The Project Gutenberg eBook of Las Ilusiones del Doctor Faustino, v.2

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Title: Las Ilusiones del Doctor Faustino, v.2

Author: Juan Valera

Release date: November 2, 2016 [eBook #53436]
Most recently updated: October 23, 2024

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS ILUSIONES DEL DOCTOR FAUSTINO, V.2 ***

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LAS ILUSIONES
DEL DOCTOR FAUSTINO

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JUAN VALERA
———
NOVELAS

Las Ilusiones
del Doctor Faustino

II

colofón

OBRAS COMPLETAS
TOMO VI

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Es propiedad.     
Derechos reservados.
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AL ÍNDICE

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XV.

LA TERTULIA DE LOS TRES DÚOS

Respetilla se apresuró á poner en conocimiento de Rosita que su amo iría aquella misma noche de tertulia á su casa. No podía dar á Rosita más agradable nueva.

Rosita, soltera, con más de veintiocho años, sin haber hallado nunca en el lugar hombre á quien sujetar su albedrío, dominando despóticamente en su casa, mil veces más libre y señora de su voluntad y de sus acciones que una reina no constitucional, no se aburría, porque su actividad y la energía de su carácter no eran para que se aburriese, pero se divertía poquísimo; asistía á la vida como quien asiste á la representación de un drama que le parece tonto y cuyos personajes no le interesan.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo; ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez,{6} bastante morena, era suave y finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo coral; y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría á menudo, dejaban ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes é iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y, como su cabello, negrísimo. Dos obscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas matas de bambú en un prado de flores.

Tenía Rosita la frente pequeña y recta, como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas, larguísimas, se doblaban hacia fuera, formando arcos graciosos. El conjunto de todo expresaba una mezcla de malicia, soberbia, imperio, alegría, ternura y deseo de amor, imposible de describir. Ojos negros y ardientes, lánguidos á veces, á veces activos y fulmíneos como dos ametralladoras, iluminaban aquella movible fisonomía.

Ramoncita, la otra hija del Escribano, era blanca, no tenía lunares, tenía la boca pequeña, era más alta que Rosita, y pasaba también por más guapa; pero ni en media docena de años revelaba{7} Ramoncita, ni al alma ni á los sentidos, lo que Rosita en un momento. Rosita, sólo con mostrarse, daba idea de la gloria y del infierno; Ramoncita, del limbo.

Aunque Rosita tuvo tentación de adornarse un poco más que de costumbre para recibir á don Faustino, vencida la tentación por su orgullo, aguardó la llegada del nuevo visitante con el mismo traje de percal, con el mismo pañuelo de seda al cuello y con el mismo peinado que de costumbre. Ni siquiera renovó las rosas que tenía en el pelo desde por la mañana y que estaban marchitas. No hizo más que lo que hacía todas las noches antes de acudir á la tertulia; limpiarse los dientes, que ella cuidaba mucho, y lavarse las manos, que, por andar con las llaves de la despensa ó contando el dinero, ya para recibirle, ya para pagar á los trabajadores, requerían este cuidado en mujer tan pulcra. Conviene advertir, sin embargo, que ni las manos ni la cara de Rosita se echaban á perder fácilmente con las faenas caseras, con el aire del campo y de los corrales y con andar por las despensas y las bodegas. Rosita no era un ser delicado, era una hermosura de bronce.

El Doctor, acompañado de Respetilla, cumplió su palabra, y entró, poco después de las nueve de la noche, de tertulia en casa de las Civiles. Rosita, Ramoncita, la confidenta y acompañanta Jacintica,{8} y el futuro médico, hijo del boticario, componían toda la reunión.

La conversación fué general durante diez ó doce minutos; pero languidecía cada vez más, por la visible propensión de D. Jerónimo, el hijo del boticario, á tener apartes con Ramoncita, y la no menos visible de Respetilla á entonar un dúo con Jacintica la viuda.

Esta propensión prevaleció al cabo; se apoderó de los ánimos de Rosita y del Doctor, y al cuarto de hora de estar el Doctor en la sala baja, alumbrada por un esplendoroso velón de Lucena, se habían ya formado insensiblemente tres grupos naturales. En un rincón estaban Ramoncita y don Jerónimo, charlando en voz baja; en otro rincón Respetilla y Jacintica, y en otro rincón, por último, se quedaron Rosita y D. Faustino, hablando con tanta confianza y de asuntos tan íntimos como si toda la vida se hubiesen tratado.

—Nada, Sr. D. Faustino,—decía Rosita,—conviene que cada cual se conforme con su suerte. Este lugar es un corral de vacas... convenido; pero... ¿dónde irá V. que más valga y menos gaste? Viviendo V. aquí tres ó cuatro años, si hay dos ó tres de buenas cosechas, podrá desempeñar su caudal y ponerse á flote. Ya desempeñado, y con el crédito de su ilustre apellido y de su mucho saber, tal vez no sea difícil que elijan á usted diputado.{9} Así fuesen como Villabermeja los demás pueblos del distrito. Aquí manda mi padre, y, por consiguiente, mando yo. Si la ocasión se presentase y hubiese con quien contar en los otros pueblos, aquí volcaríamos el puchero en favor de usted. De este modo iría V. á Madrid como debe ir. Entre tanto, siga V. en sus estudios, escriba, medite, aumente sus conocimientos; pero no sea tan huraño. El arco no ha de estar siempre tendido. Bueno es que tenga el alma sus ratos de solaz y esparcimiento. Véngase V. por aquí, y charlaremos y seremos excelentes amigos. Yo no soy ninguna sabia, y sólo podré decir á V. cosas vulgares; pero tengo recto juicio y acertaré á dar á V. buenos consejos, y tengo además el genio tan alegre, que si logro no fastidiar á V., no hay término medio, he de lograr también disipar sus melancolías y ponerle regocijado, con el regocijo rústico y lugareño que por acá se estila.

—¿Cómo había yo de imaginar, querida Rosita—respondió D. Faustino,—que había de tener en usted una amiga tan buena? No llegaban á mis oídos sino las burlas que V. hacía de mí. Tenía miedo de presentarme á V. No debe V. tildarme de huraño.

—Es verdad—replicó Rosita,—estábamos mal informados. Nos estimábamos sin saberlo; y como no nos conocíamos, trocábamos en odio el afecto,{10} y nos hacíamos la guerra. Ahora, que nos conocemos, se trocará el odio en amistad. ¿No es así?

—Por mi parte, yo no la odié á V. nunca. Ahora, que la conozco, la quiero mucho.

El Doctor cogió la mano de Rosita y la estrechó cariñosamente.

El diálogo entre el Doctor y Rosita prosiguió en el mismo tono afectuoso, prometiendo el Doctor acudir todas las noches á aquella tertulia de los tres dúos.

El Doctor estaba contentísimo de la franqueza, bondad y rapidez con que Rosita intimaba con él. Un recelo, no obstante, le atormentaba algo. ¿Pretendería Rosita que él fuese su novio, y cambiaría en mayor aborrecimiento la nueva amistad cuando en el pueblo se divulgase que él la visitaba, y Rosita se convenciese de que D. Faustino López de Mendoza no aspiraba á casarse con ella?

Movido por este recelo dijo el Doctor á Rosita:

—He dicho que vendré aquí todas las noches, sin reflexionarlo bien. Para mí no puede haber cosa de mayor gusto; pero ¿qué dirán en el lugar? ¿No comprometerán á V. mis visitas?

La hija del escribano soltó una carcajada, enseñando todos los blancos dientes de su fresca boca.

—No se apure V.—dijo,—que yo no tengo miedo de compromisos. Digan lo que quieran en el lugar, yo no temo perder mi colocación. Tengo{11} veintiocho años cumplidos, y no me he casado porque no he querido ni quiero casarme. Soy libre como el aire y sé lo que me importa hacer, y hago lo que quiero. Á nadie tengo que dar cuenta de mi vida más que á mi padre, y mi padre no me la pide. ¡Bueno fuera que, siendo mayor de edad, reina y señora de mi casa, no pudiese yo tratar y hablar con quien me gusta!

El con quien me gusta fué acompañado de una mirada muy amorosa de aquellos ojos de fuego. Rosita, que era tan soberbia como apasionada, añadió después, deseosa de que el Doctor no temiese que ella aspiraba á casarse con él:

—¿Pues qué, no podremos V. y yo ser amigos, y charlar y reir y hacernos compañía en estas soledades, por miedo de que murmuren? ¿Con quién hemos de hablar, si no hablamos el uno con el otro? Las mujeres que como yo, llegan á los veintiocho años, pasan de la flor de la juventud á la edad madura, y no han querido casarse, ni han tenido novio, ni han tenido coqueteos siquiera, me parece que tienen derecho á que se las considere y respete. No faltaba más sino que yo no pudiese hablar con V. con frecuencia, á fin de evitar que dijese algún tonto que anhelaba yo enlazarme á la noble familia de los López de Mendoza.

—Y ser Condesa de las Esparragueras de la Atalaya,—dijo el Doctor riendo.{12}

—Y no es mal título—respondió Rosita, poniéndose colorada de que el Doctor aludiese á su burla, pero recobrando al punto la serenidad:—además, que para titular no le faltan á V. tierras más productivas y de más bonito nombre. Y en todo caso, mi padre tiene la Nava, Camarena y el Calatraveño, que se prestan á ser títulos, como otras fincas de las mejores. Pero no pensemos en necedades. No titulemos ni contraigamos matrimonio. Seamos dos amigos leales que se quieren bien. Seamos Faustino y Rosita. Olvídese V. hasta de que soy una mujer. Yo lo tengo olvidado hace tiempo. Míreme V. bien: vestida de percal; despeinada casi; con estas rosas ajadas y marchitas—y se las arrancó de un tirón;—con esta facha de mayordomo, de aperador ó de ama de llaves. Vamos, ¿qué pretensiones he de tener yo con esta facha?—y Rosita se puso en pie, riendo, y dió una vuelta para que el Doctor mirase el descuido de su traje y su completa ausencia de adorno y coquetería. Luego prosiguió:

—Varias veces hemos hablado de V. Respetilla y yo, y hemos decidido que V. es un penitente del diablo. En esto nos parecemos. Yo soy una penitente por el mismo estilo. Salvo que no soy tan seria. Yo me río como una loca, hasta de mi penitencia.

En efecto, el Doctor miró detenidamente á Rosita,{13} y vió que tenía razón. No había en ella el más ligero asomo de coquetería ó de estudio, ni en el vestido ni en el peinado. No había más que la salud y el aseo. Parecía, como ya se ha dicho, una estatua de bruñido bronce. La intemperie no había ajado ni sus manos ni su cara, que tenían algo de la pátina que da el sol de Andalucía á las columnas y á otros monumentos artísticos. Su cuerpo, sin corsé ni miriñaque, se dibujaba bajo los pliegues del percal, tan gallardo y airoso como el de Diana cazadora.

—Todo cuanto ha dicho V.—contestó el Doctor,—me parece la discreción misma. Sólo hay un mandato, pues sus insinuaciones son mandatos para mí, que creo que no podré cumplir.

—¿Y cuál es ese mandato?

—Que me olvide de que es V. mujer. Ese es un mandato imposible. Es V. mujer, y mujer muy bonita, y V. misma lo siente y lo sabe.

Las rosas marchitas que Rosita había arrancado de sus cabellos y tirado al suelo, estaban entre las manos del Doctor.

—Estas rosas—dijo,—más bien que de haber sido cortadas, se han marchitado de envidia de esa cara tan graciosa. Yo las he de guardar como recuerdo.

—¡Qué bobería!—dijo Rosita.—¿Para qué ese recuerdo? ¿No vamos á vernos diariamente?{14}

—Sí; pero ¿y de día? ¿Y cuando no nos veamos?

—Dé V. acá esas cosas—dijo Rosita; y se las arrancó al Doctor de entre las manos y las echó muy lejos de sí.—Para recuerdo, ya que V. necesita recuerdo á fin de no olvidarme, yo le daré otro mil veces mejor.

Abriendo, al decir estas palabras, un poco el pañolito de seda que tenía sobre el pecho, metió la mano Rosita y sacó un escapulario de la Virgen del Carmen que llevaba pendiente y oculto en aquel sitio.

—Tome V. este escapulario y guárdelo como recuerdo mío. Está bordado por mí y bendito por el señor Obispo. Bese V.

Y le puso el escapulario en la boca para que le besase.

El Doctor le besó con la mayor devoción, notando que conservaba aún el grato calor de quien se le daba.

En estos coloquios se pasó el tiempo hasta que dieron las once.

Jacinta, auxiliada por Respetilla, sirvió entonces la cena á los cuatro señoritos, echando los manteles sobre una mesa que había en medio de la sala, y trayendo cubiertos, vasos y una limeta de vino añejo. La cena consistía en un plato de lomo de cerdo, conservado en manteca y bien aliñado, y en otro plato de espárragos trigueros en salsa, con{15} huevos estrellados encima. De postres, higos, pasas, peros y arrope.

En la cena reinó la mayor alegría; la conversación volvió á ser general; la limeta, que era de cristal y triple que una botella ordinaria, se fué quedando vacía; y ya cuando los señoritos estaban en los postres, Jacintica y Respetilla se sentaron patriarcalmente en la misma mesa y dieron fin de cuanto había quedado.

Á poco volvió de arrullar á su tórtola el Escribano y rico propietario D. Juan Crisóstomo Gutiérrez; y alegrándose mucho de ver á sus hijas en tan buena compañía, hizo mil cumplimientos al Doctor Faustino.

Á las doce terminó la tertulia, y se retiró el Doctor á su casa, seguido de Respetilla, su escudero.

Durante seis noches más siguió el Doctor acudiendo á la casa, cenando con las hijas del Escribano, y formando con Rosita uno de los tres dúos en que la tertulia estaba dividida.

En la séptima noche, nos permitiremos oir parte del coloquio entre Rosita y D. Faustino. Poco antes de las once, hora de la cena, hablaban ambos de este modo en un rincón de la sala:

—Ya que te empeñas, te tutearé—decía Rosita:—pero soy tan distraída, que temo que he de tutearte en público. ¿Qué dirá entonces la gente?{16} Vaya, que digan lo que digan. Yo te tuteo..... ¿Y el escapulario, le llevas siempre?

—Aquí le llevo—contestó el Doctor,—sobre el pecho, por debajo de toda la ropa.

—¿Me quieres mucho?

—Con toda el alma.

—Mira, Faustino, querámonos así; pero no nos preguntemos cómo nos queremos. Hay un encanto en quererse sin saber cómo, que se desharía si nos obstinásemos en definir este afecto. ¿Es amistad? ¿Es amor? ¿Qué es?

—Es todo. Es algo de indefinible y poético—contestó D. Faustino.—Ignoro cómo te quiero, pero sé que te quiero.

—Pues abandonémonos á ese sentimiento indefinible, sin averiguar lo que sea en lo presente—dijo Rosita,—sin preveer á dónde nos lleva en lo porvenir. ¿No hemos convenido en que somos dos ermitaños, aunque algo diabólicos; dos penitentes de extraña condición? Pues bien: yo he oído contar de otros dos penitentes que se encontraron una vez en un frondoso bosque, desierto y florido, por donde corría un río de claras ondas. Atada á la margen estaba una ligera y frágil barquilla. Los ermitaños tuvieron el valor de embarcarse, de desatar la barquilla y de abandonarse á la corriente, sin saber á dónde los llevaba.—¿Sabes á dónde fueron?{17}

—¿Pues no lo he de saber?—respondió el Doctor.—Fueron al Paraíso terrenal. El querubín que le guarda con una espada de fuego, ó estaba dormido ó los quería bien, y no se opuso á su entrada, y entraron, y se regalaron allí como unos bienaventurados que eran.

—Veo que sabes la historia lo mismo que yo.

—Y dime, Rosita, ¿por qué no hemos de tener igual valor y confianza que los otros ermitaños? ¿Por qué no nos hemos de embarcar en la barquilla y dejarnos llevar de la corriente?

—Allá veremos—replicó Rosita.—Eso es para pensado. Por lo pronto no estamos mal. Nos hallamos en el bosque frondoso, en el florido desierto, á orillas del río de ondas claras. ¿No es ya bastante regalo? ¿No te contentas? Anda, ermitaño insaciable, ten calma. Oye cantar los pajaritos en el bosque, contempla las florecillas, sueña arrobado mirando cómo va corriendo el agua con manso murmullo, coge alguna campanilla ó violeta de las que brotan á la orilla del río, y no pienses aún en lanzarte á la navegación, ni pidas Paraíso, como quien no pide nada. Pues qué, ¿vale tan poco lo presente? El Paraíso mismo, ¿no tiene precio, para querer llegar á él sin más ni más? Y el querubín, ¿no podrá oponerse á que entremos?

—No hay más querubín que tú. Tú eres á la vez ermitaño, querubín y Paraíso.{18}

Á este punto llegaban, cuando Jacintica los interrumpió, llamándolos á la cena, que estaba ya dispuesta. La conversación tuvo que hacerse general. Aquella noche fué más animada que nunca. Jacintica y Respetilla se sentaron á la mesa sin ceremonia, poco después de los señoritos. Hubo gran tiroteo de chistes y de bolitas de pan. Respetilla, que tenía mil habilidades, lució algunas de ellas: cantó como el gallo, ladró como el perro, maulló como el gato, zumbó como la abeja y la mosca, rebuznó como el burro, é imitó los brincos y movimientos de la rana y del mono. Jacintica, que remedaba muy bien á las personas, puso en caricatura á varias de las más conocidas en el lugar. Hasta D. Jerónimo, aunque era formalísimo, se salió algo de quicio, y procuró contar dos ó tres cuentos; pero todos eran sabidos, y, como por allá se dice, se los espachurraron con alboroto y risa. Rosita, por último, viendo á todos tan amenos y alegres, y considerando que estaban en el mes de Mayo, propuso una expedición á la magnífica casería que tenía su padre en la Nava.

Los tertulianos aprobaron y aplaudieron con frenesí.

—Iremos mañana mismo,—dijo Rosita.—Estas cosas, si se retardan, no se hacen. Saldremos de aquí á las tres. Á las tres de la tarde, todos á caballo, á mulo ó á burro, en la puerta de casa.{19}

—No faltaremos,—contestó el Doctor.

—No faltaremos,—repitieron los otros.

Cuando llegó, á poco, el Escribano, Rosita le dió parte del proyecto, y el Escribano le aprobó.

—Claro está, papá—añadió Rosita,—que tú vendrás acompañándonos.

—Pues ¿cómo había de ser de otra suerte?—dijo D. Juan Crisóstomo.

—Iremos—prosiguió Rosita,—todos los que estamos aquí, y además, papá me permitirá que yo convide á una amiga mía.

—Haz como quieras.

—Pues, entonces convidaré á Elvirita, y seremos ocho. Buen número, ¿no es verdad?

—¡Buen número!—exclamó Respetilla.—No hay más que pedir. ¿Qué mejor apaño?

Con estas profundas y filosóficas exclamaciones de Respetilla terminó cuanto de importante se dijo aquella noche en la tertulia de los tres dúos, y los tertulianos se separaron hasta el día siguiente.

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XVI.

EL PARAÍSO TERRENAL

Alguien pensará quizás que, estando de por medio los amores poéticos del Doctor con su inmortal amiga, había mucho de profanación y de miseria humana en enredar con Rosita, la hija del Escribano usurero, otros amores bastante vulgares. El Doctor pensaba lo mismo, sobre todo cuando no estaba bajo la influencia de Rosita. Cuando hablaba con ella, era el Doctor hombre perdido. Desde la cumbre serena y clara de las sublimes especulaciones se precipitaba y hundía en un abismo tenebroso.

¿De qué le valía meditar teóricamente en las cosas eternas, en lo permanente y absoluto, en el origen, destino y último fin de lo creado, si en la práctica venía á caer en ser un camarada de Respetilla y de D. Jerónimo, con quienes hacía no ya partida cuadrada, sino partida cúbica ó casi cúbica?{22}

No pocas razones hallaba el Doctor para disculparse, algunas de las cuales no estará de más consignar aquí. María, la amiga inmortal, era sin duda una mujer que le amaba de un modo noble; pero el Doctor, en vista de que ella misma se había descubierto y se había mostrado sin ningún prestigio de elevación y tan envuelta en la realidad impura, no podía convertirla en una como diosa, en un símbolo de todo lo santo y lo bueno: no podía hacer de ella lo que Dante de Beatriz y Petrarca de Laura. Exigir además amor exclusivo y fiel, aun siendo posible el endiosamiento del ser amado, era empeño superior á nuestra condición terrenal, ocultándose como el ser amado se ocultaba. El propio Dante había tenido mil prosaicos extravíos, á pesar de Beatriz, y Petrarca, á pesar de Laura, no se había descuidado tampoco.

El Doctor, por otra parte, aunque amaba lo ideal, no estaba muy seguro de lo que fuese, porque de nada estaba seguro.

—Si lo que amo y quiero amar está abstraído, sacado por mí de lo real, como si fuera una esencia ó un espíritu destilado ó más bien evaporado en el alambique del entendimiento, cierto que sería un absurdo dejar la realidad y la substancia por la apariencia, el vapor y la sombra. Ello es que no acierto á concebir nada más bello que la forma de una mujer bella. Si quiero poética ó artísticamente{23} representarme á una diosa, á una ninfa, á una sílfide, á la religión, á la filosofía, tengo que darle forma de mujer. Verdad es que le quito imperfecciones y que le añado bellezas, que las mujeres que he visto tal vez no tienen; pero, en lo esencial, lo que me represento es una mujer. Luego la forma, el ser de la mujer es lo más hermoso, deseable, poético y artístico que puede concebir y amar el hombre.

En cuanto á las perfecciones y á las imperfecciones, también había mucho que dilucidar. El Doctor abrió una vez el libro del orador romano, De natura deorum, donde se toca magistralmente este punto, y halló que hasta los lunares de Rosita pudieran pasar por divinas perfecciones. El poeta Alceo estuvo perdidamente enamorado de un lunar: ¿por qué no había él de enamorarse de dos lunares?

Hechos estos estudios filosóficos, el Doctor, si bien creyó ver en el retrato de la coya ciertas miradas severas, desechó los escrúpulos que le asaltaban y se decidió á imitar á su modo al ermitaño de la leyenda, entrando en la barquilla y dejándose llevar de la corriente.

Doña Ana sabía ya las visitas de su hijo en casa del Escribano, y estaba contrariada; estaba como sobre ascuas. Era duro exigir de un joven que se enterrase en vida, que no tratase con nadie. De{24} tratar con alguien en Villabermeja, era evidente que lo más comm’il faut, la high life legítima, el verdadero mundo fashionable residía en la tertulia de las Civiles. Y, sin embargo, Doña Ana (tan cogotuda la había hecho Dios) se avergonzaba de que su hijo cenase con las Civiles y las tratase familiarmente, y se asustaba previendo mil compromisos y enredos. Algo de esto expuso á su hijo con notable circunspección y prudencia; pero todo fué inútil. Á la hora convenida, el Doctor, caballero en su jaca, y Respetilla en su mulo, estaban á la puerta de las Civiles para ir á la gira campestre.

Rodeada de multitud de chiquillos, salió y se puso en marcha la expedición. El Escribano y don Jerónimo iban en sendas mulas con aparejos redondos. Rosita á caballo, á la inglesa, con traje de amazona hecho en Málaga. Y por último, Ramoncita, Elvirita y Jacintica iban en burros con jamugas. Resultaba, pues, que Rosita y el Doctor, que iban al lado la una del otro, parecían los reyes de aquella pompa, y los demás el séquito ó comitiva. Aquello era lo que vulgarmente se titula dar una gran campanada. El lugarcillo se alborotó. Todas las mujeres salían á las ventanas para ver pasar á las Civiles y al Doctor Faustino, que desempedraban las calles. Se diría que era el triunfo de Rosita, que iba luciendo á su cautivo enamorado.{25}

Durante todo el viaje Rosita fué delante siempre con el Doctor al lado, el cual le daba la derecha, mientras la anchura del camino lo consintió.

No hacía ni calor ni frío. El tiempo era hermosísimo.

Por medio de viñas y olivares fueron subiendo la falda de uno de los cerros que tanto limitan el horizonte bermejino. Á la media legua no se veía á un lado y otro ni planta ni hierba alguna, sino piedras enormes. El cerro, casi como cortado á tajo, era una masa de áridos peñascos, sin capa vegetal. Formando mil revueltas, se prolongaba el camino, que más que camino pudiera calificarse de escalera. Sólo caballerías muy acostumbradas, como las de que se servían nuestros expedicionarios, podían ir por allí sin venir al suelo y derrocar á los jinetes.

Cerca de una hora duró esta ascensión dificultosa. El horizonte iba extendiéndose á medida que subían. Al rayar en lo más alto, se descubrían desde allí provincias enteras, iluminadas por un sol refulgente, y claras y distintas, merced á la transparencia del aire, limpio de nieblas y nubes. Se veían en lontananza Sierra Morena, al Norte; hacia el Oriente, el picacho de Veleta, cubierto de nieve, y la serranía de Ronda hacia el Mediodía. Dentro de estos límites, poblaciones blancas y alegres, caseríos, huertas, viñedos, ríos y arroyos, bosques de{26} olivos y encinas, santuarios célebres en las cimas de varios cerros, y muchísimos sembrados, que verdeaban entonces con todo el esplendor de la primavera.

—¡Bendito sea Dios!—exclamó Rosita.—¡Qué vista tan hermosa!

—Yo no veo más que á tí—contestó el Doctor.—¿Para qué buscar la hermosura remota cuando la tengo á mi lado? En tí se cifra todo lo mejor de la tierra y del cielo. ¿Para qué cansar la mirada y la mente recogiendo la belleza difusa, y para qué abarcar tanto espacio y cuadro tan extenso al concebirla toda, si la tengo en tí en compendio y resumen?

—Cállate, lisonjero, mentiroso; cállate, que me voy á volver tonta y presumida con tus elogios. ¿Ves todos esos campos? ¿Ves todas esas tierras que desde aquí se divisan? Pues en verdad que nada de por sí vale tanto como la Nava, á donde pronto vamos á llegar. El verdadero Paraíso terrenal está en la Nava.

—Donde quiera que estés tú, estará para mí el Paraíso.

Entre el Doctor y Rosita se cruzaron estas pocas palabras en un momento en que pudo el Doctor aproximarse á ella. Casi siempre, durante la subida, tenían que ir uno en pos de otro, pues la senda no tenía anchura para más, y aspirar á ir dos{27} en fondo por allí hubiera sido exponerse á bajar derrumbados.

Respetilla, que iba detrás de Jacintica, como no podía tener apartes con ella, se distraía cantando coplas de playeras muy amorosas. En todo era Respetilla jocoso, menos en esto de cantar las playeras. Las cantaba con mucho sentimiento. Era un gemido prolongado que ansiaba llegar al cielo; era un suspiro melodioso que traspasaba los corazones. Así iba cantando entre otras coplas:

Cuando yo me muera
Dejaré encargado
Que con una trenza
De tu pelo negro
Me amarren las manos.

Esta oración jaculatoria, esta melancólica saeta hería sin duda el alma de la divinidad á quien se dirigía, que no era otra sino Jacintica; mas no por eso dejaba de agradar á los demás oyentes. No hay nada que, en medio del campo, en la soledad de un camino, cuando se va andando paso á paso, tenga mayor hechizo que una copla de playeras bien cantada.

Por último, llegaron todos á lo alto. Un hermoso espectáculo se ofreció entonces á sus ojos.

Aquellos peñascos áridos y desnudos se diría que forman como un enorme vaso lleno de la tierra{28} más fértil. La Nava es una meseta que tendrá por la parte más ancha dos leguas de extensión. Por unos lados se sube á la meseta desde terrenos más bajos; por otros, se levantan soberbios montes, desde donde descienden varios arroyos abundantes, que fertilizan aquel lugar delicioso. En las laderas, que se inclinan hacia la Nava, hay viñas, almendros, acebuches y encinas; en la misma Nava, prados cubiertos de hierba y de mil géneros de flores silvestres. Los arroyos se han abierto cauce, al parecer sin que intervenga la mano del hombre, y en sus orillas y cerca de sus orillas se han formado sotos frondosos, donde resplandecen los alisos, los álamos blancos y negros, los fresnos y los mimbrones. Cuando un arroyo hace remanso, crecen los juncos, las espadañas y la juncia; y por todas las orillas embalsaman el ambiente los mastranzos, el toronjil y la mejorana.

Florecía entonces todo en los prados, merced á la primavera; y sobre el fondo verde de la hierba fresca y tierna lucían, cual rico esmalte ó cual bordado primoroso, las nigelas azules, los lirios morados, la salvia purpúrea, la amarilla gualda y las blancas margaritas.

Otras mil flores y plantas brotaban espontáneamente por toda aquella llanura y al borde del sendero por donde iban ya caminando el Doctor y Rosita. Las marimoñas y las mosquetas se podían{29} segar; las adelfas arbóreas empezaban á abrir sus capullos y mostrar el color sonrosado de sus más tempranas flores, y el romero y el tomillo perfumaban el aire puro.

Buscando sombra y frescura, habían acudido allí mil linajes de pájaros, como pitirojos, vejetas, oropéndolas, verderoles, gorriones y jilgueros, los cuales parecía con sus trinos que saludaban á los recién llegados.

Rosita estaba entusiasmada de todas aquellas bellezas y muy satisfecha de mostrar á D. Faustino los encantos de los dominios de su papá, en los cuales ya habían entrado. Aunque gentes de otros lugares tenían fincas en la Nava, la mejor y más grande era la del escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez.

Poseía éste, en las laderas contiguas á aquel llano, muchas fanegas de majuelo, que estaban á la sazón binando más de cincuenta hombres que habían venido de varada; y en la misma meseta, muchos prados, donde tenía toros bravos, vacas, novillos, ovejas y carneros. El Escribano había asimismo circundado de un seto vivo de granados, zarzamora y lentisco un buen espacio de tierra, donde tenía un huerto con frutales y muchas legumbres. Á la entrada del huerto se parecía la casa de campo, capaz, limpia y bonita. Allí había bodegas, lagar, tinado para los bueyes, y algunas habitaciones cómodas para los señores.{30}

La placeta, que se extendía delante de la fachada, estaba empedrada de redondas chinitas ó piedrezuelas, formando dibujos con sus varios colores, como si fuese un rústico mosaico, y todo alrededor había higueras, nogales, floridas acacias y una multitud de rosales de todos géneros, llenos entonces de rosas blancas, rojas y amarillas.

Una torre de la casería servía de palomar, y las mansas palomas bajaban á la placeta y venían casi á posarse sobre las personas, y á tocarse los picos y á arrullarse allí sin el menor recelo. Multitud de golondrinas habían formado sus nidos entre las tejas salientes y el muro de la casería. Aficionadas á la sociedad humana, las golondrinas prorrumpieron en jubilosos chirridos cuando llegaron Rosita, el Doctor y los demás de la expedición.

La casera, el casero y sus hijos salieron á recibirlos y á tener las caballerías, que llevaron á los pesebres.

Ya todos á pie, se formaron cuatro parejas, asidas de los brazos, y se fueron á ver el huerto, que era precioso. Aún no había más fruta que alguna fresa; pero el lozano y pródigo florecimiento de mil frutales, como cerezos, manzanos, membrillos y albaricoqueros, prometía abundante cosecha. Quedaban algunas violetas tardías, que era la flor de que más gustaba Rosita, y en busca de las violetas se fué Rosita con el Doctor á los umbríos,{31} donde, penetrando poco los rayos del sol, se mantenía más fresca la tierra y consentía que las violetas durasen.

Allí dijo el Doctor á su compañera:

—Todo esto es amenísimo, hechicero; mas, si tú no me amas, me parecerá horrible.

—¿Pues no te he dicho que te amo?—contestó Rosita.

—No basta decirlo—replicó el Doctor.—Mira tú cómo se aman todos los seres en esta venturosa estación. Imítalos amando. El aire que se respira parece un filtro de amor, y en todos, menos en tí, obra sus mágicos efectos.

—Déjame ahora tranquila—contestó Rosita.—¿No puedes gozar de la felicidad presente, ambicioso, inquieto, anhelante de mayor bien? Oye, Faustino: yo no soy calculadora; yo no reflexiono mucho cuando me mueve la voluntad algún poderoso estímulo; pero un pensamiento triste me conturba á veces. Imagínate que estamos á orillas de aquel río misterioso de que habla la leyenda; que esta acequia, que riega el huerto, es ese río; que esta hoja seca, que está cerca de la margen, es la barquilla que nos convida á aventurarnos en la corriente, y que ya nos hemos aventurado. ¿No será posible que nos castigue el cielo, y que en vez de ir al Paraíso terrenal vayamos á caer en un precipicio?{32}

—Cruel—dijo el Doctor,—si tú me amases no pensarías tanto en lo futuro: reconcentrarías tanta felicidad en el momento presente, que bastaría con ella á llenar todos los siglos. ¿Qué martirio, qué desengaño, qué mal, que viniese más tarde, podría igualar la ventura de ahora?

Así se explicaba el Doctor cuando D. Juan Crisóstomo y Elvirita llegaron al sitio en que estaban. Luego vinieron también las otras dos parejas, y todas juntas rieron y charlaron.

La hora del crepúsculo fué encantadora en aquel sitio. Las flores dieron más perfume; el aire se llenó de más grata frescura; los pájaros despidieron al sol, que se sepultaba entre nubes de carmín y oro, con trinos y gorjeos más amorosos y suaves.

Volvieron al tinado los bueyes y las vacas, y al corral, que servía de aprisco, los novillos más tiernos y muchas ovejas con sus recentales. Los cincuenta hombres que habían estado binando se vinieron á la casería, con el aperador á la cabeza. Todos traían las azadas al hombro, menos el aperador, que llevaba la vara, signo de su autoridad y como bastón de mando con que dirigía las faenas agrícolas. De la vara, sin duda, proviene que cuando van jornaleros á una finca distante de la población y duermen en ella, durante algunos días, hasta que terminada la obra vuelven al lugar, se diga que van de varada.{33}

La varada debía terminar al día siguiente. Los cincuenta hombres aún dormían aquella noche en la casería, donde tenían para dormir una cámara espaciosa.

Todo era, pues, animación y bullicio rústico en la puerta y placeta de la casería, cuando llegó la noche. Con la venida de los amos no pudo menos de prepararse una gran fiesta. La noche convidaba á ello. El cielo despejado dejaba que la luna y las estrellas derramasen su luz pálida sobre todos los objetos, orlando los árboles con perfiles de plata y difundiendo por donde quiera una incierta y vaga claridad. Los ruiseñores cantaban en la espesura; los arroyos murmuraban con cierta monotonía, y lo apacible y regalado de la noche convidaba á tomar el sereno.

Pronto se improvisó un magnífico baile en la ya descrita placeta. Entre los jornaleros había dos que habían traído guitarras y que las tocaban bien, no sólo de rasgueado, sino de punteo. Cantadores sobraban, y no faltaba por cierto gente que bailase. La casera que era joven, las Civiles y Elvirita y Jacinta gustaban todas del fandango. Los jornaleros más ágiles bailaron con ellas; pero ni D. Juan Crisóstomo, ni D. Jerónimo, ni el propio Doctor, á pesar de toda su gravedad filosófica, pudieron excusarse de dar unos cuantos brincos y de hacer dos ó tres docenas de piruetas y mudanzas.{34}

Respetilla estuvo inspirado, sobre todo hacia lo último de la función, porque en medio de ella todos cenaron corderos en caldereta, guisados por los pastores, con lo cual se despilfarró el Escribano, cocina de habas con cornetillas picantes, y un salmorejo rabioso de puro salpimentado. Con estos llamativos de la sed nadie desdeñó el vino de las bodegas de la casería, que circuló con profusión en jarros para los jornaleros y criados, y en vasos, para los señores. Con el jaleo, regocijo, confusión y general tremolina, Rosita y el Doctor pudieron decirse cuanto quisieron. El Escribano se puso alegre, y Respetilla recitó muy bien, y sin esforzarse, la relación del borracho que habla con su novia, y recitó además la relación de El Ganso de la botillería.

Para que nada faltase, hubo juegos, que Respetilla sabía dirigir y aun componer admirablemente. Por juegos se entienden algo como representaciones dramáticas, en su forma más ruda. Los actores son cómicos y poetas á la vez, y cada uno inventa lo que dice. Uno solo, y aquella noche lo fué Respetilla, es el que dirige y compone el argumento y plan del drama.

Dos juegos ó dramas hizo y representó Respetilla aquella noche: uno histórico y otro fantástico. Versaba el histórico sobre las burlas que la reina María Luisa hacía á muchas personas, porque era{35} muy chistosa y amiga de burlas. Solo Quevedo puede y sabe más que la reina en esto de burlar, y acaba por hacer á la reina una burla más aguda, con lo cual quedan las otras vengadas. En este juego hizo Jacintica de reina María Luisa, y Respetilla de Quevedo.

El otro juego fué más común y ordinario; fué de los que más se usan en las caserías y cortijos. El protagonista es un jornalero decidor, enamorado, valeroso y algo borracho; en suma, un Don Juan Tenorio plebeyo. Respetilla hizo este papel. Nuestro héroe, aunque comete doscientas mil insolencias, se gana la voluntad de San Pedro, de San Miguel ó de otro santo; y cuando viene el diablo en su busca para llevárselo al infierno, hace que el diablo pase la pena negra y se mofa de él á casquillo quitado. Para diablo se busca siempre en estos juegos al más bobo que se puede hallar en toda la compañía. Aquella noche había, por fortuna, uno muy bobo, y Respetilla hizo reir á su costa, obligándole á salir dando bramidos, con unas trébedes en la cabeza, como corona del monarca del abismo, á cuatro patas, todo tiznado con hollín de la chimenea, y luciendo en cada pie de las trébedes un trapo mojado en aceite y encendido como una antorcha.

Todos rieron y celebraron mucho lo mortificado, vejado y rendido que quedó el diablo en aquella contienda.{36}

Con esta representación diabólica terminó la función.

En la casa había cuartos de sobra para los señores, y todos fueron á acostarse, á su cuarto cada uno, á fin de levantarse temprano y ver amanecer en la Nava.

D. Faustino estaba tan embelesado de la fiesta del campo, de aquellas escenas primitivas y agrestes, y sobre todo de Rosita, que se creyó trasladado á la Edad de oro; se olvidó de sus ilustres progenitores de Mendozas, de la coya y hasta de María, y se tuvo por un pastor de Arcadia y tuvo á Rosita por su pastora.

Á la mañana siguiente salieron todos á caballo á recorrer la Nava, á ver los toros y á visitar el majuelo, donde los trabajadores terminaban ya la bina.

El Doctor iba al lado de Rosita, como encadenado por el amor y la gratitud. Rosita parecía una reina que mostraba su favorito á los demás vasallos. Parecía la reina de Cilicia, Epiaxa, pasando revista con el joven Ciro á los bárbaros y á los griegos, ó Catalina II presentando á Potemkin á toda su corte.

Por la tarde volvieron los señores al lugar. Los jornaleros, que habían ido de varada, volvieron también, y no quedó casa en que no se refiriese y comentase el triunfo de Rosita.{37}

Por la noche se suprimió la tertulia de los tres dúos. Á la puerta de la casa del Escribano se despidieron todos.

—¡Adiós, hasta mañana!—dijo Rosita al Doctor.

—¡Adiós, bien mío!

—¿Me querrás siempre? ¿Estás contento de mí? ¿Eres dichoso?—añadió Rosita en voz baja.

D. Faustino le apretó la mano con efusión y contestó:

—Te adoro.

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XVII.

MÁS PUEDEN CELOS QUE AMOR

El Doctor, de vuelta á su casa, fué á ver á su madre y le dió el gusto de estar de conversación y de cenar aquella noche con ella, de lo cual la tenía muy deseosa, por acudir á la tertulia de las Civiles.

Después de la cena, y retirada el ama Vicenta, que la servía, Doña Ana y su hijo hablaron de sus negocios, nada florecientes, y al cabo dijo Doña Ana:

—Mal estamos, hijo mío; pero te aseguro que hoy me arrepiento de que no te hayas ido á Madrid, y sueño con buscar medio de que te vayas, aunque sea empeñándonos más.

—¿Y por qué, madre mía, quiere V. ahora alejarme de sí?{40}

—Voy á decírtelo claro, sin andar con rodeos, como una madre debe hablar á su hijo: porque tus relaciones con Rosita me traen sobresaltada.

—¿He de vivir como en un desierto, sin tener relaciones con nadie?

—Tienes razón. Yo debí pensar en eso, y, no ya detenerte, sino estimularte para que te fueses de este lugar. Aquí tenías que avillanarte por fuerza.

—Madre, esa palabra es muy dura. ¿En qué y por qué me he avillanado?

—Faustino, no creas que te culpo; casi te excuso. Conozco que no habías de vivir, en la flor de tu edad, como vive un anacoreta. Sólo un fervor de religión, que por desgracia no tienes, podría haber hecho tal milagro. Los hombres, ó por educación ó por naturaleza, carecéis del santo pudor; carecéis del estímulo de quien cifra en el recato la honra, que es lo que salva á las mujeres.

—Aun así, madre mía—dijo el Doctor,—no todas las hermanas de mis abuelos, cuando tuvieron hermanas, acabaron por meterse monjas, á fin de no emparentar con gente baja y deslustrar el brillo de nuestra familia. Algunas se casaron con arrieros enriquecidos, con labriegos dichosos y con afortunados contrabandistas. Parientes tenemos por este lado entre lo más ruín del lugar.

—Lo sé, hijo mío; pero sé también que ningún López de Mendoza, ningún varón de tu casta, desde{41} hace siglos, se ha casado jamás con mujer que no sea de su clase. ¿Serás tú el primero?

—Y á V., madre mía, ¿quién le ha dicho que yo me voy á casar?

—Pues entonces, ¿á qué esas visitas? ¿Á qué esos amores? ¿Me negarás que los hay? ¿Qué fin, qué desenlace van á tener?

Don Faustino se puso rojo como la grana y bajó los ojos al suelo, guardando silencio.

—Todo me lo explico—prosiguió Doña Ana;—pero has caído en un error harto peligroso; no has comprendido los mil inconvenientes de tu conducta. Quiero prescindir del pecado, de la vergüenza, del escándalo de unas relaciones amorosas que no se piensa en que tengan por término el matrimonio. Quiero suponer, además, que esa Rosita es tan descocada y sin decoro que te acepta por amigo, y que no piensa siquiera, por amor á su libertad y por seguir siendo señora de sí misma, de su casa y de sus bienes, en convertir á su amigo en dueño y marido legítimo. Todo esto quiero suponer. ¿Has reflexionado tú el papel que vas á hacer, el papel que probablemente estás ya haciendo?

Don Faustino entrevió todo el peso de la acusación de su madre. Se sintió abrumado bajo él. No contestó palabra.

—Los vicios de un caballero—prosiguió Doña Ana,—no dejan de serlo aunque sean de un caballero;{42} pero aún es mayor dolor cuando se llega á ser vicioso sin nobleza y sin hidalguía.

—V. se propone martirizarme. V. está afrentándome, madre. ¿Qué pretende V. decir con eso?

—No, hijo de mis entrañas: tu madre, que te ama, no puede afrentarte, diga lo que diga. Si mi voz es hoy harto severa, acalla tus pasiones, oye en silencio la voz de tu conciencia, y lo será más aún. Lo que yo quiero significar (estamos solos y voy á hablarte con crudeza) es que si tu mocedad te incitaba á tener amores groseros y vulgares, hubiera sido menos indigno, menos impropio de un caballero, buscarlos en una mujer pobre, de lo más infeliz del pueblo, á quien, sin engañarla nunca con necias esperanzas, hubieras en cierto modo elevado hasta tí: cuya miseria hubieras socorrido. Aunque pobre y empeñado, todavía podías permitirte este lujo en nuestro miserable lugar. Ante Dios hubieras cometido un pecado gravísimo; para los hombres hubiera sido un escándalo; pero sobre el escándalo y el pecado no hubiera venido la humillación, como viene ahora. La hija del Escribano usurero es rica, te agasaja, te lleva á sus posesiones, te muestra á sus criados como si tú fueses su criado favorito, su Gerineldos, su... chulo. No falta ahora más sino que digan por ahí que te mantiene, ó que te mantenga en efecto.

Tal vez un orgullo aristocrático desmedido exageraba{43} las cosas; pero en el fondo había mucho de verdad en lo que Doña Ana estaba diciendo. Don Faustino lo sentía así: le irritaba la fiereza de expresión y de sentimientos con que su madre le zahería; pero allá en lo más hondo de su conciencia se declaraba culpado.

—Los jornaleros que han estado binando en la Nava—prosiguió la tremenda matrona rondeña,—vuelven contándolo todo según su estilo. Todo ha llegado á mis oídos como lo cuentan. La señorita Doña Rosa Gutiérrez te obsequia, te favorece, te regala, te encumbra hasta ella, te elige por su favorito, te luce como pudiera lucir un brinquillo, se muestra espléndida por tu causa, dando á todos para cenar cordero y vino generoso; en fin, aparece á los ojos de todos como reina ó emperatriz que saca de la nada á uno de sus vasallos, porque le ha caído en gracia.

Los que hayan vivido en una aldea y conozcan sus usos y costumbres, comprenderán el furor de Doña Ana, dado su carácter. La malicia de los campesinos es sin piedad; y cuantos habían visto á Don Faustino y á Rosita en la Nava habían vuelto explicando aquellos amores del modo que Doña Ana decía. Por el ama Vicenta y por otros criados sabía Doña Ana los comentarios lugareños, y estaba fuera de sí, herida en lo más sensible de su alma: en su orgullo aristocrático y en su amor de madre.{44}

Consternado el Doctor, permanecía silencioso y con la cabeza baja.

—Créeme, hijo mío, es muy cruel para tu madre lo que está sucediendo—prosiguió Doña Ana.—Ya te consideran todos en el lugar como el amigo, el protegido de la hija del Escribano. Esta gente soez imagina que tú eres para Rosita algo parecido á lo que el vulgo de Madrid imaginaría de Godoy con relación á una gran señora. En que te tengan por tal han venido á parar todos nuestros sueños ambiciosos, todas nuestras ilusiones. Mira qué princesa te tiende la mano y te levanta á su altura. Mira qué emperatriz te da su privanza, gentil y valeroso caballero. ¿Fué para eso para lo que te concibió y te parió tu madre?

Jamás había visto el Doctor á aquella señora tan irritada y violenta. Quería el Doctor disculparse y hasta vindicarse; mas no acertaba á decir palabra. En medio de todo, Doña Ana no sospechaba siquiera que las relaciones entre Rosita y el Doctor estuviesen tan adelantadas. Amores tan por la posta no cabían en la cabeza de la severa hidalga. Temeroso Don Faustino, ó de tener que mentir, ó de tener que revelar algo que molestaría y afligiría más á Doña Ana, seguía callándose, en actitud humilde.

Más mitigada la furia con el silencio y la humildad que con la contradicción ó la apología que el{45} Doctor hubiera podido hacer, continuó Doña Ana en tono menos acre:

—Ten valor, Faustino. Acuérdate de quién eres. Deja de ir todas las noches en casa de esas mozuelas. Ve apartándote poco á poco de su trato y familiaridad. No te digo que rompas de repente, porque no es justo ofender á nadie. El Escribano, además, es malo para enemigo. En un instante, si quisiera tomar venganza de tí, podría concitar á nuestros acreedores, ejecutarnos, hollarnos, perdernos. Pero si tú, sin faltar á la cortesía, pretextando enfermedad ú ocupaciones, vas dejando de ir á su casa, ni él ni sus hijas tendrán razón de quejarse. Su venganza se limitará á alguna burla tonta como la que hacen de mí. Dirán también de tí que eres brujo; que te tratas, como yo, con el Comendador Mendoza, con la coya Doña María y con otras almas en pena de nuestra familia.

—Madre—contestó al fin el Doctor,—nada puedo prometer á V. ahora; pero no dude que deseo complacerla. Por lo pronto sólo diré que no tengo yo la culpa de que los jornaleros y las comadres de este lugar interpreten mis acciones aviesamente. Baste saber que yo no he dado motivo para la censura acerba que V. ha formulado. Podrá haber habido imprudencia en mí; pero nada he hecho indigno de un caballero. Si el Escribano es rico y nosotros somos pobres, tampoco es culpa mía.{46} ¿Cómo quiere V. que me enriquezca en este lugar? Por consejo y excitación de V. fuí á vistas de mi prima Costanza y salí desairado. No tema V. que, después de aquel escarmiento, vaya yo por mi iniciativa á buscar, ni en la hija del Escribano, ni aunque fuera en la hija de un rey, remedio ó alivio para la pobreza en que vivimos.

Doña Ana amaba con pasión á su hijo: empezó á sentir que había estado con él cruel en demasía; el recuerdo del desaire que por culpa suya había sufrido el Doctor de Doña Costancita le ablandó más el corazón; y dándose por satisfecha con lo que el Doctor acababa de decir, se levantó Doña Ana de su asiento, se echó en los brazos de su hijo y le dió muchos besos, vertiendo á la vez amargo llanto.

—¡Qué desgracia, hijo mío! ¡Qué desgracia! ¡Somos unos miserables: nos miran como á unos pordioseros!

El pobre Doctor consoló á su madre lo mejor que supo y pudo, aunque él también tenía harta necesidad de consuelo.

Á poco se retiró Doña Ana á descansar, y el Doctor descendió á sus habitaciones del piso bajo. Estaba agitadísimo y no quiso meterse en la cama.

Respetilla, según costumbre, acudió á desnudarle. Don Faustino le despidió y se quedó en el salón de los retratos.{47}

Don Faustino no pudo ni estudiar, ni escribir, ni leer. Andaba á grandes pasos por la sala; meditaba y cavilaba con tal exaltación, que á menudo pronunciaba las palabras que acudían á su mente con las ideas, y accionaba y manoteaba como un loco.

—Tiene razón mi madre—decía,—tiene razón... y eso que no lo sabe todo. Me he comprometido neciamente. Es una embriaguez de los sentidos, una pasión vulgar la que me ha llevado á tal extremo. ¡Si yo la amara, si yo la estimara, aunque fuese hija de Satanás, y no ya del Escribano usurero!... Yo la sacaría del lugar, yo me casaría con ella, yo haría prodigios para elevarme y conquistar un nombre, una posición, á fin de que no se dijese que todo se lo debía. Pero ¿la amo acaso? ¿Es esto amor? La violencia de afectos, el delirio que sentí á su lado, ¿en qué se parece al amor verdadero? ¡Ah! Yo comprendo el verdadero amor, hasta le siento... pero sin objeto. Estoy condenado á llevar en el alma, en embrión, todas las excelencias y virtudes, todas las grandes pasiones, todos los nobles sentimientos, y no realizo más que lo bajo, lo pedestre, lo ínfimo, lo truhanesco, como si fuese el hermano menor de Respetilla. Mi Laura, mi Beatriz, mi Julieta, mi Isabel de Segura, ¿en quién se han convertido? Y, sin embargo, ella es mejor que yo. Yo soy un infame, un embustero, un ingrato. Por amor, sea como sea; por amor á su{48} modo, pero ardiente, sincero, generoso, ella me ha mimado, me ha lisonjeado, me ha regalado, me ha rendido su voluntad, sin condiciones, sin promesas, con ciego abandono. Y yo, aunque la deseo aún, y aunque el recuerdo vivo de su ternura conmueve mi ser y le excita á nuevo deleite, me atrevo á menospreciarla, en virtud de no sé qué pasiones ideales que no realizaré nunca. Cuando miro el centro de mi alma, el abismo que tal vez el orgullo abrió allí, me finjo que soy grande como un Dios. Cuando miro mis actos y los resortes de mi voluntad, que á tales actos me inducen, se me antoja que soy más vil que un perro.

D. Faustino se echó en un sillón que estaba junto á un velador, en medio de la sala. Una sola bujía iluminaba aquel recinto.

Allí se entregó el Doctor á nuevas, tristes y profundas meditaciones.

Volvió á mirar en lo más hondo de su alma, y se encontró capaz de toda grandeza. ¿Por qué, pues, no hacía sino lo que pudiera hacer el más vulgar y bajo de los hombres? ¿Qué resorte le faltaba?

El Doctor discurrió entonces que le faltaba la dicha, que era víctima de una fatalidad. Esta fatalidad sólo con la fe podía romperse; pero el Doctor no poseía la fe sino á medias. Creía en sí mismo y no creía en nada exterior que le llamase, moviese y estimulase.{49}

El mundo no le ofrecía los triunfos, los sublimes amores, la gloria pura, las victorias brillantes con que él había soñado y soñaba. El mundo hasta entonces no había hecho sino trocar algunas de sus ilusiones en desengaños, y hacerle pagar cualquier deleite efímero, cualquiera satisfacción de amor propio, con una humillación. El Doctor, por otra parte, al descender desde las alturas de sus ensueños, de sus esperanzas y quizás de sus ilusiones; al tratar de dar consistencia á todo aquello en el mundo real, sólo había logrado rebajarse á sus propios ojos, hallarse indigno de sí, desfigurar y manchar y afear el ídolo hermoso, el tipo de perfección que de sí mismo había creado en el seno de su conciencia, y al que pugnaba por acercarse y por identificarse.

Lleno del espíritu de nuestro siglo, comprendía que el destino, la misión del hombre, era realizar en esta vida todas las virtudes, potencias y facultades de su alma, contribuyendo así al humano progreso, poniendo su piedra en el monumento de la historia, y completando con su propio ser, activo, noble y generoso, la dignidad y magnificencia de las cosas creadas, entre las cuales y sobre las cuales debía descollar y resplandecer el espíritu, la inteligencia, el fuego divino, de que su cabeza y su corazón eran foco, templo y morada.

Si nada de esto podía hacer, ¿por qué no huía{50} del mundo? ¿Por qué no se ocultaba en un desierto? En vez de ir á Madrid debía ir donde nadie le viese. Aquel hastío, aquel odio á la sociedad humana, que en otras épocas pobló los yermos y despobló las ciudades, ¿es quizás ahora un absurdo anacronismo?

El Doctor imaginaba que sí y que no; imaginaba que el hastío y el odio llenaban las almas de muchos hombres; que por momentos llenaban también la suya. Pero, ¿dónde estaba la fe, la creencia en un objeto fuera del alma y fuera del mundo, ante quien postrándose y humillándose, y con quien viniendo á unirse luego, se limpiara el alma de todo pecado, desechase toda bajeza y se levantase al fin á aquel grado de perfección á donde había aspirado en vano á llegar por sí sola? No; ni el alma del Doctor ni otras almas atormentadas como la suya, podían ya huir á la Tebaida y renovar los tiempos y los prodigios de los Pablos, Antonios, Pacomios é Hilariones. ¿Qué iban á adorar allí, como no fuese el espectro de su mismo ser, sublimado y endiosado por la orgullosa fantasía?

Para un tormento como el de su alma, se le figuraba á D. Faustino que no había más que un remedio: la muerte. Y, sin embargo, apenas pensaba en la muerte, todas las esperanzas, todas las ilusiones, todos los propósitos de su lozana juventud{51} surgían como de un abismo, y se presentaban á sus ojos llenos de luz y belleza, y hacían llegar á sus oídos una encantadora armonía. Eran como el cántico de la resurrección que su semitocayo el Doctor Fausto creyó oir á los ángeles cuando iba á apurar la copa de veneno.

Además, el horror á la nada podía más en el ánimo del Doctor que el miedo de las penas eternas, si le hubiera tenido. Quería vivir, pero vivir de una vida grande, noble, poderosa, fecunda; de una vida que dejase en pos de sí un rastro luminoso é indeleble. El no ver hasta entonces el medio de lograr este deseo era lo que le atormentaba; pero la confianza en sus propias fuerzas y la risueña esperanza vivían aún en su corazón.

Se sentía con bríos para remover todos los obstáculos, para vencer todas las dificultades. Sólo un estímulo poderoso le faltaba. Sólo le faltaba un agente que pusiese en actividad aquellos bríos; un objeto que infundiese en su espíritu la fe, el amor, el entusiasmo suficientes. Costancita había sido una coqueta sin corazón; Rosita, aunque graciosa, discreta y apasionada, no podía adecuarse al ideal soberbio de sus aspiraciones; la amiga inmortal permanecía casi invisible.

¿Por qué no acudía en su auxilio la amiga inmortal, cumpliendo repetidas promesas? Fuese quien fuese por su material origen, por su posición{52} entre los seres humanos en el momento presente, el Doctor comprendía que había en aquella mujer un espíritu igual al suyo, que era cuanto encarecimiento podía hacer de ella en su mente presuntuosa.

Mil extrañas ideas cruzaron entonces por el cerebro de D. Faustino. Mil deseos y propósitos se ofrecieron á su voluntad. Si hubiera creído en la posibilidad de pactar con el diablo, hubiérale dado cuanto hay que dar al diablo, á trueque de un ferviente amor, de un punto fijo y radiante, que fuese estrella polar en el mar tempestuoso de su vida, y al mismo tiempo centro poderosísimo de atracción que le agitase y encaminase.

Era tal el orgullo del Doctor, que uno de los irrebatibles argumentos que contra lo sobrenatural se le presentaban era la no intervención de nada sobrenatural en su vida. Si no merecía él que los poderes superiores buenos ó malos, que el principio de la luz ó el de las tinieblas, acudiesen á sus evocaciones y conjuros, le prestasen solícitos su apoyo, empleasen en él una providencia especialísima, ¿qué otro ser humano había de merecerlo? Quizá no existían tales poderes, cuando no se doblegaban á su voluntad ni á su llamamiento respondían.

Postración melancólica abatió al fin el ánimo de D. Faustino, tan exaltado hasta entonces. Se juzgó una de las más infelices y cuitadas criaturas que{53} había sobre la tierra. Se alucinó hasta creer que la coya y las demás imágenes de sus progenitores ilustres le miraban compasivas. Lágrimas de despecho brotaron entonces de los ojos del Doctor y corrieron por sus mejillas. Aunque por lo común no estén bien las lágrimas en un rostro varonil, el dolor que á D. Faustino se las arrancaba era tan alto, aunque extraviado, que, sellando su rostro con expresión maravillosa, le hacía parecer bellísimo en aquel instante.

Eran más de las dos de la noche. El sombrío aspecto de aquel gran salón; el silencio profundo que en torno reinaba; la cercanía del cementerio; los retratos mismos, apenas iluminados entonces por una sola bujía; el recuerdo de la última aparición de la mujer misteriosa, todo convidaba á amarla, á desear aparición nueva.

Iba el Doctor á levantarse del sillón y á abrir la ventana, casi seguro de que María estaba junto á él, de que se hallaba parada, con lágrimas en los ojos, como la otra vez, de espaldas á la tapia del cementerio, cuando se abrió suavemente la puerta y volvió á cerrarse en seguida, dando entrada á un bulto negro, cuyos contornos y formas el Doctor no distinguía. Sin embargo, así como había presentido que su amiga inmortal estaba cerca, antes de que la viese, así reconoció que era ella, antes de verla y distinguirla por completo.{54}

La persona que acababa de entrar traía en la mano una linternilla, que, vertiendo luz delante de sí, la dejaba en obscuridad ó sombra confusa; pero la persona colocó en seguida la linterna sobre la mesa donde estaban los búcaros y los vasos de china. Al volver luego la cara, D. Faustino, extático, absorto, reconoció á su amiga inmortal, más hermosa, más gallarda que nunca. Si su mejor concepto de poeta, si su más egregio pensamiento hubiera tomado cuerpo humano, no le hubiera parecido más bello.

La luz de la bujía, que estaba sobre el velador, dió de lleno en el rostro de la amiga inmortal y trajo con el reflejo sus facciones armoniosas y nobles á los ojos y al ánimo del Doctor, embelesado y mudo de espanto.

—Los celos son más poderosos que el amor—dijo María con voz dulcísima y triste.—Impulsada por ellos, lo he olvidado todo, lo he atropellado todo: he venido á verte. Aquí me tienes.

D. Faustino no pensó en el modo con que aquella mujer había llegado hasta allí. Poco le importaba que se hubiese filtrado, como un fantasma, por los espesos muros de su casa solariega; que el diablo, para que él no se quejase de que no le socorría, se la hubiese traído por el aire, ó que hubiese penetrado por un medio natural y sencillo. Lo que le importaba era tenerla allí, y sentir, al{55} tenerla allí, una pasión que jamás había sentido en toda su plenitud; no una pasión incierta y vaga, cuyo valor no resistía al análisis ni al escalpelo de su espíritu crítico, sino el amor evidente, perfecto, irresistible, vencedor de las otras pasiones y digno de su alma.

—Aquí me tienes, Faustino—volvió á decir María.—Una fuerza superior á mi voluntad me trae á tí. Soy tuya. ¿No valgo más que... esa otra? ¿No lograré que me ames?

El rubor encendió el rostro de D. Faustino. Pensó en que todas las palabras de amor, todas las expresiones de ternura, todas las frases de afecto y hasta de adoración que pueden dirigirse á una mujer, habían sido profanadas en sus labios la noche antes. Nada respondió á María. Voló hacia ella y la estrechó frenético entre sus brazos.

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XVIII.

PACTO AMOROSO

Los primeros albores empezaron á penetrar por las mil hendiduras que había en las viejas maderas de las ventanas de aquella habitación. El canto alegre con que los pajarillos celebraban la venida del día llegó á los oídos de D. Faustino y de su amada.

Movida de los celos, atropellando respetos morales y religiosos, roto el freno de la prudencia, con ímpetu irresistible de amor, de amor que rayaba en fanatismo y que la hacía creer que estaba enlazada al Doctor con vínculo eterno, María había caído entre sus brazos.

—No me detengas más—dijo desprendiéndose de ellos—; debo partir: no me sigas. Cumple el pacto que hemos hecho.

—Le cumpliré, por más que sea difícil cumplirle;{58} pero ¿no me dirás la razón, el fundamento de ese misterio en que te envuelves?

—La razón del misterio es el misterio mismo, y no puedo revelarle. Antes quiero que de nuevo me prometas no seguirme; no pensar siquiera en explicarte cómo he llegado hasta aquí, y si te lo explicas, ocultártelo á tí mismo, si es posible. Por último, no quiero que hables á nadie de mí ni de nuestras ocultas entrevistas. ¿Me lo prometes?

—Te he dicho que sí, y no faltaré á mi palabra, contestó el Doctor.

—Yo te amo con todo mi corazón y soy tuya para siempre—añadió María—. Sin embargo, entiéndelo bien: guardo mi libertad para huir de tu lado, cuando deba, sin que aspires á detenerme. Cuando yo crea que debo huir, no pondrás obstáculo, no preguntarás la razón. Bástete saber que estoy ligada á tí con eternas ligaduras. Mi huída te devolverá todo tu albedrío; pero yo, aunque de tí me separe un mundo, me consideraré siempre como tu fiel compañera, como tu esclava. Tú eres, tú has sido, tú serás mi único amor. Tenlo por delirio, pero yo creo que te amo eternamente, al través de mil existencias; que eres el alma de mi alma; que soy, no ya tu inmortal amiga, sino tu esposa inmortal, la esencia dulce y suave de tu propio espíritu.

—No, bien mío; tú eres su energía, su vigor, su{59} gloria, la estrella que ha de guiarle, el imán que debe atraerle, la virtud divina que es y será principio, raíz y manantial constante de todos sus excelsos pensamientos y de todos sus actos mejores. El tormento de no amar me destrozaba el alma; la sospecha injuriosa de que era incapaz de amar mi corazón amargaba mi existencia. Tú has desvanecido la sospecha injuriosa; tú has acabado con el tormento. El amor del amor era mi martirio. Sin objeto que mi alma juzgase digno de ser amado, mi alma se consumía. Hoy mi alma vive en tí: te amo. Esta breve frase, te amo, profanada mil veces, mil veces pronunciada sin conciencia y sin sentimiento, tiene ahora un valor infinito, absoluto.

—Otra de las condiciones de nuestro pacto—continuó María, aparentando frialdad que su voz trémula desmentía—, condición fundamental para que mi orgullo quede tranquilo, y en cierto modo serena mi conciencia, á pesar de mi pecado, que Dios con su misericordia quizás me perdone, es que yo á nada te obligo ni te comprometo. Tú no debes hoy tal vez, casi de seguro no deberás jamás, hacerme tu mujer legítima en esta vida transitoria. Tú no puedes tampoco tenerme á tu lado como tu amiga. Aunque las causas que me llevan á hacer vida tan misteriosa desapareciesen, yo misma no consentiría en agravar el pecado con el escándalo. Así, pues, quien no puede ser ni tu amiga{60} ni tu esposa, debe quedar libre para huir de tí cuando una imperiosa obligación la llame á otro punto.

—No me atormentes, María—dijo el Doctor—. No sé quién eres; pero no me importa desconocer estas ó aquellas circunstancias vulgares de lo menos esencial de tu ser. María, yo conozco tu alma: mi alma se ha confundido con tu alma. Quiero ser tu amante, tu esposo ante los hombres, como ya lo soy ante Dios.

—No blasfemes, Faustino. El delirio de amor que nos une no tiene la santidad de un sacramento.

—Pues ¿no dices tú misma que eres mi esposa inmortal?

—Sí, lo digo y lo creo. Nuestras almas están unidas; pero ¿hemos de matarnos impíamente para que esta unión valga? ¿Hemos de prescindir del ser corporal que tenemos? ¿Quién ha santificado la unión de Faustino y de María, tales como son ahora en la tierra? Esta unión no es posible: yo no la quiero. No puede santificarse.

—Y ¿por qué?—dijo D. Faustino—. Tú eres libre, tú eres hermosa, tú eres sublime. Has venido inmaculada á mis brazos. Me has hecho dueño de tu beldad y de tu corazón sin exigir nada en cambio. Yo ahora te lo doy todo: mi mano, mi nombre, mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?{61}

—Nunca.

—¿Quieres vivir á mi lado?

—Tampoco.

—Y ¿por qué te niegas á casarte conmigo? ¿Por qué dices que nunca?

María estuvo un instante suspensa, silenciosa y como meditando. Luego dijo:

—La sinceridad y el fervor con que me hablas me inducen á proponerte una cláusula más en nuestro pacto amoroso. Me has preguntado si me casaré contigo, y he contestado: «Nunca». Retiro el nunca. Yo estoy tan cierta de que siempre te amaré, que te prometo ahora solemnemente que, si pasada tu mocedad y realizados ó deshechos tus sueños ambiciosos, eres libre, me amas aún, me buscas y vivo, seré tu esposa. Antes no es posible... Tú no te comprometes á nada. Sola yo me comprometo.

—Pues yo te juro que me casaré contigo cuando quieras.

—No jures. No acepto tu juramento. Dios no le aceptará tampoco y le tendrá por vano. Adiós.

D. Faustino estrechó de nuevo entre sus brazos á la mujer querida. Ella logró al cabo desprenderse de aquellas amorosas cadenas, corrió hacia la puerta y desapareció sin que el Doctor se atreviese á seguirla.

María había prometido volver á la noche siguiente.

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XIX.

LOS MILAGROS DEL DESPRECIO

Ya no vacilaba ni dudaba D. Faustino. Su alegría era grande. Sentía verdadero amor. Creía haber puesto en actividad el enérgico resorte que antes faltaba á su alma, y se juzgaba capaz de acometer todas las empresas y de abrirse camino al través de todos los peligros y dificultades.

Sólo un escrúpulo de conciencia, casi un remordimiento, le atormentaba.

Era cierto que nada había prometido á Rosita; que ningún juramento le había hecho; que ninguna palabra le había dado. Pero esto mismo ilustraba y ensalzaba más la generosa confianza de la hija del Escribano.

D. Faustino estaba decidido á no volver á verla; á sacrificarla á María, á quien amaba con pasión, á quien pensaba amar siempre, aunque llegase á saber que era la hija del verdugo; pero no podía menos de lamentar el inmerecido desdén, el cruelísimo{64} abandono de que iba á ser víctima Rosita. Su resolución de no volver á visitarla era, no obstante, inquebrantable.

Llegó aquel día la hora de la tertulia de los tres dúos, y Respetilla fué solo. Rosita lo extrañó mucho y estuvo triste. Respetilla remedió el mal por su cuenta, asegurando con un aplomo envidiable que D. Faustino estaba enfermo, en cama. El disgusto de Rosita pasó entonces, de ser algo colérico, á ser tierno y piadoso.

Durante cuatro días tuvo Respetilla la habilidad de seguir entreteniendo á Rosita con la ficción de que D. Faustino estaba enfermo. Rosita le enviaba con Respetilla los más cariñosos recados. Respetilla fingía, de parte de su amo, otros recados no menos cariñosos.

Rosita pensó en escribir al Doctor; pero era tan mala su letra y tan anárquica su ortografía, que para no desacreditarse no se atrevió á escribirle.

Rosita preguntó al médico por la enfermedad de D. Faustino. El médico contestó que no le había visitado y que no sabía de tal enfermedad; pero Respetilla disipó la sospecha, asegurando que su amo se curaba á sí propio.

Como D. Faustino no salía de casa, ni nadie le veía, lo de la enfermedad era verosímil.

El Doctor, entre tanto, se calentaba la cabeza discurriendo el modo menos malo de romper con{65} Rosita. Pensaba escribirle una carta llena de amistosos sentimientos de gratitud y de ternura, despidiéndose de ella con razones alambicadas y sofísticas, con quintas esencias y tiquis-miquis, más fáciles de inventar así en pelotón que de explicar cumplidamente en un escrito.

Arduo empeño era el de escribir la tal carta. El tiempo pasaba y D. Faustino no la escribía.

Cuando Respetilla interpelaba á su amo, como varias veces lo hizo, sobre los motivos que tenía para no ir á ver á Rosita, D. Faustino, no teniendo qué contestar, daba un sofión á Respetilla.

Hasta Doña Ana hallaba mal aquel rompimiento brusco y grosero; y aunque no sospechaba cuán estrechos y apretados eran los lazos, extrañó que su hijo no volviese en casa de las Civiles; y le excitó á que fuese, y á que se apartase del trato de ellas con suavidad y cortesía.

D. Faustino, á pesar de estas juiciosas amonestaciones, estaba tan prendado, tan en éxtasis perpetuo, tan elevado en los amores de su amiga inmortal, que sentía repugnancia invencible por volver á visitar á Rosita y á hablar de ella.

Aceptando por bueno el embuste de su criado, el Doctor explicó á su madre el súbito abandono en que dejaba á las Civiles, alegando también que estaba algo enfermo, pero que iría á verlas cuando estuviese mejor.{66}

Para todos los de la casa, ignorantes del misterio de los amores, la enfermedad del Doctor parecía verdadera. Ya no había paseos, ni á pie ni á caballo; ya no había combates al sable, y el Doctor, cuando no hablaba ni hacía compañía á Doña Ana, se encerraba en sus habitaciones.

Rosita, entre tanto, estaba llena de inquietud. Á veces dudaba de que fuese cierta la enfermedad de D. Faustino. Su orgullo y la persuasión en que estaba del valer de su ingenio y de su belleza apartaban de su mente el horrible recelo de que un tedio súbito, una saciedad desdeñosa, un desprecio invencible, hubiesen suplantado en el alma del Doctor aquel fervor amoroso que ella había compartido y al que había cedido la noche de la Nava. La soberbia montaraz de Rosita y su vanidad de labradora rica y de reina de aldea no habían consentido que pusiese condiciones al Doctor ni que exigiese de él promesa ni juramento alguno. Rosita no había pensado distinta y claramente ni en que D. Faustino se casase con ella, ni en nada parecido; pero tampoco había pensado, ni temido por un instante, que el amor, satisfecho y pagado, había de alejar de ella á aquel hombre, sino que había de aprisionarle más y más y hacerle para siempre su siervo... ¡Tan poderosa se creía!

Ahora recelaba, ahora temía, ahora tenía celos, si bien todo de una manera vaga y confusa. Cuando{67} esta pasión se apoderaba de su pecho, forjaba planes de venganza; maldecía en su interior á don Faustino; volvía á llamarle D. Pereciendo, conde de las Esparragueras y abogado Peperri; se sentía humillada de haberle querido; deseaba matarle, y faltaba poco para que no rugiese como una leona.

Respetilla, imperturbable, intrépido, pertinaz en mentir, seguía sosteniendo la enfermedad de su amo. Así templaba la furia de Rosita; así lograba aún que su ánimo pasase de los ímpetus iracundos á la compasión amorosa.

Por último, Rosita no pudo sufrir más; quiso salir de la duda que la atosigaba. Una noche, al llegar Respetilla á la tertulia, tomó Rosita por auxiliar á Jacintica, é intimó, ordenó y mandó al buen escudero que las llevase á ambas á casa de don Faustino y que la hiciese entrar á ella de oculto en la estancia del Doctor, mientras éste cenaba ó conversaba con su madre en el piso alto. Así quería, saltando por cima de todo respeto, ver á su amigo y cerciorarse de su desgracia ó de su dicha. Respetilla aguzó en balde el ingenio para excusarse; Jacintica suplicaba: Rosita exigía con imperio. Una y otra sabían que Respetilla tenía la llave de la casa en su poder. No hubo más que rendirse. Además, Respetilla decía para sus adentros:

—¿Qué mal ha de haber en esto? Quizás luego me lo agradezca mi amo. Él no viene por aquí por{68} alguna extravagancia que no comprendo. Esto será sin duda algo de filosofías que no se me alcanzan. Pero en cuanto mi amo vea á Rosita tan guapa, así de repente y como caída del cielo, en su propio cuarto, á las once de la noche, vamos, no le parecerá mal. De fijo que se alegra.

Hechas estas reflexiones, Respetilla cedió, y cedió con gusto: llevaba en su compañía á Jacintica.

Se dispuso que otra criada se quedase haciendo de dueña, y autorizando con su presencia los coloquios de Ramoncita y de D. Jerónimo. Al mismo D. Jerónimo, que era un bendito, se le persuadió de que Rosita tenía un jaquecazo de todos los diablos y que debía irse á acostar. Jacintica se fué con Rosita como para cuidarla. Respetilla se despidió á poco rato, y las dos mujeres, que estaban aguardándole, en un rincón obscuro del portal, con los pañolones por la cabeza, se escabulleron con él, sin ser vistas de nadie.{69}

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XX.

CONTINÚAN LOS MILAGROS.

Eran las once de la noche cuando el Doctor bajó de la estancia de su madre y entró en el salón de los retratos. Como había dado licencia á Respetilla para que no viniese á desnudarle, le creía aún en la tertulia de las Civiles, que terminaba á las doce. La amiga inmortal debía llegar á las once y media. El Doctor solía luego encerrarse con llave. Tenía además prohibido á Respetilla que entrase en su cuarto, como él no le llamara. En suma, estaban tomadas todas las precauciones, ó al menos así lo creía el Doctor. El triste no sabía lo que se preparaba. Rosita estaba ya escondida detrás de una cortina, que cubría la puerta que desde el salón de los retratos iba al dormitorio.

Cuando vió entrar al Doctor, bueno, sano, alegre y recitando unos versos de Zorrilla, que decían:

Si eres recuerdo, endulzarás mi vida;
Si eres remordimiento, te ahogaré,

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le dió rabia de no hallarle enfermo y triste, y tuvo, no se sabe cómo, el desesperado pensamiento de que el recuerdo era el de su amor y de que el remordimiento que anhelaba ahogar era ella.

Rosita continuó, pues, en acecho, esperando, ó mejor dicho, temiendo la aparición de su rival. Ya pensaba que esta rival sería alguna criada de la casa, alguna fregona; ya imaginaba que el doctor podría tener su poco de brujo, y esto le infundía cierto terror de verse frente á frente con espectros, y de figurar en escenas del otro mundo, entre hechiceras, magas ó almas en pena; pero su ira era tan grande y sus bríos tan varoniles, que estaba resuelta á vengarse del mismo demonio, si venía con faldas y en forma de mujer á tener pláticas tiernas con D. Faustino.

Hasta sentía Rosita haberse venido desprovista de un par de pistolas ó de un puñal siquiera, por lo que pudiese ocurrir. Mucho confiaba, no obstante, en su lengua y en sus manos.

El Doctor, según costumbre, puso la bujía sobre el velador, se arrellanó en el sillón y siguió recitando versos en voz, aunque sumisa, clara:

—Yo no sé de tu esencia el misterio,
Tu nombre y tu vago destino no sé,
Ni cuál es tu ignorado hemisferio,
Ni á dónde perdido siguiéndote iré.
¡Oh! si gozas de voz y de vida,{71}
tienes un cuerpo palpable y real,
Deja al menos, fantasma querida,
Que goce un instante tu vida inmortal.

Los versos hicieron el efecto de una evocación.

La puerta se abrió sin ruido. El bulto negro apareció en la sala. Una voz argentina contestó á los versos que el Doctor decía, con estos otros versos:

—Tras de tí por las sombras camino,
Ni noche ni día descanso sin tí:
Ser tu esclava, adorarte es mi sino;
Ya postrada me tienes aquí.

María cayó de rodillas á los pies del Doctor. Éste la levantó entre sus brazos, dándole mil besos en la frente y en las mejillas sonrosadas y hermosas.

Rosita no supo contenerse por más tiempo. Casi creía aún que el ser á quien D. Faustino abrazaba y besaba tenía algo de sobrenatural y de diabólico; pero su forma era de mujer, y la tempestad de los celos hizo á Rosita superior á todo miedo supersticioso.

Salió de su escondite, se arrojó sobre ellos como un tigre, los separó, y encarándose con D. Faustino, que atónito y estupefacto la miraba,

—Malvado—le dijo,—¿Así pagas mi amor? ¿Por qué me has engañado vilmente? ¿Por qué no guardaste{72} para este demonio todas las dulces mentiras, todas las emponzoñadas ternuras con que me lisonjeabas y cegabas? Y tú, maldita de Dios, ¿de qué aquelarre vienes? ¿Dónde dejaste la escoba? ¿De qué lupanar te has escapado?

Antes de que D. Faustino se repusiese del asombro; antes de que nadie la respondiese, tomó Rosita la luz, y llevándola hacia la cara de María, se quedó contemplándola de hito en hito, devorándola con ojos que arrojaban fuego y rayos de ira. De súbito soltó Rosita una carcajada sarcástica. Su memoria, iluminada por el odio, le había sido fiel. Acababa de reconocer á María, á quien desde muy pequeña no había visto.

—¡Ah! Ya te conozco, infame; ya te conozco, digna manceba de este perro judío, hereje, asesino. Tú eres María la seca. ¿Dónde has estado desde que tu abominable madre bajó al infierno? ¿Y al ladrón de tu padre no le dieron todavía garrote?

Dicho esto, y sin dejar tiempo para que nadie la respondiese, Rosita volvió á poner la bujía en el velador y se lanzó sobre María, como para despedazarla entre sus uñas.

María estaba muda, inmóvil, serena, aunque triste, como estatua alegórica del dolor resignado llena de cierta soberbia y reposada majestad.

Rosita la hubiera, sin duda, herido el rostro con sus manos y arrancado los cabellos, si el Doctor{73} no hubiese acudido á tiempo, cogiéndola de un brazo y separándola con violencia del lado de su rival.

¿Quién te ha traído aquí?—dijo el Doctor.—¿Cómo has entrado? Ahora mismo te voy á echar á la calle. No chilles, no alborotes, ó te pondré una mordaza.

Rosita dió un grito agudo.

—Cállate—dijo el Doctor,—cállate ó te ahogo.

—No quiero callarme, traidor. No quiero callarme. Como eres un hidalgo de gotera, un danzante sin oficio ni beneficio, un tramposo con más deudas que vergüenza, has elegido la querida más apropósito para tí. Anda, vete con ella; alístate de bandido en la cuadrilla de su padre. El Conde de las Esparragueras es el yerno pintiparado de Joselito el Seco.

D. Faustino se armó de la paciencia de Job para no pisotear allí aquella víbora. Sin responderle palabra, pero sin soltarla del brazo, de que la tenía asida fuertemente, la llevó medio arrastrando hacia el cuarto de Respetilla.

Deseaba el Doctor llamar á su criado sin alborotar la casa y sin dejar suelta á Rosita con María, á quien hubiera sido capaz de asesinar. Bien calculaba que era Respetilla quien le había traído aquel presente, y que, por lo tanto, Respetilla estaba en casa.{74}

En efecto, apenas llegó á la puerta del cuarto de su criado y le llamó dos ó tres veces, Respetilla apareció, seguido de Jacintica, que proseguía con él la tertulia en la otra casa comenzada.

Ambos habían dado por cierto que habían proporcionado á sus amos una gran ventura, y los suponían ejecutando la segunda parte del Paraíso terrenal. Cuando de tan diferente modo los vieron, se llenaron de espanto.

El Doctor tenía encendidos los ojos como brasas, el rostro pálido, trastornadas las facciones. Con la mano que le quedaba libre asió á Respetilla de una oreja, y tirando de él, exclamó:

—No sé cómo no te mato. ¿Por qué has traído á mi casa á esta furia del averno? Vamos, pronto, abre la puerta de la calle, y llévatela de nuevo sin hacer ruido.

Respetilla obedeció; Jacintica fué en pos de Respetilla, y el Doctor, detrás de ambos, con Rosita, asida siempre del brazo.

Ya en el zaguán, y antes de que Respetilla abriese la puerta, dijo Rosita al Doctor:

—Suéltame el brazo, cruel. ¡Me le destrozas, me le rompes! ¿Qué te hice yo para que así me trates? ¿No te he amado? ¿No me he rendido á tu voluntad sin condiciones? ¿Quién más humilde, más mansa, más enamorada que yo? ¿Por qué me dejas por esa hija del bandido? Abandónala, échala á{75} ella, y yo seré tu esclava, besaré la tierra que pisas. Todo te lo perdonaré. ¡Perdóname! ¡Ámame!

—Imposible—respondió el Doctor.—Ni te amo, ni te amaré nunca. Vete. Apártate de mi vista.

Aquel último arranque de ternura se trocó en más cruda saña con el nuevo desprecio. Rosita se revolvió contra el Doctor como un escorpión pisado.

—Villano—dijo,—te acordarás de mí; me vengaré de un modo sangriento. Te he de reducir á la miseria. He de lograr que achicharren en una hoguera á la bruja de tu madre.

D. Faustino no acertó á tener calma: perdió la paciencia y alzó la mano para dar una bofetada á Rosita. Por fortuna se contuvo á tiempo.

—¡Cobarde! ¡Con una mujer te atreves!

—No, tú no eres una mujer—respondió el Doctor: tú eres una arpía.

Aun no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Rosita se arrojó sobre él y con la mano que le quedaba libre le clavó las uñas en el rostro, bañándosele en sangre.

Lo que antes quedó en amago, tuvo que terminarse entonces. Rosita sintió en la mejilla los cinco dedos del Doctor, si bien más trémulos que violentos.

—Mátale, Respetilla; véngame, mátale. Tú eres más fuerte. Tú puedes más que él. Son las doce de{76} la noche. Te doy dos mil duros si le matas. Te doy tres mil duros y un caballo para que huyas á Gibraltar, y desde allí á América. ¡No seas mandria! Mátale; y te harto de oro.

Respetilla, sin responder, abrió la puerta y echó á Jacintica á la calle. Luego volvió por Rosita y tomándola de manos del Doctor, se la llevó en volandas.

El Doctor cerró la puerta de la calle, y volvió en busca de su inmortal amiga.

No la halló en el salón. Recorrió los otros cuartos, y no la halló tampoco.

Sobre la mesa donde el Doctor escribía vió por último un papel, en el cual María había escrito lo siguiente:

«Motivos muy poderosos me obligan á alejarme de tí. Adiós, quizás para siempre.»

—¡Oh, no te irás!—dijo el Doctor.—Yo rompo el pacto que hice. No dejaré que te vayas. Sabré detenerte.

Bien había calculado por dónde había entrado María. Sin vacilar, corrió con la luz á un patio interior, donde estaba hacinada la leña. Uno de los lados del patio estaba formado por el muro del castillo. En el muro había una puerta que con el castillo comunicaba.

El Doctor dió un empujón á la puerta, pero no cedió. Estaba cerrada con llave. La llave que había{77} en la casa, ó se había perdido, ó era la llave de que sin duda se servía María. No quedaba más recurso que echar la puerta abajo.

D. Faustino agarró un hacha de leñador, y dió tres ó cuatro golpes furiosos. La puerta, de madera vieja y apolillada, vino á tierra en seguida.

Con la bujía en una mano y el hacha en la otra penetró entonces el Doctor por los pasadizos obscuros, bajo las bóvedas ruinosas y por las antiguas salas de armas, llenas de escombros.

Ignorante, ó más bien olvidado, de aquel laberinto (aunque no pocas veces le había visitado en otro tiempo por curiosidad), tropezó en una gruesa piedra que halló á su paso, y para sostenerse y no caer soltó maquinalmente el candelero que llevaba en la mano. La luz se apagó, y D. Faustino quedó en las tinieblas más completas, sin saber hacia qué lado encaminarse á fin de encontrar salida ó volver á su casa á encender de nuevo.

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XXI.

POR SEGUIR Á UNA MUJER

Aunque el Doctor logró recoger á tientas el candelero, de nada le servía, sino de estorbo, con la luz apagada. En balde iba buscando salida palpando las paredes. No había en aquel obscuro recinto ventana ni hueco por donde entrase la luz de la luna, que, si bien en su cuarto menguante, iluminaba los cielos en aquella noche de primavera.

Un vientecillo fresco susurraba, meciendo las copas de los árboles y doblando la hierba; pero el susurro, oído desde el lugar donde el Doctor se hallaba, tenía más de medroso que de apacible y grato. Penetrando el aire por los pasadizos y aberturas, por donde el Doctor quisiera salir, gemía encarcelado en la lobreguez de aquellas ruinas, produciendo mil ecos tenues y mil tristes y fantásticos rumores. No menos desagradable ruido hacían{80} las ratas que allí abundaban y que corrían alborotadas con el extraño y no esperado huésped que había venido á visitar sus dominios.

Á pesar de todas sus filosofías, el Doctor pensó que no estaba muy bien demostrado que no hubiese diablos ó duendes, ú otros monstruos y seres sobrenaturales, y tuvo algún miedo de ellos. Sin embargo, la rabia de verse burlado y encerrado en aquella á modo de mazmorra, sin poder salir, pesó más en su ánimo que la hipotética y vaga aprensión de que hubiese diablos y anduviesen cerca. El Doctor, dando forma á su pensamiento en resonantes palabras, lanzó, Dios se lo haya perdonado, dos ó tres blasfemias espantosas. Como si con su voz le atrajera, sintió entonces cerca de sí los pasos de un ser de mucha mayor corpulencia que las ratas. Nada se veía en realidad, pero de los ojos del Doctor brotaban unos círculos luminosos que se dilataban en el espacio y llenaban las tinieblas, ensanchándose cada vez más, como los círculos de una fantasmagoría. Dentro de aquellos círculos, rojos á veces, á veces entre verdes y amarillos, ora se mostraba Joselito el Seco, con corbatín de hierro y sacando un palmo de lengua; ora un espectro de mujer, que ya se parecía á María, ya á la coya, ya tenía de ambas; ora otras figuras como las que se pintan en los cuadros de las tentaciones de San Antonio. No se acobardó por eso el Doctor;{81} antes bien, como para desafiarlo todo, blasfemó de nuevo en voz alta.

No bien salió de sus labios la reiterada blasfemia, aquel ser que había sentido cerca de sí, se le echó encima. Parecióle al Doctor que le enlazaban unos brazos deformes, forzudos, aunque descarnados como los de la momia de un gigante, y sintió en su cara el contacto de un rostro peludo. El efecto que esto le produjo fué horrible. Casi maquinalmente, pues no tuvo fuerzas ni serenidad para reflexionar, dió un empellón al monstruo; pero el monstruo, rechazado por un instante, volvió sobre el Doctor, y le aplicó un inmundo y frío beso, pasando por su mejilla el hirsuto y húmedo hocico.

Confesemos que el lance era para asustar á cualquiera. El viento gemía, zumbaba, murmuraba, remedando mil voces, cantos, suspiros, sollozos y hasta palabras de un mágico y desconocido idioma, y un ser repugnante y maravilloso abrazaba y besaba á D. Faustino.

D. Faustino se dió á creer, á despecho de su ciencia, que se las había con el mismo diablo. Ya vacilaba entre si debía esgrimir el hacha para vencer al monstruo ó hacer la señal de la cruz para ahuyentarle, cuando éste exhaló un aullido lastimero, que nada tenía de humano.

El Doctor se echó á reir y dijo, algo confuso y vergonzoso:{82}

—¡Hola, Faón! ¿Tú por aquí?... ¡Qué demonio de Faón!

Era el más hermoso y grande de sus podencos, que, lleno de buen deseo, circunspección y prudencia, le había seguido silencioso á fin de no espantar la caza, y sin recelar que espantara á su amo.

El Doctor pasó la mano por el lomo de Faón, y se cercioró bien de que no era otro quien había acudido á sus blasfemias. Confiando en la clara inteligencia canina del amante de Safo, esperó que le sacase de aquella obscuridad; y para servirse de él como de lazarillo, le ató el pañuelo al pescuezo, guardando en la mano uno de los picos.

El podenco entendió, con admirable instinto, que le convenía guiar; pero no sabía á dónde. Echó á andar, no obstante, y el Doctor le siguió.

Pronto llegaron á un punto en que percibió el Doctor que Faón subía. Luego tropezó con el primer escalón de una escalera, y subió por ella en pos de su perro. Á poco vió el Doctor la luz de la luna, sintió vientecillo fresco en la cara y se encontró en el adarve, no lejos de la albacara ó torre saliente que comunica con la iglesia por medio del arco-pasadizo.

Por desgracia, no había medio de penetrar en la albacara desde el adarve. No había puerta por allí, y por los angostos tragaluces no cabía ningún cuerpo humano, por escuálido que estuviese.{83}

El Doctor dió en el suelo con el pie en señal de impaciencia y cólera. Faón se puso en marcha de nuevo; bajó por la misma escalera por donde había subido, llevando en pos á su amo, y sacándole de aquella obscuridad, le condujo á un patio interior del castillo, todo cubierto de larga hierba. Aunque el Doctor no era observador muy experto de las cosas naturales, no pudo menos de notar sobre la misma hierba, ajada y pisada, las huellas recientes de unos pies humanos, ligeros y pequeñitos. No se había engañado. María había pasado por allí.

Conoció Faón en el ademán de su amo que estaba contento y que era á María á quien buscaba, y, dando un ladrido alegre, apretó el paso, siguiéndole el Doctor.

Entraron en un corredor, llegaron á otra escalera, la subieron y se hallaron en el segundo piso de la albacara. En uno de los lados del cuadro que aquella estancia formaba, se abría en el muro el pasadizo del arco que une el castillo con la iglesia.

Don Faustino y Faón atravesaron por el hueco del arco, bajaron por otra escalerilla, y se hallaron al fin en el coro de la hermosa iglesia de Villabermeja, silenciosa y sombría entonces, aunque tres lámparas ardían en su seno: una delante del altar mayor, y otras dos delante de los camarines donde estaban el Santo Patrono y Jesús Nazareno.{84}

Desde el coro hasta la iglesia pudo bajar el Doctor, sin ningún estorbo, por escalera harto conocida y trillada.

Ya en la iglesia misma, se dirigió á la puerta de la sacristía. El Doctor estaba seguro de que María se había ido por allí. Aunque no hubiese estado seguro de ello, los signos que daba Faón de no haber perdido la huella le hubieran corroborado en su pensamiento.

El disgusto del Doctor fué grandísimo al hallar la puerta de la sacristía cerrada con llave. Aquella puerta no era tan fácil de derribar como la otra. Estaba formada de espesos tablones de nogal y podía resistir sin romperse un diluvio de hachazos.

La violencia era inútil; mas, aunque no lo hubiese sido, tal vez no se hubiera atrevido el Doctor á emplearla.

La puerta de la sacristía estaba al lado del magnífico retablo churrigueresco de los López de Mendoza, en cuyo camarín habitaba nuestro Padre Jesús. Bajo el piso de grandes losas, que el Doctor hollaba, estaba la bóveda sepulcral con los restos de sus ascendientes. Cada paso que daba el Doctor sonaba sobre lo hueco, y era repetido por las naves del templo solitario, cuyos muros repercutían cualquier ruido. La escasa luz que entraba por las claraboyas de la cúpula ó que difundían las lámparas, deteniéndose y reflejándose en los altos{85} pilares, poblaba de vagarosas sombras todo el recinto, que ya se deshacían, ya se agrandaban, ya volvían á desvanecerse, conforme oscilaban las lámparas, levemente tocadas por un soplo de aire, ó el mustio resplandor de la luna se amortiguaba un poco antes de entrar por las claraboyas, merced al paso é interposición de alguna nube. Todo esto infundía cierto respeto semi-religioso en el espíritu descreído del Doctor.

No obstante, llamó á la puerta con el hacha, sin tocar de filo. Nadie respondió. Llamó más fuerte, y tampoco. Acabó por perder la paciencia: por golpear con todo su brío. Cada golpe, duplicado, triplicado, quintuplicado por los ecos, parecía un trueno prolongado. Se diría que Dios llamaba á juicio á los frailes dominicos y á los Mendozas todos, que en sendas criptas estaban enterrados allí; pero ni por esas respondió persona viva.

Acercando la boca á la cerradura, gritó varias veces el Doctor:

—¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¿Es V. sordo?

El padre Piñón estaba sordo en efecto. Los gritos del Doctor fueron inútiles. No le contestaron.

Una idea súbita atravesó la mente de D. Faustito. Se figuró que había tomado una resolución precipitada y absurda en venir por allí. Temió que mientras se hartaba de golpear y de gritar en vano,{86} María se escapaba por la puerta de la casa del padre Piñón, que daba á la calle.

No bien se le ocurrió esto, el Doctor corrió como un loco hacia el coro, y pasó, seguido ya del podenco, por los mismos sitios por donde había venido, hasta que llegó al patio del castillo. Allí tomó de nuevo al podenco por guía, y el podenco le condujo á la entrada de su casa.

Respetilla, que había vuelto de cumplir con su comisión, sospechó que se le había trastornado el juicio á su amo, al verle con el hacha y todo descompuesto.

Don Faustino agarró su sombrero á escape y se salió á la calle, prohibiendo á Respetilla é impidiendo á Faón que le siguiesen.

En cuatro brincos estuvo á la puerta del padre Piñón, y empezó á dar aldabonazos furibundos.

Tal vez por aquel lado se oía mejor, ó tal vez el padre Piñón había recobrado el oído. Lo cierto es que á los tres ó cuatro minutos, el propio Padre se asomó á una ventana y preguntó:

—¿Quién llama á estas horas?

—Yo soy—contestó el Doctor.—¿No me conoce V.?

—¡Ah! Sí... ¿Hay alguien de peligro?

—No hay nadie de peligro; pero que me abran. Tengo que hablar con V.

—¡Ea!—se oyó decir al padre Piñón,—despáchate,{87} Antonio, y baja á abrir al señorito D. Faustino.

Antes de que siga adelante nuestra historia, conviene informar á los lectores de quién era el padre Piñón.

Era el único fraile que del antiguo convento quedaba todavía. Enjuto y pequeñuelo, recibió el nombre de padre Piñón, y apenas si nadie recordaba su verdadero nombre.

Aunque el edificio en que vivieron los frailes se había vendido y estaba sirviendo de molino aceitero, había quedado una habitación cómoda, grande y hermosa, aneja á la sacristía. Ésta concedieron por morada las gentes del pueblo al padre Piñón, á quien querían mucho.

Allí, teniendo á sus órdenes de noche y de día al sacristán Antonio, y de día además á dos monaguillos, cuidaba el padre Piñón del grandioso templo, gloria del lugar, y conservaba las ricas casullas, las dalmáticas y capas pluviales recamadas de oro, la exquisita ropa blanca, como albas, estolas, amitos, sobrepellices y roquetes, llena en gran parte de preciosos encajes y bordados, la custodia cuajada de esmeraldas y de perlas, y otros ornamentos, joyas y primores artísticos que atesoraba la iglesia. Todo esto se hallaba encerrado en armarios, alacenas y arcones que había en la sacristía.

El padre Piñón, no sólo encantaba á las gentes{88} del lugar por sus virtudes, sino por su alegría, buen humor y dichos agudos. Era un dechado de las gracias de la gracia y del poder de la eutropelia, y el célebre padre Boneta hubiera sin duda cantado sus loores, si le hubiese conocido.

Algunos sujetos sobrado rígidos le acusaban de tener la manga muy ancha; pero sin motivo, según hemos llegado á averiguar. Lo cierto es que era aún, y sobre todo, había sido en la época de su mayor auge, el confesor más buscado, y eso que costaba caro confesarse con él. El antiguo refrán que dice: quien reza y peca la empata, parecíale abominable. Bien sabía él que la bondad de Dios es infinita y que perdona al que llora, reza, se arrepiente y hace propósito de la enmienda; pero el mal, hecho ya por el pecado, hecho se queda, y no se remedia ni subsana con el arrepentimiento ni con la penitencia, como ésta no vaya bien encaminada. Á este fin, tenía ideado y ponía en práctica el padre Piñón un sistema de penitencia, por medio del cual, ya que los pecados fuesen inevitables, lograba sacar provecho de los de los ricos en favor de los menesterosos. Teniendo en cuenta, á par de la magnitud del pecado, la riqueza del pecador, solía multarle, ya en una docena de huevos, ya en una gallina, ya en un jamón, ya en un pavo, ya en alguna cosa de comer ó de vestir, que repartía luego á los pobres. Claro está que{89} el padre Piñón era prudente, y cuando se trataba de alguna casada á quien había que imponer, por ejemplo, un pavo de penitencia, lo hacía con el mayor disimulo, á fin de que el marido no se enterase y se echase á cavilar, muy escamado, sobre la equivalencia de un pavo en los aranceles penitenciarios.

Cuando no había de por medio tales respetos, el pago de la multa era público, con lo cual decía el Padre que se conseguía, además, que el pecador se avergonzase y buscase, por esta razón más, el corregirse.

No faltarán censores severos que hallen ridículo el método y condenen al padre Piñón; pero, ó no lo entiendo, ó el método es tan discreto y atinado, que quisiera yo que se generalizase. El padre Piñón no excitaba al pecado, ni mucho menos; pero una vez cometido, y castigándole, sacaba provecho de él para los desvalidos. ¡Qué diferencia de lo que se acostumbra ahora en las grandes ciudades, dando, v. gr., un baile de máscaras en beneficio de los niños de la Inclusa, lo cual, hasta mirándolo económicamente, es absurdo, pues quizás los ingresos que á la cuna se proporcionan están compensados y aun sobrepujados, proporcionándole á los pocos meses multitud de nuevos gastos y quehaceres!

Las acusaciones de manga ancha que se habían{90} lanzado contra el padre Piñón, provenían de los serviles, y tenían otro fundamento. Asegurábase que en tiempo del absolutismo, cuando era indispensable proveerse de una cédula de haber cumplido con la Iglesia, el padre Piñón daba cédulas á los liberales libre-pensadores, en cambio de limosnas; pero esto más bien merece elogio, pues evitaba confesiones hipócritas y comuniones sacrílegas. Añadíase que el padre de D. Faustino, cuando recibía la cédula, daba al padre Piñón media onza de oro, diciéndole:—Vaya, para que diga V. unas cuantas misas por el alma de Riego.

En fin, el padre Piñón, pese á quien pese, era mejor que el pan; más regocijado que unas sonajas, y tan indulgente y caritativo como un ángel. Apenas si había leído más que el Breviario; pero el Breviario se le sabía de memoria, comprendiendo todos los bellos pensamientos, todas las sentencias sublimes y todos los tesoros poéticos que en dicho libro se contienen.

Dispense D. Faustino que le hayamos en apariencia detenido á la puerta para dar alguna noticia del padre Piñón, en cuya sala de recibo se halló, á poco de haber llamado, introducido y guiado por Antonio.

—¿Qué tiene que mandar á su capellán el señorito D. Faustino?—preguntó el padre Piñón.

—Padre—contestó el Doctor,—omito preámbulos:{91} el disimulo es inútil. V. sabe quién es María. Aquí se oculta María. Vengo en su busca. Quiero verla. Es mi mujer. Tengo razón y justicia para exigir que no me huya.

—¡Hijo mío! ¿Qué locura es esa?

—Responda V.—añadió el Doctor.—¿Dónde está María?

—Ya que exiges respuesta categórica, te la daré: Dominus custodivit eam ab inimicis et a seductoribus tutavit illam.

—Dejémonos de bromas. Ni yo soy su enemigo ni su seductor. No hay para qué guardarla de mí.

El Doctor quiso salir de la sala y registrar la casa del Padre, quien le contuvo suavemente.

Entonces el Doctor empezó á llamar—¡María, María! no te ocultes de mí. No me abandones.

El padre Piñón dijo: Dominus, inter cætera potentiæ suæ miracula, in sexu fragili victoriam contulit.

—¿Qué diantres pretende V. significar? ¿De qué victoria habla V.?

Dominus deduxit illam per vias rectas.

Este último latín hizo dar un salto al pobre Don Faustino.

—¡Ah! ¿No me engaña V., Padre? ¿Con que se ha escapado? ¿Á dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué camino?

—Hijo, aunque te enfades conmigo, mi deber{92} es arrostrar tu furia. María se ha ido; pero no te diré por dónde ni á dónde. No quiero que la sigas. Ayer me confesó sus pecados. Como condición de la absolución, le impuse que se fuera. Además, había otras razones que la obligaban á partir.

—¿Qué razones? No hay razón que valga,—dijo el Doctor enojado.

—Sí las hay, hijo mío. Hay una persona á quien la naturaleza concedió poder sobre ella; pero á quien Dios quitó el derecho de ejercer ese poder, en castigo de sus maldades. Esa persona sé yo que la busca; sé que ha averiguado ya que estaba en esta casa. Es audaz, terrible... Hubiera venido... venía ya á buscarla y á arrancarla de aquí. Por esto también ha huído María. No puedo ni debo decirle más.

—Yo la hubiera defendido, Padre. Nadie hubiera osado venir á robármela.

—¿Y con qué título iba yo á poner á María bajo tu custodia y amparo?

—Con el título de mi mujer legítima.

—Mira, señorito, los frailes hemos sido siempre esto que llaman ahora demócratas, pero entendida la democracia de un modo mejor. Ciertamente que yo no me hubiera parado ante ningún humano respeto para disuadir á María de que se casase contigo. Hubiera sido un modo de enmendar vuestras gravísimas culpas, y yo le hubiera adoptado. María{93} ha sido la que se negó resueltamente á casarse. Creyó que era su deber irse y se fué.

—¿Á dónde ha ido? Dígame V. á dónde.

—No puedo.

—V. me engaña. Está aquí todavía.

—No digas tonterías, D. Faustino—dijo el padre Piñón, algo picado.—¿Tengo yo cara de embustero? Te aseguro que María se fué.

—Yo saldré ahora mismo en su busca: yo daré con ella; yo la detendré y la traeré conmigo.

—Haz lo que quieras; pero todo será en balde. Considera, además, que Joselito el Seco anda ya cerca, y te expones á caer en sus manos.

—Aunque caiga en manos de Lucifer.

—¡Ave María Purísima! Estás perdido, loco. Bien puedes decir de tí, con el Salmista: Miser factus sum queniam lumbi mei impleti sunt illusionibus.

D. Faustino ni oyó ni contestó más, y salió corriendo de casa del padre Piñón. Éste imaginó que el propósito del Doctor de ir en busca de María era como una amenaza que no se cumpliría, y se fué á dormir muy tranquilo.

Un cuarto de hora después, D. Faustino, solo, caballero en su jaca, que había hecho ensillar á escape por Respetilla, y armado con trabuco y pistolas, estaba fuera del lugar, camino de la ciudad de..., distante tres leguas.{94}

El Doctor había calculado que María no podía haber huído sino en un carricoche que, á modo de diligencia, pasaba á las doce por Villabermeja é iba á la ciudad de...

Desde esta ciudad salían al amanecer coches para Sevilla, Córdoba y Málaga. Si el Doctor alcanzaba á María en el camino ó en dicha ciudad, antes de que María saliera en ésta ó en estotra dirección, el Doctor conseguía su objeto.

Las dos habían sonado largo rato hacía en el reló de la Iglesia. María llevaba más de dos horas de delantera. El Doctor iba á galope por el camino.

Más de la mitad llevaba andado, y la jaca, jadeante y cubierta de sudor, daba muestras de hallarse rendida de cansancio, cuando el Doctor, tan apasionado hasta entonces, que todo lo había hecho sin reflexión, se puso á considerar que, con dos horas de delantera que llevaba el carricoche, sería imposible alcanzarle en el camino, aunque reventase la jaca. Para llegar á la ciudad antes de amanecer había tiempo de sobra, aun yendo al paso. El Doctor, pues, si bien devorado por la impaciencia, se resignó á proseguir al paso su viaje. En la ciudad de... buscaría á María por todas partes, y esperaba que no partiría sin que él la viese.

Al paso iba D. Faustino hacía un cuarto de hora. Á un lado y otro del camino había frondosos{95} olivares. La luna brillaba en el cielo despejado y con sus rayos argentinos lo iluminaba todo.

Acababa de bajar el Doctor una cuesta muy pendiente, y se hallaba en una hondonada, por donde corría un arroyo, en cuyas márgenes había muchos álamos y otros árboles y matas, que hacían el paraje sombrío, formando verde espesura.

Siempre distraído el Doctor en sus cavilaciones no vió ni oyó que de repente salieron en la arboleda cinco hombres á caballo, y con inaudita rapidez se le pusieron delante, atajando el camino. No lo advirtió, ó no tuvo tiempo para advertirlo; tan ligera fué la maniobra de los jinetes, hasta que uno de ellos gritó: ¡Alto ahí!

Entonces vió el Doctor que cuatro de los cinco le apuntaban con las escopetas. Quiso volver atrás para escapar, dando un rodeo, y notó que otros tres hombres á pie, armados también de escopetas, se le venían encima. Estaba completamente cercado, y en tan estrecho círculo, que ni para revolverse le quedaba tiempo ni espacio.

—¡Ríndete ó mueres!—gritó otro de los de á caballo.

Hallábanse los enemigos tan cerca, y era tan apremiante la situación, que todo lo que no fuese rendirse era una temeridad; pero nuestro héroe desesperado de que en medio de su viaje le detuviesen, tomó una resolución tremenda. Cogió del{96} arzón de la silla una pistola, la montó, y apuntando al de á caballo que tenía más cerca, le dijo:

—Abre paso, tunante, ó te levanto la tapa de los sesos. Al mismo tiempo hirió fuertemente con las espuelas los ijares de la jaca, á fin de salir escapado, rompiendo por entre la cuadrilla de foragidos.

Éstos, que tenían también montadas sus armas, apuntando al Doctor, hubieran sin duda disparado, dejándole muerto, si la voz del Capitán no se hubiera oído á tiempo, diciendo:

—No le matéis, no le matéis: es mi paisano Don Faustino López de Mendoza.

El Doctor vaciló asimismo un instante en tirar, viendo la generosidad que con él se usaba.

Todo esto fué obra de un segundo. La jaca, excitada por los espolazos, iba ya á abrirse camino. Al atajar al Doctor los bandidos de á caballo, se tocaban con él. Las bocas de las escopetas rozaban su cuerpo. La pistola del Doctor podía matar á quemarropa al más cercano de los bandidos.

No había ya tiempo de explicaciones ni de transacciones, y, sin duda, hubiera habido alguna muerte, á pesar del grito del Capitán, si de pronto no se hubiese sentido el Doctor asido fuertemente de uno y otro brazo por dos de los de á pie, bastante robustos ambos para arrancarle de la silla y dar con él en el suelo por detrás del caballo.

En los esfuerzos que hizo para desasirse, apretó{97} el gatillo y disparó la pistola; pero el tiro fué al aire, sin herir á persona alguna.

En el suelo ya, y detenido por los dos que le habían derribado, oyó el Doctor la voz del Capitán, que le decía:

—Sr. D. Faustino, su merced es mi prisionero. Ríndase su merced, y déme palabra de honor de que no intentará huir, de que me seguirá donde le lleve y de que no tratará de emplear la fuerza contra nosotros. Su merced volverá á montar en su jaca, y esta buena gente le respetará y considerará como debe.

D. Faustino no tuvo más remedio que prometer lo que el Capitán le exigía.

Apenas lo prometió, uno de los bandidos, que había tomado la jaca de la brida, la acercó para que D. Faustino montase, y él, suelto ya, montó en la jaca. Obedeciendo luego á una seña del Capitán, entró con los bandidos por una vereda que había en medio de los olivares, apartándose del camino real en tan belicosa compañía.

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XXII.

LA VENGANZA DE ROSITA

Después de los sucesos que se refieren en el capítulo anterior, había pasado ya una semana, y nada se sabía en Villabermeja del paradero de Don Faustino. Su madre, llena de angustia, procuraba en balde averiguar dónde se hallaba un hijo tan amado.

Rosita, entre tanto, furiosa con los celos y los agravios, difundía por todas partes que D. Faustino, prendado de María, había huído con ella, sentando plaza de bandolero en la cuadrilla de Joselito el Seco. Como alguien afirmase que la noche en que huyó D. Faustino, y como no sólo Rosita, sino también Jacintica, diesen por seguros los amores de María con el Doctor, nadie dudaba en el lugar, salvo el padre Piñón, de que D. Faustino estuviese por su gusto con los bandoleros.

La propia ruina de la casa de los Mendozas hacía verosímil á los ojos de aquellos lugareños el{100} que D. Faustino hubiese adoptado determinación tan heroica para salir de apuros.

El padre Piñón era el único que sabía que María no se había ido con el Doctor, el único que sabía dónde María se hallaba; pero á nadie quería confiarlo. Calculaba además que D. Faustino, no por su voluntad, sino muy á despecho suyo, había caído en poder de los ladrones; pero, como afirmando esto hubiera dado á Doña Ana más pesar que consuelo, el padre Piñón se callaba.

Rosita no creía mentir asegurando que el Doctor estaba con María entre los bandidos. Rosita lo daba todo por evidente. Su furia celosa la estimulaba, pues, de contínuo. Las excitaciones á su padre para que la vengase no cesaban á ninguna hora.

D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, aunque avaro, usurero y poco escrupuloso en punto á moral, tenía dos prendas de carácter que le hubieran movido á obrar benignamente en aquella ocasión, si Rosita no le hubiese violentado. D. Juan Crisóstomo era compasivo y cobarde.

Por un lado, le inspiraba piedad la aflicción de Doña Ana, y no quería acrecentarla. Por otro lado, persuadido, como Rosita, de que D. Faustino se había hecho bandolero, temía que viniese á su vez á vengarse, ó cogiéndole á él para matarle ó darle, por lo menos, una paliza, ó bien yendo á sus caserías{101} para incendiar alguna, ó romper las tinajas y las pipas, derramando el aceite, el vino y el vinagre, y haciendo de todo una trágica ensalada.

La figura del Doctor Faustino, acompañada de Joselito el Seco y de un coro de facinerosos, era la pesadilla del pobre Escribano. Durmiendo soñaba con que le habían ya secuestrado y le daban martirio; despierto, recelaba descubrir al Doctor ó á algún emisario suyo en cuantos hombres venían hacia él.

Pero si el Escribano temblaba de excitar la cólera del Doctor, todavía temblaba más delante de Rosita. Rosita le ponía entre la espada y la pared. ¿Qué medio le quedaba? ¿Cómo resistir á los mandatos de aquella hija imperiosa, de aquel tirano de su voluntad, frenético entonces de ira?

No hubo más recurso. El Escribano concitó á los acreedores, que le obedecían más que puede obedecer á Rothschild cualquier banquerillo de mala muerte, y reunió créditos contra la casa de Mendoza por valor de cerca de ocho mil duros. Eran escrituras y pagarés vencidos todos y que no se habían renovado, quedando así el deudor al arbitrio de los acreedores, quienes seguían cobrando los réditos mientras les convenía ó no se enojaban, y quienes, no contentos con los réditos, exigían asimismo una gran dosis de humildad y agradecimiento, so pena de enojarse y de pedir al punto el{102} capital de la deuda, conminando con la ejecución.

Tal era el estado de la casa de los Mendoza, por culpa del difunto D. Francisco, y por poca habilidad, descuido y mala ventura de D. Faustino y de su madre. Su caudal, mal cultivado por falta de capital, con los frutos malbaratados siempre, apenas producía para pagar los enormes réditos de aquella deuda. Varias veces se había tratado de vender fincas para pagar lo que se debía; pero en los lugares pequeños hay una afición extraordinaria á tirar de los pies á los ahorcados. Cuantos tienen algún dinero andan siempre acechando la ocasión de que alguien esté en apuros y quiera ó necesite vender algo para comprárselo por la tercera ó cuarta parte de su justo precio. Aun así, piensan que favorecen al vendedor, pues le dan dinero, cuyos intereses son grandísimos, á trueque de tierras, que producen poco como no se esté sobre ellas y se emplee un capital de metálico y de inteligencia en su administración y cultivo.

D. Juan Crisóstomo hizo aún laudables esfuerzos para calmar á Rosita. Rosita llegó á decirle que preferiría ser hija de Joselito el Seco á ser hija suya; que si la hija de Joselito fuese la agraviada, su padre la vengaría.

D. Juan Crisóstomo no quiso ni pudo ser menos que Joselito el Seco, y por medio de su aperador envió recado á Respeta, diciéndole que los{103} acreedores de los Mendoza no querían aguardar más; que era menester pagarles en el término de diez días, y que, de lo contrario, serían ejecutados los Mendoza.

Rosita, no contenta con esto, dictó ella misma una carta insolente á Doña Ana, amenazándola si no pagaba en el término señalado. El Escribano, aunque resistiéndose y con mano temblorosa, tuvo que firmar la carta.

Respetilla, cuando se enteró de todo por su padre, fué á casa del Escribano, habló con Rosita, le echó en cara su mal proceder y trató de suavizarla. Viendo que era inútil la dulzura, empezó á echar fieros y á desvergonzarse con Rosita; pero ésta se revolvió enérgica contra él y le arrojó de su casa con cajas destempladas. Ganas se le pasaron á Respetilla de dar una soba á la hija del Escribano, y aun de sacudir el polvo al Escribano mismo; pero el miedo de provocar un lance sangriento con algún criado de aquella casa, lance que podía terminar en que le enviasen á Ceuta, tuvo á raya los ímpetus de su lealtad y devoción á D. Faustino. Harto hizo el fiel escudero con no volver á ir en casa del Escribano y privarse del dulce trato de Jacintica, con quien cortó relaciones.

Sobre Doña Ana, entre tanto, habían venido todas las penas juntas.

Su hijo no parecía y su inquietud se aumentaba.{104} Para consuelo, la amenazaban con la vergüenza de una ejecución, con la ruina total de su casa y hacienda.

Lo único que quedaba en casa, ya en el mes de Mayo, era un poco de vino, cuyo valor en venta no ascendería á diez mil reales. Doña Ana mandó á Respetilla que llamase á los corredores para que le vendiesen por lo que quisieran dar. Pero ¿qué eran diez mil reales cuando necesitaba ciento sesenta mil?

Doña Ana escudriñó todos sus armarios y cómodas; juntó la poca plata labrada y algunos dijecillos que conservaba aún; y aunque tampoco, por bien vendidos que fuesen, importarían más de otros diez ó doce mil reales, Doña Ana se decidió á venderlos.

Por último, venciendo su extrema repugnancia y sofocando su orgullo, acudió á su única amiga de corazón: escribió una carta á la niña Araceli, pintándole con vivos colores la terrible cuita en que se hallaba y pidiéndole auxilio.

Respetilla, encargado de llevar la carta y las joyas, montó á caballo y salió de viaje para el pueblo de la niña Araceli.

La infeliz Doña Ana, no pudiendo resistir por más tiempo tan crueles emociones, cayó enferma en cama con una espantosa calentura.

El pueblo, en medio de estos lances, se había dividido{105} en bandos. Unos aplaudían la venganza de Rosita; otros la censuraban. Éstos juzgaban abominable la conducta del Doctor, á quien ya suponían transformado en bandolero; aquéllos pensaban que Rosita era el mismo demonio, y que el seducido por ella había sido el Doctor, sin que ella tuviese derecho para lamentarse de su abandono y para tomar tan despiadada y bárbara venganza. Toda Villabermeja ardía, pues, en chismes, suposiciones y disputas.

El padre Piñón era el más decidido partidario de los Mendozas. El médico y él venían á visitar con frecuencia á la enferma Doña Ana, y el ama Vicenta la cuidaba con el mayor esmero.

—¿Dónde habrá ido á parar D. Faustino?—se preguntaba á sí mismo el padre Piñón, ya que á nadie se atrevía á confiar sus secretos pensamientos.—¿Habrá caído en poder de Joselito? Me temo que sí... Yo lo avisaré á María, la cual ya sé que está en salvo, gracias á Dios. Allá veremos cómo recobra su libertad el señorito D. Faustino.

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XXIII.

CONFIDENCIAS DE JOSELITO

Fuerza es volver ahora á hablar del Doctor, quien, como sospecharán los lectores, seguía en poder de Joselito el Seco.

Á poco de estar con él comprendió el Doctor que Joselito venía en busca de su hija, con el intento de robarla de casa del padre Piñón, donde había averiguado que se escondía por espías y amigos que tenía en Villabermeja.

El padre Piñón y María habían prevenido á tiempo este golpe, huyendo ella, sin que se supiese hacia donde.

El Doctor sufrió un prolijo interrogatorio de Joselito, quien, informado también de que su hija andaba enamorada del Doctor, no sabía cómo explicarse aquel viaje nocturno de D. Faustino.

Joselito no receló que su hija, sabedora de que él venía en su busca, se hubiese escapado y que el Doctor fuese persiguiéndola; pero, aunque lo hubiese recelado, era ya tarde para alcanzarla. Don{108} Faustino, no obstante, ocultó la fuga de María y buscó razones para explicar su viaje nocturno, hasta que vió que Joselito, por caminos extraviados, los llevaba á Villabermeja, con el evidente propósito de penetrar en casa del padre Piñón. Para evitar este lance, el Doctor, ya cerca del pueblo, declaró que María había huído y que él había salido persiguiéndola.

Joselito exigió al Doctor su palabra de honor de que decía verdad; y convencido de que el Doctor no le engañaba, echó sus cuentas, y decidió con gran rabia que ya era imposible alcanzar ni detener á su hija antes de que llegase á cierto punto, donde estaba segura.

Desistió, pues, Joselito de entrar en Villabermeja; y él y su partida y su prisionero anduvieron, durante muchos días, vagando por diferentes sitios, fuera de los caminos reales, y haciendo noche en caserías y cortijos, donde Joselito tenía partidarios ó cómplices.

El Doctor, completamente desorientado ya, no sabía en qué punto, ni siquiera en qué provincia de Andalucía se encontraba.

Fiado Joselito en la palabra de honor dada por el Doctor y en el compromiso que había contraído, le dejaba ir en su jaca, con sus armas, y al parecer completamente libre, aunque dos bandidos le vigilasen constantemente.{109}

No se permitió al Doctor que escribiese á su madre, por más que lo pidió con gran empeño. Por lo demás, estaba todo lo regalado, considerado y atendido que en aquella vida era posible.

Algunas veces se apartaron de Joselito varios de la partida, presumiendo D. Faustino que fuese para algún lance ó golpe de poca importancia, porque luego volvían, y notaba el Doctor que hablaban con el Capitán y que dividían y repartían dinero.

Á todo esto, el Doctor se desesperaba cada vez más, rabiaba ó cavilaba, y no atinaba con la razón de que así le llevasen cautivo.

Joselito era hombre de tan pocas palabras, que no había modo de que el Doctor pusiese nada en claro, por más que le interrogaba.

Una noche, por último, estando en una casería, que debía de ser de algún señor rico, pues había cuartos de dormir bastante cómodos y bien amueblados, Joselito dijo al Doctor que deseaba hablarle á solas. Subieron juntos al cuarto del Doctor, que era el más elegante y lujoso, y allí tuvieron la siguiente conferencia:

—Sr. D. Faustino—dijo Joselito el Seco,—no era mi intención secuestrar á su merced. Yo iba en busca de mi hija; hallé á su merced por casualidad; le reconocí, y dé su merced gracias al cielo de mi buena memoria y de lo mucho que se parece á su padre, porque si no le reconozco, su merced{110} sería ya pasto de los grajos; le reconocí, digo, y le he detenido entre los míos. Hoy quiero y debo decirle mis propósitos y muchas cosas que me importan y que le importan.

—Hable V., Joselito—interrumpió el Doctor:—la curiosidad me consume hace días.

Ambos interlocutores se sentaron entonces, frente á frente, en sillas que había junto á una mesa sobre la cual estaban dos candeleros de cristal con sendas velas ardiendo.

La traza de Joselito era de lo menos patibularia que puede imaginarse. Alto y esbelto de cuerpo; la tez blanca, aunque tostada del sol, y el pelo negro, si bien con algunas canas. Parecía ser hombre de cuarenta años, pero bien conservado y robusto. Los ojos eran entre garzos y verdes, rasgados y dulces. Gastaba Joselito patillas y llevaba afeitado el bigote, luciendo, en una boca pequeña, dientes blancos, iguales y bien formados. En suma, Joselito era un majo muy guapo, y se conocía que en su no lejana mocedad habría sido lo que se llama un real mozo.

—Aquí donde V. me ve—dijo á D. Faustino,—yo estaba destinado á hacer otra vida harto distinta de la que estoy haciendo; pero el hombre propone y Dios ó el diablo dispone. Cuando yo tenía diez y ocho años estaba de novicio en el convento de Villabermeja. Bien se acordará de aquellos tiempos{111} el padre Piñón, que me quería en extremo por el fervor y excelente voz con que yo cantaba las cosas de iglesia, y porque me suponía tan humilde y sencillo, que siempre andaba diciendo que yo iba á ser un santo. Tal vez lo hubiera sido, si no llego á ver á Juanita. Antes hubiera cegado. Juanita frecuentaba mucho la iglesia en compañía de su madre Doña Petra la viuda. Esta buena señora era muy presumida y entonada. Se jactaba de hidalga, y no sin razón. Su madre, la abuela de Juanita, había sido una hermana de su abuelo de V., señor D. Faustino. El pobre novicio tuvo, pues, la audacia de poner los ojos en una parienta de los Mendoza.

—¿De quién era viuda Doña Petra?—preguntó el Doctor.

—De un arriero enriquecido—contestó Joselito.—Eso importa poco. El caso fué que yo me enamoré perdidamente de Juanita. Mis ardientes miradas lograron excitar en su alma un amor igual al mío. En la misma iglesia nos hablamos con tal recato y disimulo, que Doña Petra no sospechó nada. Juanita y yo nos pusimos de acuerdo. Yo me escapaba por la noche del convento é iba á verla á su casa, saltando por las tapias del corral. Así seguían nuestros misteriosos y felices amores, cuando la belleza de Juanita despertó, en una feria, gran cariño en el corazón de cierto mayorazgo de{112} la ciudad de..., no distante de Villabermeja. Doña Petra concertó el casamiento de Juanita, la cual no se atrevió á oponerse; pero me informó de todo al momento. Ambos nos decidimos entonces á huir. La noche en que estaba todo dispuesto ya para la fuga, que iba á ser en un mulo que había en el convento, llevando yo á las ancas á Juanita, fuí á buscarla y á sacarla de su casa. Por desgracia, el novio mayorazgo, que rondaba por allí con un criado suyo, me vió cuando yo saltaba la tapia del corral, y antes de que cayese yo del otro lado, me asió de una pierna, y tirando de mí con violencia, logró derribarme en el suelo. Me levanté al punto algo magullado, y antes de que me rehiciese me aplicó el mayorazgo tres ó cuatro furiosos puntapiés, llamándome ladrón. Casi me derribó en el suelo otra vez, pues era hombre forzudo de veras. Á pesar de mi turbación y malas andanzas, tuve tiempo de ver y reconocer en quien me maltrataba á mi rival aborrecido. Los celos, entonces, y la ira y la vergüenza de verme afrentado de un modo tan cruel, me hicieron olvidar toda mi humildad de novicio, que tanto el padre Piñón celebraba. Mi antigua mansedumbre se trocó de repente en ferocidad y en encono. Las llamas del infierno abrasaron mi corazón en deseos de pronta y terrible venganza. El diablo, á quien sin duda hube de llamar en mi socorro, me oyó y me proporcionó los medios{113} en el acto. Junto al sitio hasta donde el último puntapié me había echado había un montón de gruesas piedras. Agarré una, y con la velocidad del rayo volví contra mi enemigo, y antes de que tratase de parar el golpe, se le dí con tal tino y brío sobre la cabeza, de la cual al pegarme había dejado caer el sombrero, que le hundí y rompí los huesos de un modo horroroso, haciéndole caer muerto á mis plantas. Fué todo esto tan instantáneo, que el criado no había tenido tiempo para favorecer á su amo. Cuando le vió caer, sintió miedo de mí y empezó á gritar: «¡Al asesino, al asesino!» Lleno yo de terror, todo confuso y aturdido, pues era al cabo la primera muerte que hacía, no tuve serenidad para huir. Salieron hombres de varias casas; me prendieron; me entregaron á la justicia, y, por último, me condenaron á presidio. Con los años y las desgracias deseché en presidio los escrúpulos que en el convento me habían inspirado; conocí á fondo lo que es la vida, y ví que era mala mi estrella y que sólo á fuerza de valor podía yo dominar su influjo funesto. Un día, mientras trabajábamos en un camino, concerté tan hábilmente las cosas con cuatro compañeros, que logré recobrar mi libertad en su compañía, no sin que perdiese la vida uno de los capataces que quiso detenernos. Desde entonces ando en este oficio en que ahora me vé su merced, y no es posible que ande en otro.{114} Juanita murió miserable y deshonrada mientras estaba yo con la cadena. Dejó una hija, que es María. Yo adoro á mi hija, señor D. Faustino. La quiero por ella y porque es un recuerdo vivo de Juanita; pero María se avergüenza de mí, me huye, no quiere verme. Los que la han educado le habrán inspirado quizás algunas buenas ideas; pero se han olvidado de inspirarle amor y hasta respeto á su padre. Sea yo quien sea, ¿dejaré de ser su padre? ¿No es un mandamiento de la ley de Dios el que ella me ame y me respete?

Mucho había que contestar á esto; pero al Doctor no le pareció prudente ni oportuno ponerse á disputar con Joselito, y permaneció callado.{115}

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XXIV.

SUNT LACRIMÆ RERUM

Viendo Joselito que el Doctor nada contestaba, prosiguió hablando de esta manera:

—V. no me contesta, Sr. D. Faustino, porque cree que mi hija hace bien en huir de mi lado, en aborrecerme, en despreciarme quizás; pero yo me examino, me juzgo y no me hallo ni despreciable ni aborrecible. Quiero conceder que hubo un momento de mi vida en el cual fuí completamente libre y del cual pendió toda mi conducta ulterior. ¿Cuál fué ese momento? ¿Fué cuando recibí los puntapiés y demás afrentas del mayorazgo? ¿Debí aguantarme y sufrirlos con resignación? ¿Es así como no hubiera sido despreciable? ¿Estuvo quizá mi culpa en no medir ni calcular bien ni el sitio en que dí con la piedra, ni la violencia que la piedra llevaba? ¿Dependió de mí entonces tener serenidad y acierto para no matar al mayorazgo y magullarle y vengarme, quedando bien puesto mi{116} honor, ó, si los novicios no deben hablar de su honor, mi dignidad de hombre? Para evitar aquel trance, ¿debí acaso renunciar al amor de Juana, aconsejándole que engañase al mayorazgo y se casase con él, dando gusto á su madre, y siguiendo yo de novicio, como si tal cosa? Esto hubiera sido muy cómodo para todos, pero hubiera sido muy ruín. Lo mejor, dirá V., hubiera sido no enamorarse de Juana, no seducirla. Pero ni yo seduje á Juana ni ella me sedujo. Fuímos el uno hacia el otro, atraídos por un impulso irresistible, como van el río á la mar y el humo á las nubes. Nada... estaba escrito... era mi sino. No lo dude V.: yo hubiera sido un santo si no llego á ver á Juana. El diablo se valió de ella para perderme y de mí para perderla, sin que ni ella ni yo pudiésemos evitarlo.

El Doctor sintió el prurito de contestar á todos aquellos sofismas, con los cuales el bandido trataba de justificarse; pero calculó que era inútil. Además, no se hallaba el Doctor con autoridad suficiente. Su moral era clara y severa en la teoría, pero en la práctica dejaba mucho que desear. Concediéndose los mismos bríos de Joselito, el Doctor se ponía en su lugar y aceptaba la muerte del mayorazgo como obra suya. No hay que decir que los amores con Juana, el saltar por las tapias del corral y el proyecto de rapto, no parecían al Doctor impropios de su carácter; él hubiera obrado del{117} mismo modo en iguales circunstancias, mas sin considerarse por eso exento de culpa. Donde ya veía el Doctor una culpa con la que jamás se hubiera manchado, era con la fuga de presidio y con haber adoptado después la vida de bandolero. De esto no se absolvía el Doctor. ¿Había, sin embargo, razones para absolver á Joselito? Tampoco. Los principios de la moral, la ley de la conciencia, la intuición viva de lo justo y de lo bueno no resultan de largos y prolijos estudios: lo mismo están grabados en el alma del hombre de ciencia que en la del campesino más rudo. El que borra, tuerce ó desfigura esos principios, esas leyes, esas nociones, es siempre responsable, es culpado. El error de su entendimiento implica una falta de la voluntad, que se empeña en sofisticar las cosas para acallar la voz de la conciencia. No se puede negar que en ciertos pueblos, entre gentes selváticas ó bárbaras, esa degradación, ese obscurecimiento de la moral es obra de la sociedad entera: el individuo puede, por lo tanto, no ser responsable de todo; pero en el seno de la sociedad europea no es dable suponer ignorancia ó perversión invencibles. Por más que se ahonde, por más que se descienda hasta las últimas capas sociales, no se hallará el abismo obscuro donde vive un ser humano sin que la luz penetre en su alma y grabe allí las reglas de lo bueno y de lo justo.{118}

Así pensaba el Doctor, en nuestro sentir muy atinadamente, por lo cual distaba mucho de justificar á Joselito el Seco y de ver en él una víctima de la fatalidad, del sino, según él decía.

Joselito, permaneciendo siempre mudo el Doctor, trató de justificar y hasta de glorificar su oficio.

Todo cuanto se ha dicho en libros y periódicos sobre lo mal organizada que está la sociedad, sobre el modo que tienen muchos de adquirir la riqueza explotando á sus semejantes, sobre el mal uso que de esta misma riqueza se hace después, tiranizando y humillando á los pobres, todo se lo sabía y lo explicaba Joselito; todo lo ha sabido y explicado, con menos método y orden, pero con más viveza y primor de estilo, cuanto ladrón ha habido en Andalucía desde hace años. El Tempranillo, el Cojo de Encinas Reales, el Chato de Benamejí, los Niños de Écija y tantos otros, sabían poco menos en esta censura de la economía social, que Proudhon, Fourier ó Cabet pueden haber sabido. Joselito el Seco no se quedaba á la zaga.

Tales declamaciones contra la sociedad parecían en aquellos tiempos, y aun en años después, tan sin malicia, que las novelas de Eugenio Sué, El Judío errante, Martín el expósito y Los Misterios de París, llenas del espíritu del socialismo, se publicaron en periódicos moderados como El Heraldo.{119}

Dejando aparte la cuestión de si es ó no justa, y de hasta qué punto lo es la censura, no se ha de negar que, aun suponiendo parte de la propiedad fundada en el robo, ora por violencia, ora por astucia, no es modo de remediarlo robando también por medio de la astucia ó por medio de la violencia, ya con la fuerza colectiva y grande de un estado revolucionario, ya con la fuerza menos potente de una cuadrilla de bandoleros. Joselito el Seco, no obstante, entendía ó quería dar á entender que sí, apoyado en un antiguo refrán, cuya importancia es inmensa. El refrán dice: Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón; y en este refrán se apoyaba para afirmar, no ya que no cometía ningún delito, sino que ejercía todas las obras de misericordia, cifradas y compendiadas en una. En efecto, Joselito no robaba jamás sino á los ricos, á quienes despojaba sólo de lo que le parecía supérfluo, dejándoles lo necesario. Hacía muchas limosnas, socorría no pocas necesidades, y enviaba dinero á varios puntos para misas y funciones de iglesia, porque era muy buen cristiano. Sostenía Joselito que casi todo lo que había robado se lo había robado á ladrones, y los de su cuadrilla jamás se echaban sobre la presa sin exclamar: «Rindete, ladrón, y suelta la bolsa». La excesiva abundancia de dinero induce además á los hombres á que se entreguen á la ociosidad, madre de todos{120} los vicios; á que se traten con sibarítico regalo, y á que ofendan á Dios, en suma, por no pocos caminos. Por donde Joselito afirmaba que, despojando á muchos de lo supérfluo, había contribuído poderosamente á la mejora de sus costumbres y les había abierto y allanado el sendero de la virtud.

Después de esta apología, Joselito dió nuevo giro á su discurso, y habló de la hacienda y casa de los Mendoza, cuyo estado conocía; lo pintó todo como perdido sin remedio, y por último, dió al Doctor las noticias recientes, que por sus espías y amigos él había recibido de Villabermeja, sobre la venganza de Rosita y la amenaza de ejecución.

El dolor y la rabia de D. Faustino fueron muy grandes al saber tan tristes nuevas. Al pensar en el apuro y desconsuelo en que estaría su madre, no acertó á contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.

—¡Por vida del diablo!—dijo Joselito,—¿qué lágrimas son esas? Un hombre recio no llora nunca. ¿Quiere V. vengarse? Yo le doy mi auxilio. Nada tiene V. ya que esperar de la gente. Rompa V. con toda. Declárele la guerra con valor. ¿Sería V. acaso el primer mayorazgo arruinado que se ha hecho de los nuestros? Una palabra resuelta de V., y V. es aquí el amo. En tres ó cuatro días nos ponemos en la Nava, y hacemos, si V. quiere, una atrocidad.{121} El Escribano usurero nos soñará toda la vida. Le quebraremos las tinajas, vertiendo el vino y el aceite; le mataremos las reses; y si esto no basta, le incendiaremos la casería.

D. Faustino no pudo menos de romper entonces el silencio que hasta allí se había impuesto.

—Joselito—dijo,—cada hombre tiene su natural y su modo de proceder. Yo no quiero probarle á V. que V. obra mal; pero no puedo menos de decirle que yo pienso de muy diversa manera y no puedo hacer nada de lo que V. hace. El Escribano, usurero por sí ó en nombre de otros, pide lo que le pertenece de derecho. Ninguna injuria me infiere. Nada tengo que vengar. Aunque mi madre muriese de pena, no pensaría yo que el Escribano usurero fuera el causante de su muerte. La culpa sería mía, que con mi imprevisión no he sabido evitar tanto bochorno.

—Me aflige oir á V., Sr. D. Faustino—replicó Joselito.—No quisiera ofender á mi prisionero; mas no puedo resistir á la tentación de decir á V. que es V. un blandengue. Es treta muy común negar la injuria para excusar el peligro de la venganza. Tiene V. razón: la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada.

El Doctor perdió los estribos: se puso más colorado que una amapola; se olvidó de que Joselito{122} estaba armado siempre; se olvidó de que á una voz de Joselito podrían acudir sus hombres y darle muerte en el acto.

—¡Voto á Dios!—dijo,—que yo no disimulo injuria alguna, y menos la de V., que es quien me injuria. ¿Piensa el ladrón que todos son de su condición? ¿De dónde, por perdido que yo esté, puede V. inferir que yo voy á adoptar la infame vida que V. lleva? Repito que el Escribano está en su derecho; que no me injuria, y basta que yo lo diga. El Escribano obra como quien es: es ruín y obra ruínmente; pero no me injuria.

Joselito, en el primer momento, estuvo á punto de romper la cabeza al Doctor, que así se desahogaba. En todos los días de su vida había tenido Joselito tanta paciencia. Reportó su cólera. Allá en su interior casi se alegró de que la persona de quien su hija andaba enamorada tuviese tantos arrestos.

—¡Bien está!—dijo.—Á quien hoy toca, no disimular, sino perdonar las injurias, es á un servidor de V., Sr. D. Faustino. No disputemos más. Cada loco con su tema.

—Dispense V., Joselito, si me he exaltado un poco.

—La cosa no es para menos. Comprendo que debe de estar V. más quemado que candela. Sentiré quemarle más; pero me importa recordar el{123} pacto que hemos hecho. V. tiene algo viva la sangre y puede olvidarlo á lo mejor. Un caballero tan cabal, que está en su punto, sería una lástima que se cegase y faltase á lo pactado.

—Yo no faltaré nunca.

—Con todo, no está demás recordar á V. que es mi prisionero; que ha prometido no huir ni hacer armas contra nosotros, sino seguirme y obedecerme.

—En cuanto no se oponga á mi honor ni á mis principios.

—Convenido. Pues sepa V. ahora, Sr. D. Faustino, que por más que no quiera V. ser de nuestra compañía, V. ha de permanecer conmigo á modo de cimbel ó reclamo.

—¿Qué significa eso?

—La cosa es muy sencilla. ¿Para qué sirven el cimbel y el reclamo? Para que las avecillas enamoradas acudan donde ellos están. Pues para esto me está V. sirviendo. Deseo que mi ingrata hija venga á mí; y ya que no venga por amor de su padre, vendrá por amor de usted. Para esto sigue V. en mi poder. Luego que venga María, yo concertaré con ella el precio del rescate. Yo tengo donde ella viva segura y con mucho regalo. ¿Por qué no ha de vivir María donde esté bajo el dominio de su padre, donde su padre pueda verla? ¿Por qué ha de andar huyendo siempre de mí?{124}

El plan del bandido era hábil. El Doctor no dudó de que María iba á venir en busca de su padre, á fin de salvarle á él del cautiverio. El caso era triste. Él iba á tener la culpa de que aquella mujer, que había podido hasta entonces librarse de padre tan tremendo y de vivir como su cómplice á costa de sus robos, cayese en poder del capitán de bandoleros. Las súplicas y los insultos hubieran sido inútiles para hacer que Joselito cambiase de propósito. El Doctor se calló por consiguiente.

Dos días después del coloquio que acabamos de referir, permanecían aún los bandidos y el Doctor en la hermosa casería de que se ha hablado. Sin duda esperaban la llegada de alguien: casi de seguro, imaginaba el Doctor, esperaban la llegada de María.

Eran las diez de la noche. Se oyeron resonar fuera de la casería los cascos de dos caballos, que á poco llegaron y pararon á la puerta. Joselito, su tropa y el Doctor se hallaban tomando el fresco en el patio, cuando el bandido que estaba de atalaya entró seguido de dos hombres. El uno, que parecía criado, venía descubierto; el otro venía embozado en su capa hasta los ojos y con el ala del sombrero tapada la frente y envueltos en sombra los ojos mismos. Sin desembozarse, sin descubrirse, dijo el incógnito:

—Á la paz de Dios, caballeros.{125}

—Á la paz de Dios—le contestaron.

Encarándose luego con Joselito, añadió:

—Dios te guarde. Guíame á un cuarto cualquiera. Tengo que hablarte á solas.

Estas palabras, pronunciadas con imperio, fueron oídas con profundo respeto por Joselito, que conoció en la voz á quien las pronunciaba. Guió, pues, al embozado á un cuarto, donde hizo poner luces. El criado quedó en el patio aguardando en silencio. Los caballos en que habían venido amo y criado estaban fuera de la casería, atados de la brida á unas argollas que al efecto había en la pared.

La conferencia duró más de una hora; y terminada que fué, el embozado partió con su acompañante, á quien el mismo Joselito vino á llamar para que siguiese á su amo. Las pisadas de los dos caballos que se alejaban se oyeron resonar desde el patio.

—Señor D. Faustino—dijo entonces Joselito—, tenga su merced la bondad de venir conmigo.

El Doctor siguió á Joselito al mismo cuarto donde con el embozado había estado hablando. Solos allí, con voz conmovida dijo Joselito al Doctor:

—Todos mis planes se han deshecho. Es mi sino. Hay una fuerza superior á mi voluntad que me avasalla y sujeta. María no ha muerto; pero V. y yo debemos considerarla como muerta. No la volveremos á ver más. Para nada le necesito á V. ahora. He prometido además al hombre que acaba de irse{126} de este cuarto que pondré á V. en libertad inmediatamente. Voy á cumplir la promesa. ¿Quiere usted irse ahora mismo?

—Estoy impaciente por ver á mi madre, por salvarla, por consolarla al menos. Ahora mismo me voy—contestó el Doctor.

En balde intentó averiguar quién era el personaje misterioso que procuraba su libertad, y, sobre todo, cuáles eran el paradero y el destino de María, para que tuviese él que considerarla como muerta. Joselito no quiso ó no pudo revelarle nada. Mandó que ensillasen la jaca del Doctor y que dos de los de más confianza de la cuadrilla se preparasen á acompañarle.

Todo dispuesto ya, el Doctor se despidió de Joselito alargándole la mano, que éste apretó amistosamente entre las suyas.

Por trochas y atajos, por sendas extraviadas, caminando más de noche que de día, llegaron, al tercero, el Doctor y su comitiva á un sitio distante media legua de Villabermeja y muy conocido del Doctor, porque estaba en el camino de su casa de campo. Allí los bandidos le pidieron su venia para volverse. El Doctor se la dió de buen grado, con mil gracias por el favor que le habían hecho. Procuró también darles el dinero que llevaba consigo; pero la caballerosidad y desprendimiento de aquellos valientes no lo consintió.{127}

Empezaba á clarear cuando el Doctor se quedó solo. Era una mañana hermosísima. Con la impaciencia de volver á ver á su madre, puso el Doctor espuelas á la jaca, y pronto se halló en el lugar y á la puerta de su casa, que vió abierta, aunque tan temprano.

Entonces le dió un vuelco el corazón. Presintió una desgracia. Una nube de tristeza nubló sus ojos.

Faón fué el primero que salió á recibirle; pero en vez de mostrar contento, daba aullidos tristes.

Bajó el Doctor de la jaca, y dejándola en el zaguán, entró por el patio, sin hallar á persona alguna. El podenco iba delante, aullando á veces, como si quisiera darle una nueva dolorosa.

Al ir á subir la escalera para dirigirse al cuarto de su madre, apareció la niña Araceli y se echó en los brazos del Doctor.

—¡Hijo mío, hijo mío!—dijo.—¿Dónde has estado? ¡Gracias á Dios que sano y salvo te volvemos á ver!

—Tía, ¿cómo está V. por aquí? ¿Qué ha pasado?

—Tu madre está enferma, hijo mío.

—No me oculte V. la verdad, tía. Es inútil. Mi madre...

—No subas ahora... está durmiendo.

—Está durmiendo un sueño eterno—exclamó el Doctor.—Mi madre ha muerto.{128}

La niña Araceli ni afirmó ni negó, pero prorrumpió en amargo llanto.

El Doctor subió precipitadamente la escalera. Iba á dirigirse á la alcoba de su madre, cuando el ama Vicenta le detuvo á la puerta, diciéndole:

—No está aquí.

Instintivamente se fué entonces hacia la sala-estrado. También allí estaba á la puerta otra persona: el padre Piñón.

—Déjeme V. que entre y la vea,—dijo D. Faustino.

El padre Piñón, juzgando ya inútil todo disimulo, respondió al Doctor:

—No entres; no perturbes su reposo: pide á Dios que descanse en paz.

D. Faustino cayó llorando entre los brazos del Padre.

—¡Ha muerto!—dijo.

—Ha muerto como una santa,—contestó el padre Piñón.

—Soy un miserable. Yo la he muerto con mis locuras. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué no me matas á mí?

Quia Dominus eripuit animam tuam de morte,—dijo el Padre, que siempre llevaba el Breviario en la memoria, y que entonces, además, le traía en la mano, abierto por el Oficio de Difuntos.

—Hijo mío—añadió,—reza por tu madre, reza{129} por tí; mira que en estas grandes tribulaciones el rezar es el mayor consuelo: Tribulationem et dolorem inveni, et nomen Domini invocavi.

—Es cierto—respondió D. Faustino;—he hallado la tribulación y el dolor, pero no he hallado la fe.

—¡Qué horror! Si has de hablar así, vete, no profanes este sitio.

El Doctor tomó entonces maquinalmente el Breviario que tenía el padre Piñón. Fijó sus ojos en la página por donde estaba abierto, y leyó unas desesperadas sentencias del libro de Job, encarándose al leerlas con el Padre, como si le contestara.

—Mi alma—dijo—tiene tedio de mi vida. Hablaré con amargura de mi alma. Diré á Dios: no quieras condenarme. Manifiéstame por qué me juzgas así. ¿Por ventura te parece bien el que me calumnies y me oprimas?

Aterrado el Padre de que así convirtiera el Doctor el bálsamo en veneno, le arrancó el Breviario de entre las manos.

D. Faustino se precipitó dentro de la sala.

En medio de ella, en un féretro, entre cuatro blandones ardiendo, hacía más de veinticuatro horas que estaba su madre de cuerpo presente.

D. Faustino se acercó al féretro con silencio respetuoso; se hincó de rodillas como quien pide perdón, y levantándose luego del suelo, se inclinó sobre{130} el rostro de la difunta, le contempló con honda pena, y exclamó como si anhelase despertarla:

—¡Madre, madre mía!

Respetilla, que estaba velando el cadáver; el padre Piñón; Doña Araceli, que había subido, y el ama Vicenta, callaban y lloraban.

El Doctor, aproximando, por último, los labios á la cara pálida y desfigurada de Doña Ana, la besó en la frente y en las mejillas.

Los que asistían á este espectáculo se apoderaron de D. Faustino, y casi por fuerza le sacaron de allí y se le llevaron á su cuarto.{131}

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XXV.

LA SOLEDAD

El dolor de D. Faustino fué grandísimo en aquellos días. Nació, no sólo del amor que profesaba á su madre, sino del remordimiento de haber sido, en parte, causa de su muerte.

El Doctor, allá en el seno de su conciencia, recordaba la vida de Doña Ana, y comprendía que había sido un prolongado martirio, en que su padre y él habían hecho el oficio de verdugos.

Doña Ana, resignada á vivir en Villabermeja, con un espíritu elevado y culto, no había tenido con quién entenderse. Su marido, rudo, selvático, montaraz, no sabía estimarla. Ni siquiera por gratitud, viéndose tan cuidado y respetado, había mostrado amor y consideración á Doña Ana. Con sus amores viciosos por la Joya y la Guitarrita, y por otras daifas palurdas por el estilo, había humillado cruelmente á su mujer. Ni siquiera amistad, ya que no amor, había sabido mostrar á aquella noble señora, con quien jamás había acertado á{132} sostener un diálogo que durase cinco minutos. En cambio, ora jugando, ora en francachelas, en ferias y en excursiones á otros pueblos de Andalucía, ora en regalos á las mancebas que había tenido, ora con su desorden, mala administración y necios planes, D. Francisco López de Mendoza se había empobrecido y se había empeñado.

D. Faustino, lejos de remediar los males de su casa, los había agravado más, si no con gastos grandes, con su imprevisión y su descuido y con su incapacidad para las cosas prácticas de la vida. Su conducta reciente había provocado, por último, la cólera de Rosita, y había traído sobre la cabeza de su madre el golpe rudo que, en unión con su fuga y cautiverio entre los ladrones, había acabado por matarla. D. Faustino no quería perdonarse nada de esto. Estaba inconsolable.

La niña Araceli y el padre Piñón, que eran tan buenos, le hablaban de resignación; le decían que era menester conformarse con la voluntad de Dios, y aseguraban que Doña Ana, que había sido tan virtuosa no podía menos de estar en el cielo. Á par de estas razones, fundadas en la fe, sacaba á relucir el padre Piñón, con un candor delicioso y con un sentido común exento de sentimentalismo, otros pensamientos y discursos que, ya que no convenciesen al Doctor, le hacían sonreir y aliviaban algo su pena.{133}

—Faustinito—decía el Padre,—no te aflijas tanto. ¿Qué se gana con afligirse? ¿Hay nada más natural que morir? Si no se muriese la gente, ¿cabríamos ya en el mundo? Además, ¿crees tú que nos podríamos sufrir, al cabo de cierto tiempo, si fuésemos inmortales? ¡Qué monotonía tan inaguantable la de la vida si no hubiera en ella término! Yo creo que en este bajo suelo sería peor una vida inmortal que el tormento de quien no duerme y se cansa. Al cabo de cierto tiempo de velar y de trabajar, te sientes cansado y deseas dormir; pues lo mismo, después de vivir y de afanar mucho, se desea la muerte. La muerte es el reposo, es el sueño para los que velaron y se fatigaron demasiado. Se me figura á veces que en el morir debe de haber muy semejante deleite, aunque mil veces más intenso, al del hombre que, después de haber ganado su jornal y empleado bien el día en obras útiles y misericordiosas, se tiende en una buena cama, estira las piernas y se queda dormido.

—Sí, Padre—contestaba el Doctor;—pero ese hombre se duerme con la esperanza cierta de despertar á la mañana siguiente y de ver la luz y de hallarse más fuerte y brioso.

—Pues con más bella y sublime esperanza se entregó tu madre al sueño del sepulcro—replicaba el padre Piñón, dejando á un lado sus filosofías instintivas y volviendo á su papel de creyente{134} y de sacerdote.—Tu madre se entregó al sueño del sepulcro con la esperanza cierta de despertar á la mañana, pero á la mañana que no termina ni cansa; de gozar de otra luz más hermosa, de gozar de un día eterno, y de recibir una magnífica paga, un jornal espléndido por sus trabajos y virtudes. Sin duda, que, al morir, la palabra de Dios resonó en el centro de su alma, diciendo: Ego sum resurrectio et vita: qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet; et omnis qui vivit et credit in me non morietur in æternum.

Por desgracia, ni los razonamientos mundanos y filosóficos del padre Piñón, ni sus creencias, ni las antífonas del breviario que citaba, llevaban el mayor consuelo al ánimo de D. Faustino. Sólo dos personas había hallado en el mundo con quienes su corazón verdadera y profundamente simpatizase, con quienes su espíritu estuviese en comunicación real: su madre y María. Una había muerto; de la otra, tal vez para siempre le apartaba un obstáculo invencible. De esto no acertaba á consolarse con nada.

Por otra parte, ahora que ya había perdido á su madre, el Doctor se echaba en cara su desvío, ó por lo menos su tibieza para con ella. Se culpaba de no haberla amado y respetado bastante, y no se lo perdonaba. El Doctor se fingía creyente, religioso, por un momento, y comprendía que, no{135} sólo el padre Piñón, sino todos los sacerdotes del mundo le absolverían de aquellos pecados. Dios, cuya justicia no es mayor que su bondad, pues ambas son infinitas, le perdonaría también; pero él no se perdonaba. Acumulaba sus faltas como quien hace una suma; y así como por más que se esforzase no podía conseguir que tres y dos no fuesen cinco, así tampoco podía lograr perdón para aquella suma dentro de su conciencia recta y fría como la tabla de sumar ó como un conjunto de axiomas. Entonces exclamaba:—¡Qué felicidad es creer en una misericordia infinita, en un amor sin límites, que le perdona á uno lo que uno mismo no se perdona! Yo tengo en mí un ideal de perfección, que sólo me sirve de tormento, porque jamás llego á él; y cuando me examino y estudio, veo que me aparto de él y me degrado más cada día. ¡Dichosos los que imaginan percibir ó perciben una realidad suprema, cuya bondad inagotable los purifica, elevándolos hasta ella!

La niña Araceli procuraba también consolar á D. Faustino; pero lograba menos aún que el padre Piñón.

Entre tanto, la niña Araceli había prestado á la casa un servicio inmenso. Todo el dinero que tenía ahorrado, que pasaba de dos mil duros, le había traído y entregado á Respeta para que pagase á los acreedores. La venta de las alhajas de Doña{136} Ana y de los frutos que aun quedaban en la casa había producido cerca de otros mil duros. Y por último, la niña Araceli, empeñando sus bienes, había traído hasta otros seis mil duros, con todo lo cual había nueve mil, y sobraba para salir del apuro y salvarse de la ejecución.

Doña Ana logró morir con el consuelo de ver esta gran prueba de amistad de la niña Araceli, que vino á cuidarla, recibió su último suspiro y le cerró los ojos.

Para el Doctor, aunque agradecido á la niña Araceli, era una humillación que hubiese hecho ella lo que él, que tan capaz de todo se juzgaba, no había podido hacer. Tenía, además, el Doctor, cierta envidia generosa de que la niña Araceli, y no él, hubiese sido quien oyó las últimas palabras de la moribunda, y vió apagarse la postrera luz de su dulce mirada, y sintió en su rostro, inclinado sobre el lecho de muerte, el aliento final de aquel noble pecho.

Como la muerte de Doña Ana había provenido en parte de los disgustos é insolencias del Escribano usurero, no dejó de pasar por las mientes del Doctor la idea de tomar venganza. Pero pronto la desechó considerándola miserable y hasta ridícula. El Escribano, y sobre todo, Rosita, que mandaba en el Escribano, no habían recibido sino agravios de la casa de los Mendoza; y si los habían satisfecho{137} reclamando lo que les pertenecía, nada había que vengar ni nada de que quejarse. Don Faustino sólo sentía por el Escribano y por Rosita un desprecio profundo, desprecio que estamos nosotros muy lejos de justificar.

D. Juan Crisóstomo Gutiérrez estaba compunjido y aterrado con la muerte de Doña Ana y con la venida del Doctor. Unas veces soñaba que la muerta entraba en su cuarto de noche y venía á tirarle de los piés; otras veces sospechaba que el vivo D. Faustino iba á darle una paliza el día menos pensado.

En el pueblo, donde el Escribano era por lo general odiado, como suelen ser los ricos por los pobres, sobre todo cuando los ricos no son generosos, casi todos los contrarios de los Mendoza, que en un principio habían aplaudido la venganza, movidos á compasión por la muerte de Doña Ana, se desataban en invectivas contra aquel usurero infame y sin entrañas, que era lo menos que de él decían.

Rosita, por su parte, se mostraba sombría y silenciosa, aunque procuraba parecer impasible. Si allá en el fondo de su alma pugnaba por surgir el arrepentimiento, pronto le sofocaba ella evocando el recuerdo de todas las injurias recibidas. La noche de la Nava se presentaba viva en su imaginación, con su abandono, con su deleite, con todos{138} sus hermosos delirios, que casi al punto se desvanecieron. Estas imágenes eran para el corazón de Rosita como una copa donde había gustado néctar y donde no había ya sino turbias heces de hiel y veneno. Recordando aquella noche y recordando la otra en que sorprendió al Doctor con María, Rosita, lejos de arrepentirse, se apesadumbraba de ser una flaca y desvalida mujer, y se avergonzaba de no ser bastante valerosa para buscar al Doctor y darle de puñaladas.

D. Faustino, lleno de pena, ni quería salir de casa ni tratar de negocios, y encargó al padre Piñón para que fuese en casa del Escribano, en compañía de Respeta, á pagar lo que debía y á levantar las hipotecas que pesaban sobre sus bienes.

De la materialidad de recibir y contar el dinero cuidó Rosita. Durante esta prosaica operación, en el despacho particular de la casa, mientras su padre estaba en la escribanía, Rosita se quedó á solas con el padre Piñón, y éste le dijo:

—Ya tienes ahí todo el dinero; ya estás pagada; ya debes estar contenta.

—¡Ay, padre, padre! La deuda que Faustino contrajo conmigo no se paga con todo el oro del mundo. Ni con su sangre y su vida la pagaría.

—Eres una pecadora empedernida—replicó el padre Piñón.—Por ahí me acusan de que tengo la manga ancha, y es verdad que la tengo. Á mucho{139} amor, mucho perdón; tal vez entienda yo muy á la letra aquello de que le será perdonado mucho á quien mucho ha amado; pero cuando el amor se trueca en odio, te aseguro que se me quitan las ganas de perdonar. Dime, desalmada mujer, ¿no te remuerde la conciencia de la muerte de Doña Ana?

—Oiga V., Padre, ¿y por qué ha de remorderme la conciencia? ¿Qué culpa tengo yo de que la tal señora se haya muerto? La matarían los diablos y condenados con quienes andaba de tertulia por la noche. Lo que es nosotros nos lavamos las manos. ¡Pues no faltaba más!... Lucidos estaríamos si no pudiésemos pedir lo que se nos debe, por temor de que los tramposos sensibles y delicados se nos murieran. Vaya... si por tan poca cosa diesen los tramposos en la gracia de morirse, España se convertiría en un desierto.

—En un desierto es en el que yo predico predicándote á tí,—dijo por último el Padre Piñón, y selló sus labios.

Tres semanas después de la muerte de su prima, la niña Araceli se volvió á su lugar, acompañada de Respeta y otros criados. La niña Araceli hizo desde luego donación á D. Faustino de sus dos mil duros ahorrados. D. Faustino trató en balde de reconocer aquella deuda y de pagar intereses. De los otros seis mil duros que había Doña Araceli{140} tomado prestados con hipoteca de sus bienes, el Doctor se comprometió en regla á pagar los réditos, para no ser más gravoso á su tía. Tía y sobrino se despidieron con lágrimas y tiernos abrazos, á más de tres leguas del lugar, hasta donde fué el Doctor acompañándola.

Durante la permanencia de Doña Araceli en Villabermeja al lado de su sobrino, á pesar de que éste jamás preguntó por su prima Costanza, Doña Araceli, que era locuaz y expansiva, le informó de que la marquesa de Guadalbarbo era en extremo dichosa. Su marido la adoraba. La fortuna los favorecía. Todo les salía bien. Nadaban en la opulencia. Se habían ido á Londres, donde el marqués tenía negocios de banca, y cada día juntaba más dinero, sin dejar por eso de conservar todas sus fincas en España y aun de comprar otras.

De María es de quien el Doctor hubiera querido saber; pero el único que de algo quizás podría informarle era el padre Piñón, que todo se lo callaba, afirmando que no sabía dónde María había ido.

—Sólo sé—añadía—que te amaba con todo su corazón; que, sin embargo, ha debido abandonarte, y que tal vez no la volverás á ver en esta vida.

Sin madre y sin amiga, sin las dos únicas personas á quienes amaba y respetaba, se halló el Doctor en la soledad más espantosa. Respetilla{141} trataba de entretenerle y distraerle; pero sus noticias y sus chistes no le arrancaban ni una sonrisa. El padre Piñón había intimado con D. Faustino y venía á verle con frecuencia; pero tampoco el padre Piñón penetraba en el alma y en el pensamiento del Doctor. Es cierto que le echaba sus sermones, que le citaba versículos y oraciones y sentencias del Breviario, y que á veces apelaba al sentido común y razonaba con cierta filosofía burda; pero siempre que el Doctor se dignaba dar contestación á todo aquello, solía quedarse el Padre en ayunas de lo que el Doctor decía, figurándosele que no hablaba en castellano, sino en griego. De esta suerte venían á terminar los diálogos entre ambos, quedando el Doctor y el clérigo muy poco satisfechos el uno del otro, aunque buenos amigos.

Imaginó, pues, el Doctor que su espíritu, en lo que tenía de más íntimo y esencial, estaba completamente incomunicado, y que sólo en lo somero, vulgar y casi indiferente se tocaba con otros espíritus. Aquel aislamiento y aquella soledad se le hicieron insufribles. Entonces pensó de nuevo, como ya otras veces había pensado, en la posibilidad de entenderse y comunicar con espíritus que no fuesen de los que tenían cuerpo humano, y en si esto sería factible por otro medio más sutil que la palabra material, que agita el aire y que el aire transmite. Tan grande fué el esfuerzo de su fantasía y{142} su contínua preocupación para lograr esto, que no pocas noches, en el silencio de su retiro, creyó ver á la coya que se destacaba del marco y venía á decirle misteriosos discursos, que penetraban en su alma sin pasar por los oídos, y vió de nuevo el espectro de María que llegaba hasta él y le infundía en la mente y en el corazón sentimientos inefables y conceptos intraducibles en toda lengua humana. Aun así, esto no satisfacía al Doctor.

—Si el mundo de los espíritus existe—calculaba él,—debe de tener más realidad, más ser, más luz y más vida que el mundo de la materia; pero en estas apariciones y visiones, y hasta en las ideas que me comunican, hay tanto de vago, de inconsistente, de incierto, de crepuscular, que sospecho que es un mundo de sombras fantásticas y de quimeras, y no un verdadero mundo espiritual éste en que penetro. ¿Quién sabe? Quizás lo sobrenatural, el espíritu, no esté por fuera, no esté como separado de la naturaleza misma y contraponiéndose á ella. Quizás que la penetre toda y la anime. Quizás hago mal en apartarme de la naturaleza para hallar el secreto que está en ella misma. ¿Será el universo un torrente de vida divina, una revelación sucesiva de las fuerzas permanentes y eternas, un hieroglífico lleno de sentido, donde cada cosa es signo, cifra, representación de algo oculto, y el todo, para quien logre interpretarlo, la solución del{143} enigma? Siendo de este modo, la naturaleza sería el manantial del conocimiento del espíritu. En sus profundidades estaría el misterio divino. Pero ¿cómo sumirse en esas profundidades? Toda la ciencia experimental no traspasa jamás la superficie, la corteza: describe minuciosamente la cifra, y no da la clave para descubrir lo cifrado. ¿Dónde hallar esa clave? ¿La cábala, la magia, la teurgia serán posibles?

El Doctor, á fuerza de no creer en casi nada, empezó á creer un poco en las ciencias ocultas.

Á menudo se quedaba mirando á Faón, cuya compañía era la única que no le cansaba, y sentía deseo de que el podenco se convirtiese en el diablo; pero en seguida negaba resueltamente que el diablo existiese, negando, por lo tanto, la magia negra. La magia blanca, la magia no diabólica, es la que seguía pareciéndole verdadera. El diablo no servía de nada si un fuego, un hálito divino circulaba por el universo todo vivificándole; porque lo ínfimo y lo supremo, lo pequeño y lo grande, este mundo sublunar y toda la inmensidad del espacio poblado de soles debían de estar estrechamente enlazados por aquella fuerza invisible. ¿Y por qué el hombre no había de apoderarse de aquella fuerza? Si penetra y anima el mundo de los cuerpos, la naturaleza toda, ¿dónde ha de ser más enérgica que en la naturaleza humana? Si lo divino se filtra por{144} el universo y es el núcleo y constituye la esencia de las cosas, ¿cómo no ha de estar asimismo en el centro de nuestro ser, en el abismo de nuestra alma? De esta suerte pasaba el Doctor del arte mágica al arte mística. Pero ni en el mundo exterior, penetrando en el seno de la naturaleza con amor y entusiasmo; ni en el mundo interior de su alma, buscando con el mismo entusiasmo y el mismo amor el objeto de su anhelo, abstrayéndose de todo lo exterior, mortificando los sentidos é imponiendo silencio á las pasiones, acertaba el Doctor á descubrir el misterio, á declarar la cifra, á resolver el problema y á proporcionarse un interlocutor que le conviniese é interesase más que el padre Piñón y que Respetilla.

Tal vez le faltaban libros; tal vez ni de magia ni de mística había leído lo bastante, y caminaba á ciegas, queriendo ejercer artes dificilísimas, en las que apenas estaba iniciado.

Aunque sólo fuese por esto, el Doctor necesitaba ir á Madrid.

Por otra parte, lejos de aquel centro del movimiento intelectual, poco ó mucho, que hay en España, no ya sólo serían estériles los trabajos del Doctor, así en la magia como en la mística, en la filosofía y en la poesía, sino también en las demás ciencias, artes y disciplinas más bajas y vulgares, como la política, por ejemplo.{145}

El Doctor, pues, á los seis meses de muerta su madre, impulsado de las antedichas consideraciones, deseoso de acabar de aprenderlo todo, y lleno de ambición difusa y de esperanza confusa de ser cuanto hay que ser, hombre de Estado, poeta, orador, filósofo, sabio, y hasta mago y místico, arregló sus negocios en Villabermeja; jubiló á Respeta, que lo deseaba; puso de aperador á Respetilla; reunió hasta doce mil reales; y con este dinero, después de una tierna despedida del padre Piñón, de Respeta, de Respetilla, del ama Vicenta y del podenco favorito, se plantó en la corte y se fué á vivir á una casa de huéspedes, donde por un duro diario le daban cuarto, cama, luz, almuerzo, comida y cena.

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XXVI.

ILUSIONES QUE SE VAN PERDIENDO

Toda, casi toda la poesía, cómica y trágica, que había en la persona del Doctor y en el ambiente que le circundaba, se disipó al salir de Villabermeja. Allí se quedaron los dos uniformes de maestrante y de lancero, el bonete y la muceta, los vestidos de majo, la jaca, el podenco Faón y el fiel escudero Respetilla. Allí no podía menos de quedarse también la noble casa solariega, el castillo de que él era alcaide perpetuo, y la bóveda sepulcral donde yacían sus antepasados. De señorito principal, aunque semiarruinado, medio ermitaño, medio mágico, querido de las mujeres, objeto de adoraciones sublimes y de enconados odios, figura novelesca, que ya podía compararse al Edgardo de Walter Scott, ya al Manfredo de Byron, se transformó en un aventurero más, en un perdido más, de los que vienen á Madrid á buscar fortuna.

Las locuras maravillosas, los conatos de ser teósofo, mágico y místico, pasaron en seguida, preocupada{148} la mente con otras aspiraciones más vulgares. Las visiones y apariciones fantásticas de los espíritus de la coya y de María no se dignaron entrar en la prosaica casa de huéspedes.

Durante muchos años permanecieron vivas, sin embargo, las ilusiones del Doctor, aunque todas, una á una, iban lastimándose y quebrándose en la piedra de toque del éxito.

Como poeta lírico, llegó á publicar algunas composiciones en periódicos literarios; pero la gente estaba ya harta de suspiros, de lamentos y de quejas con sonsonete ó cancamurria, y no hizo caso de los versos del Doctor.

Hizo el Doctor varias tentativas para ser poeta dramático; pero se quedó siempre en las dos ó tres primeras escenas de cada uno de sus dramas. La crítica más despiadada acompañaba en su mente á la inspiración ó á lo que otros llamarían inspiración; y convenciéndole á tiempo de que estaba escribiendo tonterías ó disparates, le forzaba á dejarlos á un lado y á que no los concluyese. El hambre no le apretó jamás por tal arte, que le llevara á proseguir, para ver si el público, más indulgente ó menos juicioso que él, aplaudía lo que él reprobaba, y tomaba por discreto lo que él desechaba por sandio.

Creyéndose capaz de ser un gran poeta épico y de compendiar, cifrar y resumir en una epopeya{149} colosal toda la civilización presente, con iluminaciones, vaticinios y como auroras de la futura, emprendió tres ó cuatro veces la susodicha epopeya; pero no pasó nunca de un centenar de versos. La perversa crítica acudía á su cuarto de la casa de huéspedes y ahuyentaba á las musas á latigazos.

Procuró el Doctor hablar en el Ateneo, y siempre se le trabó la lengua y no acertó á decir nada.

Consiguió entrar de redactor en un periódico; pero no sintiendo ni sabiendo fingir que sentía la pasión política de otros, y siendo además enorme su pereza, tuvo que salirse de la redacción, á fin de que no le echaran por inútil.

Embobado con mil ideas de indefinido progreso, de paz, de bienandanza, de luz y de gloria para el humano linaje en general, y en particular para su patria, se encumbraba á tales alturas, que cuanto acá por la tierra nos divide no le importaba un comino. Lo mismo le daba á él de la monarquía que de la república, de la Constitución de tal año que de la de tal otro, de esta ley electoral que de aquélla, de tal ley de Ayuntamientos que de tal otra. Hasta la libertad, que era lo que más amaba, considerándola como medio y no como fin, no era para él un ídolo á quien no se pudiese en ocasiones dejar de rendir culto y ofrecer sacrificios. Extrañaba, pues, el Doctor tanto frenesí, tanto calor{150} tanto brío como muchos ponían en la contienda, y se daba á sospechar si las opiniones y teorías serían el pretexto, y si el verdadero motivo serían las posiciones. En este punto, á pesar de toda su ilustración, nuestro doctorcito era un bermejino completo, ó mejor dicho, un lugareño español de cualquiera parte, salvo cuatro ó cinco provincias, donde saben querer y saben lo que quieren, y por eso traen á mal traer á las demás, que tienen la voluntad marchita. Lo cierto era, según el Doctor notaba, que cada partido político de los que se disputaban el poder en la prensa y en la tribuna se componía de unos cuantos señores visitantes de la misma casa ó asistentes á la misma tertulia, los cuales no tenían masas de pueblo detrás de sí, salvo varios espoliques que esperaban cabalgar en un buen empleo, ni representaban una respetable colectividad, ni eran como apoderados ó adalides de los altos intereses, ideas, creencias y propósitos de clases enteras. Cada adalid fantaseaba allá en su mente el credo que más le convenía y formaba á su antojo un partido, del cual se hacía jefe. El Doctor se obstinaba en suponer que á casi nadie le interesaba dicho credo más que á los que iban en su virtud á tomar el mando; que el pueblo español no distinguía los matices, sino los colores más vivos y marcados; que, según lo había declarado el gran Donoso, se hartaba pronto de discusiones, de {151}sutilezas y distingos, y sólo gustaba de Barrabás ó de Jesús; y que, para pedir á cualquiera de estas dos tan opuestas personas, no se valía del derecho de petición, ni para proporcionarles un triunfo acudía á las urnas electorales, sino, ó bien no hacía nada, ó echaba mano al trabuco.

Estas y otras consideraciones alejaban al Doctor de la política y le hacían capaz de exclamar, como aquel viajero de un cuento de Voltaire, cuando llegó á Persia, donde ardía la guerra civil, y le preguntaron qué prefería, si el carnero blanco ó el carnero negro, que, con tal de que el carnero estuviese bien asado, el color de la lana importaba poco; que si, ora pidiendo carnero blanco, ora carnero negro, habían de consumir en la lucha todos los otros carneros; y que si, ora pidiendo á Jesús, ora á Barrabás, habían de hacer siempre barrabasadas, más valía que las hiciesen pronto y de común acuerdo, sin pelearse ni arruinarlos á todos.

Si el Doctor se hubiera limitado á sentir y pensar así, aunque nosotros hallamos que hubiera sentido y pensado desatinadamente, no le hubiera sido perjudicial; pero lo peor era la maldita franqueza de su condición, la cual no consentía que se le pudriese en el alma ni sentimiento ni pensamiento alguno, por recóndito que debiera tenerse. De este modo—y por ser tan escéptico en política,—no consiguió jamás ni siquiera ser diputado.{152}

Otra de sus ilusiones, y de las más persistentes y tenaces, fué la de creerse un gran filósofo. Mas por lo mismo que tal se creía, le era más difícil dar á luz escritos filosóficos. ¿Cómo había él de conformarse con ninguno de los sistemas inventados ya en tierras extrañas y sucesivamente de moda en nuestro país? No había de ser tradicionalista ni flamante tomista; y ni Cousin primero, ni Kant, ni Hegel, ni Krause por último, lograron alistarle bajo sus banderas. El Doctor soñaba con sacar á relucir, cuando menos el mundo se lo percatase, un nuevo sistema todo suyo. Así se pasaban los años y no producía nada. Consolábase, no obstante, con una sentencia, que no recordamos bien si es ó no de Aristóteles, por la cual se afirma que hasta bien cumplidos los cincuenta, no llega el hombre á toda la madurez y plenitud de su entendimiento. El Doctor aguardaba, pues, dicha edad para eclipsar á Krause, á Kant y á Hegel.

También, pasado ya algún tiempo, y conservando en el alma, sólo como una dulce memoria que interiormente la iluminaba, la bella imagen de María, trató el Doctor de brillar en la alta sociedad y de ser amado de las damas madrileñas; pero esta ilusión fué más vana que las otras. Todo el toque de la dificultad, todo el busilis de este negocio, según el Doctor había oído decir, estribaba en que alguna muy elevada le quisiese. Las otras le tendrían{153} al punto por hombre digno de amor, y acudirían á él como á la miel las moscas. Por desgracia, no halló el Doctor á ésta que, digámoslo así, había de romper la marcha. No era posible tampoco renovar la estratagema de aquel empresario de la plaza de toros, que en tiempo en que había menos afición que hoy notó que ningún año iba gente á la primera corrida, sino que empezaba la gente á ir á la segunda, y decidió dar principio por la segunda para que hubiera gente desde luego. Lo cierto es que, sin posición, sin el brillo de la gloria ó de la riqueza ó de los mismos triunfos en otros amores, obscuro, algo encogido, pobre como las ratas, pisaverde de casa de huéspedes, en suma, es muy difícil deslumbrar al bello sexo. No se halla á cada paso una princesa del Catay, una Angélica amorosa, que elija por su Medoro á un señorito sin nombre, poco ameno además, y dado á melancolías. El Doctor, por lo tanto, era en Madrid como aquel Leonardo que Camoens nos pinta en Los Lusiadas, tan infortunado en amores, que en la propia isla de Venus, donde todo estaba dispuesto para agasajar y deleitar á los heroicos portugueses, estuvo á pique de no topar con una sola ninfa que se le mostrase piadosa y que no huyera de él como de la peste.

Como el Doctor se acicalaba y vestía con alguna elegancia y esmero, iba á los teatros, á los bailes y{154} reuniones, y hacía de vez en cuando alguna calaverada, por ejemplo, perder quinientos ó mil reales al juego, ó ir á comer ó cenar á una fonda, juzgándose por un instante, en aquella ocasión, un Sardanápalo ninivita, un Baltasar babilónico, un romano de la decadencia ó un mega-duque del Bajo Imperio, siendo esto del Bajo Imperio lo que priva más entre los escritores políticos y moralistas al considerar el lujo y relajación de nuestra edad, y echarla de Juvenales y de Tertulianos severos; y como por otro lado, las poesías líricas, la epopeya, los dramas que no llegaban á concluirse, y el sistema filosófico que no acababa de inventarse, no producían, ni era natural que produjesen, un ochavo, el pobre Doctor estaba casi siempre á la cuarta pregunta. El caudal de Villabermeja (aunque, según á mí me han asegurado, Respetilla era fiel administrador, por más que parezca inverosímil) apenas producía para pagar los réditos de los seis mil duros y enviar mil reales mensuales al Doctor, los cuales desaparecían casi siempre á los tres ó cuatro días de cobrada la letra.

El Doctor, en estos apuros, empezó á contraer deudas; pero era tan inepto en la ciencia práctica del crédito, parte la más esencial de la crematística, que sólo acertó á deber al sastre, al zapatero, al guantero y á la pupilera, que le pedían de continuo{155} que pagase. Entonces, olvidando ya las altas ciencias ocultas á que había pensado consagrar su vida, no pensó el Doctor en más ciencias ocultas que en la crisopeya. Él, que había soñado con descubrir la fuerza íntima, el principio divino que mueve y anima el universo, y apoderarse de él para gobernarlo y dirigirlo todo, se limitó entonces á ver cómo lograba reunir un poco de dinero, y lo peor es que no lo consiguió.

Con este desengaño acabó por lo que acaban otros y por lo que muchos empiezan: por suponer que el presupuesto es el hospicio de los mendigos de levita, la sopa de los conventos para la pobretería ilustrada, y el refugio y el hospital de los pordioseros leídos. El Doctor pretendió un empleo, y al cabo consiguió que se le diesen, de ocho mil reales al año, en el Ministerio de la Gobernación. Unas veces cayendo, otras levantándose, ya repuesto, ya cesante, ya repuesto otra vez, llegó nuestro héroe á tener catorce mil reales de sueldo, catorce años de servicio y diez y siete años de vida de Madrid.

Siempre fué el Doctor un detestable empleado; pero no le faltaron amigos que le sostuvieran en su empleo.

Claro está que otros, con menos capacidad que el Doctor, llegan á directores, á consejeros de Estado y hasta á ministros; así anda ello; pero no{156} es menos claro que lo deben á casualidades dichosas (ya se entiende que no para el país), y no á todos les han de tocar estas casualidades, como no á todos les toca la lotería. Por sus condiciones de carácter y de entendimiento, por su idiosincrasia, como se dice tanto ahora, no era el Doctor de los que por sí, y sin que interviniesen las referidas casualidades, podía ir más allá del punto á donde llegó. Así es que no pasó de dicho punto, y gracias.

Toda esta parte de la vida del Doctor se refiere aquí en compendio y á escape, porque no importa mucho á la acción ó argumento principal de esta verdadera historia, si es que en esta verdadera historia quiere concederme el lector que hay una acción única, con unidad clásica y patente.

Sea como sea, el Doctor Faustino, avergonzado de no ser más que auxiliar en un Ministerio, y esperando siempre el día en que había de elevarse á personaje, no quiso volver á poner los pies en Villabermeja, donde había pasado por un pozo de ciencia, por un prodigio de talento y por uno de los más egregios caballeros, señorones y alcaides perpetuos que jamás han existido. Así llegó á la edad de cuarenta y pico de años, harto maltratado de la suerte, pero nunca desilusionado.

Todas las noches dejaba para la mañana siguiente{157} el poner manos á la obra y el empezar á escribir su gran Tratado de Filosofía, ó concluir su colosal epopeya, ó resollar con alguna peregrina y pasmosa invención que aturdiese á los nacidos. Nada, sin embargo, se realizaba jamás.

Amanecía Dios: el Doctor iba á su oficina á extractar expedientes ó á arrullarles el sueño; comía luego sus pícaros garbanzos, cuando no le convidaban en alguna casa de fuste, y siempre por las noches andaba de tertulia en tertulia. Nadie le quería ni bien ni mal, porque á nadie estorbaba, como no fuese á alguien que desease ser auxiliar como él; pero el Doctor no tenía un solo conocido que desease tan poco, sino que los paisanos deseaban ser ministros ó superintendentes generales de Hacienda en Cuba; y los clérigos, arzobispos; y los militares, capitanes generales y dictadores. Menester hubiera sido que se allanase el Doctor á ir de tertulia á las tiendas de aceite y vinagre para encontrar ya muchos envidiosos. Con tan elástico impulso aupaba el trampolín de la política, y tan rápido iba haciéndose el turno en los altos icarios, que había esperanzas de sobra para cualquier titiritero. El Doctor, en medio de todo, conservaba siempre las suyas, risueñas y halagadoras, y presentía que, sin saber aún por qué, ni cómo, ni cuándo, acabarían las gentes por envidiarle. Con estas esperanzas se distraía y consolaba.

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XXVII.

CABOS SUELTOS

No faltará quien halle inverosímil la poca ó ninguna carrera que hizo en Madrid D. Faustino López de Mendoza. Ó D. Faustino era tonto ó no lo era, dirán. Si era tonto, debió pintarle tonto el autor de esta historia; pero como le ha pintado discreto, aunque extravagante, no se comprende cómo no llegó á elevarse en esta sociedad agitadísima y revuelta, donde tan fáciles son las elevaciones.

Contra estos argumentos va ya mucho en el capítulo anterior. Sin embargo, prefiriendo nosotros pasar por pesados á pasar por aficionados á lo inverosímil, vamos á añadir otras razones.

En España está el entendimiento muy repartido: casi no existe la gran masa de tontos utilísimos, mansos, gobernables, industriosos, trabajadores y fáciles de entusiasmar, que existe en otras naciones más dichosas, donde el entendimiento está reconcentrado y como vinculado en pocos hombres.

Hay, pues, en España, muchos más de entendimiento{160} que por ahí en otras tierras; pero en cambio cabemos á bastante menos entendimiento. Apenas si pasa nadie de lo que se llama listo ó travieso. Esta listura ó travesura, no auxiliada por gran saber, porque somos perezosos, no da para lo bueno el fruto que debiera dar; y por otra parte, como son tantos los que la tienen, en mayor ó menor grado, raro es el hombre en quien llega á constituir tal excelencia, que le distinga y eleve con el asentimiento general sobre el nivel de los otros, y le haga apto para el mando. De aquí lo instable de toda dominación y la escasa reverencia con que se mira á quien la ejerce. De aquí además el que haya tantos y tantos que aspiren á ejercerla, creyéndose con títulos iguales ó superiores á los más encumbrados.

En esta perpetua contienda por subir toman parte unos cuantos miles de hombres: el proletario de levita. Como hay, cada año casi, caídas y encumbramientos, llegan á ser personajes los más capaces sin duda; llega á serlo también un tanto por ciento de los meramente listos; pero como los listos abundan, los más se quedan tocando tabletas. Lo que sucede es que de los que se quedan no nos volvemos á acordar y nos parece que no han existido. Sólo de vez en cuando reconocemos y recordamos á tal cual de ellos, antiguo compañero de colegio, de universidad ó de los primeros años de{161} la vida, en alguien que viene cubierto de harapos á pedirnos una limosna ó un empleo de cinco ó seis mil reales, cuando en otro tiempo esperaba llegar á duque ó á príncipe, y aun entendía que se quedaba corto.

Que el carácter de las personas influye mucho en la diversidad de éxitos, es cosa de que no se puede dudar; pero la suerte, el mal llamado acaso, esto es, la combinación y enlace de los sucesos, que no hay mente humana que prevea, influyen más aún. Por lo demás, lo inexplicable, lo misterioso, lo inverosímil en grado superlativo, en cualquiera otro país donde, como en España, no haya privilegios aristocráticos ni valga el capricho de un rey, es el encumbramiento de la gente inepta por todos estilos. Lo que es el que don Faustino se quedase siempre con catorce mil reales de sueldo y no pasase más allá, era natural, verosímil y justo en todo país, sin que por eso tengamos que calificar de idiota, ni de mucho menos, al protagonista de nuestra historia.

El momento de los grandes sucesos que van á terminarla se aproxima ya; pero antes nos parece indispensable atar algunos cabos sueltos; decir algo de lo que sucedió á varios de los personajes más importantes durante los diez y siete años que tan sin dicha perdió en Madrid D. Faustino.

El escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez murió{162} tranquila y cristianamente en su lecho. El padre Piñón, que le asistió en aquel último trance, exigió de él que se casase con Elvirita. El Escribano se casó, reconociendo y legitimando á un hijo que de Elvirita tenía, llamado Serafinito, á quien ya hemos visto figurar en la introducción de esta historia. Los bienes del Escribano eran tan cuantiosos, que, divididos en partes iguales entre sus tres hijos, bastaron á dejarlos muy ricos á todos.

En el momento de nuestra historia á que hemos llegado, Serafinito permanecía soltero, y Ramoncita hacía años que estaba casada con D. Jerónimo, el cual ejercía con gran éxito y tino la medicina en Villabermeja. Aunque no tenían hijos que extrechasen los lazos conyugales y completasen su dicha, la Médica y el Médico vivían muy felices.

Rosita, á pesar de sus lances con D. Faustino, harto escandalosos para que pudieran olvidarse, era tan graciosa, tan discreta, tan firme de voluntad y tan rica para aquellos lugares, que siguió siendo pretendida de muchos. Sólo de ella dependía el hacer ó no lo que se llama un buen casamiento.

El amor al régimen autonómico, y tal vez el recuerdo de D. Faustino y de su abandono, indujeron á Rosita á que continuase soltera durante algunos años más. Según hemos dicho, Rosita era una hermosura de bronce. Llegó á los treinta, llegó á los treinta y dos, llegó, en fin, á los treinta y{163} ocho, y aun parecía la misma Rosita del día y de la noche de la Nava. Sin embargo, al frisar en los cuarenta, aunque su cara y su limpio y bien formado cuerpo, con el aseo, el ejercicio constante y los aires campesinos, estaban como siempre, sin que la gordura hubiese venido á desfigurarlos, ni una delgadez malsana hubiese impreso en su piel trigueña, delicada y tersa, ni mancha ni arruga, Rosita hubo de tener melancólicos presentimientos de que la vejez empezaba á surgir en las profundidades y abismos de su ser, por más que por la superficie no apareciera. Aquella mocedad, aquella gallardía, aquella gracia que aun conservaba, eran como un milagro de su voluntad enérgica, y el milagro podía tener término. Algunas canas que aparecían entre su negra y hermosa cabellera eran el único signo exterior que le anunciaba la venida de la vejez. Esto bastó, no obstante, para que Rosita pensase con espanto en la vejez, y sobre todo en la vejez solitaria. Un deseo ambicioso de encumbrarse más, de figurar y de lucir fuera de Villabermeja, de triunfos, de esplendores y de conquistas en más vasto teatro, y de deslumbrar aún con la luz de su belleza antes que del todo se eclipsase, se apoderó entonces del alma de Rosita.

Entre sus pretendientes se contaba D. Claudio Martínez, consecuente hombre político, y diputado á Cortes casi perpetuo por el distrito de que{164} formaba parte Villabermeja. D. Claudio había hablado cuatro ó cinco veces sobre Hacienda en las sesiones del Congreso, y había llegado á ser director general en el Ministerio de aquel ramo. Allí se había dado tan buena maña, que había formado un capitalito de un par de millones. Era, pues, un señor de muchas campanillas, un pájaro de cuenta, en potencia propincua de ser ministro, título, banquero, ó las tres cosas.

Solterón de cuarenta y pico de años, estaba bien conservado, y era alegre, servicial y ameno. Trataba con tal llaneza á todos sus electores, les buscaba tantos empleos, y les desempeñaba tantos encargos y comisiones, que era adorado por todo el distrito. Su retrato, ora al óleo, ora en fotografía iluminada, resplandecía en las casas consistoriales de los cinco ó seis pueblos que el distrito formaban. En todos ellos le recibían con repique general de campanas é iluminación cuando volvía de Madrid. En todos ellos se daban comilonas, bailes y giras campestres en su obsequio. Y de todos ellos le enviaban, cuando estaba en Madrid, barriles del mejor vino, piñonate, hojaldres, alfajores, arrope y otra multitud de regalos.

No era Rosita mujer que se dejase deslumbrar por tales grandezas. Cuando no su claro entendimiento, su instinto hubiera sobrado para darle á conocer que D. Claudio era un personaje vulgar;{165} lo que llaman por allá un tío. Á veces le comparaba con el cruel alcaide perpetuo, y éste le parecía aún de oro puro, y el D. Claudio de muy bajo y ruín metal; pero D. Faustino era un dije funesto ó inútil, un primor, una joya que no servía para nada, mientras que D. Claudio era y podía ser un instrumento provechoso para conseguir multitud de cosas y realizar mil gratos ensueños. Rosita concibió la idea de su casamiento con Don Claudio como una sociedad en comandita, donde, unidos capitales y aptitudes, podrían encumbrarse pronto los socios al pináculo de la riqueza y de los honores. Esto la sedujo; y si bien D. Claudio distaba infinito de inspirarle amor, como no le inspiraba repugnancia, Rosita se casó con Don Claudio.

Años hacía que ambos esposos vivían en Madrid, donde Rosita era admirada por su talento y su chiste, y donde aun tenía mil adoradores, aunque ya jamona. La casa de D. Claudio era el centro de lo más ilustre y empingorotado que había en Madrid en la sociedad de medio pelo. Rosita era la lionne, la reina, la emperatriz de las cursis. Lo menos catorce ó quince poetas, simultánea ó sucesivamente, habían hecho de ella su musa, su Laura ó su Beatriz, y le habían compuesto baladas, elegías, cantares y doloras. Rosita procuraba hacer creer que sus amores con todos estos vates{166} habían sido platónicos, y no hay razón para que no la creamos. Propalaban, por último, algunas malas lenguas, que el general Pérez era más dichoso, ó dígase no era, como los poetas, tan severo secuaz del gran filósofo griego en sus amores con Rosita. Ello es que el general Pérez tenía vara alta con todos los ministros, y en particular con el de Hacienda y con el director del Tesoro, cerca de los cuales prestaba todo su apoyo á Don Claudio, quien siempre tenía pendientes de allí una infinidad de enredos, tramoyas y discretas é ingeniosas combinaciones para dislocar el dinero, alzándose con él.

Entre la turba perezosa y torpe
De los demás mortales.

Don Claudio iba aproximándose cada vez más á su ideal, á ser un capitalista, cuya misión en el mundo solía comparar él á la de los grandes pantanos artificiales, donde se reúnen y acumulan las aguas que sirven después para fecundar con su riego inmensos terrenos incultos, antes secos y estériles. Considerándose D. Claudio uno de estos pantanos, trataba de llenarle y llenarse pronto y bien; su mujer, Rosita, le ayudaba como podía.

Don Faustino no había puesto nunca los pies en casa de Rosita; pero la saludaba y era saludado por{167} ella cuando la veía por acaso en paseo, en los teatros ó en alguna tertulia. Jamás se acercaba á ella, ni la hablaba.

Otro personaje importantísimo de nuestra historia, el famoso Joselito el Seco, había tenido un fin trágico, como era de presumir, en cumplimiento de la sentencia ó refrán que dice: quien mal anda, mal acaba. Como Joselito era la providencia de la gente menuda; como su rumbo y su generosidad no tenían límites, y como las dos terceras partes de lo que ganaba en su oficio las repartía caritativamente entre los pobres, gastando lo restante con esplendidez de gran señor, no había arriero que no le idolatrase, ni ventero ni casero que no le amparase ni ocultase, ni coplero rústico que no le celebrase en sus coplas, ni señorito de lugar que no procurase ser su amigo, llevado de la cuenta que le tenía, y aun de la admiración sincera que sus hazañas, altas caballerías y estupendas magnificencias inspiraban. Entre el vulgo de Andalucía gozaba, pues, Joselito de tanta popularidad como D. Claudio entre sus electores. Así es que no había medio de cogerle, ni vivo ni muerto, seguía haciendo de las suyas, paseándose por todas partes como por su casa, y campando, en suma, por sus respetos.

De este modo hubiera continuado quizás, aunque hubiese vivido más años que Matusalén, si no{168} acontece lo que vamos á referir ahora, valiéndonos de una carta de Respetilla á su amo, que trasladamos aquí con fidelidad y exactitud.

Dice la carta:

»Villabermeja entera está indignada con lo ocurrido á Joselito el Seco. Voy á contárselo á su merced, porque debe interesarle. Permítame su merced que tome las cosas de muy atrás para que lo entienda todo.

»Joselito era tan bueno y tan escrupuloso, que no se apoderaba de nada de los pobres. Perseguido además en estos últimos años por la Guardia civil, no lograba proporcionarse recursos suficientes y andaba muy apurado.

»En sus apuros acudió á un amigo rico, al Alcalde de..., en la provincia de Málaga, y le rogó con muy buenos modos que le enviase tres mil reales á su casería, por donde él pasaría á recogerlos. El Alcalde envió sin dificultad los tres mil reales. Al mes volvió Joselito á sus apuros: pidió otros tres mil reales y los obtuvo también. Poco después pidió cuatro mil. El Alcalde hizo sus observaciones; resistió bastante; pero al cabo entregó los cuatro mil reales que Joselito le pedía. Así siguieron, Joselito pidiendo y el Alcalde dando, hasta que llegó la séptima petición. El Alcalde entonces hubo de sulfurarse. El mismo diablo sin duda le inspiró una idea terrible.{169}

»Escribió á Joselito diciéndole, como de costumbre, que el dinero estaría á su disposición en la casería en tal día y á tal hora; que fuese allí á buscarle; pero el Alcalde, en vez de enviar el dinero, envió á la casería con gran sigilo y recato veinte certeros tiradores, los más famosos que pudo hallar.

»La casería, como muchas de estas tierras, formaba un cuadrado perfecto. El lado de frente ó de la fachada era la habitación de los señores para cuando iban allí á pasar una temporada; en el lado derecho estaban las caballerizas y el tinado para los bueyes; en el lado izquierdo, las bodegas, y á la espalda, el lagar y el molino aceitero. En el centro había un ancho patio interior, sobre el cual daban muchas ventanas de los cuatros cuerpos ó lados de la fábrica. En dichas ventanas se colocaron los tiradores con las escopetas prevenidas y bien cargadas. El casero, hombre de mucho estómago y de toda confianza, se había comprometido á introducir á Joselito y á su tropa en el patio, á meterse luego en la casa y á dejarlos encerrados allí, donde los de las escopetas los habían de freir á tiros.

»El plan era tan hábil, que ya el Alcalde daba por segura la muerte de todos los ladrones, y creía tocar los laureles que iban á prodigarle por haber librado á las gentes de aquel sobresalto continuo.

»Dios, sin embargo, lo dispuso de otra manera. Cuando Joselito iba á entrar con su cuadrilla en la{170} casería y en el patio, tuvo cierto recelo, y miró al casero con fija atención. Este perdió la serenidad y se puso más amarillo que la cera. No fué menester más. Joselito sospechó la trama. Conoció, como si lo viese, que había dentro gente oculta para matarle y matar á sus camaradas. Joselito era generoso. Supuso que el casero cumplía con las órdenes de su amo, y le dejó vivo; pero no consintió que ninguno de los suyos entrase en la casería. Todos ellos se fueron sin entrar.

»Joselito juró vengarse del Alcalde. Harto calculaba éste que, después del mal éxito de su plan, corría el peligro de que Joselito le asesinase. El Alcalde se amilanó de tal modo, que no salía del lugar. Apenas salía de su casa, sino á las horas en que hay más gente en las calles y tomando mil precauciones.

»Nada bastó á libertarle. Una noche, entre nueve y diez, entró Joselito á pie en el lugar con ocho de su partida. Lleno de atrevimiento, se fué como un rayo á casa del Alcalde. Entró en ella cuando nadie sospechaba que pudiera venir. Sus compañeros maniataron, ataron lienzos á la boca y amedrentaron á los criados y á las criadas para que no se defendiesen ni chillasen. Joselito halló solo y de improviso al Alcalde en su despacho.

»—Encomiéndate á Dios á galope—le dijo—, y reza el credo. No quiero que se pierda tu alma. Lo{171} que es con tu cuerpo y con tu vida vas á pagar ahora la traición que me hiciste.

»El Alcalde, que conocía bien á Joselito, se persuadió de que no había remedio. Los ruegos no hubieran valido de nada. La resistencia era inútil también. Joselito le apuntaba con su trabuco, cuya boca casi le tocaba en la sien. Al menor movimiento hubiera Joselito disparado. El Alcalde, pues, tomó el partido de guardar un digno silencio.

»Pasado un minuto, y calculando ya Joselito que el Alcalde se había encomendado á Dios pidiéndole perdón de sus culpas, volvió á decir:

»—Reza el credo.

»Con voz firme y entera empezó á rezar el Alcalde; pero al llegar á decir y en Jesucristo, su único hijo, Joselito disparó el trabuco y le metió en la cabeza todo el plomo y hasta los tacos de que estaba cargado.

»Muerto el Alcalde sobre el sillón mismo de su bufete, Joselito salió de la casa y del lugar con sus ocho compañeros. Fuera le aguardaban otros con los caballos, y montando en ellos, todos se pusieron en salvo.

»El Alcalde no tenía más familia que un hijo de diez y ocho años, soltero y guapo mozo. Como aquella noche era sábado, el muchacho, que ya tenía barbas muy recias, estaba afeitándose en la barbería.{172}

»Allí vinieron á contarle la espantosa desgracia que acababa de suceder. Voló á su casa con la cara á medio afeitar, y vió á su padre, á quien amaba de todo corazón, muerto de un modo horrible, con la cabeza deshecha.

»Levantando entonces las manos al cielo, sobre el cadáver, caliente aún, juró el mozo por cuanto hay de más sagrado no raparse las barbas, no comer en mesa con manteles, no desnudarse la ropa que tenía puesta y no dormir en cama hasta que matase á todos los ladrones y al capitán de ellos, Joselito.

»Cinco años han pasado desde que esto aconteció, y el mozo ha cumplido su juramento en cuanto de él dependía. Arruinándose, derritiendo la rica herencia que le dejó su padre, ha mantenido una compañía de escopeteros de á pie y de á caballo, y ha perseguido y acosado tanto á los ladrones, que una vez dos, otra uno, otra cuatro, ha acabado por despacharlos á todos al otro mundo. Joselito solo vivía. Ya no había forma de que el mozo vengador le encontrase y le matase. De manera que el mozo seguía sin mudarse, sin comer á la mesa, sin dormir en cama y sin raparse las barbas. Cuentan que ponía miedo su vista.

»Así hubiera seguido largo tiempo, porque Joselito era muy sagaz y hábil, y no se dejaba coger fácilmente. Además, Joselito tenía multitud de protectores{173} y encubridores. Pero Joselito (Dios le haya perdonado con su inagotable misericordia), aunque era un gran pecador, tenía golpes y partidas de hidalgo y bien nacido. Harto de aquella persecución, envió un recado al hijo del Alcalde con una gitana vieja, de quien mucho se fiaba. El recado era que si quería acabar de una vez y poder raparse las barbas, que viniese, sin su gente, á donde él designara; que, seguros los dos, se verían y terminarían su pleito á navajazos, muriendo el uno ó el otro ó ambos, como buenos caballeros. Agradó la propuesta al hijo del Alcalde, y previos los juramentos más terribles para precaverse de la traición por una y otra parte, el hijo del Alcalde y Joselito se vieron en un encinar, y riñeron valerosamente con las navajas, sin más testigo que la gitana vieja, la cual, sentada en un peñón, miró el combate sin pestañear.

»Joselito era un héroe, señorito, y aunque el hijo del Alcalde tenía muchos hígados y manejaba bien el abanico, Joselito pudo más y dicen que le mató limpiamente de un navajazo magistral por bajo de la tetilla izquierda. Así pasó á mejor vida el hijo del Alcalde, sin haber podido raparse las barbas desde que su padre murió.

»Cuando se divulgó esta hazaña, creció la fama de Joselito por toda Andalucía, y pronto acudieron á ponerse á sus órdenes hasta siete hombres{174} de pelo en pecho. Joselito volvió á encontrarse capitán, con una cuadrilla muy respetable de bandoleros.

»Así andaban las cosas, cuando el gobernador de esta provincia discurrió una abominable traición, viendo que Joselito era invencible en buena lid. Ajustó la muerte de Joselito con un malvado criminal, á quien tenía en la cárcel y á quien dió libertad, haciendo correr la voz de que se había escapado. Este traidor se unió á la partida de Joselito, ganó la voluntad de aquel bandido tan caballero y una noche le asesinó mientras dormía. Imagine su merced, señorito, cuán grande y cuán justa será con este motivo la indignación de Villabermeja.«Respetilla, acostumbrado á mirar como héroes á los bandidos, sobre cuyas hazañas sabía de memoria no pocos romances, se extendía después en lamentar la muerte de Joselito, en condenar la traición que contra él se había empleado, y en celebrar sus virtudes. En obsequio de la brevedad, nos parece justo suprimir todo esto, limitándonos á afirmar que Respetilla no había leído libro alguno socialista, fatalista ni determinista moderno, y que era eco de las ideas vulgares más rancias y castizas, cuando disculpaba á Joselito de sus crímenes, atribuyéndolo todo al sino y al pícaro mundo; esto es, á la organización fatal del individuo{175} y á las faltas, vicios y durezas de la sociedad en que vive. No nos gusta sermonear en novelas: de un hecho singular sabemos que no deben sacarse consecuencias; pero el deplorable entusiasmo que entre los rústicos y lugareños suelen inspirar los bandoleros y foragidos es tan general y evidente, que á voces proclama que no son ideas nuevas y exóticas, sino resabios antiguos los que le producen, contra los cuales más han de valer la ilustración y la difusión de las buenas doctrinas filosóficas, que la santa ignorancia que suponen muchos que existe y que se debe conservar como oro en paño.

Doña Araceli había muerto también, siete años hacía. La buena señora, sin dolores, sin violencia, con aquel mismo amor suave, que era el fondo de su carácter, había exhalado el último aliento, quedando exánime como un pajarito. En su testamento no se olvidó del querido sobrino de Villabermeja y le dejó en herencia los seis mil duros de la deuda; pero el manirroto de D. Faustino había contraído ya otra deuda mucho mayor para poder seguir viviendo en Madrid con sus pocos recursos.

De María nada volvió á saber D. Faustino, ni antes ni después de la muerte del padre de ella. El único que en Villabermeja debía saber su paradero era el padre Piñón; pero éste nada quería declarar,{176} por más que en varias ocasiones el Doctor le había escrito preguntando.

Había habido un personaje bermejino, del que hemos hablado en la introducción, sobre el cual recayeron en otro tiempo las sospechas del Doctor de que hubiese sido el velador, ocultador y defensor de María. Era este personaje el cura Fernández; pero el cura Fernández hacía mucho tiempo que no existía. Averiguada con exactitud por el Doctor la fecha de su muerte, aparecía posible que él hubiese sido el embozado que tuvo con Joselito la conferencia de que resultó su libertad. Á poco hubo de morir el cura Fernández. ¿Dónde estaba, pues, María?

El lector no puede haber olvidado al personaje principal de la introducción; al verdadero narrador de esta historia, que yo me limito á repetir á mi manera; el famoso D. Juan Fresco, sobrino del célebre cura. ¿Sospechará quizás el lector que María se había ido á América y había buscado un refugio cerca de D. Juan Fresco?

El lector perspicaz quizás lo sospeche; pero Don Faustino no podía sospecharlo. D. Juan Fresco no tenía más parientes cercanos que el cura Fernández; no había escrito á nadie; no conservaba relaciones en Villabermeja y nadie le recordaba.

El Doctor, que, para averiguar todo lo que con María se relacionase, había hecho mil indagaciones,{177} sólo había puesto en claro que Joselito era huérfano de padre y madre cuando á la edad de cuatro años le recogieron en el convento, y que su madre, allá en su mocedad primera, quince años antes de que Joselito naciese, había tenido otro hijo, que se había ido á tierras muy lejanas y de quien hacía cerca de medio siglo que nada se sabía. El Doctor no imaginaba siquiera que este otro hijo mayor hubiese llegado á ser un Creso.

Ya hemos dicho que, convencido D. Faustino de que sólo el padre Piñón sabía el paradero de María, le había escrito varias veces pidiéndole noticias. Siempre se había negado á darlas el padre Piñón. Al fin, en una carta que recientemente había recibido D. Faustino, el Padre era más explícito y se explicaba de este modo:

«Mil y mil veces te lo tengo dicho: sé dónde está María, mas no puedo revelártelo. Conténtate con saber que vive, que siempre te ama, que merece siempre que la llames tu inmortal amiga.

»El ser hija de quien era, y la consideración de que tú, movido de la ambición y de la inconstancia propia de la edad juvenil, pudieras desdeñarla y hasta aborrecerla, la excitaron á apartarse de tí.

»En esta resolución persiste todavía, si bien amándote siempre. Tal vez no alimenta otra esperanza que la de unirse contigo en otra vida mejor.

»Una idea extraña, poco católica, tiene la pobre{178} María. Dios se la perdone. Ella es tan buena, que merece el perdón de Dios. Dios me perdone á mí también, que disculpo su delirio, por el mucho afecto que la profeso. María sigue creyendo que tú y ella os habéis amado siempre en otras existencias; que vuestros espíritus están y seguirán enlazados siempre, por siglos, y que esta vida que ahora vivís es de prueba para los dos.

»Cree María que hay algo en tí que no eres tú; algo que no es tu esencia, que no es tu alma, sino tu organismo, tu ser material, el medio en que vives, el ambiente que respiras, la sociedad que te rodea, la cual no es favorable, en la vida que vivís ahora, á vuestros inmortales amores.

»Llevada, sin embargo, hacia tí por un impulso irresistible, María fué tuya. Ahora teme, por lo mismo, volver á verte. Si se reuniera contigo y algún acto lamentable os separase, poniendo enemistad entre vosotros, la unión de vuestros espíritus, que ella cree que ha de trascender á vidas ulteriores, se rompería quizás para siempre y ocurriría un divorcio eterno. «Prefiero—dice,—al eterno divorcio no verle más, no gozar de su compañía, no volver á ser suya en esta vida terrena».

»María, con todo, se muestra más confiada en otras ocasiones, y hasta concibe cierta leve esperanza de poder unirse contigo en esta vida, sin temor del divorcio eterno, cuando te halles desengañado,{179} cuando el dolor purifique tu alma, cuando las ilusiones que te ciegan y perturban se desvanezcan del todo».

Esto decía el padre Piñón en su última carta, y éstas eran las únicas noticias que de María había recibido el Doctor Faustino, quien seguía su vida madrileña, siendo poco más que escribiente, y mal escribiente, á las horas de oficina; por la noche, pisaverde que iba de tertulia en tertulia; y, cuando se quedaba á solas consigo, filósofo, poeta y soñador ambicioso: en suma, si bien seguía amando poéticamente el dulce recuerdo de su amiga inmortal, distaba mucho aún de consentir en trocarle por la posesión real de aquella hermosa y enamorada mujer, si había de dar en cambio todas sus ilusiones, que él no creía tales.

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XXVIII.

LA CRISIS

En esta sazón ocurrió en Madrid una novedad que hizo época en los fastos del mundo elegante, y de la cual no quedó periódico que no hablara.

Cansado de vivir en París y en Londres, el opulento Marqués de Guadalbarbo volvió á establecerse en la villa del oso y del madroño. Su antigua casa, que bien podía calificarse de palacio, había sido restaurada y adornada de nuevo con suma elegancia y lujo. Muebles, los más primorosos, cuadros bellísimos, estatuas de mármol y bronce, ricos y espléndidos tapices, vasos del Japón y de Sèvres, figuritas graciosas de porcelana de Sajonia, raros esmaltes de los mejores tiempos, libros costosísimos, ó por el esmero de las ediciones y encuadernaciones, ó por el escaso número de ejemplares que de ellos se han conservado; todo esto, con mil cosas más, que por huir de la prolijidad no se mencionan, estaba amontonado en aquella{182} casa, en aparente, aunque hábil y concertado desorden, ya en gabinetes tapizados de rica seda, ya en salones dorados, ya en otros en cuyos techos lucían pinturas al fresco de los más famosos artistas.

No tenía aquella casa el aspecto de un almacén de curiosidades, como tienen otras, donde, si hubo vanidad y dinero para comprar, falta aquel amor al arte que se refleja en los objetos y los anima. Allí parecía que todo estaba cuidado, animado y hasta mimado por una hada. La presencia, la huella, el paso y la mano del genio del hogar, se advertían en cada primor, en cada adorno, hasta en el ambiente mismo. Se diría que su mirada cariñosa lo había bañado todo de luz suave y de perfume poético. Las plantas y las flores eran allí más bonitas y tenían un verde más vivo, y colores mil veces más puros que en los huertos y jardines. Perfiles casi imperceptibles para los no acostumbrados á observar, revelaban á cada instante el tino, el buen gusto y la solicitud de una mujer aristocrática, linda y discreta.

Esta mujer era nuestra antigua conocida Costancita, después Marquesa de Guadalbarbo. Sobre el valor intrínseco que, como piedra preciosa ó como perla limpia y de tornasolado oriente al salir de la mina ó del fondo de los mares, tenía ella al salir de su lugar de Andalucía, había añadido la{183} moderna cultura cuanto tiene de más refinado y exquisito.

Diez y siete años transcurridos sin un disgusto para ella, en el seno del más dulce bienestar, adorada de su marido, celebrada por todos, inspirando respetuoso amor á los hombres y envidia á las mujeres, no habían menoscabado en nada su hermosura. Nadie diría que Costancita tenía treinta y cinco años cumplidos. Su boca era tan fresca; su sonrisa tan alegre, entre infantil y maliciosa; sus dientes tan blancos; sus mejillas tan sonrosadas, y tan tersa y serena su frente, como cuando salió en el birlocho á recibir á su primo Faustino, que venía á vistas desde Villabermeja.

Aunque la Marquesa tenía dos hijos, el mayor de diez y seis años, podríamos seguir ahora diciendo de ella lo que dijimos cuando por primera vez la presentamos á nuestros lectores: que su talle era flexible, no como una palma, sino como una culebra, y que todo lo que de sus formas podía revelarse, presumirse ó conjeturarse, estaba artística y sólidamente modelado, sin exceso ni super-abundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte.

En el seno de la opulencia y del regalo, nos atreveríamos á añadir que Costancita había pasado el tiempo sin que el tiempo marcase en ella su rastro{184} destructor, como aquellas princesas encantadas que se conservan en el mismo ser en que las cogió el encanto, si no fuese porque había habido mudanzas favorables. La tez, de trigueña que era, había adquirido una blancura transparente y nítida, propia encarnación de diosa ó de ninfa, y no de ser mortal; y las manos también, mejor cuidadas ahora, parecían más bellas en contornos y dintornos y en el color y esmalte de la carne y de las uñas. En todo esto, aunque hubiese habido alguna industria ó artificio, era tan sabia industria y artificio tan sutil, que el más severo crítico, el más experto en tales cosas, con ojos de lince no lo descubriría.

La Marquesa de Guadalbarbo había deslumbrado y seguía deslumbrando á Madrid con la riqueza de sus trajes, con sus joyas y con sus trenes. La fama de su virtud era mayor y más envidiable aún. La Marquesa amaba á su marido, como una providencia benéfica y munífica, que la cubría de diamantes, que llovía oro en su regazo, que satisfacía sin titubear sus más costosos y atrevidos caprichos. La suerte del Marqués en los negocios relucía en la mente agradecida de la Marquesa como habilidad ó como genio. El Marqués le parecía un encantador, que tocaba con su varita cualquier esperanza, cualquier ilusión, cualquier antojo, cualquier ensueño, y al instante le realizaba, trayéndole por ensalmo del mundo de las quimeras y de{185} las sombras al mundo de los seres sólidos y consistentes.

La misma Costancita tenía de sí un alto concepto, que la hacía invulnerable á no pocas seducciones.

Una mujer pobre, aunque sea el desinterés personificado, suele dejarse deslumbrar por la riqueza, por el esplendor, por la magnificencia de un galán rico. No tomará nada de él; pero podrá sentirse avasallada y pasmada de los coches, de los caballos, del palacio, de la pompa, de la atmósfera, en suma, que circunda al galán. Á Costancita nada de esto la hacía efecto. Era ó se creía tan rica como cualquiera, y no había lujo, ni gala, ni prodigio de la industria ó del arte que lograse aturdirla, que excitase su admiración ó su curiosidad.

Una mujer plebeya suele hallar un atractivo invencible en el galán que lleva un nombre ilustre. Una mujer que no está en la más alta sociedad se hechiza con el galán que brilla en los aristocráticos salones; quizás el deseo de presentarse como rival, de vencer y de mortificar á alguna gran señora, puede más en ella que todos los propósitos de virtud. Para Costancita, que, por sí y por su marido, se creía de la prosapia más esclarecida, y que había vivido y resplandecido en los círculos más encumbrados de París y de Londres, nada de lo dicho podía perturbar el endiosado corazón. Todo{186} lo miraba como por bajo de ella. Nada había que no desdeñase.

La fama de la Marquesa de Guadalbarbo se extendía por toda Europa. La Marquesa había brillado en Baden, en Brighton, en Spa y en Trouville; en los salones del Faubourg Saint-Germain; en los castillos de los lores más ilustres de Inglaterra y de Escocia. En Berlín, en Petersburgo, en Niza, en Florencia y en Roma tenía amigas que la escribían, adoradores que aun suspiraban por ella. Costancita estaba harta de brillar, y casi, casi se puede asegurar que había venido á Madrid con el propósito de eclipsarse.

En las edades y en los centros de más complicada y refinada civilización, en Alejandría por ejemplo, en tiempo de los sucesores del hijo de Filipo, y en Versalles, en tiempo de Luis XIV y de Luis XV, es cuando, por contraposición, se ha despertado el gusto y hasta la manía de la poesía bucólica, del idilio, de la vida campestre, del amor sencillo entre pastores y zagalas. Un fenómeno parecido podía observarse en el corazón de la bella Marquesa. Vivía gustosa en Madrid; pero de vez en cuando atormentaba su corazón cierto prurito de vida patriarcal y primitiva. La Marquesa de Guadalbarbo componía á veces idilios inefables, allá en el fondo de su alma, en cuya composición entraban por mucho los recuerdos de su{187} pequeña ciudad natal, de su jardín, del azahar y de las violetas que le embalsamaban, del cielo despejado de Andalucía, y de toda aquella existencia menos artificiosa y más próxima á la madre naturaleza.

Cansada Costancita de que la admirasen, de ver rendidos á sus pies lores ingleses, príncipes rusos, leones parisienses, todo lo que hay de más distinguido, soñaba con otra novela; echaba de menos en su vida cierta poesía, y la buscaba por otra parte, no en aquello de que estaba satisfecha hasta la saciedad.

Mientras el afán de lucir y de ser adorada no se había amortiguado en su pecho, la novela, la poesía, el ideal de la Marquesa de Guadalbarbo se había realizado en aquellas adoraciones y rendimientos de que había sido objeto. Su severa virtud y su fiel amor al respetable Marqués habían sido la primera condición de aquel ideal realizado. Faltar en lo más mínimo al Marqués de Guadalbarbo, deslustrar su nombre aun sólo con la ocasión de una sospecha, hubiera sido para Costancita como arrojarse al suelo desde el altar de oro en que estaba subida. Era menester hacer creer, era menester que Costancita misma creyese, y nos parece que lo creía, que la admiración que le inspiraba la constante dicha del Marqués en los negocios, y la gratitud que infundía en el pecho de ella aquella esplendidez con que le proporcionaba cuanto{188} quería, era un verdadero amor, era una devoción sincera, que hacían de ella y del Marqués un ser mismo, ó por lo menos una unidad inseparable, por donde todas aquellas magnificencias y esplendores no venían como de fuera y de extraño poder, sino que brotaban de la propia condición de Costancita y eran cualidades y prendas de su persona.

Así había vivido Costancita, durante diez y siete años, amando al Marqués, siendo modelo de madres de familia, pasando entre los libertinos por una diosa de mármol, y citada como dechado de fidelidad y afecto conyugales por todos los sujetos graves y severos que la conocían.

La propia Condesa del Majano, hermana del Marqués, de quien ya hemos hablado á nuestros lectores, aunque era la dama más austera y descontentadiza de Madrid, estaba encantada de Costancita, y nada tenía que censurar en ella, salvo un poco de tibieza en rezos y devociones; pero el estímulo de formular esta censura se embotaba en el corazón de la Condesa del Majano, quien, como casi todas las mujeres devotas, era muy avara, con los presentes y limosnas que Costancita daba para las iglesias, conventos de monjas y casas de caridad, de todos los cuales presentes era distribuidora la Condesa, luciéndose así y pasando por generosa sin gastar un cuarto.{189}

El Marqués de Guadalbarbo había cumplido ya sesenta y seis años de edad; pero se conservaba que era un portento. Su vida activa, el montar á caballo y el cazar con frecuencia, el buen trato y las satisfacciones de todo género, le tenían como remozado.

Cada día el Marqués se aplaudía más á sí propio por el buen tino que tuvo en elegir mujer. Costancita, que mimaba las flores, los canarios y hasta las joyas y las telas insensibles, ¿cómo no había de mimar, cuidar y arrullar y contentar á un marido tan bueno, tan providente, tan servicial y tan pródigo? Costancita se desvivía por el Marqués, le adivinaba los pensamientos, procuraba que se distrajese, le hacía reir con chistes y burlas, le consolaba cuando tenía algún disgusto, siempre levísimo, y le cuidaba como á un niño cuando tenía alguna enfermedad, también siempre ligera.

Mas, á pesar de todo esto, fuerza es confesar de plano lo que ya hemos dejado entrever, lo que hemos indicado hace poco. Costancita se hallaba en un momento peligroso de crisis.

El ideal de su vida de hasta entonces estaba ya agotado: había dado de sí cuanto podía dar. El incienso de la lisonja, los triunfos de la sociedad, las mil pasiones inspiradas por su belleza y sólo pagadas con gratitud, de todo esto, permítasenos lo vulgar de la palabra, estaba ya más que empalagada{190} Costancita. Hacia deleites más subidos, hacia un ideal más bello, hacia una poesía más fogosa aspiraba su alma. Al tramontar del sol en una hermosa tarde, cuando el sol tiñe aún de topacio y de púrpura los celajes de Occidente, se llena el corazón de vaga melancolía y suele forjarse mil extrañas quimeras en arrobos inexplicables; así el alma de Costancita, en el luciente y apenas empezado ocaso de su duradera y briosa juventud, buscaba melancólica un bien extraño, una poesía bella, una luz, un calor suave, un contentamiento divino, que alegrasen y alumbrasen la serena tarde de su vida.

Una circunstancia casual vino á dar mayor impulso al vuelo del espíritu de Costancita en esta dirección romántica y á engolfarle más por el misterioso piélago de sus ensueños, lleno todo de sirtes, escollos y bajíos.

Los Marqueses de Guadalbarbo recibían una vez por semana, y reunían en sus salones á lo más distinguido de Madrid por hermosura, nacimiento, fortuna, letras y armas. Los marqueses tenían además, de diario, gente convidada á comer. El general Pérez era de los que más frecuentaban la casa.

El general Pérez, la índole de cuyas relaciones con Rosita hemos dejado en una discreta penumbra, no sólo era un oráculo en política, un poder de quien á veces pendía la muerte ó el nacimiento{191} de los Ministerios, sino el más pertinaz, confiado, audaz y fatuo de los galanteadores. En este linaje de lides, así como en los verdaderos campos de batalla, el general Pérez se juzgaba un César, y el vine, ví y vencí no se le apartaba del pensamiento, cuando no de los labios.

Este tremendo General, este héroe impertérrito y halagado por mil éxitos ruidosos, se consagró completamente á la Marquesa de Guadalbarbo. La perseguía con miradas volcánicas, la requebraba con cierto desenfado militar, y no quería creer jamás que los desdenes, las burlas y hasta las iras á veces de la Marquesa, fuesen iras, burlas y desdenes legítimos, sino artificios, fingimiento y tácticas amorosas para hacer más deseable la victoria y para dar más precio á la fortaleza que al cabo se había de rendir.

La persistencia vanidosa del general Pérez tenía fuera de sí á Costancita. Juzgaba ya que dentro de la buena educación y de los respetos sociales había hecho cuanto puede hacerse, y aun más de lo que puede hacerse, para refrenar al feroz é intrépido guerrero, ó alejarle de sí desengañado; pero el ahinco del general Pérez era descomunal, rayaba en lo inverosímil.

Acostumbrado el Marqués de Guadalbarbo á que le adorasen á su mujer, y confiadísimo además en la virtud de ella, no advertía ó no hacía{192} caso del apretado y durísimo asedio en que el General la había puesto. Costancita, además, era prudente, y no había de acudir á su marido para que la libertase de las impertinencias de aquel presumido galán, para que osease á aquel moscón, empeñándole acaso con él en un lance, á par que peligroso, ridículo.

Costancita, pues, seguía sufriendo, si bien con impaciencia y disgusto, las pretensiones del General, esperando cansarle y apartarle de sí á fuerza de seriedad y desvío. Hasta entonces no había comprendido Costancita una parte de la mitología: las persecuciones del dios Pan á las ninfas, de Apolo á Dafne, y del cíclope Polifemo á Galatea. Ahora, mutatis mutandis, en vista del modo de vivir actual, mucho más ordenado y político, casi se consideraba ella como una Galatea, y miraba como á un furioso Polifemo al general Pérez.

Lo que más la molestaba, lo que más hería su orgullo era la majestad del General, su creencia mal disimulada de que casi la honraba pretendiéndola y sufriendo sus desdenes. Ella, que se creía por cima de todos los generales; ella, que sabía que la riqueza y la posición de su marido no dependían del favor de ningún repúblico ó gobernante poderoso; ella, que comprendía que su marido no necesitaba del Ministro de Hacienda, sino que en todo caso, el Ministro de Hacienda necesitaría{193} de su marido, perdía la serenidad y se mordía los labios de rabia cuando el general Pérez se le acercaba hasta con aire de protección y como diciéndole:—Admírese V.: ¿qué no valdrá V., cuán grande no será mi amor, cuando sufro tanto, siendo quien soy y pudiendo cuanto puedo?

Acudía por entonces á casa de Costancita todas las noches de tertulia, y venía asimismo á comer una vez por semana, nuestro protagonista, su desdeñado primo, D. Faustino López de Mendoza.

La suerte habíale mostrado siempre tan adusto ceño, que D. Faustino, á pesar de sus ilusiones, había acabado por crearse un carácter del todo contrario al del general Pérez. Se había hecho tímido, desconfiado, modesto y encogido. Su humildad le dió cierto encanto á los ojos de Costancita y le ganó las simpatías del Marqués de Guadalbarbo, quien llegó á hacer de él los mayores elogios y á sacarle siempre á relucir como ejemplo de los caprichos é injusticias del destino, que le tenía en tan bajo lugar, mientras que había encumbrado á tanto zopenco.

Costancita en un principio contradecía á su marido, sosteniendo que el no haber hecho carrera D. Faustino era por culpa de su carácter, hallando y marcando en él infinidad de defectos; pero el Marqués propendía á probar que no había tales defectos, sino que todas eran excelencias y perfecciones.{194} La Marquesa se fué poco á poco convenciendo de lo que su marido afirmaba. De esta suerte, el Doctor Faustino vino al fin á parecerle un sabio marchito en flor, un león á quien han cortado las uñas, un genio á quien han arrancado las alas pujantes con que iba á encumbrarse al empíreo.

¿Y quién había sido la maga maléfica, la hechicera traidora que había hecho tan impía y bárbara amputación de alas y de uñas? Costancita se dió á cavilar en esto y á sentir remordimientos que hasta entonces no había sentido, y á considerarse bastante culpada.

Entonces recordó con ternura, con cierta tristeza entre dulce y amarga, con lánguida y morosa delectación, las veladas y los coloquios por las rejas del jardín, las lágrimas que vertió la noche de las calabazas, el beso humilde y manso que le dió en la frente su primo en pago de la herida que ella le hacía en el alma; y creyó oir el murmullo de la fuente de su jardín, y se sintió en la amena soledad nocturna, y vió el sereno cielo de Andalucía tachonado de mil y mil claras estrellas, y aspiró embriagada el perfume de aquel azahar y de aquellas violetas. Todo esto, poetizado, hermoseado, sublimado por la distancia, acudía á la memoria como cuento de hadas, con destellos refulgentes, con el encanto de la primera juventud, evocada por el recuerdo.{195}

Una piedad infinita penetraba en el corazón de la Marquesa. Quizás ella había torcido la suerte de Faustino. Amado por ella, animado, estimulado por ella, Faustino hubiera realizado todos sus sueños de gloria. Sus ilusiones hubieran sido realidades. Ella quizás había tronchado aquella flor cuando se abría al blando soplo de las más nobles esperanzas; ella quizás había destrozado las alas de aquel genio; ella quizás había roto las mágicas cuerdas de aquella melodiosa arpa, arrojándola después en un rincón, como el arpa de los versos de Becker.

Forjábase entonces la Marquesa una existencia fantástica, mil veces más bella que la que había pasado. Se representaba á sí misma como la musa, el impulso, la inspiración, el resorte enérgico y fecundo en milagros y creaciones, de un hombre que tal vez hubiera llenado de gloria á su patria. Esto le pareció más bello, más poético, más noble que todos los casos, lances y sucesos de su vida real.

Por primera vez, allá en lo íntimo de su conciencia, sin atreverse á confesárselo con claridad, columbrándolo apenas, pensó Costancita que sólo el egoísmo, el miserable interés, el ansia de goces materiales, el afán del lujo y la vanidad la habían guiado y arrastrado á preferir á Faustino al Marqués de Guadalbarbo.

Costancita, con todo, no había coqueteado aún{196} en Madrid con D. Faustino. Costancita seguía amando y reverenciando al Marqués. Y D. Faustino, tan castigado por la mala ventura, no soñaba en que su prima, que no le quiso en su tierra, pudiera quererle ahora, cuando ya el indigno misterio de su porvenir estaba claro; cuando ya se había demostrado con el éxito todo lo vano, infundado y falto de ser de sus esperanzas y de sus planes de glorias y triunfos.

Sin embargo, estimulada Costancita por las asiduas pretensiones del general Pérez, concibió una idea de todos los diablos. El Marqués no había de echar de su lado al General. Cualquier coqueteo con otro personaje de primera magnitud no haría sino darle picón y entusiasmarle más todavía. El modo de ahuyentar al General y de vengarse de él, humillando su soberbia, era buscarle un rival obscuro, modesto, á quien ella, con su omnipotencia de gran señora, realzaría por medio de una mirada, por el conjuro de un favor. Así remedaría Costancita á Dios mismo, arrojando del encumbrado sitial al poderoso y exaltando al humilde. Costancita se resolvió, pues, á dar aliento á su pobre primo, á sacarle de aquella postración y abatimiento en que se hallaba, á hacerle sentir lo que valía, y á ponérsele como rival y contrario al engreído General, á ver si reventaba de furor al verse suplantado por un empleadillo de catorce mil reales,{197} por poco más de un escribiente; á ella además le parecía que aquel escribiente, aquel empleadillo de catorce mil reales, valía mil veces más por todos estilos que el general Pérez, con todas sus conquistas, y que ella no necesitaba que la gloria y la fama del general Pérez ni de nadie reflejasen en su persona para esclarecerla. Costancita se creía con sobrado esplendor propio para brillar por sí, para iluminar, hermosear y ensalzar cuanto se le acercase.

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XXIX.

Á SECRETO AGRAVIO, SECRETA VENGANZA

El Marqués de Guadalbarbo estaba cada día más dispuesto á coadyuvar, sin saberlo, al diabólico propósito de Costancita.

El entono y la arrogancia que tenían, ó que él imaginaba que tenían, los personajes más eminentes de Madrid, parecíanle tan injustificados, que apenas si los podía sufrir. Admirador el Marqués del buen orden, grandeza y florecimiento de la Gran Bretaña y de otros Estados de Europa, lamentaba como nadie el atraso, el desorden y el desgobierno de su patria. Imaginaba, pues, que nuestros próceres y repúblicos, lejos de mostrarse soberbios debían estar avergonzados de su ineptitud y llenos de la humildad más profunda.

El Marqués, como casi todos los hombres cuyos negocios prosperan, sobre todo si no tienen que acusarse de bajezas ni de bellaquerías, estaba dotado de un amor propio colosal, y naturalmente{200} le molestaba el de los otros, que ni con mucho se le antojaba tan fundado.

Jamás había leído el Marqués el curiosísimo libro del padre Peñalosa, titulado Cinco excelencias del español que despueblan á España; mas aunque le hubiera leído, no cabía en la índole de su entendimiento el creer la singular teoría de aquel ingenioso fraile; el cual daba por seguro que por ser los españoles tan hidalgos, tan católicos, tan realistas, tan generosos y tan guerreros, están siempre tan perdidos. Así es que la perdición, según el Marqués, provenía de malas y no de buenas cualidades; por donde no cesaba de gruñir y de censurar á sus paisanos, si bien descargaba los rayos de su censura sobre las eminencias y se mostraba benévolo é indulgente con los humildes y poco afortunados.

Como entre estos últimos se contaba el primito D. Faustino, el Marqués sentía por él, según ya hemos dicho, una singular predilección, que iba en aumento siempre. La prevención con que había mirado al primito, cuando le conoció en Andalucía se había disipado por completo. La petulancia de la primera juventud, los alardes de impiedad y descreimiento, y otras faltas de Don Faustino, se habían enmendado con los años y los desengaños. Y por otra parte, el Marqués distaba mucho de ver ya en Don Faustino, como{201} había visto en otro tiempo, á un rival que venía á robarle sus amores; antes bien veía ahora á un joven infeliz, de quien él había triunfado, y cuyo valer y nobles prendas, mientras en más se estimasen, daban más precio, mérito é importancia á su victoria. Cuanto más alto ponía el Marqués á D. Faustino, allá en su imaginación, tanto más ensalzaba el afecto y la libre decisión de Costancita al desdeñar á D. Faustino y al preferirle á él.

En tal estado las cosas, las visitas del Doctor á su prima menudeaban cada vez más; y si por cualquier motivo nuestro héroe no parecía durante dos ó tres días por casa del Marqués, el Marqués le buscaba ó le escribía llamándole.

Entre tanto, el infatigable general Pérez, verdadero poliorcetes amoroso de nuestro siglo, aunque había sido rechazado en todos sus asaltos, arremetidas y ataques, seguía con regularidad y sin interrupción el cerco de la plaza. Como era un señor de tanto fuste, respeto y soberbia, nadie se atrevía casi á acercarse y á hablar con Costancita, considerándolo tiempo perdido, merced á aquel tremendo espantajo. El general Pérez, con sus miradas y con andar siempre en torno de Costancita, hacía una perpetua declaración de bloqueo. Claro está que los galanes de Madrid no se arredraban por temor de que el general Pérez se los comiera crudos, ni mucho menos; pero cuando veían á un conquistador{202} como él tan empeñado en aquella empresa, sin desmayarse ni retirarse, tal vez suponían que no era tan mal recibido, y no había uno que se atreviese á presentarse como rival para salir derrotado.

Costancita, más harta cada día, empezó á ponerse fuera de sí al ver que el cerco se estrechaba y que la incomunicación en que el general Pérez quería tenerla iba poco á poco realizándose.

El propio D. Faustino, con la modestia y la timidez que su mala ventura le había infundido, sospechó, no que su prima amase al General y estuviese con él en relaciones, sino que se deleitaba y enorgullecía de la asidua corte de tan eminente personaje. Así es que, no bien veía al General al lado de la Marquesa, juzgaba atinado y prudente irse por otra parte á fin de no estorbar. Costancita rabiaba y se desesperaba más con esto, allá en su interior. El resultado era que hacía extremos cariñosos por su primo, que le miraba con ojos llenos de ternura, que le apretaba la mano con efusión, y que hasta le hacía elogios á cada paso; pero al Doctor se le metió en la cabeza que todo ello era compasión, bondad, deseo de levantarle un poco de la postración en que se hallaba; quizás algo de leve remordimiento por las crueles calabazas que Costancita le había dado en otra época.

La Marquesa de Guadalbarbo empezó á picarse no menos de esta impasibilidad del Doctor que{203} de la persecución sin tregua del General. Sin poder contenerse, vino entonces á hacer más declarados favores á su primo; pero, por declarados que fuesen, el Doctor, ó se los explicaba, como antes, por la compasión, ó se daba á cavilar en una cosa que desechaba luego como un mal pensamiento, si bien volvía á su imaginación con persistencia.—¿Querrá mi prima, se decía, que yo le sirva de pantalla para que lo del General no se perciba tanto?

Lo cierto es que esta conducta de D. Faustino, seguida instintivamente en fuerza de lo abatido y descorazonado que se hallaba, hubiera sido, seguida con toda reflexión y cálculo por un seductor de oficio, la más hábil y la más á propósito para rendir á Costancita.

Costancita continuó, pues, favoreciendo á su primo por todos aquellos medios indefinibles, vagos y poéticos, que á veces hasta las mujeres tontas y vulgares saben emplear, si el amor ó el deseo de ser amadas las inspira, y que la Marquesa de Guadalbarbo, tan entendida, tan elegante, tan artista en todo, empleaba de una manera deliciosa. El Doctor no se creyó amado aún; pero empezó á recordar los antiguos amores y á pintarse en el alma los coloquios de la reja del jardín con todas sus circunstancias, y á creer que amaba aún á Costancita, á pesar de María.{204}

Esta nueva situación del ánimo del Doctor se hizo patente muy pronto á los ojos de la Marquesa, quien advirtió en su primo una dulzura de expresión muy grande cuando la miraba, una gratitud profunda cuando ella hacía de él algún encomio, y un cuidado y una solicitud rebosando sencilla y natural galantería para hacer por ella mil pequeños servicios. En persona tan distraída como el Doctor, y que tanto distaba de ejercer tales artes por costumbre, casi, casi era esto una semideclaración de amor.

Como se pasaba cuatro ó cinco horas diarias en la oficina extractando expedientes, y luego otras tantas en la soledad de su cuartucho del pupilaje, tratando en balde de dar ser á su epopeya ó de componer su nuevo sistema filosófico, el Doctor se creía trasladado al cielo desde el purgatorio cuando entraba en aquellos elegantes y ricos salones, donde los criados le trataban con una consideración de que no había gozado desde que salió de Villabermeja; donde todo despedía dulce olor; donde había tantas cosas bonitas, y donde, sobre todo, hallaba á una tan bella mujer y tan aristocrática, que se interesaba por él, que le preguntaba por su salud con verdadero afecto, que deseaba leer sus versos y saber sus filosofías, y que hacía todo esto de un modo tan llano y tan discreto, que no advertía jamás el Doctor, aunque era muy caviloso,{205} que hubiera afectación en nada, ni que hubiera sensiblería, ni pedantería, ni que pudiera aparecer el más ligero asomo de ridículo.

Sentía el Doctor tanto bienestar y consolación tan suave en casa de Costancita, y en este punto de sus relaciones con ella, que estaba como el enfermo cuando halla una postura cómoda y grata, tiene miedo de perderla y no se atreve á moverse, ó como quien ha tenido un sueño beatífico, cuando se despierta y procura colocarse del mismo modo y conciliar el sueño de nuevo para que se repitan idénticas visiones. En suma, el Doctor se contentaba con aquello, y no aspiraba á más por miedo de perderlo todo.

Una de las noches en que recibía la Marquesa, en el mes de Mayo, el general Pérez estuvo pesado y atrevido como nunca; se quejó de que la Marquesa no le recibía sino los días de recepción, y se obstinó en alcanzar una cita.

—Yo tengo que hablar á V. con cierto reposo—dijo á la Marquesa.—Esto es terrible. Aquí tiene V. que hacer los honores, y con ese pretexto no me hace V. caso; no me oye nunca; cualquier majadero que se acerca me interrumpe en lo mejor de mi discurso. Oigame V. antes de condenarme. Á nadie se le condena sin oírle.

—Pero, General—contestó Costancita, si yo no le condeno á V., si yo le oigo; ¿de qué se queja?{206}

—Es V. muy cruel. V. se burla de mí.

—No me burlo.

—¿Por qué no me recibe V. cuando vengo de día?

—Porque de día no recibo más que los martes. Venga V. cualquier martes y le recibiré.

—Eso es; me recibirá V. como á cualquiera otro.

—¿Y qué derecho tiene V. á que yo le reciba de diferente manera?

—¡Ingrata! ¿Y mi afecto y mi amistad y mi admiración no me dan derecho?

—Por eso mismo quizás debo resistirme á recibir á V. Es V. muy peligroso,—dijo Costancita riendo.

—¿Lo ve V.? Se ríe V. de mí, Marquesa.

—No me río de V.; pero no debo recibirle. Por lo mismo que V. me hace la corte con tanta asiduidad, no debo recibir á V. para no dar ocasión á la maledicencia.

—Nadie dirá nada. Recíbame V. una vez sola. Su reputación de V. está tan bien sentada, que no murmurará nadie.

—Mire V.—dijo Costancita un poco contrariada de que el General tomase por lo serio aquella excusa,—harto sé que mi reputación no puede ni debe depender de tan poco. V. quiere verme mañana, cuando no recibo á los demás mortales. Pues sea. Venga V. mañana. De tres á cuatro. Encargaré á los criados que le dejen entrar.{207}

—¿Y nada más que á mí solo?

—Nada más que á V. solo.

Dicho esto, la Marquesa se fué hacia otra parte, dejando satisfecho al general Pérez, aunque acababa de darle la cita para que no creyese que temía avistarse con él á solas, ó para que no presumiese que su reputación pendía de tan poco, que fuera á perderla por recibirle.

El general Pérez, como todo lo convertía en substancia, se quedó muy hueco. Allá, en el fondo de su alma, imaginaba él y pintaba con vivísimos colores una lucha muy brava que el amor y la virtud se estaban dando en el corazón de Costancita por culpa suya. La concesión de la cita le pareció una gran victoria del amor. No comprendió que Costancita había cedido á fin de demostrarle que él era para ella un hombre sin consecuencia. El General la había estrechado tanto, que negándose á recibirle, hubiera sido como decir con la Leonor de El Trovador:

Libértame de tí; si por tí tiemblo,
por tí, por mi virtud... ¿no es harto triunfo?

Por no aparecer en la mente del General como diciendo estos dos versos, pasó Costancita por la mortificación de verle y oirle á solas.

El General no faltó á la cita. Aunque había sido siempre con otra clase de mujeres imitador ó émulo{208} del joven Tarquino, ya sabía él, á pesar de su fatuidad, con quién se las había, y estuvo respetuoso, almibarado, humilde y rendido. Costancita, con más primores y discreteos que otras, dijo en aquella ocasión lo que en ocasiones semejantes dicen siempre todas las mujeres: que estimaba al General, que sentía por él una amistad viva, que le agradecía lo mucho que la distinguía; pero que á nadie amaba de amor, y que en este punto debía el General perder toda esperanza.

El desengaño dado por Costancita no pudo ser más explícito ni más claro. La vanidad del General no quería, con todo, recibirle. El General siguió viendo en espíritu el rudo combate entre el honor y la virtud, el amor y la castidad, que destrozaban el alma de Costancita; casi tuvo compasión de aquel tumulto de pasiones que había suscitado, y por un arranque de generosidad se decidió á tener calma, á encaminar las cosas suavemente y á no entrar en la plaza por asalto, llevándolo todo á sangre y fuego. El General se propuso ser magnánimo, usar de misericordia y venir de diario á moler á Costancita, mostrándose más fino que un coral y más dulce que una arropía.

La Marquesa de Guadalbarbo no acertaba á librarse de aquellas visitas impertinentes, que tanto la molestaban. En su orgullo, no quería decir al General que no viniese á verla á menudo para no{209} comprometerla; y no había medio tampoco de hacerle comprender que sus visitas la aburrían. En esta situación, el medio de osear al moscón del General, valiéndose del Doctor Faustino, se le hizo á Costancita más deseable que nunca. Su primo, por otro lado, iba ganando cada vez más en su corazón.

Un día, de sobremesa, mientras que el Marqués hablaba de política con otros convidados, Costancita y el Doctor tuvieron el diálogo siguiente:

—¿Es posible, Faustino, que tengas tan mala opinión de mí y que me creas tan vana y tan poco orgullosa á la vez, que supongas que me complazco en la corte que me hace el general Pérez? ¿Qué lustre me doy con eso? ¿Necesito yo del General para algo? Mil veces te he dicho que me aburre, que me molesta, que no puedo sufrirlo, y tú me oyes siempre con visibles muestras de incredulidad.

—Francamente, prima—contestó el Doctor,—te lo diré, aunque te enojes: yo no comprendo que el General esté hecho tan á prueba de desdenes. Cuando viene á verte casi todos los días, cuando está siempre donde tú estás, cuando se consagra á adorarte de continuo, no se verá tan mal tratado.

—Pues se ve; pero él trueca siempre en favores los desvíos, en esperanzas los desengaños y en triaca el veneno. Como no le eche á puntapiés, se me figura á veces que no tengo medio de echarle.{210}

—Ya le echarías, si quisieses—dijo el Doctor.

—Pues quiero—respondió Costancita. ¿Te prestas á ayudarme en la empresa?

—Con mucho gusto. No hay mayor felicidad para mí que la de poder ser útil en algo á mi linda prima, que es tan buena y tan cariñosa conmigo.

—Bien está. Ya sabes tú cuánto te agradezco el afecto que me tienes, cuánto te agradezco tu generosa amistad. ¡Qué noble eres, Faustino! Tú deberías guardarme rencor, y no me lo guardas.

—¿Y por qué guardarte rencor? No recuerdo yo la despedida por la reja, de hace tantos años, sino para confesarme que tuviste razón en despedirme. La experiencia de mi vida, mi obscuridad, mi miseria, el mal éxito de mis propósitos, han justificado la prudencia y previsión de tu padre. Hubiera sido una locura que hubieras unido tu suerte á la mía. No me quejo, pues; antes bien te agradezco y guardo en el corazón, como el recuerdo más bello de mi vida, la pura esencia de aquellas lágrimas que por mí derramaste, y el delicado aroma en que se bañaron mis labios cuando por primera y última vez tocaron tu serena frente. Pero no hablemos de esto. Vamos á lo que más importa. ¿Qué pides? ¿Qué mandas?

—Yo no mando nada: yo te suplico que vengas mañana á verme.

—¿Á qué hora?{211}

—Ven á las dos y media. Que no faltes.

Costancita citó al Doctor para media hora antes de la hora en que el general Pérez solía venir á verla casi todos los días.

Bien sabe el autor ó narrador de esta historia que aquí, como en otros pasajes de ella, han de incomodarse los lectores con el héroe principal, de quien exigen en novela una fidelidad y una constancia prodigiosas, y á quien han de condenar porque ya amaba á María, ya á Costancita, ya á las dos á la vez, y porque amó durante algunos días á la misma Rosita; pero tire contra él la primera piedra quien en la vida real haya tenido menos variaciones, y menos fundadas variaciones en sus amores. El desdichado Doctor Faustino había perdido á María quizás para siempre, por motivos que el hado adverso había creado. Harto había amado á María, harto había guardado y guardaba su imagen en el centro del alma, levantándole allí altar como en un santuario; pero también había amado á su prima Costanza antes de conocer á María, y no es extraño que renaciese ahora en su corazón el primitivo afecto. Además, desde el principio de esta historia debe saber el lector que no tratamos de poner al Doctor Faustino como ejemplo de virtud y como dechado de perfecciones, sino como muestra de lo que pueden viciarse y torcerse un claro entendimiento y una voluntad sana con las que{212} vulgarmente se llaman ilusiones; esto es, con un concepto demasiado favorable de sí mismo, con la persuasión de que los propios merecimientos deben allanarnos el camino para el logro de toda esperanza ambiciosa, y con la creencia de que el grande hombre está en nosotros en germen, y de que, siendo así, sin perseverancia, sin trabajo, sin esfuerzos incesantes, sino llevados de la propia naturaleza, hemos de trepar á todas las alturas y rodearnos del fulgor inmortal de toda gloria.

Esta condición de carácter del Doctor Faustino es comunísima en el día, porque las ambiciones están despiertas y solevantadas, y en el Doctor persistían á pesar de mil desengaños amargos. Espíritu poético además, sin fe segura y firme en nada, sino en su propio valer, lo cual es también harto común por desgracia, el Doctor era como personaje de antiguo cuento, que vaga perdido en una selva, en la obscuridad de la noche, y corre, ya en pos de una lucecita, ya en pos de otra, de las que ve brillar á lo lejos, creyéndolas alternativamente faros que han de salvarle. La lucecita que ahora deslumbraba al Doctor y hacia la cual corría lleno de esperanza, era de nuevo los ojos de su prima la Marquesa. El Doctor acudió á la hora de la cita con algunos minutos de anticipación.

Recibióle su prima en un primoroso saloncito, contiguo á su tocador, donde ella solía estar á solas{213} leyendo, escribiendo ó soñando, y donde recibía á los íntimos. Era lo que llaman boudoir, valiéndose de un vocablo extranjero. Costancita estaba vestida de mañana, con traje gracioso y leve, propio de primavera. Las persianas, echadas, daban una media luz muy agradable á todos los objetos. Plantas y flores adornaban el saloncito. La Marquesa parecía más fresca, lozana y encantadora que todas las flores.

El Doctor hizo mil cumplimientos á su prima. Ella, en cambio, le prodigó mil dulces sonrisas y mil afectuosas miradas. No se habló de amor, ni pasado ni presente. Se habló de amistad, de cariño indeterminado entre ambos; pero, en virtud de esta amistad, de este cariño sin nombre, aunque puro y espiritualismo, el Doctor tomó la mano de la Marquesa entre las suyas, y la Marquesa se la dejó allí abandonada. El Doctor la cubría de besos cuando sonó la campanilla de la puerta principal. Costancita se rió.

—Éste es—dijo—mi tremendo General, que llega.

El Doctor, que tenía su silla muy cerca del asiento de Costancita, la apartó maquinalmente.

—No, no—dijo Costancita riendo con más gana todavía,—no apartes tu silla; acércala más y que rabie. No te levantes hasta que entre, para que te vea sentado muy cerca de mí.{214}

Don Faustino obedeció á la Marquesa, aproximándose á ella cuanto pudo.

Un criado anunció al general Pérez, el cual entró en seguida en el saloncito con aire triunfante y glorioso.

Costancita, aunque autora de aquella burla, la hizo involuntariamente más eficaz, por su falta de práctica y desenfado para tales negocios, poniéndose bastante colorada cuando entró el General. D. Faustino, como hacía muchísimo tiempo que no había tenido aventuras galantes, y como jamás las había tenido en salones tan aristocráticos y con intervención de rivales tan gigantescos y egregios, estaba conmovido y agitadísimo, y se puso colorado también. Todo lo notó el General con disgusto mal disimulado, á pesar de ser hombre de mundo curtido en todo linaje de lances.

La conversación que se siguió no pudo menos de ser embarazosa y fría. La cara del General mostraba cada vez más la mal reprimida cólera. Á Costancita le retozaba la risa dentro del cuerpo, y apenas si acertaba á contenerse. De vez en cuando miraba con ternura á su primo, no recatándose para ello del General, sino procurando que el General lo advirtiera. Éste, comprendiendo toda la ridiculez que traería consigo el enojarse, pugnaba por aparecer sereno y hasta jovial; pero no podía. Quiso hablar de cosas indiferentes: de teatros, de literatura{215} y hasta de modas, y dijo infinidad de disparates, como persona que delira en sueños ó que tiene el espíritu distraído á otros asuntos. Todo esto deleitaba á Costancita; la hacía feliz. El General era tan vano, que jamás había tenido celos de nadie, y menos aún del Doctor, á quien siempre había mirado como á un pariente pobre, á quien daban algún amparo en aquella casa y á quien á veces convidaban á la mesa como para ejercer la obra de misericordia de dar de comer al hambriento. Ahora el General las estaba pagando todas juntas.

—Vaya, vaya—dijo, entre otras sandeces,—no esperaba yo encontrarme aquí en tan buena compañía.

—Favor que V. me hace, mi General,—respondió D. Faustino con suma modestia.

—¡Quién lo pensara!—prosiguió el General.—¿Hoy no es día de oficina?

—Sí, mi General—respondió el Doctor;—pero yo he hecho novillos para acompañar y entretener un poco á mi primita, que está algo melancólica.

El General, aun reconociendo el candor con que hablaba D. Faustino, se sintió aludido sin intención por aquellas palabras. Se creyó el novillo más importante de los que el Doctor había hecho, y que entre el Doctor y la Marquesa estaban lidiándole.{216} Poco faltó para que no rompiese en un exabrupto de mal humor. Supo, con todo reportarse.

—Pues me alegro, amiguito, me alegro. No sabía yo que fuese V. tan ameno y divertido.

—Lo es, y mucho—exclamó Costancita antes que el Doctor replicase.—V., mi general, no conoce á mi primo ó le ha tratado poco. La suerte le ha sido siempre muy adversa, y por eso tiene un empleo de tan corto sueldo é importancia; pero no dude V. de que es un hombre de mucho saber y de mucho entendimiento y discreción.

—Mi General—dijo el Doctor,—mi prima me quiere demasiado. El afecto que me profesa la ciega, sin duda, y la excita á hacer de mí los encomios menos merecidos.

—Crea V., mi General, que no hago sino justicia. Faustino es un hombre de los más distinguidos que hay en España; poeta inspirado y elegante, filósofo, erudito...

—No, Costanza, no me avergüences suponiendo en mí prendas y condiciones que nadie reconoce sino tú por lo mucho que me quieres, por lo buena é indulgente que eres para conmigo.

La Marquesa y el Doctor siguieron así largo rato, elogiándose mutuamente, agradeciéndose los elogios y atribuyéndolos todos al cariño que recíprocamente se tenían. En esta blanda contienda tomaban{217} siempre por juez al General, que reventaba de furor, que sentía que iba perdiendo los estribos, y que advertía en la punta de su lengua cierta comezón de poner como chupa de dómine á ambos primos y de armar allí mismo un escándalo soberano. Sin embargo, como no tenía derecho para quejarse, como conocía que cualquiera imprudencia suya le haría pasar por un hombre brutal y mal educado, por un personaje cómico y por un cadete de medio siglo, el General se contuvo de nuevo y dijo con marcada ironía:

—Siento haber llegado en tan mala ocasión. Sin duda que yo, profano en la filosofía y en el arte poética, he venido á interrumpir alguna lección que el primito estaba dando á V., Marquesa.

—Mi General—dijo el Doctor,—yo soy muy humilde para dar lecciones á nadie, y menos á mi prima. ¿Cómo enseñarle la poesía, cuando la poesía misma es ella?

—Aunque disto mucho de ser yo la poesía, mi primo no me daba lección; pero si hubiera estado dándomela... (y aquí la Marquesa dulcificó mucho la voz y puso en su acento un no sé qué de candoroso y manso, á fin de mitigar y embotar la fuerza y la punta que pudiera tener el dardo que disparaba); pero si hubiera estado dándomela... V., mi General, no nos estorbaba; V. no hubiera perdido nada en recibir... en oir la misma lección.{218}

El General echó de menos su sangre fría; conoció que iba á salir con alguna barbaridad si permanecía allí más tiempo, y se levantó furioso. Ya no pudo disimular su mal humor, y dijo al despedirse:

—Yo detesto la poesía, Marquesa: yo soy todo prosa; y como no quiero recibir lecciones poéticas ni interrumpir las que á V. da el primito, me parece lo mejor eclipsarme. Á los pies de V.

D. Faustino se levantó de su asiento para despedir al General con toda cortesía, haciéndole una respetuosa reverencia.

—Beso á V. la mano,—le dijo el General.

—Mi general, beso á V. la suya,—le contestó D. Faustino.

—Vaya V. con Dios, mi General—dijo Costancita con tono melífluo y conciliante, como para aplacar un poco la tempestad que había levantado.—Veo que está V. algo nervioso hoy, y un si es no es disgustado de la poesía. Espero que no duren el mal humor y el disgusto, y deseo que, si persevera V. en aborrecer la poesía, me considere y tenga por prosa, para que siga estimándome y queriéndome.

Al decir esto, alargó lánguida y graciosamente su blanca y linda mano al General, quien no pudo menos de tomarla.

En seguida se fué el General, reconociendo en{219} su interior que lo más atinado era irse, suspirando por las edades prehistóricas, ó ya que no, por los siglos bárbaros, y renegando de lo que llaman conveniencias sociales, que no le habían consentido desahogarse, cuando no diciendo cuatro frescas á Costancita, porque no era él muy listo de lengua, rompiendo en la cabeza del Doctor la mitad de los chirimbolos y baratijas que había en aquel boudoir, que tan de veras merecía entonces su nombre, con arreglo á la etimología.

Claro está, y esto lo comprendía Costancita mejor que nadie, que el General, por más deseos que tuviera de vengarse, no se había de allanar á provocar á un lance al pobrecillo empleado de catorce mil reales, ni mucho menos había de divulgar lo ocurrido para convertirse en la fábula de Madrid, haciendo saber que Costancita le había plantado y despreciado por semejante trasto, que así llamaba el General á D. Faustino allá en el fondo de su corazón.

Costancita, no bien sintió que el General había salido de su casa, se acordó de su primera juventud y de la franqueza y naturalidad de Andalucía; olvidó por completo su papel de gran señora; volvió á ser la muchacha traviesa y alegre, y aflojó la rienda á la risa, que hasta allí había tenido refrenada con el freno de la circunspección, y que brotó á carcajadas entonces.{220}

El Doctor siguió haciendo el segundo papel en aquel dúo jocoso; y se rió también con toda el alma.

Después se miraron ambos con gran seriedad, con fijeza y por un movimiento involuntario. Fué una serie de mutuas interrogaciones, instintivas y mudas á par de elocuentes, ya que no podían ni debían expresarse con palabras.

El interrogatorio, no obstante, estaba claro, patente á los ojos del uno y del otro, como si le tuvieran escrito. Contenía, entre otras, las siguientes preguntas:

¿Hasta qué punto debemos creer lo que sin duda ha creído de nosotros el General?

¿Qué iba de chanzas y qué iba de veras en esto que hemos hecho para zapearle?

En suma, ¿nos amamos? Y si nos amamos, ¿cómo nos amamos?

La contestación que ambos dieron al interrogatorio inefable fué bajar los ojos y ponerse más colorados que cuando entró el General.

Hubo tres ó cuatro minutos, largos como horas, de peligrosísimo silencio.

La silla del Doctor continuaba tan próxima como antes al sofá en que estaba Costancita.

El Doctor, casi maquinalmente, volvió á tomarle la mano. Ella volvió á dejársela abandonada.

Volvió el Doctor á cubrirla de besos; pero estos{221} besos, después del interrogatorio, tenían otra significación y otro valer.

Costancita retiró su mano bruscamente, y dijo, sin marcada angustia ni vehemencia de ningún género, pero con digna entereza y con toda la frialdad grave que le fué posible afectar:

—Vete, Faustino, vete; seamos buenos amigos.

El seamos buenos amigos sonó en los oídos del Doctor con son vago é incierto entre súplica y mandato; pero el sentido de la frase se había hecho clarísimo en el modo de pronunciarla. Era una prohibición, era una limitación, y no una excitación: equivalía á decir no seamos más que amigos buenos.

El Doctor era bastante serio y delicado para comprender toda la gravedad de aquellas palabras de su prima.

Se levantó, tomó su sombrero, y dijo:

—Adiós, primita.

Ya había vuelto la espalda, ya estaba cerca de la puerta, ya iba á salir, cuando se volvió atrás. Costancita estaba silenciosa. Se acercó á ella el Doctor, y repitió, con tono entre resignado, humilde y agradecido á la vez:

—Seamos buenos amigos.

Al mismo tiempo alargó la mano á su prima como signo y prenda de aquella amistad pura. Costancita dió su mano, tan blanca, tan suave,{222} tan bien formada. El Doctor no pudo menos de besársela nuevamente, con un respeto santo y casto, pero bajo el cual hubo ella de percibir el ardor apasionado y duramente reprimido de los labios amorosos.

Luego, como si contrarrestase y venciese una fuerza invencible, que á pesar suyo le detenía, el Doctor salió algo precipitadamente de la estancia.

Desde aquel día no volvió el General á aparecer en casa de la Marquesa de Guadalbarbo sino en los días de recepción y en las noches de tertulia. Levantó el sitio de la plaza; calló á todo el mundo el motivo; tuvo el buen gusto de no mostrarse muy enojado, y acudió de nuevo á consolarse con Rosita, donde halló fácil y pronto perdón de sus extravíos.

El Doctor, por su parte, no persistió tampoco en hacer novillos á la oficina ó secretaría, y en venir á ver á la Marquesa de mañana; pero siguió yendo á su tertulia, y á comer una vez por semana á su mesa.

Aquellos amores, medio reanudados entre ambos después de diez y siete años de interrupción, debían concretarse y cifrarse en un sentimiento sublime, platónico, purísimo, por respeto al generoso Marqués, que tanto los quería, á él como primo y como amigo, y como esposa á ella. Así pensaba Costancita. Así pensaba también el Doctor.{223} Sin confiarse estos pensamientos, sin ponerse de acuerdo en nada, se diría que se habían entendido. Los dos conocían el peligro de verse á solas. Los dos le evitaban. Pero viéndose en presencia del Marqués, hablándose tal vez algunas palabras aparte cuando lo consentía la sociedad que los rodeada, mirándose, estimándose cada vez más, hasta por este heroico sacrificio y por esta noble conducta, el afecto de Costancita acabó por trocarse en adoración hacia su primo, y la adoración del Doctor por Costancita se hizo más ferviente y ciega.

De esta suerte pasó más de un mes, y no fué chico milagro, sin que el Doctor y Costancita se encontrasen solos. Al cabo, no obstante, aconteció lo que no podía menos de acontecer. No hay para qué culpar ni al destino, ni al diablo, ni á nadie. ¿Qué cosa más natural que un primo, que entraba con tanta confianza en aquella casa, hallase una noche sola á la Marquesa? La Marquesa estaba un poco mala de los nervios y se había negado á recibir. Los criados entendieron que la orden no rezaba con primo tan querido, é introdujeron al Doctor en el boudoir que ya conocen nuestros lectores. El Marqués había salido. Eran las once de la noche. Sabido es que en Madrid se vela mucho y recibe hasta muy tarde.

Á pesar del calor de la estación, el balcón estaba{224} cerrado, de modo que la soledad era completa y segura. Del cuarto del tocador contiguo, cuya puerta de comunicación aparecía abierta, entraba un dulce vientecillo fresco, porque allí estaba de par en par el balcón, que daba sobre el jardín.

Costancita se encontraba en el mismo sitio que el día del mal rato que ambos dieron al general Pérez. Ella, á causa de su indisposición, no se había vestido para comer, y tenía traje de mañana, tan elegante como sencillo. Sus hermosos cabellos desordenados la hacían más bonita é interesante, y mostraban que había estado recostada y que acababa de incorporarse y sentarse para recibir al Doctor.

Estas circunstancias casuales contribuyeron á que la conversación fuese más amistosa y más íntima. Hablaron de todo; pero, sin quererlo, procurando evitarlo ambos, acabaron por hablar de ellos mismos. Costancita dió ocasión, lamentando involuntariamente los cortos medros y adelantos del Doctor en carrera y fortuna.

—¿Qué quieres?—dijo D. Faustino.—En mí se cumple el refrán que dice: quien mucho abarca, poco aprieta. No hay ambición que yo no haya tenido. Por eso no he visto satisfecha ninguna. Mi espíritu ha divagado, se ha distraído en cuantos objetos hay, no con el vuelo recto y firme del águila, sino con el revolotear incierto y vacilante{225} del estornino. Mi voluntad marchita no ha sabido perseguir cosa alguna con energía. No extrañes que esté tan poco medrado. Me faltan los dos resortes más poderosos: el amor y la fe en algo fuera de mí.

—¿No amas, no crees en nada? Dios mío, ¡qué horror!

—Hablo de las cosas de esta vida.

—Menos mal; pero aun así es espantoso. ¿Con que no amas á nadie?

—He querido amar, he amado; pero el desdén ha muerto al amor. Hace algunos días he sentido dentro de mi alma como una gloriosa resurrección del amor. ¿Volverá el desdén á matarle?

—Si amas de veras, como creo—respondió Costancita, hablando muy pausadamente y como si le costase trabajo y vergüenza hablar, y como si midiese y pesase las palabras para no decir demasiado, y diciéndolo, no obstante, sin poderlo evitar;—si amas de veras, ¿quién podrá desdeñarte? El poeta lo ha dicho:

Amor a nullo amato amar perdona.

—Además, cuando el que ama vale lo que tú vales, el amor debe ser poderoso, incontrastable como la muerte.

—El poeta dijo una falsedad—contestó D. Faustino;—ó si es su sentencia regla verdadera, yo soy la excepción de la regla. Costanza, recuérdalo, yo{226} te amé en otro tiempo y tú no me amaste. Ahora te amo más. ¿Me amas?

La Marquesa se arrepintió de sus palabras y se llenó de espanto al oir las de su primo, y al notar el fervor con que las pronunciaba. Sintió que una fuerza magnética, un poder de atracción superior á todo la llevaba hacia su primo; pero lo criminal, lo indigno, lo vilmente ingrato de engañar al Marqués de Guadalbarbo no se le ocultaba; surgía ya en el seno de su atribulada conciencia como un remordimiento.

—Faustino—dijo con acento sumiso y triste,—yo hice mal, hice una villanía, fuí una miserable no amándote entonces. No exijas de mí que sea más miserable y más villana amándote ahora.

—Yo nada exijo, Costanza. El amor no se impone. Si depende de tí el no amarme, no me ames. Yo te amo; yo muero de amor por tí.

El Doctor cayó de rodillas á los pies de la Marquesa.

—Levántate, tranquilízate. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué locura! ¡Alguien puede venir!

—¡Ámame!

—Ten piedad. Déjame. Huye de aquí. ¿Qué va á ser de nosotros, santos cielos?

—Ámame, Costanza.

—¡Ah, sí... te amo!

El Doctor ciñó en un abrazo febril el cuerpo de{227} la Marquesa, que cedía rendida y desfallecida. Sus labios se unieron.

De repente exhaló ella un grito ahogado, y poniendo ambas manos en el pecho del Doctor, le rechazó con violencia.

—¡Estoy perdida!—dijo con voz tan baja y tan intensa, que más que oirlo pudo adivinarlo el Doctor.

La pasión sincera y vehemente los había apartado á ambos del mundo exterior; los había hecho insensibles á cuanto los rodeaba; habían estado incautos, imprevisores, imprudentísimos, locos.

No habían sentido llegar al Marqués de Guadalbarbo. El Marqués de Guadalbarbo acababa de entrar en el saloncito.

El Doctor y la Marquesa se repusieron y tomaron la conveniente actitud; pero ¡qué desorden moral en la mente del uno y de la otra! ¡Qué consternación y qué vergüenza no se pintaba en sus semblantes!

En cambio, el Marqués mostraba en el suyo la misma serenidad, la misma satisfacción de siempre. ¿Habría hecho un milagro el demonio? ¿Habría puesto una nube ante los ojos del Marqués para que nada viese?

La esperanza es el último consuelo del corazón más lacerado, y Costancita, al reparar lo sereno que su marido estaba, no perdió la esperanza.{228}

—Niña, hija querida—dijo el Marqués, llamando á su mujer con los mismos términos de siempre, donde iban expresados el amor que la tenía y la diferencia de edad,—¿estás mejor de salud? Me tenías con cuidado y he querido pasar por casa antes de ir al Ministerio de Hacienda. Quiero saber cómo te encuentras antes de salir de nuevo... ¡Hola, Faustino! ¿Tú por acá?

Y el Marqués estrechó la mano del Doctor, que se la dió avergonzado y casi convulso.

La Marquesa dijo tartamudeando, trabándosele la lengua, como si tuviera un nudo en la garganta:

—Estoy bastante mejor.

D. Faustino, aterrado, nada dijo.

Ó el Marqués no había visto nada, ó no había querido ver nada, ó tuvo piedad del martirio, del miedo, de la postración humillante de aquellos infelices.

El Marqués dijo que el Ministro de Hacienda le aguardaba, y se volvió á la calle.

D. Faustino y Costancita se quedaron solos de nuevo. Ambos, aunque apasionados, distaban mucho de estar pervertidos. El terror de ellos no era, pues, por el peligro que acababan de correr; era por la conciencia de su pecado. Aquel abrazo y aquel beso habían sido un hurto infame. La honra, el amor, la confianza generosa del padre de sus hijos, todo había sido ofendido por la Marquesa. El{229} Doctor había hecho traición al amigo leal, al que más le quería y le estimaba; había intentado robarle su más preciado tesoro. Al ser sorprendidos ambos, la cobardía de los delincuentes se había pintado en sus rostros, se había revelado en sus ademanes. Ambos se habían visto y estaban avergonzados de haberse visto. Este sentimiento de su común indignidad y humillación en presencia del Marqués pudo más entonces que todo recelo y que el ansia de precaverse para lo futuro, ó de remediar, si era posible, el mal causado ya. Apenas tuvieron palabras con que hablarse y entenderse.

Largo rato permanecieron mudos.

—Vete ya. Vete. ¡Estoy perdida!—dijo ella al fin...

—¿Quién sabe?—se atrevió á contestar el Doctor.—Quizás él no ha visto nada. De seguro... no ha visto nada... El cielo nos ha protegido.

—¡Qué horrible blasfemia! El infierno... tal vez.

—Sea el infierno, en buen hora, con tal de que tú no pierdas.

—Faustino, vete, déjame; me haces daño en el alma,—exclamó la Marquesa, llena de disgusto y angustia.

El Doctor tomó su sombrero, y silencioso, á paso lento, cabizbajo y pensativo, salió del salón y de la casa.

Tristes pensamientos y desatinadas medidas iba barajando en su cabeza conforme seguía maquinalmente{230} por las calles su acostumbrado camino.

—¿Si lo sabrá el Marqués?—se preguntaba.—Es imposible que no lo haya visto todo. ¿Qué había de hacer sino disimular ó matarnos allí? Por eso disimuló... pero ¿con qué propósito? ¿Irá á vengarse en ella? Yo debo evitarlo. Yo debo defenderla.

Luego, harto más abatido, daba el Doctor otro giro á su soliloquio, y se decía:

—Soy un miserable de la peor condición y especie. Carezco del amor, de la energía suficiente para ser virtuoso, para no hacer nada que no pueda sostenerse y defenderse á cara descubierta y con la conciencia tranquila, hasta en la presencia del mismo Dios, y me faltan bríos y me sobran atolondramiento, torpeza y flojedad de ánimo para cometer un delito hábilmente, para ser diestro y sereno y valeroso en el pecado. Esta enervación de mi carácter me hace feliz y me lleva á hacer infelices á cuantas personas he querido.

Así iba discurriendo el Doctor cuando, al volver una esquina se le acercó un hombre. Al punto reconoció al Marqués de Guadalbarbo.

—Te estaba aguardando. Sígueme,—le dijo el Marqués.

El Doctor le siguió sin contestar.

Á corta distancia de allí se encontraron parado el coche del Marqués.{231}

—Sube,—dijo éste al Doctor, y el Doctor entró en el coche.

En seguida entró el Marqués y se sentó á su lado, diciendo al lacayo:

—¡Á la quinta!

Los caballos tomaron el trote y empezó á rodar rápidamente el carruaje.

Silencio profundo entre los dos viajeros.

El Doctor había conocido que el Marqués lo sabía todo, y juzgaba de su deber darle la satisfacción que quisiese. Por un instante pasó por la mente del Doctor la idea de si querría asesinarle el Marqués; pero le pareció que, si bien estaba en su derecho, no podrían ser tales sus intenciones. El Doctor se llenaba de sonrojo sólo de figurarse que preguntaba al Marqués: «¿Qué quieres? ¿Qué pretendes hacer conmigo?» Callóse, pues, y se dejó conducir á la quinta sin decir palabra.

Llegaron á la quinta, que está á media legua de Madrid; entraron en ella; hizo el Marqués encender luces en un salón que le servía de despacho en el piso bajo, y penetró allí solo con Don Faustino, cuando se retiró el único criado que había.

El Marqués abrió un armario, sacó del armario una caja, y de la caja un par de pistolas, que puso sobre el bufete. Luego rompió el silencio, dirigiéndose á D. Faustino, y dijo con la misma calma que si dijese «buenas noches»:{232}

—Tú eres un ladrón, á quien puedo matar como á un perro. Me has robado lo que más amaba; has abusado de mi confianza; has hecho traición á mi amistad. Quiero, no obstante, matarte cara á cara y con armas iguales. Lo que no quiero es que nadie se entere de que yo soy quien te mato, ni que nadie sospeche por qué te mato. Esto sería publicar mi deshonra, la de mi mujer y la de mis hijos. Menester es que falten aquí los testigos y requisitos de un duelo. No tendremos más testigos que Dios. Mis criados se guardarán bien de decir nada, si de algo se enteran. El lacayo y el que cuida esta casa son dos ingleses muy sigilosos, muy fieles y que me sirven años há. Coge una de esas pistolas; yo tomaré la otra.

El Doctor tomó instintivamente una de las dos pistolas, al ver que el Marqués se disponía también á tomar una. El acto de armarse fué, pues, casi simultáneo. El Doctor no sabía qué decir, y nada decía.

—Ahora—prosiguió el Marqués,—vendrás conmigo,—y abrió una puerta que daba á los jardines.

Todo estaba solitario. La luna alumbraba bastante. Antes de salir añadió el marqués:

—Voy á llevarte lejos de aquí, porque los jardines son grandes. Los criados así quizás no oigan los tiros. Cuando lleguemos al lugar conveniente, nos colocaremos á treinta pasos de distancia, que{233} yo mediré. Luego montaremos las armas. Cuando yo diga ¡ya! marcharemos el uno contra el otro. Cada cual podrá disparar cuando guste. Si tiras bien, puedes adelantarte. Si no te fías de tu tino, aguarda hasta ponerme en el pecho ó en una sien la boca de la pistola.

El Marqués, terminado este breve discurso, echó á andar, seguido por D. Faustino. Pasaron por un hermoso bosque, y llegaron, por último, á un sitio llano y sin árboles, junto á las mismas tapias que cercan la posesión.

D. Faustino quiso entonces hablar; pero como no juzgaba decoroso tratar de disculparse, ni justo jactarse y gloriarse de la injuria que había hecho, se limitó á decir:

—Costanza es inocente.

—Lo sé—contestó el Marqués:—por eso no me vengo de ella, sino de tí.

Midió el Marqués los pasos. D. Faustino se puso en un extremo y él en otro.

—¡Ya!—exclamó el Marqués no bien montó su pistola y advirtió que el Doctor había también montado la suya.

Ambos marcharon el uno contra el otro. El Marqués tenía fama de buen tirador, y alguna confianza en su puntería. Por lo mismo, aunque injuriado, sentía remordimiento en la conciencia de abusar de su ventaja si disparaba desde luego.{234}

Más de la mitad de la distancia que los separaba habían andado ya. Estarían á unos catorce ó quince pasos el uno del otro. D. Faustino seguía marchando sin disparar. El instinto de conservación y el recelo de que se le frustrase la venganza conmovieron el corazón del Marqués. Conoció que latía su pecho con violencia, y que su pulso agitado hacía que temblase ligeramente su diestra. No pudo contenerse más. El Marqués disparó. Al punto advirtió una súbita vacilación en D. Faustino; pero pasó en seguida, y D. Faustino siguió avanzando con firmeza, con la pistola montada y apuntada contra su adversario.

El Marqués no se explicaba su falta de tino; pero estaba ya casi seguro de haber dejado ileso al Doctor. Del fondo de su alma nacían la desesperación y el abatimiento. Su deber, no obstante, era continuar acercándose á la persona en cuyas manos estaba su vida.

Pronto llegó el Doctor junto al Marqués. En el rostro del Doctor, iluminado por la luna, había una profunda y bella expresión de tristeza; pero aquel rostro era terrible, espantoso para el Marqués en aquel momento.

D. Faustino puso la boca de su pistola casi sobre el pecho del Marqués y le miró fijamente. Fué obra de un instante, si bien al Marqués le pareció aquel instante un siglo.{235}

El filósofo entonces hubo de pensar á escape en todas sus filosofías. Se había sometido, se había resignado al duelo á muerte, por no hallar medio decoroso, decente y natural de no aceptarlo. Pero, ya cumplida la que juzgó extraña y penosa obligación impuesta por la sociedad, y ocasionada por un beso y un abrazo apretadísimo, dados con tan pocas precauciones, ¿qué ganaba D. Faustino en matar á aquel pobre viejo, á quien había hecho horriblemente desgraciado? Tal vez el Marqués, imaginaba además el Doctor, no le había llevado allí por rencor ni con saña, sino para cumplir con un deber, del que él presumía que estaba pendiente su honra. Todo cumplido, todo consumado ya, acortar la vida de aquel hombre, darle allí la muerte, era una barbaridad inútil. Por otra parte, el Doctor, aunque por discurso sabía lo poco que vale la vida, la respetaba por un invencible sentimiento; el atentar contra la de nadie le parecía la mayor de las faltas; le parecía uno de aquellos pecados de que él no sabría absolverse jamás. Tales fueron las ideas que se agolparon en tumulto en su mente.

El Doctor tiró lejos de sí la pistola, que se disparó al caer en el suelo, de la manera más inofensiva.

Luego exclamó el Doctor:

—¡Ay Dios mío!{236}

Y cayó de espaldas por tierra, como cogido por un desmayo.

El Marqués se precipitó á levantarle, y al poner las manos sobre su cuerpo, advirtió que estaba bañado en sangre.

—¡Mi bala le había tocado! ¡Está herido!... La herida tal vez es mortal... Es en el pecho... ¡Maldito sea!...

El Marqués, al decir estas frases entrecortadas, no sabía á quién maldecir, no sabía á quién echar la culpa de todo. Él, que medio minuto antes estaba desesperado de no haber herido ó muerto á D. Faustino, estaba ahora desesperado de haberle herido. Él, que se había previamente complacido en el misterio de aquel lance, se olvidó del misterio y empezó á dar voces, pidiendo socorro á sus criados. Como no lo oían, corrió hacia la casa, gritando como un loco:

—¡Pedro! ¡Tomás! ¡Pronto... aquí!

Los criados al cabo acudieron.

Don Faustino había recibido un balazo en el pecho, que le había atravesado, saliendo la bala por la espalda.

El Marqués, con ayuda de sus criados, le puso vendas para contener la hemorragia, y le llevó en su coche, á todo galope de sus caballos, desde la quinta á la casa de huéspedes donde moraba.

El Marqués hizo llamar al médico de toda su{237} confianza. Vió el médico la herida, y dijo que tal vez no era de peligro, que tal vez no era mortal; que la bala había entrado por el lado derecho; que sin ahondar había pasado de través, y que acaso no había tocado el pulmón ni roto ningún vaso importante. La pérdida de sangre había sido muchísima; pero esto mismo, aunque debilitaba al enfermo, podría valerle por otra parte, á fin de evitar que sobreviniesen una gran inflamación y mayor calentura.

El Marqués de Guadalbarbo, dejando muy encomendado á su médico y al ama de la casa de huéspedes el cuidado del enfermo, se retiró entonces á su casa, con la esperanza de que D. Faustino sanaría pronto.

Como el lector recordará, el Marqués había dicho al Doctor que creía inocente á Costancita; pero esto lo dijo por orgullo. El no era ciego, y había visto perfectamente lo ocurrido. Cuando riñó á balazos con el Doctor, creía á su mujer tan culpada como al Doctor mismo. Por desgracia ó por fortuna, hay casos inexplicables en el seno del hogar doméstico. En lo más recóndito y sagrado de dicho hogar ocurren lances, se ofrecen fenómenos psicológicos, que no hay sabio que explique, ni poeta que pinte con todos sus curiosos é indescriptibles pormenores. Ello es que de la entrevista y larga conferencia que en aquella noche tuvo el Marqués{238} con Costancita, Costancita salió para él, en su concepto, tan pura, tan inocente, tan impecable como antes. Poco á poco se fueron trocando y modificando los recuerdos del Marqués, y las impresiones de sus sentidos ofuscados sufrieron la debida rectificación y razonable enmienda. El abrazo le pareció que había sido menos estrecho, muchísimo menos amante y desmedidamente mucho más respetuoso. La actitud de Costancita se transfiguró en la memoria del Marqués, y la vió resistente en lugar de verla rendida, y víctima en lugar de verla cómplice. Los labios del Doctor, en la misma tabla ó pintura de la memoria del Marqués, fueron subiendo poco á poco, desde la boca de Costancita, donde estaban antes, hasta tocar con suma ligereza su frente, de la cual casi no sintieron el calor y la aterciopelada blandura de la blanca tez, sino lo frío é inanimado de algunos ricillos crespos que por allí medio la cubrían ó velaban.

El hecho mismo de haber sorprendido á los dos probaba lo impremeditado, lo falto de malicia que todo había sido. Á buen seguro que sorprendan nunca los maridos á... y el Marqués se citaba una retahila de nombres propios de lindas damas, y se gozaba un tanto al considerar la diferencia de destino que había entre él y aquellos otros maridos. Al Doctor, á cuya generosidad debía infinito, también le disculpaba un poco.—¡Qué diantre!—se{239} decía allá en sus adentros.—¡Ella es tan guapa.... tan seductora, sin querer! ¡Y el pobrecillo, que debió casarse con ella, es tan desgraciado!—Reducido ya el suceso á proporciones mínimas, el Marqués le buscaba causas hasta cierto punto plausibles. El parentesco cercano, los recuerdos poéticos de la primera juventud, un ligero desagravio de las calabazas crueles, recibidas hacía diez y siete años... Luego pensaba en las consecuencias para lo futuro, dado que se salvase la vida del Doctor, como deseaba, y todo se convertía en una adoración mística, en una idolatría sublime, en un petrarquismo archiespiritual. Admirábase entonces el Marqués de la entereza de su mujer y de su virtud y constancia. Pasaba en revista á todos los adoradores que le había conocido, y hallaba más de una docena guapísimos, elegantes, primorosos, deseabilísimos... y casi se le saltaban las lágrimas de gozo y gratitud al considerar que á todos los había despreciado ella por amor suyo, haciendo de él uno de los hombres más dignos de envidia que sustenta sobre su corteza este vasto globo que habitamos. Diez y siete años de fidelidad, de virtud á prueba de bomba, eran una garantía de las más sólidas. Pensaba, por último, el Marqués en sus hijos, á quienes quería entrañablemente, y se alegraba de poder echar la absolución y la bendición á la hermosa criatura que se{240} los había dado, llevándolos antes en su seno. Exageraba, encarecía la vehemencia y delicadeza de Costancita, y se arrepentía de haber estado tan brutal. Temblaba como un azogado al presumir que ella pudiera enfermar con los disgustos que acababa de darle. Recordaba los cuidados, los mimos, las regaladas dulzuras con que le arrullaba y encantaba siempre Costancita. ¿Cómo romper con ella? ¿Cómo privarse de tanto bien? Se moriría el Marqués de pena. Lo que es Costancita, tan pundonorosa, tan llena de orgullo, tan noble, se moriría también de sonrojo. ¿Y por qué no de pena, como él? ¡Si Costancita le amaba!... Cierto que él estaba ya viejecillo y estropeado; pero el alma no envejece, y las mujeres en general, y Costancita singularísimamente, son mil veces más espiritualistas que los hombres en esto de los amores.

Por medio de tales y de otros parecidos razonamientos, el enojo del Marqués fué trocándose en blandura y en indulgencia, y se sintió inclinado á perdonar. Al perdón dado sucedieron otros razonamientos más amorosos y tiernos aún, y el perdón dado se transformó en perdón pedido. Costancita estuvo magnánima. Perdonó al fin al Marqués el que hubiese dudado de ella; y majestuosa, después de dar su perdón, subió de nuevo al pedestal de oro aquella diosa de la castidad, de{241} la hermosura y de la elegancia. El Marqués volvió á encontrarse tan contento, tan dichoso y tan satisfecho como antes.

D. Faustino fué el único que pagó el escote de la función; la única hostia sacrificada en el altar de Himeneo, para hacer más propicio á este dios é impedir que turbase la felicidad completa de aquella rica, ilustre y aristocrática familia.

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XXX.

BODAS TRISTES.

Como el Doctor no era personaje político, ni poeta popular y conspicuo, pues su grande epopeya estaba por escribir; ni filósofo célebre, porque su sistema estaba siempre preparándose, pocos le conocían en Madrid: no era sujeto de mucho viso. El lance, además, se había verificado con bastante recato. Así es que ni La Correspondencia habló de aquel lance. Las personas que le sabían tenían interés en callarle, y le callaron.

Los pocos medio ó menos de medio amigos de secretaría ó de la sociedad, que estimaban ó querían algo á D. Faustino, vinieron á informarse de su salud, y, como se les dijese que el Doctor estaba enfermo de cuidado y no se le podía ver, se contentaron con esto y se fueron.

El ama de huéspedes, que quería bien al Doctor, porque el Doctor estaba amable con ella, aunque era vieja y fea, se mostró dispuesta á cuidarle con el mayor esmero.{244}

El médico se esmeró también, porque el espléndido Marqués de Guadalbarbo, su patrono, le recomendó mucho á aquel enfermo.

Á poco de llegar D. Faustino á su casa y de meterse en la cama, le entró la fiebre, mas no con tal violencia que perdiese la cabeza.

Durante todo el primer día que se siguió al duelo, el Doctor mantuvo firmes sus facultades mentales.

El Marqués de Guadalbarbo vino dos veces á verle, y se consoló mucho con las noticias y pronósticos del médico, que fueron favorables.

D. Faustino tuvo, por último, al anochecer de aquel mismo día, una visita muy extraña. Aunque el médico había prohibido con toda severidad que entrase nadie á ver al enfermo, el ama de huéspedes no pudo resistir á las súplicas, y tal vez á los generosos donativos de una bella dama que se empeñó en ver á D. Faustino, á quien, según aseguró, tenía que comunicar cosas de suma importancia.

—Sr. D. Faustino—dijo el ama de huéspedes, entrando en el cuarto del enfermo,—hay una señora que desea ver á V. ¿Le hará á V. daño su conversación? ¿Le digo que entre?

—¿Quién es?—preguntó el Doctor alborozado, imaginando que Costancita venía á verle.

—Parece francesa, contestó el ama, y esto confirmó{245} más á D. Faustino en que era Costancita.

—¿Ha dicho su nombre? volvió á preguntar el Doctor.

—Sí señor: se llama Doña Etelvina... no sé cuántos; vamos... un apellido de extranjis.

Ya nombre tan novelesco y apellido tan incomunicable hicieron dudar al Doctor de que fuese Costancita la visitanta; pero,—¿quién sabe?—pensó entre sí.—¿Había de dar Costancita su verdadero nombre á esta mujer?—Tan natural reflexión hizo revivir en su ánimo la esperanza de que fuese Costancita.

—Diga V. á esa señora que pase adelante—dijo al fin el Doctor.

Doña Etelvina no se hizo aguardar ni medio minuto. En torno suyo se difundía una fragancia exquisita á oppoponax, que era entonces el perfume más chic y de más alta nouveauté que destilaba por sus alambiques The Crown Perfumery Company de Londres. Su traje, su sombrerillo, sus movimientos y sus modales, todo era ó aspiraba á ser distinguido. Se diría que el último figurín de La Moda Elegante Ilustrada había tomado humanas proporciones, se había animado por arte mágica y entraba allí de visita. La cara de doña Etelvina parecía ser linda y graciosa, á pesar ó á causa del esmalte de cascarilla y de carmín extendido artísticamente sobre ella. En el{246} borde de los párpados llevaba pintadas unas rayas negras, que hacían más rasgados y brillantes los hermosos y dulces ojos.

Miró el Doctor fijamente á doña Etelvina y no la reconoció.

Advirtiéndolo ella, dijo con amistoso desenfado, cuando se fué la pupilera y quedaron solos:

—¡Qué olvidados tiene V. á sus amigos, señor D. Faustino! ¿No se acuerda V. de mí?

—Perdóneme V., señora; pero... francamente... no me acuerdo.

—Yo soy la antigua doncella de la señora Marquesa de Guadalbarbo. ¿No se acuerda V. ahora de Manolilla?

—¡Ah, sí!...

—He tomado el nombre de Etelvina porque el de Manolilla era vulgar y prosaico. Serví muchos años á la señora Marquesa; me casé con monsieur Mercier, el jefe de su cocina, eminente químico. Luego enviudé, y con los ahorros míos y del difunto, que en paz descanse, dejando la casa de la señora Marquesa, he puesto tienda de modas. Ya se conoce que el Sr. D. Faustino es un filósofo, que no se preocupa de estos negocios de cocodetería. Si no, ¿cómo había de ignorar quién es la famosa Etelvina Mercier ó la Etelvina á secas? En los círculos aristocráticos no hay persona más conocida que yo en el día de hoy. Hago furor. Estoy muy recherchée.{247}

—Me alegro, me alegro en el alma. ¿Y qué la trae á usted por aquí?

—Vengo á ver á V. de parte de mi señora. Ella no puede venir. Sería comprometerse mucho—dijo en voz baja Etelvina ó Manolilla.

El Doctor nada contestó y exhaló un suspiro. Doña Etelvina prosiguió:

—Aquí traigo una carta para V. ¿Podrá V. leerla sin fatigarse?

—Sí—respondió el Doctor.

Manolilla entregó la carta, acercó una bujía y el Doctor leyó lo que sigue:

«¡Faustino! Sé tu generosidad. ¡Cuánto tengo que agradecerte! La vida del padre de mis hijos, mi posición en el mundo, mi honra, todo te lo debo. Sin tu generosidad estaría yo viuda y deshonrada, porque el lance y las causas del lance, que así es de esperar que queden en el misterio, se hubieran divulgado entonces, difamándome y difamando el nombre que mis hijos llevan. Si antes te amaba, más te amo hoy. El agradecimiento da más fuerza al amor. Aunque mi marido me ha dicho que no tenga cuidado, le tengo, y envío á Manolilla, única persona de quien me fío, para que me traiga nuevas ciertas de tí. Me es imposible ir yo misma. Importa desvanecer toda sospecha. Lo voy consiguiendo; pero paso tan aventurado pudiera destruir mi obra. No es por egoismo{248} por lo que procuro disipar los recelos del Marqués; es por gratitud. Le debo tanto, es tan bueno, es tan dichoso con mi amor, le haría yo tan desgraciado si le hiciese dudar de él, que la misma bondad de mi corazón me excita al disimulo. Dios me lo perdone. Para ello es menester que, ya que nos amamos, sea este amor más precavido, más misterioso, más callado que hasta aquí, y que sea también de tal suerte, que ni tú ni yo tengamos que avergonzarnos de este amor, ni ante el oculto y severo tribunal de nuestra conciencia. Amémonos con el amor purísimo de los ángeles. Impulsada por él te escribo, porque conozco tus nobles sentimientos, considero que estarás inquieto por mí y quiero tranquilizarte. Dios haga que mi carta sea bálsamo para tu herida. Dios, que ve la pureza de mis intenciones, te dé pronto la salud, como fervorosamente se lo pide tu amantísima prima—Costanza

En efecto, la carta tranquilizó al Doctor, que, sobre el dolor físico que le causaba su herida, sentía el dolor de haber dado motivo á un divorcio. No acertaba á explicarse, le parecía un prodigio que Costancita hubiese desvanecido lo que ella llamaba sospechas del Marqués.—¿Qué demonio de sospechas—se decía el Doctor—si nos vió y de resultas de habernos visto, me ha atravesado el cuerpo con una bala?{249}

Aquí hemos de confesar que el Doctor hizo además otra reflexión amarga y egoísta. Al cabo, aunque era bondadoso, era de carne y hueso como los demás mortales. La reflexión fué: «Verdaderamente soy el hombre más desgraciado que vive bajo la capa del cielo. Costancita comulga á su marido con ruedas de molino y le hace creer lo increíble y negar el testimonio de sus propios sentidos; pero esta comunión y esta negación llegan tarde para mí. ¡Llegan cuando yo estoy herido!» Al pensar esto, el Doctor suspiró con mucha tristeza.

Pronto, no obstante, se mitigó la amargura de aquel pensamiento. El Doctor era débil, pero era un bendito. Aunque tenía poca fe, tenía muchísima caridad. Fué un consuelo para él la nueva de que Costancita lo hubiese arreglado todo con su marido.

En cuanto al amor purísimo de los ángeles, que ella le ofrecía, también le pareció cosa de gusto. Para un herido de suma gravedad, desangrado, calenturiento, con horribles dolores, no deja de ser un lenitivo excelente el amar y el ser amado con el amor purísimo de los ángeles.

Doña Etelvina era una mujer de pro, experimentada y prudente. Como todas las mujeres ordinarias que, yendo de un país atrasado como el nuestro, pasan algunos años en París ó en Londres ó en ambos puntos, doña Etelvina se había hecho{250} insufrible de puro denigradora de su patria, que consideraba tierra de bárbaros, y de puro fanatismo y admiración por los primores y refinamientos ingleses y franceses. Casi todo le parecía shocking y grosero en nuestras costumbres. Nuestra lengua no valía para causer ni para hacer esprit. Hasta de amor se hablaba mejor y con más elegancia en francés ó en inglés que en castellano. I love you, je vous aime, eran frases encantadoras, delicadas, mientras que ¡te amo! ó ¡la amo á V.! tenían un énfasis, una hinchazón, una pompa inaguantables. Doña Etelvina había adquirido estimación desmedida al bienestar material y á los medios de conseguirle; de modo que á Mr. Mercier, que no se descuidaba antes, le hizo sisar cuatro veces más después del matrimonio. Por último, viéndose ya doña Etelvina tan encumbrada y adiestrada en los trotes del fashion y del dandynismo, tuvo una idea que la dió sumo tormento. Imaginó que debió y pudo haberse casado con algún conde, ó por lo menos con algún caballerito principal, y que había hecho una verdadera mésalliance casándose con un cocinero. Maldecía á cuantos recordaba que le habían aconsejado que se casase, sosteniendo que le habían hecho déchoir, que habían labrado la desgracia de su vida. Cuando se casó, era tan inocente, según decía ella, que no sabía lo que era matrimonio, y por eso se casó con un hombre que{251} le doblaba la edad. Aborrecía la mentira, vicio propio de los pueblos corrompidos como el español; y como aborrecía la mentira, decía con la mayor franqueza al infeliz Mr. Mercier que le detestaba, que se avergonzaba de él y que soñaba con un caballerito, que era lo que le cuadraba á ella. Mr. Mercier, por no matar á palos á su dulce esposa, tomó el recurso de morirse, y pasó á mejor vida. Libre ya doña Etelvina de aquel monstruo, se hizo modista, ínterin llegaba la ocasión de casarse con un conde y hacerse condesa.

Á pesar de sus perversas cualidades, doña Etelvina adoraba á Costancita. El método de la franqueza, tan útil para con Mr. Mercier, no debía adoptarse con el Marqués de Guadalbarbo, con quien era indispensable cierto disimulo. Doña Etelvina calculó, pues, rápida y fríamente, que aquella carta podría comprometer á su ama; que el Doctor podría morirse y la gente hallar la carta entre sus papeles. Sin mortificar al Doctor, con tino y discreción notables, le sacó la carta de la Marquesa de entre las manos y allí mismo la hizo pedazos menudos. Luego se despidió con mucha finura y cariño del Doctor y se largó á la calle. Para que Costancita no tuviese inútiles pesares, fué á verla en seguida; le dió cuenta del cumplimiento de su misión y le aseguró que el primo estaría bueno y sano en breve.{252}

Todavía estaba lleno el ambiente del perfume del oppoponax, cuando entró de nuevo el médico en el cuarto del enfermo.

—Señora Doña Candelaria—dijo al ama de huéspedes,—¿qué peste es ésta? ¿Á qué demonios hiede? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Van ustedes á matar á este desgraciado?

Doña Candelaria, apurada por el médico, confesó de plano, y dijo la visita de doña Etelvina, por más que el Doctor le hacía señas para que callase.

El médico, que sabía todos los secretos del mundo elegante, se explicó al punto la significación y la razón de aquella visita.

—Bien está—dijo.—Es necesario que nadie entre aquí en adelante, ni con perfumes ni sin ellos. El enfermo, para su pronto restablecimiento, no debe hablar con nadie ni recibir visita.

El doctor Calvo, que así se llamaba el médico, era el reverso de la medalla del Doctor Faustino en dos ó tres puntos capitales. El doctor Calvo no tenía ilusiones de ningún género: era un espíritu prosaico y práctico. En cambio se parecía al otro Doctor en no tener creencias y en ser bueno de alma á pesar de la falta de fe. El Doctor Faustino le inspiró vivas simpatías. Fácilmente adivinó el doctor Calvo la causa del lance y de la herida, y se lo guardó todo para su gobierno. Consideró que{253} el Marqués de Guadalbarbo, reconciliado ya con su mujer, y sin celos, tendría por una desgracia, ó al menos por una molestia, por una idea que turbaría su reposo y su buena vida, el que por acaso D. Faustino muriese. Como á nada conducía darle este temor y este disgusto prematuro, ocultó al Marqués la gravedad de la herida de D. Faustino. Calculó también el doctor Calvo que ni los Marqueses de Guadalbarbo, ni Doña Etelvina, ni nadie, habían de cuidar al enfermo por mucho que por él se interesasen; que la misma pupilera doña Candelaria acabaría por hartarse ó tendría que dejarle para acudir á los demás huéspedes, y que don Faustino estaba muy expuesto á morir más abandonado que un perro de la calle. Esta consideración le llevó á preguntar á doña Candelaria si sabía qué amigos y parientes tenía D. Faustino.

—Amigos aquí en Madrid...—dijo doña Candelaria,—tiene pocos; no tiene ninguno que pueda llamarse tal. ¿Qué quiere V.? Es pobre para vivir entre la gente con quien vive. Si hubiera intimado más con los escribientes, sus compañeros, tendría amigos quizás. Así no los tiene... En punto á parientes... él es un señor muy aristocrático, aunque sin blanca casi. Aquí hay tres ó cuatro señores y señoras de título que son sus parientes; pero, según me atrevo á conjeturar, el parentesco no le coge un galgo. D. Faustino está solo en el mundo;{254} no tiene padre, ni madre, ni hermanos. Y como es tan pobretón, bien podemos aplicarle la copla que V. sabe.

—No, señora, no la sé: ¿cómo es esa copla?

—La copla canta:

El que no tiene dinero
Con el aire es comparado:
Toditos le huyen el cuerpo,
No les largue un resfriado.

Convencido el doctor Calvo de que se podía aplicar la copla á D. Faustino, preguntó á doña Candelaria si no sabía ella que tuviese aquel caballero persona alguna allegada, allá en su tierra, que por él se interesase. Doña Candelaria contestó entonces que le había oído hablar mucho del administrador de los cuatro terrones que poseía en Villabermeja, á quien llamaba Respetilla, y de un cura del mismo lugar, nombrado el padre Piñón.

El médico notó bien que lo de Respetilla era apodo, y no halló atinado dirigir un telegrama al señor de Respetilla en Villabermeja. El otro nombre le pareció menos extraño y sospechoso, y envió aquella misma noche un telegrama al señor padre Piñón, en Villabermeja, provincia de... avisándole que D. Faustino López de Mendoza estaba enfermo de mucho peligro.

No se había equivocado el doctor Calvo. Desde{255} aquella noche se aumentó la fiebre de D. Faustino. Cuando al otro día se mitigó la fiebre, una debilidad y un atolondramiento grandes embargaban sus sentidos y su mente. La idea de la duración, la percepción del tiempo que pasaba y de los objetos exteriores, y hasta la conciencia de su propio ser y de sus estados sucesivos, empezaron á hacerse confusas y vagas en el espíritu del enfermo.

Cada noche era mayor el recargo de la calentura.

—¿Qué pronostica V. del enfermo?—preguntaba doña Candelaria al doctor Calvo con algún interés...

—Para qué ocultárselo á V., señora—contestaba el médico:—está de sumo cuidado.

—¿Se salvará?

—Qué sé yo.

—¿Cuánto tiempo podemos estar en esta duda?

—Quizás más de veinte días. La inflamación ha producido ya la fiebre traumática, y ha atacado además cierta membrana que rodea los pulmones, la cual, por fortuna, creo que no está perforada. Repito que este mal, con el peligro de la muerte, puede durar veinte días, hasta cuatro semanas. Conviene mucho reposo, mucho silencio, dieta rigorosísima, agua de malvas y flor de violeta; las bebidas que han venido de la botica;{256} los cáusticos; en fin, todo lo que he ordenado. Doña Candelaria, V. es una excelente mujer. Cuídele V. mucho. Vamos á ver si salvamos á este infeliz.

De allí en adelante, cuando la calentura del Doctor no era muy intensa, el desfallecimiento, la debilidad le tenía amodorrado. El espíritu, con su actividad independiente, trabajaba en lo interior de su ser, pero con honda confusión y extraordinario desorden.

Tristes pensamientos, melancólicas imágenes cruzaban por el cerebro y poblaban la imaginación de D. Faustino. Á veces veía la muerte cercana, como si él se resbalase en el borde de una sima, como si ya fuese cayendo en un abismo obscuro. Por un lado gozaba de amargo deleite al presentir la paz, el sosiego, el aniquilamiento que le aguardaba. Parecíale que se disolvía en un mar infinito; que se unía para siempre con lazo de amor á todos los seres; que la guerra, la lucha, el egoísmo terminaban. Por otro lado, sentía acerbo dolor de ver que se borraban su individualidad y hasta su nombre del libro de la vida. Se le antojaba que se hundía, que se iba á fondo en el piélago de la existencia, sin dejar rastro, ni huella, ni memoria de haber pasado. Toda aquella armonía poética de su alma, todos aquellos conceptos divinos que allí habían germinado, iban{257} á desaparecer, sin despertar eco alguno, sin abrirse y manifestarse á la luz del día. Al caer en el abismo obscuro, veía D. Faustino á Costancita, que sonreía graciosamente y le llamaba á sí, y le brindaba con el amor purísimo de los ángeles, de que hablaba su carta. D. Faustino quería asirle la mano para que le detuviese; pero Costancita la retiraba con terror, temiendo que su amante la arrastrase en su caída. Etelvina, entre tanto, bailaba con maravillosa desenvoltura, cantaba cancioncillas francesas muy alegres y se burlaba de todo. El Marqués de Guadalbarbo acudía por otra parte, exclamando:—¡Qué feliz soy! ¡Mucho me ama Costancita!—D. Faustino envidiaba su felicidad.

Los recuerdos de Villabermeja, de la Nava, de Rosita, de doña Ana, del ama Vicenta, acudían en tumulto en otras ocasiones á perturbar la mente del Doctor, combinándose de mil maneras á cual más fantásticas. La medida que tiene el tiempo en el mundo real escapaba á la comprensión del herido; pero ya advertía vagamente que había pasado tiempo bastante, cuando creyó percibir, como realidad y no como vana fantasía, que le tomaban la mano, que le miraban con miradas muy tristes, y hasta que le decían algunas palabras de consuelo el padre Piñón y Respetilla.

Después volvió el letargo; después se hizo más intenso el delirio febril.{258}

La figura de la coya y la imágen de María se confundieron en un solo ser, en un solo espectro, que venía á sentarse á la cabecera de la cama del Doctor, que le cuidaba, que le besaba y posaba sobre su frente calenturienta una mano suave y amorosa.

Más tarde tuvo el Doctor una visión de mayor dulzura y consuelo. Fué como si viese su propia alma, la pura esencia de su ser, que, limpia por el dolor de toda mancha, tomaba forma celestial de portentosa hermosura. Era una virgen en la primera flor de su lozana juventud. Sus ojos azules parecían el zafir oriental de serena alborada; su cabellera rubia, oro; su sonrisa, las santas esperanzas de otra vida mejor; su talle, esbelto y cimbreante, pimpollo del paraíso; sus mejillas, rosas nacidas en otro clima más apacible y en más genial y grata primavera. El Doctor se reconocía á sí propio en aquella visión, en aquella imágen viva. Todos sus ensueños poéticos, que jamás habían adquirido forma adecuada con el ritmo y cadencia del verso y del lenguaje; todo lo sano de su filosofía, exento ya de dudas y de horribles negaciones; toda la virtud de su voluntad, sin vacilación, sin egoísmo y sin incertidumbre, todo se había condensado, había tomado cuerpo, se había determinado en aquel sobrehumano espectro. La virgen, ora fuese ensueño, ora realidad, le{259} miraba con inefable ternura, y D. Faustino, como si fuese ella su propia alma, la amaba más que á sí propio, y todos sus pensamientos iban á ponerse en ella.

Imaginaba D. Faustino que, no bien aquella virgen penetraba en su estancia, cuando la embalsamaba toda un casto perfume de santidad y de tranquila beatitud, que traía salud y descanso, y que era harto distinto del oppoponax de doña Etelvina.

Otras veces veía D. Faustino en aquella visión á su genio bueno, al ángel de su guarda. Blanca estola cubría sus airosas espaldas y su virgíneo seno, y de sus espaldas brotaban alas transparentes teñidas de clara luz y tornasoladas, como el ópalo, con azul, carmín y nácar. No andaba ella: se deslizaba en el ambiente, alzándose del suelo. El espíritu del Doctor volaba hasta alcanzarla, y parecía que ella se remontaba al empíreo con el espíritu del Doctor, y que ambos penetraban juntos en la morada de los bienaventurados: en un yermo ideal, cubierto de perennes flores, donde sonaba dulcísima y siempre nueva y encantadora melodía, y por donde vagaban santas mujeres, piadosos penitentes, sabios llenos de fe profunda, filósofos que no renegaron jamás, héroes, mártires, videntes y poetas inspirados, los cuales enseñaron á los hombres los caminos de la virtud y de la verdadera gloria.{260}

Poco á poco, con el transcurso del tiempo, se fué despejando la mente de D. Faustino. La niebla, al través de la cual los ojos de su espíritu y los ojos de su carne se diría que veían las cosas, fué desvaneciéndose y perdiéndose.

La conciencia acudió de nuevo á D. Faustino, y con ella la intensidad de los dolores físicos, su debilidad, su miserable estado. Horrible angustia se apoderó de su alma. Temió haber perdido los deliciosos ensueños para no ver ni comprender más que una realidad espantable. Aunque sus ojos estaban secos, llegaron á brotar de ellos dos lágrimas, que corrieron lentamente por sus hundidas mejillas, en ligero declive, por hallarse el enfermo tendido boca arriba y con la cabeza levantada en alto por dos ó tres almohadas. Casi al través de aquellas lágrimas percibió el enfermo con indecible júbilo, junto á él, con todas las condiciones de lo real, en un ambiente sin nube ni niebla, á la joven con quien creía haber soñado. Tenía su propio rostro; era más que su retrato, si bien revestido de ideal belleza, radiante de juventud, iluminado de santidad, lleno de inocencia y de puros, inmaculados esplendores.

Haciendo un esfuerzo, con apagada y bronca voz, dijo entonces D. Faustino:

—¿Quién eres?

—Irene, soy Irene,—contestó la joven con voz{261} blanda, que sonó en el alma del doliente como música del cielo.

No bien pronunció aquel dulce nombre entró en el cuarto otra mujer. El Doctor la vió claramente. Se le había despejado la cabeza. Había recobrado el uso de todas sus facultades mentales. Aquella mujer era hermosa aún; pero su vida austera y consagrada á la mortificación, sus padecimientos morales y los estragos de las grandes pasiones, habían encanecido sus negros cabellos y marcado su frente con algunas precoces arrugas. Era María.

El Doctor lo comprendió todo.

—¡Hija del alma!—exclamó—¡María! ¡Esposa!—añadió luego.

Ambas mujeres se inclinaron sucesivamente sobre la cama y besaron las hundidas mejillas de D. Faustino, recomendándole, por amor de Dios y de ellas, que permaneciese sosegado.

La patrona, doña Candelaria, estaba de enhorabuena hacía más de una semana. Todos sus antiguos huéspedes, que pagaban mal, ó poco y tarde, se habían ido, echados por ella, y en cambio tenía de huéspedes al padre Piñón y á Respetilla, y lo que es más importante, al rico capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, con su sobrina doña María y su preciosa hija la señorita doña Irene, y unos cuantos criados, que apenas cabían en la casa.

D. Juan Fernández de Villabermeja, á quien todos{262} llamaron después en su lugar D. Juan Fresco, había adoptado como hija á su sobrina María. Ésta y su hija Irene habían vivido con él en América, hasta que, hacía poco tiempo, habían vuelto á Europa y viajado por Italia, Alemania, Inglaterra y Francia. En París estaban ya cuando recibieron, desde Madrid, un telegrama del padre Piñón, parecido al que recibió el padre Piñón del doctor Calvo. Toda aquella familia tomó al punto el ferrocarril y se vino á esta corte, alojándose en la pobre é incómoda casa de huéspedes, á fin de velar y cuidar á D. Faustino López de Mendoza.

María é Irene acudieron con alborozo á ver al tío Juan, después del reconocimiento, y le dieron aquella nueva de estar despejada la mente de don Faustino, como señal cierta de su mejoría. D. Juan Fresco aparentó creer en la mejoría, á fin de no apesadumbrar más á sus sobrinas; pero en su interior tuvo por mal síntoma el restablecimiento de las facultades mentales.

Cuando vino el doctor Calvo, y después que vió al enfermo, D. Juan Fresco habló á solas con él.

El Doctor Calvo le dijo:

—Sr. D. Juan, siento tener que dar á V. la razón. La desaparición del delirio es un mal síntoma. Acabo de ver á D. Faustino. Me temo que ha entrado ya en el tercer período de la enfermedad, del cual pocos salen con vida. Su semblante está más{263} alterado y muy pálido; sus ojos, espantados y muy abiertos; dilatadas las pupilas; el pulso, más débil y frecuente; la transpiración, pegajosa, y cascada y seca la tos. Mucho me temo que esta vuelta del juicio ha sido para que venga la agonía. En la cara del Sr. D. Faustino empiezan á pintarse todos los rasgos que caracterizan lo que llaman los médicos mors peripneumonicorum.

Afligidísimo D. Juan Fresco, tuvo que preparar á María y casi descubrirle toda la triste verdad. Ella la recibió con dolor profundo, pero con la devota resignación de un alma cristiana, bien templada y probada por mil pesares y disgustos.

La hija del bandido, aunque había llegado á ser, ó por lo mismo que había llegado á ser una riquísima heredera, y aunque tenía una hija, á quien deseaba legitimar y dar un ilustre apellido, no había osado pensar hasta entonces en el matrimonio; ni siquiera había querido buscar de nuevo á su amante. Temía que éste, arrastrado por la ambición, impulsado por el orgullo, agitado por otras pasiones, se hastiase de ella luego que le diese la mano como legítimo esposo. Temía que el espíritu de ella y el de D. Faustino, que por un fanatismo de amor creía ligados con lazo estrechísimo, como dos mitades de una existencia completa, si rompían en la vida presente el vínculo que formasen, se vieran condenados también á un eterno divorcio en la vida futura.{264}

Todo esto había retraído hasta entonces á María hasta de soñar con ser la mujer de D. Faustino López de Mendoza.

Ahora no vaciló un instante en dar su mano al moribundo. Llamó al padre Piñón y le confió todos sus planes.

Exaltada la mente de D. Faustino con la celestial aparición de su hermosa hija, con la vuelta y el reconocimiento de su amiga inmortal, y con ciertas vislumbres de la eternidad, á cuyas puertas él mismo conocía que se hallaba, columbrando ya la luz de sus inefables misterios, volvió á tener fe y volvió á sentir la dulzura consoladora de las religiosas esperanzas. D. Faustino volvió á ser cristiano como cuando niño.

Hallando el padre Piñón tan bien dispuesto á D. Faustino, dió las gracias al Altísimo, y oyó la confesión de su amigo y paisano, absolviéndole de sus culpas.

Pocas horas después comulgó fervorosamente D. Faustino, y en seguida, siendo testigos ó hallándose presentes D. Juan Fernández de Villabermeja, el doctor Calvo, Respetilla, doña Candelaria é Irene, casó el padre Piñón, provisto del indispensable permiso, á D. Faustino y á María, celebrándose y solemnizándose aquellas tristes bodas con el llanto de todos.{265}

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CONCLUSIÓN

Quiso la suerte, ó más bien quiso el cielo en sus inexcrutables designios, que contra todas las probabilidades, contra todos los pronósticos de la ciencia, la vida de D. Faustino se salvara. Vencida la crisis mortal de la inflamación de la pleura, que también había afectado los pulmones, la herida se cicatrizó con rapidez, uniéndose del modo que convenía los tejidos vulnerados. El restablecimiento fué pronto y completo.

Diez y seis meses después de las tristes bodas, en el mes de Octubre del año siguiente, apenas si nadie recordaba ya la larga y peligrosa enfermedad de D. Faustino, su herida y el misterioso lance en que la había recibido.

Entonces, sin embargo, no era ya D. Faustino un sujeto obscuro é ignorado, sino un personaje de mucho viso y lustre. Sus riquezas, ó dígase las{266} de su tío y de su mujer, prestaban brillo, realce y notoriedad á todas sus buenas prendas.

D. Faustino, con poco más de cuarenta y cinco años, parecía joven aún y era buen mozo y elegante. En sus cabellos rubios no se descubría una cana. Vestía con primor y esmero, y sin afectación alguna.

Cuando paseaba en la Fuente Castellana, con su bellísima hija al lado, en soberbios caballos ingleses, que él y ella manejaban muy bien, ambos excitaban la admiración y el aplauso de los concurrentes á aquel sitio.

La magnífica casa en que vivían estaba abierta á un círculo de gentes distinguidas, entre quienes empezaba ya á cobrar D. Faustino fama de gran poeta y hasta de sabio.

Rosita, en quien la compasión de ver tan humillado á D. Faustino había mitigado antes el rencor antiguo, volvió á sentirle de nuevo al ver á don Faustino tan encumbrado y tan dichoso; y la felicidad y el triunfo de María la Seca, de la hija del bandido, su aborrecida rival, la atormentaron con envidia devoradora.

En la generalidad de las gentes podía más, sin embargo, la simpatía y el amor hacia la familia del capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, que la envidia de su bienestar y opulencia. Así es que las noticias, difundidas por Rosita, de que María{267} era hija de un bandido, lejos de causar daño á María, le prestaron cierto encanto novelesco, pasmándose todos de su discreción, de su saber, de la nobleza de su carácter, y de cómo, desde origen tan humilde, desde el lodo en que nació, había sabido elevarse, limpia y pura de toda mancha, salvo la de haberse entregado en su mocedad á D. Faustino, movida por un amor invencible, lo cual no había alma generosa que no perdonase, y mucho más al ver á Irene, cuya hermosura, candor y claro entendimiento eran perpetuo asunto de los mayores encomios.

Irene, si era adorada de los hombres, aun era más estimada de las mujeres. La ausencia de toda coquetería hacía que no la mirasen como una rival. Su religiosidad profunda, su disgusto del mundo sin amargura ni acritud, y su amor á las cosas del espíritu, la apartaban de toda vanidad mundana y de las galanterías y vulgares amores, elevando al cielo sus pensamientos, de donde se diría que, al volver á su alma, bañaban su rostro divino en reflejos como de luz increada.

María, su madre, ya hemos dicho que conservaba aún su belleza; pero la austeridad de sus costumbres, los recuerdos de su pecado, los pensamientos que despertaban en su mente la vida criminal de su padre y su muerte trágica, todo concurría á despojarla de aquella ligera afabilidad, de{268} aquella alegría graciosa, de aquel trato fácil y ameno, que son el principal encanto del amor, y por donde la mujer, ajena ó propia, seduce, cautiva y rinde al marido ó al amante. Su amor hacia don Faustino era más fervoroso, más sublime, más fuerte que nunca; pero no era el amor á quien siguen ó rodean los juegos, las risas y las gracias, sino el amor severo, metafísico, casi ultramundano, hijo de la Venus Urania, consagrado por el deber y encadenado con un vínculo religioso.

María, además, se hallaba muy quebrantada de salud. Si bien en la sociedad procuraba, y lo conseguía, estar muy amable y no mostrar nada en su espíritu ni en su carácter que causara extrañeza, en la intimidad de su familia tenía prodigiosos éxtasis y arrobos, como si su espíritu volase muy lejos de ella á esferas misteriosas y distantes. Ni siquiera á su marido se atrevía ella á confiar sus ideas; pero dejaba entrever que imaginaba hablar con los espíritus, que recordaba casos de otras existencias pasadas, y que tenía, despierta, algo parecido á las lúcidas intuiciones del sonambulismo: lo que llaman segunda vista. Tristes presentimientos agitaban su corazón; mal reprimidos suspiros brotaban á veces involuntariamente de sus labios; las lágrimas solían nublar sus ojos de pronto, sin ningún aparente motivo.

El Doctor Faustino, á pesar de todo, amaba entrañablemente{269} á María. Su amor de padre por Irene era más ferviente aún; pero el Doctor Faustino no era feliz tampoco. Con frecuencia, en lo más oculto de su mente, se dolía de no haber muerto el día en que reconoció á su hija y le dió su nombre.

Los coches, los caballos, la casa lujosísima, todo el bienestar y el dinero de que gozaba, eran debidos á la generosidad de D. Juan Fresco; él no había sabido ganarlos con su ingenio, con su actividad, con su saber y con su trabajo. Esto le tenía avergonzado y confuso. La terrible pregunta ¿Para qué sirvo? le atosigaba de continuo, y más aún la terrible respuesta: No sirvo para nada.

Su ambición, ardiente aún, y menos satisfecha que nunca, era para él un tormento incesante. Aun había tiempo de satisfacerla. Ahora, sin tener que pensar en los apuros pecuniarios, con dinero bastante, podía poetizar, filosofar, escribir, mezclarse en los negocios políticos, hacerse elegir diputado. El Doctor, no obstante, tenía miedo de acometer cualquiera empresa. Si salía mal, no podría achacar el mal éxito á su falta de recursos, y el desengaño sería más cruel y más duro.

La fe religiosa, que en lo más grave de su enfermedad, en el período crítico, cuando estuvo próximo á la muerte, había venido á consolarle, habíase de nuevo apartado de su alma. El Doctor volvió{270} á dudar mucho y á negar más; imaginó que aquella vuelta á las antiguas creencias había sido efecto de su debilidad y de su postración; tal vez de la larga dieta; tal vez de la violenta calentura.

Entre tanto, mientras que su entendimiento, su discurso, su dialéctica dudaba ó negaba, su alma afectiva y su fantasía de poeta seguían presentándole mil sistemas, doctrinas ó teorías, que le agitaban con el deseo ó con el temor de que fuesen verdaderas. Ya en el centro de su ser creía columbrar lo infinito, lo divino, lo absoluto, de que estaba sediento; ya lo divino le parecía difundido por las entrañas mismas del universo todo, á quien prestaba su vida y su armonía. En suma, el Doctor ya era místico, ya era teósofo, aunque en ciernes y sin decidirse.

Sus raciocinios le llevaban á lamentarse ó á burlar de las alucinaciones de su mujer respecto á espíritus y á existencias pasadas; y sin embargo, hasta aquellas mismas creencias, que despreciaba, destruían la tranquilidad de su mente. En sueños, dormitando á veces, á veces bien despierto, cuando tenía los nervios sobrexcitados, en el silencio de la noche, después de larga vigilia, el Doctor veía á su mujer y á la coya confundidas en una. Entonces le parecía acordarse de cuando él fué guerrero y estuvo en el Perú, y allí la enamoró. Y luego suponía que ella, en el orden moral, había adelantado{271} mucho, encaminándose á la perfección, y que él se iba quedando muy atrás, por más que María le tendía la mano, le alentaba, le guiaba, quería llevársele consigo á más altas esferas y á gozar de condición más noble.

Cuando estaba sereno, cuando sus nervios se habían calmado, á la clara luz del día, el Doctor se mofaba en su interior de aquellos delirios, pensando que su mujer estaba medio loca y que por momentos le comunicaba la locura.

La jovialidad de D. Juan Fresco; sus chistes, que todos le reían, en particular después de haber comido en su casa, pues tenía buen cocinero y mejores vinos; el sereno pensar con que aquel bermejino modelo comprendía y ordenaba en su mente los seres todos; la firmeza de su carácter y de sus principios, y el buen tino y la seguridad con que cuidaba de su hacienda y la acrecentaba, todo esto era antipático para D. Faustino, y, sin envidiarlo le vejaba y rebajaba bastante.

D. Juan Fresco preveía, allá en su interior, que aquellas cosas, que harto bien iba él trasluciendo, no podían tener término muy dichoso; pero no les hallaba remedio y se afanaba por retardar el mal cuanto fuese posible, procurando consolarse ya de él como si hubiera sucedido.

La afición de D. Juan Fresco á los bermejinos le indujo á convidar á Respetilla á que viniese á pasar{272} un mes en Madrid para que viese bien cuanto de notable encierra la corte. Cuando Respetilla había estado la otra vez, nada había disfrutado ni visto, á causa de la enfermedad de su amo. Ahora que estaba en Madrid de nuevo, D. Juan Fresco se deleitaba en ser su cicerone. Hizo que el mejor sastre de Madrid le vistiese de levita, y le compró en casa de Aimable un sombrero de copa alta, que Respetilla llamaba gavina, chistera, colmena ó castrosa. La admiración de Respetilla por todos los objetos y el modo que tenía de considerarlos, encantaban á D. Juan. Mucho gustó á Respetilla la Historia Natural; el Palacio le pareció enorme; el Museo de Pinturas no le divirtió nada, y donde más gozó fué en los toros y en los bailes del teatro de Rivas, viendo El Descendiente de Barba Azul y Brahma. Aquellas niñas tan ligeras y tan ligeramente vestidas, la luz de bengala, la bajada de Barba Azul del castillo con toda su comitiva, los quitasoles y el dragón chinesco, le traían maravillado. Las niñas, sin embargo, eran lo que más le complacía; pero Respetilla hacía ya muchos años que se había casado con Jacintica, la antigua criada de Rosita, de quien tenía la friolera de nueve hijos como nueve becerros; tenía además muchísimo cariño y muchísimo miedo á su mujer, y ni de pensamiento siquiera se atrevía á cometer la menor infidelidad. Así es que, si por acaso y no reflexionándolo, se dejaba entusiasmar{273} por las niñas un poco más de lo justo, luego se le presentaba en la mente la figura de Jacintica toda enojada, y se desataba en vituperios y en injurias contra las bailarinas, como si fuese un Catón cristiano, ó mejor diremos un San Pacomio.

Respetilla vió también y admiró en casa de sus amos, donde entraba ella como modista, á su antigua novia Manolilla, pasmándose de que se llamara doña Etelvina, y con cierto orgullo de haber estado en relaciones con persona tan cabal y de cuenta. Los trajes de doña Etelvina; sus bellos colores, rosa de Venus legítima, de la que usaron Lais, Tais y otras heteras de Corinto, Atenas y Mileto, y el perfume que ella exhalaba, no ya de oppoponax, sino de otra esencia más rica, llamada stephanotis, eran circunstancias que tenían absorto y boquiabierto á Respetilla, como si soñase mil portentos; mas ni por esas, y no porque respetase á doña Etelvina, sino porque respetaba á la ausente Jacintica, madre de los nueve, se atrevió Respetilla á propasarse, sino que, de acuerdo ya con su apodo se limitó á decir cuatro cuchufletas á la modista elegantona, quien, al fin, por lo singular y peregrino del lance, por estar Respetilla muy gracioso con su levita y su chistera, y por los dulces recuerdos de la juventud y de la patria, hay quien sostiene que se le mostraba menos arisca que mansa, y más cocida ó frita que cruda.{274}

D. Faustino, en cambio, aunque harto poco disculpable, fuerza es confesarlo, no estuvo con Costancita tan firme, no fué tan honrado como su antiguo escudero. El amor purísimo de los ángeles, que Costancita había propuesto y recomendado en su carta, se le guardó D. Faustino para su mujer y para su bendita hija; pero la Marquesa de Guadalbarbo perturbaba todo su ser, despertaba en su corazón una tempestad de pasiones. Costancita misma, irritada por los nuevos obstáculos que entre ella y su primo se levantaban, celosa y envidiosa del bien de María, más enamorada que nunca, no soñando ya con el idilio, sino con el drama vehemente, rompió todo freno, y con otra astucia, con otro cálculo, con el mayor recato y disimulo vió y habló á D. Faustino en sitio que ella imaginaba que nadie averiguaría.

El Marqués de Guadalbarbo, si bien creyendo á pie juntillas en la inocencia de su mujer, vivía muy sobre aviso desde la noche de la sorpresa; pero ya Costancita estaba escarmentada, y fueron extraordinarias sus precauciones. El Marqués no se percató de nada.

Ni siquiera los maldicientes, que están siempre atisbando, á fin de averiguar y referir la crónica escandalosa, tuvieron el menor indicio del caso.

Desde que empezaron aquellas misteriosas citas, el Doctor se halló atormentado, inquieto al{275} lado de María. Sentíase indigno, se avergonzaba de su doblez, de sus mentiras y de su ingratitud; pesábanle más en el corazón su pobreza y su incapacidad, y las riquezas y el desprendimiento generoso de D. Juan Fresco.

La segunda vista, la perspicacia espiritual de María, de nada valió para descubrir aquel secreto infame. Su enamorado espíritu entraba ó creía entrar en lo más oculto del alma de su marido; pero entraba tan lleno de confianza, de veneración y de afecto, que todo lo veía hermoseado por una luz pura, y no percibía lo feo y lo deforme.

Atribuyendo María las tristezas del Doctor á noble ambición contrariada y á la especie de humillación de verse pobre, siendo ricos su tío y ella, empleaba los medios más delicados y discretos para realzar aquel ánimo abatido, para darle esperanzas de que sería dichoso en cuanto emprendiese, para hacerle creer que de él dependía subir á la cumbre del poder y de la gloria, y para persuadirle sobre todo de que él era, en absoluto, y singularmente para ella, de tanto valor y de tan gran ser, y de precio tan inestimable, que no necesitaba de victorias, ni de triunfos, ni de aplausos mundanos, á fin de corroborar, y mucho menos de acrecentar en sí tan reconocidas excelencias.

Esta noble conducta de María mortificaba más{276} y más á D. Faustino exacerbando sus remordimientos; pero el atractivo y la diabólica fascinación que ejercía sobre él Costancita, podían más que todo. D. Faustino amaba, reverenciaba, adoraba á María como algo santo, celestial, suave, sereno y puro, y buscaba, no obstante, á Costancita, arrastrado por el delirio de los sentidos, por el demonio de la vanidad y del orgullo, y hasta por el aguijón punzante de los celos, temeroso siempre de que si él la dejaba, ella pudiese querer á otro, aunque no fuese sino por despecho.

Mucho hubieran durado así las cosas, sin descubrirse nada, si el Doctor no hubiese tenido un enemigo vigilante, astuto y cada día más enconado contra él y contra su mujer. Este enemigo era Rosita.

Los lazos que la unían al general Pérez se habían estrechado cada vez más. Rosita dominaba al conquistador tremebundo; le tenía sujeto, avasallado, cambiado de león en cordero. Si ella le consultaba á veces sobre los moños, vestidos y adornos que debía ponerse, él la consultaba sobre la política. De ella dependía, pues, que el Ministerio durase ó cayese, que hubiera ó no otro nuevo pronunciamiento, que cambiase de Constitución ó de forma el Estado. En España todo lo podía la tropa; con la tropa todo lo podía el general Pérez; con el general Pérez, Rosita. De esta suerte, en virtud{277} de tan irrefutable sorites, consideraba Rosita que todo dependía de ella. Ella era la Aspasia de aquel Pericles flamante.

En medio de tanta gloria, la afrenta que le hizo el Doctor y la rivalidad de María vivían en su corazón, á pesar de los años transcurridos, y se le corroían como un cáncer.

Como el General no tenía secretos para ella, llegó á decirle hasta el mal rato y el picón que le dieron Costancita y el Doctor, protestando que si él había pretendido á Costancita, había sido con intento de burlarse de ella y de rebajar su orgullo.

Informada Rosita de aquellos amores, suponiéndolos más adelantados de lo que estaban entonces, les siguió la pista con encarnizamiento, sagacidad y sigilo. Supo que doña Etelvina había sido la doncella de Costancita, y conjeturó que no podría menos de ser la persona de toda su confianza para ciertos negocios, dado que los hubiese. Bien estimó ella que sería difícil, ya que no imposible, que doña Etelvina, por desalmada que fuera, hiciese á sabiendas traición á su ama. No procuró, por lo tanto, ganarse la voluntad de doña Etelvina, sino la de su principal ayudanta y confidenta la señorita Adela, la cual, por lo mismo que doña Etelvina andaba siempre tan atareada, era la que acudía á casa de Rosita con modas y trajes.

Ganada del todo la señorita Adela, á fuerza de{278} presentes y obsequios, nada ocurría en casa de doña Etelvina que Rosita no supiese. Así pasó más de un año sin que Rosita averiguase lo que deseaba averiguar; mas, por último, premió sus afanes el diablo.

La señorita Adela se impuso, á pesar del recato con que se hacía, y transmitió en seguida á Rosita su gran descubrimiento, de que la Marquesa de Guadalbarbo iba á casa de la Etelvina, ó bien muy de mañana, ó bien al anochecer, entre dos luces, y que allí veía al Doctor, que la aguardaba.

Rosita, prodigando entonces el oro, sobornó á la señorita Adela, y la comprometió á introducir á una persona en casa de la Etelvina y á ocultarla en lugar conveniente para que, sin ser vista de nadie, pudiese ver á los amantes en una de sus citas.

Luego la hija del escribano usurero escribió á María un anónimo, revelándole la traición de su marido y ofreciéndole generosamente los medios de cerciorarse de ella.

El día, la hora, el momento de la cita llegó, según la señorita Adela tenía averiguado.

Costancita hubo de quejarse del poco cariño, de la tibieza del Doctor. Se mostró celosa de María: dijo que María era más querida que ella.

Embriagado el Doctor por las fascinadoras miradas,{279} por la coquetería infernal, por la elegancia, por la hermosura aristocrática y por la juventud inmarcesible de su prima, le aseguró que respetaba á su mujer, pero que no la amaba; que casi la odiaba por su causa.

El Doctor confirmó tan abominable aserto con un abrazo.

Entonces creyó oir cerca de sí, penetrando en su pecho como agudo puñal, un sollozo desgarrador y ahogado.

Se apartó lleno de espanto, de los brazos de Costancita; buscó rápidamente, y nada vió en el cuarto en que estaban. Abrió la puerta por donde habían entrado, y nada vió tampoco. Abrió, en fin, otra puertecilla que daba á otro cuarto interior, que también tenía salida al corredor, y encontró vacío el cuarto y la puerta de salida cerrada con llave. Interrogó á doña Etelvina sobre las personas que había en casa, y doña Etelvina dijo que no había nadie, salvo la señorita Adela, porque las oficialas se habían ido ya todas. La señorita Adela era además muy de fiar y no sollozaba nunca por tan poco. La señorita Adela, interrogada á su vez por doña Etelvina, sostuvo que nadie había entrado en casa; que ella estaba al cuidado de todo, y que los criados se hallaban en la cocina para evitar que se enterasen de aquellos asuntos.

Costancita decidió entonces que lo del sollozo,{280} que ella no había oído, era una locura del Doctor. El Doctor acabó por persuadirse de lo mismo.

Desde aquel día en adelante la tristeza de María fué siendo más honda y persistente. Aunque no exhaló la menor queja contra D. Faustino, D. Faustino vió á las claras que todo lo sabía. Á pesar de su excepticismo, no hallando modo natural de explicárselo, el Doctor imaginó que no era vana la segunda vista de María; que su espíritu, desprendiéndose del organismo, al cual sólo por un hilo de flúido eléctrico quedaba anudado, volaba donde quería y atravesaba los muros y penetraba en los más ocultos lugares. El sollozo que él había oído y que no había oído Costancita, le pareció un ¡ay! del alma, un gemido espiritual que arrancó á María de lo hondo de su ser la horrible frase de que él casi la odiaba.

¿Qué satisfacción, qué disculpa, qué palabra de consuelo podía dar D. Faustino á su mujer si en efecto lo sabía todo, fuese como fuese?

El Doctor se limitaba, pues, á estar más amable, más dulce, más rendido que nunca con ella; pero no intentó explicación ni satisfacción alguna. María no se daba por entendida del agravio.

Por último, María cayó postrada en cama con una gravísima enfermedad. Sentía en el lado del corazón más calor que de ordinario, y una opresión y una fatiga muy grandes. Le pesaba algo{281} dentro del pecho. Á veces le daban vahídos. Parecíale luego que le apretaban las entrañas. La atormentaban incesantes angustias. El pulso, débil, era desigual y precipitado; la respiración, fatigosa y entrecortada de lastimeros suspiros.

Su severa y majestuosa hermosura resplandecía más, á pesar de las muchas canas que blanqueaban su negra cabellera, porque sus ojos tenían más luz, más viveza que en su estado normal, y porque ardiente carmín daba color á sus mejillas.

De repente solían acometerle fuertes palpitaciones, que imprimían á su seno dolorosas sacudidas: se diría que llegaban á oirse por los que estaban cerca los latidos violentos é irregulares de su corazón inflamado. De repente también parecía suspenderse el movimiento del corazón, y la enferma caía en un desmayo. Siempre, con todo, conservaba María su razón despejada; más bien que turbarse ó anublarse, su entendimiento mostraba lucidez maravillosa, como si fuese una luz, una llama á la cual se acercan substancias combustibles.

El doctor Calvo prescribió dieta, reposo, bebidas refrigerantes y sinapismos en los pies; apeló á la homeopatía, y ordenó ignatia, pulsatila y ácido fosfórico. No se atrevió á ordenar sangrías ni sanguijuelas, por medio de la debilidad de la paciente. Al fin confesó á D. Juan que el mal no tenía remedio en lo humano.{282}

Realizándose los desconsoladores pronósticos del doctor Calvo, María, cumplidos ya todos sus deberes de cristiana, estaba próxima á expirar, atendida por su tío y su hija, los cuales reprimían mal el llanto.

D. Faustino, sombrío, mudo, sin lágrimas en los ojos y con negra pena en el pecho, estaba de rodillas, junto á la cabecera de la cama. No se atrevía á tomar una mano de la moribunda. Apenas si se atrevía á mirarla. Lleno de horror y de vergüenza, inclinaba al suelo los ojos.

María hizo un esfuerzo supremo. Miró á su marido con tan benévola mirada, con tan santa sonrisa, con unos ojos tan dulces y tan llenos de perdón y de amor celestial, que D. Faustino la miró también sin atormentador sonrojo y henchido de gratitud y de arrepentimiento. Después, con mayor esfuerzo, María alargó la mano á su marido, que la tomó entre las suyas y la cubrió de besos respetuosos. Las lágrimas de D. Faustino, que habían estado como hielo hiriéndole por dentro, se liquidaron entonces, y brotaron de sus ojos, y bañaron la mano de María. Con desfallecida voz, con voz muy baja, que nadie sino él pudo oir, entrando clara y distinta por los sentidos en su alma, dijo ella de esta suerte:

—Lo sé todo; lo he visto; lo he oído. Te oí decir que me aborrecías; pero nunca pude creerlo.{283} Lo dijiste en un momento de locura. Yo te perdono, Faustino; yo te amo. ¡Yo te bendigo! Ámame. No te atormentes creyéndote culpado. Vive para nuestra hija. ¡Es tan pura, tan noble, tan santa, tan angelical! Es el lazo de nuestras almas. Viviendo para ella, vivirás para mí. Por ella estamos más ligados que nunca. No hay entre nosotros divorcio eterno, sino eterno consorcio. Te espero allí arriba...

Sin más perceptibles suspiros, sin convulsión ni gesto, con dulzura inefable, más que como separación dolorosa, como tránsito feliz, cual cautivo que recobra la libertad, el espíritu de María abandonó en aquel instante su cuerpo hermoso. Aquel corazón fatigadísimo se había rendido al cansancio; había ido poco á poco moderando su impulso: se dilató al perdonar, y no tuvo fuerzas para contraerse de nuevo, impulsando la sangre por las arterias. La circulación cesó para siempre.

D. Faustino, mientras estuvo embelesado, bajo el encanto poderoso de aquella voz amada, simpática, que le perdonaba y le bendecía, abrió su alma á todas las esperanzas, pensó en el cielo: creyó en el perdón de Dios y en su infinita misericordia; juzgó que él mismo sabría perdonarse al fin, y columbró el camino de la perfección, del que se había extraviado, y consideró posible volver á él venciendo los obstáculos con varonil perseverancia.{284}

Muerta María, ahogada su voz, extinguida la antorcha que le guiaba, las antiguas é inveteradas especulaciones surgieron de pronto en el ánimo de D. Faustino.

—Si he cometido una infamia, si soy un miserable—dijo para sí—, y si hay una vida eterna, eternamente me lo estaré echando en cara. No me limpiaré la mancha. Será un infierno sin redención. Si persiste mi individuo, persistirá el egoísmo, que es la esencia de la individualidad. ¡Ah, no! Lo malo, lo egoísta, lo impuro, debe morir. Lo inmortal, lo eterno, lo divino soy yo, es María, es todo, en lo que tenemos de bueno. Ella no era egoísta; ella era todo devoción y sacrificio. Como se entregó á mí un día, así se ha entregado á la muerte ahora, por completo, toda ella. ¿Qué ha de quedar de ella en otra vida? Ella se dió toda. Dios la recibió en su seno. Ella se perdió en la absoluta esencia.

Miró luego el Doctor con ojos enjutos y fijos el cadáver de María. Vió aquellas formas bellas aún: las imaginó destruídas, feamente destrozadas, cayendo en pútrida disolución. Un súbito ataque nervioso se siguió á tan crueles pensamientos, no dulcificados ya por el bálsamo de las creencias.

El Doctor rompió en una aterradora carcajada.

Acudieron á él su hija y D. Juan; pero fué tarde. El Doctor corrió hacia su alcoba, que estaba contigua. Su hija y D. Juan le siguieron. Sobre una{285} cómoda había un revólver. D. Faustino le tomó antes que su familia llegase. Se metió el cañón en la boca, afirmándole contra el paladar, é hizo fuego.

La muerte fué instantánea. D. Faustino cayó por tierra sin movimiento.

Irene, de rodillas, con los ojos levantados al cielo, pedía perdón para todos, impetrando la clemencia divina.

D. Juan Fresco estaba trastornado, conmovido espantosamente, horrorizado, á pesar de su frescura.


Refulgente de inocencia, en medio de tantos horrores, Irene, disgustada del mundo, se decidió á buscar un asilo al pie de los altares. Su alma, toda entregada á Dios, no era capaz de compartir los efímeros y falsos goces de este mundo con ningún espíritu encarnado en cuerpo humano. Serafinito la amaba. Serafinito, que estaba en Madrid estudiando leyes, tenía por Irene una verdadera adoración. Irene le amó sólo como á un hermano.

La pena del excelente y candoroso Serafinito y las observaciones y ruegos de D. Juan no bastaron á persuadirla para que cambiase de propósito.

D. Juan Fresco y Serafinito llevaron á Irene á Avila, á los dos meses de muertos sus padres, y{286} allí se encerró ella en el convento de San José, fundado por Santa Teresa. No bien pasó el noviciado, Irene tomó el velo y profesó de carmelita descalza, trocando gustosa por la aspereza penitente de aquella austera vida el regalo y el mimo con que había sido criada.


Tal fué la triste historia que me contó D. Juan Fresco, cuando no estaba presente Serafinito, para que no le diese una congoja.

La moral que D. Juan Fresco sacaba de todo el relato, era que esta educación del día forma muchos hombres vanos, presumidos, ambiciosos, llenos de mil planes absurdos, que es lo que él llama ilusiones, y sin firme creencia en nada, y sin energía ni para el bien ni para el mal.

—En el día—exclamaba,—los doctores Faustinos abundan:

Terra malos homines nunc educat atque pusillos, según cantaba el poeta satírico.

D. Juan, no obstante, ora sea porque había cobrado afición á D. Faustino, ora porque fuese cierto, sostenía que el Doctor había sido hombre de natural nobilísimo y generoso, aunque viciado por una perversa educación y por el medio en que había vivido.


{287}

Un día, estando yo en Villabermeja, fuí á visitar la iglesia con D. Juan Fresco. El padre Piñón, bueno y sano aún, hacía los honores, enseñando todas las curiosidades.

Nos paramos delante del altar del Santo Patrono de plata, que, como dicen allí, es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios. Entre los milagros colgados junto al altar, el padre Piñón me mostró un Doctor Faustino, hecho de cera, de unas ocho pulgadas de largo. Era una ofrenda votiva del ama Vicenta, la cual afirmaba que el Santo Patrono había salvado al Doctor de la enfermedad que se siguió al duelo con el Marqués de Guadalbarbo.

—Mal milagro hizo el Santo, si le hizo—me dijo D. Juan.—¡Cuánto mejor hubiera sido que Don Faustino hubiera muerto entonces!

—Sr. D. Juan—contestó el padre Piñón,—no diga V. disparates. Si el Santo no lo hizo, lo hizo Dios; y lo que Dios hace, bien hecho está, aunque nosotros no penetremos la razón y el propósito.


Otro día fuimos á ver la casa solariega de los López de Mendoza.

Allí está aún el retrato de la coya, que, en efecto, según asegura D. Juan, se parece mucho á María.{288}

Respetilla, Jacintica y sus nueve vástagos viven felices en el piso bajo de aquella casa. El principal está reservado á los recuerdos. Todas las habitaciones están cerradas, de modo que en ellas no pueden entrar sino los espíritus, dado que los espíritus se complazcan en discurrir por los sitios donde vivieron vida mortal, amaron y padecieron.

Todavía queda un rincón de la casa, también en el piso bajo, donde vive la pobre ama Vicenta, quien adora la memoria de su niño Faustinito y no piensa más que en él.

La afectuosa anciana guarda en un arca, como reliquias venerables, todo el traje doctoral, con muceta bordada, bonete y borla, el uniforme de lancero de milicianos nacionales, y el uniforme de maestrante de Ronda.

Yo examiné con atención é interés estos objetos, que, cediendo á nuestras súplicas, el ama Vicenta nos mostró con orgullo.

D. Juan Fresco, tan enemigo de las ilusiones, exhalando un suspiro y sin acritud alguna, me dijo aparte:

—Esos objetos simbolizan las causas de la perdición de mi sobrino político. El traje de doctor es la vanidad científica, la pedantería filosófica, la duda y la incertidumbre sobre cuanto importa para ser enérgico en la vida, con energía sana; el uniforme de miliciano nacional es símbolo de la confusión{289} que solemos hacer de la verdadera libertad con el tumulto, la bullanga y el desorden; y el uniforme de maestrante es símbolo de la manía nobiliaria, de donde nacen la pereza, el despilfarro y la incapacidad para las faenas y menesteres que dan riqueza y prosperidad á las naciones.

Madrid, 1875.

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POSDATA

He estado indeciso entre escribir algo ó callarme acerca de la presente edición. Ya se ve que la hago por haberse agotado la primera, á pesar de los esfuerzos de profundos críticos á fin de demostrar que el libro es malo, que no es novela, y que yo no soy ni puedo ser novelista. Yo no he de ir á demostrar lo contrario. Es más: no me importa que se demuestre ó no, con tal de que el libro se lea y se venda.

Mi objeto al escribir esta posdata es otro.

Aunque en LAS ILUSIONES DEL DOCTOR FAUSTINO todo está claro, el espíritu sutil de ahora enturbia la mayor claridad, y es menester acudir con explicaciones y rectificaciones, si no quiere un pobre autor que le atribuyan propósitos que jamás tuvo.

Mi idea al componer cuentos, narraciones ó lo que sean, ya que no sean novelas, no es probar nada. Para probar tesis, escribiría yo disertaciones. Mi intento es hacer una pintura de las costumbres y pasiones de nuestra época; una representación fiel y artística de la vida humana. De tal pintura ó representación, si estuviere bien hecha, sacará cada lector, no una, sino varias enseñanzas,{292} que no dudo que podrán serle útiles; pero el principal objeto del autor ha de ser la pintura, la obra de arte, y no la enseñanza.

Para la pintura ó representación, ¿cómo he de negar yo que se buscan y estudian modelos? Pero la obra de arte no se logra copiándolos servilmente. Contra tal sospecha me conviene protestar.

Toda la fábula, en su conjunto, mal ó bien imaginada, es invención mía. Nada hay en ella de real y de histórico. Los personajes que en la fábula intervienen son también inventados.

Villabermeja es una utopia, aunque para darle color y ser de lugar real, tome yo rasgos y perfiles y pormenores de lugares que conozco y donde he vivido. De otra suerte, al menos así lo entiendo y lo siento, sin duda por la pobreza y esterilidad de mi cerebro, las creaciones del poeta son vanas y carecen de verdad y de atractivo. Sobre los rasgos y perfiles copiados, mi fantasía ha añadido lo conveniente para la fábula.

Los apodos no tienen chiste, son falsos, cuando no son populares. Es menester que los invente ó al menos que los adopte el pueblo. Por eso Respeta, Respetilla, D. Juan Fresco, las Civiles y el padre Piñón, confieso que no son apodos inventados por mí; yo no hubiera tenido jamás la habilidad de inventarlos; pero las personas que en mi narración llevan estos apodos, ni en costumbres, ni en circunstancias de la vida, ni en lances de fortuna, tienen nada que ver con los seres reales, tal vez conocidos en algún lugar con dichos apodos.

Con los nombres de pila y con los apellidos procedo yo en mis novelas de un modo idéntico, por este prurito{293} que tengo de remedar la verdad en las menudencias. Así, por ejemplo, Pepe Güeto y D. Acisclo son nombres que trascienden á mi provincia á cien leguas. Y así también, al hacer madre de D. Faustino á una señora principal de Ronda, le dí apellido y la hice de una de las familias más principales de aquella ciudad: los Escalantes. Del mismo modo, D. Carlos, en El Comendador Mendoza, lleva, por ser rondeño, el apellido ilustre de Atienza, tan conocido y respetado en aquella ciudad. Como ni D. Carlos ni Doña Ana hacen nada indecoroso, ningún inconveniente se sigue de que yo les dé tales apellidos.

Para los títulos he procedido por manera semejante; y en vez de llamar á tal conde el de Prado-Ameno, y al otro marqués el de Monte-Alto, he buscado nombres propios de sitios conocidos en mi tierra, como Fajalauza, Genazahar y Guadalbarbo.

En anecdotillas ó lances realmente ocurridos, ¿cómo he de negar que abundan mis novelas? Con estas verdades, incrustadas en la mentira ó ficción poética, se hace verosímil dicha ficción. Verdades son, pues, la broma, algo pesada, que dió el cura Fernández al Obispo en la Peña de los Enamorados, que se refiere como cierta de otro cura á quien he conocido; las circunstancias de la muerte de Joselito el Seco (¿para qué negarlo, si nadie lo ignora en Andalucía?), ocurridas en la muerte del famoso bandolero Caparrota; y la venganza que tomó Joselito el Seco del Alcalde, y la venganza que el hijo del Alcalde tomó luego de Joselito, lo cual, con la alteración que á mí me convenía, es historia que he oído contar no pocas veces á personas de mi familia, quienes{294} vieron entrar en Carratraca al hijo del Alcalde con los últimos bandidos muertos, y no rapadas aún las barbas, que él había jurado conservar hasta que vengase por completo á su padre.

De las mujeres de mis novelas me interesa asimismo decir algo. Unos críticos suponen que son las más tan marisabidillas, que no pueden existir en los lugares; y otros, que existen en los lugares, y que yo las he copiado sin respeto, y las he sacado á relucir sin consentimiento de ellas. Ni una cosa ni otra es cierta. En los lugares de Andalucía hay, y puede haber, mujeres que sean la propia discreción y la propia elegancia. No es menester nacer en Madrid para eso. Precisamente, de la pequeña ciudad cuyo nombre callo, y donde yo supongo educada á Costancita y donde Costancita tiene sus devaneos por la reja con el Doctor Faustino, han venido á Madrid nada menos que tres mujeres de nuestra primera aristocracia, que han brillado y brillan, por hermosura, ó por ingenio, ó por todo. Costancita, sin embargo, salvo este fundamento real para la verosimilitud; salvo el dato efectivo de que en su ciudad se crían mujeres que vienen á ser grandes y elegantísimas señoras, en nada se parece, ni por su carácter, ni por los sucesos de su vida, á sus simpáticas, bellas y respetables compatriotas. Si he aludido á ellas, ha sido para demostrar que no me llevo á un lugar á una señora de Madrid y la pongo donde no existe, como los antiguos poetas bucólicos, griegos ó franceses, disfrazaban de pastoras á las refinadas damas de Alejandría, de París ó de Versalles.

Vengo, por último, al héroe principal de mi novela: al Doctor Faustino. No hay personaje, en mi sentir, más{295} dotado de verdad estética. No le hay, tampoco, más desprovisto de toda histórica realidad.

Aunque yo soy poco aficionado á símbolos y alegorías, confieso que el Doctor Faustino es un personaje que tiene algo de simbólico ó de alegórico. Representa, como hombre, á toda la generación mi contemporánea: es un doctor Fausto en pequeño, sin magia ya, sin diablo y sin poderes sobrenaturales que le den auxilio. Es un compuesto de los vicios, ambiciones, ensueños, escepticismo, descreimiento, concupiscencias, etc., que afligen ó afligieron á la juventud de mi tiempo. En él reúno los tres tipos ó formas principales bajo que se presenta el hombre de dicha generación y de cierta clase, si clase pueden formar los que gastan levita y no chaqueta. En su alma asisten la vana filosofía, la ambición política y la manía aristocrática. Ya sé que hay hombres mejores; pero yo no quería escribir la vida de un santo. Sé también que los hay más ridículos; pero no quería yo hacer una novela enteramente cómica y de figurón. Y sé también que los hay mil veces más odiosos y malvados; pero si D. Faustino lo fuese, dejaría de ser algo cómico, como yo quería, y dejaría de tener también algo de interesante y de patético, como me convenía que tuviese para mi plan de novela, ó de lo que yo entiendo por novela, á pesar de los críticos. D. Faustino, dado mi plan, no podía ser sino como es. Fausto es más grande; pero también es más egoista, más pervertido y más pecaminoso.

En suma, y sea del valer moral de mi héroe lo que se quiera (ó mejor dicho, lo que se le antoje á quienes quizá no se ven, y se juzgan la virtud misma), para pintar{296} lo interior del alma de mi héroe, prescindiendo de lo que le sucede en el mundo, no he tenido más arte que mirar en el fondo del alma de no pocos amigos míos y en el fondo de mi propia alma, y analizar allí afectos, desengaños, pasiones é ilusiones.

Este análisis, y perdóneseme la inmodestia, creo que está hecho con apacible serenidad, con frescura y con tino dignos de mi D. Juan Fresco.

En esto reside, no ya sólo el mérito literario, si tiene alguno, sino también la sana moral, de que estoy convencido de que mi novela no carece.

Las enfermedades y las deformidades físicas no se curan con sólo mirarlas y conocerlas; pero en las enfermedades del alma es ya gran remedio el ver y el conocer; y si por gracia de la fantasía poética se representan artísticamente esa intuición y ese conocimiento, la cura está ya casi realizada. Tal vez á los soberbios, que no quieren ver en ellos mismos ni uno solo de los defectos del Doctor Faustino, sea á quienes peor y más detestable, moral y literariamente, les parezca su historia, que me atrevo, á pesar de todo, á encomendar de nuevo á la indulgencia del público ilustrado y desapasionado.{297}

ÍNDICE DEL TOMO II.

 Páginas.
XV.La tertulia de los tres dúos5
XVI.El Paraiso terrenal21
XVII.Más pueden celos que amor39
XVIII.Pacto amoroso57
XIX.Los milagros del desprecio63
XX.Continúan los milagros69
XXI.Por seguir á una mujer79
XXII.La venganza de Rosita99
XXIII.Confidencias de Joselito107
XXIV.Sunt lacrimæ rerum115
XXV.La soledad131
XXVI.Ilusiones que se van perdiendo147
XXVII.Cabos sueltos159
XXVIII.La crisis181
XXIX.Á secreto agravio, secreta venganza199
XXX.Bodas tristes243
Conclusión265
Posdata291

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Acabóse de imprimir este libro
en la Imprenta Alemana
en Madrid á XV días
de Agosto de
MCMVI años