Title: A.M.D.G.
Author: Ramón Pérez de Ayala
Release date: May 28, 2018 [eBook #57225]
Language: Spanish
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[p. 1]
[p. 2]
OBRAS DEL MISMO AUTOR
La paz del sendero (poesía).
Tinieblas en las cumbres (novela).
EN PREPARACIÓN
Troteras y danzaderas.
Fe y Encarnación.
[p. 3]
A. M. D. G.
POR
RAMÓN PÉREZ DE AYALA
Aucune secte, aucune société n’a jamais eu et ne peut avoir un dessein formé de corrompre les hommes.
Voltaire
La lengua ha jurado; el alma no ha jurado.
Eurípides
MADRID
BIBLIOTECA RENACIMIENTO
V. PRIETO Y COMP.ª, EDITORES
Pontejos, núm. 8
1911
[p. 4]Es propiedad.
Queda hecho el depósito que previene la ley.
Imprenta Artística Española, San Roque, 7
[p. 5]
Á D. Benito Pérez Galdós
Venerado Maestro: La premura con que hube de realizar esta obra no era muy á propósito para lograrla en cumplida sazón y madurez, de manera que temo mucho adolecer de osadía poniendo tan menguado fruto á la sombra inmortal de tan alto nombre. Mi empeño era arduo: las fuerzas, pocas. Considero que si hay algo digno de estimación en mi libro no es sino pretendido reflejo de aquella admirable serenidad, decoro y nobleza con que, en obras de linaje semejante al de la presente, vistió usted de carne artística y de hermosura inmarcesible el austero principio de la justicia: suum cuique tribuere. Porque si atinamos á encarecer sin envidia y á censurar sin veneno, participando la alegría de hacer el bien de la pesadumbre de causar tristeza, nos será otorgado el equilibrio interior.
Le ruego acepte con benignidad esta muestra, harto profusa, de mi ingenio.
RAMÓN PÉREZ DE AYALA
Caldas de Reyes, 23 de Octubre de 1910.
[p. 7]
[p. 9]
Tierra adentro y cara al mar, asentado sobre una loma de los aledaños de Regium está el Colegio de segunda enseñanza de la Inmaculada Concepción. Lo regentan los Reverendos Padres de la Compañía de Jesús.
Es una mole cuadrangular, cuyas terribles dimensiones hácenla medrosa; la desnudez de todo ornato, inhóspite, y la rojura viva del ladrillo de que está fabricada, insolente. No tiene estilo. Su fachada lisa, de meticulosa austeridad, abierta por tres ringlas de ventanales, se ofrece á la mirada inquisitiva del viandante con la tristeza sorda y hostil de los presidios, de los cuarteles y los establecimientos fabriles. Sábese que es casa de religión porque hay una gran puerta ojival rematada por una cruz, al extremo siniestro del frente, según se mira, á la cual conduce una escalinata de piedra; un campanario voladizo de hierro, á manera de jaulón de micos, en el tejado y á plomo sobre aquella puerta, y unas letras de oro contiguas al alar, promediando el casón: A. M. D. G.
El edificio está á cosa de un tiro de piedra de la carretera real, que conduce á tierras de Castilla. Entre el camino y el colegio, así como aislador de paz que aquiete y embote el tráfago del siglo y sus[p. 10] pecaminosas estridencias, hay pradezuelos mullidos, muy rapados y verdes; los cortan aquí y acullá unas veredas de arena pajiza, las cuales, reptando y curvándose con cierta blandura jesuítica, van á meterse en el convento, por debajo de las puertas. Véase cómo por medio de un sencillo expediente nos inculcan provechosa lección á tiempo que se nos pone al cabo del espíritu de la Orden; porque veredicas y pradezuelos, lo mismo que la propincuidad con la carretera, todo ello obedece á plan y concierto. Quiere decirse que no lejos del camino de perdición está el cobijo de la gracia, y que para entrar en el reino de S. M. Divina, de la cual son ministros tan irresponsables como el propio soberano los Reverendos Padres de la Compañía, es menester trocar las holgadas y prósperas vías del mundo por pequeños y tortuosos senderitos, abajarse, rastrear, humillarse.
En los alrededores de Regium está la aldea de Arriares, y en ella una casita de campo, flamante y de rusticidad arquitectónica adredemente rebuscada; ventanucas, tejadillos, cuerpos adosados al principal, á modo de establos, cuadras ó cubiles. Los huecos están siempre en ceguedad, obturados por cortinas inmóviles de tela blanca. Un jardín sombrío, húmedo, aprisiona á la casa, y una alta cerca, enrejada por uno de sus costados, guarda el jardín. Es una casita que vive de sí misma, que tiene un alma misteriosa y activa. Su dueño, constructor y habitante es Gonzalfáñez.
[p. 11]Gonzalfáñez nació en Regium. De niño tuvo sólo un amigo, Dorín, el de Pedreña, garzón de cuna baja, paupérrima. Adolescente, Gonzalfáñez desapareció de Regium. Fueron cayendo los años en la sima de lo pretérito; murieron los padres de Gonzalfáñez; el pueblo olvidó al hijo.
Cierto día llegó á Regium un señor cenceño, rasurado, con esclavina de capucha, gafas negras y un bastón tremendo de gordo. Preguntó por Dorín, el de Pedreña; fuése á Arriares, en su busca; se aposentó en casa del aldeano, que tal era Dorín; estúvose allí hasta que vió terminada la rústica casita de arbitraria apariencia, y, entonces, Gonzalfáñez y Dorín se acogieron al nuevo nido.
Los dos amigos salían á vagar por el campo, preferentemente carretera adelante, rostro á Castilla, siempre que hubiese buen tiempo. Gonzalfáñez llevaba, en toda ocasión, colgando de sus hombros próceres y un poco claudicantes, aquella esclavina de capucha que era como el trasunto de un manto; lo mismo en invierno que en estío. Caminaban en silencio, de ordinario. Retenían el paso con frecuencia. Una vaca, un mirlo, un regato, una flor de genciana; todas las cosas y seres de Naturaleza ejercían tanto imperio sobre Gonzalfáñez que, reclamándole hacia sí, le hacían permanecer largo rato suspenso y como ajenado.
En Regium se sustentaban diferentes hipótesis acerca de Gonzalfáñez. Quiénes aseguraban que era demente, habiendo sido su padre alcohólico. Cuáles que sufría de infortunios amorosos, habiéndose casado en Circasia con una princesa de extraordinario ardor é insaciable venustidad. Estos, que las complicaciones de cierto horroroso atentado le mantenían recoleto en su fortaleza agreste. Aquéllos, que era un idiota, atacado de misantropía. Lo cierto es que nin[p. 12]guno sabía nada y que Gonzalfáñez, después de su vuelta á Regium, no se había dignado cruzar la palabra con ninguno de sus convecinos y paisanos, como no fuera Dorín.
Desde que se puso la primera piedra de los cimientos, Gonzalfáñez y Dorín seguían, día por día, la diligente erección del colegio jesuítico. El maestro de obras era un lego congestivo, agigantado, de pestorejo y cogullada inmensos, maneras de cómitre y empecatado acento vasco; el hermano Aurrecoechea.
Aurrecoechea intentó en veces diferentes trabar plática con Gonzalfáñez; mas la pertinaz cerrazón de éste hizo desistir al vizcaíno. Afortunadamente, si el uno le negaba este parvo sustento de la palabra, otorgábanselo, con creces, mujeres que conducían la comida á canteros, carpinteros y albañiles, y las mozas labriegas. No era raro verle en apretada cháchara con alguna rapaza pulida y fresca, alongados un trecho de las obras y guardándose bajo los árboles. No tardó en señalarse evidente favoritismo. La preferida fué Teresa, de la aldea de Cabeñes, rubia de miel, encendida y gustosa como un fruto. ¡Cuán pronto hubo de marchitarse su buena color! Lo que perdió en carmín la neña, fué compensado en vientre. El bárbaro Aurrecoechea la rechazó entonces. Cierta tarde hubo una llantina de Teresa, con manifestaciones dramáticas; fueron testigos, á distancia, Gonzalfáñez y Dorín. El de la esclavina rezongaba: «¡Mala bestia! ¡Mala bestia!»
Un día amaneció Aurrecoechea muerto, al pie de un muro en construcción. Tenía la cabeza hecha añicos, por obra de un garrotazo. Á la tarde, así que llegó Gonzalfáñez, por inspeccionar las obras como de costumbre, interrogó á un pinche:
[p. 13]—¿Y el lego grande?
—Matáronlo, señor, en la noche última.
—¿Del todo?
—Del todo, como á una rata.
Se dijera que Gonzalfáñez sonreía.
El colegio medraba por horas. En corto plazo quedó rematado y en su punto. El lóbrego enjambre ignaciano lo invadió, distribuyéndose por las celdas, á llenar arcanas actividades. Y luego otro enjambre más numeroso, el de la cándida infancia, brotes de futura humanidad.
Y por la tarde, consintiéndolo el tiempo—á las horas postmeridianas en época de otoñada ó invernal, al levantarse la noche en verano y primavera—, Gonzalfáñez y Dorín hacían un alto en su paseo y contemplaban el colegio de la Concepción. Cuándo, tañía en la penumbra hermética de los claustros la campana del regulador, escandiendo la medida espaciada de la existencia comunal. Cuándo llegaban de patios y cobertizos la algarabía conmovedora de la infancia en asueto; el chaschás seco de la pelota contra el frontón; el bum cóncavo de los grandes balones de cuero, que á intervalos surgían en el aire, por encima de los muros...
Y Gonzalfáñez interrogaba:
—¿Te gustan los niños, Dorín?
—Según; cuando son guapos...
—¿Los quieres, Dorín, sean guapos ó feos?
—Hom, querelos... claro. ¿Quién no los quier?
—Los niños... Los niños... ¡Oh, puericia! ¡Oh, puericia! ¿Sabes lo que es un parque de puericultura, Dorín?
—Mal rayo me parta...
—Que no te parta, Dorín. Me quedaría yo solo.
Dorín sonreía, con su rostro benévolo y bobalicón.
[p. 14]¡Nunca te olvidaré, Gonzalfáñez; hombre extraño y nombre de romance antiguo! En los paseos nos sorprendías á la vuelta de una calleja, en la linde de un bosque, en la margen de un río, donde menos lo pensáramos. Recuerdo tu esclavina, y tu capucha, y tu bastón enarbolado cual si fuera un báculo, y tu rostro ceñudo y bíblico, cuando repetías infinitas veces según pasábamos y á tiempo que hundías tu pupila torva en los inspectores: «¡Oh, puericia! ¡Oh, puericia santa!» Los inspectores bajaban los ojos y nosotros nos apelmazábamos en las ternas, como rebaño pusilánime, porque los padres nos habían dicho que eras ateo. ¿Qué habrá sido de ti, Gonzalfáñez, nombre alto y sonoro, deidad esquiva de las encrucijadas rústicas?
¿Cómo y con qué recursos se edificó el colegio?
Dios, que viste de piedra, cuando no de ladrillo, las buenas intenciones, y de hermosura el lirio de los valles, y da alimento al pajarillo, y pajarillos al milano, dispuso la marcha de los días de manera que en Regium se alzase un cuartel de su amada milicia.
La Compañía de Jesús tiene por norma indeclinable no comenzar la construcción de una nueva casa si no se cuenta de antemano con todo el dinero preciso para darla fin. Lo contrario redundaría en deshonra del instituto, poniéndole quizá en pie de pedigüeñerías y mendigueces.
[p. 15]Las primeras avanzadas de batidores, en este fornido ejército ignaciano, llámanse residencias. Son las residencias pequeñas delegaciones que andan desparramadas por capitales de provincia y pueblos ricos, viviendo de la misa y de la predicación y explorando el terreno por si fuera á propósito para hacer una magna sementera de gracia.
En las últimas décadas del pasado siglo llegó á Regium una de estas delegaciones. La componían los Padres Anabitarte, Olano, Lafont y Cleto Cueto, con el Hermano Mancilla. Los enviaba el cacique de la región, don Nicolás Sol é Il, aquel célebre y ridículo político de la barba enmarañada y esponjosa, de la elocuencia enmarañada y esponjosa, del intelecto enmarañado y esponjoso. Alojáronse en un segundo piso de la plaza de Sol é Il, improvisaron una capillita, y con esto rompieron ya el avance hacia la conquista de la madreselva, que es como ellos, en la intimidad, llaman á la beata.
Las primeras jornadas fueron duras. Hubo noche en que los cinco religiosos se acostaron con las tripas horras.
Apenas si se decían misas, á causa del estipendio de cinco pesetas que la Compañía tiene señalado. Las gentes de Regium murmuraban: «¡Mi alma, cinco pesetas! Están locos. ¿Si pagamos una á don Rebustiano, y cuando muncho dos?» En su nesciencia teológica olvidaban que las misas oficiadas por jesuítas logran mayor eficacia que ninguna otra misa. Abundan razones que lo abonan. El Eterno nos ha patentizado, en el curso de lo temporal, su afición á la lengua del Latio. El arameo no lo eligió, ni el griego, ni el sanscrito, ni el hebreo, ni el catalán—nobilísimas lenguas todas—, para lengua litúrgica, sino el latín; infundió en Virgilio el soplo[p. 16] profético y en Ovidio la complejidad y sutileza amatorias que, andando el tiempo, habían de ostentar los casuístas. La prosodia latina de los jesuítas es más pura que la de todos esos infelices curas de chicha y nabo; bien lo saben y no se recatan para decirlo. Claro está que en el Cielo, así que celebra misa un Padre de la Compañía, el Eterno y su Estado mayor central se vuelven locos de contentos, porque le entienden todo lo que dice, y, naturalmente, le hacen caso. Además, los jesuítas tienen muy buenas formas. Esto es, no que resplandezcan en urbanidad ó que sus miembros se caractericen por cierta turgencia escultórica, sino que las partículas que emplean para consagrar son de clase extra y de mucho tamaño, con lo cual, en el punto curioso y sublime de la transubstanciación, Jesucristo encuentra holgado alojamiento, y lo agradece mucho. Todo lo que antecede ha sido revelado á un venerable de la Compañía, y como se supone, fué revelándose con toda cautela, á las personas piadosas de Regium, las cuales, habiéndose iniciado, satisficieron fervorosamente las cinco del estipendio.
Y, sin embargo, la residencia no prosperaba. El Padre Olano había llegado á formar frondoso cerco de madreselvas en torno á la viña del Señor; de ellas, carcamales y fétidas momias; de ellas, también, lindísimas muchachas y muy bellas casadas. El Padre Cleto Cueto mantenía comercio cotidiano con los politicastros católicos del pueblo; logró fundar un periódico nocedalino, La Reconquista. Anabitarte y Lafont cultivaban de su parte sendos círculos de relaciones masculinas y femeninas. Ninguno de los cuatro daba paz al zapato, recorriendo de continuo la provincia. Pero el dulcísimo y fecundísimo dinero acudía con parquedad y dolorosas intermitencias. En vano asediaban la casa de los ricachos san[p. 17]turrones de Pilares, la capital, insinuándoseles con dulzura oleaginosa y sahumerios de palabras suaves; cuándo, cerca de don Anacarsis Forjador, el multimillonario de semítica traza, bandolero de asalto en guarida, que no era otra cosa su banca; cuándo, sobre el marqués de San Roque Fort, por la gracia de Su Santidad León XIII, forajido sacristanesco más que marqués, que de lo uno llevaba cuatro meses mal contados y de lo otro algunos lustros poniendo á parir caudales ajenos, en amorosa complicidad con un su hermano, canónigo, incurso en simonía. Se les acogía bien, se les proporcionaba lastre para la andorga, hasta se les socorría, á pretexto de ciertas devociones; pero ¡con cuánta miseria! ¡con qué torpe y mal celada avaricia!
Recibióse en la residencia una carta del provincial. Decía: «Miren que, á lo que entiendo y por lo que se me dice, esa tierra es rica y va para más; que se abren nuevas minas y muchas fábricas cada día; que los tiempos son de impiedad, de peligro para la Compañía y para la Iglesia de Cristo; que toda esa parte la tenemos en barbecho, porque si se quitan las Provincias, puede asegurarse que el Norte nos ignora; que un colegio ahí paréceme que urge, etcétera, etc.» Luego: «Dícenme que hay una viuda de un tal señor Zancarro, mujer delicada de salud, pero de mucha fortuna. Infórmense con discreción, amadísimos Padres, que el asunto es de mucha monta para el servicio de Dios. Probablemente les enviaremos al Padre Sequeros. A. M. D. G.»
Al leer el anuncio del envío, siquiera fuese de un hermano en religión, los de la residencia arrugaron el morro, vejados y hostiles. Luego cambiaron una ojeada, en silencio. Sequeros gozaba de mucho renombre dentro de la Compañía por haber socaliñado, en París, unos millones de pesetas á la vieja[p. 18] duquesa de Villabella, hallándose la dama en trance de muerte.
Llegó Sequeros á Regium. Era un mozarrón de erguida testa y modesto ademán; sanguíneo, hermoso, abierto de corazón y de carácter, candoroso y leal; sus ojos miraban siempre al suelo ó al cielo; la voz, clara y masculina, ignorante de inflexiones capciosas é hipócritas; en el espíritu, voraz fuego apostólico y amor divino sin medida.
Á poco de llegar á Regium se le tenía por santo. La mayoría de las madreselvas se pasaron á Sequeros; le besaban la sotana y el fajín, y le decían: «¡Santín de Dios!» Á lo cual, el joven religioso sonreía, apartándolas dulcemente de su camino, porque él tenía una alta misión que cumplir: buscar los materiales para la ciudad de Dios.
Los vecinos de Regium echaron de ver muy pronto la ventaja que Sequeros hacía á sus hermanos. Por lo pronto, no llevaba los hombros constelados de caspa, como Olano y Anabitarte; ni tenía los dientes podridos, como Lafont; ni se dejaba la barba de cinco días, como Cleto Cueto. Se puede ser santo sin ser puerco. Sequeros era un jesuíta verdad, según la leyenda que el vulgo de ellos ha creado. Las madreselvas daban por descontada la aristocracia de su cuna. Todas las puertas se le abrían. Se le abrió, por ende, la de la viuda de Zancarro. Había sido el tal un desapoderado bandido que, con ocasión de las guerras coloniales, apilara su fortuna en la administración militar. Negáronle el trato los de Regium, lo persiguieron y afrentaron con tanta saña que él, acorralado, determinó suicidarse. Su viuda cayó en maniática religiosidad; no tenían descendencia.
Los jesuítas, con caritativo desinterés, se aplicaron á consolarla. La viuda rehuyó semejantes con[p. 19]suelos. Cuando Sequeros apareció fué otra cosa. Á poco de conocerlo, no podía pasar la vida sin requerir su presencia una vez cada dos días, por lo menos. Fiaba en él y creía en su santidad. Sequeros repartía sus horas entre la oración y la viuda. Habiéndose agravado la enfermedad de la señora, las visitas pasaron á ser diarias.
Una mañana llegó Sequeros á la residencia atropellando con todo y las pupilas en ignición. Se precipitó en la capilla y cayó de hinojos ante un cromo de San Ignacio. Sus compañeros curioseaban desde la puerta del oratorio; pellizcábanse y se hacían guiños. Salió el Padre Sequeros. La lumbre de los ojos se había atenuado. El Padre Cleto preguntó, balbuciendo:
—Bueno, ¿qué?
—Ha fallecido.
—¿Testamento?
—Hecha una santa.
—¿Testamento?
—Testamento.
—¿Cuánto?
—Seis millones de reales.
—Collegium habemus.
Y se abrazaron todos.
Á la hora de comer, hubo pollo, de extraordinario. Terminados los postres, sorbían plácidamente el café, cuando el Padre Lafont arremete contra el Padre Anabitarte, superior provisional.
—¡Ah, mon Père! ¡C’est un grand jour![1]. Yo creo que sería bien oportuno una pequeña copa de ron.
—Sí, Padre. Yo también creo que merece la pena celebrar el día con honesto regocijo.
—Sea. Mancilla, danos acá la botella de ron.
[p. 20]
Sequeros se niega á beber. Los demás porfían. Al fin, accede. Levántase con la copita en alto. Síguenle los otros; chocan las copas. Sequeros tiene el rostro bañado en luz interior:
—¡Ad Majorem Dei Gloriam!
[p. 21]
[p. 23]
El 21 de Septiembre comenzaba el curso en el colegio de Regium; era el cuarto, desde su apertura á la enseñanza.
El niño Alberto Díaz de Guzmán, conocido familiarmente por un diminutivo, Bertuco, salió de Pilares en el primer tren de la mañana. Acompañábale la vieja sirvienta Teodora, mujer de extremada sencillez, la cual había llenado cumplidamente para con Bertuco maternales menesteres desde la prematura orfandad del muchacho. Teodora iba aderezada con sus más ricos arreos y prendas; monumentales arracadas de aljófar, que le pendían hasta la base del cuello; pañuelo de seda recia y gayos colorines, anudado debajo de la barbeta; gran mantón negro, de seda también, con muchos bordados y luengos flecos torzales; falda muy fruncida, de merino; una docena de enaguas que abombasen y diesen buen aire al cuerpo andando, porque en esto consiste el toque del vestir de lujo y á lo señor; almadreñas, y un paraguas rojo. Bertuco, que comenzaba á prever atisbos del arte indumentario, consideraba que semejante acompañamiento le ponía en ridículo. Intentó ir solo á Regium, á lo cual Teodora acudió espantada:
—¿Tú qué dices, mi nenú?
[p. 24]—Voy para catorce años.
—¿Yo dejate solo?... ¡Non lo premita Dios!
Teodora pretendía tomar billetes de primera clase; mas Bertuco se obstinó en que habían de ser de tercera, y, á lo sumo, á lo sumo, de segunda. Asustábale pensar que las gentes de su propia condición le sorprendieran sometido á tan extravagante tutela.
En las calles de Regium los miraban con asombro, mofándose discretamente de aquella vieja, ataviada á usanza de tiempos remotos. Visitaron el bazar de Badila, en donde Bertuco se proveyó de lo necesario para el aseo personal durante el curso; llegaron hasta el puerto, por contemplar el mar, que andaba muy enfurruñado en aquella ocasión, y, poco antes del mediodía, tomaron el camino del colegio.
—¡Ay, Bertuco! ¿Por qué no vamos á comer á una fonda? Tiempo tienes de encerrate. Otros años, cuando venías con tu padre, ¿entrabas también pa comer? ¡Ay, Joasús!
Bertuco apretaba el paso; Teodora, siguiéndole malamente, enjugaba los ojos en un pañuelo á cuadros. Poco antes de llegar al colegio, Bertuco se plantó delante de la anciana.
—Oye, Teodora: no quiero que vayas con madreñas y con paraguas. Ya lo sabes. Tendrían risa los compañeros para todo el curso; no quiero que me tomen el pelo.
Teodora, sin atinar á decir cosa con cosa, exclamaba, haciéndose cruces:
—¡Joasús, Joasús!
Su consternación era tanta, que Bertuco sintió remordimiento de haber sido cruel.
—No seas boba. Es que los niños son muy malos; no me gusta que digan cosas de ti.
—Pero, ¿dónde los tó dejar, neñín de mío alma?
[p. 25]
Bertuco la condujo, á campo traviesa, hasta la espalda del colegio, al pie de cuyas tapias había unas tupidas matucas.
—Escóndelos aquí.
Teodora dudaba.
—¿Y si me los arroban? ¡Ay! Y cómo están los praos, pingando mismamente. Tó coger un ruma con estos zapatos de satén; Dios m’ampare.
Volvieron á las vereditas que se hacen al frente del edificio. La aldeana detúvose y contempló recogidamente la grave y cejijunta mole.
—¡Joasús! Paez un maricomio.
—Teodora, se dice manicomio.
Penetraron en el portalillo, angosto y desnudo, como cosa inútil que es, pues los jesuítas saben no perder espacio ni tiempo en futilidades. Les abrió un fámulo de aborregado semblante. Desde el vestíbulo se columbra, á través de la puerta del fondo, el patio de la tercera división, preso en un claustro de arcos de medio punto, por donde discurrían, con paso presto, cuándo un pelotón de niños, cuándo una pareja de Padres. Teodora se mantenía inmóvil, tomada de religioso terror. De la ropería, que está, según se entra, al costado derecho del vestíbulo, salió el Hermano ropero, Santiesteban de apellido, esmirriado y amarillento; sonreía con expresión epicena, mostrando la sima lóbrega de una boca letrinal. Saludó á Teodora y Bertuco, acarició al niño y les condujo al salón de visitas, frontero á la ropería. Es el salón una pieza rectangular, muy vasta y severa, amueblada con sillas y sillones de enea; en las paredes penden fementidas copias de Murillo, pintadas por el Hermano Urbina, aquel prevaricador de insolente brocha que infestó de mamarrachos los colegios de la Orden.
En el salón estaba Coste, mocete desmadejado y[p. 26] bermejo, de ojos montaraces, carrillos tan rotundos y boca tan fruncida, que se dijera estaba tañendo de continuo un invisible instrumento de viento. Acompañábale su padre, un marino de sotabarba á la británica, hirsuta y entrecana, boca breve y ojos de lejanía. Llevaba un traje nuevo, de paño tan rígido que le embarazaba todo movimiento. Tenía la pipa en la boca; sin rechistar, seguía atentamente el discurso del Padre Eraña, Conejo de remoquete entre la grey de los alumnos.
En entrando Bertuco, los dos chicos corrieron á abrazarse. Coste traía ya la blusa puesta, un mandilón de dril agarbanzado, con orillas blancas. Conejo acudió también.
—Vienes más delgado, Bertuco. Vamos á ver, ¿se te han olvidado las progresiones aritméticas y geométricas? ¿Sabes que soy Padre Ministro este año?—y le halagaba con suaves toquecitos en las mejillas.
Teodora, haciendo extraordinario acopio de energía, se decidió á besar la mano de Conejo. Mas éste se la apartó con ademán campechano y risa franca. El marino continuaba en su puesto, como clavado en tierra.
Aportó Santiesteban una blusa, que se vistió Bertuco. Luego pidió los envoltorios á Teodora.
—Padre, ¿me permite que lleve á la camarilla las cosas del aseo?
—¿Qué camarilla tiene, Santiesteban?—preguntó el Padre Ministro.
—La del año pasado.
—¿Ya no vuelves?—se atrevió á decir Teodora, con la voz quebrada.
—¿Es tu madre?—añadió Conejo.
Y Bertuco, secamente:
—Es una criada vieja.
[p. 27]Teodora, sin haber oído á su Bertuco, murmuraba entre sollozos:
—¡Probín! ¡No tien madre!
—Cierto, cierto, no recordaba—repuso el jesuíta—. Y bien, señor Coste, ¿quiere usted que el niño continúe aquí ó que vaya á preparar sus cosas?
El marino extendió el brazo en dirección á los senos misteriosos de la santa casa, como indicando que estaba dispuesto á la separación.
—Despídete, Romualdo. Despídete, Bertuco—ordenó Conejo.
Pero todos continuaban quietos, cortados, sin saber cómo afrontar el trance. Teodora fué la primera en precipitarse sobre Bertuco, estrujándolo, besuqueándolo, chillando é hipando con infinito desconsuelo. Bertuco se desasió en dos tirones, se arregló la ropa, apretó el entrecejo y refunfuñó, poseído de cólera:
—¡Vaya, vaya! Es ya mucho.
El señor Coste besó á su hijo en la frente.
—Adiós, Romualdo; sé formal, rec...—(Conejo bajó la cabeza)—siquiera un año. Adiós, Padre.
Era cosa de ver aquel hombre tieso y sarmentoso, con los ojos empañados y la voz femenina en fuerza de emoción. Echó á andar hacia la puerta, pero como tropezase con Teodora, se detuvo.
—¿Viene usted sin paraguas, señora? Salga conmigo, que yo la acompañaré hasta donde sea.
Y aquí de los apuros de la anciana. ¿Cómo recogería sus adminículos yendo en compañía de aquel señor tan serio? La pobre mujer interrogaba angustiosamente con los ojos á Bertuco. Este, adivinando el aprieto, no pudo disimular la gracia que le hacía.
—Vete ya. ¿Qué aguardas? ¿Piensas que el papá de Coste va á comerte? Vaya, ¡adiós!
[p. 28]Retozándole la risa en el cuerpo y á impulsos del cariño que allá en el fondo le inspiraba aquella cándida criatura, fué á abrazar á Teodora por última vez.
—No se atribule usted, señora—manifestaba el marino, por hacerse el fuerte, y, tomando del brazo á Teodora, salieron los dos al mundo.
Coste frunció los labios más que de ordinario, como si se esforzara en dar una nota aguda, y los ojos azules de Bertuco adquirieron helado fulgor.
Bertuco subió á las camarillas. Coste iba con él, por especial permiso de Conejo. Tomaron la escalera del torreón.
Los dormitorios ocupan un ala entera del piso tercero, la del Mediodía, y una buena parte de las de Levante y Poniente. Es una sala profunda, en cuya lontananza los ojos se extraviaban entre penumbra. Altas como cosa de dos metros y á lo largo de la sala, van en cuatro filas las camarillas, haciendo dos cuerpos, de manera que, de sus portezuelas, la mitad da á un pasillo central y la otra mitad á otros dos pasillos más angostos, los cuales corren siguiendo los muros laterales del recinto.
Bertuco pegó el rostro á los vidrios de un ventanal. Pensaba en Teodora: «¿Se habrá atrevido? ¿No se habrá atrevido?» Llovía copiosamente. El paisaje era un cuadro brumoso, espolvoreado de ceniza.
[p. 29]
—¿Qué haces? Paeces fato—advirtió el carrilludo Coste, con mal humor.
—De buena gana abría esta ventana.
—P’ro hombre, con lo que llueve...
Llegaron á la camarilla de Bertuco. Como todas las demás, era un mechinal diminuto, con cabida para una cama infantil y una mesa de noche, que hacía de lavabo en alzándole la tapa. Por toda techumbre, una tela metálica. Á los pies, una percha; á la cabecera, estampas y una pila; en un ángulo, una rinconera, en donde Bertuco depositó, alineándolos, sus avíos de tocador.
Los dos niños se sentaron en el borde del lecho. Coste preguntó:
—Estás triste.
—¿Yo?... ¿Y tú?
—¡Psss!... Pienso escaparme en cuanto pueda. (Pausa.) ¿Te gozaste mucho este verano?
—Hombre, la verdad: yo no me gozo nunca mucho. Ya ves, en la aldea... Sin amigos... Tuve un seminarista de preceptor.
—¿Y de mozas?—Coste clavó sus ojos en Bertuco, el cual, muy encendido, guardaba silencio—. ¡Anda, ea...! ¿Á que resulta que no sabes gramática parda?
—Sí... ya... ya tengo malicia—balbuceó confuso.
—¿Y de mozas? ¿No estuviste con nenguna moza?
—Tú ya eres mayor...
—Sí, es verdad; yo soy mayor. Verás; un día fuimos desde Ribadeo á Lugo. Estuvimos en una casa de mujeres... Andan desnudas y con cintas de colores por aquí.
—¡Calla, calla...! Si nos oyeran...
—¡Bah! Se acababa antes todo. ¿Tú crees en el pecado?
—¿Oyes? Un ruido... ¡Dios mío, si nos oyesen!
Coste, que aunque se las daba de hombre terrible[p. 30] era en la entraña tan infeliz como patrañuelo, empalideció densamente ante la posibilidad de la expulsión ó de un castigo acerbo. En este punto sonó el pito de una fábrica; á poco, la campana del regulador conventual, llamando á la refección meridiana. Coste y Bertuco salieron corriendo. En cuatro brincos se plantaron en el refectorio.
El refectorio es una pieza alongada, de aire ceniciento; el piso, embaldosado de losetas grises; las paredes, grises y desnudas; al pie y adosados á ellas, bancos de pino; delante de los bancos, largas mesas con tablero de mármol gris; por fuera de las mesas, pequeños escabeles de pino. En la cabecera del refectorio, un crucifijo grande. De una banda, ventanales, y, promediándolos, un púlpito, desde donde el lector complementa y ensalza la torpe función de la comida material derramando sazonado y provechoso alimento para los espíritus.
Aquel día, como primero de curso, la refección se hacía sin el ritual y solemnidad establecidos en el reglamento. No hubo lector, porque apenas si había oyentes; Bertuco, Coste, Bárcenas y cuatro ó cinco nuevos, los cuales, en las mesas destinadas á la última división, hundían la nariz en el plato, emperrándose en no comer. Los demás alumnos, apurando los postreros y perentorios instantes de libertad, aguardaban la caída del día para venir á recluirse. De frente á frente del refectorio pasea[p. 31]ban los que habían de ser, durante todo el curso, vigilantes de comidas: el nuevo Padre Ministro (Conejo) y el Padre Mur, segundo inspector de la primera división.
Conejo concedió inmediatamente «Deo gratias», esto es, permiso para hablar, y él mismo entabló, á seguida, conversación con sus amigos de años anteriores, enderezándose preguntas chuscas y haciendo payasadas y facecias, á que era muy inclinado. La carcajada muchachil, sincera ó hipócrita, puesta á guisa de comentario á raíz de sus donosidades y contorsiones, le originaba satisfacción tan plena como á un general romano la ovación.
Coste trasladaba al estómago los colmados platos, y al plato las colmadas fuentes. El Padre Mur lo aborrecía sin disimulo y lo asaeteaba con ojos fríos, acerados. Conejo contentábase con burlarse de tanta glotonería.
El Padre Mur se detuvo, cara á Coste. El muchacho, que en el instante aquel hacía presa en un trozo de carne, se quedó paralizado.
—Pero, hombre—susurró el jesuíta, frunciendo la boca como si se sintiese acometido de una náusea—, comes como un gorrino. Da asco mirarte. ¿No te han dado de comer, durante el verano, en tu casa?
El mofletudo Coste miró al Padre Mur; primero, con la dolorida dulzura de un can á quien sin razón maltratan; luego, con la agresividad admonitoria de la bestia que se apercibe á hincar el diente en la mano que la hiere.
—Si le molesta mirar, no mire—gruñó, y al punto devoró la carne.
El Padre Mur le volvió la espalda. Este fué el único incidente de la comida. Terminada ésta, salieron á la recreación. Como llovía, se acogieron al[p. 32] cobertizo. Los contados alumnos fueron divididos en varios grupos, según la división á que pertenecían, y entregados á la tutela de sus inspectores correspondientes. Habiéndose ido á comer Mur, los de la primera división quedaron con el Padre Sequeros, su inspector primero. El Padre Sequeros no parecía el mismo que había llegado á Regium tiempo atrás, con el cráneo alto é imperativo, en son de conquista religiosa. Su cabeza, ahora, propendía á la humillación, como si el perseverante yugo de la adversidad la hubiera impreso una actitud sumisa; había enmagrecido y perdido la turgencia juvenil del rostro, bien á causa de una enfermedad, acaso por obra de morales sufrimientos, quizá en virtud de penitencias excesivas; tal vez por las tres cosas juntamente. Manifestábase con esa incertidumbre y timidez constantes de los seres inofensivos que viven en un medio hostil, sometidos á caprichosas vejaciones. Pero, cuando estaba á solas con sus chicos, se afirmaba en sí propio, desentumeciánsele las alas del corazón y comenzaba á esponjarse, á reir, á retozar... La cabeza tornaba, poco á poco, á adquirir noble imperio; los ojos se caldeaban; la voz se hacía tierna y velada; los brazos, larguísimos, según correspondía á su aventajada estatura, se desplegaban como una gran cruz que cobijase la infantil muchedumbre. En esto llegaba el Padre Mur, aquel drope gélido y narigudo. Repentinamente, el Padre Sequeros perdía toda animación, todo fervor, todo entusiasmo; volvía á ser el hombre ahuyentado, receloso, encogido.
El Padre Sequeros paseaba bajo el cobertizo, llevando á sus lados á Bertuco y á Bárcenas, segundón del marquesado del Santo Signo. Coste se entretenía jugando á solas con el balón. El jesuíta apoyaba sus manos en los hombros de los dos niños,[p. 33] atrayéndolos hacia sí al tiempo que les dirigía dulces palabras de afecto y bienvenida, junto con preguntas referentes al empleo del verano.
—Vamos á ver, ¿habéis conservado la devoción al venerable Padre Crisóstomo Riscal?
Los niños asentían tibiamente.
—¿Habéis contribuído á propagar su devoción?
—Yo, la verdad, Padre... como estuve en la aldea y los aldeanos no entienden mucho de eso...—dijo Bertuco.
—Yo, sí, Padre. Mis hermanas, sobre todo Amalia y Enriqueta, son ya muy devotas—aseguró Bárcenas.
—¿Y la Piísima?—interrogó el jesuíta—. ¿La habéis hecho todos los días?
Respondieron que sí. El Padre Sequeros se inclinó á mirarles, con expresión dubitativa y severa. Los niños se ruborizaron, considerando descubierto su embuste. Creían que el Padre Sequeros estaba dotado de sobrenaturales dones adivinatorios, y que no hacía sino mirar á una persona para leer en el más replegado y lóbrego rincón de su pensamiento. Al cabo de unos minutos de silencio, el jesuíta indicó que jugaran un rato, por bien hacer la digestión. Bárcenas fué á empeñarse en singular y desaforado combate con el mofletudo Coste. Bertuco, pretextando cansancio á causa del viaje y del madrugón, continuó paseando con el jesuíta. Eran muy aficionados el uno al otro. El Padre Sequeros gustaba de la riqueza sentimental y avispado juicio del muchacho; le amaba entrañablemente, recelando que había de ser carne de libertinaje y espíritu de impiedad en saliendo al mundo. ¡Pobre almita! ¡Tan sonora! ¡Tan apta para que los dedos capciosos del enemigo malo le arrancasen una música de infernal fascinación! Bertuco, á su vez, amaba al Padre Se[p. 34]queros con un amor que participaba del respeto que nos inspiran las cosas grandes y misteriosas.
Paseando, Bertuco, en cuantas coyunturas se le presentaban, escudriñaba la fisonomía del amigo y maestro; ahora, con el rabillo del ojo; ahora, franca y descubiertamente, aprovechando que el Padre Sequeros caminaba abstraído. Era patente, en opinión de Bertuco, que el jesuíta recibía á sus alumnos con alegría dolorosa, así como aquel á quien devuelven prendas queridas, las cuales, con la ausencia, han sufrido detrimento y mal daño.
Detuviéronse á mirar cómo caía el agua en los grandes patios de recreación, vacíos y fangosos. Luego, el Padre Sequeros tomó á Bertuco dulcemente por las sienes, elevándole un poco el rostro, de manera que lo podía contemplar á su sabor, como lo hizo.
—Estás más delgado, Bertuco. Y algo pálido. ¿Por qué no levantas los ojos? ¡Ay, Bertuco! ¡Has perdido la pureza: estás en pecado mortal!
—No, padre. Por esta vez se equivoca—. Pero no lograba reirse, como pretendía.
—Calla, calla, Bertuco. No agraves tus faltas con la mentira—. En sus palabras no había acritud, sino infinita amargura.
Comenzaron á llegar los alumnos, lentamente. Los nuevos, de la tercera división, lloraban casi todos. Los antiguos se saludaban y abrazaban, con cierta timidez y encogimiento, como si los tres meses de separación les hubiera extrañado á unos de otros. Á las seis de la tarde estaba el hato completo, en la majada jesuítica.
[p. 35]
Las divisiones se encaminaron, en dos filas, á sus respectivas salas de estudio ó estudios, á secas, según el estilo vernacular del colegio.
Son los estudios grandes salas, de muros blancos y desguarnecidos; mesas de pino barnizado, cada una con cuatro pupitres ó cajones, que así se llaman, los cuales se abren en dos hojas laterales, de suerte que al ser usados no oculten la cabeza del alumno; miran todas las mesas en un sentido, y están repartidas en dos bandas, dejando en el medio angosto pasadizo; dominándolas, se levanta el púlpito del inspector, con acceso de uno y otro lado; en la pared, sobre el púlpito, un doselete y la Inmaculada Concepción.
Se rezó el rosario, se hizo lectura espiritual... Llegó el Padre Eraña, interrumpiendo la lectura, y fué á colocarse en la mesa de cabecera, vuelto hacia la división. El alto cargo que le habían conferido le tenía lleno de inocente orgullo, que se traicionaba en la sonrisa satisfecha y en cierta arrogancia pretendida, incompatible con la desmedrada humanidad del buen Conejo. Era hombre sencillo, de cortísimas luces y su rostro plebeyo. Usaba, como todos sus compañeros, bonete sin borla, de puntas desmesuradas, que á media luz y algo á lo lejos remedaban las erectas orejas de un asno. Se ignora la génesis del remoquete con que era caracterizado el Padre Eraña; veníale ya de Carrión de los Condes.
[p. 36]Conejo paseó su mirada sobre los muchachos; le bailaba siempre en los ojos la alegría de vivir, y ahora con harta razón. Hubo un gran silencio, que el Padre Ministro prolongó adredemente, gozándose en él como en una lisonja. Un hipo descomunal resonó en el estudio.
—¿Quién es el marrano?—preguntó Conejo, aparentando severidad.
Los vecinos del culpable, con esa baja intención característica de la infancia, y que los jesuítas cultivan con mucho esmero, en fuerza de miradas y gestos, lo colocaron en tanta turbación, que ella misma hubo de delatarle. Era Marcialito, hijo del heroico general Pandolfo.
—¿Es esa la educación que te dan en tu casa? ¿Te parece éste sitio para regoldar?—y Conejo fruncía las cejas de una manera tan ridícula, que todos rompieron en una gran carcajada.
Á seguida comenzó el reparto de libros de texto. Los niños pasaban, uno por uno, recogiendo los que le correspondían. Á Bertuco le entregaron la «Psicología, lógica y ética», de Ortí y Lara; la «Geometría», de Rubio, y el segundo de Francés, de Goicoechea. Concluída la distribución, Conejo preguntó quiénes querían inscribirse en las clases de adorno. Bertuco se matriculó en violín y dibujo. Coste, aterrorizado ante el hastío tremebundo de las interminables horas de estudio que tenía por delante, juzgó cómodo expediente solicitar alguna clase de adorno, ya que éstas se seguían hurtando el tiempo al estudio.
—Padre, yo quisiera...
—¡Bravo! El señor Coste quisiera... ¿Qué quisiera el señor Coste?
Un poco cortado ya, el mofletudo Coste continuó:
—Pues yo quisiera tocar algo...
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—Pero, hombre, si parece que lo estás tocando siempre...
Carcajada unánime.
—No, si digo... vamos, algún instrumento.
—¿De viento?
—Bueno; tocar algo.
—Ya estás tocando el violón.
Nueva carcajada, sobre la cual salía la voz aguda de Manolo Trinidad, el hipócrita alfeñicado y casi femenino que se pasaba el curso haciendo la pelotilla, adulando y llevando chismes á los Padres. Coste se sentó furioso, y con disimulo hizo señas á Trinidad, dándole á entender que pensaba romperle algo, hacia la cabeza.
Conejo salió del estudio con aire marcial y exagerado contoneo.
El inspector, desde lo alto del púlpito, enderezó breves frases de salutación á los alumnos, y terminó diciéndoles que podían hojear los libros de texto en tanto llegaba la hora de la cena. Levantóse entonces un revuelo sordo, y, á poco, la muchedumbre de cabecitas se inclinaba atentamente sobre el pupitre.
Unos pasaban y repasaban con afán las páginas; otros meditaban, la cabeza hundida entre las manos; algunos cayeron dormidos. Había un religioso silencio. El Padre Sequeros derramaba una turbia mirada de misericordia sobre todos ellos; los escrutaba luego con ahinco, como si se esforzase en[p. 38] descifrar vagos enigmas. «¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué será de ellos?», se decía. Su destino humano no le inquietaba, sino la eterna solución de aquellas vidas. «¿Cuántos se salvarán? ¿Cuántos se condenarán?» Y le tomaba un temblor de espanto.
La solución de ultratumba no queremos aventurarla. Pero como de esto han corrido muchos años, algo podemos decir del destino terrenal que pesaba ya sobre aquellos cráneos candorosos.
Sumidos en el triste recogimiento del estudio estaban: Luis Felipe Ríos, que había de morir frenético, de parálisis general; Rielas, que había de morir alcohólico; Lezama y Menéndez, á quienes habían de recluir en sendos manicomios; Macías Guarino, su hermano Enrique, Celedonio Pérez, Caztán y Borromeo Gusano, que habían de morir tuberculosos; Manolo Trinidad, que había de llegar á ser bardaje; Forjador, jesuíta, y Ricardín, alcalde de Regium. Nada queremos adelantar de Bertuco y Coste.
Entretanto, el Padre Sequeros seguía planteándose el para él magno problema: «¿Quiénes se salvarán? ¿Quiénes se condenarán?»
Á las ocho menos cuarto asomó por la puerta del estudio el temible morro del Padre Mur, un morro puntiagudo y vibrátil como el de las ratas de alcantarilla. El Padre Sequeros le dejó el púlpito y salió del estudio, á fin de tomar su refección vespertina.
El Padre Mur creyóse también en la obligación de pronunciar unas palabras. Hízolo muy secamente, mirando á los alumnos con manifiesto desdén y agrura. Insistió repetidas veces en lo saludable y provechoso de los castigos para quien los recibe, y, á guisa de epílogo, advirtióles que lamentables benevolencias de otros Padres tendrían necesaria compensación en su justa severidad (la de Mur). Los niños vieron en sus últimas frases una clara alusión[p. 39] al Padre Sequeros, á quien odiaba, y no era preciso ser muy listo para echarlo de ver.
Luego de terminar tan sucinta y rotunda plática, les conminó á que inmediatamente le fueran entregando relojes, monedas, cortaplumas y cualesquiera otros objetos prohibidos, por ser ocasión de distracciones en clases y estudios. Así lo hicieron todos.
Á las ocho comenzó la cena. Á las ocho y media había terminado. Después de una breve oración en la capilla particular, los colegiales subieron al dormitorio, yendo cada cual á guardarse en su respectiva camarilla.
Bertuco fué despojándose pausadamente de sus vestidos. Contempló algún tiempo el camastro, pequeñuelo y blanquísimo, amable ensenada á donde se recogía después de los diurnos afanes, entregando su espíritu en brazos de los ángeles por que lo recreasen con dulces ensueños y anticipaciones de la gloria venidera. Había sido el lecho de su virginal candor; ya no podía volver á serlo. No se atrevía á acostarse, cual si fuese una profanación. Cruzó los brazos y abatió la cabeza. Estábase así cuando el Padre Sequeros le sacó de su ensimismamiento tocándole el hombro con blandura.
—¿Por qué no te acuestas, Bertuco? Vamos, acuéstate.
Obedeció el niño. El jesuíta le acarició la frente.
—Duerme, Bertuco. El Señor sea contigo—. Salió, cerrando por fuera la portezuela.
[p. 40]Bertuco hundió el rostro entre la almohada, solicitando el sueño ahincadamente, por huir de sus propios pensamientos.
Oíase el susurro de la lluvia contra los ventanales y algunos sollozos, saliendo ahogadamente de camarillas remotas.
Bertuco se acordó de que iba ya para dos meses que no hacía sus oraciones antes de dormirse; comenzó á bisbisear sin lograr aplicarse á infundirlas un sentido. Una sola idea se alojaba en su mente, expandiéndose, expandiéndose como si amenazase quebrarle el cráneo. Era la idea de tener que confesarse y descorrer ante un sacerdote el velo de sus pudores mostrándole aquella vergüenza. ¡Tenía ya malicia! El demonio le había iniciado en el gran secreto que rige al mundo.
Se le hacía presente la escena y el supremo minuto en que su infame preceptor le había sugerido inmundas verdades, induciéndole á pecaminosos actos con la hija del jardinero. Bertuco no quería oir; huyó aterrorizado. El seminarista, riéndose, corrió á darle alcance. Luego, había remachado sobre lo ya dicho. Bertuco protestó. ¡No, no podía ser tal monstruosidad! Le asaltó el recuerdo de su madre. «Entonces... mi madre... ¿Y la Virgen?» había suspirado roncamente. Acudió el seminarista con textos de la doctrina, los cuales en el instante adquirieron cabal sentido.
Fué un cataclismo. El edificio de su piedad y fe cayó, y entre la confusión ruinosa corrían los lagartos de los malos pensamientos y deseos, calentándose al sol interno de una lujuria meditativa, creciente, avasalladora, porque lo presunto érale incentivo y alimento. Se retrajo á los parajes esquivos de la aldea y á los rincones apartados de la casa. Su espíritu modelaba en todo punto fantasmagóricas es[p. 41]culturas de carne femenina y rectificaba las formas, aspirando á la realidad desconocida. Bertuco devoraba á las mujeres con ojos ardorosos, imaginando la desnudez plena por las sugestiones que le ofrecían pliegues, caídas y adherencias del ropaje; acechaba una pierna que en fugitivo movimiento se mostrase, un brazo arremangado, la hendedura y suave henchimiento de un descote... Comenzó á dudar de la sabiduría del omnipotente, que había dispuesto para la propagación de la especie acto tan torpe y puerco, y no un arbitrio más decoroso y amable. Sintió repugnancia de sus progenitores y desprecio de sí propio, considerando su bajo y vergonzoso origen. Llegó á mirar con odio á sus semejantes. Cada vez que tropezaba con una madre amamantando al pequeñuelo, con una señora encinta, con un matrimonio, volvía el rostro, asqueándose y reconstruyendo, á pesar suyo, hipotéticas intimidades é inmundas complacencias. Pero todo su ser aspiraba hacia la hembra. Una mano soberana é ígnea le asía por la nuca, lanzándole vertiginosamente al amor. Cayó. ¡Oh, aturdimiento y rabia de los primeros tanteos, en los cuales una ignorancia frenética se ayuntaba con otra ignorancia pasiva, incapaces de consumar el incógnito acto! Rosaura, la hija del jardinero, aquella rapacina pelirroja y tímida, fué la compañera de pecado: era una adolescente informe y glabra aún.
Después, las torturas de ver cómo el curso se le echaba encima, su despego de los deberes religiosos, su horror al tribunal de la penitencia, la aridez y tenebrosidad de corazón...
Y la lluvia batía contra los vidrios. Una voz angustiada hendía la paz del dormitorio: «¡Mamá! ¡Mamá!» De fuera del colegio llegó, apagado y suspirante, un canto campesino:
[p. 42]Á mí me gusta lo blanco.
¡Viva lo blanco! ¡Muera lo negro!
Á mí me gusta la niña
Con zapatitos de terciopelo.
Zapatitos de terciopelo... Jamás los había visto Bertuco. Imaginólos en el acto, á manera de cimientos de una rica hembra desnuda, más rellenica que Rosaura y con penumbrosos recodos en alguna parte. Por evitar la tentación abrió los ojos. La luz era mortecina y amodorrante. Volvió la pupila llorosa hacia las estampas de la cabecera, y con determinada dilección la puso en la imagen de San José, aquel varón manso que había sido puro y sencillo. Incorporóse y besó la florecida vara del santo.
El sereno, con pie inaudible, se acercó á la camarilla de Bertuco, habiendo oído dentro algún rumor. Espió á través de la mirilla y penetró repentinamente en el mechinal, sorprendiendo al niño cuando besaba el cromo. Era el Hermano Mancilla, y habló malhumorado:
—¿Qué te haces, pues, ahí, mastuerso? ¡Ah! Tú, Bertuco, que te eres... Dispensa. ¿Qué majadería es esa? Duérmete, pues, de seguida.
[p. 43]
[p. 45]
Y empezó el curso.
Comenzó á funcionar aquel ingente y delicado mecanismo, cuya operación consiste en tejer la hilaza de la historia humana, de manera que Dios se gloríe de ella en la mayor medida posible, gracias á los hijos de San Ignacio. La infancia, levadura del pan de lo futuro, aportaba abundante é informe materia que bregar en las innumerables y quebradizas ruedas y engranes del maravilloso mecanismo. Comenzó á funcionar; pero marchaba torpemente aún, con rémora y pesadumbre, á causa del desuso é inacción de los meses estivales. Hacíale falta un pronto lubrificante, y ninguno más á propósito que el suavísimo aceite de la gracia, del cual son representantes sobre la haz de la tierra los jesuítas, como se sabe, y apercibían ya las aceiteras, desobstruyendo el pitorro, á fin de ablandar toda superficie de frotación.
Y empezó el curso.
Comenzó el celo jesuítico á pulir y adestrar á su modo inteligencias infantiles y á enderezar almas[p. 46] al fin de la gloria divina. Los primeros pasos eran difíciles. Las vacaciones habían destruído en gran parte la cauta edificación espiritual de otros cursos. Volvían los niños disipados, tibios, melancólicos, con la frente tostada de sol y libertad, el corazón lleno de añoranza y la voluntad rendida al desmayo. Á las horas de recreación volvían á ser fácilmente los antiguos alumnos; empeñábanse en duras partidas de balón y pelota, ó medían en la maroma el esfuerzo del brazo. Con el afán de la lucha y el entusiasmo del ejercicio, purpúreo el rostro y la mirada tranquila, eran de nuevo criaturas dóciles para quienes el pasado no existe. Pero llegaban á los estudios, á las clases... hundíanse en recogimiento... Entonces, á tiempo que el cansancio iba cediendo y el sofoco de la cara apagándose, el inspector, desde la atalaya de su púlpito, podía observar cómo aquellas pupilas se iban poblando de visiones lejanas y las cejas se fruncían con ahinco, como solicitando más energía y vivacidad en la imagen que se intentaba evocar, y las frentes, pensativas, apoyábanse con desaliento en las palmas, y el mundo—toda su claridad infinita, todo su armonioso bullir y sus sabrosísimos señuelos y sus halagüeñas futilidades—venía á alojarse en las tiernas mentes, y, aunque invisible, estaba allí, allí dentro.
Á los pequeñuelos, á los recién llegados, no era empresa ardua saturarlos presto de espíritu religioso, moviéndolos, á voluntad, por el asa del temor de Dios, cultivado sabiamente con narraciones de interés sumo y tales aciertos trágicos, que las carnes de los chiquitines se estremeciesen y el cuero cabelludo se les erizase. Los pipiolos de la tercera división, la mayor parte de ellos en los albores de la vida consciente, no ofrecían dificultad alguna pedagógica ni de otro linaje. Sus profesores é inspec[p. 47]tores eran los Padres de más pobre inteligencia y breve ilustración.
En la segunda división, compuesta de niños de diez á doce años, no era tampoco difícil imbuir la resignación claustral, al propio tiempo que se cercenaban leves reliquias de los pretéritos meses de vacaciones. Al fin y al cabo, eran todos aún almas pasivas y ligeras como la arcilla en manos del alfarero.
El hueso estaba en la primera división. En ella había mozalbetes, había hombrecillos, los más eran púberes ya. Los primeros brotes del carácter, de la personalidad, se levantaban impetuosamente á la vida, en cada individuo. La poda de estas vegetaciones espontáneas no era muy hacedera, antes al contrario, faena de tacto y parsimonia exquisitos. De la forma de realizarla dependía el fruto que, andando el tiempo, habían de rendir aquellos arbolitos en flor. Para alguno de ellos era el último año de invernadero, de plantel, de calor artificioso y de cultivo amañado. Los troncos habían adquirido cierta reciedumbre y fortaleza; aspiraban á explayarse en giros fantásticos, y ya no cedían blandamente á la mano del jardinero que pretendía enderecharlos al cielo, perpendiculares, monótonos y adustos, como cipreses.
Á las horas de estudio eran contadísimos los que estudiaban. Unos, con exterior muy formal y los ojos fijos en el libro de texto, paladeaban memorias, vencidos de nostalgia. No era posible castigarlos, porque guardaban la debida compostura y aparentemente se aplicaban. Otros, aprovechando un descuido del Padre Sequeros, bisbiseaban con los vecinos, ó les transmitían recados escritos, ó hacían telégrafos de señales. Estos, aspirantes al laurel de Apeles, á pretexto de resolver cálculos algebraicos ó delinear figuras geométricas, componían minucio[p. 48]sos dibujos, con escenas de la vida de colegio. Bertuco era el más hábil en las artes del dibujo, así como en la poesía. Porque también había en la división unos cuantos poetas en canuto, que mantenían enconadísima lucha de rivalidades, como si ya fueran literatos hechos y derechos. Con todo, la opinión muchachil, casi en pleno, concedía la supremacía á Bertuco, en lo serio, y á Ricardín Campomanes, en lo jocoso. Entrambos tenían fácil vena; pero el carácter de las musas respectivas era opuesto. Así, con ocasión del santo del Padre Sequeros, uno y otro tañeron la lira. La oda de Bertuco comenzaba de esta suerte:.
¡Santo varón á quien la gracia ungiera
por la virtud propicia de Riscal...!
Las estrofas de Campomanes concluían con esta deprecación:
Pido al Padre Sequeros, que es gran petate,
nos regale pastillas de chocolate.
También había quienes enredaban en el estudio, sin disimulo ni cautela, especialmente estando presente el Padre Sequeros, cuya tolerancia y benevolencia eran proverbiales; no así en cuanto el odioso Mur asomaba por la puerta del salón la rubicunda nariz, inquisitiva y husmeante, que, en lo más avanzado de su punta, se complicaba manifestando turgente y sanguinolenta verruga. Conejo, desde que era ministro, tenía en jaque también á los alumnos. Inopinadamente y con pie tácito se filtraba en los estudios, y, andando de puntillas, iba de un lado á otro escudriñando lo que se hacía, metiendo el morro por encima del hombro de los chicos, afanoso de sor[p. 49]prender alguna acción punible, más que por castigarla por darse el gustazo de haberla descubierto, por dar á entender que era hombre á quien nadie engañaba, y, á última hora, por mostrarse, magnánimo y perdonar. Envidiaba á Argos, á causa de su centenar de ojos, y aun á la espléndida cola del pavón, á donde, luego de haber sido asesinado por Mercurio, Juno trasladó las cien pupilas metálicas del hijo de Arestor, porque Conejo era también muy fanfarrón, pero perfectamente ingenuo. Tenía, además, el instinto de lo grotesco y apayasado, que ejercitaba en cuanto veía coyuntura, y muchas veces sin haberla. Con su cuerpecillo diminuto y sus zancas exiguas, de manera que las asentaderas levantaban un palmo escaso de la tierra, hubiera llegado á emular la gloria bufa de Little-Tich, el celebrado clown, si en lugar de haberse adscrito á la milicia ignaciana hubiera seguido el quebrado derrotero del títere. Sentado, pasaba por persona, porque el cuerpo todo se le volvía torso, si bien le mermaba prestancia la cortedad de los brazos, á modo de fantoche. Sus dotes policíacas, su natural activo y diligente, su ineptitud para la enseñanza y su carácter probo, que le hacía simpático á los alumnos, todas estas circunstancias reunidas habían hecho que el Padre Arostegui, Rector, le nombrase Prefecto de disciplina, ó sea jefe de la jerarquía compuesta de inspectores, profesores é internos. Sobre él, en lo atañedero á la vida de los alumnos, no había otra autoridad de apelación que la del propio Rector. Los chicos llamaban al Padre Prefecto Padre Ministro, impropiamente.
[p. 50]
El Padre Francisco Xavier Arostegui, Superior ó Rector del Colegio de la Inmaculada, tipificaba con toda netitud y precisión el jesuíta vasco. Su cuna fué Azpeitia. Cenceño, aventajado de estatura, rígido, sobrio ó más bien nulo en el ademán. Constante en un mismo gesto, veíasele por primera vez y para siempre; perdurable y hermético como un destino. Cejiapretado, por donde se adivinaba su tenacidad; la boca muy sutil y contraída, componiendo una expresión en que complacencia y desdén se entremecían confusamente. Fanático, pero con fanatismo sordo y cauto, no con el bélico ardor de los corazones sencillos. Su máxima era el dicho del estratega antiguo: Σπευδε βραδεως, apresúrate lentamente. En palabras tan corto que de seguida quebrantaba locuacidades ajenas. En sus hechos, incógnito. Mandaba raras veces; pero se las componía de suerte que las cosas andaban conformes á su voluntad. Gustábale extremadamente que sus jesuítas vinieran á confiarle chismes y cuentos, unos de otros, si bien se guardaba de agradecerles el servicio ó de inducirles claramente á ello, sino que los alentaba con disimulo y por otros medios, estableciendo, por ejemplo, distinciones y privanzas á favor de los más celosos en las delaciones. Su valido era el Padre Mur, á quien exentaba de no flojos deberes, y lo hubiera hecho Prefecto de disciplina si de su inclinación se guiara; pero se lo impidieron, primero, los cortos años que Mur llevaba en la orden, y, segundo, la odiosidad que este joven jesuíta determi[p. 51]naba en los alumnos, razón ésta muy de pesar, que no va en prestigio de la Compañía que los muchachos se duelan de los maestros, ó que, andando el tiempo, guarden recuerdo esquivo de sus años de internado.
Los jesuítas de Regium, antes que respetarle, temían á su Superior, con ese temor mezcla de angustia que ocasionan las perspectivas vagas y de arcana solución.
Tan sólo tres estaban libres de este sentimiento: el Padre Urgoiti, aquel santo varón para quien no existía la realidad externa; el Padre Atienza, aquel varón santo y desenvuelto, excelente en doctrina y en virtud, en la elocuencia único y el más alto en talentos, que pagaba con desprecio la envidia de sus hermanos y la malquerencia con el alejamiento de su trato. Tampoco puede asegurarse que el Padre Sequeros temiera á su Superior; tan perseguido como el Padre Atienza, pero de ánimo más dúctil, había concluído por replegarse sobre sí propio en una actitud resignada, aguardando á cada minuto el mal cierto que sobre su cerviz había de caer; mas, no medrosamente.
Children are excellent physiognomists and soon discover their real friends.
Sidney Smith
El Padre Atienza vivía hundido en el misterio de su celda. En ella comía; en ella explicaba su cátedra. Unos chicos aseguraban que lo tenían preso los demás Padres; otros, que estaba así porque le daba[p. 52] la gana; á casi todos asombraba que le hubieran hecho profesor de Psicología aquel curso, coincidiendo con la prisión ó lo que fuese. Le recordaban de otros años, descendiendo á los recreos y mezclándose en las diversiones de los alumnos, regalándoles confites y estampas alemanas, dándoles cariñosos capones y azotainas paternales. ¡Qué gracioso y qué bueno era!
Si se hubiera convocado un plebiscito entre los muchachos, con el fin de averiguar á qué Padre ó Padres preferían en sus cariños, es indubitable que la unanimidad hubiera recaído sobre Atienza y Sequeros. Y eso que los menores no los conocían sino de vista y por referencia. ¿Qué importa? Bien dijo Sidney Smith: «Los niños son excelentes fisonomistas; al punto averiguan quiénes son sus verdaderos amigos».
Más aún: si entre las gentes de Regium y de la provincia se hubiera hecho el propio ensayo que con los alumnos, el resultado hubiera sido idéntico. ¿Por qué? Eso se preguntaban, sin dar con la respuesta, los demás Padres y Hermanos del colegio al observar la muchedumbre de visitas de toda índole que preguntaban por Atienza ó Sequeros, el gran caudal de misas encomendadas con la voluntad expresa de que habían de celebrarlas Sequeros ó Atienza, los continuos requerimientos que de los pueblos venían solicitando un predicador para tal ó cual fiesta, y añadiendo á guisa de vale, que se vería con placer fuese Atienza ó Sequeros; las gustosas y abundantes golosinas que las beatas enviaban á sus dos Padres favoritos; y esta caprichosa é insultante preferencia fué la causa, que no otra, de que ninguna visita se realizase, cuándo por estar delicados de salud Atienza y Sequeros, cuándo por[p. 53] estar de oración Sequeros y Atienza; de que sus misas las dijeran siempre en la capilla particular y no en la iglesia pública; de que no volvieran á salir á predicar ni á misiones; de que las golosinas fuesen rechazadas á pretexto de la endeblez estomacal de Atienza y Sequeros, y, en suma, de que, al cabo de un tiempo, tanto Sequeros como Atienza, se hallasen acordonados, desgajados por entero del orbe, como pestíferos ó leprosos. Pasándose el uno de listo y no teniendo el otro nada de tonto, claro está que no ignoraban la traidora labor de aislamiento que sus dulces Hermanos ponían en práctica, sin cejar un momento. Cierto día, á la hora del recreo, halláronse, solos y juntos, paseando Sequeros y Atienza; muy raro en verdad, porque la Providencia quiso siempre que no les faltasen testigos presenciales un solo minuto. Paseaban por el tránsito de las celdas; era unos días antes de comenzar el curso. Atienza, poniéndose de puntillas, como si pretendiera colocarse á la par del gigantesco Sequeros, y procurando solemnizar la voz, dijo:
—¡Estamos solos, Sequeros! ¿Qué te parece?—Primero alargó el morro de una manera cómica, y luego rompió á reir abiertamente, mostrando sus grandes dientes, blancos é iguales. Añadió:—¿Pero ves qué gaznápiros?
Sequeros se encogía de hombros y sacudía la cabeza tristemente.
—Pero hombre, Sequeros, eres un sangre gorda, voto al chápiro. ¡Cómo te han cambiado!... Nunca dices nada...—continuó el impetuoso y vivaz Atienza.
—¿Qué quieres que diga? Es la voluntad de Dios... No me hacen ningún mal. Yo no deseaba otra cosa.
—¡Anda, qué cuerno! Y yo también. Si no, ¿crees que me callaba, canario? Te digo que estaba de madreselvas hasta aquí—poniendo la mano dos cuar[p. 54]tas por encima del bonete—. Y luego, mira que son feas. ¡Chápiro, rechápiro!—y reía de nuevo con aquella cara miope que era tesoro de alegría honesta y espejo de hombría de bien.
—Vamos, Atienza...—Sequeros hablaba blandamente, así como si quisiera reprochar á su amigo, sin que en puridad hallase razón para hacerlo—. Cualquiera que te oyera...
—¡Qué cuerno! Ya sabes que yo se las canto al más pintado. Y esto, ¿qué tiene de particular, hombre? Las madreselvas me estomagan.
Oyeron pasos á la espalda. No quisieron volver la cabeza. Sequeros murmuró rápidamente:
—No deseaba otra cosa que dedicarme por entero á mis hijitos.
—Y yo á mis librazos, carape.
El Padre Mur se les emparejó. Atienza volvióse al intruso, y con tono campanudo lo interpeló:
—¿Qué hay, mi querida doña Petra? ¿Cuándo se corta usted esa verruga? Vaya, vaya, Petrita, no te enfurruñes, que por tu bien te lo digo. La verruga te afea bastante.
—¡Qué chanzas, Padre Atienza...! Á su edad...—rezongó muy mohino Mur.
—Pero, Petrita, ¿qué te has creído? Cuando más, te aventajo en ocho ó diez años. Pero, aun cuando fuera en cuarenta, ¿ignoras, Petrita, que es más viejo un burro á los veinte que un hombre á los sesenta?
—Bueno, Padre; ya sé que no soy ningún Séneca, ni tampoco entré en la Compañía para cubrirme de gloria mundana. La tiene usted tomada conmigo y yo le digo que un poco de caridad no le estaría mal. Yo no me defiendo; pero lo que usted hace es impropio de un hijo de la Compañía. Si el Padre Superior entendiera en estas minucias...
[p. 55]—Anda, Petrita, ¡corre á decírselo á tu mamá! Vaya, me voy á mi cuarto por no oir á este joven Catón.
Y se fué con mucho tejemaneje de sotana.
Atienza pasó toda aquella tarde encerrado en su celda, y tan zambullido en la lectura que, cuando la campana sonó para la cena, el jesuíta dió un salto de sorpresa. Estaba en mangas de camisa, con la sotana por la cintura; vistiósela de prisa y se ciñó el fajín. La poca luz que había marchábase raudamente. Desde la ventana de Atienza se avizoraba la compacta espesura del parque de Regium, llamado los Campos Elíseos. Había entonces fiestas en la villa; una banda de música latía bajo las frondas lejanas; era un vals de Strauss. Atienza lo recordaba, y con él sus diez y seis años de niño rico. Apagábanse las últimas brasas del crepúsculo. Los ecos amortiguados del vals venían á hundirse en el silencio del colegio sin alumnos. Atienza llevó el compás sobre los cristales un minuto, maquinalmente: luego, suspiró. Salió, á buen paso, á través de pasadizos y escaleras cargados de penumbra, hasta el refectorio de los Padres. De camino iba tarareando, sin parar mientes en ello, el vals de Strauss; los últimos peldaños los bajó haciendo zapatetas al compás de la música. Llegaba muy cerca del refectorio cuando se acordó de las gafas, olvidadas, entre libracos, en la celda. Volvió á buscarlas, corriendo y saltando inocentemente, como chicuelo á quien dan suelta después de larga reclusión. Llegó al refectorio, muy retrasado. La comunidad sorbía en aquel momento, moviendo fuerte rumor, las últimas cucharadas de un puré de lentejas, y era tal y tan sonora la aplicación de los Padres, que apenas si se oían los amplios y castizos períodos latinos de la «Historia So[p. 56]cietatis Jesu», auctore Cæsare Cordara, que Ocaña, el jesuitilla quisquilloso y guapito, leía, á pleno pulmón y casi congestionado, desde el púlpito.
El Padre Atienza fué á ocupar su sitio, entre el bienaventurado Urgoiti y el valetudinario Avellaneda, el cual, con sus accesos de asma y aquello de babear en el plato, era una tortura para sus vecinos. No lejos, andaba Iturria, procurador del Colegio, con su cara aguda, bermeja y alegre, siempre en alto, y también al disforme apéndice nasal de Mur veíasele vibrar entre el vaho y husmillo de los manjares presuntos.
El Superior recibió á Atienza con una mirada agria que el recipendiario no advirtió, porque el buen apetito que traía le hizo lanzarse vivamente al plato de puré que le presentó el abrutado fámulo Zabalrazcoa. Atienza contempló el lóbrego caldo con deleitación y sorpresa; después, volvióse á sus vecinos, como diciéndoles: ¿qué novedad es ésta? En efecto, era una novedad que á todos tenía asombrados. Como el vapor del hervoroso puré le empañara las gafas, Atienza las levantó hasta la frente, sin desasirlas de las orejas, y dió comienzo á su refección, luego de haberse santiguado y orado en voz baja.
El Padre Anabitarte, que era ministro, esto es, encargado del material y de los Hermanos, conserje y maître-d’hôtel en una pieza, paseaba por el centro del refectorio, con ampuloso aire de hombre de cuya pericia dependen grandes destinos; acuciaba á los fámulos, examinaba las fuentes, en ocasiones penetraba sigilosamente en la cocina próxima, á fin de activar el servicio.
Y he aquí que el Padre Arostegui susurra con su voz de silbo: Deo gratias. La comunidad permanece un minuto suspensa y en silencio. ¿Habían oído[p. 57] bien? Ocaña absorbe una gran bocanada de aire y se enjuga el sudor. Arostegui repite: Deo gratias. Y todos rompen á hablar á un tiempo. Anabitarte se pasea triunfalmente, mirando á uno y otro lado.
—Pero, hombre—interroga Atienza, que ha ingurgitado ya su puré—, ¿á qué obedece esto? ¿Cómo nos han servido hoy caldo espartano? ¿Por qué han consentido que nuestras lenguas se desaten en dulces palabras?
Una voz corre de mesa en mesa: es el santo del Padre Anabitarte.
—¿Pues qué día es hoy?
—San Nicolás.
—¡Ah, sí! San Nicolás de Tolentino.
Y todos saludan á Anabitarte y le dan mil parabienes.
—Pero, ¿y el caldo espartano?—insiste Atienza, quien, como buen navarro, es tozudo.
Se lo explican. Anabitarte ha estado en Pilares, alojándose en casa del marqués de San Roque Fort, en donde le dieron caldo ó puré, que allí llamaban consommé, antes de la cena; era la gran moda.
—¡Ave María Purísima!—exclama Atienza, santiguándose. Y luego á Ocaña, frontero á él y, como él, de buena familia:—¿Tú ves, Ocañita? Estos hermanos nuestros, que vienen directamente de la rusticidad á la Compañía, son tremendos. Luego dirán por ahí afuera que todos los jesuítas son hombres de mundo... ¡Vaya por Dios!
Hay santa alegría y hay vino y un postre más. Anabitarte se ha portado con magnificencia; ha sabido recabar de Arostegui refinamientos sardanapálicos.
—¡Bravamente! ¡Bravamente, Anabitarte!—clama Atienza cuando el ministro pasa cerca—. Nadie lo esperaría de tu reducida cholla.
[p. 58]
Ocaña celebra el desparpajo.
—Este Padre Atienza tiene el hablar escita—. Porque, como influido de Atienza, sumo helenista, es él también algo helenizante, recuerda que la libertad de Anacarsis en el decir dió motivo, en Atenas, á la frase hablar escita, según aseguran historiadores graves.
Mur y algunos otros reprueban con el gesto la procacidad del Padre Atienza. De chancero, lo convierten en cruel y orgulloso.
Sobrevienen unas chuletas empanadas, fritura en que ha logrado renombre el obeso Hermano Calvo, cocinero. Mas ¡ay!, que las indecorosas chuletas abrigan, bajo la ternura del pan, un seno correoso y de invencible dureza específica. Vanamente y en repetidas ocasiones, el bienhumorado Atienza determina hincarlas el diente con redoblado ahinco, á fin de deglutirlas. Las chuletas manifiestan la pasividad heroica de los mártires de la fe. Atienza traduce su contrariedad en palabras someras:
—Este cocinero se ha empeñado en ponernos suelas de zapato y estragarnos los estómagos.
La voz es suave; pero Mur tuerce la luenga nariz á la parte de Atienza, como si todos sus sentidos radicaran en el olfato.
Conejo, á la diestra del Rector en razón de su nuevo cargo, se refocila discretamente y ensaya tímidas payasadas, que algunos Padres comentan con risas.
Á los postres hay unas copas de Jerez generoso. Se reza la acción de gracias y todos suben al pasillo de las celdas. Se distribuyen en grupos, según sus inclinaciones personales. Comienzan á pasear: los unos, hacia delante, conforme á lógica racional; los otros, de espalda, haciéndoles frente á los anteriores. Es preciso recabar café de la condescenden[p. 59]cia del Superior. Un buen golpe de Padres pone cerco á Arostegui; lo envuelven en anfibologías y circunloquios, no atreviéndose á pedir derechamente el café, que los legos ya tienen apercibido.
Landazabal, el deforme, misionero que fué en tierras de América, desviado de la espina en términos que para andar ha de sujetarse las posaderas con entrambas manos, inicia el asalto.
—Veamos, Padre Superior: San Nicolás de Tolentino es un hermoso nombre. Tolentino... Tolentino es asonante de caracolillo, ¿verdad?
—Indudablemente—responde Arostegui, desentendiéndose de la indirecta, por dar vaya á sus amados hijos—. Digo, me parece á mí. ¿Estoy equivocado, Padre Estich?
El dulce Padre Estich, profesor de Retórica, poetastro de la comunidad y tan larguirucho y angosto que, como á doña Madama Roanza, pudiera enterrársele en una lanza, aprueba sonriendo al Superior.
Landazabal toca con el codo á Ocaña y le murmura al oído: «Anda tú, hombre, que á ti te ve bien.» Ocaña acude al paño.
—Caracolillo es una clase de café. Me parece entender que es el que tenemos en el colegio...
—No sé, no sé. Es cosa que no me va ni me viene—exclama el Superior, dilatoriamente, enarcando los ojos.
Landazabal se ensombrece. Piensa para su sotana: «¡Á que nos quedamos hoy sin café!» Da un traspié; recobra el equilibrio afianzándose en las propias nalgas. Se había aficionado extraordinariamente al café en Puerto Rico. Entonces mira con ojos suplicantes á Mur, al favorito. Lo que á él se le niegue no lo consigue ningún otro. Pero Mur no le presta atención. El infeliz y deforme jesuíta pone[p. 60] en libertad un sollozo. Al llegar aquí, Olano se planta de por medio.
—Realmente, hoy ha sido un día muy caluroso. El café tiene la virtud, virtud pagana, llamémosla así, de proporcionar á quien lo toma lo mismo el calor que el refresco apetecido. Creo, Padre Superior, que no incurriríamos en sensualidad si usted nos proporcionase sendos pocillos de esta grata mixtura—. Y luego, volviéndose al Padre Atienza, que cruza á corta distancia:—¡Qué pena que no me hayas oído este párrafo! ¡Me ha salido perfecto!
Á lo cual replica el navarro, garbosamente:
—Lo dudo. Como dice un autor de cuya existencia no han llegado noticias hasta aquí, tienes los retorcimientos de la sibila, pero sin su inspiración.
—Pues vaya que tu lengua no se mueve si no es para herir.
—No seas mameluco, Olano, que nadie trata de herirte.
El Padre Arostegui corta la disputa.
—No haya discordias entre hermanos por tan liviano empeño como es el café ó la elocuencia. ¡Venga el café, si así lo desean!
Y como á un conjuro, surgen el abrutado fámulo Zabalrazcoa y el fámulo Azurmendi, de faz lasciva, conduciendo bandejas con tazas de café.
—¡Ah, ah! Había conspiración...—dice el Rector, como si le tomara de sorpresa.
Esto ocurría un día sí y otro no.
Se trasiega el café con reposada voluptuosidad. El valetudinario Avellaneda toma un sofoco que le pone en trance de expirar. Atienza insinúa que acaso en el café infunden poca de la substancia característica de esta poción y que sin esfuerzo se le pudiera creer agua de fregar. Se reanudan los grupos, hasta terminar el recreo, y la conversación corre[p. 61] más animada que antes. Atienza expone ante sus amigos una alegría ruidosa, que los discretos toman como envoltura de una tristeza disimulada.
—¿Qué tal va esa moral, Ocañita? ¿Estudias mucho? ¡Aprovéchate! Supongo que desearás recibir las órdenes prontamente. Á no ser que quieras hacer lo del Padre Valderrábano... Siete suspensos lleva en Moral, y no hay quien le haga cura. Ahí le tienes, en San José, de Valladolid, explicando Historia Natural; nadie lo mueva. Claro, con esto se ahorra rezos, y cuando quiera salir no está comprometido.
—¡Qué cosas tiene, Padre Atienza...!—Al responder, el joven Padre Ocaña hace señas á Atienza, esforzándose en hacerle entender que Mur los puede oir. Atienza se encoge de hombros.
Á la vuelta siguiente descubren á Mur, en cháchara bajita con el Superior.
—¿Lo ve usted, Padre Atienza? Es usted demasiado bueno y demasiado franco. No quieren entenderle—susurra Ocaña.
—Sí, ya veo á ese mariquita insuflándole chismes al Superior. ¿Á mí qué se me da?
Sonó el toque de retiro. El Padre Atienza tomó el derrotero de su cuarto, dispuesto á hacer el examen de conciencia, cuando, acercándosele el Hermano Ortega, le indicó con gran mansedumbre que el Padre Superior le aguardaba.
—¿Á mí?—preguntó con las cejas arrugadas, estupefacto—. Vamos á ver qué tripa se le ha roto.
El Hermano Ortega no quiso oir lo de la tripa. Atienza llegó á los umbrales del Superior y se detuvo unos segundos, contemplando amorosamente la negra cruz clavada sobre el dintel. Dió con los nudillos en la puerta. Una voz incisiva silbó dentro: Adelante. Atienza penetró, llanamente. Sus ojos te[p. 62]nían un resplandor interrogante. El Padre Superior le aguardaba sentado detrás de la mesa. Atienza permaneció en pie, al otro lado, frente á él.
—Le extrañará que le haya llamado á estas horas.
Atienza asintió con la cabeza.
—En realidad de verdad, no tengo queja de usted en materia grave...
—Espero que no, Padre Superior. Bien sabe Dios que me conduzco lo mejor que se me alcanza, y si yerro no será por negligencia, sino por ignorancia. Dígame para qué me llama.
—Yo pienso que es fuera del caso recordarle que al ingresar en la Compañía aspiramos á la perfección. De tal manera, que aquello que fuera de nuestra casa es leve, ó aun indiferente, entre nosotros, indica el germen de un mal que debemos extirpar en seguida.
Atienza se impacientaba. «Este hombre tan seco de palabras—se decía—¿por qué no me pone las cosas claramente?» Y luego, en voz alta y serena:
—Cuanto usted me dice, Padre, es cordura por excelencia. Pero yo quisiera saber para qué me llama.
—¿Y aún me lo pregunta? ¿No tiene nada de qué acusarse?
—De qué acusarme al Superior, nada. Ahora que, como no soy un prodigio, como lo fué San Roque, que ya en mantillas era devoto y no había quien le hiciera mamar los viernes, digo que como yo no soy un prodigio, claro está que tendré muchas cosas de qué acusarme en penitencia, ante Dios. ¿Y quién tira la primera piedra?
—¿Y le parece bien perseguir con cuchufletas de mal gusto y hasta crueldad á un hermano que es la timidez y la inocencia misma? ¿Y le parece bien pregonar á los cuatro vientos que aquí se le mata[p. 63] de hambre? ¿Y le parece bien no encontrar nada que merezca su aprobación ó su respeto dentro de la Compañía, é ir derramando desprecios en torno suyo? Que es usted muy sabio... Peor para usted si lo acompaña de diabólico orgullo. No está mal la ciencia humana, pero siempre arropada en humildad.
Atienza se llevó la mano al pecho. Era la gota que derrama el vaso, la paja precisa que quiebra el espinazo del camello, abrumado bajo la carga. Recogió su energía y con aquella llaneza bondadosa que era su cualidad preponderante, contestó al Padre Arostegui:
—Todo eso son niñadas, Padre Superior. Yo no desprecio á mis hermanos, que los amo muy de veras, y por eso no puedo llevar con bien ciertas cosas. Cuchufletas... ¿Es que yo me ofendo si me las dicen? Usted mismo las califica: cuchufletas. No es herir, no enojar, sino reprender levemente bajo la encubierta del regocijo. Nuestros santos, los castizos, han sido siempre alegres y aun mordaces. Luego, lo del orgullo... ¡Anda, morena!
—¿Qué es eso de anda, morena?—El Superior dió un puñetazo en la mesa y se puso en pie—. Y además, ¿qué autoridad tiene para reprender?
Atienza se puso pálido.
—¿Me consiente retirarme, Padre Superior?
—Retírese cuando le plazca. Y no olvide que esto se terminó, se terminó, se terminó. ¿Estamos?
Al día siguiente el Padre Atienza escribió una carta al Provincial, poniendo de claro su propósito de salir de la Compañía.
El negocio era difícil. El Padre Atienza era conocido por sus obras de ciencia en todo el mundo; estaba emparentado con personas nobilísimas y había cebado los tesoros de la Compañía con un pe[p. 64]culio de quinientas mil pesetas. ¿Cómo apechugar con el escándalo? Fueron y vinieron cartas. Atienza se ablandaba. Afirmó, en todo momento, que era jesuíta por vocación; pero declaraba al propio tiempo que le era imposible convivir con la mayor parte de sus compañeros. «Permaneceré—escribía al Padre Provincial—en la Compañía, y aun en este colegio, si usted lo juzga necesario, para evitar tantos males de que me habla y que yo alcanzo cumplidamente; pero, ¡por Dios Santo, Padre mío!, déjeseme solo, consiéntaseme permanecer en mi celda sin mezclarme con nadie, á no ser que yo lo juzgue oportuno.» Suplicaba, luego estaba entregado. Concediéronle muy presto lo de vivir en su celda, que allí era menos peligroso. Intentaron rebajarlo haciéndole profesor de «Psicología, Lógica y Ética». ¡Ligera y secundaria labor de maestrillo impuesta á una lumbrera de la orden! Mas él recibió la nueva con alegría y buen humor.
—Me parece que lo haré con más provecho que el pobre Padre Numarte, ese paquidermo filosófico—exclamó.
Por eso vivía recoleto en su cuarto; en él comía; en él daba la clase, y desde él oía, de tarde en tarde, ecos remotos de un vals de Strauss.
Á raíz de confinarse el Padre Atienza en su rincón, ningún jesuíta pensaba que el arrechucho durase largo tiempo. Conocían lo expansivo de su carácter y su locuacidad impenitente. ¿Qué se va á hacer á solas—preguntaban—, sin blanco cerca á donde enderezar las saetas de su malignidad burlona? Contados eran los que se aventuraban á visitarle, por no atraerse la ojeriza del Superior. Pero los días pasaban, y el turbulento navarro no salía de la covacha como no fuera para ir á la biblioteca,[p. 65] de donde volvía cargado de volúmenes. Encerrado en su celda, rey de sus acciones, se encontraba á las mil maravillas y extraía de la caduca amarillez de los libros viejos un goce inenarrable y tranquilo.
Comenzó el curso. Los seis alumnos, que no eran más, de Psicología, Lógica y Ética, subían á su celda á recibir sus enseñanzas, las cuales de ordinario no eran materia relacionada con la asignatura, sino porción de cosas varias y amenas á propósito para robustecer el temperamento antes que para apesadumbrar la inteligencia con noticias inútiles. Se conversaba no pocas veces, en tono familiar, de los asuntos interiores del colegio; se hacían comentarios á las noticias que desde fuera llegaban; se reía y se decían chancetas, y, en resolución, para los niños eran unas horas de cordialidad y saludable frescura. Adoraban al maestro.
Los demás Padres se hallaban muy á gusto sin la enojosa presencia del desenvuelto Atienza. Aun cuando no se ignorase que la reclusión era voluntaria, considerábase como un triunfo del Superior y prueba patente de la habilidad política de Arostegui, porque ésta no es otra cosa que maña y astucia con que se coloca á los demás en ocasión de hacer de grado lo que uno desea que se haga. Claro está que el que más y el que menos, mirando para su fuero interno, se veía como sujeto posible de esa misma habilidad política y por lo tanto juguete de una fuerza muda que nunca daba el rostro claramente, y de aquí la punta de odio, casi siempre vago é inconsciente, que unos jesuítas, los nacidos para ser mandados, sentían contra otros, aquellos que, sin proferir la voz de mando, mandaban de hecho, moviendo sin plan conocido y arcanamente las figuras del retablo. El Padre Arostegui estaba al cabo de este odio latente; pero se le daba un ardite.[p. 66] Como Calígula, él también lo reputaba por señal cierta de su soberanía; ódienme en tanto me teman, oderint dum metuant. Aquel temor, arraigado y permanente, porque lo infundía el misterio, era la fuerza de cohesión de la comunidad, y merced á su eficacia Arostegui mantenía organizadas sus huestes con suma disciplina.
Se ha dicho de la Compañía de Jesús épée dont la poignée est à Rome et la pointe partout; por lo que se refiere á aquellos parajes en donde radica el Colegio de la Inmaculada, puede asegurarse de la influencia jesuítica que era una espada cuyo puño estaba en la diestra del Padre Arostegui, y su punta donde menos se pensase.
El Padre Arostegui había diferenciado netamente las funciones de cada uno de los confesores y predicadores, de manera que la dirección espiritual de los diferentes poderes sociales fuera de la absoluta incumbencia de la Compañía. Olano corría con las señoras, en general, y con los capellanes de monjas. El Padre Cleto Cueto cultivaba á los políticos de la derecha y, poco á poco, había logrado hacer hijas de confesión á la mayoría de las mujeres de los políticos de las izquierdas, á las cuales tenía muy bien adoctrinadas en punto á la conducta doméstica. También era cargo suyo asistir con alguna frecuencia al Seminario Conciliar de la diócesis, á fin de dar pláticas y visitar asiduamente al señor Obispo, de suerte que no se les fuera de la mano. Era el único Padre que leía periódicos liberales. Á su modo, estaba al tanto de la situación política del país y de algunos de nuestros problemas capitales. Si salía de misión no pronunciaba sermones, sino conferencias para hombres, que se anunciaban como científicas, versaban sobre materias profanas y merecían grandes elogios de la estulticia asinaria de la prensa lo[p. 67]cal. En fuerza de ir y venir, más en aire de conquista que apostólico, había llegado á tomar un continente absolutamente bélico; accionaba levantando en el aire el brazo derecho, cual si blandiese una lanza ó pendón imaginario; se movía pesadamente, como si gravitara sobre su cuerpo la recia armadura de un guerrero medioeval; ante el altar, recordaba aquellos sacerdotes de otras edades que celebraban misa con la espada al cinto y las espuelas calzadas, hasta que León IV prohibió el marcial aparato; tintineaban las vinajeras, y, por instinto, se le miraba al talón, en busca del sonoro acicate. Atienza lo llamaba Pentapolín del arremangado brazo.
El Padre Anabitarte, además de ser ministro, tenía á su cargo la paternal curatela de los bandoleros de levita, salteadores de fortunas y vampiros del tanto por ciento. Para cumplir la misión no se requerían muchos sesos ni fina ductilidad. En este punto, la moral jesuítica ostenta una rara y sapientísima previsión de cuantos artilugios, sonsacas, socaliñas, fraudes y aun saqueos puedan descubrir los hombres con el fin de apropiarse los bienes ajenos á favor de resquebrajaduras legales; estudia los casos de conciencia y los resuelve deliciosamente sin que la restitución sea menester en ninguno de ellos. Un libro hay que es un tesoro. En él Escobar compiló, con orden sumo y en apartados convenientes para la facilidad de la compulsa, la teología moral de los 24 Padres, ó, por mejor decir, soles del firmamento de la Compañía. En el prefacio se hace un cotejo alegórico de este libro y del Apocalipsis. «Jesús—dícese—lo ofrece de esta suerte sellado á los cuatro animales Suárez, Vázquez, Molina y Valencia, ante los 24 jesuítas que simbolizan á los 24 ancianos.» Animales, en un alto sentido místico, se entiende. En esta obra excelente abun[p. 68]dan sentencias del más alto valor para la vida. Véase, por ejemplo, la siguiente, del gran Padre Molina: «En conciencia no hay obligación de devolver los bienes que, por frustrar á sus acreedores, otra persona nos haya confiado en custodia.» ¡Con qué expedita holgura, gracias á la ciencia de estos ilustres é iluminados varones, penetra la rapacidad por las puertas del paraíso! La virtud de atar y desatar que Cristo otorgó á sus apóstoles mantúvose como en rudimento y á tientas en la cristiandad hasta tanto que no sobrevino Íñigo de Loyola y reclutó su milicia. ¿Qué nudo gordiano hay que los jesuítas no deshagan con celeste garbo y presteza? ¿Qué lóbrega conciencia que no alumbren? ¿Qué corazón tormentuoso que no apacigüen? ¿Cuántos no les deben fácil fortuna junto con el sosiego del alma? Oid lo que el Reverendo Padre Cellot pone en su libro De la Jerarquía: «De uno sabemos que llevando crecidísima suma de dinero á fin de restituirla por orden de su confesor, húbose de detener en la tienda de un librero. Preguntóle qué tenía de nuevo (num quid novi), á lo cual el librero le mostró un libro reciente de teología moral, escrito por uno de nuestros Padres. Comenzó el hombre á hojearlo con negligencia y sin pensar en nada, mas fué á caer en un pasaje en donde se estudiaba su propio caso, y allí aprendió que no estaba obligado á restituir. De esta suerte descargóse de la pesadumbre del escrúpulo y permaneció con la del dinero, que no le impidió volver ligeramente á su morada.»
Como Anabitarte era un zote, si los hay, y berroqueño de mollera, el ejemplar en donde había de beber la ciencia penitenciaria concerniente á las restituciones, ó sea extracto de teología moral á través del séptimo mandamiento, estaba subrayado y glosado de puño y letra del Padre Arostegui, y, bien[p. 69] que el latín, tanto de Escobar como de los demás Padres, es fácil, algunas sentencias obscuras ó equívocas tenían al margen la traducción castellana, hecha también por el Superior. De las innumerables glosas, apostillas y connotaciones se deducía paladinamente que la muchedumbre de casos de conciencia cuyo origen es el hurto y el robo, se compendian en esta máxima: no es necesario restituir, teniendo siempre en cuenta que el empleo de esta máxima no sea nocivo para el Estado, que entonces no se la permite; tunc enim non est permittendus. (Padre Lessius.) De aquí el que los jesuítas, fieles guardadores de verdades peligrosas, no pongan la posesión de ésta en cualesquiera manos, por temor á que gentecillas sandias se dediquen al latrocinio desembozadamente, lo cual perjudicaría sin duda y de modo notable la buena marcha del Estado, y así, sólo á los que hubieran amasado pingüe fortuna se les hace sabedores de la máxima en cuestión, y las razones se le alcanzan á cualquiera persona de buen juicio. La materia era de tan claro simplismo que hasta el propio Anabitarte llegó á dominarla al punto y á ser confesor y consejero íntimo de cuantos banqueros, industriales, comerciantes y prestamistas puercos había en la provincia. Le traían en palmitas, se hacían visitar de él, le alojaban con magnificencia y molicie, y por su intermedio, disimulada en honestos arbitrios, pasaba una comisión prudente á las cajas de la Compañía. Paradisíaco reposo caía sobre aquellos cráneos de rapiña, roídos antes por cuidados sin cuento. No es de extrañar que don Anacarsis Forjador, el viejo é insaciable forajido, dijera frecuentemente de sobremesa á su padre espiritual:
—Padre Anabitarte, no sé cómo hay personas que pueden vivir sin religión.
[p. 70]Y Anabitarte, una mano sobre el abarrotado bandullo, con la otra levantando en alto una copita de benedictino, respondía distraídamente en tanto miraba al trasluz el denso licor de oro:
—No son personas, que son bandidos, don Anacarsis.
—Y por supuesto, Padre, hay ciertas cosas... vamos, que al vulgo... Usted me entiende.
—Hasta un autor profano, don Anacarsis...—Un sorbo—. Hasta un autor profano lo dice—. Otro sorbo—. ¿Cuál es su nombre, don Anacarsis?—Otro sorbo—. ¿Á que se me ha olvidado?—Otro sorbo—. No, no; es Fontenelle. Pues bien, el señor de Fontenelle dice, verá usted: Si je tenais toutes les vérités dans ma main, je me donnerais bien de garde de l’ouvrir aux hommes. ¿Me entiende usted?
—Está muy bien, caracho—. Y don Anacarsis se reía, sin entender una sola palabra.
Tampoco Anabitarte lo entendía: se lo había hecho estudiar de memoria, con pronunciación figurada, el Padre Arostegui.
Con esta división tripartita de funciones, encomendadas respectivamente á los RR. PP. Olano, Cleto Cueto y Anabitarte, la resaca latente de la vida regional afluía al Colegio de la Inmaculada Concepción y se soldaba en un vértice ó foco de donde partían á su vez nuevos impulsos, porque dase por entendido que ninguno de los esforzados paladines que componían el triunvirato antedicho disfrutaban de autonomía ó espontaneidad en sus movimientos, sino que obraban en todo caso atentos á la norma circunstancial impuesta por el Superior.
Por eso el puño de la espada estaba en la diestra del Padre Arostegui.
[p. 71]
Algunos niños refirieron á sus padres en la visita el caso misterioso del Padre Atienza. Del salón de visitas salió la noticia al mundo. Los amigos, admiradores é hijos de confesión del Padre Atienza hacíanse cruces y cábalas, con ocasión de tan insólito suceso; menudeaban los plañidos y las elegías sobre el triste sino del desventurado é ilustre jesuíta; se le comparaba con el Papa, prisionero en el Vaticano, y con el Padre Coloma, de quien se decía sufrir también idéntica adversidad que Atienza; en resolución, la voz corrió prestamente de hogar en hogar y de puebluco en puebluco, por la región.
Un periódico anticaciquil y anticlerical, El Pulpo, arremetió contra los jesuítas con inusitada violencia, acusándolos de mantener secuestrado contra su voluntad á un hombre insigne, y sobre todo opulento, que por serlo y no por otra cosa le retenían aherrojado en una celda mefítica, á pan y agua, sin que el infortunado hallara expediente hacedero con que transmitir sus quejas fuera de la clausura. El Pulpo requería á las autoridades, conjurándolas á que averiguaran y dieran fin inmediato al secuestro, baldón de nuestra hermosa villa. Recordaba al maestro de obras, Aurrecoechea, que había sumido en el deshonor á una hija de Regium. Y, por último, á vuelta de unas cuantas frases grandilocuentes, venía á llamar á los benditos Padres milanos y estupradores.
En vano el insidioso Benavides, director de La[p. 72] Reconquista, aquel periódico fundado por el Padre Cleto Cueto á poco de llegar á la localidad, intentó poner en entredicho las burdas ficciones y soeces apóstrofes de El Pulpo, asegurando que si el Padre Atienza guardaba un retiro casi absoluto era porque tenía en preparación cierta obra magna y había menester de soledad para darla gloriosa cima. Cundía el escándalo. Los buenos amigos de los jesuítas les aconsejaron que hallaran con urgencia el remedio de estancar tanta y tan grosera maledicencia. El Padre Arostegui recibía á los consejeros sin inmutarse, sin perder aquel gesto peculiar suyo, entre burlón y despectivo, con que acostumbraba á desconcertar á sus interlocutores. El Padre Olano, en un recreo, no pudo menos de exclamar:
—Ese jabato, dondequiera que está, destruye todas las siembras.
Entretanto, el Padre Atienza, de la parte de fuera del revuelo, sin conocerlo ni sospecharlo, continuaba su vida cenobítica y plácida.
Subía una tarde el Padre Ocaña á su celda, después de haber explicado la clase de Geometría, cuando se tropezó con el Padre Mur.
—¡Vaya con Dios!—le dijo, sin ánimo de detenerse.
Mas, el valido del Superior se le plantó delante.
—Á propósito, Padre Ocaña. Cuánto celebro haberme dado con usted á solas. ¿Tiene mucho que hacer? ¿Puede concederme unos minutos? ¿Á dónde iba? ¿Á su celda? Le acompañaré.
Continuaron en silencio hasta la puerta del cuarto.
—Pase, Padre Mur.
—¿Qué más tiene? Entre hermanos...—Y luego, riéndose—: Reliquias de la falsedad del mundo.
—¿Qué quiere, Padre Mur? Cuando no es falsedad,[p. 73] la educación no está mal, ni entre hermanos—. Aquella tarde se encontraban de malas pulgas.
—Bueno, bueno. Agradezco la lección. Sentémonos. ¿No sospecha de qué quiero hablarle?
—No se me ocurre...
—Ya sabe á qué punto ha llegado lo del Padre Atienza. Usted, como todos, estará consternado.
—Lo lamento; pero no me atrevo á cargar á nadie con la culpa.
—No se trata de eso. La Compañía pierde... Y en cuanto á culpa... No digo que la tenga el Padre Atienza...
—Desde luego.
—Claro está; pero... ¿que no gustaba de nuestro trato? Es triste para nosotros... Se mete en su cuarto, y acabado. No se tendría con todos la misma transigencia.
—Dicen que quiso salir de la Compañía.
—¡Bah! No lo creo. Bien. Ya está en su cuarto. Pero eso ¿impide que de vez en cuando salga á dar un paseo por la población? ¿Que se deje ver de las gentes?
—Usted ya sabe que nunca salía de paseo...
—Ahora debe salir. Es preciso aplastar las lenguas envenenadas.
—Acaso él no sepa lo que ocurre. Ningún Padre lo visita. No le digo ninguna novedad; pero temen no ser gratos al Padre Superior.
—¡Dulce Jesús! ¿Por qué? Le aseguro que me maravilla. Siempre creí que era porque no tenía amigos... El Padre Superior, tan bondadoso... Y por usted siente gran afecto, lo sé. Mire, Padre Ocaña, pienso que ganaría mucho en su favor si usted lograra sacar de paseo al Padre Atienza. Hágale ver que es en servicio de Dios, y los males que ya nos ha causado, inocentemente sí, ni que decir tiene.[p. 74] Yo iría, pero... No le soy simpático, ¿á qué me he de engañar? Le convence usted y salen los dos, por la población, claro está. Convendría evitar detenciones con madreselvas y curiosos. Bueno, ¿qué le voy á decir yo á usted? ¿Quedamos en eso, eh? Vaya, adiós.
—Adiós, Padre Mur. Lo haré como usted me lo indica.
Á los pocos minutos estaba el Padre Ocaña en el cuarto del Padre Atienza. Comenzó por referirle la historia del secuestro, del antro mefítico y del ayuno á pan y agua. Atienza se retorcía de risa.
—Pero ¿qué me dices, Ocañuela?
Ocaña continuó puntualizándole ce por be las patrañas y estolideces que se habían urdido.
—Se creían que yo soy un sandio y mal hostalero, un badulaque de tres al cuarto... Ya sabía yo que les iba á salir la burra mal capada...
—Por Dios, Padre Atienza; déjese de burras y... de lo otro. El trance es serio. La Compañía pierde.
—Naturalmente que pierde. ¿Crees tú que gana con otras cosas que se hacen?
—Si no es eso, Padre.
—¿Y yo qué le voy á hacer? ¿Quieres que envíe un comunicado á La Reconquista?
—¡Qué chanza!
Le explicó el plan de Mur, dándolo como propio.
—¡Cuerno! Pues tienes razón. El jueves por la tarde salimos, si te parece. Iremos al muelle, á ver el mar. Vamos, lo que más me ofende es que haya papanatas capaces de creer que á mí se me tiene á pan y agua. ¡Se necesitaría mucho ombligo!
Y con esto, se despidieron hasta el jueves.
El día convenido, y como á cosa de las cuatro de la tarde, los dos jesuítas salían del colegio, con rumbo á la villa.
[p. 75]—¿Querrás creer, Ocaña, que estoy nervioso? Bien sabe Dios el sacrificio que hago, porque el salir me revienta sobre toda ponderación.
—Así se lo agradece más. Y se lo agradecemos todos.
—¿Todos?
—Evidente.
—¡Puun! He dado un tropezón. Se me ha olvidado andar.
Entraron por el paseo público del Salvador. Á los veinte pasos mal contados ya tenían una beata delante de las narices.
—¡Ay! ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo está, Padre Atienza? ¿Cómo está, santín? Si paez que está gordo y arrecachao...
—¿Pues cómo quiere que esté, doña Ramona, una persona que come bien y no se mueve del sillón, holgando, porque leer no es trabajar?
—Ya me lo parecía á mí. ¿Y los demás Padres?
—Tan gordos y tan arrecachaos, doña Ramona. Quede con Dios.
De que se apartaron de la beata, resolvieron encaminarse al muelle, siguiendo calles extraviadas. El objeto estaba conseguido; doña Ramona sería heraldo incansable y pregonera del buen estado y robustez de Atienza.
Llegados al puerto, avanzaron hasta el malecón más saliente, que en Regium llaman punta de Liquerica. Apoyados de bruces en el alto pretil de caliza, estuviéronse un tiempo con los ojos perdidos sobre el vasto y cantante mar.
—¿Qué te parece de subir al cerro de Santa Delfina? Allí podremos tumbarnos sobre la hierba...
—Muy bien, Padre Atienza.
Treparon á la montañuela, en cuya rocosa raíz yace de una parte el puerto, y más hacia el mar un[p. 76] fuerte. Desde allí dominaban la villa; la masa cuadrada y roja del colegio en las afueras, entre verde veronés de praderías. La villa, con sus casitas cucamente apiñadas, era como rompecabezas de niño; el colegio, una pieza inútil dejada de lado. Más allá del colegio, colinas, boscajes, que alejándose azuleaban; al fondo, una sierra azul; y el cielo, de un azul menos agrio que el serraniego, por encima. Volviendo el rostro, mar, mar... traineras de vuelta al seguro; humaredas tenues de invisibles buques; una gaviota, cerniéndose.
El Padre Atienza suspiraba. Despojóse de la teja y oró en silencio. Ocaña estaba conmovido. No hablaron. De vuelta al colegio, el joven atrevióse á decir:
—Padre Atienza, quiero consultarle. Yo tengo mis escrúpulos.
—Hábleme usted lo que guste, Ocaña. Poco vale mi consejo, mas...—Su voz era grave—. Volveremos rodeando, de manera que nos dé tiempo.
—Sí, Padre; tengo mis escrúpulos. Muchas veces intento recogerme dentro de mí mismo, verme tal como soy y en relación con lo que fuí. ¡Ay, qué tristeza! No veo sino neblina y tinieblas; pienso que es artificio de Satanás. Me parece que no vivo, que soy un tinglado sin alma en donde hacen y deshacen manos invisibles. Es algo así como si yo hubiera sido una esponja que estrujaran, estrujaran hasta echarle todo el jugo y luego la empaparan en un líquido turbio. El jugo es mi infancia, es mi pasado, era mi yo, como dicen los filósofos de ahora, y todo lo he perdido en mis años de noviciado. ¡Ah, el noviciado! Me pregunto: ¿son los caminos de Dios? ¡Las incertidumbres que hube de sufrir en Carrión y luego en Oña...! ¡Las noches de aridez y desconsuelo...! ¡Si viera usted con qué fervor, esto es, con qué crueldad, atormentaba mi carne á disciplinazos, así que[p. 77] el distributario apagaba la luz, como es de rigor! Oía el runrún de mis compañeros, y con el rumor mi brazo adquiría nuevos bríos. Al día siguiente, en los recreos, escuchaba á otros novicios con gran asombro, porque se jactaban de fingir los disciplinazos, que denominaban guitarreo. Y éstos precisamente son los que suben y son considerados y objeto de mimo y favor. Me refugié en los libros; estudié el latín, el griego, retórica y humanidades, y más tarde las ciencias y la filosofía de Perrone, con todo ahinco, y no por vanagloria, sino por anularme y quizá con un anhelo confuso de ser útil á la Compañía. Aquí estoy ya, en el magisterio, explicando geometría. Como le he dicho, me contemplo y no me conozco. Imaginé que nosotros, los maestrillos, éramos considerados como personas. No sé si algunos lo serán: yo no lo soy. No sé nada, no veo nada claro, no sé á dónde vamos, ando á tientas, entre zozobras y presentimientos de un no sé qué. ¿Ha de ser así para salvar el alma? ¿Por qué no habíamos de vivir en una fraternidad en donde todas las opiniones tuvieran su voz y todas las almas su peso en los destinos de la orden? Alma... ¡Cuántas veces temí que se me hubiera evaporado, derretido, Dios sabe dónde! Pero, con todo, ciego había de ser para no advertir un singular fenómeno, y es que aquellos de entre nosotros que descuellan, ya sea en ciencia, ya en virtud, se les persigue y acorrala, siendo así que ellos tan sólo dan lustre á la Compañía. He dicho persigue y no está bien, porque la persecución es algo visible, y propiamente no se puede asegurar que se les persiga á usted y á Sequeros, por ejemplo. No es eso. Ya está aquí la niebla, la turbiedad, que es lo que me enajena. ¿Qué seres ocultos conviven con nosotros y lo trastruecan todo á su antojo? ¿Es la voluntad de Dios?
[p. 78]—Es la voluntad de Dios, Ocaña, no lo dude usted. Nada mortal es perfecto; no puede pretenderse que lo sea la Compañía. Sin embargo, por las trazas, hay presunciones y hechos históricos que las fundamentan, de donde puede inferirse lógicamente que Dios ama con predilección á nuestro instituto. Dios no ha echado tantos vicios al mundo á humo de pajas, sino para que se entienda cómo hasta por caminos errados se puede alcanzar un buen fin. Observe que, vicio por vicio, todos ellos traen en pos, entre noventa y nueve malas, una consecuencia provechosa. El vicio de orgullo, por ejemplo, es por naturaleza de tal índole que contribuye como ningún otro á conservar y enaltecer en la consideración ajena tanto á los individuos, como á las comunidades y á los pueblos. Voltaire nos ha acusado á los jesuítas de orgullo, y al orgullo atribuía lo que él juzgó nuestra perdición. Al contrario, el orgullo nos salvó y nos sigue manteniendo en el candelero. El orgullo está repartido entre nuestros miembros á dosis iguales; pero no así los merecimientos en los cuales ha de arraigar y afirmarse; de donde deducirá usted que para justificar el orgullo se requiere, lo primero, dar gran aire y publicidad á quien tenga mérito ó brille con algún prestigio, al Padre A., que es un gran filósofo; al Padre B., que es un gran filólogo; al Padre C., que es un gran novelista; al Padre D., que es hijo de un duque con grandeza; pero, comprenderá usted que si se mantuviese siempre ante el juicio público á estos cuatro ó cinco privilegiados, de manera que fuera sencillo el contraste entre ellos y la masa de jesuítas, lo que ganaban los menos lo perdía con creces, y á riesgo del servicio de Dios, la Compañía, y su orgullo en tal caso sería risible, pues tan breve número de eminencias no es para gloriarse. Por el contrario, apenas se ha pasado[p. 79] la miel del arte, de la ciencia, de la virtud ó del nacimiento por el paladar público, sirviéndose de este ó de aquel Padre á guisa de hisopo, cuando se le retira al proviso de la circulación, de suerte que los de fuera no han tenido respiro para detenerse á pensar que el virtuoso ó el sabio era el padre Tal, sino un jesuíta, in genere. Añádase que si por azares de la maledicencia trascienden nuevas de que algunos de nosotros viven obscurecidos, no es raro que se discurra de esta suerte: «Cuando á ese que, según se reconoce de público, vale tanto, lo tratan con desdén y él se lo calla, ¿qué no valdrán los otros?» De donde, por uno que es astrónomo de fuste, todos pasamos por Pitágoras; porque otro escribió una novela mejor ó peor, todos le damos ciento y raya á Balzac y á Dickens; porque éste obró milagros, todos nos tratamos mano á mano con la Santísima Trinidad; porque aquél surgió del vientre de una marquesa, todos somos azules por la sangre, en el trato exquisitos y dechados de cortesanía y sutileza, aun cuando la mayor parte hayan nacido entre breñas en el monte, como terneros; y nos lo tomamos en serio, ya lo creo, como que todo el mundo lo toma. ¿Comprendes qué terrible fuerza es este orgullo? También te digo que si las cosas son así yo juraría que no hay conspiración, ni se hacen deliberadamente. Instinto, puro instinto, y es sorprendente lo certero que va. Yo veo la mano de Dios en esto. ¿No te ha ocurrido á ti descubrir con mayor transparencia á Dios á través de los animalucos y en los elementos naturales, es decir, en todo aquello que obra inconscientemente, que en el hombre? ¡Cuánta armonía! ¡Con cuánta justeza se acoplan causas y efectos! ¡Qué hermosura y bondad! ¿Qué ojos no se mojan, contemplando, ó qué corazón no se enternece? Pues en esas nieblas de que antes me hablabas[p. 80] y por donde vas á tientas, yo veo la mano de Dios. El día de mi tropezón, ya sabes, el santo de Anabitarte, resolví salir de la Compañía... ¡Figúrate! Después vi claro. Jesús quiso iluminarme. Ahora, hablando de otra cosa; lo que pasa con ese pobre Sequeros... Yo lo amo entrañablemente. Ten en cuenta que sumadas la viuda de Zancarro con la Villabella, son no sé cuántos millones. Para eso Sequeros se da un arte... Ya verás cómo, si se presenta otro caso parecido, echamos mano de Sequeros, porque cuando el trance apura no basta el orgullo; entonces, fuerza es servirse del mérito positivo. Pues bien, temo que la razón de Sequeros está en peligro. Su misticismo no me parece cosa natural; hasta incurre en idolatría. No extraño que se le haya alejado de los ministerios...
Caía la noche rápidamente. Entre la penumbra, destacaba anguloso el colegio.
—¿Nos habremos retrasado, Ocaña?
Y ya en el portal, por lo bajo:
—Sé bueno, Ocañita; sé siempre bueno. ¡Ese pobre Sequeros...!
Atravesaron el umbral santiguándose.
¡El pobre Padre Sequeros hasta incurría en idolatría...!
Habiéndose separado el joven Ocaña del autorizado Atienza no se le apagaba aquella frase en las mientes, como si continuase oyéndola. De buena[p. 81] gana hubiera acudido á la celda del recluso voluntario en demanda de una aclaración. Con toda prudencia contuvo de momento las solicitaciones de la curiosidad.
Á la noche, en el refectorio, el Padre Superior definió su acostumbrado gesto equívoco resolviéndolo en sonrisa de evidente complacencia enderezada á Ocañita y que todos los Padres le envidiaron. Pero él andaba distraído; le atraía Sequeros, idólatra y loco presunto. Por algo chiflado siempre lo había tenido; pero idólatra... Esto era grave.
Leía aquella semana Estich, el ahilado y larguísimo retórico, vocalizando exageradamente de manera que sus oyentes pudieran coger al punto consonancias, asonancias, endecasílabos esporádicos y otros defectos de la prosa, porque frecuentando de continuo las obras satíricas de Valbuena, había caído en la presunción de poseer mucha agudeza crítica. El libro era Varones ilustres de la Compañía de Jesús, por el Padre Juan Eusebio Nieremberg. En los intersticios alimenticios, de plato á plato, la atención crecía. Encomiaba Nieremberg á un santísimo varón tan amante de la pobreza, que en los muchos años que vivió en la Compañía no había gastado sino un sombrero. Puntualizaba luego las otras virtudes del bendito Padre. «Era tan recogido que nunca salió de casa.» Y aquí se levantó un bisbiseo de risas, ahogadas tras de la servilleta. ¡Qué candor el de Nieremberg!
—¿De qué se ríen?—preguntó por lo bajo Ocaña á su vecino.
—Calle, hermano; luego se lo diré.
En el recreo de la noche, paseando por el tránsito del piso principal, todo se les volvía acosar á preguntas á Ocaña. Mur lo tomó aparte unos segundos.
[p. 82]
—Creo, Padre Ocaña, que no estaría de más repetir otro día la cosa. Segunda salida de don Quijote. La de hoy ha tenido mucho éxito. El Padre Superior está satisfechísimo. No hay sino verle la cara.
Ocaña no quería otra cosa que volver á salir con Atienza; pero, no atreviéndose á tomar la iniciativa, dió gracias á Dios por venir los acontecimientos tan bien encarrilados para su gusto. Pasó el viernes y el sábado impaciente. El domingo á la tarde, así que se alongaron un trecho de la casa, Atienza propuso:
—¿Qué le parece ir hoy hacia la aldea?
—No se lo apruebo, Padre. Aunque la comparación parezca dura, yo no soy más que el gitano, y usted el osezno con argolla en la nariz que yo voy mostrando por las calles para que las gentes admiren su domesticidad.
—¡Cuerno! Tienes mucha razón. Vamos por las calles á divertir á la gente. Pero te advierto que tengo pocas ganas de andar, así es que volveremos pronto al cubil.
—Como usted resuelva. Y ahora voy á preguntarle algo que me importa.
Y le espetó lo de la idolatría.
—¡Voto al chápiro verde! Qué cosas se te ocurren... Idólatra y fetichista, y todo lo que quieras, pero sin herejía, no vayas á imaginar. No des nunca mucha importancia á las palabras gruesas que yo diga. Me explicaré. Quería referirme á la devoción exagerada y absorbente que Sequeros rinde y propaga al Corazón de Jesús, y señaladamente al venerable Padre Crisóstomo Riscal. Sabes que en la Iglesia de Cristo, á partir ya de San Pedro y San Pablo, se manifiestan dos porciones, como las valvas de una concha, una espiritualista y otra ma[p. 83]terialista. Nuestra Sociedad, no la dudes, trajo nueva substancia á la valva materialista. Atiende á los ejercicios de San Ignacio, á la manera que tiene de hacer intervenir las potencias del alma en la meditación; la composición de lugar, ó sea la materialización del espíritu, es lo primero y es el todo, en rigor, porque de esta suerte, en lugar de elevarnos de golpe, y con evidente riesgo, claro está, á las huecas y cristalinas regiones de lo inefable, permanecemos asidos á lo sensible, á lo tangible y concreto. Y esto es de manera tal, que trabajando el entendimiento sobre cosas casi palpables, en fuerza de imaginarlas atentamente, se inflama la voluntad y se robustece y determina el propósito. Con lo cual no parece sino que San Ignacio se propuso dar un gran sentido práctico á su Compañía, un impulso de acción, y, al propio tiempo, alejar á sus hijos del grave peligro de aletazos inútiles en la abstracción pura, en cuyo vientre vacío han germinado la mayor parte de las herejías y sandeces sin número. Pero, así como se incurre en anatema y error por aletazo de más del lado del espíritu, no se yerra menos revolcándose en la parte material y de cándido sensualismo. Esto es muy delicado. Si el hombre fuera más perfecto y de más firme inteligencia, no dudo que la religión se iría purificando de gran parte del rito y del culto, á lo menos en aquello que no es sino incentivo de la contemplación y vestidura de verdades que desnudas cegarían la flébil razón de las muchedumbres. Dios habló en el Antiguo Testamento con lenguaje apropiado al caletre de quienes le habían de oir; las verdades fundamentales de la creación y la historia milagrosa del pueblo elegido se guardan bajo la suave sombra que, como si fuera tupida ramazón, tiende el estilo, pintoresco, imaginativo, al gusto oriental, sembra[p. 84]do aquí y acullá de ocasionales errores, á los cuales se han agarrado los sabios chirles con ridículo regocijo. ¡Infelices! No comprenden que tenía que ser así... Por eso conviene, más que conviene, es de razón y necesidad distribuir en toda propaganda religiosa un atinado pasto de los sentidos, promoviendo el culto á ciertos idolillos inocentes y adobando la ceremonia con magnificencia, pompa y arte. Nuestra Sociedad, ateniéndose al ejemplo bíblico antes citado, ha hecho derivar la adoración teológica de la Trinidad, de suyo harto metafísica y á propósito para suscitar telarañas bizantinas, hacia la de una trinidad más moderna y de fácil comprensión, la de Jesús, María y José, matematizados, por decirlo así, en la fórmula JMJ. ¿Quién sino nuestra Compañía ha logrado que los Pontífices Pío IX y León XIII elevasen á San José al rango de patrono de la Iglesia católica, por encima de San Pedro y San Pablo? Hay que dar á Dios lo que es de Dios, y al vulgo lo que es del vulgo; pero, aquí de la cautela, del tacto, de la serenidad para mantenerse siempre fuera de esas nimiedades tristemente necesarias y exclusivamente externas, de trámite como quien dice. ¿Me entiendes? Y Sequeros se ha hundido de hoz y coz en ellas. Con toda reserva voy á comunicarte una cosa. No soy partidario del culto al Sagrado Corazón de Jesús, con parecer ello una cosa tan característica de nuestra Sociedad para ojos extraños, como el fajín que ceñimos. No me sorprende que Roma, en un principio, se opusiera á este culto de latría. El trueque de corazones entre la Alacoque y Jesucristo me parece una torpe y burda superchería. Sin embargo, nuestro Padre La Colombière y sus cofradías de cordiocolismo se impusieron. Él sabría lo que se hacía. Pero ahora ya no estamos en el siglo XVII. Este culto,[p. 85] puramente simbólico, del amor divino, es de condición tan frágil, en su forma sensible, que las gentes de poco seso al punto lo adulteran, convirtiéndolo en devoción á una víscera, sagrada por haber pertenecido al cuerpo de nuestro Salvador, pero no en mayor grado que otras vísceras de Cristo, porque ¿la ciencia es tan despreciable que vayamos á creer, á estas alturas, que, orgánicamente, el corazón es la residencia de los afectos? Revestir un concepto de carne simbólica es empresa de mucho fuste, como que no se requiere menos que abundar en genialidad poética; y en nuestra Sociedad, en donde relumbran varones conspicuos en muchos órdenes, no ha habido ningún poeta, ni malo ni bueno, porque supongo que no los reputarás por tales á nuestro amado, pero grotesco, Padre Alarcón, y mucho menos á Estich. ¿Eh?
—¡Qué cosas tiene! Siga, siga, aun cuando me sature de confusión; es como si al hambriento le embutiesen manjares recios y amostazados con toda violencia. Pero, siga, siga...
Atienza extrajo de la sotana un gran pañuelo á cuadros, exoneró con estrépito la nariz, carraspeó y se dispuso á continuar su disquisición.
—Te hablo desordenadamente, sin método, y de aquí nace quizá tu confusión. Pero esta confusión es aparente; á medida que tu espíritu trabaje en reposo (bonita paradoja) sobre cuanto te digo, verás cómo cada idea tiende á su justo plano y se superponen adecuadamente formando el pequeño universo de un sistema. Creo que por hoy tenemos bastante...
—No, no. ¿Y Sequeros?
—¡Recuerno! Te he dicho todo lo que tenía que decirte. Sequeros es un alma de cántaro: bueno, bueno, bueno, mejor no puede ser; pero cargado[p. 86] de flato y de visiones á tanta presión, que el peor día estalla. Sí, hijo mío. Ya sabes que en las constituciones de San Ignacio se prohibe que sean admitidos en la Compañía aquellos individuos que propenden al ensueño. ¿Conoces á nadie que propenda más determinadamente que Sequeros? ¿Cuál es la teogonía y teología de Sequeros? ¿De qué manera concibe la región de los bienaventurados? Helo aquí: un puchero rojo, ceñido de una guirnalda de juncos y espinas, coronado por una llama que surge de su seno, del propio modo que de una tortilla al ron...
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Padre Atienza...
—¡Voto al chápiro! Que no hay de qué horrorizarse... No es culpa mía, sino de los malos artistas, como el Hermano Ortega, como el Padre Quevedo, que con sus pecadoras manos han traído á tan baja condición una cosa tan alta. Examina, examina atentamente las imágenes y lienzos devotos que gozamos en este punto. Pues en ellos se inspira Sequeros. Bien. Esta cosa que te he dicho, en el centro y sitio más eminente del cielo. Al lado, su administrador, que es el Padre Crisóstomo Riscal, con la imagen de la cosa en cuestión, grabada en el pecho, sobre la sotana, y del cacharro sale una voz que dice: «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes». Luego ya, todo lo que hay en el empíreo, es secundario para Sequeros. Ahora, serénate y atiende. Como Sequeros tiene vehemencia, sinceridad, efusión, y es honesto y buen mozo, comienza á hacer sus propagandas de cordiocolismo y riscalismo, y todas las madreselvas se vuelven locas. Es natural. Pero, una vez que ha traído á casa todo lo que tenía que traer, ¿conviene que su fuego apostólico siga propagándose á otras esferas de la sociedad con aquella puerilidad incon[p. 87]sistente que es su característica? ¡Líbrenos Dios! Hasta ahora se nos ha escarnecido, injuriado, perseguido; nunca se ha intentado ponernos en ridículo. Y ¡ay, cuando se abra la brecha! Por eso Sequeros está que ni pintado para los chicos: en casita, sí, en casita...
Aquel día no se dijeron más cosas que importen.
EL PROFETA
Todos los alumnos creían en la santidad de Sequeros; le consideraban adornado con ese don especialísimo que Dios otorga raras veces: la previsión de los acontecimientos por venir. Era profeta. Los hechos lo tenían suficientemente comprobado. Además sustentaba relaciones íntimas con el mundo suprasensible, espiritual; sabía los minutos cabales que su madre había permanecido en el purgatorio y los siglos que le habían durado; había visto con los ojos del alma, pero tan claramente como con los de la carne, el sitio que le estaba asignado en el cielo, á corta distancia del amadísimo Padre Riscal y de la favorecida Alacoque; había retumbado en sus oídos mortales la voz áspera y fétida de Satanás, á quien había conjurado con el signo de la cruz; y otra porción de prodigios que él mismo refería á los alumnos de la división, á las horas de recreo y en los paseos. De esta suerte les satisfacía la curiosidad con el elixir de lo ma[p. 88]ravilloso, les aligeraba la voluntad y los conducía por medio del prestigio y del amor. Pero, desgraciadamente, el sol rudo de estío, la holganza y las malas compañías, disipaban los vapores místicos que Sequeros con tanta diligencia alimentaba en las tiernas mentes. ¡Dichosas vacaciones del diablo!... Los niños volvían escépticos, con el corazón empedernido. Y aquel año más que nunca. Sequeros se mostraba atribuladísimo, extremaba sus narraciones milagrosas, quedábase algunos momentos como en arrobo, llevaba la mano al pecho y compungía el rostro, dando á entender horribles dolores y amarguras; suspiraba sonoramente cuando menos se pensase, á lo mejor en el silencio de los estudios, por que no pasase inadvertida su cuita. Á pesar de todo, los niños no entraban por los deberes religiosos, y los pocos que retornaban á las antiguas prácticas devotas parecían hacerlo con frialdad, remolona ó hipócritamente. El primer sábado, á la hora de la confesión, sólo acudieron al santo tribunal cuatro alumnos: Abelardo Macías, aquel muchachete anémico, acosado de alucinaciones y con pretensiones de santidad; Manolito Trinidad, el lánguido hipócrita, desconfianza perdurable de sus camaradas; Casiano López, bodoque de remoquete, candoroso mancebo y objeto de vaya continua por el fútil pretexto de haber rotulado el engendrador de sus días «La costura acerada» á un bazar de calzado, muy boyante, de que era dueño, y Ángel Caztán, el mexicano, de lúbricos labios bozales, tez mate y ojillos codiciosos. Dióse la palmada, en el estudio de la noche. «Salgan los que quieren confesar», dijo el Padre Sequeros. Y se levantaron aquellos cuatro, que, acompañados de Mur, se encaminaron á la celda del confesor elegido. Dijérase que fué una cuchillada que le ases[p. 89]tasen al pobre Padre Sequeros: tal se puso de lívido, y con tanta angustia revolvió los ojos en sus órbitas. Algunos niños se sintieron pesarosos y á punto de querer confesarse; pero pudo más en ellos la timidez de evacuar en el seno de un confesor leves torpezas de los amables meses libres.
Las oraciones, al comienzo y final de los estudios, las rezaban contadísimas bocas, y esas como por rutina, con frialdad y voz endeble.
Un día, el Padre Sequeros comenzó como de costumbre:
—En el nombre del Padre, del Hijo, del...
Le siguieron dos ó tres. El resto, de rodillas sobre los bancos, permanecía en distracción absoluta, algunos cruzados de brazos, los más con las manos en los bolsillos del blusón, arrebolados aún por la fatiga del juego. El inspector asegundó, casi adusto:
—En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu...
Santiguábase con mucha solemnidad, dando gran amplitud al movimiento del brazo. Le siguieron los mismos de la primera vez. Hubo un silencio enojoso. El Padre Sequeros comenzó de nuevo, ahora con voz entrecortada:
—En el nombre del Padre...
Y como su ejemplo no fuera eficaz rompió en sollozos, los cuales, á causa del acento fuertemente masculino, eran conmovedores. Abrió los brazos en cruz; la garganta se le henchía, bermeja y congestionada. Los niños le miraban con ojos espantados. Macías se echó á llorar. Bertuco pensó desfallecer. Unos pocos se guiñaban el ojo, burlándose. Coste susurró á Bárcenas:
—¡Está chiflado!
Bárcenas le colocó entre las costillas un codazo que dejó sin sentido al pobre gallego. Y, al fin, es[p. 90]pontáneamente, la división entera, aullando con frenética devoción y arrepentimiento, se santiguó.
—¡En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Amén!
Sentáronse, dispuestos á sus faenas y con propósito de enmendarse. Sin embargo, á los dos ó tres días el entusiasmo se congeló por entero.
En los paseos, cuando después de romper filas vagaban los niños por algún pradezuelo ó bosque aldeano, el Padre Sequeros solía ensayarles en himnos corales; el de San Ignacio, el del Padre Riscal, que él mismo había compuesto:
¿Quién dió á la España la nueva alegre
de los amores del Salvador?
Riscal ha sido, que en San Ambrosio
del mismo Cristo la recibió.
Este año ¡ay! los cantos eran inútiles; ningún alumno estaba para músicas celestiales. Otro paso de tortura para Sequeros.
El segundo sábado, el número de confesandos subió á seis; número misérrimo.
Esto aconteció un día de Octubre, ceniciento é ingrato. Llovía acerbamente. La noche salió de su escondrijo antes que de costumbre. Los recreos hubieron de ser bajo los cobertizos. Al comenzar el estudio de las cinco y media, la obscuridad lo envolvía ya todo. Los alumnos se hallaban con desgana para el estudio, díscolos é inquietos como nunca, especialmente Ricardín Campomanes, á quien el Padre Sequeros amaba señaladamente, á causa de su inocente condición: era un azogue. Le reprendió varias veces, inútilmente. Del propio modo amonestó á toda la división. La voz se le fué calentando y haciendo[p. 91] conminatoria. Los ojos le despedían flechas de luz; la sangre huyó de sus labios.
—¡Os burláis de Dios; apuñaláis el delicadísimo y amorosísimo Corazón de Jesús, lo apuñaláis, lo apuñaláis con saña, con frenesí, cobardemente...! Habéis cerrado los oídos á sus mansos requerimientos. Le tenéis á vuestro lado y no le queréis ver. Os quiere envolver en misericordia y le rechazáis... Pues bien; ha llegado la hora de la justicia. ¿Os reisteis? Ahora lloraréis. ¿Desdeñasteis? Ahora imploraréis. ¿Fuisteis duros? Ahora os ablandaréis, mal que os pese. La mano de Dios está sobre vuestras cabezas. ¡Ay de vosotros si descarga su justo enojo!
¡Sí, sí! Todo aquello estaba muy bien para las beatas viejas, pero no para aquel vivero de mocetes que se creían ya hombres, de la cabeza á los pies. Macías, Trinidad y otros pocos, manifestábanse consternadísimos. Bertuco estaba serio, reconcentrado. El resto, atendía á la lluvia tanto como al machaqueo terrorífico del inspector. Ricardín andaba atareadísimo en cazar moscas. Había hecho una plaza de toros de papel, con sus toriles, en donde aprisionaba las moscas, habiéndoles mutilado las alas, y luego las sometía á torturas inenarrables, rematándolas á descabello con una pluma de corona. Escuchó vagamente las amenazas del Padre Sequeros, más por frivolidad que por despego. Un moscardón, atontado por el frío, vino á pararse sobre el pupitre de Ricardín. ¡Este sí que es bueno! El niño adelanta la mano, con toda precaución, doblando los dedos en forma de cáscara marina, hasta ponerla próxima al aterido animalucho; la imprimió rápido movimiento transversal, en sentido del moscardón, rasando el pupitre, y ¡oh triunfo! lo aprisionó. Pero ¿en dónde lo guar[p. 92]daba? Se acordó de un alfiletero para barras de lápiz automático que estaba dentro del pupitre. Disimuladamente, con infinitas combinaciones y una mano sola, que la otra guardaba la presa, logró apoderarse del alfiletero sin que el inspector parase en él la atención. El bicho, con el calor de la mano, revivía y se agitaba desesperado; pasó á su nuevo alojamiento sin peripecia digna de mención. Y ya en este punto, Ricardín se aplicó á componer un dístico jocoso, que había de colocar á manera de rabo y banderín en la trasera del moscardón. Cortó una tira de papel y escribió esta singular y enigmática aleluya:
Al fuelle Trinidad le da el azteca
un buen pitón de lavativa seca.
Arrolló la tira de papel, aguzándola en un extremo, que hundió en el vientre del bichejo, y lo echó á volar, lleno de orgullo por la hazaña. Siendo el bagaje mucho, el moscardón batió las alas con toda su fuerza, de manera que movía un gran zumbido, el cual hubo de poner alerta al estudio y dar ocasión á risas sofocadas cuando se vió cruzar por el aire la bandera de papel, de insólitas dimensiones. Las traicioneras miradas denunciadoras indicaron en seguida al inspector quién fuese el culpable. Ricardín quedó anonadado. ¡Tan bien como le había salido...! ¡Malditos fuelles!
—Veo que no tienes enmienda, Ricardín. Ponte de rodillas en el centro del estudio.
El niño obedeció. Llevaba el rostro muy compungido. Á los dos minutos ya estaba en cuclillas, revolcándose por el suelo, gateando bajo las mesas, pellizcando á sus amigos en las piernas, hasta que[p. 93] por su mala fortuna llegó á la femenina pantorrilla de Manolo Trinidad, á quien pellizcó de la propia suerte que á los otros; pero fuera por la más aguda sensibilidad de este jovencito, fuera con el malévolo propósito de poner en evidencia al enredador, ello es que Trinidad lanzó un alarido de parturienta, adredemente prolongado durante medio minuto; y justo es decir que la segunda parte del lamento tuvo causa bastante, porque Coste, que había sufrido heroicamente varios pellizcos con retorcimiento por no comprometer á su compañero, viendo que el dulce Trinidad se dolía tan de pronto y con escándalo, no pudo reprimirse, y le aplicó tal pisotón, que á poco le quiebra los huesos de un pie, convirtiéndoselo en pata de palmípedo, y por lo bajo le dijo colérico:
—¡Calla, marica!
El Padre Sequeros levantó los ojos del libro de oraciones en oyendo el alarido. Ricardín salía de debajo de las mesas, corriendo á todo correr, en cuatro patas.
—Esto es ya intolerable. Salga usted del estudio, señor Campomanes.
—¡Si no fué él! ¡Si no fué él!—suspiraba Manolo Trinidad.
Pero Sequeros, á quien desagradaban las artes hipócritas y rastreras de Trinidad, le hizo callar sin más averiguaciones. Coste respiró, y en la primera coyuntura, hundiendo mucho la cabeza en el libro, de modo que aparentaba estar absorto en el estudio, envió á Trinidad estas palabras, lentas y cortantes:
—¡Si dices algo, te saco los hígados; te los saco, fuelle!—Y le lanzaba ojeadas iracundas, sin dejar de tañer el invisible cornetín.
El trueno rebullía sordamente, á lo lejos. Caía la[p. 94] lluvia, emperezada y rumorosa. Bertuco pensaba en su émulo poético, Ricardín, que en aquel momento estaba á la intemperie, en el patio central del colegio, al cual dan los estudios.
Ricardín, entretanto, poseído de zozobra y pavor, no sabía qué hacerse. Ahora se acurrucaba contra el quicio de la puerta, como oveja rezagada que, fuera de la majada, busca el calor del hato; luego corría tiritando, la mano sobre los ojos, por guardarse del flechazo de los relámpagos.
La tormenta rodaba, acercándose. Una vaga desazón invadía el pecho de los niños. La luz de los velones parecía amortiguarse, asustada. Por los resquicios de las contraventanas filtrábase, de vez en vez, la fosforescencia de las exhalaciones, trayendo á la zaga formidables estampidos.
Comenzó el rosario. El primer misterio se rezó de rodillas sobre los bancos; los otros cuatro en el asiento, para volver á arrodillarse en la letanía. Abelardo era el guía; respondían todos fervorosamente.
—Vas spirituale.
—Ora pro nobis.
—Vas honorabile.
—Ora pro nobis.
—Vas insigne devotionis.
—Ora pro nobis.
El recinto se inflama con una cegadora luz azulina. Horrísono tableteo de cataclismo estremece los muros. Ábrese la puerta violentamente é irrumpe Ricardín, enloquecido, clamoroso, con los brazos abiertos, demudado el rostro, los ojos como cristalizados é insensibles, híspido el cabello; da unos cuantos pasos vacilantes y cae en tierra. Todos los niños gritan, espantados; pegan la frente sobre las losas, y, juzgando que es el fin del mundo, el des[p. 95]atarse de la cólera divina, según había predicho Sequeros, imploran angustiadamente:
—¡Misericordia! ¡Absolución! ¡Absolución!
El jesuíta los bendice. Pasan unos minutos, inacabables, en espera de la segunda sacudida, que ha de hacer añicos y escombros el universo. Mas ya la tormenta huye; los monstruos del estrago braman cada vez más lejos.
Los niños van recobrándose lentamente; se miran unos á otros con extraviada pupila; rezan en voz baja; todos quieren confesarse en el acto. El Padre Sequeros les disuade.
—El sábado próximo lo haréis, y no se os olvide esta lección.
Pero los niños tienen memoria de pájaros. Á los dos días, si se acordaban del medroso paso, era para avergonzarse de tanta pusilanimidad. Le echaban la culpa á Campomanes por haberlos sobresaltado con su aparición súbita y la caída, que lo tomaron por muerto. Y Ricardín contestaba:
—Sí, sí; quisiera yo haberos visto afuera.
[p. 97]
[p. 99](Celda del Padre Rector. Una pieza cuadrangular, de muros blancos, mates. La puerta que la da acceso desde el tránsito, muy cerca de una esquina. De cabecera al muro de la puerta, la camarilla, cerrada por tabiques cuya altura promedia la de la estancia, y de manera que mata otra esquina y hace un pasillo pequeño y obscuro, en cuyo fondo está la dicha puerta. Una cortina oblitera la entrada de la camarilla. Una mesa; un sillón de enea; un crucifijo en la pared, sobre el sillón; un reclinatorio; un comodín con algunos libros, al pie del ventanal. Todas las celdas son iguales; pero la del Rector caracterízase por cierta desnudez hosca, hermética, que corresponde justamente con el carácter del Padre Arostegui.)
INTERLOCUTORES
Padre Rector.
Padre Prefecto de disciplina.
Padre Sequeros.
Padre Mur.
Arostegui
(Sentado. Los otros tres en pie, frente á él.) Según eso, Padre Sequeros, la disciplina de la primera división... Yo no digo nada.
[p. 100]Sequeros
Deja bastante que desear, reverendo Padre.
Arostegui
¿Explicaciones?
Sequeros
Las conocidas. Los primeros pasos son los más difíciles de dar. Añádase que, siendo los alumnos todos mayorcitos, la obra destructora de estos meses disipados de vacaciones llega muy hondo.
Arostegui
¿Qué dice usted, Padre Prefecto?
Conejo
(Dando saltitos.) Me parece muy cuerda la observación del Padre Sequeros.
Arostegui
¿Y tú, Mur?
Mur
¿Yo qué voy á decir, reverendo Padre...?
Arostegui
Lo que pienses.
Mur
Estoy poco tiempo con los alumnos: una hora en los estudios y el tiempo de las recreaciones. No sé si atreverme... Desde luego, en principio, lo que dice el Padre Sequeros es acertado; pero eso es precisamente lo que hay que corregir, y sin blandear, inexorablemente. Mi insignificante opinión es que hay tolerancias funestas. ¿Merece tolerancia el error ó la rebeldía?
(Conejo, algo nerviosillo, interviene.)
Conejo
Claro que no; pero no se trata de eso.
Arostegui
Déjesele hablar.
Mur
No tengo otra cosa que decir, y, por lo que veo, no he acertado.
Arostegui
Padre Sequeros, ¿qué remedio ó medicina...?
Sequeros
Adelantar los ejercicios de San Ignacio este curso. (Eleva los ojos al cielo.) ¡Oh, santos y divinos ejercicios hechos de luz especial de Dios! ¡El maná guar[p. 101]dáis, la médula del Líbano y el granito de mostaza del evangelio!
(Conejo le mira sorprendido; Mur, con aspereza y despego.)
Arostegui
Bueno, bueno; todo eso ya lo hemos oído muchas veces. (Sequeros se encoge de pronto, como caracol al cual trincan un cuerno; indudablemente ha pisado en falso al sacar su alma al sol del entusiasmo.) Habíamos dicho que adelantar los ejercicios este curso; bien. Los adelantaremos. Y hasta entonces, ¿qué remedio ó medicina...?
Sequeros
(Con timidez.) Aumentar la dosis del único que está en mi mano, el que hasta ahora vengo administrando: el amor. Decir tratamiento de amor, es decir tratamiento de indulgencia. Nuestro Padre San Ignacio, en sus Constituciones...
Arostegui
(Frío.) Sí, sí; recomienda la indulgencia; pero es en teología moral, en los ministerios, que en el magisterio y disciplina fué siempre inflexible. ¿Y usted, Padre Prefecto?
Conejo
Sí, sí, la disciplina; una disciplina militar, ¿qué duda tiene? Pero con su cuenta y razón. Lo primero, probar á la división, baquetearla, apretarla las clavijas, de modo que se atemorice y considere lo que se le puede echar encima. Luego, llegada la hora de la sanción... hablo tal como pienso, me inclino al Padre Sequeros, esto es, á la indulgencia. Desde hoy en adelante, y le ruego al Padre Inspector no crea[p. 102] que con esto pretendo desacreditar su conducta, pienso tomar una acción más inmediata sobre la división.
Arostegui
¡Bien, bien! Tú, Mur, ¿qué dices?
Mur
¿Quién soy yo, reverendo Padre?
Arostegui
Pues que te pregunto, señal de que me importa tu opinión y la juzgo de peso.
Mur
Aun cuando mi experiencia es corta, me basta para saber que el hombre es naturalmente malo. Pero ¡qué la experiencia propia! ¿No nos lo dice la sabiduría eterna? El corazón humano es seco, pedregoso, y no lo ablanda si no es el temor de las penas venideras ó el recuerdo de las pasadas, y muchas veces, ni aun eso. Amor... Sí, amor á todo y á todos; es cosa debida. Amor, señaladamente á nuestros santos fines, de los cuales son medios de mucho fuste estas criaturas que se nos encomiendan y en las cuales apuntan ya todos los malos instintos: la sensualidad, el orgullo, la rebeldía; la rebeldía. Amor... No en balde la ciencia, que la tradición elabora, afirma: Quien bien te quiere, te hará llorar.
(Una pausa.)
Arostegui
Procuren la enmienda de la división. (Salen Sequeros, Eraña y Mur. Conejo piensa): «Este viborezno no escatima su ponzoña».
[p. 103]
RARA AVIS
[p. 105]El estudio de la tarde era el más pesado; dos horas y media de inacción y recogimiento, desde las cinco y media hasta las ocho, sin otro respiro que la media hora de rosario y lectura espiritual, los cuales solían comenzar á las siete. Terminada la lectura, entraba el Padre Mur á sustituir al Padre Sequeros, promoviendo entre los alumnos cierto malestar medroso. Tras de la aridez del largo día y monótonas faenas de clases y estudios, aquellas dos horas pesaban con abrumadora gravedad. Algunos se dormían sobre los libros, pachorrudamente, contando con que el Padre Sequeros no les había de traer á la vida consciente. Les consentía dormir, que es una manera de guardar compostura, siempre que no roncasen. El pobre Coste estaba incapacitado para este dulce y acomodaticio reparo del tedio, porque, debido á la curiosa configuración de sus carrillos, lo mismo era caer en blando sopor que convertirse en un instrumento que exhalase los sonidos más descompuestos y risibles. Un día ensayó á obturarse la boca con el pañuelo; el remedio le fué fatal, porque si ya en estado de vigilia la exuberancia gaseosa de los intestinos le ponía en feroces aprietos, así que se[p. 106] zambulló en las linfas del sueño, teniendo cegado el desahogo de la boca, las flatulencias de que adolecía se acumularon, buscando otro escape por donde insinuarse libremente, lo cual hicieron con magníficas explosiones. El escándalo fué mayúsculo. Coste despertó, rojo hasta el blanco de los ojos, bien á causa de la vergüenza en que su flaco le puso, bien porque anduviese á punto de ahogarse, faltándole la respiración. Las manifestaciones de sonoridad que caracterizaban á Coste eran de ordinario bastante inoportunas. Por ejemplo, rezábase un día el rosario. Iba conduciéndolo Trinidad, con su voz de contrahecha devoción. Terminada la letanía se llegó á las oraciones finales, que se rezan en silencio.
—Un Credo al sacratísimo Corazón de Jesús.
Y todos oraban en voz baja.
—Una Salve al sacratísimo Corazón de María.
Reanudóse el silencio, y cuando más grave y profundo era, retumba un bárbaro estampido que se alonga un trecho, cantante y juguetón. Las válvulas de Coste se habían relajado bajo la presión desesperada de una espantosa procela visceral. Todos rompieron á reir, inhábiles para mantenerse en piadosa actitud. El Padre Sequeros se mostró entristecido por el desacato, pero no amonestó á Coste, ni le impuso pena ninguna. Era su procedimiento. Decía á los alumnos: «Cada falta que cometéis es una puñalada que me dais. Compadeceos de mí». Y como en su rostro transparecía paladinamente el dolor, los niños le conmiseraban é iban absteniéndose poco á poco de pecar.
El disparo de Coste se propagó en ecos numerosos, algunos de los cuales fueron á repercutir en el oído de Conejo y también de Mur: ecos físicos, no, ciertamente, que á tanto no llegaba el aliento de[p. 107] Coste, con ser estentóreo, sino ecos morales, soplos supletorios de los fuelles. (Llámase fuelle, en la vida de colegio, á los chismosos, acusones, correveidiles, etc., etc.) Coste sospechó, en primer término, de Trinidad, que era el fuelle más acreditado en la ínsula.
—¡Vaya, hom, vaya!—le rugió, torvamente—. No es mal oficio el tuyo: llevar en la boca las ventosidades que yo suelto. ¿Qué tal sabía? He de pagarte el servicio, no te creas; he de pagártelo, y bien—. Los carrillos, con la cólera acumulada, se le expandían, amenazando desgarrarse.
Ricardín Campomanes, que andaba por los alrededores del frenético gallego, se le acercó.
—Vamos á ver, Coste: ¿por qué no pruebas á ahogarlos?
—¡Ay, no, no!—suspiró Manolo Trinidad, dengueando de tal manera, que no daba paz al trasero—. ¿Quieres que nos mate por asfixia?
—¡Ay, hijo! Pues no sabes los que te has tragado, porque todos los días ahogo más de dos docenas.
—De todas suertes, el otro día no has sido oportuno.
—Otro día lo seré más, Campomanes.
Cumplió su palabra, en plazo brevísimo. Pronunciaba Conejo su acostumbrada plática hebdomadaria en el estudio de la primera división. Era un comentario á las palabras evangélicas: «Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que no un rico por las puertas del Cielo.» Conejo, esforzándose en dar plasticidad al estilo, menudeaba las comparaciones pintorescas y hasta cómicas. Los niños le seguían atentamente.
—Porque ¿me queréis decir—gritaba—de qué le sirve al rico su riqueza cuando le llegue la hora de[p. 108] su último juicio? Le servirá para ir al infierno en coche, ó si queréis en tren especial, ó si queréis en una bala de cañón.
¡POM! Coste había sido el artillero. La propiedad onomatopéyica del estallido fué tan acendrada, que á todos dejó maravillados y suspensos durante un minuto, después del cual se siguió un desenfreno de risotadas, justa ovación á la maestría de Coste. El mismo Conejo anduvo á pique de soltar el trapo. Por el momento no dijo nada, guardándolo para mejor coyuntura; más que otra cosa experimentaba cierta envidia, como de todos aquellos que movían la risa ajena con simplicidad de medios. ¡Lástima que la austeridad de la sotana no le consintiese las mismas expansiones!
El Padre Sequeros contaba para sus fines con la tierna coacción que la Naturaleza ejerce sobre las almas, constriñéndolas, por decirlo así, á meditativa seriedad y grave melancolía. Conociendo los parajes más apacibles, insinuantes y hermosos de las aldeas circunvecinas, los elegía para los paseos de la división, jueves y domingos, y según la sazón del tiempo y circunstancias del sitio, narraba historias de piedad, edificantes ejemplos que ajustasen en el fondo, en el ambiente.
—¿Veis ese puente? Es un puente romano.
—Parece un dromedario con gualdrapas de seda verde—habló Bertuco.
—Ya salió éste con sus metáforas—interpuso Campomanes, avinagrado—. Deja que cuente el Padre Sequeros.
Estaban en una pradera, al margen de un remanso y no lejos de un puente en ruinas, de giboso lomo, vestido de hiedra.
—Sentémonos—. El jesuíta se acomodó al pie de[p. 109] un roble, y en tanto algunos niños retozaban, otros se asentaban á la redonda del inspector, apelmazándose por mejor oirle.—Pues hay un puente en Francia, entre otros muchos puentes, no vayáis á creer. Pero este puente, que se llama el de Saint-Cloud, es un puente que... ¿á qué no averiguáis quién lo hizo? Pues lo hizo el diablo. Es lo cierto que el maestro de obras se veía negro para concluirlo, porque, según parece, sus planos no estaban bien y no había forma de darle remate. Se hundió varias veces y hubo que comenzarlo de nuevo. En esto que se le aparece un personaje embozado al maestro de obras. Comenzaba la noche. «Señor Dubois—porque se llamaba así el maestro—, yo soy Satanás.» «Muy señor mío.» «Yo te hago el puente.» «No caerá esa breva.» «Te lo hago; pero...» «Sepamos el pero.» «Con una condición, y es que lo primero que pase, persona ó cosa, sea para mí. Tú has de apoderarte de ello y hacerme entrega. ¿Hace?» «Ya lo creo que hace.» Conque, tiqui, taca, tiqui, taca, el puente crecía asombrosamente por arte de Satanás. El maestro, que era un galopín, pero temeroso de Dios, escápase á su casa y habla al oído á su mujer. Cuando amanecía, el puente estaba ya concluído. «Ya sabes: lo prometido es deuda.» «Sí, señor Satanás. Esperemos.» Pasado un momento, dice el maestro: «Por allí me parece que viene algo.» ¿Y sabéis lo que era? El gato del maestro. Este lo cogió por el rabo y se lo dió al demonio, el cual huyó avergonzado y confuso.
—¡Bah!—advirtió Bertuco—. Ese es un cuento de niños.
Los oyentes no ocultaban su decepción. El Padre Sequeros proseguía:
—¡De niños...! ¿Y qué sois vosotros, por ventura? ¿No os hablo á todas horas de cosas serias, de[p. 110] asuntos que interesan á la salvación de vuestra alma? ¿Qué hacéis, entonces? También suponéis que son cosas de niños. Pues bueno; yo os cuento cosas de niños por ver si lo tomáis en serio.
Oíase acaso el ruido profuso de las aves, alguna esquila trémula, voces campesinas; veíase el remanso sorbiendo en su dormida transparencia toda la serenidad del cielo. Los niños inclinaban la frente; la magistral circunspección del campo cohibía la frivolidad de aquellos espíritus en flor. Sequeros sabía colegir muy bien de la hondura de la mirada cuándo las almitas se agrietaban en surcos, anhelando la semilla. Y en aquel punto comenzaba á caer de sus labios la mansedumbre del milagro y la luz de la leyenda.
Ante la tersura diamantina del remanso, evocábase el prodigio de San Blas, San Jacinto y San Francisco de Asís, caminando con paso leve y pie enjuto sobre las aguas.
Llovía de pronto; la prole muchachil abrigábase bajo la ramazón de los poblados robles y aprendía cómo un águila, abiertas las alas luengas, cobijaba contra el azote de la lluvia á San Medardo.
Presumíase en el horizonte una tormenta; y era la historia de San Sátiro, hermano de San Ambrosio, que en lo más recio de un naufragio átase la hostia consagrada al brazo, con un lienzo, arrójase al mar y logra salvarse. O de San Maló, que celebra su misa sobre el lomo de una ballena que tomó por isla.
Vense unos mulos paciendo sobre un oteruelo; y es el peregrino milagro de San Antonio de Padua, el cual, por convencer á un incrédulo, presenta la hostia á un mulo; húndese el animal de rodillas y baja la cabeza en señal de adoración.
Y cuando el Poniente se inflama y arroja incandescentes saetazos que pasan de claro á las nubecillas,[p. 111] sellándolas con cifras y rasgos de lumbre, es la hora de reverenciar en el recuerdo á los favorecidos con estigmas, á las almas exaltadas de pasión divina cuyo premio fué la sabrosísima herida en la carne mortal, maravillosa correspondencia de las llagas del Salvador; Francisco de Asís, Benito de Reggio, Carlos de Sazzia, Nicolás de Rábena, Catalina de Sena, Magdalena de Pazzi, Angela de la Pace, Stephana Quinzani, Rosa Tamisier. Luego eran las delicadas mercedes y amantes finezas de Jesús con sus elegidos. Santa Catalina, recitando el miserere, llega al versículo: cor mundum crea in me, Deus. Repítelo la santa casi desfallecida, implorando al esposo. En esto aparécesele Jesús, vestido de resplandores, y con amorosa ternura le saca el corazón. Tres días permanece sin él la santa. Al tercero, Jesús la ofrece otro, purísimo, diciendo: «Hija mía Catalina: porque seas enteramente limpia á mis ojos te doy un corazón nuevo.» Y durante toda su vida conserva la cicatriz en el costado. O el trance sublime y conmovedor de María Alacoque, permutando el corazón con Jesús, quien formaliza el cambio por medio de un documento que él mismo dicta: «Te constituyo heredera de mi corazón y de todos sus tesoros para la eternidad. Te prometo que no te faltará ayuda, como á mí no me falte poder. Serás siempre la preferida: juguete y holocausto de mi corazón.» O también, el suavísimo regalo que nuestro Redentor hizo al venerable Riscal. Paseábase por los tránsitos del convento de San Ambrosio, en Valladolid, cuando he aquí que se encuentra con un niño de extraordinaria hermosura. «¿Cómo te llamas?» «Yo, Jesús de Crisóstomo. ¿Y tú?» «Yo, Crisóstomo de Jesús.»
Volvían al colegio con el crepúsculo vespertino. Del monte, de la colina, del árbol, bajaban sombras[p. 112] caprichosas. De los matorrales nacían vocecillas inquietantes. Era el momento de hablar de las trazas, ardides y encarnaciones de que Lucifer se sirve para tentar al justo ó castigar al impío; gústale preferentemente tomar la forma del cerdo, también la de la cabra, y en alguna ocasión se presentó de entrambas maneras en las camarillas de los alumnos, habiendo uno en pecado mortal. Los niños, que en otras circunstancias se hubieran reído de la estúpida fantasía de un diablo que elige al cerdo por ornamento y apariencia carnal, transidos por el misterio del campo y de la noche, se estremecían y buscaban mutuo amparo, apretujándose.
—También—dijo Coste cierta vez—se aparece el diablo en forma de león; pero cuando se le coloca un gallo delante, desaparece.
—Calla, Coste, que esas son supersticiones necias.
—No, Padre Sequeros; por allí, dícenlo. Y hay muchos que lo vieron.
Los de las primeras ternas se detuvieron de súbito.
—¿Por qué no avanzan esos?—preguntó Sequeros.
Los niños callaban. Por el camino y en dirección opuesta se deslizaba un indeciso fantasma blanquinoso, en compañía de un bulto negro. Los más medrosos hicieron la señal de la cruz. El Padre Sequeros los animó.
—Es gente que vuelve á sus casas. Adelante. ¿Qué miedo es este?
Y á poco, Ricardín Campomanes, que era un lince:
—Anda, si es Villamor, el ingeniero, y Ruth, su mujer.
—¡Vaya unas horas de pasear!—manifestó Sequeros.
—Por eso no los habíamos visto aún este curso—habló Bertuco.
[p. 113]—Rara avis—añadió el jesuíta—. Ave rara, de insuperable belleza; su alma tiene que ser bellísima también. ¡Se convertirá, se convertirá! Es mi profecía.
Era, en efecto, la profecía del Padre Sequeros; su realización se alargaba bastante.
Ruth era inglesa. Decíase que judía ó protestante. Lo cierto es que vivía fuera de la Iglesia Romana. No sustentaba relaciones amistosas con las damas de Regium. Acostumbraba salir de paseo por las afueras, del brazo de su esposo, un individuo rechoncho y de aspecto vulgar, ingeniero en las obras del puerto. Á veces iban también dos niños, varón y hembra, rubios como su madre, gentilísimos. Los alumnos del colegio encontraban al paso con frecuencia á Villamor y á Ruth. La primera vez que la vió Sequeros había dicho, como ahora:
—Rara avis.
[p. 115]
[p. 117]La pedagogía de Conejo era simplicísima. El perilustre Prefecto de disciplina aplicaba al gobierno de los alumnos lo que San Ignacio en sus Constituciones aconsejó para el buen gobierno de la Compañía, esto es, adiestramiento militarista del carácter y de la sensibilidad; sustituir con el principio de la jerarquía militar el de igualdad, y con el de obediencia militar el de fraternidad; obediencia absoluta, perinde ac cadaver. Pero, como al propio tiempo era tan inclinado á payasear y dar que reir á los alumnos, resultaba que la autoridad que ganaba con sus ejercicios cuartelarios la perdía en los pasillos cómicos.
En cuanto á lo primero, decidió Conejo, por lo pronto, bajar á los recreos; formaba á los alumnos en los patios y les instruía en una táctica de su invención; les obligaba á evolucionar, sin descanso, ordinariamente á paso ligero, al compás de los gritos reglamentarios «un, dos, tres, cuatro», ó también vociferando la marcha de San Ignacio:
Fundador sois, Ignacio, y general
de la Compañía real
que Jesús con su nombre distinguió...
En opinión de Conejo, uno de los más graves aten[p. 118]tados que podían cometerse contra la disciplina era el acto de volver la cabeza en los estudios, en las filas, en donde fuese; en suma, el hecho de sentir curiosidad. Nada de cuanto acontece á espaldas nuestras, por extraordinario y estruendoso que sea, merece que volvamos la vista atrás, en busca de información. Por conseguir esta pasividad total de los alumnos en punto á los hechos externos de que vivían rodeados, Conejo apelaba á muy extraños arbitrios.
Estaban, por ejemplo, los niños conllevando mal que bien las horas imponderables de estudio. El Padre Sequeros, desde el púlpito-atalaya, por mejor hacer la vista gorda, leía su breviario. En esto, por la puerta del estudio, que está al extremo de la sala y detrás de los pupitres, penetra Conejo, con todo género de precauciones, de manera que no se levante ni el más débil rumor. Sin embargo, los de los bancos traseros advierten el ruido levísimo de alguien que anda sobre las puntas de los pies, sienten el movimiento del aire, rumores lejanos que, estando abierta la puerta, suben de intensidad; escudriñan con el rabillo del ojo, y aunque haciéndose los desentendidos, ven con profundo espanto, personas que rebullen, instrumentos que brillan, preparativos inexplicables. Piensan: «Debe de ser cosa de Conejo. ¿Qué burrada se le ocurrirá?»
De pronto, revienta un torrente de sones descompuestos, agudísimos, demoníacos. Algunos niños, tomados de la sorpresa, chillan y tiemblan nerviosamente; otros, botan sobre los asientos, á punto de caer accidentados. Seis han vuelto la cabeza.
Conejo avanza fanfarronamente hasta la testera del estudio:
—Amiguitos; seis han vuelto la cabeza. El próximo jueves os quedáis sin el paseo de la tarde.
[p. 119]Se oyen las risas ahogadas de los bestiales fámulos, que son quienes han tañido con toda la fuerza de sus pulmones agrestes los instrumentos más rudos de la charanga del colegio.
Llegado el jueves, Conejo levanta el castigo, bajo promesa formal de que las cabezas han de permanecer inmóviles en la primera ocasión. Y en la primera ocasión, el ingenioso jesuíta quema una tanda de fuegos artificiales, los cuales derraman por los ámbitos del estudio infinitas chispas. Se les queman las orejas y chamusca el pelo á unos cuantos, entre ellos Manolito Trinidad, que suspira como una tórtola y vuelve la cabeza, poseído de lamentable turbación, creyendo sin duda que se trataba del fuego de Sodoma y Gomorra. Nueva imposición del castigo. Esta vez el único causante ha sido Trinidad, y como Conejo no ha tenido á bien otorgar indulto, el joven cofrade de la mujer de Lot, encima de improperios sin cuento, sufre en las narices un balonazo que así como por casualidad Coste le aplica, dejándole exánime y ensangrentado.
Otras dos experiencias realizó Conejo; la una, derribando un armario lleno de cachivaches y cacharros inservibles, que vino á tierra con el estruendo que se supone; la otra, lapidando, por decirlo así, los indefensos cogotes de los alumnos con estropajos húmedos. Á la postre consiguió cercenar todo movimiento espontáneo y hacer á los niños simuladores, ladinos y desconfiados.
El sistema de la emulación, mediante el cual los niños ignoraban el concepto de lealtad y compañerismo no viendo los unos en los otros sino émulos, es decir, enemigos del propio bien, seres tortuosos, les estaba encomendado á los maestrillos, en las cátedras. Cada clase se dividía en dos bandos, ro[p. 120]manos y cartagineses, con sus estandartes correspondientes. Los romanos se sentaban en los bancos de la derecha del profesor; á la izquierda, los cartagineses. El más aventajado del aula trascendía de este particularismo; era el emperador. Seguíale el cónsul romano, y á éste el cartaginés. Venían detrás los centuriones, cuya misión era inspeccionar la aplicación de las respectivas huestes y mantener, por medio de frecuentes delaciones, al maestro, en noticia constante de la conducta de los alumnos. Los sábados, á la tarde, se verificaban los desafíos. El que pretendiese avanzar un puesto desafiaba al que le precedía; salían al centro del recinto y comenzaba encarnizada lucha en que cada cual, según recitaba el otro su lección, acechaba fieramente á fin de patentizarle, al menor descuido, sus errores. Luchaban también bando contra bando, computándose en la pizarra las faltas. Á la postre, los estandartes hacían campear la victoria y la derrota de ambos ejércitos. Por una cara decían: «ROMA VICTRIX», Roma vencedora. Por el reverso, «ROMA VICTA», Roma vencida. Lo mismo el de Cartago. Durante la semana permanecían insolentemente las palabras de triunfo y las de baldón. El mismo sábado, después de las últimas clases, el colegio se encaminaba, en dos filas, á la Salve solemne, celebrada en la iglesia pública. En el medio iban los emperadores de las diversas promociones, con los cónsules á entrambos costados, y el victorioso enarbolaba la bandera de la clase. De esta suerte la ciencia, en vez de sacramento, se convertía en guiñapo de vanagloria y presa á propósito para ser disputada á mordiscos y uñaradas.
El ensayo de instrumentación religiosa que Coste hizo rezándose el rosario, y el comento sonoro que[p. 121] puso á la plática de Conejo acontecieron en la misma semana. El carrilludo mancebo estaba maravillado viendo que sus manifestaciones explosivas no le acarreaban complicación ni contratiempo. Llegó el domingo. Después de la segunda misa, el Prefecto recorría los estudios, con un gran libro debajo de la axila derecha, y leía las notas semanales que los alumnos hubieran obtenido. Las calificaciones eran las siguientes:
A = Muy bien.
AE = Bien.
E = Bastante bien.
EI = Regular.
I = Bastante mal.
IO = Mal.
O = Muy mal.
Las oes se aplicaban en contadísimas excepciones.
Conejo iba leyendo las notas lentamente. Cada alumno, para oir las suyas, poníase en pie.
—Don Romualdo Coste y Celaya—masculló Conejo.
Coste se levantó, avergonzado y encogido. Tenía tristes presentimientos.
El Padre Prefecto sacó la caja de rapé, tomó un polvo, se golpeó las ventanas de la nariz, que sonaron á oquedad; todo muy espaciadamente. Luego:
—Deberes religiosos: O.
Una pausa de mucha expectación. Conejo contempló á la víctima con un gesto de insolencia jocosa. Y rompió á hablar, dando amenazadora prosopopeya á las palabras:
—¡Puerco! ¡Repuerco! ¡Requetepuerco! ¡Ultrapuerco! ¡Archipuerco!... ¡Vaya usted á soltar cuescos á su padre!
[p. 122]Una gran carcajada coronó el elocuente apóstrofe de Conejo. Coste miraba de reojo, con ánimo de ajustar más tarde las cuentas á los que se excediesen en las risas con que por lisonjear al Ministro le zaherían. Cuando se sentó, pensaba: «Menos mal; como todos los castigos fuesen así...»
[p. 123]
[p. 125]Dos eran las cosas que Mur abominaba sobre toda ponderación; la primera, que yendo en filas, como siempre iban las divisiones al trasladarse de un punto á otro del colegio, se tararease por lo bajo; la segunda, que en caso de acometer al alumno, en las altas horas de la noche, una necesidad, aun siendo acosadora é inaplazable, se satisficiera haciendo uso del bacín que para casos de menor entidad había en la mesilla de noche. Es decir, que Mur se había propuesto luchar con dos fuerzas naturales. Una, porque estando los alumnos en punto de crecimiento y con gran remanente de actividad que no hallaba medio fácil de explayarse, la energía les rezumaba por todas partes y en toda ocasión, siendo la forma preferente el canturreo en que, á compás del paso en las filas, incurrían sin darse cuenta y á pesar de los castigos. La segunda, porque permaneciendo cerrados por de fuera en sus camaranchones durante la noche, y no acudiendo el sereno á los toques por hallarse monolíticamente dormido, no les quedaba otro recurso decoroso á los alumnos, caso de apretarles la urgencia, que aprovechar el único recipiente idóneo que á mano tenían. Mas, por lo mismo que era físicamente imposible corregir uno[p. 126] y otro fenómeno, Mur exteriorizaba particular enojo ante su frecuencia, y era que ello le daba pie para imponer penas y para imaginar los más absurdos procedimientos de tortura, con lo cual se refocilaba tan por entero que le salían á la cara las señales del goce entrañable y cruel que esto le traía.
Era cosa de verle ante el niño penado, cuando le hacía sustentarse en posturas forzadas é inverosímiles, durante minutos eternos. Su fría carátula tomaba calor de vida, los labios se aflojaban, la nariz trepidaba y la siniestra verruga se henchía de sangre, se esponjaba, lograba expresión.
Su indiferencia aparente era tanta que desconcertaba á los alumnos. Caminaba entre las filas como absorto en sus propias cavilaciones. Un niño, creyéndole ausente de las cosas externas, volvíase para decir cualquiera paparrucha á un amigacho; no había pronunciado tres palabras, y ya tenía sobre la mejilla la mano huesuda de Mur, impuesta en el tierno rostro con la mayor violencia. Era especialista en los pellizcos retorcidos, que propinaba con punzante sutileza, poniendo los ojos en blanco y sorbiendo entre los apretados dientes el aire, cual si le transiera un goce venusto. En el castigo de la pared, el más benigno y corriente, Mur lograba poner un matiz propio. La pena consistía en estar cara al muro y espalda á los juegos, diez ó quince minutos, durante la recreación. Mur se encaraba con el reo, engarabitaba los dedos y los iba plegando sucesivamente, trazando esa seña que en la mímica familiar expresa el hecho de hurtar alguna cosa; al mismo tiempo decía: Apropíncuate, con lentitud, mordisqueando las letras como si fueran un retoñuelo de menta ó algo que le proporcionara frescura y regalo. Y estando ya el niño de cara á la pared, le aplicaba un coscorrón en el colodrillo, de[p. 127] tal traza, que las narices del infeliz chocaban despiadadamente contra el muro.
—En sorprender á los cantores tengo un raro tino—solía exclamar.
No tan raro, si se tiene en cuenta que el que más y el que menos no conseguía abstenerse de esta discreta expansión lírica. Ninguno, en verdad, tan canoro como Ricardín Campomanes; ninguno, tampoco, más distraído. Mur le aborrecía, entre otras razones, cuyo peso específico ignoramos, por ser uno de los favoritos de Sequeros. También lo era Bertuco; no embargante esto, Mur mostraba para con él expresiva lenidad y le hacía objeto de pegajosas asiduidades, que el chico repugnaba: hubiera preferido el odio del jesuíta, sobre todo por asco á las caricias de sus manos, calientes y ásperas como la lengua de un buey.
Una tarde salió Ricardín de las clases más contento que nunca: había sabido la lección de geometría y, en consecuencia, Ocaña había celebrado lo estupendo del caso prodigándole honores y plácemes sin cuento. Las entrañas del niño eran un puro ímpetu de saltar, de gritar, de hacer zapatetas y lanzar la gorra al aire. Iba en las filas como ajenado, positivamente perdido en fantasmagorías y quimeras; pensaba que ascendía ya á los puestos más relevantes de la clase, á centurión, al consulado cartaginés, al romano; componía, en su imaginación, con animada plasticidad, el cuadro del desafío desaforado, descomunal que había de reñir con el simiesco Benavides, temible empollón, y con Bertuco, disputándoles y arrancándoles de los hombros la investidura imperial; veíase emperador, caminando mayestáticamente á la Salve, entre marchas é himnos triunfales; ¡tra, la, li, lara, pon, pón! En efecto, en las filas, que silenciosamente se enca[p. 128]minaban al refectorio, hubo un movimiento de estupor al ver á Ricardín entregado de lleno al vértigo musical, agitando el brazo derecho, con el cual empuñaba una supuesta batuta, rígidas las piernas, taconeando á paso de procesión.
¿Quién describirá la cólera disimulada, recóndita, de Mur y la espantable lividez que invadió sus mejillas? Se acercó ágil y elásticamente, como bestia de presa, tiró un zarpazo á Ricardín en el brazo de la batuta, arrancándole así del seno de los sueños en donde reposaba y forzándole á prorrumpir en un grito de sorpresa y dolor. Por las orejas le separó de las filas, calificándole con voz severa y potente que de todos fuese oída:
—¡Títere! ¡Mameluco! ¡Imbécil! ¿Qué dices? ¿Que no tienes ganas de merendar? Si ya lo sé; probablemente no la tendrás en quince días.
Y lo arrastró por un estrecho pasadizo, que conducía á los patios exteriores.
Después de la merienda había un recreo de media hora. Llegaban las divisiones á sus patios respectivos, rompían filas en oyendo la palmada del inspector, y dos niños, que éste mismo designaba, corrían en busca de los balones y maromas de saltar, a una de las clases, en la cual y dentro de un pequeño receptáculo al pie del púlpito, se guardaban. Aquel mismo día fueron designados Coste y el orejudo Rielas. Coste movíase con embarazo, sin apartar la mano del bolsillo del blusón, evidentemente congestionado con algún objeto pecaminoso y de bulto.
—Eh, tú, Coste, acércate—gritó Sequeros.
Le tentó el bolsillo, por fuera, reconociendo una manzana y un trozo de pan. Sequeros comprendió.
—Vaya, hombre... tú, tan glotón. Eres bruto, pero eres bueno. Dios te lo pagará—. Y le golpeó afectuosamente el cogote.
[p. 129]
El carrilludo Coste partió de nuevo, resplandeciente. Interpúsosele Mur:
—¿Á dónde vais?
—Á por los balones—respondió Rielas.
—Pues no están en la clase del pasillo de los lugares, que los he cambiado yo á la del Padre Urgoiti. Ya lo sabéis.
Y sabían más con esto.
—¿Has oído?—mugió sordamente Coste, en habiéndose alongado un trecho de Mur—. Tiene allí encerrado á Ricardín.
—¡Qué bruto! Le habrá puesto en la butaca[2].
—Sabe Dios. ¿Quieres que veamos?
Se acercaron al aula. Inquirieron, á través del ojo de la cerradura.
—No se ve nada. Mira tú, Rielas.
—No hay nadie. Como no esté escondido...
Examinaron precavidamente la cerradura. La puerta cedió. Metieron la cabeza, husmeando, fruncido el morro.
—¡Canario! ¿Dónde lo tendrá?
Se oyó un susurro tenue: «Pss... Coste, ¿vienes solo?» Coste y Rielas retrocedieron, sobresaltados.
—¿Has oído, Rielas?
—Sí.
—Pero si no había nadie.
—Vamos á ver, antes de que noten nuestra falta.
Oyóse de nuevo la voz incorpórea: «Pss... Coste, ¿quién viene contigo?»
—¿Eres tú, Ricardín?
—Sí.
[p. 130]—¿En dónde estás?
—Debajo del púlpito, en el sitio de guardar los balones.
—Si no puede ser; si no cabes.
—¿Que no? Me han embutido. ¡Ay! Tengo una pierna dormida, y el brazo como un sacacorchos. Oye, ¿qué os han dado de merendar?
—Espera... Pues ha dejado abierta la puertina. ¡Reconcho! ¿Cómo pudiste entrar?
—No entré, me metió á puñadas. ¿Qué tal? Parezco un contorsionista de circo. ¿Eh?
—No sé lo que es un contorsionista, Ricardín.
—Sí que lo pareces—afirmó Rielas.
En efecto, el niño aparecía con los miembros enmadejados; no conservaba la más lejana apariencia racional, como no fuese por la angustiada carita que surgía inadecuadamente de entre las piernas.
—¡Pobriño! ¡Pobriño!—suspiró Coste.
—No, tonto; si es muy entretenido. ¿Cuándo creéis que me sacará?
—Toma.
—¿Qué traes ahí?
—Mi merienda.
—Tú eres bobo; ¿por qué no la comiste?
—No tenía gana.
—Bueno; escribiré á mi hermano José María para que me traiga bombones y los repartiré contigo. ¿Sabes que tengo mucha sed?...
—Con la manzana se te pasará.
—Por si acaso luego te escapas, humedeces bien el pañuelo en la bomba del patio y me lo traes para que yo lo chupe. No estéis más tiempo, que os pueden sorprender.
El hallazgo de esta mazmorra halagó el orgullo de Mur, induciéndole á admirarse de su propia inven[p. 131]tiva. Después del ensayo de Ricardín lo puso en práctica muy á menudo. No llegó el castigo á conocimiento de otros jesuítas porque los niños, presumiendo las feroces represalias de Mur, se guardaron mucho de exteriorizar sus quejas. Á algunos los sacaba medio tullidos, y yacían algún tiempo sobre las losas del pavimento antes de que con la circulación se renovase la actividad de los miembros. Á Coste, en razón de su desarrollo nada común, la compresión le originaba peculiares agonías. El pobre muchachote hacía buen blanco á las cóleras de Mur. El jesuíta, como dispépsico que era, se revolvía en aborrecimiento á la vista de aquellos mofletes túrgidos y bermejos, le odiaba la buena salud y el apetito insaciable de que hacía gala entablando apuestas con los más alampados gañotes de la división. Por escarmentarle en su voracidad, hizo que el abrutado fámulo Zabalrazcoa preparase una mixtura con cierto purgante violentísimo y la derramase en el guisado que Coste había de deglutir. Contaba al propio tiempo con que, acosado de subitáneas torsiones intestinales, había de acudir al orinal, sin vado para otras diligencias, porque la pócima había de servirse en la cena; y de esta suerte, junto con el sufrimiento físico, se acarrearía la afrenta pública de un escandaloso castigo. Mas quisieron los hados benignos de Coste que Zabalrazcoa se equivocase, y en lugar de servirle á él el pérfido condimento, se lo adjudicase á Abelardo Macías, el místico, quien, embebecido siempre en sus célicas musarañas, fué trasladando lentamente al estómago el corrosivo guisado, sin advertir ningún gustillo delator de la ponzoña. Rezó más tarde sus acostumbradas oraciones y se durmió pensando en el venerable Riscal y en la túnica inconsútil de las once mil vírgenes. Ya en sueños, antojósele que por obra de[p. 132] sus pecados era conducido al infierno, en donde una falange de feísimos demonios le desgarraban la tripa con garfios candentes. Cuando despertó, la turbulencia tempestuosa de su vientre amenazaba romper con las esclusas que la sabia providencia colocó en el organismo humano en previsión de nauseabundos derrames y destilaciones. En vano se encomendó al venerable Riscal, rogándole de todas veras bajara en su ayuda, otorgándole unos minutos de energía muscular con que resistir el ímpetu de las rugientes oleadas que por dentro le invadían. Saltó de la cama; intentó llamar á la portezuela; discurrió vertiginosamente y no se le ocurrió cosa mejor que servirse de la jofaina que, promediada de agua, tienen los alumnos en la camarilla para su aseo matutinal. Al hacerlo se echaba la cuenta de que quizá á la mañana siguiente los fámulos atribuyeran la abundante porquería á un prurito general de limpieza, ya que pasaban semanas y aun quincenas sin que Abelardo, absorto en sus oraciones de comienzo del día, dispusiera de un corto vagar en que lavarse cara y manos; era una compensación verosímil.
Á la mañana siguiente, Mur andaba por el tránsito de los dormitorios, con su nariz de rata de alcantarilla más vibrátil que nunca, venteando y sonriendo. Tomó por el brazo al fámulo Babzola, uno de los que hacían las camas:
—Oye, Babzola; por aquí huele que apesta. Alguno ha hecho una gorrinada. Mira bien y baja á decirme el número á mi celda.
Aquel día, cuando los alumnos salían del estudio de la mañana para ir á desayunar, en mitad del claustro se dieron de cara con un espectáculo repugnante. Había una mesilla de noche con la tapadera abierta; en el agua turbia de la palangana flo[p. 133]taban excrementos; el hedor se prolongaba espesamente, atacando el sentido. Detrás de la mesilla de noche estaba en pie Abelardo Macías, con los brazos cruzados y los ojos puestos en la techumbre, como ofreciéndose en holocausto á una justicia invisible.
¡Cuán inocente estaba Coste de sospechar el riesgo que había corrido, y cómo aquella deshonrosa exhibición á él estaba destinada! Á Mur no le apesadumbró gran cosa el inesperado error de Zabalrazcoa. Como quiera que tenía por la más necia presunción la de santidad, agradeció al capricho de la suerte que le colocara en coyuntura de infligir á Macías público correctivo. Y ya satisfecho en este punto, aplicóse á sorprender á Coste en alguna falta flagrante y á inventar nuevas penas, del linaje de las infamantes y aflictivas, que eran las únicas que le parecían saludables. La empresa no presentaba dificultades; la conducta de Coste tenía tantos lunares como pulgas un gozque aldeano.
Á los pocos días de haber evitado Coste milagrosamente las asechanzas del purgante, en la postrera media hora de estudio de la noche, encomendada á la vigilancia de Mur, cayó dormido y dióse á roncar en forma que simulaba con cierta propiedad los tanteos preliminares del rebuzno. Le despertó Mur, le alabó sus aficiones y le prometió cumplida satisfacción para el siguiente día, como lo hizo. Para ello, presentóse en el recreo con una cabezada en la mano, que aplicó al cráneo de Coste, conduciéndole luego, entre la alborotada chacota de los alumnos, á la cuadra de Castelar.
Castelar era el burro de que se servía el Hermano cocinero para traer las provisiones de la plaza. El acto de caracterizar al animal con un nombre había sido asunto de seria deliberación entre los Padres.[p. 134] Convenían todos en que fuese el de algún hombre célebre, hostil á la Iglesia. Se pensó en Voltaire, en Renán; luego, la preferencia se inclinó hacia los nacionales. Salmerón, era sonoro y expresivo; pero hubo de rechazarse porque así se apellidaba un compañero de San Ignacio. Pí, demasiado breve y anfibológico. Pí Margall, no sonaba bien. Entonces, el Padre Estich, que á la sazón leía una diatriba contra D. Emilio Castelar, escrita por el Padre Alarcón, propuso el nombre de este glorioso tribuno. Se aceptó al punto, con gran algazara. Y, desde aquel instante, el pollinejo fué Castelar.
Castelar era rucio, sociable, bondadoso y melancólico. Sobre la frente le caía, con mucha gracia, espeso flequillo. No incurría en vanagloria, y rara vez alborotaba sus hermosas orejas, suaves, velludas, como de terciopelo.
Mur introdujo á Coste en la cuadra, y lo ató corto al pesebre, de manera que le fuera imposible distraerse cabalgando el asno, y en tal guisa, que la cabeza del niño quedaba en una alarmante vecindad con la del pollino. Estando todo dispuesto, los dejó solos. En un principio, Coste permaneció mustio y receloso, con la vaga sospecha de una coz ó de una dentellada. Luego, mirando de reojo, tropezó con las pupilas afables y meditabundas del burro, que parecían darle la bienvenida. Á los pocos minutos se habían familiarizado por entero; reía el niño y reía el asno, á su manera.
Aquella tarde, Coste comunicó á Bertuco un grato secreto.
—Bertuco, ¿sabes? Castelar es una gran persona. Si vieras...
[p. 135]
[p. 137]
El Conductor de los ejercicios espirituales fué aquel curso el Padre Olano. Eran privados, para los alumnos solamente y se celebraban en la capilla particular del colegio. El Superior había aconsejado á Olano:
—Conviene que disponga bien su plan, Padre. Tome de la biblioteca los libros necesarios: enciérrese en su celda y trace punto por punto el modo en que las meditaciones han de distribuirse, adornándolas con las comparaciones, ejemplos y bien urdidas composiciones de lugar que han de ilustrarlas, de manera que no quede nada confiado á la improvisación. ¡Oh, de cuánta importancia es esto!
El Padre Olano tenía asco á la letra de molde, la cual solía inducirle á laberínticos embrollos; confiaba en las fuerzas propias y en su larga práctica de orador tremebundo. Así, prefería lanzarse á la elucubración espontánea.
Se precipitó en el currículo; se cerró en el cuarto, con un librito aforrado en roja piel labrada, y un buen abasto de papel. Caviló, plumeó, tachó, rasgó pliegos sin cuento. En las etapas de indigencia men[p. 138]tal acudía en demanda de luces á un grabado en acero que el librito aquél tenía en la anteportada: allí estaba San Ignacio, en lo hondo de una cueva, los ojos en alto, la siniestra mano sobre el esternón, suspendida la diestra en el aire y con una pluma de ave; delante de él un considerable guijarro, á manera de bufete, con un libro abierto y un tintero con su pluma de repuesto; arriba y naciendo de nebulosas vedijas, la Virgen, con el niño en brazos, que señala imperativamente hacia el libro; más arriba y en la clave del grabado una hostia reverberante, en cuyo centro campea una cifra J H S sobre tres clavos; en el ángulo inferior derecho, caídos al desgaire sobre los pedruscos, un bastón, una capa y un chambergo con pluma al costado. Debajo de la estampa dice.
S. IGNATIUS LOYOLA S. J. FUNDAT
Manresal Spiritualia Exercitia
dictante Virgine scribit
Y en lo más alto de la página, sobre flotante cinta, una leyenda del salmo 138 que alude á la ciencia infusa.
¡Ay! El Padre Olano estaba huérfano de ciencia infusa. De aquí el que padeciera inenarrables tormentos y sudores antes de dar cima al plan que el Padre Arostegui le encomendara, y del cual transcribimos algunos fragmentos, con las mismas acotaciones que, al estilo de las comedias, el propio Olano puso.
[p. 139]
«Los maestros espirituales dividen la materia de las meditaciones en tres órdenes, según los tres estados de los que meditan. Unos son pecadores que desean salir de sus pecados, y éstos caminan por el camino que llaman vía purgativa, cuyo fin es purificar el alma de todos sus vicios, culpas y pecados. Otros pasan más adelante y aprovechan en la virtud, los cuales andan por el camino que llaman vía iluminativa, cuyo fin es llenar el alma con el resplandor de muchas verdades y virtudes, y alcanzar grande aumento de ellas. Otros son ya perfectos, los cuales andan por la vía que llaman unitiva, cuyo fin es unir y juntar nuestro espíritu con Dios en unión de perfecto amor. Para los niños basta la vía purgativa. San Ignacio divide la materia en cuatro semanas, que nosotros reduciremos aquí á cuatro días. Para los niños basta y sobra.»
«MEDITACION PRIMERA. PRELUDIO PRIMERO, ó sea composición de lugar.—Tenéis que imaginaros que veis al glorioso San Ignacio con el libro de los Ejercicios en la mano, y que á su alrededor tiene á un sinnúmero de justos confirmados en gracia, de pecadores convertidos y de tibios enfervorizados; y que, dirigiéndoos la palabra, dice: «Tomad, hijos, este libro y meditad seriamente las verdades que están en él contenidas.» (Es preciso pintar bien la cara del fundador, según el retrato de Pantoja, que revela penitencias, y que[p. 140] desentrañen en la cojera una reliquia de su vida mundanal, por donde tuvo siempre presentes los riesgos que corrió, estando si se condena ó no se condena. ¡Ah, si Jesús os señalara á todos al primer mal paso que dais!) Luego imaginaos que veis aquella gran muchedumbre que nadie puede contar, de todas naciones, tribus, pueblos y lenguas, que están ante el trono y delante del Cordero, revestidas de un ropaje blanco, con palmas en sus manos, con que simbolizan la victoria que han reportado, ya de los tiranos, ya de sus propias pasiones, y que aclamando á grandes voces, dicen: «La salvación la debemos á nuestro Dios, que está sentado en el solio, y al cordero, y sobre todo á los ejercicios de San Ignacio. (Apoc., cap. VII, versículos 9 y 10.) Que entiendan los alumnos cómo tanto esta sentencia del Apocalipsis como otras varias de las Escrituras, dictólas el Santo Espíritu pensando en nuestra Orden.»
«Los niños tienen especial precisión de los Ejercicios, porque si no grandes pecadores, suelen ser grandes tibios. ¡Ojalá, te dice el mismo Dios, fueses tú caliente por la gracia ó frío por el pecado! Mas, porque eres tibio empezaré á vomitarte de mi boca, quia tepidus es, incipiam te evomere de ore meo.»
«Afecto de gratitud. ¡Bendito seáis, Dios mío, de haberme llevado á esta probática piscina en que se cura de toda enfermedad, no al primero que entra, sino á todos cuantos se presentan con deseo verdadero de curar!»
«Disposiciones y modo de hacer bien los santos ejercicios... Estará muy recogida la capilla; sólo se permitirá entrar aquella luz que se necesita para no tropezar, y que en lo demás esté muy obscura. Esto es muy importante para que los niños mediten, examinen y rumien mucho. Tener cuidado con los fá[p. 141]mulos, que son unos gaznápiros, para que no se olviden de este requisito... Cuidarse de que los niños tengan la vista muy mortificada y mortificarán también toda curiosidad, y así sólo atiendan á los cuadros que yo les trace. Han de mortificar la lengua y el oído, para lo cual no habrá recreos en los cuatro días, que serán todos de silencio... Si queréis aprovechar muchísimo en estos ejercicios, entregaos y dejaos enteramente en las manos de Dios para que haga de vosotros y de todas vuestras cosas lo que quiera, á la manera que el barro en manos del alfarero, ó el leño en las manos del escultor. En todos estos días repetiréis con mucha frecuencia y de todo corazón alguna de estas jaculatorias: Hágase tu voluntad y no la mía. Señor, ¿qué queréis que haga? etc., etc.... No estará de más que por las noches, en el tránsito de las camarillas, algún Padre ó Hermano haga ruidos raros y rumores temerosos. Esto dispone muy bien el corazón de los niños para el día siguiente.»
«MEDITACION II. Del fin del hombre. Principio y fundamento de todas las meditaciones.—Persíguese que los niños vean cómo el hombre, por grandezas que llegue á alcanzar, no es nada. Hágaseles claro la vanidad de todas las ilusiones que puedan tener y lo necio de las esperanzas. Este es el principio y fundamento de los ejercicios: principio, como en las ciencias; fundamento, como en los edificios.»
«Composición de lugar.—Se imagina ver á Dios lleno de majestad y grandeza, sentado en su trono. Barba luenga, hasta medio pecho. Ojos que ciegan. El trono, de púrpura. Muchas piedras preciosas. Más rico que lo más rico del mundo. (Ademanes solemnes; voz profunda y reposada; brazos al cielo, de vez en cuando. Se puede uno poner de puntillas, poco[p. 142] á poco...) Luego, dice Dios: Yo soy el principio y el fin: Ego sum principium et finis. También se puede ver un mar grande, grande, inmenso, de donde salen muchos ríos y que todos vuelven á él.»
«Petición... Dios y señor mío, os suplico me concedáis gracia para hacerme superior á mí mismo y vencer todos los obstáculos que me lo puedan estorbar.»
«Proposición (son palabras del santo). El hombre fué criado para alabar, reverenciar y servir á Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma.»
Vienen ahora largos desarrollos de estos puntos, y, á modo de corolarios, dos afectos que se han de sacar; un acto de acusación de sí mismo; y un acto de dolor.
«Hágase revivir en la memoria de los alumnos las faltas ó pecados que hayan cometido. Empléanse palabras y términos repugnantes para denominar los pecados. Son llagas asquerosísimas; son postemas y manaderos de pus; son pústulas y lepra que infestan el aire que se respira é imprimen al alma que los comete una horrible fealdad. ¡Vosotros no lo veis; pero el ángel de la guarda, que está á vuestra diestra, lo ve, y sufre, y llora, y tiene que taparse el rostro con el ala, para no contemplar tanta suciedad! (Esta meditación debe hacerse á la tarde, después de la comida. Al hablar, se hacen gestos de repulsión, como si uno tuviera delante las nauseabundeces que describe.) Como todo lo temporal está unido á pecado, dedúcese, como afecto, el desprecio de lo temporal. ¡Para en adelante prometo, quiero y propongo amar lo eterno y celestial!»
«El fin de Dios es su mayor gloria, y esto os ha[p. 143] de servir de norma en la vida. ¿No queréis entenderlo? ¿Seréis capaces de olvidarlo andando el tiempo, é incurrir en la blandura del mundo? Haced enhorabuena lo que os agrade; pero siempre será verdad que serviréis á la gloria de Dios, porque Dios logrará siempre é infaliblemente su fin. Sirviendo á Dios en la tierra, alabarás eternamente su misericordia en el cielo; no sirviéndole, glorificarás eternamente su justicia en el infierno. Píntase de un lado el cielo y de otro el infierno; pero esta pintura no es todavía más que un esbozo. Más adelante se añaden las tintas necesarias. Sácase el afecto de temor é incertidumbre.—¡Qué diré yo, oh, Dios mío! ¿Iré yo al cielo ó al infierno?—Quien ama su vida en este mundo, la perderá; y el que la aborrece en este mundo, la conservará para la vida eterna.»
«De la indiferencia con que se deben mirar las cosas sensibles. (Palabras del santo.)... tanto ha de usarse de las cosas sobre la faz de la tierra cuanto ayuden para el fin...»
«Breve consideración acerca de cómo todas las cosas que no son Dios merecen indiferencia. Hacer reconocer el supremo dominio de Dios y sáquese como afecto la confusión de uno mismo, la humillación.»
De otra meditación, sobre el Pecado de los Ángeles y de nuestro padre Adán.
«Son palabras del Santo. El primer punto será traer á la memoria sobre el primer pecado, que fué de los ángeles; y luego, sobre el mismo, el entendimiento, discurriendo; luego la voluntad, queriendo todo esto memorar y entender por más se avergonzar y confundir, trayendo en comparación de un pecado de los ángeles, tantos pecados míos; y donde ellos, por un pecado, fueron al infierno, cuántas[p. 144] veces yo lo he merecido por tantos... El segundo es hacer otro tanto, es á saber, traer las tres potencias sobre el pecado de Adán y Eva, trayendo á la memoria cómo por el tal pecado hicieron tanta penitencia, y cuánta corrupción vino en el género humano, andando tantas gentes para el infierno. Digo traer á la memoria el segundo de nuestros padres, como después que Adán fué criado en el campo Domaceno, y puesto en el Paraíso terrenal, y Eva ser criada de su costilla, siendo vedado que comiesen del árbol de la Ciencia, y ellos comiendo, y asimismo pecando; y después, vestidos de túnicas pellíceas, y lanzados del Paraíso, vivieron sin la justicia original que habían perdido, toda su vida en muchos trabajos y mucha penitencia... Se describe el Paraíso, sin frío, calor, lluvias ni vientos; flores, frutos sabrosísimos, pájaros y animales dóciles; la felicidad del cuerpo de Adán y Eva... y cómo se pierde todo por un pecado.»
«Derívase el afecto del arrepentimiento. El cielo y la tierra me dan testimonio de que Dios tiene un odio infinito al pecado. ¡Ah, si cayese una sola gota de ese santo odio en mi corazón! ¡Cuánto mejor hubiera sido para mí haberme podrido bajo tierra antes que pudiese pecar!»
De la MEDITACION V, también acerca del pecado. «No hay cosa más vergonzosa que el pecado, ni más infame que el pecador. Figúrate, alma mía, que Dios abre los ojos á todos de modo que puedan ver claramente en tu corazón todos los vicios y todos los pecados que has cometido en tu vida en pensamientos, palabras y obras. ¡Oh, Dios, qué rubor y qué vergüenza sería la tuya! ¿No irías antes á esconderte en las grutas y cuevas de los desiertos, que comparecer delante de los hombres?»
[p. 145]«MEDITACION VI. De las penas del infierno, y singularmente de la pena de daño. Con grande acuerdo propone San Ignacio la meditación de las penas del infierno inmediatamente después de las del pecado, para que así más lo deteste y llore quien por desgracia lo cometió, viendo el reato que trae como consecuencia necesaria.»
«Son palabras de San Ignacio:
«Primer preámbulo, composición de lugar, que es aquí ver con la vista de la imaginación la longura, anchura y profundidad del infierno.»
«El segundo, demandar lo que quiero; será aquí pedir interno sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, á lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en pecado.»
«El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos y las ánimas como en cuerpos ígneos.»
«El segundo, oir con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra Cristo nuestro Señor y contra sus santos.»
«El tercero, oler con el olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas pútridas.»
«El cuarto, gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza, y el verme (¡oh, gusano!) de la conciencia.»
«El quinto, tocar con el tacto, es á saber, cómo los fuegos tocan y abrasan las ánimas.»
Á continuación de estas frases de Ignacio, aparecen en el manuscrito sendas amplificaciones de los puntos siguientes: el condenado pierde la fruición de Dios; el condenado perdiendo á Dios, pierde también el afecto con que era amado de las criaturas; después que el[p. 146] condenado ha perdido á Dios, y con él todas las cosas, entra además bajo la potestad del demonio: originales del Padre Olano. Luego:
«La repugnancia de uno mismo, que hasta ahora se ha ido acumulando como enorme abceso que vierte ponzoña y pus de fetidez atroz, hará que los alumnos sientan con toda instancia la necesidad de la confesión general, como no sean unos almas de cántaro.»
Hay unas notas marginales;
«San Ignacio veía el demonio á manera de forma serpentina, acariciadora, ó semejante á una muchedumbre de ojos brillantes y misteriosos. Para niños me parece demasiado sutil. Dibújese á Satanás como hombre, con patas de cabrón, el cuerpo del color de la langosta cocida, rabo largo, cuernos feroces y labios apestosos. También en forma de cabra, y cómo á veces anda por las camarillas, y se lleva á los pecadores, de suerte que no incurran en torpezas ó tocamientos.»
«MEDITACION VII. De la pena de sentido. Tiene por objeto asegundar el afecto de la anterior. Refiérase la parábola del rico avariento y de Lázaro, y de cómo aquél pide á Abraham que Lázaro, mojando en agua uno de sus dedos, fuese á refrescarle la lengua. La pena de sentido es universal y atormenta todo el cuerpo y toda el alma. El condenado yace en el infierno siempre en aquel mismo sitio que le fué señalado por la Divina justicia, sin poderse mover, como en un cepo: el fuego de que está, como el pez en el agua, todo circuído, le quema alrededor, á diestra, á siniestra, por arriba y[p. 147] por abajo. La cabeza, el pecho, la espalda, los brazos, las manos y los pies, todo está penetrado de fuego, de manera que todo parece un hierro hecho ascua, como si en este momento se sacase de la fragua; el techo, bajo el cual habita el condenado, es fuego; el alimento que toma, es fuego; la bebida que gusta, es fuego; el aire que respira, es fuego; cuanto ve y cuanto toca, es fuego. Mas este fuego no se queda sólo en el exterior, sino que pasa también á lo interior del condenado: penetra el cerebro, los dientes, lengua, garganta, hígado, pulmón, entrañas, vientre, corazón, venas, huesos, médula de éstos, sangre (in inferno erit ignis inextinguibilis, vermis inmortalis, foetor intolerabilis, tenebrae palpabilis, flagella cedentium, horrida visio demonum, confusio peccatorum, desperatio omnium bonorum); y lo que es más terrible, este fuego, elevado por divina virtud, llega también á obrar contra las potencias de la misma alma, inflamándolas y atormentándolas.»
Prosiguen abundantes disquisiciones sobre la eternidad, sin interrupción y sin alivio. La octava meditación versa sobre la parábola del hijo pródigo, reposorio grato después de las lóbregas jornadas anteriores, porque:
«Esta parábola anima de un modo admirable al pecador para que no desespere del perdón, por grandes y muchos que sean sus pecados.»
Concisa y elocuente insinuación de la benevolencia de los padres confesores:
«El padre confesor te oirá con toda dulzura y caridad.»
[p. 148]Sucédense algunas meditaciones de apacible naturaleza, las cuales, por contraste, sirven para templar la aguda tensión de espíritu. La Meditación XII es como la clave del arco. Su asunto, la muerte.
«No hay cosa que tanto contenga al hombre de pecar como es el pensar en la muerte.»
En una apostilla.
«Así como una vez desvanecida la doncellez de la hembra no es posible que se recobre, si se sabe inculcar bien en el espíritu el torcedor de la muerte, no hay modo ya de recuperar la espontaneidad y descuido de los goces terrenos. Vive memor lethi.»
«Nequaquam morte moriemini. No seas tonta, no seas boba, dijo la serpiente á Eva, no moriréis. ¡Ay! Quitada esa barrera, cayó miserablemente en el pecado.»
«Composición de lugar. Imaginaos que os halláis y veis enfermos en una cama, con el aviso de confesaros y de recibir el santísimo Viático y la santa Unción; luego os halláis moribundos, que os dicen la recomendación del alma, que vais perdiendo los sentidos, y que, finalmente, morís...»
«Morir es sacar de casa á ese tu cuerpo y llevarlo al campo santo, y allí dejarlo solo, de día y noche, rodeado de calaveras y huesos de otros muertos. Morir es dejar á tu cuerpo, solo, muerto, cadáver, para que lo coman los gusanos, que esto es lo que quiere decir cadáver, caro data vermibus, carne dada en comida á los gusanos.»
Nada tan fecundo como la muerte. El Padre Olano aprovecha muy por largo dicha fecundidad en su manuscrito. Sí[p. 149]guense diferentes meditaciones, hasta llegar al celebérrimo símil ignaciano de las dos banderas ó divisas enarboladas respectivamente por Jesús y Satanás. Satanás predica á sus huestes, ambición, entusiasmo, confianza en sí propio: Jesús, penuria cordial, perfidia, rebajamiento. O, dicho con palabras del santo:
«...Considerar el sermón que Cristo nuestro Señor hace á sus siervos, encomendándoles que á todos quieran ayudar en traerlos primero á suma pobreza espiritual; segundo, á deseo de oprobio y menosprecios, porque de estas dos cosas se sigue la humildad; de manera que sean tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza; el segundo, oprobio ó menosprecio contra el honor mundano; el tercero, humildad contra soberbia...»
En las meditaciones sobre la vida de Jesucristo resplandece aquel estilo llanote y vernacular del Padre Olano, que es la elocuencia suma, á juicio de las madreselvas. Tomamos algunos ejemplos:
Dice Satanás á Jesús: «Pasaremos al desierto, si usted gusta. Allí estaremos solos.»
Después de haber vencido la tentación del desierto «la Santa Virgen envióle comida, que ella misma había condimentado con sus purísimas manos: berzas, sopa, espinacas y quizá sardinas (caules, vel brodium ut spinaria et forte sardinas)».
La túnica de Jesucristo, según el Padre Olano: «Era de color de ceniza, redonda lo mismo por arriba que por abajo, con mangas también redondas; en la orilla, bordados, á la usanza judía. Habíala cosido la Virgen, y así como Cristo crecía, la túnica[p. 150] crecía también y no sufría deterioro.» Detalle enternecedor: «Un año antes de la pasión, Jesús se había acostumbrado á llevar una camiseta de abrigo, debajo de la túnica.»
«Durante la flagelación diéronle 6.000 golpes. De ellos fueron 5.000 en el cuerpo y 1.000 en la cabeza. La corona de espinas componíase de 1.000 puntas, y estaba tejida con junco marino.»
Ya en las últimas meditaciones, persíguese el fin de alentar en el pecho de los ejercitantes la confianza en María y alguno que otro santo. Los ejemplos que el Padre Olano cita en su manuscrito son muchos. Tomaremos uno de muestra:
«Bonfinius, en su Historia de Hungría, cuenta que tres años después de la batalla de Nicópolis oíase una voz en la llanura pronunciando los nombres de Jesús y María. Encontróse ser la cabeza de un cristiano, muerto sin confesión, que honraba á la Virgen con particular devoción. Esta habíale preservado de las penas del infierno, conservando con vida su cabeza. Trajéronle un sacerdote, quien le confesó y dió de comulgar, no muriendo hasta este punto.»
Las pláticas del Padre Olano se celebraban, como se ha dicho, en la capilla del colegio. Las maderas de los ventanales estaban entornadas. Sobre el altar pendían negros paños y crespones. El ambiente era lúgubre y medroso.
[p. 151]Al final de las meditaciones, cantaban á coro los alumnos, acompañados del harmonio:
¡Perdón, oh, Dios mío,
Perdón, indulgencia,
Perdón y clemencia,
Perdón y piedad!
Luego, Lezama, el tiple, y dos fámulos, á tres voces:
Pequé; ya mi alma
Su culpa confiesa;
Mil veces me pesa
De tanta maldad.
El silencio, durante los cuatro días, fué absoluto; la comida, escasa. Al tercer día, los tiernos corazones é inteligencias habían caído en un á manera de torpor y ofuscamiento continuo, originado por los hórridos sobresaltos que les metían en el pecho. Á mitad de las meditaciones, algunos niños daban en tierra, presa de síncopes y soponcios. Al concluir la plática del infierno aullaban, con indecible espanto, más que decían:
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh! buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me separe de ti.
Del enemigo malo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y manda que venga á ti,
Para que te alabe con los santos
Por infinitos siglos. Amén.
[p. 152]«¡Oh, Jesús mío! Yo no me quiero condenar... Me quiero salvar... ¡Cueste lo que costare!»
Bertuco padeció, todo el tiempo que duraron los ejercicios espirituales, dolorosos desfallecimientos y agonías interiores. Dentro de él despertábase un sentido crítico y de rebelión contra aquellas verdades, pretendidamente inconcusas, que con tanto aparato escénico intentaban inculcarle. Maravillábase de la burda estofa de un Dios que cría al hombre como muñeco con que distraer infinito tedio, y lo trae á la acerbidad de una vida miserable y breve por recibir de él alabanzas, que, siendo Dios, no había de menester, no de otra suerte que un monarca antojadizo y estólido forma cortesanos que lo recreen con adulaciones y lisonjas. Pues si el hombre es cosa tan torpe y hedionda, ¿cómo asegurar que Dios lo hizo á imagen y semejanza suya? Cierto que es así, y no más perfecto, porque incurrió en el pecado del paraíso; mas, ¿por qué se le amasó de barro tan frágil que al primer soplo satánico hízose todo grietas y hendeduras? ¿Sabíalo Dios cuando lo sacó del barro? Pues hizo mal en criar seres para el dolor. ¿No lo sabía? Entonces, ¿dónde está la divina sapiencia y omnipresencia?
Bertuco se oprimía las sienes y trituraba los labios, murmurando: «¡Jesús, Jesús bondadoso, ayúdame! Es Satanás que se introduce en mi inteligencia. ¿Quién soy yo para desentrañar verdades tan altas? ¡Virgen mía, Virgencita blanca y guapina, madre de mi alma, no me desampares! Ves que camino al infierno. ¡Dame la mano!» Pasó toda una noche arrodillado en su camarilla. Fabricó á su modo unas disciplinas, con la cuerda de hacer las palas de red para el juego de pelota, y se azotaba hasta que los ojos se le anublaban y los sentidos se le adormecían.
[p. 153]El Padre Sequeros, que por lo demacrado de la carita de Bertuco adivinaba las cuitas y martirios del muchacho, le enviaba miradas de ternura, dándole con esto algún alivio y fortaleza. ¡Oh, si él pudiera conseguir algún día la seguridad interior de aquel varón santo y sereno! Y, sin embargo, no era raro que se burlasen de Sequeros, motejándolo de loco. ¡Cuánta injusticia! Bertuco entendía de claro modo en aquellos momentos la rara virtud de su inspector, una virtud de aplomo, por decirlo así, que le hacía caer del cielo perpendicularmente hacia el centro de la vida temporal y médula de todas las virtudes, como la plomada busca el centro de la tierra rigiéndose por la armonía múltiple y unánime de las constelaciones. Y de esta suerte, el eje de la vida de Bertuco, en lugar de correr á sumarse y entremecerse en el gran curso de la humanidad, iba descentrándose, apartándose del cauce hondo y materno, aspirando á huir aguas arriba, ó, no siendo esto hacedero, á ser remanso.
La necesidad de la confesión general llegó á hostigar al niño con la violencia de una comezón física. Pero el rubor de sus deshonestidades le mantuvieron largo tiempo indeciso en la elección de Padre con quien confesarse. Resolvióse por el valetudinario Avellaneda, conjeturando que la propincuidad en que se hallaba de la tumba y los muchos años de experiencia le ladearían á la indulgencia. En esto, la erró de medio á medio. Cuando el anciano oyó la historia menuda y prolija de Bertuco y Rosaura, encrespóse coléricamente; babeando, y con voz tartajosa, de mandíbulas desdentadas, profería frases amenazadoras.
—¡Mereces morir aquí mismo, sin absolución, miserable! ¡Tentado estoy de no absolverte, bestia maligna!
[p. 154]Bertuco se arrastraba por tierra, implorando:
—¡Absolución! ¡Absolución! ¡Por Dios, tenga caridad!
Y sus bellos ojos azules manifestaban el espanto de un cielo en donde se apagase el sol para siempre. Aquella mano temblona de senectud le absolvió. Bertuco salió de la celda con el alma leve y ágil; creía llevar alas en los talones, como un dios pagano. Al día siguiente, recibiendo la comunión, temió derretirse en un deliquio.
[p. 155]
[p. 157]
Á LA...
Verificábase la Distribución de premios y reparto de dignidades, junto con una Concertación ó certamen científico de la clase de Física, y declamación de odas. Los alumnos vestían el uniforme por primera vez en el curso: un uniforme de traza militar, con gorra y calzones galoneados, luenga y entallada levita de botones metálicos y fajín de seda azul. Á los nuevos, el uniforme les traía extraordinario contentamiento. Los antiguos, mayorcicos ya, avergonzábanse de él como de una librea vilipendiosa, testimonio de esclavitud, y los días señalados para vestirlo procuraban arreglárselas de suerte que sus inspectores no los llevaran de paseo á la ciudad, sino al campo.
La ceremonia se celebraba en el gran salón de actos del colegio. Comenzó á las diez y media de la mañana. Los alumnos de Física y los recitadores ocupaban el estrado. Al pie de éste, y á su derecha, detrás de amplísima mesa, aderezada con rico tapiz, donde se apilaban rimeros de cartulinas, entorchados, cruces y otros objetos varios, enhiestábase el seco torso del Padre Rector, entre dos Padres graves.
[p. 158]La orquesta del colegio ejecutó, en el riguroso sentido de la palabra, la marcha de Tannhäuser. Don Manuel, profesor de música, cuyo rostro era como una masa informe de pudding de sémola, tal le habían roído las viruelas, llevaba la batuta, entregándose á las más desatentadas contorsiones, con lo cual daba á entender que sentía mucho la música.
Los alumnos de Física ostentaron su conocimiento en la materia é hicieron diferentes experimentos, entre otros el de asfixiar en la máquina neumática á un gorrioncillo.
Entremesó la orquesta con la serenata de Schubert, que cantó Lezama, alardeando de aquella cristalina voz asexual con que Naturaleza le había compensado de otras deficiencias.
Luego, uno por uno, los recitadores fueron adelantándose al proscenio. Bertuco declamó una oda á la Estrella Polar, parto doloroso y frigidísimo del Padre Estich. Comenzaba:
Reluciente lucero que sobre el Polo
Estás inmóvil, triste, plateado y solo.
Á tu lumbre, en tormentas rudas y graves,
La proa hacia la ruta ponen las naves...
Se le congratuló con aplausos repetidos. Los niños murmuraban: «La escribió el Padre Estich», profundamente admirados, y el esquelético jesuíta, autor de los versos, sentía como si la satisfacción se le hiciese carne y cubriéndole los huesos le otorgara más espesor y corpulencia.
Á seguida, se pasó á la imposición de dignidades, ó sea jerarquías nominales con que se galardona la buena conducta. Duraban todo el curso, como el dignatario no incurriera en demasías, y consistían[p. 159] en entorchados y galones que se aplicaban á la bocamanga del uniforme.
Conejo, en pie, leía la proclamación:
—Brigadier: Don Segismundo Bárcenas de Toledo y Fernández Portal.
El niño se acercaba á la mesa del Rector, el cual prendía con alfileres los entorchados, que después habían de coser los fámulos, y enderezaba unos cuantos plácemes al recipendiario.
—Regulador: Don José Forjador y Caicoya.
Esta dignidad era muy envidiada; su misión consistía en tañer la campana que escande la distribución de horas, y, consecuentemente, junto con los galones se le entregaba... ¡un reloj!
—Primera división. Subrigadier: Don...
Y así con los bedeles de estudio, bedeles de juegos y jefes de filas, para cada división.
Bertuco nunca había obtenido una dignidad, ni por ellas se le daba una higa. Buena conducta y talento son incompatibles, pensaba. Dignidades eran siempre muchachos de inteligencia roma y prematuro apersonamiento, para quienes las abundantes horas de estudio resultaban escasas aún, y así, tras de voluntarioso machaqueo, llegaban al aula con las lecciones á medio saber. Además, la buena conducta, la quietud sin reproche durante todo el día suponía un esfuerzo, y Bertuco consideraba que el esfuerzo estigmatiza con caracteres asinarios. Á Bertuco bastábale y sobrábale, para ir á la cabeza de sus compañeros, con la explicación previa que el profesor hacía después de haber señalado la lección. Aun la demostración de los más inextricables teoremas y fórmulas algebraicas, en oyéndola una vez, la repetía seguidamente, con gentil desahogo y firmeza. En virtud de esta vivacidad de su inteligencia las horas de estudio, sién[p. 160]dole superfluas, le pesaban en términos que, por llevarlas más levemente, no había travesura que no inventase. De ordinario le colocaban en el último banco, por que no distrajera á los demás, y le consentían satisfacer libremente sus inclinaciones: hacía versos, dibujaba, leía libros de literatura que subrepticiamente el Padre Estich le daba.
Después de la imposición de dignidades se otorgaron los premios de aplicación. Bertuco ganó la excelencia primera, la cual acredita el mejor aprovechamiento en un grupo genérico de asignaturas, y tres primeros premios en las mismas. De consiguiente, le colgaron en el pecho la cruz de emperador. Cuando el Padre Arostegui se la prendía, le dijo:
—Bien está, Alberto; pero no olvides que el infierno está empedrado de cabezas de hombres de genio. Por mucho que sepas, más tienes que aprender de tus compañeros á quienes hemos hecho dignidades.
¡Bah! La dignidad... Harto adivinaba Bertuco que la dignidad no la da el empleo, sino el mérito; no la otorga la voluntad ajena, sino que es virtud inmanente: se tiene ó no se tiene; nunca se recibe.
El acto terminaba. Don Manuel conducía desaforadamente la desmedrada orquesta en un himno final. Eran las doce menos cuarto.
Las divisiones bajaron á los patios de recreación. Antes de romper filas, á la señal de unas palmadas de los inspectores, desglosábanse los que sintieran necesidad de evacuarse, é iban á los lugares excusados, los cuales, en el uso del colegio, se acostumbran llamar lugares, á secas. Bertuco fué, entre otros. Bajo el brazo llevaba las cartulinas. ¿Para qué las quería él? Su padre... Dios conocía por dónde andaba... En todo el curso no había recibido noti[p. 161]cias suyas. La vieja Teodora no sabía leer. Años anteriores había enviado sus premios con gran entusiasmo, y luego, en las vacaciones, había tropezado con ellos en un desván, desdeñados, sucios, rugosos. ¡Puaf! Hizo un rollo y los arrojó desdeñosamente por el agujero, al depósito excrementicio.
EL HOMBRE DE LAS CAVERNAS
Coste dijo á Pajolero, el alumno más aventajado en años, en cuerpo y en fuerzas físicas:
—Tú podrás ganarme á todo, pero lo que es comiendo...
—Y comiendo también, Coste; no seas mazcayo.
—Quita pa allá, hom.
—Quítate tú.
—Pues á verlo.
—Cuando quieras.
—¿Qué apostamos?
—¿Esta pala contra esa pelota?
—Apostao. ¿Á chuletas? ¿Á huevos? ¿Á cocletas? ¿Á tortilla?
—Á lo que se presente.
Coste y Pajolero comían en la misma mesa y frente á frente. De esta manera, el singular y cavernario desafío podía celebrarse con algún rito, oculares testimonios de jueces íntegros y garantías de probidad.
Lo primero que se presentó fueron huevos fritos, los cuales hinchan harto rápidamente el bandullo[p. 162] y oponen tenaz indiferencia á los ácidos estomacales. El espectro de la indigestión, denominada familiarmente en el colegio triponcio, se cernía en el refectorio. Pajolero y Coste pensaban en los aprietos de la noche, dentro de la camarilla; y en el inexorable Mur, realizando investigaciones estercolarias y arrojándoles el peso de la ley. No embargante esto, entrambos contendientes se desplomaron sobre los indefensos huevos fritos, y, par por par, deglutieron cinco cada uno. En lo engallado del cráneo y lo insolente de la pupila echábase de ver que se hallaban en buena disposición para ingerir otros tantos pares. Pero el abrutado fámulo Zabalrazcoa, con malos modos y añadiendo una expresión torpe, les manifestó que se habían acabado los huevos. El tribunal, atendida la carencia de armas de combate, declaró tablas.
Presentáronse los huevos por segunda vez, á la vuelta de tres días. Pala y pelota pasaron á poder de Pajolero. Después, con ocasión de unas chuletas, pala y pelota retornaron á Coste. Á la cuarta vez surgieron croquetas, una de las pasiones más ardientes del mofletudo gallego, quien, contemplando con sorna á su adversario, parecía decirle: «¿Para mí tú, con las cocletas delante? Tendría que ver...» Y, en efecto, tuvo que ver. Los vecinos estaban deslumbrados ante la delirante celeridad con que Coste obligaba á las croquetas á escabullírsele, gaznate adentro. Ya iba por las dos docenas, cuando Mur, atraído por la expectación que se advertía en aquella parte del refectorio, acudió, interrogó, y logró noticias cabales del heroico hecho. Á la salida, llamó aparte á Coste, y luego á Bertuco, en calidad de ejecutor de la vindicta que meditaba; los condujo á una clase y allí les hizo esperar unos momentos. Coste, abarrotado de croquetas, no osaba moverse por[p. 163] temor de que se le extravasase el estómago. Reapareció Mur con un libro abierto en las manos; dióselo á Bertuco. El niño conocía bien el volumen: era la Diferencia entre lo temporal y lo eterno, por el Padre Juan Eusebio Nieremberg.
—¿Sabes de qué se componen las croquetas, guarro, glotón?
Coste, congestionado, defendiéndose del sopor que le invadía, no prestaba atención á Mur.
—Y tú, Bertuco, ¿lo sabes?
—Yo creo que de gallina, cuando son buenas...
—Como lo son las que os dan en el colegio. ¿Lo oyes, gorrino? Pues bien; Bertuco, lee. Por aquí.
Las ventanas estaban entornadas. En el recinto había penumbra. Bertuco se acercó á una rendija, de donde manaba la luz. Y leyó:
«Los regalos, ¿qué son sino cosas viles y sucísimas? Por cierto, que si se considera lo que es un capón ó gallina, que es el pasto más ordinario de los ricos y regalados, que se había de hacer mil ascos de ellos; porque si cociéndose la olla echaran dentro gusanos, lombrices y estiércol de la caballeriza, nadie comiera de ella; pues la gallina, ¿qué es sino un vaso lleno de estiércol, gusanos, lombrices y otras cosas asquerosísimas que come, como son flemones, excrementos de las narices, y otras más asquerosas del cuerpo humano? Y si sólo el sonarse el cocinero ó escupir un flemón en el guisado...»
En llegando á este punto, el pobre lector, lívido, estomagado, desfalleciente, se dejó caer, arrojando cuanto había comido. Coste roncaba, sentado en actitud canónica y profunda.
[p. 164]
EL SISTEMA DEMOCRÁTICO
El Padre Urgoiti tenía á su cargo las clases de Historia de España é Historia Universal. Su bondad y candidez eran tantas, que así que un alumno, sorprendido absolutamente in albis acerca de la lección del día sacaba el morrito simulando sollozar por salir con bien del trance, ya estaba el Padre Urgoiti atribuladísimo, dispuesto á encontrar disculpable y hasta meritoria la ignorancia, y pasaba á otro alumno, y luego á otro, hasta uno que atinase á urdir cuatro paparruchas, y si no daba con ninguno no se encolerizaba ni repartía denuestos y amenazas, pero volvía á explicarles la lección, y en viendo gestos distraídos ó de cansancio, les leía versos del duque de Rivas ó de Zorrilla, y libros amenos. Se le burlaban en las narices, campaban por sus respetos, ideaban los más caprichosos abusos, prostituían la austera dignidad histórica; y el Padre Urgoiti, en su bienaventuranza perennal, dulce y casi sonriente con aquel su rostro correcto de piel mate, como tallado en marfil.
Una mañana empezaba el Padre Urgoiti á referir por lo menudo curiosas particularidades de la vida espartana, cuando á las pocas frases se detiene, algo pálido, y recorre la casta y elevada frente con la diestra mano, así como si pretendiera ahuyentar un desvanecimiento del sentido. Al reanudar la plática, se advierte que la voz le tiembla un poco. Nueva pausa, acompañada de más intensa palidez. Es evi[p. 165]dente que el Padre Urgoiti hace esfuerzos por seguir hablando de manera que no se trasluzca cierta inquietud que le acosa. Tercer alto en el discurso. Ahora se enjuga el sudor que constela su ebúrnea frente.
—¿No creéis sentir que la tierra oscila, hijos míos?
Los niños se ríen.
—Sí, sí; oscila, sin duda alguna. Quizá un terremoto. No; más bien es el púlpito, que se mueve. Fijad la atención.
Los niños miran de hito en hito. Sí, el púlpito se estremece. Los ensamblados tablones hacen: crac, crac. Desciende el Padre Urgoiti, y abriendo la portezuela que hay en la base, descubre á Alfonso Menéndez, Patón de apodo, con los miembros ensortijados, cadavérica la faz. El Padre Urgoiti retrocede dos pasos, santiguándose. Luego extrae al niño de aquella cavidad poliédrica en donde lo habían vaciado, tomándolo por el pestorejo, á la manera maternal con que la gata transporta sus cachorrillos, y lo deposita sobre el pavimento. El niño permanece algún tiempo enmadejado, inhábil para la moción. Algunos compañeros comentan con vayas la extravagante estructura á que el tormento lo constriñó: como manifiesta un perspicuo psicólogo: «La crueldad es connatural del hombre; los niños son crueles, los salvajes son crueles.»
—¿Quién te ha metido aquí, infortunado?
—El Padre Mur.
—No puede ser.
—Pues es, sin embargo, Padre Urgoiti.
—¿En qué tremendo pecado has podido caer, Patón?
—Eso sí que ya no lo puedo decir.
—Tan vergonzoso es...
[p. 166]—No. Es que yo mismo lo ignoro.
—Imposible, Patón, imposible.
Entonces los niños desarrollan ante los espantados ojos de Urgoiti el repertorio de temas penales inventado por Mur, sus infinitas variantes y las innumerables infracciones leves á pretexto de las cuales sobrevenían.
El Padre Urgoiti quedó aterrado. Al salir de la clase corrió en busca de su amigo Ocaña.
—¿Sabes, Ocaña, lo que ocurre? El Padre Rector lo ignora, de seguro—. Y le traslada, ce por be, las noticias que de sus alumnos ha recibido.
—Conocía algo—le respondió el Padre Ocaña—, sospechaba más aún, pero nunca creí que llegase á tanto. Es indecoroso, no encuentro otra palabra.
—Fuerza es que nos resolvamos á hacer algo.
—¿El qué?
—Decírselo al Rector.
—Y ¿quién le pone el cascabel al gato? Mur es su ojito derecho.
—También á ti te mira bien...
—Yo no me atrevo.
—Una idea. Al recreo hablaré con algunos otros; de esta suerte nos presentamos varios.
—¿Quién ha de hablar?
—Viniendo ustedes, yo mismo. Su presencia me prestará alientos.
—Pues entonces, á ello.
En el recreo reclutaron á Estich, Numarte y al deforme Landazabal. Convinieron en reunirse á la caída de la tarde é ir conjuntamente á la celda de Arostegui. Mas, habiéndose traslucido algún síntoma de la conspiración, adelantóseles Mur, y, cuando daban unos golpecitos en la puerta del Rector, ya estaba éste al cabo de que un grupo de Padres venía á él en son de queja, y en cuanto á los he[p. 167]chos y razones en que la asentaban Arostegui aceptó como óptimos aquellos que su valido le ofreciera.
—Tan, tatatán, tan...—los golpecitos.
En el silencio, los corazones batían sonoramente. Y el silbo, desde el fondo de la guarida:
—Adelantee...
Á la cabeza de los quejosos caminaba el bienaventurado Urgoiti, todo candor y mansedumbre. Como el pasadizo que la camarilla hace no consentía otra cosa, fueron penetrando de uno en uno, de modo que el Superior pudo elevar su mueca de asombro hasta la quinta potencia, é ir apartando en cinco veces las posaderas del asiento, según aparecía un jesuíta más, hasta quedar en pie. Y ya cuando los tuvo á todos presentes, afilando los sutiles labios, les envió estas someras palabras, antes de que ellos pudieran hablar:
—¡Una comisión...! ¡Una comisión...! En la milicia de Ignacio nacen los retoños primeros del sistema democrático... Y á ustedes cinco corresponde la honrosa empresa... Retírense, retírense por Dios vivo, y hagan por aliviarme de esta pesadumbre que me imponen. ¡El sistema democrático!
En el tránsito no osaron cruzar una palabra, sino que huyeron á su rincón, ruborosos, abochornados.
EL COLILLERO, EMPUÑANDO EL CETRO
Bertuco llevaba quince días de malestar, disimulando. Estaba inapetente, insomne, laxo y con fuertes jaquecas. Ahiló y empalideció.
[p. 168]Una noche, después de la cena, Conejo le ordenó que no se levantara al día siguiente.
—Estás enfermo, Bertuco.
—No me encuentro bien.
—¿Por qué no lo has dicho?
—Creí que pasaría.
Á las seis de la mañana oyó cómo sus compañeros salían de la cama, se lavoteaban, partíanse á las faenas habituales. Á poco de quedarse solo llegó el Hermano Echevarría, enfermero, el cual le hizo varias preguntas, inquiriendo los síntomas de la dolencia; le pulsó, le tocó las sienes, por ver si tenía calentura, y, á la postre, introduciendo la mano por debajo del embozo, le tanteaba con dos dedos el vientre, punto por punto, é interrogaba: «¿Te duele aquí? ¿y aquí?», bajando siempre, con tendencia á la coyuntura de los muslos, hasta llegar á lo que Celestina denominó graciosamente el rabillo de la barriga, al cual tomó por la base, así como al descuido y á manera de accidente en el examen facultativo; entretúvose con él un buen espacio de tiempo, que fuera de cierto más largo si la manifiesta inquietud y turbación del muchacho no le hubieran obligado á abandonar la débil presa.
Dieta, purgantes, lavativas, y á los tres días ya estaba Bertuco en la sala de convalecencia, una habitación clara, con dos luces y diferentes juegos en que pasar distraídamente las horas los enfermitos. De los muros pendían carteles en colores, explicando la nutrida variedad de hongos y setas, comestibles y venenosos. El deforme Padre Landazabal solía acompañar á los niños convalecientes; era uno de sus mayores placeres. Les narraba historias curiosas y milagreras de sus años de misiones; describíales ridículas costumbres de los países salvajes y mil amenas curiosidades. Otras veces jugaba con[p. 169] ellos al asalto, á las damas ó al billar romano. No era raro tampoco que se hiciera servir sus modestas refecciones junto con sus amiguitos. Á eso de las once llegaba á la enfermería, después de muchas peripecias, porque á tal hora los fámulos barrían los tránsitos y el Padre Landazabal no pisaba las barreduras por nada del mundo. Era una reliquia de su vida de misionero; él evangelizaba á los salvajes, y los salvajes, á trueque de esto, le infundían innumerables supersticiones. En el colegio barrían con aserrín húmedo, y Landazabal había aprendido en el Perú que pisar aserrín ó despojos de madera es causa de desgracia. Saltaba por encima de las barreduras; mas, como según sabemos, este excelente jesuíta no se sostenía en pie si no era afianzándose en las propias nalgas, acontecía que por el aire olvidaba el equilibrio y venía á tierra sonoramente. Era un espíritu débil y candoroso. Los demás Padres no se cuidaban de él; vivía vagando por la casona inmensa con la timidez y el apocamiento de una criatura de tres años. Cuando había algún niño convaleciente Landazabal se consideraba feliz. Á Bertuco le inició en varios curiosos enigmas de la Naturaleza; por ejemplo: matando una golondrina se originan lluvias durante cuatro semanas; los huevos de gallina puestos los días de Jueves y Viernes Santo extinguen el incendio en donde se arrojen; cuando un grano de polvo entra en el ojo, sale por sí mismo, escupiendo tres veces en el brazo derecho; no se deben romper á la mesa cáscaras de huevo, daría fiebre; no se debe señalar con el dedo al cielo, á la luna ó á las estrellas, es ponerlo en los ojos de los ángeles.
Landazabal era singularmente dado á hacer la apología del tabaco, viniera ó no en oportunidad.
Una tarde de domingo hablaban Bertuco y el de[p. 170]forme jesuíta, apoyados en el alféizar de una ventana. Caía el sol, dorado y melancólico. Los alumnos estaban de paseo. Veíanse al pie de la ventana los senderitos que conducen al colegio. Iban y venían devotas enlutadas.
—Tú no sabes, Bertuco... Aquello es gloria. Cuba ha sido el país que más me gustó. ¡Qué cigarros! Si vieras... Aquellas mulatazas se dan un arte para hacerlos... Te advierto que andan desnudas.
—Ave María Purísima. ¿Usted qué dice, Padre?
—Son como demonios: no te exagero.
—¡Calla! ¿Usted ve?
—¿El qué?
—Ruth.
—¿Ruth?
—Sí, señor.
—¿Quién es Ruth?
—Aquella señora que viene hacia el colegio... Ahora entra.
—Bueno, ¿qué?
—Pero ¿usted no sabe?
—¡Yo qué he de saber, Bertuco!
—Es una señora guapísima, inglesa, no se sabe si protestante ó judía, casada con Villamor, el ingeniero. El Padre Sequeros nos profetizó que se convertiría...
—Eso son cuentos.
—Entonces, ¿á qué viene?
—¡Yo qué sé!
Un silencio.
—Á propósito, Bertuco: ¿no fumas?
Bertuco oprimió instintivamente con el codo una cajetilla que guardaba oculta.
—Vamos, Padre... ¡Qué bromas! Tan prohibido como está...
—Vaya... vaya... Si yo no te he de reñir... Con[p. 171]fiesa...—El jesuíta amabilizaba la voz, una voz extraña, vacilante.
Bertuco pensaba: «Quiere tenderme una añagaza. ¡Pobre hombre!»
—¿Por qué callas? ¿No tienes confianza conmigo? ¿Crees que soy malo? Me gustaría que dijeses la verdad. De seguro tienes pitillos. Y si no los tuvieras y yo sí, te los ofrecería de buen grado...
Bertuco pensaba: «Para quien te crea, viejo.»
—Vaya, Bertuco: dame esa prueba de que eres mi amigo. Supón que yo te pido un pitillo, que quiero fumar...—La voz era por momentos más vacilante.
Bertuco pensaba: «Nunca pude imaginar que fuera tan astuto este Padre.»
—Mire usted, Padre Landazabal: no fumo fuera del colegio ¿y quiere que fume dentro?
—¡Qué lástima! El tabaco es lo mejor que hay. El tabaco y el café.
El deforme jesuíta fué á sentarse, abatido y evidentemente triste. Bertuco enviaba volando el pensamiento hacia Ruth. ¿Qué haría? ¿Á qué vendría? ¿En dónde la habrían recibido?
El lunes, Bertuco, restablecido ya, ingresó de nuevo en la monótona disciplina escolar. En la recreación, sus amigos acudieron á saludarle.
—Una semanita así nunca viene mal—dijo Ricardín Campomanes.
—¿Fué maula?—preguntó el carrilludo Coste.
—Maula... Anda allá. Me mandó Conejo. Voy á daros una noticia tremenda. La señora de Villamor estuvo ayer en el colegio.
—¡Bah! Noticia fresca—exclamó Ricardín—. Ayer, cuando volvimos del paseo, nos la encontramos en la portería. El Padre Sequeros asegura que viene á convertirse.
[p. 172]
Formaban grupo Campomanes, Coste, Rielas y Bertuco, apartados un trecho de la división.
—Y el Hermano Echevarría, ¿qué tal?—Rielas guiñaba el ojo, afanándose en apicarar el gesto.
—Es un gran médico. Examina con mucho cuidado á los enfermos—afirmó Campomanes, socarronamente.
Coste acudió á opinar.
—Yo nunca os hablé de ello; pero, vamos que, cuando me disloqué el pie, empezó á palparme la barriga y...—Los carrillos se le arrebolaron.
Los mancebos enmudecieron unos minutos. Estaban cohibidos luchando entre el deseo de descubrir algo y la dificultad de expresarlo en términos convenientes. Bertuco se adelantó:
—Y... te empuñó el cetro, ¿eh?, lo mismo que á mí.
—¡Reconcho! Has acertado.
—Y á mí.
—Y á mí.
—¡Qué bárbaro!
Muequeaban de asombro y proferían risotadas.
Añadió Bertuco:
—Ahora viene lo bueno. Trátase del Padre Landazabal. El muy pícaro quería sonsacarme si fumaba ó no. Hasta un pitillo llegó á pedirme... Qué tal, si me dejo engañar...
—No te hubieras engañado, es decir, no te hubiera engañado.
—¿Qué quieres decir, Ricardín?
—Que el pobre jorobeta se perece por fumar. Los demás Padres lo reputan idiota, no le hacen caso y lo dejan abandonado á su suerte. El infeliz no se atreve á pedir de fumar al Rector, como hace el Padre Iturria, y se sirve de estos medios, cuando no de otros. Un día salí yo á lugares, en el estudio de[p. 173] la tarde. Pues bien, me encontré al Padre Landazabal buscando por los retretes las colillas que nosotros dejamos. Cuando lo sorprendí se echó á temblar y me rogó que no contara nada á nadie. Luego me pidió, por amor de Dios, un pitillo. Yo le dí los que tenía.
—¡Jesús!
—¡Jesús!
—¡Pobre corcovado!
Llegó en esto el Padre Sequeros.
—¿Qué concilios hacéis? ¡Á jugar, á jugar!
Y dispersó á los niños, dando palmadas, como se hace con las aves de corral[3].
[p. 175]
Quae respondit: ne adverseris mihi ut relinquam te et abeam; quoqumque enim perrexeris, pergam: et ubi morata fueris, et ego pariter morabor. Populus tuus populus meus, et Deus tuus Deus meus.
(Libro de Ruth. Cap. I. v. XVI.)
[p. 177]
Ruth Flowers había nacido en una de las islas del Canal, en Jersey. Por la traza corpórea pertenecía al tipo angélico de la mujer inglesa: figura espigada y fusiforme; equívoca sexualidad de efebo; el continente, virginalmente tímido; la complexión ó matiz del rostro, según aquel terceto de Isabel Barret Browning:
And her face is lily-clear,
Lily-shaped, and dropped in duty
To the law of its own beauty.
Un rostro embebido en luz, como la azucena, y en forma de azucena, y rociado de una á manera de gravedad que no era sino la conciencia del respeto debido á la propia hermosura; azules los ojos, dulce oración bajo el relicario de la nevada frente; rubio[p. 178] lino cardado, la cabellera. En lo espiritual, era soñadora, sensitiva y dócil á todo linaje de quimeras. El mar múltiple y Shakespeare múltiple habían envuelto su infancia. Su casita, sobre la playa de Saint Helier, enfrentábase con la fortaleza, ya en ruinas, que la Reina Virgen levantara, mar adentro. Desde su isla alcanzábase á ver, del lado allá de las olas, en los días serenos, una mancha lechosa de tierra francesa, en donde está la tumba de Chateaubriand. Y no lejos de su cuna yérguese la mole bélica del castillo de Mont Orgueil, sobre el acantilado rudo que multiplicó el canto de Childe Harold peregrino.
En Jersey conociera á Villamor, quien, reposándose de los estudios que le habían llevado á la Gran Bretaña, veraneaba en Jersey. Á poco de relacionarse contrajeron matrimonio.
Ruth pensaba en España como en una tierra encendida de rosas y poblada de aventuras, el país de la novela cotidiana.
Cruzó, en su viaje nupcial, la llanada francesa, amable y riente, y desde San Sebastián, siguiendo la costa del Cantábrico, llegó á Regium, húmedo y melancólico. Villamor había alquilado una casa en la calle de Zubiaurre, frente al mar; un mar verdinegro y hosco, como el de Ruth. ¡Y ella que había soñado con un mar latino, color de añil, tachonado de velas purpúreas...!
Al año de matrimonio llegó una niña, Grace, y dos años más tarde un varón, Lionel.
Villamor amaba á Ruth con tan delicado rendimiento que no gustaba ni atinaba á decírselo, experimentando cierto pudor de la palabra como de cosa fútil, vestidura de ficciones y tosco remedo del amor. Acordábase de sus breves aventuras con damas galantes, y la herida que le hacían en el sentimiento con charlas mimosas de encarecido afecto, movién[p. 179]dole á apartarse de ellas con repugnancia. Muchas veces era tan caudalosa la crecida de su pasión que se hubiera arrojado á los pies de Ruth murmurando mil locuras que se le atropellaban en los labios y pidiéndole caricias, como un niño; pero el temor de caer en liviandad á los ojos de su esposa, le contenía. Ni aun osaba mirarla con amorosa insistencia, por miedo al ridículo ó á que en sus ojos adivinara Ruth alguna vislumbre de torpeza. Era de un exterior frío, reconcentrado, impasible: como los líquidos bullidores y expansivos, necesitaba un continente muy recio. Hasta con sus hijos parecía adusto.
El corazón de Ruth, tierno y nacido para el halago, no comprendía al esposo, y juzgaba como desamor lo que no era sino amor acrecentado. Esclavos los dos de la propia dignidad, una timidez y frialdad aparente se había unido á otra timidez fría en la superficie, de suerte que en el trato familiar se les interponía una terrible y opaca oquedad. Y así vivían mano á mano, alejándose por momentos; ella cada vez más triste y más ausente del hogar con el pensamiento; él cada vez más enamorado y más triste, comprendiendo que su Ruth dejaba de quererlo.
Las continuas cavilaciones y melancolías de Ruth—tras de los vidrios del mirador, cara al mar; el artístico volumen de Longfellow ó de Shelley, caído en el regazo—trajeron por obra una gran alteración nerviosa. La linda azucena del Norte se mustiaba. Observábala cautelosamente Villamor, atribulado y sin saber cómo acudir con el remedio. Al fin, temiendo serias complicaciones del mal, se atrevió á decir:
—Querida, me parece que Regium no te sienta. Es preciso que pases una temporada de campo, de montaña á ser posible. Si quieres ir á Jersey, no te[p. 180] contrarío. Pero, en mi opinión, te conviene un clima de altura. Mi madre vive en Agnudeña, ya sabes, una región abrupta y solitaria; se parece á los highlands escoceses. Te gustará. Mi madre aún no te conoce; te querrá mucho. Creo que tú también la querrás. Es una mujer sencilla... aldeana... pero...
—Eso ¿qué importa?
—Gracias, Ruth. ¿Te gustaría ir?
—¿Por qué no?
—Llevarás á los niños y á la nurse. Para todos será muy saludable. Os acompañaré una corta temporada, porque las obras del puerto... ya sabes...
—Como quieras.
—¡Ah! Perdóname. No quisiera ofender tus creencias; pero es preciso que mi madre piense que eres católica, y hasta... No me atrevo.
—Habla.
—Hasta que asistas á misa. En este caso sólo podremos ir. De otra suerte, imposible.
—Como quieras.
Se fueron al arriscado Agnudeña. Ruth, la niña y la nurse hablaban inglés, y contadas frases en castellano. El niño comenzaba á chapurrar la lengua paterna. Villamor les sirvió de intérprete en la montaña. Á Ruth le gustó la braveza del paraje y la buena gracia pastoral de sus moradores. La vieja estaba encantada con su nuera y sus nietos. De la una decía que Dios no hace cuerpos tan guapos si no es para infundirles un alma buena, y que parecía talmente un querubín. De los nenes que eran pintiparaos los angelotes de las estampas. La que no le entraba enteramente era la nurse, á causa de lo acecinado de su semblante y de lo doctoral de sus lentes.
Ruth asistía los domingos á misa. El santuario era una ermita montañesa, rodeada de castaños pa[p. 181]triarcas, y con un esquilón de acento inocente y díscolo. Los santos, toscamente entallados en madera, tenían esa rigidez bizantina que sin duda conviene á la bienaventuranza. Dentro del recinto olía á monte y á fortaleza. Y Ruth comprendió que aquella sed que alteraba sin tregua su alma podía satisfacerse en las aguas de la religión católica. La fiesta del patrono acaeció estando Ruth en Agnudeña. Sobre el pavimento de la ermita los montañeses amontonaron un tapiz de espadaña, juncia, romero y rosas carmíneas. Los incensarios borbollaban fragancias de Oriente. En el coro, seis cornamusas vertían sin reposo guturales y halagadoras canturrias. Ruth sintió á modo de una ebriedad; era su tierra de promisión, lo emotivo y lo pintoresco de la novela cotidiana que había soñado frente á la fortaleza de la Reina Virgen.
Allí mismo, sin salir de Agnudeña, hubiera entablado conversaciones piadosas con el párroco; pero éste, aparte la agria cerrazón de su dialecto, era un bárbaro que vivía sólo para la caza y otros ejercicios violentos y crueles.
De vuelta en Regium, Villamor buscó un preceptor que enseñase correcto castellano á sus hijos.
—Es un amigo íntimo mío, Ruth, que por especial favor accede á mi deseo. Ha viajado mucho, hasta el Japón, y habla correctamente el inglés y el francés; de suerte que contigo puede entenderse en tu propio idioma, y, hasta si lo deseas, darte lecciones de castellano. Tiene gran talento y elocuencia; no será raro que lo elijan diputado en la próxima legislatura. Se llama Luciano Pirracas. Espero que, por su educación y particularidades, no te cause enojo, antes te sirva para conversar y distraerte.
Don Luciano Pirracas apareció en casa del ingeniero. De primera intención, á Ruth no le fué sim[p. 182]pático. Andaba por la treintena y era adiposo y locuaz. Su charla, como la atmósfera, envolvía todas las cosas existentes sobre la haz de la tierra. Dijérase que nada podía vivir como no fuera alentando en su palabra profusa. Á fuerza de perspicacia daba en superficial; tocaba los asuntos en la costra y los creía ya resueltos. Describiendo tierras exóticas lograba poner en sus frases vivos colores y evocaciones repentinas. En tal caso, Ruth le escuchaba con atención. Era anticlerical furibundo, é induciendo de la religión de Ruth que ésta le prestaría aquiescencia, disparábase en vituperios contra la clerecía y muy particularmente contra la Sociedad de Jesús. Pero Ruth, que vivía en crisis religiosa, le vedó con delicadeza que la hablara de este extremo.
Insensiblemente, Pirracas se fué enamorando de Ruth, y como no era hombre de vida profunda, la mujer del ingeniero lo comprendió en seguida, agradeciéndole la nobleza con que procedía esforzándose en acallar aquel fuego, por respeto al amigo y á su esposa.
Cada vez que en sus paseos dominicales pasaba el matrimonio por delante del colegio de la Inmaculada, á Ruth se le iban los ojos hacia el caserón. Deseaba entrar y desentrañar su vida oculta. Conocía á todos los Padres, habiéndose cruzado con ellos tantas veces; pero ignoraba sus nombres. Los conceptuaba eminentes en santidad y únicos en ciencia divina. Comprendía que sólo ellos eran á propósito para otorgarla la luz de la gracia y un cabezal de sosiego en que adormecer el espíritu. Sin saber cómo, sus ansias iban hacia aquel jesuíta alto, fuerte y austero que regía á los niños mayores. No le había visto nunca los ojos, y, sin embargo, sabía que eran pardos y penetrativos, de esos ojos desnudos, tristes y castos que saben leer en las almas.
[p. 183]Otro individuo que le atraía singularmente era Gonzalfáñez, del cual Villamor le había hecho breve relato acerca del misterio en que se arrebozaba. Los dos esposos lo habían sorprendido en guisas extravagantes: una vez, conversando con las hierbas, tumbado en el prado; otra, encaramado en un pomar, cebando los bichejos de un nido.
La única relación que en Regium mantenía Ruth era con la señora del vista de aduanas, Aurora Blas. Visitábanse de tarde en tarde y con mucha etiqueta. Aurora andaba muy metida por los jesuítas y no perdonaba ocasión de pronunciar un ardoroso elogio de los benditos Padres. Y así fué cómo Ruth confió un día á Aurora sus inquietudes espirituales y su resolución de acogerse á una religión que la satisficiera.
—Mais, alors vous devez aller tout de suite au couvent des Jésuites. Oh, combien ça me plait! Vous êtes un ange.
—Ma chère Aurora: ça c’est bien difficile. Comment pourrais-je aller moi toute seule? Je n’y connais personne[4].
Aurora se prestó, al proviso, á servir de correveidile. No faltaba más. Fué á visitar al Padre Olano, su confesor; éste acudió á Arostegui; Arostegui manifestó que le placía mucho el caso, y á los dos días, Aurora y Ruth entraban en el colegio, un domingo, al caer la tarde. Olano las aguardaba en el salón de visitas. La primera dificultad con que tropezaron fué que Olano no sabía inglés, ni francés, y Ruth no se enteraba cumplidamente del castellano. Aurora sintióse perpleja:
[p. 184]—Padre, yo creí que todos ustedes sabían al dedillo el francés.
—¿Para qué, hija mía?—respondió el Padre Olano, ruborizándose—. Lo estudian los que tienen necesidad de él. En los otros sería vanidad. Pero, en fin, esto no es un impedimento absoluto. La señora, por lo que veo, entiende español. Yo la hablaré despacio, y cuando no me comprendiera, le repetiré lo que sea cuantas veces sea preciso. De este modo las verdades se le inculcarán con mayor fuerza. De aquí en adelante puede venir á la hora que mejor le convenga, y hablaremos aquí.
—Six heures du soir, si ça vous plait.
—¿Qué dice?
—Que á las seis de la tarde, si no le molesta.
—Muy bien. ¿Quedamos en eso?
Así se hizo.
Ruth acudió puntualmente, aun cuando le repelía el aspecto del Padre Olano y cierta manera crasa y adherente que tenía de mirarla.
Convencida á la postre de que no avanzaba nada en el camino de perfección, escribió un billete al Padre Olano despidiéndose, y achacando su determinación á la dificultad insuperable del idioma. Con la esquela en la mano y sombrío abatimiento en el rostro, el catequista encaminóse á la celda del Rector.
—Pero, hombre, ¿por qué no me ha dicho usted el primer día que esa señora no sabía castellano?
—Yo creía...
—Usted creía que el Espíritu Santo le iba á soplar á usted el don de lenguas, ¿no es eso?
Aquel mismo día, la señora de Villamor recibió una carta, en correcto francés, rogándola que tuviera á bien continuar por el camino emprendido, y que volviera al colegio, en donde hallaría un Pa[p. 185]dre con quien poder entenderse á su gusto. El Padre resultó ser Conejo, que además de Prefecto de disciplina era profesor de francés, primer curso. Á los pocos días, Conejo renunciaba á la empresa de adicionar un alma á los rebaños del romano pontífice.
—Reverendo Padre Rector, lo lamento mucho, pero no me es posible hacer nada, porque... ó yo no sé francés ó es la señora esa quien no lo sabe. No podemos interpretarnos recíprocamente.
—Lo más probable, Padre Eraña, es que usted lo ignore, y en esto no hay ofensa.
—¡Por Dios, Padre Rector! Ni por pienso...
—Acaso el Padre Sequeros... ¿Usted qué opina?
—Yo...
—Sí, usted; puesto que le pregunto...
—Que lo habla como Fenelón, eso ya se sabe.
—Pues dígale esta tarde á esa señora que desde mañana bajará á recibirla otro Padre. Y como no estaría bien hacer esta distinción á favor de una solamente, bueno es que, con cautela, vayan ustedes informando á otras beatas de que el Padre Sequeros vuelve á los ministerios.
Cuando Sequeros recibió la orden, no pudo celar la alegría que le daban. Vió el dedo de Dios eligiéndole, y por la noche se revolcó sobre la tarima de su celda, humedeciéndola de llanto y besándola, y luego se zurraba los lomos con las disciplinas, y murmuraba:
—¡Corazón santo, yo no soy digno! ¡Amado Padre Riscal, yo no merezco...!
En las recreaciones de los Padres hubo comidilla abundosa. La nueva llegó hasta la manida de Atienza, el cual, en la primera ocasión, le sopló á Ocaña en el oído:
—¿Qué te he dicho yo, Ocañita? Que echarían[p. 186] mano de Sequeros cuando lo necesitasen. ¿No te lo he dicho yo? Mira, lo tengo muy bien organizado—. Y daba un golpecito con el índice en la carnosa nariz.
Un repique de nudillos en la puerta le despertó. Levantóse en paños menores y salió á la celda. Encendió el quinqué, miró instintivamente el reloj, que había dejado sobre la mesa, al acostarse. Eran las cinco de la matinada.
Sequeros volvió con el quinqué en la mano al camaranchón en donde estaba su yacija, y lo colocó en el suelo. Enderezó los ojos hacia el crucifijo, colgado del muro, sobre la cabecera del lecho, santiguándose. Calzóse luego las medias, de lana y hasta más arriba de la rodilla, se vistió los calzones, de mahón azul, desteñido ya, no más largos de la corva y acuchillados de remiendos, insistentemente en la culera; se puso los zapatos; arremangó los puños de la camiseta y comenzó á lavotearse en un cacharro que había sobre un sillete. En habiéndose enjutado, tal como estaba y sin ponerse más prendas de vestir, hizo la limpieza del cuarto. Con una escobilla fué barriendo la suciedad del entarimado y la apiló en un montoncito, á la puerta. Sacudió violentamente el fementido colchón; aireó un momento las sábanas luego que hubo abierto el ventanal; batió el cabezal, y con mucha destreza, dejó lista la cama. Se le ocurrió: «¡Vamos, que si Ruth me sorprendiera en esta traza...!» Avergonzado, se llevó las manos al rostro; en seguida se empinó y[p. 187] golpeó el tillado con el pie, como si espantase un gato, diciendo: Fugite, Satana, y trazó una cruz en el vacío. Vistióse la camisa, la sotana, única que tenía, y se encasquetó el bonete. Giró la vista en torno, contemplando su ajuar indigente; después de vestido no le quedaban otras prendas que el balandrán, el manteo, una teja despeluchada, raída, lamentable, y luego un rosario, el crucifijo que le habían entregado al hacer los votos y con el cual le enterrarían, El Tesoro y el breviario.
Sonrió, envanecido de lo que él creía tanta pobreza. Marchábase ya, cuando, arrepintiéndose de camino, penetró en el zaquizamí nuevamente y salió con el balandrán puesto.
En los tránsitos, otros Padres caminaban en la misma dirección, silenciosamente. Estich se estrujaba las manos, haciendo sonar los huesos, por ahuyentar el frescor de la madrugada. Penetraron en la capilla reservada, en donde hicieron las oraciones en común. Oíase, de vez en vez, el canto de un gallo campesino. Sequeros celebró su misa y se restituyó á la celda, para hacer la oración y meditación matinales. Sacó el crucifijo de sobre la cabecera al cuarto exterior, suspendiólo en un clavo é hincóse de rodillas, orando vocalmente. Púsose en pie y trajo á la memoria el punto elegido la noche anterior en el libro del Padre Luis de la Puente, durante el penúltimo cuarto de hora antes de acostarse: Del primer milagro que hizo Cristo nuestro Señor en las bodas de Caná, de Galilea. Imaginóse en la presencia de Dios, trayendo en ayuda de sus propósitos la interpretación que San Bernardo da del pasaje bíblico aquel en que Abraham, subiendo á sacrificar su hijo, deja en la falda del monte impedimenta y servidumbre; una y otra representan cuidados y pensamientos terrenales. Por[p. 188] recogerse en el punto de la meditación se esforzó en que sus potencias contribuyeran, como quiere San Ignacio, de manera que trabajando el entendimiento en las varias circunstancias que encierra el conocido versículo quis, quid, ubi, cui, quoties, cur, quomodo, quando[5], se le inflamase la voluntad, y, enfervorizada el alma, luego de cavar, rumiar y ahondar en la meditación, entrarse por el coloquio. Aderezaba con meticulosa solicitud la composición de lugar. Su imaginación plasmaba prestamente realidades apetecidas. Hubo unas bodas en Caná de Galilea, en las cuales se halló la madre de Jesús, y él fué convidado con sus discípulos; y como faltase el vino, díjole su madre: No tienen vino. Sequeros veía la gran cuadra del festín; columnas de alabastro, al fondo; fragancias espesas; colgaduras, y á través de una que la brisa alzaba, colinas de oro, palmeras y un lago terso; los comensales, con túnicas abigarradas; vasijas de plata bruñida; manjares condimentados con especias; la desposada, embellecida por el rubor; el marido, con ojos como tizones; Cristo, corpulento y dulce, la cabeza inclinada sobre la túnica inconsútil de lino blanco; la Virgen... con el propio rostro de Ruth.
«¡Oh, Jesús mío!», sollozaba Sequeros, «apartad de mi mente imágenes temporales.» Pero la Virgen permanecía con el rostro ebúrneo y angélico de Ruth.
«Ponderaré la confianza tan amorosa y resignada con que hizo la Virgen aquella brevísima petición: Vinum non habent, no tienen vino, como quien estaba certificada de las entrañas de piedad de su[p. 189] Hijo. Á esta demanda respondió Cristo nuestro Señor: ¿Qué tienes que ver conmigo, mujer? No ha llegado mi hora. Ponderemos las causas de esta respuesta, al parecer tan desabrida...»
Y Sequeros, arrastrado enteramente por la existencia imaginativa que había provocado, continuó en voz alta:
«Ves, Ruth, que á las veces te hablo con dureza, lo cual te mueve á desconsolación. ¿Qué otra cosa persigo si no es tu bien? ¡Ay, que las veredas del bien son ásperas, Ruth! ¿Piensas que no te amo? ¿Cómo no he de amar tu alma de armiño, alma blanca y suave en la cual la mía se recrea? ¡Ruth, Ruth, corderilla mimada de mi rebañuelo, la más linda, la más graciosica y débil, la que más amo, por habérseme extraviado! ¡Si supieras, Ruth, cuánto te amo, cuánto, cuánto...!»
En esto, el astuto Hermano Cervino, lego visitador, esto es, encargado de ir espiando de celda en celda á la hora de meditación, abrió la puerta súbitamente, insinuó la cabezota en el cuarto de Sequeros y cazó al vuelo las últimas frases del soliloquio. Cuando Sequeros volvió los ojos á la entrada, atraído por el ruido audible del mundo efectivo, el visitador había desaparecido ya. Á través del ventanal se infundía la bruma argentífera de la matinada. Los muebles de la celda se concretaban en la naciente luz de Dios. Fuera, la campiña empezaba á manifestarse entre tules de suma levidad. Sequeros consultó el reloj.
—¡Dios me valga! Van á dar las seis y media. No he sacado el fruto de la meditación ni he hecho examen de conciencia. ¡Jesús! ¡Jesús, ayúdame!
Besó el crucifijo y subió raudamente á las camarillas de los alumnos. Los acompañó, según era su[p. 190] deber, durante la misa, hasta las siete y cuarto; durante el estudio de la mañana, hasta las ocho, hora de desayunar.
Desayunó en el refectorio de los Padres y volvió á la recreación de los niños, hasta las ocho y media, en que comenzaban las clases. Subió á su celda y distrajo el tiempo, hasta las nueve, leyendo libros devotos. Bajó á su confesonario, en la iglesia pública del colegio. Desde el comienzo de la catequización de Ruth, el Padre Arostegui le había ordenado reanudar su ministerio penitenciario, lo cual le originaba estúpidas molestias que Sequeros ofrecía á cambio de culpas veniales. Las madreselvas bloqueaban su confesonario y hasta se enredaban en querellas ruidosas, disputándose la vez que habían de seguir en el turno. Luego, en habiéndose adherido á la rejilla, en fuerza de escrúpulos y sandias menudencias que traían para desembuchar, no había expedienté fácil y piadoso con que dar por terminada la confesión.
Á las diez y media, Sequeros daba su clase de francés, segundo curso, hasta las once. Eran discípulos suyos, Bertuco, Campomanes, Rielas y Rodríguez. Á las once salían los niños á recreo, acompañados de Sequeros, hasta las once y media. Entonces, los alumnos iban al estudio, con el inspector segundo. Sequeros subió á su habitación, en donde hizo examen de conciencia, durante quince minutos. Á las doce menos cuarto asistió á las letanías de los Padres, rezadas en la capilla íntima. La comida era á las doce, y se prolongaba hasta la una menos cuarto. Los Padres subían á los tránsitos, á solazarse platicando, y los alumnos á los patios de recreación. El Padre Sequeros, con los alumnos. Duraba el recreo de los niños hasta la una y media, y á continuación venía un estudio de[p. 191] media hora, preparatorio de las clases de la tarde, presidido por Sequeros. Al final de este estudio Sequeros quedó libre; consentíasele dormir hasta media hora de siesta. Se tendió en la cama; elevó la mirada al cielo raso; sobre la tediosa tersura de la techumbre dióse arte con que esbozar visiones é ilusiones. Dentro de unos instantes llegaría Ruth al salón de visitas. Quizá venía ya de camino. ¡Cuán dócil y bondadoso el espíritu de Ruth! ¡Con qué santa celeridad se alimentaba de las verdades fundamentales de la religión católica, convirtiéndolas en sustancia de su sustancia! ¡Cómo aderezaba con imágenes preñadas de divina luz los místicos arrebatos de su corazón! Los adelantos conseguidos eran sorprendentes: estaba adoctrinada ya en todos los extremos que importan, porque á las veces viene el Señor muy tarde; pero paga tan bien y tan por junto como en un punto da á otros. «¡Oh, mi Jesús y venerable Riscal; qué regalo tan sabroso me hacéis!» Al día siguiente se bautizaría Ruth en la iglesia pública del colegio. Los alumnos en pleno asistirían. El Padre Sequeros iba á verter las aguas lustrales del simbólico Jordán sobre la aurina cabeza de Ruth... «¡Qué regalo tan sabroso me hacéis!» Descendió del lecho y dióse á pasear. De minuto en minuto, sacaba el reloj. «Las tres menos cuarto. No me explico...» Púdole la impaciencia y bajó al recibimiento. Santiesteban, de la sonrisa pútrida, salió á su encuentro.
—Subía á llamarle, Padre Sequeros. La señora está en el locutorio.
Vestía de negro, lo cual sutilizaba su natural sutilidad. Á través del velo, flotante y translúcido, la cabellera tomaba reflejos de metal. Levantóse, así que vió asomar á Sequeros, y corrió hacia él.
—Mon Père, mon Père.
[p. 192]
—Ma sœur, ma chère sœur, ma petite sœur...[6].
Se estrecharon las manos, contemplándose con regocijo infantil. La obligó á sentarse luego y se acomodó al lado de ella. «Hoy, verdaderamente, no tenemos de qué hablar; es día de callar...» decía Sequeros.
—De chanter plutôt[7].
«De rezar, hermanita.» «No, no de cantar. Soy feliz.»
—Donc, ¡Aleluya![8].
Rieron, alborozados. Tenían los ojos resplandecientes. Ruth refirió que ya tenía terminado el traje, blanco y muy elegante. «Siempre le dije á usted, Ruth, que el blanco y el negro es lo que mejor le va. Mañana parecerá usted un ángel. Y lo es...»
—Mais non, mais non. Que vous êtes gentil[9].
«Repito que sí. Soy su padre espiritual, y no hay pecado de orgullo en creer lo que digo.» Luego, meditabundo: «¡Qué lástima que no puedan bautizarse mañana los niños! Sería un espectáculo conmovedor. Y su marido, ¿vendrá?» «¡Ay! No lo sé. Ya sabe, Padre mío, lo fríamente que vivimos. ¡Padezco mucho!» «¡Pobre hermanita!» Platicaron sin tasa.
Santiesteban vino á dar la hora: las cinco y media.
—Pas possible[10]—exclamó Ruth.
¡Cómo había volado el tiempo...! Despidiéronse tiernamente hasta el siguiente día.
Los alumnos salían de las clases. En el claustro[p. 193] unióseles el Padre Sequeros; merendaron; salieron á la recreación, en donde, rodeado de un pequeño grupo de adictos y devotos, el inspector les hizo menuda cuenta de varias circunstancias edificantes que habían concurrido en Ruth para ser elegida de la gracia, ponderando la extraordinaria virtud, candor y belleza de esta señora y otras muchas curiosidades que deleitaban á los niños; siguióse el estudio, entreverado de rosario y lectura espiritual; á las ocho, la cena, y Sequeros fué al refectorio de los Padres; condujo luego á los muchachos al dormitorio y retornó al pasillo del piso principal. Los jesuítas paseaban en pequeños grupos, quiénes de frente, quiénes de espalda, platicando sobre nonadas y baladíes rencillas, de muros adentro. Sequeros se sumó al primer pelotón que halló al paso. Lo formaban Landazabal, titubeante y con las manos clavadas en lo mollar del trasero; Estich, ajirafado y redicho; Numarte, panzudo y estólido como un trompo, y Ocañita, minúsculo y murmurador. No había entre ellos ningún profeso, ó jesuíta propiamente dicho, esto es, que además de los tres votos simples hubieran hecho el cuarto, de obediencia al Papa. Numarte y Landazabal eran coadjutores espirituales, Padres graves; Estich y Ocaña, maestrillos. Cuando se les acercó Sequeros conversaban precisamente de las intrigas y favoritismos con que se elegían, contra justicia y caridad, los individuos que habían de hacer el último voto, ideal supremo de todo el que ingresa en la Orden.
—Y usted, Padre—preguntó Ocañita á Sequeros—, ¿por qué no llegó á hacer el cuarto voto?
—Sin duda porque después de mi tercera aprobación los superiores hallaron que yo no era eminente en ciencia ó virtud, como quiere San Igna[p. 194]cio. Pero desde todas las partes se puede servir á Dios.
—Ya lo creo; y mucho más desde nuestro sitio—afirmó Landazabal, deforme.
Pasáronse á hablar del dinero de la Compañía. Las aseveraciones de Numarte, muy amigo del Padre Iturria, procurador, tenían gran fuerza:
—Iturria me aseguró que este colegio es un negocio excelente. Hechas las tres partes de los ingresos, una para el General, en Roma, y otra para el Provincial, queda mucho dinero aún en la tercera, para los gastos de la casa. Según me dice Iturria, lo sobrante lo tiene el Rector, y dispone de ello á su manera, en labores de propaganda, etc. Creo que se piensa hacer un periódico en Pilares y varias reformas en el colegio.
—La verdad es que—interviene Estich—cuando nuestros adversarios propalan que somos ricos, no se equivocan. Y vamos á ver, ¿qué hacen del dinero, tanto en Roma, como en la provincia? ¿Dónde lo guardan?
—Mira este bobo...—replica Numarte—. En un banco de Londres. Eso lo sabemos todos. Según parece, Inglaterra es un país en donde hay cierta seguridad. Es curioso, ¿verdad? Entre protestantes... Ya veis, aquella condenada Isabel...
Y expone Landazabal:
—Sí; porque mira tú que aquí, á cada paso, ¡zas! Hay una algarada de verduleras y terminan apedreando nuestras casas.
—La culpa la tiene el liberalismo—interpone Numarte.
—Pss... ¿Qué más da que la canalla, la hez, la cloaca nos odie?—se pregunta Estich, con inflexiones oratorias—. Con nosotros están los buenos, las clases acomodadas y los ricos. Es fuerza reconocer[p. 195] que, en esto, nuestros Superiores han demostrado siempre una rara habilidad para captarse las voluntades de los que mandan.
El coloquio era perfectamente pueril; los interlocutores exteriorizaban su prurito de opinar á la manera de atolondrados mancebos que ignoran por entero las cosas de la realidad.
Á las nueve y media terminóse el recreo. La comunidad acudió á la capilla. Cada Padre hizo su examen de conciencia y breve oración, retornando individualmente á sus celdas, según iban concluyendo.
Sequeros, luego de quedar en ropas menores, apagó su quinqué y, á tientas, se orientó hacia el lecho. Arrebujábase en las ropas, dispuesto á dormir, cuando, al introducir la mano debajo del cabezal buscando fácil postura, halló un papel, cuidadosamente doblado. Saltó á tierra, encendió el quinqué, leyó:
«Aun cuando nunca logré favorecerle con mi confianza, por sospechar que usted transige harto fácilmente con flaquezas de la carne, nunca pude imaginar que se dejara corromper con tanta prontitud por las pasiones, y mucho menos que las expresara con escándalo de sus Hermanos y del mundo. Se conocen de público muchos de sus pecaminosos diálogos con la señora inglesa. ¡Dios le perdone! Las gentes generalizan su desenfreno atribuyéndolo á todos los hijos de la Compañía. Así, he resuelto disponer que desde mañana no salga usted para nada de su celda. Para nada. El aislamiento le es necesario; labrará usted en su pasado y quizá Dios le toque de arrepentimiento. Por no dar más que decir no suprimimos la ceremonia de mañana, y el Padre Olano bautizará á esa señora, la cual me[p. 196] temo mucho que no esté en disposición por culpa de usted. Repito que no salga usted de la celda para nada. Obedezca la voluntad de su Rector, que en este caso es la de Dios mismo.
P. Arostegui, S. J.»
El Padre Sequeros empalideció atrozmente. Estrujó la esquelita azul, la arrojó al suelo y la escupió. En el formidable biceps de su brazo derecho un nerviecillo comenzó á palpitar. Sin acordarse de que estaba casi desnudo, se lanzó á la puerta, con ánimo de asaltar al Superior y saciar en él su furia; pero le tomó un desfallecimiento de la voluntad y se detuvo secamente en el centro de la estancia. Era la segunda vez que le acometía una iracundia homicida. La primera fué en Loyola, siendo muy mozo, contra el ayudante del maestro de novicios.
—Me viene una tentación, Padre—había dicho Sequeros.
—¿Cuál, hijo mío?—respondió el ayudante, sonriendo fríamente.
Y Sequeros, frenético, arrebatado:
—La de tirarle ahora mismo por el balcón y que le salten los sesos contra las piedras.
El ayudante, inmóvil, con sonrisa gélida, había exclamado:
—¡Ah! ¡Cosas del demonio!
—El demonio es usted. Yo soy generoso y abierto, no puedo con ese carácter de usted, torcido, hipócrita, malicioso, cruel, empedernido... ¿Es usted representante de Dios? ¿Son como usted los hijos de San Ignacio? ¡Dios mío, Dios mío! No puedo más...
Ahora, Sequeros reanimaba aquella triste esce[p. 197]na. Volvió los extraviados ojos hacia una estampa del venerable Riscal. El rostro se le fué empurpurando. Rompió á llorar y á sollozar, y, arrodillándose, besó el suelo:
—¡Fiat voluntas tua!
Á Ruth, el día de su bautizo, la dijeron que el Padre Sequeros había enfermado repentinamente la noche antes. Lo creyó, y se dejó bautizar por el casposo Olano. Ruth acudió ávidamente al colegio, interesándose por la salud de su catequista. El Padre Sequeros no mejoraba; Ruth sintióse invadida de melancolía y zozobra. Al tercer día escribió una carta al jesuíta; los trazos temblaban de solicitud. No hubo respuesta. Sucediéronse las cartas, aumentando el quejumbroso desconsuelo de ellas conforme la mudez del confesor permanecía inquebrantable. «Le necesito—llegó á escribir, con angustia—. Mi espíritu no está aún plenamente fortificado en la nueva fe. Tengo desmayos y pensamientos horribles. No sosiego. ¡Ayúdeme, por Dios! Póngame siquiera una línea por donde vea que no debo desesperar de que el Señor se apiade de mis sufrimientos.» Y, en verdad, Ruth sufría de continuo; la fiebre de sus cavilaciones la iba devorando, poco á poco, y empañando aquella tersura translúcida—leche y rosas—de su tez. Apartábase del curso del tiempo, durante largas horas, recostada en un sillón, ó vagaba fantasmagóricamente por sus habitaciones, sin contacto con el mundo sensible. Villamor y Pirracas espiaban atribulados los pro[p. 198]gresos del mal; creían entender, pero no hallaban la medicina. La creciente consunción de Ruth consumía igualmente al esposo.
Una noche, la nurse hubo de restituir á Ruth á la realidad. Villamor acababa de pegarse un tiro, bien asestado. Murió al instante. Ruth se precipitó sobre el cuerpo, caliente aún, de su marido, amortajándolo con delirantes besos. Había dejado dos cartas, una para Ruth, otra para Pirracas. La nurse, después de vestir, en silencio, á Gracia y Lionel, los condujo á casa de la señora de Blas, llevando al propio tiempo la epístola de Pirracas. La de Ruth era rotunda y misteriosa:
«¡Farewell for ever! I loved you, Ruth, above all. ¡I loved you, my sweet, my sweetest heart!»[11].
Ruth no lloraba; sus ojos estaban áridos; el corazón, yermo, amenazaba quebrarse. Arrodillóse junto al cadáver de Villamor, y le miraba con desvarío, los finos brazos en cruz. Así pasó un tiempo, hasta que Pirracas se precipitó en el despacho, con gesto soez, lanzando al rostro de Ruth un papel arrugado. Ordenó á la mujer que leyese. Esta, maquinalmente, le obedeció:
«Amigo de mi alma: no puedo más. Tú comprendes, como yo comprendo; quizá sabes. De tus torturas de amigo fiel deduce las mías de marido engañado. No he querido enterarme. ¿Para qué? ¿Me robó la honra ese jesuíta y luego abandonó á Ruth? ¿Qué más da? Lo cierto es que ella está enamorada de otro, y yo sin el amor de Ruth no puedo vivir. Cuida de ella y de mis pobres hijos. ¡Adiós!
César.»
[p. 199]Ruth exclamó embravecida:
—¡Oh, no! That is not true. ¡Tremendous Thing!—Y luego, derritiéndose en llanto, sobre la frente del marido—. I was faithfull with you. I loved you. Forgive me, dearest[12].
En la frente de Pirracas se inflaban dos lóbregas venas; estaba congestionado; sanguíneos los ojos y la mano derecha en el bolsillo de la americana. Intentó hablar y rugió. Violentos escalofríos le sacudían, de arriba á abajo. Asiendo á Ruth por un hombro la zarandeó brutalmente. La mujer se puso en pie á tiempo que Pirracas enarbolaba un revólver.
Ruth empuñó las muñecas de Pirracas, obligándole á permanecer con los brazos en alto. La mujer parecía endeble y el hombre nervudo; los brazos de Ruth, como de espuma; los de Pirracas, roblizos; la carita de ella, de un blanco irreprochable; la de él, púrpura. Pero aquel cuerpo sutil no se doblegaba, y sus manecitas apresaban aceradamente las muñecas del agresor, y éste, fuera de sí, la escupía, la pataleaba, desollándola los tobillos, bramando:
—¡Whore, damned whore![13].
Al rumor, acudieron los domésticos, y entre ellos Celestino el delineante. Sujetaron al energúmeno. Ruth se envolvió la cabeza en un chal y salió á la calle.
Eran las ocho de la noche. Los transeuntes de Regium vieron con asombro la silueta rauda y fina de Ruth atravesando calles con rumbo al colegio de los Padres jesuítas. Algunos la siguieron. Curiosearon cuando zarandeó vertiginosamente el alam[p. 200]bre de la campana. En viéndola entrar, volviéronse, forjando historias picarescas.
Ruth se adentró por la portería, sin decir nada; apoyóse un momento contra un muro, sorbiendo aire, la mano sobre el corazón. Luego, con voz ahilada y moribunda, suspiró:
—El Padre Sequeros... Yo necesito ver... ¡por Dios!
Santiesteban, de la sonrisa pútrida, estaba boquiabierto. Respondió, á gritos, de manera que su castellano fuera inteligible:
—Padre Sequeros, enfermo. Demás Padres, refectorio. Imposible ver—. Con esta construcción telegráfica suponía llegar más derecho á las entendederas de Ruth, la cual, comprendiendo la negativa, levantó el busto arrogantemente y penetró al patio con decisión. Quiso interponerse el lego, mas Ruth, de un manotazo, le constriñó á apartarse, haciéndole bailar de camino un aurresku rudimentario. Santiesteban salió, dándose con los zancajos en la rabadilla de tanto correr, disparado, hacia el refectorio de los Padres; fué á la vera del Superior y le puso al tanto de la insolencia femenina. Arostegui llamó á Olano; le dijo al oído:
—Vaya á ver la tripa que se le ha roto á esa individua y procure hacerla tomar las de Villadiego cuanto antes.
Olano dispúsose á obedecer las órdenes del Rector, repapilándose de placer y quizá un algo nerviosillo. Desde el patio oyó gritos en el tránsito del piso primero; era Ruth, clamando por el Padre Sequeros. Subió Olano las escaleras con cuanta agilidad le consentían sus fofas facultades, llegando al tránsito jadeante, sin resuello. Á los pocos pasos topóse con Ruth.
—Padre Sequeros... ¡Yo necesito ver!
[p. 201]—Vamos, tranquilícese, hija mía. Acompáñeme á la celda.
—¡Padre Sequeros!
—Sí, ya entiendo. Un momento de calma. Acompáñeme.
Exhausta de energías y casi inconsciente, la viuda de Villamor siguió al jesuíta, el cual la había tomado de la mano, y de esta suerte la condujo á su celda, dejándola en la habitación, en tanto él se ocultaba detrás de la cortineja que hay á la entrada de la camarilla. El Padre Olano tenía la boca seca, el corazón acelerado y las manos temblonas, por obra de la emoción é incertidumbre, á tiempo que se desceñía el fajín y se desvestía la sotana porque era muy cuidadoso de no incurrir en necias infracciones, cuya manera de burlar conocía al dedillo. Así, Olano no ignoraba que el religioso que se despoja de sus hábitos se hace ipso facto reo de excomunión; pero, el mismo aligeramiento indumentario se trueca en acto meritorio cuando, por no profanar las santas vestiduras, se realiza para fornicar, por ejemplo, ó ir de incógnito á un prostíbulo, según concretamente se asegura en los Veinticuatro Padres, en la Praxis ex Societatis Jesu scola, y en el Padre Diana: Si habitum dimitat ut furetur occulte, vel fornicetur. Ut eat incognitus ad lupanar.
Ruth Flowers, en una butaca de enea, permanecía con la cabeza caída sobre las manos y los codos en las rodillas. Olano asomó en la puerta de la camarilla; avanzó con sigilo hasta sentarse á la izquierda de Ruth. La señora murmuró, sin alzar los ojos:
—¡Padre Sequeros! ¡Padre Sequeros!
—Por ahora... es imposible... hija mía—. La concupiscencia le quebraba la voz.
[p. 202]Ruth se puso en pie y Olano hizo lo propio, aprisionándola entrambas manos. Hasta aquel instante, la cuitada mujer no había parado atención en la traza inconveniente del jesuíta: el plebeyo rostro, torturado de furor venusto; el bovino pestorejo, de color cárdeno; la camisa, burda y con mugre, abierta por el pecho y mostrando una elástica fuerte y áspera pelambre; los calzones azules, remendados, con fuelles y sin botones en la pretina; las pantorras, de extraordinario desarrollo, embutidas en toscas medias, agujereadas á trechos; sin zapatos. En cualquier otro trance hubiera sido grotesco, risible sobre toda ponderación. En aquel caso resultaba terrible, como un sátiro brutal, embriagado de mosto y de lujuria. Ruth creyó perder el sentido y con él la razón. El dolor de los tobillos, que aumentaba por momentos, apenas la consentía sustentarse sobre los pies. Deseaba la muerte. Los ojos se le nublaban.
Mas he aquí que, como entre sueños, advierte que la torpe y embotada mano del jesuíta explora sus senos, aquellos dulcísimos senos cuya delicadeza eréctil la maternidad había respetado, y, luego unos labios calientes y blanduchos sobre su boca casi exangüe, que el terror helaba. Por un prodigio de fortaleza, nacida de tanto horror, Ruth pudo sacudirse de encima aquel fardel de libidinosidades furiosas. Olano retomó á la presa; Ruth le contuvo aplicándole un puñetazo sobre un ojo, y aprovechando el aturdimiento del hombre, huyó de aquella estancia maldita, y luego de aquellos tránsitos penumbrosos y hostiles, y luego de aquella casona negra, alucinante. Y salió á las veredicas y pradezuelos que hay tendidos al pie del colegio; sus pasos vacilaban; su razón se ensombrecía. Cayó sobre la hierba, exhalando un lamento:
[p. 203]—¡My God![14].
Unos brazos tímidos y afectuosos se posaron sobre sus hombros; luego la ayudaron á que se incorporase. Una voz buena, dijo:
—¡Poor beautiful creature! ¡Come to me!
—You... Gonzalfáñez. Let me see the children, and die.
—Not yet. Come to me[15].
Desde aquella noche, Ruth, con sus hijos y la nurse, se instalaron en casa de Gonzalfáñez.
[p. 205]
[p. 207]
Secuestrado en su celda el Padre Sequeros, desgajado de su prole infantil y de su prole espiritual, del estudio y del confesonario, ¿quién había de ser el pastor preferido de las damas devotas, sino el dulcísimo, casposo y oleaginoso Padre Olano? Veíasele de continuo en juntas femeninas, de visiteo y conferencia con mujeres, enredado de madreselvas temblorosas, á la manera de un bravo roble antiguo, y, sin embargo, ¡cuán entera su reputación! ¡Cuán pulquérrima su fama! ¡Su prestigio, cuán en creciente! Cierto que era muy madurico de años, poco agraciado de rostro y nada aseado de su persona; mas, no por estas nimias circunstancias se ha de entender que se mermase en un ápice su virtud y fortaleza, que para la opinión de sus confesadas y amigas no le cedía en belleza y encanto á un querubín. Habiendo hembra próxima, el Padre Olano se transfiguraba. Un hombre de mundo y poco versado en achaques de cosas santas quizá dijese que los ojos se le inflamaban, que la boca le rezumaba lascivamente y que las mejillas se le congestionaban. ¡Oh, qué dañoso error! Ello es que nadie osó decir semejante dislate é impiedad. ¡Celo, puro celo de las almas! No había sino verle predicando. ¡Cuánta energía interior![p. 208] ¡Qué manera de doblegarse á las insinuaciones del Espíritu Santo, que bajaba á infundírsele! Las contorsiones que hacía, ¡qué inspiradas! Los gritos, ¡qué patéticos! Los lloriqueos, ¡qué hondos y contagiosos! Seguíanle al punto las beatas, lagrimeciendo y moqueando, que no había cuadro más edificante y gustoso á los ojos de nuestro Señor y del santo Padre San Ignacio.
Pues ¿y en obras de caridad, de labor social, propaganda y beneficencia? Innumerables son las cofradías, archicofradías, congregaciones, sociedades y centros que en Regium nacieron gracias á la diligencia del Padre Olano, todos los cuales existen todavía, á pesar de vicisitudes largas, como si un especial favor divino las rigiera.
Por entonces, una proxeneta de ínfima estofa que había apilado algún caudal en pecaminosos tratos de tercería, estableció una casa de mal vivir en un sitio céntrico; una morada de construcción reciente, y á lo que se decía, con mucha decencia, entendiendo por decencia ¡oh, pícara elasticidad del vocablo! lujo indecoroso. En los círculos canallescos y entre gente libertina, se conocía á la proxeneta referida por el apodo de Telva les burres. Esta mujer implantó el negocio sin perdonar sacrificio. Era voz pública que sus pupilas ostentaban provocativa belleza, que hacían dulcísimo el pecado, exornándolo con no pocas complicaciones de gran novedad en Regium; que acostumbraban bañarse á diario, ó cuando menos un día sí y otro no, y, en suma, que estaban reclutadas entre la flor y nata de las falanges del vicio. Las había andaluzas, madrileñas, catalanas, ¡hasta una portuguesa! Con esto, los umbrales de Telva se elevaron en dignidad. Á los antiguos visitantes (mozarrones zafios y cazurros, chalanes, obreros, marinerazos[p. 209] de toda laya y procedencia) se les dió con el postigo en las narices. Ahora, los contertulios y parroquianos pertenecían á las clases acomodadas de la sociedad: tenderos, consignatarios de buques, empleados de fábricas y almacenes, propietarios, etcétera, etc. Con lo cual, Telva se enorgulleció grandemente. Hízose vestidos de rica tela y severo colorido, compró una mantilla negra, y así ataviada, á lo señor, salía á ostentar su cinismo, paseando las calles más concurridas, visitando iglesias y poniendo en un brete á las señoras honradas.
Las orgías de la casa nueva fueron tan frecuentes y locas, que todo Regium murmuró del asunto, manifestando púdico estupor. Andando el tiempo, las orgías degeneraron en violencias y báquicas necedades. Señoritos y horterillas, así que se embriagaban, acudían en horda á casa de Telva, tomaban el edificio por asalto si se les negaba permiso para entrar, y ya dentro, daban al traste con personas y cosas, convencidos de que con esto conseguían heroico renombre. Y así fué como una pandilla de bárbaros sacaron á rastras á la portuguesa desnuda, tirándole de la cabellera, y con tan poca cortesanía, que le desollaron las nalgas, le magullaron un seno, la acardenalaron y la dejaron con vida por inexplicable antojo de la providencia.
Aquella morada de escándalo y abominación tenía consternadas á las almas sencillas de Regium. Intentaron influir cerca de los poderes públicos, por ver de suprimirla y hasta derruirla; pero fracasaron tan santos propósitos.
Una mañanita, la señora del vista de aduanas, Aurora Blas de Enríquez, hija de confesión del Padre Olano, se presentó en la portería del colegio. La acompañaba Maruja Pelayo, hija también del mismo Padre espiritual, y, en cuanto á la carne,[p. 210] de un reputado ortopédico. Venían de oir la misa del Padre Anabitarte, muy ligerita y simpática. El traje que traían era sencillo; el rostro, empenumbrado bajo la flotante mantilla. Las dos lindas, las dos rubias, las dos gazmoñas; más gordezuela la casada. Recibiólas el hermano Santiesteban, con su pútrida sonrisa.
—Venimos á ver al Padre Olano. Tenemos precisión de hablarle hoy mismo—manifestó con mucho garbo Aurora.
—Ay, señoras mías; no sé si estará ó no. Pasen, pasen al salón de visitas entretanto—. Y se fué.
No tardó en aparecer el Padre Olano, grande y sencillo como una montaña, como la montaña nevado también en la cumbre, pero de caspa.
—Siéntense, hijas mías. Vamos, vamos, ¿qué ocurre?—Estaba con las manos escondidas dentro de las mangas del balandrán. Aguzaba la mirada por desentrañar el misterio y penumbra de las mantillas.
—Venimos á concluir esa enojosa cuestión de la congregación para el alivio de la trata de blancas, ó como se llame. Le juro, Padre Olano, que yo no sirvo para esto—. Con la mano se arreglaba los ricillos de la sien derecha, levantando la mantilla y mostrando la lechosa frente.
—Ni yo tampoco—agregó Maruja.
El Padre Olano reía con benevolencia, echando atrás la cabeza. Aurora continuó:
—Así que terminemos con esa... esa...
—Sí, Telva les burres. Bonito nombre—. El Padre Olano dijo estas palabras impregnando de severidad el acento.
—Precioso—continuó Aurora—. Pues bueno; así que demos este primer paso, yo no doy otro. Vaya, que no lo doy, Padre. La idea es muy santa y muy[p. 211] buena, como de usted; pero yo no doy otro paso. Este sí, ya lo creo, porque nada se puede hacer más grato al Señor, me parece.
—Así es, hija mía.
—¡Buen trabajo me cuesta, Padrecito! Imagine: tener que hablar, que oir, que rozarme con una mujerota de esas...
—¡Ay, es horrible!—suspiró Marujina, frunciendo el morrito deliciosamente—. Pero el Sagrado Corazón nos lo premiará. Por supuesto, papá no sabe nada.
—Ni mi marido.
—Ni falta que hace, hijas mías. Esta es una gestión que hemos de llevar á cabo con absoluta reserva. Sor Florentina ha convencido á la superiora, que está ya en ello. Así, pues, el jueves, de anochecida, nos veremos en el locutorio del convento.
—¿Y usted cree que acudirá esa mujerona, Padre Olano?—preguntó la señora, con ansiedad.
—¿Por qué no, Aurora?
—¿Y se dejará tocar de la gracia?
El Padre Olano apartó los ojos que tan gratamente se hallaban apoyados en las lindas interlocutoras y los elevó hacia el cielo raso.
—¡En Dios confío! Además, según mis referencias, es mujer que no tiene abandonados sus deberes religiosos...
—Insolencia, Padre, insolencia.
—En Dios confío, hijas.
[p. 212]
El día señalado y á la hora convenida, se hallaban en el locutorio de las Siervas de Jesús, el Padre Olano, la señora de Enríquez, la señorita de Pelayo y sor Florentina. La monja era una mujer como de treinta años, rechonchita, bella, graciosa y desenvuelta, con mucho trato de gentes y un ligero estrabismo en la mirada, que le caía muy bien. El locutorio daba al jardín. De fuera de los vidrios de las dos ventanas caían temblando vástagos tiernos de enredaderas. De un pasillo llegaba un vaho denso, olor á cera y á potaje, á pobreza y santidad.
Temblaban de expectación las cuatro personas. El Padre Olano estaba hundido en sí mismo, como si impetrase la ayuda del Todopoderoso, orando en silencio. Sor Florentina tenía los carrillitos arrebolados y bizqueaba más que de ordinario. Aurora y Maruja revolvíanse en las sillas, muy excitadas y poseídas de bélico ardor. Creíanse poco menos que Juanas de Arco, y la conquista que iban á emprender de más fuste que una cruzada. Al fin y al cabo, aparte de la gloria de Dios y la pureza de las costumbres, á ellas les importaba singularmente el buen éxito de la aventura, porque en casa de la Telva adivinaban un vago y grande peligro.
—¡Oh, si quisiera Su Divina Majestad que extirpásemos esta hedionda llaga que infesta á Regium...!—murmuró sor Florentina.
Pasaba el tiempo. Aurora y Marujina Pelayo se miraban con desaliento.
[p. 213]
Por fin apareció la vieja celestina. Entró fingiendo gran timidez y desconcierto, como si no supiera qué hacerse, ni qué decir, ni á dónde mirar. Pero, con solamente examinarle la cara, llena de burla y desenfado, pudiera echarse de ver que era una redomadísima sinvergüenza y más dueña de la situación que quienes la recibían. Á favor del aturdimiento que le tenía cuenta aparentar, fuése derecha á abrazar al Padre Olano, sollozando más que diciendo:
—¡Ay, santo varón! ¿Cómo le voy á agradecer...? Yo no sé cómo decirle...
El Padre Olano hubo de recibir, por sorpresa, el primer abrazo de la infecta anciana. Pero, recobrándose pronto, la apartó de sí con tanta mansedumbre como energía, de manera que Telva abordó á Aurora, que era la que estaba más cercana, con idénticas muestras de agradecimiento y efusión. La señora de Enríquez dió un grito y retrocedió dos pasos. Marujina huía también, temblando, y fué á guarecerse detrás del jesuíta. La descarada vieja se detuvo entonces, y humillándose bajo un infinito abatimiento, balbuceó, con voz quebrantada:
—¡Ay, Dios! Es cierto... ¡Dispénsenme! ¡Ay, señoritas! ¿Cómo me van á saludar si yo soy una mala mujer, si estoy condenada, si para mí no hay salvación...?
—De eso se trata—añadió el Padre Olano—. Siéntese, buena mujer, y hablemos.
Sor Florentina miró asombrada al jesuíta, en oyendo aquello de buena mujer. La celestina replicó:
—¿Yo buena mujer? ¡Ay! No se burle, señor...
—Siéntese, siéntese y hablemos. Siéntense, hijas mías.
[p. 214]Sentáronse todos. Aurora y Marujina tiritaban de miedo y de asco. La alcahueta sacó un gran pañuelo tan cargado de esencia, que el Padre Olano creyó desmayarse. Hubo un largo silencio enojoso que sor Florentina interrumpió afirmando:
—La misericordia de Dios es infinita.
El jesuíta se agarró á este cabo y asegundó:
—La misericordia de Dios es infinita. No está usted condenada, mujer, ni se ha perdido para siempre; pero, ¡ay de usted si no escucha la voz de quien dispone en cielos y tierra y que en este momento suena en sus oídos! ¡Te llamé y me rechazaste! No olvide, hermana, que si la muerte, en todo caso llega de pronto y cuando menos se piensa, y troncha esperanzas y siega juventudes, en la edad de usted...
—¡Ay! señor; yo no soy tan vieja como parezco. Los malos tratos de aquel... Iba á decir una atrocidad. Usted ya me entiende. Estas señoritas, no; son unas palomas, las pobres. Treinta años, señor, viví con él, chupándome el dinero y cuanto había que chupar. Era un verdadero... bueno, usted ya me entiende.
—No, no la entiendo, ni falta que me hace—contestó el jesuíta, visiblemente malhumorado. Hizo una pausa y continuó:—Á lo que vamos. Confío en que no está usted por entero dejada de la mano de Dios y en que se ha de dejar mover á arrepentimiento por mis palabras. El oficio que usted sigue es el más aborrecible, porque ha de saber, hermana, que esto que hace es pecado mortal, pues se opone al sexto precepto de la ley de Dios; de manera que, después de matar, no hay pecado mayor contra el prójimo, como lo observará si se para un poco en el orden de los mandamientos. En el quinto se nos prohibe matar, y en el sexto, hacer[p. 215] cosas indecentes. (Las damas bajan la vista. Telva sigue al orador atentamente. Este ha ido levantándose poco á poco; ahora está en pie.) Por favorecer este pecado, hermana mía, por intervenir en sucios tratos zurciendo libidinosas voluntades, se ha hecho usted reo de las penas del infierno. Á fin de que conozca mejor la malicia de este pecado, me valdré de la razón natural. Ha de saber, hermana, que ha dado el Creador al hombre una inclinación tan fuerte á esas cosas, porque si el hombre fuese como estatua, dentro de poco ya se habría acabado el género humano. Mas viéndose impelidos los hombres á esto, toman el estado del matrimonio, se casan, y entonces pueden hacer lo que las leyes del matrimonio permiten, y pueden desahogar legítimamente su pasión, sin que de ello resulte ningún desorden, antes bien, es como las pesas de un reloj, que hacen andar con buen orden y concierto la propagación del género humano. Mas si usted, por antojo ó codicia hace gastarse al hombre, es ciertísimo que Dios nuestro Señor, estará muy agraviado de usted, que le gasta inútilmente y por antojo esa sustancia, medio de conservación y propagación del género humano, y que le impide, destruye y mata aquellos seres que con el tiempo existirían. Si usted toma una naranja y la estruja, ¿cómo queda? ¡Ay, Dios mío! Toda enjuta, árida, seca, y no es buena para nada. Pues lo mismo pasa con los hombres que usted toma entre sus manos, y los estruja de manera que no les quede blanca en los bolsillos, y los deja áridos y disipados de suerte que ellos mismos se abren la puerta á todas las enfermedades y al infierno. Considere cuánto cargo pesa sobre su conciencia, hermana, por favorecer y alentar este hediondo vicio que Séneca llama mal máximo, y Cicerón peste capital.[p. 216] Piense que si la misericordia de Dios es infinita, no lo es menos su justicia, y que las iniquidades que usted promueve van llenando la copa de la divina paciencia. Y entonces, ¡ay de usted y de sus infames asiladas! (Aquí la voz del Padre Olano se hace recia y tonante. Telva simula suspirar.) Se ha visto perecer á personas repentinamente en medio de los goces venéreos, y á una vieja de Alejandría que se ocupaba en prostituir mancebos y doncellas, como usted, la devoraron cierta noche los diablos en forma de feroces perros negros. (Telva se estremece. Sor Florentina hace guiños á sus amigas, dándolas á entender que tiene buenos presentimientos. El Padre Olano endulza el tono, lo hace confidencial.) Y bien, hermana: aparte de estas consideraciones que le he hecho, ¿no siente usted el espíritu fatigado con una existencia tan azarosa y triste? Digo triste, porque convienen respetables doctores en que siempre es triste el vicio, y más que ningún otro éste de que se trata y de que usted hace profesión. Omne animal post coitum tristatur. Lo propio que á las bestias les acontece á los hombres; como que en este caso no son sino bestias del peor linaje, y usted, hermana, puede sernos testigo de mayor excepción por las muchas bestialidades de que ha sido víctima y malos tratos que la han inferido. Pues, ¿y qué diremos del pecado de escándalo en que usted cae de lleno sustentando esa casa de mal vivir? ¡Ay, hermana! Retírese del vicio, cierre esa aduana de Satanás, y guíese por las personas que solamente su bien procuran, como somos nosotros, si quiere salvar el alma y hasta el cuerpo.
Telva escondió el rostro, abrujado y socarrón, entre los pliegues del pestífero pañuelo y rompió á llorar amarguísimamente. Como su llanto se prolongase con exceso, acudieron los presentes á conso[p. 217]larla, pensando para su sayo, «esto es hecho». Alentáronla con palabras amigas; le hacían ver los errores y peligros del pasado y cómo, de continuar al frente del burdel, la asesinaría cualquier día un libertino beodo; daban por sentado que tendría algún dinero con que vivir honestamente, alejada de tratos de tercería, y por si no lo tuviese la prometían favorecerla. En esto, Telva se levantó de su asiento, dispuesta á marcharse. Los otros cuatro la miraron, llenos de ansia, aguardando una contestación concreta. La vieja celestina enjugó sus ojos y arregló el mantón con mucha parsimonia.
—Vaya, yo me voy, que ustedes tendrán que hacer y mis mujeres andarán todas revueltas. ¡Ay, señor! ¡Ay, señoritas! Ustedes, ¡qué buenos son! ¡Qué santinos! ¿Cómo les voy á agradecer? ¡Qué razón tienen! ¡Qué razón tienen, en eso de los maltratos! Parece que los inspira Dios... ¡Si ustedes vieran...! Aquello no es vivir, es un infierno: tiene razón el señor cura. ¡Ay!—dirigiéndose á la señora de Enríquez—. Si todos fueran como el su marido. ¡Qué hombre tan formal, tan simpático! Allí llega todas las noches; tráenos dulces, siéntase en el comedor, y cuándo con la Portuguesa, cuándo con la Pepa, cuándo con Loreto... En fin, mejor no cabe. Ni un grito, ni una bofetada nunca. O como su padre de usté, el señor Pelayo—dirigiéndose á Marujina—. ¡Ay, qué señor! Es un bendito. Antes se seca el mar que él falte por las tardes. ¡Y qué cariñoso! Que pañuelos, que faldas, que blusas, que cadenas, que peinetas; á las niñas no les falta nada. ¡Lo queremos tanto...! Vaya, que será tarde. Adiós, señora. Adiós, señorita. Adiós hermana—á sor Florentina—, ya sabe dónde está su casa, Munuza, 5. Lo mismo le digo, señor cura, y no deje de ir para que concluyamos de hablar de estas cosas.
[p. 218]La proxeneta salió majestuosamente. No había llegado á la calle cuando caían en tierra, tomadas de sendos berrinches ó desmayos, sor Florentina, Aurora y Maruja. El Padre Olano estaba aterrado, maldiciendo la hora en que se le había ocurrido la liga para la supresión de la trata de blancas. Á sus pies, Aurora mostraba las piernas, macizas y gentiles, cuya blanquísima carne trasparecía por el punto de seda. El Padre Olano no pudo menos de considerar cuán bellas eran, y con esto sintió que el pecho se le aliviaba de la contrariedad sufrida.
[p. 219]
[p. 221]
En la puerta del refectorio, los inspectores primeros aguardaban la salida de sus grupos respectivos. Aquel día, después de comer, los mayores echaron de menos al Padre Sequeros. En su lugar, la temerosa é ingente nariz de Mur avanzaba por el claustro, de salida del comedor, trayendo en pos, casi escondido, al citado jesuíta. Se originó un movimiento de sorpresa y expectación. Cada niño construía una hipótesis, que aclarase la ausencia del Padre Sequeros. Aun cuando desde el refectorio hasta el patio de recreación había muy corto trecho, Caztán, el mexicano, no supo reprimir su impaciencia y susurró al oído de Coste, que iba delante de él en filas:
—¿Qué será del Padre Sequeros?
Coste, con aquella liviana inconsciencia que de ordinario le inclinaba al desatino, respondió:
—Estará durmiendo la siesta con la inglesita.
Y no volvió á acordarse de la réplica. Pero estas palabras aventuradas no se derritieron en el aire, sino que avanzaron por una ruta fatal hasta los oídos de Manolito Trinidad, y luego hasta los de Mur y luego hasta los del Rector.
El mismo día, en el estudio de la noche, sonaron tímidos golpes de nudillos á la puerta. Salió á in[p. 222]formarse Ricardín Campomanes, por orden de Mur; subió al púlpito, bajó al pupitre de Coste y le dijo:
—Te llama el Hermano Santiesteban.
Coste salió del estudio, campechanote y descuidado, creyendo que alguna visita insólita le reclamaba. Silenciosamente se encaminaron á la ropería.
—Quítese la blusa.
Coste se desvistió el blusón.
—¿Quién viene á verme?
—Nadie por ahora.
—Entonces...
—Sígame.
El niño frunció cejas y morro; los carrillos se le distendieron hasta adquirir alarmante inflazón, como le ocurría cuando sospechaba alguna contrariedad. Echaron á andar en silencio; escaleras arriba, al último piso; luego, á través de oscuros tránsitos, á la enfermería. El Hermano empujó una puerta, y con el brazo derecho invitó á Coste á que penetrase en la celda. Ardía un quinqué, colgado del techo. Por todo atalaje, la cama, una mesa y una silla. Sobre la cabecera del lecho una estampa mala del corazón de María. En la mesa, un libro de devoción. Coste creyó que le tomaba un desmayo.
—Es el caso, Hermano—suspiró—, que usted se debe de equivocar. Yo... yo no me he quejado; no me siento mal; estoy sano.
—No creo equivocarme, señor Coste: cumplo las órdenes del Reverendo Padre Rector.
Salió de la celda, cerrándola con llave. Y quedó Coste á solas, víctima de lúgubres ideas. No acertaba á ver claro en las causas de su confinamiento. «¿Por qué me encierran? ¿Qué lío es éste?» Recorrió su cárcel impulsado por la vehemencia á que aquella sinrazón le arrojaba; cayó, abatido, sobre la silla; lanzó contra la pared el libro devoto;[p. 223] se precipitó después sobre el lecho, y repitió la suerte, cada vez desde mayor distancia, muy complacido al ver que los muelles del colchón le hacían botar; abrió la ventana, que daba al campo; y al cabo de ensayar todas las formas lícitas de la desesperación, reposó un momento y creyó advertir que el estómago estaba en buena coyuntura para soportar algún lastre. En esto, juzgó lo más sensato revestir de forma audible sus propios pensamientos, desdoblarse, conversar consigo mismo.
—Coste, tú tienes apetito. No me lo niegues.
—Un apetito bárbaro.
—¿Lo ves? ¿Y si no te bajaran al refectorio?
—Mejor. Comida me habían de traer bastante y aquí comería más á mi gusto.
—Puede que te castiguen sin vino.
—¡Bah!
—Quizá, sin postre.
—Esas son caxigalinas. Pero, vamos á ver, ¿por qué me van á castigar?
—Eso digo yo.
—Como que es una machada.
Sonó la campana del regulador, llamando á la cena. Coste se puso en pie, con el rostro inflamado de júbilo. La ansiedad le llevó de muro á muro, en agigantados paseos. Oyóse el estridor de la llave; giró la puerta; surgió Santiesteban con una bandeja y, adelantándose hasta la mesita, la despojó del mantel de hule y dejó al aire el tablero de mármol, en donde depositó un panecillo francés y una botella de agua. Coste sonreía, bañado en saliva el paladar. Pensó: «al parecer me dejan sin vino. Paciencia». El Hermano Santiesteban no se fué en busca del resto de la comida, sino que, tomando la botella de agua, empapó convenientemente el pan, hasta casi dejarlo convertido en papilla. Las piernas de Coste[p. 224] flaquearon visiblemente; los mofletes se le volvieron flácidos. El Hermano Santiesteban desapareció, cerrando la puerta. Coste, vacilando, llegó hasta el lecho, se desplomó sobre él, hozó rabiosamente en la almohada, y á la postre, estalló en hipos y sollozos. Á poco se incorporó, enjutándose el llanto y domeñando el hipo.
—Ya soy un hombre; no puedo llorar.
Apretó los puños, amenazando al corazón del monasterio. Sus carrillos atacaban la nota más aguda del invisible cornetín. Escarbó en la memoria, por buscar el vocablo carreteril ó marineril ajustado á las circunstancias, y gruñó con sordo acento:
—¡Cabrones, daos pol tal; me lo habéis de pagar!
Desnudóse y se acostó. No quiso probar el misérrimo alimento que le ofrecían. Antes de que se durmiese, entró el Hermano Echevarría, y le envolvió en una ojeada cariciosa.
—¡Márchese, márchese pronto!—amenazó el muchacho.
—Calla, hombre, que vengo á apagar el quinqué.
Á media noche, despertó, roído por el hambre; fué á tientas á la mesilla y devoró el pan, húmedo aún. Sentía fuego en las fauces y apuró toda el agua de la botella.
Á la mañana siguiente, faltáronle materias sólidas con que quebrantar el ayuno del día; es decir, que no desayunó. Como la sed le hostigase, hubo de beber de bruces en la jofaina que de mañanita le había entrado el Hermano enfermero. Permaneció en el lecho, contemplando á través de la ventana los agros renacientes, tendidos al sol, y reconstruyendo, por los toques de la campana, las etapas de la vida de sus compañeros. Cuando se levantaba, calculó que sería cosa de las diez y media. Sus amigos estarían en clase, esto es, más aburri[p. 225]dos que él en aquel momento, y desde luego más temerosos. «Si hubiera moscas por aquí—pensó—; pero, no es tiempo. O arañas...» Examinó bien los ángulos, debajo de la cama; se puso en pie sobre la mesilla hasta casi tentar el cielo raso; no había bicho viviente. Tampoco tenía papel con que plegar pajaritas y gabarrones. Se acodó en el alféizar de la ventana y su ruda imaginación campesina voló hacia el pueblo natal, asentado en la orilla de aquel mismo mar que á su derecha se veía. Se acordó de su padre, navegando quizá á tales horas por las alturas de océanos distantes en el barco velero de casco verde y nombre bello, Las Tres Marías.
Á las once y media, Conejo penetró en el cuarto.
—¿Está el gavilán en la jaula? ¿Hemos acorralado á la fiera?—interrogó de chanza.
Volvióse Coste, quedando de espaldas á la luz. Conejo no era de temer.
El jesuíta añadió:
—Conque, ¿qué te parece esto?
—Yo qué sé.
—Ya, ya. Como que estarás en la gloria, sin estudiar, sin clase... Pues bien; el Padre Rector ha acordado expulsarte del colegio.
Coste disimuló su alegría.
—¿Por qué?
—¿Qué has dicho ayer en las filas á Caztán, al salir del comedor?
—Maldito si me acuerdo.
—¿No? ¿No fué algo del Padre Sequeros y de la inglesa? ¿Eh, galopín? ¿Quién te ha enseñado esas abominaciones?
—Ahora ya sé. Pero, ¿Caztán es fuelle también?
—No se trata de eso.
—Y bien, Padre Ministro, si me expulsan, ¿por qué me tienen sin comer?
[p. 226]
—¿Sin comer?
—Sí, señor. Anoche el Hermano Santiesteban me trajo sólo una bolla mojada en agua. Ya ve usted, Padre, yo soy de mucho alimento. Y si me echan, ellos ya no tienen que ver.
—Ya lo creo que eres de mucho alimento. Canario; yo no sabía... Á otra cosa. Como la expulsión es tan vergonzosa, he intercedido con el Rector, y por último, ha resuelto perdonarte, contando con tu enmienda, ya sabes. Y de aquí en adelante procura hacerte simpático al Padre Mur.
Ni la expulsión le parecía vergonzosa á Coste, ni la intercesión de Conejo le hacía ninguna gracia. Disponíase á partir el Prefecto.
—Padre Ministro, Padre Ministro. ¿Me van á tener mucho tiempo encerrado?
—No sé. Allá veremos.
—Si usted quisiera que me mudasen á otro cuarto, desde donde pudiera ver á los compañeros durante la hora de la recreación...
—¿Para hacer telégrafos?
—No, Padre; para verlos. Así, solo á todas horas, me da tristeza.
—Allá veremos. Adiós, galopín.
Á la hora de comer, Coste volvió á realizar voraces proezas de animal carnívoro. Tras de veinticuatro horas de abstinencia el alimento le pareció gustoso como maná, pero lamentable por la escasez. Á la tarde le mudaron de habitación. Desde el nuevo encierro, aunque á mucha altura, podía contemplar los juegos de sus amigos. Observó que el Padre Sequeros no bajaba á los patios, ni se le veía nunca, y atando cabos y soldando murmuraciones y cuchicheos de los alumnos, dedujo evidentemente que también el primer inspector sufría la pena de reclusión temporal.
[p. 227]
Llevaba Coste ocho días de encerramiento. Con la inacción, las mantecas se le habían dilatado; sentíase torpe y perezoso. Era una mañana transparente y risueña. Por detrás de los vidrios, espiaba el bullicio que movían sus compañeros en el recreo matinal, después del desayuno. Vió á los inspectores agitando la campanilla; á los niños, abandonar sus diversiones y acudir á las filas, y á éstas moverse pesadamente, con derrotero á la clase. De pronto hubo un alto. Apareció el Padre Rector; dijérase que hablaba, ante la prole infantil. ¿Qué ocurre? Las filas se deshacen súbitamente; los niños parten á la carrera, en todas direcciones, brincan, profieren alaridos, lanzan las boinas al aire; un frenesí. Coste comprende; es día de campo. Y á él, ¿lo dejarán preso? El corazón se le alborota, angustiado; enternécensele los ojos; aguza los oídos hacia el tránsito, en espera de pisadas venturosas. Más tarde, ve cómo se forman de nuevo las filas, y desaparecen, y se oye, alejándose, la charanga del colegio que toca la acostumbrada diana:
Después, la pesadumbre de un silencio infinito cae sobre la inmensa casa vacía. Coste se ha tumbado en el camastro. Está rabioso, rechinando los dientes. Se incorpora; ha tenido una idea. Prorrumpe en una risotada, y dice, en voz alta: «Luego, luego.» Se pasea, discurre, robustece su plan.
Á mediodía, Santiesteban se presenta con unas viandas fiambres. Coste investiga ladinamente.
—¿Por qué me traen comida fría?
—El cocinero no está en la casa, señor Coste.
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—Pero alguno habrá que las caliente.
—Nadie hay, señor Coste.
—Pero ¿se han ido también los Padres de campo?
—Estamos solos usted y yo, señor Coste, y algún fámulo.
—Pues déjeme aquí la comida. Hoy tengo un hambre tremenda.
—¿Hoy, señor Coste?
Y Santiesteban se va, después de haberle ofrecido su pútrida sonrisa.
Así que ha comido, el muchacho guarda en el pañuelo las sobras y las esconde debajo de la almohada. Permanece sentado hasta que Santiesteban vuelve á retirar el cubierto. En estando nuevamente á solas, arranca el tirador de la mesilla, endereza la argolla y va á la puerta con ánimo de forzar la cerradura, lo cual consigue á los pocos tanteos. Extrae una frazada del lecho, y se la carga al hombro; torna en la diestra el pañolico de la comida y sale decidido. Desciende hasta el tránsito en donde están las celdas de los Padres; recorre varias puertas hasta una en cuyo umbral deposita el cobertor y el hatillo. Llama. «Adelante», responden desde dentro. El niño penetra y se hinca de rodillas á los pies del Padre Sequeros.
—Padre, vengo á despedirme de usted, porque me escapo, y á pedirle perdón por el mal que le haya hecho, ó que de usted haya dicho. Le juro que nunca tuve mala intención.
—¿Cómo? ¿No ves que no puedo dejarte huir? Sería un remordimiento, un cargo...
—Si no me dejara, Padre, no sé lo que haría, no sé..., no sé. Ya no puedo más.
—Pues que Dios te ampare, hijo mío—. Y le bendice.
Coste toma al salir su bagaje y viático; baja es[p. 229]caleras; atraviesa pasadizos; se enhebra en la angostura de un tendejón sombrío, húmedo; se detiene, vacila, zozobra, murmura; «¿se lo habrán llevado?» Decídese al fin y éntrase por la cuadra. Castelar relincha; Coste grita, abraza á su amigo, lo besa y le dice expresiones tiernas: «¡Queridiño, queridiño! Vamos á Ribadeo. Ya verás allí. Te haré una albarda guapiña, con madroños; te compraré lo que quieras, para comer. Vamos, vamos, queridiño, no sea que nos pesquen.» Y, luego de sujetarle la frazada con una cincha, á manera de montura, sale á los patios exteriores, conduciendo al asno del ramal. Cruzan el patio de la segunda, hasta el cobertizo nuevo; en una rinconada hay un portón. El chicuelo hace saltar el candado con una piedra. No sabe si tirar á campo traviesa ó deslizarse junto á los muros hasta la espalda de la casa; resuélvese á favor de la última manera. Camina con tiento, pisando sobre las matas á veces. Ahora ha dado un traspié por haber tropezado con un objeto incomprensible. «¿Qué es esto?» Y saca del matuco unas almadreñas y un enorme paraguas de seda roja. Como no tiene el sentido de la propiedad individual, muerto de risa, se apodera del raro paraguas y atribuye su hallazgo á la merced divina que se lo coloca á los pies, quizá por valimiento del Padre Sequeros, para el caso en que, durante su huída á la dulce patria, se abran en agua las nubes.
Ya está, á rebalgas sobre Castelar, en campo abierto. Lo tupido de la población queda á la izquierda; detrás el colegio y la tierra montuosa; al frente, una rala prolongación de la ciudad y más al fondo el mar; paisaje de costa, rocas en acantilado, pinares, á la derecha. No cabe duda que siguiendo la orilla del mar todo el tiempo se llega á Ribadeo; pero, ¿de qué costado?, ¿del derecho?, ¿del izquier[p. 230]do? Coste, dejándolo á la libre determinación de la cabalgadura, como hizo San Ignacio en parecido trance, ya no piensa en otra cosa que en su libertad reconquistada. Castelar toma, sin vacilación, un camino con derrotero á la derecha. Aquella parte la conoce bien Coste, que han venido allí de paseo con frecuencia; sabe que detrás de la robleda hay praderías, y luego unos pinos, y más luego arenal, y el río Piles y la playa, y el mar...
—¡Sooo, Castelar! Sooo... Párate.
Coste, densamente pálido, escucha. Sí; se oye muy cerca gran gritería. Son los alumnos del colegio. De seguro están en los prados del lado de allá de la robleda.
—Riá, riá, Castelar. Á escondernos, no sea el diaño que nos atrapen.
Se sumen en lo más intrincado y espeso del bosque de robles. Luego, el niño ata su borrico á un tronco, y con paso furtivo, reptando entre tojos, avanza hasta la linde de la arboleda. La tentación es más recia que sus temores. «Si pudiera ver á Bertuco y á Ricardín, despedirme de ellos... Siempre me han querido.» Ya ve las praderías, parceladas por seto vivo de zarzamoras; y ahora á un grupo de Padres, sentados en la hierba, leyendo el breviario; y á los niños, que han traído los balones y juegan sin reposo. «Si un balón cayera del lado de acá de aquella sebe y viniera á recogerlo Ricardín ó Bertuco...» Pensado y acaecido. La pelota de cuero traza en el aire una gentil parábola, gana al caer la sebe y rueda por la grama con tanto impulso que anda á punto de entrar en el bosque. Un niño salta el seto, corre en seguimiento del balón. El atribulado Coste apenas se atreve á asomar el hociquito. «Si fuera un fuelle...» No, no es un fuelle; es el beatífico Rielas.
[p. 231]—¡Chissst! ¡Chissst...! Rielas...
Rielas alza los ojos y retrocede sorprendido.
—Oye, Rielas, ven aquí; como que tropiezas el balón con el pie y se mete por aquí. Oye.
Obedece Rielas.
—Pero, Coste... Jesús.
—Me he escapado, ¿sabes?
—Jesús, Jesús.
—Quiero despedirme de los amigos; de Bertuco, de Ricardín, de ti, ¿sabes? Á ver si os podéis escabullir un momento. ¡Ah! Oye. No me acusarás...
—Calla, hombre. Tú, aguarda más dentro, por si acaso nos ven—. Y salió corriendo pradera abajo, menudeando los gritos.—¡Ahí va! ¡Ahí va!—Dió un puntapié á la pelota y la proyectó á una altura excelsa.
Coste se internó en el bosque, sentóse sobre un gran guijarro y aguardó. Pasaba el tiempo y nadie venía. Á la vuelta de media hora, onduló un silbido cauteloso. Respondió Coste, silbando de su parte. Entre los árboles avanzaban Ricardín, Bertuco y Rielas. Ricardín venía con claras señales en el rostro de no traerlas todas consigo; Bertuco, muy sereno. Se abrazan los niños.
—Adentro, más á la espesura—dice Bertuco.
—¡Por Dios...! ¿Y si nos echan de menos?—pregunta Ricardín.
—Ya daremos cualquier disculpa.
—¿Sabéis? Me escapo. El Padre Mur me odia, todos me odian. Yo no puedo vivir así. Sólo vosotros sois buenos...—explica, de camino.
—¿Y cómo te las vas á componer?—inquiere Bertuco.
—Allá veremos. Este debe de ser el camino de Ribadeo. Tú sabrás, Ricardín.
[p. 232]—Yo no sé. Además eso está muy lejos. ¿Vas á pie?
—¿Á pie? ¡Quiá! ¿Á que no sabéis con quién escapo? No acertáis, de seguro.
Callan.
—Con el Padre Sequeros—se atreve á decir Rielas.
—Arrea. Con... con Castelar.
—Entonces lo has robado—observa Ricardín.
—¿Robarlo? Si es más mío que de nadie...
—¿Dónde lo tienes? Yo quiero verlo—añade Bertuco.
—Ahí cerca está atado á un árbol.
Descubren al burro, el cual recibe á los niños alegrando los ojos y entiesando las orejas. Bertuco pregunta:
—¿Qué es esto, Coste?
—Un paraguas, me parece.
—Que encontraste escondido en unas matas, detrás del cobertizo de la segunda—. Y se echa á reir.
—¿Y cómo sabes?
—¿Acierto?
—Sí que aciertas.
—Pues basta. ¿Llevas dinero?
—¿Cómo dinero?
—Naturalmente. ¿Piensas viajar como Don Quijote?
—Puedes vender el burro.
—¡Vamos, hombre! Tú estas loco, Ricardín—replica Coste, indignado.
—Entonces...
—Entonces, yo qué sé. Dios me ayudará.
Ricardín se desabotona el chaleco, investiga entre los forros, extrae un papel mugriento y lo desarrolla hasta manifestar una pieza de dos pesetas.
[p. 233]—Toma; las pude esconder á principio de curso. De algo te podrán servir.
—No, no las quiero. Guárdalas tú.
Bertuco se interpone.
—Tómalas, Coste; á ti te hacen más falta. Yo no tengo nada que darte.
Rielas atraviesa empeñada lucha interior, en la cual la victoria corresponde á la munificencia. Revuelve en la faltriquera de la cazadora y expone á la luz del día una cajetilla que entrega á Coste.
—Son de emboquillados de Valencia. La puedes vender, ó te la puedes fumar.
Han enmudecido á causa de la emoción. Bertuco, temblándole el acento, reanuda la charla:
—¿Dónde vas á dormir esta noche? Es ya tarde. Viene la noche.
—Sí, es ya muy tarde. Dormiré aquí, en el bosque.
—¿No tendrás miedo?—Ricardín está estremecido.
—¿Á qué?
—Reza, por si acaso.
—Eso ya se sabe. ¿Crees que soy un hereje?
Tiemblan unas voces en la distancia: «Bertucooo... Campomanes...»
—Bueno, adiós.
—Adiós.
—Adiós, Bertuco, Ricardín, Rielas... adiós. Ya no os volveré á ver.
Se abrazan; se besan; lloran. Los tres alumnos van á perderse entre la columnata de robles enyedrados. Coste, casi lelo, se desdobla é inicia un breve coloquio.
—Coste, tienes mala pata.
—Muy mala, me c... en diez.
Castelar sacude las orejas con tanto garbo que, al ruido que mueve, Coste vuelve la cabeza. El burro le mira, diríase que amorosamente.
[p. 234]Se oye la charanga del colegio y cómo se apaga, según retorna al cobijo del casón.
La negrura se filtra dentro del bosque. Levántanse mil rumores. Grazna un cuervo.
El muchacho arregla á tientas un lecho de hojas secas; se cubre con la frazada; invoca al sueño. Castelar se acomoda al lado de su amigo, como velándole. Rinde el cansancio al prófugo, que cae dormido murmurando:
Bendita sea tu pureza
Y eternamente lo sea,
Pues todo un Dios...
Al día siguiente se despertó con los sentidos ágiles y animoso el pecho. Cabalgó por una carretera durante toda la mañana. Comió en un chigre; bebió sidra; fumó dos emboquillados y salió del antro con dos reales en el bolsillo.
Carreteros, jinetes y peatones le miraban al paso con leve estupefacción.
Á media tarde dejó pacer á Castelar de la hierba de las cunetas, aguardándole sentado en un montón de caliza picada. Preocupábale no ver el mar cerca; pero le habían dicho que aquélla era la carretera de la costa. Reputaba como de buen augurio no haberse tropezado con una horda de gitanos, que roban niños y burros. Pero, luego, pensándolo más despacio, consideraba que acaso fuera dulce la vida entre aquellas gentes de bronce, y hembras[p. 235] hoscas y melancólicas que, apoyando el codo en la cintura, tienden la diestra al caminante, como si solicitasen amor.
Cabalgó nuevamente. El cielo se anublaba. Las nubes se fundían, formando una techumbre pizarrosa. Comenzó á gotear. Luego á llover torrencialmente. Fué á guardarse debajo de un árbol, siendo ineficaz el gran paraguas bermejo; pero, como la noche avanzase demasiadamente, resolvió seguir en busca de un mesón.
El terreno era quebrado y estéril; cañadas y montes vestidos de tojo y de esmirriados pinos.
La obscuridad era mucha y el agua más. Oíase un raro retumbo próximo.
Á la izquierda del camino, lindando con la tenue blancura de la carretera, las tinieblas se espesaban en una masa angulosa. «Debe de ser una casa de aldea», imaginó Coste, asiéndose á esta esperanza. Acercóse, encendió unas cerillas. Era un tinglado de palitroques, cubierto de paja; asilo de caminantes ó pastores. Dentro no llovía. Coste descendió del asno y se acomodó en el suelo. Á poco, caía dormido.
Soñó con pesadillas espantables, y despertó porque la angustia le atenazaba la garganta. Tendió las manos en la sombra, solicitando la compañía de su leal camarada. Buscó de un lado, de otro, medio muerto bajo la losa de presunciones horribles. Castelar no estaba. «¡Sueño aún! ¡Sueño aún!» Se golpeó con furia la frente, se mesó los cabellos, por volver al estado de vigilia. Rostro abajo le corrían hilos de líquido calentuzo, los cuales se le entraron por la comisura de los labios, desparramándose en densidad acre. «Es sangre. Me he hecho daño. Estoy despierto.» Iba á gritar, á orar á voces, suplicando misericordia del cielo; mas la voz se le disipó antes[p. 236] de salir de los labios y los pulsos se detuvieron. Por la carretera, muy cerca de él, pasaban seres fantásticos. Iban en silencio y llevaban una luz. Enloquecido, corrió monte arriba. Caía entre espinas, se arrastraba, volvía á correr. Sonó una detonación. Los oídos le zumbaban. Y corrió, corrió, hasta que se derrumbó, sin aliento ni sentido. Recobróse; tenía las ropas embebidas en agua; tiritaba. La cerrazón era completa. La lluvia azotaba y el viento se revolvía frenético. Aquel vago retumbo de antes se exacerbaba, era ensordecedor.
Un lanzazo de luz hendió las negras entrañas de la noche tormentosa. «Es un faro. Estoy al lado del mar. ¿Andará cerca Ribadeo? ¡Padre Sequeros, Padre Sequeros, ayúdeme!
Divina Pastora,
Dulce, amada prenda,
Dirige los pasos
De estas tus ovejas.
¡No me dejes, Madre mía! ¡No me dejes, Madre mía!» Ante las pupilas del niño, que el delirio dilataba, mil fugaces lucecillas urdían diabólica zarabanda. En los oídos le retiñía un campanilleo mareante. Fantasmas sutiles le rozaban, mosconeando, las sienes. Una voz cantó junto á su oreja:
Lucifer tiene muermo,
Satanás sarna,
Y el diablillo Cojuelo
Tiene almorranas.
Almorranas y muermo,
Sarna y ladillas,
Su mujer se las quita
Con tenacillas.
[p. 237]Esto mismo lo había leído Coste, de escondite, en un libro que tenía el Padre Estich, el literato.
La voz repitió la indecorosa copla. Coste sollozaba:
«Mírame con compasión.
No me dejes, Madre mía.»
Concentró las flacas fuerzas que conservaba; se puso en pie; dió dos pasos... y caía desde el acantilado al embravecido mar. En un picacho cortante se le partió la cabeza, haciéndole perder la vida, no sin antes bisbisear, con débil y delgado soplo: «No me dejes, Madr...»
[p. 239]
[p. 241]Uno que otro velón, de largo en largo, colocados de manera que el postrero y más débil resplandor del uno se encadenaba con el del siguiente, abrían por entre las sombras del tránsito de los Padres una ruta equívoca y melancólica. El silencio era hondo, de infinita vacuidad, como si habiendo perdido su vida el Criador, porque era aquella noche la del Viernes Santo, el universo se hubiera desplomado en sorda y definitiva inercia, y alumbraban los velones como expirantes pavesas de un mundo pretérito.
Nació un rumor latebroso de la aparente nada; la sombra se espesó en un punto, á modo de cuajarón de tinieblas, cauto y semoviente. Así como se acercaba á la luz de un velón podía advertirse en que era un Padre, arrebujado en el manteo, y como su alzada fuese poca y fachendease mucho, ¿quién había de ser sino Conejo?
Germinaron nuevos bultos en las entrañas de la sombra. El resplandor de las lámparas, aunque escaso, los definía. Envolvíanse todos en los manteos. Y pasaron: el larguirucho y adamado Estich; el vivaracho Ocaña; el jesuitófobo Atienza; el imponderable apéndice nasal de Mur, de donde como[p. 242] de una percha pendían los arreos talares; el valetudinario y expectorante é ijadeante Avellaneda; Arostegui, tetinhiesto y solemne; Olano, oblongo y carnal; Landazabal, de las nalgas en asidero; Numarte, vulgar y tosco; Sequeros, rígido y pausado; toda la comunidad. Caminaban acuciosos, con pie desnudo é inaudible. Los manteos revolaban á veces sobre los talones. Parecían bestias negras y traidoras, hijas de la lobreguez y de la inmundicia, ratas ó murciélagos enormes.
En las escaleras se adensó el negro torrente, porque á los Padres se les incorporaron los legos; Santiesteban, de pútrida sonrisa; Calvo, el cocinero, de imposible obesidad, en términos que, al igual de aquel obispo francés, parecía haber venido al mundo á fin de demostrar hasta qué punto puede dar de sí la piel humana; Echevarría, nostálgico del cetro adolescente, y todos los otros.
Los Padres penetraron en el refectorio; los Hermanos permanecieron junto á la puerta. Se verificaba una de las dos disciplinas en común que hay durante el año (la víspera de San Ignacio y el Viernes Santo).
Sobre la mesa de la cabecera, en donde acostumbraba á comer el Rector, había una vela encendida. Arostegui se arrodilló; todos siguieron su ejemplo. Dejaron caer á tierra los manteos, manifestando, por las trazas, el torso desnudo; mas no era así, sino que á favor de la poca luz hacían pasar como propio pellejo (¡inocente fraude!) el tejido de la camiseta, en lo cual no andaban muy errados, porque, además de ser el color originario de un tono crudo y moreno, semejante al de la carne, con la cochambre y exudaciones sebáceas que trasudaban aquella prenda, había llegado á convertirse en algo consustantivo al propio cuerpo. Anabitarte apagó[p. 243] la vela, de suerte que el refectorio lobregueció por entero. El Rector dijo con acento jaculatorio:
—Reverendos Padres y carísimos hermanos; por orden de la santa obediencia decimos nuestra culpa. Por todas las faltas[16] cometidas durante el año. Por lo cual, y en honra de San Ignacio, tomamos esta disciplina.
Oíase el manso y meticuloso guitarreo de los padres previniendo muy cuerdamente cualquier desperfecto de las respectivas camisetas, y el vehemente zurrido de los legos aplicándose furiosos lapos en los lomos, recios y rústicos, á propósito para la afrenta del látigo y de la servidumbre.
Á los diez ó doce segundos, Anabitarte tocó en un vaso con un cuchillo. Como por ensalmo cesó el rumor de penitencia. Tan sólo, junto al postigo, algún lego montaraz se aplicaba unos zurriagazos de propina.
Y se fueron todos tan frescos á sus celdas. Avellaneda estornudaba. Los legos llevaban las costillas largueadas de verdugones.
Aquella noche, Sequeros recibió otra esquelita azul:
«Desde mañana puede usted bajar á la división. Queda desobligado del retiro.
P. Arostegui, S. J.»
[p. 245]
[p. 247]Estos son retazos de unas memorias íntimas de Bertuco. Los transcribimos tal como aparecen de mano del niño.
Noviembre.
Sicut cinamomo.
Yo no soy congregante, porque, al parecer, soy bastante enredoso. Lo fuí una vez, y en seguida me echaron. Me acuerdo del oficio de la Virgen, que cantábamos. ¡Qué hermoso es! La música da mucha tristeza. La letra no la entiendo toda, porque está en latín; pero hay dos versículos que no los puedo apartar de la cabeza. Uno sobre todo.
Sicut cinamomo.
Verdaderamente, yo no sé si es cinamomo ó cinamomus. ¿Qué más da? Lo tengo pegado á la memoria, y el repetirlo con el pensamiento me produce mucha alegría y me emociona; vamos, no sé explicármelo. ¿Por qué será? Como el cinamomo... La Virgen es como el cinamomo. En el parque de San Francisco, mi tío Alberto me enseñó una vez una mata de cinamomo. Las flores eran muy blancas, muy ligeras, olían muy bien y tenían el corazón de oro... ¡Qué guapa debía de ser la Virgen!... Y la señora Ruth, de seguro, es también como el cinamomo. Desde que se mató el marido, no hemos vuelto á verla en los paseos. Si yo no fuera un[p. 248] niño, me casaba con ella, ahora que está viuda. ¡Cómo llorará la pobre!...
Hoy, que es lunes, han salido los congregantes para hacer sus oficios. Nos hemos quedado aquí en el estudio unos pocos, los informales. El Padre Sequeros nos ha dicho que, de todos los que quedamos aquí, sólo se salvará uno. Cuando él lo dice... ¿Quién será? ¿Ricardín? ¿Yo? Y como llegan los ecos de los cánticos, sicut cinamomo, me han entrado ganas de llorar.
Diciembre.
El temor de Dios.
Yo quiero á la Virgen porque es muy buena y hace milagros con los que son sus devotos. En cambio, Dios, tal como nos lo pintan los Padres, es muy malo. ¡Perdón, Dios mío! Quiero decir que castiga mucho y no perdona nunca. ¡Qué horror! Ya veis, la Virgen sólo quiere que se la quiera; Dios quiere que se le tema, que uno se maltrate y haga penitencias para salvar el alma. Yo quiero salvarme. Al parecer, ningún jesuíta se ha condenado. Seré jesuíta. Vamos, me asusta el que suelen ser muy sucios. Ese Padre Olano... Pues ¿y Conejo? No digamos Mur.
Yo hago muchas mortificaciones, para que Dios se apiade de mis pecados, y porque me lo ordena el Padre Espiritual.
Anoche me dijo Conejo que por qué me arrodillaba en los tránsitos y besaba el suelo, lo que le parecía una majadería. Yo no supe explicar por qué lo hacía, y me dijo que me iba á prohibir que confesara y comulgara. ¡Virgen mía; yo no sé qué pensar ni qué hacer! Tú eres guapa y buena...
Ayer, el papá de Pelayo lo sacó del colegio. Un día vi á Marujina, su hermana; cómo me gusta...
[p. 249]Marzo.
Solo.
Cuando me acuerdo de mi papá creo volverme loco. No me quiere, ni me ha querido nunca. ¿Por qué será? Yo soy bueno. El único que me quiere es mi tío Alberto y la pobre Teodora...
Hoy me escribe el tío: la infeliz Teodora, después de pasar muy mal invierno con sus achaques reumáticos, ha fallecido. Como de tu padre no se sabe nada y se acercan las vacaciones, lo más probable es que las tengas que pasar en mi compañía. ¿No te alegras?
Pues, sí, señor; me alegré, y no sentí remordimiento por haber matado á Teodora, que yo fuí quien la mató. Pero después, sin saber cómo, me sentí muy solo, muy solo.
No conocí á mi madre, Virgen mía.
En su regazo nunca me dormí,
Ni su mirada se posó en la mía.
¡Sé tú mi madre; ten piedad de mí!
No he conocido maternal regazo,
Ni un cantar amoroso me acunó,
Ni he gustado su beso, ni su abrazo.
Sin ti, Virgen guapina, ¿qué haré yo?
Mira qué triste ha sido mi fortuna
Y cómo el vendaval secó la flor,
Que fuese aroma y luz sobre mi cuna
Huérfana. Yo no sé lo que es amor.
Ve que lloro perdido y al tirano
Yugo de la tiniebla me rendí.
Tiéndeme tu divina y blanca mano.
Muera ya y vaya al cielo en pos de ti.
[p. 250]Marzo.
La estampa y la lenteja.
Yo tengo una estampa alemana de la litografía de Benziger, y representa á San Estanislao de Kostka. También tengo una planta muy pequeñina de lenteja. La lenteja la encontré en un patio; llené de tierra un pote vacío de pasta para los dientes y planté la lenteja. Prendió. La llevé á la camarilla. Ya tiene unas hojitas muy delgadas. Algunas noches escarbo la tierra y veo las raíces. Son blancas como lombrices. ¡Qué cosa!
Pajolero es el que tiene más fuerza de la división. Me robó la estampa, así, porque le dió la gana, y cuando se la pedí se rió de mí. Me entró una rabia que me hice sangre en los labios. ¿Es que porque tiene más fuerza puede hacer lo que quiere? Me quejé al Padre Mur y no me hizo caso; al Padre Sequeros, pero Pajolero negó. Me quedé sin la estampa. Esto es una injusticia. Yo no sabía, no entendía bien lo que era injusticia. No sé lo que pasa por mí. Si hubiera tenido un cuchillo se lo hubiera clavado á Pajolero en el corazón. Estoy rabioso. ¿Cómo consiente Dios esto? ¿Por qué inventó él la injusticia, una cosa tan horrible? Porque claro está que todo viene de Dios. Eso está muy mal. Á mí no se me hubiera ocurrido nunca que en el mundo cupieran estas atrocidades habiendo providencia. No, no puede ser.
Hoy he mirado de nuevo la lenteja, sus hojitas y sus raíces. Me entró una ternura muy grande, que casi me hizo llorar, y me acordé de que había tenido pensamientos blasfemos. Los Padres hablan de milagros. ¿Qué mayor milagro que esta planta que yo tengo en el pote de pasta dentífrica? ¡Perdón, Dios mío!
[p. 251]Abril.
El Papa á los infiernos.
Hoy, en la plática, el Padre Numarte nos ha referido una cosa que me ha dejado asustado. Predicaba un jesuíta en una iglesia; de pronto se calló; luego dijo: «En este momento, Su Santidad Clemente XIII acaba de descender á los infiernos.» Después se comprobó que á la misma hora que lo dijo el jesuíta había muerto el Papa, que fué precisamente quien suprimió la orden. Me parece demasiado. Es decir, que en la Iglesia, lo único importante, son los jesuítas. Á veces creo que son unos farsantes.
Abril.
La bandera misteriosa.
No tenemos clases. Estamos muertos de miedo y los Padres más todavía. Ayer apedrearon el colegio y tiraron cohetes contra las ventanas. ¿Por qué quieren tan mal á los jesuítas? Son los impíos.
Los soldados están paseando por los pasillos y colocados á las entradas. Yo les he oído decir palabrotas y blasfemias. Según parece vienen á protegernos por si atacan otra vez el colegio.
Á los niños nos dejan hacer en estos días lo que queremos. Esta mañana, Bárcenas me llevó á uno de los desvanes. Fuímos á cencerros tapados y llegamos á un cuarto obscuro. Estaba lleno de fusiles y otras cosas que no sé lo que son. Luego abrió un envoltorio Bárcenas y me enseñó un trapo que parecía una bandera, colorada y azul con rayas cruzadas. Me aseguró que era el pabellón inglés y que poniéndolo en el tejado de los Padres no tenían nada que temer. Se me figura que Bárcenas no sabe lo que dice.
[p. 252]Mayo.
El grillo.
Anoche oí un grillo cantando en las camarillas. ¿Quién lo habrá cazado? Si lo averiguan buena la tiene.
Cri, cri, cri; cómo me gustaba oirlo.
La parra de mi casa en Cenciella está por el verano llena de cigarras que chillan. ¡Ay, el sol del verano...! Á los grillos les gusta más el prado liso que donde hay pomares. Los pomares de mi casa parecen personas viejas, y las manzanas tienen todos los colores y son lisas como de cera. Pero los grillos buscan el prado.
Cri, cri, cri; cómo me gustaba oirlo.
En el verano suenan tantos, tantos... hasta los montes de lejos. Por los prados corre el río, aquel río tan quieto á donde van á lavar las mujeres de Cenciella. Nuestra criada, la Palomba, era muy guapa. No llevaba corsé y se le marcaba el pecho.
Cri, cri, cri; cómo me gusta el canto del grillo.
En los prados hay á veces amapolas, con hojas de raso. Soplábamos Rosaura y yo y volaban las hojas. ¡Qué ganas tengo de irme á casa! Me bañaré en el albercón y perderé de vista este colegio.
Mayo.
La tuna de Coimbra.
Hoy nos ha dado un concierto la tuna de Coimbra. Lo que me ha entusiasmado son los panderetólogos. Cómo brincan, y se revuelcan por el suelo, y se retuercen, sonando la pandereta contra el codo, contra el pie, contra la cabeza... Les aplaudimos á rabiar. Yo siempre quise ser un gran poeta; pero hoy he comprendido que es mejor ser un gran panderetólogo.
Voy á hacer el examen de conciencia para confesarme, que mañana es primer viernes de mes.
[p. 253]
[p. 255]El Padre Mur perseguía la oportunidad de satisfacer su venganza en Bertuco, el cual, en cierta ocasión, había repelido coléricamente las asiduidades cariciosas y pegajosas del jesuíta.
Mur inspeccionaba las filas de alumnos que á la puerta de los confesores aguardaban, cruzados de brazos, la vez de ir descargando la conciencia. Á la puerta del Padre Arroyo había ocho niños. Bertuco estaba el séptimo, y, aun cuando apercibía sus potencias espirituales para postrarse ante el santo tribunal con el recogimiento debido, no lograba impedir que en su memoria bullesen danzantes imágenes de panderetólogos: la impresión había sido muy intensa y estaba demasiado reciente. Entre las muchas artimañas y máculas ladinas con que Mur cazaba á los enredadores, una de ellas consistía en volverles la espalda, con lo cual ellos, juzgándose libres por el momento, verificaban sin disimulo su travesura; mas, siendo luenga la nariz de Mur, y descansando las gafas en lo más avanzado del apéndice nasal, bastábale subir, como al desgaire, la mano hasta el rostro, poniéndola detrás de los vidrios para tener un espejo en donde se retrataba todo lo que detrás de él acontecía. Por no[p. 256] traicionarse y prolongar en lo posible la astucia, no daba á entender por el momento los resultados de su espionaje, sino al cabo de algún tiempo, con lo cual, los díscolos, creían haber sido acusados por algún compañero fuelle.
Volvióse de espaldas Mur; Bertuco, á quien le sonaban en los oídos las sonajas de mil panderetas, y en cuyos nervios parecía infundirse la energía y agilidad de una falange de panderetólogos, como se viese á salvo de la mirada rapaz de Mur, sopló al oído de su vecino en la fila:
—Mira tú que aquel pequeño, el rubio... ¡canario!—Y comenzó á retorcerse y descoyuntarse, remedando al artista del pandero, y con los ojos pendientes de Mur, en previsión de que se pudiera volver de pronto.
Mur, en aquel punto, hacía espejo de sus gafas; pero no supo interpretar los movimientos del niño en derecho sentido, sino que dió por averiguado que le hacía burla y muecas de odio con todo desembarazo y desvergüenza. Arrebatado de iracundia, giró sobre los talones y puso en las mejillas de Bertuco una sonora y recia bofetada. En las infantiles pupilas había una mezcla de estupor y de odio. Á seguida, Mur se aferró con su diestra, huesuda y truculenta, á la oreja de Bertuco, arrastrándolo por el tránsito, y luego escaleras abajo, después de haber ordenado á los otros siete niños que vinieran de testigos, hasta un estrecho y breve pasadizo, enladrillado de rojo, que abre una comunicación entre el claustro central y los patios exteriores, por la parte de los lugares excusados.
Los niños hicieron corro; Mur y Bertuco en el dentro.
—¡Arrodíllate!
Bertuco obedeció.
[p. 257]—Vete haciendo una cruz con la lengua en el suelo. Primeramente, desde aquí hasta aquí—. Señalaba con el pie una extensión como de tres palmos.
Bertuco permaneció inmóvil. Sus ojitos azules parecían de acero, bruñido en la piedra de afilar. Los tiernos espectadores estaban consternados.
—¡Á la una! ¡Á las dos...! ¡Á las tres!—Y dió al niño vehemente puñetazo en la nuca, con intención decidida de derribarlo de bruces, y lo hubiera logrado si las manos alertas de Bertuco no se hubieran apoyado en tierra.
—¡Haz la cruz con la lengua!
Bertuco, que había vuelto á colocarse de rodillas, no hizo movimiento alguno.
—Á la una, á las dos... ¡á las tres!—Segundo golpe, con redoblado vigor.
Juanito Prendes, de pusilánime corazón, se echó á llorar, y entre acongojados hipos balbucía:
—Por Dios, Bertuco, obedece. ¿Qué más te da?
Á Bertuco no le repugnaba lo repugnante del castigo, sino la humillación que entrañaba. Adivinaba confusamente que aquello que sentía dentro de sí como espina dorsal de su espíritu, la dignidad, en siendo violada y partida, no era posible rehacerla y enderezarla. Hendíasele el corazón de espanto.
—¡Máteme, máteme por Dios!
—La muerte merecías, infame. Haz la cruz, arrástrate, asqueroso reptil—. Y de un puntapié lo envió rodando contra el muro.
Y ya, no Juanito Prendes, que también los seis restantes le suplicaban que se doblegara, sabiendo que el Padre Mur no perdonaría nunca.
Y en un momento de suprema desesperanza y abrumadora vergüenza y asco de sí propio, casi aniquilado por el temor y la amargura, Bertuco se dispuso á obedecer, y sacando la lengua la aplicó[p. 258] al suelo. Dos lágrimas ardientes como la punta de un puñal enrojecido en la lumbre le taladraron los ojos, anublándolos. Dentro del pecho experimentaba el furor de una garra que le rebañase las entrañas.
—¡Lame la tierra!—rugió Mur, con voz estrangulada de ira y torpe fruición.
El paso continuo de centenares de pies había desgastado el ladrillo, formando un polvo terroso y sucio. De otra parte, las fauces de Bertuco estaban resecas. Así que por las tres veces que puso la lengua sobre el suelo convirtiósele en un objeto extraño y asqueroso, como petrificado, que le ocasionaba fuertes torturas y le impedía hablar.
—¡No puedo más...!—articuló con esfuerzo.
Mur le puso el tosco zapato sobre la nuca. El niño, en una convulsión, quedóse rígido, yacente, bañado el rostro en sangre.
—Marchaos ahora mismo de aquí. Y como digáis algo á alguien os hago lo mismo á vosotros.
Los niños huyeron, aterrorizados. Y en estando á solas, el jesuíta arrastró el cuerpo exánime de Bertuco hasta un grifo que hay contiguo á los lugares excusados, y chapuzándole la cabeza le devolvió el sentido.
—Lávate bien esas narices. Cuidado con que nadie entienda nada de esto, porque te arranco el alma negra que tienes, canalla. Hoy no te confiesas, porque eres un sacrílego, ni cenas. Te pondrás en el centro del refectorio, en donde todos vean tu cara maldita de criminal, y no probarás bocado hasta que me repitas de memoria la elegía triste de Ovidio. Por la noche, no cerrarás la puerta de la camarilla; te pones de rodillas en el umbral hasta que yo vaya. ¡Ea! Ya estás listo. Al estudio.
Á la hora de la cena, convergiendo á él las mi[p. 259]radas de todos los alumnos que le abochornaban, procuró desentenderse de todo y aprender cuanto antes la elegía. Su cabeza estaba débil y dolorida; las mallas de la memoria, tan sueltas que dejaban escapar los versos á ellas confiados. Al final de la cena sabía tan sólo una pequeña parte:
Cum subit illius tristisima noctis imago
quae mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum repeto noctem quae tot mihi cara reliquit,
labitur ex oculis nunc quoque guta meis.
En la camarilla se arrodilló como le habían ordenado. El dolor y el cansancio le rendían. Pasaba el tiempo; oíase el suave ronquido de algún alumno. La luz era escasa y medrosa, á propósito para poblarse de aquellas formas infernales con que los Padres aterrorizaban el cándido corazón de los niños. Aunque la frente le abrasaba, sus miembros estaban ateridos y sus mandíbulas trepidaban de miedo. Cada ruido ó susurro le detenía la circulación; cerraba los ojos, por no ver la cabra ó el cerdo endiablados. Allá, muy avanzada la noche, se le apareció Mur de pronto. Venía envuelto en una manta de Palencia y descalzo. Sin decir palabra, arremetió sobre Bertuco á puñadas y rodillazos, estrujándolo contra los hierros de la cama. Con el furor de la arremetida, la manta se le desprendió de los hombros, dejándolo en ropas muy menores y descuidadas, á través de las cuales mostraba velludas lobregueces, y las vergüenzas, enhiestas. Cuando tuvo al niño bien molido, se fué, cerrando la portezuela de golpe.
Bregaba aún Bertuco, antes de conciliar un reposado sueño, entre la vigilia y un sopor plúmbeo,[p. 260] henchido de incoherencias y desatinos, cuando la frigidez de un chorro de agua y unos sañudos pellizcos, aplicados con mano férrea, le hicieron lanzar un grito y abrir los ojos. Mur estaba en pie, junto al lecho, envuelto en la manta.
—Vístete de prisa, y ponte de rodillas.
Era noche aún. Bertuco siguió el curso del tiempo, por el reloj del observatorio. Le habían hecho levantarse hora y media antes que los demás.
Cuando bajó á la capilla, con sus compañeros, sentía el cráneo lleno de humo turbio y ardiente; los miembros le obedecían apenas; la tierra era muelle y se balanceaba en un vaivén amplio. En el estudio de la mañana temió caer desplomado en dos ocasiones. No desayunó, porque Mur le hizo continuar estudiando á Ovidio. Al fin, en la clase del Padre Ocaña, prorrumpiendo en un alarido desgarrador, escurrióse entre el banco y la mesa y fué á dar en tierra, poseído de frenesí. Sus compañeros se apartaban, sobrecogidos. Ocaña descendió ágil del púlpito y acudió en auxilio de Bertuco.
—Rielas, Benavides, vosotros que sois fuertes; ayudadme á sujetarlo.
Benavides, de rostro de chimpancé, solapado enemigo por envidia de Bertuco, se excusaba.
—No me atrevo... Parece un endemoniado.
—Te digo que vengas; no seas cernícalo. Es un ataque de nervios.
En esto, Bertuco recobró la calma. Yacía sobre el piso, de cemento, sin dar señales de vida. Mirábanse unos á otros, sin osar acercársele, cuando el niño se incorporó, sentándose. Emitía profundos, trágicos gritos de terror; adelantaba los brazos, como deteniendo invisibles agresiones; sus ojos se abrían desmesurados, casi blancos, á causa de la extremada contracción de la pupila, como la más[p. 261]cara antigua del espanto. Cayó de nuevo; cerró los ojos; conducía las pálidas manecitas tan pronto al corazón como á la cabeza, suspirando con leve y desolada quejumbre.
El Padre Ocaña trajo su sillón, del púlpito á la parte baja del aula, y en él acomodó al enfermo.
—Ahora, ayudadme vosotros dos: vamos á subirlo á la enfermería.
Allí, lo tendieron sobre una cama, desmayado aún. Acudió el Hermano Echevarría y se avisó á Conejo.
El caso era alarmante. Temerosos de la nesciencia del enfermero, los Padres acordaron llamar al doctor Cachano con toda urgencia.
Presentóse el doctor, un hombre enjuto, cetrino y alto, cuyas patillas piramidales y rucias eran como claudicantes orejas de borrico. Se armó de doradas gafas, apoyó la oreja sobre la caja torácica de Bertuco y auscultó recogidamente, frunciendo las cejas de manera sombría.
En aquel punto, á Bertuco le atacó una gran convulsión epileptiforme; agitaba desesperadamente brazos y piernas, arqueaba el cuerpo, apoyándose en los talones y en la nuca, ó pretendía arrojarse del lecho. Á la postre quedó postrado, inerte.
Ya en el pasillo, el doctor Cachano comunicó á Echevarría el plan terapéutico que había de seguir: baños templados, infusión de tila con azahar, bromuro y cloral.
—¿Es grave la cosa, doctor?
—Como puede que sí, puede que no. Á mí me inspira serios temores. Á este niño han debido darle un susto muy grande. Conviene que no le dejen solo un momento, y, sobre todo, yo, en el caso de ustedes, querido Padre Ministro, avisaba á la familia para sacudirme de encima responsabilida[p. 262]des—; y al sacudir, acordadamente, la cabeza, ondulaban las patillas, espolvoreadas de rapé que le había ofrecido Conejo.
Así que don Alberto recibió la carta con las tristes nuevas del mal de su sobrino, emprendió la marcha acompañándose de Trelles, un médico joven, inteligente y clerófobo furibundo. Llegaron á Regium en el tren de la tarde; á la media hora estaban en el colegio. Encontraron á Bertuco animoso y sonriente; viendo á su tío se sorprendió. Conejo dijo:
—Gracias á Dios, ya está bien. Pero nos ha dado un susto...
—¿Cuándo ha caído enfermo?—preguntó don Alberto, y acariciaba al niño en la mejilla.
—Ayer, en la clase de la mañana. No damos con la causa, porque él no dice nada. Ha sido un ataque nervioso muy violento. Sin duda, como están próximos los exámenes, el estudio excesivo...
—¿Podrá salir del colegio para reponerse? Lo encuentro muy pálido y flacucho.
—Como usted guste; pero no lo creo necesario.
—Sí, mejor será que me lo lleve mañana.
Bertuco oprimió alborozadamente la mano de su tío.
—Supongo que no habrá inconveniente en que el señor Trelles y yo nos quedemos esta noche velándolo aquí.
—¡Oh! ¿Inconveniente? Ninguno. Pero, ¿para qué?
—Sí, nos quedaremos.
—Como usted determine.
En estando á solas, pretendieron sonsacar á Bertuco la verdad de lo ocurrido; pero el muchacho no confesó nada.
Á las diez de la noche, Bertuco cayó en intenso[p. 263] sopor; su respiración era muy lenta y apenas perceptible; el pulso irregular, los ojos se iban hundiendo y sus extremidades enfriando.
—¡Trelles, Trelles, que se nos muere!—exclamó don Alberto, con la faz desencajada.
—No hay tiempo que perder... Frótele fuerte con el puño sobre el corazón, en tanto yo busco á ese idiota de enfermero.—Gritó á la puerta:—¡Enfermero, enfermero de los demonios!
—¿Qué quiere, pues?
—Éter, ¿hay éter?
—Ya, ya hay.
—De prisa, papanatas. Y botellas de agua caliente; de prisa, de prisa... ¡caracho!
Gracias á la inyección de éter, al calor del agua y á los masajes precordiales, el niño se reanimó.
—No puedo más, tío: hace dos días que no como.
—¡Ave María Purísima! Enfermero, una copa de Jerez y bizcochos; corriendo, hombre—. Y de que hubo salido el lego:
—Bertuco, á ti te han dado una paliza tremenda. No lo niegues, porque acabo de verte todo el cuerpo magullado.
—No, no; sería cuando me caí en la clase. Dicen que me daba golpes contra las patas de la mesa.
Hasta las once fueron llegando Padres, de vez en vez, que subían á interesarse por la salud de Bertuco. El Padre Atienza, gran amigo de don Alberto por haber sido compañero de niñez en el colegio de Orduña, subió el último. Los dos hombres se abrazaron con mucha cordialidad.
—¡Voto al chápiro! Entonces, ¿qué? ¿Te llevas al niño?
—Mañana, como no ordene otra cosa el amigo Trelles. ¿Podremos marchar?
—No hay inconveniente.
[p. 264]
—¿No le parece á usted mejor, Trelles, ir en coche desde aquí?
—Lo apruebo.
Una pausa.
—Oye, Alberto; voy á decirte una cosa en secreto, regorgojo.
El jesuíta cogió de las solapas al caballero y lo condujo junto á la ventana.
—Me voy con vosotros.
—¿Eh?
—Que me voy con vosotros.
—¿Y eso?
—Para no volver más, qué recuerno. Lo he pensado mucho y ahora se me presenta la ocasión: es providencial. ¿Qué dices?—Don Alberto abrazó á su amigo; éste continuó:—Figúrate que no quieren publicarme mi gran obra sobre la evolución, en la cual he consumido mi vida. El tribunal encargado de juzgarla ha dictaminado que no tenía mérito bastante para ser publicada por un hijo de la Compañía, ¿habráse visto mastuerzos? Mira, te traeré de mi celda un paquetito, que sacaréis como cosa vuestra; son mis manuscritos. Mañana, á pretexto de acompañaros un momento, me introduzco con vosotros en el coche y luego, ¡viva la Pepa!
Don Alberto soltó la carcajada.
El resto de la noche se deslizó en paz. Cada vez que despertaba Bertuco, Trelles lo alimentaba con leche, Jerez y bizcochos, restituyéndole de esta suerte las perdidas fuerzas.
Y á la mañana siguiente, el Padre Atienza, don Alberto, Bertuco y Trelles, iban camino de Pilares, en un arcaico landó que con fatiga arrastraban tres caballejos de evidente y descarnada senectud. En la cuesta del Pedroso el mayoral gritó:
—¡Si no se baja alguno, los caballos no suben!
[p. 265]
Descendió, con un salto alegre y muchachil, el Padre Atienza; siguióle Trelles. Bertuco se obstinó en imitarlos. Todos echaron pie á tierra.
Era una mañana primaveral y florida. Cubría la mocedad del campo un bozo de verde tierno. Los más vetustos troncos reflorecían de juventud. En los nidos brotaban las primeras voces. El señor malviz tañía su flauta. La vaca matrona rumiaba al pie del roble; temblaba la esquila, y el humo aldeano y azul sujetaba el cielo á la tierra. Luego, el caballero grillo rascaba su averiado violín en el umbral de la covacha.
—¡Hay grillos!—suspiró Bertuco.
—¡Cuánta hermosura, Dios mío, cuánta libertad!—El Padre Atienza abría los brazos y se ponía cara al firmamento.
Don Alberto comenzó á recitar, sonoramente:
«¿Por qué habláis de un milagro?
No conozco otra cosa que milagros;
si recorro las calles de una urbe,
ó paseo con pie desnudo junto al mar,
ó permanezco bajo los árboles del bosque,
ó contemplo las abejas en torno de la colmena al mediodía,
ó los animales que se nutren en los campos,
ó los pájaros, ó la maravilla de los insectos en el aire,
ó la maravilla de la puesta solar,
ó las estrellas,
ó la exquisita, delicada, fina curva de la luna nueva en primavera.
· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·
Para mí cada hora de luz y sombra es un milagro;
cada pulgada de espacio y de tierra,
... las briznas de hierba...
inefables y perfectos milagros. ¡Todo, todo, todo!»
Los otros tres le oían mudos, fascinados.
—¡Bendito sea Dios!—comentó el Padre Atienza, así que hubo concluído don Alberto.
[p. 266]
Después de una pausa, con transición absurda, Trelles preguntó en seco al Padre Atienza:
—¿Cree usted que se debería suprimir la Compañía de Jesús?
—¡De raíz!
A. M. D. G.
Pontevedra.
Baliñas.—Caldas de Reyes, Octubre 1910.
[p. 267]
Al Sr. D. Enrique Amado.
Querido Enrique:
Este pobre libro mío, que sale al mundo con la arriscada pretensión de mejorarlo un poco, sería incompleto si tu nombre y el recuerdo de tu amistad, que tan obligado me tiene, no aparecieran asociados á él. Gracias á ti se escribió. Si yo mereciera reconocimiento de los hombres de buena voluntad, á ti se te debe en igual medida que á mí. Tú me diste afecto leal y raro en que me apoyara y me proporcionaste asilo adecuado en donde realizara mi obra. Nunca olvidaré la rústica y repuesta casita en donde convivimos; la paz aldeana de que me rodeaste, que tan grande bien me hizo. ¡Aquietantes robledas, mansos maizales, collados revestidos de vides! Si bajo tan docta tutela no acabé empeño de mayor fuste, culpa es de mi flaqueza, no de mi intención ni de tu diligencia.
Te abrazo,
Ramón.
En Madrid, Noviembre 1910.
[p. 269]
NOTAS
[1] Padre mío; es un gran día.
[2] Una de las torturas dadas por Mur consistía en obligar al niño á que se mantuviera con las piernas en flexión, los tacones y la espalda contiguos á la pared, de manera que el equilibrio era difícil y los calambres que se originaban muy penosos.
[3] Á guisa de escolio, creo oportuno agregar algo que me acaeció hace cosa de cinco años. Habíame ido á pasar el mes de Agosto en un lugar costero del Cantábrico. En compañía de un amigo, paseaba largamente, discurriendo y dialogando acerca de todas las cosas. Solían ir con nosotros algunos niños, hermanos de aquél, los cuales se holgaban de ordinario á su manera alejados de nuestra conversación. Cierta tarde explicaba yo á mi amigo las aficiones táctiles del Hermano Echevarría (que tal es su verdadero nombre), del cual hube de ser yo frustrado sujeto paciente en el colegio de Gijón, cuando hete aquí que uno de los niños, alumno á la sazón de los jesuítas, comienza á reir alocadamente. Volvímonos á él, preguntándole la causa de tanto regocijo. El muchacho nos dió á entender que había oído mi cuento. Cuando pudo hablar, dijo: «Lo mismo que ahora.»
Es decir, que si mis cálculos no yerran, este laborioso lego lleva diez y seis años dedicado á estudios de organografía comparada. ¡No está mal! Tengo entendido que continúa en el colegio de Gijón.
[4] —Entonces, lo que usted debe hacer es ir inmediatamente al convento. ¡Qué alegría! Es usted un ángel.
—Pero, querida Aurora; no es cosa fácil. ¿Cómo voy á ir si no conozco á nadie?
[5] Quién, qué, en dónde, en favor de quién, cuántas veces, por qué, de qué manera, cuándo.
[6] —Padre mío, Padre mío.
—Hermana mía, querida hermana, hermanita.
[7] —De cantar mejor.
[8] —Pues, ¡Aleluya!
[9] —Quiá. Qué amable es usted...
[10] —Imposible.
[11] Adiós, para siempre. Te amé, Ruth, más que á todas las cosas. Te amé, corazón mío.
[12] —Oh, no. No es cierto. ¡Horrible! Te fuí fiel. Te amé. Perdóname, querido.
[13] —Puta, maldita puta.
[14] —Dios mío.
[15] —Pobrecita, tan hermosa... Venga usted conmigo.
—¿Es usted... Gonzalfáñez? Quiero ver mis hijos y morir.
—Todavía no. Venga usted conmigo.
[16] Se supone que un jesuíta no peca. Faltas son, por ejemplo: andar de prisa, mirar á una mujer, beber agua sin necesidad...
Nota de transcripción