Title: El enemigo
Author: Jacinto Octavio Picón
Release date: June 17, 2009 [eBook #29137]
Language: Spanish
Credits: E-text prepared by Chuck Greif and the Project Gutenberg Online Distributed Proofreading Team
E-text prepared by Chuck Greif
and the Project Gutenberg Online Distributed Proofreading Team
at DP Europe (http://dp.rastko.net)
POR
——
SEGUNDA EDICIÓN
——
MADRID
Est. tip. de El Correo, a cargo de F. Fernández,
CALLE DE SAN
GREGORIO, NÚM. 8
—
1887
Es propiedad del autor. Queda hecho el depósito que marca la ley.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas: porque rodeáis la mar y la tierra por hacer un prosélito: y después de haberle hecho le hacéis dos veces más digno del infierno que vosotros!
(San Mateo, Cap. XXIII, vers. 15.)
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI, XXXII, XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXVIII
La casa de la calle de Botoneras, donde comienzan a desarrollarse los sucesos que aquí se narran, tiene planta baja, con encajera a un lado del portal y al otro tienda de pañolería; tres pisos de dos huecos a la fachada cada uno, con recio balconaje verde, revoque de imitación a ladrillo, descolorido por las escurriduras de las lluvias, alero saliente de robustas vigas y bohardillas a la antigua, completando el conjunto ciertos detalles madrileños, como varillas de hierro para las cortinas de lona que en verano se usan, raquíticos tiestos, cestilla pendiente de una cuerda tendida a la vecindad de enfrente para correo de niñas o tercera de novios, y alguna jaula de codorniz o mirlo. El portal es estrecho y largo; la escalera, de peldaños altos y empinados, como construida adrede para recreo de cabras montaraces. En el principal vivía, al comenzar este relato, un pañero, contratista de vestuario de presidios, en cuyos tratos, por quedar clavado, hacía de redentor el fisco; ocupaba el segundo un sastre de gente chula, que era además teniente de Voluntarios de la Libertad, como entonces se llamaba a los milicianos nacionales, y se recogía de noche en la bohardilla un matrimonio, sospechado de no serlo, que pasaba el día en los soportales de la calle de Toledo labrando cucharas de palo y vigilando un puesto en que se vendían ligas, bolsillos de punto, castañuelas, navajas y tinteros de cuerno.
Era la Noche Buena de 1872, y en toda la casa, de alto a bajo, sonaba alegre vocerío. El pañero, con varios amigos y Champagne de a tres pesetas, solemnizaba un remate de subasta; el sastre obsequiaba a unos parientes, a estilo de su tierra, con manzanilla y aceitunas aliñadas que llamasen el apetito a honrar la cena, y los cuchareros disponían con gente amiga su modesto festejo, saliendo de rato en rato a la escalera y dando inútilmente grandes voces por que callasen varios chicos que, armados de tambores, parecían dispuestos a ensordecer al mundo. Cada piso y cada puerta dejaba escapar por sus junturas y resquicios el rumor bullicioso que acusa la alegría; sólo en el cuarto segundo había silencio. Ante su entrada enmudecía la algazara, como si en el interior, triste o desierto, faltase quien festejara la santidad del día y el bienestar de una familia. También allí, sin embargo, se preparaba la cena, pero con más modestia y menos regocijo.
Dos mujeres, madre e hija, hablaban así, acabando de poner la mesa:
—¿Está todo?
—Falta que venga Pepe con los postres.
—¿Qué le has dicho que traiga?
—Una caja de perada, turrón... la leche de almendras ya está ahí, la trajo la chica del café donde suele ir Pepe.
—¿Y el besugo?
—Nadando en salsa; ahora le pondrás las rajitas de limón.
—¿Qué falta?
—Aderezar la lombarda y traer a papá.
—Espera, arreglaremos esto un poco.
Doña Manuela colocó ordenadamente las sillas, avivó la luz de la lámpara y aseguró la falleba del balcón, a través de cuyos vidrios y maderas venían, traídos por el viento impetuoso de la noche, los ruidos de la cercana Plaza Mayor. Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a todo correr, subían y bajaban la calle Imperial, llevando cada uno a rastra una lata de petróleo: algunas veces se entraban por la calle de Botoneras, y cuando pasaban ante la puerta de la casa parecía que estallaba un trueno en la caja de la escalera.
Metiéndose bajo la camilla escarbó doña Manuela el brasero, arropó el rescoldo y, designando luego el puesto que había de ocupar cada cual en la cena, dijo:
—Tú aquí, papá donde siempre, a su lado Pepe, luego yo, y Millán junto a tí; ¿te parece bien?
Leocadia, ocupada en sacar del aparador una botella de tinto y otra de Rueda, blanco, hizo como si no hubiese oído.
Era doña Manuela alta, seca de carnes, de aspecto severo y tez rugosa, como pintan a las Parcas, pero sin expresión de dureza en el rostro. A falta de vivacidad, sus ojos, grandes y garzos, conservaban cierta dulzura que debió ser durante la juventud grato atractivo, y aún sus labios, descoloridos por los años, solían entreabrirse como queriendo recordar sonrisas reveladoras de una dentadura antes blanca y firme, si ahora descarnada y amarilla. Algunas hebras negrísimas entre muchas canas, y alguna línea suave en el ajado rostro, restos miserables de encantos vencidos por el tiempo, atestiguaban de que doña Manuela no fue fea, mas sin que la fisonomía ni el talle acusasen picardía o donaire. Debió ser guapa moza, pero sosona y pava, y los muchos hijos que tuvo, antes que prueba de su amorosa exaltación, fueron fruto de la vehemencia marital.
—Mira—prosiguió—pon los almohadones en pila para que tu padre pueda extender las piernas.
Después, con tristeza en el semblante y la voz, añadió:
—¡Otra Noche Buena! es decir, un año menos.—Y se entró al gabinete inmediato, mientras Leocadia quedó sola mirándose y remirándose en un espejo pequeño y malo, de esos que hacen visajes.
Las facciones de Leocadia conservaban algo de candor infantil; pero la mirada ya tenía chispazos de malicia. Para ver mejor quitó la pantalla, que recogía la luz reflejándola sobre la mesa, y entonces la claridad se repartió por igual en todo el cuarto.
El aspecto del comedor era pobrísimo: a duras penas disimulaba el aseo la escasez. El papel de las paredes, antes blanco, estaba pajizo, y sus dibujos azules, ya tomados del humo, parecían negros. Las patas de las sillas, nada firmes, se enredaban entre los descosidos de la pleita a listas blancas y encarnadas; al aparador, huérfano de molduras, que arrancó el paño de la limpieza, le faltaban tiras del chapeado de caoba; los pocos enseres que sustentaban las tablas, eran platos ordinarios, vasos de vidrio, tazas de loza, floreros de cristal, comprados en banasta de a real y medio la pieza. La mesa estaba cubierta con un mantel de granillo, con lista roja en el borde, y sobre su dudosa blancura de lejía casera destacaban cinco platos y otros tantos cubiertos con sus panes: bizcochada para doña Manuela, que tenía pocos dientes, panecillos bajos para Pepe, Leocadia y Millán, y para don José rosca muy cocida, pues el viejo hacía alarde del poder de sus mandíbulas, única fuerza que le quedaba.
A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso, había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con estambre a punto cruzado, que decía: A sus queridos papás: lo hizo Leocadia Resmilla. Año de 1864. A cada lado del chucho pendían dos estampas iluminadas de la novela de Matilde y Malek-Adel, y junto a la puerta que conducía a la cocina una litografía grande, A la memoria de los mártires de la Libertad. En lo alto de la composición estaban Riego, Torrijos, Mariana Pineda, Zurbano, Lacy, Porlier, y más abajo, separados de aquéllos por una nube, se abrazaban Bravo, Padilla, Maldonado y Lanuza, a cuyos pies había, como serpiente vencida, una cadena enroscada formando caprichosos dibujos. La otra puerta que separaba el comedor del gabinete, tenía los vidrios tapados con visillos de algodón rojo, y cuando alguien la dejaba entornada, fácilmente se oía el tic-tac continuo de un antiguo reloj de pesas, que lanzaba un quejido metálico antes que sonase el timbre en cada hora.
Segura de estar sola y de que nadie la veía, Leocadia siguió unos instantes mirándose al espejo, con una horquilla entre los dientes, atusándose el pelo... Era el tipo de la muchacha madrileña, lista, vivaracha, de pocas carnes, bien proporcionada, esbelta, de andar firme, cabeza pequeña y talle airoso. Tenía las facciones delicadas, de un moreno algo pálido y sin rasgo de notable hermosura; pero en su semblante campeaba con tal imperio la gracia, que mirándola, nadie echaba de menos la belleza. La línea de su perfil no era pura, ni sus ojos pardos eran muy grandes, ni su boca muy chica; pero el conjunto del rostro resultaba monísimo: las pupilas parecían estrellas adormiladas, la boca un nido de sonrisas inquietas; el mirar y el sonreír formaban juntos un mohín delicioso. Sus manos, deformadas por el trajín diario de la casa, no eran grandes; y los pies, aun mal calzados, parecían pequeños. Su mayor encanto era el tronco del cuerpo. El pecho, ya formado, imprimía a la tela del traje una curva preciosa, y el talle fino solía tener ondulaciones hechas para inspirar deseos; a veces abría y estiraba los brazos, cerrándolos luego perezosamente, cual si en el aire hubiese algo que estrechar con amor. Si miraba sonriente, su fisonomía parecía sensual; cuando sentía enojo, su rostro cobraba expresión de virgen arisca y desabrida. A ratos dulce, a intervalos áspera, siempre segura de sí misma, había en ella asomos de energía, que antes que a la impresión del momento obedecían a la voluntad. En su continente y su figura tenía combinados en extraña mezcla algo de la muchacha del pueblo, que tiende a parecer señorita, y mucho de la hija de la clase media, que recuerda inconscientemente su origen popular: con pañuelo de seda en la cabeza, parecía menestrala; con sombrero de flores, daría envidia a una señora. Era un tipo esencialmente madrileño; masa que el tiempo y la fortuna modelan a su antojo con las suaves líneas de la dama o con los rasgos graciosamente duros de la chula. Hasta la voz indicaba en ella el germen de este dualismo: unas veces su timbre hería desagradablemente el oído, otras lo halagaba con singular dulzura.
—Ven, Leo, vamos a traer a papá—dijo desde el gabinete doña Manuela.
A los pocos instantes, madre e hija, luego que ésta hubo abierto de par en par la puerta que daba al gabinete, aparecieron empujando a duras penas la butaca en que, esforzándose por estirar las piernas, estaba sentado don José.
—¿Lo veis, lo veis?—decía el viejo—mientras tengo dobladas las rodillas, todo va bien; en cuanto las estiro, empieza Cristo a padecer. Hay que decir a Pepe que mañana arregle las ruedas del sillón, si no, vosotras no podéis conmigo.
—No tienen la culpa las ruedas—decía doña Manuela—es que la estera está hecha girones. Vamos, ¿qué tal así?
Por fin lograron entre ambas acercarle hasta la mesa dejándole ante su cubierto; después Leocadia se metió bajo la camilla para arreglar sobre la banqueta los almohadones medio destripados, con objeto de que pudiera extender las piernas, y al fin quedó el anciano iluminado de lleno por la luz de la lámpara, mostrando en el rostro el cansancio de muchos meses de dolor, aunque no los bastantes para borrar de su fisonomía la bondad que constituía el fondo de su ser. El pelo y el bigote canos; las arrugas, cierta tendencia a dejar caer sobre el pecho la cabeza, y, sobre todo, la mirada débil, como cansada de ver las cosas de este mundo, permitían suponer que tenía más de los sesenta. Su padre fue mayordomo de un grande de España, quien, por los tiempos en que aún llamaban Pepito a don José, le empleó en una oficina pública para que no anduviera metiendo bulla todo el día en los pasillos del caserón señorial, y aquel rasgo de caritativo egoísmo determinó el porvenir del muchacho. Después le enviaron a una provincia, luego a otra y a otra, hasta que, traslado este año, traslado al siguiente, anduvo Pepe media monarquía. Siendo todavía joven se casó en una ciudad de Levante con Manolita, ahora doña Manuela, que al décimo mes de matrimonio comenzó a tener hijos y más hijos. Uno nació en Andalucía, otro en Castilla, otro en Cataluña... cada permuta, cada traslado, era señal de un alumbramiento de Manuela, bondadosa y pacífica mujer de carácter apático, que parecía venida al mundo para cuidar una casa y poblar un reino. Donde más tiempo permaneció la honrada pareja fue en una capital del Norte, en la cual don José trabó amistad estrechísima con el jefe de una oficina de Hacienda, a quien con su bondad y mucha práctica oficinesca sacó de un grave apuro.
Fue el caso que, cuando el establecimiento del sistema tributario, el jefe de don José quedó envuelto en un proceso, no por falta de celo, sino por interpretar mal las órdenes nuevas. Sus compañeros y subordinados, progresistas todos, que le aborrecían por ser carlista, le hicieron tan escaso favor en las declaraciones, y empeoraron tanto su situación, que a poco le mandan los jueces a presidio: en cambio, don José puso la verdad en alto con su declaración, buscó en el mismo centro donde trabajaba pruebas a favor del desgraciado, y sin otra influencia que la propia hombría de bien, le salvó de la infamia, y quizá de la muerte; así que, cuando don Tadeo Amezcua salió de la cárcel y el fiscal de la causa le dijo confidencialmente que don José había sido su ángel bueno, no halló en su corazón límites el agradecimiento. Repuesto luego en su destino, tras desempeñarlo cuatro meses por dar satisfacción al amor propio, hizo dimisión, imaginando que podía ser feliz con la fortunita que tenía y con amigos como el que tan noblemente le amparó.
Algún tiempo después de este pequeño drama burocrático sentimental, parió otra vez doña Manuela, y estando convaleciente, llegó de Madrid para don José uno de los pliegos oficiales que tanto trastorno le causaban: su traslado a Valladolid, con la orden ineludible de ir inmediatamente a tomar posesión del nuevo cargo. ¡Aquéllos fueron apuros! Estuvo a punto de enloquecer; pero su amigo Amezcua le sacó del trance. Hízose don Tadeo cargo del recién nacido, entregándoselo, después de apadrinarle, a una honrada mujer, esposa de un colono en tierras que por allá tenía; dio dinero a don José para el viaje, y cuando ya restablecida Manuela, les despidió al pie de la diligencia que había de conducirles a Castilla, les dijo en su lenguaje, algo anticuado y poco natural, pero realmente sincero:—«Marchen ustedes tranquilos. No me pesa la gratitud, pero quiero, para acabar de cimentar nuestro afecto, que ustedes me deban algo. Yo cuidaré del niño al igual que si fuera mío, y cuando le asciendan a Vd. o salga Vd. de pobre, en fin, cuando convenga, yo mismo iré a llevarle donde ustedes estén: si es pequeño, irá bien criado; y si es mayorcito, educado como Dios manda; en lo físico, hecho fuerte mozo; en lo moral, hecho todo un hombre.»
Triste era la separación, pero la necesidad fue ley. Partiéronse a Valladolid marido y mujer, durándoles bastante tiempo la amargura de no llevarse al chiquitín con sus hermanos; pero a los cuatro meses se consolaron algo, porque doña Manuela volvió a declarar que estaba en cinta. El cambio de aires debió tener la culpa. Antes del año, don José era padre de otra criatura.
Aparte tan raro modo de tener que confiar un hijo a manos extrañas, y exceptuada la fecundidad de Manuela, la existencia de don José no fue tal que pudiera tejerse con ella una novela.
En cuantas ciudades estuvo, el trabajo consumió sus días, sus noches el café y sus ocios la lectura de periódicos, a que era muy aficionado, prefiriendo los progresistas: a la casa, quizá por no considerarla nunca segura, la tuvo siempre poco o ningún apego. A cada traslado hacía almoneda, y así pudo referir cuando viejo que en tantos o cuantos años de servicio había dormido en cuarenta y dos camas, pasado por veintiuna oficinas y obedecido a más de treinta jefes, ninguno de los cuales pudo quejarse de él. Don José había nacido para empleado; su escasa inteligencia no le permitía el lujo de tener ideas propias, y además carecía de carácter e iniciativa para exponerse a ser mártir por meterse a reformar rutinas. Sus impresiones, por lo general poco intensas, le mantenían igualmente alejado del entusiasmo y la apatía: su gran virtud era amar el trabajo con esa honrada tenacidad de las medianías que alcanza el envidiable nombre de constancia. Algo había, sin embargo, que le sacaba de quicio: el carlismo. Para hablar contra el tigre del Maestrazgo, poner a don Luis Fernández de Córdova por cima de Zumalacárregui y por las nubes a Espartero, se le animaban los ojos, su lengua cobraba fuerza, sus palabras color, y hacía prodigios con la memoria. Sabía pormenores de cuantas batallas, combates, encuentros y marchas hicieron ambos ejércitos desde las primeras intentonas de don Carlos María Isidro hasta el abrazo de Vergara; así que, por los meses en que da comienzo la acción de este relato, seguía con interés grandísimo el segundo importante alzamiento de los absolutistas, a quienes llamaba siempre facciosos, porque esta palabra le parecía envolver algo ofensivo. Como no salía de casa, su principal afán era que le compraran periódicos, suplementos, hojas volantes o extraordinarios, que por aquel año de 1872 se publicaban en prodigioso número, y cuantos amigos iban a verle sabían que su conversación favorita era el curso de la guerra, cuyas noticias él comentaba con recuerdos de la campaña del 33 al 40, y de los movimientos militares de entonces, que ahora, en concepto suyo, debían repetirse. Pero lo que realmente impresionaba escuchándole era que, al tratar de los curas que mandaban partidas, hablaba de ellos igual que de los otros cabecillas, haciendo abstracción completa de su carácter sacerdotal, sin que a pesar de su odio al carlismo aprovechase la ocasión de condenar la conducta de los clérigos que tal hacían. Limitábase a juzgarles en cuanto jefes militares de mayor o menor importancia, pero sin atreverse a descargar su indignación sobre ellos porque, siendo ministros de paz, salieran al campo a matar prójimos. Algunas veces, por frases que se le escapaban, daba a entender que no quería bien al clero, mas nunca salían de sus labios improperios ni frases agresivas; y si alguien las pronunciaba en su presencia, no sólo se abstenía de hacerle coro, sino que procuraba torcer el giro de la conversación. Las personas de su intimidad, sabedoras del fundamento que esto tenía, eran parcas en adjetivos duros al hablar de los curas malos, y en cambio no perdonaban ocasión de elogiar a cualquier capellán que se distinguiera por cosa buena, sin que con esto lograran tampoco que don José dijese de un modo claro su parecer sobre la gente de sotana. Respecto a condiciones morales, era lo que el vulgo llama un bendito. Su fidelidad a Manuela, aun en la época de su juventud, rayó en lo increíble, y con los hijos se caía de puro bueno. Uno de sus mayores placeres consistía en que Leocadia le leyera los periódicos, cuyas noticias de la guerra comentaba, como hablando consigo mismo, mientras liaba los pitillos que había de fumar al día siguiente. En estos momentos desplegaba tesoros de erudición, refiriendo muchas anécdotas de Olózaga, O'Donnell, González Brabo, Sixto Cámara, Calvo Asensio y Fernández de los Ríos. Otro de sus motivos favoritos de conversación era explicar la causa de la tirria que tenía a los Borbones, citando continuamente como uno de los libros que más le entusiasmaban, un folleto publicado a raíz de la Revolución del 68, en cuyas páginas figuraba la estadística de las víctimas que aquella dinastía costó a España desde que Felipe V entró a reinar. Muchas veces decía: «¡Qué lenguaje el de los números! Desde 1672, cuando aún vivía Carlos II, hasta 1868, el año en que hubo más ajusticiados por delitos políticos fue el 66.»
En 1872 don José era ya revolucionario empedernido, y su ídolo don Juan Prim. «¡Si él viviera—repetía con frecuencia—no tendríamos guerra civil!»
Cuando estuvo arrellanado en el sillón, pidió La Correspondencia.
—Déjate ahora de papelotes, papá; Pepe y Millán traerán noticias.
—Bueno, hija, bueno; pero al menos léeme los partes tomados de la Gaceta, aunque esa no dice nunca la verdad.
Leocadia cogió el periódico y, aproximándose a la luz, leyó así:
«Ministerio de la Guerra.—Extracto de los despachos telegráficos recibidos en este Ministerio hasta la madrugada de hoy:
»Cataluña.—El Brigadier Arando sostuvo anteayer una acción con todas las facciones reunidas de la provincia de Gerona, a las que batió, causándoles bastantes bajas. El Teniente coronel Pina atacó con su columna a las facciones reunidas de Cosco, Torres, Baltondra, Ferrer y Moliné, que, en número de 400 hombres, se hallaban en Olsana exigiendo la contribución. El enemigo abandonó el pueblo, dejando en poder de la tropa 13 prisioneros, entre ellos el citado Moliné y otros Oficiales, causándoles 11 muertos, figurando en este número el cabecilla Cosco, y apoderándose además de 24 fusiles rayados y otras armas y efectos de guerra.
»Provincias Vascongadas.—Perseguida por la columna Arana la partida de latro-facciosos capitaneada...
(Don José, interrumpiendo):—¡Eso es! ¿Latro, latro-facciosos!
Leocadia continuó:
».....capitaneada por Soroeta, retrocedió anoche desde Goizueta a unos caseríos del monte Oyarzun. En la provincia de Vizcaya, según las últimas noticias, no quedan más que los dispersos de la partida Maidagan. En el resto de la Península no ocurre novedad extraordinaria.»
De pronto sonaron en la puerta de la casa dos aldabonazos.
—Ahí está tu hermano; baja, hija, baja.
Leocadia cogió la llave de encima del aparador, y salió sin precipitarse. Oyose a poco en la escalera ruido de pasos sofocados por risas, y entraron con Leocadia en la habitación dos hombres jóvenes, pero de tipo distinto. Pepe era en varón lo que su hermana Leocadia en mujer; un madrileño de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como señorito pobre: Millán como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para acicalarse. El primero, acercándose a su padre, le besó como pudiera hacerlo un niño; y el segundo, antes de saludar, dirigió una mirada a la puerta del pasillo por donde había vuelto a marcharse Leocadia con dos o tres paquetes que trajo su hermano.
—¿Lo ves, papá?—dijo Pepe.—Cuando vengo solo, tarda esa media hora en abrir; hoy, como sabía que éste venía conmigo, ha bajado la escalera a saltos.
Millán, interrumpiéndole, se aproximó a la mesa y comenzó a dar conversación a don José, por esquivar las bromas de su amigo:
—Sabrá Vd. que las partidas de Gerona se han disuelto... Lo grave es que por el Baztán han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a otra partida, cerca de Estella, andan ya por las inmediaciones de Pamplona.
—La Gaceta no dice nada, al menos La Correspondencia no lo copia.
—Pero el Gobierno lo sabe, y en el Ministerio de la Guerra no se habla de otra cosa. El hermano de un cajista de casa está de escribiente en la Dirección de Infantería, y allí lo ha oído.
—Y por el Maestrazgo, ¿no hay nada?
—Todavía...
—Como no tengan mano de hierro, estamos perdidos.
—Eso no; la guerra podrá durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen.
—La cena es la que viene ahora—dijo doña Manuela, entrando con una cazuela entre las manos.
En un papel de cigarrillo pudo haberse hecho el menú de aquella pobre gente: el clásico besugo, ensalada de lombarda, leche de almendra y los postres traídos por Pepe; no había más. La botella de Rueda estaba destinada a don José, que daría un par de copas a Millán. Los demás acordaron decir que el vino blanco les irritaba mucho. De allí a poco no quedó del besugo sino la raspa; de la ensalada, ni una hoja.
—Vaya a la salud de esas piernas—decía Millán, apurando un trago y mirando de reojo a Leocadia.
—¡No volverán a correr como corrieron!
—Todo vuelve, don José, todo; ya ve Vd., hasta los carlistas.
Doña Manuela, picada de no haber escuchado todavía un elogio para su guiso, comenzó a tronar contra la política.
—No sabéis hablar de otra cosa. Pues dejarles que vengan. Peores que estos que mandan ahora no serán.
—Calla, mujer. ¡Tú que sabes! Sería un horror. Vosotros—añadió el viejo, dirigiéndose a los muchachos—no tenéis idea de lo que hicieron la otra vez. Siete años duró; la gente no podía salir de las ciudades, fusilaban hasta niños y mujeres... Sería una vergüenza... ahora que el ejército está bien armado y mejor vestido. En la otra guerra se batieron con fusiles de pistón y hasta de chispa, y llevaban en invierno pantalones de hilo.
Leocadia se levantó para ir a buscar la leche de almendras, y volvió en seguida trayendo la sopera.
—Y todo eso en defensa de la religión—dijo Millán en tono de burla.
—La religión no tiene nada que ver en esto, hijos míos. Cuando se alzaron en armas contra Fernando VII, nadie había maltratado a la religión; durante la guerra, los batallones cristinos gastaban más tiempo en misas que en ranchos; los liberales eran casi más devotos que los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo que ver nada con la religión. No hay más sino que cuatro provincias quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado. ¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!...
—La pasaremos juntos como esta—añadió Millán—quizá más unidos;—diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre esquiva y pudorosa.
—Sobre todo, la pasaremos con Tirso—dijo doña Manuela.—Ya es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto un hijo de treinta y cuatro años.
—¿Han vivido ustedes siempre separados?
—Casi toda la vida. Ya te hemos contado cómo fue lo de dejarle con don Tadeo. ¿Qué habíamos de hacer? Hemos corrido más provincias que tiene el mapa. Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso sí! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me supo mal, fue lo de hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como Muñoz Torrero o Venegas, o Martín Velasco...
—Calle Vd., por Dios, don José. ¿Curas liberales? ¡Son los peores!
Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello, porque don José en tales casos acababa poniéndose de un humor de todos los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás tenía deseos de saber la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la contara.
—Ese don Tadeo estaría entregado a gente de iglesia...
—Cabalito: era un sujeto buenísimo, pero de los que se comen los santos, y que hiló el negocio con gran finura. Tomó cariño a Tirso, eso es indudable. Creo yo que lo primero que se le ocurrió fue darle carrera, sin fijarse en cuál, hacerle hombre; luego sus ideas, sus relaciones... Cuando me trasladaron de Granada a Zamora, hizo el viaje con el chico sólo para que yo le viera; tenía ya doce años; aquello se lo agradecí mucho, porque únicamente le había visto en dos escapadas cortísimas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprenderás, las consideraciones a lo mucho que debíamos a don Tadeo... él insistió en que no se le quitáramos; decía que Tirso era tan bueno, que le había tomado tanto cariño... Además, la situación nuestra no era buena, es decir, nunca lo ha sido, jamás hemos podido ahorrar nada. Ahora, si no fuese por la jubilación, ignoro cómo viviríamos. En fin, para concluir, cuando don Tadeo nos escribió que Tirso quería ser cura, ya le había metido en el Seminario. ¿Qué íbamos a hacer? Aunque tuviera yo más energía que un león... pues: ¡aguantarme! ¡Cualquiera se arrisca a luchar con gente de iglesia!...
Al llegar aquí calló, temeroso de que se le fuera la lengua.
—¿Pero él tenía vocación?
Pepe, que hacía ya rato daba señales de impaciencia, no pudo aguantar más, y rompió diciendo entre burlón y enojado:
—¡Vocación! ¡Vocación! ¿Quién sabe lo que es eso? Podrá sentirla el hombre harto de vivir y pensar; pero un chico de diez y seis años, como era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ¿qué entendería de consagrarse a Dios? ¡Fue una verdadera infamia, un engaño, un robo, un secuestro ad mayorem Dei gloriam!
—Sí—respondió Millán—como cuando se meten los jesuitas en familia donde hay niña con dinero, y al poco tiempo cátatela monjita.
—Exactamente lo mismo, chico. Pero es preciso ser justo. En este caso hubo una notable diferencia a favor de don Tadeo, que era un fanático exageradísimo, y sin embargo, un hombre muy bueno. Él debió indudablemente encargarse de mi hermano por pagar a papá el favor aquel de la causa que ya te hemos contado; luego sus ideas, sus amistades con gente de iglesia, la influencia que sobre él ejercían sus amigotes, su horror a que el muchacho aprendiera lo que se aprende en los libros contra esa pillería, el no querer enviarle, siendo su ahijado, a un centro de enseñanza donde los realistas de la provincia no querían enviar a sus hijos, todo esto contribuyó al pecado. No hubo en él, al principio, maldad de intención: don Tadeo creyó hacer una acción meritoria, casi una obra de caridad. No se fijó en que robaba un hijo a sus padres; su propósito fue poner una voluntad al servicia de Dios.
—Vamos, una calamidad hecha hombre.
Doña Manuela callaba porque, aun disgustándole la forma en que su hijo se expresaba, comprendía que no le faltaba razón: Leocadia, acostumbrada a escenas parecidas, casi no escuchaba, por tener todo aquello oído hasta la saciedad. Además, lo que absorbía su atención, por el momento, era andar lista para que Muían no la cogiese un pie entre los suyos debajo de la mesa, excesillo disculpado por el amor del novio y favorecido por la clásica camilla, con su largo refajo de bayeta verde que caía hasta tocar en el suelo. Don José estuvo haciendo con la cabeza signos de asentimiento mientras habló Pepe.
—Tienes razón en todo, hijo mío; don Tadeo quiso hacer un bien y nos fastidió. Porque, la verdad, quien es de la Iglesia, sólo es de ella. Hay días en que me parece que no tengo tal hijo.
Doña Manuela, sin ser devota, pues el echar criaturas al mundo no la dejó tiempo para ello, profesaba cierto respeto inexplicable e inconsciente a las cosas y personas sagradas: sobre todo, desde que su hijo mayor se hizo cura, comenzó a tener una como sombra de veneración indeterminada y vaga a la clase sacerdotal; así que, cuantas veces asistía a semejantes diálogos, pasaba un mal rato. Su falta de ilustración y su escaso sentimiento religioso, no podían prestarle armas para luchar; pero le dolía que siendo Tirso clérigo, y habiendo por el mundo tanta gente que les guarda consideración, su otro hijo les mirase con tan malos ojos.
—¿Qué edad tiene ahora?—preguntó Millán.
—Echa la cuenta: de los tres hijos que nos quedan, es el mayor; nació el año de 38, tiene ahora treinta y cuatro; luego va éste (por Pepe), que tiene veinticuatro, y esa (por Leocadia), que cumplirá pronto diez y nueve.
—Si hubieran vivido los otros, serían siete, y a todos los he criado yo—añadió con cierto orgullo la madre—menos a Tirso. Ahora, por vez primera, vamos a vivir juntos.
—¡Ojalá vivamos en paz!—dijo Pepe.
—¡Ave-María Purísima! ¡Qué cosas tiene este hermanito que Dios me ha dado!
—Lo digo en serio, y no me importa que lo sepáis. Tengo miedo a la venida de Tirso; la deseo y la temo.
Don José callaba tristemente; aquello no le agradaba; pero desde que se supo la próxima llegada a Madrid de su hijo mayor, tenía el alma combatida por los mismos presentimientos que agitaban a Pepe, y escuchándole hablar, le parecía oírse a sí propio.
—Por nuestra parte—prosiguió Pepe—nadie ha de turbar esta armonía. Aquí, lo has visto desde que nos conoces, Millán, mis padres viven para ésta y para mí; nosotros para ellos. Estos muebles, que tienen más años que yo, no han oído nunca una disputa ni la menor falta de respeto. Leocadia y yo tratamos a los viejecitos con más mimo que chico a juguete nuevo. ¿Sabes por qué? Porque no nos hemos separado nunca, ni nos hemos acostado una sola noche sin besarnos, ni ha tenido uno dolor que no lo sea de los demás, ni ha callado ninguno una alegría, ni ha comido nadie un bollo sin guardar a los otros, ni se ha hecho un traje sin pensar cuánta ropa tenía cada uno; en una palabra, chico, nuestras ideas, en mí por convicción, en mis padres y en ésta por bondad, lo han supeditado todo al cariño, atesorándolo día por día y hora por hora, sin mezcla de egoísmo, sin compartirlo con nadie... (A don José se le humedecían los ojos de gusto.) Y ahora vendrá Tirso, educado lejos de nosotros, hecho un hombre... y le recibiremos con los brazos abiertos. Por mi parte, estoy deseando que llegue: a más cuidados tocará papá cuantos más seamos en casa. Pero... ¡sabe Dios!
—No hay pero que valga; parece que se te queda algo dentro del cuerpo; pues es tan hermano tuyo como ésta, que yo misma os he parido a todos.
—No entiendes lo que he querido decir, mamá. Para nosotros todas las dichas de la tierra están dentro de estas paredes; podemos, o procuramos dárnoslas unos a otros. Cuando venga Tirso le oirás hablar de distinto modo, y verás cómo hay en él alguna aspiración, alguna idea que sobrepuja al cariño que nos tenga.
—Vaya, ¡ya pareció aquello! las ideas de ahora; calla, hijo, calla.
—Al tiempo, madre, al tiempo.
Habían concluido de cenar. Los ruidos de la calle inmediata iban cesando poco a poco; percibíase más claro el lejano campaneo de alguna iglesia, que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa subían, a intervalos desiguales, cantares, villancicos, carcajadas, gritos y algún maullido de gato que estaba toda la noche oliendo besugo sin comerlo.
—Quitaremos la mesa—dijo doña Manuela, y comenzó por guardar para don José lo poco que quedara de la perada y del turrón.
—¿Quiere Vd. que le acostemos entre ese y yo?—preguntó Millán al enfermo.—Van a dar las doce; en vilo le llevaremos a Vd. a la cama.
Como antes hicieron doña Manuela y Leocadia, Pepe y Millán fueron empujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dormía don José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas. Un momento después, don José se despedía desde dentro diciendo a Millán, que había vuelto a salir al comedor:
—Si hay noticias, ven mañana, ¿eh? y tráeme algún periódico, que es la única distracción que tengo.
—Descuide Vd., no faltaré. Adiós, doña Manuela; que pasen ustedes buenas noches, y de hoy en un año. Adiós, Leo. ¿Quién hace el favor de bajar a abrirme?
La muchacha, que dormitaba en la cocina, acompañó a Millán. Cuando subió de abrirle la puerta de la calle, estaban los dos hermanos sentados en el comedor junto a doña Manuela.
—Esperemos a que papá se duerma—decía Leocadia—no sea que nos oiga.
Dejaron pasar un rato; Leocadia destrenzó mientras tanto el escaso pelo a su madre, recogiéndoselo con un par de horquillas, y luego hizo lo mismo con sus largos rizos castaños. Pepe encendió un pitillo y examinó la lámpara, como quien ha de utilizarla hasta tarde, para que luego no faltara petróleo.
—Mucho escribes, hermano.
—Yo, cuando quiero a alguien, no soy como tú, que apenas haces caso de Millán. Pues mira: sus intenciones no pueden ser más claras. Esta noche he dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuando imaginabas que él venía; pero, en fin, allá tú. A mí me parece que no estás muy expresiva con él.
—¡Tiene gracia! ¿Quieres que me le coma con la vista? ¡Ni que fuera una estampa!
—No vayas a pensar que quiero meterte el novio por los ojos. Lo que te digo es que, aunque vivieras cien años, no encontrarías uno mejor.
—¿Es príncipe?
—Sí; como tú princesa.
—Pues hijo, tú bien haces el amor a una señorita de coche.
En esto se asomó al gabinete doña Manuela.
—Hijos, ya está medio dormido: vamos a hablar pronto cuatro palabras, que estoy rendida y quiero también acostarme.
—Pues mira, mamá, lo que hay que hablar es poco; pero no queda más medio que decidir algo. La botica se lleva un dineral; es necesario gastar menos en todo lo demás. Yo voy a hacer un trabajo para don Luis, que de fijo me pagará bien; pero con lo que esto produzca no hay que contar hasta el mes que viene.
—Bueno; lo primero es despedir a la chica: aunque no son más que treinta reales, algo es algo. Mañana llevará ésta a empeñar la colcha de Filipinas y los candeleritos de plata.
—Lo que debíamos hacer es suprimir parte del gasto diario—dijo Leo.—Que no traigan carne más que para papá, y con decirle que coma en su cuarto para moverse menos, luego nosotros nos venimos al comedor, y así no se entera.
—Yo, con tres cajetillas a la semana tengo bastante. Además, don Luis me da algunos puros y los guardaré para picarlos. ¿Os han dicho algo de la tienda?
—Si—repuso Leocadia—por cada docena de pañuelos pagan, según el dibujo, de veinticuatro a treinta y seis reales, y tengo yo que poner lo que haga falta.
—En resumen—dijo Pepe haciendo números con un lápiz al margen de La Correspondencia, y murmurando entre dientes las cifras del cálculo—tenemos veintisiete duros de la paga de papá, con diez y ocho de mi sueldo, son cuarenta y cinco, y unos ocho o diez que le den a ésta por los bordados... de cincuenta y tres a cincuenta y cuatro duros al mes: quitando los veinte, lo menos, que hay que dar a la lonja por los plazos, y el pico que falta del sastre, quedarán unos treinta y cuatro duros... pongamos a duro diario para el gasto de la casa... la botica es la que nos pierde.
—Pues hijo, de algún lado hay que sacarlo; ni un cuarto se malgasta... ¿Qué haríamos?
—Ahora, acostarnos; cada cual a su cama. Dejadme a mí: creo que don Luis nos ha de sacar de apuros. Al menos yo he de hacerle un favor que... en fin, ¿quién sabe? Adiós mamá; y tú, fea, cara de mona, hasta mañana.—Y dando un beso a cada una, las echó suavemente del comedor. Cogió luego la candileja que había en la cocina, fue con ella a su cuarto, volvió trayendo sobre un cartapacio grande tintero, plumas, papeles, sobres y tres o cuatro libros, y colocándose lo mejor que pudo, se sentó ante la camilla.
Hasta cerca de la madrugada estuvo tomando apuntes de varios libros, escribiendo en las cuartillas párrafos muy cortitos, como extractos, cifras seguidas de referencias y citas. Aquello parecía trabajo preparado para que lo aprovechara otro. Cuando en el reloj cercano sonaron las tres, el pobre muchacho tenía ya la cabeza pesada, la vista insegura, y su hermoso busto, inclinado aún hacia la mesa, aparecía envuelto en una nube de humo que habían dejado en la atmósfera del cuarto los pitillos consumidos, cuya ceniza, movida por la respiración, revoloteaba sobre las hojas de los libros. Todavía continuó llenando cuartillas un rato, hasta que, yertos los pies y ardorosa la frente, recogió los papeles y los guardó en uno de los volúmenes. En seguida sacó un plieguecillo para una carta, y quedándose un instante como ensimismado, pensó: «La escribiré, por si no nos vemos mañana.» Luego, al buscar los sobres, como hubiese entre ellos uno mayor y más pesado, lo abrió, sacando de él dos o tres cartas y un retrato de mujer, el de la señorita de coche que mentó Leocadia, y contemplándolo un momento, murmuró: «¡Qué bonita es!» En seguida, sin que ningún ruido le distrajese, entregado con alma y vida a sus ideas, tomó el plieguecillo y comenzó a escribir:
«Adorada Paz:...»
Pepe y Millán se conocieron en 1862, cuando a los catorce o quince años cursaban en el Instituto del Noviciado primero de latín.
Eran ambos entonces de escaso desarrollo físico, pero inteligentes, guapos, listos sin exceso de picardía, y avisados sin sobra de malicia. En su organismo endeble de madrileños criados en casas pobres, prevalecía su entendimiento de niños educados junto a personas mayores que, sin velar nada, hablan de todo libremente. Pepe era delgado, alto, larguirucho, con el pelo rubio, rizoso y arremolinado, que dicen ser indicación de genio vivo. El mirar penetrante de sus ojos parecía, al fijarse en las cosas, querer arrancarlas la enseñanza que de ellas brota; nunca se le cansaba la boca de preguntas, ni los oídos de respuestas: en cambio, la impaciencia que demostraba para interrogar se le trocaba en calma para oír. Desde pequeño, una incredulidad instintiva le hizo regocijarse menos que otros chicos con los cuentos de brujas, y siendo mayorcito, siempre tuvo en los labios el ¿cómo? y el ¿por qué? A semejanza de los niños que rompen los juguetes para ver lo que tienen dentro, él, obedeciendo quizá a una predisposición poco vulgar, pretendía que se le diese explicación de todo; así que, para negarle lo que pedía, era preciso, al menos, simular un razonamiento, convencerle, con lo cual quedaba tranquilo y obediente. Su precocidad no era la que consiste en el temprano desarrollo de algunas facultades, sino en cierta serenidad de juicio que, dominando sobre las impresiones, le impulsaba a rechazar lo que su entendimiento no alcanzaba. Había que explicárselo todo, y la señal de que lo comprendía era una docilidad encantadora. Jamás consiguió una criada divertirle con gigantes de los que tragan carne cruda, hazañas de ladrones ni aventuras maravillosas de princesas encantadas; pero si escuchaba a sus padres sucesos reales, casos vívidos, algo en que hubiera verdad, entonces, con los ojitos muy abiertos, como perrillo a quien enseñan golosina, se estaba quieto, esperando que la relación terminara, para hacer luego preguntas y más preguntas acerca de lo que no podía entender. Con una sonrisa muy burlona rechazaba lo que repugnaba a sus ideas aniñadas, y a veces, las frases que se le ocurrían, si no por el propósito, tenían por la entonación algo de sátira.
Millán era más inocentón, más chico; había menos dificultad para engañarle, y era también de mayor robustez y dado a juegos más arriscados. La savia de la vida, que el primero tenía como reconcentrada en el cerebro, había tomado en el segundo forma de energía física. Uno era de la estirpe de los que piensan, otro de la raza de los que obedecen. Viéndoles jugar juntos, resultaba Pepe voluntarioso, porque Millán parecía plegarse a sus caprichos; pero, a poco que se les observase, era fácil notar que la pasividad de éste no era sino el reconocimiento implícito e instintivo de la superioridad de aquél. Además, Millán tenía buenísima índole y, como complaciéndose en ello, dejaba ver que, si en cosas de fuerza estaba la ventaja de su parte, en todo lo restante era de Pepe la primacía. En hacer espadas de palo, cortar tablas, correr al marro, saltar al paso, trepar por rejas y encaramarse a tapias, no hallaba Millán competidor: para lograr premios, disculpar travesuras y evitar regaños, tenía Pepe especial ingenio. Sabía esperar para pedir a tiempo, dejar pasar los primeros instantes de un enfado, no irritar el disgusto con respuestas y evocar, en ocasión propicia, el recuerdo de lo ofrecido.
Los comienzos de su amistad fueron una especie de pacto contra el latín y contra aquel modo de enseñar la lengua del Lacio que hacía aborrecibles a Virgilio y a Cicerón. Formaron una sociedad de socorros mutuos para apuntarse la lección, ahorrarse trabajo al traducir, buscando juntos los significados en el diccionario y responder, al pasar lista, uno por otro: hasta llegaron a reunir en común la colección de sellos de franqueo que por entonces hacía todo chiquillo madrileño. Al principio sólo se veían en el aula o en el claustro del Instituto, que tiene entrada por la calle de los Reyes; luego se encontraron en el camino al venir de sus casas, y lo anduvieron juntos, esperándose recíprocamente en la plaza de Santo Domingo, donde llegaban casi a la misma hora. Millán vivía en la plazuela del Biombo; Pepe en la calle de Botoneras: aquél venía por la Costanilla de los Ángeles; éste por la calle de las Veneras, y después seguían juntos hasta el Noviciado, haciendo escala en cuantos escaparates hubiera algo que les llamara la atención. Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes de verano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelos de a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse una cajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quién gastaba un cuarto más o menos. Durante el primer curso conservaron el aspecto algo encogido de chicos criados entre faldas y limpios de lenguaje, no hechos a la libertad de andar solos por la calle; mas al poco tiempo fueron abriendo oídos a la malicia y teniendo la lengua pronta para la desvergüenza: entróseles la picardía al pensamiento como ciencia infusa, aprendieron a decir palabrotas, pegóseles algo de ese impudor que se recoge al paso, y aumentaron su vocabulario con frases soeces y giros achulados, cuyo sentido acaso no entendían, repitiendo tales cosas por imaginar que hablando gordo harían viso de hombres bragados. No por esto se malearon, y aquellas obscenidades y ternos que empleaban entre sí, pero que ante nadie repetían, fueron como un cieno que, si les ensució la boca, no les llegó a manchar el alma.
Una mañana que faltó a su clase un catedrático, se marcharon con otros chicos a jugar a la Era del Mico, y esta escapatoria fue para ellos una revelación. De entonces en adelante, cuando calculaban que podían preguntarles la lección, iban a clase; pero los más de los días, luego de pasada lista, se escurrían, o pinchándose las encías y manchándose el pañuelo, fingían echar sangre por las narices para que les dejaran salir, renegando de la declinación y el hipérbaton latino como de las mayores infamias que inventaron hombres. De esta época data en la historia de su vida la larga serie de correrías que hicieron por Madrid, evitando siempre ir por calles céntricas donde pudieran hallarse de manos a boca con quien diera en sus casas noticia del encuentro. Así llegaron a conocer palmo a palmo cuantos paseos, carreteras y cuestas rodean a la Corte, yéndose a pies que queréis por esas rondas, como hidalgos de leyenda que marchan a ver tierras, y por entonces debió ser cuando en casa de Millán el padre de éste, y en la de Pepe su madre, notaron que los chicos rompían zapatos como si lo hicieran a porfía. El famoso Marco Polo en lo antiguo, y Livingstone o Stanley en estos tiempos, fueron junto a ellos exploradores de poco más o menos. ¿Qué mayor expedición que ir desde el Noviciado a la Puerta de Hierro haciendo escala en el Puente Verde para llamar ¡todas! ¡todas! a las lavanderas del río? ¿Pues y el viaje a Moratalaz o Amaniel para ver hacer el ejercicio a la tropa? ¿Y el ir a extasiarse ante los puestos de San Isidro, en vísperas de romería, o marcharse en invierno a ver si se había helado el Canal del Lozoya? Lo que nunca se les ocurrió fue tomar partido en pedrea de las Peñuelas, ver ajusticiado en el Campo de Guardias ni tratar con los barquilleros que, al juego de la cinta, robaban dinero a los provincianos en la Montaña del Príncipe Pío. En cambio, les divertía mucho ver en Palacio la parada o estarse en Santa Cruz oyendo a los charlatanes perorar desde el pescante de un simón vendiendo grasa de león para quitar manchas o diciendo que tenían polvos para matar los insetos solitarios del estómago, que es el intestino donde se mete la comida. ¿Y el caudal de conocimientos que adquirieron? Por algún tiempo se aficionaron a la mecánica, y todos los días iban a ver desde un desmonte poner placas giratorias en las cercanías de la estación del Norte; otra temporada se dieron a la construcción, entreteniéndose en ver levantar piedras en edificios nuevos; después mostraron afición a la industria, contemplando en los balcones de la calle del Peñón las tripas de las mondonguerías, y hasta hicieron observaciones de carácter fabril en la Ronda de Toledo con las tiras de fósforos de cartón puestos a secar al sol. No quedó rincón madrileño que no vieran, desde el Campo de Guardias hasta la Pradera del Canal, y desde la Fuente de la Teja hasta las Ventas del Espíritu Santo, ni encrucijada por donde no pasaran, siendo uno de sus placeres favoritos examinar los lugares del Madrid antiguo descritos en novelas de capa y espada a cuarto la entrega, en las cuales aprendieron a retazos y malamente episodios que les hacían mirar ciertos sitios con un respeto entre ridículo y poético, dando como seguro que Felipe II presenció el asesinato de Escobedo desde un portal de la calle de la Almudena, y comentando, como si hubieran asistido a ellas, la muerte de Villamediana junto a San Ginés o aquella aventura en que Quevedo desafió a un hidalgo que había pegado un bofetón a una señora. ¡Qué diferencia había entre el entusiasmo con que iban adquiriendo aquella dislocada erudición de lances madrileños y el desprecio con que miraban las biografías latinas de Cornelio Nepote y los Trozos escogidos, que a ellos les parecían la pura esencia de lo inaguantable! A clase de Geografía y de Historia de España les gustaba ir; pero en las de Latín y Religión no les echaban la vista encima sino en días de lluvia, cuando no sabían dónde llevar el cuerpo. En Abril y Mayo apretaban, y a primeros de Junio volvían a casa examinados, ovantes, con buena nota y con el susto fuera del cuerpo. De esta suerte, paseando mucho y estudiando algo, pero asimilándose su inteligencia fácilmente lo que aprendían, llegaron a ser un término medio entre el estudiante sorbedor de textos, que suele al fin no servir para nada, y el pigre holgazán, que degenera en pillastre.
Hacia 1868 se graduaron de bachiller, siendo ya dos mocitos que echaban requiebros a las modistas, y poco después sus familias determinaron darles carrera. Ambos padres decidieron que estudiaran leyes. En don José, que era un español a la antigua y para quien no había profesión seria sino refrendada por un título académico, influyó mucho el recuerdo de la respetabilidad que a sus ojos tuvieron los oidores y magistrados de chancillerías y audiencias mientras él andaba de provincia en provincia como humilde empleado. No se le ocultó que había de costarle muchos sacrificios, pero cedió a la tentación de ver a su hijo hecho personaje de toga con vuelillos. Para él la abogacía era lo de menos: al decir abogado, no concebía al chico defendiendo pleitos sino administrando justicia. Millán siguió el ejemplo de Pepe, porque estimaba bueno cuanto éste hacía.
La vida de verdaderos estudiantes les duró poco. Ambos tuvieron que abandonar la carrera apenas empezada. El infortunio se cebó en sus hogares de modo parecido, y aquella amistad de niños, fundada en juegos y paseos, fue lazo que vino a estrechar la desgracia.
El padre de Millán tenía en los barrios bajos una modesta imprenta donde, por hacer favor a un amigo, tiró varios números de cierto periódico clandestino. Una noche le sorprendió la policía, y cerrando la imprenta se llevó al dueño al Saladero, donde permaneció, gastándose los ahorros en un cuarto de pago, hasta que el 29 de Setiembre las turbas le sacaron poco menos que en triunfo con otros presos políticos. Lo que no pudo devolverle la justicia popular, enérgica pero tardía, fue el dinero prodigado a carceleros y guardianes para que no le molestaran, y al escribano para que activara la causa, ni tampoco la parroquia perdida con la clausura de la imprenta. Cuando el pobre hombre salió de la cárcel, consumida su fortuna, tuvo que resignarse a ser oficial de cajista. A sus años el golpe era demasiado duro, y una afección crónica que tenía en los ojos se le agravó tanto, que le fue imposible continuar trabajando. Millán no dudó un instante respecto a la determinación que debía seguir:«—Padre—dijo—como me he criado en la imprenta, conozco el oficio y todo lo que en él se hace. Búsqueme Vd. trabajo, que con mi jornal habrá para los dos, al menos para Vd., que yo necesito poco.» Los libros de Derecho, apenas manejados, cedieron el puesto a las cuartillas de original: Millán entró de corrector de pruebas en uno de los primeros establecimientos tipográficos de Madrid, cuyo principal al poco tiempo le encomendó gran parte de la dirección de la imprenta: soñó con ser letrado y quedó reducido a la condición de obrero, en lo más noble que puede producir la inteligencia humana, pero obrero al fin, sujeto a un jornal que merma con la fiebre de un día y acaso falta en la ocasión en que es más necesario. Cuando tomó aquella resolución, dijo a Pepe, dándole cuenta de su situación:—«¡Cómo ha de ser! Vamos a seguir rumbo distinto: tú llegarás donde te lleve la suerte; en cuanto a mí... soy hombre al agua.» Pepe demostró a su amigo que la desgracia no era fuerza bastante a quebrantar la ley que le tenía. A veces iba por la tarde a hacerle compañía a la imprenta; al anochecer solía buscarle para pasear juntos, y si le encontraba en la calle, cuanto más derrotado y pobre de ropa le veía, mayor afecto le mostraba, cuidando de no darle ni aun aquellas bromas que, si antes le parecían lícitas, ahora se le antojaban ofensivas.
Dentro de aquel año les igualó la desgracia. La exigua cantidad de renta del Estado, en que don José tenía invertidas sus economías, quedó, con los préstamos que sobre ella tomó y por el retraso de los pagos, reducida casi a la nada; la jubilación sufrió considerable descuento, las modestas alhajas de doña Manuela presto aprendieron el camino del Monte, y hasta las ropas hubo que empeñar. En la casa de la calle de Botoneras penetró al fin la escasez, con su cortejo de tristezas, como antes había penetrado en la pobre imprenta de los barrios bajos; pero si Millán sabía un oficio, Pepe carecía de conocimiento alguno que pudiera serle útil contra el infortunio. Entonces se pensó en buscar para él una colocación o destino. Las cartas que escribió don José, las visitas que hizo hasta que se lo impidió su dolencia, las antesalas que cruzó, no son para contadas. Por fin, un antiguo amigo suyo metió al chico, con un empleo de 5.000 reales, en la Biblioteca del Senado. Pepe, como funcionario público, iba a ganar casi la mitad de lo que daban a Millán por regentar la imprenta.
Si cuando chicos no les maleó el exceso de libertad, de grandes no les doblegó la desgracia; ni tampoco intentaron, por salir de apuros, vadear malamente aquella torcida corriente de su vida que comenzaba a encresparse. Juntos nadaron a pecho abierto contra ella; y sin pensar que podían por malas artes vivir a lo perdido, o abandonar a sus familias, comenzaron a trabajar, Millán en la imprenta que le confiaron, y Pepe en su humilde empleo de la Biblioteca del Senado. Como éste tenía más horas libres que aquél, y se iba muchos ratos a hacerle compañía, Millán le rogaba con frecuencia que le ayudase, de donde se originó que, durante una larga temporada en que hubo prisas en la imprenta, Pepe se pasó noches enteras corrigiendo pruebas; lo cual su amigo le enseñó con pocas advertencias, y él perfeccionó en algunas semanas. Una alteración de personal que hubo por entonces en la imprenta, inspiró a Millán la idea de que aquel favor, que su amigo frecuentemente le hacía, sólo para ganar tiempo y anticipar la hora de salir juntos, podía redundar para Pepe en una ganancia, no grande, pero sí oportuna, dada la situación de su casa, donde la necesidad se iba entrando a banderas desplegadas desde que comenzó a agravársele a don José la enfermedad de las piernas. Ello fue que, al cabo de tres meses, estando un domingo de paseo, y solos, Millán le dijo:
—Tengo que proponerte una cosa. Creo que te conviene, pero no he podido resolver nada sin contar contigo.
—Habla, chico.
—Desde hace más de tres meses que arreció el trabajo, vienes casi todas las noches a buscarme, y para una vez que consigo acabar temprano y podemos ir un rato al café o a dar vueltas charlando por las calles, lo general es que tengas que quedarte allí conmigo corrigiendo galeradas. Al principio no sabías lo que te pescabas, lo que tú corregías tenía yo que volver a mirarlo. Hoy, la verdad, lo que para un cajista cualquiera ofrecía ciertas dificultades, lo has aprendido tú en seguida y bien. Por otra parte, me parece una primada que a lo mejor te pases allí horas enteras sin sacar nada en limpio... En fin, chico, ayer se ha marchado uno de los correctores, el que iba de noche... ¿quieres la plaza? Si se lo digo al amo, te la da. Tú le convendrías a él con pedirle dos reales menos que otro cualquiera, y a tí, como son pocas horas, de noche, y yo te taparé cuando faltes... vamos, que puedes ganar eso... si no te repugna... Díselo a tu padre.
—Y ¿por qué me ha de repugnar? ¿Qué tengo que decírselo a mi padre? Acepto desde ahora... y te lo agradezco de veras. Puedes creerme: ya ves cómo estamos en casa.
—Siempre serán diez y ocho o veinte reales más al día.
No era posible aumentar la amistad que les unía; pero este rasgo contribuyó mucho a afianzarla y, además, hizo que fuera su trato más frecuente, por la índole del trabajo que les ocupaba. Así, los que de muchachos comenzaron juntos a corretear por las calles y pisar las aulas del Instituto; los que juntos pensaron seguir una carrera de las reservadas a gente, si no poderosa, al menos acomodada, juntos también, forzados a renunciar a ella, emprendieron la pendiente áspera, y a veces sin fin, que suben en la vida los que se mantienen por sus manos. Menudearon con esto las idas de Millán a casa de Pepe, y aquél, que cuando chico no paró ojos en la hermana de su amigo, fue luego encariñándose con ella hasta que, insensiblemente, como a veces quiere el amor que sean estas cosas, se fijó en lo bonita que era, consideró las pocas exigencias que había de tener mujer tan hecha a batallar con la necesidad, y pensó que le convenía para propia. Como esta idea fue resultado de mucho mirar a Leocadia, hablar con ella y observarla, buscando ocasiones en que estudiarla el genio, lo notaron los padres y el mismo Pepe; de suerte que casi antes de que Millán demostrara su amor con atenciones y cuidados, ya ellos lo habían sorprendido sin enojo en sus impaciencias y miradas. Leocadia empezó a recibir las pruebas del afecto de Millán con el agrado natural que tiene la mujer para acoger las primeras palabras dulces que escucha; contenta, satisfecha, casi agradecida, mas sin que el querer produjera en ella impresión tan honda como la que estaba haciendo en Millán. Éste, si no se sentía aún verdaderamente enamorado, estaba en camino: a ella, más que el novio mismo, le gustaba la sensación moral, nunca experimentada, de saber que había un hombre que gozaba mirándola. Sus corazones no estaban, sin embargo, verdaderamente unidos. A veces, cuando sentados todos, de noche, en torno de la camilla, leían periódicos o jugaban al tute por distraer a don José, Millán, espiando a Leocadia con el rabillo del ojo, creía descubrir en su fisonomía de madrileña vivaracha un gesto indefinible, un nublarse repentino de las pupilas, una ligera sombra de tristeza, en medio de la risa, que delataban incompletamente cierto afán de aspiraciones vagas o impulsos latentes de ambición mal entendida. Doña Manuela y don José dieron a los chicos por novios apenas hubo indicio para ello: Pepe, más listo, adivinó que Millán quería a su hermana, pero que ella no estaba tan enamorada como él.
En su primera época de estudiante, casi niño, no fue Pepe de esos muchachos que se sientan lo más cerca posible del maestro, aprendiendo de memoria, como loros, cuanto se les manda, antes por obediencia y aplicación irreflexiva que por verdadero amor a estudios que aún no entienden; pero tenía inteligencia sobrada para comprender que había de llegar un día en que de todas aquellas asignaturas y materias, que juntas querían meterle por fuerza de golpe en la cabeza, tendría que fijarse en alguna, decidirse y estudiarla, confiando a la perseverancia en el trabajo su porvenir y el amparo de los suyos. Durante esos años, en que el hombre ignora la realidad de sus tendencias y la índole de aquello a que debe dedicarse, él, entre dudas y vacilaciones, pugnaba por determinar lo que sería, como si a todos permitiera la fortuna marcar el rumbo de su vida. Por fin, la afición a la historia y el interés que, apenas comenzó a hombrear, mostró para seguir en conversaciones o lecturas la marcha de los sucesos políticos—tan agitados en aquel tiempo—le hicieron inclinarse a la abogacía, carrera en que la antigüedad de los pueblos, la política, el derecho y las letras, aparecían a sus ojos formando, no un camino más o menos ancho, sino un conjunto de senderos que podían llevarle a suertes prósperas y varias. Su existencia tenía un fin doble, y así lo comprendía él: ser obrero de su propia fortuna y sostén de sus padres. Pero estas ideas no despertaban en su ánimo temor de lucha ni necesidad de abnegación. Llegar a ser algo, le parecía cosa natural. ¿No llegaban otros? Propósito de desinterés en aras de su familia, nunca lo hizo su pensamiento. Se dijo sencilla y espontáneamente que era necesario en su casa, que allí quien debía trabajar era él, sin imaginar jamás que sus más penosos esfuerzos por lograrlo pudieran llamarse abnegación o sacrificio, ni siquiera deber: lo haría porque sí, porque era el hermano mayor, el único hombre de la casa. En sus cálculos no entraba Tirso para nada. Si no, ¿quién lo haría?
El cambio que la desgracia ocasionó en la vida material de Pepe, fue en un principio apenas sensible: al pronto, todo se redujo a que los pocos libros de texto que había comprado anduviesen rodando de la mesa del comedor a la de su cuarto, hasta que él los guardó por no verlos. Aparentemente, con ocultar aquellos libros se borró en la familia la idea de que Pepe había tenido que renunciar a la carrera: doña Manuela, que era buena, pero poco avisada, sintió cierta amargura; la resolución de su hijo la entristeció, por ser señal inequívoca de grandes privaciones:—«El pobre ha tenido que dejar los estudios»—decía, sin poder profundizar todo lo que en esta frase iba envuelto. A Leocadia le mortificó el suceso más que a su madre, pero de otro modo. Mientras Pepe se limitó a trocar la clase por el destino del Senado, decía:—«A mi hermano le han empleado»—y en el tono con que lo pronunciaba descubría algo de amor propio satisfecho. El verdadero disgusto lo tuvo cuando, a consecuencia de la proposición de Millán, entró Pepe de corrector en la imprenta: aquello de que su hermano ganara un jornal la impresionó amargamente, en parte por lo que significaba tal determinación, y más aún por vanidad herida. Su gran temor era que Pepe llegara a ponerse blusa para trabajar, como si en este detalle fuese envuelta toda la ruina de la casa. Transigía con la pobreza, con la miseria, con todo; pero a lo vergonzante, no enterando al prójimo de humillaciones que no le importaban. La mayor pesadumbre fue para don José. Los tres años de Derecho que cursó Pepe, le habían acostumbrado a pensar en su educación como en un esfuerzo costosísimo, mas para él lleno de encantos. El humilde empleado que pasó la vida a salto de mata, de oficina en oficina, de centro en centro, sin apoyo ni valimiento, había logrado adquirir tales hábitos de orden y economía, que iba a serle posible dar carrera a este hijo, y dársela a su gusto, no como se la dieron al otro. El pobre viejo no alcanzaba por qué medio sería ello; pero con los ojos de la imaginación veía al chico ya vestida la toga de vuelillos blancos, con el birrete puesto, la placa en el pecho y sentado en un sillón de alto respaldo, escuchando informes de abogados que, al dirigirse a él, hablarían con profundísimo respeto... y, de repente, vinieron el descuento, las pérdidas, los atrasos, la jubilación, reduciéndose el futuro juez a empleadillo colocado por el favor de un amigo, y a merced de quien tuviese influjo para quitarle cualquier día la plaza en provecho de otro. La resolución adoptada por Pepe de ir a trabajar con Millán, hirió dolorosamente el ánimo de don José: pero hubiera sido difícil precisar qué impresión le hizo más mella, si el dolor de ver a su hijo llevado a tal extremo, o el orgullo de considerarle tan fuerte ante la adversidad. Las lágrimas de ternura se secaron pronto en sus ojos: el engreimiento no se le borró del alma.
El más duro para resistir a la desgracia, fue quien más perdía con ella: el mismo Pepe, que, así como no dio importancia al sacrificio, no se entregó tampoco a esa resignación callada y triste, cuyo silencio sofoca el dolor sin mitigarlo. Su carácter varió algo, sin que él se diera cuenta, mas no llegó a sufrir una verdadera trasformación. Las fibras de su corazón eran tales, que no podían bastardearse al ser azotadas por la desgracia, como no hubieran cambiado tampoco acariciadas por la fortuna. Aquella incredulidad burlona con que siempre acogió cuanto no podía aclarar razonándolo, se acentuó y se hizo más amarga; su gracia para zaherir cobró acritud, sus chistes tomaron tono de quejas dichas en broma; pero la propensión cómica quedó dominando siempre en sus labios, pronta a ridiculizar cuanto sus ideas y aficiones le señalaban digno de vituperio. Los reveses no le arrancaron el entusiasmo por lo que amaba, ni exacerbaron su escepticismo; pero, al convencerse de que las condiciones de la vida habían variado por completo para él, adquirió una serenidad que, contrastando con los pocos años, daba a sus frases un dejo amargo y melancólico. Aun las sátiras más enérgicas parecían brotar tristemente de su boca.
Pasadas las primeras semanas de aquella existencia nueva, dividida entre la biblioteca del Senado, donde su trabajo consistía en dar libros a quien raza vez se los pedía, y las tareas de la imprenta, donde bajo la inspección de Millán iba siendo cada día más útil, comenzó a experimentar cierto reposo que él comprendía no ser definitivo, pero que le halagaba por verlo reflejado en la casa. Su vida de empleadillo y jornalero le producía un puñado de duros, con los cuales había para ir a la compra y casi con igual frecuencia a la botica. De la abogacía no se volvió a hablar: lo de seguir carrera fue un sueño, y, sin embargo, el haber tenido que renunciar a ella era la pesadumbre de toda la familia. Cada cual la sentía a su manera: doña Manuela no decía sino:—«¡Hijo mío, cuánto trabaja!» El padre no se recataba para confesar a voces aun delante de gentes:—«Estará en la imprenta.» Leocadia, sin disimular la repugnancia a lo que en su hermano había de obrero, hablaba del destino o el empleo, y cuando le veía volver a casa, instintivamente le miraba a las manos, temiendo que trajera en ellas alguna señal sucia de su honrosa labor. No lo podía evitar: tenía esa vanidad madrileña que pretende cubrir con perifollos de seda la falta de ropa blanca, y que prefiere el adorno de la sala al cuidado de la alcoba.
Pepe participó también, en cierto modo, de ese sentimiento que tiende a ocultar al prójimo la propia miseria. Hubo una persona a quien no tuvo el valor de confesar que trabajaba en la imprenta de Millán, y esa persona fue su novia, la señorita de coche, como la llamaba Leocadia. Pepe había dicho claramente a Paz la situación de su familia; que su padre era un antiguo y modesto funcionario de Hacienda; que él tuvo que abandonar la carrera por falta de recursos para seguirla, ateniéndose a un empleo concedido casi por caridad; pero no pasó adelante: nada dijo de la imprenta, del apoyo de Millán, de las galeradas, ni de sus tareas de jornalero. En un principio no fue completamente franco por aquella misma pícara vanidad de Leocadia, y después por falta de valor: aun conociendo a Paz como llegó a conocerla, tuvo miedo a decirla:—«El hombre a quien amas, tú, la señorita rica, mimada por la fortuna, va por las noches a ganarse un jornal que cobra los sábados como los herreros y los albañiles.» Imaginó que la perdería: era a sus ojos enteramente absurdo que Paz, después de saber esto, siguiera enamorada de él. La vida moderna le ofrecía a cada paso ejemplos de hijas de familias poderosas a quienes por un capricho amoroso había que casar con un mal periodista, con un abogadillo, con un cualquiera, aún de lo más pobre de la clase media; pero, ¿quién vio jamás en estos tiempos que una señorita hecha a pisar alfombras y ceñirse el talle con sedas, entregara la mano a un jornalero? Pepe calló, sin temor a que ella supiera toda la verdad, pero sin valor para decirla con sus propios labios. Al oírla exclamar con frecuencia entre apasionada y mimosa: «¡Pepe mío, cuánto te quiero!» le acometían impulsos de revelarla aquello que él ocultaba como una infamia; pero luego, contemplándola vestida con todos los primores del lujo, retiraba las manos o se las examinaba al descuido, temeroso, como su hermana, de hallar impresa en ellas la sucia mancha del trabajo.
Don Luis María de Ágreda, senador electivo, gracias al patrimonio e influencia que tenía en su pueblo, era uno de los antiguos progresistas obstinados en sobrevivir a su partido; de aquellos que ponían sobre todo la Soberanía Nacional, y para quienes la España contemporánea no produjo sino cuatro hombres de gran valer: Mendizábal, por la desamortización; Espartero, por haber vencido al carlismo; Olózaga, por haber hablado antes que nadie de los obstáculos tradicionales; y Prim, por seguir sus huellas.
La fortuna de don Luis, con ser respetable, no era sino resto de lo mucho que gastó su padre en conspirar contra Sartorius y Narváez; pero lo que mejor heredó fue un grande amor al partido progresista, mucha antipatía a la demagogia, que se le antojaba cosa pagada con el oro de la reacción, y una repulsión invencible a moderados y carlistas. Los trabajos de don Luis en juntas y comisiones del partido; los artículos, proyectos y dictámenes que escribió, serían incalculables, e infinitas las veces que proyectó terciar en los debates; pero jamás tuvo ánimo para romper a hablar en público ni para enviar dos cuartillas a un periódico. No era tonto y lo parecía, porque sin tener realmente influencia entre los suyos, imaginaba que su consecuencia y lealtad debían darle mayor importancia de la que gozaba, resultando algo vanidoso. Como la palabra obedecía mal a su pensamiento, huía los diálogos largos y las conversaciones en corro, limitándose a hacer signos de afirmación o negación con la cabeza, y cuando más, a decir frases concisas, que tomaban en sus labios tono de sentencias pretenciosas. Muchos le consideraban como hombre formal, pero de cortos alcances, y algunos le trataban de burro serio. Aquéllos andaban más cerca de lo cierto; porque sin ser don Luis una inteligencia privilegiada, era honrado y de carácter firme, aunque algo agriado, por imaginar que debía brillar y bullir más en su partido.
Lo que constituía su verdadero título de gloria, para quien llegase a saberlo, era la educación que dio a su hija. A los treinta y dos años enviudó y se propuso que Paz, cuando él faltara, estuviese en condiciones de vivir por sí, sin ajeno auxilio, que supiera manejar su fortuna y aprendiese a conocer su corazón, para no dejarla expuesta a rapacidades tutorescas ni a errores de su inexperiencia. Muchas veces la dijo:—«Has de saber cuánto tienes, duro por duro; y has de pensar siempre en lo que vayas a hacer, para que ni el prójimo te robe ni tú te engañes.»
Paz estuvo una temporada de tres años en un colegio dirigido por monjas, lo cual no era muy del agrado de su padre; pero ¿qué hacer, si no había en Madrid otro linaje de casas de educación? Allí aprendió a escribir con bonita letra, a hablar bastante bien en francés y rudimentos incompletos de muchas cosas: de coser poco, de bordar algo y de rezar mucho. Sin salir del colegio sabía también cuanto ocurría en Madrid, hasta interioridades de familias que a nadie importaban; pero, por lo visto, para las madres no había secretos; así que, los domingos de salida, don Luis se maravillaba escuchando a su hija cosas que él no oía ni a los murmuradores del Casino. Esto, y un tantico de vanidad que se fue despertando en el alma de Paz, indujeron a su padre a sacarla del colegio-convento; mas aunque quiso hacerlo con gran tiento y circunspección, tuvo por fin que ser enérgico, porque las santas mujeres habían procurado atraerse la voluntad de la niña. ¿Les indujo a ello la bondad de Paz? ¿Ambicionaron la conquista de su preciosa voz para la capilla? ¿Prendáronse quizá del entusiasmo con que era de las primeras en gastar sus ahorros de colegiala rica comprando, ya la sabanilla del Cristo, ya la toca de la Virgen, ya el encaje para el paño del altar? Ello fue que un día de fiesta, no pudiendo don Luis ir a buscarla, envió con el carruaje a una parienta, quien a la hora del almuerzo volvió sola, refiriendo que la buena madre había dicho que mademoiselle Paz no salía. Don Luis, pensando que su hija estaba mala, fue inmediatamente a verla y, a disgusto de la superiora, hubo que traer la niña a presencia del padre, quien pasó un rato muy malo observando que su Paz, sin estar castigada, ni enferma, se allanaba de buen grado a permanecer allí, en vez de irse a pasar el día con él. Por fin consiguió que su hija le siguiese, y aquella noche no la permitió volver al colegio. «Aquí no hay más madres que yo»—dijo don Luis—y desde entonces se consagró al cuidado y educación de su hija, sin perder por eso su desmedida afición a la cosa pública. Las cartas de la superiora y las embajadas del capellán, hicieron en vano esfuerzos por recobrar la oveja descarriada, mas no lograron que tornase al redil. De allí en adelante, don Luis toleró que Paz, de tarde en tarde, gastara algo en sabanillas, mantos y encajes, pero no la dejó volver a poner los pies en el convento. La mansedumbre, que es gran virtud, evitó que las monjas se ofendieran: no salió de sus labios palabra de reproche, nada intentaron para exacerbar la devoción naciente, quizá la vocación frustrada de Paz; pero tampoco se olvidaron de recordarla en días determinados y festividades solemnes que en un extremo de Madrid había una santa casa que se honraba con haberla tenido por discípula y a la cual debía enviar de cuando en cuando alguna limosna para obras de caridad, algún ramo de flores para aquel altar, en cuyas gradas se arrodilló tantas veces.
Como Paz era buena, el tesoro de cariño que halló en su casa la hizo olvidarse pronto del colegio, y aquella afición mongil se apagó como con la mano. La libertad de acción, el sano orgullo de mandar en su casa como dueña y, sobre todo, el habilidoso amor de padre, ahogaron a tiempo el piadoso secuestro que pudo haber sobrevenido. Bastaron unas cuantas semanas de esta vida, y el colegio, antes impregnado de cierta poesía plácida, quedó reducido en la imaginación de Paz a un conjunto de recuerdos fríos e incoloros. Al cabo de un año don Luis, escogiendo con cautela las casas donde la llevaba, comenzó a presentarla en la titulada buena sociedad, con lo cual sus galas y tocados la preocuparon mucho más que antes la ropa de las santas imágenes: el gabinete lleno de primores y el lecho mullido le fueron más gratos que el frío dormitorio y la estrecha cama de colegiala; las flores que se ponía en el pelo cortadas por su mano en el jardincito de la casa, destronaron a los ramilletes de trapo de los altares; y para colmo de impiedad, la primer sinfonía de Mozart que oyó tocar sonó en sus oídos más grata que las letanías, salves y motetes.
La serie de impresiones que Paz experimentó pisando salones de casas extrañas, no fue, sin embargo, tan agradable como la que sintió entrando a reinar en su propio hogar. A poco de vivir con su padre, la enteró éste de sus negocios, explicándola en qué consistía su fortuna, ayudándose de ella para el manejo de intereses, con lo cual Paz llegó a persuadirse de que don Luis era un hombre honrado, y el origen de cuanto tenía decente y limpio. En cambio, comenzó a ver que ni todas las casas ni todos los hombres eran como su casa y su padre. Aunque incompleto y velado por la educación y la hipocresía, el mal llegó claro a sus ojos, causándola una sensación parecida a la que sufriría quien, hecho sólo a respirar aire puro, entrara de pronto en una atmósfera viciada. El instinto suplió a la picardía, el ingenio a la malicia: no pudo la imaginación desentrañar las causas de las cosas, pero vio los efectos y fue bastante para que se le entrase al alma un miedo sano.
En su espíritu hubo dos impulsos simultáneos: el despertar a la inquietud moral de la vida y la desconfianza de hacer a nadie partícipe de sus emociones. Con su padre tenía toda la sinceridad posible; mas esos misteriosos deseos, esas dudas ingenuas que la mujer reserva para dichas en voz baja al elegido de su corazón, no salieron de sus labios. Las frases galantes y las lisonjas la infundían una previsión desasosegada, un terror vago que la impedía mostrarse complacida: era semejante a un pájaro que tuviese miedo a la red. Cuando algún hombre halagaba su oído con ternezas o la pedía esperanzas, ella, involuntariamente, se acordaba de tantas infelices mal casadas y parejas desavenidas, de los hogares que parecían fondas, donde marido y mujer acusaban indiferencia, desvío, cuando no repugnancia. El amor propio no la dejó renegar de su hermosura; pero su instinto la señaló un peligro en su riqueza. Ser querida por sí, le pareció fácil: saber cuál amor sería sincero, lo juzgó imposible. Hubiera querido disimular el bienestar de su casa, y a veces sentía impulsos de extravagantes humoradas, ansia de ocultar su facilidad de logro, a semejanza de esos príncipes que viajan de riguroso incógnito para agradecer la simpatía que inspiren y oír el lenguaje de la franqueza. «El mejor traje—solía decir—es el que más disimula lo que cuesta.»
Una tarde vio Pepe entrar en la biblioteca del Senado un caballero como de cincuenta años, alto, canoso, con el rostro enteramente afeitado y de aspecto excesivamente limpio, que dirigiéndose al principal encargado, le dijo:
—Vengo a pedir a Vd. un favor. ¿Podrá Vd. recomendarme uno de estos muchachos que tiene Vd. aquí, a sus órdenes, para que venga unas cuantas mañanas a mi casa y me ayude a poner en orden mi librería? Me han hecho los estantes nuevos, y hay que trasladar los libros de sitio. Un chico juicioso, ¿eh?
—¿Oye Vd. esto?—preguntó el jefe a Pepe, y dirigiéndose al caballero, añadió.—Nadie más a propósito: su formalidad y su ilustración le servirán a Vd. mucho. Casi es abogado...
El que hizo la petición miró a Pepe, y con la autoridad que le daban sus años, le habló así:
—Vamos a ver, joven. A un muchacho, aunque no lo necesite, nunca le viene mal un puñadillo de duros. ¿Ha oído Vd. lo que hemos hablado? ¿Quiere Vd. venir a mi casa unas cuantas mañanas?
—Sí señor, y haré lo posible por complacerle.
—Bueno, pues cuento con Vd. ¿Cuándo empezaremos? porque yo lo tengo allí todo revuelto.
—Cuando Vd. quiera.
—Mañana mismo. Le espero por la mañana a las once.
Cuando se hubo marchado, Pepe dio las gracias al bibliotecario y le preguntó quién era aquel señor.
—Es don Luis María de Ágreda, senador, muy buena persona. De estos que no hablan nunca, y progresista a la antigua, pero muy rico. No hace más que asistir a las votaciones, aunque está diciendo siempre que va a hablar... y nunca habla.
Después le dio las señas de la casa de don Luis y se separaron.
Acudiendo a la cita del señor de Ágreda, a las diez y media de la mañana siguiente entraba Pepe en el hôtel que aquél habitaba, situado al final de la Castellana. Atravesó el jardín, pequeño y bien cuidado, subió las escalerillas, llenas de macetas, que parecían estar custodiando dos magníficos perros de bronce, y entró en el despacho, que formaba parte de la planta baja.
El piso era de maderas ensambladas, las colgaduras magníficas, cómodo y lujoso el mueblaje; todo acusaba mucho dinero. La mesa indicaba orden, gran pulcritud y poca labor: cuanto había sobre ella estaba bien colocado; pero sin que se notase en nada la confusión, propia del trabajo continuo. Los libros eran pocos, ricamente encuadernados, y sin señales de manejo frecuente: no debían ser aquellos los que era preciso ordenar. En dos testeros de pared cubierta de un papel muy oscuro rameado de oro, había dos retratos de mujer. En uno, el traje y el peinado a la moda de 1850, pero, sobre todo, la pintura, lamida como rebuscando finezas, delataban la mano de uno de aquellos artistas que conservaron reminiscencias del estilo elegante de don Vicente López, sin haber adquirido el vigor de los buenos pintores contemporáneos nuestros. La dama estaba peinada con el pelo hecho dos grandes ondas, muy alisadas, y tenía las facciones parecidísimas a la retratada en el otro lienzo; pero resultaba la belleza de la primera más completa y armónica. A pesar de esta diferencia, se parecían tanto, que era fácil adivinar su parentesco. Debían ser madre e hija, a juzgar por la edad que representaba cada una y por la diferencia de los trajes. El retrato de la más joven era una doble maravilla, por el modelo y la factura. Un trozo de impalpable gasa la cubría los hombros, a modo de gola antigua; tenía el rostro casi en sombra, los ojos ceñidos de un livor oscuro, ligeramente inclinada hacia adelante la cabeza y puesta entre el pelo una pluma de color de rosa, ingrávida, suelta, que parecía pronta a moverse al más ligero soplo.
Los dos balcones del despacho daban al jardín y, a través de los listones de las persianas caídas, se veía una pequeña estufa con plantas de flores costosas, destinadas a morir en los búcaros de un gabinete o prendidas en el pecho de una mujer bonita. Completaban el adorno de los muros unos cuantos grabados ingleses, un retrato de Olózaga, en litografía, con dedicatoria autógrafa, y un título de coronel honorario de la Milicia Nacional del 54, encerrado en rica moldura y expedido a favor del padre de Paz.
De pronto entró don Luis.
—Me gusta la puntualidad. Venga usted conmigo, y verá Vd. si hay aquí para rato.
Penetraron en una habitación contigua, enteramente llena de libros, donde tres estantes de roble nuevos y vacíos ocupaban otras tantas paredes, mostrando sus enormes huecos de madera limpia, recién labrada e impregnada del olor al barniz. En el centro había una gran mesa, también llena de libros, y además libros por todas partes: en el suelo, encima de las sillas y amontonados en los rincones, todos revueltos como en casa donde anduvieran de mudanza.
Aquel día no ocurrió más sino que don Luis dio algunas instrucciones a Pepe y éste comenzó a poner en orden los volúmenes, marchándose enseguida con el tiempo preciso para almorzar antes de ir al Senado. Al salir de la casa, tranquila la imaginación, sólo se hacía una pregunta: «¿Qué gente será ésta?»
Tres mañanas llevaba Pepe de buscar tomos para juntar los de distintas
obras, colocando éstas luego lo mejor posible, cuando al cuarto día,
estando en el despacho despidiéndose de don Luis, oyó de pronto abrir
cautelosamente una puerta a su espalda y una voz de mujer preguntó:
—¿Puedo entrar?
Era la señorita del retrato, la de la pluma color de rosa. Llevaba puesto un traje casero muy sencillo, blanco, corto, huérfano de adornos y cuyas mangas descubrían los brazos: mostraba el cuello desahogado y libre; el pelo húmedo hacia las sienes, y la tez algo encendida, como azotada por el frescor del agua. La figura se destacó por claro sobre el cortinaje oscuro, semejando personaje de dibujo fantástico. Sorpendida al ver que don Luis no estaba solo, se detuvo un instante sin soltar el tirador de la puerta, dudando si adelantar o volverse.
—¿Estorbo?
—No, hija, entra.
Pepe, que se disponía a marcharse, la saludo; contestole ella, y cogiendo de sobre la mesa un periódico, se puso a leer. La escena fue rápida, casi muda: el aparecer ella y el despedirse él, ocurrió en un momento. «¡Qué bonita es!»—se decía luego Pepe al echar a andar, ya fuera de la verja del jardinillo de la casa.
Durante las mañanas sucesivas, don Luis entró en varias ocasiones a ver cómo llevaba el muchacho su trabajo, que cundía poco, porque el rato que pasaba allí era corto. Los armarios se iban llenando, sin embargo, y don Luis observó que, al mismo tiempo de guardar los libros, Pepe tomaba nota de ellos en unas tarjetas grandes, para formar un índice. Esto le gustó: el chico debía ser listo. Paz entró también alguna vez a buscar a su padre, y llegó a cambiar con Pepe frases triviales. Un día hablaron del tiempo, otro de un reciente y criminal atentado contra los Reyes. El lenguaje de ella era el propio de una señorita bien educada que no se desdeña de conversar con aquellos a quienes la fortuna no espropicia: el de Pepe era respetuoso, casi tímido, de hombre no hecho a pisar casas tan bien puestas ni a tratar con señoras de aspecto tan aristocrático.
Un día Paz, ya vestida para salir con su padre, estaba esperándole en el despacho, mientras Pepe, con la puerta de comunicación abierta, escribía en el cuarto de los libros papeletas para el índice. Paz leía un periódico, en pie junto a un balcón; Pepe, aprovechando la ocasión, la miraba disimuladamente, entre plumada y plumada. La muchacha era preciosa. Su talle sin artificio que la oprimiera exageradamente, tenía al cambiar de postura movimientos que acusaban formas esbeltas de curvas admirables. El pelo, casi negro, recogido y alisado con extremada modestia, avaloraba la blancura mate y dorada de la tez, vivificada por venas finísimas y azuladas. Las facciones muy graciosas y menudas, sin mezquindad, formaban una fisonomía móvil y animada, como la de aquellos serafines de Goya, inspirados en los rostros picarescos de las hijas del pueblo. Los ojos, de un azul oscuro y limpio, traían a la memoria el cielo de las noches serenas de Granada, y los labios, que a veces esmaltaba de blanco mordiéndoselos ligeramente con un movimiento involuntario, parecían una flor de matiz encendido. La boca, roja como herida reciente, y el azul límpido de los ojos, inspiraban ideas distintas, siendo la severidad de su mirada, guarda puesta en defensa de la dulzura de los labios.
No sintiendo Paz ningún ruido en el cuarto donde estaba Pepe, ni siquiera chocar de libros contra tablas, ni el resbalar de la pluma sobre el papel, dirigió la vista hacia el muchacho y le sorprendió mirándola; él bajó la cabeza y prosiguió escribiendo, disgustado, temeroso de que aquello la pareciese mal, y Paz se desvió un poco del sitio donde leía, pero naturalmente, sin ademán de enojo. Al cabo de un rato, al colocar Pepe unos libros en su sitio, volvió a mirarla sin que ella entonces pudiera verle. En cambio él la contempló a su gusto; mas de pronto se oyó la voz de don Luis que llamaba a su hija, y al soltar ésta el periódico, por muy presto que quiso Pepe apartar los ojos, le sorprendió Paz por vez segunda en flagrante delito de admiración, a pesar de lo cual, al verle marchar poco después, no mostró enfado en gesto ni en palabras, despidiéndose de él afablemente.
Pocos días después ocurrió casi lo mismo. Pepe, sólo por disfrutar de aquél regalo de la vista, que la fortuna le ofrecía, miró varias veces a Paz, y ella lo notó, sin dar señal de desagrado, antes al contrario, sintiendo cierta tranquila complacencia con aquel homenaje mudo que la rendía un hombre imposibilitado por su posición para adularla con esperanza de lograr favores. Ella le miró también alguna vez a hurtadillas, advirtiendo que el muchacho, no sólo no tenía mala figura, sino que era lo que se llama un hombre guapo. Su fisonomía acusaba inteligencia, sus ojos lealtad; es decir, reunía los dos rasgos principales de la hermosura masculina. Entonces se despertó en Paz algo de coquetería, no le parecieron mal aquellas miradas, y agradecida al culto que empezaba a recibir, permaneció en el sitio donde estaba. En días sucesivos entró varias veces al cuarto de los libros sin necesidad, sólo por saborear aquel placer desconocido de aceptar un tributo que halagaba su vanidad de niña bonita. Pero esta coquetería se le entró al alma, sin que ella lo advirtiera, del mismo modo que Pepe se daba el gusto de contemplarla sin segunda intención. Paz decía algunas veces para sus adentros: «¡Pobre muchacho!» Pepe pensaba: «¡Parezco tonto!» Ninguno advertía que aquel juego era peligroso. ¿Cómo había él de imaginar que Paz estuviese al alcance de su deseo, ni quién se atrevería a despertar en ella recelo de aquel desdichado?
Mas fue Dios servido—como decían los místicos—que comenzase a suceder con las palabras lo mismo que con las miradas. Hablaron unas cuantas veces de cosas indiferentes, y él, aun conteniéndose, por temor a parecer atrevido, siempre halló ocasión de mostrar cortesía, ingenio y gracia. Sus maneras carecían de atildamiento rebuscado y enfadoso, y sus frases estaban exentas de esa vulgaridad que hace el lenguaje de un hombre igual al de los demás: en lo que hablaba había siempre algo original; su tristeza parecía sincera, su gracia tenía un dejo amargo. Paz no podía analizar en qué estribaba ello, pero le gustaba hablar con Pepe, quien siempre la llamaba señorita, expresándose mucho mejor que la mayor parte de los caballeretes que por haberla visto una noche en un baile la llamaban por su nombre de pila.
El arreglo de la librería tocaba a su término: unas cuantas mañanas más,
y todo quedaría en orden. Pudo haberse concluido antes, pero lo
estorbaron dos causas: la primera, que don Luis, cayendo en la cuenta de
que podía escribir al distrito por mano ajena, ni más ni menos que un
ministro, empleó a Pepe como amanuense; y la segunda, que las
conversaciones de éste con Paz fueron adquiriendo mayor desarrollo y
duración cada día. Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo más
que un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que les
separaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño.
—Hoy no le quitaré a Vd. tiempo. ¡Estoy más aburrida!... Voy de tiendas, a escoger un regalo para una amiga que se casa, y no sé qué comprar. Tiene diez y ocho años: fue compañera mía de colegio.
—Esa edad tiene precisamente mi hermana.
—No sabía que tuviera Vd. hermanos.
—Además, tengo otro hermano mayor, que es cura. Pero de fijo no me veré yo en el apuro de comprar a Leocadia regalo de boda.
—¿Por qué?
—Las muchachas de la condición de mi hermana no hallan fácilmente quien las ame.
—Pues ¿de qué condición es su hermana de Vd.?
—La vida de mi padre nos ha colocado en una situación muy modesta, señorita, pero superior a la de los infelices que necesitan ganar un jornal. Pertenecemos a esas últimas capas de la clase media que tocan de cerca la pobreza, y las mujeres de esta clase son muy difíciles de casar.
—No se me alcanza la razón.
—Es muy sencilla. No pueden casarse con un obrero, porque lo estorba la diferencia de vida y de gustos, y es raro que lleguen a enamorar a un rico. En cuanto a los hombres de posición análoga a la suya... a esos les está vedado el matrimonio.
—¡Qué ideas tan raras!
—No; es frialdad para considerar las cosas. ¿Qué hogar puede crear, ni qué existencia ofrecer a su novia un hombre que gana, por ejemplo, lo que yo? Desengáñese Vd., señorita, el matrimonio no está al alcance de todas las fortunas.
—¡Cuando digo que piensa Vd. cosas muy raras! ¿De modo que una muchacha pobre no puede enamorar a un hombre rico, y viceversa?
—Lo primero no es tan difícil; pero el viceversa es punto menos que imposible.
—Explíquese Vd.
—Los encantos de la mujer no necesitan la ayuda del dinero. Las cualidades morales y la belleza lo pueden todo. La misión del hombre es más difícil: primero, tiene que saber agradar, luego debe disponer de medios para sostener una familia.
—¿Y si esos medios los lleva la mujer? ¿O es que Vd. no cree que deba casarse el pobre con mujer rica? Pues lo estamos viendo a cada paso.
—Hay algo de eso. El amor y el oro hacen juntos grandes cosas; pero ¡que pocas veces se unen! Además, créame Vd., señorita, siempre resulta sospechoso el hombre pobre que enamora a una rica. Las beldades adineradas son para nosotros como los brillantes para las modistillas, que cuando los lucen nadie los imagina honradamente ganados.
—Es decir, que hablando clarito, y sin dulcificar las cosas, en nosotras la fortuna puede ser un obstáculo a la felicidad.
—Ha acertado Vd. mi modo de pensar. Nunca debe el hombre pedir amor a la que puede enriquecerle. ¿Cómo creerá ella en su sinceridad? ¿Cómo adquirirá la certeza de que es ella, ella misma, el objeto de la adoración? A una divinidad que nada concede, le es dado creer en la sinceridad de los que la rezan; pero un dios que pagara con oro las oraciones, ¿cómo estaría cierto del amor que le ofrecieran?
—¡Qué sutilezas y qué modo de entender las cosas! Entonces, según Vd., la mujer rica no puede hallar sino marido rico. Pues no es así. Todos los días se casan ricas con pobres.
—No: ocurre que señoritas más o menos acaudaladas se unen a pillos bien vestidos, elegantes, instruidos y hasta bien educados; pero no habrá Vd. visto nunca que una señorita rica se case con un hombre digno y verdaderamente pobre.
—Según... Con un pobre, pobre, vamos, que no tenga donde caerse muerto, no.
—Es natural. El oro inspira a la mujer desconfianza de la buena fe del hombre. ¿Quién es capaz de descubrir la verdad en corazón ajeno? Por eso no debe nunca exponerse nadie a que le culpen de ambicioso cuando sólo pretende ser amado.
—Tristes verdades, si lo son, para las ricas.
Quizá nada tuvieran de extraordinario las frases de Pepe, pero ella no había oído nunca hablar así.
Otro día compró Paz para su gabinete un espejo antiguo con marco de talla, una verdadera obra de arte. Hojas de vid, tallos de yedra, flores, acantos, cintas y volutas encerraban la luna de ancho bisel: fue preciso restaurarlo, y cuando acabada la obra lo entregaron, mandó dejarlo en el despacho para que lo viese su padre, y allí lo vio también Pepe al descargarlo los mozos. Ella, con esa alegría infantil de quien ostenta una adquisición nueva, le dijo:
—Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y barato. Cinco mil reales.
Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.
—¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro... ¿O le parece a Vd. caro?
—No; es precioso.
—Entonces... ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me ha costado?
—Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos ni aquilatar sus gustos?
—No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero? Cuando yo tengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.
—El marco es hermoso y vale lo que cuesta.
—No es Vd. sincero.
—¿Por qué, señorita?
—Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd. franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?
—¿Y con qué derecho podría yo pensar así?
—Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para que hable, vaya, que quiero que hable Vd.
Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.
—Lo que me ha dicho mi pensamiento—repuso Pepe tímidamente—es que el dinero no tiene igual valor para todos.
—¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco mil reales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.
—Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días de vida.
—En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientras hay quien se muere de hambre... pero así está el mundo. Sí, ya lo veo: una locura como esta representa el bienestar de muchos.
—Y a veces, la vida de algunos.
—De modo—siguió Paz—que Vd. es de esos que dicen que todo debía repartirse entre todos.
—No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también que repartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no he hecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos a quienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.
—Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda la culpa es mía.
—¿Por qué, señorita?
—No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído, su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hay injuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta, ¿verdad?
—Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban la menor censura.
—No, si la mitad de la culpa es de Vd.
—No entiendo.
—La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversación que yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar a Vd. lo que no debía.
—¿Quiere Vd. decir que ha enseñado joyas a un mendigo?
—No, Pepe; eso me lastima.
Paz se dolió de aquella respuesta, y desviando de él la mirada, guardó silencio; mas su actitud y la expresión de su semblante no indicaron enojo, sino amargura. Parecía que quien la había hablado de tal modo tenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido:
—Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd. como grito de la pobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sido una observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo me atreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita? Sólo dirigiéndome la palabra me honra Vd. ¿Había de pagarla con descortesía o ligereza?
—No se hable más del caso. Lo que quiero, es saber que no le he ofendido a Vd.—Y le tendió amistosamente la mano.
Ambos quedaron perplejos, y desde entonces fueron más reservados uno para con otro. Paz se reconvino mentalmente, pareciéndole que hiriendo a Pepe en el pudor de la pobreza había cometido una acción muy fea. Pepe no acertó a definir lo que sentía.
Sus vidas comenzaban a unirse como en el lecho del río suelen juntarse, arrastrados por la corriente, el grano de arena y la partícula de oro.
Cuando Pepe terminó el trabajo para que fue llamado, dejó de ir a casa de don Luis: algo parecido al miedo le alejaba de allí. La última mañana que estuvo, se marchó aprovechando un momento en que no podían observarle. Preguntáronle sus padres si le habían pagado, y repuso:—«No estaba don Luis; ya le veré en el Senado.» Lo cierto era que, como en casa del señor de Ágreda quien satisfacía todo gasto era Paz, a Pepe le repugnó la idea de que fuese ella quien le pusiera en la mano el puñado de duros ofrecido por su padre. Por primera vez sentía brotar en el fondo del alma la soberbia: un mal impulso era precursor del más noble sentimiento; que así a veces, en el espíritu del hombre, como en la vida de la Naturaleza, precede la sombra al esplendor del día.
Trascurrida una semana sin que Pepe volviese a la casa, Paz se acusó de ello, ya preocupada con aquella desaparición, y pensó en el pobre muchacho cual si fuese un amigo ofendido: se acordó también de que no le había pagado, pero no se le ocurría modo discreto de enviarle el dinero. ¿Por un criado? No acertaba a explicarse la causa, mas por nada del mundo se hubiera valido de tal medio. ¿Escribirle? Al imaginarlo, no fue temor de herirle lo que cruzó por su imaginación, sino algo como miedo vago, pudor mortificado por sí mismo.
Al fin no hizo nada, ni aun se atrevió a hablar a su padre; pero no dejó de pensar en ello, y hubo día en que, al cruzar por el cuarto de los libros, experimentó hastío y tristeza.
Poco a poco la luz se hizo en su alma. Sus oídos, hechos a la lisonja, no escucharon nunca frases que la turbaran; nada la hicieron sentir aquellos hombres que podían desearla como joya colocada al alcance de sus manos, y ahora ella ponía espontáneo y terco empeño en recordar los dichos más sencillos, las más insignificantes galanterías de un pobrete, a quien aterraba un gasto de cinco mil reales. Aquello le parecía unas veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar.
Una mañana de la primavera de 1872—ocho o nueve meses antes de aquella cena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada de Tirso—estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once. El sol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedad y oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aroma embalsamaba el aire. Sobre el azul intenso del cielo destacaban las copas verdinegras de algunos pinos; el ramaje, entre morado y carminoso, de los árboles del amor, fingía detalles de fondo japonés, y de los recuadros encharcados se alzaba el olor penetrante de la tierra mojada. Los niños jugaban en el suelo, esmaltando la arena amarillenta con sus trajecitos de colores claros, o se caían llorando en las socavas de los árboles, mientras las niñeras reían en coro desvergüenzas de algún lacayo. En los bancos, y cada cual con su periódico en la mano, había algunos señores viejos, tipos de militares retirados, de ancianos achacosos que, sacudiendo el entumecimiento del invierno, salían en busca de un rayo de sol tibio. En el aguaducho, cargado de vasos, descollaban el fanal de los azucarillos y la botija con espita, tras cuya gruesa panza se ocultaban el tarro de las guindas y la bandeja de los bollos, en tanto que la aguadora, dando conversación a un guarda, fregaba en el lebrillo las cucharillas de latón. Por el centro del paseo circulaban rápidamente algunos carruajes de caballos briosos y, siguiendo la línea de las sillas de hierro, se veían parados unos cuantos simones con el jamelgo caído el cuello y el cochero tumbado en el pescante deletreando El Cencerro. Al otro lado, los tranvías corrían sobre los railes, obstruidos por carros y camiones, que sus conductores apartaban de la vía renegando al oír el pito de los mayorales, y por la larga acera de piedra, en silencio, paso a paso de arriba a abajo, se aburría autoritariamente la pareja de guardias de orden público, entonces llamados amarillos, sin otro consuelo que echar miradas subversivas a las criadas de buen ver. De las calles vecinas iban llegando recién peinadas y coquetas las señoritas deseosas de que el novio se hiciera el encontradizo, las niñas ávidas de jugar y las mamás cargadas de devocionarios sujetos con gomas encarnadas. Unas caminaban de prisa con la ligereza de la impaciencia, otras cansadas con la gordura de los años; luciendo, según su gusto, primores de elegancia, arreglos de taller casero, rarezas del capricho, exageraciones de la moda, algunas calculada sencillez y todas empeño de agradar. A la misma puerta del templo parábase de cuando en cuando una berlina blasonada, y lentamente se apeaba de ella una dama; cuanto más poderosa menos engalanada, mostrando en los ojos la soñolencia que deja el trasnochar, y en el rostro marchito las huellas ardorosas de la atmósfera de las fiestas. A pasitos rápidos y cortos, inclinado el cuerpo hacia la tierra, con la cabeza baja y la conciencia temerosa del retraso, venían pegadas a las fachadas de las casas las viejecillas de zapatos de cabra y mantón negro, y adelantándose a ellas iban las muchachas devotas que, como ignorando el poder de la juventud, piden incesantemente al cielo dichas que puede darles el mundo. La campana seguía llamándolas con su tañer monótono, y todas entraban como manada al redil: feas, bonitas, ricas, miserables, virtuosas, perdidas, santas, pecadoras, madres, cortesanas, vestales del hogar o sacerdotisas del amor, todas, codeándose, juntas, desaparecían sorbidas por la puerta de la iglesia, levantando al entrar un cortinón más pesado que una losa y dejando entrever rápidamente una atmósfera cargada, sucia, humosa y salpicada por el resplandor amarillo de las velas.
Durante toda la mañana se estaba renovando aquel público, femenino en su mayoría, y la puerta seguía tragando mujeres para arrojarlas luego a la calle pasados veinte o treinta minutos, al cabo de los cuales se las veía salir abriendo sombrillas o desplegando abanicos, porque la luz del sol las ofendía, acostumbrada ya su retina a la oscuridad de la sagrada cueva.
También entraban algunos hombres; pero el mayor número de ellos permanecía en los jardinillos formando corros, comentando noticias del día acabadas de leer en los periódicos que los vendedores voceaban en torno suyo con los últimos partes del Norte. Hacia la calle de Alcalá se oía el cascabeleo de los ómnibus que iban al apartado de los toros, y andando despacito por el paseo, inundado de sol, venía el borriquillo con sus serones llenos de macetas, escuchándose gritar de rato en rato al mocetón que lo guiaba: el tieestóo de claaveles doobles... Quien se acercase a los corros podía oír fragmentos de conversaciones y notar, tal vez, que algunos de los que hasta allí acompañaron a su mujer o su hija defendían las ideas del siglo con palabras impregnadas de impiedad moderna.
—Las partidas van en aumento.
—Dicen que el Rey se marcha al ejército del Norte.
—Si esto no se sostiene, vamos derechos a Don Carlos.
—Pues crea Vd. que el fanatismo religioso nos envilece ante la Europa culta.
—Yo a quienes tengo miedo es a los republicanos. Vamos derechos a un noventa y tres espantoso.
—Todas las malas pasiones se han abierto camino.
—¡Hasta que se forme una liga de los que tienen que perder!
—¡Cada día un meeting! Estoy de manifestaciones pacíficas hasta por cima de los pelos.
—¡Calle Vd., hombre, por Dios! Eso no es compatible con el gobierno. ¡En tiempo de don Ramón y don Leopoldo no había mitins! Esto se va.
—Pues yo creo que el Rey gana simpatías.
—¿Qué ha de ganar, hombre? ¡Si es extranjero!
—Está Vd. en un error, señor mío: eso no significa nada. La historia demuestra que Carlos I y Felipe V eran también extranjeros.
De un grupo de señoras salían voces atipladas y chillonas: trataban de trapos, modas, chismes y criados.
—Chica, no sabe una qué ponerse: este es del año pasado.
—Pues te sienta muy bien. Mira, mira, allí va la de Rodete. La otra tarde fue de las que estuvieron en la Castellana con mantilla blanca y peineta para hacer rabiar a los Reyes.
—¡Qué porquería! A mí la Reina me da lástima.
—Hija, ¿qué quieres? ¡como la de Rodete fue azafata de doña Isabel! Pues yo he oído que los alfonsinos se mueven mucho:—Y la que esto decía miraba de reojo a un caballero que, sentado en una butaca de hierro, seguía con la vista al grupo de las damas.
Dos pollitas apartadas de sus mamás sostenían, haciendo dengues y mohínes, un diálogo muy vivo.
—¿No entráis?
—No: el padre Enrique dice la misa muy despacio. Además, quiero dar tiempo a que llegue ese. Mamá le deja ya entrar en casa. Está el pobre muchacho que bebe los vientos.
—¿Y el tuyo?
—Este Junio acaba.
—Hija, lo mismo decías hace un año. ¡La carrera que tenga ese!...
—Pues a mí me gusta. ¡Está más cariñoso!
—Chica, con esos trajes de rayas parecen zebras.
—Adiós, que se va mamá con las de Zangolotino!
—Abur, remononísima.
Los sietemesinos, echando humo por la boca y luciendo americanas del verano anterior, parodiaban a don Juan Tenorio.
—Te digo que esa señora no es tal señora, y me han dicho que torea.
—Vamos, chico, ¡que te calles! Yo la he seguido dos tardes, y ni siquiera me ha mirado.
—Pues me consta que va a citas.
—¡Sí! Las ganas.
—Ya salen... adiós.
La campana sonaba con más fuerza; los mendigos de la puerta del templo entristecían la voz cuanto les era posible; las amas de cría comenzaban a desfilar como burras de leche; las señoras entraban o salían de la iglesia, lanzándose miradas envidiosas; el calor arreciaba, y el paseo se iba quedando poco menos que desierto, oyéndose por la acera de piedra el firme taconear de las muchachas que pasaban, medio ocultas por las anchas sombrillas de colores chillones, mientras las madres llamaban a los niños, que corrían como perrillos jugando a las mulas o se detenían a mirar las estampas que veían al paso en mano de los vendedores de periódicos. Lentamente se fue marchando todo el mundo, y la campana cesó de tocar: sólo quedaron allí el estanquero, sentado junto a su cajón, la mujer del aguaducho volcando sobre un plato muy cóncavo el puchero del cocido que acababa de traerla un chico, y la pareja de amarillos que, paseo arriba, paseo abajo, llegaba desde la Cibeles hasta la Casa de la Moneda.
Al mismo tiempo que el sacristán, con su manojo de llaves y su sotana manchada de cera, salió a cerrar la puerta del templo, salieron también dos señoras: una, modestamente vestida de negro, canoso el pelo, rugoso el rostro, con aspecto de dueña modernizada, mitones de encaje y zapatos de rusel; la segunda, elegantísimamente puesta y en extremo sencilla, sin adornos ni joyas. Eran Paz y su aya.
—No ha venido el coche—dijo aquélla—Vamos a sentarnos un rato, que ya no tardará.—Y se puso a hacer dibujos en la arena con el palo de la sombrilla.
La vieja miraba al aire, como quien piensa en las musarañas. La fuerza del sol iba en aumento; las sombras de las acacias dibujaban ya enérgicamente en el suelo contornos muy negros, y por los jardinillos no pasaba sino algún transeúnte aguijoneado por la esperanza del almuerzo, o algún señor viejo arrastrando penosamente los pies sobre la arena. La aguadora estaba saboreando su frugal comida, y el estanquero dormitaba echado de bruces sobre la piedra de probar la moneda. De repente llegó el coche de Paz y se detuvo junto al paseo ancho.
—Vámonos—dijo ésta viendo tirarse al lacayo del pescante.
Al poner Paz el pie en el estribo se volvió de pronto para fijarse en el traje de una señora que pasaba, y notó que, a pocos pasos de ella, iba un hombre; Pepe. La niña vaciló un instante: su primer impulso fue llamarle, pero sintió en el rostro una oleada de calor y, avergonzada de su propia idea, tomó asiento junto a la vieja. Entonces la vio Pepe y se quitó el sombrero: ella le saludó con una inclinación de cabeza, dando a su mirada cierta expresión de afectuosa confianza, y después, durante unos segundos, se quedó inclinada hacia la ventanilla: Pepe permaneció inmóvil. Al arrancar los caballos tornó Paz a mirarle, y entonces, sin darse cuenta de ello, sus ojos se clavaron con tristeza en el muchacho, dejando luego caer los párpados lentamente, como si en aquella mirada pretendiera enviarle una expresión de simpatía y una queja. Pepe, que no se había movido aún, quedó suspenso, confuso, con la admiración que produce una impresión nunca sentida. No fue presuntuosidad de vanidoso la que se le entró al alma, ni vanagloria súbita de aventuras absurdas, sino una sorpresa grandísima. ¿De qué nacían aquellas muestras de agrado, comedidas, pero clarísimas? El instante de vacilación al subir al coche, y luego la mirada dulce y triste, ¿qué querían decir? Aquella expresión afectuosa impregnada de modestia, pero ostensible, ¿a qué obedecía? Quizá no fuese todo sino un poco de esa simpatía que, a modo de limosna, dispensa el poderoso al miserable. El pesimismo, compañero eterno de la desgracia, le dijo que acertaba. ¿Qué otra cosa podía ser? Pero luego la imaginación venció a la cordura y el desvarío del pensamiento se sobrepuso a la mentida frialdad de que Pepe quiso hacer alarde ante sí propio. Su ánimo fue pasando rápidamente del mayor desaliento a la más caprichosa esperanza, y por fin, tras muchas alternativas de animación y desfallecimiento, temiendo que lo novelesco degenerase en ridículo, decidió no volver a poner nunca los pies en casa del señor de Ágreda, ni a pasar jamás por Recoletos a las horas de misa.
Efectivamente... al otro domingo fue a Recoletos con el intento de verla sin que ella lo notase y, al divisar el coche, entró en la iglesia, quedándose en sombra, junto al mamparón de ingreso. Un momento después entraron Paz y el aya, confundidas en un grupo con otras mujeres: dejolas pasar, y cuando se arrodillaron, avanzó hasta colocarse en lugar propicio para poder mirarla a su sabor, sin ser visto.
La iglesia estaba envuelta en una semisombra gris y sucia: la luz que caía de las altas ventanas de la cupulilla, ocultas por gruesas cortinas azules, no bastaba a esclarecer el ambiente. De rato en rato sonaban campanillazos, y otras veces el chocar de los cuartos dentro del cepillo que un monago presentaba a los fieles pidiendo, para el cultooo de esta santa iglesiaaa. Pepe sentía una zozobra inexplicable: cada dos minutos formaba resolución de irse; pero sus pies no se movían... De cuando en cuando el remover de las sillas producía un estrépito entrecortado y seco, tras el cual sólo se oía un ruido bajo y sordo, semejante al que producen las culebras arrastrándose entre hojarasca seca. Todo el mundo rezaba... El humo de los cirios y ese olor humano y acre de gente aglomerada en espacio cerrado, viciaban la atmósfera. Delante, y a la derecha del altar mayor, había otro portátil que sustentaba una Virgen de túnica blanca y manto azul, figurando salir de una gruta hecha, como peñasco de nacimiento, con corcho y cartón piedra. Este era el punto más luminoso del templo. Media docena de velas altas y delgadas, de pábilo muy fino, porque fuese mayor su duración, alumbraban a la santa imagen, que era de rostro aniñado y yesoso, excepto en los pómulos, donde tenía fuertes rosetas carminosas.
Las manos, en que el artista se había esmerado, eran excesivamente pequeñas, y a lo largo del cuerpo caían los pliegues de la túnica, tallada en pliegues rectos, pero duros, mal imitados de las esculturas paganas. Pepe miraba alternativamente a Paz y a la Virgen. ¡Qué diferencia! La verdadera divinidad era aquélla. En sus ojos resplandecía toda la vida que faltaba en los de la imagen. ¡Qué hermosa era la obra de Dios! ¡Qué risible la labrada por el hombre!
Paz oía misa con recogimiento, volviendo tranquilamente las hojas del devocionario, que a veces dejaba sobre la falda, pero sin alardes de unción religiosa: su rostro no se entristecía con compunción exagerada, ni tenía ese lento parpadear que es a los ojos lo que el estertor a la respiración.
La misa pasó en un soplo; el cura volvió hacia la sacristía, haciendo pausadas genuflexiones ante los altares, y cuando Pepe quiso salir halló obstruida la puerta por un grupo de gente que se le había adelantado, obligándole a detenerse. Ellas dos se dirigieron también a la salida. La vieja no le vio; iba pugnando porque no la estrujaran, sin preocuparse de otra cosa; pero Paz le sorprendió en el momento de levantar el seboso cortinón de la puerta. Él, en cuanto puso el pie en la calle, se alejó algo, siguiendo la línea de la acera; ellas salieron en seguida, y la muchacha miró a derecha e izquierda, hasta que, al tropezar su vista con Pepe, le saludó turbada en el instante de subir al coche. Después, Pepe creyó notar que se levantaba la ventanilla trasera, y luego, igual que la vez pasada, vio a Paz sacar la cabeza para volver a decirle adiós con la mano.
El muchacho se fue a su casa como loco. Al ir a tirar del cordón de la campanilla, tuvo que detenerse un momento y hacer propósito de que sus padres no le conocieran en el rostro que le ocurría algo extraordinario. Leocadia le dijo al verle entrar:
—¡Chico, vaya un capricho! ¿Te has puesto la mejor ropa que tienes para salir tan temprano?
En los corrillos del Senado se susurró por centésima vez que don Luis María de Ágreda terciaría en la discusión de cierto proyecto de ley. El pobre señor lo deseaba con toda su alma, pero no se atrevía.
Todo el valor lo malgastaba en casa, unos ratos dando vueltas por el despacho como fiera enjaulada, y otros apoyado de codos en el respaldo de una butaca, que su imaginación convertía en tribuna. ¡Entonces sí que se le venían a los labios períodos redondos, argumentos irrebatibles, frases enérgicas, preguntas de las que no tienen respuesta, todo género de arranques oratorios, hasta que, agotadas las ideas y sin saber enlazar las palabras, tenía que callarse! Tal era la disposición de su ánimo cuando una tarde entró en la biblioteca del Senado, huyendo de un noticiero que quería saber si era cierto que tuviese intención de hablar. Pepe, al verle entrar, se fue derecho a él, afectando mostrarse servicial, pero en realidad con propósito decidido de buscar manera de frecuentar su casa. El pretexto ya lo tenía pensado, y no era malo.
—¡Pero, hombre—le dijo cariñosamente don Luis—es Vd. famoso! Cumplió Vd. bien conmigo, me arregló Vd. la biblioteca, y ¡abur! no ha vuelto Vd. a parecer; de modo que quien está en falta soy yo.
—No hablemos de eso, señor de Ágreda, ya tendré yo el gusto de ir a saludarle y a recibir sus órdenes.
Después comenzó a poner en práctica un plan que días atrás se le había ocurrido, diciéndole:
—¿Conque va Vd. a consumir un turno con motivo de ese proyecto de Fomento? ¿Desea Vd. que le busque antecedentes? Ya es público que intervendrá Vd. en el debate.
—Gracias, gracias; aún no estoy decidido.
Aquel hombre, discreto y cuerdo en todos los actos de su vida íntima, sintió una turbación indefinible. Era, como don Quijote, razonable, sensato para todo, menos para aquella maldita manía oratoria que hacía en su cerebro oficio de libros de caballería, llenándole el magín de extravagancias y ambiciones.
—¿Conque se dice que hablaré?
—Sí, señor. Se da por seguro. Y, a propósito, voy a permitirme decir a Vd. que acerca de la materia del debate hay aquí datos importantes. En tiempos anteriores a la Revolución, se trató de eso. Si Vd. no quiere molestarse, o sus ocupaciones se lo impiden, podría yo tomar algunas notas y dárselas.
Al señor de Ágreda un sudor se le iba y otro se le venía: aquello era como si en las calles se esperase ya su discurso. Las palabras de Pepe tenían algo de aura popular y mucho de tentación. Le faltó energía para confesar la verdad y contestar: «No señor, no hablo, ni soy capaz de hablar, ni me pasará la voz de la garganta.» Lejos de esto, repuso débilmente, como luchando consigo mismo:
—Bueno, bueno; pues si en los Diarios de Sesiones hay algo de eso, ya me lo indicará Vd., aunque yo tengo un arsenal de apuntes... La cuestión es antigua... Ya, hacia el año cincuenta y siete...
Salió de allí verdaderamente aterrado, sin querer pararse con nadie, temeroso de que le preguntaran: «¿Habla Vd.?» Se marchó a pie sin esperar el coche, y por las calles se dijo a sí propio el más elocuente discurso que han oído Cámaras en el mundo. Pepe, al verle partir no pudo reprimir el gozo:
—¡Ya lo creo que volveré a verla!
Durante varios días se dedicó a rebuscar antecedentes relativos a aquel proyecto de reformas en Fomento, y en unas cuantas cuartillas anotó todo lo pertinente al caso: disposiciones análogas, decretos contrarios, intentos parecidos, opiniones de hombres políticos, contradicciones de unos, disidencias de otros, y ordenándolo formó un conjunto heterogéneo, especie de historia de la cuestión tratada, lista de elogios, censuras, inconvenientes y ventajas de lo proyectado, que parecía fruto de una laboriosidad constante, signo de larga atención y gran conocimiento de la materia; lo que se llama un trabajo concienzudo. No faltaba sino estudiarlo primero y aprovecharlo luego, decidiéndose a defender las disposiciones hechas en unas u otras épocas. Después, todo era cuestión de atrevimiento y desparpajo para hilvanar cuatro párrafos sobre la buena fe o la malicia del gobierno, según el punto de vista que se tomara.
Al quinto día de haber estado don Luis en la biblioteca del Senado, le esperó Pepe en un pasillo.
—¡Señor de Ágreda!
—¡Ah! caramba, ¡ya no me acordaba! (Esta era la más desenfadada mentira que salió de sus labios.)
—He reunido infinidad de datos que pueden ser a Vd. de gran utilidad.
—Poco hay que yo no conozca; pero en fin, lo agradezco mucho... ¿Tiene Vd. ahí los apuntes?
Pepe llevaba las cuartillas en el bolsillo, mas no le convenía dárselas allí.
—No, señor, no las he traído. ¿Qué necesidad tiene nadie de enterarse? Además, para ahorrar a Vd. trabajo material, que es lo único que yo puedo hacer, bueno será que, con los papeles en la mano, le indique el origen de ciertas cosas, para que Vd. no se mortifique.—Dicho esto, esperó impaciente la respuesta.
—Vaya, vaya... Pues mañana por la mañana, a la hora que solía Vd. ir antes, le espero en casa. Tiene Vd. razón, no hace falta que se sepa...
Por su gusto, le hubiese citado para aquella noche, o se le hubiera llevado en seguida a un café, a cualquier parte. Cuando, de allí a poco, entró en el salón de sesiones, no podía coordinar las ideas. Lo que había hecho Pepe le indicaba que las gentes contaban con un discurso suyo. No era ilusión; no estaba representando un papel de comedia, sino dentro de la realidad. Se sentó en su escaño habitual, y sin oír nada de lo que sus compañeros discutieron aquella tarde, se preguntó con el pensamiento más de cien veces:—«¿Qué habrá hecho ese muchacho?»
A la hora de comer dijo a su hija:
—Creo que me van a comprometer para que hable. Por supuesto, que no me cogerán desprevenido. Mañana puede que venga a traerme unos datos que he tomado en la biblioteca aquel muchacho que arregló los libros.
Paz le oyó entre turbada y contenta, pero su alegría fue mayor que su inquietud.
A la hora fijada estaba allí Pepe, con su línea de conducta trazada de antemano, como general que, tras madurar un plan de batalla, se decide a realizarlo. Le era preciso extremar la astucia puesta en juego para frecuentar la casa hasta obtener dos cosas: primera, ver a Paz y estudiar en su rostro la impresión que produjera su presencia; y segunda, si la muchacha no mostraba enojo, procurar por todos los medios imaginables que le quedara franca la entrada. Harto sabía que a título de amigo, como visita, de igual a igual, nunca le admitirían; pero ¿qué le importaba si conseguía ver a Paz y salir de dudas? Don Luis le recibió en el despacho. Sobre una de las butacas se veían un periódico de modas y un cestito de labor.—«Esto es de ella»—imaginó Pepe, y este ella que subrayó con el pensamiento, le pareció ambiciosamente ridículo.
—Vamos a ver—dijo don Luis entrando—ante todo, agradezco muy de veras su atención; pero dudo que hayamos encontrado algo nuevo. ¡He estudiado tanto el asunto!
—Aquí tiene Vd.—contestó Pepe entregándole las cuartillas.
—Siéntese Vd. un momento.
El senador comenzó a leer para sí, y su fisonomía fue tomando una expresión indefinible: pugnaba por disimular la emoción y no podía. Debió sentir que los ojos se le animaban y, para disfrazar aquel signo de agrado, frunció el entrecejo, aunque murmurando: «sí, sí, aquí veo algo nuevo.» Luego prosiguió devorando renglones; pero cada instante le era más imposible sofocar el gozo y, temiendo que se lo conocieran en la cara, dejó de leer.
—Basta, tengo bastante; lo agradezco muchísimo; aprovecharé algo, si señor; ¡vaya si aprovecharé!
Pepe casi no le oía. ¿Se perdería su astucia? ¿No aparecería Paz por allí?
—Quisiera que observase Vd.—dijo, por alargar la entrevista—que he procurado reunir todo lo que se habló al iniciarse hace años el proyecto: aquí está lo que propuso González Brabo... esto es de Bravo Murillo, estas notas de Calvo Asensio...
Don Luis tuvo que suspender la lectura: cada cuartilla se le antojaba un billete de entrada a la inmortalidad. ¡Vaya si hablaría! Del hombre estimado sólo por consecuente, iba a surgir el orador.
Oyose en esto ruido de pasos, y se asomó Paz a la puerta del despacho, a tiempo que su padre repetía:
—Gracias, muchas gracias.
—No sé de qué se trata—dijo ella entonces a Pepe;—pero yo también se las doy a Vd.
Don Luis cogió de nuevo los papeles, que parecían tener imán para sus manos y, entre tanto, los muchachos se miraron en silencio. Pepe arrostró con franqueza la mirada de Paz. ¡Cuánto hubiera dado en aquel instante por poder decirla con los ojos todo el tropel de ideas vanidosas, de ambiciones absurdas que habían anidado en su pensamiento, sin callarla nada, miedo, esperanza ni pobreza! Paz tuvo que disimular su alegría, por no aparecer desapudorada; mas no hizo mohín de disgusto ni frunció siquiera el lindo entrecejo. Para ninguno de ambos era ya secreto la atracción que habían ejercido uno sobre otro.
—Sí, señor; de esto se puede sacar partido—murmuraba don Luis.
Pepe, que se resistía a marcharse sin dar cima a sus propósitos, trató de prolongar la visita y, mirando hacia el cuarto de los libros, repuso:
—Quisiera concluir de arreglar aquí algo que olvidé días pasados.
—Haga Vd. lo que guste.
Pepe pasó a la pieza contigua, y don Luis, sin poderse contener, hojeó de nuevo las cuartillas. Paz dejó trascurrir unos minutos, y en seguida entró también a la estancia inmediata. Pepe, sin vacilar, se acercó a ella y, en voz baja, con acento de sinceridad, la dijo:
—Señorita, esta vez no me ha traído la casualidad, sino la astucia; pero, si mi presencia la enoja, no volveré jamás a verla a Vd. No necesita Vd. decir una sola palabra: me bastará su silencio... No nos volveremos a ver nunca.
Paz no desplegó los labios y, sin embargo, a los ojos de Pepe se asomó toda la dicha de su alma. La señorita, la muchacha rica, escuchó aquello sin el menor movimiento de enfado, presa de una turbación deliciosa: él, entonces, la ofreció la mano y ella la estrechó rápidamente entre las suyas, sintiendo al mismo tiempo que se la enrojecía el rostro. Ninguna frase de todos los idiomas de la tierra hubiera podido ser tan elocuente como aquel sonrojo. En seguida salieron al despacho, sin hablarse. Cuando él se marchó, Paz corrió hacia su cuarto, se acercó a un balcón y, levantando un poco el visillo, le vio desaparecer tras los troncos de los árboles del paseo.
La partícula de oro se había adherido al grano de arena: la corriente de la vida debía arrastrarlos juntos desde aquel día.
Don Luis permaneció en el despacho contemplando las cuartillas: «¡Si esto es un discurso!—murmuraba.—¡Si no hay más que añadir al principio: Señores, y al final: He dicho! ¡Ah! sí, y algo de relleno; unos párrafos... mi consecuencia, la lealtad al gobierno, la libertad, el amor a las instituciones!»
Era cosa resuelta; los taquígrafos tendrían que trabajar por causa suya.
Por fin habló don Luis. Al cabo de muchos años de silenciosa vida parlamentaria, el Diario de Sesiones imprimió su nombre, no sólo en el tipo común empleado para las votaciones, sino también en letras negrillas que saltaban a la vista, diciendo: El Señor Ágreda: Pido la palabra. Cuando leyó su nombre en los extractos de los periódicos, todavía sintió escalofríos de miedo. Al comenzar su discurso el salón estaba casi lleno, por la novedad de escuchar a un senador que dejaba de ser monosílabo: luego muchos oyentes se salieron a los pasillos; mas como la peroración fue corta, aún quedó número bastante para que no hiciera mal papel. En el banco azul permanecieron dos ministros. Pepe le escuchó desde el fondo de una tribuna: los datos, apuntes y citas de sus cuartillas salieron íntegros de los labios de don Luis, quien únicamente puso al principio un parrafito de su cosecha para pedir benevolencia, imitado de los doscientos mil análogos que había oído hasta entonces, añadiendo también alguna que otra frase para enaltecer la importancia de lo que iba diciendo. Cuando se le olvidaba algo de lo mucho que confió a la memoria, echaba mano de las cuartillas que traía copiadas de su puño y letra. Hacia la conclusión quiso extenderse en consideraciones originales; pero se le atravesaron en la garganta y terminó declarando que no proseguía por no molestar más la atención de la Cámara. Un buen orador hubiera podido fundar un verdadero triunfo sobre los materiales reunidos por Pepe: don Luis quedó bien y nada más. Al acabar sonaron algunos aplausos en los bancos de la mayoría, y todo el mundo dijo que había estado discreto y que aquello representaba gran conocimiento del asunto. Un ministro felicitó al orador y esto le compensó el disgusto que le dieron los periódicos de oposición limitándose a decir que el señor Ágreda había consumido un turno en pro. En cambio, a la hora de comer fueron a verle muchos amigos y después estuvo con su hija en el concierto del Retiro, dando vueltas y más vueltas, como torero que por la tarde ha metido el brazo con fortuna en una buena estocada.
Al retirarse a casa le decía Paz:
—Di, papaíto, ¿te han servido los papeles que te trajo aquel muchacho del Senado?
—Algo, algo: el chico no es tonto... tiene buena voluntad y parece listo.
—Sí, ¿eh?
Paz no sabía cómo sugerir a su padre la idea de que utilizara de algún modo los servicios de Pepe, pues comprendía que don Luis no necesitaba secretario ni escribiente. En realidad, su malicia llegaba tarde; la vanidad satisfecha se había adelantado al amor impaciente. El orador iba ya pensando en abordar otro asunto antes de la clausura de las Cortes. Además, la fortuna favoreció a los enamorados, porque los electores de don Luis, acostumbrados a su largo mutismo, le dispararon una nube de telegramas de felicitación, tras del telégrafo usaron del correo y, como fue preciso contestar a tanta enhorabuena, el senador determinó emplear a Pepe como escribiente.
Una mañana llegó éste no hallándose don Luis en casa, y pasó a la pieza de los libros, inmediata al despacho: poco después apareció Paz, disimulando su turbación y haciéndose la distraída. Hasta entonces sólo habían cambiado unas cuantas frases, pero sin tener una conversación formal: por lo tanto, la primera vez que hablasen a sus anchas, la entrevista tendría importancia, dada la grata complicidad establecida entre ambos. Paz, después de saludarle, no se atrevió a desplegar los labios: carecía de experiencia en tales achaques; pero su instinto femenino le decía que no era ella quien debía hablar primero, y apoyándose en el marco del balcón dejó pasar unos instantes. Pepe se levantó de su asiento, y acercándose a ella, a distancia que acusaba mayor respeto que impaciencia, la dijo:
—Señorita, mi primer deber es suplicarla que me perdone. Confieso que me ha cegado la vanidad. No espero una indulgencia que no merezco. Lo que he hecho está mal, lo sé, y, sin embargo, no he podido contenerme. ¿A qué mentir, si Vd. debe comprender lo que pasa en mi alma?
Ella quiso hablar y Pepe hizo ademán de que le dejase proseguir.
—Antes de que Vd. me diga una sola palabra, quiero yo ser enteramente franco con usted. Mi posición, mi vida, mi pobreza, y quién sabe si mi educación también, me separan de Vd. He cometido la imprudencia de dejar asomar a los ojos lo que sentí al conocer a Vd... Luego creí ver que Vd. no mostraba enojo, porque quizá el desprecio le parecería demasiado cruel, y así ha llegado esta situación, en que no hay más que un culpable: mi vanidad. Debo reparar mi error a fuerza de franqueza.
Este lenguaje dio alas al carácter vivo de Paz.
—Sí, tiene Vd. razón; comprendo que hago mal; no he debido venir hoy a este cuarto; pero es que yo soy tan leal como usted. Usted quiere que crea en su sinceridad; yo también tengo derecho a exigir que no me tache Vd. de coqueta ni piense Vd. que soy capaz de divertirme en humillarle.
—Reflexione Vd. lo que dice, señorita. Es Vd. demasiado buena para pagar con burla y desprecio el sentimiento que ha despertado en mí; pero no se inspire Vd. en la lástima que de mí sienta, sino en los impulsos de su propio corazón; no olvide Vd. que seguir escuchándome ahora es contraer... Lo que con otro hombre sería un juego, conmigo sería un escarnio.
Ella, desasosegada, sonrió, mirándole como quien da a entender que acaso no esperaba oír tanto, y le atajó la frase.
—¡Jesús, Dios mío! ¡Cuánto pide Vd! ¡Antes tan humilde, y ahora tan exigente!
—¿Exigente?
—Sí; apuesto a que iba Vd. a decir contraer compromiso.
Él calló: Paz, haciéndose la distraída, se alejó dos o tres pasos y, mirando de nuevo a Pepe, continuó:
—Debía bastarle a Vd. ver que no estoy enfadada...
—Luego, ¿aun sabiendo Vd. lo que pasa en mi corazón permite Vd. que yo siga viniendo a esta casa?
—¿No volverá Vd. a hablarme de su pobreza? No sé en qué consiste; pero cuando usted dice algo que puede humillarle, parece que yo soy la humillada.—Y quiso marcharse.
—No, señorita; oígame Vd. un momento. ¡Si Vd. supiera comprender lo que es para mí su indulgencia!
Sin dejarle acabar, se dirigió a la puerta del despacho, y en voz muy baja, con un mohín encantador, volvió a repetirle:
—Exigente, exigente.
¿Qué más podía desear? «No estoy enfadada»—le había dicho—«no vuelva Vd. a hablarme de su pobreza.» Pretender mayor claridad sería insensatez.
Al cabo de dos meses sus diálogos eran ya muy distintos; que cuando la
estimación abre vereda, el amor ensancha y allana pronto el camino. Ni
Paz sentía ya cortedad, ni Pepe manifestaba aquella desconfianza
fundada en lo distinto que se le ofrecía el porvenir de cada uno: las
frases que cambiaban eran protestas de cariño, promesas de firmeza, todo
el repertorio monótono y vulgar de los enamorados, siempre romántico y
exagerado, pero eternamente delicioso.
Una circunstancia mediaba, sin embargo, entre ambos, modificando sus caracteres. Ella, a pesar de su viveza, temerosa de mortificar la susceptibilidad de Pepe, le trataba con una consideración que a ninguno otro hubiera guardado; y él, frío, descreído, burlón, dispuesto siempre a endulzar la realidad con su buen humor, era ante Paz reflexivo y serio, cual si le infundiese miedo aquella intimidad amorosa, que, a juicio suyo, no podría resistir al tiempo o habría de estrellarse contra las asperezas de la vida.
No siéndoles fácil verse con tanta frecuencia como ellos desearan, acabaron por establecer, para su uso particular, un servicio de correos. La iniciativa fue de Pepe: el cartero merece capítulo aparte.
En la imprenta de Millán había un chico, mezcla de aprendiz y ordenanza, a quien apodaban Pateta. Él decía llamarse Pepe Maldonadas, pero no conservaba memoria de su familia. Nadie sabía su origen; ni él mismo. Sólo recordaba haber vivido en Puerta de Moros, recogido en casa de una verdulera, tía suya, que, por considerarle muy niño, no le habló jamás de sus padres.
Una mañana la pobre vieja, que solía retrasarse en el pago de la licencia municipal del puesto de legumbres, fue llevada a la prevención y, de resultas, tomó tal sofocón, que murió a las pocas horas, viniendo el chico a quedar en la calle, sin más amparo que Dios, con la travesura por instinto y la ignorancia por guía. Un matrimonio de la vecindad le dio albergue durante cinco semanas, mas esta caridad antes fue deseo de tener ayudante que propósito de favorecerle; pues cuando la mujer no le obligaba a subir del río un talego de ropa, superior a sus fuerzas, el marido, que era sillero, le ponía verde o morado hasta los hombros, forzándole a teñir espadañas en un patio que parecía cisterna. Cuando ellos comían, si sobraba, era para Pepe; si no había restos, gracias que le dieran pan con que rebañar la cazuela del cocido; así que las hambres y una felpa con que le obsequiaron por meter en la tina de lo verde lo que había de ser morado, acabaron con la paciencia del muchacho. Se escapó, y entonces fue la época más conturbada de su vida. Fregar en tabernas, donde tenía las propinas por salario; ayudar a un chulo a vocear quincalla; recoger y vender colillas; dormir en los quicios de las puertas: esta existencia llevó por espacio de unos cuantos meses, sucio, descalzo, desarrapado, hambriento y ostentando por entre los desgarrones de la camiseja el pecho dorado y fuerte como un bronce antiguo. Sólo dos cosas hubo que no ensayase para buscarse el sustento: no pidió limosna ni robó.
Acertó a pasar una mañana por la calle de las Maldonadas, donde tenía fábrica de buñuelos un conocido de la verdulera difunta; le preguntó el buñolero que cómo vivía; repuso el chico que peor; y tanta lástima supo inspirar, que allí se quedó cuidando de la venta al menudeo, sin promesa de recibir otro pago que la comida y lugar donde dormir. El sillero no volvió a saber de él. Los chicos que antes tuvo el buñolero de dependientes, cual más, cual menos, todos le robaron; Pepe Maldonadas fue de fidelidad intachable. Antes que amaneciera, su amo y un aprendiz sobaban la masa dispuesta en el lebrillo, y luego freían con rara rapidez bolas, tortas y cohombros: Pepe, mientras tanto, arreglaba los veladores, mezclaba algo de harina al azúcar de espolvorear, fregaba vasos, ponía cada cosa en su puesto y, cuando se abría la tienda, colocado de pie en la puerta, despachaba buñuelos a grandes y chicos, formando en la grasienta superficie de zinc que cubría la mesa un montón de cuartos y ochavos del moro, cuyo sucio contacto le dejaba los dedos manchados de verdín. Ni se comía un buñuelo ni escamoteaba un ochavo. Nadie le enseñó matemáticas y, sin embargo, para dar las vueltas de la moneda era más listo que un cambista. Si quedaban buñuelos de la víspera, los despachaba los primeros; al servir medias de aguardiente, cuando presumía que el gaznate del parroquiano estaba insensible, daba lo barato al precio de lo caro, y para los favorecedores constantes de la casa iba a buscar la pasta recién frita, humeante, en que aún no se habían bajado las burbujas del aceite hirviendo. El amo se encariñó con él en tal grado, que comenzó a tratarle como a hijo, y hasta determinó que fuese por las tardes a la escuela, donde, en unos cuantos meses, aprendió a leer, escribir y contar. Al año de estar en la buñolería, la hija del amo, que era una chiquilla saladísima de catorce años, enfermó de viruelas y, cosa rara en la gente del pueblo, dotada en tales casos de tanto valor como ignorancia, los vecinos, conocidos y amigos dejaron a la enfermita y sus padres en completo abandono. La moza que iba a barrer y fregar desapareció sin pedir un pico que le debían del salario, y el chulo que ayudaba a amasar y freír se despidió cobardemente: sólo Pepe permaneció allí día y noche, sin ir a jugar con los chicos del barrio ni ocuparse en otra cosa que cuidar a la muchacha. Guiado de clarísimo entendimiento, se fijaba bien en cuantas alteraciones sufría, para decírselas al médico, y luego le daba las tomas que la recetaban, con los intervalos debidos, arropándola en seguida como una niña a su muñeca. Cuando, por haber entrado la enfermedad en el período de descamación era más fácil el contagio, Pepe, que no lo ignoraba, redobló sus cuidados y, durante la convalecencia, se estuvo constantemente haciendo compañía a la muchacha, satisfaciendo sus caprichos y tolerando sus impertinencias, hasta que, dada ya de alta, tornó a su puesto de antes y siguió vendiendo cohombros a los chicos y ensartando buñuelos toda la mañana en los juncos, lo cual, con el manejo de los ochavos, acababa por dejarle los dedos sucios y pringosos: luego, de cuatro brincos, se plantaba a ver a la chica. Así pagaba Pepe su deuda de gratitud para con aquella gente; mas su principal se portó también como bueno.
—Tú eres ya de la casa:—le dijo un día—busca otro dependiente para el despacho. Y vamos a ver, ¿quieres seguir oficio? Dilo como si fueses mi hijo.
Pepe repuso que quería ser cajista, porque en la escuela donde le enviaron se había echao un amigo a quien sus padres pusieron en una imprenta, con lo cual el muchacho siempre tenía los bolsillos llenos de estampas de entregas, romances de ciego, restos de tiradas de aleluyas y pedazos de carteles de toros.
Tras permanecer dos o tres meses en imprentas de mala muerte, entró al fin en la de Millán, que era conocido del buñolero, y allí echó raíces en seguida; es decir, que apreciado por listo y obediente, le tomaron cariño. El día lo pasaba aprendiendo la caja, adiestrándose en componer y distribuir; luego empezó a hacer monos y remiendos, y a la noche se iba por las calles a vender un veinticinco de un periódico que allí se tiraba. Lo que le producía esta venta lo guardaba para sí, y el jornal de la semana lo ponía íntegro el sábado en manos del buñolero; pero lo que más le gustaba era entregárselo a Isabelita, diciendo:—«Anda, da eso a tu padre.»
Los demás aprendices, envidiosos de aquel compañero de quien se hacía más caso que de ellos, comenzaron a tomarle tirria y jugarle malas pasadas. Un día le quitaron de la tartera el almuerzo, sustituyendo la tortilla con polvos de imprenta. Otra vez, como estuviera en mangas de camisa, le estamparon en la espalda una galerada recién impresa, con la tinta fresca de un letrero que decía: «Se vende este perro.» Hasta llegaron a rellenarle las botas con la grasa de untar las ruedas de la máquina, mientras él estaba trabajando con alpargatas para mayor descanso. Entonces apareció el gatera madrileño, valiente, arriscado, dicharachero y dispuesto a darse de cachetes o puñetazos con el más bravo, y a echarle la zancadilla al mismo nuncio. Con unos cuantos pescozones oportunos se hizo respetable. Cierto día, otro aprendiz de más edad sacó contra él una navajilla. Pepe se la quitó de las manos, le sujetó fuertemente metiéndose la cabeza del agresor entre las piernas, y por castigo le descosió con el cuchillejo la costura trasera del pantalón, dándole luego en lo que el sol ni el agua vieron jamás, unos cuantos azotes: después le devolvió tranquilamente la navajilla, diciendo:—«Toma, boceras; eso no sirve más que pá partir pan.»—A las horas de trabajo era modelo de laboriosidad: cuando llegaba el momento de hacer diabluras, era de la piel de los demonios. Parecía haber en él dos tipos distintos: uno para la tarea, otro para las travesuras; y diríase que, como correspondiendo a estos dos seres, tenía dos fisonomías diversas. Inclinado sobre la caja buscando tipos, ajustando palabras en el cajetín, o distribuyendo letras, su frente solía plegarse con un entrecejo serio de obrero ya machucho: entonces no hablaba y fija la atención en lo que hacía, sus ojos negros adquirían cierta expresión de gravedad cómica: en la calle, corriendo o jugando, con el pelo alborotado, tostada la tez, ladeada la gorrilla, descarado el mirar y rebosando malicia, traía a la memoria los chicos de las antiguas novelas picarescas. Los compañeros le llamaron primero el Tiznao, porque era muy moreno, como un beduino desteñido a fuerza de lavaduras: por fin le apodaron Pateta, y con este alias se quedó. A Millán, conocedor de los antecedentes de Pateta, le había caído en gracia el muchacho: Pepe simpatizó mucho con él por un solo detalle. Estaba corrigiendo una tarde pliegos de un libro, cuando se le presentó Pateta en actitud humilde.
—¿Qué quieres?
—Pedirle a Vd. un favor, porque el señor Millán no ha venío.
—Vamos, di.
—Pues yo tengo novia. Es decir, novia mía, la verdad, no es; pero ya nos hablamos algo... y mañana es su santo. Mire Vd., he compuesto este letrero y quería ponerlo con letras dorás de purpurina, en esta tarjeta de orla que ma costao dos riales. Bueno, pues... que me digan ustedes cómo lo hago y me dejen hacerlo en la máquina, o donde sea, luego que se marchen esos.
Pepe examinó la cartulina, adornada con flores y amorcitos, que le presentaba el chico, y vio el letrero que traía hecho con los tipos más escojidos de la casa.
«A Isabel Gorillo, en sus días.» (Esto en un gótico muy complicado), y luego, debajo: «Por José Maldonadas.» (Aquí las letras eran de mucho ringorrango.)
—Y esta Isabel, ¿quién es?
—La hija de mi amo. (Pateta continuaba llamando amo a su protector.)
—¿La de las viruelas?
—Sí, señor; pero no le ha quedao señal. Tié la cara que da gloria.
—¿Y sabe tu amo?...
—Saberlo... no sé; porque yo no he dicho esta boca es mía. Como tién dinero, no quiero que crean... ¿entiende Vd.? Pero ya se lo malician; porque yo, ni a los novillos voy, aunque me sobren los cuartos, con tal de estarme en la trastienda hablando con ella.
—Bueno, hombre, bueno; anda, guarda eso o déjalo aquí, y a última hora que te diga el señor Ramón lo que debes hacer, y acábalo limpito.
Este pequeño servicio que Pepe prestó a Pateta, se lo pagó él con creces. Si llovía de pronto, ya estaba el muchacho corriendo a la calle de Botoneras a buscarle el paraguas: si había que ir al estanco por tabaco, volvía en un decir Jesús; para traerle café de uno que había cerca de la imprenta, nadie andaba más ligero, y si la cafetera venía fría, la arrimaba a la máquina de vapor, sin lamer la media tostada o escamotear azúcar, como hacían otros.
Tal fue el cartero que escogió Pepe para asegurar su correspondencia con
Paz, ocultándola, por supuesto, que él trabajaba en la misma imprenta
donde aquél era aprendiz.
—Si te pido que me hagas un favor, ¿podré contar contigo?—le dijo un día Pepe.
—Mande Vd. lo que quiera—repuso el futuro cajista.
—La cosa ha de quedar entre tú y yo; no quiero que nadie lo sepa, ¿entiendes? Ni el señor Millán.
—Ni las piedras.
Jamás faltó al secreto. Cuando Pepe pasaba dos o tres días sin ver a Paz la escribía, y Pateta, a la hora de salir del trabajo, emprendía el camino del hôtel, donde ella, prevenida por la impaciencia, le aguardaba tras la vidriera del balcón de su cuarto. La estufa del jardín tenía inmediato a la verja un horno pequeño hecho de ladrillos y recubierto de baldosas, que servía para entibiar la atmósfera en que crecían las flores: Pateta se acercaba allí, espiando el momento en que ningún criado pudiera verle, y metiendo el brazo por entre los barrotes de la verja, depositaba la carta bajo una de aquellas baldosas mal afirmadas. Al día siguiente recogía del mismo sitio la contestación, valiéndole tan largos paseos, y sobre todo el agrado con que prestaba su servicio, alguna cajetilla del estanco que Pepe le daba, y a veces un café con media tostada, que le hacía relamerse de gusto.
El cariño de la enamorada pareja y la angustiosa situación de Pepe crecieron a la par. El importe de la jubilación de don José, el fruto del trabajo de su hijo, lo poco que Leocadia ganaba bordando y lo que procuraba ahorrar doña Manuela, todo se invertía en médico y botica. Así llegó el invierno de 1872 y aquella triste cena de Noche Buena, en que se habló de la próxima venida de Tirso y en que, después de irse Millán, ya acostado el pobre viejo, trataron los hijos y la madre de lo que convenía hacer, sin llegar a resolver nada, porque la común abnegación no producía una miserable moneda de cobre.
A la semana siguiente la situación se agravó con la noticia de que llegaba Tirso: la carta en que éste lo anunció no debía precederle sino dos días. Pepe escribió a su novia de esta suerte, mezclando con las frases de amor el recelo que le inspiraba aquel hermano desconocido:
«Adorada Paz:
Tienes razón: Aunque nos vemos casi diariamente, son tan pocas las ocasiones en que podemos hablar con libertad, que por fuerza han de ser nuestras cartas largas y frecuentes. Las cosas que te escribo quisiera decírtelas: lo que no te conmoverá leído, mis palabras te lo llevarían al alma en fuerza de sinceridad. Pero comprendo que no hay remedio, y aun temo que estas dificultades de ahora no sean sino anuncio de otras mayores: créeme, nuestro cariño ha de costarnos muchas lágrimas. Será todo lo romántico que quieras, y es opuesto a mi modo de pensar hablar en tono amargo de ciertas cosas; pero yo, que de todas las preocupaciones me río, he venido a estrellarme contra una de las más poderosas. La distancia que nos separa no sería mayor si tú fueses reina y yo lacayo, como los personajes de aquel drama francés que estabas leyendo la otra tarde. La situación de mi familia, nuestra pobreza, todo lo que me estorba para abrirme camino en la vida, me separa de tí. Tu padre ocupa una posición envidiable: ¿cómo quieres que dé su hija a un hombre que ha tenido que abandonar la carrera por falta de unos cuantos duros al año para libros y matrículas?
Pero un día de vida, es vida. Yo no renunciaré jamás a tí, no te diré nunca que me dejes, y cuando seas tú quien me diga que no debemos volver a vernos, callaré, porque tendrás razón. Parece que yo, burlón y descreído, sin preocupaciones, vengo a estrellarme contra el obstáculo más risible, pero más fuerte: contra las conveniencias sociales. Desengáñate, nuestro amor tiene que ser una novela muy corta, ridícula para contada, triste para nosotros, únicos que hemos de tomarla en serio. ¿Hasta cuándo durará esto? ¿Quién se cansará antes? ¿Tú de esperarme? ¿Yo de amarte? Quien no se fatigará jamás será el tiempo, que pasará haciéndote cada día más buena y más hermosa, quizá más rica, y a mí más desgraciado y pobre. No imagines que deseo romper nuestras relaciones: saber que me quieres, recibir una carta en que me hablas de tu cariño, oírte alguna vez que me recuerdas cuando sufres y que te falta algo en los goces por no tenerme al lado, son cosas que me llegan al alma y me dejan orgulloso de mi mismo. ¡Si supieras de qué modo te las paga mi corazón! ¡Si pudieses leerme los pensamientos, adivinarme las ideas, esconderte entre los caprichos de mis sueños!... Pero quiero que, al mismo tiempo que de mi amor, estés persuadida de mi lealtad. Antes que se lo oigas a tu padre, quiero ser yo quien te lo diga. ¿Qué porvenir puedo ofrecerte? No, yo no te dejaré nunca; y si llegas a ser algún día más juiciosa o más interesada, no te echaré maldiciones de comedia, sino que me separaré de tí resignado, queriéndote como te quiero ahora y guardando en lo mejor de la memoria el recuerdo del amor que me hayas tenido. Jamás te arrojaré en cara falta de energía, ni desfallecimiento de constancia. ¡Es tan natural que me olvides! Harto has hecho con empezar a quererme, aunque luego te pese.
¿Cuántas veces te habré dicho todo esto? No te sorprenda, porque obedece a mi idea fija, a mi cavilación constante. Vamos, no concibo el fundamento de tu amor. Yo te amo por lo buena, por lo hermosísima que eres. Pero tú, ¿por qué me quieres? Soy extraño a cuanto te rodea, vives en una atmósfera de lujo que casi desconozco, como yo vivo entre privaciones que tú no puedes calcular, y ojalá te sean siempre ajenas; el menor de tus caprichos no podría yo satisfacerlo con muchas semanas de trabajo; las gentes que te hablan han de usar un lenguaje hasta despreciativo para las que están en situación análoga a la mía; si entraras en casa de mis padres y vieses estas paredes, estos muebles, dudarías si ofrecer dinero por lástima o disimular lo que notares, por imaginar que podías ofendernos señalando tanta escasez: y, a pesar de todo, dices que el mejor sitio de tu corazón es para mi cariño, y me has enseñado cartas mías con mi nombre borrado con tus besos. ¡Bendita seas! No, no me dejes, ni tengas nunca juicio, si el tenerlo ha de consistir en olvidarme; ni pienses en el porvenir, que yo tampoco pienso, sino que te adoro con toda mi alma.
Ahora, como nada te oculto, quiero que sepas lo que ocurre en casa. Mi hermano Tirso, el cura, el que se ha educado y ha vivido siempre alejado de nosotros, debe llegar pasado mañana. Ignoramos el motivo de su venida; ni palabra sabemos de sus propósitos, nada nos ha dicho. Hace poco tiempo escribió que tal vez tuviera que hacer un viaje a Madrid: luego lo dio por cosa segura, ahora anuncia que llega. Mis padres, como es natural, se alegran; en Leocadia y tu Pepe, si he de ser franco, el sentimiento que domina es el de la curiosidad. Sólo hemos visto a Tirso una o dos veces, siendo muy pequeños, y dentro de pocas horas vamos a tenerle aquí. Iré a buscarle a la estación y le conoceré por los hábitos; si no, tendrían que decirme: «ese es.» ¡Estaría gracioso que bajaran al mismo tiempo del vagón dos curas jóvenes! Con esto, comprenderás que tengo motivos para estar preocupado. ¿Cuál será la situación de mi hermano? ¿Qué le habrá pasado? Si su posición es desahogada, menos mal; y no lo digo porque me ahorre trabajo; pero, ¿y si viene tan pobre como nosotros? Seremos cinco en lugar de cuatro los que hayamos de vivir mal. ¿Por qué habrá dejado su curato?
Quizá venga a pretender algo; mas de ser así, ¿por qué no consultarlo antes con nuestro padre? Tú, que conoces mi modo de pensar, aunque no por completo, comprenderás que abrigue ciertos temores. Tirso es cura, y en esta casa hay muy poca devoción. Mi padre nunca habla de eso; mamá, con cuidarnos, tiene bastante; a Leocadia le gusta ir a la iglesia cuando hay grandes fiestas, a falta de otras más divertidas pero más costosas que le están vedadas; y en cuanto a mí... callo: no quiero que me llames herejote. En fin, no estoy tranquilo.
Basta por hoy: no te quejarás de que escribo poco.
Está con cuidado, porque mañana, si puedo, iré a ver si tiene tu padre algo que mandarme.
Tuyo siempre,
Pepe.»
La carta que, en contestación a ésta, halló Pateta al día siguiente bajo las baldosas inseguras del horno de la estufa, decía:
«Querido Pepe mío:
Por Dios te pido que no me atormentes así. Te lo he dicho mil y mil veces. Te quiero porque sí, porque creo que eres el mejor de los hombres, y no me preguntes más. ¿No sueles decir que mi padre no me ha educado como a las otras mujeres? Pues eso será. Si tuvieses una gran fortuna, acaso habría mayor facilidad para que fuéramos uno de otro; pero te querría igual que ahora, no podría darte ni una hilacha más de cariño. Conque no me vengas con tristezas ni tontunas, ni vuelvas a decir que te deje, ni que si te dejo yo te aguantarás. Si lo piensas, es porque no me quieres. ¿Soy rica? Pues mejor. Ya saldrás de pobre, y si no, yo lo mismo te he de querer, con tal de que tú no mires a ninguna otra mujer. ¿Lo entiendes? Es lo único que no te perdonaría nunca. Quedamos en que no volverás a las andadas ni me escribirás majaderías: no merecen otro nombre las cosas que dices. Mi padre podrá no dejarme casar contigo; pero, ¿casarme con otro? ¡Eso si que no! Lo que es de esto te responde tu Paz. Vamos, yo no entiendo esas sublimidades tuyas de sacrificios y tonterías. No he pensado, ni pienso, ni pensaré jamás en dejarte por nada de este mundo. ¿Lo sabes? Yo, que tantos libros he leído de los que tiene mi padre, me acuerdo de que don Quijote dice que todos los caballeros andantes llevaban en el escudo un letrero. Bueno, pues tú y yo somos dos caballeros andantes con este letrero: cariño y paciencia. ¿Te gusta? Pues a callar y no perdamos el tiempo en augurios tristes. Aseguran las gentes que quien espera desespera: no importa. Yo me conformo con que me ames mucho. Me parece que esto no tiene nada que ver con las conveniencias sociales, con la humildad de tu casa, ni con tu amargura. Si me quisieses igual que yo a tí, no exigirías más. ¿Crees que me van a meter monja o a casar por fuerza con algún príncipe de cuento de hadas? ¿Soy yo tonta? ¡Ya verás, ya verás, cuando te conozca mi padre como te conozco yo!
Respecto a la venida de tu hermano, nada puedo decirte, pero se me figura que todo lo ves negro. Hasta que no sepas cuál es su situación, no hay por qué apurarse. Si viniera a pretender, debías atreverte a pedir a papá que le recomendase a alguien. ¿Te enfadarás si te digo que tus temores me parecen tontos? ¿Ha de ser malo porque es cura? Indudablemente, esto es lo que se te ha ocurrido. En verdad, la cosa es rara, ser tan grandes los hermanos y no conocerse, pero ya verás cómo no tenéis por eso disgustos. Y si los sufres, yo te querré un poquito más, para que nada pierdas.
Adiós, tristón mío. No te olvida nunca tu
Paz.»
El seguir Tirso la carrera eclesiástica, fue una de esas cosas graves que en la vida del hombre se resuelven rápidamente y con escasa intervención del interesado.
Aquél don Tadeo, amigo de su padre, que por pagar una deuda de gratitud se hizo primero cargo de la educación y luego del porvenir del chico, era honrado y bueno, pero fanático en opiniones políticas y creencias religiosas. Su exceso de fe y de realismo era sincero, e indiscutible su influencia y prestigio entre los partidarios de la legitimidad y la gente de iglesia en la región que habitaba. Durante largos períodos, en los que mandó el partido moderado, conservó don Tadeo su destino en la Hacienda de la provincia y fue uno de tantos carlistas protegidos por los polacos, quienes consideraban menor peligro atraerse partidarios del Pretendiente que transigir con liberales. Pasados algunos años, y gobernando un ministerio progresista, sus compañeros y subordinados le prepararon la terrible asechanza cuyo funesto desenlace atajaron las declaraciones de don José. El expediente o causa formado contra él no dio más resultado que su destitución; pero este hecho, que pasó inadvertido para el resto de la nación, fue en la localidad suceso importantísimo. De allí en adelante, don Tadeo quedó para sus enemigos convertido en un pobre hombre, y a los ojos de sus partidarios como un mártir: él, imaginando convertir en provecho su caída, se dedicó por entero a ser instrumento de las ideas a que siempre tuvo inclinación. La clerecía de la capital de la provincia, que en un principio le consideró como víctima, después, por su entereza, le tuvo como varón enérgico, y viendo en él un carácter dispuesto a la lucha con mayor libertad que los eclesiásticos, le adjudicó tácita e insensiblemente la jefatura. Llegó a ser lo que hoy se llama un obispo de levita, al par que jefe local de un partido. A su casa iban continuamente los canónigos de la catedral, los misioneros que con frecuencia hacían excursiones a la ciudad, los periodistas católicos y hasta el prelado de la diócesis. A juicio de esta gente, el encargarse don Tadeo de la educación y porvenir de Tirso fue un acto meritorio: pensaron que pagaba su deuda de gratitud del mejor modo que jamás lo hiciera nadie y, sobre todo, aquello de arrancar un hijo a las garras de un padre progresistón y acaso hereje, les pareció cosa admirable. Por su parte, don Tadeo no se recató de decir de don José que era una lástima que tuviera tendencias liberalescas.
Crió a Tirso un ama en una aldea, como pudiera hacerlo una cabra; un sacristán, protegido por don Tadeo, le enseñó de pequeño a leer, escribir, contar y rezar; a los ocho años sabía ayudar a misa, y a los catorce ya pudo su padrino utilizarle para escribir cartas y hacer recados de los que no se confían a sirvientes. En cambio a sus padres les escribía muy poco y, cuando lo hacía, antes era por instigación de don Tadeo que por impulso propio. Los amigos de aquél, viéndole educado en el santo temor de Dios, le trataban con singular afecto y, en reciprocidad, Tirso se volvía todo respeto para con aquellos señores, que a él se le figuraban magnates. Los curas, especialmente, le merecían extraordinaria consideración. El hablar y tratar de cerca a los que pocas horas antes había visto oficiando en el templo con lujosos trajes y teniendo al pueblo prosternado en torno, era a sus ojos lo que hubiera sido para chico crecido entre soldados codearse con jefes. Sin poder darse cuenta de la grandeza de las ideas representadas por aquellos hombres, le seducía la posición que ocupaban en la ciudad. Andar bajo palio, hablar desde el púlpito y dar la mano a besar, le parecían mayores signos de prestigio que ir a caballo con música delante, espada en mano y batallones detrás; así que, cuando su padrino le dijo que estudiara para cura, su infantil imaginación acogió la noticia con una emoción muy semejante a la alegría. ¿Qué otra carrera había de darle un hombre entregado a servir medio de guía, medio de agente a los intereses y la parcialidad del clero? Un canónigo fue quien decidió la suerte del muchacho, contestando así a don Tadeo, que le consultaba sobre el particular:—«No podía Vd. pensar cosa mejor. Si el chico es de los elegidos y sale una lumbrera de la Iglesia, ¡qué gloria para Vd.! Si no es así... pues tendrá una profesión tan buena como otra cualquiera. Y, por lo que toca a sus padres—añadió—comprendería que se quejasen si Vd. marcase al chico otra senda; pero, ¿quién puede llevar a mal propósito tan noble?»—Poco tiempo después entraba Tirso en el Seminario, donde, dicho sea de paso, por influencia de los que le llevaron no sufrió la novatada que padecían los demás.
Entonces comenzaron a dar sus frutos el alejamiento de la familia y el desconocimiento de sus padres en que pasó Tirso los primeros años de su vida. La voz del egoísmo sonó poderosa y convincente, diciéndole que don Tadeo podía hacerle hombre; que su familia, en cambio, carecía de medios para ello. Le habían hablado tanto del temor de Dios y tan poco de su propia madre, que le halagó la idea de ser ministro del Señor.
El primer efecto de la enseñanza religiosa fue hacerle comprender que su porvenir correspondería a las esperanzas que abrigó viendo y envidiando a los que frecuentaban la casa de su protector. Las lecciones de sus maestros y los libros que le pusieron en las manos, le dijeron que la misión del sacerdote era superior a cuanto podía imaginar su ambición.
El más ilustre de los profetas, el precursor San Juan, tuvo la dicha de poner una vez las manos sobre la cabeza de Cristo: él, como sacerdote, le tendría todos los días en las suyas, y le consagraría con sus palabras. Los ángeles están continuamente cerca de Dios; pero ¿qué ángel posee, como él había de gozarlo, el poder de perdonar los pecados? En las entrañas de la Virgen encarnó el Verbo, pero una sola vez: en sus manos de sacerdote, por virtud de frases salidas de sus labios, encarnaría el Verbo todos los días, y no en forma mortal, como le concibió María de Nazareth, sino impasible, inmortal, glorioso, como está en los cielos. ¿Qué poder ni dignidad había igual al suyo?
Dos rasgos distintos de su personalidad comenzaron a desarrollarse en él durante esta época de su vida, mientras fue estudiante en el Seminario. Su inteligencia, tardía en comprender, se acostumbró a admitir lo que le daban pensado, como preferible al trabajo de pensar por cuenta propia; y la facilidad con que pudo seguir la carrera por aquella protección que se le dispensaba, le hizo poco humilde.
No fue cura de los de carrera breve, que sólo estudian rudimentos de latín, filosofía mermada y algo de moral jesuítica, sino que siguió la carrera lata, empapándose de Teodicea, Patrología, Hermenéutica, Derecho Canónico y Disciplina Eclesiástica, hasta el doctorado en Teología, en todo lo cual trascurrieron ocho años, al cabo de los que se ordenó de menores.
¡Día feliz aquél en que la simple tonsura le hizo soldado de la milicia de Cristo! Mas esta dicha no brotó en su alma al calor de la fe, ni se esperanzó su buen deseo con lo que podría hacer manejando las divinas armas que le serían concedidas, sino que nació del contacto producido por la docilidad con que acogió las palabras que tantas veces había escuchado prometiéndole, en cuanto fuese sacerdote, la supremacía sobre los otros hombres. El sacerdote es embajador que habla en nombre de Dios, y despreciarle es injuriar a quien le envía, le dijeron, tomándolo de San Juan Crisóstomo, repitiéndole esta y otras frases análogas hasta la saciedad, para empaparle de la alteza de su misión, como hacían los oráculos paganos con aquellos a quienes aspiraban someter a su servicio. Las órdenes menores de portero, lector, exorcista y acólito le parecieron llenas de encanto, por la suma de dignidades que indicaban y por las que anunciaban. ¡Ser portero de la casa de Dios! ¡Leer al pueblo la divina palabra! ¡Lanzar al enemigo malo fuera del cuerpo en que hace presa! ¡Poder acercarse al Sancta Sanctorum! ¡Qué grandiosos y envidiables privilegios!
Llegó por fin el día de recibir las órdenes mayores. La Iglesia, dirigiéndose a los que le presentaban y aludiendo a él y sus compañeros, preguntó si eran dignos (¿scis illos dignos esse?): luego le impuso varios días de retiro y ejercicios, y después ungió y santificó sus manos, poniendo en ellas la patena y el cáliz al par que, con asombro de los ángeles, pronunciaba el Prelado solemnemente estas palabras: Accipe potestatem offerre sacrificium Deo, Misasque celebrare, tam pro vivis quam pro defunctis, in nomine Domini, Amén: y en seguida colocó las manos sobre su cabeza diciendo: Accipe Spiritum Sanctum, quorum remiseris peccata, remittuntur eis; et quorum retinueris, retenta sunt.
El gusano nacido de la fiebre pecadora, el fruto del amor profano, el hijo de la pasión carnal, fue súbitamente redimido de impureza y elevado a una dignidad mayor que la de los reyes, revestido con poder análogo al de Dios, como decían los libros en que le hicieron estudiar. Ya era sacerdote; ya podía intervenir en la parte más noble del gobierno de los hombres, en el cuidado del alma. Mas buscar en el fecundo seno de la Naturaleza las causas de las cosas, le dijeron que era revolver impurezas de la materia; bucear en la conciencia para iluminar su razón con la Verdad, lo tacharon de impío; leer la vida de los pueblos, lo motejaron de trabajo estéril, porque el dedo de la Providencia traza los destinos del hombre; escuchar los latidos de su corazón, le advirtieron que era rendirse al deleite, y contra el amor pusieron en sus labios, pervertidas y desvirtuadas, las palabras de Cristo a su madre: ¿Qué tengo yo contigo, mujer?
Don Tadeo, lejos de dejarle abandonado a sus propias fuerzas, le proporcionó curato; y Tirso, después de su primera misa en la capital de la provincia, que dio ocasión a una fiesta que fue un recuento de fuerzas realistas, marchó a vivir a un pueblo, mejor dicho, valle, entre cuyas ásperas desigualdades estaba esparcido el caserío de miserables viviendas y pobres gentes, sobre quienes debía comenzar a ejercer su santo ministerio. Entonces se consagró por entero a las necesidades de su estado: las misas, bautizos, bodas, confesiones y entierros; la predicación, y el tomar parte a veces en los juegos de sus feligreses, fueron sus principales ocupaciones. Los pocos libros que llevó a su retiro acabaron por servir de peana a una imagen encerrada en una urna: el estudio se le hizo enojoso. A los cuatro meses, su única lectura era la de un periódico católico absolutista recomendado por el obispo de la diócesis: la Teología, las Sagradas Escrituras, los Santos Padres, cuanto representaba labor intelectual, quedó olvidado, surgiendo en su lugar otro género de motivos de actividad para el pensamiento, y sustituyendo distinto linaje de devoción a la contemplación seria de los misterios y los dogmas.
Antes, aunque poco, se preocupó algo de si la religión natural, que excluye toda revelación, basta al hombre para salvarse; de si por la experiencia de los sentidos o por medio de la conciencia puede llegarse, como por la fe, al conocimiento de Dios; de si el método demostrativo es mejor que el hipotético y analítico: pero muy luego tales impulsos se aquietaron, y como si aquella vida campestre influyera en él, sobreponiendo lo material a lo ideal, cayó en una devoción ramplona, y su pensamiento, sin tender a espaciarse, quedó encerrado en infranqueables lindes. Los primeros sermones que pronunció fueron de hombre que ha comenzado a estudiar: al cabo de un año, la santificación de las fiestas, la Inmaculada Concepción, los carceleros del Papa, los milagros modernos, las impiedades del matrimonio civil, la infamia llamada libertad de cultos, fueron sus temas favoritos; y los campesinos, que al principio no le entendían, empezaron a entusiasmarse con su palabra, de la que no fue avaro, sino que la prodigó, experimentando algo semejante al orgullo de la misión cumplida. Cuando desde lo alto del púlpito miraba congregado el rebaño de fieles que le oía con devoto silencio, imaginaba estar realizando el más alto y noble de los destinos humanos.
En su conducta nada había censurable. Llenaba con tanto celo su deber, que apenas, muy de tarde en tarde, escribía una carta, sobria y breve, a sus padres, ya habituados a aquel alejamiento, como padres de hijo marino que navega al otro lado del mundo. Su vida era reposada, monótona, sin emociones que le agitaran ni cavilaciones que le desvelasen; existencia plácida, quizá egoísta, de una tranquilidad análoga al silencio del campo.
Desde las ventanas de su cuarto abarcaba con la vista ancho espacio, extensos plantíos de nabos, frondosos maizales, hondonadas de donde subía rumor de agua corriente, casas pequeñas y dispersas, medio ocultas entre la frondosidad de enormes castaños acopados, y allá, en lo alto de algún cerro, una ermita con la cruz del tejadillo tronchada por el viento. En las laderas de los montes, la tierra parecía a trechos ingrata a todo esfuerzo humano, las cumbres estaban coronadas de peñas calvas con los ángulos roídos por los siglos, y los picachos de granito se erguían enhiestos en desprecio del tiempo. El cielo de aquella región casi nunca estaba sereno: a la mañana y a la tarde, en toda época del año, el suelo se cubría de neblinas que, lamiendo las vertientes y los altos, se alzaban poco a poco hasta formar nubes que, apoyándose en las crestas de la sierra, tendían el vuelo por los aires, confundiéndose, hacia el confín del horizonte, con otras nubes que venían de montes más lejanos. Lo diseminado del caserío contribuía a la soledad de Tirso; así que tenía poco roce con sus feligreses, casi las precisas relaciones, dada su posición; de suerte que, ni el respeto se mermaba con la confianza, ni la frecuencia del trato podía engendrar intimidad. Hacía muchos años que en aquellos contornos no se recordaba un cura tan reservado y poco comunicativo.
Tirso era de carácter rudo; su aspereza parecía fruto de cierto orgullo íntimo por el cumplimiento del deber, y con los campesinos guardaba siempre una reserva calculada, cual si pensase que convenía a su prestigio de sacerdote el apartamiento de las miserias humanas. Lo que más contribuyó a su buena fama, fue la indiferencia que manifestó hacia las mujeres desde que tomó posesión del curato. Hablando con los hombres era frío, de pocas y secas palabras; pero esta frialdad y aspereza subían de punto al tratar con las mujeres: para ellas sólo tenía en los labios acritud y en el pensamiento recelo. Su juventud y la vida libre del clero en aquellas tierras, hacían resaltar más esta antipatía a la mujer. Los familiares que en las oficinas del obispado manejaban el registro secreto de la conducta de los clérigos de la diócesis, tardaron muchos meses en convencerse de que no era mujeriego, y el espionaje, de que no se vio exento por ser ahijado de don Tadeo, sólo logró averiguar que, valiéndose de lo cercano que estaba su curato a la ciudad, Tirso solía irse a la población un par de veces al mes, permaneciendo en ella algunas horas, sin que nadie supiera dónde ni a qué iba. Sobre esto hizo mil conjeturas la malicia; pero nada se llegó a saber con certeza.
Tal fue la vida de Tirso durante los primeros años de su estancia en aquellos campos, donde seguramente no era fácil que se realizasen todas las promesas de dignidades y grandezas que le hicieron su propia imaginación y los que le consagraron al sacerdocio. Luego, de pronto, y en muy pocas semanas, su vida mudó por completo de rumbo.
En pueblos y aldeas comenzó a notarse extraña inquietud y desusado
movimiento, sustituyendo, a las conversaciones sobre el estado del campo
o el cuidado de las haciendas, diálogos que expresaban, no temor, sino
esperanza de próximos trastornos.
Se sabían con indignación cosas irritantes, y se comentaban con ira. La Revolución, que había hecho jurar a los sacerdotes una Constitución sacrílega, y que ciñó la corona de San Fernando a un hijo del carcelero del Papa, parecía lanzada a nuevos y execrables excesos; los gobiernos que se sucedían en Madrid estaban compuestos de enemigos de la Iglesia; de algunos de los ministros se dijo que eran protestantes, y se añadía que en la corte se fraguaba una conspiración para suprimir el sueldo a los párrocos y arrojar de sus conventos a las pobres monjitas que escaparon a la persecución del año 68. A estas noticias, esparcidas primero cautelosamente, y luego en violentos impresos, respondió la comarca con intenso desasosiego. Las gentes se hablaban ávidas de recibir y comunicarse nuevas que justificaran la exaltación de los ánimos; los que no sabían leer, es decir, el mayor número, se reunían en corros a oír las relaciones que en cartas o periódicos se hacían del estado de España, que semejaba haber caído en poder de moros; comenzaron a pronunciarse con respeto nombres de cabecillas olvidados; y personas que jamás hicieron alarde de su opinión, manifestaron sin rebozo que, si en aquellos valles volvía a resonar el grito de Dios, Patria y Rey, contestarían a él con entusiasmo. En los pueblos, cada púlpito era una tribuna; cada sacerdote, un orador que, poseído de santa indignación, se olvidaba de alabar a Dios por señalar a sus enemigos con el dedo; recordábanse en las tertulias hazañas de la otra guerra, narradas con carácter de leyenda, y de continuo atravesaban el país viajeros que, deteniéndose a guisa de emisarios en los caseríos, repetían palabras que eran consignas, o frases de esperanza en el alzamiento, ya cercano. Hasta las mujeres atizaban el fuego, como si anhelasen la lucha, teniendo en poco la vida de sus hijos.
Una tarde, ya puesto el sol, llegó a casa de Tirso un hombre, y tras conferenciar con él breve rato, partió en dirección a otro pueblo cercano. Al día siguiente, Tirso metió en una balija y un baúl pequeño parte de sus ropas, y cuando cerró la noche, acompañado de un labriego de su confianza, se encaminó a la ciudad, en cuyas afueras le esperaba un criado, que cargó con el equipaje. Pocas horas más tarde, don Tadeo y dos caballeros amigos suyos celebraron ante él una entrevista, le dieron algún dinero, instrucciones y orden de marchar a Madrid. El curato quedó abandonado; mas ¿qué importaba descuidar la salud de unos cuantos por el servicio de todos? Era necesario un agente discreto, seguro, desconocido por ser nuevo, y de quien nadie pudiese sospechar: don Tadeo designó a Tirso, y éste tomó el tren para la corte.
Por eso no escribió ni dijo nunca a sus padres cuál era el objeto de su viaje.
El día anterior a la llegada de Tirso a Madrid, mientras don José, doña Manuela y Leocadia le esperaban con la satisfacción que consentía la larga separación sufrida, Pepe se entretuvo en arreglar para su hermano su propio cuarto, trasladando de la habitación que él ocupaba a otra más chica y de peores condiciones un armarito, dos perchas, el aguamanil y dos sillas, todo lo que componía su mobiliario, diciendo que él paraba poco en casa y, además, en cualquier parte estaría bien. Salió perdiendo en el cambio, pero sabía que aquello agradaría al padre. Leocadia barrió el suelo y fregó los cristales del cuarto cedido, y la madre preparó ropa para el lecho. Con destino a Tirso se compró un catre; pero Pepe lo tomó para sí y cedió también para su hermano la cama, que era de hierro. La víspera de que el viajero llegase, cuando todo estaba dispuesto para recibirle, don José, mientras le acostaban, decía a Pepe:
—Hijo mío, por más que discurro, no puedo adivinar cuál sea el motivo de su venida.
—Ya nos lo dirá él.
—¿Y por qué no explicarlo antes? Te confieso que me preocupa esto mucho. ¿De donde habrá sacado el dinero del viaje? Lo que yo pienso no tiene vuelta de hoja. Si antes ha tenido cuartos, ¿cómo no se le ha ocurrido nunca enviar un céntimo ni venir a vernos? y si los tiene ahora, de repente, ¿cómo se los ha procurado?
—Lo mismo he pensado yo; pero no te devanes los sesos, que mañana sabremos a qué atenernos. Lo principal es que viene y que estás contento. Yo también me alegro más de lo que parece, y eso que la situación es rara ¿verdad? Porque lo cierto es que ni ésta (por Leocadia) ni yo le hemos visto desde que éramos chicos.
—No hablemos, no hablemos de eso, que se me amarga la alegría. Tú bajarás a la estación, ¿eh?
—Sí, pero... no sé como me las arreglaré... A quien se le contara el caso, se echaría a reír. ¿Cómo diablos le conoceré?
—Hombre, él vendrá con hábitos. Le llamas, y con darle una voz...
—El tren llega a las siete y veinticinco; de modo que, si no trae retraso, a las ocho y cuarto u ocho y media podemos estar aquí.
Nadie en la casa concilió el sueño aquella noche. Pepe se levantó a las seis, y poco después bajó a la estación del Norte.
Hacía fresco, y para entrar en calor comenzó a pasear por el andén, presa de una impaciencia en que acaso era curiosidad la mayor parte: cada dos minutos miraba al reloj, y constantemente tenía el oído atento, esperando escuchar un timbre eléctrico, una campanada, un silbido, cualquier señal que anunciase la llegada del tren.
La falta de movimiento hacía que los ruidos fueran escasos: sólo se oían el penetrante sonido de una banda de cornetas que aprendía a tocar llamada por bajo del cuartel de la Montaña y el cansado grito con que se animaban varios mozos que, arrimando el hombro a un furgón, iban empujándolo hacia el muelle de descarga. En el andén no había casi nadie. Veíanse a lo lejos los cobertizos que resguardan las mercancías, las largas filas de vagones polvorientos, la arena de las vías ennegrecida por las escorias del carbón, las líneas paralelas de los railes abrillantados por el roze, y el arbolado de la cuesta de Areneros, cuyo ramaje comenzaba a ponerse amarillo con los ardores del verano. Poco a poco fue llegando gente; empleados que venían desperezándose, mozos que sacaban de junto a las básculas los carretones de los equipajes, otros ocupados en recoger lamparillas de los coches, y algunos que traían grandes atados de cántaras vacías, devueltas por los lecheros a su punto le origen. Después aparecieron las autoridades de menor cuantía, dos parejas y un inspector que hacía molinetes con el bastón para que se viesen las borlas mugrientas. De pronto sonó un timbre, y luego una campana: el tren había salido de la estación inmediata. Trascurrieron veinte minutos, y de repente, en la curva de la Moncloa, asomó la locomotora arrastrando con sus últimos esfuerzos el tren, que produjo al pasar sobre las placas giratorias un ruido estrepitoso de hierro golpeado contra hierro. Cuando se detuvo la larga fila de vagones y comenzaron los viajeros a bajarse, Pepe fue registrando con la vista los departamentos uno por uno, mas no vio salir de ellos ningún cura. Miró a las gentes que ya se habían apeado, y tampoco. Entre los recién llegados que se agolpaban a la puerta de salida, no había clérigo alguno. Pasaron unos instantes y, disminuida ya la confusión, se fijó en un hombre que quedó en medio del andén, solo, mirando desorientado a todas partes, sin soltar una cesta y un saco de alfombra que llevaba en las manos, dudosamente limpias.
Vestía traje oscuro, cuyo chaquetón, muy abrochado, sólo dejaba ver el cuello de la camisa: la pechera desaparecía tras una corbata negra y ancha hecha dos nudos; toda su ropa era ordinaria, pero nueva; llevaba las botas blancuzcas por el poco betún o el mucho roze, y de uno de los bolsillos del chaquetón pendía la borlita de un gorrito de pana. Pepe clavó los ojos en aquél hombre, y luego, poniéndose a pocos pasos y a su espalda, le llamó en voz baja, casi con timidez:
—¡Tirso!
Volviose de pronto el recién llegado, y entonces el muchacho le abrió los brazos, diciendo:
—Soy Pepe.
El abrazo que se dieron fue largo y apretado, sincero tal vez, pero de fijo nadie lo sabrá nunca.
De tan extraño modo se conocieron dos hombres a quienes la Naturaleza había hecho hermanos.
—¿Y los padres?—preguntó Tirso con más interés en la entonación que calor en la mirada.
—Buenos... esperándote.
Parecía que ambos empleaban el tú con trabajo.
—Vamos allá.
Reclamaron juntos el equipaje, confiáronselo a un mozo, a quien dieron las señas de la casa donde lo había de llevar, y salieron de la estación.
—Vamos a tomar un coche: ¡hoy es día de gastar dinero!—dijo Pepe.
—¿Para qué? ¿Está lejos la casa?
—Lejos, no; pero tienen mucha gana de verte. Todo está preparado... tu cuarto dispuesto... ¡Verás qué guapa es Leo y como te reciben todos!
—No, no: vamos a pie.
—Anda, no seas niño; un pesetero nos lleva en seguida.
—¡No!: quiero ir a pie.
Y pronunció el no firme, rotundo, seco, como quien suele dar a la palabra la energía de una voluntad terca.
—Entonces, vamos deprisa, que estarán impacientes.
Echaron a andar. La mañana era fresca y agradable. Madrid recibía a su huésped con un cielo azul, limpio y hermoso. Subieron por la Cuesta de San Vicente, y poco antes de llegar a la puerta, Tirso, mirando frente a ella un edificio pequeño en cuyos muros exteriores había escritos dos versículos de la Biblia, preguntó, torciendo el gesto:
—¿Es una capilla protestante?
—No: es un asilo que ha hecho la Reina María Victoria, la mujer de Amadeo, para que estén recogidos los hijos de las lavanderas mientras ellas trabajan.
Tirso desvió la vista sin contestar.
Siguiendo a buen paso su camino, continuaron por la calle de Bailén cambiando frases indiferentes, sin atinar con lo que mutuamente debían decirse, ambos cohibidos, como extraños a quienes la casualidad ha puesto en contacto. Lo familiar se les antojaba osado, y cada cual temía que el interés pareciese curiosidad. Querían dar a las palabras entonación cariñosa, y no acertaban a decirse sino cosas que les eran ajenas. Desembocaron en la plaza de Oriente.
—Mira, Tirso, estamos en Palacio.
El forastero contempló un instante el soberbio edificio sin poder contener una expresión de disgusto, cual si allí viviera alguien a quien personalmente aborreciese. En esto Pepe se arriesgó, por fin, a preguntar algo que satisficiera la espectativa que en sus padres y en él mismo había despertado el viaje.
—Vamos, hombre, ¿y cómo ha sido esto? ¿Qué te trae a Madrid?
—Ya te contaré, ya te contaré: ahora no... ¡Qué lástima que viva ahí dentro un extranjero!—añadió, mirando con saña hacia Palacio.
Más adelante, en la entrada de la calle Mayor, se detuvo para ver la fachada del convento del Sacramento.
—¿Qué iglesia es esa? ¿Es parroquia?
—Hombre, la verdad... con certeza no te lo puedo decir; pero creo que ahora está ahí la parroquia de Santa María.
—Poco enterado estás. Anda, vamos a entrar un momento.
—Hombre, ¡si nos están aguardando!
—No importa, dos minutos.
Pepe no comprendía que su hermano dilatara ni tan corto espacio de tiempo el abrazar a sus padres. Por disculparle instintivamente, se dijo, sin embargo, que aquella era la primera iglesia de Madrid que Tirso había encontrado al paso y que, siendo cura, el hecho no tenía nada de sorprendente. Bajaron la escalinata que conduce a la fuente, y en la puerta del templo, Pepe, que iba fumando, dijo:
—Aquí te espero, no tardes; déjame los sacos.
—¡Ah! ¿no entras?
Tirso penetró solo en la iglesia y Pepe se quedó mirando cómo los aguadores llenaban las cubas en la fuente. Pasó entretenido unos cuantos minutos, luego volvió los ojos hacia la portada, pareciéndole inexplicable que su hermano no saliera en seguida; pero trascurrió un buen rato, y nada, Tirso no volvía. Miró el reloj, dio dos o tres paseos por delante de la fachada, sin soltar los sacos, y volviendo a subir las escaleras, dirigió otra vez la vista hacia la iglesia. Salieron dos viejas y un señor muy gordo, encasquetándose un gorro negro antes de ponerse el sombrero; mas Tirso dentro permanecía.—«¡Qué calma!—pensaba Pepe—¡Sabiendo cómo estarán en casa!»—De pronto sacó otra vez el reloj y, notando que había pasado casi un cuarto de hora, se le acabó la paciencia y bajó la escalerilla: aún se detuvo unos instantes en la puerta, mas en balde. Al fin entró por su hermano.
La nave del templo era toda sombras, en cuyo fondo ardían unas cuantas velas, sin que las llamas lograran disipar la oscuridad. A la izquierda, al pie de un altar, estaba Tirso hincado de rodillas, juntas las manos sobre el pecho y muy humillada la cabeza. Como Pepe no tenía costumbre de verle, le fue preciso adelantar bastante para cerciorarse de que era él. Cuando iba ya a tocarle en un hombro, Tirso se puso en pie, hizo ante el altar una lenta genuflexión, se persignó y salió despacito. Al verle llegar a la puerta, Pepe, que había vuelto a salir, le dijo, procurando no dar acritud a sus palabras:
—Pero, ¿tú sabes la impaciencia con que estarán en casa?
Tirso, imperturbable, se detuvo un momento a leer un cartel de fiestas religiosas, y luego contestó con severa y pausada entonación:
—Lo primero, es lo primero.
Desde allí anduvieron deprisa, pero yendo siempre Tirso con retraso de un par de pasos.
«Vaya—pensaba Pepe—este es cura hasta los tuétanos.»
En uno de los balcones del piso segundo de su casa de la calle de
Botoneras estaban esperándoles doña Manuela, Leocadia, y tras ellas,
hundido en una butaca sin poder incorporarse, por la debilidad de las
piernas, don José, que a cada minuto preguntaba:
—¿No vienen? ¿No les veis?
Al fin desembocaron los dos hermanos por el arco de la Plaza Mayor.
—¡Allí están!—gritó Leocadia y, dirigiéndose hacia la puerta, bajó la escalera rápidamente hasta el portal, donde abrazó a Tirso, mientras Pepe decía:
—Ya le tenemos aquí: vamos, vamos arriba.
Doña Manuela les recibió con los brazos abiertos en el descansillo del principal; y como don José se hubiese quedado solo, con las puertas abiertas, se le oía gritar, alterada la voz:
—¡Tirso, Tirso!
La madre se le estaba comiendo a besos.
Pepe y Leocadia, llevando cada uno un saco, entraron en el comedor: detrás venían Tirso y su madre.
En vano pretendió el pobre viejo levantarse: pudo incorporarse apoyando fuertemente las palmas en los brazos del sillón; mas, al intentar sostenerse sobre las piernas, tuvo que dejarse caer en el asiento. Tirso, entonces, llegó hasta la butaca y abrazó a su padre, quien, cogiéndole la cabeza entre las manos y oprimiéndosela contra su pecho, permaneció unos instantes sin proferir palabra, presa de una emoción honda y callada. Hubo un momento de profundo silencio. Tirso sintió caer una lágrima sobre su cuello; doña Manuela y Leocadia les miraban, sin atreverse a separarlos, ambas impacientes por acercarse; Pepe, temeroso de que aquella impresión dañara a su padre, se adelantó hasta la butaca y, apartando suavemente a Tirso, dijo:
—Que haya para todos; los demás, ¿no somos nadie?
—¡Ya ves, hijo mío, cómo estoy!
—Paciencia, padre: la misericordia de Dios es infinita.
—Yoduro de potasio, cueste lo que cueste; mucho yoduro—añadió Pepe.
Durante la mañana toda la familia, menos Pepe, que tuvo que ir a casa del señor de Ágreda, permaneció reunida en el comedor entregada a la alegría del suceso; pero había en aquella situación algo anormal que ponía trabas al contento. El hijo que por primera vez pisaba el hogar de sus padres, a los treinta y cuatro años, revestido del carácter sacerdotal, parecía un extraño recibido con afectuosos extremos; la franqueza que con él empleaban resultaba tímida, como si a sus padres y su hermana les fuera difícil tratarle con verdadera intimidad. Especialmente doña Manuela, no sabía qué hacerse: las preguntas cariñosas, las frases regocijadas se le paraban en los labios, atajadas por un respeto vago; quería bromear, y le era imposible; las palabras no respondían a las ideas que ansiaba expresar. Diríase que su cariño hacia Tirso, privado por largos años de dar muestra de vida, surgía repentinamente, pero entorpecido por lo anómalo de las circunstancias. Había ratos en que ninguno sabía de qué conversar con él. Quien parecía más dueño de sí era don José, sin tener tampoco realmente con su hijo la libertad que debiera. Leocadia experimentaba una fuerte impresión de curiosidad. Se había sentado en uno de los brazos de la butaca de su padre y, como Tirso ocupaba una silla baja, ella le veía de alto a bajo, mirándole y remirándole la coronilla, muy sorprendida de que un hermano suyo tuviese aquello en la cabeza.
A las doce volvió Pepe y almorzaron, ocupando cada cual su puesto en torno de la mesa. Tirso, entonces, permaneció un momento en pie; tomó una libreta, marcó sobre ella ligeramente con el cuchillo una cruz antes de partirla y, al dejar los pedazos sobre el mantel, extendió las manos, murmurando con los ojos medio cerrados:
—Benedice Domine nos, et hec tua dona quæ de tua largitate sumus sumpturi...
Ninguno respondió a la oración. Todos, entre sorprendidos y contrariados, guardaron silencio unos instantes: doña Manuela fue la única que, no por hipocresía, sino por docilidad, movió los labios, como si rezara en voz baja. El primero que se atrevió a hablar, fue Pepe:
—A ver, chico, a qué te sabe el pan de tu casa.
—Lo que da el Señor, es bueno, donde quiera que lo dé.
Pepe añadió:
—Menos las enfermedades, escaseces, disgustos y otros obsequios...
—Con todo lo cual se prueba el temple del alma y se depura la virtud. La desgracia es el crisol de la fe.
—Y pasa uno la vida que es un gozo: aunque yo creo que eso de someternos a pruebas es calumnia que levantáis al Ser Supremo.
—¡Ah! ¿Llamas a Dios el Ser Supremo? ¿Eres libre pensador?
—¡Quién sabe lo que uno es? Pero como no me gusta la comedia que estamos representando aquí bajo, chicheo en algunas escenas.
—Ya te mostraré yo remedio a todo. Rezando, implorando el favor divino, no queda en el pensamiento espacio a la impiedad.
—¡Cuántas oraciones resultarán impías a los ojos de Dios! ¡Con qué frecuencia se confundirán en la plegaria del devoto la esperanza del beneficio propio y la avidez del mal ajeno!
—Esa no será oración, sino blasfemia. El mal y la oración son incompatibles. Oración es aptisima arma, thesaurus prepotens, divitias inexhaustas pariens, fons et radix omnium bonorum. Virtud, misa, predicación, sacramentos, austeridad, limosna... todo puede subsistir con el pecado menos la oración, que es al espíritu del hombre como el aire al pulmón. Por eso dijo Orígenes: Horrendum est diem sine oratione transigere, y el Profeta: Desolatione, desolata est terra, quia nullus est qui recogitet corde.
—Mal se hermanan esa bondad divina, eternamente importunada por la súplica humana, y la existencia del mal sobre la tierra.
—¿Qué te extraña? ¿No brotan en el mismo prado la flor que recrea, la fécula que nutre y la ponzoña que mata?
—¿Y que falta hacía crear la ponzoña?
—El mal es en la tierra como piedra de toque para el alma. ¿Piensas que en prosperidad imperturbable sería mejor el hombre?
—Mira, Tirso, no me gusta probar ideas propias con testimonios ajenos; pero contesta a este raciocinio de Epicuro: ya ves si lo tomo de antiguo.
—A ver qué herejías paganas te han enseñado en la Universidad.
—O Dios quiere evitar el mal y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, es malo, y, por consiguiente, no es Dios; si no puede ni quiere, es impotente y malo; y, por último, si quiere y puede, ¿de dónde diablos procede el mal, que no lo evita?
—Discutir no es creer: la razón agobia al pensamiento, la fe lo dilata. Quédate con tus dudas y déjame con mis consuelos. Para tí, la soberbia humana: para mí, la gracia divina.
—¿Y qué es eso? ¿Qué es la gracia?
—¿Crees en el progreso moderno?
—Sí.
—¿Sabes fijamente cómo, por qué y con arreglo a qué leyes late, palpita y vuela el fluido eléctrico? No, y, sin embargo, crees en el telegrama que te llena de gozo. Pues así es la gracia: maravilloso su origen, secreto su camino; su fin, dulcísimo. Créeme, hermano, el hombre sin la idea de Dios, es aspa de molino sin viento que lo mueva, fuego sin aire que lo sople. Inteligencia en que no haya fe, sea aniquilada: es como aquel árbol oriental de sombra dañina que, aun hecho leña y consumido por las llamas, envenena el ambiente con las cenizas aventadas.
—Con lo cual venimos nada menos que a justificar el Santo Oficio.
—¡No vas descaminado!—exclamó Tirso trémula la voz.
Doña Manuela y Leocadia no entendían bien todo aquello: don José, ya inquieto, golpeaba una copa con el recazo del cuchillo, cual si quisiera que el timbre del cristal ahogara las frases de sus hijos.
Pepe no quiso contestar lo que se le ocurrió en respuesta a las últimas palabras de su hermano.
El diálogo recayó luego sobre el viaje y sus molestias; después hablaron de lo caro que cuesta todo en Madrid; de la agitación de la vida cortesana; de lo mucho que hay que andar para ir a cualquier parte, y de otras cosas, que asemejaron la conversación a la que pudieran haber sostenido con un amigo forastero.
—¿Y qué iglesias hay por aquí cerca?—preguntó Tirso.
Tuvieron que hacer memoria para contestar: sólo doña Manuela quiso responder en seguida.
—San Justo... y la Concepción Jerónima... y...
—Más cerca está San Isidro—decía Leocadia.
—¿En cuál de ellas oís misa?
Nadie repuso.
—Vais indistintamente a cualquiera, ¿eh? Pues eso no es bueno. La misa debe oírse siempre en el mismo templo, y si es posible en el mismo altar y dicha por el mismo sacerdote.
—Yo te diré lo que pasa, hijo mío—respondió don José.—En primer lugar, ya ves, yo no me puedo mover, y tu madre no se aparta de mí un momento. ¡Si vieses cuánto da que hacer en una casa un hombre como yo, imposibilitado! Pepe no tiene tiempo para nada... y esa pobre, ni siquiera pasea: no tiene quien la acompañe...
—La verdad es que vivimos muy sujetos, chico; ya lo irás viendo. Ésta y mamá no se mueven de aquí, casi nunca salen: yo, entre unas cosas y otras, trabajo de diez a doce horas diarias...
Tirso comprendió que todas eran disculpas: frunció el entrecejo, y su mirada tuvo un destello frío y duro como el brillo del acero. Le costó violentarse, pero se contuvo y calló.
Al caer la tarde se vistió de hábitos y esperó impaciente a que anocheciese por completo, sin cesar de mirar hacia el balcón, donde la luz iba faltando.
—Si te vas—le dijo su padre—espera. Pepe ha salido, pero vendrá pronto y te acompañará.
Tirso esquivó la respuesta cuanto pudo, y al fin, apremiado por la insistencia de don José repuso:
—No, no hace falta que nadie se moleste: no quiero sino dar una vuelta por cualquier parte, tomar el aire un rato.
Al cerrar la noche se fue sin preguntar nombre alguno de calle, como quien ya sabe dónde se propone ir y se obstina en ocultarlo. Doña Manuela y Leocadia se asomaron al balcón, y la última, al verle pasar bajo un farol y desaparecer por el arco hacia la Plaza Mayor, tuvo una frase, que era la abreviatura de la situación por que atravesaba la familia.
—¡Qué raro se me hace esto! ¡Parece mentira que sea de casa!
Cuando volvió, al cabo de una hora, no contó dónde estuvo ni lo que hizo, limitándose a hablar del bullicio y la animación de la corte. Luego dijo:
—Mucho he andado por esas calles; y ¡cuanta estampa fea y obscena hay en algunas tiendas! Pero, aunque llevaba hábitos, nadie se ha metido conmigo.
—¿Pues qué?—repuso Pepe—¿creías que te iban a comer?
—No hubiese sido extraño que me insultaran. ¡Como ahora la impiedad anda libre y se nos persigue y nos maltrata quien quiere!...
—Ríete de eso: ya te convencerás de que es mentira. No hay tal impiedad ni tal persecución: en fin, tú lo verás a poco que andes por Madrid.
—Te advierto que me importaría poco. ¿Acaso no tengo buenos puños?
Aunque el sueño y la fatiga del viaje le rendían, no se recogió Tirso aquella noche sin escribir una larga carta, que acaso tuviera relación con la salida que hizo por la tarde. Mientras doña Manuela y Leocadia acostaban al padre, él se puso a escribir.
La luz de la lámpara iluminaba de lleno su rostro cetrino y anguloso: tenía los ojos grandes, pardos y tercos al mirar; la frente alta, afeada por cierta depresión hacia las sienes; los labios recios y las facciones salientes y toscas, como de talla mal labrada. Dábanle aspecto de dureza el pronunciado ceño, que fruncía involuntariamente, y un viso oscuro que le quedaba por lo fuerte de la barba, aún recién afeitada. Parecía hombre sujeto a sensaciones tardías, pero intensas y durables, pronto a convertir la firmeza en obstinación y la frialdad en violencia. Su dulzura, cuando la mostrara, debía ser forzada; su ira, sincera: todo acusaba en él un carácter antes propio de la energía del luchar que para la complacencia del querer. Su alma, poseída de devoción sombría, debía sentir mejor el vehemente proselitismo de Pedro Arbúes que el dulce amor a Dios de Santa Teresa. Su progenie sacerdotal no estaba entre los mansos de corazón, sino entre aquellos clérigos que imaginaron abrirse las puertas del cielo con el hacha de combatir moros. Su fervor religioso tenía asomos de entusiasmo bélico. San Pablo cortando la oreja al soldado romano por defender a Cristo, o Santiago batallando en Clavijo, eran a sus ojos mil veces más gloriosos que San Hilario proscribiendo la fuerza. Unos adoran al Señor, otros pelean por dilatar su reino en la tierra: Tirso era de éstos. Mientras tuviese la Iglesia incrédulos que amordazar, fueros que defender o privilegios que exigir, la vida contemplativa se le antojaba propia de espíritus mezquinos. A las lecturas místicas, que arroban la imaginación, prefería esas leyendas de audaces misioneros que son los caballeros andantes de la fe. Un versículo del Evangelio le agradaba sobre todos; aquél que dice: «No he venido a traer al mundo la paz, sino la espada.»
A la mañana siguiente se levantó temprano y no salió. Estuvo oyendo a
Leocadia leer periódicos a su padre, y aunque permaneció largo rato con
ellos, no pronunció palabra alguna acerca del objeto de su viaje. Cuando
por la noche estaban doña Manuela y Leocadia acostando a don José, éste
dijo a su hija:
—¿Suele venir Pepe muy tarde?
—No: casi siempre antes de las doce.
—Pues espérale hoy y dile que entre a la alcoba: tengo que hablar con él.
Madre e hija adivinaron de lo que se trataba, mas ninguna dio a entender la sospecha. A todos sorprendía por igual el prolongado silencio de Tirso. Era realmente extraño que no diese la menor explicación acerca del viaje. Acaso vino sólo por ver a sus padres, pero no era esto creíble en quien dejó pasar tantos años sin hacerlo. Una sola conjetura había que fuese lógica: ¿habría venido a pretender? ¿querría ser canónigo? ¿tendría quien le apoyara?
Antes de media noche llegó Pepe, y Leocadia, que le estaba esperando, entró con él a la alcoba de sus padres, donde doña Manuela dormía profundamente y don José aguardaba desvelado. Leocadia oyó sin chistar el corto diálogo que sostuvieron padre e hijo.
—Pepito, ¿no te choca esto?
—Mucho, pero no atino con la causa.
—Es que ni una palabra... ¿a tí tampoco te ha dicho nada?
—Tampoco.
—Lleva aquí dos días... No entiendo lo que pueda ser. ¿Qué te parece que hagamos?
—Nada, papá. Si habla, oírle; si no, dejar que pase el tiempo. Ya lo sabremos. ¿Ha venido a casa de sus padres? Bien venido sea. ¿No tiene confianza con nosotros? Pues no se la arranquemos por fuerza.
—Está frío, indiferente...
—No: él debe ser así. No es momento de charlar ni quiero molestarte ahora. Además, ya sabes lo que pienso: no nos hemos tratado, no nos conocemos; ¿cómo diablos hemos de querernos como nos queremos ésta y yo?—Y Leocadia hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Tienes razón, hijo, pero me repugna que la tengas.
La luz de una vela que Pepe había dejado en la habitación contigua iluminaba temblorosamente el cuadro, y en el rostro del viejo aparecía impresa la curiosa intranquilidad que le preocupaba. Tenía la cama medio deshecha, porque estuvo moviéndose nerviosamente en ella hasta que vio entrar a su hijo, y de cuando en cuando dirigía los ojos a su mujer, como asombrado de que pudiera dormir libre de las mismas dudas y recelos que él experimentaba.
—Vaya, a descansar, papá.
Pepe y Leocadia besaron a su padre como dos niños, y salieron. Al pasar por delante de la alcoba de Tirso, notaron que roncaba.
—¿Oyes?—preguntó ella.
—Sí; escucha, escucha cómo le quita el sueño la emoción de estar en su casa.
—Adiós, Pepito, hasta mañana.
—Abur, monigota, fea.
—Tonto, pareces un chiquillo.
—A los pies de Vd., señora; fea, espantosa.
Durante los días siguientes, Tirso guardó idéntica reserva: no salía, hablaba de cosas indiferentes, rehuyendo toda conversación sobre su pasado, esquivando rasgos de intimidad y haciendo como que no oía lo que le disgustaba. Al comer, se sentaba el último en la mesa, murmurando el benedicite entre dientes, porque sabía que no habían de rezarlo los demás, y al ir por la noche a recogerse sacaba del bolsillo el rosario, yéndose con él en la mano hacia su cuarto.
El primer domingo que pasó en la casa, madrugó más de lo ordinario y estuvo en oración largo rato, pero no salió ni a misa. Leocadia, aprovechando unos instantes en que le vio ir al comedor en busca de un breviario, llamó a Pepe:
—Ven, ven y verás lo que ha puesto ese en la alcoba. He entrado a hacerle la cama, y mira cómo me encuentro esto. Está bonito, ¿verdad?
Tirso había cubierto los cristales de la ventana que daba al patio con pedacitos de papeles de colores chillones, casados con muy mal gusto y formando caprichosas figuras geométricas. La luz del sol, teñida y desvirtuada por el improvisado trasparente, daba al cuarto una entonación abigarrada. Aquello parecía la caricatura de una vidriera gótica. Además, sobre la cabecera del lecho había pegado a la pared con pan mascado una estampa de un San José muy bonito, con el pelo rizado a fuego lento, las mejillas sonrosadas y sosteniendo sobre la palma de una mano un niño en pie, como si le enseñase a hacer títeres, mientras enarbolaba en la otra un palo con más flores que moño de sevillana. En la pared de enfrente había puesto un cromo: El último Concilio Ecuménico, reunión de viejos vestidos de rojo, sentados en semicírculo como los obispos en el primer acto de La Africana, entre los cuales resaltaba, por su blanco ropaje, un señor a quien venía a decir secretos al oído una paloma que entraba por una ventana, semejando estar envuelta en un rayo de luz. Pepe lo abarcó todo de una sola mirada e hizo un gesto, entre risa y desprecio, diciendo a su hermana:
—Pues estos mamarrachos ha debido comprarlos en la salida que hizo el día que llegó, porque luego no ha puesto los pies en la calle.
—Indudablemente.
Por la tarde, mientras don José estaba dormitando, la madre en la cocina y Pepe vistiéndose para ir a ver a Paz de lejos en paseo, Tirso habló a su hermana cariñosamente, pero violentándose por parecer sereno.
—Tampoco hoy habéis ido a misa...
—He hecho el chocolate para todos, me he peinado y he peinado a mamá, te he compuesto un descosido en un manteo que había en tu cuarto; ¡Jesús, qué paño tan duro! he barrido el comedor y he bajado por la compra...
—Es decir, que aquí todo, absolutamente todo, es antes que Dios.
De pronto, tomando un periódico que había encima de una silla, leyó el título: La Libertad Española.
—¿Qué es esto?—y tocándolo sólo con las puntas de los dedos, como si temiera ensuciarse, lo dejó caer al suelo murmurando:
—¡Papeluchos ateos!
—¡No lo tires, que después lo pide Pepe y arma una marimorena!
Tirso se metió en su cuarto y Leocadia fue a ayudar a su madre; pero el cura salió en seguida otra vez al comedor con la faz demudada, y cogiendo el periódico, lo arrugó con fuerza y, hecho una bola, lo tiró a un rincón. Como el pasillo era muy corto, Leocadia oyó el crujido del papel estrujado y volvió corriendo, a tiempo que su hermano tornaba a encerrarse en su habitación. La muchacha adivinó lo que acababa de pasar. Tirso contuvo ante ella su enojo al ver el periódico, pero luego, al quedarse sólo, la ira se sobrepuso a la prudencia.
La perspectiva de una disputa entre los dos hermanos, que pudiera agriarse, asustó a Leocadia, pareciéndole lo sucedido una amenaza a la tranquilidad de la casa. Su buen juicio le decía que era forzoso ocultárselo a Pepe. Pero, ¿cómo?
Tras pensarlo mucho, después de haber intentado en vano desarrugar el periódico con las manos, se lo llevó a la cocina y lo alisó con una plancha caliente, dejándolo luego donde su hermano lo encontrara, sin que Tirso lo viese. Al caer la tarde volvió Pepe con Millán, que acostumbraba a comer allí los domingos, quedándose gran parte de la noche acompañando a don José, por estar cerca de Leocadia. Hízole el padre la presentación de su hijo mayor, comieron todos alegremente y de sobremesa hablaron de política, única conversación que tenía el privilegio de distraer al pobre viejo, quien a cada instante hallaba medio de relacionar los sucesos de entonces con los de su juventud, estableciendo comparaciones entre hombres y épocas distintas.
Pepe se había puesto a leer La Libertad Española, que pidió a Leocadia y que ella le trajo sin una sola arruga, con gran sorpresa de Tirso; mas este permaneció callado, deseoso de escuchar a Millán que, mirando de vez en cuando a la chica, sostenía el diálogo con don José. Decía el viejo:
—Aquí no se hacen más que torpezas; si el partido liberal se divide, vamos a ver cosas muy tristes.
—Ya las estamos viendo. ¿Le parece a usted poco el desarrollo que dejan tomar a la guerra?
—¡Si hubieran hecho ahora lo que Prim el 69!... Por supuesto que, tarde o temprano, tendrán que hacerlo: con los convenios no se adelanta nada. Yo recuerdo que, cuando el de Vergara, en realidad quienes perdimos fuimos nosotros: luego que el partido liberal aseguró la corona a la Reina, le trataron como a un negro; a Espartero le arrinconaron en seguida; a los oficiales carlistas les favorecieron mucho; decían que todos éramos hermanos, y los nuestros, que se habían batido en invierno con pantalón de dril... iban a Filipinas o a Fernando Póo en cuanto parecían sospechosos.
—Por eso y por cosas análogas hay tantos republicanos en la generación nueva; porque nos hemos convencido de que no queda otro remedio.
—Eso es muy peligroso: el pueblo no está preparado.
—Y como nadie le enseña nada, tiene él que aprenderlo a su costa.
—Es que hoy no hay virtudes cívicas. Si hubierais conocido vosotros a Mendizábal, y luego a Olózaga, que ahora está tan caído...: él fue quien llamó progresistas a los que decían antes exaltados. Siempre ha habido más entusiasmo liberal que ahora. ¡Si vierais qué indignación se desencadenó el año 40 contra Toreno y Martínez de la Rosa, porque pidieron la prórroga del medio diezmo, y aun el diezmo entero y la primicia! Pues ¡y cuando Espartero no quiso aprobar la famosa Ley de Ayuntamientos!
—Entusiasmos estériles, y que muchas veces han sido ahogados en sangre.
—En eso tenéis razón. Se condenaba a muerte por cualquier cosa. Desde el fusilamiento de los sesenta compañeros de Manzanares y los veinticuatro de Alicante, el 8 de Mayo, hasta el de los sargentos del 22 de Junio, no ha pasado año sin alguna brutalidad semejante: exceptuando a los Zurbanos, y la muerte de Mariana de Pineda, para quien fue preciso hacer un garrote nuevo, porque tenía el cuello muy delgadito...
—A pesar de lo cual—interrumpió Pepe—hay quien mira con buenos ojos a la Restauración y quien se bate por don Carlos. Si en España quedan monárquicos, y sobre todo borbónicos, es porque nadie lee historia contemporánea.
—En fin, hijos míos, ya sabéis que yo tengo buena memoria: pues bien, desde Diciembre del 43 hasta la Noche Buena del 44, fueron fusiladas doscientas catorce personas, la mayor parte por liberales.
—Tiene Vd. razón, don José; así pagó la corona al partido liberal que, primero por el padre y luego por la hija, había hecho tantos sacrificios...
—Pues si llega a tener espíritu santo la familia—añadió Pepe—nos quedamos sin una gota de sangre.
Al oír este chiste impío, Tirso no pudo aguantar más. El elogio a Mendizábal, la alusión al diezmo y la primicia, el horror a los fusilamientos de revolucionarios, el espíritu liberal que palpitaba en la conversación, le hicieron daño; pero aquello de explotar para una gracia la tercera persona de la Santísima Trinidad, puso el colmo a su indignación. Entonces, levantándose de su asiento, se acercó al grupo que formaban Pepe y Millán junto a don José y, puesto delante del balcón, sobre cuyo hueco claro se destacó su figura negra y espigada, dijo severamente:
—¡Parece mentira que hombres de juicio hablen así!
Millán calló por deferencia a su amigo, y don José porque se arrepintió de haber dicho tales cosas, dando margen al enojo de Tirso: Pepe, más fogoso, se encaró con éste y, aunque hablando moderadamente, le repuso:
—Es natural que tengas simpatías por los partidos reaccionarios; son los que os protegen; pero, ¿negarás que nosotros no podemos mirar bien a la Iglesia? Siempre, y renegando de su origen, ha sido enemiga de la libertad y de la democracia.
—¡La libertad! ¡la libertad! ¿y para qué sirve? Y ¿qué es la democracia? el permitir que manden los pillos. ¡La democracia! ¿Cuántas libras de patatas se compran con eso?
—¡No! la libertad es lo que os mandó Cristo que predicarais; la democracia es eso que os ha permitido a vosotros, clérigos y frailes, nacidos entre los más humildes, escalar los puestos más altos del mundo.
—Pues Mendizábal fue un ladrón.
—Esa es una majadería que no tiene nada que ver con lo que hablamos. Y, mira, no te irrites; pero por lo que me gusta Mendizábal, es por haber sido quien ha hecho más daño a la Iglesia.
—¡Callad, hijos míos, callad!—gritó don José:—¿Vais a reñir ahora? Yo no diré tanto; pero Mendizábal fue un gran hombre. ¡Cuidado si tuvo mérito sacar la quinta de los 100.000 hombres!
Tirso hacía inútiles esfuerzos por disimular su disgusto. En vano afectaba oír en calma aquellas cosas. Su desagrado no era pena, sino ira, viendo que no se había equivocado cuando, a poco de poner el pie en la casa, imaginó que allí no había devoción ni creencias.
Su padre era un progresista ridículo, que se entusiasmaba hablando de Espartero; su hermano un demagogo ateo, de los que hacen burla de Dios y la Divina Providencia; su madre una pobre señora, a quien se le figuraba ser santa porque era hacendosa, y Leocadia una chicuela presumida, que se pasaba la mañana embandolinándose el pelo. Allí nadie iba a misa, ni ayunaba, ni rezaba; no había bula, se comía carne los viernes y el padre toleraba los chistes impíos de Pepe. Estuvo a punto de descargar su indignación en apóstrofes violentos, de los que tantas veces oyó a los señores que frecuentaban la casa de don Tadeo; pero se limitó a mirar a su hermano con lástima, diciéndole:
—¡Parecéis judíos!
No concebía mayor insulto.
Las mujeres se miraron al oír las últimas palabras del diálogo, dichas ásperamente, sorprendiéndoles la novedad de que allí se riñese por cosas de política; Millán fue a ponerse al lado de Leocadia; don José calló, tratando de hallar medio de variar la conversación, y Tirso permaneció de pie ante el balcón, como desafiándoles a todos y dispuesto a reanudar la disputa. Su figura resultaba arrogante: más parecía soldado pronto a pelear, que hombre ansioso de convencer Al cabo de un rato, como paladín que ha esperado en vano a su adversario, salió tranquilamente del comedor. Pepe y Millán se fueron a dar una vuelta por las calles. En el portal, aquél preguntó a éste, aludiendo a la escena pasada:
—¿Has oído?
—Vais a tener muchos disgustos.
—¿Creerás que esta es la hora en que no sabemos a qué ha venido?
—¿Tenía él en el pueblo relaciones con gente carlista?
—¿Por qué lo preguntas?
—Mucho cuidado... no sea que haya venido con algún encargo. Ahora se revuelven mucho. A ver si os da un susto la policía. Para tu padre sería una impresión desastrosa.
A la tarde siguiente se presentó en la casa un caballero de aspecto muy
respetable, preguntando por Tirso. Leocadia le acompañó hasta el comedor
y avisó a su hermano; pero éste, apenas oyó el nombre del recién
llegado, se le llevó a su cuarto, permaneciendo largo rato encerrado con
él. La visita fue larga, y Tirso despidió al desconocido con grandes
muestras de respeto.
A partir de aquella entrevista, el cura salió a la calle casi todas las noches, pero sin decir nunca dónde ni a qué iba.
Menudeaban tanto por aquel tiempo los presbíteros que, fugados de sus curatos, aparecían luego como cabecillas en el campo o eran sorprendidos en las ciudades sirviendo de auxiliares y emisarios cerca de las juntas del partido faccioso, que nada tenía de absurdo la sospecha de Millán: justificábala, además, el empeño de Tirso en callar el objeto de su viaje. ¿No podían haber convertido el fanatismo de aquel hombre en instrumento suyo las mismas gentes que le hicieron clérigo a espaldas de sus padres? La probabilidad de que en el momento menos pensado se presentara la policía en la casa buscando a su hermano, asustó a Pepe, temeroso de la impresión que tal lance pudiera causar en el ánimo del pobre viejo. Respecto a que Tirso diese margen a disgustos de otra índole, por proponerse la conversión de la familia o emprender campaña para despertar su fervor religioso, nada receló: antes era de temer, según el carácter que el cura demostraba, algún rasgo de intolerancia, exceso de celo o frase áspera que turbara la tranquilidad del hogar, porque la falsa circunspección que Tirso observaba oyendo comentar noticias de la guerra se parecía mucho al disimulo.
Desde el día de la disputa en que llamó ladrón a Mendizábal, hacía la vista gorda tocante al indiferentismo religioso que le rodeaba; pero claramente se notaba que en él no era todo prudencia, sino falta de arrojo. Pepe, deseoso de no dar pábulo a la irritabilidad de su hermano, se abstenía de chistes impíos y frases burlescas, aunque a veces se le venían a los labios, oyéndole desplegar ingenuamente la más arraigada superstición; de suerte que ambos comenzaron a fingir cierto comedimiento, a pesar del cual Pepe comprendía que la situación no era para prolongada y que la menor cosa que proporcionase a Tirso ocasión de mostrar su enojo bastaría a desencadenar una tormenta. Por su parte, el cura iba convenciéndose de que había venido a ser entre sus padres y hermanos como árbol trasplantado de pronto a distinta tierra de la en que nació. Difícil era que él arraigase allí ni pudiera vivir en paz con los suyos. Si fueran tibios en la devoción o sólo tardos en cumplir las prácticas religiosas, aún habría remedio; pero no se trataba de gente en cuyo pecho se hubiera amortiguado la fe, sino de individuos que, a juzgar por lo que Tirso veía, no la sintieron nunca. El padre carecía de creencias, tal vez a consecuencia de su simpatía hacia aquel partido progresista que siempre mintió respeto a la religión, sin ocultar mala voluntad al clero; Leocadia y doña Manuela eran mujeres mal dirigidas, o mejor dicho, descuidadas. En cuanto a Pepe, su incredulidad, su alejamiento de todo lo divino y sagrado resultaban más graves, por ser fruto, no del olvido de las santas verdades, sino de un profundo desprecio de ellas: le empujaban al descreimiento las corrientes de la época, los estudios modernos, la atmósfera cortesana y una indudable predisposición personal. En esto no se equivocó Tirso: los padres y la hermana se ofrecieron a su observación como realmente eran: indiferentes; Pepe, como un impenitente convencido con quien la lucha había de ser más trabajosa, porque la lucha era inevitable. No vino él al hogar con ánimo de provocarla, mas tampoco le parecía razonable ni conforme a su ministerio mirar en calma aquel estado de honda perturbación que le hizo prorrumpir en un momento de ira: «parecéis judíos.» Su entusiasmo religioso era sincero: la conciencia le dijo que, si los azares de la vida le hubiesen colocado junto a gentes extrañas, empecatadas como sus padres y hermanos, habría puesto tenaz empeño en convertirlas, y que mal podía contemplar fríamente la perdición de su propia viña. Cuando resolvió su viaje a la corte, no imaginó tener que consagrarse a esta obra: otros eran sus propósitos y él solo los sabía; mas ya que la Providencia le mostraba la mala yerba en su camino, debía arrancarla, aunque fuera al paso y sin distraerse de su objeto principal. ¡Deber juntamente grato y penoso el salvar a sus padres y hermanos de la condenación eterna! Algo análogo leyó en sus libros devotos, pero no tan en grande. Tal santo convirtió a su cónyuge, otro a su padre, alguno a su hermano: él tenía que habérselas con toda su familia, en la cual antes jamás pensó, de la que vivió apartado voluntariamente, pero que de pronto se le antojaba rebaño disperso al borde de un abismo, y al cual había de guiar hasta recogerlo en el redil bendito de la Iglesia. Trájole a la corte el servir a empresa más alta, por tratarse de la patria entera y no de unos cuantos individuos; mas ya que Dios ponía la llaga al alcance de sus manos y la herida estaba como en su mismo cuerpo, justo era que la sanara.
Comenzó en esto a agravarse la enfermedad del padre, fueron precisos mayores gastos, vinieron para la familia días tristes y afligiose sobremanera doña Manuela; por todo lo cual determinó Tirso empezar a cumplir su propósito, imaginando que en medio de la tribulación es cuando más fácilmente se avasallan los corazones. Su madre y su hermana fueron las primeras a quienes pensó atraerse. No alcanzó a más su sagacidad, y aun esto le repugnó sobremanera, pues toda tardanza se le antojaba complicidad en el mal y todo fingimiento le parecía indigno del noble fin a que enderezó la voluntad. Era fogoso, arriscado; mas adivinando en su hermano un terrible adversario, comprendió que las circunstancias ponían trabas a su celo. Hubiera preferido combatir cara a cara los obstáculos, congregar repentinamente la familia y convencerla de su error; pero no se aventuró a tanto y, mal de su grado, como no pudo ser violento, se hizo astuto: soñó con desempeñar papel de apóstol batallador, y hubo de limitarse a obrar como jesuita de novela, pero de buena fe, con limpia intención, seguro de poner el ánimo en una empresa honrada.
Resuelto a extirpar la impiedad que se había enseñoreado de su casa, no quiso demorarlo, y una mañana, como observase que doña Manuela estaba desdoblando el mantón para ir a comprar unos medicamentos, se anticipó a ella y la esperó en una esquina próxima: luego la fue siguiendo por la calle Imperial abajo, y cuando iba a entrar en una botica de la de Toledo, la llamó de cerca:
—¡Madre, madre!
—Hijo, ¿cómo tú por aquí?
—Quiero hablar con Vd. ¿Tiene Vd. que esperar en la botica?
—Un ratito.
—Pues vamos primero por las drogas; luego aguardaremos juntos, y le diré a usted lo que deseo.
Tirso hablaba con acento severo: su madre le oía con una curiosidad mezclada de temor.
—Pero hombre, ¿qué es ello? ¿Pasa algo malo en casa?
—No: ¡si he salido yo casi al mismo tiempo que Vd.! Nada ocurre; pero quiero que hablemos.
Entró doña Manuela en la botica, esperola él a la puerta, y apenas la vio salir, continuó de este modo, mientras ella le seguía dócilmente:
—Vámonos ahí al lado, al pórtico de San Isidro.—Y subieron las escaleras de la iglesia.
—Mire Vd., madre, yo no quiero callarme: estoy disgustadísimo. Desde que llegué a Madrid tengo el alma llena de tristeza...
—Lo comprendo, hijo: nuestra situación no es para menos. ¡Si vieras la crujía que hemos pasado!... ¡Y lo que queda!...
—No es nada de eso.
—Pues no te entiendo.
—Ahora me comprenderá Vd. Mi obligación era decir a mi padre lo que voy a decirle a Vd., pero creo que con Vd. me entenderé mejor: además, su carácter y su estado... Más adelante veré lo que he de hacer.
—¿Carácter, dices? ¡Si el pobre no molesta a nadie ni se enfada nunca!...
—Quizá por esa bondad tengamos mucho que llorar.
—¡Explícate, por Dios, hijo mío!
—Sí, madre; mucho que llorar y que sentir. Vaya, clarito; en casa no hay religión, y donde falta la religión todo está perdido. Así les castiga a ustedes Dios.
—¡Castigarnos Dios!
—¡Le parecen a Vd. pocas penas esa enfermedad, esa escasez, esos sufrimientos!...
—¿Y qué le hemos de hacer? Todos trabajamos. ¿No has visto la vida que llevan tus hermanos y lo que yo me afano?
—¡Pregunta Vd. lo que pueden hacer! ¡Parece mentira! Es imposible que Dios ayude a ustedes.
En vano pretendía dar dulzura a sus frases: la extraordinaria viveza de los ojos acusaba una resolución enérgica.
—No, madre; no esperen ustedes alivio ni amparo. En casa no hay religión, no se reza, no se practica una sola devoción... Da grima pensarlo. Desde hace cerca de un mes que estoy en Madrid, ¡cuántas cosas tristes he visto! ¡Ni una oración, ni un acto de piedad! Comprendo que padre no vaya a misa, aunque bien pudiera sustituirla con algunos actos de recogimiento y penitencia; pero, ¿y Vd.? ¿y Leocadia? ¿y Pepe? ¡Vivís como herejes! Lo confieso, madre; he dudado mucho antes de dar este paso, pero mi deber es antes que todo. ¿No siente usted miedo... vergüenza por vivir así?
—Y ¿qué quieres que haga? Yo no mando... yo cuido de la casa... y nada más: la limpieza... trabajar y más trabajar... ¡qué sé yo!
—¡Limpieza y trabajo! ¡Con eso piensa usted que ha cumplido! Cuando el Señor la lleve de este mundo, que la llevará... desgraciadamente, ¿se salvará Vd. con haber tenido aseada la casa? ¡La casa limpia y el alma negra por el pecado! ¡Toda la pulcritud para uno mismo, todo el trabajo para lo propio, y ni una visita a la casa de Dios, ni un pensamiento para su divina Madre! ¡Da ira el verlo!
Doña Manuela oía en silencio, sobrecogida con aquel inesperado disgusto, que aun para su escasa inteligencia era señal de otros mayores. La vehemencia de Tirso llegó a exacerbarse tanto, que la pobre vieja no pudo menos de decirle, casi con enojo:
—¡Hijo, no manotees, que nos ve la gente!
Él estaba ya poseído de su papel, y no hacía caso.
—¡Aquí no hay hijo! No hay sino un sacerdote que ha visto esa lepra asquerosa del ateismo y quiere curarla. ¿Lo oye Vd., madre? Si Vd. no me ayuda, lo haré yo solo... lo intentaré yo solo; y si no puedo lograrlo, se lo diré a todos ustedes, cara a cara, sacudiré en la puerta el polvo de mis zapatos, como los patriarcas de Israel cuando salían de la casa de los impíos, y no volverán ustedes a verme nunca.
—Y del escándalo y del disgusto se morirá tu padre.
—¿Qué más muerte que la que tenemos encima? El corazón cerrado a la piedad... ¡Si basta entrar allí para convencerse!... Estampas de reos liberales en las paredes, periódicos perversos de los que venden por las calles, comedias o noveluchas que lleva ese Millán de la imprenta y que permitís leer a Leocadia, libros malos... y en toda la casa no hay una imagen de la Virgen ni una cruz de palo...
—Yo no mando...
—Pues es necesario que mande Vd. A falta de padre, y estamos como si faltara, usted es quien debe gobernar: yo la ayudaré... y elija Vd., madre: poner remedio al mal, o dejar que lo remedie yo solo, contra mi padre, contra Pepe, contra todos.
—¡No, hijo de mi alma, por Dios, eso no, a Pepe no le hables de estas cosas!
—¡Ah! ¿Tiene Vd. miedo? Pues yo no.
Hablaban en voz baja, solos en un rincón del atrio de la iglesia, mientras les miraba curiosamente una mujer que en la escalinata vendía estampas, caras de Dios con marco de estaño, chufas, majuelas y torraos. Tirso intimidaba a su madre accionando con ademanes descompuestos: ella, ya ansiosa de cortar el diálogo, miraba alternativamente hacia el suelo y hacia la acera opuesta, donde estaba la botica. Las acusaciones de impiedad no la hicieron en un principio gran efecto; pero cuando Tirso las presentó como causa de los males sufridos y promesa de castigos eternos, su debilidad mujeril cedió al empuje del creyente. Lo que peor la sentó, fue la amenaza de que hablaría con Pepe.
Guardaron silencio unos instantes: él, dudoso del éxito de su empresa; ella, turbada, deseosa de sustraerse al influjo violento de aquel hijo que, para sojuzgarla mejor, acababa de decirla: «no soy sino sacerdote.»
—¿Vamos a la botica?—se atrevió por fin a preguntar la madre.
—Espere Vd.; no quiero que nos separemos así. Tiene Vd. que prometerme antes su auxilio. ¿Trabajará Vd. conmigo para que seamos todos cristianos, o me entiendo yo con Pepe y con mi padre? ¿Imagina usted vivir santamente no haciendo daño al prójimo? ¡Qué ceguedad! ¿Y Vd. misma? ¿Y su salvación? Rece Vd., madre, esto es lo primero, y Dios la iluminará y borrará de su alma esa apatía; venga Vd. a misa, y a poco que despierten los buenos sentimientos, cesará Vd. de reír las bufonadas sacrílegas de mi hermano, y arderá Vd. en deseo de auxiliarme. ¿Lo promete Vd.?
—Sí, hijo—contestó azorada—pero a Pepe no le cuentes nada de esto.
—¡Ya comprendía yo que él es quien tiene la culpa de lo que ocurre! Quedamos en que Vd. es mía, es decir, de Dios; si no, me marcharé para siempre, después de declarar francamente ante todos que no quiero vivir entre judíos.
Bajaron lentamente las escaleras del atrio, esperó Tirso a la puerta de la botica y, al ver salir a su madre con un frasquito en la mano, dijo:
—¡Tanto esmero, tanta solicitud para buscar remedio a los males del cuerpo, que no importan nada, y ni un pensamiento para la salud del alma! Acuérdese Vd. de lo que acabamos de hablar.
En seguida se separó de ella, dejándola confusa y asustada, como mujer a quien acaban de sorprender cometiendo un delito. El pecado, la condenación, la impiedad, habían sonado en sus oídos a modo de palabras vacías de sentido; las amonestaciones de un Bossuet no hubiesen ejercido en ella más imperio. Lo que la dejó amilanada fue la amenaza de hablar a su marido y a Pepe, segura de que la menor reconvención de Tirso provocaría una escena agria, quizá un rompimiento y un disgusto gravísimo. ¿Qué podía hacer ella para evitarlo? Nada. Sentía impulsos de contarlo todo al llegar a casa; pero, ¿y luego? Don José tal vez cediese en algo, por agradar al hijo de cuya presencia vivió privado tantos años; más, ¿qué haría Pepe viendo que sus mimos, sus cuidados, sus trabajos por evitar toda desazón a su padre quedaban esterilizados con la ingerencia de Tirso en la vida de la casa? No era doña Manuela capaz de analizar el conflicto, ni su voluntad fuerte para arrostrarlo. La poca energía de su alma la aplicó toda a entrar en casa con los ojos secos.
Llegado el domingo, Tirso salió muy de mañana; Leocadia, después de
disponer los desayunos, ayudó a levantar a su padre y, cuando tuvo que
sentarle en la butaca, llamó a Pepe, que se estaba vistiendo para ir a
ver a Paz.
—¡Pepe, Pepe!—gritaba desde la alcoba de don José—ven, que sola no puedo poner a papá en el sillón.
Acudió él en mangas de camisa, besó a su padre, que esperaba apoyado en el borde de la cama y, levantándole vigorosamente, le acomodó en la butaca: entre él y Leocadia le empujaron luego hasta el comedor, y le sirvieron el chocolate con buñuelos, que todos los domingos tempranito llevaba Pateta de casa de su protector.
Cuando Pepe fue a concluir de vestirse, preguntó a su hermana:
—¿Y mamá?
—En misa.
—¿En misa?—repitió Pepe, sorprendido, pero sin mostrar enfado.
—Sí, como está aquí Tirso, ¿comprendes? será por no disgustarle.
—Eso debe de ser.
No añadió una palabra, mas no le pasó inadvertida la novedad. La madre había ido a misa. ¿Sería realmente sólo por deferencia a su hijo, o habría habido por parte de éste alguna instigación? Ambas cosas eran creíbles. «Si lo primero—pensaba Pepe—nada hay en ello de particular: si lo segundo, malo será que mi hermano empiece así, poquito a poco, y acabe pretendiendo que nos hundamos la tabla del pecho a puñetazos. Sea lo que fuere, no estoy desprevenido: ello dirá.»
Doña Manuela era incapaz de aquilatar la importancia que tenía aquella brusca ingerencia de su hijo mayor en la vida de la casa, pero se acobardó ante la idea de que entre ambos hermanos pudieran surgir desavenencias graves que desazonaran al padre. En cuanto a poner remedio, sólo se le ocurrió impedir toda explicación entre Tirso y Pepe. Para esto era forzoso prestar asentimiento a los deseos de aquél, ir a misa, someterse a prácticas devotas y ceder a su voluntad, como antes había cedido y se había plegado a la carencia de espíritu religioso que siempre demostraron el marido y el hijo menor. Doblegóse, pues, deseosa de evitar contrariedades, y su primer acto de sumisión fue ir a misa el domingo siguiente. Al volver de la iglesia, Tirso la recibió con una cariñosísima sonrisa y ella consideró pagada su molestia; porque tal le pareció, sobre madrugar más de lo ordinario, vestirse algo mejor que de costumbre, abandonar los cuidados de la casa y pasar media hora en el templo rezando Ave Marías y Padres nuestros, que tenía casi olvidados. Algún recelo abrigó de que Pepe la hiciese burla; mas nada dijo éste que hiciese sospechar desagrado: en cambio Tirso, aunque con gesto bondadoso, la preguntó:
—¿Por qué no ha llevado Vd. a Leocadia?
—¿Y quién había de hacer las cosas de la casa?
—Todo se debe dejar para después de cumplir con el Señor.
Doña Manuela había pensado en ello; pero tuvo en cuenta que era preciso levantar del lecho a don José, disponer la comida y arreglar los cuartos: además consideró que, como Millán trabajaba durante la semana y aprovechaba los domingos para ver a Leocadia, tal vez ésta perdiese la visita del novio, si se le ocurría venir temprano. Lo grave era que, el callar doña Manuela a su hijo el clérigo esta última consideración, era ya prueba de excesiva docilidad.
Pepe aguardó impaciente hasta el miércoles de aquella semana, que era día festivo, y mientras se vestía estuvo en su cuarto atento a los ruidos que escuchaba, deseoso de colegir, por el rumor de los pasos y el abrir y cerrar de puertas, si iría también a misa su madre. No le duró mucho la incertidumbre: su hermana le llamó presto para levantar a don José; y como éste le preguntara por la madre, Leocadia dijo que había ido a la iglesia.
—Aunque me lo ocultéis—repuso Pepe—veo que aquí anda la mano de Tirso.
—No sé, pero, hazte cargo; estando él aquí, parece feo que nadie oiga misa.
—Eres lista y comprenderás mi temor. Sabes que en estas cuestiones hace entre nosotros cada uno lo que quiere. Papá y yo no creemos en ciertas cosas, y nunca hemos practicado, como dicen los devotos: vosotras no lo habéis hecho porque no habéis querido, pero nadie os ha obligado a ser judías.
—¡Hombre, judías no somos!
—Bueno; supongamos que ahora os da por ahí, en esto no me meto. Lo triste sería que las advertencias, los consejos, acaso las amenazas de Tirso, lograran que cayeseis en exageraciones: en cuanto a papá, y a mí, no hay quien nos haga, por ejemplo, ayunar, comer de viernes, ni cometer tonterías por el estilo.
—No creo que se meta en eso.
—Conviene precaverlo todo. Si esto ha sido cosa de Tirso y ha empezado por hacerla ir a misa, luego querrá que confiese, vele al Santísimo y vaya a las Cuarenta Horas, con todo lo cual verás cómo anda la casa y se descuida el atender a papá.
—Ya estás creyendo que se nos ha entrado la Inquisición por la puerta.
—Milagro será que no pretenda hacernos a todos beatos.
En aquel momento sonó la campanilla y Leocadia corrió a abrir. Era doña Manuela, que al hallarse frente a Pepe se sintió inmutada.
—¿De qué color era la casulla?—le preguntó él bromeando.—¿Y por qué te quedas así, mamá? ¡Ni que fuera yo un guardia civil!
—¡Como tienes esas ideas!
—No vayas a pensar que me enfado: ni tengo derecho, ni hay por qué. Pero sentiría, si anda en ello la mano de Tirso, que acabe por sorberte el seso y te convierta en una de esas devotas que se comen los santos.
—Tanto, no; pero un poco de religión, no viene mal.
—¿Como de cuando en cuando una purga?
—Que te oiga tu hermano, y disputa al canto.
—Tienes razón: más vale que no me oiga, porque acabaríamos riñendo.
—Mira, hijo, no tengamos algún disgusto por vosotros.
—Por mí, no, mamá; puedes estar segura. Con tal que él no extreme las cosas y pretenda que nos demos duchas de agua de Lourdes.
—¡Te advierto que a mí no me ha dicho nada! He ido a misa porque, estando aquí él, me parecía feo...
Esta disculpa no exigida, ni siquiera rogada, fue para Pepe un rayo de luz: ya no le cupo duda de que las idas a la iglesia eran obra del otro. Propúsose desde entonces tener mucha paciencia, observar, exagerando la prudencia, y prepararse a contrarrestar enérgicamente el influjo de su hermano cuando fuese necesario. ¿Qué determinaría esta necesidad? No era fácil adivinarlo. Si los manejos de Tirso quedaban reducidos a imposición de misas y rosarios, el caso no valdría la pena de intervenir en ello: lo malo sería que lentamente, sorbida la madre por la devoción, pretendiera luego variar la vida de la casa, que llevase a mal las ideas de su marido, que surgieran las exigencias, la intolerancia, el enojo por la falta de piedad y cuanto el fanatismo religioso trae consigo. Pepe sabía que la religión es, con respecto del incrédulo, lo que la seducción respecto a la mujer: el primer favor, la primera condescendencia, es prenda de vencimiento inevitable. Hasta dónde puede llegar el triunfo, nadie lo sabe; que así como la virtud, rendida por la pasión, pierde su albedrío, así el alma, avasallada por la fe, reniega de su propio criterio. Y como el de doña Manuela era escaso, y Pepe, a pesar del cariño que la profesaba, no lo desconocía, si el fanatismo se enseñoreaba de su espíritu, aquel hogar, siempre tranquilo, se trocaría de pronto en una sucursal del infierno. «Es natural—pensó tratando de bucear en la intención de su hermano—con papá y conmigo no se atreve: si emprende campaña para moralizarnos, procurará primero conquistarlas a ellas. Que las haga rezar cuanto quiera; por mí, hasta que chupen las cuentas del rosario, pero armar aquí peleas por defender a los curas trabucaires, malgastar dinero en novenas y desatender a papá por vestir al niño Jesús, lo que es eso... ¡de ningún modo!»
Trascurrieron unas cuantas semanas sin que la situación variase notablemente, pero sin que a Pepe le pasara inadvertido el menor detalle de lo que ocurría. Las novedades más salientes fueron poner la madre los viernes un pucherito aparte para Tirso, que no quería comer de carne; colocar a la cabecera de la cama de matrimonio una cruz de madera; detenerse los domingos en misa un ratito más que los primeros días, y comprar un devocionario impreso en caracteres gruesos, propios para persona a quien los años han fatigado la vista. Además, Leocadia comenzó también a ir a la iglesia y ambas dieron en repetir la oración que decía Tirso antes de las comidas.—«¿Dónde diablos habrán aprendido este rezo?»—se preguntaba Pepe.
Poco le duró la duda. Una mañana, buscando unas tijeras en el costurero de su hermana, halló en él, entre los hilos y cintas, un librito, en cuya portada se leía este título: Oraciones nuevas para todos los actos de la vida, que son otros tantos escudos contra las malas tentaciones. Lo abrió sonriendo, y vio era el más completo repertorio de peticiones y acciones de gracias que imaginarse puede. Habíalas, hechas como de encargo, para antes y después de comer, para las horas del sueño y el trabajo, y hasta para torpes casos a que no sospechó Pepe pudieran estar sujetas su madre y hermana, como uno que llevaba este epígrafe: Para cuando sintamos deseos lascivos.
Después, en unas páginas a manera de prólogo, leyó entre otros párrafos, el siguiente:
«Los esfuerzos que hagan los padres por convertir a sus hijos, las tentativas de éstos para inculcar la piedad en el corazón de sus mayores, las instigaciones de los amos para despertar la devoción en el inculto natural de sus criados y las piadosas mañas de los sirvientes para someter la mente de los señores al temor de Dios, serán por Él premiadas y bendecidas. No hay paz en la casa del impío, ni es justo el que tolera impíos a su lado. Cuanto con mayor vínculo estemos unidos al impío, más imperioso es el deber de convertirle, hasta humillándole, si es preciso. Mejor es quedar mal con nuestros padres de la tierra, que perder el amor del Padre que está en los cielos. Acordémonos, hermanos míos, del glorioso San Agustín, que decía: Ni mi madre ni las amas que me criaron se llenaban a sí mismas los pechos de leche, sino que vos, Dios mío, erais quien se los llenaba. Bueno es el amor a los padres, pero mejor es el temor de Dios, y no le teme quien soporta a su lado padres ateos, hijos herejes, criados blasfemos o amigos descreídos. Con hierro ardiendo se cauteriza la mordedura del perro hidrófobo: con el divino fuego de la fe debe quemarse el miembro podrido en la familia donde lo hubiere.»
—¡Qué brutos!—exclamó Pepe sin leer más, y dejando el librito donde estaba.
Aquella noche Pepe y Millán, terminado su trabajo, salieron juntos de la imprenta.
Las calles de los barrios bajos estaban solitarias y sombrías: apenas de cuando en cuando encontraban los dos amigos una pareja enamorada, que iba acortando el paso por prolongar el diálogo, algún sereno sentado en el escalón de un portal, o un mancebo de tienda de comestibles con la puerta entreabierta en espera del matute. El aire, gratamente fresco, parecía limpiar de impurezas el ambiente; y, a ratos, el rodar de un coche interrumpía el silencio, perdiéndose luego rápidamente el ruido en la distancia. Millán iba callado: Pepe, a más de silencioso, triste y pensativo, como ensimismado.
—¿Te pasa algo? Parece que te han dado cañazo—le dijo Millán.
—Estoy de muy mal humor.
—¿Por qué?
—A tí te lo puedo decir.
—¿Necesitas dinero? ¿Quieres la semana o el mes adelantado?
—No; muchas gracias, chico. En esto el dinero no puede nada.
—¿Estás de monos con la señorita? Temo que el noviazgo ese te va a dar mucho que sentir.
—Te equivocas: Paz está conmigo más cariñosa que nunca; parece que hay así como un recrudecimiento en su cariño, y por cierto no sé a qué atribuirlo... no me lo puedo explicar.
—Entonces, ¿qué tienes?
—Lo de mi casa.
—Tu hermano...
—Sí: aquello va tomando mal aspecto.
Pepe puso a su amigo al corriente de todo, explicándole cómo Tirso había logrado que doña Manuela y Leocadia fueran a misa, que recitaran con él las oraciones a la hora de comer, la compra del devocionario y el hallazgo del librito, sin omitir el piadoso espíritu que avaloraba sus páginas, y terminó preguntando con acento irritado:
—¿Qué te parece?
—Lo primero, debes tener mucha cachaza y muy mala intención. Esos no son más que síntomas; pero tienes que andarte con cuidado.
—Tirso me dirige la palabra lo menos que puede: no sé de qué modo se las compone; pero lo arregla de suerte que, cuando yo entro, él sale, y viceversa; me habla poco, con cortesía, y sin entrar nunca en conversación larga. Con papá hace casi lo mismo: a mamá y a Leo es a quienes él quiere ser simpático.
—Lo de siempre: apoderarse de las mujeres para hacer guerra a los hombres.
—Temo que no te falte razón.
—Pues chico, mucho ánimo, y a evitar lo que pueda sobrevenir. Estás expuesto a que se convierta la casa en un reñidero de gallos.
—¡Primero le tiro por la ventana!
—Créeme; nada de violencia. Lo que debes evitar, ante todo, es que tu padre sufra las consecuencias; y figúrate la pena que le ocasionarías disputando con Tirso.
—Entonces, ¿voy a cruzarme de brazos?
—No: debes reflexionar mucho lo que hagas; y... vaya, chico, no pensaba contarte nada; pero ya que hablamos de esto, allá va: estoy seguro de que te harás cargo de mi situación.
Calló Millán un instante, como dudando si decidirse a hablar, y viendo reflejada la impaciencia en el rostro de Pepe, continuó de este modo:
—Me parece que no vuelvo a poner los pies en tu casa, al menos por ahora.
—¿Por qué, si allí nadie te ha ofendido?
—Vamos por partes. No es nueva para tí la noticia de que yo quiero a tu hermana.
—Y que mis padres y yo nunca lo hemos llevado a mal. Nuestra situación...
—No se trata ahora de eso: sé como vivís, y no me ofenderás suponiendo que yo me haya podido fijar en si tenéis o no tenéis. Leocadia, puedo decirlo sin vanagloriarme... yo la quiero, ¿eh? pero ella, vamos, me parece a mí que también daba señales de quererme; y digo daba...
—Tú me decías que si estaba yo de monos con la otra, y ahora resulta... Esas son cosas vuestras. A tí y a ella os sé de memoria: total, cuatro días de enfado. Ninguno de vosotros es capaz de portarse mal... y si reñís... ¿yo qué le voy a hacer?
—Escucha y ten calma. Mucho me equivoco, o lo que me sucede está relacionado con tu hermano.
Pepe, al oír esto, se paró en medio de la acera, mirando a su amigo con la mayor curiosidad.
—Sí, con tu señor hermano. Leocadia no se muestra conmigo igual que antes, ni tan expresiva, ni tan cariñosa... ha variado mucho, y la mudanza coincide con la llegada de Tirso, mejor dicho, con las idas de tu madre a misa. En una palabra, temo que, así como ha influido en doña Manuela para que rece, trata de conseguir que tu hermana no me quiera... Le seré antipático... ¡qué sé yo por qué!
—Eso a él ¿qué le importa? ¿Y por qué has de serle antipático?
—¡Pareces bobo! ¿No me ha oído hablar? ¿No sabe que pienso como tú y tu padre? ¿No viste la cara que puso el día de la discusión sobre las iluminaciones origen de las pedreas a los retratos del Papa? Me parece que siendo cura, y con su vehemencia, tiene bastante. Lo menos creerá que la chica está en amores con Pedro Botero el de las calderas.
—¿Supones que ha hablado a Leo en contra tuya?
—No lo sospecho: estoy seguro, como si lo hubiese oído.
—¿Y te fundas?...
—Un libro te ha puesto de mal humor: otro me ha hecho a mí comprender lo que sucede. Ya sabes que tu hermana siempre me está pidiendo libros que leer; y que yo la llevo novelas; a una mujer no le vamos a dar la colección legislativa. Pues bien; el domingo pasado, al devolverme el penúltimo tomo de Nuestra Señora de París y otro de Ivanhoe, me dijo:—«No me traigas más, Millán; ahora no puedo distraerme, tengo mucho que trabajar.»
—No es verdad: hace dos semanas que no le dan labor.
—Por eso advertí lo que ocurría. Al poco rato, tu padre, sin saber que Leocadia se resistía a que yo la llevara lo que faltaba de Nuestra Señora, me dijo delante de tu hermana que no tenía trabajo, y ella se marchó del comedor en seguida. Cuando nos despedimos en el pasillo la pregunté a qué obedecía aquello y respondió con evasivas. En esto salió Tirso de su cuarto y, como quien está enterado de lo que oye tratar, me dijo:—«¿A qué insistir? ¿No ve Vd. que no quiere leer indecencias?»
—¿Y qué le contestaste?
—¡A tu hermano y en tu casa! Callar y marcharme; pero, lo confieso, me dieron ganas de meterle un tomo por los hocicos. ¡Lo menos se ha figurado el hombre que llevo a la chica libros de mal género!
—¡Qué burro!
—Falta lo mejor. Era la primera vez que Leo y yo nos separábamos así, poco menos que incomodados, y me faltó tiempo para volver el lunes. ¿Te acuerdas de que fui por la tarde con el pretexto de las pruebas y estuve hablando con ella?
—Sigue, sigue: ¿y qué te dijo?
—Hombre, hay cosas que no se pueden explicar punto por punto. Ya comprendes tú la diferencia que hay de estar una mujer cariñosa, que le rebose la satisfacción de verse querida, a estar fría, esquiva, como a quien no se le importa nada del hombre que tiene al lado.
—Pues una de dos: o estás equivocado, y no hay nada de lo que sospechas, o Tirso tiene la culpa; y en este caso, no cabe duda, en mi casa va a haber más guerra civil que en el Norte.
—Mucho lo temo; y respecto a lo que veníamos hablando, creo que Leo no está ya por mí.
—Vamos con tiento. ¿Tienes algún lío, algún trapicheo que sabido por ella la haya enojado?
—No: palabra de honor.
—Bueno; pues yo pondré las cosas en claro.
—Te advierto una cosa. No pensaba formalizar aún la cuestión por... por falta de cuartos; pero puesto que han venido rodadas las cosas, conste que tu padre y tú podéis considerarme, si queréis, como de la casa; ¿entiendes?—Y tendió a Pepe la mano, que él estrechó cariñosamente.—Ya lo sabéis, como acostumbran los títulos: os pido la mano...
—Yo te prometo que saldremos de dudas.
—¿Qué vas a hacer?
—Poco he de poder, o despejo la situación. En la primer conversación que tenga con Tirso, le quito la careta. ¡Veremos quién lleva el gato al agua!
En seguida avivaron el paso, separándose al llegar cerca de la calle de Botoneras, donde se despidieron, quedando Millán algo esperanzado con la intervención ofrecida. Pepe entró en su casa de puntillas, abrió despacito, por no despertar a los que dormían, encendió la vela que a prevención dejaba Leocadia en una palomilla del pasillo, se entró a su cuarto y se acostó, pensando en los sucesos e ideas que le interesaban, en aquel recelo que le inspiraba su hermano, en el cariño que tenía a sus padres y en las complicaciones que temía. Luego, serenándose su ánimo, se acordó de Paz y del recrudecimiento que imaginó notar en su amor. ¿Cuál sería la causa? ¿Por qué la niña criada en el regalo, lejos de convencerse de que aquello era una locura, daba a sus promesas más firmeza y mayor expresión de simpatía a sus miradas?
Viendo Tirso que la madre atendía sus exhortaciones, no solamente insistió en ellas, sino que trató de conquistar el ánimo de Leocadia, siéndole necesario para ello aguzar la astucia, pues la diferencia de caracteres entre doña Manuela y su hija pedía táctica diversa. La primera cedió por bondad y mansedumbre: en ella era hábito plegarse a la voluntad ajena. Cuando joven, obedeció a su marido; erigido después Pepe en jefe de la familia por la fuerza de las circunstancias, se acostumbró a mirarle como tal, y en las menudencias caseras seguía el parecer de su hija, mostrando en todo ser nacida para obedecer. Las condiciones de Leocadia eran distintas: tenía genio voluntarioso y, aunque sin faltarles al respeto, respondía a sus padres con entereza; en sus caprichos de muchacha pobre, había siempre cierta obstinación; si se empeñaba en reformarse un traje, no cesaba de dar vueltas a los trozos de tela, hasta lograr lo que se proponía; gustándole un peinado, no hallaban paz sus manos hasta que conseguía aprender modo de hacérselo, y hasta en estos pequeños detalles, por la tenacidad de sus resoluciones, delataba una firmeza muy difícil de dominar desplegando energía. Tirso notó también que, a pesar de lo humilde de su situación, la chica era algo vanidosa y estaba pagada de su persona, acusando de distintos modos el afán de agradar, y como un cierto deseo latente, pero inmoderado, de imitar prendas y costumbres de muchachas más favorecidas por la suerte. Jamás consintió, por ejemplo, en hacer a su hermano blusas para trabajar en la imprenta, ni bajó nunca a la tienda de la esquina próxima con pañuelo a la cabeza; a Pepe quería verle lo mejor vestido que fuera posible; y en sus trajes propios, aun luchando con la falta de dinero para adornos y perifollos, procuraba siempre imitar cortes elegantes. Por no tenerlos de oro, llevaba sin pendientes las orejas y los dedos sin anillos. No era exigente en pedir lo muy costoso al esfuerzo de sus padres; pero sólo aceptaba la pobreza como un accidente de su vida, no como condición de su origen. Admitió de buen grado el amor de Millán, al tiempo que éste cursaba con Pepe la carrera; mas el ver que su novio tuvo que abandonar los libros y dedicarse a un oficio, fue para ella contrariedad grandísima. De continuar su hermano en la Universidad, acaso hubiese procurado romper pronto sus relaciones con el impresor; mas viéndose Pepe obligado a hacer lo mismo al poco tiempo, Leocadia comprendió que no podía por esto rechazar a Millán, y continuó aceptando su cariño, sin que la correspondencia con que lo pagaba mereciese en realidad nombre de amor. Quizá, por falta de antecedentes, no estuviera Tirso en situación de apreciar todo esto; pero alcanzó lo bastante para convencerse de que, ni Leocadia estaba verdaderamente enamorada, ni desecharía por Millán lo que el desvergonzado lenguaje de la codicia llama una proporción; lo cual le autorizaba a imaginar que, si la madre había cedido por docilidad, la vanidad y el amor propio serían buenos medios para subyugar a la hija. Mejor quisiera él llevar la piedad a sus corazones con la vehemencia del celo que le inflamaba, pero comprendió que le era forzoso seguir la máxima de plegarse a la índole y carácter de cada pecador, para convertirlo más seguramente. Por fin, muchos días después de haber hablado con doña Manuela, determinó sondear a Leocadia; y hallándola una tarde leyendo en el comedor, mientras don José reposaba y la madre había salido, se acercó, llevando él otro libro en la mano.
—¡Sabe Dios!—la dijo entre severo y sonriente—qué libraco será ese! ¿Es de los que te trae el novio?
—Sí.
—¡Bonito papel para un joven el de procurar lecturas nocivas a la mujer a quien quiere, y buen modo de amar... suponiendo que te ame!
—¿Por qué dices eso?
—Cálmate, hija, cálmate; no quiero decir, ¡Dios me libre! que ese joven no te estime: lo que me choca, es que tú le quieras a él.
—¡Ya lo creo que me quiere!
—No parece de mala índole; pero le sucede lo que a tu hermano: debe estar plagadito de las ideas de ahora y ser de esos que no creen ni en la luz del día. Listo, sí será; ¡lástima que tenga oficio tan feo!
—El de su padre... Empezó a estudiar para abogado; pero luego le sucedió lo mismo que a Pepe.
La palabra oficio sonó en los oídos de Leocadia como Tirso había previsto.
—Tendrá que estar siempre metido entre gente ordinaria, trabajadores y jornaleros: luego le afinarás tú... aunque mala tarea es.
—Pero, ¿imaginas que Millán es mozo de cuerda o sereno?—repuso ella, riéndose forzadamente.—Te equivocas: es un muchacho decente, igual a Pepe, que tiene que vivir así, trabajando, como Pepe.
—No, hija, como Pepe, no: nuestro hermano es hijo de un funcionario público; el padre de ese joven, si no he oído mal, era cajista, jornalero.
—Impresor.
—Llámalo como quieras. Siendo ya viejo, llegó a dueño de la imprenta; pero su origen no puede ser más humilde. Eso no quiere decir que sea mala persona; pero, en fin, ¿por qué te disgusta que nosotros ambicionemos para tí lo mejor?
Leocadia miró a su hermano, sorprendida de que así se preocupara por su porvenir.
—Lo que quiero decirte—prosiguió el cura—es que, tan joven, y reuniendo condiciones que son para la mujer llave de sana prosperidad, no debes contraer compromisos formales con un hombre inferior a tí; porque esto no me lo negarás. Acaso tenga posición más desahogada que la nuestra; pero, una cosa es el bienestar, y otra la esfera de cada uno. Hoy por hoy, no tenemos dinero; pero ni nuestros padres ni nuestros abuelos han sido menestrales. Créeme, Leocadia, no te comprometas con nadie; no renuncies a tu libertad de acción. No has nacido tú para mujer de un jornalero.
—¡Dale con lo de jornalero! tiene una industria; vamos, una imprenta; pero no es un gañán.
—¡Bah! hija mía: llamemos a las cosas por sus nombres. Trabajador, no es más que trabajador; y, si te casas con él, sabe Dios si tendrás que ir algún día a llevarle la comida en cesta, como a un albañil.
—De modo que, según tú, debo esperar a que venga a pedir mi mano un título de Castilla.
—Nada de eso: me parece que, aunque sea un buen chico, no está justificado que renuncies por él a lo que te reserve el porvenir. Nadie sabe lo que es el porvenir para una doncella.
Harto conoció Leocadia que, tras aquella problemática esperanza de grandezas futuras, lo que verdaderamente impulsaba a Tirso era la antipatía que sentía contra Millán, desde que conoció que en política y en falta de religión coincidía con Pepe; mas como estos mismos argumentos se los hizo a sí propia alguna vez, no dejaron de ejercer presión en su ánimo. Parecíale innegable la bondad de Millán, pero Tirso tenía, en parte, razón. El roce con la gente de la imprenta había dado a su franqueza cierto tinte rudo, a veces rayano en la grosería; a sus sentimientos honrados servía de intérprete un lenguaje tosco; para verle algo aseado y compuesto, era preciso aguardar al domingo: acaso no anduviese descaminado Tirso y, andando el tiempo, tuviera ella que llevarle en cesta la comida, resignándose a ser una menestrala, es decir, el tipo contrario al de las señoritas, cuyos modales y trajes procuraba imitar.
En ocasiones diferentes hizo Tirso a su hermana análogos razonamientos y, como el terreno estaba bien preparado, la semilla comenzó a germinar. Iniciado en ella el desvío, lo primero que hizo fue evitar que menudearan las visitas de Millán entre semana, fundadas en el préstamo de libros: luego ocurrió la escena narrada a Pepe por el amante desdeñado, en la cual intervino Tirso, y, por último, la muchacha acentuó tan enérgicamente su desamor, que el novio casi dejó de merecer tal nombre. A ser el afecto de Millán pasión hondamente arraigada, hubiese puesto empeño en recobrar lo que perdía; mas también en él palpitaba un fondo de propia y exagerada estimación, en que era de mayor cuenta el orgullo que el cariño.—«No hables de esto a tu hermana—había dicho a su amigo—porque el querer no se impone ni es cosa para recibida de limosna.»
Aquello produjo a Pepe malísima impresión, pero aún le desagradó más ver demostrada la intervención del cura. La cosa estaba ya fuera de duda: tras intentar apoderarse del ánimo de la madre, comenzaba por distintos medios a explorar el de la hija para los mismos fines. ¿Cuáles serían sus propósitos ulteriores? Motivos de conveniencia personal, al parecer ninguno. Lo único verosímil, era que obrase impulsado no más que por proselitismo religioso, y en este caso, para comprometer en la empresa la paz y la dicha de la familia, su fanatismo debía ser grande. ¿Cómo arriesgarse, de otra suerte, a promover una escisión entre padres e hijos, aventurando la tranquilidad del hogar y la poca salud de don José, por sólo la falta de cumplimiento en los deberes piadosos? Tanto repugnaba esto a Pepe, dadas sus ideas, que no le era posible atribuir a su hermano tamaña obcecación, suponiendo que, si únicamente el celo le impulsara, debía moderarlo con afectos más terrenales, pero no menos puros. Su entendimiento rechazaba la posibilidad de que existiera hombre capaz de apenar a sus padres por dar lustre a la religión. La displicencia con que Millán y Leocadia comenzaron a mirarse, perdió con esto importancia a los ojos de Pepe: su verdadera preocupación fue la conducta de Tirso, y llegó a disgustarse tanto, que su amada Paz lo echó de ver en seguida.
Primero, cierto espíritu novelesco, propio de niña libremente educada, hizo que Paz se encaprichara con el amor de Pepe: después, cuando llegó a comprender lo mucho que él valía, aquella inclinación se acentuó insensiblemente y, lo que al comienzo fue juego de la imaginación, vino a ser, del modo más natural y sencillo, sincero y bien arraigado amor. El empleadillo, como ella imaginaba que sus amigas le llamarían si llegaran a conocerle, se le había entrado al alma, persuadiéndose de que le quería porque empezó a temer la cara que al saberlo pondría su padre, a pesar de los alardes democráticos que solía hacer en el Parlamento. Pero no era esto lo que más la desazonaba. Su inquietud nacía de ver disgustado continuamente a Pepe, y el convencimiento de estar enamorada brotó de aquella relación que estableció su inteligencia entre la pena que ella sentía y la inquietud que él mostraba. Cuando Paz se hizo cargo de que, aun ignorando la causa, el pesar de su novio la entristecía; cuando, sin poder aquilatarlo, sintió como propio un dolor ajeno, entonces advirtió que en su corazón comenzaba a reinar una voluntad distinta de la suya, y que aquel hombre, sólo con lealtad y buena fe, iba apoderándose de su albedrío lenta, pero seguramente, como río caudaloso que profundiza el cauce en que se sustenta. Paz, en apariencia frívola, a semejanza de todo el que no ha sufrido, pero muy lista, se persuadió pronto de que amaba, porque su pensamiento, lejos de amedrentarse ante las contrariedades que podía el amor ocasionarla, se fijó exclusivamente en el dolor del hombre a quien quería. La primer muestra de pasión verdadera, fue la sinceridad con que le habló.
Una mañana, estando en la biblioteca de su padre, que era donde se veían en los ratos que aquél faltaba de allí, dijo a Pepe, empleando su lenguaje ligero y franco, entonces más franco que nunca:
—Tengo que decirte una cosa muy grave.
—¿Qué?
—He hecho un descubrimiento: que tú no me quieres y que yo te quiero mucho más de lo que me figuraba.
—No te entiendo.
—Clarito, hijo; que tu amor—emplearemos esta palabra, para mayor solemnidad, aunque ya sabes que a mí me gusta más decir cariño—pues bien, que tu amor es mucho más tibio que el mío.
—Veamos cómo se demuestra ese grandísimo embuste.
—De un modo muy sencillo. Pase que siempre me estés aburriendo con lo de ser yo rica y tú pobre, por supuesto, que no me ofendo; pase la manía de los celitos, que no tienen sentido común; pase el estarte sin venir tres y cuatro días seguidos, para que te espere con más deseo...
—No: por miedo a que tu padre adivine lo que ocurre.
—Déjame acabar: lo que no pasa, es que tengas disgustos, que estés apesadumbrado y me lo calles. ¿Tan tonta soy, que no sirvo para decirte ni una palabra de consuelo?
—¿Y qué tiene que ver esta ternura, alma mía, con el descubrimiento?
—Pues no puede estar más a la vista. Que tú, sufriendo y ocultándomelo, revelas una falta grande de confianza, que es falta de cariño; y yo, aquejerándome, como dicen en Andalucía, por tu reserva, demuestro quererte mil veces más.
—Pero, ¿de dónde has sacado tú que tengo disgustos?
—Eso te faltaba, añadir el disimulo a la falta de confianza. ¿No quieres decirme lo que te pasa?
Pepe, que prefería hablar sólo de su amor, o que se había propuesto callar interioridades de su casa, contestó negando, y Paz acabó por decirle:
—Si crees que es mera curiosidad, no despliegues los labios; pero conste: quedo en libertad para averiguarlo.
—Averigua lo que se te antoje, pero quiéreme mucho.
La entrada de don Luis cortó el diálogo. Paz se había propuesto saber a qué atenerse respecto al origen de la tristeza de Pepe, y cuando una mujer enamorada forma resolución semejante, el secreto puede darse por descubierto. La obstinación de Pepe en callar fue inútil: Paz puso tanto empeño en saber los disgustos de su amante, como éste en seguir paso a paso los incomprensibles manejos del cura.
Cuando Pepe dejaba de ir a ver a Paz, por miedo a infundir sospechas o parecer pegajoso a don Luis, entraba Pateta en funciones de correo: ya sabía ella que cada tercer día de ausencia el chico rondaba al oscurecer los alrededores del hôtel y, espiando momento oportuno, metía el brazo por la verja y dejaba la carta bajo los ladrillos levantados del horno, situado junto al invernadero.
Una tarde en que don Luis tuvo que asistir a un banquete político, Paz, después de verle partir y tras alejar con distintos pretextos a los criados, bajó al jardín entre dos luces y aguardó a Pateta. Al cuarto de hora vio al muchacho que venía aproximándose disimuladamente a la verja, dando puntapiés a un bote de hoja de lata que encontró allí cerca: entonces ella se ocultó tras uno de los pilares de mampostería que había en los ángulos del invernáculo y, cuando el chico se acercó a meter la mano por entre los barrotes de la verja, salió de su escondite, diciendo:
—Oye, Pateta.
—Guárdese Vd. esta carta no la vean.
—No hay nadie.
Pateta, gorra en mano, arrimando el rostro a los hierros, como mono enjaulado, prestó atención.
Lo apartado del sitio y lo desapacible de la tarde, hacían que reinara en torno del hôtel completa soledad. En la atmósfera flotaban los últimos resplandores del sol ya puesto, y la árida campiña aparecía envuelta en una claridad medrosa, mientras al lado opuesto se iba extendiendo una ancha faja oscura, que se dilataba lentamente por el cielo. El traje de Paz formaba una mancha clara cortada por los hierros de la verja: Pateta se comía con los ojos a la señorita, sin adivinar lo que querría decirle.
—Pues a estas horas, estando esto tan solitario—dijo de pronto—ya podía el señor Pepe venir aquí y hablar con usted.
—Cállate y escucha. Con quien quiero hablar ahora, es contigo.
—Mande Vd.
—¿Eres capaz de hacerme un favor? La verdad, y sin que nadie se entere.
—¿Ni el señor Pepe?
—Menos que nadie.
El chico la lanzó una mirada que no pudo ser más expresiva. Paz comprendió que quizá hacía mal; pero ya no era posible retroceder.
—Te advierto que se trata de algo que nos interesa mucho a él y a mí.
—No hay más que hablar.
Pero esta sumisión fue acompañada del firme propósito de contárselo todo a Pepe.
—Vamos a ver: ¿Qué le pasa? ¿Qué disgusto es el que tiene? ¿Sabes algo?
—Nada, ni jota.
—Es necesario que lo averigües. Temo que le quiten el destino que tiene en la biblioteca del Senado, y quisiera estar prevenida para parar el golpe. ¿Sabes tú si es esa la razón de que esté hace ya muchos días tan tristón? ¿De veras no puedes decirme nada?
Pateta cayó en la red.
—Yo, de eso del destino, no sé ná: preguntaré. Por lo demás, no sé qué le pué haber pasao. En la imprenta todo anda como siempre... Como no sea por lo del cura...
—¿Qué dices de imprenta? ¿Qué imprenta es esa?
—¡Toma! ¿Cuál ha de ser? La nuestra, es decir, la del señor Millán.
—¿De modo que el señorito trabaja también en la imprenta?
—Como que es el primer corretor y le dan deciocho riales, y eso que no va más que por las noches. ¿No lo sabía Vd.?
Paz, temerosa de que Pateta se escamara, le dijo, mintiendo:
—Sí, hombre, ¿no he de saberlo? Pero creía que se llevaba el trabajo a su casa.
—¡Quiá, no señora! tié que hacerlo allí.
—Y eso del cura, ¿qué es?
—Su hermano, ¿está Vd.? es cura y ha venío hace cosa de dos meses; y como es cura y muy carca, les está golviendo tarumba, y trae la casa patas arriba; quié que vayan a misa, que recen más que un ciego; en fin, que no le puén aguantar... ni yo tampoco.
—¿Por qué?
—Hasta conmigo se ha metío el muy lioso. El domingo pasao tuve yo que ir a trabajar medio día, porque había prisas, y luego le yevé al señor Pepe unas pruebas a su casa; y como era domingo, y yo, aunque me esté mal el decirlo, soy corneta del batallón de Voluntarios de la Libertad de mi barrio, fui de uniforme, pá no tener que andar dos veces el camino. El cura estaba en la puerta, quiso que le dejara las pruebas y, como yo no le conocía y tenía orden de ver al mismo señor Pepe, ¿está Vd.? no me dio la gana. Mire Vd., señorita, se puso hecho una fiera, y lo que me dio rabia fue que me se rió del uniforme: me llamó mamarracho, y dijo que me fuera a estudiar la dotrina. Yo, la verdad, como aún no sabía que era hermano del señor Pepe... Vamos, que me despaché a mi gusto: le llamé cucaracha, carca, tóo lo que me se ocurrió.
—¿Y dices que ese hermano trae revuelta la familia?
—¡Ya lo creo! Si no fuera por miedo a dar una pesadumbre al señor viejo, ya le había don Pepe plantao en mitá el arroyo. Figúrese Vd., señorita, que una de las cosas que más rabia le han dao al señor Pepe, ha sido que ha hecho reñir... Verá Vd.: la señorita Leocadia se hablaba con el señor Millán, mi amo; vamos, que eran novios, como quien dice, y el cura ha metío zizaña y los ha desapartao. Por supuesto, que no estarían muy encariñaos, porque no hubieran reñido así... tan fácilmente, ¿verdad?
—Pero tu amo y el señorito Pepe no han reñido.
—¡Quiá! ¿No ve Vd. que los dos están convencíos de que la culpa es del cura? A la madre la tié tonta a fuerza de rezos... ¡Ya sabe el señor Pepe a qué atenerse!
—¡Sí que son motivos de disgusto!
—Fuera de eso—continuó Pateta—siempre ha estado de buen humor: hasta cuando tuvo que dejar la carrera, que a poco entró en la imprenta... y como si ná: él, en trabajando, ya está contento. No sabe Vd. la vida que yeva: él aquí con su papá de Vd., él en la imprenta, él en el destino que ice Vd. que le quién quitar. Es una fiera pá el trabajo, y cuanto gana, a su casita. No gasta más que en tabaco y algún realejo que me da pá mí.
—Vaya, adiós; vete, no sea que nos vean—añadió Paz, alargándole en la mano una monedita de dos duros.
Pateta, sin desasirse de la verja, repuso sonriendo, y con entonación muy achulada:
—¡Quiá!
—¡No seas niño, toma!
—¡Quiá, no, señorita!; ¡si yo hago lo que hago por el señor Pepe; pero a mí no me da Vd. ni eso, ni tan siquiera un chavo!
Paz seguía con la moneda en la mano, más avergonzada que el chico.
—¿Me haces un feo?
—Eso no: y pá que vea Vd., deme usted esa rosa que tiene Vd. prendida en el pecho: luego yo se la doy a mi novia: Vd. tendrá muchas así, y de esas no se venden en la calle.
Paz, movida de un sentimiento de mujeril delicadeza, corrió a la estufa, cortó dos magníficas rosas y, dándoselas al chico, además de la que llevaba prendida, le dijo:
—Estas dos, las mayores, para tu novia: esta otra pequeña, la que yo tenía puesta, para Pepe: ¿entiendes? ¿Conque tienes novia?
—Pues, ¿qué cree Vd., señorita, que soy de palo? Entendido: las mayores pá mi chiquiya, y la otra pá el señor Pepe.
—Adiós, y de lo que hemos hablado antes, ni una palabra... chitito.
—Corriente: quede Vd. con Dios, señorita, y gracias.
Ella se entró en el hôtel y él desapareció tras las tapias de unos corralones cercanos.
Paz supo más de lo que esperaba averiguar. El origen de las cavilaciones de Pepe por la conducta de su hermano la disgustó sobremanera; pero lo que hizo en su pensamiento más mella, fue saber que Pepe trabajaba de corrector en la imprenta. El dueño de su albedrío era algo menos que un empleadillo.
Por causa análoga, Leocadia, la muchacha de condición humilde, sin esperanza de fortuna, se mostró esquiva con su novio: Paz, en cambio, sintió entonces hacia su amante una simpatía firme y serena, en que había algo de respeto. A medida que su diferente posición tendía a separarles, más se aferraba ella a su cariño.
Un suceso ignoraba Pateta, y también Pepe lo ignoró durante algún tiempo, que contado por aquél a Paz, hubiese podido sumarse al capítulo de culpas hecho contra Tirso: el rompimiento de Leocadia con Millán.
Despreciado por ella, puso él los ojos en otra. Había entre los cajistas de la imprenta uno casado dos años antes con una muchacha llamada Engracia, sastra, muy guapa, modosa, de dulce condición y digna de mejor trato que el que le daba su marido. Era el tal, jugador, holgazán, pendenciero, pero, sobre todo, borracho, y con tan mal vino, que su desdichada compañera podía contar las copas que empinaba por los guantazos y empellones que ella recibía luego. Escatimarla la comida, empeñar las ropas, trampear en la taberna y volver el sábado a casa con el jornal mermado por el vicio, eran sus principales hazañas, amén de mirar a la pobre muchacha con el mayor despego. A Engracia la casó su madrastra, prendera, que, según voz pública en el barrio, tenía gato, con propósito de quitársela de encima, y ella admitió los primeros requiebros del cajista por salir del poder de tan mala pécora. Mientras confió el mozo, y la prendera supo hacerle esperar, en que la boda le proporcionaría cuartos, ocultó sus mañas; pero verificado el matrimonio, libre la madrastra, sujeta Engracia y chasqueado el novio, comenzó éste a dar mala vida a la muchacha. Afortunadamente, sus brutalidades duraron poco. Cierta noche, al cerrar la taberna en que se había emborrachado, el dueño de la tienda le arrojó a torniscones, y él se quedó tumbado en la acera, sin abrigo ni gorra. Cuando llegó a su casa, de madrugada, tosía más que un asmático, y a los quince días murió en el hospital, dejando a Engracia un niño de pocos meses. Sus compañeros, como todos los de tan noble oficio, en que tales casos son raros, tenían formada una a modo de sociedad de socorros para auxiliarse en los trances duros de la vida, y acordaron entregar a la madre viuda una cantidad de dinero. Millán puso algo de su bolsillo y mandó a Engracia recado para que fuese a recoger el total. Poco después, con ánimo de socorrerla indirectamente, y sabiendo cuál había sido de soltera su oficio, la dio alguna ropa que arreglar, y, hoy un viaje de él a su casa, mañana una visita de ella a la imprenta, al cabo de algunas semanas, como esto coincidiese con el acentuado desvío de Leocadia, comenzó a fijarse en Engracia, requebrándola entre rudo y amartelado con una delicadeza a que ella no estaba acostumbrada. La hermosura de la viuda, su desamparo y la juventud de Millán hicieron lo demás. La mujer se manifestó luego cada día más cariñosa, medio agradecida medio amante; él instintivamente apreció sus cuidados, quizá fijándose en el contraste que formaban con la arisca condición de su antigua novia, y sus existencias se unieron, formando el hermoso maridaje de la desgracia y el consuelo bendecido por el amor. Lo que más cautivó el corazón de Engracia, fue la dulzura con que Millán trató a su chico. Acaso el tierno afecto de la madre no fue sino el premio espontáneo de las caricias que el niño recibía.
De todo esto no tuvo Pepe conocimiento hasta mucho tiempo después, y Pateta tampoco lo sabía cuando habló con Paz: de suerte que ésta lo ignoró por completo.
Doña Manuela iba entre tanto sometiéndose mansamente a la influencia de Tirso: su carácter débil aceptó la inclinación que éste quiso darle, como hubiera tolerado cualquier otra. Nadie hasta entonces la dijo lo que su pensamiento había de acoger o rechazar, y fue indiferente en religión por serlo los que la rodeaban, que a ser fanáticos en cualquier sentido, fuéralo ella también. Tirso acertó antes que otro a encauzar su docilidad, y la buena mujer no ofreció resistencia, porque no hubo lucha en su espíritu ni asomo de contradicción entre las creencias propias y los consejos que escuchaba: el hijo cura no tuvo que desarraigar otra planta para sembrar en aquella tierra virgen; bastó que dejase caer la semilla: doña Manuela empezó a manifestarse devota con esa religiosidad externa que se ciñe a fórmulas preconcebidas y rezos como estereotipados para que las generaciones los repitan inconscientemente. La extraña poesía de la religión, compuesta de misterios ininteligibles, esperanzas mal definidas y amenazas tremendas, la sedujo con el encanto de lo extraordinario y, rechazando instintivamente las abstracciones, que tampoco Tirso hubiera podido explicarla, acogió de buen grado lo que hiere la imaginación. No entendió nada de la perfección humana en el seno de Dios, ni del vino que engendra vírgenes, ni del divorcio de la carne y el espíritu, ni del himeneo místico del alma y el Señor; pero, en cambio, la epopeya de la Pasión, narrada día por día, detalle por detalle, como vista de cerca, la impresionó mucho. Los suplicios de los primeros mártires, la mansedumbre de las vírgenes, la magia de los milagros, ejercieron en ella influjo análogo al que produce en cabezas infantiles la relación de cuentos maravillosos, y la admiración por todo esto engendrada sirvió para aumentar sus devociones, que cumplía con mayor facilidad según iba descifrando algo de lo que significaban. La misa, que en un principio juzgó ceremonia cansada y larga, fue pronto para ella representación de lo que sufrió el hijo de Dios, que por nuestras culpas se dio, y sigue dándose en cuerpo y sangre como precio de la redención humana; las letanías, antes enojosas, sartas de frases que no entendía, adquirieron carácter de plegarias gratas a sus labios, dulces al oído de aquéllos a quienes iban dirigidas; el rosario, que consideró retahíla de inútiles repeticiones, acabó por parecerle saludo de palabras augustas, recuerdo de las mayores penas y dichas que sufrió la Madre del Salvador del mundo. La interpretación de ciertos simbolismos y la sorpresa de ver explicadas cosas que antes no comprendiera, derramaron en su alma una satisfacción tranquila, un goce exento de egoísmo, pero que llegaba a producirla cierta excitación, haciéndola experimentar aquella complacencia propia de los cerebros débiles que, al descubrir algo nuevo para ellos, piensan haber hallado lo verdaderamente extraordinario. Las vidas de los santos, sus martirios y milagros, que Tirso solía leerla en el Año Cristiano, traducido del P. Croisset, eran para su imaginación como novelas de interés grandísimo, y la relación de aquellos gloriosos dolores y glorificaciones se le antojaban impregnadas de encantadora poesía. Si en la existencia de los que corrieron al martirio había algo ridículo o absurdo, ella no lo notaba, dispuesta y preparada por Tirso a percibir sólo el aroma de las virtudes que aquellas narraciones exhalaban. El beato Bernardo de Corleón, que bebía agua de fregar; Santa Senorina, que imponía silencio a las ranas; Santiago el Menor, que a fuerza de hincarse de rodillas crió en ellas callos como los camellos; San Toribio Mogrobejo, que nadaba entre caimanes como quien se baña con amigos; Santa Catalina de Sena, que una vez pasó desde el principio de Cuaresma a la Ascensión sin más alimento que la comunión; Santa Inés de Montepoliciano, que viendo imágenes de Cristo brincaba en la cuna de alegría; y la beata María Ana de Jesús, que dormía desnuda sobre manojos de zarzas y cambrones, eran figuras que desaparecían ante otras aureoladas de admirable grandeza; vírgenes con los pechos cortados a cercén, doncellas que desafiaban a los pretores romanos, niños cruelmente perseguidos y hombres que, ofreciendo a Dios el espíritu, entregaban la materia al dolor, como amada que se rinde a su amante.
La piedad de doña Manuela fue manifestándose por diversos síntomas. Comenzó a frecuentar asiduamente la iglesia, y se cuidó poco de ocultar a su marido y a su hijo menor la trasformación que en ella se operaba. Una noche, como Pepe llegase a casa más temprano de lo acostumbrado, entró, abriendo cautelosamente con su llave, por no despertar a los que reposaran y, oyendo rumor de voces apagadas, se detuvo a escuchar en el pasillo: halló entornada la puerta del comedor, y miró. Doña Manuela y Leocadia, terminado ya el rosario, estaban haciendo acto de expiación por las culpas propias y ajenas.
Tirso decía las frases expiatorias y ellas contestaban a una.
—Por mis pecados, por los de mis padres, hermanos y amigos; por los del mundo entero, perdón, Señor:—y ellas repetían:
—Perdón, Señor.
—Por las blasfemias, por la profanación de los días santos, perdón, Señor...
—Perdón, Señor.
—Por la desobediencia a la Santa Iglesia, por la violación del ayuno.
—Perdón, Señor.
—Por los crímenes de los esposos, por las negligencias de los padres, por las faltas de los hijos.
—Perdón, Señor.
—Por los atentados contra el Romano Pontífice.
—Perdón, Señor.
—Por las persecuciones levantadas contra los obispos, sacerdotes, religiosos y sagradas vírgenes.
—Perdón, Señor.
—Por los insultos hechos a vuestras imágenes, la profanación de los templos, el escarnio de los Sacramentos y los ultrajes al augusto Tabernáculo.
—Perdón, Señor.
—Por los crímenes de la prensa impía y blasfema, por las horrendas maquinaciones de tenebrosas sectas.
—Perdón, Señor.
—Basta por esta noche—dijo Tirso levantándose.—Mañana, el rosario y paráfrasis de un mandamiento.
—¿Llevamos cinco, verdad?—preguntó Leocadia.
—Sí: mañana toca el sexto.
Entráronse en seguida ellas, cada cual en su cuarto, y Tirso se quedó leyendo en el breviario. Pepe aguardó a que se recogieran las mujeres y luego volvió al comedor, resuelto a tener una explicación con su hermano.
La lámpara, casi agonizante, parecía negar su luz a aquella escena: Tirso, no esperando tan pronto el ataque, tuvo un instante de flaqueza y, levantándose del asiento, quiso refugiarse en su cuarto: Pepe, extendiendo hacia él la mano, le hizo señal de que esperase. La escasa claridad, reflejándose en los cristales del aparador y de los cuadros, dejaba en sombra los ángulos de la habitación; tras los visillos rojos de la puerta del gabinete dormían los padres y, al fondo del pasillo, estaba el cuarto de Leocadia: en torno de ambos hermanos todo era sombra y silencio. Sobre el hule que cubría la camilla estaba el rosario de Tirso y un librito de lecturas devotas, con las tapas abarquilladas y mugrientas.
—Hablemos bajo—comenzó diciendo Pepe.
Y el diálogo prosiguió en frases mortecinas, cobrando, en cambio, los rostros toda la energía que faltaba a la expresión de las palabras.
Después continuó:
—Al entrar he oído, sin querer, que erais rezando: en eso no me meto, aunque a mamá, sobre todo, más valiera que la dejases acostarse a su hora. Lo que quiero rogarte es que mañana no expliques a Leocadia mandamiento ninguno, y mucho menos el sexto.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Esa no es razón.
—¿A qué decirte lo que te has de resistir a entender? Sólo te pido que te abstengas de explicar a Leocadia, como vosotros soléis hacerlo, ideas y conceptos de que no se debe hablar a las muchachas.
—Vamos, ya encontraste pretexto para contrarrestar la obra de santa perfección que he emprendido.
—Aquí no hacía falta santidad alguna: ¿qué mayor perfección que la tranquilidad y la paz?
—¿Luego confiesas?...
—No confieso nada: hago una advertencia. A ciertos actos de devoción, tontos pero inofensivos, no he de oponerme. Ya que me obligas a ello, te lo diré: me parecen simplezas; lo que no me acomoda, es que señales y repitas a la muchacha esa claridad y desnudez con que algunos de vuestros libros abren los ojos a quien los tiene cerrados, ensuciando la inocencia y despertando ideas torpes en quien jamás las tuvo.
—¡Cuánta ceguedad! A los enseres de la casa cuidadosamente quitáis el polvo cada día: al alma dejáis que críe podre.
—No me vengas con frases de beato melancólico, ni me obligues a burlas, que callo sólo por consideración a tí. Imita mi prudencia y no motives escenas que nos den a todos que sentir.
—¡No me provoques! ¿Acaso conoces mis propósitos?
—Faltas a la verdad. No te provoco, pero no te perderé de vista. He seguido paso a paso tus manejos, y nada te he dicho; has comenzado a sorber el seso a mamá, y he callado: ahora te declaro francamente que no consentiré que, por adorar a Dios y sus santos, se olvide el cuidado de mi padre, y que no te dejo hacer a Leo esas repugnantes descripciones del vicio que encienden impureza en quien vive libre de ella. Háblala del cielo cuanto quieras; pero no te obstines en preparar su ánimo a combatir pecados que no conoce, porque no es cuerdo aplicar remedio donde no hay enfermedad: y, sobre todo, por lo que más quieras en el mundo, no turbes la paz de la casa; no vayas a hacer aquí, en pequeño, el papel de esos curas extraviados que andan moviendo guerra en el campo.
—¡Lo que hacen es perseguir a los enemigos de la religión!
—Sospechaba que simpatizabas con ellos; pero no me acomoda discutir esto ahora. Haz que mamá y Leo canten letanías, fervorines, gozos, salves, todo el repertorio de la música celestial; que recen hasta repetir maquinalmente lo que les enseñes: sólo te ruego que la devoción no robe amparo ni cariño a mi padre, y que no alecciones a la chica en cosas que ignora.
—¿No ha de huir el peligro?
—¿Cómo ha de aprender a evitarlo, si lo presentan a sus ojos con el encanto de lo prohibido por aliciente, con el incentivo de la curiosidad por guía y el aguijón de la edad por cómplice? Desengáñate, Tirso, no es este momento de que intentemos convencernos mutuamente; más no se le debe despertar la malicia a quien, como ella, la tiene adormecida; que sus impulsos no los sofoca luego nadie.
—Combatir contra la carne es virtud.
—Y no tener que combatirla, cosa mejor que la virtud misma.
—¡Está bien! tendré que ver impasible a tu amigo traerla libros detestables, historias de crímenes y amoríos perniciosos, y yo, su propio hermano, no podré oponerme. Está claro; la libertad para el mal, al bien la mordaza. Al menos eres lógico: aplicas a la casa la misma política que defiendes para el país. Luego os indignaréis de que sacerdotes como yo quieran traer piedad a las familias, y de que hombres como los que luchan lejos de aquí pretendan aniquilar a la revolución, que vomita blasfemias y engendra delitos.
—¡Traer piedad a las familias! ¿Acaso sabéis lo que es familia? Os basta el amor estéril que profesáis a Dios; preferís el egoísmo de la beatitud a la abnegación del cariño; una hora de meditación os parece cosa más santa que un día de trabajo, y el llanto que arranca un sacudimiento histérico os es más grato que las lágrimas vertidas consolando el dolor ajeno.
—Eres más impío de lo que imaginé.
—Y tú más fanático de lo que yo pensaba. Por ganar almas para el cielo, vas a traer la discordia a casa de tus padres. Antes que hijo, eres cura.
—¿No hallas nombre más despreciativo?
Las palabras, contenidas por el temor de despertar a los viejos, sonaban como sofocadas, ahogando la prudencia las entonaciones de la ira. Tirso, a pesar de su carácter impetuoso, sabía contenerse mejor; a Pepe le temblaba la voz en la garganta; aquél, tranquilamente sentado ante la mesa, jugaba con las cuentas del rosario; Pepe sentía afluir a los labios todos los temores que abrigaba su alma. La lámpara, a cada instante menos luminosa, iba quedando vencida por las sombras. Sólo se oía hacia la parte del gabinete el quejido metálico de los rodajes del reloj, y un silencio sepulcral reinaba en el espacio a cada interrupción del diálogo. Diríase que los objetos escuchaban.
—Has vivido siempre apartado de nosotros—prosiguió Pepe—y no sabes que el amor que une a los tuyos es más fuerte que el delirio de vuestra fe. La solicitud con que nos atendemos, es mayor que el celo que os inflama. No nos convencerás nunca de que las llagas de Cristo deben dolernos más que las piernas enfermas de mi padre.
—Tu padre morirá, y las sagradas heridas continuarán, por los siglos de los siglos, manando raudales de divina gracia. Y a propósito de padre, yo también quería hablarte de él, porque sé lo que tiene. He conocido un señor que padecía lo mismo: eso es gota.
—Es verdad; pero te advierto que se le está ocultando por no afligirle: le hemos dicho que es un simple reuma.
—Poco será el alivio que halle, si hay alguno posible.
—Mayor razón para que no se le atribule inútilmente. Es tarde: ¿quieres algo?
Vaciló Tirso unos instantes, cual jugador que teme aventurar la partida, y después, mirando a su hermano de frente, le preguntó:
—¿Crees haber hecho todo lo que debéis a su estado?
—Nada le falta: pagamos un médico acaso superior a nuestros recursos; mamá o Leo van en persona a la botica; no se escatima receta, por cara que cueste; con la mayor puntualidad se le da cuanto ha de tomar... y lo que vale más, respira una atmósfera de ternura y cariño que echarán de menos muchos más afortunados. Ahora tengo esperanzas de poder sacarle a paseo algunas tardes en un simón.
—Es natural; los que sólo creen en las cosas del cuerpo, no acuden a las del alma.
—¿Por qué lo dices?
—Yo pienso traerle un médico mejor que el vuestro.
—¿Quién?—preguntó Pepe, sospechando la respuesta.
—El Santo Viático.
—Eso le asustaría mucho y no le aliviaría nada; por consiguiente abstente de ello. Bastaría hablarle de esas cosas para que se muriera de terror.
—Cuando lo crea necesario, haré lo que me dicte mi conciencia.
Acercósele entonces Pepe y, poniéndole duramente la mano sobre el hombro, entrecortadas las palabras por una risa que era toda ira, repuso:
—¡Líbrete Dios de semejante brutalidad! ¿Lo entiendes? No respondería de mí. Papá sufriría una emoción que acaso le costara la vida... y podría olvidárseme que eres mi hermano.
—Cada cual cumple su deber como lo entiende.
—¿Sí? Pues date por avisado: al Santo Viático, al granuja que lleva el farolón y a tí... os tiro escaleras abajo.
—¡Lo veremos!
Pepe, sobreponiéndose a su indignación, procuró hablar con calma y, notando la sangre fría de que Tirso alardeaba, quiso mostrar igual serenidad.
—Temía esta escena, pero no quiero esquivarla... Cuando llegaste a Madrid, y al subir de la estación del ferrocarril entraste en Santa María, permaneciendo allí largo rato, sin la menor prisa de conocer a tus padres, porque conste que no les conocías, adiviné yo cuál sería tu fanatismo; pero no imaginé que sobreviniera esta lucha. Luego, dados tus antecedentes y viéndote vivir oculto en casa como un criminal, tuve sospechas de que habías venido a Madrid para asuntos que no eran tuyos... Recuérdalo: exceptuada la primer salida que hiciste entre dos luces la misma tarde del día en que llegaste, sólo al cabo de muchos días te atreviste a salir a la calle, después de las dos o tres visitas de aquel señor que vino a verte, cuando se conoce que estaba ya cumplida tu misión. Ya ves que te he seguido paso a paso. He notado tu empeño en no hablar con nosotros de ciertas cosas, porque te repugnan nuestras ideas sobre la política, la guerra y los curas trabucaires; y, por último, he aguantado tus mañas para convertir a mamá y lo que intentas para que riñan Millán y Leo... en fin, te conozco a fondo. Tú, en cambio, no sabes de lo que soy capaz.
—¿De qué?
—Si, lo que no es creíble, papá, espontáneamente, pidiera ciertos auxilios, yo sería el primero en respetar su voluntad. Pero, entiéndelo bien; si traes confesor, viático... vamos, cualquier tontería que pueda asustarle y provocar en su enfermedad una crisis peligrosa, te juro, por mi madre y por el amor de la mujer a quien quiero, que no te trataré como a hermano. De tu conducta depende mi prudencia. ¡Hemos concluido!
—Cada cual cumplirá su obligación.
—¡Abur!—Y Pepe, andando de puntillas, se metió en su cuarto.
Quedose Tirso un rato solo en el comedor, pensativo e inmóvil: la lámpara, espirante, despidió de pronto dos o tres chispas de la mecha, ya seca; el temblor de la luz hizo que en la pared se agitara convulsamente la sombra del cura, y entonces él, buscando casi a tientas la puerta de su alcoba, encendió una bujía y, tras rezar sus oraciones, se acostó; pero tardó mucho en dormirse. La energía de su hermano le había desconcertado por completo: Pepe era más hombre de lo que él imaginó.
A la mañana siguiente doña Manuela, antes de ir a la compra, según costumbre, fue a dar un beso a Pepe, mientras éste acababa de vestirse para marchar a su trabajo.
—Voy a la compra; adiós, hijo.
—Y a misa, ¿verdad, mamá?
Ella, sonriéndole cariñosamente, se limitó a decir:
—¿Qué mal hay en ello?
—En eso, nada; pero, oye, mamá. Anoche tuve una agarrada con Tirso: la cosa había de suceder, y llegó. Supongo que te habrá hablado de ciertos proyectos que intenta, relativos a papá: puedes imaginar el efecto que producirían. Contén a mi hermano, imponle cordura, porque estoy dispuesto a todo.
No cumplió Tirso sus amenazas, ni se alteró más, por entonces, la tranquilidad de la casa; pero ambos hermanos comprendieron que aquella calma, violentamente obtenida por la energía de uno y la aparente sumisión de otro, no era paz definitiva, sino una tregua pasajera.
«Querido Pepe: Figúrate lo disgustada que estaré: hace cuatro días que no nos vemos, y rabio por reñir contigo. Tonto, tonto mío, ¿pensabas que no había yo de saber averiguar tus penas para compartirlas? El chico te habrá dicho, seguramente, las preguntas que le hice y cómo me contestó. Estoy persuadida de que todo te lo ha contado. No puedes figurarte la gracia que me hizo su desinterés. ¿Me perdonas que soborne a tus servidores? Yo, en cambio, no te perdonaré tu falta de franqueza. Haz cuenta que estás a mi lado y que te hablo muy seria. ¿No hemos repetido ambos hasta la saciedad que debíamos sernos leales? Pues no merece perdón que por desconocer mi cariño me hayas ocultado las contrariedades que te ocasiona tu hermano. Está bien, don Reservado; quiere decir que no me importa lo que te agrade o enoje. ¿En qué puedes fundar el no haberme dicho que trabajabas en una imprenta desde que te viste obligado a dejar la carrera? Me has dicho algunas veces que tu posición y tu género de vida no te han permitido tratar ni conocer a fondo señoritas de esas a quienes el no tener que pensar en nada serio hace frívolas y vanidosas. ¿En qué consiste, pregunto yo ahora, que no habiendo podido conocerlas me confundes con ellas? Seamos francos: el temor a que me pareciese demasiado humilde tu trabajo, el recelo de que fuese vanidosa, te han hecho callar, y resulta que el vanidoso eres tú. Como nada de lo que yo te diga puede enojarte, me arriesgo a todo: ¿fue vergüenza lo que sentiste al pretender ocultarme que te obligó la necesidad? ¿Sabes cómo se llama eso? Falsa vergüenza, una cosa muy parecida a la soberbia. Sí, Pepe; soy más leal que tú: me tienes ofendida. Dices que me quieres porque soy buena, y has sido capaz de suponer que podía hacerme mal efecto, así, clarito, lo de trabajar en una imprenta. Nunca se te caen de los labios la distancia, la desigualdad, y qué sé yo cuántas tonterías más: sólo te las perdono porque imagino a veces que son pretexto para que esté contigo cariñosa. ¿Ves cómo el cariño todo lo interpreta bien? Basta de esto, porque no quiero parecerte pesada; y conste que me conoce mal quien suponga que el obrar bien pudiera hacerle desmerecer en mi ánimo. Ahora, deja que me goce en llamarte tonto. ¡Buena ocasión perdiste de ponerte romántico! Queda demostrado que el amor propio es en tí más fuerte que el amor verdadero, y que yo, la señorita, como me llamas en esas bromas que, por lo visto, tienen un gran fondo de verdad, soy mucho más sincera y menos vanidosa, y te quiero con toda mi alma y te querré siempre, porque me has engañado con tus zalamerías, haciéndome creer que eres distinto de los demás hombres. Tengo ganas de verte para decirte todo lo que se me viene a la boca. ¡Lo menos pensaste que volvería despreciativamente la cabeza, sin saludarte, si por casualidad te viera salir de la imprenta! No lo digo por esto del saludo; pero no sabes tú de lo que es capaz una mujer cuando sabe querer. ¡Ojalá no fuese rica!
Respecto a lo de tu hermano, nada puedo decirte, porque las cuatro palabras que arranqué a Pateta no bastan para formar idea de tu situación, aunque sé por experiencia que esas gentes demasiado devotas hacen desgraciado a cualquiera. En mi familia está el ejemplo: la Condesa de Astorgüela, que es una parienta nuestra lejana, tiene oratorio en su casa, gasta un dineral en cosas de iglesia y, a sus hermanos, que están casi en la miseria, no quiere darles una peseta. En cambio acaricia la pretensión de que los demás sean rumbosos, y quiere que papá regale o malvenda a unas monjas un terreno que posee fuera de la Puerta de Bilbao. No puedes imaginar las recomendaciones y empeños que andan buscando. ¡Figúrate! ¡A papá con esas! Papá dice que la de Astorgüela es muy mala y que la devoción la hace peor. Yo no me atrevo a tanto, porque alguna religión hay que tener; pero tampoco me gustan las exageraciones. Lo triste sería que tu padre tuviese algún disgusto por culpa de tu hermano.
Adiós, orgulloso mío, no te quejarás de la reprimenda, ni de que escribo poco. Tuya, siempre, siempre,
Paz.»
»Como si lo viera. En cuanto leas lo que te digo, te pones a hacer consideraciones sobre lo raro y lo novelesco de que yo... en mi posición, quiera a un hombre como tú. ¡Hasta que te cure la tontería, no he de parar! ¿No dicen que el amor es ciego? ¿No pude enamorarme de un pillo? Pues me ha dado por quererte a tí, que eres bueno, y asunto concluido.
Ven pronto a verme, porque Papá habla de ir esta semana al distrito, y por no dejarme sola en Madrid, puede que me lleve. Será cosa de pocos días.»
Realizose el viaje que anunciaba Paz, no sin que antes la viese Pepe,
disipando en la primera conversación con amantes palabras el débil enojo
que en ella produjo su reserva; y luego de partida con don Luis, como se
prolongara la excursión bastantes días, cruzaron los novios varias
cartas, una de las cuales decía así:
«Adorada Paz:
El cariño que me demuestras es, por la sinceridad que lo avalora, mi única alegría. Fuera de esto, cuanto me rodea y toca es causa de disgusto. ¡Buen nublado se me viene encima! Mi casa comienza a parecer una sucursal del infierno, y voy dudando si vivo en plena realidad o está alguien, por arte de magia, ensayando a costa mía el efecto de alguna de aquellas novelas de hace treinta años, en que un personaje misterioso y fatídico desbarataba la paz de una familia. Mis padres, mi hermana y Tirso (ya me repugna llamarle hermano) parecemos sujetos a influjo extraño a nuestra voluntad. La conducta de Tirso es inconcebible. Su obstinación en reformar la familia es igual a la conformidad que en otro tiempo demostró para estar alejado de nosotros: antes, como sino existiéramos; ahora, todos hemos de ser santos; es decir, todos no, porque conmigo no se atreve.
El resultado es que me da muy malos ratos, y aún los espero peores, pues la cosa ha sido muy de prisa.
Mamá está dominada por Tirso, papá enteramente acoquinado, y su carácter, vencido por la enfermedad y los sufrimientos, va convirtiéndose en una apatía de que sólo a ratos le saca la rabia del dolor. Ya no hay medio de ocultarle que en casa existe una guerra peor que la del Norte. ¡Si papá me dejase, plantaba a Tirso en medio de la calle sin ningún miramiento! No veo otro remedio al mal. Me contengo porque, si lo hiciera, mi madre nos daría la gran desazón: es increíble hasta qué punto parece identificada con él; pero no me cabe en la cabeza la idea de que nos abandonara por seguirle. Supón lo sensible que me será admitir semejante posibilidad. Pues aún hay, sin embargo, otra cosa más triste: el dominio que Tirso ha logrado ejercer sobre ella, no es ascendiente de hijo, sino influjo de cura. En cuanto a Leocadia, parece haberse desarrollado en ella una indiferencia, un egoísmo de que nunca la creí capaz. Ambas se levantan casi al amanecer, van a misa y, aunque no vuelven tarde, como al salir meten ruido y despiertan a papá, resulta que éste, no pudiendo recobrar el sueño, se desespera hasta que vienen a darle el desayuno. Antes, todo cuidado les parecía poco para él: ayer se quejó de que el café, por ser barato, era malo, y mi madre, con una calma espantosa, le respondió que peor estaría el cáliz de la amargura; y no lo dijo con intención dañina, sino porque oye a Tirso majaderías por el estilo. A pesar de comprenderlo así, tuve que mirarla a la cara y empaparme los ojos de que era mi madre, para no soltar una barbaridad. A la hora de comer y antes de la cena dicen las dos sus oraciones, algunas veces hasta con latinajos (¡figúrate lo que entenderán ellas!), y por la tarde, si hay en cualquier iglesia función, ya las tienes con la mantilla puesta. Todavía no se han atrevido a irse las dos dejándole solo; pero la que no sale se queda renegando. En la conducta de mi madre, al menos, se nota cierta sinceridad; pero Leocadia va a la iglesia porque ha hecho el descubrimiento de que ve gente y la ven y se distrae: habla de iglesias cursis y de iglesias elegantes, como si se tratara de teatros, y critica los trajes de las Vírgenes como si fueran amigas suyas.
El doble resultado de todo esto es que la tranquilidad no es ya fruta de mi huerto, y que, además, los viajes a la casa de Dios van dejando la mía sin barrer. El celo mimoso y lleno de pequeños cuidados con que antes se atendía a mi padre, es hoy prisa por acabar pronto de servirle y correr a lo que Tirso recomienda. En fin, temo que, sin provocación ni desafío por mi parte, cuando llegue Tirso a comprender el imperio que tiene en la casa, trate de ponerme en el disparador. Por supuesto, que no adivino lo que se propone. A juzgar por algunas cosejas que compra, debe tener cuartos; pero ni un céntimo gasta para nosotros: sabe que yo llevo el peso de la casa y, sin embargo, parece como que quiere hacerme saltar de ella. Repito que no lo entiendo; pues en cuanto a convertirme, primero me hace rajas. Excuso decirte que lo que él llama conversión es la entrada en el dominio de la imbecilidad: su devoción es de lo más ramplón que puede darse. Lo peor de todo es que mi padre empeora rápidamente. Ahora quiere el médico emplear con él la hidroterapia, lo cual saldrá caro; pero yo he dicho que todo se hará, aunque hayamos de vender hasta las sillas. Tirso dice que esas son novedades de la ciencia, que antes no se conocían tales cosas y que no por ello dejaban de curarse los enfermos. En cambio ha logrado que mamá dé una peseta todos los meses para no sé qué hermandad o cofradía de la Limosna de la Luz, y otra para unas escuelas católicas. El día que abra yo la puerta al cobrador, le echo rodando por la escalera.
Adiós, vida mía; no te enfades porque no te repita mil veces que te quiero. En decirte mis disgustos se me ha ido el rato. No tengo tiempo para más; pero ya sabes que te adora tu amantísimo,
Pepe.
¿Tardaréis muchos días en volver? ¿Cómo ha encontrado tu padre el distrito? ¿Esperas que a tu regreso podamos vernos con frecuencia? No quisiera sentar plaza de pegajoso y, sin embargo, deseo que don Luis me necesite para poder verte y hablarte. Escríbeme mucho.»
Don José comenzó a empeorarse, y con sus molestias, que iban diariamente en aumento, arreciaron los gastos.
En un principio determinaron la dolencia la vida sedentaria, la desmedida codicia en el comer y su natural plétora sanguínea: luego vino el dormirse fácilmente en cualquier parte, el echar vientre y digerir a duras penas, acentuándose la repugnancia a todo esfuerzo físico. Con este desorden en el organismo, manifestó cierta volubilidad de carácter, completándose el cuadro del que los médicos dicen estado artrítico, amén de otros síntomas que llaman sucios, hasta que por fin estalló la enfermedad, fijándosele el dolor en un pie, que se le puso hinchado, de color rojo y con las coyunturas muy sensibles. El primer acceso fue violento en extremo: posteriormente, al acostarse, en seguida conciliaba el sueño; pero al poco rato despertábale la rabia del dolor, tardando algunas horas en recobrarlo; repitiéndose estos exacerbamientos hasta que, posesionado el mal de ambos pies, quedó el infeliz postrado y sujeto a pasar los días de la cama a la butaca, y de ésta a aquélla. Al carácter agudo del padecimiento siguió el crónico; los ataques perdieron en intensidad, ganando en duración; tuvo fiebre, y en lo sucesivo raro fue el día que pasó medianamente. Con tal situación, cuando mayores cuidados y atenciones pedía el enfermo, coincidió el enfrascarse doña Manuela en cosas de la iglesia, y ella, antes tan compasiva y solícita, fue, sin darse cuenta, pecando de olvidadiza y negligente, sin mostrar mala voluntad; pero el resultado era el mismo que si la tuviera. A pesar de estar su vista cansada por los años, emprendió la tarea de bordar un paño de altar para regalo a la parroquia, y mientras tenía caladas las antiparras y la aguja en la mano, aunque su esposo la llamara, tardaba en acudir. El darle las medicinas a hora fija quedó supeditado a más santas atenciones, y comenzó a molestarla el escuchar quejidos, por antojársele muestra de poca esperanza y ninguna resignación. Don José se devanaba los sesos, sin lograr explicarse aquella trasformación ni acertar cómo pudo Tirso trocar tan pronto en beata a la que nunca fue devota, siendo lo peor del caso que no le dio la piedad por el amor al prójimo, ni por arreciar en el cuidado de su casa, sino que miraba el hogar y la familia como objetos inferiores. No decía palabra contra las necesidades ordinarias de la vida, ni renegaba de la materia, ni ensalzaba la superioridad de lo ideal sobre lo terreno, mas claramente se veía germinar en ella la semilla dejada caer por Tirso.
Lo más extraño fue que, de exageradamente limpia, se hizo algo desaseada, como si alguien la hubiese convencido de que nadie debe atender primero al lavado del cuerpo que a la pulcritud del alma. Por último, todo gasto le pareció exorbitante y, cuando el médico habló de hidroterapia y en la casa de baños dijeron que llevar a domicilio un aparato necesario costaba un duro por cada viaje, fue de opinión contraria al remedio, tronando por vez primera contra las invenciones de ahora. Delante de Pepe se contenía cuanto le era posible; pero ya toleraba de mala gana cualquier broma que trascendiese a incredulidad; y como el estado de las cosas por aquel tiempo hacía que todas las conversaciones fuesen a caer en la guerra, y hablar de ésta era hablar del clero, doña Manuela oía con disgusto a su hijo y su marido, cuando el primero alardeaba de republicano y el segundo de progresista a la antigua. Bastaron unos cuantos meses, trascurridos desde la llegada de Tirso, para que le repugnase ya escuchar ciertas conversaciones: a veces hasta intentaba oponerse a ellas con tonterías de marca mayor, por hablar de lo que no entendía.
Don José continuaba firme en su afición a leer y comentar las noticias de la guerra, lecturas y comentarios en que acababa siempre maldiciendo contra el absolutismo y la lucha civil; Pepe, después de comer, permanecía un rato acompañándole, y estos eran los mejores momentos que el viejo pasaba, porque casi siempre estaban de acuerdo el padre y el hijo. Don José conservaba el vigoroso arranque del antiguo partido progresista; Pepe, prematuramente escéptico, dado a violencias, como quien siendo joven está ya harto de traiciones, proponía a los males públicos remedios más enérgicos. En cuanto al modo de terminar la guerra civil, estaban conformes: había que concluirla, no por pacto, sino por fuerza de armas. Tirso, si les oía, procuraba contenerse; mas algunas veces le era imposible disimular, y sintiéndose ya fuerte, terciaba en la conversación, mostrando, no simpatía tibia, sino ardor de sectario por la causa del absolutismo.
El año anterior, cuando la guerra franco-prusiana, había comprado Pepe un mapa, barato, en el que seguía con alfileres y banderitas las marchas de ambos ejércitos: don José, por distraerse y llevado de la atención con que consideraba el duelo entre la revolución y el carlismo, repitió el entretenimiento. Mandó a Pepe que colocara en la pared una carta geográfica de toda la parte superior de España y, a cada parte de la Gaceta, a cada nueva de lo que ocurría en los campos de batalla, iba marcando los lugares ganados o perdidos por los soldados del ejército liberal o las huestes del Pretendiente, con lo cual Tirso hallaba justificado motivo para comentar noticias, atenuar triunfos y exagerar derrotas, según quien salía victorioso.
El estado de España era a la sazón desconsolador. El país se había convencido de que, si el carlismo no contaba con elementos para vencer, tenía los bastantes para ensangrentar la mitad del territorio de la patria. En los comienzos de 1873, las partidas alzadas en armas eran pocas; pero aumentaron pronto. La insurrección de Vizcaya no inquietaba; el carlismo aragonés veía fracasar su intento en Santa Cruz de Nogueras, y los castellanos parecían difíciles de arrastrar; mas ya había fatales indicios de que la lucha sería ruda. Un jesuita amenazó con horribles fusilamientos, más tarde realizados; hubo cabecilla que, habiendo licenciado en Pascuas de Navidad sus tropas, las congregó a toda prisa; se armó el Maestrazgo; creció el peligro en Cataluña y llegaron las boinas blancas hasta más acá del Ebro. La frecuencia con que el ejército liberal mudaba generales y los errores del Gobierno central, servían de sarmientos a la hoguera: apenas pasaba día sin que entrara de Francia algún jefe insurrecto; Navarra era un volcán; asaltábanse los trenes de viajeros, y un cura famoso inauguraba la larga serie de sus repugnantes maldades. Madrid, en tanto, servía de asilo a comités o juntas fomentadoras del levantamiento, y la misma libertad, combatida en los campos a balazos, era en la Corte aprovechada impunemente por el bando faccioso. Tirso, como si todo esto le alegrara, comenzó a mostrarse satisfecho sin disimulo y arrogante sin cautela: diríase que en la lucha jugaba algo su interés y que, por extraña aberración, veía más fácil el moralizar a su familia según se iba desquiciando la patria. Por fin, manifestó desembozadamente sus ideas; dijo con franqueza que era carlista y, cuando su padre leía o hacía que le leyesen noticias de la guerra, tomaba parte en los comentarios, oponiendo cálculos a cálculos y versiones a versiones.
Los informes de Pepe procedían generalmente de las imprentas donde se tiraban extraordinarios y hojas volantes de periódicos, que mentían con frecuencia: las nuevas de Tirso tenían origen desconocido; pero, a veces, se anticipaban a las oficiales, eran más exactas o llegaban a confirmarse, acusando todo que el manantial en que las bebía era bueno; con lo cual Pepe fue convenciéndose de que su hermano frecuentaba gentes directamente interesadas en los acontecimientos, y corroborándose en la idea de que el viaje de Tirso fue el desempeño de una misión más o menos importante, pero indudable. Ya estaba explicada su actitud anterior. Los primeros días de su estancia en Madrid temió ser descubierto, y no salió a la calle sino una sola vez y ya de noche; visitole luego un caballero, y desde entonces se mostró más abierto y franco, como si aquellas visitas le quitaran peso de encima; por último, perdió el miedo, y juntamente dio a entender su satisfacción por la marcha de los sucesos y la influencia ejercida en el ánimo de su madre.
Esto último no pudo permanecer oculto a don José; pero respecto a la sospecha de ser Tirso agente subalterno de los carlistas, nada quiso decir Pepe a su padre, convencido del disgusto que había de experimentar. Harto comprendía él que las luchas políticas, por rara excepción, tienen hoy el infame privilegio de enconar las divisiones de familia; mas no se le ocultaba que para el viejo y entusiasta partidario del progresismo, para el admirador de los que pusieron término a la primera guerra civil, sería triste pesadumbre saber que un hijo suyo, hecho clérigo a hurtadillas, era agente y servidor de los facciosos. Don José no lo conjeturaba todavía: su curiosidad estaba despistada por el empeño de saber cuál había sido el objeto del viaje.
—Tirso es carlista—decía hablando con Pepe—ya no lo oculta: pero, ¿a qué diablos habrá venido?
—Se me figura que a pretender: querrá ser canónigo, y como parece vanidoso, no nos dirá nada por si no logra su objeto.
—Lo que más me duele es que está trastornando a tu madre. Esta mañana han ido las dos a confesarse y han vuelto a las diez: total, que me han dado la medicina muy tarde y no puedo comer hasta dentro de hora y media. Y mira, mira, como anda todo.
Pepe miró en torno suyo. Sobre el aparador estaban, aún sucios, los platos que sirvieron para la cena de la víspera; en el centro de la mesa veíase el mantel hecho un rebujo, las migajas sobrantes esparcidas en su derredor, y junto al balcón una canastilla llena de ropa blanca atrasada y sin repasar.
—En cambio—prosiguió el viejo señalando a la pared—llueven estampas.
Tirso había comprado una cromo-litografía de la Virgen de Lourdes con marco de moldura dorada, colocándola encima del retrato de Espartero.
—Esto—dijo Pepe—sería sencillamente ridículo si anduviésemos sobrados de dinero: teniendo tan poco, me parece falta de juicio; pero allá él.
—No, hijo, no; ¡si lo ha pagado tu madre! veintiocho realazos... ¡y luego vociferan que el agua de Vichy es farsa moderna y que la hidroterapia sale cara!
Las gentes a cuyos manejos obedeció el viaje de Tirso a Madrid, le mandaron que esperase órdenes en la corte, y él entonces pensó en utilizar algunas de las amistades que, a la sombra de su misión, contrajo con gente de sotana, logrando entrar en una iglesia, donde, a título de suplente, ganaba algo, aunque poco. Un obispo y un ecónomo fueron los protectores, merced a cuyo valimiento pudo actuar en una parroquia, no sin que algunos capellanes se disgustaran, temerosos de que, a la larga, les quitara el pan: otros, en cambio, por simpatía, o conocedores de lo mucho que podía quien le recomendaba, hicieron buenas migas con él, y uno de éstos, viejo achacoso, que tenía fama de avaro, le cedía frecuentemente su puesto en ocasiones lucrativas. Malas lenguas murmuraban que lo hacía reservándose la mitad de la remuneración, a pesar de lo cual, de cada entierro de primera le quedaban a Tirso veinte reales y treinta de cada novena. Además, servía de festero en ciertas solemnidades, y no le olvidaba el ecónomo cuando había que repartir algunas misas. Pero lo que él ambicionaba era tener sermones, que uno con otro le salían lo menos a dos o tres duros, suponiendo que fuera cierta la calumnia antes apuntada. El primer sermón que pronunció hizo poco efecto a sus nuevos compañeros; todos dijeron que olía a pueblo: con el segundo le ocurrió lo mismo, y en vista de ello determinó estudiar los ajenos para perfeccionar los propios. De allí a poco le tocó uno, y entonces desplegó toda su energía.
Había él notado que, por aquel tiempo de amenazas revolucionarias, no parecía a los devotos buen sacerdote el que no se aventuraba algo en el terreno de las alusiones políticas; y como todo era menos tímido, se lanzó a pisarlo, decidido a no resultar menos celoso defensor de la Religión. Preparose durante varios días con libros que consideró del caso, leyó al Padre Larraga y al jesuita Roothaan, consultó varios sermonarios de Santander, Eguileta y Pantaleón García, hizo acopio de frases sabias, citas de los Santos Padres y hasta de figuras retóricas, escogiendo tropos, hipotiposis y apóstrofes que dieran color a sus períodos, después de lo cual fijó el tema de la oración, fundándola en aquellas palabras famosas: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Como la cofradía que pagaba la función era de gente adinerada, la
iglesia estuvo brillante. En el atrio, inmediato al puesto de una
florista, habían colocado el cajón de la rifa piadosa, cuyos premios
eran un canario enjaulado, dos sortijeros de cristal, un castillete de
cartón-piedra para juguete de niños y una Virgen metida en un fanal que
parecía farol: dos viejos coloradotes y rollizos expendían las
papeletas, y una mujer que allí cerca tenía su canastilla de estampas y
escapularios les miraba de reojo, como mercader pobre a traficante rico.
De esta mujer decían lenguas pecadoras que lo que más provecho la dejaba
no era manejar los alicates con que hacía rosarios de alambre y cuentas
de vidrio, sino el servir de cobejera entre damas y galanes. Junto a la
casa de Dios varios mendigos extendían las mugrientas manos, y cuando no
pasaba gente se insultaban con el más desvergonzado vocabulario, que
trocaban en quejumbrosos ayes si alguna señora vieja se detenía a leer
los cartelillos de triduos y novenas.
El altar mayor, en que ardía un bosque de velas simétricamente colocadas en sus gradillas, semejaba pirámide de llamas temblorosas, y el talco de los floreros de mano brillaba como plata puesta al sol. Dos angelotes de talla dorada sostenían el templete donde estaba de manifiesto el Señor, ceñido por los resplandecientes rayos de la custodia, envuelto en la neblina del incienso y adorado por la muchedumbre. En lo más alto del retablo había un astro de oro, y en su centro un pichón blanco. El altar era todo claridad: la luz del mundo parecía refugiada en la Santa Mesa. Las capillas laterales, los rincones quedaban sepultados en sombra. En el medio de la nave brillaba sobre un grupo de fieles el resplandor azulado que dejaban caer desde la altura las ventanas del cupulino, y a veces, cuando el viento movía las cortinas, resplandecía en el aire una ráfaga luminosa, que iba a posarse en la faz apergaminada de un viejo, o en el rostro de una mujer bonita. Unos ratos eran de silencio absoluto, otros flotaba sobre la atmósfera del sagrado recinto un murmullo apagado de rezos rápidamente dichos, y de cuando en cuando se oía hacia el exterior rodar de carruajes y tañer de campanas: hubo un momento en que, al levantar los que entraban el cortinón de la puerta, se oyó la música profana de un organillo que tocaba en la calle el brindis de La Traviata. Desde lo alto de los retablos churriguerescos, las estatuas de talla, troncos convertidos en santos por el arte, parecían mirar con lástima a la gente arrodillada, cuya apretada masa promovía ruidos en que se mezclaban el caer de las sillas, el crujir de las sedas, la plegaria de unos y el refunfuño de otros.
Ya se había rezado el Rosario. Al comenzar la Salve rompió el órgano en formidable trompeteo, y empezaron los cantores. La voz del tiple era chillona y femenina, la del bajo ronca y apagada; el barítono cantó un solo que parecía de personaje celoso en ópera italiana. De pronto el órgano sofocó sus quejas con variadas modulaciones, ya acentos dulces, ya rugidos estentóreos: unos instantes aquello era regalo del oído, otros estruendo ensordecedor, hasta que de improviso las notas parecían quedar flotando en el aire, como aves perdidas, cuyo graznido desapacible continuaba imitando la canturía ronca de algún cura falto de aliento. Los muros estaban cubiertos con paños de damasco rojo galoneado de oro, que, como grandezas deseosas de humillarse, caían casi hasta el suelo de ladrillos polvorientos, y por bajo de la verja del presbiterio veíanse hincados de rodillas, con su cirio y escapulario, varios fieles que de rato en rato se relevaban, formando incesante guardia de honor al pie de la pirámide de llamas, en tanto que los sacerdotes, dando ejemplo de piedad, se persignaban rápidamente al pasar ante los altares. Sólo turbaban el recogimiento de los devotos el llanto de los niños cansados y las toses de los viejos asmáticos: nadie, por fortuna, se fijaba en el mirar incesante de las mujeres a los hombres, ni en la postura irreligiosa de un mozuelo que, apoyado en un confesionario, devoraba con los ojos a la novia. En la puerta un presbítero, sentado ante una mesa, golpeaba con una moneda la bandeja de las ofrendas, y aquel choque metálico, acusador del interés, sonaba mal: los muros sagrados lo devolvían en apagados ecos, cual si rechazaran la voz de la codicia humana. El olor de la cera, el aroma del incienso y la aglomeración de gentes, viciando la atmósfera, promovían inspiraciones largas, suspiros de desasosiego, movimiento de inquietud. En los bancos de alto respaldo había algunas personas dormidas. Otros fieles, haciendo abstracción de la fiesta, se postraban ante altares distintos. En uno de ellos, cuatro gradas cubiertas de encaje sucio y un pedestal de pintura descascarillada, adornado con cabezas de angelitos, servían de trono a una Virgen de tamaño natural, envuelta en rico manto de terciopelo negro entrapado de polvo, sobre cuyo pecho brillaba un corazón de hojadelata atravesado por siete espadas de lo mismo: en cambio el rostrejo y la corona eran de plata. Al lado opuesto estaba Jesús, clavado al leño del martirio, hermosamente desnudo, caída la cabeza sobre el pecho, manando sangre la lanzada, rígidas las piernas, sebosas las rodillas, porque en ellas se apoyaba el monaguillo al subir para encender, y envuelta la cintura en un paño rojo con lentejuelas de oro, indigno adorno de tan venerable figura. Una vela torcida goteaba sobre los pies de la escultura sus lágrimas de cera, y el débil resplandor verdoso de una lámpara de vidrio, medio apagada, enviaba estertores de luz a la divina faz. A pesar de la profanadora faldilla, el aspecto de la imagen era imponente: el cadáver del Dios de la Caridad parecía dominar aquel conjunto ridículo de flores de trapo, candelabros sucios, estampas chillonas, tallas barrocas y pantorrillas de cera. Al examinar el templo, se notaba que todo lo demás estaba vivo o expresaba vida: el único muerto que había en la Iglesia era Cristo.
Llegado el momento del sermón, salió Tirso lentamente de la sacristía y, acercándose hasta el altar mayor, oró unos instantes de rodillas, sosteniendo el bonete entre las manos cruzadas sobre el pecho, que llevaba cubierto por el blanco y rizado roquete. En seguida subió al púlpito, que era como una jícara grande pegada a la pared, y después de arrodillarse nuevamente y pedir otra vez al Altísimo gracia y santidad de inspiración, empezó persignándose y recitando un Ave María.
El exordio fue breve, y luego, sin cuidarse mucho de reglas ni preceptos, entró de lleno a narrar, para comentarlo, el episodio en que Cristo dijo: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Su lenguaje era siempre llano: cuando quería elevarse le faltaban palabras, y al buscar naturalidad, caía en lo vulgar y tosco. Tuvo instantes en que, olvidándose del plan trazado, las ideas acudieron en tropel a su imaginación y las palabras se agolparon a sus labios en frases exentas de unción sagrada, faltas de poesía y desnudas de belleza. Tenía prisa por llegar a mostrar su ardor en defensa de la fe. Por fin, en la recopilación y exhortación su piadosa ira tendió las alas, y entonces le salieron los párrafos a su gusto.
—«Sí, hermanos míos—decía—muchos servicios debemos al país, a la nación, al Gobierno y las autoridades, porque no exige nuestra Santa madre la Iglesia que renunciemos en absoluto a la vida social, aunque es mejor la vida del apartamiento religioso; pero hay que andarse con cuidado en lo de la obediencia. ¡Bueno fuera que por servir los intereses de este mundo ofendiéramos al Padre, o al Hijo, o al Espíritu Santo, a la Santísima Virgen, o a cualquiera de los Apóstoles y Santos que nos han señalado el camino de la perfección, que es como un sendero espinoso a cuyo fin hay un gran jardín, que es la gloria! Debemos ser obedientes al César, pagar contribuciones y gabelas, ser soldados y marinos para mayor esplendor de esta nación cristiana, que tan mal anda desde que vaciló en la fe: mas nuestro deber de cristianos es antes que los demás deberes. Pues qué, amados míos, ¿hemos de contribuir para que se emplee nuestro dinero contra nuestra conciencia? ¿Pediremos al Señor ánimo para el trabajo, y su fruto será para escarnecerle? ¿Queréis que sirvan nuestras riquezas o jornales para que los malos gobernantes paguen suntuosos embajadores que adulen a los carceleros del Santísimo Pontífice, que apacienta el rebaño de Cristo desde su lecho hediondo de paja en un calabozo del Vaticano, antes trono de su preponderante sabiduría? ¡No, y mil veces no, hermanos míos! Seamos, si es preciso, como aquellos mártires que desafiaban a los procónsules romanos, y ya sabéis que estos procónsules eran como ahora los gobernadores civiles. ¿Y hemos de ser soldados para servir de ornato y servidumbre a ministros impíos, para obedecer a sacrílegas Asambleas que decretan la asquerosa libertad de conciencia?
¡Ah, y con cuánto dolor de corazón, con qué santa indignación los que aman a Dios oyen hablar de esas infamias! Mas la paciencia del justo es luego ira terrible, y el cordero se hace sañudo tigre, que dicen las famosas palabras del Santo.
¿Quién no teme que baje fuego del cielo sobre esta sociedad moderna? A la maldad llaman libertad, y luego, ¡ilusos! piensan vencer a los que luchan por la verdadera libertad, a los que, como nosotros, elevan su corazón al Señor. ¡Así es todo desolación y espanto por los campos! Las guerras son obras del demonio: Dios le permite que nos castigue porque somos malos y nos olvidamos de Él. Y cuando esto pasa, no es impunemente: que si a la piedad se la escarnece, si a la religión se la pisotea, ¡ah! entonces ya no hay nada que dar al César, sino que hasta la sangre debe emplearse en servicio del Señor. ¿No nos da Él la suya diariamente en el convite celestial, en el manjar eucarístico? ¿Seríamos capaces de negarle nuestra miserable sangre?
Orad, hermanos míos, orad por los opresores sacrílegos, pero no maldigáis a los que combaten. Nosotros tenemos sólo fe, quizá fe tibia: ellos, como quería el Apóstol, juntan las obras a la fe. Supimos los españoles expulsar al moro, desterrar al judío, vencer al turco; destruimos al protestante en Flandes; arrojamos de aquí a los franceses ateos de Napoleón; purificamos, con fuego, de herejes nuestra propia tierra, y ¿no seremos hoy capaces de sojuzgar a los que traen semilla del infierno en ese contubernio nefando que llaman matrimonio civil, en esa crápula moral que llaman libertad religiosa?
¡Qué pena, hermanos míos! ¡qué dolor! Estamos en plena Revolución; es decir, como Job en el basurero, llenos de toda suciedad. ¡Aquí es el rechinar de dientes y crujir de huesos!
La libertad de cultos, dicen los impíos, traerá capitales extranjeros, porque vendrán familias de herejes, ¡que maldita la falta que hacen! ¿Pues sabéis a lo que vendrán? a llevarse vuestro dinero, a poner fábricas en las casas que ahora se están robando a las pobres monjitas. Esta es la libertad de cultos. Ya veis, amados oyentes míos, cómo no siempre es piadoso dar de buen grado al César todo lo que parece suyo.
Sean nuestras almas del Señor para que su cólera no nos parta por la mitad, y atendámosle a Él antes que a nadie. ¿A quién obedeceríais primero, a un guardia municipal, o al Rey? al segundo, ¿no es verdad? Pues el César es el guardia municipal, y el Rey es Dios nuestro Señor, pero Rey de Reyes y Emperador de Emperadores. Elevad los corazones, que tiemble la oración en vuestros labios, que se agite, como humo inquieto la fe en vuestros pechos para que el Señor nos conceda ver acabadas la podredumbre del liberalismo, la masonería, las persecuciones de la Iglesia y las desdichas de sus venerables ministros, y para que acaben las fatigas de los que luchan por la fe en cualquier terreno, porque entonces podremos gritar: ¡Pueblos esparcidos por el Universo, palmotead, manifestad con millares de gritos de alegría la parte que tomáis en la gloria de vuestro Dios en el día de su triunfo! Yo diré a vuestro corazón, con el Profeta: cuasi tuba exalta vocem tuam, et anuntia populo meo scelera eorum. Orad, y ahorraréis lágrimas a la Esposa del Cordero; haced que todo el mundo rece en vuestras casas por los que están sepultados en el profundo sueño del pecado, dormiebat sopori gravi; por los que voluntariamente se han hecho sordos a las inspiraciones divinas, sicut aspidis surdæ et obturantis aures suas. Sí, amados hermanos míos, orad a María en todas sus advocaciones, tan buena es una como otra, todas son mejores y dulcísimas; porque si oramos, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia.»
Mientras bajaba lentamente del púlpito estalló en la iglesia rumor de muchedumbre inquieta, y de los labios de los fieles salió un murmullo de aprobación. En seguida, todos comenzaron a salir, ansiosos de sustraerse, a pesar de su devoción, a la pesada y sucia atmósfera del templo. Las puertas vomitaron negras oleadas de gente que, al desparramarse por las aceras, respiraba con delicia el aire puro de la noche, y en pocos momentos la ancha nave quedó vacía. Algunos exaltados elogiaban el sermón.
—Es un padre nuevo.
—No le conocía.
—Ni yo: ¡qué valiente ha estado!
—Es de los finos.
—¡Ojalá hubiera muchos así en los pueblos!
Varias personas entraron en la sacristía, preguntando cómo se llamaba el predicador. Los capellanes de la casa comentaron el sermón de distinto modo.
—¡Muy bien, compañero, eso es poner el dedo en la llaga!
—Ha estado Vd. un poquito fuerte.
—Ándese con cuidado, no sea que los liberalitos cometan con Vd. algún atropello.
El párroco calificó aquello de imprudencia.
Tirso se marchó solo, contentísimo, pisando recio, llevando alta la cabeza, como si creyera que las gentes habían de señalarle con el dedo y mirarle con asombro. En su casa no dijo nada.
Aquella noche, el nombre del Padre Tirso Resmilla era conocido en todos los centros clericales de Madrid.
A los tres días, Pepe, leyendo un periódico, dio con el siguiente suelto:
«El púlpito sigue convertido en tribuna por los enemigos de las instituciones liberales. Hemos oído asegurar que en una de las principales iglesias de Madrid se ha pronunciado anteayer un violento sermón, una verdadera excitación a la guerra civil. La opinión exige que, si el hecho es cierto, las autoridades tomen cartas en el asunto. El clérigo que se ha propasado esta vez, parece ser el Padre R..., casi desconocido, por haber llegado a Madrid hace poco tiempo. Veremos qué resultado ofrece esta milésima edición de semejante atrevimiento.»
Pepe comprendió que el Padre R... era su hermano, y profundamente disgustado, hizo que Millán averiguase la verdad del caso preguntándolo en la imprenta de aquel periódico, y al mismo tiempo revisó cuidadosamente los demás que había de leer su padre, decidido a evitarle la desazón que pudiera acarrearle la noticia. No temía que Tirso se vanagloriase de la hazaña en su propia casa, pero podían ir a prenderle, o acaso una fracción de la prensa insistiera en pedir su castigo.
El resultado de las gestiones de Millán confirmó la sospecha de Pepe: el regente de la imprenta donde se tiraba el diario que dio la noticia, dijo que el predicador de que se trataba era don Tirso Resmilla, quien abandonando su curato de un pueblo del Norte, había venido a Madrid, pocos meses atrás, como persona de confianza para los elementos realistas de la diócesis a que pertenecía.
Había en Madrid por aquel tiempo, en uno de los barrios extremos, una casa que rompiendo la línea de fachadas contiguas, parecía apartarse del trato de las gentes. Tenía por delante un pequeño jardín con verja; aislábala por detrás un ancho patio con cuadras y cocheras, y a derecha e izquierda la limitaban una pared medianera y fuertes tapias a una calle poco frecuentada. Formaban el jardín tres o cuatro mezquinos recuadros de flores vulgares, las enredaderas enroscadas a la verja, y varias acacias, cuyas fornidas ramas ocultando casi por completo los balcones, oponían a la curiosidad una cortina impenetrable. Las persianas estaban continuamente caídas y las vidrieras se abrían rara vez, sin que nunca sonase dentro cantar de criada ni piano de señora. Era una casa falta de voces y de ruidos, triste, callada entre los clamores vecinos, ajena a cuanto la rodeaba, como hecha adrede para retiro de dama romántica o escenario de novelescas aventuras. Una campanilla, colocada en la verja del jardín, daba aviso cuando entraba alguien y, según quien fuese, lo anunciaba el portero tocando otra campana en el portal. Un tañido para Hermana de la Caridad o Hermanita de los Pobres, dos para fraile o clérigo, tres para dignidad eclesiástica: a los simples mortales les anunciaba de palabra un criado, y gracias si se quitaba la gorra. Señal de dar limosna los sábados o fiestas no se veía ninguna, pero por privilegio envidiable tenía la finca oratorio donde se rezaba misa cuotidianamente y, si acaso pasaban por la calle alguna Minerva o el Dios chico, lucían los balcones grandes y blasonadas colgaduras. Durante el día menudeaba el campaneo del portal, indicando que eran muchas las visitas de gente religiosa: por las tardes la dueña, ya entrada en años, salía a paseo en coche modestamente vestida, con aspecto humilde y luciendo en una muñeca, a modo de pulsera, un pequeñísimo rosario de oro y perlas. El carruaje, cómodo y anticuado, llevaba en las portezuelas corona condal; el cochero y el lacayo, como haciendo juego con el portero, tenían facha de cantores de iglesia, y la dama, siempre enlutada, con trazas de poco limpia y gesto uraño, semejaba una sacristía hecha mujer. Llegada la noche, escapábase de alguna ventana rumor de preces dichas en común, y antes de las diez quedaba todo cerrado, sin que hasta el día siguiente volvieran a cruzar sombras tras las vidrieras, ni se escuchase ningún ruido. Para ser tenida por convento, era la casa demasiado mundana; para morada de seglares, parecía monasterio. De ambos caracteres participaba; pues la Condesa hacía vida casi monjil y extremadamente rigurosa. En todo tiempo se levantaba a las cuatro de la mañana para rezar maitines y oración por los agonizantes, tornando a acostarse hasta las nueve, que oía misa, rezada por su capellán; a las doce angelus, antes de almorzar; por la tarde lecturas piadosas, vísperas, cinco llagas, recepción de visitas honestas y paseo en coche; antes de comer un rato de meditación en la capilla, y después de la comida otro rosario, letanía, y recomendación del alma: a las nueve y media se acostaba. De bailes y reuniones, nada: de teatros muy poco, y sólo a obras cuya moral nadie hubiese puesto en duda. Confesaba dos veces por semana y recibía la sagrada comunión todos los domingos.
Una criada, despedida de la casa porque el rigor del ayuno la hizo blasfemar de Dios y hurtar en viernes de cuaresma restos de solomillo fiambre, propaló por el barrio noticias muy curiosas, según las cuales la Condesa de Astorgüela revelaba empeño de rescatar con la penitencia lo mundano de su vida pasada. Mucho alardeaba de humilde y descuidada para su persona; mas al decir de la doncella, quedábanla restos de la más refinada coquetería, si bien ella procuraba ocultarlos. Sus pies calzaban medias de seda, ceñía su talle corsé de raso, era pródiga en perfumar el baño, cuidábase con ahínco las manos y, aunque hiciese ostentación de vestir humildemente, la ropa blanca que gastaba era un primor en adornos, lienzos y hechuras: bajo vestidos lisos y de lana, solía ocultar enaguas guarnecidas de costosos encajes. La tal doncella desmentía, además, ciertos excesos de piedad atribuidos a la dama: sus actos de penitencia consistían en no tomar nada, aunque lo desease, fuera de horas, abstenerse de algún bocado sabroso, escoger, por breve rato, asiento incómodo y hasta estar unos minutos puestos en cruz los brazos: pero era falso, según la pecadora sirvienta, que la Condesa usara cilicio bajo el corsé de raso, ni que tuviera costumbre de llevar por voluntaria molestia alguna china en los zapatos, antes al contrario, se calzaba exquisitamente; ni que durmiera los viernes con una astilla entre las sábanas, ni que hiciera en el suelo cruces con la lengua. En cambio, insistiendo en los restos de coquetería, la Condesa, a solas en su tocador y alcoba, desplegaba consigo misma aquel mimo y esmero que sólo observa la mujer cuando se emplea, aunque honestamente, en el dulce servicio del amor. De modo que, por las señas, la Condesa de Astorgüela, lo mismo podía ser una gran dama arrojada por el desengaño a los brazos de la Religión, que una hipócrita de alto rango, o las dos cosas a la vez.
Su rostro parecía arrancado de un lienzo de Mengs o de Van Lóo. Una hermosa cabellera rubia, que comenzaba a encanecer, la servía de diadema; la fisonomía era expresiva, casi picaresca; graciosa la boca, esbelto el talle y los pies chicos. Así debían ser aquellas damas de la corte de Versalles que compensaron la virtud que les faltó a fuerza de elegancia e ingenio. La edad de la Condesa era un misterio, para ella triste, para los demás engañoso; pero todavía la quedaban encantos que desplegar cuando al caer la tarde venían a pedirla consejo algunos amigos devotos y, como ella, dispuestos a la defensa de intereses sagrados.
Tal era la Condesa de Astorgüela relacionada con el alto clero, bien quista de la nobleza, influyente en el ánimo de ciertos nobles chapados a la antigua y deseosa de atraerse a todo aquel que despuntara en el servicio de la tradición y la piedad, deseo que la inspiró grande afán de conocer a Tirso apenas supo el valiente celo que demostró en el sermón famoso. Ella misma le escribió así, de su puño y letra, y en papel timbrado con su escudo:
«La Condesa de Astorgüela la Real saluda respetuosamente al capellán don Tirso Resmilla, rogándole se sirva visitarla para encomendarle una buena obra.»
(Y abajo el día y hora de la cita, con las señas de la casa.)
Sorprendido Tirso agradablemente, consultó con el cura que le cedió el sermón si debía asistir al llamamiento, y la respuesta avivó su impaciencia.
—No deje Vd. de ir, compañero; esa señora es una potencia.
Con lo cual a la hora marcada se presentó en casa de la Condesa, que le recibió en un espacioso gabinete seriamente alhajado donde a vueltas de mucha severidad había detalles que acusaban a la mujer elegante. Cubría las paredes rico damasco verde con el tono del mirto; los muebles, tapizados de brocatel algo más claro, eran de hechura antigua; la alfombra gruesa y casi blanca: del techo pendía una enorme araña de cristal con muchos colgajillos prismáticos y, bajo ella, sobre una mesita de mosaico, se veían varios libros ricamente encuadernados, reflejándose todo en grandes espejos con marcos de hojarasca dorada. Tirso echó una mirada a los lomos de los libros: eran lo más hermoso y literario que ha dado de sí en el mundo el sentimiento religioso: Imitación de Cristo, de Kempis; La perfecta casada, de Fray Luis de León; La vida devota, de San Francisco de Sales, y el Tratado de la tribulación, del P. Rivadeneyra. Sólo tres obras de arte adornaban la estancia: una admirable copia del Cristo de Velázquez; otra de la Dolorosa de Tiziano, y ante uno de los balcones, destacando sobre el claror del hueco, una escultura fiel reproducción del San Francisco de Alonso Cano. Cuanto allí había acusaba extraña mezcla de elegancia y piedad.
Alzose de pronto una cortina y entró la Condesa, a quien Tirso saludó respetuosamente: ella se sentó en una butaca pequeña, de espaldas a la luz, y el cura, obedeciendo a una indicación, ocupó un asiento cercano puesto frente al balcón; de suerte que la fisonomía de Tirso quedó a merced de las miradas de la dama, y el rostro de ésta no tan visible para él, que estaba como irresoluto y cortado. El traje de la de Astorgüela era sencillo y negro, de un negro brillante y nuevo, junto al cual pardeaban la sotana y el manteo de Tirso.
—Lo primero—comenzó ella—pido a usted mil perdones por mi atrevimiento: debía haber procurado esta entrevista de otro modo, pero deseaba que honrase Vd. mi casa y quería que hablásemos a solas; ante todo, para felicitarle por su elocuencia y su rasgo de valor...
—Señora, yo agradezco tanto... pero la verdad, no creo merecer...
—Sí; merece Vd. que le feliciten todos los corazones cristianos. Alcanzamos tiempos en que la energía en defender lo bueno y lo santo debe alentarse; y yo, aunque valgo poco, he tenido empeño en conocer a usted para apreciarle mejor.
Estaba asombrado, sin adivinar a qué venían tal llamada y tan afable recibimiento.
—¿Le sorprende a Vd. mi osadía,—prosiguió adivinándolo la Condesa—verdad? pues aún va a extrañarle más otra cosa que voy a decirle, y sobre la cual le encargo la más absoluta reserva.
—Aseguro a Vd. que me desviviré por servirla, si juzga que puedo serla útil.
—No se trata de servirme, señor Resmilla, sino de servir a la Religión. Pero, ante todo, debo advertirle que no me era Vd. enteramente desconocido. Mi posición, mis buenas relaciones, mi influencia, puedo decirlo sin vanidad, me tienen al corriente de muchas cosas... y no ignoro el objeto de su venida de Vd. a Madrid.
—Yo, señora, mi viaje...
—Esté Vd. tranquilo. Soy de las que animan y alientan cuanto se proponen ustedes. Está Vd. en casa de una amiga. Y ahora diré a Vd. que nada de eso me es ajeno, y que tengo costumbre de honrarme con la amistad de los que se consagran a tan glorioso servicio, es decir, que aunque sólo fuera por esto, le hubiera llamado a Vd.; pero es el caso que, además, vamos a tratar de otro asunto.
—Mande Vd.
—Usted tiene un hermano que está en relaciones amorosas, honradas, por supuesto, con una señorita, casi parienta mía, que se llama María Paz de Ágreda...
—No lo sabía... o, mejor dicho, ignoraba quién era ella.
—Yo, en cambio, sé mucho más. El padre de esa señorita es un caballero bastante rico, que, por cierto, no ha educado a la niña como debiera; pero esto no hace al caso. Lo importante es que Vd. va a prestar un buen servicio a intereses sagrados.
—Pero, ¿qué tiene esto que ver con mi hermano?
—El padre de esa señorita Paz posee cerca de los Cuatro Caminos, fuera de la puerta de Fuencarral, unos solares, lindando con los cuales está edificando su nueva casa una comunidad, que acaso todavía no conozca usted, y que el vulgo ha comenzado a llamar las Hijas de la Salve. Pues bien; esta hermandad desea comprar parte de la tierra que es propiedad de don Luis, a lo cual se niega él resueltamente: todos los esfuerzos, todos los ofrecimientos han sido inútiles.
—¿Y qué puedo yo en el asunto?
—Mucho: piense Vd. que se trata del servicio de una fundación religiosa... Vamos a concretarnos a lo esencial. ¿Está Vd. dispuesto a favorecer los deseos de los que protegen a esa comunidad? Responda Vd. francamente.
—Sí, señora, si realmente se trata de una comunidad religiosa.
—Hace Vd. bien; las cosas claras. Vamos a otro punto. ¿Tiene Vd. medios de hacer que su señor hermano influya en el ánimo de la niña, para que ésta a su vez procure que su padre deje de ser hostil al engrandecimiento de la comunidad?
—No, señora; no tengo medio alguno para lograrlo; y ya que Vd. me honra buscándome para una cosa tan de mi gusto, quiero ser leal con Vd. Mi hermano y yo estamos medio reñidos: es liberal, ateo, en fin, está dejado de la mano de Dios. Cuando yo llegué a Madrid a vivir con mis padres, encontré la casa en un estado... impiedad, olvido de lo más sagrado... Yo quise...
—No se moleste Vd. en contármelo: estoy enterada de todo.
Tirso, con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, preguntó:
—¿Entonces?...
—Se trata de saber si, a pesar de todo eso y contra los obstáculos que se presenten, se decide Vd. a servirnos.
—¡Eso sí! pero ignoro cómo.
—Si su hermano de Vd. se casara con esa señorita..... si nosotros lo facilitáramos.....
—No hay que pensar en ello, señora. Mi hermano es un fanático descreído; a su falta de fe llama convicción honrada: sería capaz de echárselas de mártir de sus ideas y renunciar a la chica antes que aceptar el trato.
—¿Está Vd. seguro de esa energía?
—¡Ojalá no lo estuviera!
—Piense Vd. que nos sobrarán medios, toda clase de protección.
—Imposible.
—Entonces habrá que tomar otro camino. Es preciso averiguar si esa señorita está realmente enamorada de su hermano de usted, y necesitamos poder calcular lo que ella haría viéndose abandonada por él.
—No entiendo lo que Vd. se propone.
—Hablaré sin rodeos, señor Resmilla. Si el novio se allanara, y sería lo mejor para todos, a vender en buenas condiciones a la comunidad el terreno que ésta desea cuando entrara en posesión de la dote, nosotros haríamos la boda.
—Ya he dicho a Vd., y perdone que insista, que eso es imposible.
—En tal caso, hay que colocar a la pareja en condiciones de ruptura y conseguir una de estas dos cosas: que ella imponga a su padre su voluntad, es decir, la nuestra, o que, desengañada del amor, piense en dichas más puras, en vida más tranquila.
—Comprendo.
—Con lo cual, señor Resmilla, lograríamos doble resultado: para el Señor la conquista de un alma; y para nuestro propósito la posesión de una voluntad, dueña, en plazo más o menos breve, de lo que desean poseer las Hijas de la Salve.
—Perfectamente.
—Considerado así el asunto, Vd., ¿qué cree que debamos hacer?
—Que mi hermano riña lo antes posible con la novia, y luego manejarla a ella.
—Eso es expuesto. Si está enamorada de veras, corremos dos peligros muy grandes: primero, la dificultad de separarles; y segundo, que si su pasión no es verdadera, al perder éste se arroje en brazos de otro amor.
El cura no pudo contenerse.
—Señora, ¡cuánto sabe Vd.!
—Crea Vd., señor Resmilla, que para servir a Dios hay que pensar en todo. Vamos, ¿qué le parece a Vd.?
—En mi opinión, lo esencial es que riñan; y después dirigir bien a esa criatura.
—¿Quiere Vd. encargarse de ello? Piense usted que se trata de una verdadera obra de caridad y que, además, las Hijas de la Salve no olvidarán lo que Vd. haga por ellas.
—Yo no hago nada interesadamente.
—Me lo figuro; pero toda buena obra trae consigo su recompensa. En fin, piénselo usted.
—¿Puedo estar seguro de que obraremos sólo por favorecer a esa comunidad, sin ninguna otra mira bastarda? No se ofenda Vd., señora; yo soy así.
—No nos anima más deseo que el de contribuir al engrandecimiento de una institución piadosa. Usted la conocerá y juzgará luego.
—Pues delo Vd. por pensado: acepto.
—¿Quiere Vd. que yo le facilite ocasión de hablar a la novia de su hermano?
—Avisaré cuando lo considere oportuno; pero me parece que yo me lo trabajaré todo.
—No olvide Vd. que lo esencial es la ruptura.
—Espero que la conseguiré.
Al llegar aquí Tirso creyó oportuno poner gesto triste, y dando a la voz acentos de amargura, dijo:
—¡Ah, señora! ¡Si Vd. pudiera apreciar la pena de mi corazón al comprender que las ideas de mi hermano disculpan... hasta justifican, que yo tome cartas en este asunto!
La Condesa, ya en pie, como despidiéndole, sonrió ante aquel inesperado afán de atenuar la índole del pacto, y repuso:
—Es doloroso que no se pueda hacer el bien sin estos rodeos; pero, ¿qué remedio? señor Resmilla, así lo quieren los tiempos. Quedamos en que convencerá Vd. a esa señorita; después, en fin... allá Vd.
Despidiéronse en seguida, y salió Tirso a la calle hondamente preocupado, por muchas razones. Aquella señora fue para él un enigma vivo: sabía el motivo de su viaje, alardeaba de influyente, habitaba un palacio y tenía aspecto de reina. ¡Qué maridaje tan extraño formaban en ella el trato mundanal y la piedad! Parecía la encarnación de lo profano puesta al servicio de lo divino. Por supuesto, estaba decidido a servirla contra su propio hermano, contando con la ayuda de Dios. ¿Acaso no triunfaba en los demás propósitos que formó? Su madre había entrado de lleno en el buen camino, y su hermana había renunciado al devaneo con Millán.
Tirso recordaba las palabras de la Escritura: Desaparecerá el impío como la tempestad que pasa; mas el justo es como cimiento durable por siempre. La esperanza de los justos es alegría; mas la esperanza de los impíos perecerá.
Desde que Tirso despreció a Pateta por verle con uniforme de corneta de milicianos, según él contó a Paz, no pudo el chico refrenar la antipatía que le inspiraba el cura. Pateta era madrileño, legítimo descendiente de aquellos liberales que cuando niños rodeaban en apretada turba las charangas militares para oír el Himno de Riego, y que de hombres alzaban barricadas contra la tropa, fraternizando con ella después de batirse unos y otros como fieras. Sólo dos bienes poseía: juventud y valor, y ambos los puso al servicio de la libertad, porque instintivamente le pareció buena aquella aspiración que tanto entusiasmo despertaba: vio alistarse como milicianos a sus compañeros de imprenta, les imitó, y de aquí el vistoso uniforme con leopoldina de plumero que parecía un gallo desmayado, el pecho lleno de trencillas y la corneta presa entre cordones rojos, con los cuales arreos rechazaba en formación o revista al más amigo gritando: «¡atrás paisano!» Su indignación cuando Tirso le dijo: «¡quita de ahí, mamarracho!» fue espantosa; mas como Pateta no era malo, su propósito de venganza no pasó del deseo de jugarle una mala partida: no ambicionó causarle daño, sino rabia; no sería la suya venganza, sino truhanada. Los sucesos facilitaron su intento.
Por aquellos días se temía un movimiento de los absolutistas sobre Estella, y Pateta, al salir una mañana de la imprenta, estando ya cerca de la calle de Botoneras, oyó pregonar el extraordinario, con la derrota de los carlistas, grito que acto continuo le sugirió la forma de su proyectada desazón al cura. Todo consistía en gastarse dos cuartos en el papel y subir a dar la grata nueva a don José: era la hora del almuerzo, y Tirso, que estaría allí, tendría que tragar la píldora.
A los cinco minutos de imaginarlo entraba Pateta en el comedor, donde, terminado el almuerzo, conversaba la familia tranquilamente antes de que Pepe marchase a su trabajo; doña Manuela y Leocadia estaban doblando el mantel, don José haciendo pitillos y Tirso hojeando un libro. En la pared, por bajo de la estampa religiosa que compró Tirso, se veía el mapa de las Provincias Vascongadas y Navarra, en que don José iba marcando la situación de las tropas. Cuando quería ver por dónde andaba tal o cual columna, hacia dónde estaba situado este o aquel pueblo, le descolgaban el cartón del mapa y le daban una cajita con las banderitas que el pobre señor se hizo, por vía de entretenimiento, con alfileres y papelitos de colores: las había blancas para los carlistas y moradas para el ejército, por decir don José que este era el color de las antiguas libertades castellanas.
—¿Qué hay, Pateta?—preguntó el viejo.
—Pues nada, señor; que como hace tantos días que no venía y pasaba por ahí cerca, dije: vaya, voy a subir a ver si se les ofrece algo, o si quién ustedes que haga cualquier recao.
—Nada, hombre, gracias: sigo lo mismo, yo lo mismo.
—Y como sé que le gusta a Vd. leer los papeles que salen, y he oído pregonar el que van vendiendo ahora, lo he comprao.
—Trae, trae, a ver.
Pepe tomó el extraordinario, y después de pasar por él rápidamente la vista, dijo:
—Esto no tiene relación con lo que se esperaba sobre Estella; pero les han pegado una buena zurra. Verá Vd. (leyó):
«Extracto de los partes oficiales recibidos hasta la una de la madrugada de hoy en el Ministerio de la Guerra:
Provincias Vascongadas y Navarra.—El capitán general comuni...»
—Salta, hijo, salta eso. A ver lo importante.
—«Comunica que en Aya fueron cogidos a las facciones de los curas Orio y Santa Cruz 800 fusiles remingthon, 300 de varios sistemas, cajas de municiones, pólvora, piezas de tela, provisiones y papeles; no pudiendo detallar las pérdidas del enemigo, que pasan de 50 los muertos y hasta 200 prisioneros y presentados. De nuestras tropas, cinco muertos del batallón de Barbastro, uno de la Princesa y 14 heridos. Entre los muertos de los carlistas había un cura, y entre los prisioneros otros dos curas, uno de ellos herido.»
—Muchos golpes como ese hacen falta—dijo don José—una cosa parecida ocurrió el año de 48, cuando el brigadier Zapatero y el coronel Damato desbarataron en Zaldivia y Amezqueta las partidas de Alzáa y Urbiztondo.
—Los han reventao—añadió Pateta.
Después el diálogo continuó sólo entre los hermanos.
—¡Bah! ¿qué ha de decir el gobierno? Yo no hago caso de noticias oficiales—dijo Tirso.
—Yo sí: habrá alguna exageración, pero la paliza debe de haber sido buena.
—Otra vez me tocará a mí alegrarme.
—Has podido regocijarte hace poco con el fusilamiento de los carabineros. ¡Hasta chicos de diez y seis años!
—Cosas de la guerra.
—No. Salvajadas del fanatismo.
—A eso dan lugar los enemigos de la fe, los que escarnecen la religión.
—¡Ya salió a plaza la religión de nuestros mayores! No sé en qué consiste, pero casi siempre que se comete una infamia de ese jaez sale a relucir la religión.
—Como que su defensa es el origen de la guerra.
—Y así, a trabucazos, se hace propaganda de mansedumbre y caridad. Ordenadas esas infamias por militares, no tendrían disculpa; ¡conque figúrate siendo clérigos los autores!
—Se miente mucho.
—¡Desgraciadamente, hijo mío—interrumpió don José—no son exageraciones! Esos curas de canana y retaco, son iguales a los de la otra guerra. Aún recuerdo yo lo que hicieron don Basilio y Orejita, que eran dos cabecillas, el año 36 en la Calzada. Cerca de ciento veinte personas sacrificaron, hasta mujeres y niños, y ¿sabéis quién sirvió de ojeador? el prior de la Calzada. Los carlistas atacaron el pueblo, los nacionales se refugiaron en la torre de la iglesia, y entonces aquéllos la incendiaron: un nacional que se descolgó por una ventana, pudo correr al caer a tierra, pero le vio el prior y comenzó a gritar: ¡a ese conejo que se escapa! ¡cazarle! y le mataron. Por supuesto, que el tal prior era una fiera. Con pretexto de parlamentar se acercó a la torre, y estuvo dando conversación a los sitiados hasta que los suyos arrimaron a las puertas astillas y sarmientos: cuando estuvo encendido el fuego, paró de hablar. Todos los que estaban dentro ardieron como estopa, y cuando el prior oía el llanto de las mujeres y de los niños, decía el muy bruto: ¡Bien templado está el órgano!
—¡Parece mentira que crea Vd. esas paparruchas!
—¿Y lo que está haciendo por ahí ahora ese cura, cuyo nombre es un escarnio?
—Ya tendrá él cuidado de no matar a buenos cristianos: sobre todo, ¿pensáis que se puede guerrear con sensiblerías?
—No digas disparates, hijo; me moriría de pena si supiera que eras de los clérigos que disculpan esas atrocidades.
—Le gustarán a Vd. más los que se cruzan de brazos y dejan que les persigan y conviertan las iglesias en cuadras y los altares en pesebres.
—Eso no se ha hecho todavía—dijo Pepe;—pero, no te quepa duda, si los curas siguen el camino que han emprendido, el pueblo confundirá a los representantes con la cosa representada, y entonces...
—Entonces lo destruiremos todo y no dejaremos vivo ningún liberal... ¡masones indecentes!
Estaba ya fuera de sí; la ira, contrayendo sus facciones angulosas, dio a su rostro dureza extraordinaria, y los ojos se le inyectaron en sangre. Nunca le habían visto tan furioso.
—¿Vais a reñir por política?—gritó doña Manuela.
Pateta estaba arrepentido.
Pepe, por evitar que la cosa pasase adelante, trató de bromear, diciendo:
—Vaya, hombre, cálmate; otro día puede que entren en Estella o que asomen por Chamberí.
Tirso, interpretando aquello como befa por la derrota, se enfureció; levantose de pronto con el rostro desencajado, fue hacia el mapa, trémulas las manos, y cogiendo tres o cuatro banderizas carlistas, dijo, clavándolas en el papel con grosera violencia:
—¡Sí! ¡Entrarán aquí, y aquí, y aquí!
Los alfileres marcaron al azar varias poblaciones; Estella, Pamplona y Madrid quedaron conquistadas. Don José no se atrevió a chistar; Pepe soltó una carcajada.
—¡Qué fuerte te da!
—¡Esta es una familia podrida!—prosiguió el cura—así estáis, así os veis, necesitados, pobres, desamparados, dejados de la mano de Dios; tú, trabajando en esa imprenta como un gañán, y Vd. (dirigiéndose al padre) ahí clavado en una butaca, con el castigo del Señor encima.
—¡Hijo mío, líbreme Dios de suponerle tan mezquino que sea capaz de castigarme con reuma por ser progresista!
—¿Reuma?—exclamó Tirso, sonriendo bárbaramente.—¡Reuma! ¡No tiene Vd. mal reuma! Gota, y de la fina, es lo que tiene usted.
El infeliz escuchó con indecible espanto la brutal revelación. Primero quiso incorporarse, sin saber a qué; pero no pudiendo sus manos crispadas sostenerle en los brazos del sillón, cayó de golpe en el asiento; luego miró estúpidamente en torno, y por sus mejillas resbalaron dos lágrimas.
A Pepe se le asomó el furor a los ojos; sintió impulsos de abalanzarse a Tirso y destrozarle la cabeza a puñadas. La presencia de doña Manuela y Leocadia evitó una cosa horrible; Pepe, conteniéndose al mirarlas, se limitó a decir a su hermano, con la voz engañosamente tranquila, pero llena de energía:
—¡Vete! Soy capaz de matarte.
—Lo creo—repuso el cura, procurando aparentar serenidad y dirigiéndose hacia su cuarto muy despacio.
—¡No!—le gritó Pepe—¡no, infame; a tu cuarto no, a la calle!
Doña Manuela, que sin atreverse a proferir una sola palabra se había interpuesto entre ambos, miró entonces a Pepe como no le había mirado nunca, y con un vigor de que jamás dio señales en su vida, le dijo:
—¡Basta!
La expresión que adquirió su rostro desconcertó a Pepe: le repugnaba creer que su madre hiciera causa común con Tirso.
—Pero, mamá, ¿sabes lo que acaba de hacer?
—¡Basta!—volvió a gritar ella con mayor imperio.
Pepe no contestó a doña Manuela; pero, volviéndose hacia la puerta del cuarto de Tirso, exclamó rápidamente, como si temiera mancharse los labios con la palabra:
—¡Víbora!
Después, todos callaron.
El viejo lloraba como un niño; Pepe, abrazado a él, con la boca pegada a su oído, le decía en voz baja prodigios de cariño; doña Manuela salió del comedor siguiendo a Tirso, y Leocadia empezó a recoger del suelo el mapa y las banderitas, mientras Pateta, que estaba en un rincón aterrado ante el conflicto que había promovido, se despidió de repente y salió rencoroso contra sí mismo.
—Es mentira, ¿no es verdad, hijo mío? no es gota, ¿verdad, Pepe?—decía el enfermo.
—No, papá; cálmate, por Dios: ¡ha sido una infamia!
Sólo al cabo de dos o tres horas, seguro ya de que nadie se atrevería a molestar al viejo, marchó Pepe a su trabajo, observando al salir que doña Manuela estaba encerrada con Tirso en el cuarto de éste. Al caer la tarde se le presentó Pateta en la imprenta a pedirle perdón, creyendo ser el causante de todo.
—No tengo nada que perdonarte: tú no has tenido mala intención: así, o de otro modo, ello tenía que suceder.
Cuando por la noche volvió a su casa, todo estaba tranquilo; pero don
José, al empezar la cena, sufrió un acceso violento, y fue necesario
acostarle: Tirso hizo ademán de ir a coger uno de los brazos de la
butaca para conducirlo a la alcoba con Pepe, pero éste le contuvo con
sólo una mirada. Después, entre él y Leocadia, empujaron el sillón.
Estando ya en el lecho, don José sujetó a su hijo por el cuello, y le
dijo temblando, con voz apenas perceptible:
—Hijo, por Dios, ¡sé prudente! ¡no hagas nada! tu madre... ha dicho que si Tirso se marcha, ella también se irá.
Durante la cena, a que el enfermo no asistió, los dos hermanos no se dirigieron la palabra; Pepe estuvo con su madre y con Leocadia tan afectuoso como siempre; ellas con él, frías y reservadas. Después se encerró en su cuarto, sintiendo que el llanto se le agolpaba a los ojos.
Sus lágrimas fueron jugo del alma, esencia del dolor, La calma de su hogar era ya como cristal roto y, junto a esta dicha perdida, hasta el amor de Paz le pareció una felicidad mezquina.
Las Hijas de la Salve eran unas monjas que a fuerza de pedir limosnas y aceptar herencias consiguieron edificar un buen convento en las cercanías de Madrid, fuera de la puerta de Fuencarral. La piedad religiosa pareció acuñarse para sus manos: lo más elegante y rico de la Corte les otorgó su apoyo. No había por aquel tiempo mujer devota ni dama encopetada que dejara de visitarlas. Dos hermanitas venían diariamente a Madrid a recoger ofrendas, y como tenían la colecta admirablemente organizada por distritos y barrios, se presentaban en palacios y casas a hora conveniente. Sabían que tal señora no se levantaba hasta la una, que tal otra era más madrugadora, que para hablar a unas era preciso ir a medio día, y que algunas no recibían hasta la tarde. La tartanilla en que hacían sus correrías se paraba ante las casas de la grandeza y la alta banca, con regularidad admirable, en determinadas fechas y a horas fijas: a poder hablar, el borriquillo que la arrastraba hubiera dado las señas de los domicilios de lo mejor de Madrid. También había casas donde un mayordomo, una doncella, y aun el portero, eran los encargados de entregar la limosna, sin que las recaudadoras se ofendieran ni dejaran de tomarla. Otra mina de donde sacaban gran provecho para adornar su casa y acrecer sus rentas—que eran casa y rentas del Señor—consistía en una hermandad educadora aneja al convento. Las Hijas de la Salve, previa autorización eclesiástica, habían hecho dos fundaciones que eran como ramas de un mismo y santo árbol: la primera un colegio establecido en el convento, y la segunda una asociación devota, calcada en la organización de ciertas cofradías, pero con perfección suma. La asociación llamada Limosna de la luz tenía por objeto reunir, mediante modestas cuotas mensuales, fondos para llevar diariamente, en nombre de los hermanos, determinado número de velas de cera al templo donde se adorase a la Santísima Virgen en cualquiera de sus advocaciones; pero como los asociados eran muchos y pocas las velas necesarias, al cabo de cada mes quedaba en caja un sobrante respetable, que se destinaba a misas por los hermanos difuntos, funciones de iglesia, novenas, actos de desagravio al Señor por las injurias de los impíos, ofrendas al Santo Padre y regalos a templos o capillas pobres, que consistían algunas veces en objetos de metal para el culto o donaciones para mejoras, pero que generalmente eran de ropas sagradas. En un principio la hermandad lo compraba todo; mas como las compras salían caras, la asociación estableció un pequeño obrador donde recibía a las jóvenes que, hallándose sin trabajo, querían coser a menor jornal que para tiendas o particulares: el obrador, pequeño, bien dirigido y mejor administrado, trocose pronto en taller grande, de modo que al año quedaron enlazados en sabroso nudo la piedad y el lucro, viniendo a ser aquello una santificación del trabajo. Hacíase allí toda clase de labores de aguja, desde lo más sencillo a lo más complicado y primoroso. Se bordaba en blanco, en sedas de colores y en oro; el planchado era admirable; los roquetes, albas, paños de altar, sabanillas y almohadones para santos sepulcros, parecían obra de hadas; los ternos, casullas, mangas y estandartes, eran verdaderos prodigios artísticos; y como antes ocurrió que solía quedar un remanente de velas, comenzó también a tener la casa en almacén más de lo que había menester para sus obsequios. No se había de tirar. La administración dispuso que pudiera venderse a bajo precio, con sólo cubrir gastos, y de esta suerte se apretó un poco más el lazo de la Religión y el comercio. Al mismo tiempo la hermandad Limosna de la luz pensó que su bienhechora influencia podía hacer algo mejor que poner velas en los altares, regalar casullas o vender ropa barata para el culto: podía—¡oh admirable hallazgo! ¡oh inspiración divina!—regalar almas al Señor.
Hasta entonces no se había exigido a las obreras del taller sino buena conducta y legitimidad de origen—porque no eran dignas de trabajar para tan santo fin las ovejas descarriadas ni las hijas del pecado;—en adelante se las exigió someterse a ejercicios piadosos, explicación de la doctrina cristiana y asistencia a determinadas solemnidades en la capilla del convento. Un maestro de música formó un coro de primer orden, siendo cosa de oír—y todo el Madrid elegante se regocijó de ello—cómo cantaban salves y motetes por las tardes las infelices que pasaban trabajando todo el día. Algunas, a la larga, convencidas de la bondad de la continua predicación a que estaban sujetas voluntariamente, manifestaban deseos de entrar en las Hijas de la Salve: si su habilidad con la aguja podía ser agradable a los divinos ojos y beneficiosa al caudal común, se las admitía: en caso contrario, no faltaba medio de negarse, resultando que, a despecho de los errores humanos, como la casa contaba con la visible protección del cielo, todo era en ella prosperidad. Los jornales de las que trabajaban nunca subían; pero, en cambio, ¡qué alegría cuando alguna renunciaba al mundo! Las señoras que protegían a las Hijas de la Salve solían pagar el no muy cuantioso dote necesario y el humilde equipo preciso. ¡Santa caridad que sustraía doncellas a la circulación del pecado, evitando que llegaran a ser madres de impíos! En vano fue que varios periódicos revolucionarios y descreídos dieran la voz de alarma. El Madrid devoto estaba entusiasmado: las Hijas de la Salve y la Limosna de la luz hacían prodigios. Un día profesaba una rica educanda de pocos años, desengañada del mundo; otro, una hija de familia se negaba a ir a pasar el domingo con sus padres por adornar un altar; ya una señorita manifestaba decidido propósito de acogerse al claustro; ya una de aquellas pobres obreras pedía como favor supremo ser adoptada en cualquier concepto por las santas Madres, Hermanas, o lo que fueran.
Hubo casos notables. La hija de un caballero, viudo y muy rico, a los ocho días de sacada del colegio por su padre, se escapó, volviendo a refugiarse bajo el techo sagrado, sin que el infeliz señor pudiera verla, porque ella misma le escribió, diciéndole que todo era inútil. Una señorita recién casada abandonó a su esposo al mes de la boda—con asombro de los materialistas—como herida por la nostalgia de la devoción y prefiriendo la poesía de la fe a las impurezas del tálamo. El padre se quedó sin hija y el esposo sin mujer. Las Hijas de la Salve eran una institución incontrastable. ¿Qué autoridad civil ni judicial podía oponérseles? No: aquel santo asilo de almas consagradas a Dios y a la propaganda piadosa, no debían nunca verse sujetas a miserables tributos, pesquisas de profanos malévolos ni vejaciones parecidas.
La Condesa de Astorgüela era, según unos, desinteresada protectora de la doble asociación; según otros, no más que un agente, a quien las Hijas de la Salve buscaron, sabedoras de su prestigio cerca de ciertos elementos sociales, pagándola sus desvelos, amén de otros beneficios, con otorgarla una gran autoridad en el que pudiera llamarse—sin ofensa—consejo administrativo de la asociación. Tal era la índole del piadoso instituto que ansiaba dilatar su pequeño reino en este mundo adquiriendo una parte de la propiedad que, lindante con el convento, tenía el padre de Paz Ágreda.
La Condesa de Astorgüela, deseosa de proteger a Tirso, o acaso con ulteriores miras, hizo que las Hijas de la Salve le emplearan, confiándole en compañía de otros sacerdotes la misión de dirigir las prácticas piadosas y explicar la doctrina a las hermanas que formaban la Limosna de la luz. ¿A quién podían elegir sino al ministro de Dios que recientemente dio en el púlpito tan brava muestra de fervoroso celo? Tirso entró en seguida en funciones, inundándosele el alma de alegría ante el espectáculo de aquellas mujeres que, unas en continuo trabajo, otras en perpetua oración, tenían puesta la mirada en el cielo y la esperanza en Dios.
Durante algunas semanas, Paz y Pepe se vieron poco; la clausura del Parlamento hizo innecesarios al señor de Ágreda los servicios del muchacho; mas sabiendo la niña que su padre hablaría en una de las sesiones próximas, esperaba la apertura de Cortes con mayor impaciencia que político de oficio; porque don Luis tenía propósito de que Pepe buscara para él ciertos datos, lo cual significaba que el chico volvería a frecuentar la casa con la asiduidad de antes.
Llegó al fin la ocasión, y Pepe volvió a trabajar por las mañanas en el hôtel de la Castellana.
Era ya cerca del medio día. El balcón del cuarto de los libros estaba
abierto, las persianas caídas, y el sol, penetrando por entre sus
listones, formaba sobre la fina estera de junquillo un dibujo a rayas
blancas y negras. Las acacias del jardín proyectaban confusamente sus
movibles sombras en los muros: el silencio y las hileras de volúmenes,
colocados en los estantes como un ejército de ideas, parecían estímulos
del trabajo: Pepe, bajo pretexto de tomar apuntes, estaba preparando el
discurso de don Luis. Nada se oía: sólo el viento agitaba a veces el
ramaje de los árboles vecinos, obligándolo a chocar contra las
persianas; la luz intensa desparramaba su claridad hasta los rincones, y
sobre el paño oscuro que cubría la mesa, las cuartillas, unas vírgenes
de plumadas, otras ya escritas, atestiguaban de la laboriosidad de Pepe.
El discurso de don Luis prometía estar cuajado de datos interesantes y
ser denunciador de graves contradicciones en el criterio y conducta de
sus adversarios: el escribiente no podía dar al senador la elocuencia de
que éste carecía; pero, al menos, iba a ponerle en disposición de causar
efecto con la oportunidad de los recuerdos que despertase. Pepe había
leído que Girardín fundaba su oratoria en la demostración de la
versatilidad de los contrarios y, no pudiendo prestarle astucia ni
facilidad de palabra, procuraba que don Luis hiciese algo parecido. A
fuerza de revolver Diarios de Sesiones, discursos y periódicos, iba
reuniendo cuanto era aprovechable para que alardeara de memoria y
oportunidad. Había instantes en que experimentaba tristeza mirándose
convertido en agente de la notoriedad ajena; pero luego, considerando
que así se hacía útil, quizá necesario, al dueño de la mujer amada, y
que cuanto más le favoreciese más se acercaba a ella, redoblaba su
actividad y hacía prodigios para aguzar el ingenio. Acaso un día don
Luis llegase a apreciarle, aunque fuera por egoísmo: él se sentía con
fuerza bastante para fabricar la celebridad de aquel hombre a cambio...
De pronto se abrió la puerta del despacho y entró Paz, vestida con un traje de batista blanca sembrado de florecitas azules, sujeto a la cintura por una ancha cinta de seda y ligeramente entreabierto el escote, sobre el cual llevaba una crucecita de oro, como guarda colocado a la entrada del Paraíso: la falda, corta según costumbre, mostraba a cada movimiento sus bonitos pies, que aún hacían más perfectos a la vista los zapatos de labor delicada y las medias oscuras, que contrastaban con la blancura del traje.
—Papá ha almorzado solo, porque tenía una cita, y no vendrá hasta las tres:—dijo, tendiendo a Pepe la mano, que él retuvo un instante entre las suyas.
—Pues me voy.
—¡No! Ya me he cuidado de decir que tenía yo que venir al despacho.
—Me repugna esto de quererte a hurtadillas.
—A mí también; pero, ¿qué remedio? ¡Está bueno lo que pasa! el riesgo es mío y el miedo tuyo.
—Si una imprudencia nos costara no volver a vernos, ¿quién saldría perdiendo?
—Yo, que te quiero con toda mi alma—dijo Paz con la mayor viveza.
Callaron unos instantes: él tornó a cogerla la mano, por cima de la mesa, sintiendo un placer tranquilo y grato, como si el calor que se desprendía de su piel le llegase al alma sin pasar por el cuerpo, y luego se levantó, yendo a ponerse de pie a un lado del balcón, más cerca de ella.
—No, no; anda a tu sitio.
—Déjame a tu lado un minuto.
—¡Cómo me gusta entrar aquí cuando estás trabajando!... Me parece que ya eres mío. Los días que no vienes también suelo entrar alguna vez, para fingirme que vivimos juntos... y estabas aquí... y que ibas a volver en seguida.
—¡Qué lejos está eso!
—Mientras me quieras, no importa.
—¿Sabes, Paz, que parecemos tontos?
—¿Por qué?
—Sí: tú, tonta; yo, malo. Nos estamos haciendo ilusiones: esto no puede acabar bien.
—¿Te gusta otra más que yo?
—¿Y el tiempo? ¿Y tu padre?
—Ni mi padre, ni los años, podrán separarnos.
—Eso es muy bonito y muy romántico; pero la realidad se nos echará encima, y ¡qué amarga!
Pepe la había rodeado la cintura con un brazo.
—Sí, ¿eh? quéjate ahora de la realidad—dijo ella, procurando desasirse.
—¿Te ofendes?
—No; pero... no está bien.
No estaba bien, pero lo toleró.
Sus rostros quedaron tan cercanos, que los rizos de Paz le rozaban a él la frente. La crucecita de oro que la niña lucía en el pecho, temblaba con el movimiento de la respiración, y el viento suave, penetrando por entre los listones de las persianas, parecía empeñado en empujar los cabellos de Paz contra la cara de Pepe.
—Cuando te tengo así—la decía oprimiéndola el talle—creo que me quieres más, y daría la mitad de la vida por tener derecho a pasearte como estamos ahora, así, del brazo, por las calles.
—A mí me gustaría más estar solitos, sin que nadie nos viese.
Se sentía languidecer, presa de una laxitud incontrastable, como flor envuelta en una atmósfera muy cálida: el brazo y el aliento de Pepe la abrasaban. Entonces él, sin prisa de ladrón, con verdadera calma de dueño, fue aproximando lentamente los labios hasta besarla cerca de la boca; y ella, en pago, sin voluntad ni fuerza para rechazarle, oprimió la varonil cabeza contra su pecho. No fue beso robado, sino consentido primero y agradecido luego.
Al apartarse, Paz le sujetó las manos y, fijando en él los ojos, le dijo, ansiosa de leerle el pensamiento en la mirada:
—¿De verdad me quieres?
—¡Ojalá estuviera tan cierto de que llegarás a ser mía como lo estoy de mi cariño!
Ella se quitó entonces un anillo de oro que llevaba entre otras sortijas, y poniéndoselo a Pepe, le dijo, con la leal franqueza de quien entrega el alma:
—¿Entiendes? Tuya para siempre.
Y él, sujetándola las manos, selló el desposorio con un beso más dulce que la mejor palabra. Después se separaron, sin más frases ni promesas, seguros del porvenir, dejándose cada cual su albedrío cautivo en la voluntad del otro.
Según Paz mostraba por lo enamorada mayor empeño en salvar la distancia que les separaba, más parecía obstinarse la adversidad en desunirlos, colocando a Pepe en peores circunstancias.
Cierto caballero influyente en la comisión de gobierno interior del Senado, que había menester una plaza vacante para uno de sus protegidos, supo que Pepe era hermano del clérigo autor del sermón censurado por la prensa y, sin otro motivo, logró que le dejaran cesante. En vano procuró don Luis de Ágreda su reposición: hiciéronle buenas promesas, pero no obtuvo resultado; y como la pérdida del destino representaba en casa de Pepe una falta de diez y ocho duros a fin de mes, la escasez mal disimulada fue degenerando en franca e irremediable pobreza. Además, el desorden que causaba doña Manuela con el olvido de todo lo casero era cada día mayor: la misa por la mañana, las Cuarenta Horas y vela por la tarde, el hacer o escuchar lecturas piadosas y el quedarse medio dormida en una silla, a lo cual llamaba pomposamente meditación, no la dejaban tiempo para nada. La cena, hecha con prisas al volver de la iglesia, unas veces era mala, otras peor y, si Pepe, a causa del trabajo de la imprenta, no venía temprano, doña Manuela, Leocadia y Tirso, en vez de acostar al pobre viejo, se ponían a rezar el Rosario y la Letanía con alguna oración de añadidura, como preces por los herejes o acciones de desagravios; con todo lo cual quedábase don José preso en la butaca junto a las vidrieras del balcón, mirando pasar gente, viendo encender faroles y aumentar las sombras, sin oír palabra que le distrajese ni frase que le consolara. Ni siquiera se acordaban de cubrirle las piernas con una manta; así que, al ir a moverle de la butaca, solían encontrarle frío, como entumecido. Si pedía que le comprasen periódicos, nunca faltaba excusa: los pocos cuartos antes invertidos para entretenimiento del enfermo en suplementos y extraordinarios, iban a parar ahora al cajón de las ánimas, débil compensación, a juicio de Tirso, de lo gastado en regocijarse con noticias contrarias a la buena causa. Además, del armario en que estaban faltaron varias obras que don José estimaba en mucho, por ser de esas que proporcionan el doble placer de recordar el tiempo en que se leyeron y afirmar las ideas que inspiraron: desaparecieron de la casa una Historia de las Cortes de Cádiz, la anónima del Reinado de Fernando VII, las Cartas a Lord Holland, de Quintana; una continuación al Mariana, escrita por Eduardo Chao; los Recuerdos, de Alcalá Galiano y otro de Toreno. El expurgo debió ser cosa de Tirso, y también la elección de cuatro o seis libracos que, en sustitución de aquellos, tomó doña Manuela, como el Método práctico para hablar con Dios, del jesuita Franco; el Verdadero Sufragio universal, o sea Pío IX y sus bodas de oro; el Interior de Jesús y María, el Águila real, pelicano amante, historia panegírica del ínclito San Agustín, y el Despertador del alma descuidada en el negocio máximo de su salvación.
Otra obra tomó Tirso, guardándola para leer a solas; pero como Leocadia le sorprendiera varias veces con ella en la mano, entró en curiosidad y, observando que metía el libro en el cajón de la mesita de su alcoba, que tenía llave muy chica, intentó y consiguió abrirlo con la de su costurero.
El deseado volumen decía en la portada:
Mechialogía; tratado de los pecados contra el sexto y noveno mandamientos del Decálogo, y de todas las cuestiones matrimoniales, seguido de un compendio de embriología sagrada (obra para el clero), por Debreyne. Muchas de sus páginas, y párrafos de otras, estaban en latín, y lo escrito en castellano cuajado de palabras incomprensibles para Leocadia; pero algunas frases que malvelaban lo que debe ignorar la doncellez, excitaron su curiosidad. Aquello era un conjunto de definiciones de pecados horribles, por ella nunca imaginados, descripciones de vicios asquerosos a su castidad desconocidos, alusiones a hechos absurdos, y advertencias estúpidas para precaver los delirios de la más corrompida torpeza. El ansia de rebuscar pecados no respetaba la ignorancia de la virgen ni la conciencia de la esposa, y los hechos más naturales e inocentes de la vida servían de base a reflexiones que excitaban groseramente los sentidos. Aquel libro buceaba en la conciencia humana ávido de espectáculos repugnantes, y al hallarlos se deleitaba en su análisis, como larva de corrupción que se revuelca entre la podre: mal disfrazado, con frases piadosas y tecnicismos médicos, cuanto en él había era perversión de lujuria. Unas cosas leyó Leocadia con deseo de adivinarlas, otras con asco de entenderlas: hubo frases que cayeron sobre su pureza como cieno sobre nieve: luego, asustada, dejó el tomo y cerró el cajón, sintiendo al apartarse de allí una emoción intensa de pudor ofendido. La flor huía con asco de la babosa. Pero le quedó al libro el encanto de lo vedado, el aroma excitante de lo prohibido, y una tarde volvió a entrar en el cuarto de Tirso para hojearlo. La madre estaba en la cocina y el padre postrado en su sillón. Llamaron a la puerta, ella no oyó nada, abrió doña Manuela a Pepe y, al cruzar éste el pasillo, sorprendió a su hermana leyendo. El rostro de la muchacha fue delator del libro: Pepe entró y, quitándoselo de las manos, lo hojeó unos instantes mientras ella huía avergonzada, sintiendo por primera vez en su vida una llamarada de vergüenza que la abrasó la cara.
Pepe dudó entre devolver el cuerpo del delito a su hermano u ocultarlo para que de nuevo no cayese en manos de Leocadia: por último, pensando que Tirso, aunque lo echara de menos, no tendría el atrevimiento de reclamarlo, optó por lo último. Además, cualquiera que fuese la determinación que adoptara, comprendía que, si llegaba a tener un nuevo altercado con Tirso, había de ser agrio, y esto le daba miedo: aún sonaban en sus oídos aquellas palabras del viejo: «ha dicho tu madre que si Tirso se va también se irá ella.»
Entre tanto, la situación de la familia era cada día más angustiosa. Se perdieron las escasas economías de don José; el descuento impuesto a las clases pasivas mermó la jubilación, y la cesantía de Pepe fue causa de que en la casa comenzaran a faltar medios para atender a cubrir necesidades que anteriormente, aunque en cierta medida, no dejaron de satisfacerse. La economía se trocó en privación; la comida, sana aunque frugal, se hizo mala, porque era forzoso comprarlo todo más barato; y se suprimió cuanto se asemejaba remotamente al lujo. El mayor regalo del enfermo quedó reducido a tomar, de vez en cuando, un pedacito de merluza, o a traerle para postre de la tienda inmediata dos onzas de queso o bollos de a cuarto. Las botellas de agua de Vichy, a que estaba acostumbrado, quedaron suprimidas, y en la hidroterapia no se volvió a pensar. La tristeza de Pepe iba en aumento; unos recursos faltaban, otros disminuían; con los objetos de algún valor que fueron empeñados no había que contar, por haber vencido los plazos; pero lo peor de todo era que el malestar de don José y la miseria, a cada momento más cercana, dejaban fría, casi indiferente a doña Manuela y desesperada a Leocadia.
Tirso continuaba dando gracias a Dios después de las comidas.
Lo que más exasperaba a Pepe, era el abandono en que ambas tenían al padre, pareciéndole mentira que fuesen las mismas mujeres, antes solícitas en el cuidado hasta la exageración, siempre opuestas a todo lo que fuese salir, ahora despegadas y ávidas de callejear. La vida de la familia varió completamente: por las mañanas, don José, a no ser que Pepe le levantara, tenía que esperar en la cama a que madre e hija volvieran de misa, y luego aguantarse si se obstinaban en dilatar el momento de la comida hasta que llegase Tirso; después, a media tarde, marchábanse de nuevo, y ya no se las volvía a ver hasta la noche, sin que Pepe se diera cuenta de en qué invertían tales ausencias. Era imposible que permaneciesen tanto tiempo en la iglesia. Las mañanas que iba él a casa del padre de Paz, tenía Leocadia que quedarse acompañando al enfermo; pero doña Manuela, apenas levantada de la cama, desaparecía. Pepe, desde que dejó por la cesantía de ir a la biblioteca del Senado, dedicó las tardes a hacer compañía a su padre, y entonces comprendió que su madre y su hermana habían roto todo lazo que las sujetase al hogar. Don José no se quejaba; mas, para el cariño de su hijo, era imposible la ocultación de su pena: en cambio no acertaba a explicarse el fundamento del imperio que en ellas ejercía Tirso, y los medios de que se valió para conquistarlo, pareciéndole absurdo que sólo la devoción fuese la causante de tantas desventuras. Sus esfuerzos de observación, su vigilancia, apenas descubrían detalles por los cuales no era fácil adivinar nada: doña Manuela estaba completamente absorbida por el cumplimiento de las prácticas religiosas; todo lo demás era a sus ojos ocupación despreciable; pero aparte esto, nunca dio señales de que otras atenciones distrajesen su espíritu. Leocadia ponía empeño en acompañarla y, a pesar de la pobreza de sus galas, se acicalaba mucho; mas siendo tal afición antigua en ella, no autorizaba otra sospecha. Por fin, un día, estando recosiendo el mejor vestido que le quedaba, indicó a su hermano tímidamente la necesidad de comprar tela para otro: Pepe, antes por explorar su ánimo que por oponerse a sus deseos, la dijo:
—Tendrás que armarte de paciencia: por ahora, es imposible complacerte el capricho.
—Es necesidad.
—Pues igual que si no lo fuera. Ya sabes cómo estamos...
—Saldré desnuda a la calle.
—No: te quedarás en casa, y así harás compañía a papá.
—Ya estoy cansada de miserias—replicó con gesto avinagrado, dando a sus ojos una expresión de insolente desenfado que jamás tuvieron.
—Pues ahora empiezan.
—Veremos quién las sufre: tú eres el hombre de la casa... conque busca el remedio. Si no... a mí no me ha de faltar.
Pepe no pudo sufrir aquel lenguaje, enteramente nuevo en labios de su hermana.
—Pero, ¿eres tú quien habla así? ¿Se te ha podrido el corazón?
—Vaya, vaya; menos sensiblería, y trae cuartos a casa, que eso es lo que hace falta.
Esta actitud de Leocadia, su exigencia, descaradamente manifestada, y aquel despego junto con el afán de salir, hicieron sospechar a Pepe que la manía devota fuese encubridora de próximos y mayores males.
—Me había propuesto—dijo una noche en la imprenta Millán a Pepe—no hablarte de ciertas cosas, porque me duele recordar lo pasado; pero es necesario que sepas lo que te voy a contar, para que estés advertido. Si no andas listo, a los disgustos de ahora tendrás que añadir otros, y de peor índole.
—¿Qué quieres decir?
—Es necesario... que vigiles a tu hermana.
—¡Millán!
—No nos enfademos; ten calma.
—¡Eso es despecho!
—Te hago un verdadero favor avisándote; conque escucha y serénate, que te conviene: si callo, tú serás quien salga perdiendo. Y me alegro que hayas soltado esa palabreja: no hay tal despecho.
—Habla pronto y claro.
—Yo quería a Leocadia y ella parecía no recibirlo mal; después, tú lo viste y yo no me hice ilusiones, ella me dejó: desde entonces he procurado ir poco a tu casa; me era penoso verla y, la verdad, hasta me ofendía su indiferencia, porque era prueba de que mi amor propio me había engañado. Vi claro que nunca me quiso ni pizca.
—Y ahora, ¿qué pasa?
—Me propuse que nosotros no riñéramos, y tú dirás si tienes queja de mí...
—Ninguna.
—Y me propuse también no hablarte nunca de ella. Hoy lo hago, no por Leocadia, soy franco; sino por tí. ¿Sabes dónde pasa muchas tardes?
—Su madre se la lleva a novenas y fiestas de iglesia.
—Y a otras partes.
—¡Mira bien lo que dices!
—No te atufes. A Tirso le ha hecho, no sé quién, capellán de una cofradía, hermandad, o lo que sea, que llaman las Hijas de la Salve o la Limosna de la luz, no lo sé fijamente, y Tirso las lleva con mucha frecuencia a las fiestas de la iglesia: hay capillas privadas, como hay teatros caseros. Hasta aquí todo va bien; pero, de paso, ya sabes por qué dejan a don José solo las horas muertas. Lo malo es que antes y después de las funciones de iglesia se están allí ratos y más ratos, en una sala donde las hermanitas reciben la visita de las familias de sus educandas, donde además venden la ropa de un obrador que tienen: aquello es medio tienda medio sacristía, y allí va toda clase de gente. Tu hermano ha tomado en serio el ser director espiritual de las oficialas del taller, y las aturde a letanías: tu madre... chico, lo diré con mucho respeto; pero hay que llamar a las cosas por sus nombres... tu madre está como si le hubieran sorbido el seso: Tirso la tiene días enteros doblando ropas, arreglando cajones, recibiendo la labor a las chicas... y, vamos a la parte más fea del asunto. Con las señoras de la grandeza y las que quieren imitarlas, van allí algunos de esos devotos que desgastan con las rodillas los ruedos de las iglesias y, tras las mujeres, van señoritos elegantes a ver lo que se pesca, ¿entiendes?
—Sigue.
—Uno de esos señoritos está buscándole las vueltas a Leo.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—¿Puedes suponer que me hubiese metido en esto si no lo estuviera?
—¿Cómo lo has sabido?
—Esa cofradía ha mandado imprimir unos reglamentos en casa de Lozano, donde yo estuve ayer; él tiene prisas, me ha pedido que le hagamos aquí la tirada, y con este motivo, estuvo hablándome de esas Hijas de la Salve, y me lo ha contado todo. Lozano es hombre formal, incapaz de mentir, y, vamos, son cosas que no se inventan. Él ha ido allí varias veces y ha visto a Tirso, y a tu madre, y a Leocadia hablando, muy entusiasmada con varios señoritos.
—¿Y en particular con alguno?
—No lo sé; pero ¿qué importa? No te hagas ilusiones; tu hermana es honrada, todo lo que quieras... pero ya puedes figurarte lo que buscarán esos caballeretes.
Pepe quedó pensativo; involuntariamente se acordó de Paz, de la desigualdad que le separaba de su amante y de que, sin embargo, aquel amor no podía ser más sincero ni honesto. Lejos de ocultar a Millán sus ideas, le dijo:
—Y si yo hablo con ella, ¿qué caso ha de hacerme mi hermana? Puede decirme que también yo estoy en amores con una mujer superior a mi clase.
—Calla hombre, no compares: ¡buena diferencia! La malicia está generalmente en el hombre; y siendo tú como eres, tu novia es para tí sagrada. Lo otro es distinto: la atacada es la parte débil... y, en fin, con estar avisado y ser cauto, nada pierdes. Por interés mío no te hablo: no he vuelto nunca a imaginar que yo pudiese tener nada con ella. Además, ya sabes que estoy con Engracia.
—Tienes razón.
—A estar yo en tu pellejo, lo primerito que hacía era prohibirla que volviese.
—Se arma en mi casa la de Dios es Cristo.
—Pues chico, que se arme; pero pon remedio.
—¿Tendrás medio de averiguar?...
—¿Qué más quieres saber? ¿No te digo que andan tras ella sin que les rechace? ¿que se ponen a charlar con ella en cuanto llegan? Por supuesto que, según Lozano, la mitad de las señoras van allí a eso. En la puerta hay una de carruajes que no se puede pasar, y todo son miradas, frases cambiadas como al descuido, darlas el brazo hasta los coches, en fin, como los domingos a la entrada de las iglesias de moda.
—¡Y para eso dejan solo a mi padre! ¡Te juro que lo evitaré!
Hablaron después de otros asuntos; pero Pepe no podía fijar en nada la atención. Iban ya a separarse, cuando Millán le dijo:
—Ahora voy a pedirte yo un favor.
—Lo que quieras.
—Me han propuesto un negociejo que me conviene. Se trata de ir a Ávila para montar unas máquinas: cuestión de pasar allí unos días; estancia y viajes pagados, y cuatro mil realitos. No sé aún cuándo será la cosa, pero he aceptado.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Quiero que mientras yo esté fuera veas a Engracia con frecuencia, y que si necesita algo se lo des; yo te dejaré cuartos... En fin, que sepa yo lo que hace. ¡Está más guapa!
—Corriente: haré eso y todo lo que me encargues.
—Nada más: no tengo persona de mayor confianza que tú.
Terminado el diálogo se despidieron, y Millán se fue: Pepe entró al cuartito donde trabajaba y, a solas, se dejó caer sobre una silla, casi llorando de rabia y de vergüenza. En aquel momento, hubiera sido capaz de ahogar a Tirso entre las manos.
El ruido que hicieron algunos cajistas al marcharse le distrajo de pronto y, mirando al reloj vio que faltaba poco para la hora de la cena. Cuando salió a la calle, el aire fresco le serenó algo; pero el bochorno sufrido oyendo a Millán le pesaba en la memoria como el rubor de una falta propia: unos instantes le agradecía el aviso; otros, casi le guardaba rencor. La razón le dijo, al fin, que era más sensato lo primero. Anduvo de prisa, impaciente por hablar en seguida con Leocadia, y al llegar a su casa subió apresuradamente la escalera, sin saludar a la encajera del portal, y tiró de la campanilla, que sonó hacia el fondo del pasillo, sin que se oyeran pasos ni rozar de faldas contra las paredes. Volvió a llamar, nervioso por la impaciencia, y nada, ni el menor ruido: no abrieron. No era creíble que hubiesen dejado solo a su padre: ¿qué ocurriría? Esperó unos minutos y tornó a tirar del llamador, dando, además, con el pie en la puerta. Tampoco se oyó nada. Entonces echó escaleras abajo, y llegó al portal a tiempo que la puntillera terminaba de recoger su puesto para irse.
—¡Jesusa!—gritó desde el último tramo—en mi casa no abren: ¿sabe Vd. si ha sucedido algo?
—Están fuera.
—¿Todos?
—Todos.
—Pero, ¿y mi padre?
—Toma, el pobre señor arriba. Como usted entró corriendo... no le dije ná. La señora, don Tirso y la señorita salieron a cosa de las cuatro, diciéndome que tuviera cuidao... y hasta ahora. ¡Figúrese Vd. qué iba a cuidar! Si me hubieran dao el picaporte... quié icir que podría haber subido por si el señor nesecitaba algo.
—¿De modo que está solo arriba desde las cuatro?
—Cabalito.
Iban a dar las nueve: hacía más de cuatro horas y media que el pobre anciano estaba solo, como perro enfermo abandonado en un desván. Aquello era ya demasiado. Pepe, procurando no perder la calma, a pesar del enojo que le dominaba, sintió la necesidad de cerciorarse de que nada le había sucedido a don José. Lo primero que se le ocurrió fue hacer saltar de un bastonazo el ventanillo y llamarle, por tranquilizarse escuchándole contestar; pero desde el sitio donde solían ponerle la butaca, junto al balcón del comedor, era difícil que oyera: hablarle desde las ventanas de los vecinos que daban al patio, también era inútil; y mientras rápidamente lo concebía, la imaginación le presentaba a los ojos a su padre postrado en la butaca, silencioso, triste, en cruel soledad toda la tarde. Salió a la calle para buscar quien descerrajase la puerta, tan excitado el ánimo contra su madre y sus hermanos, que casi deseaba no verles llegar para que apareciese más justificado el tropel de ásperas reconvenciones y palabras duras que se le venían a los labios.
—Mialos, mialos, por donde asoman—dijo de pronto la puntillera.
Venían por el arco que da a la Plaza Mayor: doña Manuela, agitada, llevando alguna delantera a sus hijos y con el picaporte en la mano; Tirso, de hábitos y recientemente afeitado, detalle de aseo raro en él; Leocadia lucía puesta la mejor ropa que le quedaba, y a falta de primores en el traje, se había hecho un peinado muy llamativo. Pepe se adelantó al encuentro de su madre.
—Se nos ha hecho un poco tarde—dijo ella, adivinando el estado de su hijo.
Él la quitó violenta, casi brutalmente la llave de la mano, tratándola por vez primera sin miramiento, y penetrando en el portal echó escaleras arriba. Abrió precipitadamente la puerta del cuarto y llegó al comedor.
Don José estaba inmóvil en el sillón, oprimiéndose la frente con un pañuelo ligeramente manchado de sangre: sobre una mesa inmediata había una bujía y una caja de fósforos. Sin preguntarle nada, adivinó Pepe lo sucedido: al anochecer debió intentar encender la vela, y al querer alcanzar los fósforos, se cayó. El quedar la palmatoria y las cerillas al alcance de su mano, demostraba en la madre y los dos hijos propósito de regresar tarde, aunque esperasen llegar antes que Pepe; pero sucedió lo contrario. La herida de don José era insignificante, mas la vista del pañuelo manchado de sangre puso a Pepe fuera de sí.
—Nada me sorprende de tí; eres cura—dijo encarándose con Tirso, al par que examinaba a su padre la frente—pero, ¡vosotras!...
—Hijo, no creí que fuese tan tarde.
—¡Parece que ya no eres mi madre! Tú—añadió dirigiéndose a Leocadia—no volverás a salir sin permiso mío.
—Ordeno y mando. ¿Sin permiso tuyo? ¡Tiene gracia!
Su voz tomó inflexiones de burla provocativa: Pepe, sin dejar de limpiar con cuidado la poca sangre que don José tenía ya casi seca en el nacimiento del pelo, repuso enérgicamente:
—¡No! no saldrás sin permiso mío. Ya que es preciso, lo diré claro, hablaré como nunca me habéis oído hablar. Las circunstancias me han hecho jefe de la casa; cuanto aquí entra, lo traigo yo; yo soy quien trabaja, quien se desvela porque no nos muramos de hambre, y no consentiré que nadie, ¿oyes, Tirso? no toleraré que ningún extraño me robe mi autoridad. Entendedlo bien... yo, con lo que gano, tengo de sobra para mí; si no se me obedece, soy capaz de abandonaros a todos.
A pesar de tener tan sorbida la voluntad por el cura, en una sola frase resumió entonces doña Manuela los buenos sentimientos de Pepe, diciendo:
—¡Eso sí que no lo creo! ¡eres incapaz de ello!
Tirso creyó que podía oponer su autoridad a la de Pepe.
—Y yo, ¿no soy el hermano mayor?
—¿Tú mi hermano? Tú eres cura, y nada más. Quítate de delante, porque me falta la calma... ¡Infames, maldita sea vuestra devoción y vuestra iglesia! ¡Sois los ateos del cariño!
En vano pretendió la madre acercarse: Pepe no lo consintió. Con agua de una botella que había sobre el aparador, lavó al padre la frente y, convencido de que la lesión no tenía importancia, se limitó a ponerle en ella un trozo de tafetán; pero la ira no le salió del alma: comprendía que, a dar el golpe un poco más fuerte, aquello hubiera sido una escalabradura muy grave: doña Manuela no se atrevió a chistar: Leocadia continuaba mirando descaradamente a Pepe.
—¿Conque ahora mandas tú?—le decía con sorna—vaya, hombre, me alegro: pon un bando en el pasillo.
—¡No! No saldrás sino cuando yo quiera; y, sobre todo, no vuelves a poner los pies donde has estado esta tarde. ¿Piensas que no sé a lo que vas? Eres mi hermana, ¿lo entiendes? y antes de que pierdas la vergüenza, seré capaz de ahogarte.
—¡Uf! ¡qué miedo! Mañanita vuelvo si se me antoja...
—¡Basta, hijos míos! Pepe, no te irrites—interrumpió don José con acento débil—no volverá, yo la suplicaré que no vaya... y preparadme la cena, que tengo mucha necesidad.
Cenaron en silencio y Pepe acostó a su padre, sin querer ajena ayuda ni cruzar con nadie la palabra: después se recogieron doña Manuela y Leocadia. Cuando iba Tirso a entrar en su cuarto, le dijo Pepe:
—Espera, tenemos que hablar: no es posible que continuemos así.
La luz escasa de la lamparita, sucia y mal despabilada, iluminaba el comedor, donde menudeaban las señales de incuria y abandono. Pocos meses antes, los mismos objetos y muebles que allí había estaban limpios y ordenados: ahora el polvo velaba las tablas del aparador, grandes manchas de grasa afeaban las puertas a la altura de las manos, los visillos blancos del balcón parecían grises, los cojines en que don José apoyaba las piernas estaban medio destripados en el suelo, y el mugriento hule que servía de tapete a la mesa mostraba descosidas y colgando hasta la estera las tiras de su ribete de trencilla. Todo indicaba que los ojos de la madre y la aguja de Leocadia prescindían de lo que antes constituía su mayor desvelo; lo único limpio, nuevo y reluciente que allí quedaba, era el marco dorado que compró doña Manuela para la estampa de la Virgen.
—¿Qué quieres?—preguntó Tirso—¿Vas a seguir echándolas de amo? Habla y acaba pronto.
Pepe, dominando cuantos resentimientos abrigaba contra su hermano y dando tregua al encono, como si aún fuera posible devolver a la casa la tranquilidad perdida, no hizo caso de aquellas palabras ásperamente pronunciadas.
—Óyeme, Tirso: vamos a ver si es posible que tengamos paz. Empiezo por rogarte que me perdones cuantas frases desagradables me hayas oído desde que llegaste a Madrid: todo lo que te haya molestado, como si no lo hubiera dicho.
—Bueno, ¿y qué?
—¿Quieres prestarte a que vivamos todos en buena armonía? Por mi parte estoy dispuesto a todo género de sacrificios.
Las palabras de Pepe tenían acento de sinceridad, pero iban saliendo de sus labios tardas, premiosas; hablaba como hombre que, sin esperanza de éxito, cumple un mandato de su conciencia, tanto más enérgico, cuanto más súbitamente concebido; quería demostrar buena voluntad antes de desplegar la energía de que era capaz.
—Aquí puedes estar—añadió—en libertad completa: sólo te ruego que no distraigas a Leo y a mamá. Sé dueño de tus acciones, pero déjalas a ellas que cuiden de la casa. Parecen otras; mira cómo tienen esto, tan sucio; nunca ha estado así y, sobre todo, con lo que no transijo es con el abandono de papá: no quiero que vuelva a ocurrir lo de esta tarde.
—Es decir, que me cruce de brazos y vuelvan a vivir lo mismo que antes, como judíos.
—No entremos en apreciaciones: ¿a qué reñir? Tú puedes hacer lo que te acomode: déjalas a ellas que vivan como han vivido siempre; yo me encargo de encarrilarlas otra vez y de que esta casa sea lo que fue.
—Desbaratando lo poco que llevo hecho.
—Comprendo que, por tu estado, has de intentar ciertas cosas... Mira, no es posible que discutamos, porque no nos entenderemos; pero te haré una reflexión, nada más que una. Me parecería disculpable que hubieses tratado de que fueran a misa, hasta de que se confesasen; pero, chico, lo que sucede es horrible. ¿Es o no es verdad que mi padre está hoy aquí peor que en un hospital?
—¿Qué culpa tengo? Lo que ocurre es que las he hecho ver lo infame, lo horrible del olvido en que tenían a Dios, el peligro que corrían de condenarse y de que se condene nuestro padre: han comprendido que me sobraba razón, y han puesto el remedio.
—De modo que lo que urge es salvarse, y el prójimo que reviente; que yo me rinda a fuerza de trabajar para impedir que esta pobreza de hoy sea mañana miseria espantosa y, entre tanto, vosotros, a dormir a la iglesia, que está fresca en verano y abrigada en invierno, a vestir santos, limpiar altares y cantar jaculatorias porque el cielo es azul y porque la Providencia dispone la comida a los pajaritos del campo... Y yo, entre tanto, todo el día tronchado sobre la mesa, matándome a trabajar. No, chico, a eso no me avengo. Quiero que vivamos igual que antes; ellas en casa y para mi padre... tú, como gustes, nada te pido. Siempre tendrás aquí la cama y la mesa, con tal que no nos obligues a reñir unos con otros. ¿Quieres llevarlas a misa? Pues llévalas. ¿Quieres que visiten al Santísimo? ¡Por mí, que le envíen tarjeta! Lo que no tolero, es que dejen a papá solo y esté la casa hecha un asco. Yo no puedo permanecer aquí constantemente; y, además, su situación exige cuidados que un hombre no puede ni sabe darle. Consentiré que mamá y Leocadia sean devotas; pero antes tienen que ser lo que han sido hasta ahora, mujeres de su casa y enfermeras de mi padre. Por grande, por fervoroso que sea tu celo, es imposible que te ofusque hasta no dejarte comprender esto.
—Lo absurdo, lo inconcebible, es que me propongas que asista impávido a presenciar la vida que hacíais antes de mi llegada. ¡Ni un mal rosario había en la casa!
—Y vivíamos tan ricamente.
—Yo no puedo autorizar eso ni tolerar tus impiedades.
—Pues yo no quiero consentir lo otro. Sé religioso, pero cesa de ser fanático: verás cómo dejo de ser impío.
El ceño de Tirso y sus respuestas secas iban haciendo a Pepe perder la calma.
—Si te acomoda—continuó—estar de bruces todo el día y usar cilicio, aunque andes a gatas o te hagas un cinturón de escarpias, me tiene sin cuidado. En cuanto a ellas, que recen en casita; devoción a domicilio, la que se te antoje; pero tengo resuelto que mi padre vuelva a verse bien asistido y que Leo no tenga ocasión de perderse por ir a esa cofradía que ha puesto tienda de ropas. Con estas dos condiciones podemos vivir en paz. ¡Buen cuidado tendré yo de no discutir contigo! Me repugnan estas reyertas; pero, chico, lo de esta tarde me ha llegado al alma. Si papá se da el golpe un poco más fuerte, se mata.
—Lo que ha pasado hoy no tiene nada de particular. Si padre no hubiese querido levantarse...
—Si no le hubierais dejado solo... En fin, ¿te allanas o no a que vivamos en paz?
—¿Quieres que me resigne a veros vivir como masones? ¡Cuando empiezan ellas a comprender que lo que estaban haciendo no tenía perdón de Dios!
—Figúrate que has predicado en desierto, y no intentes más conquistas de almas. Para mí, antes que todo, está el reposo de la casa.
—Pues haz cuenta que nada hemos hablado.
—¿Insistes en convertir esto en un infierno con tu ridícula propaganda?
—Insisto en que mi hermana y mi madre no sean herejes.
—¿Y en que nuestro padre se muera a fuerza de disgustos y por falta de cuidados?
—A quien como él hace tan poco caso de la salvación del alma, debe importarle poco la vida.
—¡Basta! No blasfemes. Se acabaron las contemplaciones. Elige, y responde categóricamente. ¿Nos dejas en paz o te marchas? ¿Sí o no?
—¡Este es—exclamó Tirso amargamente—el fruto de las ideas modernas! Vive una familia en repugnante impiedad, un sacerdote, hijo de esa misma familia, se propone redimir de su ignorancia a los desdichados y, otro hijo, su propio hermano, le arroja de allí... es decir, lo intenta.
—¡Lo hace! ¿Piensas que por ser cura, y por invocar leyes divinas, que pierden en vuestros labios su grandeza, te asiste derecho a mantener en continua discordia una casa donde antes jamás se oía una frase más recia que otra? ¿Qué tienen que ver con esto las ideas modernas? ¿Ni qué hay de común entre vosotros, sectarios de una superstición infame, y la doctrina del Mártir que injuríais a cada paso? ¡Quemáis incienso en las iglesias, y propagáis por el mundo la pestilencia de vuestro egoísmo!
—Egoísmo el tuyo, que estimas la tranquilidad de tu vida en más que la salvación de tu padre. Vuestra impiedad sólo atiende a los dolores de aquí bajo: la Iglesia, con previsión admirable, busca la eterna bienaventuranza para el alma. Por eso removemos el mundo a nuestro antojo: ya lo ves, los hombres se alzan en armas para defender nuestra causa, la causa de la Iglesia Católica, eterna como la gloria de su fundador. A su seno vendrán los pueblos como lanchas de pescadores que arrolla la tormenta y se acogen al puerto.
—¿Para que vosotros les despojéis de su ganancia?
—Para señalar a las gentes el camino del bien y la verdad. El primer pueblo que reconquistemos será este.
—¡No! Es tarde. Ni la fe podrá recobrar el imperio del mundo, ni vosotros enseñorearos de España, donde vuestra influencia ha sido tan desdichada como la tuya en mi casa. Dirigisteis la educación nacional por espacio de trescientos años, y el pueblo no sabe leer; gobernasteis nuestras conciencias, y somos escépticos. Eso hicieron los de tu raza con el país en nombre de la religión, sembrando la ignorancia y la incredulidad, como tu fanatismo ha sembrado aquí la desdicha.
—He procurado contrarrestar el mal que causaba tu ateismo.
Pepe rechazó vigorosamente la acusación del cura, y entonces sus frases ganaron en alteza lo que perdieron en naturalidad.
—Te equivocas. A quien no es supersticioso llamáis ateo. ¡Yo ateo? No, Tirso: mi corazón ama a Dios mejor que el tuyo: mi Dios no ha menester homenaje ridículo ni dogmatismo absurdo. Tú le adoras en templos, que aun de día necesitan luz: yo en el fondo de mi conciencia, donde me basta para verle el resplandor de la caridad que Él me inspira. Tú has de postrarte como salvaje que hace sacrificios a un leño: yo le llevo en la razón, que no se arrodilla ante nadie. Tú has venido a traer al mundo, no la paz, sino la espada: yo soy de los que dicen con San Pablo: hermanos, ¡sois llamados a la libertad! La fe estéril es tuya: las obras fecundas son mías. Tus creencias te arrastran al proselitismo, que es la intolerancia y la persecución, o al ascetismo, que es la aberración del egoísmo y la negación de la vida social. Tu fe hace fanáticos, tu esperanza soñadores: mi caridad hace hombres. Vosotros embrutecéis a la mujer, como querido que la pervierte para dominarla; y, enseñándola un cadáver clavado en una cruz la decís: «ese es tu amante:» nosotros, cuando jóvenes, la poetizamos con nuestro amor, y luego la idolatramos como a madre. ¿Vosotros? vosotros la prometéis el reino de los cielos, para robarla el imperio de la tierra: nosotros la damos el corazón por trono. ¡Habláis de familia! Recuerda lo que has hecho desde que aquí entraste. Me has robado el cariño de mi madre, sin atesorarlo para tí, porque eres incapaz de comprender lo que vale; porque te basta el amor frío a las imágenes de palo. Has hecho que Leocadia riña con un hombre honrado y bueno, que podía haberla hecho feliz: y ¿para qué? para llevarla ahora a las reuniones de esa hermandad, donde la devoción es negocio y la piedad tercera de seducciones. Por culpa de tu maldito sermón me han quitado medio de trabajar, y lo que hoy es aquí escasez, será mañana miseria irremediable. ¿Acaso nos traerás tú ahora maná del cielo o dinero de San Pedro? Has entontecido a mi pobre madre hasta el punto de que, por vestir a una virgen, deje solo a papá, olvidándose de la pasión de toda su vida y manchando con mala vejez una existencia consagrada al cariño. Todo eso has hecho... ¡y dices que en nombre de Dios!
—¡Cien veces lo volvería a hacer! No tengo la culpa de que te hayan quitado el destino, ni de que tu madre descuide sus quehaceres. En más altas cosas me empleo. ¿Vienen males del Señor sobre la casa? Paciencia y resignación. Rico era Job y fue paciente y resignado cuando se vio pobre y zaherido; pero no perdió la fe. Te dueles de las cosas del cuerpo; yo atiendo a las del alma. ¿Echa padre algunas pequeñeces de menos?; yo estoy abriendo a madre el reino de los cielos. ¿Temes que Leocadia peque de liviana?; cuando llegó su espíritu a mis manos, ya estaba sucio de pecado.
—Si no fuera por la situación de nuestro padre, tu lenguaje me haría gracia. ¿Conque Job tuvo paciencia y Leocadia estaba sucia de pecado cuando, en vez de ir a corretear iglesias, atendía a las necesidades de papá? ¿Conque ahora, que mi madre casi ha perdido el juicio, es cuando estás abriendo para ella el Paraíso? Sí, ¿eh? pues ahora es cuando abro yo la puerta de casa para que te vayas. No quieres vivir con nosotros como hermano, ¿verdad? ¿Te empeñas en actuar aquí de cura? Pues ¡a la calle! Mañana te marchas, para no volver nunca.
—Eso, eso es—dijo Tirso al oír la palabra cura.—Aprovecha la ocasión que se te presenta para ofender a un sacerdote. Mis ropas, mis hábitos son los que te irritan. ¡Nada importa! Estos paños negros son en el mundo la bandera de la verdad y del bien; por eso la llevamos ceñida al cuerpo, para caer envueltos en ella.
—¡Bonita frase! apúntala para otro sermón carlista.
—Lo que apuntaré en la memoria, es la infamia que por odio a mi clase cometes conmigo.
—Te engañas. Si hubieses querido ser mi hermano, no me acordara yo nunca de tu sotana. Ahora, ya es tarde: harto veo que tu conducta no es fruto de la depravación del hombre, sino del celo del sectario. Unos ensangrentáis los campos; otros desunís las familias. En el monte usáis trabuco; en poblado os valéis del confesonario. Aquí has perdido la partida.
—¿Es decir, que me echas?
—Piensa bien lo que respondes. Tirso: ¿quieres vivir con nosotros como hermano, sin acordarte para nada de que eres clérigo?
—No.
—Entonces, vete y sé feliz, si puedes. No exijo, aunque lo mereces, que salgas ahora mismo de casa. Mañana podrás ver a papá por última vez, aunque no creo que te importe gran cosa; pero nada le digas. Luego, te marchas cuando quieras y envías por tus ropas. Sobre todo, sé prudente y evita que mi madre adopte cualquier resolución descabellada, ¿entiendes? porque te costaría muy caro.
Pepe pronunció las últimas frases con la serena altivez de quien, dueño de su voluntad y seguro de su fuerza, está resuelto a exigir obediencia: la menor provocación hubiese trocado en violencia su energía. La extrema palidez del rostro, demudado por la cólera, los labios trémulos y la terca obstinación de sus miradas, intimidaron a Tirso que, esquivando encararse con su hermano, le dijo fríamente:
—Abur.
—Ve en paz.
Entró el cura en su cuarto y Pepe en su alcoba.
Así se separaron.
Pepe se fue por la mañana temprano a su trabajo, evitando ver de nuevo a
Tirso: éste conversó breve rato con la madre y luego entró en la alcoba
de don José.
—¡Adiós padre—le dijo—hoy me marcho... ahora mismo!
El viejo, que la noche pasada había escuchado confusamente el rumor de la conversación de ambos hermanos, adivinó la causa de aquella despedida; mas nada hizo por evitarla. Su respuesta fue prueba de que comprendía cuanto había ocurrido.
—¡Adiós, hijo mío: sé dichoso y acuérdate alguna vez de nosotros!
—¡Adiós, padre; rogaré al Señor por ustedes!
En seguida Tirso sacó a rastra sus dos baúles hasta el pasillo, diciendo a Leocadia:
—Hasta luego: ya vendrán por eso.
Y bajó la escalera inmutable, con los ojos enjutos.
El remedio fue enérgico, pero tardío; la determinación de Pepe resultó estéril.
Tirso logró, por mediación de la Condesa, que, a más de su sueldo de capellán, le diera la cofradía habitación y luz, prestándose a ello las Hermanas cuando supieron que se trataba del agente encargado de facilitar la adquisición de los terrenos de don Luis de Ágreda.
Doña Manuela pasaba las mañanas en las iglesias, frecuentando hasta las más lejanas de su casa, y las tardes en la Limosna de la luz, de donde solía volver cuando encendían los faroles de las calles. Leocadia, obligada por la fuerza de las circunstancias y quizá temerosa de su hermano, cuidaba algo más al padre; mas también volvió a las andadas.
Una tarde, al regresar Pepe de la imprenta, la encajera del portal le dijo que la señá Manuela y la señorita acababan de subir.
—Pero, ¿han salido las dos?
—¡Anda! a media tarde ¡si paece que andan too el día pingando!
La situación llegó a ser insostenible: doña Manuela oía sin chistar los ruegos, súplicas y amenazas de su hijo, sin que de sus labios brotaran respuesta dura o frase desapacible, mas tampoco promesa de enmienda. Leocadia alardeaba de rebelde con tal descaro, que su hermano empezó a comprender que la lucha era inútil. No le quedaba más recurso que hacer solo frente a la desgracia, dedicándose a permanecer todo el día cuidando de su padre; pero aun esto era irrealizable, porque necesitaba ir a trabajar y no podía estar en dos sitios a la vez: atendiendo a su enfermo, ¿cómo ganar el jornal? yendo a la imprenta, ¿cómo asistir al padre?
La madre, rendida por los largos paseos que se daba para ir casi diariamente a la Limosna, hacía de mala gana la cena en las primeras horas de la noche y se acostaba, ansiosa de madrugar y oír misa tempranito; de modo que, obligada Leocadia a soportar el trajín y los quehaceres de la casa, todo lo descuidaba. La estrechez de recursos impuso economías, y entonces se resistió a sufrir ciertas privaciones y molestias. La cosa más insignificante era allí ocasión de disputa, y el último altercado era el de palabras más ágrias. Una tarde, al querer Pepe acostar a don José antes de lo acostumbrado, vio que no le habían hecho la cama, y como increpase a su hermana, repuso ella:
—¿Soy yo criada? Ya que te llenas la boca de que eres el amo, trae a casa quien te sirva. Haré la cama de papá; pero la tuya la haces tú... o tráete de doncella a la novia.
La falta de dinero dio margen a escenas repugnantes. Millán llevaba adelantados a Pepe dos meses de jornales; fue preciso deshacerse de cuanto tenía algún valor; el reloj de don José, el de Pepe y varios cubiertos de plata se malvendieron a un platero de portal; el dueño de la lonja de ultramarinos amenazó con no seguir fiando si no le entregaban algo a cuenta, y llegadas a tal extremo las cosas, aun se resistió Leocadia a empeñar una sortija de poco precio, que Pepe la regaló en tiempos más felices.
Un hecho de desgarradora elocuencia vino, por fin, a demostrar la imposibilidad de que continuara aquel desconcierto, fundado en la profunda variación sufrida por la madre y la hija. Una noche Leocadia volvió sola de La limosna.
—¿Y mamá?—la preguntó su hermano.
—Mamá no viene.
El muchacho, fuera de sí, resistiéndose a entender lo que oía, cogió a la chica por un brazo, oprimiéndoselo duramente:
—¿Cómo que no viene?
—¡No seas bruto! ¡Esto te faltaba, pegarnos!
—¿Por qué no viene mamá? ¡Responde!
—Porque ahora tienen guardia las vigilantas cada ocho días.
—¿Qué dices de vigilantas? ¿Qué tiene mamá que ver con eso?
—Si hubiéramos hecho lo que dije, no pasaría esto. Ella no te lo ha querido decir... y ahora aguanto yo el chubasco... Pues, nada, que la han hecho vigilanta y tiene una guardia por semana, y hoy le toca.
—¿Pero vigilanta de qué?
—De la hermandad. Las muchachas del taller van a las ocho, y a esa hora tiene que estar allí para que no alboroten y para distribuir o recoger labor.
Pepe la escuchó asombrado.
—¡Mi madre convertida en criada de monjas!—gritó con rabia. Los ojos se le arrasaron de lágrimas, y al cubrirse el rostro con las manos, por no entristecer más a su padre, vio que su precaución era inútil: el viejo lloraba también.
—¡Padre, padre de mi alma, nos vamos a quedar solos!—dijo, arrojándose en sus brazos.
—Tú no me dejarás, ¿verdad, hijo?
¡Qué larga se les hizo aquella noche! ¡Cuántos proyectos, qué de remedios imaginó Pepe, y con qué crueldad le dijo la razón fría que eran todos irrealizables! Don José, desvelado por la emoción sufrida, pasó en continua queja las horas, y aun así sufrió menos que su hijo: Leocadia se acostó desagradablemente impresionada, pero al poco rato se durmió: Pepe, sentado junto a la cama de su padre y apoyada en su misma almohada la cabeza, oyó sonar en el reloj todas las horas de la noche. Al amanecer abrió el postiguillo del balcón, y entonces la luz triste del alba, iluminando débilmente la alcoba, mostró vacío, junto al viejo, el sitio de la madre. La muerte y no la ausencia, parecía haberla arrancado de allí. Pepe miró hacia la cama y, al no hallar sus ojos la cabeza tantas veces besada, los cerró, como si fuera preferible cegar a ver lo que veía. Entrada la mañana, salió al comedor, llamando a Leocadia para que preparase el desayuno del padre, y la encontró en la cocina sentada en una silla, puesto ante otra el espejo, llena la falda de horquillas y concluyendo de hacerse un peinado complicadísimo.
A las nueve llegó doña Manuela, y Pepe, oyendo sus pasos en la escalera, la abrió la puerta antes de que llamase.
—Mamá—la dijo—no tengo autoridad sobre tí; pero reflexiona lo que estás haciendo y, si aún nos quieres...
No supo seguir y, arrojándose de rodillas à sus pies, la cogió una mano, que cubrió de lágrimas y besos.
—¡Hijo, por la Virgen del Carmen! ¡No es para tanto! ¡Ni que me hubiera muerto!
En seguida, viendo desde el pasillo que Leocadia estaba en la cocina, gritó:
—¡Mira, Leo, hazme a mí también chocolate, que vengo desfallecida!
Pepe se apartó para dejarla pasar, y sin poder ni querer contenerse, exclamó con ira:
—¡Maldito sea el fanatismo, que engendra tales cosas!
Millán permaneció en Ávila durante algunas semanas, hasta dejar establecida y en actividad la imprenta cuya fundación le fue confiada. Cuando regresó a Madrid, le dijo Engracia que Pepe había ido a verla casi todos los días, y que estaba agradecida a sus atenciones, especialmente a lo cariñoso que se manifestó con el niño; de suerte que Millán, apenas vio a su amigo, le dio gracias por el buen cumplimiento del encargo, y como estuvieran solos en el cuarto donde Pepe trabajaba, sin temor de que nadie viniese a molestarles, hablaron así:
—Sí, chico—decía Millán, aludiendo a sus relaciones con Engracia—la verdad es que me he encariñado con ella porque es muy buena. El muerto era un perdido, la trataba mal; ahora la pobre muchacha compara... y no sabe qué hacer para tenerme contento. Ya habrás visto lo hacendosa y lo limpia que es.
—Sí, tiene su casa como antes estaba la mía.
—De modo que siguen aburriéndote a fuerza de disgustos.
Contó Pepe a su compañero cuanto había ocurrido durante su ausencia, las consecuencias del sermón, el fanatismo de la madre, sus disgustos con Tirso, el modo que tuvo de echarle, y, por último, el deplorable extremo a que se veía reducido, refiriéndole, entre lloroso e irascible, cómo había faltado doña Manuela a dormir una noche a su casa, por ser vigilanta en la Limosna de la luz.
—Eso no tiene arreglo.
—He pensado en un remedio enérgico, brutal acaso, pero fuera de él no hallo otro, y para ponerlo en práctica necesito tu ayuda... y la de Engracia.
—No adivino.
—Dada la situación de mi padre, es insostenible el estado de mi casa: de continuar así, ni ellas le cuidan ni yo trabajo. El día que menos lo espere, mi madre se queda en ese convento de los demonios, sin que haya fuerzas humanas que la arranquen de allí. No puedes figurarte su actitud: no disputa ni contesta a mis reflexiones; calla y hace lo que quiere. Con Leocadia, la cosa varía: a cuanto digo, responde que lo que debo hacer es buscar dinero... y, en el fondo, no le falta razón.
—Pero, ¿cuál es el remedio que has imaginado?
—¿Cuánto supones tú que pueden darme por ser sustituto de uno que no quiera ser soldado?
—Muy duro me parece el sacrificio.
—A mí también; pero no veo otro camino de salvación. ¿Cuánto crees que me darían?
—Agenciándolo bien, ¿qué sé yo? a lo sumo, cuatro o cinco mil reales.
—Con eso tendría bastante para pagar lo que debemos y hacer frente a la situación; pero luego necesitaría tu apoyo.
—Cuenta con él.
—Mi proyecto es el siguiente: primero, buscar esa cantidad por el medio indicado: y luego, tener una entrevista seria con mi madre, ver si sé hablarla al corazón, aunque no espero nada. Si se hace cargo de la realidad, atiende a razones y promete enmienda, aún podemos vivir en paz: yo me mataré a trabajar.
—No te hagas ilusiones.
—En ese caso, tomar el dinero de la sustitución, pagar las pocas deudas y...
Vaciló, sin atreverse a continuar.
—Habla, hombre, ¿qué más?
—Entregarte todo lo que me reste, y rogarte que te lleves a mi padre a casa de Engracia. Durante tu ausencia he visto lo limpia, dulce y trabajadora que es. Estoy seguro de que le cuidaría bien. Por de pronto, ya digo, de esa cantidad te daría todo lo que pudiera, y en adelante, lo que conviniéramos con arreglo a lo que yo tuviese.
Millán guardó silencio.
Pepe, casi temeroso de una nueva decepción, añadió:
—Chico, no sabes lo harto que estoy de sufrir: hasta he pensado en llevarle a los incurables; pero me harían falta recomendaciones que no tengo, y no podría ver a mi padre cuando quisiera... mientras que en casa de Engracia...
—¿Querrá ella?—dijo el impresor.
—La he hablado, y dice que sí; pero que nada resolverá sin tu consentimiento.
—Pues por mí... hecho—repuso Millán, sin valor para negar.
La expresión con que Pepe le miró, fue señal de su agradecimiento.
—Un gran inconveniente veo,—continuó Millán:—advierte cómo está todo; la guerra arrecia por momentos, dicen que hay partidas hasta por Andalucía. ¿Has pensado que estás expuesto a tener que salir a que te rompan el alma por esos campos en cuanto te agreguen a un regimiento? Reflexiónalo despacio.
—Todo lo he pensado.
—¿Y qué dirá tu novia?
—¿No tengo que renunciar a mi madre? Después de esto, ¿qué desengaño he de temer? A pesar de todo, tengo confianza en ella.
—¿Estás resuelto?
—Si vosotros me hacéis el favor que os pido, sí.
—Cuenta con nosotros y, sin embargo, créeme: antes trata de ablandar a tu madre.
—No tengo esperanza de lograr nada, pero lo intentaré.
—Falta un cabo por atar. Supones, y desgraciadamente no te equivocas, que tu hermana y tu madre irán a parar a la maldita cofradía: pero, ¿vas tú a quedarte en medio de la calle?
—He pensado en todo. Cuando el buñolero con quien vivía Pateta supo que tenía amores con su hija, no se opuso a las relaciones, pero dijo al chico que no le parecía bien que siendo novios siguieran bajo el mismo techo, y el muchacho está hoy en una casa de huéspedes que le cuesta muy poco: con él pienso irme.
—Poco te durará la compañía, porque Pateta entra en quinta estos días.
—¡Quién sabe si la suerte nos juntará por esos mundos!
—Pues no hay más que hablar: ya lo sabes; y si desgraciadamente llega el caso...
—Me llevo a mi padre a tu casa... quiero decir, a la de ella.
—Es lo mismo—añadió Millán sonriendo.
No quiso Pepe que su padre se enterase del triste proyecto que fraguaba hasta tener que llevarlo a cabo, y para evitar que le oyese hablar con la madre, al otro día de la conversación con Millán se fue a buscarla al convento de las Hijas de la Salve, donde tenía su centro la hermandad llamada Limosna de la luz.
Hallábase situado el tal convento entre los cementerios viejos y el depósito de aguas del Lozoya, destacando su oscura mole de ladrillo rojizo sobre la terrosa campiña a que ponían término las cumbres del Guadarrama. Cuando Pepe divisó el sombrío edificio, que con sus muros llenos de ventanas chatas y con rejas, antes parecía cárcel moderna que asilo religioso, las lágrimas se le vinieron a los ojos. Era un caserón enorme, ancho y bajo, como ávido de extenderse sobre el suelo que lo soportaba, sin torrecilla esbelta que realzase su construcción, sin huerto que lo sombreara ni campanario que elevase al cielo la cruz de su veleta: la puerta, claveteada de hierro, parecía de castillo, y a muy larga distancia no había en torno de los recios paredones árbol, planta, ni enramada alguna, cual si los jugos de la tierra se negaran a hermosear con su verdor la obra del egoísmo humano... Era la hora de salir las educandas externas: cerca de las tapias se veían parados varios carruajes, y otros, a cuyas ventanillas se asomaban cabezas de muchachas ávidas de aire libre, corrían en dirección a Madrid, donde, según lo lejano de aquel sitio, llegarían al cerrar la noche. Pepe pensó con rabia en el fanatismo que hacía a su madre volver desde allí sola y a pie cuando en la casa gruñía por no ir a la botica, que distaba cincuenta pasos... Aguardó impaciente a que se fueran los últimos coches, esperando que doña Manuela saliera presto; mas trascurrido un buen rato, se resolvió a llamar y adelantó hacia la puerta. Aún se detuvo unos segundos: sentía repugnancia de entrar. Por fin llamó, oyose dentro el sonido de la campana y abrió una mujer vestida de suerte que, sin ser el traje religioso, quería parecerlo.
—¿Hace Vd. el favor de decirme si es aquí donde está establecida la Limosna de la luz?—preguntó—y como le respondiesen afirmativamente, añadió:
—¿Se ha marchado ya doña Manuela Resmilla, una señora que es vigilanta?
—¿Qué deseaba Vd?
—Vengo a buscarla. Tenga Vd. la bondad de decirla que está aquí su hijo.
—¡Ah! ¿es Vd. hermano del padre Tirso? Pase, pase Vd.
Hiciéronle atravesar un ancho corredor dado de cal, con alto zócalo de azulejos, y entró en un cuarto espacioso, donde todo el mueblaje consistía en un par de docenas de sillas de Vitoria, y en uno de cuyos muros se veía una estatuilla de la Virgen de Lourdes con las manos cruzadas sobre el pecho, túnica blanca y faja azul. Al tiempo de llegar Pepe, se marchaban dos señoras con una niña: era la última educanda que salía. Allí permaneció solo unos minutos, nervioso, contrariado, sin poder estarse quieto y mirando hacia las ventanas, donde los barrotes de hierro cortaban con cruces negras la claridad del espacio, en que la luz iba faltando. Como oyera de pronto a su espalda ruido de pasos, se volvió; mas no era su madre la que llegaba, sino una monja. Traía la cabeza metida en una cofia blanca, bajo la cual resaltaba un rostro brillante, hasta parecer erisipeloso, de facciones menudas y redondas. El hábito era de un gris ratonesco, y pendiente de la cintura llevaba un enorme rosario con cuentas como nueces, gran cruz de cobre y medallas de santos. Su voz era falsamente suave; el acento y giros que empleaba, muy franceses.
—¿Está Vd.—dijo—quien pregunta por la mamán del padre Tirso?
—Sí, señora; soy su hijo y vengo a buscarla.
—El caso es que... es lastima que haya usted dado un paseo tan largo; pero ya hoy doña Manuela no saldrá... hase su guardia... es su día... que le toca hoy.
—No importa, señora. Suplico a Vd. que la pase recado: ya he dicho a Vd. que soy su hijo.
—Como Vd. guste, señor; pero estará inútil. Una ves que ya se ha entrado en la guardia, non se puede salir.
—Dígala Vd. que he venido yo mismo, que está aquí su hijo.
No le sugería el pensamiento frase más poderosa.
La monja afectaba tranquilidad; pero la entonación que Pepe daba a sus palabras, no era para inspirar confianza. Tornó ella a salir, quedose él otra vez esperando más desazonado que antes, y en un abrir y cerrar de ojos apareció de nuevo la del hábito ratonesco diciendo de mal talante:
—Señor, era equivocasión; esa señora ha salido ya; era error que cometíamos; no estaba, hoy que hasía su guardia. Elle est partie.
Era indudable el engaño: doña Manuela allí debía estar y se negaba, o aquellas gentes, de acuerdo con ella, evitaban que saliera, lo cual indicaba claramente su propósito de pasar la noche sin volver a casa, como había hecho ya una vez.
La resistencia hubiera sido inútil. Por fortuna, Pepe lo comprendió así, y, aunque acibarada el alma, rebosando hiel el pensamiento, resolvió aguantarse. ¿Qué podía hacer? ¿Dejarse llevar por la cólera, promover un escándalo, y tras no conseguir nada ser llevado a la cárcel, si aquellas mujeres requerían el auxilio de las autoridades? ¿Con qué derecho iba a turbar la paz del santo asilo? ¿Por sacar de allí a su madre? Años tenía la buena señora para obrar por su propia cuenta. Sus reflexiones fueron tan amargas como exactas.—«Todo es en balde: armo un alboroto, grito, insulto a estas mujeres, llamo a mi madre... cierran la puerta, mandan venir una pareja... y mi padre se queda solo, sabe Dios hasta cuándo.»
—Está bien, señora—dijo;—pero no es fácil engañarme. ¡Mi madre está ahí dentro! Dígala Vd., de parte de su hijo, que, si quiere, pronto podrá quedarse aquí para siempre.
—Adiós, señor—repuso secamente la del hábito.
Salió Pepe al corredor que comunicaba con el zaguán, y al atravesar el cruce de dos pasillos vio claridad de luz artificial en una puerta entornada: atraídos sus ojos por el resplandor, miró, y tras aquella puerta vio a su madre, que estaba espiando su salida. Sin poderse contener, avanzó para entrar; mas cerraron por dentro, y al cerrar, la falda de doña Manuela quedó presa entre las hojas de la puerta: ella entonces tiró con violencia del vestido, y en seguida se oyeron pasos como de cuerpo viejo que huía trabajosamente.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Su voz robusta pareció grito de niño abandonado.
Oyose un violento portazo, dado ya en habitación lejana, y aquella horrible respuesta resonó en sus oídos más triste que caer de tierra sobre féretro.
Un instante después estaba fuera: el portón de las Hijas de la Salve giró sin ruido sobre sus goznes; Pepe permaneció unos instantes junto a la misma entrada del convento, inmóvil, vencido del dolor, queriendo y sin poder llorar... Anduvo unos cuantos pasos... Miraba y no veía lo que tenía delante... El eco del portazo no se apagaba nunca en sus oídos. De pronto, acordándose de su padre, apretó el paso, y de allí a poco se internó en las calles de Madrid.
En veinte días quedó realizado el proyecto de Pepe. Un agente de los llamados corredores de quintos tomó a su cargo el asunto, y como el interesado se hallaba dentro de todas las condiciones exigidas por la legislación de aquel tiempo, no hubo entorpecimientos; que a veces la suerte facilita los intentos tristes tanto como suele estorbar los halagüeños. Gracias a la escasez de sustitutos, los que por entonces se prestaban a serlo eran relativamente bien retribuidos. Quedó pactado que, aparte la ganancia del mediador, recibiría Pepe cerca de cinco mil reales. Un caballero, amigo de Millán, prometió después interesarse para que fuese destinado al batallón de escribientes o a la imprenta del Ministerio de la Guerra, pues lo principal era evitar que saliera de Madrid, propósito difícil de conseguir durante aquellos días, en que los poderes públicos se veían obligados a echar mano de todos los cuerpos e institutos militares para combatir la insurrección carlista, que ya merecía el maldito nombre de guerra civil. Pepe entró en caja, siendo destinado a un regimiento; pero las recomendaciones buscadas por Millán fueron tan eficaces que, merced a ellas, pudo hacerse a favor de su amigo una de esas combinaciones en que la interpretación de las leyes se amolda a los antojos de la influencia. Primero ingresó en una de las oficinas de la Dirección de Infantería, con permiso para dormir en su casa, y a las pocas semanas, como era bachiller, previo cierto examen que exigía la legislación vigente, fue ascendido a alférez y destinado a prestar servicio en el mismo centro militar. Con esto y los cinco mil reales, la situación de la familia mejoró bastante. En don José, que con los años y el dolor iba haciéndose egoísta, pudo más el orgullo de tener hijo de tales arranques que el miedo a las consecuencias de su hermoso rasgo. Por otra parte, el temor de que le destinaran al ejército de operaciones le parecía amenaza de un mal lejano y demasiado horrible para ser fácilmente admitido como inmediato.
Lo que no corrigieron los 5.000 reales, ni era remediable con todos los tesoros de la tierra, fue la conducta de doña Manuela, que desde la tarde en que Pepe estuvo en el convento acentuó su actitud, fundada en el silencio y el alejamiento del hogar. A semejanza de estudiante calavera que está en su casa lo menos que puede, ella iba a la suya a las horas en que Pepe trabajaba, temerosa de tropezar con él, y cada cuatro o seis días se quedaba una noche a dormir en la hermandad. Leocadia se hizo cargo de la asistencia del padre, pero de mala gana, sin renunciar a las visitas a la sala de ventas ni dejar de frecuentar la capilla. Desde por la mañana conocía Pepe cuándo tenía intención de salir, viéndola dar cien vueltas a los pocos trapos que tenía y peinarse como dama que va de baile: algunos días lo evitaba, otros transigía, recelando que una disputa lo empeorase todo. Ya imaginaba que iba haciéndose llevadero su infortunio, y tal vez no fuese necesario recurrir al extremo de trasladar a don José a casa de Engracia, cuando simultáneamente se le echaron encima dos contrariedades de tal magnitud, que cada una por sí sola era bastante a precipitar aquella resolución. Ambos golpes se anunciaron con amagos.
Una tarde, la encajera del portal, destinada a darle malas nuevas, le detuvo y le habló así:
—Tengo que icirle a Vd. una cosa, señorito... pero no se va Vd. a enfurruñar conmigo.
Hizo él al oírla un gesto, que equivalía a un ¿por qué?, y prosiguió la vieja:
—Misté, don Pepito, la verdá, me han dao intenciones de callarme, porque... Vd. ya lo sabe, en deciocho años que yevo aquí, mayormente nunca me he metió en ná. Pero... en fin, que me da lástima de Vd.
—¿Qué ocurre? ¡Hable Vd!
—Permita Dios que me equivoque; pero me se figura que el día menos pensao le van a dejar a Vd. plantao, sin tener quien haga tan siquiera la cama al papá.
—¿Mi hermana...
—Dio Vd. con ello: la señorita me paece que se va a torcer. Unas veces viene un mozo de cordel a traerle cartas; otros días baja ella y, ahí arriba, en los soportales de la calle Imperial, enonde está la cubería, se ponen a hablar: él no es mu jovencito; es un cabayero ya formal, ¿entiende Vd.? pá una joven lo peor.
—¿Está Vd. segura?
—Como de que estos pelos fueron negros—repuso, mostrándole el moño encanecido.—Yo, la verdad... si hubiá sido otra cosa, vamos al decir... novio toas las chicas lo tienen; pero que se hable con un cabayero... ma parecío mu feo, porque los señores, cuando buscan mocitas... ya sabusté pa lo que las quieren...
Pepe, avergonzado y mohíno, esquivó la mirada: la ira y el rubor le sellaron los labios.
—¡Me está Vd. dando lástima! Vamos, don Pepito, que no sé como tié Vd. pacencia. La señá Manuela, con los años, es más vieja que yo, no sabe ya lo que se pesca; pero esa chica, si no la ata Vd. corto, se va a hacer una estrozona... de esas que andan por ahí.
—Descuide Vd., que yo pondré remedio. A ella no le diga Vd. nada, y muchas gracias por el aviso.
El segundo disgusto fue adquirir el convencimiento de que, tal vez muy pronto, le agregarían a un cuerpo y que, en cuanto esto sucediera, tendría que salir de Madrid el día menos pensado.
La guerra, extendiéndose y encarnizándose, obligaba al Gobierno a emplear recursos extraordinarios: a cada noticia del levantamiento de partidas o del engrosamiento de las que ya existían, era necesario enviar nuevos refuerzos a las Provincias Vascas, a Cataluña, a Navarra y al Maestrazgo. El Ministerio de la Guerra, las Direcciones de las Armas y otros centros militares, estaban llenos de soldados y oficiales que, protegidos por recomendaciones, habían encontrado medio de burlar su mala suerte, librándose de incorporarse a sus batallones; y el abuso adquirió tales proporciones, que fue preciso evitarlo.
Cuando más tranquilos estaban los interesados, se dio la orden de que, en el plazo de tres días, todos los individuos colocados en las dependencias del Ministerio en los seis últimos meses ingresaran en sus respectivos cuerpos, cualquiera que fuese su procedencia; y como esto significaba la ineludible precisión de salir a operaciones de la noche a la mañana, Pepe decidió llevar a término su propósito. Respecto a su padre, todo lo tenía previsto: lo que había de hacerse era tan sencillo como triste; trasladarle en una camilla a casa de Engracia, y llevar luego su cama, sus ropas y algunos muebles, más útiles para conservados que para vendidos. La dificultad estaba en la determinación que tomaran doña Manuela y Leocadia. ¿Qué harían? De obstinarse en seguir viviendo en la calle de Botoneras, ¿con qué recursos? Y para buscar otra habitación, ¿de qué medios dispondrían? No se ocultaba al claro entendimiento de Pepe que, aun estando harto de razón, no debía arrojar a la calle a su madre y su hermana; mas también veía que el fanatismo de doña Manuela y la ulterior conducta de Leocadia podían dar por resultado durante su ausencia el total abandono del pobre viejo.
—Habla tú con ellas—dijo Pepe a Millán, tratando de esto. A mí me falta valor, y puede también que me falte calma.
—Veré a tu madre... Con Leo no hablo.
—Como quieras.
—¿Cuándo te parece que dispongamos el trasladar a tu padre?
—Eso se hace en una mañana. Lo principal es que las hables. ¡Si las tocara Dios en el corazón! ¿Y qué hago yo si no quieren irse de la casa?... y aunque se presten a ello, ¿dónde se van a meter y cómo van a vivir? ¡Parece mentira que hayamos llegado a tener que pensar en esto!
No quiso Millán buscar a doña Manuela en su casa, por no ver a Leocadia; mas deseoso de cumplir el difícil encargo de Pepe, fue a la Limosna de la luz. El primer viaje lo hizo en balde: doña Manuela se negó a recibirle. A la segunda tentativa, le dijeron que no podía salir porque estaba en adoración, pero que rogaba dijera al capellán, su hijo, lo que tuviese por conveniente.
Entró Millán en el mismo cuarto de visitas donde días antes fue recibido Pepe, cuando pretendió ver a su madre, y a los pocos minutos se presentó Tirso. A pesar de lo muerto que, por obra del cariño de Engracia, estaba el amor de Millán a Leocadia, la presencia del cura le impresionó desagradablemente, recrudeciéndose en su corazón el enojo hacia aquel hombre, que dio al traste con sus primeros amores. No se resistió por ello a habérselas con el cura: la ocasión venía rodada para tratarle sin miramientos y, además, siempre era mejor entenderse con él que con su madre, cuya bondad pasada no existía, y cuya cortedad de entendimiento no se habría, de fijo, corregido. Prefirió el riesgo de tener una escena violenta con el hombre, a la perspectiva de luchar con la debilidad o la resistencia pasiva de la anciana.
—¿En qué puedo servirle?—le preguntó Tirso.
—Vengo de parte de Pepe. (Sentándose).
—¿Qué quiere ese desdichado?
No era necesario tanto para acibarar el diálogo.
—Pues ese desdichado ha tenido un rasgo, para salvar a su padre de la miseria, que no sé si Vd. sabrá apreciar, ocupado, como aquí está, en cosas más serias...
—Supongo que no habrá Vd. venido a ofenderme ni a profanar esta santa casa—repuso el cura, poniéndose en pie.
Millán continuó imperturbable, hablando sin levantarse de su asiento.
—En pocas palabras pondré a Vd.. al corriente de lo que ocurre. Pepe no podía ver con indiferencia que la miseria se le iba entrando por las puertas de la casa y que sus esfuerzos eran inútiles para evitarlo. El aseo, el orden, el arreglo y la economía de doña Manuela y de Leocadia, ayudaban antes a que la familia viviera en paz y desahogadamente; él, con su trabajo, buscaba lo que hacía falta, y ellas, con sus habilidades y cuidados, suplían lo que el dinero no lograba.
—Vivían desdichadamente sin Religión...
—Vivían felices sin reñir nunca por nada, sin que hubiese entre ellos la menor desavenencia, hasta que Vd. llegó a Madrid. A los quince días varió la decoración.
—Repito que no toleraré...
—Un poco de paciencia y acabaremos pronto. Traigo propósito de que me oiga usted. En unos cuantos meses, no sólo han llegado a escasear todos los recursos, sino que la actitud de doña Manuela y de Leocadia esteriliza los pocos de que se puede echar mano. Un hecho hay que refleja lo que sucede: esa pobre señora ha llegado al extremo de faltar a su casa por la noche. En cuanto a Leocadia, ¡sabe Dios como acabará! pero se me figura que no se inclina al amor místico. La jubilación de don José está empeñada no sé por cuántas mensualidades, y lo mismo sucede con todo lo que a esa familia le quedaba de algún valor. Pepe no podía sostener la casa sin ayuda de su madre y su hermana; el jornal que gana en mi establecimiento era insuficiente... No ignora Vd. los gastos que ocasiona la enfermedad de su padre. Para terminar, Pepe ha adoptado una resolución propia de su carácter: ha entrado en el ejército como sustituto, para poder disponer de una cantidad de alguna consideración que le permita hacer frente al conflicto; y en vista de que ya no tiene, o como si no tuviera, madre ni hermana, ha resuelto que don José viva en compañía de quien le cuide y atienda. Hemos procurado que Pepe no saliera de Madrid; pero las circunstancias pueden más que nosotros, y ha sido destinado a un cuerpo que quizá de un momento a otro reciba orden de marchar...
—Y ¿qué tengo yo que ver con todo eso?
—En una palabra, Pepe se hace cargo de su padre, porque comprende que dejarle con doña Manuela sería peor que dejarle solo. En cuanto a esa señora y su hija, mi amigo no puede tomar igual determinación, y, aunque la adoptase, sería en balde. ¿Ella no quiere recibirme? Pues Vd. verá lo que deciden.
—Yo, ¿qué he de decidir? Nada.
—¿No entiende Vd., o no quiere entender? Don José va a ser trasladado en breve a la casa elegida por su hijo. Esas señoras resolverán lo que estimen oportuno.
—En plata; que su amigo de Vd. arroja a la calle a su madre y a su hermana.
—Quien se hace cargo de don José, para que al menos muera tranquilo y entre sábanas limpias, soy yo; ¿se entera Vd.? y a mí no me acomoda cargar con más gente.
—¿Sabe Vd. la responsabilidad que contrae?
—No he venido a pedirle a Vd. consejo, sino a decirle que, tan pronto como sea necesario, sacaremos a don José de la casa de la calle de Botoneras, y que, a partir de ese momento, Pepe renunciará a cuanto hay allí, excepto la cama de su padre y algunos otros trastos. De todo lo demás, que disponga doña Manuela.
Calló Millán, esperanzado con que el cura, viéndose en la obligación de amparar a las dos mujeres, se brindase a darlas consejos de prudencia; pero lejos de esto, sonrió, fingiendo calma, para exasperar a su interlocutor, y dijo:
—De modo que Vd. ha venido a notificarme la expulsión de mi madre y de Leocadia. ¡Cómo ha de ser! ¡No imaginé que ese infeliz se atreviese a tanto! ¡Dios le perdone! Yo me hago cargo de ellas. Es decir, a mi madre, que ya es vigilanta de los talleres de esta hermandad, haremos que se le disponga aquí el cuarto a que tiene derecho. La Religión acoge a los maltratados por la impiedad. En cuanto a Leocadia, veré si consigo la protección de estas santas mujeres... El Señor no nos abandonará... Diga Vd. a mi hermano que lo que hace no tiene perdón de Dios. ¡Este es el resultado de sus ideas y de su falta de creencias!
—Dejémonos de recriminaciones, y vamos a ver si la buena voluntad de todos enmienda los yerros pasados. ¿Cree Vd. que pueda ponerse aún remedio al mal?
—¿No viene Vd. a decirme que mi hermano se desentiende de mi madre y de Leocadia?
—Ya que ha sido Vd. autor del daño, intente Vd. algo para aminorarlo. ¿Quiere usted aconsejar seriamente a doña Manuela que no olvide los deberes de su situación, que cuide de su casa y su marido, en fin, que vuelva a ser la buenísima mujer que fue siempre? Reflexiónelo Vd... y evitará grandes desgracias.
—Sí, y de paso evitaré que tenga Vd. que cargar con el enfermo.
Enfadado Millán con tal grosería, sólo atendió a mortificar al cura.
—No hablemos más—le dijo—es Vd. incapaz de comprender el rasgo de su hermano, ni el deseo que me ha traído aquí. Ha hecho Vd. en su familia el papel de la zizaña en el sembrado.
—¡Parece mentira que se atreva Vd. a hablar así trayendo el mensaje que acabo de oír! ¡Y aún tienen ustedes valor para acusarme! Este es el fruto que han dado el infame ateismo de mi hermano y la punible tolerancia de mi padre. Vea Vd. cuán fundados eran mis temores. Ni siquiera ha tenido valor para venir él mismo.
—Dé Vd. gracias a Dios de que no lo haya hecho, que no hubiese Vd. salido bien librado. Pepe está seguro, y con razón, de que usted es el responsable de cuanto está ocurriendo. La irritación de su ánimo es tal que, la verdad, más vale que no se vean ustedes.
—Obré como me aconsejaba mi conciencia. No tengo la culpa de que, por haber comprendido mi madre y mi hermana que debían variar de conducta, hayan llegado las cosas a este punto. En fin, esto se acabó; mas tenga Vd. presente que yo no he sido quien ha causado la ruina de la casa: yo no hice sino recomendar la observancia de los deberes religiosos. En cuanto a lo de que mi hermano pudiera propasarse conmigo,—añadió sonriendo como guapo amenazado—mire Vd., tampoco a mí me faltan bríos.
La descarada sonrisa del cura y su ademán de amenaza, sacaron de quicio a Millán.
—No necesita Vd. insistir en ello: conozco esa mansedumbre perfectamente sacerdotal.
—¡Caballero!
—Hombre, casi me alegro de que me haya usted dado ocasión de desahogarme. Con los santos, mucha humildad; con los hombres, todo soberbia. Por dar lustre al altar, sería usted capaz de lavarlo con sangre, y robar para adornarlo. Aquí concluyó nuestra entrevista. Ahora, recomiende Vd. a su madre que haga penitencia, o que bese alguna reliquia, para que Dios la perdone el mal causado.
Tirso tuvo miedo, no al hombre, al escándalo, y sin desplegar los labios siguió a Millán con la vista, hasta que se cerró tras él la puerta.
Pepe aguardó el resultado de la entrevista en un cafetín de las afueras cercano al convento. Allí esperó largo rato de codos sobre el mármol de la mesa, con la garganta seca por el mucho fumar, mortificada la imaginación por la impaciencia y mirando sin cesar a un reloj colocado en la parte alta del mostrador y cuyas lentas manecillas le parecían pegadas a la esfera.
El local estaba casi desierto: los parroquianos de por la tarde se habían ido, y para los de la noche era temprano. Sólo quedaban, junto a una ventana, un corredor del matute paladeando medias copas en compañía de un tendero de ultramarinos, y al extremo opuesto, en lo más oscuro del local, una chula y su novio, que en voz baja se decían ternezas envueltas en desvergüenzas.
Iba faltando la claridad del día: muros, banquetas, espejos, baquetones dorados, todo se borraba, sorbido por las sombras, percibiéndose sólo, entre la oscuridad creciente, las superficies brillantes y rectangulares del mármol de las mesas. El matutero y el ultramarino se despidieron amistosamente, tal vez pensando cada cual haber engañado al otro. Después, un mozo que dormitaba sentado en un diván, se levantó a encender las lámparas de petróleo sobrepuestas a los aparatos de gas, y entonces, la pareja chula, disgustada con la iluminación, pagó y se fue.
Pepe, poseído de una tristeza rayana en la desesperación, carecía de calma para coordinar las ideas: esforzábase por adivinar lo que hubiera ocurrido; pero sus suposiciones y conjeturas quedaban suspensas, como truncadas por la inacción del pensamiento, que no podía fijarse ni insistir en nada. En vano quería, ahondando con la memoria en lo pasado, recordar algún rasgo, alguna acción de su madre que permitiera suponerla capaz de ocasionar fríamente la dispersión de la familia: todo esfuerzo era inútil, nada podía recordar que arguyese en contra de la que siempre fue buena y cariñosa. La doña Manuela posterior a la llegada de Tirso, parecía borrada de la imaginación de Pepe, surgiendo en su lugar la madre amantísima, la de antes, como si le repugnase considerar nada que aminorase la grandeza del bien que iba a perder. Los errores, las culpas y faltas de aquellos últimos meses, se desvanecían ante el recuerdo de los mimos de la infancia, las caricias de la juventud y los cuidados de siempre.
De pronto se abrió la puerta de cristales, que daba a la ronda, y entró Millán, yendo a sentarse junto a su amigo. Venía mal encarado, con los ojos aún abrillantados por la ira.
—¿Qué ha sucedido? ¿La has visto?
—No me han dejado verla. La batalla ha sido con tu hermano.
—¿Y qué?
—Lo peor... Es necesario que tengas valor y sangre fría. ¡Me han dado ganas de pegarle! Tu madre se queda de vigilanta, no hay poder humano que la arranque de allí; pero lo más irritante es que adoptan el papel de víctimas, y dice Tirso que, abandonadas por tí, él procurará que las recojan... en fin, un secuestro en regla, sin que podamos hacer nada para evitarlo. Además, sería imposible encontrar juez que se atreviera a meterse con la hermandad o lo que sea.
Pepe, sin contestar, dejó caer tristemente la cabeza sobre el pecho. El mozo que se había acercado a preguntar a Millán lo que quería tomar, se alejó, sin atreverse a pronunciar palabra.
Tras unos segundos de silencio, esforzándose por parecer sereno, Pepe se limpió el rostro con el pañuelo, diciendo:
—¡Sea lo que Dios quiera! ya no me importa nada lo demás. Confío en que Engracia y tú cuidaréis de papá: me iré tranquilo.
—¿Pero es seguro que te obliguen a salir de Madrid?
—Inevitable: el regimiento ha recibido ya la orden. Hoy es jueves: mañana o pasado nos darán no sé qué cosas por administración militar, para completar los equipos, y al otro por la tarde nos vamos.
—¿El domingo?
—Sí.
—Siendo así, de hoy al sábado tenemos que llevar a don José a casa de Engracia.
—No hay otra solución. ¿Cómo he de dejarle expuesto a que mi madre y Leo se desentiendan de él en absoluto? Mientras ellas alumbran al Santísimo, se muere mi padre el día menos pensado, sin tener quien le ampare. Mañana te daré también el dinero que me queda: con llevarme quince o veinte duros, tengo de sobra. No habrá muchos que lleven más.
—¿A qué hora lo hacemos?
—El sábado por la mañana iré yo a despedirme de Paz. ¡Me cuesta un trabajo!..... Casi me dan ganas de escribirla, y nada más. Luego, por la tarde, a la hora que quieras. ¿No me dijiste el otro día que conocías un médico de la casa de socorro? Como papá no puede ir por su pie, y el encajonarle en un simón sería incómodo porque no podría llevar las piernas extendidas... si lograses que nos dejaran una camilla...
—Cuenta con ella. ¿Tienes seguridad de estar libre a la hora que convengamos?
—Sí: la recomendación que me procuraste para el coronel lo allana todo: me ha dicho esta tarde que basta con que esté desde temprano a su lado el día de la marcha, es decir, el domingo.
—Pues, chico, no hay más que hablar, y paciencia.
—¿Crees que no debo intentar ver a mi madre? ¿No piensas que se ablandaría si yo la hablase?
—No te dejarían; y además, te conozco. Vas allí, armas una marimorena horrorosa, y nos echamos encima otra complicación.
—Quizá tengas razón.
—Respecto a don José, puedes estar tranquilo: aquella le cuidará bien, y yo... vamos, me parece una tontería hacer promesas.
—Vámonos; quiero pasar las noches que faltan con mi padre.
—Convengamos antes la hora. ¿Te parece bien a las tres?
—Como quieras. Yo lo tendré todo dispuesto.
—¿Qué muebles piensas enviar a casa de Engracia?
—Entre mañana y pasado mandaré una cómoda, un armarito, una lámpara y dos banastas con ropa: la cama y la butaca, el potro, como papá la llama, no podrán llevarse hasta el último momento.
—Bueno; pues ya lo sabes, por si antes no nos vemos: el sábado a las tres, sin falta, voy con la camilla.
—Asunto terminado.
Ya anochecido, salieron juntos del café y Millán dejó a su amigo cerca de la calle de Botoneras.
Pepe pasó toda la noche junto a su padre. Hasta las nueve conservó esperanza de ver llegar a la madre; pero, poco más tarde, vino sola Leocadia, diciendo que doña Manuela se quedaba de guardia. En aquel momento sufrió el pobre muchacho el verdadero desengaño y, perdida toda esperanza, acostó al padre. Apenas hablaron. El viejo, en quien el egoísmo y el temor a la falta de asistencia hacían gran mella, preguntó a su hijo:
—¿Tienes seguridad de que esa chica me tratará bien?
—Sí. Engracia está perdidamente enamorada de Millán y, por tenerle contento, se esmerará en cuidarte. En realidad no has de serles gravoso, porque yo les dejo dinero para cuanto necesites.
—Y ¿crees que tu madre no vendrá?
—No lo espero, papá; no hablemos más de eso. Me parece mentira lo que está pasando.
—A mí también.
—Vaya, a descansar.
—No podré, hijo mío; no podré.
Media hora después, estaba profundamente dormido.
Con arreglo a lo convenido entre Pepe y Millán, el viernes llevó un mozo
a casa de Engracia varios muebles, en diversos viajes, y dos banastas de
ropa, quedando en la calle de Botoneras la cama y la butaca de don José,
que no podrían sacarse de allí hasta ser trasladado el enfermo. El
sábado, Pepe se vistió temprano para ir a despedirse de Paz; y su
hermana, sospechando, por el traje que se ponía, cuál era el objeto de
su salida, corrió a avisar a Tirso.
Pepe, entre tanto, se avió pronto, con propósito de llegar al hôtel antes de que don Luis concluyera de vestirse y saliera al despacho, seguro, por este medio, de poder hablar un rato con su novia. En el camino estuvo dos veces a punto de volver pies atrás: por fin, el deseo de verla pudo más que el temor de la separación. Al entrar en el cuartito de la biblioteca, donde había nacido aquel amor que era la única alegría de su vida, casi le faltaron fuerzas. Creía que, con el tormento de pensar en su madre durante la pasada noche, había agotado todos los sufrimientos imaginables; y, al ver cercano el momento de alejarse de Paz, sintió que aún le cabía en el alma más dolor. ¡Qué grande y hermoso apareció, en cambio, a sus ojos, el cariño de su amante! ¡Qué contraste formaba aquella pasión desinteresada con la conducta de su madre! Ésta debió consagrarle la vida, y huía de él, trastornada por una aberración, sin que con el amor maternal supiera vencer al fanatismo, mientras la señorita, colocada en esfera propicia a despertar ambición y orgullo, le ofrecía su porvenir, sin que lo lejano del bien a que aspiraba enfriase el fervor de sus promesas, sin que le arredrasen la desigualdad social ni la pobreza del hombre a quien quería.
Apenas oyó Paz el ruido de los pasos de Pepe, fue al despacho.
—No nos van a dejar solos más que unos minutos: Papá está concluyendo de vestirse: dime lo que hay, pronto.
—Me voy mañana.
—¿No hay esperanza de evitarlo?
—Ninguna: mañana, sin falta.
—¿Y tu madre?
—Todo ha sido inútil: se queda en el convento.
—¿Y tu padre?
—Esta tarde le llevo a casa de mi amigo Millán.
—¿Es cosa resuelta?
—Sí.
—¿Tienes confianza en mí? ¿Crees que yo puedo ofenderte, sea cual fuere lo que te diga?
—No, alma mía. Habla sin miedo.
—Mira, Pepe: yo tengo ahorritos de lo que papá me da todos los meses para alfileres: muy poco... ¿lo quieres? No para tí, no; para tu padre.
—No, vida mía, gracias: no quiero nada.
—Pues dime que no te ofendes porque te lo haya dicho.
—Tú no puedes ofenderme, aunque quieras.
Paz cogió a su novio la mano, y viendo que llevaba en ella el anillo que le había dado, se la acercó a su pecho, oprimiéndosela fuertemente, mientras, mirándole con fijeza, le dijo:
—Te llevas mi alma, Pepe, y la promesa de que no seré de nadie más que tuya.
—Yo te juro que ni he querido, ni querré nunca más que a tí.
Ella entonces, en un arranque de impudor admirable, sin sombra de torpeza en el pensamiento, le echó al cuello los brazos, murmurando suplicante en su oído:
—¡Bésame!
Y él, estrechándola contra su corazón, la besó en la boca y en los ojos.
Pocos instantes después entró don Luis, y oyendo las causas de la determinación de Pepe, le prometió interesarse en favor suyo para facilitarle pronto regreso a Madrid con destino a cualquier oficina militar: diole él gracias y se despidieron. Paz, al verle marchar, se entró a su gabinete, y desde allí, apoyada la frente en la vidriera del balcón, le vio perderse entre los árboles del paseo, como el primer día que se hablaron.
En seguida se echó en una butaca y lloró, sin que el dejo dulcísimo de aquel beso, que aún creía sentir sobre la boca, bastase a mitigar la amargura que la inundaba el alma.
Sabedor Tirso, por Millán, de la resolución que adoptó su hermano, y enterado, por Leocadia, de cuándo había de despedirse de Paz, creyó llegado el instante propicio para dar el golpe que fraguaba. Desde que, primero la Condesa de Astorgüela, y luego las personas que para ello tenían autoridad en las Hijas de la Salve, le encargaron que procurase quebrantar la entereza de don Luis de Ágreda respecto a su negativa en lo de la cesión del terreno que poseía inmediato al convento, no dejó de pensar en el asunto, pero sin hallar modo de acometer la empresa con esperanza de éxito. Dirigirse en derechura al señor de Ágreda, era bobada: un hombre de sus antecedentes políticos no se expondría por nada del mundo a que otro senador más avanzado le arrojase al rostro en plena sesión el dictado de protector de monjas; y en cuanto a determinar la intervención de Paz, entendía que era expuesto.
Si la muchacha no se interesaba eficazmente en el asunto, nada podría lograrse; y si se le ocurría consultarlo con su novio, el fracaso era indudable. La base del plan habría de ser, forzosamente, malquistar a Paz con el hombre a quien amaba, eliminando de esta suerte una influencia contraria al logro que se apetecía. En un principio pensó Tirso que el tiempo y su santo celo harían lo demás: según sus cálculos, tras el profundo dolor de Paz, vendría el agradecimiento a su salvador, que acaso se convirtiera en consejero. Hasta imaginó que, si por temor a su padre no llegaba a recibirle en su casa, le buscaría en el sagrado tribunal de la penitencia, lo cual facilitaría que las Hijas de la Salve vieran cumplidos sus deseos, al par que él, prodigando consuelos a la víctima del amor mundano, quizá la indujese a desear la verdadera perfección cristiana, trocando los peligros de la pasión y las impurezas del matrimonio por el himeneo místico con el Unico que jamás engaña. Luego, sospechando que el tiempo y el celo que él empleara podían estrellarse contra el imperio que el amor ejerciese en el corazón de aquella mujer, para él desconocida, optó por obrar con mayor energía, y de tal modo, que el asunto tardase muy poco en resolverse. Su primer pensamiento fue jesuítico y solapado: la decisión a que se inclinó, más conforme a su carácter franco y violento. Harta paciencia tuvo para no intentar nada hasta aquel momento. Cuando Leocadia le dijo que Pepe, a juzgar por la ropa que se puso, debió ir a despedirse de su novia, Tirso, resuelto a llevar las cosas de prisa, determinó ver dentro del mismo día a la muchacha, fiando, mucho más que en su propio ingenio, en la emoción que había de causarla la sorpresa.
Estaba Paz sola en su cuarto, tristemente impresionada con la despedida
de por la mañana, todavía en ropas de levantar, sin gusto para
engalanarse, descuidado el vestir y no muy enjutos los ojos, cuando
entró la doncella diciendo que un sacerdote deseaba hablar a la
señorita. Creyó ésta que venían a pedirle limosna o ayuda para alguna
obra de caridad, como a veces acontecía, y mandó que entrase el recién
llegado. A los pocos instantes, en el gabinete, alegre y claro como un
día hermoso, apareció la severa figura de Tirso, cuyos manteos semejaron
enorme mancha negra arrojada sobre la alfombra blanquecina y los muebles
de matices pálidos.
—Tome Vd. asiento, y tenga la bondad de decirme en qué puedo servirle.
—Vengo, señorita, a tratar un asunto de la mayor importancia—y al decir esto se sentó, algo cohibido por el aspecto de aquella habitación, que parecía impregnada de cierto encanto mujeril para él desconocido.
Paz, comprendiendo que no se trataba de una obra de caridad, y como no adivinase cuál era el objeto de la visita, repuso:
—Papá ha salido.
—No deseaba ver a su papá, sino a usted misma, señorita.
—Entonces, Vd. dirá.
—Ante todo, la ruego que tenga en cuenta que sólo por circunstancias verdaderamente graves me he tomado la libertad de venir a importunarla. Se trata de un serio disgusto de familia, del cual, por desgracia, va Vd. a participar.
Paz se acordó entonces repentinamente de que el hermano de su novio era cura.
—¿Usted es el hermano de Pepe?—le dijo con viveza.
—Efectivamente, señorita. Vengo a cumplir un deber muy penoso para el sacerdote y para el hombre.
—¡Pronto, por favor, dígame Vd. lo que ocurre! ¿Le sucede a Pepe algo malo?
Su fisonomía se alteró por completo: Tirso comprendió que estaba realmente enamorada.
—Pepe se va—dijo, afectando tristeza.
—Lo sé. Esta mañana se ha despedido de mí. ¡Mire Vd. cómo tengo los ojos de llorar!
—Así están los de mi hermana y mi madre, señorita.
—¿Y qué puedo yo hacer, pobre de mí? Usted, como no está en antecedentes, no sabe el cariño que le tengo; es imposible que lo imagine Vd... Si él me hubiera dicho lo que proyectaba, vamos, yo lo evito. Hasta me hubiese echado a los pies de mi padre confesándoselo todo; en fin, ¡qué sé yo!... pero no se hubiera marchado. Ahora, ¿qué hemos de hacer?
—Todo ha sido inútil. Ni el ver llorar a su madre... ni el estado de nuestro padre... no ha tenido consideración a nada. No reconoce más ley que su capricho.
—Le juzga Vd. con demasiada dureza.
Tirso, sonriendo amargamente, extendió las manos, como quien dice: «ahora lo veremos,» y la interrumpió con estas palabras:
—Repito que Vd. no le conoce, y no es extraño que la haya engañado, cuando sus padres han tardado tantos años en saber lo que era. Hoy, desgraciadamente, ya lo sabemos.
Paz se puso en pie, como dando por terminada la entrevista: aquello le parecía una monstruosidad. Además, recordando el diálogo con Pateta, desconfió de la veracidad del cura. Pero éste, sin alterarse, prosiguió:
—Cálmese Vd. señorita, y óigame con cachaza, que el asunto la interesa: Pepe no es lo que parece. ¿Quiere Vd. que en pocas palabras la diga lo que ocurre?
—¡Me está Vd. haciendo mucho daño!...
—Pero Vd. no me cree, y es necesario que yo la persuada. Escuche Vd. y tenga un poco de valor. Por disputas pueriles conmigo, que ningún daño le hice, por si en casa debían o no observarse ciertos deberes religiosos, Pepe ha llevado las cosas a un extremo que Vd. juzgará. Comenzó por reñir conmigo, so pretexto de que me opuse a que nuestra hermana sostuviese relaciones con un amigote suyo, perdido de la peor índole. Logré convencer a Leocadia... y, la verdad, nunca me lo ha perdonado. Luego, por pequeñeces, como la de si habíamos o no de comer de vigilia, exageró su furia y se ensañó con nuestra madre: ¡esto es lo que me ha hecho más daño! La pobre ha tenido que marcharse de casa. ¡Gracias a que yo he logrado que la recojan en una comunidad que me protege! Por culpa suya, nuestro padre no tiene hoy quien le ampare y asista. Pero aún hay más: a todo esto ha añadido una ofensa cruel, que indica hasta qué punto tiene olvidados los más sagrados deberes filiales.
—Permítame Vd. que le haga una sola observación. Me consta que las relaciones de Vd. con Pepe no son tan cordiales como debieran... Yo le quiero con toda mi alma, y nada puedo creer de lo que Vd. me dice. Es preciso que yo le hable... Después, veremos.
—Déjeme Vd. acabar. A todas sus maldades ha añadido otra mucho mayor.
Paz volvió a sentarse, ocultando entre las manos los llorosos ojos.
—Y no queremos de ningún modo ser cómplices de una nueva infamia. Hemos sabido sus relaciones con Vd., tan digna, tan buena y respetable. En fin, no podemos soportar la idea de que Vd. algún día nos juzgue sabedores, tal vez cómplices, de la perfidia de su ingenio. No la quiere a Vd., no puede quererla, señorita. Usted une, a sus muchas cualidades, la riqueza: esta es la madre del cordero.
—Es mentira—dijo Paz ofendida—me quiere por mí, por mí sola. Lo que Vd. dice no es verdad.
—¡Ojalá no lo fuese! Pero no hay que forjarse ilusiones. ¿Sabe Vd. dónde intenta llevar a nuestro padre?
—A casa de un amigo suyo.
—No, a casa de una mujer con quien tiene relaciones y que ha sido antes querida de ese mismo amigo.
—¡Imposible! Pepe no es capaz de eso.
—Estoy completamente seguro de lo que afirmo: a esa mujer es a quien ha entregado el dinero de la sustitución.
Paz, en el colmo del estupor, miró a Tirso como una fiera. Fue el único momento de aquella escena en que el cura consideró horrible lo que estaba haciendo. Mas era ya absurdo retroceder. Las lágrimas, que en amargo tropel se asomaban a los ojos de la enamorada, quedaron detenidas y, fuese máscara del amor propio ultrajado o serenidad fingida, en su cara se dibujó de pronto una calma pasmosa: queriendo aparecer tranquila, se enjugó el llanto con el pañuelo; pero el dolor pudo más, y del pecho se le escapó un sollozo largo y angustioso que parecía quejido de alma moribunda.
—¡No lo creo, no creo nada!—decía, como si la negación le pareciese respuesta bastante eficaz a contrarrestar lo que acababa de oír.
—¡Qué daño me hace causar a Vd. tanto mal! Y, sin embargo, es preciso; porque ni mi madre ni yo queremos aceptar la responsabilidad de ocultar culpas de esta índole. No la quiere a Vd. ¿No la digo que el dinero que acaba de recibir se lo ha entregado a esa mujer, y que pretende llevar a su casa a nuestro padre, para que el mantenerla a ella parezca retribución por cuidar a su padre?
—Quiero hablar con él, quiero verle. ¡Yo le mandaré venir!
—¿Y para qué? ¿Para oír juramentos falsos? Negará. La dirá a Vd. que se lleva a mi padre porque nosotros le tenemos abandonado. Me echa a mí la culpa de todo; dice que mi fanatismo es el solo culpable, que aconsejo a nuestra madre que vaya a la iglesia y no se ocupe de otra cosa. Las apariencias están, quizá, a favor suyo. Dirá que la Engracia no es querida suya, sino de su amigo Millán, porque antes lo fue, y callará que él ha hecho traición a su amigo, como nos ha engañado a todos.
Cuanto se refería a las relaciones de Pepe con sus padres, quedó ante los ojos de Paz borrado por aquellas afirmaciones: pidió pruebas, esperanzada con que no se las darían, o ansiosa de poder desmentirlas, y entonces ella misma se prendió en la red que la tendían.
—¡Mentira!—dijo.—Y esa mujer, ¿quién es? ¿Cómo sabe Vd. que él la quiere?
—Me ofende, señorita, que acoja Vd. de este modo el paso que doy, encaminado solamente a dejar a salvo mi conciencia, procurando a Vd. un amargo, pero saludable desengaño; porque ya he dicho que mi madre y yo nos resistimos a que nunca pueda usted imaginar que contribuimos a que Pepe busque tan indebido modo de hacer fortuna... Respecto a las relaciones de mi hermano con esa desdichada joven, estoy seguro de que son ciertas. Ella vive en la calle de la Pasión, ignoro el número; es en una casita vieja, muy baja, de revoque amarillo, con un zapatero en el portal, y que hace esquina a la Ribera de Curtidores. Yo también me resistí a creerlo; pero tuve que rendirme a la evidencia.
—¿De modo que le ha visto Vd. entrar allí con ella o ir a buscarla?
—Sí, señorita; varias veces. La primera... casi por casualidad... luego, porque quise convencerme de ello.
—Y ella dice Vd. que se llama Engracia... ¿eh? El número no lo recuerda...
—No tiene pierde, como vulgarmente se dice. Es la casa que hace esquina a la calle de la Pasión y la Ribera de Curtidores.
Paz, que jamás había oído tales nombres, se fijó en ellos con cuidado: Tirso prosiguió:
—Esta mañana se ha despedido de Vd.; pero los últimos instantes que pase en Madrid... tenga Vd. valor, señorita, serán para ella: estoy seguro de que irá a verla. Según me han asegurado, debe salir de Madrid mañana por la tarde; su obligación es estar en el cuartel desde muy temprano; pero contando al coronel a su modo la necesidad de trasladar a papá de casa, ha conseguido que le dejen la mañana libre. Por la mañana supongo yo que irá a ver a esa mujer, a cuya casa deben haber llevado hoy a mi padre que, en el fondo, es el culpable de todo.
—Yo le prometo a Vd. que saldré de dudas; y luego, Dios dirá.
Como Paz, al decir esto, se levantara del asiento, nerviosa y desasosegada, Tirso creyó oportuno dar por terminada la entrevista.
—Persuádase Vd., señorita, de que no he dado este paso sin verdadera aflicción de espíritu; pero, ya lo he dicho, ni mi madre ni yo podíamos consentir en aparecer como encubridores de los ambiciosos proyectos de mi hermano... Lo demás no tiene importancia... Una señorita como Vd. no puede mirar sino con frialdad o desprecio...
—Gracias, gracias... No me hable usted más de esa mujer.
El cura salió haciendo cortesías, sin más conversación y sin que Paz se moviera para despedirle. La pobre niña se quedó sentada en una butaca baja, puestos los codos sobre las rodillas y apoyada la cara en las manos, por entre cuyos dedos se le escapaban las lágrimas, que ni podía ni quería contener. Cuanto más pensaba en lo que acababa de oír, menos crédito le daba; y, sin embargo, por nada del mundo hubiera renunciado a convencerse por sus propios ojos de la falsedad o certeza de la acusación. Una sola consideración la inclinaba a creerla fundada: en lo que Tirso la había dicho, formaban un conjunto tan homogéneo las maldades, estaban tan enlazadas unas con otras las infamias, era todo tan verosímil dentro de lo malvado, que parecía imposible suponerlo invención calumniosa: no había, no podía haber imaginación tan dañina que lo fraguase y dispusiera con aquel ensañamiento. Por otra parte, cuanto más reflexionaba acerca de ello, en medio de la turbación de su espíritu siempre venía a quedar sobre todos los razonamientos de consuelo un dato suelto, aislado, pero en el cual podía tomar origen el cúmulo de culpas de que Tirso acusaba a su hermano: la pobreza de Pepe. Antes de la calumnia en esa pobreza del hombre amado estribaba precisamente el amor de Paz: le creía exento de todos los defectos que desarrolla y acrecienta el oro. Después de calumniado, imaginó verle poseído de cuantas malas pasiones trae consigo el ansia de riqueza. Por algo se dijo: «calumnia, que algo queda.» Otro indicio grave se alzaba contra la inocencia de Pepe: los cargos que se le hacían eran demasiado claros y concretos para ser falsos; no se le echaban en cara intentos más o menos censurables, sino los efectos positivos de su maldad. Bien claramente los enumeró Tirso. Había, según éste, tolerado que cortejase a su hermana un amigo de mal jaez, fue causa de que la madre tuviera que abandonar la casa, llegando a tal extremo de perversión que estaba a punto, si ya no lo había hecho, de llevar a su propio padre a vivir con su querida, para que lo malgastado en mantenerla a ella apareciese como pago de la existencia del enfermo. El hombre capaz de tales cosas ¿no podía serlo también de aspirar a su mano, no por su amor, sino por su fortuna? Cualquiera de aquellas indignidades era bastante a justificar el súbito desamor de Paz, y, sin embargo, para ella sólo una existía que realmente la hiciese mella: la infidelidad, el engaño. Para todo lo demás, su cariño hallaba atenuación o disculpa; aun convencida de su maldad, seguiría amándole; pero ansiaba ser solo, único, absoluto dueño de su albedrío. Dispuesta se hallaba a compartir la infamia de aquel hombre, pero no a poseer su corazón a medias con otra mujer.
Avanzó la tarde sin que Paz se tranquilizara, engolfándose tanto, por el contrario, en sus amargos pensamientos que, sólo al sorprenderla la tarde hundida en la butaca, como viese que iba oscureciendo y faltaba en los balcones el resplandor del día, empezó a vestirse, temiendo que la llamaran a comer. Por vez primera, desde que conoció a Pepe, le parecieron enojosos e inútiles las cintas y los adornos. Su agitación tenía algo de rabia. Cuando se estaba arreglando el peinado, se la cayó deshecho y suelto sobre los hombros un rizo de su hermoso pelo, y ella, recogiéndoselo con ira, tratándolo como a gala inútil, murmuró:
—¡A nadie tengo que agradar!—Y esforzándose en no llorar, acabó su tocado ceñuda y mal humorada, como quien gasta tiempo en tarea baldía.
El día señalado, y a la hora convenida, Pepe y Millán trasladaron a don José a casa de Engracia. El hijo, que la víspera había ya enviado los muebles y las ropas que consideró necesarias para atender al cuidado y comodidad de su padre, vistió a éste cariñosamente, envolviéndole en una manta los pies, que por la hinchazón no era posible calzarle, y esperó a que trajesen la camilla. Leocadia se fue por la mañana, diciendo que volvería; pero dieron las tres de la tarde, y no pareció. El aspecto de la casa ponía grima: todo estaba como cuando tras larga enfermedad viene la muerte, causando momentos de perturbación y desorden: los cajones abiertos, revuelto cuanto había sobre las mesas, y las sillas con montones de ropas tiradas al descuido.
Desde poco antes de las tres se asomó el pobre muchacho varias veces al balcón, esperando que de un momento a otro llegaran los mozos con la camilla. Por fin les vio volver la esquina de la calle Imperial, trayendo suspendido de los recios tirantes aquel armatoste negro, estrecho y largo, con trazas de ataúd. En el movimiento que hizo al retirarse del balcón, soltando las manos de la barandilla, conoció don José que venían los camilleros. En seguida, mirando de frente a Pepe, le dijo, medroso:
—¿Están ahí?
—Sí; ya suben.
Cuando los mozos llegaron a la puerta del piso principal, indicaron que, por lo estrecho de la escalera, era casi imposible subir hasta allí con la camilla, acordándose entonces bajar en un sillón al enfermo, acostarle en la camilla, dentro del portal, y luego emprender la marcha.
El gotoso pesaba tanto, que determinaron bajarle relevándose en cada tramo de la escalera.
—Este señor está de buen año—dijo con la sinceridad de la barbarie uno de los camilleros.
Al sacar a don José del comedor, hubo necesidad de detenerse un momento para apartar un mueble que estorbaba el paso, dejando, entre tanto, que la butaca descansara en el suelo. El dejarla, quitar el estorbo y volverla a levantar, fue obra de un momento; mas como estuviese abierta la puerta de la alcoba que ocupó Tirso, don José fijó con tristeza en ella la mirada, y en aquel cuarto solitario, polvoriento y frío, creyó el pobre anciano ver retratado el abandono en que él había de quedar dentro de pocas horas. Por la ventana, que el cura adornó con papelitos de colores imitando vidrios pintados, penetraba diagonalmente un rayo de sol, y al fondo, destacando sobre la cal amarillenta de la pared, se veía colgado de la percha un trapo largo y negro: era una sotana vieja que Tirso se dejó olvidada. Don José no pudo dominarse. Por un instante venció en él la indignación a la apatía; tomó el egoísmo acento de ira; subiósele el rencor a los labios; inyectáronsele de sangre los ojos y, con voz temblorosa, extendiendo una mano hacia la sotana, exclamó:
—¡Maldita seas!
Bajaron los mozos sin tropiezo su carga; Pepe y Millán tendieron en la camilla a don José, y unos delante, otros detrás, echaron a andar hacia la calle de Toledo.
La puntillera, al ver alejarse el triste grupo, comenzó a desahogar su indignación con grandes voces, y la gente de los portales vecinos formó corro en derredor suyo.
—¡Quedrán ustés creer—decía—que el hijo güeno, el que se ha hecho melitar, tié que yevárselo en cá un amigo, porque la vieja y la señoritinga no le quién cuidar! ¡Qué sangre más perra tié la muchacha! enantes ha venío a preguntar si habían sacao ya al señor, y por no verlo yevar se ha marchao. ¡Vaya un pingo que ha salido la mocita! El cabayero que la pretendía ya no viene, y la muy sin vergüenza va mucho mejor vestía.
La amargura del desengaño y la impaciencia por adquirir pruebas que lo confirmaran, quitaron el sueño a Paz aquella noche. Al amanecer se quedó adormitada y rendida a la fatiga del insomnio; pero era tal la agitación de su espíritu que, sacudiendo de súbito aquella falsa soñolencia, se levantó, y sin llamar a nadie, se lavó y peinó, poniéndose en seguida el traje más sencillo de cuantos tenía. Los celos lo dominaban todo en su ánimo con fuerza incontrastable: pensaba que su astucia y el tiempo pondrían en claro cuanto se refería al cúmulo de infamias atribuidas a su amante; pero quería saber pronto, inmediatamente, si era verdad que Pepe amaba a otra mujer: lo demás tenía a sus ojos menor importancia.
Como don Luis estaba acostumbrado a verla salir por las mañanas, ya a casa de su modista, ya a las tiendas donde se surtía de cuantas baratijas, chucherías y pequeñas galas necesita una muchacha rica, no imaginó hallar por este lado tropiezo a la realización de su propósito; pero, temiendo que cualquier otra eventualidad lo estorbara, al dar las ocho, se fue con el velo y los guantes puestos al cuarto del aya, y la dijo:
—Avíese Vd. pronto; vamos a salir. Que enganchen.
Sorprendiose la vieja de verla tan madrugadora; mas obedeció sin resistencia, y al cabo de media hora se apearon ambas ante el pórtico de San Isidro el Real.
—Esperad aquí—dijo Paz al lacayo.
—¡Qué capricho!—murmuraba la dueña modernizada.—¡Al demonio se le ocurre venir tan lejos a misa!
—No vamos a misa. Sígame Vd. y calle: si quiere hacerlo por buenas, se lo agradeceré; si no... después hablaremos, o podrá usted resolver lo que guste.
Doña Martina comprendió que convenía ceder. Si se oponía obstinadamente al capricho de Paz, nada lograría en aquel momento; y si luego contaba lo sucedido a su padre, de fijo, enemistada ya con la señorita, ésta la haría saltar pronto de la casa. Tuvo, sin embargo, un instante de vacilación; le faltó poco para dejarla sola: por fin, la curiosidad venció sus escrúpulos y echó a andar tras de Paz, que ya la llevaba unos cuantos pasos de delantera. Iba presa de una emoción indefinible, murmurando incesantemente:—«calle de la Pasión... una casita baja, de revoque amarillo... que hace esquina...» Atravesaron la calle de Toledo, entraron en la de los Estudios, anduvieron toda la del Cuervo y, al llegar a la Plazuela del Rastro, preguntó Paz a una mujer dónde estaba la Ribera de Curtidores, con propósito de seguir adelante, hasta encontrar la esquina de la calle de la Pasión.
Como era domingo y hacía una mañana hermosa, la Ribera de Curtidores estaba llena de gente: cada puesto de ropas usadas, trastos viejos, telas, clavos, armas, colillas y herramientas, tenía delante un grupo de gente que vociferaba y bullía, regateando con indescriptible griterío. Paz, impresionada con la novedad de aquel Madrid que le era desconocido, miraba en derredor, asombrada, sintiendo vergüenza, pareciéndole indignos de ella el sitio y la ocasión. Notando que su traje, a pesar de lo sencillo, excitaba la curiosidad, se quitó los guantes y, disimuladamente, se colocó el velo como las mujeres que pasaban a su lado. En esto, cruzando por entre tenderetes y puestos, llegó frente a la calle de la Pasión. El letrero que indicaba el nombre de la calle estaba precisamente colocado en una casa baja, de revoque amarillo. «No ha mentido»—pensó Paz—y, dirigiéndose al aya, la dijo, con acento que no admitía réplica:
—Párese Vd. aquí conmigo.
En torno de las dos mujeres se oían los gritos de los vendedores ambulantes; los hombres decían desvergüenzas que las chulas recogían con sonrisas, y de aquella aglomeración de cuerpos poco limpios se desprendía un olor nauseabundo. A Paz le daban impulsos de marcharse sin averiguar nada; pero, atormentada por los celos, no apartaba la vista de la casa de Engracia. El aya seguía repitiendo de rato en rato:
—Pero, ¿qué es esto? ¡Cuánta gentuza! ¿A qué hemos venido?
Paz, sin oírla, permanecía inmóvil con la mirada fija en la puerta de la casa. En la esquina tres chicos jugaban a la toña; pero, como excepto ellos casi nadie había por allí, era seguro que, si Pepe salía o entraba, le vería sin dificultad. Según trascurrían los minutos, que a ella se le antojaban inacabables, como él no parecía, a la muchacha se le iba desacerbando el alma: sus ojos cobraban animación y vida. No cesaba de mirar al reloj: cuanto menos tiempo quedara para que Pepe acudiese al cuartel, más probabilidades había de que no viniera o no estuviese allí... con aquella mujer. De esta suerte trascurrió largo rato: el dueño del puesto junto al cual se habían detenido, comenzaba a fijarse en ellas. Paz, desasosegada, fuera de sí, se mordía los labios, pugnando por tragarse las lágrimas, y el aya la miraba sin atreverse a chistar.—«No viene, no viene»—pensaba la pobre niña, en cuyo corazón arraigaba rápidamente la esperanza.—«¿Estará dentro?»—la decían sus celos. Marcháronse los chicos que estaban jugando a la toña, y la esquina de la calle de la Pasión quedó desierta unos instantes: Paz no miraba ya más que a la puerta, creyendo que era tarde para que viniera. Pensaba que, si le veía, sería al salir.
De pronto tuvo que apoyarse en uno de los maderos que sostenían el tenderete junto al cual estaban. Pepe había salido del portal y, parado en la acera opuesta, miraba hacia los balcones, uno de los cuales se abrió al mismo tiempo, apareciendo en él Engracia con su chico en brazos. Pepe dio unos cuantos pasos hacia lo alto de la calle, moviendo la mano en señal de despedida.
El piso, principal de los antiguos, era muy bajo, y don José tenía colocada la butaca junto a la vidriera de modo que Pepe, gracias a la empinada cuesta que allí forma la calle, podía ver a su padre desde la acera opuesta, sin que Paz se diera cuenta de ello. Engracia levantaba en los brazos a su hijo que, alegre y sonriente, movía las manitas correspondiendo a la despedida de Pepe. La vista del niño produjo a Paz una impresión horrible. Avanzó unos cuantos pasos, tan cegada por la ira, que el aya, al mirarla en aquel estado de exaltación, la contuvo:
—Señorita, ¡por Dios! pero ¿qué es esto?
Había ya desaparecido Pepe por lo alto de la calle de la Pasión, y aún continuaba Engracia en el balcón, volviéndose algunas veces a mirar a don José. El niño, agitando las manitas, gritaba Pepé, Pepé, y aquellos gritos, que Paz oyó clara y distintamente, por lo corto de la distancia que les separaba, la destrozaron el corazón. Engracia, tranquila y con la sonrisa en los labios, seguía levantando el niño, sin señal de tristeza, como era natural que estuviese, no siendo pariente ni amante suyo el que se iba.
—Vámonos—dijo Paz de pronto, con la voz ahogada por un sollozo; y dirigiéndose de nuevo hacia arriba, tomó la vuelta a San Isidro.
Al entrar en la calle del Cuervo, vio a Tirso parado ante el escaparate de una cerería: iba de paisano, y sólo le reconoció al escuchar su voz.
—Estaba seguro—la dijo tristemente—de que vendría Vd.
—¡Era verdad! No había Vd. mentido.
—Adiós, señorita. El Señor la cure de ese amor, indigno de Vd. La misericordia de Dios es inagotable.
Paz, con el alma acibarada por el despecho, y doña Martina, confusa y asombrada, llegaron a San Isidro, subiendo al coche sin entrar en la iglesia.
—Es hermosa—dijo maquinalmente Paz, a quien hostigaba el pensamiento la belleza de Engracia.
—Sí, pero ordinaria.
—A papá, ni una palabra, ¿estamos? Ya sabe Vd. que soy agradecida.
Luego, violentándose por aparecer serena, murmuró, como quien habla solo:
—Esto se acabó, esto ha concluido... para siempre.
Tirso, parado al pie de la escalinata de ingreso a San Isidro, vio tranquilamente alejarse al carruaje de Paz. Estaba seguro de que la decepción sufrida por la pobre niña provocaría en su ánimo una crisis en que, tras la desesperación, vendrían, primero el abatimiento, y luego la resignación. Amando como ella amaba, jamás buscaría lenitivo en el olvido, consuelo en otra pasión, ni venganza en las sugestiones del despecho. Cuando esto ocurriera, cuando doblegada por el dolor cayese en brazos de la resignación, entonces sería llegado el instante oportuno para dirigir su pensamiento y encauzar sus sentimientos, trasformándolos de terrenales en piadosos, haciendo que de entre las cenizas del amor mundano surgiese ese divino fuego místico que abrasa y no consume. Nada pensó respecto a quién había de ser el pastor que recuperase la oveja así conquistada para el redil de Cristo; no soñó con vanagloriarse por tal triunfo, ni paró mientes en las promesas de la Condesa de Astorgüela. Sólo consideró la ocasión de consagrar a Dios un alma arrancada a las impurezas del mundo. Que fuese él o fuera otro el que obtuviera el triunfo, poco importaba: lo esencial era conseguirlo.
Para su hermano Pepe, cuya dicha acababa de extirpar como planta arrancada de cuajo, no tuvo un solo impulso de rencor. La rivalidad y antagonismo que de él le separaban, nada eran ni valían ante la alteza y rectitud de sus propósitos.
La mañana en que Paz creyó ver demostrada la infidelidad de su amante, llegaron a Madrid noticias de lo mal qué iba la guerra para las armas liberales. El gobierno, queriendo ocultarlo, publicó en la Gaceta un parte, que solamente hablaba de pequeñas partidas alzadas en Galicia; pero los periódicos, suplementos y extraordinarios dieron la voz de alarma; con lo cual la sorpresa de la corte fue tan grande como inconcebible estaba siendo su apatía. Cuando la capital se enteró de que los voluntarios del Pretendiente, organizados en divisiones y cuerpos, podían hacer frente a las tropas, nadie dejó de convenir en que era necesario hacer un esfuerzo supremo. En los casinos, cafés y clubs, hasta en los corros de las calles se notó en el centro del día esa efervescencia síntoma de la inquietud popular. Todo el mundo estuvo conforme, se vociferó, se acusó de débil al gobierno, de carencia de disciplina a los soldados, de falta de pericia a los jefes... y por la tarde todo Madrid se fue a los toros.
Se lidian ocho del Duque en corrida de beneficencia. Hora y media antes
de la fiesta comienza a romperse la línea de vehículos tendida entre la
Puerta del Sol y las Calatravas. Los mayorales, que han pasado la mañana
reunidos en grupos, liada al braza la tralla, fumando y escupiendo por
el colmillo, mandan noramala a las desharrapadas mozuelas que, con el
décimo de la lotería en la mano y la hez del idioma en los labios, van
de uno en otro ávidas de piropos soeces; cada hombre se coloca en su
puesto, y empieza a oírse el grito tentador:
—¡Eh, arriba! ¡a la plaza!
Al principio los coches se llenan sin grandes apreturas, arrancan primero los mejores, ómnibus enormes y seguros breaks de forma extranjera ya españolizados, con suertes del toreo pintadas en portezuelas y cajas; después, a falta de los buenos, la gente toma por asalto los que van quedando; jardineras con las ballestas rotas y mal encordeladas, tartanas quebrantahuesos y ómnibus pequeños, de aquellos viejos que años antes iban a dos riales al patíbulo, todos tirados por mulas y caballos trasijados que ostentan en el pescuezo collarones a la jerezana pagados con la escatima del pienso, sin que su pobre costillaje ponga lástima en el corazón de la chulapería, ávida de empezar a varazos.
—¡Eh, arriba, cabayero!
—¡Señorito, a la plaza!
Un poco más tarde llegan por las bocacalles y pasan rápidamente, tirados por hermosos brutos, los carruajes de los ricos y sus parásitos, mostrando la gente adinerada afán de imitar al pueblo en la manera de vestir. Los hombres van de americana y pavero; las mujeres con flores puestas en el pelo a lo gitana, luciendo unas la mantilla de blonda blanca y otras la de casco de color con sedosos madroños negros, que sombrean dulcemente la cara. Corren los simones, insultándose los cocheros de pescante a pescante sobre cuál pugna por adelantarse, y a las ventanillas asoman entre bocanadas de humo, ya el rostro moreno y bigotudo del madrileño de los barrios bajos, ya la carnicera rumbosa cargada de joyas anticuadas, que ciñe a sus hombros el rico pañolón de colores brillantes. Al trote de un rocín miserable, y con el mono sabio a la grupa, va el picador, cuyas formas atléticas contrastan con el tipo enclenque de algún señorito que sirve de cochero a su lacayo; y en potros inquietos que bracean con fuerza van el chalán que deja la bestia en un merendero durante la corrida, y el alguacilillo vestido como los que aborreció Quevedo. Entre los de a pie, que continuamente se desvían de la acera para tomar corriendo los primeros ómnibus que vienen de retorno, marchan confundidos el gatera que con mil trabajos, ninguno limpio, reunió el precio del tendido, el hortera endomingado, el estudiantillo que parodia en el vestir al elegante rico, la modistilla engalanada con el trabajo de sus manos, y algún que otro viejo ávido de censurarlo todo echando de menos los calesines y las majas del tiempo del rey neto. A pie van también la chula y su amante, ella orgullosa, él celoso, haciendo ambos mutua ostentación de sus personas: el mozo con calzado de lo fino, pantalón ajustado, pavero y chaquetilla de pana: la chica con el cabello ensortijado, un peinecillo en cada rizo, pañuelo de seda caído sobre la espalda porque no oculte lo primoroso del peinado, y sobre los hombros el gran mantón de Manila que se empeña en los apuros, y por entre cuyos largos flecos asoman a cada paso dé su graciosísimo andar los bajos limpios y los pies chicos. Como ella lleva los ojos lucientes de malicia y la boca rebosando picardía, los señoritos la miran con codicia, y entonces el chulo, porque vean que la muchacha es suya, la requiebra con insolencias que ella estima como madrigales dulcísimos.
En landó de alquiler va una familia extranjera mirando a todas partes ansiosa de color local, armada de paraguas y gemelos; y en su victoria, alta la frente y provocativa la mirada, descuella la hermosura alquiladiza de alguna pecadora que, al sentarse en delantera de grada, será acogida con expresivo vocerío. De pronto todos miran hacia un mismo sitio. Entre el confuso tropel de carruajes pasa una carretela donde lleva un matador a sus peones: en el pescante el criado muestra con orgullo los estoques y el lío de capotes, los diestros sonríen serenos, el sol arranca destellos a los bordados de las chaquetillas, la escolta de granujas forcejea por subirse a la trasera, y al desaparecer el coche deja tras sí un murmullo de admiración jamás inspirada por los hombres que mejor sirvieron a la patria... Luego cesan poco a poco el cascabeleo y los trallazos, hacia la Puerta de Alcalá se divisa una larga fila de simones que vuelven con el se alquila puesto, y la calle recobra su aspecto normal. Al anochecer, la gente que sale de la plaza marcha de prisa, como espoleada por el hambre, y hasta en los barrios más apartados empieza a oírse el pregonar de los periódicos taurinos, recién impresos y húmedos, que son un mentís para quien tache de poco activa a nuestra raza.
El mismo día y a igual hora, la calle de Atocha presentaba distinto
aspecto. Las tiendas estaban cerradas, no había estudiantes en la
entrada de San Carlos, ni corros ante las tabernas, ni chicos jugando en
las socavas de los árboles. En el largo trecho comprendido entre la
plaza de Antón Martín y la fuente de la Alcachofa, apenas transitaba
gente; los balcones estaban cerrados, como si el sol y la fiesta
hubieran arrancado a todo el mundo de su casa; no se oían más ruidos
que el lento campanilleo de algún carro y el silbar entrecortado y
rápido de las locomotoras que maniobraban en la estación del Mediodía.
De pronto se escuchó a lo lejos sonar de cornetas cada instante más fuerte, y en seguida rumor de música militar que se venía aproximando. Después, en el repecho que forma la calle ante el Hospital, apareció un batallón de los acuartelados cerca de los Doks, que se dirigía a la estación del Norte. Primero se distinguieron, desde lo alto de la cuesta, la escuadra de gastadores y el grupo que formaba la banda, en cuyos instrumentos de cobre reverberaba la luz reflejos vivísimos: luego se vio venir la ancha columna formada por la tropa, sobre cuya oscura masa lucían las bayonetas heridas por el sol.
Iban en traje de marcha y con todos los arreos de campaña: bota al cinto, ros enfundado, manta liada al cuerpo, y a la espalda morralillo, en cuya blanca tela destacaba limpia y bruñida la tartera para el rancho: en los pies alpargatas, levantada en el empeine la polaina para facilitar el paso, y recogidas en el correaje las puntas del capote, dejando ver los pantalones rojos, que se movían acompasadamente por filas como miembros de una máquina viva. Al sonar cercanos los ecos de la banda se abrieron algunos balcones, asomándose las muchachas privadas de salir, los ancianos y niños faltos de quien les llevase a paseo, y por las bocacalles inmediatas vinieron a escape enjambres de chicos, que con gran algazara y vocerío corrían unos a ponerse junto a la escuadra de gastadores, otros a rodear la charanga, acompañándola buen trecho, hasta que al cabo de un rato se volvían hacia sus casas, temerosos de reprimenda o paliza. Aparte la gritería de los muchachos, el batallón subió toda la calle sin que se escuchara a su paso murmullo de simpatía ni rumor de cariño: sin un viva. Sólo un hombre desharrapado dijo, mirando lo tristes que iban los soldados:
—Van al Norte... ¡Pobrecitos!
Y una criada de servir fresca y guapetona, contemplándolos como si fueran pedazos de su alma, añadió:
—¡Dios os dé buena muerte!
No sabía el pueblo despedir a los suyos de otro modo.
Luego que el batallón pasó, la calle volvió a quedar casi desierta, huérfana de animación y ruidos: durante unos minutos continuó oyéndose cada instante más débil el sonar de las trompetas, se cerraron los balcones y tornáronse los chicos a sus juegos.
La tropa debía subir toda la calle de Atocha y atravesar la Plaza Mayor, dirigiéndose por la calle de Bailén y el paseo de San Vicente a la estación del Norte, pero entre la plaza de la Bolsa y la Concepción Jerónima halló cortado el paso por una ancha zanja que los braceros de la villa habían hecho para colocar cañerías. Fue preciso variar el itinerario y bajar por la calle de Carretas a tomar la del Arenal. Cuando los soldados atravesaron la Puerta del Sol, nadie les hizo caso. La escena fue rápida y triste: a una parte alegría, voces, trallazos y ómnibus tomados por asalto: al otro lado, el batallón desfilando entre dos hileras de vagos, vendedores y curiosos. El jefe miró con desprecio a las turbas; y Pepe, que iba como alférez en su puesto, pensó que acaso tuvieran razón los que dicen que el pueblo es indigno de la libertad.
Había trascurrido un mes desde que salió Pepe de Madrid. Engracia, conocedora de la estrecha amistad que existía entre él y su amante, cuidaba cariñosamente a don José, quien viéndose bien atendido se acordaba poco de los suyos. En la Limosna de la luz, doña Manuela fue ascendida de vigilanta a inspectora, gozando más sueldo y mejor habitación en el domicilio de la hermandad, y a Leocadia se le adjudicó la plaza que dejó vacante su madre, favores que ambas recibieron de la Condesa de Astorgüela, cada día más esperanzada en el éxito de la misión que confió a Tirso. Éste, lejos de hallar atractivo en la vida cortesana, iba sintiendo hastío de ocuparse en empresas inferiores a las que soñó su entusiasmo. Enviado a Madrid como agente de los elementos que impulsaban la guerra civil—causa que le parecía justísima—cumplió su misión y recibió orden de esperar: luego, por procurarse recursos, y al propio tiempo por deseo de contribuir de algún modo al triunfo de sus ideas, pronunció sermones que le dieron cierta notoriedad y admitió el cargo que disfrutaba en las Hijas de la Salve; pero ni bastaban a satisfacerle los elogios de las sacristías, ni le sonreía la idea de haber dejado su curato para ser capellán de monjas. Todo aquello le parecía mezquino; no había él salido de su retiro para tan miserables empeños. En un principio le preocupó bastante la impiedad que devoraba a su familia, pero este mal estaba ya conjurado en gran parte. Respecto a la negociación que le confió la de Astorgüela, también imaginaba haber conseguido lo principal, que era provocar el apartamiento entre Paz y su novio: el resto, otro lo haría. La estancia en Madrid comenzaba a serle desagradable, pues nunca imaginó servir a la buena causa en pequeñeces y menudencias, sino en lo más importante y principal, que era agotar todos los medios capaces de levantar el país contra los gobiernos revolucionarios, perseguidores de la Iglesia. En tal disposición de ánimo se hallaba cuando le mandó llamar la de Astorgüela y, recibiéndole en la misma habitación que la vez primera, celebró con él una entrevista, en que acaso se dibujaron dos tendencias de un mismo partido y en que Tirso halló ocasión de manifestar brava y noblemente sus ideas.
La de Astorgüela, sentada en una gran butaca, vestida con severa sencillez y expresándose siempre con dulzona amabilidad, recordaba algo las figuras de aquellas mujeres influyentes en la política francesa del siglo XVII de quienes cuentan raras cosas las crónicas: diríase la querida de un cardenal recibiendo a un clérigo provinciano. Tirso estaba menos cohibido ante ella que en su primera visita, porque ya se habían hablado algunas veces en las juntas de la hermandad.
—¿Sigue Vd. contento en Madrid?—le preguntó la Condesa, indicándole que tomara asiento.
—Trabajo no falta, y algo me distrae; pero mi situación va siendo anómala, y esto me desagrada bastante.
—Estamos, sin embargo, muy satisfechos de Vd.
Aquél estamos sonó mal en los oídos de Tirso: juzgaba que la debía agradecimiento por el apoyo que le dispensó; pero fuera de lo referente a la hermandad, no reconocía en ella autoridad para aprobar o condenar sus actos, molestándole lo que alardeaba de su influencia en asuntos políticos que se rozaban con la Iglesia.
—Pues, señora, en realidad no tengo grandes motivos para estar contento, aparte las atenciones que he merecido de Vd. Yo vine a Madrid para una cosa... y estoy sirviendo para otra. Llegué aquí con una misión delicada... honrosa por el peligro que entrañaba... y estoy casi convertido en capellán de monjas. Harto sabe Vd. que mi propósito era ayudar más eficazmente a lo que todos deseamos.
Ella entonces, por darle a entender que no fue llamado para manifestar sus deseos, sino para cumplir los ajenos, varió el rumbo de la conversación.
—He dicho a Vd. que su conducta merece elogio, y así es, efectivamente. Según mis noticias—y ya sabe Vd. que todo lo averiguamos cuando es cosa de interés—la señorita de Ágreda ha reñido con su hermano de Vd., o mejor dicho; están en absoluto cortadas las relaciones entre ambos, y esto a Vd. se le debe.
—Hice lo que pude, sin que me costara gran trabajo. Me bastó decirla que Pepe frecuentaba la casa de otra mujer. Después, su propia impaciencia... los celos hicieron lo demás. Debe ser una niña nerviosa...
—Enamorada—le interrumpió la Condesa.—¡Pobre criatura, da lástima!... Pero lo hecho no basta.
—Cuando pase más tiempo...
—Ni su padre, ni ninguno de los que la rodean, conoce la causa de su abatimiento: creen que está enferma. Hay que apurar más las cosas, no despreciar los momentos, influir en su ánimo. De lo contrario, puede verificarse en ella una reacción y, cuando queramos acudir, tal vez sea tarde.
—Yo no he vuelto a verla, ni hallo pretexto para ello.
—Hay que buscarlo; porque pasada esta primera impresión de amargura, quizá sea difícil lo que pretendemos. Está muy triste, muy abatida, pero no tiene trazas de pensar en religión ni en cosa que lo valga.
—Con el carácter de esa niña, considero expuesto a un fracaso todo lo que sea querer precipitar los acontecimientos.
—Pues es preciso. Reflexione Vd. despacio sobre el asunto, que es de gran importancia para la casa... y para Vd. Además; ese hermano, que tan violentamente se ha portado con Vd....
En esto hizo el cura ademán de querer hablar; mas la Condesa, acostumbrada al trato de gentes tan fanáticas como él, pero menos honradas, cometió la imprudencia de completar su pensamiento, diciéndole:
—Piense Vd. también un poco en su propio interés. El asunto es muy importante para la hermandad, que tiene gran influencia; porque estos revolucionarios son tontos. Sólo entre las colegiatas de León y Toledo hay ahora cinco prebendas vacantes. ¡Imagine usted qué puesto tan hermoso para trabajar en pro de lo que todos deseamos!
Altiveciose entonces Tirso, se puso en pie como si su asiento tuviera un resorte que le impulsara y, ofendido, trémulo de ira y de vergüenza, repuso, sin disimular el enojo:
—Señora, ni sabe Vd. lo que dice, ni a quién se lo dice. Yo no soy cura cortesano, ni clérigo palaciego, ni he venido aquí para medrar de mala manera...
—¡Señor Resmilla!
—¡Francamente, señora Condesa! No sirvo para tales cosas. Hasta me arrepiento de lo que he hecho. Disponga Vd. de mi plaza de capellán para los que aceptan tales ofertas. Aquí todo es mezquino. Estoy de estas pequeñeces hasta por cima de los pelos. Daré por la fe hasta la última gota de sangre; pero para pagarme no hay dinero... ¡Ni que me hicieran Papa! Es cien veces más noble irse al campo a que le rompan a uno la crisma.
La de Astorgüela, absorta y desconcertada, no desplegó los labios: Tirso cogió su teja negra de la silla en que la había dejado y añadió bruscamente:
—Adiós, señora.
Sólo al caer tras el cura el pesado cortinón que cubría la puerta de la lujosa sala, se sobrepuso la dama a la sorpresa que le causó tamaño arranque de honrado fanatismo.
—¡Bah! Es un puritano inútil. Otro lo hará...
Dentro de las veinticuatro horas siguientes, las Hijas de la Salve supieron que el más moderno de sus capellanes se había marchado sin despedirse de nadie, haciendo antes renuncia de la plaza que desempeñaba. Doña Manuela y Leocadia fueron las últimas en enterarse de lo ocurrido. La hermana portera no pudo decirlas sino que la víspera vio hojear a Tirso un indicador de ferrocarriles; que, vestido de paisano, salió en persona a buscar un coche de punto y que, ayudando al simón a levantar su baúl, dijo:
—A la estación del Norte.
Sobre los campos, devastados por la guerra, comenzó a brillar la luz de un nuevo día: hacia la parte de Levante el aire se arreboló cual si la atmósfera se incendiara, y las estrellas, ofuscadas por el sol, se borraron del cielo. En torno de Ayartiaga no se oía más que el estridente rodar de alguna carreta mal engrasada y el apacible silbo del viento, que se complacía en cimbrear suavemente las cañas de los maizales, fingiendo oleadas entre el verdor de los cerros. El pueblo, formado por dos líneas de pobrísimas casas tendidas a lo largo de la carretera, no había despertado aún. La iglesia, que apartándose del trato de las gentes se elevaba a corta distancia del camino, estaba cerrada, y en torno de la cruz que servía de coronamiento a su veleta revoloteaba una bandada de pájaros. En el camino, húmedo y barroso por la lluvia tenaz que cayera dos días antes, se veían innumerables huellas de herraduras y de pesadas llantas. A la entrada del lugar, algunas tapias medio derruidas y varias fachadas conservaban señales de balazos: en un cerro cercano se divisaba tierra removida, piedras hacinadas como para formar parapeto, restos de una cureña rota, varios radios de una rueda quemada en una hoguera, cuyas cenizas aún no había esparcido el viento, y un par de sacos, acaso olvidados en la fuga. El lodo, apenas endurecido, estaba lleno de pisadas, y un frondoso grupo de castaños que había en la falda del montículo tenía, a trechos, rotos y astillados los troncos, en torno de los cuales caían desgajadas algunas ramas con las hojas ya mustias. A dos kilómetros de las primeras casas del pueblo, una serie de montones de escombros indicaba el lugar donde estuvo la estación del ferrocarril. No se veían en derredor más que maderas carbonizadas, herrajes retorcidos por el fuego y planchas de zinc medio roídas por las llamas: una fila de piedras blancas, fijas en el suelo, designaba el trazado del andén, y los huecos de los durmientes y traviesas arrancados marcaban el trayecto de la vía. De las oficinas y almacenes no se conservaban en pie sino un piso casi derrumbado y algunas paredes ennegrecidas, en una de las cuales habían quedado intactos dos o tres cuadritos, con fotografías malas, y un impreso en papel amarillo, con las horas de entrada y salida de los trenes. Junto a la valla que cercaba el perímetro de la estación había una casucha, destinada a cantina, sin el menor deterioro, quizá por ser propiedad de un realista: tenía la puerta cerrada y, sobre ella, se veía este bando allí pegado algún tiempo atrás, manuscrito, con la tinta corrida y el papel humedecido por los aguaceros:
DIOS—PATRIA—REY Comandancia general de Guipúzcoa.—Como comandante general de esta provincia, nombrado por S. M. Don Carlos VII de Borbón y de Este (Q. D. G.); teniendo que emprender un movimiento general que libre a España de la esclavitud en que la tiene un extranjero, hijo del carcelero del Papa, el inmortal Pío IX:
Considerando que la circulación de los trenes y las comunicaciones telegráficas son el arma más poderosa con que un ateo gobierno cuenta, he creído conveniente ordenar lo siguiente:
Artículo 1.º A las seis horas de recibir esta mi comunicación, deberán quedar desocupadas y cerradas todas las dependencias de la vía que están a su cargo.
Art. 2.º Pasadas las seis horas, serán hostilizados todos los maquinistas que conduzcan trenes y fusilados todos los empleados que sean aprehendidos en el servicio de la vía férrea, previa identificación de sus personas, convicción de la falta de cumplimiento a esta mi orden y después de recibir los auxilios espirituales.
Art. 3.º Trascurridas las seis horas, principiará el deterioro en la vía, cuya indemnización jamás podrá tener la empresa derecho a reclamar.
El que sea católico español ante todo, obedezca mis órdenes, si es que ama a su patria y no desea sumergir en llanto y luto a su familia y a las de sus dependientes.—Lo que comunico a Vd. para su conocimiento y demás exacto cumplimiento. Dios guarde a Vd. muchos años. Campo del Honor 6 de Enero de 1873.—El Brigadier comandante general de la provincia, Antonio Lizárraga y Esquirós[1].»
[Nota 1: Historia Contemporánea, de Antonio Pirala.—Madrid, 1877.]
Al despuntar la mañana, en una de las casas del pueblo se abrió el
portón del corral y, precedidos de una mujer, salieron al campo dos
soldados de infantería con el uniforme despedazado y sucio: uno de ellos
llevaba fusil, y el otro iba sin armamento. Llegaron la víspera, medio
aspeados y fugitivos del combate que se trabó en las cercanías, donde a
la entrada de un valle fueron sorprendidas y desbaratadas tres compañías
del ejército, y aquella mujer, movida de una conmiseración desusada en
las circunstancias por que atravesaba el país, les dio albergue durante
la noche; pero sabedora de que en otro pueblo no muy distante había
guarnición de tropa, les indicó de madrugada el camino que debían seguir
hasta incorporarse a ella. Cuando llamaron a su puerta maltrechos,
hambrientos y rendidos, les admitió a condición de que, para no
comprometerla, saldrían de su casa con el primer claror del día; así
que, al rayar el alba, ellos, sin esperar a que les llamase, se
levantaron del montón de hojas de maíz que les sirvió de cama y con rudo
lenguaje dieron gracias a su compasivo huésped, que les despidió
diciendo:
—Sois guiris: ¡no importa! Yo también te tengo hijo, pues, con general Andéchaga, valiente. ¡Dios proteja todos!
Indicoles en seguida de nuevo la dirección que habían de tomar, y ellos, según el consejo recibido, anduvieron un buen trecho por la carretera, y luego, al llegar a una bifurcación, torciendo hacia la izquierda, se internaron por un camino vecinal.
—Por aquí debe de ser, Pateta—decía el más joven.—Esta es la casa abandonada de que nos habló: adelante, todo derecho. Tres horas de fatiga y estamos en salvo... por ahora.
El que así habló era un muchacho alto, moreno, nervudo y fuerte, con tipo de castellano viejo. Tenía los pies doloridos y andaba penosamente. Pateta estaba desconocido. El gatera madrileño, de aspecto endeble, se había robustecido con el aire del campo. Llevaba raído el uniforme, sujetas las alpargatas una con cinta y otra con tomiza, y puesta sobre el capote una manta de color indefinido, en cuyos pelos habían quedado prendidas briznas del maíz seco sobre que pasó la noche.
—¡Trae el fusil, modrego, que no pués con tu alma!—dijo de pronto a su compañero, viéndole anhelante y fatigoso.
Habían llegado a un cerro desde donde se divisaba gran extensión de tierra, cuando de pronto Pateta, extendiendo un brazo para señalar lo que creía descubrir en una hondonada, a larga distancia, dijo, con el rostro demudado:
—¡Mecachis! chico, ¿qué es aquello?
—¡Gente!—repuso lívido el castellano viejo. Son dos a caballo y muchos más a pie.
—¿Qué hacemos?
—Volver pies atrás. Mira, el camino sigue sin un marrano árbol y al descubierto. Si nos ven, nos revientan. Correr lo que podamos, y esa mujer nos esconderá... si no, ¡sea lo que Dios quiera!
Por entre barrizales y breñas, a campo traviesa y buscando las enramadas para mejor ocultarse, desandaron en quince minutos el camino que habían recorrido en media hora. Cuando jadeantes como perros llegaron al portón del corral, la mujer que allí estaba partiendo leña, con solo mirarles al rostro, adivinó lo que les había pasado. No salió fallida la esperanza de Pateta. Un instante después él y su compañero estaban ocultos en el anchuroso pajar, lleno de liazas, aperos de labranza y montoncillos de semillas, que ocupaba toda la parte alta de la casa.
—¡Estamos en salvo!
—Gracias a que hemos venido por ahí detrás, que por la carretera ya nos habían atisbao. ¿Cómo tienes las patas?
—Chico, ahora muy mal; pero mientras veníamos corriendo, casi no las sentía.
Como la casa estaba situada a la entrada del pueblo y era de las más altas, desde los ventanillos de ambos lados del pajar se veían, hacia una parte la larga línea de la carretera, que iba a perderse en una curva sombreada por robustos nogales, y en opuesta dirección la pequeña esplanada que había ante las ruinas de la estación del ferrocarril. Pateta miraba por uno de estos ventanucos, ocultándose tras unas ristras de mazorcas que colgaban de la techumbre, y por otro su compañero, que resguardaba el cuerpo con un haz de leña menuda.
—Venían hacia aquí, ¿verdad?
—¡Claro!
—Lo malo será si se detienen y se alojan.
Ninguno se atrevió a seguir haciendo conjeturas, seguros de que el alojamiento de aquella partida en el lugar podía ser su perdición.
Cerca de una hora llevaban de angustiosa impaciencia, y ya iban con la tardanza esperanzándose de que el grupo de gente armada hubiera tomado otro camino, cuando Pateta lo vio aparecer en la curva de la carretera. Delante venían tres hombres a caballo: dos con boina en la cabeza, el tercero con gorra pellejera, y detrás de ellos, en confuso desorden, hasta doscientos hombres, equipados diversamente, pero con buenas armas, y el mayor número con boina blanca.
—Traen uno cogido. ¡Pobrecito!—dijo. Pateta, oprimiendo maquinalmente el fusil.
—¡No seas bruto! ¡Si es inútil!—respondió su camarada, adivinándole los pensamientos.
—No, si ya lo sé; pero me están saltando los dedos.
Detrás de los tres individuos que, montados en fuertes caballejos, parecían jefes de la partida, venía maniatado a la espalda un hombre, como de treinta años, de barba negra, muy moreno, con un pañuelo liado a la cabeza y mal arropado con un capote pardo de los que usa el personal subalterno de ferrocarriles. Era un telegrafista de la estación cercana.
—Es uno del tren.
—¡No chistes!
—¡Calla!—dijeron al par los dos soldados; y como en aquel momento la gente de la partida pasaba ante la casa, Pateta cruzó de puntillas el desván, yendo a colocarse junto al ventanuco del lado opuesto, que daba frente a la vía férrea, atemorizado con el terror de lo que imaginaba. En el instante de tender Pateta la mirada hacia la valla de la estación, hacía allí alto la partida.
—Pinchi, ¡mira qué facha más rara tién los cabeciyas!
Uno de los tres jefes les llamó en particular la atención. Era un hombre alto, de color cetrino, facciones angulosas y barba negra muy cerrada. A menor distancia, con seguridad Pateta le hubiera conocido en seguida. Llevaba gorra pellejera, larga chaqueta azamarrada con grasientos alamares negros, pantalón de pana y botas blancas de montar, con recias espuelas de hierro; pendiente del cinto un sable, y entre los pliegues de la faja morada y burda asomaba la culatilla de un revolver de reglamento. Ni en las mangas del chaquetón ni en parte alguna del traje usaba el menor distintivo; pero, en cambio, su caballo era la mejor de las tres bestias. A juzgar por los ademanes que hacía y la respetuosa atención con que los otros le escuchaban, debía ser el que acuadrillaba la partida.
Lo que pasó luego fue horrible crueldad. El prisionero entró en la caseta, custodiado por cuatro números, y tras él entraron los tres hombres que iban mandando a los insurrectos. Algunos campesinos y labriegos del lugar, viejos en su mayor parte, que habían acudido por curiosidad, fueron alejados con modales bruscos por la gente armada; y como volviesen en mayor número, se dio orden de despejar la plazoleta. Pasada media hora salieron los cabecillas, dejando al prisionero encerrado y custodiado por los cuatro defensores del altar y el trono. Los tres caudillos, alejándose a cierta distancia de sus subordinados, conversaron breve rato: uno discutía acaloradamente, como quien defiende su opinión con viveza; pero el de la zamarra y el otro, que debían estar de acuerdo, se mostraban inflexibles. Pateta y el castellano viejo temblaban, presintiendo que iban a presenciar algo espantoso. De pronto el hombre que parecía compartir la opinión del jefe se apartó unos cuantos pasos, dio orden de formar, mandó sacar el prisionero y dispuso que, rodeado de un piquete, fuese conducido hasta los ruinosos y calcinados paredones de la estación, junto a la valla en que estaba fijado el bando prohibiendo la circulación de trenes. Allí, sin desatarle las ligaduras de las manos, le hicieron arrimarse a la tapia: el infeliz dijo algunas palabras, pero Pateta y su camarada no pudieron oírle. Obedeciendo a las voces de mando que dio el oficial, avanzaron cinco números y, colocados a unos cuantos pasos del desdichado, le apuntaron dos a la cabeza y los tres restantes al pecho. Después, el múltiple y desigual estampido de los disparos atronó el aire, y al disiparse el humo de la descarga se vio el cuerpo inmóvil y tendido de bruces en el suelo. La cal de la pared, ennegrecida por la humareda del incendio, quedó jaspeada de manchas rojas, y rodeando al cadáver apareció un charquillo de sangre, que la tierra empapó rápidamente, cual si quisiera borrar el crimen de los hombres. En seguida el piquete se alejó, dejando allí dos individuos, en tanto que otra pareja iba al pueblo para ordenar que fuese sepultado el muerto. Lo que siguió ya no pudieron verlo los del pajar.
La partida se dirigió a la iglesia del lugar, entrando en ella con muestras de piadoso recogimiento. El jefe penetró por otra puerta en la sacristía, habló con el cura, que se disponía a decir la misa que habían de escuchar las pocas y madrugadoras mujeres que iban llegando, y con palabras corteses le rogó que le dejara oficiar en lugar suyo. Pocos minutos después se despojó de los arreos militares, púsose diciendo latinajos las sagradas vestiduras, y con el cáliz entre las manos salió a la pequeña nave, por cuyas ventanas penetraban el aire fresco de la mañana, saturado de aromas campestres, y los rayos del sol, en que se movían, como polvo de oro, los átomos inquietos. Un robusto mocetón, que llevaba en el capote galones de cabo, ayudó a la celebración del santo sacrificio. El cabecilla rezó la misa pausada y lentamente, con la conciencia tranquila, sólo atento al sentido místico de las augustas frases que sus labios saboreaban como un jugo espiritual al decir:
—Judica me, Deus, et discerne causam meam...
Al medio día la partida se alejó en la dirección marcada por el trazado
de la vía férrea. Llegada la noche, Pateta y su compañero huyeron por
los mismos senderos que a la mañana y con arreglo a las instrucciones de
su compasiva salvadora, que encarándose con el madrileño dijo:
—Si no escapas, pues, tirarte tiros hasen.
No tres, como ella les dijera, sino cinco horas anduvieron hasta llegar de madrugada a un caserío donde, presentándose al jefe del destacamento que lo ocupaba, contaron cuanto habían visto, aún grabada en sus rostros la impresión de la angustia y el terror sufridos.
Paz y su novio convinieron, al separarse, en que ella no escribiría hasta recibir carta de él, y que luego ambos menudearían las sucesivas cuanto les fuera posible; pero desde el instante en que ella se juzgó traicionada, hizo firme propósito de no escribirle una sola vez. Su primera impresión fue una pena tan grande y convicción tan honda de haber sido juguete de un capricho, que consideró inútil todo esfuerzo y baldía toda tentativa para recobrar el bien perdido: después, a las lágrimas de la decepción sucedieron las quejas de la vanidad mortificada; se agriaron los celos y pretendió olvidarle. No hubo sensación triste que no experimentara: lo único que no sintió fue arrepentimiento de haberle concedido su cariño, porque la gratitud a las delicias gozadas pudo más que el rencor a la ofensa recibida. En cuanto a reconquistar la posesión de Pepe, lo supuso imposible: llegó a creer que aquella disparidad de fortuna, tantas veces temida, era la causa verdadera del mal. La desdicha le parecía irremediable; lo sólo que debía procurar era prescindir de su amor, sofocándolo como a sentimiento réprobo, cuya vida ha de ser toda maldición y pena.
Según fueron llegando a sus manos las primeras cartas de Pepe, las rasgó con ira, sin leerlas; pero en vez de tirarlos, guardó los pedazos en el cajón de un mueblecillo. Pasaron muchos días, recibió otras e hizo lo propio, sin contestar a ninguna: mas la violencia que esta entereza le costaba iba poco a poco aumentando. En vano se había condenado voluntariamente a no saber de él: rompía las cartas, pero no lograba acallar los antojos de su fantasía. Aquellos trozos de papel, ilegibles y estrujados con rabia, tenían una fuerza incontrastable: decían que Pepe vivía y se acordaba de ella. Tal era el estado de su ánimo cuando cesó de tener cartas. Dudó primero de la discreción del aya, que era la encargada de recibirlas, y luego pensó que Pepe enmudecía, cansado de no obtener respuestas; mas pronto supo con temor que el silencio de su amante no obedecía a ninguna de estas causas.
En los periódicos y partes oficiales dejó de citarse el batallón a que pertenecía Pepe, porque se ignoraba el paradero de aquél y de otros cuerpos, sabiéndose únicamente que estaba verificando una marcha penosa y arriesgada, que terminaría en un combate, cuyo objeto sólo conocía el general en jefe. Cinco días duró aquella incertidumbre. Entonces apreció Paz lo que quería a Pepe. Mientras supo que vivía, tuvo firmeza y amor propio: cuando las circunstancias la hicieron comprender que estaba en peligro, su pasión despertó, sin sentimiento rencoroso que la desvirtuase ni nube que la empañara. Cada día que pasaba, cada periódico que llegaba a sus manos sin decirla nada de aquella marcha, que fue célebre en la historia de la guerra civil, la sumían en mayor abatimiento. No dejó de pensar en él, ni la asistieron fuerzas para engañarse mintiendo que tenía sobre sí imperio para olvidarle. Su imaginación le buscaba unas veces con la rabia de los celos, otras con la amargura del despecho, ya saboreando la memoria recuerdos de promesas dulcísimas, ya pagando a la esperanza muerta el inapreciable tributo de sus lágrimas. Los primeros diálogos que con él sostuvo, aquella incertidumbre deliciosa de aguardar a que hablase, estando segura de lo que había de decir, la sincera vehemencia con que pintaba su cariño, y el tono suplicante con que la pedía constancia, persistían en ocupar su pensamiento y llenar su alma, como aves que se resistieran a volar lejos de la fronda en que nacieron.
La impaciencia de Paz se trocó en terror cuando, al terminar la semana y sin que ella recibiera carta, se supo en Madrid que la marcha de campaña se había verificado y que las tropas, al dar batalla, habían sufrido numerosas bajas. Se enteró de lo ocurrido por un periódico de la tarde, a hora que era ocioso intentar nada; pero aquella noche, entre la angustia del insomnio y el dolor de la desesperación, decidió averiguar lo que pudiese, sin que la detuvieran miramiento alguno ni resto de vanidad ofendida. ¿Qué medio emplearía? Cualquiera: el más rápido sería el mejor. Se le ocurrió ir a ver al padre de Pepe, y fue, llevada por su amorosa inquietud, lo mismo que hubiera sido capaz de ir al sitio mejor guardado o al lugar donde más arriesgara su decoro.
A la mañana siguiente, no tan temprano como quisiera su impaciencia, se apeó de la berlina cerca de la calle de los Estudios y, en compañía del aya, que ya estaba domesticada y dócil, se dirigió hacia la calle de la Pasión. No necesitó que nadie la indicara el camino, ni tuvo que esforzarse por hacer memoria de dónde estaba la casa que iba buscando. Bajaron por la izquierda de la Ribera de Curtidores; al llegar frente al sitio en que tiempo atrás vio salir a Pepe de casa de Engracia sintió el rostro abrasado por una llamarada de vergüenza; pero ni acortó el paso, ni pensó retroceder.
—Aquí es, y ¡no hay portería!—dijo al torcer la esquina de la calle de la Pasión, entrando en seguida en el portal empedrado con cantos, y cuyas paredes estaban llenas de monigotes pintados con carbón por los chicos.
—¿Qué ha de haber, señorita? en el patio nos darán razón.
Adelantose el aya, siguiola Paz y penetraron ambas en el patio, que era de los que tienen corredores con puertas numeradas.
En uno de los ángulos había un pozo, junto al cual, sin miedo al sol que la hostigaba con su seco ardor, estaba una muchacha jabonando ropa blanca en una artesa, remangados los brazos y con la falda de percal sujeta entre las piernas. Era alta y airosa; su pecho juvenil y fuerte temblaba a cada movimiento; el traje era humilde, pero el peinado primoroso, y entre los undosos rizos del moño tenía prendidos al desgaire cuatro o seis clavelillos de los que adornan los puestos de las verbenas. A su lado, y gateando sobre un trozo de estera, había un niño que se entretenía en manotear contra las prendas ya retorcidas que ella dejaba caer en un barreño. Paz la había visto una sola vez de lejos y teniendo los ojos nublados por las lágrimas; pero la conoció en seguida: era Engracia. El aya lo examinaba todo con miradas despreciativas; Paz estuvo a punto de volver pies atrás; mas dominando de pronto la repulsión que sentía hacia la otra, preguntó, apartando del chiquitín las miradas:
—¿Hace Vd. el favor de decirme cuál es el cuarto del Sr. Resmilla?
—En mi casa, prencipal núm. 2,... pero no se le pué ver.
—Lo siento; deseaba hablarle... y tal vez no me sea fácil volver.
—Pues ese señor está malo, mu malo, y pasa las noches rabiando, y hasta que es de día no descansa. Ya ve Vd., ¡me bajo yo el arrapiezo pá que no alborote!... Si quiusté algún recao...
No había contado con aquello. Hablar al padre del hombre que la engañó, no era humillación: conversar con Engracia, le parecía insufrible martirio. El ansia por saber de Pepe pudo al fin más que el amor propio, y pensó que la escena no podía prolongarse arriba de unos minutos.
—Ese caballero tiene un hijo que está en el Norte, ¿verdad?... ¿Sabe Vd. si se han recibido noticias suyas?
—Sí señora, esta mañana precisamente: como que aluego de recibir la carta se quedó don José más tranquilo que está esa criatura. El señorito Pepe está sano y salvo en un pueblo que lo llaman... Astirraga, Gorri... Garri... vamos, no me acuerdo; uno de esos pueblos de nombre enrevesao que dicen que los bautizó el diablo estando borracho.
—De modo—añadió Paz, sin poder disimular la emoción—que es seguro; ¿está bueno?
—¿No le digo a Vd. que ha escrito él mismo?
—Mil gracias, joven... ya volveré.
Dejó Engracia caer sobre la artesa la tabla, por cuyas ranuras diagonales resbalaban las irisadas burbujas del jabón, y secándose las manos con el delantal, dijo a Paz, que ya se dirigía hacia el pasillo del portal:
—Oiga Vd., señorita: usted desimule; aunque sea mal preguntao, ¿es Vd. la señorita Paz, la novia del señorito Pepe?
—Sí—contestó secamente, evitando mirarla cara a cara.
Entonces Engracia, dando a sus palabras franca expresión de simpatía, exclamó, con asombro de Paz:
—¡Vaya, vaya!... ¡sea por muchos años! ¡ahora comprendo yo que esté el señor Pepe tan chalao!... ¡Y que no tenía yo pocas ganas de conocerla a Vd! También la digo a usted que se pué Vd. presentar donde las haiga guapas.
Paz, sin acertar a comprender cómo aquella mujer la hablaba de tal modo, repuso, echando a andar y con creciente aspereza.
—Quede Vd. con Dios.
La otra, muy ofendida, se plantó en la salida del patio, cortándola el paso, al par que la decía, con desparpajo y retintín:
—¡Oiga Vd., señorita! ¿qué es lo que se ha figurao Vd.? Yo no soy denguna fregona, ¿está Vd.? Soy la Engracia. ¿Conque se arranca, Vd. a venir a preguntar por el novio, y aluego tié Vd. a menos hablar conmigo?
Paz no se atrevía a responder, temerosa de un escándalo en tal sitio y por semejante ocasión: Engracia, sin permitirla avanzar, continuó:
—¿Habrá Vd. creído que era la criá? Pues no señora... Don José y su novio de Vd. me tratan de igual a igual, y su novio de Vd. y mi Millán se llaman de tú... Conque, menos humos. Entavía, ¡bestia de mí! estaba yo adulándola a usté el oído. ¡Vaya Vd. mucho con Dios, doña Ínsulas!
Las palabras de Engracia llenaron a Paz de confusión, y además adivinó que no estaba la razón de su parte. Aquella mujer la suponía en amores con Pepe, y lejos de mostrarla enojo, la recibía bien; hasta elogiaba su hermosura...; hablaba de otro hombre y decía orgullosamente mi Millán. ¿Qué era aquello?
—No se esté Vd. aquí, señorita, que se le van a manchar las naguas...
Paz careció de sangre fría para marcharse sin salir de dudas: su calma no podía confundirse con la indiferencia.
—Pero Vd. ¿no es Engracia... la...?
—¡Atrévase Vd!... la querida de Millán. ¿Era eso lo que quería Vd. decir? Pues a mucha honra, que me está sirviendo de padre a mi chico.
—¿Luego ese niño?...
—No es de Millán, sino mío y de mi difunto, que por allá nos aguarde muchos años. ¡Andá, si no fuera por Millán, ya habíamos reventao yo y el chico, como la Real Trinidad!
—¿De modo que Vd. con quien tiene amores es con ese Millán?
—¿Pues qué se la había figurao a Vd.?
La actitud de Engracia no pudo ser más expresiva: Paz, segura de que el exacerbar su ira atraería sobre ella una explosión de injurias, acaso justas, comprendió que el único medio de cortar aquella escena y salir al mismo tiempo de dudas era hablar clara y lealmente. Apartose del aya, condujo a Engracia unos cuantos pasos hacia el fondo del patio, y allí, con el llanto asomado a los ojos y la voz alterada por la turbación, la refirió en pocas palabras la causa de su enojo. Cinco minutos de diálogo bastaron para que variase de expresión el rostro de la desenfadada chula, que al oír el nombro de Tirso exclamó:
—¡Ave María Purísima! ¿Es decir que Vd. ha venío aquí creyendo que yo estaba liá con el señorito Pepe?
Paz, con las mejillas arreboladas por la vergüenza, respondió tímidamente.
—¡Sí! ¡No sabe Vd. lo que he sufrido!
—¡Ya lo creo!... Pues hija, que se le quite a Vd. eso de la cabeza.
—¿Me dispensa Vd., verdad? ¿Me deja usted que bese al niño?
—¡No eches tierra en la ropa, condenao! Ven aquí, que te va a dar un chichi esta señora. ¡Ay hija!—añadió, encarándose con Paz—desengáñese Vd., cuando una quiere a un hombre, no hay señorío que valga, toas semos iguales.
(El aya aparte).—¡Válgame Dios, lo que son las señoritas del día!
Paz salió de allí con el alma henchida de gozo. En su corazón había renacido la dicha pujante y vigorosa, como agua de manantial comprimido que redobla su violencia al cesar la fuerza que lo sofoca. Tuvo impulsos de quitarse de las orejas los ricos pendientes que lucía y regalárselos a Engracia, pero le parecieron pobrísima ofrenda para pagar tanta felicidad.
Aquella misma tarde escribió a Pepe una carta muy larga en que, pidiéndole perdón, le enviaba mil besos y le hacía mil promesas.
«Adorada Paz:
Por fin he recibido carta tuya. ¡Tantas promesas, tantas protestas, y has podido creer que yo quería a otra mujer! Bien haces en pedirme perdón. Otro día te hablaré de esto más despacio y te reñiré mucho: ahora, al acabar de leer tus frases de arrepentimiento y cariño, no tengo valor para hacerte sufrir. Lo principal es que eres mía y que ya no dejarás nunca de serlo.
Ni yo, aunque lo pretendiera, podría darte idea de las penalidades que aquí nos cercan, ni es fácil que las imagines. Las marchas y contramarchas nos dejan tan rendidos, que casi nos parece preferible entrar en acción a vagar por trochas y vericuetos. No sé qué es peor, si ir perdiendo poco a poco la vida, destrozada por la fatiga y el cansancio, o exponerse a que acabe todo de una vez. Si no fuera por tí y por mi pobre padre, ¡cuántas veces me hubiese decidido a ser el primero en un avance o el último en una retirada, para que me quitaran de en medio! Tú y mi padre me sostenéis, para vosotros vivo: el pobre viejecito necesita amparo; y contigo, ¡puedo ser tan feliz! No dejes de escribirme detalladamente lo ocurrido; tengo ansia de saberlo; pero, ¿cómo diablos has podido suponer que yo te engañaba? Tu carta está confusa, veo en ella mucho amor y mucho arrepentimiento, mas no me doy cuenta de lo que ha sucedido. Explícamelo todo.
De mi padre sé que continúa lo mismo, y esta es la noticia menos mala de las que me trae la última carta de Millán. De Leocadia, casi nada me dice; pero de la ambigüedad de sus palabras infiero que, o está loca, o ha perdido la vergüenza. Fácilmente comprenderás lo triste que será para mí hablarte de esto; pero entre tú y yo no hay ya secretos. Mayor pena me causa lo que me dice de mamá. Ignoro si Millán exagerará algo las tintas del cuadro, para que yo no abrigue esperanza y vaya acostumbrándome a la realidad; pero me parece absurdo lo que está pasando. Dice Millán que al otro día de salir yo de Madrid la mandó recado al convento, participándola dónde estaba mi padre, por si quería ir a verle, añadiendo que el pobre no hacía más que preguntar por ella: mamá repuso que ya se había curado de cosas terrenales y que no tenía más familia que Cristo y su divina Madre, pero que no se olvidaría de nosotros en sus oraciones. Ni preguntó cómo seguía papá, ni qué medicinas tomaba; en fin, nada. Añade Millán que ha enflaquecido mucho y que está muy desmejorada. ¡Pobre madre mía! No me hago ilusiones; no abrigo la menor esperanza de que llegue el caso: pero, si fuera preciso; si a mi madre la tocara Dios en el corazón y resolviera volver al lado de mi padre, te ruego, por las promesas que me has hecho y por lo que más quieras en el mundo, que la prestes ayuda, que la ampares y la protejas. Basta de esto: se me oprime el corazón como si me lo estrujaran. De mi hermano no sé una palabra: ignoro por completo su paradero.
¿A quién dirás que tuve el alegrón de abrazar ayer? A nuestro cartero; al fiel y nunca bien alabado Pateta, que está hecho un veterano. Dos días ha andado perdido por los montes, con otro compañero, después de ser sorprendido y derrotado el destacamento de que formaba parte. Cuentan cosas horribles. Desde el pajar de una casa, donde les escondió una buena mujer, vieron fusilar a un telegrafista. ¡Figúrate la impresión que sufrirían! Crueldades tan inútiles y sanguinarias como ésta, se cometen aquí muchas: en Madrid no tenéis idea de lo que es la guerra.
No creo que este ejército pueda tener grandes descalabros; pero lo que está sucediendo en otras partes, causa en nuestras filas un efecto tristísimo. El triunfo de Oristá, la victoria obtenida por Savalls en San Quintín de Besora, la muerte de Cabrinety, la toma de Igualada y el desastre de Albiol, en que nuestros prisioneros perecieron, muertos a bayonetazos, han envalentonado mucho al enemigo. Lo más irritante es que la guerra va tomando un carácter de ferocidad que espanta. Hay guerrilleros que entran a saco en los pueblos como en los tiempos bárbaros; que incendian, ultrajan a las mujeres y martirizan a los niños: uno ha rematado a los heridos con picos y azadas, y otro ha mandado arrancar a los jefes prisioneros tiras de carne en los brazos, simulando los galones del grado que tenían en el ejército. Asombra el número de curas que, hechos fieras, recorren los campos: los hay agregados a cuerpos o divisiones bien organizadas, y otros que, sin reconocer jefatura, van por donde quieren, cometiendo fechorías.
Ahora dicen que anda por estos contornos una partida con un cabecilla al frente, también cura, que acaso sea el autor del fusilamiento presenciado por Pateta. Si le pillamos, se divierte.
Basta de carta; no tengo tiempo para más. Escríbeme siempre que puedas y dime de mil maneras que me quieres: la última será la que me parezca más grata. Yo no dejo de pensar en tí, y si no me llamaras romántico, te diría que con tu amor llevo en el alma un amuleto. No tengo miedo a perderte. Hasta tu nombre me parece de buen agüero, y pienso, Paz de mi vida, que por tí se está batiendo media España. Pese a quien pese, serás mía. Adiós y recibe el cariño de tu amantísimo,
Pepe.»
Fue una escena suelta que acaso no tenga jamás historiador, un episodio de aquel espantoso drama de la guerra, olvidado ante la magnitud de otras proezas.
Amanecía: el sol, como amante presuroso, arrancaba a la tierra su túnica de nieblas, y de entre las sombras rasgadas por el claror del día iban surgiendo las formas de las cosas.
Frente a los cerros que ocupaba la columna del ejército liberal aparecía, en una hondonada, el pueblecillo de Santa Cruz de Urquilezo, cerradas todas las puertas y ventanas de su miserable caserío de fachadas blancas, en cuyas vidrieras reverberaba la luz del alba, fingiendo llamaradas de incendio. Ningún hombre se veía por los pequeños espacios libres entre casa y casa que hacían el oficio de calles: todos eran voluntarios y estaban en el monte. En las cañadas cercanas no había ganado al regalo de la yerba.
Algunas techumbres despedían el humo de los hogares encendidos, indicando que allí permanecían los viejos, los chicos y las mujeres. Del río, que regolfando en las riberas serpenteaba entre prados y huertas, se desprendía un vapor gris, deshecho al menor soplo del aire, y la corriente mansa y negruzca pasaba silenciosamente por las presas de los molinos abandonados, como mofándose de las ruedas paradas. No se oían más ruidos que el rápido rozar del viento contra los penachos de los maizales, y a ratos sonar estridente de cornetas lejanas.
Como a un cuarto de legua detrás del pueblo se erguía Monte-Dalarza, impracticable a la derecha por una serie de ásperos peñascales y cortado a la izquierda por un tajo, con honores de sima, que lo separaba del resto de la sierra. Toda la ladera que hacía frente a los cerros aparecía surcada de trabajos de tierra, sin que desde la falda hasta cerca del picacho que coronaba la cumbre quedara en la vertiente un trecho de cien pasos en que no hubiera trinchera-abrigo, pozo de tirador o empalizada de cestones, para disparar a mansalva. En aquella posición, casi inexpugnable, se habían apostado varias partidas, fuertes de hasta cuatro mil hombres, decididas a defender el paso. Las quebraduras que tenían a su derecha eran inaccesibles, y el tajo de la izquierda absolutamente imposible de salvar. Aquella hendidura, labrada por la fuerza brutal de la Naturaleza, parecía angosta vista de lejos; mas de cerca, sus paredes, formadas por las aristas y angulosidades de las rocas, se apartaban, dejando en medio un vacío ancho y tenebroso, donde en confuso desorden iba hacinando el tiempo peñas rodadas, troncos caídos y malezas barridas por los vendavales. Nadie oyó nunca chocar contra el fondo del barranco la piedra allí lanzada, ni hubo jamás en la comarca quien se aventurase a explorar aquella cavidad oscura, más oscura según iba siendo más profunda, y de cuyos bordes el ganado se apartaba medroso.
No había más remedio que forzar de frente las trincheras de la falda de la montaña. El plan de ataque consistía en cañonearlas primero, sin disparar un tiro de fusil, y tomarlas después a la bayoneta cuando fuera posible calcular que la artillería había destruido las defensas y desalentado a los combatientes.
A poco de rayar el día comenzó la lucha, cuyos actores permanecían invisibles, unos tras las desigualdades de los montículos y otros tras los parapetos, construidos con tierra sacada de las zanjas donde se ocultaban. Primero se vio hacia la parte de los cerros, ocupados por los liberales, el humo de un fogonazo que rastreó como una nubecilla, y sonó un estampido: luego se oyó otro, y luego muchos más, hasta quedar las colinas cubiertas de un nublado espeso que tardaba largo rato en disiparse, mientras las cavidades de los montes devolvían en ecos temblorosos y roncos el tronar de la artillería. Las fuerzas carlistas contestaban débilmente al cañoneo: debían tener pocas piezas y de escaso alcance, porque sus tiros iban a estrellarse en un ribazo situado por bajo de los cerros, casi en la orilla del río, produciendo los cascos de granadas, al caer en el agua, anchos círculos de ondas que se estrellaban en las márgenes. Por fin, al cabo de una hora, comenzaron a notarse en la falda de Monte-Dalarza puntos negros e inquietos que semejaban hormiguero turbado: eran voluntarios carlistas que, viendo destruidas las trincheras bajas, subían apresuradamente a refugiarse en las altas. De pronto, cuando el cañoneo fue más recio, cayeron dos granadas por bajo de la sima, donde había una batería, y causaron tan horrible destrozo, que un instante después aquellos puntos negros fueron innumerables, distinguiéndose los grupos de hombres que ascendían a la desbandada por la vertiente, como reses perseguidas de cerca, en tanto que otros, menos, pero más tercos y valientes, arrastraban a brazo los cañoncejos para emplazarlos más arriba. Al poco rato sucedió lo mismo en el extremo opuesto, enmudeciendo las tres o cuatro piezas que hacían fuego desde la línea inferior de las trincheras. Los liberales siguieron disparando, y así trascurrió una hora. De pronto, de entre las quebraduras de los cerros, ocupados por el ejército, salieron dos columnas de tropa, destacándose las filas de pantalones rojos sobre el gris terroso del suelo. En seguida, dejando a su derecha el caserío de Urquilezo, bajaron a la carrera hasta la hondonada, y sin detenerse un momento emprendieron de frente la subida hacia las líneas de defensa, mientras la banda de cornetas tocaba paso de ataque.
El general había pedido voluntarios; y como el coronel del batallón de Pepe fuese el primero en ofrecerse con su gente, se le confió la operación, lanzándose las compañías al peligro, con sus jefes al frente, sin que la artillería dejara de hostilizar el reducto próximo a la sima. Cuando los soldados comenzaron a subir la falda de Monte-Dalarza, cesó el fuego de los carlistas: no querían desperdiciar municiones. El sol, que ya picaba, el calor, lo áspero del terreno y el cansancio de las pasadas marchas, entorpecían el acceso; pero, al cabo de media hora, las dos columnas llegaron casi al mismo tiempo a la primera línea de trincheras abandonadas, siguiendo el movimiento de avance: nadie tomó punto de reposo. Continuó la embestida y, ya estaban los más delanteros a corta distancia del reducto, cuando la línea terrosa que señalaba las trincheras altas desapareció de pronto tras una nube estrecha y larga, sonando el estruendoso fragor de una descarga formidable. Más de veinte hombres quedaron tendidos en las breñas: los demás, volviendo las espaldas, corrieron precipitadamente a la hondonada. De los caídos nadie se cuidó. Unos pedían agua, otros murmuraban nombres de mujeres; pero sus gritos fueron acallados por el rápido pisar de los que huían, brincando entre las matas y removiendo pedruscos que bajaban rodando hasta el barranco. Entonces, una batería Plasencia, de las situadas en los cerros, avanzó hasta emplazarse casi al alcance de los tiros contrarios, y disparó sin descanso contra las trincheras altas. Los primeros proyectiles cayeron bajos: luego, rectificada la puntería, su efecto fue terrible. Al mismo tiempo los fugitivos, rehechos y animados por sus jefes en la hondonada, dieron principio a la segunda embestida, siendo tan bravo y rápido esta vez el avance que, a pesar de otras dos descargas, las compañías, poco mermadas, llegaron cerca del reducto inmediato a la sima.
Merced a una quebradura del terreno, el ribazo donde estaba construido el reducto destacaba sobre el azul del cielo, y allí, por cima del parapeto de la obra de tierra, algunos soldados de los que subían vieron desde los primeros momentos de la acometida un hombre de elevada estatura y barba negra que, sable en mano, animaba a los suyos, yendo de un lado para otro, gesticulando y dando enérgicas voces, como si quisiera comunicarles su valor heroico. Pepe no le vio; pero Pateta se fijó en él y hubo un momento en que, interrumpidos los disparos carlistas, el gatera madrileño, que iba trepando cuesta arriba como una alimaña del monte, oyó clara y distinta la voz de aquel hombre que, agitando furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera:
—¡Quietos ahora! ¡quietos, y luego tirar a los oficiales!
Su figura sobresalía del parapeto, destacándose sola y arrogante. Llevaba zamarra larga con cordonaje negro, faja morada y gorra pellejera. Pateta, según iba subiendo, le miraba con mayor tenacidad: de pronto, al reconocerle, soltó una palabrota y murmuró con ira:
—¡El del fusilamiento!
Y rápidamente el pensamiento le señaló su verdadero enemigo. Por aquel y otros tales estaba él en la guerra, lejos de su novia. Se acordó del pobre telegrafista, no pudo contenerse y, afirmando bien los pies en tierra, se echó el remingthon a la cara e hizo fuego: sonó el tiro, y el cabecilla cayó, doblándose por las rodillas. Convencerse de quién era, sentir la tentación y disparar, todo fue uno.
—¡Abur, amigo!—gritó al verle caer—y redoblando sus esfuerzos, llegó al reducto entre los primeros que lo asaltaron.
El carlista estaba tendido encima de un montón de alforjas. Sin duda se arrastró hasta allí para morir. Tenía el cuello atravesado por el balazo, y los dos agujeros abiertos por el proyectil manaban sangre: el sable estaba caído a pocos pasos, y él, con la mano izquierda, crispada y sucia, conservaba agarrado un trapito rectangular y blanco, sujeto a una cinta que le salía de entre las ropas del pecho. Pateta se acercó con medrosa curiosidad; pero al fijar en él los ojos, lanzó un grito de espanto y tendió en torno la mirada, horrorizado ante la idea de que se aproximara Pepe.
El muerto era Tirso.
Sus facciones no conservaban contracción de ira ni gesto de dolor; pero los ojos, vidriados por la muerte, indicaban todavía el tesón indomable de su alma, sin que bastaran a desfigurarle la barba crecida ni el semblante pálido por la hemorragia. Las líneas duras y angulosas de su rostro parecían suavizadas por la muerte, que imprimió en ellas una serenidad admirable, reflejo acaso de la conciencia satisfecha por el deber cumplido. No parecía caído entre los escombros de un reducto, sino sacrificado ante las gradas de un altar...
Lo primero que se le ocurrió a Pateta fue cubrirlo con arena, yerbajos y cuanto hallase a mano, porque Pepe, si se acercaba, no le conociera; mas le pareció escasa precaución. Entonces, desconcertado por la prisa, mientras las cornetas seguían llamándole con sus sonidos estridentes, soltó el fusil y, agarrando el cadáver por las manos, lo arrastró penosamente hasta dejarlo en el cercano extremo del reducto que daba junto al borde del tajo; luego volvió en busca del arma y, empuñándola por el cañón, empujó con la culata el cuerpo inanimado, que cayó al barranco arrastrando piedras y rebotando contra las aristas salientes de las rocas.
Un instante después, Pateta seguía trepando jadeante hacia la última línea de trincheras, ya vencidas, donde Pepe había entrado con su compañía.
Al rodear las tropas vencedoras el picacho de Monte-Dalarza, los facciosos huían cuesta abajo por la vertiente opuesta: ya no se escuchaban cornetas ni se oían disparos, turbando sólo el augusto silencio de los campos el triste relincho de un caballo herido y abandonado en la hondonada.
Por la tarde, mucho después de haber cesado el peligro, cuantos chicos
había en el vecino pueblo de Urquilezo subieron a Monte-Dalarza,
ansiosos de ver el sitio del combate, resonando su vocerío de rapaces
traviesos donde poco antes tronaron los cañones. Los mayores miraban con
semblante serio las huellas de la lucha; los pequeños, riendo
alegremente, triscaban como cabritillos; todos iban buscando vestigios
del paso de la tropa y mostrándose mutuamente las peñas donde chocó una
granada, la tierra removida en el piso de las zanjas y el musgo manchado
por la sangre; pero lo que más les regocijaba era recoger cartuchos
vacíos. Uno se encontró en una trinchera un morralillo con un cantero de
pan y medio chorizo envuelto en una carta. Por último, subieron todos
hasta el reducto inmediato al precipicio, y con grande algazara
inventaron otro juego. Reunidos en grupos, empezaron a tirar cantos a la
sima. Unos escarbaban con palos para arrancar los pedruscos de sus
terrosos alvéolos; otros, a fuerza de empujones, los iban acercando a la
sima y, cuando conseguían dejarlos junto al borde del tajo, los impelían
al abismo, gozándose en verlos desgajar raíces y partirse en mil trozos
contra las paredes de roca. Se divirtieron mucho y, como ignoraban que
en el fondo del barranco había un muerto, estuvieron largo rato
acarreando piedras y terruños, que tiraban al precipicio con inocente
furia. Hasta la puesta del sol no tornaron al pueblo.
Parecían el símbolo del porvenir enterrando el cadáver del pasado.
Cerró la noche, negra como un luto por las tristezas humanas; silbó el
viento entre los maizales del valle, y el río, emblema de la fuerza
inmortal de la Naturaleza, siguió pasando silencioso y lento entre las
ruedas del molino, paradas por la mano de la guerra.
FIN
Madrid, Junio a Diciembre de 1886.