto son: el primero, titulado Inscriptiones latinas antiquissimae ad C. Caesaris mortem, Berlín, 1863, cuyo editor es Teodoro Mommsen, y singularmente el segundo, dado á luz en 1869 con el título de Inscriptiones Hispaniae latinae, y que contiene todas las inscripciones latinas de la España romana, excepto las cristianas, coleccionadas con exquisita diligencia por Emilio Hübner, con la cooperación eficacísima de los eruditos españoles, y depuradas é ilustradas con acierto por el docto alemán. Esta colección es la base principal para los estudios relativos á la organización política y administrativa de la España romana. Las inscripciones hispano-romanas descubiertas después de publicado el volumen II del Corpus, y publicadas en libros ó Revistas españolas, ó comunicadas directamente á Hübner; han sido insertas luego y comentadas por él, ya solo, ya asociado con Mommsen, en la Ephemeris epigraphica, Revista que como suplemento á los volúmenes ya publicados del Corpus inscriptionum sale á luz en Berlín desde 1872. Hübner se propone reunirlas todas en otro volumen complementario del publicado en 1869. Es sobremanera instructivo el artículo de Otón Hirschfeld sobre el volumen II del Corpus en los Göttingische gelehrte Anzeigen de 1870, p. 1081-1124.

[10] Los monumentos epigráficos de este género han sido también coleccionados é ilustrados por Hübner en su utilísimo repertorio Inscriptiones Hispaniae christianae, Berlín, 1871, dedicado á Aureliano Fernández Guerra y Eduardo Saavedra, los eruditos españoles que, con más desinterés y mayor copia de datos, le han auxiliado en la ardua y en sumo grado meritoria tarea de recopilar las inscripciones latinas de la Península. Merecen consultarse los artículos que acerca de este trabajo de Hübner publicó Edmundo Le Blant en el Journal des Savants de 1873, págs. 312-324 y 355-364.

[11] Rockinger, Ueber formelbücher vom dreizehnten bis zum sechzehnten jahrhundert als rechtsgeschichtliche quellen, Munich, 1855.

[12] En España no se han coleccionado aún especialmente, como en Alemania, por ejemplo, que posee la colección excelente de Graf y Dietherr, los refranes interesantes desde el punto de vista jurídico. Hay, pues, que recurrir á las colecciones generales. Las más recientes y completas son las de J. Sbarbi, Refranero general español, Madrid, 1874-1879; y la de J. Haller, Altspanischen Sprichwörter, Ratisbona, 1883.

[13] Anteriores á los progresos realizados en la crítica é interpretación de los escritores y de los monumentos, y aunque insuficientes bajo este concepto, interesantes y meritorias como recopilación y exposición metódica y detallada de noticias acerca de la geografía antigua de España, son las partes relativas á nuestra Península en las obras de Mannert, Geographie der Griechen und Römer, Leipzig, 1829, Uckert Geographie der Griechen und Römer, Weimar, 1832, vol. II, y Forbiger, Handbuch der alten Geographie, Hamburgo, 1877 sobre la geografía del mundo clásico. La obra del segundo es aún hoy en día la mejor de todas las consagradas á exponer en su conjunto la geografía de la España primitiva y romana. Después de una excelente introducción en que trata sucesivamente de la geografía general de España en el período legendario é histórico, de la situación, configuración y límites de la Península según los geógrafos griegos y romanos, de la geografía física, de las circunscripciones regionales y administrativas, del clima, fecundidad y productos, reseña, tomando por base la división establecida por Augusto, con gran lujo de detalles y copia de erudición, bebida en las mejores fuentes y depurada en el rigor de razonada crítica, la geografía particular de la Bética, de la Lusitania y de la Tarraconense. Dos interesantísimos apéndices, relativo el primero al examen de los datos de Scymno de Chíos acerca de la España primitiva, y el segundo á la crítica del poema geográfico de Avieno, aquilatan el valor de la obra de Uckert en lo concerniente á España. Las de Mannert y Forbiger, aunque interesantes como repertorio de materiales, son muy inferiores á ella desde el punto de vista crítico.

La topografía, ó sea el estudio de los lugares donde se hallan ruinas de antiguas poblaciones y su exploración ordenada y minuciosa, no sólo proporciona interesantes datos para juzgar del grado de cultura de las razas primitivas, sino que viene á arrojar por el mismo caso vivísima luz sobre la historia de los progresos de la dominación y de la cultura romanas, completando en muchos puntos las noticias de los escritores clásicos sobre este particular.

Cuánta utilidad puede reportar este linaje de investigaciones, si se procura fecundarlas combinando sus datos con los que proporcionan las fuentes literarias y epigráficas, muéstranlo elocuentemente, por ejemplo, las disertaciones de Hübner acerca de las antigüedades de Citania: Citania. Alterthümer in Portugal, en el Hermes, t. XV (1881), cuaderno 1.º, p. 49-91; y Citania. Weitere Alterthümer aus Portugal, en el cuaderno 4.º del mismo tomo, p. 599-604.

[14] Los manuales más á propósito para orientar en este estudio son: R. Cagnat, Cours élémentaire d'épigraphie latine, París, 1885; y E. Hübner, Römische Epigraphik, en el Handbuch der klassischen Alterthumswissenschaft, de J. Müller, Nordlinga, 1885, vol. I, p. 477-548, especialmente las p. 542-548, que tratan de los documentos públicos y privados. Pueden considerarse como complemento necesario de tan útiles manuales, los Exempla inscriptionum latinarum in usum praecipae academicum de G. Wilmans, Berlín, 1873, para la parte formular; y para la paleográfica, los Exempla scripturae epigraphicae latinae de E. Hübner, Berlín, 1885.

Respecto á la epigrafía latino-cristiana, el Manuel d'Épigraphie chrétienne d'après les marbres de la Gaule de E. Le Blant, París, 1869, y el artículo Inschriften de F. X. Kraus en su Real-Encyklopädie der christlichen Alterthümer, Friburgo en Brisgovia, 1879-1886, vol. II, p. 39-58.

[15] Recientemente ha venido á sustituir con ventaja á las obras publicadas á fines del siglo pasado por Terreros y Merino sobre esta materia, el Manual de Paleografía diplomática española de los siglos XII al XVII, Madrid, 1879, y la Paleografía visigoda, Madrid, 1881, de mi colega Jesús Muñoz y Rivero.

Son también en extremo recomendables las obras de G. Wattenbach, Anleitung sur lateinischen Paläographie, 4.ª edición, Leipzig, 1886, y Das Schriftwesen im Mittelalter, 2.ª edición, Leipzig, 1875.

[16] B. Peón, Estudios de Cronología universal, Madrid, 1863.—E. Grotefend, Handbuch der historischen Chronologie, Hannover, 1872.

[17] Fuera de algunas monografías que citaremos en el lugar oportuno, no existe otra obra de conjunto sobre diplomática española que la de J. Muñoz y Rivero, Nociones de Diplomática española, Madrid 1881.—De importancia general y fundamental para el estudio de la diplomática, poco cultivado al presente en España, son el primer volumen de las Acta regum et imperatorum Carolinorum de T. Sickel, Viena 1867, los Beiträge zur Diplomatik del mismo Autor, I-V, Viena, 1863-1865; los Beiträge zur Urkundenlehre, de J. Ficker, Innsbruck, 1877-1878, y sobre todo los varios trabajos de E. Brunner acerca de los documentos de la Edad Media, considerados desde el punto de vista jurídico, especialmente el primer volumen, único publicado hasta ahora de los estudios Zur Rechtsgeschichte der römischen und germanischen Urkunde, Berlín 1879.

El Programma di Paleografia latina e de Diplomatica de C. Paoli, Florencia, 1883, págs. 39-61, resume, aunque brevísima, sustancialmente los resultados generales de las obras de Sickel, Ficker y Brunner acerca de los diplomas de la Edad Media y personas que intervienen en ellos, así como respecto á la clasificación y caracteres intrínsecos de tales documentos.

[18] A. Heiss, Description générale des monnaies antiques de l'Espagne, París, 1870.—A. Delgado, Nuevo método de clasificación de las medallas autónomas de España, Sevilla, 1873-1879.—J. Zobel de Zangroniz, Estudio histórico de la moneda antigua española desde su origen hasta el Imperio romano, Madrid, 1879-1880.

[19] G. M. de Jovellanos, Discurso leído en su entrada en la Real Academia Española sobre la necesidad del estudio de la lengua para comprender el espíritu de la legislación, en la Biblioteca de Autores españoles, vol. 46.—L. Galindo y de Vera, Progreso y vicisitudes del idioma castellano en nuestros cuerpos legales, desde que se romanceó el Fuero Juzgo hasta la sanción del Código penal que rige en España, Madrid 1863.

F. Diez, Grammaire des langues romanes, traducida por A. Morel Fatio y G. París, París 1873 y sig.; F. Diez, Etymologisches Wörterbuch der romanischen Sprachen, 4.ª edición, Bonn, 1878.

Rica en preciosas indicaciones sobre el sentido de muchos términos usados en los documentos españoles de la Edad Media es la obra de J. de Santa Rosa de Viterbo, Elucidario de palavras termos o phrases que em Portugal se usaram e que hoje regularmente se ignoran, Lisboa 1798. Pero el auxiliar más precioso para la inteligencia de los diplomas, y en general de los documentos jurídicos de la Edad Media, es aun el Glossarium mediae et infimae latinatis de C. Dufresne de Ducange. De sus varias ediciones la mejor es la de G. A. L. Henschel, París 1850. En la actualidad publica una nueva L. Favre, París, 1884 y sig., que ha de constar de diez volúmenes, de los cuales van ya publicados seis.

[20] J. A. de los Ríos, Historia crítica de la Literatura española, Madrid, 1861-1865. Los siete volúmenes de que consta alcanzan sólo hasta fines del siglo XV.—J. Ticknor, Historia de la Literatura española, traducida al castellano por P. de Gayangos y E. de Vedia, Madrid, 1865.

Excelente auxiliar para el estudio de las fuentes griegas y romanas de la historia de España, es el Abriss der Quellenkunde der griechischen und römischen Geschichte de A. Schäfer, 3.ª edición de la primera parte y 2.ª de la segunda, revisada esta última por H. Nissen, Leipzig 1882-1885.—Para la literatura latino-cristiana, es indispensable la Histoire de la littérature latino-chrétienne, de A. Ebert, traducido al francés por J. Aymeric y J. Condamio, París, 1882-1885.

[21] Sobre el objeto y carácter de esta ciencia puede consultarse además de las obras clásicas de H. Sumner Maine, la de E. A. Freeman, Comparative Politics, London, 1873. Véase acerca de esta obra la de G. Azcárate, Tratados de Política, Madrid, 1883, p. 233-259.—F. Bernhöft, Ueber Zweck und Mittel der vergleichenden Rechtswissenschaft en la Zeitschrift für vergleichende Rechtswissenschaft, vol. I, Stuttgart 1878, p. 1-38; revista especialmente consagrada á este género de estudios, y de la cual hay publicados ya siete volúmenes. Son asimismo interesantes para conocer el objeto y método de esta ciencia el opúsculo de J. Kohler, Das Recht als Kulturerscheinung, Vurzburgo, 1886, y las obras de B. Post, en especial Die Grundlagen des Rechts und die Grundzüge seiner Entwicklungsgeschichte, Oldenburg, 1884, y su reciente opúsculo Einleitung in das Studium der ethnologischen Jurisprudens, Oldenburg, 1886. Zocco-Rosa, Principii d'una preistoria del diritto, Milán, 1885.

[22] Esta división coincide en lo esencial con la seguida por E. Pérez Pujol en su notable Discurso sobre el Origen y progresos del Derecho y del Estado en España, inserto en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia, t. XVIII (1860), p. 305-342.

[23] Pérez Pujol, en su Discurso anteriormente citado, p. 333.

[24] F. Fita, Galería de jesuítas ilustres, Madrid, 1880, p. 222-240.

[25] V. González Arnao, Elogio del Excmo. Sr. Conde de Campomanes, en el tomo V de las Memorias de la Real Academia de la Historia.

[26] J. Cean Bermúdez, Memorias para la vida de D. Gaspar Melchor de Jovellanos, Madrid, 1814.—Nocedal, Vida de Jovellanos, Madrid, 1867.

[27] Torres Amat. Memorias para ayudar á formar un diccionario crítico de los escritores catalanes, Barcelona, 1836, p. 145-152.—Memoria de Forteza, laureada por la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona en 1868.

[28] Op. cit., Madrid, 1808, p. 16.

[29] Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, III, p. 179.

[30] A. Cánovas del Castillo, en su Discurso leído en el Ateneo de Madrid con motivo de la apertura del curso de 1884, Madrid, 1884, p. 77.

[31] D. Toribio del Campillo, D. Vicente Vignau y el difunto D. José María Escudero de la Peña, Catedráticos todos ellos de la Escuela Superior de Diplomática.

[32] Historia legal de España desde la dominación goda hasta nuestros días, Madrid, 1841-1843.

[33] Reseña histórica de la Legislación española, que precede á los Elementos del Derecho civil y penal de España, de los mismos Autores, cuya primera edición se publicó en Madrid en 1841, y la duodécima en 1877.

[34] Historia de la legislación española desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Madrid, 1849; tercera edición, 1883.

[35] Historia del Derecho español, Valencia, 1852; segunda edición, 1865.

[36] Estudios de ampliación de la Historia de los Códigos españoles y de sus instituciones sociales, civiles y políticas, Valladolid, 1856; segunda edición, 1871.

[37] Historia del Derecho y de su desenvolvimiento en España, Madrid, 1877.

[38] Estudios de ampliación del Derecho civil y Códigos españoles. Tomo I. Granada, 1878.

[39] Historia general del Derecho español. Apuntes de las explicaciones del Excmo. Sr. D. Eduardo Pérez Pujol, tomadas por sus discípulos A. G. B. y A. A. B. Curso de 1885 á 1886. Valencia, 1886.

[40] Este trabajo se circunscribe á los tiempos históricos, ó sea á aquellos que nos son conocidos por los monumentos literarios. Los descubrimientos prehistóricos ó protohistóricos, importantísimos para dar á conocer el género de vida y grado de cultura de las razas primitivas, supliendo en esta parte el vacío de las fuentes escritas ó literarias, son de todo punto ineficaces para reconstruir la historia de las instituciones jurídicas.

[41] In Universam Hispaniam, M. Varro pervenisse Iberos, et Persas, et Phoenicos Celtasque et Poenos tradit. Plinio, Hist. nat., III, I, 8. Es casi unánime la opinión de que, salvo el error de mencionar á los Persas, de cuyo establecimiento en España no se halla rastro ni vestigio alguno, y la omisión de los Griegos por la escasa importancia de sus colonias, este texto indica con exactitud, y siguiendo el orden cronológico, las gentes que poblaron á España en la antigüedad.

[42] Entre las muchas publicaciones relativas á los Iberos citaremos sólo las que tratan más de propósito de los orígenes de este pueblo. Son estas las de G. de Humboldt, Los primeros pobladores de España, traducción española de D. R. Ortega y Frías, Madrid, 1876.—J. Phillips, Die Einwanderung der Iberer in die pyrenäische Halbinsel, Viena, 1870.—A. Fernández-Guerra, Cantabria, Madrid, 1878,—E. d'Arbois de Jubainville, Les premiers habitants de l'Europe, París, 1877.—F. Fita, Discurso leído ante la Real Academia de la Historia, Madrid, 1879, p. 39-94.—S. Sampere y Miguel, Los Iberos, en la Revista de Ciencias históricas de 1881, páginas 417-535.—Schiapparelli, Le stirpe ibero-liguri nell' Occidente e nell' Italia antica, Turín, 1880.—Rodríguez de Berlanga, Los bronces de Lascuta, Bonanza y Aljustrel, Málaga, 1881-1884, p. 56-88, y Gerland, Die Iberer und die Basken, en el Grundriss für romanischen Philologie de Gröber, Estrasburgo, 1887, p. 313-334. Este último trabajo es una luminosa exposición del estado actual de los estudios sobre el particular.

El Sr. Rodríguez de Berlanga (op. cit., p. 85) cree hallar la clave para determinar, así el origen aryano de los Iberos, como los territorios que ocuparon, en la terminación tania de muchos nombres de regiones de la Península y de algunas otras del mundo antiguo, que supone equivalentes «al nombre geográfico moderno de varias comarcas de la India y de la Persia, como son Hindostan, Afghanistan, Farsistan y Kurdistan... La terminación irania stan» añade «corresponde á la forma sánscrita s'tâ'na, significando residencia, statio, de una agrupación de gentes que proceden del mismo origen.» Esta terminación «los griegos la tradujeron en τανια ó en τανος, y los romanos en tania ó tanus, la una indicando la región y el tribule la otra.» La insubsistencia de esta hipótesis resalta considerando que los nombres geográficos de que trata, como Aquitania, Cerretania, etc., no se forman, como supone el Sr. Rodríguez de Berlanga, de la radical expresiva del nombre del pueblo y de la terminación tania, sino de dicha radical, del sufijo et ó it (que se halla, no sólo en nombres geográficos de España, las Galias y África, sino también en Italia), y del sufijo latino an, frecuentísimo en los adjetivos étnicos. Véase sobre todo ello á Hübner, Quaestiones onomatologicae latinae en la Ephem. epigr., II, páginas 25-92. No cabe, pues, en manera alguna identificar la terminación de los nombres citados con el iranio stan, y falta de fundamento la hipótesis, se desvanecen por sí mismas las consecuencias que de ella quieren derivarse.

[43] Han venido á confirmar, rectificar y completar la demostración de Humboldt en este punto la memoria de Phillips, Prüfung des iberischen Ursprunges einselner Stammes- und Städtenamen im südlichen Gallien, inserta en los Sitzungsberichte de la Academia de Ciencias de Viena, 1870, página 345-410, y sobre todo la obra de Luchaire, Les Origines linguistiques de l'Aquitanie, París, 1877.

[44] Nissen Italische Landeskunde, I (Berlín, 1883), p. 547, niega que los Sicanos sean de origen Ibérico, y juzga sin valor alguno la tradición conservada por Tucídides, Filisto y Eforo, relativa á una invasión ibérica por Sicilia. No se muestra Nissen, p. 551, tan escéptico respecto á la ascendencia ibérica de los habitantes de Córcega, defendida por el cordobés Séneca, (Dial. XII, 7, 9), que durante los ocho años que duró su destierro en esta isla, observó ciertas semejanzas entre el traje y algunas palabras del idioma los Corsos y los Cántabros, de donde infirió el parentesco entre ambos pueblos.

[45] Avieno, Or. marit., v. 609-611:

Hujus (Orani) alveo

Ibera tellus atque Ligures asperi

Intersecantur.

Müllenhoff, Deutsche Altertumskunde, Berlín, 1870, p. 190-191.

[46] E. d'Arbois de Jubainville, Introduction á l'étude de la littérature celtique, París, 1883.—Kuno, Vorgeschichte Roms. Die Kelten, Leipzig, 1878.—Rodríguez de Berlanga, Op. cit., p. 89-106.

[47] E. d'Arbois de Jubainville, Les origines gauloises. L'empire celtique au IV siècle avant notre ére, en el tomo XXX de la Revue historique, (1886) página 3-5.

[48] Andan muy discordes las opiniones respecto á la época en que hubo de verificarse la entrada de los Celtas en España. K. Müllenhoff, Deutsche Altertumskunde, I, p. 108, cree que no pudo ser anterior al último tercio del siglo VI antes de Jesucristo, opinión que parece aceptar d'Arbois de Jubainville en el artículo de la Revue historique antes citado, p. 4, n. 1; pero cuyos fundamentos no juzga decisivos Phillips, Die Wohnsitze der Kelten auf der pyrenäischen Halbinsel, Viena, 1871, p. 10.

[49] Diodoro Sículo, v. 33, habla de luchas entre Iberos y Celtas que terminaron por enlaces entre individuos de una y otra raza, de donde surgieron los Celtíberos.

[50] Kiepert, Beiträge über die Ethnographie der iberischen Halbinsel, en el Monatsbericht de la Academia de Ciencias de Prusia de 1864, p. 143-165, y G. Phillips, Die Wohnsitze der Kelten auf der pyrenäische Halbinsel, Viena, 1871.

Cuno, Die Kelten, Leipzig, 1878, p. 55-85 y 135-137, sostiene que en tiempo de Herodoto, los Celtas no sólo ocupaban ya las costas del Océano, sino que habían penetrado también hasta el extremo Sudeste de la Península, fundándose principalmente en que los Cunetes citados por aquel historiador son indudablemente de origen céltico. Menos razonable es su opinión acerca de los Celtíberos, que defiende con razones más ingeniosas que sólidas y mediante una interpretación artificiosa de los textos de Polibio, Estrabón y Plinio, sobre el particular. En su sentir eran Celtas puros, y yerran los que tienen á este pueblo por una raza procedente de la fusión de Celtas é Iberos.

[51] En esta enumeración, prescindo de aquellos pueblos cuyos nombres sólo son conocidos por las leyendas numismáticas (Véase la lista de ellos en la memoria de Zobel, Ueber die antike Numismatik Hispaniens, en el Monatsbericht de la Academia de Berlín de 1881, p. 825-826), y me atengo exclusivamente á los más importantes que se hallan mencionados por los escritores griegos y latinos.

[52] Por D. Aureliano Fernández-Guerra en su Cantabria, p. 39-40.

[53] Esta enumeración de las regiones ocupadas por los antiguos pueblos de la Península, descansa sobre los trabajos histórico-geográficos, ya publicados, ya inéditos, de mi excelente amigo D. Aureliano Fernández-Guerra.

[54] III, 2, 1.

[55] III, 2, 6.

[56] Estrabón, III, 1, 6.

[57] Id., III, 2, 14.

[58] Id., III, 3, 8.

[59] Id., III, 3, 7.

[60] Diodoro, V, 35.

[61] Id., V, 34.

[62] Id., V, 35.

[63] Id., V, 33.

[64] Estrabón, III, 4, 17 y 18.

[65] Id., IV, 4, 5.

[66] P. J. Pidal, Lecciones sobre la Historia del gobierno y legislación de España, p. 25-47.—J. Costa, Poesía popular y mitología y Literatura celto-hispanas, Madrid, 1879, p. 219 288.

[67] Estrabón III, 1, 6: σοφώτατοι δ᾽ ἐξετάζονται τῶν Ἰβήρων οὗτοι, καὶ γραμματικῇ χρῶνται, καὶ τῆς παλαιᾶς μνήμης ἔχουσι συγγράμματα καὶ ποιήματα καὶ νόμους ἐμμέτρους ἑξακισχιλίων ἐτῶν, ὥς φασι.

[68] Zobel de Zangroniz, Estudio histórico de la moneda antigua española, I, p. 171.

[69] Livio designa generalmente con el nombre de civitas ó de populus á los Estados independientes. Puede además inferirse esta última cualidad del hecho de aparecer una determinada población, obrando por sí en concepto de aliada ó de enemiga de los Romanos ó de los Cartagineses, como en los pasajes siguientes: Livio, XXIV, 41: «Castulo, urbs Hispaniae valida et nobilis, et adeo conjuncta societate Poenis, ut uxor inde Hannibali esset, ad Romanos defecit.—Bigerra inde urbs, (socii et ii Romanorum erant) a Carthaginiensibus oppugnari coepta est.»

[70] Estrabón, III, 3, 5; Plinio, IV, 35.

[71] Plinio, III, 4.

[72] Plinio, 3, 4.

[73] Estrabón, III, 4, 13.

[74] Estrabón, III, 4, 1.

[75] Varios son los nombres con que Livio, que es el escritor que más datos ofrece sobre el particular, designa á los jefes españoles; y se falta de precisión y consecuencia en este punto no permite en la mayoría de los casos llegar á conclusiones ciertas respecto á la índole de la dignidad expresada con las denominaciones de rex, regulus, princeps, dux, imperator. Sin embargo, los dos primeros vocablos parecen indicar siempre la cualidad de Jefe del Estado. Véase á Livio XXII, 21; Mandonius Indibilisque, qui antea Ilergetum regulus fuerat...; XXVIII, 15; Principium defectionis ab Attene, regulo Turdetanorum factum est; XXXIII, 21: Is (M. Helvius) litteris senatum certiorem fecit, Culcham et Luxinium regulos in armis esse cum Culcha XVII oppida, cum Luxinio validas urbes Carmonem et Baldonem; XXXIV, 11: Eo (Scipioni) legati tres ab Ilergetum regulo Bilistage...; XXXV, 7: (M. Fulvius...) regem Hilernum vivum cepit; XXXX, 49; Multi captivi nobiles in potestatem venerunt, inter quos et Thurri filii duo et filia, Regulus hic earum gentium (de Alce) erat, longe potentissimus omnium Hispanorum. Es de notar que casi todos estos régulos aparecen ya tratando con los Romanos, ya aliándose con ellos ó haciéndoles la guerra, ex auctoritate propria.

La palabra princeps, que en la mayoría de los casos es sinónima de noble, sirve también en algunos para designar al Jefe del Estado. Livio, XXI, 11; Postremo cum Amusicus princeps eorum (Laeetanorum) ad Hasdrubalem profugisset, viginti argenti talentis pacti deduntur; XXXIV, 21: Transfugit inde ad consulem princeps Vergestanus, et purgare se ac popularis coepit; non esse in manu ipsis rempublicam; praedones receptos totum suae potestatis id castrum fecisse.

En cuanto á los términos dux é imperator, más bien parecen designar á los generales ó jefes militares, según el uso romano. Así Livio, XXV, 31, llama al jefe de las tropas españolas auxiliares de Aníbal en Italia Hispanum ducem Moericum; XXVII, 17: Edesco ad eum (Scipionem), clarus inter duces Hispanos venit; XXXIII, 44:... litterae a Q. Minutio adlatae sunt, se ad Turdam oppidum cum Budare et Baesadine imperatoribus Hispanis signis conlatis prospere pugnasse.

Así vemos que mientras en Ibis parece haber regido el principio hereditario, según se infiere del texto de Livio, XXVII, 7, relativo á la lucha entre los primos Corbis y Orsua de principatu civitate Ibis contendentes, y mientras el Rey turdetano Argantonio, amigo de los Focenses del Asia menor, según Herodoto, ostenta el carácter de soberano vitalicio, entre los Ilergetes (Livio, XXII, 1), el cargo de Jefe del Estado era amovible y electivo.

[76] Esta separación de la suprema autoridad política y de la militar en ciertos casos me parece inferirse de algunos de los textos citados en la nota anterior, y del hecho de figurar Indibilis y Mandonio como generales en Jefe (Livio, XXV, 34, y XXVIII, 34), cuando el primero había dejado ya de ser régulo y del segundo no consta que tuviera semejante dignidad.

[77] Polibio, III, 7.

[78] La existencia del Senado en algunos de los pueblos españoles resulta de los testimonios de Livio, XXI, 12 y XXXIV, 17 y de César De bello civili, II, 19: Edictumque praemittit, ad quam diem magistratus principesque omnium civitatum sibi esse praesto Cordubae vellet. Quo edicto tota provincia pervulgato, nulla fuit civitas, quin ad id tempus partem senatus Cordubam mitteret. Las inscripciones nos le muestran en la ciudad confederada de Bocchoris y en otras ciudades españolas, C. I. L., II, 3.695, 1.343 y 1.569. Sobre el Senado de Velegia, véase á Apiano, Iber, 34; Livio, XXI, 12, hablando del Mensaje de Alorco á los Saguntinos, dice: Cum extemplo concursus omnis generis hominum esset factus, submota cetera multitudine senatus Alorco datus est; y más adelante, XXI, 14, añade: Ad haec audienda cum circumfusa paulatim multitudine permixtum senoini esset populi Concilium...

[79] Sobre el Concilium de Sagunto, véase el texto de Livio, XXI, 14, citado en la nota anterior. Más importante aún es el pasaje del mismo escritor, XXI, 19, concerniente al recibimiento hecho á los legados romanos venidos á la Península para apartar á los Españoles de la alianza Cartaginesa y ganarlos á la causa de Roma. Después de mencionar la digna y enérgica respuesta que, en nombre de los Bargusios, dió á los legados el maximus natu ex iis in Concilio, añade el historiador latino: inde extemplo abire finibus Volcianorum jussi, ab nullo deinde Concilio Hispaniae benigniora verba tullere. De donde puede inferirse, ser esta institución común de los pueblos españoles.

[80] C. I. L., II, n. 3.695.—Cf. Livio XXI, 12, sobre Sagunto.

[81] Así parecen indicarlo las leyendas de las monedas de ambas poblaciones: Lenormant, La monnaie dans l'antiquité, III, p. 227 y siguientes. Algunas civitates de las Galias y de Italia estaban también gobernadas por praetores: Hirschfeld, Gallische Studien, p. 40-41, n. 5.

[82] C. I. L., II, n. 1.953 y 5.048.—Wilmans, 2.322: Q. Larius, L. f., Niger, Xvir maximus. Tal es la opinión expresada por Hübner al comentar la primera de las mencionadas inscripciones.

[83] C. I. L., II, 1.064.—Wilmans, 2.320: Q. Fulvio, Q. Fulvi Attiani f., Q. Fulvi Rustici n., Gal(eria), Carisiano, patrono et pontifici, ob merita, centuriae Orens, Manens, Halos, Erques, Beres, Arvabores, Isines, Isurgut in locum quem ordo m(unicipum) m(unicipii) F(lavii) A(rvensis) decrevit, posuerunt, d(ecreto) d(ecurionum).

Higinio, De condit. agr. en los Gromat. vet. de Lachmann, vol. I, Berlín, 1848, p. 121-122: Hoc quoque non praetermittam, quod plerisque locis inveni, ut modum agri non jugerum sed aliquo nomine appellarent... in Spania centurias. Véase sobre el particular á Hultsch, Römische Metrologie, Berlín, 1862, p. 293.

[84] El vocablo latino princeps, cuyo significado ó acepción primitiva es el «primero en una serie,» vino á significar después en sentido traslaticio el más importante ó considerado entre varios hombres ú objetos (Braumann, Die Principes der Gallier und Germanen bei Cäsar und Tacitus, Berlín, 1883, p. 1-12). Como los Romanos lo aplicaron á pueblos de muy diversa organización política, sólo relacionándolo con ésta, cuando nos es conocida, podemos venir en conocimiento de cuál era el verdadero carácter de la clase por él designada.

[85] Livio, XXVI, 50, 14, dice que Aluccio (princeps Celtiberorum, 50, 2), agradecido á la generosidad de Escipión en entregarle la joven con quien iba á casarse el Celtíbero, dilectu clientium habito, cum delectis mille et CCCC equitibus intra paucos dies ad Scipionem revertit. La existencia de esta institución en la España primitiva puede explicarse, como en la Galia independiente, por la escasa competencia de los tribunales de justicia, que obligaba frecuentemente al débil á buscar auxilio y apoyo en la protección del más fuerte. Véase la comunicación dirigida por d'Arbois de Jubainville á la Academia de Inscripciones y Bellas letras de París en la sesión de 11 de Diciembre de 1885, é inserta en el Bulletin Critique de 1886, p. 79.

César, De bello gallico, VI, 15, 2: Atque corum ut quisque est genere copiisque amplissimus, ita plurimos circum se ambactos clientesque habet. Ambactus es una palabra céltica sinónima de cliente, según d'Arbois de Jubainville, Revue celtique, VII, p. 101.

[86] Valerio Maximo, 2, 6, 11.—Plutarco, Vita de Sertorio, 14.—Estrabón, III, 4, 18, alude verosímilmente á esta institución, cuando dice que nadie superaba á los Iberos en abnegación respecto á las personas con quienes se han ligado, pues era tal que llegaban hasta sacrificar sus vidas por ellas.

[87] César, De bello gallico, III, 22, hablando del sitio puesto por sus soldados á la capital de los Senones, una de las tribus aquitánicas congéneres de los Iberos, se expresa en estos términos: Atque in ea re omnium nostrorum intentis animis, alia ex parte oppidi Adiatunnus, qui summam imperii tenebat, cum sexcentis devotis quos illi soldurios appellant, quorum haec est conditio, ut omnibus in vita commodis una cum iis fruantur, quorum se amicitiae dediderint; si quid his per vim accidat, aut cumdem casum una ferant, aut sibi mortem consciscant; neque adhuc hominum memoria repertus est quisquam qui, eo interfecto, cuius se amicitiae devovisset, mori recusaret.

[88] G. Tamassia, L'Affratellamento, Turín, 1886, p. 3-4, el cual se olvida de mencionar á los antiguos españoles entre los pueblos de la antigüedad donde se hallan vestigios de esta institución, existente aún entre los pueblos salvajes, como entre los de la antigüedad y de la Edad Media.

[89] La conclusión del erudito trabajo de Tamassia es que «el affratellamento, ó sea la adopción en hermandad, se desenvolvió, preferentemente, durante los peligros de las guerras, en la forma de fraternidad militar, y se encuentra así en todas las naciones de la raza indoeuropea; y que de esta primera forma pasó á otra que, tomando ya más ostensiblemente el carácter de relación de parentesco, tiende á transformarse en una verdadera institución jurídica, vecina de la adopción, pero que no puede confundirse con ella.»

[90] Así resulta del texto de Plinio acerca de los Astures, cuando dice que había entre ellos 240.000 hombres libres, lo cual presupone la existencia de la esclavitud. Apiano habla asimismo de los esclavos de Viriato. A esta relación de dependencia alude también verosímilmente un curioso monumento epigráfico, perteneciente al año 564 de la fundación de Roma, que contiene el texto del Decreto en cuya virtud el propretor L. Emilio Paulo resolvió «utei quei Hastensium servei in turri Lascutana habitarent, leiberei essent, agriun oppidumque quod ea tempestate posedisent, item possidere habereque jousit, dum poplus senatusque Romanus vellet,» C. I. L., II, n. 5.041. La opinión de Mommsen en su comentario á esta inscripción, publicado en el Hermes, vol. III (1868) p. 261-267, aceptada también por Rodríguez de Berlanga Los Bronces de Lascuta, Bonanza y Aljustrel, página 537-538 (cuyo trabajo sobre el Decreto reproduce en lo esencial el de Mommsen y Hübner) es, que los Hastensium servei de la Torre Lascutana no eran verdaderos esclavos, en el sentido que esta palabra tenía entre los Romanos, sino gentes de condición inferior en el orden político y jurídico, colocadas respecto de Hasta en cierta situación de dependencia semejante á la de los ilotas de Esparta. Menos ingenioso, pero más verosímil, es entender que se trata de verdaderos siervos, públicos ó privados de Hasta, que por efecto de una de esas revoluciones sociales tan frecuentes en la Historia de la antigüedad, huyeron de Hasta, refugiándose en la torre Lascutana, haciéndose fuertes allí y en su territorio, y acogiéndose al protectorado romano para contrastar el poderío de sus primitivos señores.

Madwig parece inclinarse á esta última opinión, al decir (Die Verfassung und Verwaltung des römischen Staates, II, Leipzig 1882, p. 71, n. 1), que este monumento acaso se refiere á la creación de una nueva comunidad municipal con esclavos fugitivos quizá de la ciudad de Hasta.

[91] De la gens en las razas primitivas, trata Post, Die Grundlagen des Rechts und die Grundzüge seiner Entwicklungsgeschichte, p. 54-73; entre los Indogermanos, Pictet, Les origines indo-européennes, 2.ª edición, París, 1877, vol. II, libro IV, y Schrader, Sprachvergleichung und Urgeschichte, Jena, 1883, p. 391-395; entre los Eslavos y los Indios, Sumner Maine, L'ancien droit et la Coutume primitive, París, 1886, p. 311-381; entre los Griegos y Romanos, Leist, Graeco-italische Rechtsgeschichte, Jena, 1885, páginas 11-57, y Jhering, L'Esprit du droit romain, 1, París, 1877, p. 184-209; y entre los Germanos, Sybel, Die Entstehung des deutschen Königthums, 2.ª edición, Francfort, 1881, p. 35-70.

[92] Ambos caracteres resaltan con evidencia en el contrato de hospitalidad renovado el año 27 después de J. C. entre las gentilitates de los Desoncos y Tridiavos, pertenecientes las dos á la gente ó pueblo de los Zoelas en Asturias, C. I. L., II, n. 2.633.—Bruns, Fontes juris romani antiqui, 4.ª edición, Tubinga, 1879, p. 245-246.

[93] C. I. L., II, n. 804. Diis Laribus Gapeticorum gentilitatis: inscripción de Oliva en la Vetonia.

Hay testimonios positivos de la existencia de la organización gentilicia en Lusitania (C. I. L., II, n. 365), en la Vetonia, (Ibid., n. 804), en Asturias (Ibid., n. 2.633 y 2.698) y en Cantabria (Fernández-Guerra, Cantabria, p. 49-50).

[94] Estrabón, III, 4, 18.

[95] Herrmann, Lehrbuch der griechischen Privatalterthümer 2.ª edición, p. 238-248.

[96] Parece confirmarlo el hecho de que estos escritores al hablar de ellas emplean siempre el singular. Así Diodoro, 33, 9, al hablar del casamiento de Viriato; Livio, XXVI, 49, 11: mulier magno natu Mandonii uxor, qui frater Indibilis Ilergetum reguli erat; Livio, XXVII, 17; Edesco ad eum (Scipionem) clarus inter duces Hispanos venit. Erant conjux liberique ejus apud Romanos.

[97] Fragmentum ex libro de matrimonio, en la edición de Haase, vol. III, p. 434: «Cordubenses nostri, ut maxime laudarunt nuptias, ita qui sine his convenissent excluserunt cretione hereditatum; etiam pactam, ne osculo quidem, nisi Cereri fecissent et hymnos cecinissent, adtingi voluerunt: si quis osculo solo, octo parentibus aut vicinis non adhibitis, adtigisset, huic abducendae quidem sponsae jus erat, ita tamen ut tertia parte bonorum sobolem suam parens, si vellet, multaret.»

Véase sobre este pasaje á Dirksen, Die Wirksamkeit der Ehegelöbnisse, nach den Bestimmungen einzelner Ortsrechte im Bereiche der römischen Herrschaft en sus Hinterlassene Schriften, I, (Leipzig, 1871), p. 329-334, la monografía de Tamassia, Osculum interveniens, Contributo alla storia dei riti nuziali, Turín, 1885, y los trabajos más antiguos de Spangenberg y Wolff allí citados.

[98] Estrabón, III, 4, 18: παρὰ τοῖς Καντάβροις τοὺς ἄνδρας διδόναι ταῖς γυναιξὶ προῖκα, τὸ τὰς θυγατέρας κληρονόμους ἀπολείπεσθαι, τούς τε ἀδελφοὺς ὑπὸ τούτων ἐκδίδοσθαι γυναιξίν.

Sobre la forma del derecho de familia que consiste en ser considerada la madre como jefe de ella, contándose sólo el parentesco por la línea materna, y las huellas de su existencia en los pueblos de la antigüedad, véase la obra capital de J. J. Bachofen, Das Muterrecht. Eine Untersuchung über die Gynaikokratie der alten Welt, nach ihrer religiösen und rechtlichen natur, Stuttgart, 1861, p. 26 y 407 y sigs. Las investigaciones de Bachofen han sido continuadas y completadas por L. Dargun, singularmente en lo relativo al derecho germánico, en su obra Mutterrecht und Raubehe und ihre Reste im germanischen Recht und Leben, Breslau, 1883.

Cárdenas, Estudios jurídicos, vol. II, (Madrid, 1884), p. 9-10, fundado en el citado texto de Estrabón, relativo á los Cántabros y generalizándolo, cree que «la costumbre indígena de España al tiempo de la invasión romana debió ser que el marido comprase á la mujer mediante un precio, que entregaba al padre de ésta ó á su familia.»

Estrabón, III, 4, 17: (αἱ γυναῖκες) γεωργοῦσιν αὗται, τεκοῦσαί τε διακονοῦσι τοῖς ἀνδράσιν, ἐκείνους ἀνθ᾽ ἑαυτῶν κατακλίνασαι. Entre los Corsos, congéneres de los Iberos, regía también esta extraña costumbre, según acredita Diodoro V, 14, 2. Hállase también en muchos pueblos salvajes de Asia, África y América según Peschel, Völkerkunde, 5.ª edición, Leipzig, 1881, p. 32-34.

Semejante práctica se relaciona, según ciertos autores, con la existencia del Heterismo ó comunidad de mujeres, bajo cuyo régimen el hijo no está verdaderamente emparentado más que con la madre, y el padre no es considerado como tal sino mediante esa ficción ó ceremonia. Se ha querido relacionarla asimismo con la teoría del matriarcado ó situación privilegiada de la mujer en el orden político y jurídico, de que se cree hallar vestigio en el sistema de sucesión de los Vascos franceses, según el cual el hijo mayor, sea varón ó hembra, hereda toda la fortuna paterna, y viene á ser jefe de la familia, á quien están subordinados todos los otros hermanos, lo cual representa la transición del sistema de parentesco cognaticio al agnaticio. Véase á Post, Anfänge des Staats- und Rechtslebens, p. 18, Bachofen, Op. cit., p. 407 y siguientes, y Giraud-Teulon, Les Origines de la famille, París, 1874, p. 172 y siguientes. Contra la teoría del Heterismo ó Comunidad primitiva de mujeres, véase á Peschel, Op. cit., p. 228 y siguientes, y contra las generalizaciones de Bachofen y otros sobre el matriarcado y la ginecocracia, la misma obra, p. 233 y siguientes.

El mismo Esmein, que en una nota á la 2.ª edición del excelente libro de Paul Gide, Étude sur la condition privée de la femme, París, 1885, páginas 30-34, resume con precisión y lucidez los fundamentos de la teoría sobre el Derecho de la madre, termina de esta suerte: «Si cette généralisation n'est point trop hardie, la famille patriarcale qu'on a pris pour la première organisation sociale, serait au contraire le résultat d'une lente evolution.»

Se ha creído hallar un vestigio de la institución del matriarcado en cierta inscripción hispano-latina encontrada en Tarazona y publicada por el P. Fita en su Estudio sobre los restos de la declinación céltica y celtibérica en las lápidas españolas, Madrid, 1878, p. 97, donde la hija lleva en vez del nombre del padre sólo el de la madre. Pero, además de que esa inscripción pertenece á territorio distinto de aquél en que Estrabón nos presenta como vigente dicha institución, este predominio del nombre de la madre lo único que indica es que el hijo no procede de unión legítima. Cagnat, Cours élémentaire d'épigraphie latine p. 24, que cita como ejemplo la inscripción n. 4.733 del C. I. L., III, Cupitianus, Cupitines f(ilius), Cupitine et Assellioni parentibus optimis, etc. La razón es que, como hijos naturales, carecían de padre cierto, y tomaban de ordinario el gentilicio de la madre. Véase especialmente sobre esta materia el importante trabajo de Mispoulet, Du nom et de la condition de l'enfant naturel romain, en sus Études d'institutions romaines, París, 1887; p. 263-310, y á Michel, Du droit de cité romaine, París, 1885, p. 190-196.

[99] Estrabón, III, 4.

[100] Diodoro, V, 17.

[101] Diodoro Sículo, V. 35, 3: Χαριέστατον δὲ τῶν πλησιοχώρων ἐθνῶν αὐτοῖς ἐστι τὸ τῶν Οὐακκαίων ὀνομαζομένων σύστημα. Oὗτοι γὰρ καθ´ ἕκαστον ἔτος διαιρούμενοι τὴν χώραν γεωργοῦσι, καὶ τοὺς καρποὺς κοινοποιούμενοι μεταδιδόασιν ἑκάστῳ τὸ μέρος, καὶ τοῖς νοσφισαμένοις τι γεωργοῖς θάνατον τὸ πρόστιμον τεθείκασι. Análoga á la de los Vacceos, era la organización y el aprovechamiento de la propiedad territorial en las Galias, según d'Arbois de Jubainville, Recherches sur l'origine de la proprieté foncière et des noms de lieu en France, en la Revue celtique, vol. VIII, (París, 1887), p. 99-105.

Sostienen la universalidad de esta institución en los pueblos primitivos, P. Viollet, Étude sur le caractère collectif des premières proprietés immobilières, París, 1872; E. de Laveleye, Essai sur la propriété et ses formes primitives, París, 1876, obra enriquecida con importantísimas adiciones que duplican su valor en la traducción alemana de Bücher, Leipzig, 1881, y el mismo Laveleye en su opúsculo, La propriété collective du sol, Bruselas, 1886. Las conclusiones de este último escritor han sido combatidas por Fustel de Coulanges, Observations sur une ouvrage de M. E. de Laveleye sur la propriété collective du sol en divers pays en las Séances et travaux de l'Académie des sciences morales et politiques, vol. II de 1886, p. 262-277. También ha impugnado vigorosamente la teoría relativa al carácter comunal de la propiedad primitiva, Dargun, Ursprungs und Entwicklungsgeschichte des Eigenthums en la Zeitschrift für vergleichende Rechtswissenschaft, vol. V., páginas 1-115.

[102] César, De bello gallico, VI, 22: Neque quisquam agri modum certum aut fines habet proprios: sed magistratus ac principes in anno singulis gentibus cognationibusque hominum, qui tam una coierunt, quantum et quo loco visum est, agri attribuunt atque anno post alio transire cogunt.

[103] Estrabón, III, 4, 17.

[104] Pruébalo elocuentemente el tan conocido pasaje de Livio (28, 21) relativo al duelo concertado y llevado á cabo entre Corbis y Orsua para terminar sus pretensiones al principado de la ciudad de Ibe. Al reseñar el historiador latino los juegos de gladiadores indígenas con que se celebró la toma de Cartagena por Escipión, se expresa en estos términos: «Gladiatorum spectaculum fuit non ex eo genere hominum, ex quo lanistis comparare mos est, servorum qui venalem sanguinem habent: voluntaria omnis et gratuita opera pugnantium fuit... quidam quas disceptando controversias finire nequierant aut noluerant, pacto inter se, ut victorem res sequeretur, ferro decreverunt. Neque obscuri generis homines, sed clari inlustresque. Corbis et Orsua, patrueles fratres, de principatu civitatis, quam Ibem vocabant, ambigentes, ferro se certaturos professi sunt. Corbis maior aetate erat, Orsuae pater princeps proxime fuerat, a fratre maiore post mortem eius principatu accepto. Cum verbis disceptare Scipio vellet ac sedare iras negatum id ambo dicere cognatis communibus, nec alium deorum hominumve quam Martem se judicem habituros esse. Robore major, minor flore aetatis ferox, mortem in certamine, quam ut alter alterius imperio subiceretur, praeoptantes, cum dirimi ab tanta rabie nequirent, insigne spectaculum exercitui praebuere documentumque, quantum cupiditas imperi malum inter mortales esset. Major usu armorum et astu facile stolidas vires minoris superavit.»

[105] Estrabón, III, 4, 16. Sobre el culto de la luna entre los Celtas de la Galia véase á O. Hirschfeld, Gallische Studien, p. 48, n. 4.

[106] C. I. L., II, n. 2.523-24 etc., y las observaciones de D. Aureliano Fernández-Guerra en su artículo El Osculatorio de Mendoya, inserto en la Ciencia Cristiana de 1877, II, p. 23-26.

[107] E. Gaidoz, Esquisse de la Religion des Gaulois, París, 1879, p. 7-13.

Sobre las antiguas religiones ibéricas véase á Costa, Poesía popular y mitología, literatura celto-hispanas, p. 254-263. Es también interesante bajo este aspecto el reciente trabajo de E. Mérimée, De antiquis aquarum religionibus in Gallia meridionali ac praesertim in Pyrenaeis montibus, París, 1886.

[108] C. I. L., II, n. 2.525; Jovi Ladico, n. 2.598 Jovi Andero; n. 2.599, J(ovi) o(ptimo) Candiedoni, n. 2.695; Jovi Candamio.

[109] Ibid. n. 462: «Dea Ataecina Turibrigensi Proserpina, per tuam majestatem, te rogo, oro, obsecro, uti vindicis quot mihi furtum factum est: quisquis mihi imudavit, involavit minusve fecit eas res quae infra scripta sunt; tunicas VI, paenula lintea II... Innoxium, cujus ego nomen cum ignoro, lamen tu seis, jus vindictamque a te peto.»

[110] C. I. L., II, n. 2.776: Matribus gallaicis.—«Los Lugoves, á quien el gremio de zapateros de Osma dedica un monumento (C. I. L., II, número 2.818), son idénticos al Lug irlandés, patrón de todas las gentes de oficio; Lug era evidentemente el patrono de los zapateros. El nombre divino Lugoves se encuentra citado en una lápida del museo de Avenches (Inscript. Conf. Helvet., n. 161). En España y en las Galias el nombre del Dios Lugus se usaba en plural.» Arbois de Jubainville, Études sur le droit celtique. Le Senchus Mor, París 1881, p. 86-87, n. 5.

[111] Estrabón, III, 3, 6-7.

[112] Insigne muestra de ello es, entre otras muchas, la conducta observada por los Bargusios con los legados que pretendían inclinarlos á la alianza con Roma; pues, no obstante la indignación que les causó esta proposición y la respuesta enérgica y negativa que á ella dieron, dejaron ir sanos y salvos á los legados. Livio, XXI, 14.

[113] Véase, por ejemplo, á Livio, XXVI, 49 y 51, XL, 47, etc. Ejemplo de legados, representantes del Jefe del Estado, ofrecen el mismo Livio XXXIV, II, y Apiano, 71.

[114] Zobel, op. cit., II, p. 54.

[115] Mommsen, Das römische Gastrecht und die römische Clientel, en sus Römische Forschungen, I; Berlín, 1864, p. 321-354.

[116] C. I. L., II, n. 2.633: ... gentilitas Desoncorum ex gente Zoelarum et gentilitas Tridiavorum ex gente idem Zoelarum hospitium vetustom antiquom renovaverunt, eique omnes alis alium in fidem clientelamque suam suorumque liberorum posterorumque receperunt. Cf. Livio, XXI, 12 sobre Alorco, publice Saguntinis amicus atque hospes.

[117] Las obras de F. A. Movers, Die Phönizier, Berlín, 1840, y Das phönizische Alterthum, Berlín, 1849-1852, que iniciaron una nueva era en las investigaciones relativas á los Fenicios, han sido rectificadas en muchos puntos, singularmente en orden á la historia de las primeras colonizaciones, por la de O. Meltzer, Geschichte der Karthager, I, Berlín, 1879. La Histoire ancienne de l'Orient, de F. Lenormant, vol. III, 6.ª ed., París, 1869, p. 1-229, el opúsculo de Ph. Berger, La Phénicie, París, 1881, y sobre todo la Geschichte des Alterthums de E. Meyer, I, Stuttgart, 1884, resumen bien el estado actual de los estudios sobre este particular.

[118] Berger, op. cit., p. 5.

[119] La extensión de las posesiones fenicias en España fué mucho mayor de lo que se creía generalmente, según resulta de las investigaciones de Movers, Das phönizische Alterthum, II, p. 579-659, y de su monografía Die Phönizier in Gades und Turdetanien, inserta en la Zeitschrift für Philosophie und katholische Theologie de 1843, II, p. 1-43, y III, p. 1-26.—Véase también á Lenormant, Tarschisch, artículo inserto en la Revue des questions historiques, vol. XXXII, p. 5-40.

[120] Estrabón, III, 4, 2-3.

[121] Meltzer, Geschichte der Karthager, p. 38.

[122] Hübner, Tarraco und seine Denkmäler, en el Hermes, I (1866), p. 82.

[123] Pomp. Mela, I, 12, 1... Phoenices, sollers hominum genus et ad belli pacisque munia eximium, litteras et litterarum operas aliasque etiam artes, maria navibus adire, classe confligere, imperitare gentibus, regnum proeliumque commenti.

[124] La exposición del sistema colonial fenicio está basada enteramente sobre la obra de Movers, Die phönizische Alterthum, II, Berlín 1850, páginas 1-57, á la cual remitimos á quien desee conocer los textos y documentos en que se apoya.

[125] Movers, I, Berlín, 1849, p. 479-561.

[126] Berger, Opusc. cit., p. 18. No es de este lugar entrar en el detalle de la mitología fenicia, respecto á la cual, por lo demás, dice una autoridad competente (E. Meyer, Geschichte des Alterthums, I, p. 137), que es poco ó nada lo que se sabe. Quien desee orientarse sobre este punto puede consultar con fruto el bosquejo del estado actual de los conocimientos acerca de la materia en el opúsculo de Berger, p. 17-27.

[127] J. Euting, Inschriftliche Mittheilungen, en el vol. XXIX, (1874), de la Zeitschrift der deutschen morgenländischen Gesellschaft, p. 589.

[128] Movers, II p. 24-48.

[129] Polibio, III, 24, 4.

[130] Así resulta del texto de Veleyo Patérculo, I, 2, 6: Tyria classis Gades condidit. Estrabón, III, 5, 5, habla de las columnas de bronce de ocho codos de altura existentes en el Herácleo de Cádiz, en que había inscripciones grabadas con el detalle de los gastos de la construcción del templo, y de las cuales dice que los marinos solían venir á contemplarlas y á ofrecer sacrificios á Hércules á la vuelta de sus navegaciones.

[131] Estrabón, III, 5, 3.

[132] Movers. Op. cit., II, p. 11.

[133] Livio, XXVIII, 37: Mago cum Gadis repetisset, exclusus inde, ad Cimbios, haud procul a Gadibus is locus abest, classe adpulsa, mittendis legatis quaerendoque, quod portae sibi socio atque amico clausae forent, purgantibus iis multitudinis concursu factum, infestae ob direpta quaedam ab conscendentibus naves militibus, ad coloquium suffetes corum, qui summus Poenis est magistratus, cum quaestore elicuit, laceratosque verberibus cruci adfigi jussit. Algunas inscripciones y monedas del África fenicia y cartaginesa pertenecientes al período romano, acreditan la subsistencia del cargo de los suffetes en ellas mencionado. Véase á J. Marquardt, Römische Staatsverwaltung, I, 2.ª ed., Leipzig, 1881, p. 473, n. 8.

[134] Estrabón III, 2, 2 y 14; 4, 10.

[135] Cicerón, pro L. Corn. Balbo c. 14: Ignosco tibi, si neque Posnorum jura calles: reliqueras enim civitatem tuam; neque nostras potuisti leges inspicere.

[136] F. Curtius, Histoire grecque, trad. de A. Bouché Leclercq, I, París 1880, p. 563-568.—Melzer, Op. cit., p. 148-153.

[137] Curtius, Op. cit., p. 563.

[138] E. Curtius, Histoire grecque, p. 567-568.

[139] III, 4, 3.

[140] III, 3: Graecorum sobolis omnia.

[141] III, 4, 6.—Sobre otras ciudades griegas del interior véase lo que dice D. Aureliano Fernández-Guerra en su Discurso de contestación al del Sr. Rada, antes citado, p. 127 y 134-136. Acerca de las ciudades del Nordeste de origen griego, puede consultarse á Müllenhoff, Deutsche Alterthumskunde, I, p. 178-180.

[142] K. F. Hermann, Lehrbuch der griechischen Antiquitäten, III, 2.ª ed., Heidelberg, 1870, p. 52-57.—G. Gilbert, Handbuch der griechischen Staatsalterthümer, II, Leipzig, 1885, p. 397-403.—Caillemer y Lenormant, artículo Colonies grecques en el Dictionnaire des antiquités grecques et romaines, de Daremberg y Saglio, vol. II, p. 1297-1303.—Busolt, Die griechischen Alterthümer en el Handbuch der Klassischen Altertumswissenschaft, de Müller, vol. IV, Nordlingen, 1877, p. 64-69.

[143] G. Gilbert, Handbuch der griechischen Staatsalterthümer, II, p. 155 dice respecto á la organización política de Focea: «es tan poco lo que se sabe de ella que sería inútil intentar exponerlo.»

[144] G. Gilbert, Op. cit., II, p. 259-260, que resume los testimonios de Aristóteles, Cicerón, César y Estrabón acerca del particular. Consúltese también á O. Hirschfeld, Gallische Studien, Viena, 1883, p. 14-16, y la exposición más detallada de Johannsen en su disertación Veteris Massiliae res et instituta ex fontibus adumbrata, Kiel, 1817, p. 66-86.

Respecto al derecho griego civil, penal y procesal que, en la forma que rigió, y con las modificaciones que verosímilmente hubo de sufrir en las colonias griegas de España, nos es desconocido, y en este concepto he creído que debía excluirlo de mi obra, pueden consultarse en especial, además de las varias excelentes monografías de Caillemer sobre las antigüedades jurídicas de Atenas, los resúmenes de Hermann en la tercera edición de su Lehrbuch der griechischen Rechtsalterthümer, publicada por Thalheim, Friburgo, 1884, y Dareste, en la Introducción á Les Plaidoyers civils de Démosthène, París, 1875, p. XI-XLIII. Sobre el procedimiento ático, en especial la obra clásica de Meier y Schömann, Der attische Process, Halle, 1824, de que ha comenzado á publicar Lipsius una nueva edición refundida (Berlín 1881).

[145] Estrabón, III, 4, 7.

[146] Livio, XXXIV, 9.

[147] J. Pella y Forgas en su notable Historia del Ampurdan, Barcelona, 1884 y sigs., p. 154, resumiendo en este punto las investigaciones de Zobel y de C. Pujol y Camps sobre las monedas de Ampurias. Véase también á Zobel, Estudio histórico de la moneda antigua española, I, p. 71.

[148] Mommsen, Histoire romaine, trad. Alexandre, III, París, 1865, p. 118 y siguientes.—Meltzer, Geschichte der Karthager, especialmente páginas 164-168.

[149] Livio, XXVIII, 15.—Polibio, III, 76.

[150] Livio, XXI, 21: ut Afri in Hispania, in Africa Hispani, melior procul á domo futuras uterque miles, velut mutuis pignoribus obligati, stipendia facerent.

[151] Zobel, Estudio histórico de la moneda antigua española, I, p. 74-75.

[152] III, 2, 10.

[153] Estrabón, III, 4, 6.

[154] Liv. 51, 2, «captivisque Magone et quindecim fere senatoribus, qui simul cum eo capti erant...»

[155] Liv. XXVI, 47, 1-4. Liberorum capitum virile secus ad decem milia capta, inde qui cives Novae Carthaginis erant dimissit, urbemque et sua omnia, quae reliqua eis bellum fecerat, restituit, opifices ad duo milia hominum erant: eos publicos fore populi Romani edixit cum spe propinqua libertatis, si ad ministeria belli enixe operam navassent, ceteram multitudinem incolarum invenum ac validorum servorum in classem ad supplementum remigum dedit; et auxerat navibus octo captivis classem.

[156] Estrabón, III, 2, 13, y Plinio, III, 1, 8: Oram eam universam originis Poenorum existimant M. Agrippa.—Plinio, III, 1, 8.—Avieno, 438-443: porro in isto littore stetere crebrae civitates antea, Phoenixque multus habuit hos pridem locos; inhospitales nunc harenes porrigit deserta tellus, orba cultorum sola squalent jacentque.

[157] Mommsen, Histoire romaine, trad. Alexandre, vol. IV (París, 1865), p. 273-283; vol. V, (1865), p. 288-309, y vol. V (aún no traducido al francés) de la edición alemana de la misma obra, Berlín, 1885, p. 57-70.—A. Fernández-Guerra, Cantabria, Madrid, 1878, y Deitania, Madrid, 1880.

La historia de la conquista de España por los Romanos, no conocida sino sólo en sus líneas generales, está aún por escribir en sus detalles y vicisitudes. La exposición sumarísima que, así por esta razón, como por no convenir otra cosa á nuestro propósito, hacemos en el texto, está basada sobre los trabajos, desgraciadamente fragmentarios, de Fernández-Guerra y de Hübner, las dos autoridades más competentes en la materia. Gran acrecentamiento recibirán los conocimientos que hoy poseemos sobre el particular, el día que D. Aureliano Fernández-Guerra dé á luz sus magistrales trabajos inéditos sobre la Geografía antigua de la Península, y en especial su estudio sobre las campañas relatadas por Tito Livio.

[158] A. Fernández-Guerra, Cantabria, p. 28-29.

[159] Este suceso conocido por el lacónico texto de Capitolino Vit. Marci, 21; Cum Mauri Hispanias prope omnes vastarent, res per legatos bene gestae sunt, se halla conmemorado por la inscripción 1.120 del C. I. L., II, puesta por la Resp(ublica) Italicens(ium) á C. Vallio Maximiano fortissimo duci, ob merita et quot provinciam Baetic(am) caesis hostibus paci pristinae restituerit, y por la de Singilia Barba al mismo C. I. L., II, 2.015: ordo Singil(iense) Barb(ense) ob municipium diutina obsidione et bello Maurorum liberatum.

[160] De los progresos de la romanización en España tratan de propósito Budinszky, Die Ausbreitung der lateinischen Sprache über Italien und die Provinzen des römischen Reiches, Berlín, 1881, p. 61-77; Jung, Die romanischen Landschaften des römischen Reiches, Insbruck, 1881, p. 1-89, y, sobre todo, Mommsen, Römische Geschichte, V, Berlín, 1885, p. 62-70.

[161] Hirschfeld, Lyon in der Römerzeit, Viena, 1878, p. 3-4.

[162] E. Kuhn, Die Entstehung der Städte der Alten, Leipzig, 1878, página 393.

[163] Estrabón, III, 3, 5.

[164] Plinio, III, 18.

[165] Estrabón, III, 3.

[166] Estrabón, III, 3, 8.

[167] V. de la Fuente, Historia eclesiástica de España, 2.ª ed., I, Madrid, 1875, p. 43-162.—P. B. Gams, Kirchengeschichte von Spanien, I, Ratisbona, 1862.—M. Menéndez Pelayo, Historia de los Heterodoxos españoles, I, Madrid, 1879.—P. Allard, Les persecutions en Espagne pendant les premiers siècles du Christianisme, en la Revue des questions historiques, XXXIX (1886), p. 5-51.

[168] Este punto ha sido tratado magistralmente, bajo el aspecto jurídico, por Maassen en su Discurso rectoral de la Universidad de Viena Über die Gründe des Kampfes zwischen dem heidnisch-römischen Staat und dem Christenthum, Viena, 1882, esp. p. 12-22.

Por citar un ejemplo relativo en particular á nuestra España, vemos que en las actas de los Santos Luciano y Marciano, martirizados en Vich en tiempo de Decio, el procónsul Sabino, después de exhortar á los mártires para que volvieran al paganismo, que habían abandonado, é irritado por la resistencia que le oponían, les dice por último: «Anilia sunt quae loquimini. Audite me, et sacrificate Diis, implentes regalia praecepta, ne excitatus furore, novis vos et exquisitis poenis impendam.» (Véanse estas Actas entre los Apéndices al tomo I (Madrid, 1873), de la segunda edición de la Historia Eclesiástica de D. V. de la Fuente, p. 325-328). Y esta misma razón de no sacrificar á los ídolos es invocada por el Procónsul como fundamento de la sentencia de muerte dictada contra los referidos mártires. «Quoniam Lucianus et Marcianus, transgressores divinarum nostrarum legum, qui se ad Christianam vanissimam legem transtulerunt, hortati a nobis atque converti, ut adimplentes invictissimorum Principum praecepta, sacrificarent et salvarentur, et contemnentes, audire noluerunt, flammis exuri praecipio.» Ibid., p. 328.

[169] Acredita la validez del derecho consuetudinario provincial, el fragm. 32 del Digesto, De legibus, I, 3: «In quibus causis scriptis legibus non utimur, id custodiri oportet, quod moribus et consuetudine iaductum est: et si qua in re hoc deficeret, tum quod proximum et consequens ei est: si nec id quidem apparet, tum jus quo urbs Roma utitur, servari oportet.» Vid. también Cod. Theod. V, 22 y la ley 2 del Cod. Just. VIII, 53, quae sit longa consuetudo. Sobre esta última constitución, en cuya virtud confirmó el emperador Constantino la eficacia legal de la costumbre, merece consultarse un trabajo reciente, resumen de las controversias á que ha dado lugar su interpretación: Landucci, Una celebre costituzione dell' imperatore Constantino, Padua, 1885.

[170] Mommsen, Bürgerlicher und peregrinischer Freiheitschutz im römischen Staat en los Festgaben für Georg Beseler, Berlín, 1885, p. 265, sostiene que las legislaciones provinciales eran aplicables á todas las cuestiones relativas al derecho de las personas, y que la legislación imperial no tenía con respecto á ellas otro carácter que el meramente supletorio; pero como observa con razón Cucq, Revue critique d'histoire et de littérature de 1885, vol. I, p. 9-11, hay ejemplos que demuestran no haberse limitado los Emperadores á tan modesto oficio, aun en las materias de que se trata, y que cuando lo juzgaban oportuno no dudaban en derogar las costumbres locales.

[171] Cucq, Le Conseil des Empereurs d'Auguste à Dioclétien, París, 1884, página 501-503.

[172] Cucq, Op. cit., p. 499 y sigs. y los ejemplos allí aducidos, que comprueban plenamente la exactitud de esta tesis.

[173] Voigt, Privatalterthümer und Kulturgeschischte, en el Handbuch der classischen Altertums-Wissenschaft de Müller, vol. IV (1887), p. 811-812.

[174] Voigt, Op. cit., p. 881-885.

[175] Prudencio, Contra Symmachum.

[176] Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, Leipzig, 1885, p. 425-429 y 616-624.

[177] Hinojosa, Historia del derecho romano, I, Madrid, 1880, p. 186-188.

[178] Mommsen, Römisches Staatsrecht, II, Leipzig, 1875, p. 828-833.

[179] Las dos tablas de bronce en que están grabados respectivamente los capítulos 91 á 106, y 123-134 de esta Ley descubiertos cerca de Osuna en 1870, se conservan actualmente en Málaga en el Museo particular del marqués de Casa-Loring. Posteriormente, en 1875 según parece, se encontraron otras dos tablas con los capítulos 61 á 69 y 69-82. Fueron adquiridas por el Gobierno, y se custodian en el Museo Arqueológico Nacional. Sacó á luz y comentó por primera vez el texto de las tablas encontradas en 1870, D. Manuel Rodríguez de Berlanga en su libro Los Bronces de Osuna, Málaga, 1873. Publicáronlo de nuevo Mommsen y Hübner con un excelente comentario en el vol. II de la Ephemeris epigraphica, pág. 105-151. Giraud (Journal des Savants de 1873, y Les Bronces d'Osuna. Remarques nouvelles, París, 1875.) Bruns (Die Erztafeln von Osuna en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte XII, pág. 82-126), y Camilo Re (Le Tavole di Osuna, Roma 1873), imprimieron y comentaron también los mencionados capítulos.

Los capítulos 61-82 fueron publicados é ilustrados primeramente por Giraud, en los números de Noviembre de 1876 y siguientes del Journal des Savants. En el mes de Diciembre de aquel año imprimió el Sr. Rodríguez de Berlanga el texto y la traducción de estos nuevos fragmentos, á cuyo examen consagró después su obra Los Nuevos Bronces de Osuna, que vió la luz pública en Junio de 1877. Hübner y Mommsen dieron á luz y comentaron los nuevos Bronces en Diciembre de 1876, en el volumen III de la Ephemeris epigraphica, pág. 91-112, y casi al mismo tiempo comentamos el Sr. Rada y Delgado y yo dicho texto legal en el vol. VIII del Museo Español de Antigüedades. Imprimióse separadamente este trabajo con el título de Los Nuevos Bronces de Osuna (Madrid, 1876). Acerca del capítulo 61 que trata de la manus injectio, disertó el profesor Exner, de Viena, en su artículo Zur Stelle über die manus injectio in der Lex Coloniae Juliae Genetivae, inserto en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, vol. XIII, pág. 392-398, á continuación del texto reimpreso por Bruns, p. 383-391.

Véase el texto en Bruns, Fontes juris romani antiqui, 4.ª ed., Tubinga, 1879, p. 110-127.

[180] Estos importantísimos documentos están grabados sobre dos tablas de bronce encontradas el año 1851 en las inmediaciones de Málaga, y conservadas actualmente en dicha población en el Museo particular del Marqués de Loring. Publicó por vez primera ambos textos D. Manuel Rodríguez de Berlanga, en su opúsculo Estudios sobre los dos bronces encontrados en Málaga á fines de Octubre de 1851, Málaga, 1853. Los dió á luz de nuevo con más corrección, acompañados de un excelente comentario y con nueva revisión del texto, Teodoro Mommsen en su memoria intitulada Die Stadtrechte der lateinischen Gemeinden Salpensa und Malaca in der Provinz Baetica, inserta en el volumen III de las Abhandlungen der philologisch-historischen Classe de la Real Sociedad científica de Sajonia, Leipzig, 1857, pág. 361-507. Las dudas suscitadas sobre la autenticidad de estos monumentos por Laboulaye en Francia, y Asher en Alemania, fueron refutadas brillantemente por Giraud, Les Tables de Salpensa et de Malaga, París, 1856, y por Arndts en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, VI, p. 393. Entre los diversos comentarios de que han sido objeto, son los más importantes, aparte del de Mommsen arriba mencionado, los de Zumpt, De Malacitanorum et Salpensanorum legibus municipalibus in Hispaniae nuper repertis, en sus Studia Romana, Berlín, 1859, pág. 269-322; el de Van Swinderen, De aere Salpensano et Malacitano, Groninga, 1866, y el de Hübner, C. I. L., vol. II, (1869) n. 1.963 y 1.964, p. 253-262.

Bruns ha incluído ambas leyes en sus Fontes juris romani antiqui, 4.ª ed., p. 130-141.

[181] Mommsen, op. cit., pág. 398. En cuanto decimos sobre estas leyes no hacemos sino resumir el excelente trabajo del sabio alemán.

La explicación más plausible del hecho de encontrarse los fragmentos de la ley de Salpensa enterrados juntamente con los de Málaga, en las inmediaciones de esta última ciudad, es la que da Mommsen, pág. 389, á saber: que la tabla respectiva de la ley de Salpensa hubo de llevarse á Málaga para suplir la destrucción de la tabla correspondiente del estatuto municipal de Málaga, concebida en los mismos términos, cuando ya había desaparecido el municipio de Salpensa.

[182] Están grabados sobre una tabla de bronce encontrada el año 1876 en una mina de cobre próxima á la aldea de Aljustrel, al Sur de Portugal. Los publicó primeramente el malogrado profesor de Lisboa, Augusto Soromenho, La Table de bronce d'Aljustrel, Lisboa, 1877. Más tarde Hübner y Mommsen, después de esmerada revisión, y con un importante comentario, en la Ephemeris epigraphica, vol. III, pág. 165-189. Lo han comentado también Bruns en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, vol. XIII, páginas 372-383; Flach, en una notable memoria inserta en la Nouvelle Revue historique de droit français et étranger, de 1878, publicada luego aparte con el título de La Table de bronce d'Aljustrel. Étude sur l'administration des mines au 1.er siècle de notre Ére. París, 1879; Wilmans, Römische Bergwerkeordnung von Vipasca, en el vol. XIX de la Zeitschrift für Bergrecht (1877); Hübner, Römische Bergwerksverwaltung en la Deutsche Rundschau de Agosto de 1877, pág. 196-213, (asesorado en el comentario de la parte técnica de minería, p. 210-212, por el profesor Rammelsberg, de Berlín); Re La Tavola Vipascense en el Archivio Giuridico de 1879, vol. XXIII; página 327-388; Estacio de Veiga, A Tabula de bronce d'Aljustrel, Lisboa, 1880; Demelius Zur Erklärung der Lex metalli Vipascensis, en la Zeitschrift der Savigny-Stiftung für Rechtsgeschichte, vol. IV; Roman. Abtheil., 33-49. (Comentario especial del cap. I de los Fragmentos relativo á la Centesima argentariae stipulationis), y por último, Berlanga, Los Bronces de Lacusta, Bonanza y Aljustrel, pág. 623-829.

Se hallará también el texto de este documento en el Repertorio de Bruns, Fontes juris romani antiqui, ed. cit., p. 141-145.

[183] Mommsen, Römisches Staatsrecht, I, 2.ª edición, Leipzig, 1876, páginas 196-200, y II, p. 201-202; Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, páginas 458-453; Wlassak, Zur Theorie der Rechtsquellen etc., Graz, 1884; Boeck, L'Edit du preteur urbain, París, 1883.

[184] Gayo, Inst. I, 6: Ius autem edicendi habent magistratus populi Romani. Sed amplissimum jus est in edictis duorum Praetorum, urbani et peregrini, quorum in provinciis jurisdictionem praesides earum habent, item in edictis aedilium curulium, quorum jurisdictionem in provinciis populi Romani quaestores habent.

[185] Cicerón, Ad famil., III, 8. 4: Romae composui edictum: nihil addidi, nisi quod publicani rogarunt, cum Samum ad me venissent, ut de tuo edicto totidem transferrem in meum.—El mismo Cicerón, In Verr., I, 45, 118: Non enim hoc potest dici multa esse in provinciis aliter edicenda: non de hereditatum quidem possessionibus, non de mulierum hereditatibus.

[186] Cicerón, Ad Attic., VI, I, 15: De duobus generibus edicendum putavi; quorum unum est provinciale, in quo est de rationibus civitatum, de aere alieno, de usura, de syngraphis, in eadem omnia de publicanis: alterum, quod sine edicto satis commode transigi non potest, de hereditatum possessionibus, de bonis possidendis, magistris faciendis, (bonis) vendendis: quae edicto et postulari et fieri solent. Tertium de reliquo jure dicundo relinqui; edixi me de eo genere mea decreta ad edicta urbana accommodaturum.

Cicerón, In Verr., I, 45, 117: Item ut illo edicto, de quo ante dixi, in Sicilia de hereditatum possessionibus dandis edixit idem, quod omnes Romae, praeter istum.

[187] Cicerón, In Verr., I, 43, 112: Ex improviso si quae res natae essent.

[188] Cicerón, In Verr., III, 11; 27: Cum omnibus in aliis vectigalibus Asiae, Macedoniae, Hispaniae, Galliae, Africae, Sardiniae, ipsius Italiae quae vectigalia sunt, cum in his, inquam, rebus omnibus publicanus petitor ae pignorator, non ereptor, neque possessor soleat esse: tu... eo jura constituebas, quae omnibus aliis essent contraria.

[189] Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 472-473.

[190] Const. Tanta, § 18: ut si quid in Edicto positum non inveniatur, hoc ad ejus regulas ejusque conjecturas et imitationes possit nova instruere auctoritas.

Sobre la importancia capital de la redacción del Edicto perpetuo y su influencia decisiva para transformar la organización judicial y el procedimiento civil, antes no bien apreciada, véase á A. Schultze, Privatrecht und Process in ihrer Wechselbeziehung, I, Friburgo en Brisgovia, 1883, páginas 533-577. El mejor trabajo sobre el edicto es el de Lenel, Das Edictum perpetuum; Leipzig, 1883.

[191] Tabla de bronce hallada entre Jimena y Alcalá de los Gazules en 1866, y publicada primeramente por Renier y Longperier en los Comptes rendus des seances de l'Académie des Inscriptions et belles lettres de París correspondientes al año 1867, p. 267-275. Entre los trabajos posteriores son de notar el comentario sobrio y sustancial de Hübner y Mommsen, Ein Decret des L. Aemilius Paulus, en el Hermes III, p. 243-277, y el de Rodríguez de Berlanga, Las Bronces de Lascute, Bonanza y Aljustrel, p. 491-542.

C. I. L., II, n. 5.041.—Wilmans, n. 2.837, y Bruns, p. 187.

[192] Inscripción descubierta en Pamplona. C. I. L., II, n. 2.959.

[193] Mommsen, Stadtrechte der lateinischen Gemeinden von Salpensa and Malaga, p. 487-488. C. I. L., II, n. 4.125.—Wilmans, n. 876.

[194] Mommsen, Römisches Staatsrecht, II, 2, pág. 843-859.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, pág. 646-654 y 934-940.—Puchta, Institutionen, 8.ª ed., I, pág. 301-314.—Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, I, pág. 130-134.—Kuntze, Excurse über römisches Recht, pág. 191-194.

[195] Así lo mandaron Arcadio y Honorio en una constitución incluida en la L. 19, C. Th. de div. rescr. 1, 2. Teodosio y Valentiniano renovaron esta misma prescripción, L. 2, C. de legib. 1, 14 en términos no menos explícitos.

[196] L. 3, C. de legib. 1, 14. En virtud de esta constitución promulgada por Valentiniano y Teodosio en 426, se estableció el precepto indicado en el texto.

[197] Puchta, Institutionen, 8.ª ed., I, pág. 307-308.

[198] Haenel ha reunido todas las Constituciones imperiales anteriores á Justiniano, fuera de las insertas en las Compilaciones legislativas, en su Corpus legum ab imperatoribus romanis ante Justinianum latarum, quae extra Constitutionum codices supersunt. Accedunt res ab imperatoribus gestae, quibus Romani juris historia et imperii status illustrantur. Leipzig, 1857-1860. Las páginas 1-182 comprenden las Constituciones anteriores á Constantino.

[199] Tabla de bronce encontrada cerca de Cañete la Real (provincia de Málaga), en el siglo XVI, luego conservada en la Biblioteca del Escorial. C. I. L., II, n. 1.425, y en las Fontes de Bruns, p. 193.

[200] Está grabada sobre una tabla de bronce hallada en las ruinas de Itálica, y perteneciente al catedrático de la Universidad de Sevilla, Don Francisco Mateos Gago. La dió á luz por vez primera D. Manuel Rodríguez de Berlanga en su libro Los Bronces de Osuna, Málaga, 1873, p. 117-129, creyendo erróneamente que se refería á una nuntiatio novi operis. Mommsen, Ephem. epigr. II, p. 149-153, la publicó de nuevo, fijando su verdadero carácter y restituyéndola con acierto. Aceptaron y reprodujeron el texto de Mommsen, Berlanga en el Suplemento á su citada obra, p. 310-312, y Bruns, Zeitschrift für Rechtsgeschichte, XII, p. 126-127, y en sus Fontes, p. 134.

[201] Mosaic. et Roman. legum Coll. III, 1-3. (Ulpiano, libr. 8 de off. procons.)—L. 2. D. De his qui sui, 1, 6.

[202] Mosaic. et Roman. legum Coll. XI, 7.—L. 1. D. de abigeis, 47, 14. (Ulpiano libr. 8 de off. procons.)

[203] L. 7, § 10 D. De interdictis, 48, 22, (Ulpiano, libr. 10 de off. procons.)

[204] C. 1, C. Th. De temp. cursu, 2, 6.

[205] C. 1. C. Th. De accusationibus, 9, 1.—C. 1. C. J. De accusationibus, 3, 24.

[206] C. 1. C. Th. De his qui se deferunt, 10, 11.—C. 1. C. J. De his qui se deferunt, 10, 13.

[207] C. 1. C. Th. De const. Princ. et edict. 1, 1.—C. 4. C. J. 1, 23.

[208] C. 6. C. J. De servis fugitivis, 6, 1.

[209] C. 5. C. Th. De donationibus, 8, 12, y C. 27.—C. J. De donationibus, 8, 53 (54).

[210] C. 1. C. Th. De fide testium et instrumentorum, 11, 11.—C. 14 C. J. De fide instrumentorum et amissione corum et antapochis faciendis, et de his quae sine scriptura fieri possunt, 4, 21.

[211] C. 3. C. Th. De maternis bonis, 8, 18.

[212] C. 6. C. Th. De sponsalibus, 3, 5.—C. 16. C. J. De donationibus ante nuptias vel propter nuptias et sponsaliciis, 5, 3.

[213] C. 2. C. Th. De distrahendis pignoribus, 11, 9.—C. 3. C. J. Si propter publicas pensitationes venditio fuerit celebrata, 4, 46.

[214] C. 5. C. Th. Quarum appellationes non recipiantur, 11, 36.—C. 20 C. J. De appellationibus et consultationibus, 7, 62.

[215] C. 3. C. Th. De bonis proscriptorum, 9, 42. Gothofredo, vol. III, página 330 de su edición del Código, relaciona con esta Constitución el pasaje de Amiano Marcelino XVI, y observa ser este el único texto en que se menciona el Officium del procurator patrimonii de la Bética.

[216] C. 10. C. Th. De officio Rect. prov., 1, 16.

[217] C. 4. C. Th. De custodia reorum, 9, 3.

[218] C. 1. C. Th. De discussoribus, 11, 26.—C. 1. C. J. De discussoribus, 10, 30.

[219] C. 2. C. Th. De tabulariis, 8, 2.

[220] C. 14. C. Th. De accusationibus, 9, 1.

[221] C. 1. C. Th. Quor. bonor., 4, 21.—C. 3. C. J. Quor. bonor., 8, 2.

[222] C. 151, C. Th. De discussionibus, 12, 1.

[223] C. 5. C. Th. De natural. fil., 4, 6.

[224] C. 5. C. Th. Unde vi, 4, 21-22.—C. 11, C. J, De adquirendo et retinenda possessione, 7, 32.

[225] C. 15. C. Th. De paganis, 16, 10.—C. 3. C. J. 1, 11. Gotofredo, VI, p. 280, recuerda que aluden á esta prohibición los versos 505 y sig. del poema de Prudencio contra Symmachum.

[226] En cuanto á las Constituciones imperiales de carácter generalmente obligatorio para todas las provincias, y á las dirigidas al Prefecto del Pretorio de las Galias, que lo eran especialmente para las diócesis todas de esta Prefectura, y por tanto para España, véase la enumeración de ellas en Giraud, Essai sur l'histoire du droit français au moyen âge, París, 1846, I, p. 215-218.

[227] Puchta, Institutionen, p. 373-376.—Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, p. 274-277.—Rivier, Introduction historique au droit romain, 2.ª ed., Bruselas, 1881, § 176, p. 457-460.—Huschke, Ueber den Gregorianus und Hermogenianus Codex en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, VI (1869), p. 279-331.

[228] Haenel ha procurado restituirla á su forma primitiva, con ayuda de los fragmentos que de ella nos han conservado los escritores jurídicos, y en especial la Lex romana Burgundionum. Las mejores ediciones de ambos Códigos son las de Haenel en el Corpus juris antejustiniani de Bonn. (1837).

[229] Puchta, Institutionen, 8.ª ed., § 136, p. 379-382.—Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, I, § 100, p. 277-280.—Rivier, Introduction historique au Droit romain, 2.ª ed., § 177, p. 460-462.—Karlowa, Op. cit., páginas 943-946 y 960-964.—Gotofredo y Haenel en los prólogos de sus respectivas ediciones de este monumento jurídico.

[230] En 1820 Amadeo Peyron descubrió varias Constituciones en un palimpsesto de la biblioteca de Turín, y las publicó con el título de Codicis Theodosiani fragmenta inedita ex codice palimpseto bibliothecae regiae Taurinensis Athenaei... Turín, 1824. Por entonces también halló Closio, en un códice de la Ambrosiana de Milán, un extracto del Código Teodosiano, 78 nuevas Constituciones, el acta de la sesión del Senado romano en que se promulgó, y un rescripto del año 443, instituyendo ciertos funcionarios llamados Constitutionarii, cuyo oficio era sacar copias autorizadas del Código. Dió á luz Closio todos estos documentos en sus Theodosiani Codicis genuini fragmenta ex membranis bibliothecae Ambrosianae... Tubinga, 1824. El ilustre romanista italiano Baudi de Vesme proyectaba una edición completa del Código; mas no publicó sino los cuatro primeros libros, aprovechando para ello catorce hojas del palimpsesto de Turín, no utilizadas por Peyron.

La primera edición del Código Teodosiano fué la de Sichard, Codicis Theodosiani libri XVI, Basilea, 1528. Entre las posteriores, es digna de singular mención la de Jacobo Gotofredo, de quien autoridad tan competente como Mommsen ha dicho recientemente, qui labentis reipublicae Romanae notitiam ita fundavit, ut nobis omnibus, adhuc sit summus magister. (Ephem. epigr. V (1884), p. 625.) Publicóse en Lyon en 1665. La edición más correcta y completa del texto es la de Gustavo Haenel: Codex Theodosianus ad LIV librorum Mss. et priorum editionum fidem. Bonn., 1842.

Cuánto falta aún, sin embargo, para que poseamos una edición verdaderamente crítica de este Código, lo demuestra el notable trabajo de Krüger sobre la cronología de las Constituciones de Valentiniano y Valente, Ueber die Zeitbestimmung der Constitutionen aus den Fahren 364-373, en las Commentationes philologae in honorem Th. Mommseni (Berlín, 1877), p. 75-83, en que además de indicar los errores de los compiladores en las fechas de tales Constituciones, explica el origen de ellos, por no haber acudido los compiladores á los originales ó copias auténticas de las constituciones, y haber recurrido muchas veces, para suplir los vacíos del Archivo imperial, á los Archivos provinciales. El mismo Krüger, que viene preparando hace años una edición del Código Teodosiano, ha publicado un facsímil del códice de Turín, con las constituciones descubiertas por Peyron y Baudi de Vesme; Codicis Theodosiani fragmenta Taurinensia, Berlín, 1880.

[231] Puchta, op. cit., I, § 136, p. 382-383.—Rudorff, op. cit. § 101, p. 280-281.—Karlowa, p. 964-966.

[232] Novell. Valentin. 13: Ut sicut uterque orbis individuis ordinationibus regitur, iisdem quoque legibus temperetur,—Novell. Theod. 2: Quod si quid juris ab altero nostrum postea conderetur, ita demum in alterius quoque principis vice proprias obtineret.

[233] Haenel publicó una edición de esta obra con el título de Novellae Constitutiones imperatorum Theodosii II, Valentiniani III, Maximi, Maioriani, Severi, Anthemii. Bonn, 1844.

[234] Está en el vol. I de las obras de Sirmond, y su título es Appendix Codicis Theodosiani novis constitutionibus cumulatior. París, 1631.

El ilustre Jacobo Gotofredo las rechazó como apócrifas, y al gran prestigio de este sabio se debió que fuera esa la opinión corriente, hasta que Gustavo Haenel vino á demostrar, en el preámbulo de su edición de las Novellae leges, que diez y ocho de ellas son de autenticidad indudable, y sólo tres apócrifas. Giraud, Histoire du Droit français au moyen âge, I, p. 224-229, el cual resume la larga y empeñada polémica de que ha sido objeto su autenticidad, decidiéndose en pro de ella. Esta última colección se formó en las Galias á fines del siglo VI ó principios del VII, según Maassen (Geschichte der Quellen und der Literatur des canonischen Rechts im Abendlande, I, Gratz, 1870, p. 792-796), cuya opinión se apoya en más sólidos fundamentos que la de Haenel, que la coloca entre los años 581 y 720.

Haenel incluye las Constitutiones Syrmondianae al final de su edición de las Novellae antes citadas, p. 410-479.

[235] Puchta, Institutionen, 8.ª ed. I, pág. 244-247.—Kuntze, Cursus des römischen Recht., 2.ª ed., pág. 194-195. Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p, 473-490.

[236] Ante tempora Augusti, publice respondendi jus non a principibus dabatur, sed qui fiduciam studiorum suorum habebant, consulentibus respondebant; neque responsa utique signata dabant, sed plerumque judicibus ipsi scribebant, aut testabantur qui illos consulebant. Primus D. Augustus, ut major juris auctoritas haberetur, constituit ut ex auctoritate ejus responderent; et ex illo tempore peti hoc pro beneficio coepit. Pomponio, § 49, De orig. jur., 1-2.

[237] Gayo, Inst. 1, 7.

[238] C. I. L., II, n, 1.393: M. Oppius, M. filius. Foresis ars hic est sita. Fiet titulus se relictum.

[239] Epigr. X, 37:

Juris et aequarum custos sanctissime legum,

Veridico Latium qui regis ore forum:

Municipi, Materne, tuo, veterique sodali,

Callaicum manda, si quid ad Occeanum, etc.

[240] Así induce á creerlo lo que él mismo dice en el prefacio de su Cathemerinon, V. 13-15:

Bis legum moderamine

Frenos nobilium reximus urbium,

Jus civile bonis reddidimus, terruimus reos.

[241] Muchos son los trabajos especiales relativos á este jurisconsulto, cuya patria y carácter han sido y son asunto de interminables controversias. Los más importantes son: Bluhme, Zeitschrift für Rechtsgeschichte, III, pág. 442-460, Asher (ibid.), V, pág. 85-103.—Huschke, Jurisprudentia antejustinianae, pág. 148-170.—Bremer, Rechtslehrer und Rechtschulen, páginas 77-89.—Dernburg, Dit Institutiones des Gajus, ein Collegienheft aus dem Jahre, 161. Halle, 1869.—Padelletti, Archivio Giuridico, IV, página 7 y siguientes.—Glasson, Étude sur Gaius 2.ª ed., París, 1881; Cattaneo, Del nome de Gaio jureconsulto, 1883.—Kuntze, Gaius ein Provinzialjurist, Leipzig, 1884.

[242] Huschke, Jurisprudentiae antejustinianae quae supersunt p. 148.—Puchta, I, § 104, páginas 278-292.—Rudorff, I, § 89, pág. 237-243.—Rivier, § 162, pág, 345-348.

[243] La primera edición de las Instituciones de Gayo fué publicada en Berlín en 1820 por Göschen, que en unión de Bethmann-Hollweg había descifrado el manuscrito en 1817 por encargo de la Academia de Berlín. En 1824 publicó Göschen una nueva edición utilizando la revisión del manuscrito llevada á cabo por Bluhme; Lachmann dió á luz la tercera edición en 1842. Aunque era muy general la opinión de que después de los trabajos de Göschen, Bethmann-Hollweg y Bluhme, «apenas podía esperarse ningún resultado positivo cotejando nuevamente el manuscrito», un distinguido filólogo alemán, Guillermo Studemund, no vaciló en consagrarse á tan ardua y penosa tarea, que ha sido coronada del éxito más brillante. Studemund dió á conocer al mundo sabio el resaltado de su trabajo, publicando en 1876 su apógrafo del manuscrito de Verona con el siguiente título: Gaji Institutionum Commentarii quatuor. Codicis Veronensis denuo collati, apographum confecit, et jussu academiae regiae Berolinensis edidit, G. Studemund, Leipzig, 1874.—Posteriormente, en 1876, ha publicado el mismo sabio, en unión de Krüger, una edición de las Instituciones para uso de las Universidades, Berlín, 1876.—Sobre la importancia capital del trabajo de Studemund para el conocimiento del Derecho Romano, puede verse el notable opúsculo del holandés Goudsmith, Studemunds Vergleichung del Veroneser Handschrift, traducida al alemán por Sutro, Utrecht, 1876.

[244] Papinianum, juris asylum et doctrinae legalis thesaurum, quod paricidium excusare noluisset, occidit, et praefectum quidem suum, ne homini per se et per scientiam suam magno deceset, et dignita. Spart. Sever. 21.

[245] Véase sobre él el reciente trabajo de Pernice en el Monatsbericht de la Academia de Ciencias de Berlín, de 1885.

[246] Huschke, que inserta también este fragmento en su citado Repertorio, página 619-625, haciéndolo preceder de una erudita Introducción (pág. 615-618), supone que debió pertenecer al Liber regularum de Ulpiano. Las mejores ediciones son la de Huschke y la de Krüger Fragmentum de jure fisci, Leipzig, 1868.

[247] Endlicher los dió á luz en Viena en 1835 con el siguiente título: De Ulpiani Institutionum fragmento... Epistola ad F. C. Savigny. Posteriormente se han hecho otras varias ediciones, entre las cuales las más importantes son las de Bocking, Ulpiani Fragmenta, Leipzig, 1855.—Bremer, De Domitii Ulpiani institutionibus, Bonn. 186.—Huschke, Jurisprudentiae antejust., pág. 604-607.

[248] El único manuscrito (saec. VIII) conocido de esta compilación se conserva en la Biblioteca Vaticana, y fué descubierto por Angel Mai, á quien se debe también la primera edición: Juris civilis antejustiniani reliquiae ineditae. Roma, 1823.

[249] Poseemos una redacción anterior y otra posterior á Justiniano de esta colección. Los fragmentos de que consta han sido publicados en los Gromatici veteres ex recensione Caroli Lachmani, Berlín, 1848, p. 263-280.

[250] Puchta, Institutionen, I, § 134, p. 367-373.—Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, I, § 78, p. 200-204.—Danz, Römische Rechtsgeschichte, p. 118-122.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, p. 830-934.

[251] L. un. pr. C. Th. de sent. pass., 1, 43.—L. 1, § 6. C. de vet. jur. interpr., 1, 17.

[252] Rudorff, Op. cit., I, p. 202.

[253] L. 3, C. Th. De respons. prud., I, 4.

[254] El pasaje de la constitución de Valentiniano que contiene las dos citadas disposiciones, ha sido asunto de empeñadas polémicas. Dice así: «Papiniani, Pauli, Gaii, Ulpiani atque Modestini scripta universa firmamus ita, ut Gaium quae Paullum, Ulpianum et cunctos comitetur auctoritas, lectionesque ex omni ejus opere recitentur. Eorum quoque scientiam, quorum tractatus atque sententias praedicti omnes suis operibus miscuerunt, ratam esse censemus, ut Scaevolae Sabini, Julliani atque Marcelli, omniumque, quos illi celebrarunt, si tamen eorum libri, propter antiquitatis incertum, codicum collatione firmentur.»

[255] Puchta, Institutionen, I, p. 169-173.—Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 106-110.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 642.

[256] Ejemplo de esto, son algunos Senadoconsultos relativos al derecho de las personas. Véase mi Historia del derecho romano, I, p. 187.

[257] Entre los principales citaremos el de 197, a. Chr., relativo á la primitiva división provincial de la Península, Livio, XXVIII, 2; otro concerniente al nombramiento de jueces que decidieran sobre las quejas de los Españoles contra los funcionarios romanos, siendo pretor Canuleyo, Livio, XLIII, 2, y el del año 100 p. Chr, relativo al proceso del procónsul de la Bética Cecilio Clásico, Plinio, Ep. 3, 9.

[258] De los documentos de este género relativos á otras regiones del orbe romano, y que importa también conocer, por la relación que tienen con los nuestros, dan noticia Rudorff, I, p. 229-234; Rivier, p. 339-342; Karlowa, p. 783-821, y mi Historia del Derecho romano, I, p. 262-263.

[259] Hübner, De senatus populique romani actis, p. 71 y siguientes.

[260] C. 7, L. II, n. 1.282. Está grabado sobre el pedestal de una estatua hallada en las inmediaciones de la antigua Salpensa (Alpesa).

Son, por lo demás, frecuentísimas las referencias á este género de decretos en los monumentos conmemorativos de erección de estatuas y de obras públicas, d(ecreto) d(ecurionum), ex decreto ordinis, etc. Esta enumeración se circunscribe á los documentos de mayor interés, y cuyo asunto es esencialmente jurídico. No incluímos en ella, por tanto, la multitud de decretos municipales sobre honores otorgados á personas beneméritas, ni otras inscripciones que bajo algún aspecto son interesantes para el jurisconsulto, muchas de las cuales tendremos ocasión de mencionar en el transcurso de esta obra, por alguna de las fórmulas ó cláusulas que contienen, aunque su principal asunto ó la materia sobre que versan carezca de importancia.

[261] Tabla de bronce encontrada en término de Frechilla, cerca de Paredes de Nava. El texto lo publicó Hübner en el Hermes, vol. V, p. 371-378, y después en la Ephem. Epigr., I, n. 141, p. 45-47.

[262] C. I. L., II, n. 1.343.

[263] Hallado en Pollenza. C. I. L., II, n. 2.695.—Wilmans, Exempla, n. 2.851.

[264] Encontrado en Astorga. C. I. L., II, n. 152.—Bruns, Fontes juris romani antiqui, 4.ª edición, p. 245-246.

[265] Lápida de Pamplona. C. I. L., II, 2.958.

[266] Debo la noticia de este documento, descubierto recientemente en término de Peñalva de Castro (Soria), ruinas de Clunia, y aun inédito, á mi amigo D. Aureliano Fernández-Guerra, que lo publicará muy en breve en el Boletín de la Real Academia de la Historia.

[267] Inscripción descubierta en Pamplona.—C. I. L., II, n. 2.960.—Wilmans, n. 2.854.

[268] Inscripción de Roma, inserta en la colección de Orelli, Inscriptionum latinarum selectarum amplissima collectio, n. 956.

[269] Lámina de bronce encontrada cerca de Sasamón, en la provincia de Burgos.—Ephem. epigr. II, n. 322, p. 244-247. Hübner la califica de ejemplar único en su género entre los documentos relativos al derecho de patronato.

[270] C. I. L., II, n. 2.211.—Wilmans, n. 2.861. Según Hübner la denominación de subidiani (por subaediani) que ostenta este colegio, debió tomarla del lugar donde celebraba sus reuniones. Marucchi (citado por Marquardt, que tiene su opinión como probable, Römische Privatalterthümer, Leipzig, 1882, p. 699, n. 8), cree los fabri subidiani de esta inscripción, como los subaediani mencionados en otras de las Galias y África, eran una corporación de carpinteros ó ebanistas que hacían los trabajos propios de su profesión necesarios en el interior de los edificios (opus intestinum).

[271] Encontrado en las ruinas de Aritium vetus. En Asso, ciudad de la Troade, se ha encontrado recientemente una inscripción en griego (publicada y comentada por Mommsen, relacionándola con la nuestra, en el volumen V de la Ephem. epigr., p. 154-158), concebida en los mismos términos que la de Aritium; lo cual indica haber sido esta fórmula la ordinaria para tal clase de juramentos, que acostumbraban á exigir los Gobernadores de los pueblos sujetos á su jurisdicción, no sólo al subir al trono un nuevo Emperador, sino también en los aniversarios de este suceso y al principio de cada año. Mommsen, Römisches Staatsrecht, II, Leipzig, 1875, p. 749 y 763.

El texto en el C. I. L., II, n. 172, donde se recuerda la semejanza de esta fórmula con la del juramento de Publio Cornelio Escipión que recuerda Livio, XXII, 53.—Wilmans, n. 2.839.

[272] C. I. L., II, n. 3.249. Fué hallada cerca de Villanueva de la Jara. No se sabe la identificación moderna de los territorios Idiense y Soliense. El Saciliense estuvo en Fuente Ovejuna. Sobre los trifinia, vid. los Gromatici veteres, de Lachmann, ex libri Magonis et Vegojae auctorum, p. 348, líneas 26-29, y p. 349, lín. 1-5; y á Rudorff, en el vol. II de dicha publicación, páginas 260-261.

Mommsen, C. I. L., II, p. 325, cree que Julio Proculo debió ser nombrado por Domiciano, á semejanza de los jueces que, durante la República, acostumbró á nombrar el Senado para que resolvieran las cuestiones de límites pendientes entre los provinciales.

[273] Brunner, Zur Rechtsgeschichte der römischen und germanischen Urkunde, I, Berlín, 1880, p. 44-79, 90-94, 113-130 y 139-148.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 778-783, 793-805 y 994-1.003. Algunas indicaciones útiles ofrece aún sobre el particular Giraud, Histoire du droit français au moyen âge, I, p. 235-250, y un resumen sucinto Kuntze, Excurse über römisches Recht, 2.ª edición, Leipzig, 1880, p. 462-465.

[274] Esta distinción que hace Brunner (p. 44 y sig.) está basada en las tablas de cera descubiertas en Pompeya en 1875, comentadas por Mommsen en el Hermes XII, p. 88-141, y por Caillemer en la Nouvelle Revue historique de droit français et étranger, de 1877.

[275] Tan interesante documento, que ha contribuído eficazmente á ilustrar la institución á que se refiere, se encontró el año 1868 en las inmediaciones del pueblo de Bonanza, en la provincia de Cádiz. Fué publicado primeramente por Hübner con observaciones suyas y de Degenkolb en el vol. III del Hermes, p. 283-297; y reprodújolo luego el mismo Hübner en el C. I. L., II, n. 5.012, con notas ilustrativas de Mommsen.

Entre los Comentarios especiales de que ha sido objeto posteriormente, son dignos de especial mención los de Krüger, Eine mancipatio fiduciae causa en sus Kritische Versuche im Gebiete des römischen Rechts, Berlín, 1870, p. 41-65.—Degenkolb, Ein pactum fiduciae, en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, IX, p. 117-179 y 407-409, Rudorff, Ueber die baetische Fiduciartafel. Eine Revision, en la misma Revista, páginas 53-107 (el cual menciona y critica, p. 54, los trabajos antes citados y otros de Gide, Re, Bekker, Karlowa y Voigt, publicados hasta entonces sobre el particular) y el de Rodríguez de Berlanga, Los Bronces de Lascuta, Bonanza y Aljustrel, p. 545-622.

Contra el parecer de Degenkolb, que tiene el documento en cuestión por un contrato real y efectivo, ha sostenido Krüger que no es otra cosa sino un formulario que servía de pauta para la redacción de este género de contratos; opinión que se apoya en mejores fundamentos, y á la cual se han adherido, entre otros, Mommsen en el C. I. L., II, p. 700, Rudorff, p. 76. Bruns, Fontes, p. 200, n. 1, Kohler, Pfandrechtliche Forchungen, Jena 1882, p. 80, Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 789, Berlanga, op. cit., p. 562-566, y á la cual parece inclinarse también Hübner, Römische Epigraphik, p. 547.

Puede verse el texto en Bruns, Fontes, p, 200-201.

[276] C. I. L., II, n. 4.332. Son de notar las analogías que existen entre esta donación, la de Flavio Syntrofo (Wilmans, n. 313 y Bruns, Fontes, p. 203-204, comentada por Huschke, J. Flavi Synthrophi donationis instrumentum, Breslau, 1838) y una de las cláusulas del testamento de Dasumio, Bruns, p. 230-231, lín. 87-99.

[277] Bruns, Fontes, p. 228-232, y Wilmans, n. 314. Se halla grabado sobre una gran losa de mármol encontrada en Roma, y ha sido comentado por Rudorff en la Zeitschrift für geschichtliche Rechtswissenschaft, vol. XII, p. 301 y sig., supliendo con agudas conjeturas muchas de las lagunas que tiene el documento. Wilmans, I, p. 106, advierte á este propósito: «Caute igitur hoc monumento utaris supplementisque diffidas, ingeniosis omnibus, ut in tali auctore, certis paucis.»

[278] Bruns, p. 229, lín. 26-34 y p. 230, lín. 71-75.

[279] C. I. L., II, nn. 4.511 y 4.514.—Wilmans, 309.

[280] C. I. L., II, n. 2.265.

[281] C. I. L., II, n. 2.486.—Cf. la de Tritium Magallum (Tricio), n. 2.893.

[282] C. I. L., II 1.174,—Wilmans, 2.848. Los ejemplos de instituciones de esta índole son escasos fuera de Italia, donde los Emperadores, singularmente Trajano, los Municipios y los particulares las establecieron en gran escala. Marquardt, Römische Staatsverwaltung, II, p. 140. Wilmans, n. 2.844 y 2.845.—Cf. Bruns, Fontes, p. 224-227, publican el texto de las Tabulae Ligurum Baebianorum y Veleias, que acreditan la liberalidad del español Trajano para con los niños desvalidos. Son también interesantes, como término de comparación respecto de la inscripción de Sevilla, las de Tarracina y Cirta que publica Wilmans, n. 2.846 y 2.847.

De cuánto auxilio puede ser el atento estudio de los monumentos epigráficos, para conocer las instituciones de la España romana en lo que tenían de local y característico, lo demuestra brillantemente el ingenioso y erudito comentario de J. G. Bachofen, el ilustre autor del Muterrecht, sobre esta inscripción. Resulta de él, que la fundación benéfica de que se trata, sólo se hizo en beneficio de los hijos ilegítimos (que este y no otro es el significado de las palabras pueri juncini) de origen ingenuo de la colonia Julia Rómula. Antiquarische Briefe vornemlich zur Kenntnits der ältesten Verwandtschaftsbegriffe, Estrasburgo, 1880, p. 1-30.

[283] C. I. L., II, n, 2.242.—Mommsen (Ibid., p, 314) relaciona esta inscripción con el texto de Plinio, N. H. 21, 13, 74; in Hispania mulis provehunt alvos pascendi causa.

[284] C. I. L., II, n. 1.637, restituída por Hübner.—Sobre las sentencias de este género, véase á Rudorff, Römische Rechtsgeschichte, II, Leipzig, 1859, p, 222-228. Es de notar que, al final de esta inscripción, como en otras muchas de la España romana, se consigna que el heredero no quiso deducir de este legado el importe de los derechos de transmisión de bienes: huic dono vigesima ab herede (deducta non est).

[285] Viollet, Précis de l'histoire du droit français, I, París, 1884, p. 25-27.

Cuán útil sea el estudio de las instituciones mosaicas, para ilustrar el origen de las de la Iglesia católica, lo han demostrado, por ejemplo, en lo relativo al derecho matrimonial, los excelentes estudios de Freisen sobre Die Entwicklung des kirchlichen Eheschliessungsrechts en el Archiv für Katholisches Kirchenrecht, vol. LII-LIV (Véase especialmente el resumen en el vol. LIV, p. 362), que hacen aguardar con impaciencia la anunciada Historia de la legislación canónica sobre el matrimonio, del mismo Autor.

[286] La primera edición de este curioso documento la publicó el metropolitano de Nicomedia Filoteo Bryennios en Constantinopla en 1883. Entre las varias ediciones publicadas con posterioridad, la más reciente é importante de todas es la del profesor de la Universidad de Tubinga, Funk: Doctrina duodecim Apostolorum, Canones Apostolorum ecclesiastici ac reliquae doctrinae de duabus viis Expositiones veteres, edidit adnotationibus et prolegomenis illustravit, versionem latinam edidit, Tubinga, 1887. El texto de la DOCTRINA APOSTOLORUM ocupa las páginas 1-49.

Harnack ha disertado con extensión sobre los 34 capítulos de la Διδαχὴ concernientes á la organización eclesiástica, en su obra, Die Quellen der sogenannten apostolischen Kirchenordnung nebst einer Untersuchung über den Ursprung des Lectorals und der anderen niederen Weihen (Comentario de los cap. 16-28 de las Constituciones apostólicas), Leipzig, 1886, y en el Comentario que acompaña á su edición de la Doctrina, Lehre der zwölf Apostel nebst Untersuchungen zur ältesten Geschichte der Kirchenverfassung und des Kirchenrechts, Leipzig, 1884, p. 88-158.

[287] La primera edición, debida al jesuíta español Francisco Torres (Turrianus), salió á luz en Venecia en 1563. De las varias ediciones modernas la mejor es la de Lagarde Constitutiones Apostolorum, Leipzig, 1862. Entre los trabajos relativos á las Constituciones de los Apóstoles, los más importantes son el de Drey, Neue Untersuchungen über die Constitutiones und Canones der Apostel, Tubinga, 1832, y el de Bickell, Geschichte des Kirchenrechts, Giessen, 1843.

[288] En el siglo XVI se reconoció ya plenamente el carácter apócrifo de este documento, bien que el jesuíta Francisco Torres defendiera aún su autenticidad. La más reciente y esmerada edición del texto es la de Hefele Die sogenannten apostolischen Canonen, en su Conciliengeschichte, 2.ª edición, Friburgo en Brisgovia, 1873, p. 793-799, que publica el texto griego con traducción latina y notas, p. 800-827.

[289] L. Duchesne, Le Liber Pontificalis, vol. I, París, 1885, § VI, n. 70, p. CXXVIII-CXXIX.—Maassen, Geschichte der Quellen und Literatur des canonischen Rechts, vol. I, p. 95-102 y Scherer, Handbuch des Kirchenrechts, I, Graz, 1885, p. 186-190.

Sobre los decretos disciplinales y litúrgicos de los Pontífices de los primeros siglos, como fuentes del Liber Pontificalis, véase á L. Duchesne en el § VI, p. CXXVIII-CXL, de la Introducción á su excelente edición del Liber Pontificalis, París, 1885.

Jaffe, Regesta Pontificum Romanorum ab condita ecclesia, ad. a. p. Chr. 1.198 (obra de que hay en vías de publicación una segunda edición corregida y aumentada, publicada bajo la dirección de Wattenbach por Loewenfeld, Kaltenbrunner y Ewald, Leipzig, 1881 y siguientes), contiene extractos de todas las epístolas pontificias comprendidas dentro de dicho período, con copiosas indicaciones de fuentes.

La del benedictino francés Coustant, Epistolae Pontificum Romanorum, vol. I, París, 1721, y la de Thiel, Epistolae Romanorum Pontificum genuinae et quae ad eos scriptae sunt a S. Hilario usque ad Pelagium II, ex schedis Cl. Petri Constantii aliisque editis, adhibitis praestantissimis codicibus Italiae et Germaniae, fasc. I, Braunsberg, 1867, dan el texto mismo de los documentos.

Pitra, Analecta novissima Spicilegii Solesmensis altera continuatio, tom. I. De epistolis et registris romanorum pontificum, París, 1885, trata en las páginas 1-35, que son las principalmente interesantes para el período de que tratamos, de los trabajos relativos á las Decretales pontificias de los primeros siglos.

[290] Epistolae decretales ac Rescripta romanorum Pontificum, Madrid, 1821, p. 3-7—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 255. Véase sobre ella La Fuente, Op. cit, I, p. 338, y Gams, II, p. 427-430.

[291] La Fuente, I, p. 399-402, publica el texto extenso, no incluído en la colección Hispana, y lo comenta en las págs. 254-256. Jaffe-Kaltenbrunner, n. 1.292.

[292] Epistolae, p. 34-35. Refiérense expresamente sus dos primeros capítulos, de los seis de que consta, á España como cuna principal de tales abusos.

[293] Jaffe-Kaltenbrunner, n. 33. Esta epístola no se ha conservado íntegra, y es conocida únicamente por la mención que hace de ella el mismo Zósimo en el cap. 1 de la dirigida á Hesiquio, Obispo de Salona, Epistolae, p. 36-37.

[294] Coustant, p. 955.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 331.

[295] Epistolae, p. 90-96.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 412. La Fuente, II, p. 54-55, Gams, II, p. 476-477, y especialmente, Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, I.

[296] Epistolae, p. 122-123.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 560. La comentan La Fuente, II, p. 82-83, y Gams, II, p. 430-431.

[297] Epistolae, p. 123-124.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 561. La Fuente y Gams, loc. cit.

[298] Epistolae, p. 124.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 590. La Fuente, II, p. 83, y Gams, II, p. 415.

[299] Epistolae, p. 129.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 618. La Fuente, II, p. 83-84, y Gams, II, p. 415-416.

[300] Hefele trata ampliamente en la introducción á su Conciliengeschichte, vol. I, 2.ª edición, Friburgo en Brisgovia, 1873, p. 1-82, del origen, divisiones, convocación y asistentes de los Concilios; intervención del poder civil en ellos; confirmación de los Cánones conciliares por los Papas y Emperadores; acerca de la tan debatida cuestión de la superioridad del Papa sobre el Concilio ó del Concilio sobre el Papa, infalibilidad de los Concilios ecuménicos, cuáles de los celebrados tengan este carácter, precedencia y votación en estas Asambleas, Colecciones y bibliografía de los Concilios. Completa el trabajo de Hefele en este último punto, Viollet, Précis de l'histoire du droit français, I, p. 37-39.—Hinschius, System des Katholisches und protestantisches Kirchenrechts, III, Berlín, 1883, p. 325-332, y Scherer, Op. cit., p. 659-687.

[301] Sobre el Concilio de Nicea, Hefele, Conciliengeschichte, 2.ª edición, p. 252-443.

[302] Hefele, Conciliengeschichte, vol. II, p. 1-32.

[303] Hefele, Op. cit., vol. II, p. 162-231.

[304] Hefele, Op. cit., vol. II, p. 392-544.

[305] El mejor texto de este documento es el inserto en el primer volumen de la Collectio Canonum Ecclesiae Hispanae, Madrid, 1808, p. 282-294.

Entre la multitud de trabajos de que ha sido objeto, citaremos como los más importantes los siguientes: Mendoza, De Concilio Illiberitano confirmando libri tres, Madrid, 1593; González Téllez, Concilium Illiberitanum, Lyon, 1665; Aguirre, Collectio Conciliorum Hispaniae, 1693; La Fuente, Historia eclesiástica de España, 2.ª ed., I, Madrid, 1873, p. 159-179; Hefele, Conciliengeschichte, I, 2.ª ed., Friburgo en Brisgovia, 1873, p. 148-192; Gams, Kirchengeschichte von Spanien, II, Ratisbona, 1864, p. 1-136.

La obra de Dale, The Synod of Elvira, and Christian Life in the fourth Century, Londres, 1882, no es, en lo que tiene de útil y aprovechable, sino mera reproducción de los trabajos anteriores sobre la materia, especialmente de los de Mendoza, Aguirre, Hefele y Gams. En los puntos en que se separa de ellos, casi siempre desbarra. Ni podía menos de ser así, dada la absoluta ignorancia del autor en materia de organización política y administrativa, y de antigüedades privadas de los Romanos, cuyo conocimiento es indispensable para interpretar rectamente muchos Cánones del Concilio de Elvira. Sirva de ejemplo el pasaje de la p. 226, en que hablando de las magistraturas municipales dice: «duumvir» was the title obtaining in Spain, «decurio» in the lesser Italian cities.

Se ha discutido mucho desde el siglo XVI hasta el presente, sobre el lugar que ocupó la antigua Ilíberis (el Municipium Florentinum Illiberitanum de los Romanos), afirmando unos que fué en las vertientes de la sierra de Elvira, y otros que en el perímetro de la Alcazaba Cadima de Granada. Esta última opinión, defendida con irrefragables argumentos por D. Aureliano Fernández-Guerra en su Epigrafía romana granadina, Madrid, 1867, y aceptada por Hübner, C. I. L., II, es la verdadera. Ha venido á reforzarla recientemente con textos decisivos, tomados de las fuentes árabes, mi muy querido amigo y maestro el ilustre Catedrático de la Universidad de Granada Dr. D. Leopoldo Eguilaz, en su erudito trabajo Del lugar donde fué Ilíberis, Madrid, 1881.

[306] El texto se halla en la Collectio Canonum, I, p. 303-304. Sobre las disposiciones que contiene, véase á La Fuente, Op. cit., I, p. 206 y 241-265, y á Gams, II, p. 369-372.

[307] El texto en la Collectio Canonum, I, p. 322-327. Al final se encuentra la Regula fidei catholicae y en el preámbulo de ésta la célebre fórmula Spiritum quoque Paraclitum esse, qui nec Pater sit ipse, nec Filius, sed a Patre Filioque procedens. Consúltense acerca de este Concilio la obra citada de La Fuente, I, p, 213-214 y 241-265 (donde expone en conjunto el estado de la disciplina de la Iglesia española según los cánones del Concilio de Zaragoza antes citado, y de éste de Toledo), y la de Gams, II, páginas 389-394.

[308] Marquardt, Römische Staatsverwaltung, I, 2.ª ed., Leipzig, 1881, p. 497-502.—Person, Essai sur l'administration des provinces romaines sous la Republique, París, 1878.—Arnold, The roman System of provincial administration to the accesion of Constantine the Great, Londres, 1879.—Madwig, Die Verfassung und Verwaltung des römischen Staats, II, Leipzig, 1882, p. 49-81 y 96-119.—Mispoulet, Les Institutions politiques des Romains, París, 1883, II, p. 75-77.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, Leipzig, 1885, p, 321-340, 567-576 y 850-863.—Brinz, Ueber Begriff und Wesen der römischen Provinz, Munich, 1885.—Sobre la etimología de la palabra provincia, Bergaigne, Le nom de la province romaine, en el vol. XXXV de la Bibliothèque de l'École des hautes Études, París, 1878, p. 115-119.

[309] Apiano, Iber. 99.—Wilsdorff, Fasti Hispaniarum provinciarum en los Leipziger Studien für classische Philologie, I, p. 67-68.

[310] Livio, XXXII, 28, 2, 3, 12: C. Cornelio et Q. Minucio consulibus omnium primum de provinciis consulum praetorumque actum... Hispanias Sempronius citeriorem, Helvius ulteriorem est sortitus... praetoribus in Hispanias octona millia peditum socium ac nominis Latini data et quadringeni equites, ut dimitterent veterem ex Hispaniis militem; et terminare jussi, qua ulterior citeriorve provincia servaretur.

[311] Livio, XLV, 16, 1: Q. Aelio M. Junio consulibus (167) de provinciis referentibus censuere patres, duas provincias Hispaniam rursus fieri, quae una per bellum Macedonicum fuerat.

[312] Sirvió quizá de base y precedente á esta división, según observa Marquardt, I, p. 252, la que antes habían hecho entre sí los legados de Pompeyo. César, De bello civ., I, 38: Afranius, Petreius et Varro, legati Pompei, quorum unus Hispaniam citeriorem tribus legionibus, alter ulteriorem a saltu Castulonensi ad Anam duabus legionibus, tertius ab Ana Vettonum agrum Lusitaniamque pari numero legionum obtinebat, officia inter se partiuntur.

[313] «Provincias validiores et quas annuis magistratuum imperiis regi nec facile nec tutum erat, ipse suscepit: ceteras proconsulibus sortito permissit: et tamen nonnullas conmutavit interdum.» Sueton, Octav., 47.

[314] Según Mommsen, Römische Geschichte, V, p. 58. n. 1 y 2, la separación de la Lusitania y de la España ulterior debió verificarse después de la guerra de Cantabria, y Galicia que hubo de formar parte de la Lusitania antes de Augusto, y Asturias, incorporada también á esta provincia en los comienzos de la división augustea, fueron separadas luego de ella y agregadas á la España ulterior.

[315] Así lo acredita la inscripción del año 216-217 de la era cristiana, C. I. L., II, n. 2.661: C. Julius Cerealis, consularis, legatus Augusti pro praetore provinciae Hispaniae novae citerioris Antoninianae, post divisionem provinciae primus ab eo missus.

«Asturias y Gallaecia, citadas por Tolomeo (II, 6) como parte de la España tarraconense, formaban ya antes ciertamente un distrito aparte, que en el siglo II fué gobernado por juridici pretoriales, bien que su constitución como provincia especial data sólo del tiempo de Caracalla.» O. Hirschfeld, Die Verwaltung der Rheingrenses in den ersten drei Jahrhunderten der röm. Kaiserzeit en las Commentationes philologie in honorem Theodori Mommseni, Berlín, 1875, p. 437, n. 18.

[316] Lactancio, De mortibus persecutorum, 7: In quatuor partes orbe diviso...—Et ut omnia terrore complerentur, provinciae quoque in frustra concisae, multi praesides et plura officia singulis regionibus ac pene jam civitatibus incubare.

Sobre la reforma provincial de Diocleciano, véase á Mommsen y Müllenhoff, Mémoire sur les provinces romaines jusque au V siècle, trad. por Picot, París, 1861.--Kuhn, Ueber das Verzeichniss der römischen Provinzen aufgesetz um 297 en los Jahrbucher für classische Philologie, t. CXV, Leipzig, 1877, p. 697-719.--Jullian, De la réforme provinciale attribuée à Dioclétien en la Revue historique, vol. XIX (1882) p. 331-374, y L. Duchesne, Les documents ecclesiastiques sur les divisions de l'empire romain au IV siècle en las Mélanges Graux, París, 1883, p. 133-141. Este último trabajo, además de rectificar en algunos puntos las opiniones generalmente admitidas sobre las diócesis de Asia, Dacia, Panonia, Italia y las cinco provincias, resuelve en definitiva la polémica acerca del valor de las listas de Obispos que figuran en las actas Conciliares consideradas como fuentes de conocimiento de la división provincial de que tratamos.

[317] El más antiguo documento acerca de la división provincial de Diocleciano es el Laterculus Veronensis, índice de las provincias del Imperio romano, conservado en un Códice del siglo VII de la Biblioteca capitular de Verona. Además de este índice, cuyos datos merecen entera fe según Mommsen, y que Kuhn cree interpolado en algunos puntos, poseemos acerca de las divisiones administrativas de los años 297 al 400, el Breviarium de Rufo Festo escrito en 369, el Laterculus de Polemo Silvio, copia, según Mommsen, de una Notitia dignitatum formada probablemente entre 393 y 399, y, por último, la Notitia dignitatum utriusque imperii redactada, según hemos indicado, hacia el año 400.

[318] Laterculus Veronensis, publicado como apéndice á la edición de la Notitia dignitatum de Seeck, XI, 2-7 (p. 250): Dioecesis Hispaniarum habet provincias numero VII, Beticam, Lusitaniam, Kartaginiensis, Gallaecia, Tarraconensis, Mauritania Tingitania.

Laterculus Polemii Silvii, ibid. IV, 2-9; (Nomina provinciarum) in Hispania VII: Tarraconensis, Carthaginiensis, Betica, Lusitania in qua est Emerita, Gallaecia, insulae Baleares, Tingitania, trans fretum quod ab Oceano infusum (terras intrat) transmittitur inter Calpem et Abinam.

Notitia dignitatum, ed. Seeck, III, 1-2 y 5-13 (p. 110-111): Sub dispositione viri illustris praefecti praetorio Galliarum, diocesis infrascriptae; Hispaniae... Provinciae Hispaniarum VII; Baetica, Lusitania, Gallaecia, Tarraconensis, Carthaginiensis, Tingitania, Baleares.

[319] Sobre la diversa condición de las ciudades provinciales, véase á Marquardt, Römische Staatsverwaltung, I, 2.ª ed., p. 69-132.—Mispoulet, Les Institutions politiques des Romains, II, p. 31-65 y 77-86, y Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 295-321 y 576-582.

[320] El documento más importante para conocer la condición de las ciudades confederadas es el plebiscitum de Termessibus, relativo á la ciudad de Termesse en Pisidia. Véase el cap. 1: Quei Thermeses majores Peisidae fuerunt, queisque eorum legibus Thermesium majorum Pisidarum ante K. April., quae fuerunt L. Gellio., Cn. Lentulo cos. (a. 682), Thermeses maiores Pisidae factae sunt, queisque ab ieis prognati sunt erunt, iei omnes postereique eorum Thermeses maiores Peisidae leiberi amicei socieique populi Romani sunto, eique legibus sueis ita utunto, itaque ieis omnibus sueis legibus Thermensis maioribus Pisideis utei liceto, quod adversus hanc legem non fiat, Bruns, p. 85-87.

[321] Mommsen, Ephem. epigr., I, p. 293, dice á este propósito, comentando el cap. 2 del S. C. de Thisbaeis: Neque enim eo differunt civitates stipendiariae a liberis, quod suas leges illae non habent, sed quod his si non lege publica, certe senatus consulto confirmantur, illis ita relinquuntur, ut liberum sit senatui eas cum velit iis adimere.

Gades presenta los rasgos generales de todas las ciudades confederadas. Véase á Cicerón Pro Balbo, especialmente 15, 34; 18, 41 y 19, 10 y á Livio XXXII, 2, 5.

[322] Acerca de la fundación de las colonias, debe consultarse los trabajos especiales de Madwig, en sus Opuscula academica, Copenhague, 1834, y de Zumpt en sus Comentationes epigraphicae, Berlín, 1850. De las formalidades que solían preceder y acompañar á la fundación, y que dan á conocer con gran minuciosidad los Escritores gromáticos, tratan muy de propósito las Gromatische Institutionen de Rudorff, en el volumen complementario de la edición de Lachmann, Berlín, 1850, p. 229-464, y Nissen, Das Templum, Berlín, 1869, p. 1-22.

[323] Mommsen, Staatsrecht, II, p. 584-596.

[324] Savigny, Ueber die Entstehung und Fortbildung der Latinität, en sus Vermischte Schriften, I, Berlín, 1850, p. 14-28.—Huschke, Gajus. Beiträge sur Kritik und zum Verständniss seiner Institutionen, Leipzig, 1855, p. 3-24.—Rudorff, De majore ac minore Latio, Berlín, 1860.—Beaudoin, Le majus et le minus Latium en la Nouvelle Revue historique de droit français et étranger de 1879, p. 1-30 y 111-169.—Hirschfeld, Contribution á l'histoire du droit latin, trad. por Thédenat, París, 1880.

[325] Plinio, n. h., 3, 30: Universae Hispaniae Vespasianas imperator Augustus, jactatum procellis Reipublicae, Latium tribuit.

«Como el régimen comunal latino no se acomodaba á pueblos no organizados municipalmente, las poblaciones españolas que después de la concesión de Vespasiano carecían de organización municipal, ó quedaron excluídas del derecho latino, ó hubieron de sufrir especiales modificaciones. Aun en las inscripciones posteriores á Vespasiano, en que se mencionan gentes, los nombres tienen forma latina, como C. I. L., II, n. 2.633 y Eph. ep. II, 322; y aunque se hallan también algunas de esta época con nombres no romanos, quizá debe atribuirse esto solamente á negligencia de los grabadores. No he encontrado indicio alguno seguro de organización municipal no romana en las inscripciones posteriores á Vespasiano, mientras que son relativamente numerosos en las pocas seguramente anteriores á él. (C. I. L., II, 172, 1.953, 2.683, 5.048)» Mommsen, Römische Geschichte, V, p. 66, n. 1.

[326] C. I. L., II, n. 1.049 y 1.050: inscripciones dedicadas por el municipium Muniguense (Castillo de la Mulva), una á Vespasiano censori y otra á su hijo Tito censori, porque en el año 75 concedieron á España el derecho latino. A este mismo hecho se refiere otra inscripción del referido municipio, en que se menciona un promotori sui juris, es decir, del derecho latino.—C. I. L., II, n. 1.610, lápida de Igabrum, municipium Flavium (Cabra): inscripción del año 75, dedicada á Apolo por los municipes Igabrenses beneficio imp(eratori) Caesaris Aug(usti) Vespasiani c(ivitatem) R(omanam) c(onsecuti) cum suis.—Ibid., 1.631.—Wilmans, n. 2.686, se mencionan dos sujetos c(ivitatem) R(omanam) per honorem consecuti beneficio... Cf. asimismo la inscr. n. 1.635, también del año 75, del municipio Cisimbrium (despoblado de Zambra).—C. I. L., II, n. 1.945, Iluro (Alora), á Domiciano (p. chr. 84-95) [b(eneficio)] e(jus) c(ivitatem) r(omanam) per h(onorem) II vir(atus) consecuti.—C. I. L., II, n. 2.096: Municipes municipii beneficio imp. Caesaris Aug. Vespasiani, civitatem Romanam consecuti cum uxore et liberis per honorem II viratus. Véase también la inscripción de Astigi en el C. I. L., II, n. 1.478.

Hirschfeld, Gött. gel. Ans. de 1870, p. 1.093-1.094, relaciona ingeniosamente con la concesión del derecho latino por Vespasiano, la siguiente inscripción de Obulco (Porcuna), C. I. L., II, n. 2.126.—Wilmans, n. 2.313.

C. Cornelius, C. f., C. n., Gal(eria), Caeso, aed(ilis), flamen, II virmunicipi Pontifici(ensium), C. Cornelius Caeso f(ilius), sacerdos Geni municipi, Scrofam cum porcis triginta impensa ipsorum d(ecreto) d(ecurionum) Pontif(iciensum).—Siendo la scrofa cum porcis triginta símbolo de la confederación latina, «tenemos aquí una alusión directa al jus Latii otorgado por Vespasiano. Esta dedicación fué hecha verosímilmente poco después de aquella concesión por los sacerdotes del municipio, en virtud de acuerdo del Consejo municipal, como recuerdo de gratitud por tal beneficio.»

[327] Savigny: Ueber das jus italicum, en la Zeitschrift für geschichtliche Rechtswissenschaft, V, p. 242 á 267 et XI, p. 2 á 19.—Zumpt, Comment. epigr., 1, p. 482-491.—Révillout, Le jus italicum, en la Nouvelle Revue historique de Droit français et étranger, t. 1, p. 341 y sigs.—Baudouin, Étude sur le jus italicum en la Nouvelle Revue historique de Droit français et étranger de 1881, p. 145 et sigs., p. 592 y sigs., y 1882, p. 684.—Naudet, De l'état des personnes et des peuples sous les Empereurs romains, en el Journal des Savants de 1877, p. 290 et 337.—Heisterbergk, Name und Begriff des jus italicum, Tubingen, 1885.

Entre las varias hipótesis imaginadas para explicar el origen y carácter del derecho itálico, es, en nuestro sentir, la más plausible, y en este concepto la adoptamos, bien que no resuelva todas las dificultades, la de Heisterbergk.

Que la concesión del derecho itálico implicaba también, á lo menos en cierta medida, la aplicación del derecho romano á las cosas y personas de las ciudades que obtenían aquel privilegio, lo indica acertadamente como verosímil Cucq en su crítica de la obra de Heisterbergk inserta en la Revue critique d'histoire et de littérature de 1885, vol. II, n. 45, p. 341-344, esp. p. 343-344.

[328] Plinio, n. h. 3, 7, 18 y 117, da á conocer el número de ciudades españolas de cada una de las categorías que acabamos de enumerar, existentes en las tres provincias de la división augustea. Vid. Marquardt, I, páginas 255-257.

[329] Sobre la organización de estos centros de población, véase el trabajo de Mommsen, Die römischen Lagerstädte en el vol. VII del Hermes, p. 299-326, y los estudios especiales de Wilmans, Le camp et la ville de Lambesse, traducido al francés por Thédenat, París, 1883, y Goos, Die römische Lagerstadt Apulum in Dacien, Schässburg, 1878.

[330] C. I. L., II, n. 2.423: inscripción de Braga en que se mencionan los Cives Romani qui negotiantur Bracarae Augustae. Cf. César, De bell. civ. 2, 19, n. 2.416, 2.426, 3.418, 4.215 y 4.223. De los Conventus Civium Romanorum tratan en particular Mommsen, Die römischen Lagerstädte, P. 319-321, y la notable monografía de Ch. Morel, Mémoire sur les associations de citoyens romains et sur les curatores C. R. conventus Helvetici, en las Mémoires et documents publiés par la Societé d'histoire de la Suisse romande, t. XXXIV, p. 181-226.

[331] Wilmans, Die römische Bergwerksordnung von Vipasca, p. 2.—Cf. Mommsen en la Ephem. epigr., III, p. 187-188.

[332] Mommsen en el Hermes, XVI, p. 474-476. La concesión de la civitas, atributo exclusivo del pueblo romano en los primeros tiempos, la hicieron ya desde el siglo VI los fundadores de colonias y á contar desde el VII en gran escala los Emperadores. Ejemplo de ello nos ofrece la inscripción de Ammaia (Aramenha), C. I. L., II, n. 159.—Wilmans, n. 2.684; P. Cornelio, Quirina, Macro, viritim a Divo Claudio civitati donato, quaestori, II vir(o)...

Tratan de este particular Mommsen, Römisches Staatsrecht, II, y Bruns, Die sieben Zeugen des römischen Rechts en las Commentationes in honorem Th. Mommseni, p. 505-506, el último de los cuales cita los principales pasajes referentes á este género de concesiones.

Recuerdan la concesión de Caracalla, Ulpiano, 17: De statu hominum, I, 5: In orbe Romano qui sunt, ex constitutione imperatoris Antonini cives Romani effecti sunt; y San Agustín, De civitate Dei, V, 17: Humanissime factum est, ut omnes ad Romanum imperium pertinentes societatem acciperent civitatis et Romani cives essent.—Cf. Justiniano. Novela 78, c, 5.

[333] Mommsen (Ephem. epigr. III, p. 233) deduce del hecho de pertenecer á la tribu Quirina, Málaga, Salpensa é Iluro, de quien consta con certeza que recibieron de Vespasiano el derecho latino, así como todos los municipios Flavios y otros muchos en toda España, que Vespasianum Hispanis jus Latii eo modo dedisse, ut quicumque secundum id per honorem ad civitatem romanam pervenirent, tribui Quirinae adscriberentur. Quam ob rem ubicumque ea tribus invenitur, inde de conditione oppidi recte conjectura capi potest.

Observa luego, que esto mismo parece haber regido en las colonias y municipios Flavios de que se tiene noticia en las demás provincias, é infiere de aquí (p. 234) ser probable que en ellas, como en España, cuantos adquirían como privilegio personal la ciudadanía romana fueran adscritos á la tribu Quirina, y, por tanto, que esta disposición debió emanar del mismo Vespasiano ó de sus hijos.

Sobre la distribución del territorio del Imperio en tribus, véase á Detlefsen, Imperium Romanum tributim descriptum, Hannover, 1863, y W. Kubitschek, De Romanarum tribuum origine ac propagatione Viena, 1882.

[334] Mommsen, Römisches Staatsrecht, II, Leipzig, 1875, p. 105-122. Marquardt, op. y ed. cit., p. 517-567. Kretschmar, Ueber das Beamtenthum der röm. Kaiserzeit, Giessen, 1879, p. 7-21. Marx, Essai sur les pouvoirs du gouverneur de province sous la Republique romaine et jusqu'à Dioclétien; París, 1880.—Mispoulet, op. y vol. cit., p. 87-99, y las obras de Person, Arnold, Madwig y Karlowa citadas en el § anterior, que tratan en conjunto de la creación de las provincias y de las atribuciones de los gobernadores.

[335] La competencia de los gobernadores de provincia en materia de manumisiones, la acreditan los pasajes de Suetonio Galba, c, 9, y Plutarco Galba, 5, acerca de la sesión del convento jurídico de Cartagena, que presidía Galba, como gobernador de la Tarraconense, al recibir la noticia de su proclamación al Imperio. Este punto lo trata muy de propósito Huschke, Zur Lex Aelia Sentia und der römischen Provinzialjurisdiction en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, vol. VIII, (1869), p. 310-313.

[336] Liv. XXXIII, 43, 2, 4, 5 (a. 559-595)... quoniam in Hispania tantum glisceret bellum, ut jam consularis et duce et exercitu opus esset, placere consules Hispaniam citeriorem Italiamque provincias aut comparare inter se aut sortiri... Cato Hispaniam... P. Manlius (praetor, Cf. 42, 7) in Hispaniam citeriorem adjutor consuli datus.

La siguiente inscripción recuerda el nombramiento de un cuestor de la España citerior, hecho por el Senado.

C. I. L., I, n. 598.—Wilmans, n. 1.105 (Roma): Cn. Calpurnios cn. f. Piso quaestor pro pr(aetore), s(enatu) c(onsulto) provinciam Citeriorem obtinuit.

[337] Livio, 43, 2. Hispaniae deinde utriusque legati aliquot populorum in senatum introducti—cum et alia indigna quererentur, manifestum autem esset pecunias captas, L. Canuleio praetori, qui Hispaniam sortitus erat, negotium datum est, ut in singulos, a quibus Hispani pecunias repeterent, quinos reciperatores ex ordine senatorio daret patronosque quos vellent sumendi potestatem faceret.

Comentando los capítulos 8 y 9 del S.C. de Thisbaeis, (Ephem. epigr., I, 297) y recordando los hechos referidos por Livio, 43, 2, observa Mommsen: rerum autem Romanorum studiosi ita confirmatum habebunt, quod dudum nosse poterant, sed nihilominus multa ignorabant, licuine unicuique sive civi sive peregrino magistratum propter id, quod in magistratu commississet, in jus vocare ut alio judicio privato, ita furti quoque et injuriarum.

[338] C. I. L., II, n. 3.271 y 4.614.

[339] III, 4, 20.

[340] Inscripciones de legados jurídicos: C. I. L., II, n. 4.113.—Cf. Wilmans, n. 662, a; C. I. L., II, n. 3.738.—Wilmans, n. 1.048; C. I. L., II, n. 2.634; Wilmans, n. 1.185, etc.

[341] De los legati juridici españoles tratan principalmente: Zumpt, Studia Romana, p. 146-149; Mommsen, C. I. L., V, p. 785, y Ephem. epigr. IV, p. 125 y especialmente p. 224-225, y Schurz, De mutationibus in imperio romano ordinando ab imperatore Hadriano factis, Bonn, 1883, p. 67-68. Mommsen, Op. cit., p. 224-225, al comentar una inscripción de Kasaba (quizá la antigua Hierocesarea), en que se menciona á un δικαιοδότης Σπανίας διοικήσεως Ταῤῥακωνησίας, juzga idéntico este título á los de legatus citerioris Hispaniae, legatus juridicus y juridicus de la misma provincia, que ofrecen otras inscripciones.

[342] Notitia dignitatum... in partibus Occidentis, ed. Seeck, XXI, 6-15 (p. 167-168): Sub dispositione viri spectabilis vicarii Hispaniaram; Consulares: Baeticae, Lusitaniae, Gallaeciae. Praesides: Tarraconiensis, Carthaginiensis, Tingitaniae, Insularum Balearum. Cf. I, 64-67 (p. 105).

Al personal subalterno, del Vicario de las Españas hace referencia el siguiente texto de la misma Notitia dignitatum..., ed. Seeck, XXI, 16-26 (p. 168): Officium autem habet idem vir spectabilis vicarius (Hispaniarum) hoc modo: Principem de scola agentum in rebus ex ducenariis; cornicularium; numerarios duos; commentariensem, ab actis, cura epistolarum; adjutorem; subadjuvas; exceptores; singulares et reliquum officium.

De algunos de estos funcionarios subalternos de los primeros siglos del Imperio, dan noticia las inscripciones:

C. I. L., II, 4.166, Tarragona: inscripción sepulcral puesta á un c(orniculario) i(mmuni) leg(ati) Aug(usti) pr(ovinciae) H(ispaniae) c(iterioris).—C. I. L., II, 4.089, Tarragona: inscripción del tiempo de Adriano, puesta por Atimetus lib(ertus), ark(arius) p(rovinciae) H(ispaniae) c(iterioris).—C. I. L., II, n. 485, etc.

[343] Hübner, C. I. L., II, en la Introducción á las inscripciones de Tarragona.—Boissier, La religion romaine d'Auguste aux Antonins, París, 1876, p. 167-177.—Marquardt, De provinciarum Romanarum Conciliis et Sacerdotibus en la Eph. epigr., I, p. 200-214 (sobre los Concilios españoles en particular, p. 200-202), y en su Römische Staatsverwaltung, I.—Fustel de Coulanges, Histoire des institutions politiques de l'ancienne France, I, 2.ª ed., París, 1877, p. 114-132.—Madwig, II, p. 130-134.—Mispoulet, II, p. 99-103.—V, Duruy, Les anciennes Assemblées provinciales au siècle d'Auguste en los Comptes-rendus des Séances de l'Académie des sciences morales et politiques de 1881, p. 238-249.—Pallu de Lessert, Les Assemblées provinciales de l'Afrique romaine, París, 1884, especialmente p. 1-43. La Academia de Ciencias Morales y Políticas de París ha premiado recientemente una Memoria, aun no publicada, de M. Paul Guiraud sobre las Asambleas provinciales en el Imperio romano: Revue Historique de 1886, vol. II, p. 467.

[344] Que el flaminado provincial no era perpetuo, lo prueban, entre otras inscripciones, la del C. I. L., II, n. 2.221.—Wilmans, n. 2.317, de Córdoba, que recuerda los honores decretados á cierto flamen divor(um) Au(gustorum) provinc(iae) Baeticae... consummato honore flamoni... consensu Concilii Universae prov(inciae) Baet(icae), Cf. n. 2.344 y 3.711.

[345] Hübner, C. I. L., II, p. 541, col. 2, ha demostrado, combinando los datos que ofrecen los monumentos epigráficos, que la elección debía recaer en individuos que hubieren desempeñado ya en su patria todas las magistraturas municipales, ó que perteneciesen al orden ecuestre: Itaque qui flamonium petebant, aut ordine equestri, aut honoribus municipalibus sibi commendabant.

[346] Marquardt, I, p. 510 y 258-260.

[347] Las fuentes principales para el conocimiento del régimen municipal romano, además de las noticias diseminadas en los escritores, así jurídicos como no jurídicos, y en los cuerpos legales, son los fragmentos de leyes municipales que nos han conservado los monumentos epigráficos, y en general las inscripciones latinas encontradas en las varias regiones que formaron parte del orbe romano, y cuyos datos confirman y completan el de aquéllas.

Las leyes municipales á que hacemos referencia son la Lex Julia municipalis del año 45 antes de J. C., llamada vulgarmente por el lugar donde se encontró Tabula Heracleensis, de la cual conocemos treinta capítulos, unos relativos á la policía de la ciudad de Roma, otros á la organización municipal de Italia (Bruns, Fontes, p, 95-103); la Lex Rubria de Gallia Cisalpina de los años 706 á 711 de Roma relativa á la jurisdicción de los magistrados municipales, y de la cual sólo se conocían cinco capítulos, dos de ellos incompletos (Bruns, p, 91-95) hasta el año 1880, en que se hallaron otros dos. Pero las más importantes de todas son los fragmentos de la ley colonial de Osuna y los de las leyes de Salpensa y Málaga.

Roth, De re municipali Romanorum, Munich, 1802.—Kuhn, Die städtische und bürgerliche Verfassung des römischen Reiches bis auf die Zeiten Justinians, vol. I, Leipzig, 1864.—Houdoy, De la condition et de l'administration des villes chez les Romains, París, 1876,—Morel, en su Memoria Genève et la colonie de Vienne sous les Romains inserta en el vol. XX de las Mémoires et Documents publiés par la Societé d'histoire et d'archéologie de Genève, Ginebra, 1879, p. 1-97.—Ohnesseit, De jure municipali Romanorum quod primi imperii saeculi obtin., Berlín, 1881.—Marquardt, Römische Staatsverwaltung, 1, 2.ª ed., p. 132-315.—Mispoulet, Les Institutions politiques des Romains, II, p. 112-150.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 582-616 y 894-903.—Deben consultarse también especialmente los comentarios á la ley colonial de Osuna y á las municipales de Salpensa y de Málaga, citados en la p. 130, y singularmente el trabajo magistral de Mommsen sobre estas últimas leyes.

La Academia de inscripciones y bellas letras de París ha premiado recientemente una Memoria de Arturo Loth sobre el régimen municipal romano en los tres primeros siglos del Imperio, que no ha visto aún la luz pública.

[348] Lex Col. Genet. Jul., c. 103 y 126.—Lex Malacit., c. 52. C. I. L., II, 2.044 (Antequera) dedicación á un sujeto cuyo nombre no se conserva por los Cives et incola(e) ob divisionem frum(enti), n, 3.419 (Cartagena) Coloni et incol(ae).—C. I. L., II, 3.423,—Wilmans, 1.301 (Cartagena): L. Aemilius, M. f., M. n., Quir(ina), Rectus, domo Roma, qui et Carthaginiensis et Sicellitan(us) et Assotan(us) et Lacedaemon(ius) et Argivus et Bastetanus scrib(a) quaestorius, scrib(a) aedilicius, civis adlectus, ob honorem aedilitatis hoc opus testamento suo fieri iussit.—C. I. L., II, n. 4.514 (Barcelona).—Wilmans, p. 309: Inscripción del Centurión L. Cecilio Optato, Missus honesta missione ab imp(eratore) M. Aur. Antonino et Aur. Vero Aug. atlectus a Barc(inonensibus) inter immunes, Cf., C. I. L., II, n. 229.—Wilmans, p. 2.309.

C. I. L., II, 105.—Wilmans, 2.710, Inscripciones de Pax Julia (Baleizão junto á Beja) puesta por G. Blossius, Saturninus, Galeria, Napolitanus, Afer, Areniensis, incola Balsensis.—C. I. L., II, n. 1.055 (Axati, Lora del Rio): Inscripción conmemorativa de una estatua erigida á L. Lucretio Severo Patriciensi et in municipio Flavio Axatitano ex incolatu decurioni.

[349] Lex Col. Genet. Jul., c. 101, Quicumque comitia magistratibus creandis subrogandis habebit, is ne quem eis comitis pro tribu accipito. Cf. Mommsen, Ephem. epigr., II, p. 125.

[350] Lex Malacit., c. 53, 55, 56-57 y 59. La división en curias parece haber sido más general que la división en tribus, y esta última propia de las colonias, y la primera de los municipios, hasta tanto que confundiéndose la organización de ambas clases de ciudades, vino á prevalecer la división en curias.

[351] Lex Malacit., c. 53, 55, 56, 57 y 59.

[352] Lex Col. Genet. Jul., c. 68.—Lex Malacit., c. 52.—Cf. Mommsen, Stadtrechte, p. 421-427, sobre todo lo concerniente á las elecciones en los comicios municipales.

[353] Lex Malacit., c. 51.

[354] Lex Col. Genet. Jul., c. 68, 101, 132, y Lex Malacit., c. 53-60.

[355] Zumpt, Commentationes epigraphicae, I, p. 170 y sigs.—Marquardt, Staatsverwaltung, I, 2.ª ed., p. 152.

[356] C. I. L., II, n. 1.425.—Bruns, p. 193. En el preámbulo de la Epístola, dirigiéndose el Emperador á los magistrados de Sabora emplea la frase: Salutem dicit IIII viris et decurionibus Saborensium. Al final de la lápida, se hace mérito del hecho de haber sido grabado en bronce este documento á expensas del municipio, y entonces los magistrados municipales no se denominan ya quatuorviros, sino duumviros: II viri C. Cornelius Severus et M. Septimius Severus in acre inciderunt.

[357] Marquardt, I, p. 153, n. 5.

[358] L. 13, § D. De mun. et hon. 50, I.—Sirva de ejemplo la inscripción de Córdoba, C. I. L., II, n. 2.342: L. Valerio Poeno, L. Antistio Rustico, II viri, ad III kalendas Sepemtris, L. Valerius, C. f., Kapito, alvari locum occupavit.

[359] Marquardt, Römische Staatsverwaltung, I, p. 154-157.

Es interesante también para el conocimiento de la jurisdicción de los duumviros el Edicto del legado propretor de la Tarraconense, C. I. L., II, n. 2.959, de que hemos hablado en otro lugar.

Claudius Quartinus II viris Pompel(onensibus) Salutem. Et jus magistratus vestri exsequi adversus contumaces potestis et nihilominus, qui cautionibus accipiendis desunt scient futurum ut non per hoc tuti sunt. Nam et non acceptarum cautionum periculum ad eos respiciet et quidquid praesentes quisque egerint is communis oneris erit. Bene valete. Dat(um) non(is) Octu(bris) Calagor(i) imp(eratore) Caes(aros) Trajano Hadriano Augusti, Sertium co(n)s(uli).

La última cláusula del documento citado en la nota anterior, me parece referirse á la responsabilidad solidaria de cada uno de los duumviros aun por los actos que el otro hubiera ejecutado sin intervención suya.

[360] Ohnesseit. Ueber Ursprung der Aedilität in den italischen Landstädten, en la Zeitschrift der Savigny.—Stiftung für Rechtsgeschichte, vol. IV (1883) Roman. Abth., p. 200-226, trabajo destinado á demostrar el origen latino de la edilidad, y en el cual se comentan especialmente, p. 204-218, los capítulos de la Lex Col. Genet. Jul. relativos á los Ediles.

Es de notar que en Sagunto los Ediles parecen haber ocupado una situación privilegiada, C. I. L., II, n. 3.853.

[361] Los cuestores municipales son raros en las provincias. En España hallamos mención de funcionarios de este género en las leyes Salpensana, c. 21 y 26-27, y Malacitana, c. 54 y 59-60.

[362] Lex Salpens., c. 24 y 25.—Lex Col. Genet. Jul., c. 68, 93-96, 103, 127-131, 134.—En las inscripciones hallamos memoria de algunos prefectos municipales. Así la de Astigi, C. I. L., II, n. 1.477: Cn. Manlius... praef(ectus) jure dic(undo); la de Córdoba, n. 2.225, la de Ulia (Montemayor) n. 1.534, dedicada á un praef(ecto) C(aji) Caesaris, praefecto iterum, y la de Carmo (Carmona), n. 5.120, puesta á L. Servilio L. f. Polioni... bis praefecto Caji Caesaris quatuorvirali (potestate...).

[363] Lex Col. Genet. Jul., c. 130.

[364] La inscripción siguiente de Cádiz recuerda el nombramiento de uno de estos prefectos, hecho por la curia conforme á lo preceptuado en la ley Petronia: C. I. L., II, n. 1.731 (Gades); L. Fabius L. f. Gal(eria) Rufinus, duumvir praef(ectus) jur(e) dic(undo) ab decurionibus creatus d. d.

[365] Lex Col. Genet. Jul., c. 66-68.

Hay noticia de algunos de estos funcionarios en los monumentos epigráficos; por ejemplo, en Acinippo, C. I. L., II, n. 1.346, Carmo, n. 5.120, etc.

[366] Lex Col. Genet. Jul., c. 62.

El uso de las insignias peculiares de las diversas magistraturas debía ser muy estimado, si ha de juzgarse por el hecho de otorgarse frecuentemente como si se tratara de una distinción.

[367] Lex Col. Genet. Jul., c. 62.

[368] Lex Col. Genet. Jul. y Lex Malacit.

[369] Acerca de la responsabilidad de los duumviros véanse los diversos capítulos de la Lex Col. Genet. Jul. y de las leyes Salpensena y Malacitana que tratan de la materia.

[370] Lex Col. Genet. Jul., c. 62 y 63 trata de los oficiales subalternos, de los magistrados municipales. Véase especialmente sobre ello á Mommsen, Römisches Staatsrecht, I, 2.ª ed. p. 306-355.

[371] Los dos únicos documentos de este género que han llegado hasta nosotros son el Album Canusinum, (Wilmans, n. 1.830), del año 223, y el Album Ordinis Thamugadensium, del 367, este último publicado y comentado por Mommsen en la Ephem. epigr., III.

En el Album de Thamugade aparecen dos clases de decuriones, unos con voz y voto y otros que carecían de ambos derechos, aunque estaban obligados á las cargas inherentes á esta dignidad; diferencia que hubo de surgir desde que el decurionado tuvo ya carácter hereditario. Los inscritos en la curia por este último concepto, no eran admitidos realmente en ella, sino después de desempeñar ciertas magistraturas ó sacerdocios. A estos decuriones, que podrían llamarse sine suffragio, dice Mommsen (Eph. epigr., III, p. 80), se refiere el texto de Paulo (Dig. 50, 2, 7, 2): is qui non sit decurio, duumviratu vel aliis honoribus fungi non potest.

Las inscripciones recuerdan algunos decuriones adlectos: C. I. L., II, n. 4.227.—Wilmans, n. 2.295, decuriali allecto Italicam; C. I. L., II, n. 4.244, adlecto in ordine Caesaraug(ustano); n. 4.462, adlecto in numerum decurion(um), ab ordine Barcinonensium.

[372] Lex Malacit., c. 61, y Lex Col. Genet. Jul., c. 130 y 131.

[373] De este particular tratan especialmente los c. 130 y 131 de la Lex Col. Jul. Genet.

[374] Ejemplo de esta clase de documentos, de los cuales, según hemos indicado ya, se nos han conservado algunos, es la siguiente inscripción de Pamplona; C. I. L., II, n. 2.960.—Wilmans, n. 2.854: Materno et Bradua cos. (a 185) Kal(endas) Novem(bris), respublica Pompelonensis cum P. Sempronio Taurino Damanitano liberis posterisq(ue) eius hospitium junxit, eumque sibi civem et patronum cooptavit. Egerunt T. Antonius Paternus et L. Caecilius Aestivus.

[375] Recuerdan la concesión de los honores del decurionado varias inscripciones del C. I. L., II.

[376] Lex Col. Genet. Jul., 69, 75, 92, 96-98, 126, y Lex Malacit., 61, 62, 64, 67, 68.

[377] Lex Malacit., c. 68, y Lex Col. Genet. Jul., c. 97. C. I. L., II, n. 1.305.—Wilmans, n. 663. Inscripción de Jerez de la Frontera en honor de L. Fabio Cordo, locus et inscriptio d(ecreto) d(ecurionum) per tabellam data.

[378] Lex Malacit., Lex Salpensana y Lex Col. Genet. Jul.

[379] Sobre la empeñada polémica acerca del carácter de los tribuni militum a populo, mencionados en el c. 103 de la Lex Col. Genet. Jul., véase el excelente resumen de Cagnat, De provincialibus et municipalibus militiis in imperio romano, París, 1880, p. 41-78. Recientemente ha venido á confirmar la opinión concerniente á la difusión de las milicias municipales y á la índole municipal del cargo de los tribuni militum a populo una inscripción de Camugas (inmediaciones de Cherchell en Argelia), puesta á un trib(uno) ab ordine lecto pagi salutaris Silonensis, publicada en el Bulletin critique d'histoire et de littérature de 1887, p. 318.

[380] El trabajo más importante acerca de los Seviros Augustales es el de Schmidt De Seviris Augustalibus, Halle, 1878, donde se encontrarán mencionadas las obras anteriores de Egger, Zumpt y Henzen sobre el particular.—Véase también á Marquardt, I, p. 197-208.

[381] Schmidt, p. 49. El nombre de Augustales se encuentra en Tucci, Urgavo y en casi todas las ciudades de la Lusitania.—Los de Seviri y Augustales en Itálica, C. I. L., II, n. 1.108 y 1.109; en Astigi (Ecija), n. 1.479 y 1.630, y en Vivatia (Baeza), n. 3.335 y 3.336.—Los de Seviri Augustales perpetui en Suel, n. 1.944; Anticaria (Antequera), n. 2.022 y 2.026; Osqua, n. 2.031, y Dertosa, n. 4.061.—Finalmente, Seviri y Augustales en Tarraco, n. 4.293, y Barcino, n. 4.541.

[382] C. I. L., II, n. 1.944.—Wilmans, n. 2.325, inscripción de Suel (Fuengirola)... L. Junius Puteolanus sexvir Augustalis in municipio Suelitano d(ecreto) d(ecurionum) primus et perpetuus omnibus honoribus quos libertini gerere potuerunt honoratus...

[383] C. I. L., II, n. 2.100 Ossgi., cerca de Mengibar: ob honorem VI vir(atus) ex d(ecreto) ordinis soluta pecunia, etc.

[384] Concesiones de honores edilicios á los Seviros se mencionan, por ejemplo, en las inscripciones de Tortosa. C. I. L., II, n. 4.061 y 4.062.—Wilmans, n. 2.306 y 2.307.

[385] Epístola de Vespasiano del año 78 p. Chr... Vectigalia quae ab divo Aug(usto) accepisse dicitis, custodio; si qua nova adicere voltis, de his proconsuli adire debebitis. Ego enim nullo respondente constituere nil possum.

[386] Entre la multitud de inscripciones relativas á fundaciones y liberalidades en pro de los municipios, son de notar las del C. I. L., II, n. 53, 1.685, 1.956, 3.270, 3.361, 4.467 y 4.514.

[387] C. I. L., II, n. 2.892.—Wilmans, n. 2.485; inscripción de Tritium Magallum (Tricio). D. M. L. Memmio Probo, Cluniensi, Grammatico latino, cui Resp(ublica) Tritiensium an(nos) haben(te) XXV salar(ium) constituit. C. I. L., II, n. 2.348: Inscripción encontrada cerca de la antigua Mellaria (Fuente Ovejuna); P. Frontinus Sciscola, Medicus C(olonorum) C(oloniae) P(atriciae).

[388] Lex Malacit., c. 63-64, y Lex Col. Genet. Jul., 69, 80, 96.

[389] C. I. L., II., n. 1.256, 3.417, etc.

[390] Además de los trabajos de Henzen y Zumpt, citados por Marquardt, I, p. 162, han escrito recientemente sobre esta institución Alibrandi: «Ad legem unicam codicis.» De solutionibus et liberationibus debitorum civitati, (lib. XI, tít. XXXIX) en los Studi e Documenti di storia e diritto, V (1884), p. 181-196; Mommsen en la Ephemeris epigraphica, vol. V, y Lecrivain, Remarques sur les formules de Curator et du Defensor civitatis dans Cassiodore, en los Mélanges d'archéologie et d'histoire de la Escuela francesa de Roma, IV (1884), p. 133-138, y Du mode de nonimation des curatores reipublicae en la misma Revista, p. 357-377.

En los monumentos epigráficos españoles se mencionan algunos Curatores civitatum. Sirvan de ejemplo las inscripciones de Itálica, C. I. L., II, p. 1.115 y 1.116; la de Sevilla, n. 1.180, y la de Tarragona, n. 4.112.

[391] Sobre el derecho de asociación entre los Romanos en general, pueden consultarse las obras de T. Mommsen, De collegiis et sodaliciis Romanorum, Kiel, 1843; M. Cohn, Zum römischen Vereinsrecht, Berlín, 1873; O. Gierke, Die Staats und Corporationslehre des Alterthums und des Mittelalters und ihre Aufnahme in Deutschland, (vol. III de la obra Das Deutsche Genossenschaftrecht), Berlín, 1881, p. 22-106 y 129-185, especialmente sobre los collegia, p. 77-106. J. N. Madwig, Die Verfassung. und Verwaltung des römischen Staates, vol. II, Leipzig, 1882, p. 134-142.

Sobre los colegios sacerdotales y religiosos en general, el vol. III de la Römische Staatsverwaltung, de J. Marquardt, así como la obra de G. Boissier, La religion romaine d'Auguste aux Antonins, París, 1874, I, p. 277-342.—Sobre los colegios funerarios, el trabajo de J. B. de Rossi, I collegii funeraticii famigliari e privati, en las Commentationes philologae in honorem, Th. Mommseni, Berlín, 1877, p. 705-711.—Acerca de las corporaciones ó asociaciones de artesanos, J. Drioux, Les colleges d'artisans dans l'empire romain, París, 1883, y A. Gaudenzi, Sui collegi degli artigiani in Roma, en el Archivio Giuridico, vol. XXXIII (1883), p. 137.

E. Pérez Pujol, Condición social de las personas á principios del siglo V, en la Revista de España, vol. XCVIII (1884), p. 56-100 y 192-231, trata de la organización corporativa romana así en general, p. 69-100, como con especial relación á España, p. 192-199.

[392] Los principales textos relativos á las corporaciones romanas son las siguientes: Gayo, Dig. 47, 22, fragm. 3: Sodales sunt, qui ejusdem collegii sunt... His autem potestatem facit lex, pactionem, quam velint, sibi ferre, dum ne quid ex publica lege corrumpant. Y el mismo autor en el Digesto 111, 4, 1, dice:... neque collegium... passim omnibus habere conceditur; nam et legibus et senatus consultis et principalibus constitutionibus ea res coërcetur.

Gayo, Dig.. III, 4, 1: Item collegia Romae certa sunt, quorum corpus senatus consultis atque constitutionibus principalibus confirmatum est, veluti pistorum et quorumdam aliorum, et naviculariorum, qui et in provinciis sunt...

Marciano, Dig. 47, 22, fr. 3: Collegia si qua fuerint illicita, mandatis et constitutionibus et senatus consultis dissolvuntur.

Callistrato, Dig. 50, 6, 6, § 12: Quibusdam collegiis vel corporibus, quibus jus cocundi lege permissum est, immunitas tribuitur; scilicet eis collegiis vel corporibus, in quibus artificii sui causa unusquisque adsumitur, ut fabrorum corpus est, et si qua eamdem rationem originis habent, id est idcirco instituta sunt, ut necessariam operam publicis utilitalibus exhiberent. Nec omnibus promiscue, qui adsumpti sunt in his collegiis, immunitas datur, sed artificibus dumtaxat; nec ab omni aetate allegi possunt, ut divo Pio placuit, qui reprobavit prolixae vel imbecillae admodum aetatis homines.

Marciano, Dig. 47, 22, fr. 3: Sed permititur iis (collegiis), cum dissolvuntur, pecunias communes, si quas habent, dividere, pecuniamque inter se partiri.

[393] Gierke, Das deutsche Genossenschaftrecht, III, Berlín, 1881, p. 69-88, y especialmente sobre las Corporaciones, como creación y reflejo del Estado, p. 85-88.

[394] C. I. L., II, n. 1.168, 1.169 y 1.183.—Cf. Wilmans, n. 2.506.

[395] C. I. L., II, n. 1.179.

[396] C. I. L., II, n. 2.211.—Wilmans, n. 2.861.

[397] C. I. L., II, p. 251. Sobre la difusión é influencia de los comerciantes sirios en las antiguas provincias del Imperio romano, puede consultarse el interesante trabajo de Scheffer-Boichorst, Zur Geschichte der Syrer im Abendlande, en los Mittheilungen des Instituts für österreische Geschichtsforschung, VI (1885), p. 521-550.

[398] Ephem. epigr., III, n. 32, p. 44.

[399] C. I. L., II, n. 2.008: inscripción de Nescania (cortijo de Escaña, junto al valle de Abdalajis).

[400] Ephem. epigr.., II, n. 322.

[401] C. I. L., II, n. 4.316 y 4.498.

[402] C. I. L., II, n. 4.318. En Sevilla había también un Corpus centonariorum, C. I. L., II, n. 1.167.

[403] C. I. L., II, n. 479.

Además de estas Corporaciones, y prescindiendo de las puramente religiosas, recuerdan los monumentos epigráficos otras varias, como la de los zapateros en Uxama (Osma). C. I. L., II, p. 2.818, los collegia kalendaria et iduaria duo, de Ilugo (Santisteban del Puerto), C. I. L., II, n. 4.488. Wilmans, n. 2.304, llamados así según Mommsen, porque solían reunirse en las kalendas é idus de cada mes; y algunos más, cuyo objeto y carácter no pueden inferirse de las inscripciones que los mencionan. Véase el Índice de ellos en el C. I. L., II, p. 773.

[404] Las numerosas publicaciones acerca del origen del colonato se hallan mencionadas y criticadas en la de Heisterbergk, Die Entstehung des römischen Colonats, Leipzig, 1876. Entre las posteriores son de notar: el artículo de Jung, Zur Würdigung der agravischen Verhältnisse in der römischen Kaiserzeit, escrito con ocasión de la obra de Heisterbergk, en la Historische Zeitschrift, vol. XLII (1879), p. 42-76, y el extenso é importante trabajo de Fustel de Coulanges en sus Recherches sur quelques problemes d'histoire, París, 1885, p. 9-186.

Fustel deriva esta institución del arrendamiento de las tierras mediante un canon en especie, usual en Roma desde tiempos muy remotos, pero que hasta en los últimos tiempos del Imperio no vino á reemplazar como forma ordinaria ó exclusiva al arrendamiento por dinero. La insubsistencia de esta nueva hipótesis, defendida por el Autor con su erudición y agudeza de ingenio habituales, pero inconciliable con los principios del derecho romano, ha sido perfectamente demostrada, en mi sentir, por P. Fournier en la Revue des questions historiques de 1886, p. 183-189, y por J. B. Mispoulet en el Bulletin critique de 15 de Agosto de 1886, p. 306-311.

[405] Marquardt, Römische Staatsverwaltung, II, Leipzig, 1876, páginas 144-306.

Entre la multitud de monografías relativas á esta materia, descuellan la de Huschke, Ueber den Census und die Steuerverfassung der früheren römischen Kaiserzeit, Berlín, 1847, y la obra capital de Hirschfeld, Untersuchungen auf dem Gebiete der römischen Verwaltungsgeschichte, I, Berlín, 1878. De los trabajos más recientes citaremos el de Matthias, Die römische Grundsteuer und das Vectigalrecht, Erlangen, 1882, y la crítica que de él hace Pernice, Parerga, II, en la Zeitschrift der Savigny-Stiftung für Rechtsgeschichte, Romanist. Abtheil. (1884), p. 6-19 y 57-83.

Acerca de los impuestos indirectos, debe consultarse en primer término la excelente monografía de Cagnat, Étude historique sur les impôts indirects chez los Romains, París, 1884.

[406] N. H., 3, p. 78.

[407] Hirschfeld. Op. cit., I, p. 72-91.

[408] N. H., 3, 78.

[409] C. I. L., II, 3.280 a y 3.439.—Wilmans, n. 2.820 y C. I. L., II p. LI, dedicación de un particular ob reperta auri pondo CXX.

[410] Ann., 6, 19.

[411] C. I. L., II, n. 956 y 1.197.

[412] N. H., 33, 118, y 34, 165, el primero de los cuales dice: «Invehitur ad nos... ex Hispania, celeberrimo Sisaponensi regione in Baetica miniario metallo, vectigalibus populi Romani, nullius rei diligentiore custodia; non licet ibi perficere id excoquique. Romam deferuntur vena signata ad bina millia fere pondo annua, Romae autem lavatur, in vendendo pretio statuto lege, ne modum excederet H. S. LXX in libras; sed adulteratu multis modis, unde praeda societati.»

[413] «Tiberio pretendió ya en los últimos tiempos de su reinado que este género de bienes pertenecía al Emperador: Sex. Marius Hispaniarum ditissimus... (aerarias) aurariasque eius quanquam publicarentur sibimet Tiberius seposuit. Tácito, Ann. 6, 19 (año 33), y desde esta época no se encuentra rastro alguno de que el Erario alegase derecho á estos bienes.» Hirschfeld, op. cit., I, p. 47.

[414] C. I. L., II, n. 5.064 (encontrada en Güevejar, cerca de Granada): Socii quinquagem(simae) anni Tenati Silvini d(onum) d(ont). Véase el comentario de Mommsen á esta inscripción, en el citado vol. del Corpus, p. 705.

[415] Cagnat, Op. cit. p. 70.

[416] C. I. L., II, 1.198, atribuída por Hübner, según la forma de las letras, al siglo III. Hirschfeld, Röm. Verwaltungesch., I, p. 43.

[417] Bull. dell'Inst. d'cor. arch. de 1874, p. 33, Cf. C. I. L., II, n. 4.184.—Wilmans, n. 1.385: Felici Aug(usti) lib(erto) a commentariis XX hereditatium Hispaniae citetioris; C. I. L., V, n. 8.659, y VI, n. 1.233: procurator Augusti vigesimae her(editatium) per Hispaniam citeriorem, y per Hispania Baet(ica) y Lusitania. C. I. L., II, n. 2.029.—Wilmans, n. 1.279.

[418] Hirschfeld. Op. cit., p. 66, n. 1.

[419] C. I. L., II, n. 4.184, antes citada.

[420] «Además del procurator per Baeticam et Lusitaniam, había un subprocurator XX estacionado en Mérida (C. I. L., II, n. 487), que se refiere bien á la XX hereditatium, y que por estar situada esta ciudad en el límite de ambas provincias, pudo muy bien haber funcionado para ambas.» Hirschfeld, p. 66, n. 3, halla un argumento en pro de la existencia de oficinas subalternas especiales en las provincias que formaban para la recaudación de este impuesto un mismo distrito administrativo, en la mención de un tabul. XX hereditatium provinciae Lusitaniae(?) del C. I. L., III, n. 1.385.—Wilmans, n. 1.385.

[421] Hirschfeld, p, 260-261: Entre las provincias legatarias ducenarias se contó quizá la Hisp. Tarraconense...

[422] «Entre las senatoriales, la Lusitania. El procurator prov. Baeticae no se contó siempre entre los ducenarii (uno en C. I. L., II, 2.029), sino sólo en ocasiones extraordinarias, como cuando la incursión de los moros en España, por ejemplo.»

[423] Sobre el orden ó diversa categoría de los cargos desempeñados por los procuratores, así en las provincias senatoriales como en las imperiales, desde los comienzos del imperio hasta las reformas administrativas del siglo IV, véase el trabajo de Liebenam, Die Laufbahn der Procuratoren bis auf die Zeit Dioclétians, Jena, 1886; en especial sobre los procuradores de las provincias españolas, p, 22-23, 30, 33-34, 36-37, 40-41, 43, 62-63 y 73.

[424] C. I. L., II, 1.741 (de Cádiz), donde se cita un Herois contubernalis Cratelis XX hereditatum servi; y C. I. L., II, 2.214 (de Córdoba): Eutychianus vil(icus) et ark(arius) XX her(editatium), bien que el último de ellos puede ser un esclavo imperial. Hirschfeld. Op. cit., I, p. 64, n. 3.

[425] Hirschfeld. Op. cit., I, p. 68-71.

[426] C. I. L., II, n. 1.742: Gelasinus vilicus vigesimae lib(ertatis). Cádiz, n. 4.187. Victori arkario XX libertatis provinciae Hispaniae citerioris.

[427] C. I. L., II, 4.186: Pub(lici) XX lib(ertatis) p(opuli) r(omani) ark(arius) p(rovinciae) H(ispaniae) c(iterioris).

[428] Henzen, 5.209 (C. I. L., VI, n. 1.463), menciona en la inscripción sepulcral de un funcionario at census accipi(en)dos civitatium XXIII... Vasconum et Vardulorum. Observa oportunamente á este propósito Detlefsen (Philologus, XXXII, p. 643), que siendo catorce, según Plinio (m, 26), los pueblos Várdulos, si no hubo alguna modificación desde la redacción de la obra de éste, hasta la fecha de la inscripción, ha de inferirse de ella que hubieran de ser nueve ó, á lo sumo, diez las ciudades de los Vascones.

[429] Una inscripción de Sevilla (C. I. L., II, n. 1.180.—Wilmans, n. 1.261), nos ha conservado la memoria de este funcionario: Adiutor praef(ecti) annon(ae) ad Oleum Afrum et Hispanum recensendum, item solamina transferenda, item vecturas naviculariis exsolvendas. Cf. 1.289.

Sobre la inscripción del C. I. L., II, n. 1.085.—Wilmans. n. 1.280 (de Ilija, Alcalá del Rio). L. Cominio Vipsanio Salutari... proc(urator)... prov(inciae) Baet(icae)... Irenaeus Aug(usti) n(vitor) ver(na), disp(ensator) portus Ilipensis, vid. Hirschfeld, p. 142, según el cual era verosímilmente el funcionario encargado de recaudar los derechos de aduana de aquel puerto, y Cagnat, p. 70, n. 1, lo cree cajero de L. Cominio Vipsanio Salutaris, empleado verosímilmente en la administración de las minas de Sierra Morena.

[430] Hirschfeld, I p. 181. España parece haber formado para esto un distrito con otras provincias, como lo demuestra la inscripción del C. I. L., III, n. 249.—Wilmans, n. 1.290, dedicada á L. Didio Marino... proc(uratori) fam(iliae) glad(intoriae) per Gallias, Bret(aniam), Hispanias, German(ias) et Rhaetiam... «Estos procuradores tenían la inspección sobre los juegos que se verificaban en su distrito... Un liberto imperial es designado en una inscripción de Barcelona (C. I. L., II, 4.519) como tabularius ludi Gallici et Hispanici; parece, según esto, haber habido un ludus común á Italia y España,» es decir, una escuela de gladiadores.

[431] Hirschfeld, Römische Verwaltungsgeschichte, I, p. 193, comentando la inscripción del C. I. L., III, n. 536, relativa á un liberto imperial proc(urator) domini n(ostri) M. Aur(eli) Severi Alexandri... rat(ionis) purpurarum, sostiene que las fábricas de este género, mencionadas en la Notitia dignitatum, eran fundación de Alejandro Severo.

[432] Notitia dignit... ed. Seeck, XI, 3 y 71, (p. 148 y 151): Sub dispositione viri illustris comites sacrarum largitionum... procurator bafii Insularum Balearum in Hispania.

Una Constitución inserta en el Cod. Just., II, 7, 14, estableció que los privatae vel linteariae vestis magistri, thesaurorum praeposito, vei Bapheorum ac textrinorum procuratores, non ante ad rem sacri aerarii procurandam permittantur accedere, quam satisdationibus dignis eorum administratio roboretur.

[433] Cic. De republ., III, 9.

[434] «Gallis omnibus et Hispanis et Britannis hisce permisit, ut vites haberent vinumque conficerent. Hist. Aug. Prob. 18. Cf. Aurel., Vict., Epit. 37

[435] Marquardt, Römische Privatalterthümer, 2.ª ed., Leipzig, 1880, p. 431.

[436] Marquardt, p. 437.

[437] La curiosa inscripción siguiente acredita que los Romanos se esforzaron por aclimatar en España las vides Falernas, creando al efecto un funcionario especialmente encargado de este servicio. C. I. L., II, n. 2.029.—Wilmans, n. 1.279 (Cerro de León): P. Magnio Q. f. Quir(ina) Rufo Magoniano, tr(ibuno) mil(itum) IIII proc(uratori) Aug(usti) XX her(editatium) per Hisp(aniam) Baet(icam) et Lusitan(iam), item proc(uratori) Aug(usti) per Baet(icam) ad Fal(ernas) veget(andas), item proc(uratori) Aug(usti) prov(inciae) Baet(icae) ad ducen(a), Acili(a) Plec(usa) amico optima et bene de provincia semper merito d. d.

[438] D. Eduardo Saavedra en su Discurso de recepción leído ante la Real Academia de la Historia. Madrid, 1862, p. 18-19. Sobre este punto merecen consultarse también, así el discurso de contestación de D. Aureliano Fernández-Guerra á Saavedra, como los leídos ante la misma Academia por D. Francisco Coello y D. José Gómez de Arteche en la recepción publica del primero. Madrid, 1874.

[439] Marquardt, I, Römische Staatsverwaltung, 2.ª ed., p. 558-561.—E. E. Hademann, Geschichte des römischen Postwesens während der Kaiserzeit, 2.ª ed., Berlín, 1878.—Hirschfeld, Untersuchungen auf dem Gebiete der römischen Verwaltungsgeschichte, I, p. 98-114.

[440] Marquardt, Römische Staatsverwaltung, II, p. 309-591. Los artículos de Mommsen, Die Conscriptionsordnung der römischen Kaiserzeit, en el Hermes vol. XIX; p. 1-79 y 210-234, han venido á esparcir nueva y vivísima luz sobre la historia de la organización militar romana bajo el Imperio. Se hallará una exposición clara y metódica del estado actual de los conocimientos acerca del particular, en las Römische Kriegsalterthümer, de Schiller, insertas en el Hardbuch der classischen Alterthumsewissenschaft, de Müller, vol. IV, p. 715-744; para el período que nos ocupa.

[441] Marquardt, II, p. 432, da á conocer la colocación que tenían estas 25 legiones en el año 25, p. Ch. La legión IX Hispana estaba á la sazón en África. En tiempo de Higinio, contemporáneo de Trajano, ó, según otros de principios del siglo III, la primera cohorte de cada legión constaba de 960 hombres; las demás de 480. Cada legión tenía su caballería especial, cuatro secciones (turmae); en junto, 120 hombres.

[442] Mommsen, De Conscriptionsordnung der römischen Kaiserzeit, p. 11.

[443] Mommsen ha reunido en las pág. 165 á 169 de su trabajo, Militum provincialium patriae inserto en el vol. V de la Eph. epigr., los datos epigráficos relativos á los soldados españoles que, ya en los cuerpos auxiliares (cohortes y alae), ya como legionarios ó pretorianos, sirvieron en los ejércitos de Roma. Puede consultarse también sobre el particular el Estudio anterior de Harster, Die Nationen des Römerreiches in den Heeren der Kaiser, Espira, 1873, p. 44 y 46-47.

[444] Tal es el resultado irrefragable de las ingeniosas investigaciones de Detlefsen en el Philologus, XXXII, p. 660-667, aceptado plenamente por Mommsen, Römische Geschichte, V.

[445] III, 4, 20.

[446] Detlefsen, p. 664.

[447] Mommsen, Die Conscriptionsordnung, p. 47.

[448] Boissevain, De re militari provinciarum Hispaniarum aetate imperatoria, Amsterdam, 1879.

[449] Dion, LIII, 29.

[450] Boissevain, p. 6-11, discute los testimonios relativos á este punto, y hace muy verosímil la opinión adoptada en el texto.

[451] Tácito, Ann., IV, 5.—Estrabón, III, 7 y 8, y IV, 4, 20.

[452] C. I. L., II, n. 111 y 112.

[453] C. I. L., II., n. 2.916, y Eph. ep., IV, n. 27.

[454] Mommsen, al comentar la inscripción citada en la nota anterior.

[455] Sobre la legión VII Gemina, véanse los trabajos especiales de Hübner en el C. I. L., II, al tratar de las inscripciones de León, el del P. Fita, Legio VII Gemina en el Museo español de Antigüedades, vol. I, y finalmente el de Boissevain, Op. cit., p. 80-93.

[456] C. I. L., II, n. 4.138, 4.217, 4.224-4.226, 4.239, 4.264 y 4.266. Cagnat comenta con acierto estas inscripciones en su importante trabajo De municipalibus et provincialibus militiis in imperio romano, p. 19-22.

[457] C. I. L., II, n. 2.224 y 3.272. Cagnat, p. 22-24.

[458] Wilmans, n. 1.619.

[459] Entre los monumentos epigráficos concernientes á milicias municipales, es de notar el de Nescania (Cortijo de Escaña), en que se mencionan unos servi stationarii, soldados de condición servil, que en esta población, como en otras del imperio romano, se empleaban para la guardia de la ciudad ó en el servicio de policía. Vid. Cagnat, p. 83-85.

De la organización militar de España en el siglo IV trata la Not. dignit. ed. Seeck, VII, 118-134 (p. 138) y XLII, 25-32 (p. 216).

[460] Mommsen en la Eph. ep., p. 112 y 126 y sig., comentando el C. 103 a Lex Col. Genet. Jul.

[461] Marquardt, Römische Staatsverwaltung, III, Leipzig, 1878, especialmente, p. 118-226, donde se encontrarán citadas las monografías sobre la materia.

Nos limitamos á exponer aquí en sus líneas más generales la organización religiosa del Estado romano como rama de la administración pública, y principalmente en su relación con las provincias. Del culto provincial hemos tratado ya al reseñar la organización de las Asambleas provinciales, con la cual se halla íntimamente enlazado. Acerca del culto y los sacerdocios municipales, recuérdese lo dicho en el lugar oportuno.

[462] Marquardt, III, pág. 118, 184, 201 y 202.—Fustel de Coulanges, La cité antique, pág. 221-230.

[463] Marquardt, Römische Staatsverwaltung, III, p. 71-112, G. Boissier, La religion romaine d'Auguste aux Antonins, París, 1874, y J. Réville, La religion à Rome sous les Sévères, París, 1886.

[464] C. I. L., II, n. 3.386-3.387, 33, 2.416, 4.080, 4.491 y 3.730.

[465] C. I. L., II, n. 3.730.

[466] C. I. L., II, n. 178-179, 805 y 3.706.

[467] C. I. L., II, n. 1.025 y 2.705.

[468] Mommsen, Römische Geschichte, V, p. 68.

[469] «Publica sacra quae publico sumptu pro populo fiunt, quae pro montibus pagis, curis, sacellis, at privata, quae pro singulis hominibus, familiis, gentibus fiunt.» Festo, en Bruns, Fontes, p. 284.

[470] C. I. L., II, n. 2.105: inscripción de Urgavo (Arjona), por un flamen sac(rorum) pub(licorum) municip(ii) Albensis.

[471] Marquardt, III, pág. 202.

[472] Marquardt, II, pág. 78.

[473] Los flámines municipales eran vitalicios, á diferencia de los provinciales, cuyo cargo, según hemos indicado, era anual; C. I. L., II, n. 1.941; fl(amini) perpetuo m(unicipum) m(unicipii) Barbesulani, Cf. la de Axati, n. 1.055; la de Talavera, n. 895.—Wilmans, n. 2.326; la de Lisboa, n. 194.—Wilmans, 2.327; la de Córdoba, Eph. epigr., III, n. 16.—Sobre el flamen coloniarum immunium provinciae Baeticae, véase á Hirschfeld en los Gotting. gel. ans. de 1870, p. 1.110.

[474] De estas asociaciones, dedicadas especialmente al culto de una deidad, hay también ejemplos en la España romana. Tales son los Sodales Claudiani de Cabeza del Griego (C. I. L., II, n. 3.114), el Collegium divi Augusti de Lugo (n. 2.573), los Sodales Herculani de Tortosa (n. 4.064), los Cultores Dianae de Sagunto (n. 3.821-3.823), los Cultores Larum publicorum de Capera (n. 816-817), y el sodalicium vernarum colentes Isidem (n. 3.730).

Entre los sacerdotes de cultos especiales, baste recordar á los de la casa imperial, Pontifices Caesarum, C. I. L., II, n. 2.038 y 2.040, y el magister Larum Augustor(um), et Genii August(i) C. I. L., II, n. 1.133.

[475] La única inscripción española, relativa á la jurisdicción de los Pontífices, es una de Córdoba (C. I. L., II, n. 4.432), en que se encuentra la siguiente cláusula que alude á la prohibición de enajenar las sepulturas: ne veneat, ne fiduciare liceat, nec de nomine exire liceat, secundum sententias pontificum.

[476] Marquardt, III, pág. 381-393.—Mommsen, Römisches Staatsrecht, I, (2.ª ed.), pág. 73-114.—Lange, Römische Alterthümer, § 50, pág. 330-345.

[477] En punto á colegios sacerdotales de la España romana, es de notar la singularidad de haber en Sagunto uno de sacerdotes Salios, único de este género que se encuentra fuera de Roma, y del cual mencionan las inscripciones el Pontífice, C. I. L., II, n. 3.853, y el Magister, n. 3.865.

[478] Riffel, Geschichtliche Darstellung des Verhältnisses zwischen Staat und Kirche von des Gründung des Christenthums bis auf Justiniam I. Maguncia, 1836.—Malfatti, Imperatori e Papi ai tempi della Signoria dei Franchi in Italia, vol. I, Milán, 1876.—Loening, Geschichte des deutschen Kirchenrechts, I, Estrasburgo, 1878, p. 1-492.

[479] A. de Broglie, L'Église et l'Empire romain au IV siècle, II, p. 380.

[480] Conc. Illiber., c. 20.

[481] Conc. Illiber., c. 18-18, 22-23, 75.

[482] Conc. Illiber., c. 30 y 33. Conc. Tolet., I, c. 2-5. Sobre este particular merece consultarse el reciente trabajo de A. Harnack, Ueber den Ursprung des Lectorats und der anderen niederen Weihen, en su obra Die Quellen der sogenannten apostolichen Kirchenordnung, Leipzig, 1886, p. 57-103.

[483] Conc. Caesaraug., c. 1, se dirige á restringir la intervención de las mujeres en los ministerios del culto, á lo cual, más bien que al monacato, parecen referirse los cánones 13 y 17 del Concilio de Ilíberis.

[484] Epist. Hilarii, c. 1, 3 y 4.

[485] Conc. Ilib., c. 24, 51, 80.—Conc. Tolet., I, c. 10.—Epist. Siricii, c. 9, 11 y 15, et Innocentii, c. 3.

[486] Epist. Innocentii et Hilarii.

[487] Conc. Illiber., c. 33: Placuit in totum prohibere episcopis, presbyteris et diaconibus vel omnibus clericis positis in ministerio abstinere se a conjugibus suis, et non generare filios: quicumque vero fecerit, ab honore clericatus exterminetur.

[488] Conc. Illiber., c. 28 y 48, acreditan la existencia de las oblaciones, si bien ambos capítulos se encaminan á restringirlas, prohibiendo el primero de ellos que las hicieran los que no estaban en comunión con la Iglesia, y el segundo, vedando á los sacerdotes recibir estipendio por la administración del bautismo, ut fieri solebat.—El canon 19 del mismo Concilio, relativo á la permisión de dedicarse al comercio los obispos, presbíteros y diáconos, está concebido en los términos siguientes:

Episcopi, presbyteri et diaconi de locis suis negotiandi causa non discedant; nec circumeuntes provincias quaestuosas nundinas sectentur; sane ad victum sibi conquirendum aut filium aut libertum aut mercenarium aut amicum aut quemlibet mittant; et si voluerint negotiari, intra provinciam negotientur.

[489] El canon 8 del Concilio I de Tarragona, celebrado el año 516, acredita la existencia de esta costumbre en época anterior.

[490] Conc. Tarracon., c. 8.

[491] Conc. Illiber., c. 87.

[492] La Fuente, I, p. 255, y II, p. 159-161, y Gams, I, p. 185-191.

Renan sostiene en su obra Marc-Aurèle et la fin du monde antique, París, 1882, que la organización del culto provincial sirvió de base á la organización metropolitana. «El fundador de los cuadros del Cristianismo, dice, fué Augusto. Las divisiones del culto de Roma y Augusto fueron la ley secreta que lo reguló todo. Las ciudades, que tenían un flamen ó archiereus son las que más tarde tuvieron un arzobispo; el flamen civitatis se convirtió en Obispo.» Basta recordar lo que hemos dicho sobre el culto y los sacerdocios provinciales, para comprender lo infundado y gratuito de las afirmaciones de Renan.

Las analogías y semejanzas que se pretende encontrar, y que realmente existen entre algunas instituciones de la Roma cristiana y de la Roma pagana, son solamente exteriores, como las que se observan, por ejemplo, entre ciertas instituciones y formas ó ceremonias del culto entre el Egipto y de la Judea. El escritor que más á fondo y más de propósito ha tratado de las relaciones entre la organización jerárquica de los órdenes menores en la Iglesia católica, y la de los grados subalternos del sacerdocio en la Roma pagana, que es Harnack en su citado trabajo, p. 93-103, cuida de hacer resaltar, é insiste muy especialmente sobre el hecho, de que, no obstante las semejanzas meramente exteriores que se observan entre los acólitos y ostiarios cristianos, por ejemplo, y los calatores y aeditui, ministros paganos, hay una diferencia inmensa en el fondo entre unas y otras instituciones, manifestada singularmente en el nuevo y más elevado espíritu que el Cristianismo supo infundir aun en aquellas instituciones que se supone adoptó de la Roma pagana.

[493] Gams, Kirchengeschichte von Spanien, II, Ratisbona, 1864, p. 185-191.

[494] Riffel, Op. cit., p. 180-250, y Loening, I, p. 252-313.

[495] Véase mi Historia del derecho romano, II, p. 62-65, donde se encontrarán los principales textos relativos á la materia.

[496] Nov. Valentiniani, t. 16, ed. Haenel, p. 172: Cum igitur sedis apostolicae primatum sancti Petri meritum qui princeps est episcopalis coronae, et romanae dignitas civitatis, sacrae etiam synodi firmarit auctoritas, ne quid praeter auctoritatem sedis istius illicita praesumptio attentare nitatur; tunc enim demum ecclesiarum pax ubique servabitur, si rectorem suum agnoscat universitas...

[497] Roy, Du rôle des legats de la cour de Rome en Orient et en Occident du IV au IX siècle, en las Mélanges publicadas por la sección de ciencias filológicas é históricas de la École des hautes études, en el décimo aniversario de su fundación, París, 1878, p. 241-260.

[498] De otras instituciones eclesiásticas de este período, que sólo aparecen en él como en germen, ó acerca de las cuales son muy escasas las noticias, trataremos al bosquejar la organización eclesiástica de los Visigodos.

[499] Dahn, Deutsche Geschichte, I, Gotha, 1883.

[500] Sobre el carácter y efectos de la invasión, véase el excelente trabajo de Dahn en sus Bausteine, I, Berlín, 1879.

[501] La fuente principal para el conocimiento de las instituciones primitivas de los pueblos germánicos son los capítulos 6 á 27 de la Germania de Tácito, escrita á principios del año 98, después de Jesucristo, para justificar la política pacífica de Trajano con respecto á aquellos pueblos, y no con un fin exclusivamente moral como se ha creído generalmente. En esta obra utilizó quizá el célebre historiador, además de los escritos anteriores sobre la materia, su conocimiento directo y personal de las regiones y gentes que describe, ó cuando menos las de algunos de sus amigos que habían ejercido el cargo de gobernadores en las provincias germánicas, y las de los prisioneros de guerra. J. Asbach, Cornelius Tacitus, en el vol. V del Historisches Taschenbuch, de Maurenbrecher, Leipzig, 1886, p. 74-88.

Discurre con originalidad y acierto sobre el «lugar de la Germania de Tácito en la historia intelectual y moral», y sobre el carácter y autoridad de esta obra, Geffroy, en los dos primeros capítulos, p. 1-107, de su libro Rome et les Barbares, Étude sur la Germanie de Tacite, 2.ª edición, París, 1872, excelente ensayo de vulgarización de los trabajos alemanes y franceses, no exento de originalidad.

Entre la multitud de ediciones de la Germania, la mejor es la de Schweizer Sidler, Cornelii Taciti Germania, 4.ª edición, Halle, 1884.

En punto á comentarios especiales el más reciente y autorizado, fuera de las obras que tratan ex-professo de las instituciones primitivas de los Germanos, es el de Baumstark, Urdeutsche Staatsalterthümer zur schützenden Erläuterung der Germania des Tacitus, Berlín, 1879.

Los trabajos más importantes sobre la historia de las instituciones primitivas de los Germanos son los siguientes:

Waitz, Deutsche Verfassungsgeschichte, I, 3.ª edición; Kiel, 1880; Dahn, Die Könige der Germanen, I; Munich, 1861, Urgeschichte der romanischen und germanischen Völker, I; Berlín, 1881, y Deutsche Geschichte, I; Gotha, 1883, Arnold, Deutsche Urzeit, I; Gotha, 1881; Sickel, Geschichte der deutschen Staatsverfassung, I; Halle, 1879; Kaufmann, Deutsche Geschichte bis auf Karls der Grossen, I; Leipzig, 1880.

Son muy recomendables para los que deseen orientarse sobre el particular y no quieran acudir á estas obras, en primer término las exposiciones luminosas de Brunner, Deutsche Rechtsgeschichte, I; Leipzig, 1887, especialmente p. 50-184, y Schröder, Lehrbuch der deutschen Rechtsgeschichte, Leipzig, 1887, p. 8-87, y los resúmenes de Bethmann-Hollweg, Der Civilprozess des gemeinen Rechts in geschichtlicher Entwicklung, IV, Bonn, 1868, p. 71-104, y la obrita de Geffroy, Rome et les Barbares, 2.ª edición, p. 165-238.

[502] Tácito, Germania, c. VII. Reges ex nobilitate, duces ex virtute sumunt. Nec regibus infinita aut libera potestas, et duces exemplo potius quam imperio, si prompti, si conspicui, si ante aciem agant, admiratione praesunt.

[503] Tácito, Germania, c. XI. De minoribus rebus principes consultant, de majoribus omnes, ita tamen ut ea quoque, quorum penes plebem arbitrium est, apud principes pertractentur. Coëunt, nisi quid fortuitum et subitum incidit, certis diebus, cum aut incohatur luna aut impletur; nam agendis rebus hoc auspicatissimum initium credunt. Nec dierum numerum, ut nos, sed noctium computant. Sic constituunt, sic condicunt: nox ducere diem videtur.—Silentium per sacerdotes, quibus tum et coërcendi jus est, imperatur. Mox rex vel princeps, prout actas cuique, prout nobilitas, prout decus bellorum, prout facundia est, audiuntur, auctoritate suadendi magis quam jubendi potestate. Si displicuit sententia, fremitu aspernantur; sin placuit, frameas concutiunt. Honoratissimum assensus genus est armis laudare.

[504] César, De bell. gall., 22. Agriculturae non student, majorque pars eorum victus in lacte, caseo, carne consistit. Neque quisquam agri modum certum aut fines habet proprios, sed magistratus ac principes in annos singulos gentibus cognationibusque hominum, qui tum una colerunt, quantum et quo loco visum est agri, adtribuunt atque anno post alio transire cogunt.

[505] Tácito, Germania, c. XXVI. Agri, pro numero cultorum, ab universis invicem occupantur, quos mox inter se secundum dignationem partiuntur: facilitatem partiendi camporum spatia praestant. Arva per annos mutant, et superest ager; nec enim cum ubertate et amplitudine soli labore contendunt, et pomaria conserant, et prata separent, et hortos rigent: sola terrae seges imperatur.

Entre la multitud de trabajos modernos consagrados á examinar el carácter de la propiedad entre los Germanos primitivos, citaremos como los más recientes y accesibles el de Viollet, Étude sur le caractère collectif des premières proprietés immobilières en la Bibliothèque de l'École des Chartes de 1872; Laveleye, La proprieté et ses formes primitives, París, 1874; Azcárate, Ensayo sobre la historia de la propiedad territorial en Europa, vol. I, Madrid, 1878; Tamassia, Le alienazioni degli immobili e gli credi secondo gli antichi diritti germanici e specialmente il longobardo, Milán, 1885, p. 22-36; Schupfer, L'Allodio. Studi sulla proprietà dei secoli barbarici, Turín, 1886, p. 18-26, P. del Giudice, Sulla questione della proprietà delle terre in Germania secondo Cesare e Tacito, en los Rendiconti del Real Instituto lombardo de Ciencias y Letras, Serie II, vol. XIX (Milán, 1886), p. 262-281. Fustel de Coulanges, Recherches sur cette question: Les Germains connaissaient-ils la proprieté des terres? en sus Recherches sur quelques problemes d'histoire, p. 189-315, examina la cuestión con gran amplitud, disertando á este propósito sobre el género de vida (nómada ó agrícola), sobre las clases sociales, la organización de la familia, el derecho de sucesión, y analiza y comenta los pasajes de César y Tácito concernientes al régimen de la propiedad, tratando de la conciliación posible entre ambos escritores, trayendo luego á cuento por vía de comprobación los testimonios posteriores á Tácito.

[506] Thevenin, Contributions à l'histoire du droit germanique, París, 1880.

Tácito, Germania, cap. XIII. Nihil autem neque publicae neque privatae rei nisi armati agunt. Sed arma sumere non ante cuiquam moris quam civitas suffecturum probaverit. Tum in ipso concilio vel principum aliquis vel pater vel propinqui scuto frameaque juvenem ornant; haec apud illos toga, hic primus juventae honos; ante hoc domus pars videntur, mox rei publicae.

[507] Tácito, Germania, cap. XVIII. Quamquam severa illic matrimonia, nec ullam morum partem magis laudaveris. Nam prope soli barbarorum singulis uxoribus contenti sunt, exceptis admodum paucis, qui non libidine, sed ob nobilitatem plurimis nuptiis ambiuntur. Dotem non uxor marito, sed uxori maritus offert. Intersunt parentes ac propinqui ac munera probant, munera non ad delicias muliebres quaesita nec quibus nova nupta comatur, sed boves et frenatum equum et sentum cum framea gladioque. In haec munera uxor accipitur, atque in vicem ipsa armorum aliquid viro affert: hoc maximum vinculum, haec arcana sacra, hos conjugales deos arbitrantur.

Vid. Flach, Les Origines de l'ancienne France, I; París, 1886, p. 60-69, sobre la familia germánica y el mundium.

[508] Tácito, Germania, cap. XII. Licet apud concilium accusare quoque et discrimen capitis intendere. Distinctio poenarum ex delicto: proditores et transfugas arboribus suspendunt; ignavos et imbelles et corpore infames caeno ac palude injecta insuper crate mergunt. Diversitas supplicii illuc respicit, tamquam scelera ostendi oporteat dum puniuntur, flagitia abscondi. Sed et levioribus delictis pro modo poena: equorum pecorumque numero convicti mulctantur. Pars mulctae regi vel civitati, pars ipsi qui vindicatur vel propinquis ejus exolvitur.

[509] Tácito, cap. XXI. Suscipere tam inimicitias seu patris seu propinqui quam amicitias necesse est; nec implacabiles durant: luitur enim etiam homicidium certo armentorum ac pecorum numero, recipitque satisfactionem universa domus; utiliter in publicum, quia periculosiores sunt inimicitiae juxta libertatem.

[510] Véase especialmente sobre la solidaridad de la familia germánica en sus relaciones con el Derecho penal las p. 15-46 del trabajo de Salvioli, La responsabilità dell'erede e della famiglia pel delitto del defunto nel suo svolgimento storico en el vol. II (1886) de la Rivista italiana per le scienze giuridiche.

Dahn, Fehde-Gang und Rechts-Gang der Germanen, en sus Bausteine, vol. II; Berlín, 1880, p. 76-128, en especial p. 108-111, interpreta y comenta el c. 21 de la Germania.

[511] Esta breve reseña de las instituciones primitivas de los Germanos puede servir de base para discernir cuáles son las instituciones del período visigótico y de los tiempos posteriores á la invasión árabe derivadas de aquéllos; y la juzgamos necesaria como precedente. Circunscríbese á los hechos más esenciales y seguros, dejando á un lado la multitud de controversias á que ha dado lugar la interpretación del texto de Tácito. Para conocerlas, y orientarse en la bibliografía respectiva á ellas, ninguna obra más á propósito que el vol. I de la Deutsche Verfassungsgeschichte de Waitz.

[512] Dahn, Politische Geschichte der Westgothen, Vurzburgo, 1870.—Ranke, Weltgeschichte, IV Theil., Leipzig, 1883.—Sobre la historia de las relaciones entre Godos y Romanos, desde la aparición de los primeros á orillas del Danubio, hasta su derrota por Claudio, el vol. V de la Römische Geschichte, de Mommsen, p. 217-227, donde éste ilustra y combina con su habitual maestría los datos confusos, y á veces contradictorios, de los escritores sobre el particular.

[513] Dahn, Politische Geschichte der Westgothen, p. 70

[514] Los trabajos más importantes acerca de la historia de la legislación visigoda en general son: Lardizábal, Discurso sobre la legislación de los Visigodos y formación del libro ó Fuero de los Jueces y su versión castellana, al frente de la edición publicada por la Real Academia Española, Madrid, 1815, p. III-XLV.—Cárdenas, Estudios jurídicos, I, Madrid, 1884 (reproducción de artículos publicados más de treinta años antes en la Revista El Derecho moderno).—Helfferich, Entstehung und Geschichte des Westgothenrechts, Berlín, 1858.—Stobbe, Geschichte der deutschen Rechtsquellen, Braunschweig, 1860, p. 65-94.—Bethmann-Hollweg, Der Civilprozess des gemeinen Rechts, IV, Bonn, 1868, p. 208-220.—Dahn, Zur Geschichte der Gesetzgebung bei den Westgothen, al frente de sus Westgothische Studien, Vurzburgo, 1874, p. 1-52.—Gaudenzi, Un'antica compilazione di diritto romano, Bolonia, 1886.—Gama-Barros, Historia da administração publica em Portugal, Lisboa, 1885, p. 3-29.—Brunner, Deutsche Rechtsgeschichte, I, p. 320-331.

[515] Bethmann-Hollweg, IV, p. 126.

[516] Savigny, Storia del diritto romano nel medio evo, I, p. 307-321.—Bethmann-Hollweg, IV, p. 184-187.—Dahn, Westgothische Studien, (Würzburgo, 1874), p. 4-6.—Haenel en el Prólogo á su edición de este Código, p. V-XXIII.—Benech, en sus Mélanges d'histoire et de droit, París, 1857, p. 573-618.—Loening, Geschichte des deutschen Kirchenrechts, I, p. 520-527.—Karlowa, Römische Rechtsgeschichte, I, p. 976-983.

[517] De mi Historia del Derecho romano, II, p. 102.

[518] Fitting, en la Zeitschrift für Rechtsgeschichte, XI.

[519] Sohm, Institutionen des römischen Rechts, Leipzig, 1884, p, 65-66.

[520] San Isidoro, Hist. Goth. (España Sagrada, VI, p. 494): Sub hoc rege (Eurico) Gothi legum statuta in scriptis habere coeperunt, nam antea tantum moribus et consuetudine tenebantur.

[521] Gaudenzi, La legge salica e gli altri diritti germanici, p. 17, y Gli Editti di Teodorico ed Atalarico, Bolonia, 1884, p. 53.

[522] San Isidoro, Hist. Goth. (España sagrada, VI, p. 499): (Leovigildus) in legibus quoque ea quae ab Eurico incondite constituta videbantur correxit, plurimas leges praetermissas adjiciens, plerasque superfluas auferens.

[523] Los fragmentos á que nos referimos, conservados en un palimpsesto de la Biblioteca nacional de París, y copiados por Knust en 1828, fueron publicados primeramente por Bluhme, que considera á Recaredo I como autor de la compilación de que formaban parte: Die westgothische Antiqua oder das Gesetzbuch Reccareds des ersten, Halle, 1847. Adhiriéronse á esta opinión Merkel, Zeitschr. f. deutsches Recht, p. 281; Helfferich, p. 14; Stobbe, p. 76; Dahn, p. 7-29; Bethmann-Hollweg, p. 210, y recientemente Cárdenas, Estudios jurídicos, I, p. XVI-XXXVIII.

En cambio la atribuyó á Eurico, Gaupp, Ueber das älteste geschriebene Recht der Westgothen, en sus Germanistische Abhandlungen, Mannheim, 1853, p. 27-62 (reproducción de un artículo inserto en la Neue Jenaische Literaturzeitung, acerca de la publicación de Bluhme, aumentada con una réplica á Merkel, p. 48-62). Haenel, Lex romana Visigothorum, p. XCVI, se adhirió á la opinión de Gaupp. Boretius, Beiträge zur Kapitularienkritik, Leipzig, 1872, p. 17, parece inclinarse también á ella, y Brunner la acepta plenamente en su Deutsche Rechtsgeschichte, I, p. 323. En España ha defendido con copia de erudición y de argumentos propios la misma tesis de Gaupp, D. José García, en su discurso de Doctorado acerca de la Ley primitiva de los visigodos y descubrimiento de algunos de sus Capítulos, Madrid, 1861.

Pétigny, De l'origine et des différentes redactions de la loi des Wisigoths, en la Revue historique de droit français et étranger, I, p. 209-238, sostiene que los fragmentos en cuestión proceden de un Código redactado por Alarico II, y esta hipótesis fué aceptada también, como la más plausible de todas, por el ilustre historiador de Portugal, Herculano, según Gama-Barros, Historia da administração publica em Portugal, p. 12.

Gaudenzi, Un'antica compilazione, p. 187-196, defiende que la compilación á que pertenecían es la de Leovigildo.

Sin considerar definitivamente resuelta la cuestión, creemos que la opinión más verosímil hasta ahora, es la que atribuye á Recaredo la paternidad de esta compilación. De desear es que el Sr. García, cuya gran competencia en la materia acredita el trabajo arriba citado, publique en breve los trabajos que hace años viene preparando sobre el particular, y especialmente su copia y restitución del palimpsesto de París, que ha tenido ocasión de estudiar detenidamente. No dudamos que esta publicación contribuirá eficazmente á la solución definitiva del problema.

[524] Hállanse incluídos los citados capítulos en una compilación de Derecho romano y visigodo, formada verosímilmente en Amalfi ó en el ducado de Benevento en el siglo IX ó X, y conservada en un manuscrito de la Biblioteca de Holkham, propiedad de Lord Leicester. El mérito de haberlos descubierto y dado á luz por primera vez, ilustrándolos con gran copia de erudición, corresponde al docto Profesor de la Universidad de Bolonia Augusto Gaudenzi. En sentir del sabio italiano, estos capítulos proceden del Código de Eurico.

A. Gaudenzi, Un' antica compilazione di diritto romano e visigoto, con alcuni frammenti delle leggi di Eurico, tratta da un manoscritto della Biblioteca di Holkham; Bolonia, 1886.—K. Zeumer, Eine neuentdeckte westgothische Rechtsquelle, en el Neues Archiv der Gesellschaft für ältere deutsche Geschichtskunde, vol. XII, p. 387-400, sostiene, por el contrario, que pertenecen á una compilación formada en Septimania por iniciativa privada con el objeto de reformar el Código de Recaredo. Aunque Zeumer me parece haber demostrado la imposibilidad de que pertenezcan al Código de Eurico los fragmentos en cuestión, no ha sido igualmente afortunado al precisar el carácter y objeto de la compilación de que proceden.

[525] Waitz, Die Redaction der Lex Visigothorum von König Chindaswint, en los Gottinger Nachrichten de 1875, p. 415-420—Schmeltzer, Die Redactionen des Westgothenrechts durch die Könige Chindaswint und Recessvint, en la Zeitschrift der Savigny-Stiftung für Rechtsgeschichte, II, German. Abtheil., p. 123-130.—Bluhme, Die Sammlungen des Receswinth und Erwig, en su opúsculo Zur Texteskritik des Westgothenrechts... Halle, 1870, p. 1-28.—Cárdenas, I, p. 102-178.—Dahn, p. 30-46.

[526] Gaudenzi, p. 59-62, cree que la prohibición de Chindasvinto se refería al derecho justinianeo, no al Breviario de Alarico, que había cesado de regir en tiempo de Leovigildo.

[527] El Código de Recesvinto se ha conservado en el Códice 4.668 de la Biblioteca Nacional de París, procedente del monasterio de San Remy de Reims, y en el Códice Vaticano 1.024. Está dividido en 12 libros, subdivididos en títulos y capítulos.

[528] Consérvalo el Códice de París 4.418, mas apenas puede considerarse como un nuevo Código, á pesar de su pomposa promulgación en la Ley II, I, 1, pues está basado enteramente sobre el de Recesvinto, con insignificantes modificaciones.

[529] Cárdenas, Estudios jurídicos, I, p. 180, dice acertadamente que la reforma de Egica «se limitó á introducir algunas pocas leyes nuevas y otras antiguas omitidas en la última recopilación», y que «la colección que hoy poseemos es la misma de Ervigio, con las enmiendas hechas por Egica.»

[530] Esto no obstante, las costumbres germánicas prevalecieron en muchos puntos contra el derecho escrito consignado en el Código visigótico, como lo demuestra (según tendremos ocasión de ver en el vol. II de la presente obra) la aparición de varias instituciones derivadas del derecho germánico en los monumentos legislativos posteriores á la invasión árabe. Véanse á este propósito las atinadas consideraciones de Muñoz y Romero en su Discurso de recepción ante la Academia de la Historia, Madrid, 1860, p. 47-50, y de Pidal, Historia del gobierno y legislación de España, p. 232 y 299-300.

[531] Publicólas por vez primera Rozière, Formules wisigothiques inédites, París, 1854. Reprodujeron el texto, con extenso comentario, Biedenweg, Commentatio ad formulas visigoticas novissime repertas, Berlín, 1856, y Marichalar y Manrique, Historia de la legislación y recitaciones del Derecho civil de España, II, Madrid, 1861, p. 37-86; y últimamente Zeumer en su edición de las fórmulas de los períodos merovingio y carlovingio, en los Monumenta Germaniae historica. Formulae merovingici et karolini aevi, Hannover, 1886, p. 572-595. Véase también á Cárdenas, Estudios jurídicos, I, p. XXXVIII-XLV.

[532] Epistolae, p. 145,—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 769.

[533] Idem, p. 146.—Idem, n. 786.

[534] Idem, p. 147-148.—Idem, n. 787.

[535] Idem, p. 149-150.—Idem, n. 788.

[536] Idem, p. 152-153.—Idem, n. 828.

[537] Epistolae, p. 153.—Jaffe-Kaltenbrunner, n. 855.

[538] Idem, p. 154-156.—Idem, n. 856.

[539] Idem, p. 156-157.—Idem, n. 907.

[540] Idem, p. 157-158.—Jaffe-Ewald, n. 1.111.

[541] Idem, p. 158-159.—Idem, n. 1.368 y 1.369.

[542] Idem, p. 159.—Idem, n. 1.756.

[543] Idem, n. 1.757.

[544] Maassen, Geschichte der Quellen und der Literatur de canonischen Rechts im Abendlande, I, p. 217-242. Sobre estos concilios pueden consultarse las obras de La Fuente, II, y Gams, II, los vol. II y III de la Conciliengeschichte de Hefele, y la obra de Dahn, Die Verfassung der Westgothen.

[545] Collectio canonum, col. 295-300.

[546] Idem, col. 300-302.

[547] Idem, col. 329.

[548] Idem, col. 656-660.

[549] Idem, col. 312-318.

[550] Idem, col, 318.

[551] Idem, col. 598-63.

[552] Idem, col. 607.

[553] Idem, col. 337-364.

[554] Idem, col. 659-662.

[555] Idem, col. 636-638.

[556] Idem, col. 306-312.

[557] Mansi, Coll. max. Conc., X, col. 377.

[558] Collectio canonum, col. 663-664.

[559] Idem, col. 658-662.

[560] Mansi, Coll. max. Conc., X, col. 507.

[561] Collectio canonum, col. 664-680.

[562] Idem, col. 639-656.

[563] Idem, col. 363-394.

[564] Idem, col. 393-400.

[565] Collectio canonum, col. 400-412.—Relaciónanse con este Concilio los interesantes documentos publicados por el P. Fita, Suplementos al Concilio Toledano VI, Madrid, 1881, y reproducidos con extenso comentario por Dahn, Die Verfassung der Westgothen, segunda edición, Leipzig, 1885, página 613-660.

[566] Collectio, col. 412-420.

[567] Idem, col. 421-448.

[568] Idem, col. 448-456.

[569] Idem, col. 456-468.

[570] Idem, col. 468-486.

[571] Idem, col. 665-680.

[572] Idem, col. 629-636.

[573] Idem, col. 487-510.

[574] Idem, col. 510-532.

[575] Idem, col. 532-538.

[576] Idem, col. 538-556.

[577] Idem, col. 307-312.

[578] Idem, col. 557-586.

[579] Idem, col. 586-598.

[580] Maassen, p. 642-646.

[581] Maassen, p. 646-666.

[582] Maassen, p. 667-716. La primera edición de la Hispana es la hecha por el Jefe de la Biblioteca Real, Francisco Antonio González, cuya primera parte, comprensiva de los cánones conciliares, se publicó en Madrid en 1808 con el título de Collectio canonum Ecclesiae Hispanae, y la segunda en 1821 con el de Epistolae Decretales ac Rescripta romanorun Pontificum. Fué reproducida en el vol. LXXXIV de la Colección de Migne. Nuestras indicaciones sobre el lugar donde se hallan las Decretales y Cánones, conciliares citados en el texto, se refieren á la edición de González.

[583] Maassen, p. 717-721.

[584] Maassen, p. 802-806. Han sido impresos en la edición de la Hispana de González.

[585] Maassen, p. 813-821. Esta colección, como el Epítome y la de Novara, está aún inédita. Los Excerpta han sido publicados también en la misma edición de la Hispana.

Nota sobre la transcripción

Se ha respetado la ortografía original, homogeneizándola a la grafía de mayor frecuencia. Los errores obvios de imprenta han sido corregidos. Las páginas en blanco han sido eliminadas.

Se han incorporado al texto las erratas y adiciones declaradas en la página 379. Se han igualado los enunciados de los capítulos y secciones en el texto y en el índice. Se ha respetado la numeración inconsistente de los capítulos entre los distintos libros.

Se han hecho, además, las siguientes modificaciones: