Title: Lo prohibido (tomo 2 de 2)
Author: Benito Pérez Galdós
Release date: October 9, 2020 [eBook #63414]
Most recently updated: October 18, 2024
Language: Spanish
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p. 1
p. 2Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.
[p. 3]
B. PÉREZ GALDÓS
NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
LO PROHIBIDO
Tomo segundo.
13.000
MADRID
PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
(Sucesores de Hernando)
Arenal, 11
1906
p. 4
EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
C. de San Francisco, 4
p. 5
LO PROHIBIDO
De cómo al fin nos peleamos de verdad.
Una tarde del mes de Mayo fuí á ver á Eloísa con firme propósito de hablarle enérgicamente. No la encontré. Estaba en no sé qué iglesia, pues por aquel tiempo se le desarrolló la manía filantrópico-religioso-teatral, y se consagraba con mucha alma, en compañía de otras damas, á reunir fondos para las víctimas de la inundación. Lo mismo manipulaba funciones de ópera y zarzuela que lucidas festividades católicas, en las cuales las mesas de tapete rojo, sustentando la bandejona llena de monedas, hacían el principal papel. También inventaba rifas ó tómbolas que producían mucho dinero. Se me figuró que había transmigrado á ella el ánima propagandista del desventurado Carrillo. Casi todos los días había en su casa junta de señoras para distribuir dinero y disponer nuevos arbitrios con que aliviar la suerp. 6te de las pobres víctimas. Por eso aquel día no la pude ver: de tarde porque estaba en el petitorio, de noche porque había junta, y francamente, no tenía yo maldita gana de asistir á un femenino congreso ni de oir á las oradoras. La junta terminaba á las doce, y de esta hora en adelante bien podía ver á Eloísa; pero no me gustaba pasar allí la noche, y me iba con más gusto á la soledad de mi casa.
Al día siguiente creí no encontrarla tampoco; pero sí la encontré. Hízose la enojada por mis ausencias; púsome cara de mimos, de resentimiento y celos. ¡Desdichada! ¡Venirme á mí con tales músicas!... «Tengo que hablarte,» le dije de buenas á primeras, encerrándome con ella en su gabinete, lleno de preciosidades, que valían una fortuna. Allí estaba escrito, con caracteres de porcelana y seda, el funesto caso de la disminución de mi capital.
Comprendió ella que yo estaba serio y que le llevaba aquel día las firmezas de carácter que rara vez le mostraba. Preparóse al ataque con sentimientos favorables á mi persona, los cuales, según afirmó, rayaban en veneración, en idolatría. Cuando me tocó hablar, le presenté la cuestión descarnada y en seco. La reforma de vida que me prometiera no se había realizado sino en pequeña parte. Las ventas de cuadros y objetos de lujo continuaban en proyecto. No se quería convencer de que el estado de su casa era muy precario, y que no podía vivir en aquel pie de grandeza y lujo. Entre ella y su marido habían derrochado la fortuna que les dejó Angelita Caballero. Si no se variaba de sistema pronto, nop. 7 quedarían más que los escombros, y el inocente niño, destinado más adelante á poseer el título de marqués de Cícero, no tendría que comer. Si ella se obstinaba en hundirse, hundiérase sola y no tratara de arrastrarme en su catástrofe. Yo, por sus locuras, había perdido una parte de mi fortuna. No perdería, no, lo que me restaba. No me cegaba la pasión hasta ese punto.
Sentándose junto á la ventana, díjome con tono displicente:
—Te pones cargante cuando tratas cuestiones de dinero. Haz el favor de no hacer el inglés conmigo. Me enfadan los ingleses... de cualquier clase que sean.
Y luego, echándolo á broma:
—Déjame en paz, hombre prosáico, prendero. Todo lo que hay aquí te pertenece. Trae mercachifles, vende, malbarata, realiza, hártate de dinero. Cogeré á mi hijito por un brazo y me iré á vivir á una casa de huéspedes...
—Con bromas no resolveremos nada. Si no quieres seguir el plan que te trace, dilo con nobleza, y yo sabré lo que debo hacer.
—Si lo que debes hacer es no quererme —respondió, sin abandonar las bromas—, humilla la cerviz... Te hablaré con franqueza. Dos cosas me gustan: tu individuo y mucho parné; tu señor individuo y mi casa tal como la tengo ahora. Si me dan á escoger, no tengo más remedio que quedarme contigo. Dispón tú.
—Pues dispongo que busquemos en la medianía el arreglo de todas las cuestiones, la de amor y las de intereses.
Dió un salto hacia donde yo estaba, y cayendo sobre mí con impulso fogoso, me estrujó la carap. 8 con la suya, me hizo mil monerías, y luego, sujetándome por los hombros, miróme de hito en hito, sus ojos en mis ojos, increpándome así:
—¿Te casas conmigo, mala persona? ¿De esto no se habla? De esto, que es el caballo de batalla, ¿no se dice nada? Para tí no hay más que dinero, y el estado, la representación social, no significan nada.
No sé qué medias palabras dije. Como yo no jugaba limpio; como lo que yo quería era romper con ella, no me esforzaba mucho por traerla á la razón.
—¡Ah! —exclamó seriamente, leyendo en mí—, tú no me quieres como antes. Te asusta el casarte conmigo, lo he conocido. El santo yugo te da miedo. No quieres tener por mujer á la que ya faltó á su primer marido y ha adquirido hábitos de lujo. Dudas de mí, dudas de poderme sujetar. La fiera está ya muy crecida, y no se presta á que la enjaulen. Dímelo, dímelo con sinceridad, ó te saco los ojos, pillo.
Su mano derecha estaba delante de mis ojos, amenazándolos como una garra. La obligué á sentarse á mi lado.
—Yo leo en tí —prosiguió—; me meto en tu interior, y veo lo que en él pasa. Tú dices: «Esta mujer no puede ser ya la esposa de un hombre honrado; esta mujer no puede hacerme un hogar, una familia, que es lo que yo quiero. Esta tía... porque así me llamarás, lo sé, caballero; esta tía no se somete, es demasiado autónoma...» Dime si no es ésta la pura verdad. Háblame con tanta franqueza como yo te hablo.
La verdad que ella descubría, desbordándosep. 9 en mí, salió caudalosa á mis labios. No la pude contener, y le dije:
—Lo que has hablado es el Evangelio, mujer.
—¿Ves, ves cómo acerté?
Daba palmadas como si estuviéramos tratando de un asunto baladí. Yo me esforzaba en traerla á la seriedad, sin poderlo conseguir. Iba ella adquiriendo la costumbre de emplear á troche y moche expresiones de gusto dudoso, empleándolas también groseras cuando hablaba con personas de toda confianza.
—¿Quieres que nos arreglemos? Pues escucha y tiembla. Dame palabra de casamiento y no seas sinvergüenza... Me parece que ya es hora. Prométeme que habrá coyunda en cuanto pase el luto, y yo empezaré mi reforma de vida, me haré cursi de golpe y porrazo. Si ya lo estoy deseando... Si no quiero otra cosa... Tú editor responsable; yo señora que ha venido á menos: toma y daca, negocio concluído. ¿Te conviene? ¿Aceptas?
—¿Qué he de aceptar tus disparates? Lo primero es que te pongas en disposición de ser mi mujer. Tal como eres, no te tomo, no te tomaría aunque me trajeras un potosí en cada dedo.
Abalanzóse á mí como una leona humorística. Su rodilla me oprimió la región del hígado, lastimándome, y sus brazos me acogotaron después de sacudirme con violencia. Con burlesco furor exclamaba:
—¿Pues no dice este mequetrefe que no me toma? ¿Soy acaso algún vomitivo? ¿Soy la ipecacuana? ¡Qué has de hacer sino tomarme, tomador!... Y sin regatear, ¿entiendes? Y sin hacerp. 10 muequecitas. Aquí donde usted me ve, señor honrado, soy capaz de llegar á donde usted no llegaría con sus miramientos ridículos de última hora. Soy capaz de rayar en el heroísmo, de ponerme el hábito del Carmen con su cordón y todo, de vivir en un sotabanco y de coser para fuera.
Mientras dijo esto y otras cosas, abarcaba yo con mi pensamiento, á saltos, el largo período de mis relaciones con ella, y notaba la enorme distancia recorrida desde que la conocí hasta aquel momento. ¡Cuán variada en dos años y medio! ¿Dónde habían ido á parar aquellas hermosuras morales que ví en ella? O era una hipócrita, ó yo era un necio, un entusiasta sin juicio, de éstos que no ven más que la superficie de las cosas. Asimismo pensaba que aquella transformación de su carácter era obra mía, pues yo fuí el descarrilador de su vida. Sus tratos irregulares conmigo escuela fueron en que aprendió á hacer aquellas comedias de liviandad, de enredos, de palabras artificiosas y de sentimientos alambicados. ¿Por qué la admiré tanto en otro tiempo y después no? La inconsecuencia no estaba en ella, sino en mí, en ambos quizás, y si hubiéramos sido personajes de teatro, en vez de ser personas vivas, se nos habría tachado de falsos sin tener en cuenta la complejidad de los caracteres humanos. Yo la oía, la miraba, diciendo para mí: «¿Eres tú la que me pareció un ángel? ¡Qué cosas vemos los hombres cuando nos atonta y alumbra el amor! ¡Y qué verdad tan grande dice Fúcar cuando afirma que el mundo es un valle de equivocaciones!»
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Viendo que yo callaba, repitió, exagerándolo, lo del hábito del Carmen, el sotabanco y otras tonterías.
—Como no es eso lo que te pido —observé al fin—; como eso es un disparate, no hay que pensar en ello. Es un recurso estratégico tuyo. Te pido lo razonable y te escapas por lo absurdo. Si yo no quiero que seas cursi, sino que vivas con modestia, como vivo yo.
—¡Ah! —exclamó sosegada—, si no fuera este pícaro luto, pronto se resolvería la cuestión. La semana que entra nos casábamos, y el mismo día empezaba la reforma... Pero tú quieres invertir el orden, y yo, te lo diré clarito, temo que me engañes; temo que después de hacerme pasar por el sonrojo de una almoneda y de un cambio de posición, me des un lindo quiebro y me dejes plantada. Porque sí: detrás de ese entrecejo está escondida una traición, la estoy viendo... ¡Ah! no me la das á mí... yo veo mucho. Y si sale verdad lo que sospecho, ¿qué me hago yo? ¿Qué es de mí, con cuatro trastos, un pañuelito de batista, y sin otro porvenir que el de convertirme en patrona de huéspedes?
No pude menos de reirme, y ella, viéndome risueño, se puso á cantar la tonadilla de la Mascotte, con aquello de yo tus pavos cuidaré. Pasó la música, y sin saber cómo, nos hallamos frente á frente hablando con completa seriedad. Repitió entonces lo de «matrimonio es lo primero,» y yo dije: «no, lo primero es lo otro.» Puesta su mano amistosamente en la mía, y mirándome con aquella dulzura que me había esclavizado por tanto tiempo, hablóme con elp. 12 tono sincero y un poco doliente que había sido la música más cara á mi alma.
—Chiquillo, si quieres sacar partido de mí, trátame con maña; quiéreme y dómame. Pero lo que es domarme sin quererme, no lo verás tú. Estoy muy encariñada ya con mi manera de vivir, muy hecha á ella para que en un día, en una hora puedas tú volverme del revés, poniéndome delante un papelito con números. ¡Ah, los números! ¡Maldito sea quien los inventó!... Qué quieres, soy mujer enviciada ya en el lujo... No pongas esa cara de juez, después de haber sido mi Mefistófeles. Los placeres de la sociedad me son tan necesarios como el respirar. Un poco que yo tengo en mí desde que nací, y otro poco que me han enseñado... los amigos, tú, tú, tú; no vengas ahora haciéndote el apóstol... Sí: eres como los que todo lo quieren curar con agua... ó con números, que es lo mismo. Aquí tenemos al señor don Perfiles, que viene á que yo sea una santa, porque sí, porque él ha caído ahora en la cuenta de que la santidad es barata... Antes mucho amor, mucha idolatría, abrir mucho la mano para que yo gastara... Ahora todo lo contrario, y vengan economías. Ya no soy ángel, ya no se me dan nombres bonitos, ya no se me adora en un altar, ya no se me dice que por verme contenta se puede dar todo el dinero del mundo... Ahora se me dice que dos y tres no son más que cinco, ¡demasiado lo sé! y se me impone el sacrificio de una pasión sin compensarme con otra. ¿Sabes lo que te digo muy formal? Que si me quieres, todo se arregla: si te casas conmigo, cedo; pero si no, no. ¿Me quitas el lujo? Pues dame el nombre.
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Después de echarme esta andanada, salió sin aguardar mi contestación, dejándome solo. Llamada por su doncella, pasó al guardarropa á probarse un vestido. Entre paréntesis, diré que ví con sorpresa en la persona de la sirviente la misma Quiquina, la italiana trapisondista á quien yo había despedido meses antes. ¡Y Eloísa la había admitido otra vez, contrariándome de un modo tan notorio! Era burlarse de mí, como cuando compraba perlas con el producto de los zafiros.
Y en aquel rato que estuve solo hice mental comparación entre el proceder de mi prima y el mío. Sí: por muy censurable que yo quisiese suponer su conducta, aventajaba moralmente á la del narrador de estos verídicos sucesos. Porque ella, al menos, obraba con lealtad, declaraba que el sacrificio de su lujo le era penoso; pero que lo haría si yo le cumplía solemnes promesas. Yo, en cambio, pedía la reforma de vida, reservándome mi libertad de acción; más claro, yo no la quería ya ó la quería muy poco, y al decirle «primero la mudanza de vida, después el casamiento,» procedía con perfidia, porque ni sin economías ni con ellas pensaba casarme. Esta es la verdad pura: yo reconocí en mí esta falta de nobleza, pero no la pude remediar; no estaba en mis facultades ni en mis sentimientos obrar de otra manera. Deseaba el rompimientop. 14 á todo trance, y para que éste apareciese motivado por ella antes que por mí, gustábame verla en el camino de la obstinación.
Al reaparecer, abrochándose la bata, prosiguió desde la puerta el sermón interrumpido:
—No soy una fiera. Tú puedes domarme, pero no con el látigo de las cuentas. Amor á cambio de lujo. Pero si le quitas todo de una vez á esta infeliz, figúrate qué será de mí... Sigo en mis trece. ¿Me vas á dar tu blanca mano? ¿Te arrancas al fin, te arrancas?
—¿Qué estás diciendo ahí, loca? ¡Yo tu marido! —exclamé sin poder contenerme—. ¡Tu marido después de la confesión que acabas de hacerme... después que has dicho que cuatro trapos y cuatro cacharros te apasionan más que yo!
—Déjame concluir... Eres un egoísta.
—Egoísta tú.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo poniéndose grave, pues colérica no se ponía nunca—. ¿Sabes lo que me ocurre? Pues como no me quieres ya... ¡Ah! no me engañas, no. Bien lo conozco. No quisiera más sino saber quién es el pendoncito que me ha robado el corazón que era todo mío... Pero yo lo averiguaré... Estate sin cuidado... Déjame seguir. Como no me quieres, todo tu afán por mis economías no tendrá quizás más objeto que salvar el anticipo que hiciste á la administración de mi casa, cuando perdimos al pobre Carrillo, que era un ángel, sí, señor, un ángel, un santo... para que lo sepas... Déjame seguir: con la venta salvarás tu dinero; mi señor inglés se frotará las manos de gusto, y después yo... no te sulfures... yo me quedaré pobre, yp. 15 me abandonarás. Podrá esto no ser la verdad; ¡pero qué verosímil es!
—Nunca hubiera creído en tí pensamientos tan viles —le dije.
Y la glacial mirada que advertí en ella irritóme de tal modo, que estallé en frases de ira.
—Tú no eres ya la misma. Has variado mucho. ¿Es esto culpa mía? Quizás. Tienes ideas groseras y un positivismo brutal... ¡Valiente papel haría yo si me casara contigo! No, no seré yo esa víctima infeliz. Con los resabios que has adquirido, ¿qué confianza puedes inspirar? Porque si no me parece bien vender el honor de un marido por el amor de otro hombre, ¡cuánto peor es venderlo por un aderezo de brillantes!... Y á eso vas tú, no me lo niegues; á eso vas sin que tú misma te des cuenta de ello. Ahí has de parar. Reconozco que tengo una parte de culpa, pues te he enseñado á arrastrar tu fidelidad conyugal por los mostradores de las tiendas de lujo... Y para que veas que haces mal en juzgarme á mí por tí; para que veas que aunque hago números no estoy tan metalizado como tú, que no sabes hacerlos, te diré que puedes quedarte con lo que anticipé á la administración de tu casa para que los usureros no profanaran el duelo del pobre Pepe, aquel ángel, aquel santo á quien no quiero parecerme, ¿sabes? á quien no quiero parecerme. Te regalo esos cuartos para que los gastes con tus nuevos amigos. Me felicito de esta nueva pérdida, que me libra de tí para siempre; lo dicho, para siempre (cogiendo mi sombrero). En la vida más vuelvo á poner los pies en esta casa. Quédate con Dios.
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Me levanté para salir. Contra lo que esperaba, Eloísa permaneció muda y fría. O creyó que mi determinación era fingimiento y táctica para volver luego más amante, ó había perdido la ilusión de mí como yo la había perdido de ella. Salí al gabinete próximo, y mis pasos hacia la antesala fueron detenidos por una vocecita que siempre me llegaba al alma. Era la de Rafael, que, montado en un caballo de palo, lo espoleaba con un furor inocente. No me era posible salir sin darle cuatro besos. ¡Pobrecito niño! De buena gana me le habría llevado conmigo... Fuí á donde sonaba la voz, y... ¡otra interesante sorpresa!... Camila, con la mantilla puesta, como acababa de llegar de la calle, tiraba del caballo, que se movía al fin con rechinar áspero de sus mohosas ruedas. En el mismo instante entró Eloísa, que dijo á su hermana:
—Quédate á almorzar.
Y á mí también me dijo con acento firme:
—José María, quédate. Espero al Saca-mantecas y nos reiremos mucho.
La idea de estar cerca de Camila me hizo dudar. Por un instante mi debilidad andaluza estuvo á punto de dar al traste con mi entereza inglesa; pero venció ésta y rehusé.
Camila se fué cantando. Iba á quitarse la mantilla y á dar un recado á Micaela. Nos quedamos solos Eloísa y yo con el pequeño, á quien besé con ardor.
—¡Pobre niño! —dije mientras él, apeándose, subía la silla que se había corrido á la barriga del caballo—. Aunque no nos hemos de ver más, me comprometo, con juramento que hago sobre la cabeza de este clavileño, á hacerme cargo de su educación y á costearle una carrerap. 17 cuando su desdichada mamá esté en la miseria.
Eloísa volvió á otro lado la cara y no dijo nada. Con inquieta presteza, se puso Rafael á horcajadas. Yo le volví á besar... Entonces su madre, ella misma, sí, ¡cuán presente tengo esto! llegóse á él, y poniéndose de rodillas y rodeándole la cintura con su brazo, le dijo:
—Vamos á ver, Rafael, estate quieto un momento y contéstanos á lo que te vamos á preguntar. José María y yo nos vamos ahora de Madrid, nos vamos... él por un lado y yo por otro. (El chico miraba á su madre con profunda atención, y después me miraba á mí.) Tú no puedes ir á un tiempo con él y conmigo, porque no te vamos á partir por la mitad. ¿Qué te parece á tí? ¿Debemos partirte con un cuchillo? Claro que no. Has de ir enterito con uno de los dos... Vamos á ver, decide tú con quién vas á ir: ¿con José María ó conmigo?
Sin vacilar un instante, el niño me echó los brazos al cuello, hociqueándome primero y recostando después su cabeza en mi hombro como en una almohada. Cuando quise mirar á Eloísa, ya no estaba allí. Huyó la pícara. Oí el roce de su bata de seda, y nada más... Dejando al pequeñuelo en poder de Camila, que había vuelto á entrar, salí á la calle con vivísima opresión en el pecho.
p. 19
Sigo narrando cosas que vienen muy á cuento en esta verdadera historia.
Parecerá quizás muy extraño que en una ocasión como aquélla mi primer pensamiento, al verme en la calle, fuera esperar á Camila para hacerme el encontradizo con ella é invitarla á dar un paseíto. La ingenuidad guía mi pluma y nada he de decir contrario á ella, aunque me favorezca poco. Mientras entretenía el tiempo en la calle, alargándome hasta la Plazuela de Antón Martín, ó dando la vuelta á la primera manzana de la calle de la Magdalena, reflexioné sobre lo que acababa de pasarme. La verdad, yo no podía estar orgulloso de mi conducta, pues si bien el rompimiento y el acto aquél de perdonar el dinero me honraban á primera vista (aun quitando de ellos lo que tenían de teatral), en rigor yo era tan vituperable como Eloísa. Así lo reconocí, aunque sin propósito de enmienda. Mi razón echaba luz, eso sí, sobre los errores de mi vida; mas no daba fuerza á mi voluntad para ponerles remedio. «Está muy bueno —me decía yo— que le exija virtudes que estoy muy lejos de tener...p. 20 Pero los hombres somos así: creemos que todo nos lo merecemos, y que las mujeres han de ser heroínas para nosotros, mientras nosotros hacemos siempre lo que nos da la gana. Aquí lo natural y lógico sería que yo siguiera queriéndola como la quise, y que combinando hábilmente la disciplina del amor con la de la autoridad, la apartara poquito á poco de su camino para llevarla al mío. Esto es lo humanitario, lo digno, lo decente. Además, creo que no sería muy difícil. Pero no, yo me planto y digo: has de cambiar de vida de la noche á la mañana, porque yo lo mando, porque así debe ser, porque no quiero gastar dinero; y yo en tanto, hija mía, si te he visto no me acuerdo, y aunque sigo haciendo contigo la comedia de la consecuencia, en el fondo de mi alma te desprecio.»
¡Y aquella tunanta de Camila no parecía!... Ya me sabía de memoria todos los escaparates de la zona por donde andaba; ya había visto cien veces las abigarradas muestras del molino de chocolate, los pañuelos y piezas de tela de la tienda de ropas, los carteles de Variedades, los puestos de verdura y pescado de la calle de Santa Isabel. Oí en el reloj de San Juan de Dios las doce, las doce y media, la una... Yo no había almorzado y empezaba á tener apetito. No podía entretener el tedio de aquel plantón sino echando sondas á mi espíritu. ¡Ay, qué cosas hallé en tales profundidades! Navegando por entre el gentío de la calle, hallábame tan solo como en alta mar, y oía el murmullo sordo que me agitaba como el inextinguible mugido del viento y las olas. Siento desengañar á los que quisieran verp. 21 en mí algo que me diferencie de la multitud. Aunque me duela el confesarlo, no soy más que uno de tantos, un cualquiera. Quizás los que no conocen bien el proceso individual de las acciones humanas, y lo juzgan por lo que han leído en la historia ó en las novelas de antiguo cuño, crean que yo soy lo que en lenguaje retórico se llama un héroe, y que en calidad de tal estoy llamado á hacer cosas inauditas y á tomar grandes resoluciones. ¡Como si el tomar resoluciones fuera lo mismo que tomar pastillas para la tos! No: yo no soy héroe; yo, producto de mi edad y de mi raza, y hallándome en fatal armonía con el medio en que vivo, tengo en mí los componentes que corresponden al origen y al espacio. En mí se hallarán los caracteres de la familia á que pertenezco y el aire que respiro. De mi madre saqué un cierto espíritu de rectitud, ideas de orden; de mi padre fragilidad, propensión á lo que mi tío Serafín llama entusiasmos faldamentarios. Lo demás me lo hicieron, primero mi residencia en Inglaterra, luego mi largo aprendizaje comercial, y por fin mi navegación por este mar de Madrid, aguas turbias y traicioneras que á ningunas otras se parecen. Carezco de base religiosa en mis sentimientos; filosofía, Dios la dé; por donde saco en consecuencia que mi sér moral se funda más en la arena de las circunstancias que en la roca de un sentir puro, superior y anterior á toda contingencia. No domino yo las situaciones en que me ponen los sucesos y mi debilidad, no. Ellas me dominan á mí. Por esto, tal vez, muchos que buscan lo extraordinario y dramático no hallan interesantes estas memoriasp. 22 mías. ¡Pero cómo ha de ser! La antigua literatura novelesca, y sobre todo la literatura dramática, han dado vida á un tipo especial de hombres y mujeres, los llamados héroes y las llamadas heroínas, que justifican su gallarda existencia realizando actos morales de grandísimo poder y eficacia, inspirados en una lógica de encargo: la lógica del mecanismo teatral en la Comedia, la lógica del mecanismo narrativo en la Novela. Nada de esto reza conmigo. Yo no soy personaje esencialmente activo, como, al decir de los retóricos, han de ser todos los que se encarnan en las figuras del arte; yo soy pasivo: las olas de la vida no se estrellan en mí, sacudiéndome sin arrancarme de mi base; yo no soy peña: yo floto, soy madera de naufragio que sobrenada en el mar de los acontecimientos. Las pasiones pueden más que yo. ¡Dios sabe que bien quisiera yo poder más que ellas y meterlas en un puño!
¿Pero qué veo?... Ella al fin. Hacia mí la ví venir, alzando un poco su falda para apartarla de la suciedad de la calle de Santa Isabel.
—¡Camililla!... ¿tú por aquí? ¡Qué sorpresa!...
—¿Y tú, á dónde vas? ¿Vuelves á casa de Eloísa?
—No: iba á... ¡Pero qué encuentro tan feliz!
De fijo, los que quieren que yo sea héroe se asombrarán de que viviendo en la misma casa de Camila y pudiendo hablar con ella cuando me diese la gana, espiara sus pasos en la calle. Pero de estas rarezas é inconsecuencias están llenos elp. 23 mundo y el alma humana. Tenía sed de lo imprevisto, y me lo procuraba como podía, es decir, previéndolo. Era, pues, un imprevisto artificial, ya que no podía ser del genuino, de aquél que tiene á la Providencia por propio cosechero. Porque aquella condenada pasión nueva nacía en mí con rebullicios estudiantiles, haciéndome cosquilleos románticos. La vanidad no tenía tanta parte en ella como en la que me inspiró Eloísa. Ya me estaba yo recreando con la idea de que mi triunfo, si al fin lo lograba, permaneciese en dulce secreto, y que sólo ella y yo lo paladeáramos, pues si en otra ocasión el escándalo me había sido grato, en ésta el misterio era mi ilusión. Púseme en aquellos días un tanto novelesco y un si es no es tonto, y mi fantasía no se ocupaba más que en imaginar bonitos encuentros con la mujer de Miquis, peligros vencidos, líos desenredados, tapujos, sorpresas, escenas teatrales en que el goce se sazonara con la salsa de lo furtivo y con esa pimienta dramática que rara vez aparece fuera de los bastidores de lienzo pintado. En fin, válgame la franqueza, yo estaba hecho un cadete, un seminarista, á quien acaban de quitar la sotana para lanzarle al mundo. Pensaba cosas que luego he reconocido eran puras boberías. ¿Qué más que seguir los pasos de Camila en la calle, ver que entraba en alguna tienda, entrar yo también, fingir sorpresa por verla allí, hacer el papel de que iba á comprar cualquier cosa, comprarla efectivamente, y después pagarle á ella su gasto? Y cuando creía encontrarla en un sitio y me llevaba chasco, ¡María Santísima, la que se me armaba entre pep. 24cho y espalda! ¡Cuántas veces, á prima noche, le tomé las medidas á la calle del Caballero de Gracia, desde la del Clavel á la Red de San Luis, esperando á que Camila saliera de casa de su cuñado Augusto, que vivía en el 13! Y la muy bribona no parecía. Sin duda yo me había equivocado creyendo que estaba allí. Observaba con disimulado afán la multitud, sorprendiéndome de que ninguna de aquellas caras fuera la que yo deseaba ver. El no interrumpido curso de semblantes, á trechos iluminados por el gas de las tiendas, á trechos embozados en tinieblas, me mareaba; y yo, impávido, mira que te mira.
De repente me salta el corazón. Veo á lo lejos una esbelta figura entre los bultos que vienen hacia mí. Un coche me la oculta; yo... ¡zas! á la otra acera... Acércome pensando en que es conveniente disimular la expresión ansiosa y fingir que voy tranquilamente por la calle... ¡Cristo de la Sangre! no es ella. Es una tarasca, que al pasar me mira, como si conociera el gran chasco que me ha dado. Entre tanto, me aprendo de memoria los escaparates de Bach y de Matute, y puedo dar cuenta de todo lo que hay en la pastelería, de todos los abanicos de Sierra y de todas las drogas, ortopedias y específicos de la botica de la esquina.
Fatigado de aquel ridículo trabajo, hago por fin propósito de retirarme. Aquello verdaderamente es impropio de un hombre como yo. Pero cuando me retiro, ocúrreme una idea desconsoladora. «¿Y si precisamente en aquel momento de mi retirada sale ella de la casa de Augusto?...»p. 25 Vuelta á la centinela; vuelta á engancharme al árbol de aquella noria estúpida, de la que no saco ni un hilo de agua; vuelta á pasear, á ver caras antipáticas, á ver los aparatos de gas echando toda su luz sobre las tiendas, menos algún reflejo que cae sobre el piso lustroso y húmedo de la calle; vuelta á oir el estrépito de los coches sobre las cuñas de pedernal. Al fin, rendido de cansancio y sin esperanza de encontrar casualmente á Camila, me marcho...
Bien podía verla en su casa; ¡pero si allí estaba siempre el moscón de su marido, pegajoso, insufrible...! Y se pasaba toda la velada junto á ella como un bobo. Solían ir algunos amigos, y charlaban mil tontadas, ó jugaban á la brisca y á la lotería. ¡Cosa más necia no he visto en mi vida! Lo simpático de tal reunión era Camila, alma, centro y núcleo de ella. Cosía con atención tenaz, cantorreando entre dientes; decía á cada instante gracias y agudezas; se burlaba de todo bicho viviente, siempre fija en su obra y echándoselas de muy entusiasmada con el trabajo, que era una montaña de tela blanca, de trapos, recortes y cosas medio concluídas y vueltas á empezar. Le había entrado el capricho de las ocupaciones, y renegaba de no tener tiempo para nada. ¡Qué le duraría esta pasión! En aquella época se hacía de rogar mucho para ponerse al piano y divertirnos un rato con la música. Constantino inventaba cosas raras para entretener el tiempo: anticuados juegos de prendas, prestidigitaciones de las más inocentes, y, por fin, se ponía á imitar el mayido de los gatos y á representar una escena de riñas y galanteos gatunos, con lo que top. 26dos se morían de risa, menos yo, que no encontraba la tostada de tales sandeces.
Vuelvo á mi aventura. Aquel día que topé con Camila en la calle de Santa Isabel, la invité á dar un paseo.
—A pie, en coche, como quieras —le dije—. Siento que hayas almorzado. Si no, nos iríamos á un restaurant, al Retiro, á las Ventas, donde gustes. Está un día delicioso...
—Quita allá, tísico. ¿En qué estás pensando? ¡Yo á un restaurant! Por mí no me importaba; pero Constantino se pondría hecho un demonio... ¡Estaría bueno que después de haberle quitado el vicio de ir al café, lo adquiriera yo!
Y seguimos hablando.
—¿Vas de tiendas? Te acompañaré.
—Voy á comprar tela para hacerle camisas á mi mamarracho. Pero cuidado: si vienes conmigo no te empeñes en pagarme como otras veces... No lo consentiré. Mira todo el dinero que traigo.
Enseñóme su portamonedas, en que había mucha plata, algún oro y un billete muy sobadito, doblado en ocho dobleces.
—Estás hecha una capitalista. ¿A ver? ¡Chica...!
—Tengo para prestarte, si te ves en un apuro —me dijo cerrándolo de golpe, y acentuando el chasquido del muelle con un mohín muy gracioso de su hociquillo—. ¡Ajajá!... ¡tengo yo más guita...! Si te hace falta, no seas corto de genio, y tu boca será medida.
—Tengo yo mucho más dinero que tú, tonta —dije con un candor que me habría hecho ridículo á mis propios ojos, si no tuviera en éstos las cataratas de la chifladura amorosa—. Y te quiero pagar la tela. Déjame á mí, tonta.
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—No, que no... ¡por Dios!
—Si es un obsequio que quiero hacer á Constantino. Mira, compraremos más tela, y me harás á mí media docena de camisas.
—¡Oh! sí, sí —exclamó riendo y dando palmadas en plena Plazuela de Matute—. Oye: mi asnito sostiene que no sé hacer camisas, que no sé cortar el cuello, y que la pechera la dejo con más picos que un candilón. ¡Ya verá él si sé!
—Si es un tonto... ¿Qué entiende él de eso?
—Constantino es abrutado, macizote; pero créeme, es un ángel.
—De cornisa.
—No te rías.
—Si no me río.
—Me quiere muchísimo, me idolatra...
—Ya estás exaltada. Todo lo abultas, todo lo amplificas. Así eres tú.
—Es que tú eres un tísico, y no comprendes esto. Por muy alta idea que tengas del amor de un hombre, no sabes cómo me quiere Constantino. Se dejaría matar cien veces por su mujer. Jamás me dice una mentira, y tiene tal fe en mí, que si le dijeran que yo era mala no lo creería.
Sin poner gran atención en estos elogios del asnito, seguimos avanzando hasta llegar á la mitad de la calle del Príncipe. Entramos en la tienda, que era una camisería elegante, llena de chucherías preciosas y de novedades parisienses; veinte mil monadas de cerámica, metal y hueso que sirven para regalos y se pagan á elevados precios. Camila pidió telas, y mientras en el mostrador le medían y cortaban, yo estaba mirando aquellas bagatelas elegantes. De pronto, mi primap. 28 se puso á mi lado para ver y admirar conmigo los caprichos. Comprendí que se le iban los ojos; pero que se contenía para que yo no gastara dinero. Todo lo encontraba carísimo. Empecé á hacer compras, y me llené los bolsillos de paquetitos.
—Por Dios, ¡qué disparates haces! En la vida más vuelvo á entrar contigo en una tienda.
Quise pagar la tela, pero ella la había pagado ya. Me enfadé de veras.
—¡Qué cosas tienes! Tú sí que estás tonto.
Al salir, miróme seria, muy seria. Entró en La Palma á comprar unas cintas de color. Aquella segunda parada fué breve. Salimos pronto.
—¿Quieres que tomemos un simón?
—No —me respondió, poniéndose más bien grave, y quizás algo enojada—. Los de La Palma te han mirado mucho y me miraban á mí. Nada, no vuelvo contigo á las tiendas. Y no lo hago porque Constantino piense mal de mí. El pobrecito creerá que el sol sale de noche; pero que yo sea mala no le cabe en la cabeza... Lo dicho, no quiero nada contigo... Y todas esas chucherías que has comprado guárdalas para las querindangas que tengas por ahí, que yo no las tomo.
—Vaya si las tomarás.
Entramos en la calle de Sevilla.
—Es que... —me dijo echándose á reir con espontaneidad candorosa—. Es que parece que me haces el amor, que me quieres conquistar.
—¿Y qué?
—Cualquiera diría que te has enamorado de mí —dijo columpiando su mirada entre la gravedad y la risa.
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—Pues diría la verdad.
—¡Vaya con lo que sales ahora! —exclamó decidiéndose por la risa—. Tú estás chocho.
Y empezó á hablar de Constantino, de las paces que había hecho con su suegra doña Piedad, del proyectado viaje á la Mancha, de cómo sería el Toboso, sin dejarme meter baza ni salir por donde yo quería. En esto llegamos á casa, y subí con ella al tercero. Constantino no estaba. Yo tenía una debilidad horrible, pues eran las dos y media y no había almorzado. Sobrepúsose en mí la necesidad de alimento á todo lo demás, y se lo manifesté con franqueza.
—Si te contentas con una tortilla y una chuleta, ahora mismo...
—¿Pues no me he de contentar? Y servida por tales manos...
—Pues ya estás sentado...
Salió para dar órdenes á su criada. Pronto la ví poniéndose un delantal blanco y azul. La casa no era ya lo que fué meses antes. Había más arreglo, y sin perder el sello especial de la personalidad tumultuosa de su ama, parecíame más casa, menos manicomio. Ya no había en ella perros sabios, ni otro animal que Miquis. En cuanto á Camila, si lo esencial de ella permanecía, había perdido muchas mañas muy feas, como el pedir billetes de teatro y otros excesos. En aquel curso educativo que se daba á sí misma, aprendió delicadezas que antes no conocía.
—No, no acepto tus regalos —me dijo bruscamente como si reanudara la disputa interrumpida, ó más bien dando una vuelta á la idea que se había fijado en ella—. ¡Vaya con tus regalitos...!p. 30 Ya pasan de la raya. Dilo con toda tu alma: ¿es que me haces el amor?
Rompió á reir, pegó un brinco, le cogí al vuelo una mano; pero se me escapó y salió enfilando una carcajada. Yo sentía en mí felicidad expansiva, ganas de reirme también. La tortilla que me sirvió estaba abrasando. Me la comí, voraz, quemándome todo el gaznate; pero no hacía caso: el hambre, el amor no me permitían pararme en ello.
—Pues sí, Camila... tú lo has dicho.
Y vuelta á reir.
—Me alegro, me alegro —dijo cuando yo creía que se enfadaba—. Para que sepa Constantino el tesoro que tiene en casa, para que vea cuánto valgo, él que me adora, creyendo que ni él ni yo valemos un comino.
—Pero no me dejas concluir... —observé, tartamudeando y abrasándome vivo—. Es que... me tienes loco... ¡Jesús, qué fuego!... me tienes fa... natizado.
Pegó otro brinco. Salió como un pájaro que levanta el vuelo. Al poco rato la oí gritar desde la puerta del gabinete:
—Pues no te queda más recurso que éste.
Me apuntaba con el revólver de Constantino, diciendo:
—No creas, está cargado. Si quieres, ahora puedes curarte esa pasión con una píldora.
—No pienso usar tal medicina, porque tú al fin me has de querer, aunque sólo sea por lástima. Mira, haz el favor de no jugar con ese chisme. No me gusta ver armas cargadas.
Poco tardó en reaparecer desarmada.
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—¿Conque apasionadísimo... ísimo?... —declamó con afectación burlesca, apoyando ambas manos sobre la mesa, enfrente de mí—. En cuanto venga mi asnito se lo he de decir. Verás cómo se ríe.
—Mira, más vale que no le digas nada.
—Pero tú eres memo —dijo, volviéndose hacia donde estaba el trofeo de toros—. ¡Yo cargar de cuernos á mi querido Constantino!... ¡Yo decorar su noble frente con esos indecentísimos atributos!... ¡Yo faltar á mi mozo de cordel, como tú dices, y exponerlo á las rechiflas de los tontos con todas esas mitras en la cabeza!... ¡Ay! no te canses en seducirme, porque no me seducirás, perdis... La cornamenta no es para él, sino para tí, para tu hermosa cabeza de tísico. Lo menos que piensas es que cuando tú quieres plantarle cuernecitos á otros, se te carga la cabeza de ellos sin que tú lo sepas, tontín...
Paréceme que me puse verde al oir esto. No sé qué le habría dicho en contestación á aquellas extrañas palabras si no hubiera entrado á la sazón el propio Constantino.
—Mira si será tonta tu mujer —le dije—. Nos encontramos en una tienda, le compré estas baratijas, y no las quiere aceptar. Entérate: esta corbata y estos gemelos son para tí. ¿Ves qué bonito?
—¿Acepto? —preguntó ella con ojos de dicha, bebiéndose en una mirada las miradas de él.
—Sí: ¿por qué no? —contestó Miquis, acariciándole la barba—. Acéptalo, chiquilla.
Ella le dió un abrazo.
—¡Patrona! —gritó el muy bruto en seguida,p. 32 sentándose frente á mí—. Háganos café... al momento: venga la maquinilla. Y tráigase usted la botella de ron de Jamáica.
—No me da la gana —fué la réplica de ella.
—¿Cómo es eso?
—No se hace ahora café. No saco el ron... Aquí no se fomentan vicios.
—Si es en obsequio al primo de la patrona...
—No hay obsequio que valga. Si quiere mi primo emborracharse, que se vaya á la taberna.
—¡Patrona, el ron! —repetí yo.
—No me da la real gana. Noramala todos. A la calle, á la calle. Y desocuparme prontito la mesa, que la necesito para cortar.
—Bueno, mujer, no te enfades —gruñó Miquis, desocupando la mesa—: lo tomaremos en el café.
—Lo tomará él si quiere —declaró Camila con autoridad—. ¡Usted, señor mío, aquí!
—Vaya, ¿tampoco me dejas salir?
—Tampoco. Este José María es un perdido, y quiere pervertirte.
—Es que vamos á la sala de armas.
—Aquí, y chitito callando.
—¿Ha visto usted qué tarasca?
—A callar. Quítese usted al momento la levita... y los pantalones nuevos... Así me rompes la ropa, condenado. Eso, eso: restriega los coditos sobre la mesa.
—Pero, vamos á ver, ¿tengo yo que hacer algo en casa? —preguntó él, mirando embobado á su mujer.
—Pues nadita que digamos... Escribir á tu mamá. Ahora que la tenemos como un confite,p. 33 ¿vamos á enojarla por no escribirle? Desde el domingo te estoy diciendo: «Escribe, hombre; escribe á tu mamá...»
—Bueno: ¿y qué más?
—Ayudarme á cortar.
—Yo ¿qué sé de cortes?
—Y hacer de maniquí para probar los cuellos y pecheras.
—¡Yo maniquí! Pero, señora, ¿usted qué se ha llegado á figurar?
—Y clavarme clavos en el pasillo para colgar la ropa.
—¿Y yo qué tengo que hacer? —le pregunté á mi vez.
—Usted, señor tísico, lo que tiene que hacer es plantarse ahora mismo en la calle. Aquí no nos sirve más que de estorbo. ¿No le hemos llenado ya la tripa?
—Dí que me has abrasado vivo. ¡Vaya un modo de despedir á los amigos! No, hija: lo que es los clavos te los he de clavar yo, mientras Constantino escribe á su mamá. Es que me opongo á que nadie más que yo ponga clavos en mi finca.
—¡A ponerse la ropa vieja! —gritó Camila á su marido—, y tú...
—Los clavos, hija, los clavos. Déjame...
—Bueno, consiento. Trabajando se quitan las malas ideas.
Y me trajo un martillo y unas puntas de París tomadas, torcidas y roñosas.
—Pero, hija, lo primero que tengo que hacer es enderezar esto.
—Enderézalos con los dientes.
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Y me puse á trabajar con fe, haciendo yunque de la barandilla de hierro del balcón. No pasaban diez minutos sin que Constantino y yo fuéramos á consultar con la patrona.
—¿Y qué le digo de nuestro viaje á la Mancha? —preguntaba él, ya vestido con los trapitos más usados que tenía.
—¡Qué burro! Pues que sí; á todo se le dice siempre que sí.
—Camililla de mis entretelas, la mayor parte de estos clavos no tienen punta.
—Pues sácasela como puedas... No me vengas con cuentos. A trabajar. Aquí no se quieren vagos. Después me vas á poner argollas á esos marcos que están por el suelo.
—Bueno, bueno. También las argollas.
—Y callarse la boca. Cada uno á su obligación.
Era aquello una comedia.
—Constantino, ¿ya has escrito? Trae la carta. Quiero leerla. De fijo has puesto algún disparate. Hay que mirar mucho lo que se dice á esa gente de pueblo, que es muy desconfiada. Y tú, ¿qué haces ahí como un papamoscas?
—Esperando á que me digas dónde van los clavos.
—¡Ay, qué hombre! Tengo que discurrir por todos... No hay aquí más talento que el mío. ¿Pero dónde han de ir?... Ven acá, mastuerzo...
Y me señaló los puntos donde se debían poner las cuerdas; y empecé á golpear con tanta furia, que se podía creer que deseaba derribar mi casa y hacerla polvo.
—¿Y yo, qué hago ahora?
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—Ea, ya están los clavos. ¿Y ahora...?
—Pues entre los dos... Dí, bandido, ¿te has puesto los pantalones viejos?... ¡Ah! sí. Pues entre los dos me vais á apartar esta cómoda para buscar unas tijeras que deben haberse caído por detrás... Después, Constantino, á sacar la máquina, limpiarla, engrasarla, ponerle las canillas... Y el tísico que se prepare á fijar las argollas... ¡Ea! mover esas manazas y esas patazas. Adelante con la cómoda.
Y todo lo que nos mandaba lo hacíamos gozosos, riendo y bromeando, y me pasé allí la tarde, encantado, embelesado, respirando á todo pulmón el delicioso ambiente de aquel Paraíso terrestre y casero, en el cual yo quería hacer el papel de culebra.
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De los diferentes procedimientos usados por los madrileños para salir á veranear.
Estaba yo en la firme creencia de que Eloísa se presentaría en mi casa á pedirme perdón y á buscar las paces conmigo. Sin mi ayuda, su ruina era inmediata. Pero no acerté por aquella vez. Pasaban días, y la viuda no iba á verme. Dos ó tres veces, en la calle, la ví pasar en su carruaje, y su mirada dulce y amistosa me decía que no sólo no me guardaba rencor, sino que deseaba una reconciliación. Pero yo quería evitarla á todo trance, impulsado por dos fuerzas igualmente poderosas: el hastío de ella, y el temor de que acabara de arruinarme. Huía de todos los sitios donde pudiera encontrarla, pues si me venía con lagrimitas era muy de temer que la delicadeza y la compasión torciesen mi firme propósito.
Ya se acercaba el verano, y yo tenía curiosidad de ver cómo se las arreglaba Eloísa para hacer aquel año su excursión de costumbre; pues de una manera ú otra, empeñando sus mueblesp. 38 ó vendiendo sus alhajas, ella no se había de quedar en Madrid. Lo que entonces pasó causóme viva pena, sin que la pudiera calmar apelando á mi razón. Súpelo por un amigo oficioso, el que designé antes por el Saca-mantecas, por no decir su verdadero nombre. Aquel condenado fué á verme una mañana, y se convidó á almorzar conmigo so pretexto de hablarme de un asunto que tenía en Fomento, aguardando la resolución del Ministro. Pero su verdadero objeto era llevarme un cuento, un cuento horrible que adiviné desde las primeras reticencias con que lo anunció. Tenía aquel hombre el entusiasmo de la difamación, y, sin embargo, lo que me iba á decir era, no sólo verosímil, sino verdadero, y las palabras del infame arrojaban de cada sílaba destellos de verdad. En mi conciencia estaban las pruebas auténticas de aquella delación, y yo no tenía que hacer esfuerzo alguno para admitirla como el Evangelio. No se valió el Saca-mantecas de parábolas, sino que de buenas á primeras me dijo:
—Mucho dinero tiene Fúcar, querido; pero como se descuide, se quedará por puertas... En buenas manos ha caído... Supongo que estará usted al tanto de lo que pasa, y que esta observación no es un trabucazo á boca de jarro.
—Enterado, enterado... —dije con no sé qué niebla parda delante de mis ojos.
Yo no había oído nada, no lo sabía, en el rigor de la palabra; pero lo sospechaba: tenía de ello un presagio muy vivo, equivalente en mi espíritu á la certidumbre del suceso. Entróme entonces fuerte curiosidad de saber más, y finp. 39giendo estar enterado de lo esencial, hice por sacarle más concretos informes.
—Esto no lo sabemos todavía en Madrid más que los íntimos, usted, yo, dos ó tres más —añadió—; pero cundirá pronto, cundirá. Hasta ayer tenía yo mis dudas. Lo sospechaba por ciertos síntomas. Como no me gusta que me escarben dentro las dudas, me fuí á ver á Fúcar... Yo soy así: me agrada beber en los manantiales. Encaréme con él y le puse los puntos sobre las íes. «A ver, don Pedro, ¿es cierto esto?» Él se echó á reir, y me dijo que como las cosas caen del lado á que se inclinan... En fin, que hay tales carneros. No crea usted: Fúcar, en su depravación, es hombre muy práctico. Me dijo que no piensa hacer locuras más que hasta cierto punto; que gastará con su cuenta y razón; en una palabra, que va muy prevenido, por conocer las mañas de la prójima.
Irritóme que aquel tipo hablara de Eloísa con tanta desconsideración. Sospechando por un instante que la calumniaba, pensé poner correctivo á la calumnia; pero algo clamaba dentro de mí apoyando el aserto, y me callé. Era verdad, era verdad. La tremenda lógica de la fragilidad humana lo escribía en letras de fuego en mi cerebro. Lo que me causaba extrañeza era sentirme contrariado, lastimado, herido por la noticia. ¿Qué me importaba á mí la conducta de aquella prójima, si yo no la quería ya...? No sé si era despecho, ó injuria del amor propio, lo que yo sentía; pero fuera lo que fuese, me mortificaba bastante. Al propio tiempo, me dolía ver en el camino de la degradación á la que me fué tanp. 40 cara, y alguna parte debieron tener también en mi pena los remordimientos por haberla puesto yo en semejante sendero.
Pero disimulé y supe afectar indiferencia ó el interés superficial que es propio, entre caballeros, de las relaciones mujeriles entabladas por la tarde, á la mañana rotas. Creo que me reí, que declaré no tener con ella ya ningún trato; y el maldito Saca-mantecas se entusiasmó tanto con esto hacia la mitad próximamente del almuerzo, que dijo más, mucho más... Su lengua era como el hierro afilado de un cepillo de carpintero, y pasando por sobre mí me sacaba virutas de carne del corazón.
—Es monísima, pero no se harta nunca de dinero. Como usted no va allá por las noches, no sabe que ha puesto mesas de monte. La otra noche decía con terror: «Si José María viera esto, me pegaría.» Los tresillistas le teníamos un miedo de mil demonios. Pregúntele usted á Cícero y á Carlos Chapa. Es de las que dicen: «Cobra y no pagues, que somos mortales...»
¡Qué trabajo me costó disimular mi rabia! Pero con cabezadas, ya que no con palabras, daba yo á entender que todo lo sabía, que todo aquello era historia vieja.
—Es monísima —volvió á decir el Saca-mantecas echando una ojeada á las paredes por ver si hallaba un espejo en que mirarse...— pero ¡ay del que caiga en sus garras!... Cuando está tronada, se queja mucho de tener la pluma en la garganta. Sí, querido, sí: en ciertas mujeres esos estados nerviosos no son más que anemia de bolsillo... Al principio me pareció que la consap. 41bida no era como todas. Pero sí, querido, sí: es como todas. Gracias que lo tomamos con calma, y nos quedamos tan frescos cuando un Fúcar nos desbanca.
El miserable, en su vanidad ridícula, quería presentarse también como víctima. Se preciaba de haber recibido favores de Eloísa; pero esto era una falsedad, de que yo no tenía, no podía tener duda alguna. Aquélla era la ocasión de haberle soltado cuatro frescas; pero si lo hubiera hecho, habría entregado la carta y denunciado mi despecho. Preferí contenerme con violentísimos esfuerzos, y dejarme cepillar, cepillar.
—No he conocido mujer de más imaginación —prosiguió— para discurrir modos de gastar. Ella es persona de gusto, eso sí, querido, sí... pero con nada se conforma. La otra noche le alabamos su casa, ¡y nos puso una carita de ascos!... Se lamentó de no tener más que porquerías; de que todos sus muebles, sus porcelanas y bronces son industriales; de que se encuentran idénticos en todas las tiendas y en las casas de Fulano y Zutano; de que no posee cosas de verdadero mérito ni de verdadero chic. «Este lujo, al alcance de todas las fortunas —nos dijo—, me carga; esto de que no pueda usted tener nada que no tengan los demás, me aburre. A veces me dan ganas de coger un palo y empezar á romper cacharros...» Le ponderamos sus cuadros modernos... ¡Pero si se cansa de todo!... Tiene la pretensión de vender estos lienzos para comprar Velázquez y Rembrandts. Hipa por lo grande esta prójima. Cuando se pone triste, dice: «Aquí no hay más que pobretería, imitación.» En fin, que quiere más, másp. 42 todavía. Siempre que se habla de casas, para ella no hay más que la de Fernán-Núñez. Es su ilusión. Asegura que se pone mala cuando la ve, y que sueña con tener aquella estufa, el Otelo, las latanias plantadas en el suelo, la escalera de nogal, la galería, los cuadros y tapices, la montura de Almanzor y la Flora de Casado. Patrañas, querido. Estas mujeres son el diablo con nervios. A nosotros no nos cogen ya, ¿verdad? Somos perros viejos. ¡Qué Madrid éste! Todo es una figuración. Vaya usted entre bastidores si quiere ver cosas buenas. La mayoría de las casas en que dan fiestas están devoradas por los prestamistas. En otras no se come más que el día en que hay convidados. Los cocineros son los que hacen su agosto. Un detalle que sé por M. Petit: el cocinero de Eloísa, en el tiempo de los célebres jueves, sacó más de seis mil duros. Se ha establecido. Ha tomado la fonda de los baños de Guetaria. ¡Así prospera la industria! En cambio, cuando usted implantó las economías en casa de Carrillo, los criados se marcharon porque no les daban de comer.
—Eso sí que es falso —dije, sin poderme contener—. ¡Hambre! eso no lo ha habido allí nunca.
—Perdone usted, querido —replicó muy serio—: me lo ha contado Quiquina.
—¿Esa italiana...?
—Una mujer deliciosa... Cuando la despidió Eloísa, se fué con la Peri... ¿Sabe usted quién es la Peri? Esa que Pepito Trastamara recogió en Eslava. Mujer hermosísima, pero muy animal. Trastamara la llevó á París para desasnarla; pero ¡quiá! Siempre tan cerril. Dice que le gustanp. 43 los merecotones en vino. Dice también que su padre murió de una heroísma. Come con los dedos, y hace mil groserías. Pero Pepito y sus amigotes están muy entusiasmados con ella, y sostienen que es la primera medio-mundana que hemos tenido. Se precian ellos de la incubación del tipo. La verdad es que son unos pobres mamarrachos. Yo me divierto con ellos. Pues bien: Quiquina se refugió en casa de la Peri. Allí nos ha contado intimidades de Eloísa... No, no ponga usted cara feroz; no ha sido nada de infidelidades. Cosas de los apurillos de la señora, de sus trazas para procurarse dinero. A Quiquina le hizo sacar del Monte sus ahorros, y aún no se los ha devuelto. Nos hablaba también del pobre Carrillo, ¡que le quería á usted tanto!; de las carantoñas que le hacía su mujer, con otros mil detalles graciosos.
Yo no podía aguantar más. Aquello colmaba el vaso. Las confidencias del Saca-mantecas me revolvían de tal modo el estómago, que poco me faltaba para vomitar el almuerzo. Supliquéle que variara de conversación, y él se echó á reir. Empecé á encolerizarme; se me subió la mostaza á la nariz... Por fortuna entró Jacinto María Villalonga, y se volvió la hoja. Los tres debíamos ir juntos al Ministerio de Fomento, y tomamos café á prisa.
Y en la Trinidad, ocupándome de lo que no me importaba, no podía apartar de mi mente las virutas que me había sacado aquel cepillador, las cuales subían enroscándose desde mi corazón á mi cerebro. Lo que íbamos á solicitar era que el Ministerio le comprara al Saca-mantecas unos papeles ó pergaminos viejos que, al decir de un informe académico, interesaban grandemente á la historia patria. Con estos auxilios oficiales trampeaba mi amigo. Tiempo hacía que chupaba del Estado en una ú otra forma, ya so color de comisiones en el extranjero, para estudiar cualquier cosa de que él entendía tanto como de afeitar ranas, ya con el aquél de las excavaciones arqueológicas que se hacían en una finca suya, allá por donde Cristo dió las tres voces.
El Ministro nos recibió á los tres con toda la cordialidad de su temperamento andaluz y maleante. Era un hombre de palabras flamencas y de pensamientos elevados, iniciador de más osadía que perseverancia. Aquel día estaba de buenas. Después de ponerse á nuestras órdenes, añadiendo que nos daría el copón si se lo pedíamos, llevóme aparte y me dijo mil perrerías. Yo era un acá y un allá. Cuando se desvergonzaba en broma, me parecía un gran talento que necesita abonarse constantemente, con palabras estercolosas, todas las materias de lenguaje en descomposición que manchan, apestan y fecundan. Por fin, en términos comedidos, me reprendió amisp. 45tosamente por mi apatía política. Yo no me cuidaba de nada; no hacía caso de las quejas de mis electores, y éstos tenían que valerse de otros diputados para impetrar el favor oficial. Yo era, en suma, un padrastro de la patria. Contestéle que dejaría gustoso un cargo que me aburría soberanamente. Insistí mucho en esto de mi fastidio político; pero durante aquella misma conversación, en que intervino también Villalonga, se posesionó de mí una idea. Quizás me convenía variar de conducta, mirar á la política con ojos más amantes, pues con ayuda de este útil instrumento, podía ir reparando mi agrietada fortuna. Salí de la Trinidad, dejando al Saca-mantecas con Villalonga en la habilitación. Deseaba averiguar á todo trance por qué capítulo cobraría, y cuándo le daban el libramiento, pues le hacía mucha falta.
Lo mismo fué verme solo en la calle, que volver á pensar en Eloísa. Las virutas se enroscaban más... No sé si aquella mujer me inspiraba compasión tan sólo, ó un sentimiento de despecho y envidia, que podría considerarse como reincidencia de la antigua pasión. Lo que me había dicho el Saca-mantecas me hería en lo vivo, y ansiaba tener la evidencia de ello. Al instante me acordé de Evaristo, mi criado antiguo, aquel perro fiel que yo había colocado en casa de Carrillo. Hícele venir á mi casa, y me contó cosas que me sacaron los colores á la cara. Tuve que mandarle callar. Cuando me quedé solo, estaba nerviosísimo, me zumbaban horriblemente los oídos. Pasé una noche muy aburrida, porque Camila y su esposo fueron al teatro, y no tuve con quiénp. 46 entretener la velada. Me cansaba el teatro, me fastidiaba la sociedad. «Mañana —pensé—, ó voy á casa de esa... á decirle cuatro cosas, ó reviento.» No tenía derecho á pedirle cuentas de su conducta; pero se las pedía porque sí, porque me daba la gana, porque aquel Fúcar se me había atragantado, y eso de que bebiera en la copa que yo bebí me sacaba de quicio. Mi egoísmo había de resollar por alguna parte para que no estallara dentro. «La voy á poner buena —pensaba—. ¡Venderse por dinero! Es una ignominia en la familia que no debo consentir.»
Fuí por la tarde. Estaba furioso, deseando llegar para desahogar mi ira. ¿Qué cara pondría delante de mí? ¿Se disculparía?... Quedéme frío al entrar, cuando advertí cierta soledad en la casa. El mismo Evaristo fué quien me dijo:
—La señora ha salido para Francia en el expreso de las cinco de la tarde.
¡Ah, miserable! Huía de mí, de mi severa corrección, de la voz que le iba á ajustar las cuentas por su liviandad y por haber pisoteado el honor de la familia. ¡Qué vergüenza!... ¡y yo qué necio!
A la tarde siguiente bajé á la estación á despedir á la familia de Severiano Rodríguez, y me encontré á Fúcar que se acomodaba en un departamento del sleeping-car.
—Hola, traviatito —me dijo abrazándome—. ¿Manda usted algo para París?
—Que usted se divierta —le respondí, afectando, no sólo serenidad, sino contento hasta donde me fué posible.
Algo más hablé, dándole á entender que nop. 47 me inspiraba envidia, sino compasión, y nos despedimos hasta la vuelta.
—Yo no pienso salir de España —añadí—. No quiero hacer gastos. Necesito tapar ciertas brechas y reedificar ciertas ruinas...
Y como él se riera, concluí con esto:
—Los convalecientes compadecemos á los enfermos... Adiós, adiós... Deje usted mandado... Divertirse.
Cuando Camila me dijo: «nosotros no tenemos dinero para veranear y nos quedamos en Madrid,» sentí una gran aflicción. ¿De qué trazas me valdría para costearles el viaje y llevármeles conmigo? Dije sencillamente á mi prima:
—Tú no has estado nunca en París: ¿quieres ir á dar un vistazo?
Pero se escandalizó de mi proposición echándome mil injurias graciosas. Yo estaba dispuesto á pagarles el viaje á San Sebastián ó á donde quisieran, y con más gusto lo habría hecho llevándomela á ella sola; pero como no había medio de separarla del antipático apéndice de su maridillo, les invité á los dos.
—Gracias —me dijo Constantino—. Si mi mamá Piedad me manda lo que me ha prometido, nos iremos unos días á San Sebastián ó á Santander en el tren de recreo.
—¡En el tren de recreo! ¿Pero estáis locos?
—Sí: en el tren de botijos —afirmó Camila batiendo palmas—. Así nos divertiremos más. ¿Qué importa la molestia? Tenemos salud. La mujer de Augusto vendrá también.
p. 48
—¡Qué cosas se os ocurren! Iréis como sardinas en banasta. Eres una cursi...
—Dí que somos pobres.
—Vaya... Me han ofrecido habitaciones en una magnífica casa en San Sebastián. Viviremos todos juntos en ella. Id en el tren que queráis, aunque sea en un tren de mercancías.
Yo me regocijaba secretamente con la perspectiva de aquel viaje. «Allí caerás —pensé—; no tienes más remedio que caer.»
A la noche siguiente, el tontín de Constantino entró diciendo que irían á Pozuelo, lo que desconcertó mis planes. Marido y mujer discutieron, y yo combatí el proyecto con calor y hasta con elocuencia. Por fin apelé á las aficiones taurómacas de Miquis, hablándole de las corridas de San Sebastián. ¡Ya vería él qué toros, qué animación! Vaciló, cayó al fin en la red. Quedó, pues, concertado el viaje; pero ellos no podían ir hasta Agosto, y yo, muerto de impaciencia, agobiado por los calores de Madrid, tuve que estarme en la villa todo el mes de Junio, viendo defraudados cada día mis ardientes anhelos. Aquella dichosa mujer era una enviada de Satanás para martirizarme y conducirme á la perdición. Como el badulaque de Constantino seguía de reemplazo, casi nunca salía de la casa. Las pocas veces que encontraba sola á Camila, convertíase para mí en una verdadera ortiga: no se dejaba tocar, suspiraba por su marido ausente y acababa de helarme hablándome de aquel Belisario que no venía, que no quería venir, que se empeñaba en seguir en la mente de Dios.
—Si no vas á tener más chiquillos... —decíalep. 49 yo—; y da gracias á Dios para que no se perpetúe la raza de ese animal manchego.
Al oir esto me pegaba con lo que quiera que tuviese en la mano. Y no se crea... pegaba fuerte: tenía la mano pronta y dura. Me hizo un cardenal en la muñeca que me dolió muchos días.
—Si sigues haciéndome el amor —me chilló una tarde—, le canto todo al manchego para que te sacuda. Puede más que tú.
—Sí, ya sé que es un peón. Pero ven acá, ¿cómo es posible que le quieras tanto? ¿Qué hallas en él que te enamore?
—¡Qué risa!... que es mi marido, que me quiere... Y tú no vienes más que á divertirte conmigo y á hacer de mí una mujer mala.
Y no había medio de sacarla de este orden de argumentos. «¡Que me quiere, que es mi marido!»
Un día, que la encontré sola, llegóse á mí con cierta oficiosidad, y dándome un billete de quinientas pesetas, me dijo:
—Ahí tienes lo que me prestaste. Puede que ya no te acuerdes.
—En efecto, ya no me acordaba. Chica, no me avergüences... Guarda esa porquería de billete, y perdonada la deuda. Por algo somos primos.
—No, no quiero tu dinero. He pasado mil apuritos para reunirlo, y ahí lo tienes. Antes te lo pensaba dar; pero tuve que renovar el abono de la barrera de Constantino... ¡Pobrecito mío! ¡Cuánto he penado porque no se prive de la diversión que más le gusta! Para esto he tenido que dejar de comprarme algunas cosillasp. 50 que me hacían falta, y no comer postre en muchos días. Me habrás oído decir que no tenía gana. Ganitas no me faltaban. Pero es preciso economizar. ¡Economizar! ¡Qué cosa más cargante! Discurre por aquí, discurre por allá; aquí pongo, aquí quito... Créete que me hacía cosquillas el cerebro... Pero todo se aprende con voluntad... Conque ahí tienes tus cuartos, y gracias.
—Que no lo tomo. Quita allá.
—Te echaré de mi casa.
—No me marcharé... Mira, ya me devolverás los dos mil reales cuando estés más desahogada. Debes suponer que no me hacen falta.
—Eso, ¿á mí qué?...
¡Pobrecilla! Toda mi terquedad fué inútil. Tan pesada se puso, que no tuve más remedio que tomar el dinero, temeroso de que se enojara de veras.
—Bien —le dije—, guardo el billete; pero lo guardo para tí. Soy tu caja de ahorros. Esto y todo lo que necesites está á tu disposición. No tienes más que abrir esa bocaza y... enseñarme esos dientazos tan feos... Todo lo que poseo es para tí, para tí sola, gitana negra, loba.
Lo dije con tanto ardor alargando mis manos hacia ella, que me tuvo miedo y de un salto se puso al otro lado de la mesa.
—Si no te callas, tísico pasado —gritó—, te tiro este plato á la cabeza. Mira que te lo tiro...
—Tíralo y descalábrame —le contesté fuera de mí—; pero descalabrado y chorreando sangre te diré que te idolatro; que todo lo que poseo es para tí, para esa bocaza, para la lumbre quep. 51 tienes en esos ojos; todo para tí, fiera con más alma que Dios.
Sus carcajadas me desconcertaron. Se reía de mi entusiasmo poniéndolo en solfa y apabullándome con estas palabras:
—Sí, para tí estaba. ¿Ves esta bocaza? No beberás en este jarro. ¿Ves estos faroles? (los ojos). Otro se encandila con ellos. Emborráchate tú con las tías de las calles, perdido. ¿Ves este cuerpecito? Es para que nazcan de él los hijos que voy á tener, para agasajarlos, para darles de mamar. ¡Y rabia, rabia, rabia... y púdrete y requémate!
Constantino entró. Su aborrecida cara me trajo á la realidad. Le habría dado de palos hasta matarle. Pero en mis secretos berrinches, decía siempre para mí con invariable constancia: «Caerá, caerá; no tiene más remedio que caer.»
Otro día les hallé retozando con libertad enteramente pastoril. Ella, que tenía calor hasta en invierno, estaba vestida á la griega. Él andaba por allí con babuchas turcas, en mangas de camisa, alegre, respirando salud. Ambos se me representaban como la misma inocencia. Parecía aquello la Edad de Oro, ó las sociedades primitivas. Camila se bañaba una ó dos veces al día. Era fanática por el agua fresca, y salía del baño más ágil, más colorada, más hermosa y gitana. Él no era tan aficionado á las abluciones; pero su mujer, unas veces con suavidad, otras con rigor, le inculcaba sus preceptos higiénicos, asimilándole al modo de ser de ella. ¡Una mañana presencié la escena más graciosa!... Me reí de veras. Mi prima, vestida como una ninfa,p. 52 daba á su marido una lección de hidroterapia. Desnudo de medio cuerpo arriba, mostrando aquella potente musculatura de gladiador, estaba Miquis de rodillas, inclinado delante de una gran bañera de latón. Su actitud era la del reo que se inclina ante el tajo en que le han de cortar la cabeza. El verdugo era ella, toda remangada, con la falda cogida y sujeta entre las piernas para mojarse lo menos posible. El hacha que esgrimía era una regadera. Pero había que oirles. Ella: «restriégate, cochino; frótate bien; toma el jabón.» Él: «socorro, que me mata esta perra; que me hielo; que se me sube la sangre á la cabeza.» Ella: «lo que se te sube es la mugre; ráspate bien, hasta que te despellejes. Grandísimo gorrino, lávate bien las orejas, que parecen... no sé qué.» Y no teniendo paciencia para aguardar á que él lo hiciese, soltaba la regadera, y con sus flexibles dedos le lavaba el pabellón auricular con tanta fuerza como si estuviera lavando una cosa muerta. «Que me duele, mujer...» «Lo que duele es la porquería,» respondía ella pegándole un sopapo. Parecía meterle los dedos hasta el cerebro.
Después le frotaba con jabón la cabeza, la cara, el pescuezo, y él, apretando los párpados cubiertos de jabón, gritaba como los chiquillos: «¡No más, no más!...» En seguida volvía Camila á tomar la regadera y á dejar caer la lluvia, y él á pedir socorro y á echar ternos y maldiciones. El agua invadía toda la habitación. Se formaban lagos y ríos que venían corriendo en busca de los pies de los que presenciábamos la escena (mi tía Pilar y yo). Era preciso andar á saltos.
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—Hija —dijo mi tía—, vas á inundar el piso y á pudrir las maderas. Mira qué cara pone éste, porque le estropeas su casa.
—Para eso la pago.
Y salía sin esquivar los charcos, metiendo los pies en el agua. Llevaba zapatillas de baño, de esparto, bordadas con cintas de colores; pero á lo mejor se le caían, y seguía descalza, como si tal cosa, sobre los fríos ladrillos.
Su mamá se reía como yo. Díjome después:
—Es increíble cómo esta cabeza de chorlito ha transformado á su marido. En esto del aseo, ha hecho una verdadera doma. Era Constantino uno de los hombres más puercos que se podían ver. ¡Qué manos, qué orejas, qué cogote! Y míralo ahora. Da gusto estar á su lado. Parece un acero de limpio. Verdad que mi hija se toma todas las mañanas el trabajo de lavarle como lavaba al Currí, cuando tenían perros en la casa.
Poco después, Camila se presentó más vestida. Miquis llegó al comedor, colorado, frescote, con los pelos tiesos, riendo como un niño grande y abrochándose los botones de la camisa.
—Estas lejías no las aguanta nadie más que yo... ¿Ha visto usted qué hiena es mi mujer?
Corría Camila á hacer el almuerzo, pues estaban sin criada, pienso que por economizar.
—Patrona, que tengo gana... que le como á usted un codo si no me trae pronto el rancho.
Y sentíamos rumor de fritangas en la cocina, y estrellamiento y batir de huevos.
—Ahora —me dijo Miquis con beatitud—, nos pasamos con una tortillita y café. Hemos suprimido la carne como artículo de lujo. Y tan ricamente... A todo se jace uno.p. 54 Esta Camila es el mismo demonio. ¿Pues no dice que va á reunir dinero para comprarme un caballo?... ¡No sé qué me da de sólo pensarlo!... ¿Será capaz?...
Miré á Constantino y advertí en su rostro una emoción particular. O yo no entendía de rostros humanos, ó se humedecían con lágrimas sus ojos. «Dios mío, Dios mío —pensé en un paroxismo de aflicción—, ¿por qué no he de poseer yo una felicidad semejante á la de este par de fieras?»
—Aquí tienes el pienso —dijo Camila trayendo la tortilla de jamón—. Esto de ser á un tiempo ayuda de cámara del señorito, señora y doncella de la señora, cocinera y criada es cargante, ¿verdad? ¡Ay! quién fuera rica, para estar todo el día abanicándome en mi butaca.
¡Y qué apetito, Dios inmortal! Los dos lo tenían bueno, y á mí se me iban los ojos tras los pedazos que metían en la boca. Observé que ella se reservaba para que á él le tocase más de la mitad de la tortilla. Él también, dirélo en honor suyo, porque es verdad, fingía estar harto para que á su mujer le tocase más. Por fin quedaba un pedazo que ninguno de los dos quería tomar.
—Para tí, hija...
—No: para tí, nenito.
—Vamos —decía yo—, no se sabe cuál de los dos tiene más gana. Echar suertes... No, yo decidiré. Que se lo coma la hiena.
Y echándose á reir, se lo comía, y él se mosp. 55traba más feliz. Hacían el café en una maquinilla rusa. Al mismo tiempo devoraban pan á discreción y queso manchego, de que tenían repuesto abundante. Sin saber cómo, la conversación iba rodando á las esperanzas de prole. ¡Oh! Belisario vendría. Hacían proyectos contando con él, como si lo tuvieran allí en una silla alta, con su babero al pescuezo.
—Vendrá, vendrá el señor de Belisario —decía ella encendiendo el alcohol—. Verán ustedes cómo con los baños de mar...
—Eso, eso: los baños de mar.
Para realizar aquel viaje, todo se volvía economías y arreglos.
—Pero si os pago el viaje... dejaos de cálculos —les decía yo.
Constantino se incomodaba cuando yo hablaba de pagar. No quería, por ningún caso.
¡Oh, cien mil veces dichosos! Lo poco que tenían lo disfrutaban y lo gozaban con inefables delicias. El día que recibieron ciertos dineros de doña Piedad, con los cuales contaban para ayuda del veraneo, estaban los dos como locos. Camila se había hecho ya su sombrero de viaje, comprando el casco y los avíos, y armándolo ella misma por un modelo que le prestó Eloísa. El vestido y el pardessus eran desechos de su hermana, arreglados por la misma Camila. Se vestía, ¡ay dolor! aquella imponderable virtud con los despojos del vicio.
Mientras hacían ellos sus preparativos, yo no sabía cómo matar el aburrimiento. Fuí algunos días á la Bolsa y al Bolsín, acompañado de Torres, y me entretuve haciendo operaciones de poca importancia. Consagraba también algunos ratos á mi tío, que estuvo todo el mes de Juniop. 56 metido en casa, muy aplanado, con cierta propensión al silencio, síntoma funesto en el más grande hablador de la tierra. El pañuelo de hilo no se apartaba de sus ojos húmedos; el continuado suspirar producíale una especie de hipo. Pensando que se había metido en algún mal negocio, le supliqué que se clareara conmigo. No era mal negocio, pues hacía tiempo que estaba mi hombre retirado del trabajo. Ya no podía; le faltaban fuerzas; había dado un bajón muy grande. La causa de su trastorno era el mal de familia, que le atacaba en forma de un fenómeno de suspensión. Parecíale que le faltaba suelo, base; que se iba á caer... Pero pronto pasaría, sí... Procuraba vencer el achaque fingiéndose alegre. Sin saber por qué, se me antojó que detrás del síntoma nervioso de la suspensión había otra causa. Estos jaleos espasmódicos suelen provenir de lo que menos se piensa, y lo difícil es descubrir el punto vulnerado y atacar allí el mal. Hablé á mi tío con cariño, incitándole á que tuviera franqueza, espontaneidad. ¡Pobre señor! Se aferraba en su misterio y no quería decirme la verdad. Pero con gancho se la saqué al fin. En una palabra, mi buen tío había tenido pérdidas considerables; no podía veranear, y no sabía de qué fórmula valerse para decir á su esposa: «por este año no hay viaje.» Solicitar de Medina un anticipo era lo natural; mas él no se llevaba bien con su yerno, á causa de una cuestión de que me hablaría más adelante.
—Pero tío, por Dios, ¿es posible que usted se ahogue en tan poca agua? ¡Estando yo aquí...! ¡Ni que fuéramos...!
Todo se arregló, y por la tarde estaba aquelp. 57 excelente sujeto tan curado de su ruinera, como si en su vida la hubiera padecido.
A Raimundo se lo llevaron mis tíos consigo á Asturias, lo que agradecí mucho, pues cargar con aquel apéndice á San Sebastián me habría sabido muy mal. Al partir, me dijo con oficioso misterio que iba decidido á emprender un gran trabajo. Llevaba el plan de una obra, y en el sosiego y frescura de Gijón se pondría á trabajar en ella con ahinco. ¡Ya vería yo, vería el mundo absorto lo que iba á salir! No quiso decirme lo que era para darme la sorpresa hache. Francamente, experimenté vivísima satisfacción al perderle de vista.
Pensé marcharme yo también; pero tuve que detenerme una semana más en Madrid, porque acertaron á pasar por la corte dos señoras amigas mías, respetabilísimas, de casta mestiza anglo-hispana, como yo, y á las cuales no podía menos de tratar con las mayores consideraciones. Eran las de Morris, mejor dicho, una de ellas era Morris y Pastor, la otra Pastor y Morris, tía y sobrina, ambas solteronas, distinguidísimas y ricas. La de Morris debía de tener setenta años; pero se conservaba bien: era algo pariente de mi madre, y siempre me hablaba del tiempo en que me había tenido sobre sus rodillas, fajándome, limpiándome los mocos y dándome cucharadas de maizena. La Pastor, su sobrina, era más joven: ambas parecían de cera, pulcras como el armiño; sus ojos eran cuatro cuentas azules, enteramente iguales y simétricas. La concordancia de sus miradas y de sus movimientos era tal, que á veces parecía que lap. 58 una movía las manos de la otra, y que la Morris estornudaba ó tosía con la boca de la Pastor. La tía leía mucho, así en inglés como en español, y tenía sus puntas de literata: trataba á Spencer y á George Elliot. La sobrina pintaba, como pintan las inglesas, haciendo habilidades más bien que obras artísticas, embadurnando placas de porcelana, trozos de papel de arroz, y ahumando platos para rascarlos con un punzón. Sus acuarelas tenían frescura sosa, y siempre expresaba en ellas alguna idea moral. Aunque no pintara más que un riachuelo reflejando un álamo, yo no sé cómo se las componía que siempre salía la moral. Eran ambas las personas más agradables, más buenas, más finas, más delicadas que se podían ver en el mundo.
La cuna de la Morris había sido Gibraltar; la de la Pastor, Jerez. Fueron íntimas de Fernán Caballero, y por ella adoraban á Andalucía. Vivieron mucho tiempo en Londres; pero tuvieron desgracias de familia: se habían quedado casi solas, y su fortuna disminuyó con la quiebra del Scotland Bank. Total, que acordaron acabar sus nobles días en la tierra de María Santísima.
Detuviéronse en Madrid para verme, porque la Morris me quería mucho, me besaba como á un niño y lloraba acordándose de mi madre.
—Si me parece que fué ayer cuando naciste... Me acuerdo muy bien. Fué una noche en que hubo muchos truenos y relámpagos. Tu madre se asustó, echóse en la cama y... te tuvo. Paréceme que te estoy viendo ya grandecito, pero no tanto que levantases del suelo más que esta mesa. Eras humilde, delicadito de salud y caprichosillo.
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Tuve, pues, que acompañarlas en Madrid, llevarlas al Museo y servirles de cicerone. Mary (la pintora) tenía locos deseos de verlo. ¡Había oído hablar tanto de él! Con muchísimo gusto desempeñé yo aquella noble misión. No me separé de ellas mientras estuvieron en Madrid, y había que verme á mí con mis dos Pastoras (Camila dió en llamarlas así) siempre á remolque, ambas forradas en sus luengos y severos sobretodos de dril, y ostentando en la cabeza unos sombrerotes no muy conformes con lo que por aquí se usa, anchos, ahuecados hacia dentro y con mucha espiga, mucha amapola y otras silvestres florecillas. Camila decía que no podían haber escogido sombreros más propios unas damas que se llamaban las Pastoras. Guardéme bien de presentarlas á mi prima, pues de seguro habría oído en boca de personas tan recatadas el terrible shoking.
Para darme más que hacer, mis ilustres amigas me rogaron que me hiciera cargo de sus intereses. Tenían ciega confianza en mí. Endosáronme varias letras que traían; ordenáronme cobrar por cuenta suya ciertas sumas en casa de Weissweiller y Baüer, y se fueron. Despedílas en la estación del Mediodía, después de haber telegrafiado á Cádiz para que las fueran á recibir. Ambas lloraban cuando se separaron de mí.
Desempeñados con la mayor prontitud posible los encargos que me dejaron, pensé en salir de este horno. Estábamos á mitad de Julio. Los señores de Miquis no irían á San Sebastián hasta el 10 ó el 12 de Agosto. Los últimos días que ví á Camila estuve tan excitado, tan majadero, quep. 60 dije muchas tonterías. Pintéle mi desesperación en términos sombríos y románticos, porque me salía de dentro así. Le decía: «me mato, te juro que me mato si no me quieres.» Y ella, riendo al principio, me miraba luego con un poco de lástima, exhortábame á ser razonable, y reía, reía siempre. También ella, en la edad del pavo, había querido matarse, y nada menos que con fósforos. ¡Cuánto se había reído de esto después!... ¿Acaso estaba yo en la edad del pavo? Seguramente así lo pensaba ella. Por fin vine á comprender que esta táctica era mala, porque no me daba buen resultado. En Camila no aparecían ni ligeros indicios de ser contaminada de mi romanticismo; al contrario, lo repelía, como rechaza el organismo las substancias de imposible asimilación.
La mañana del último día que pasé en Madrid, hablamos Constantino y yo de esgrima, de caza y de caballos. Aquellas conversaciones de sport me entretenían, y á él le entusiasmaban. De repente se me ocurrió decir:
—Cuando volvamos de San Sebastián le voy á regalar á usted un buen caballo de paseo.
Él se puso encarnado y miró á su cara mitad, como miran los niños á sus madres cuando temen que éstas no les han de permitir aceptar un juguete.
—¡Un caballo! —repitió el manchego con éxtasis.
—¿Lo quiere usted andaluz, inglés ó árabe?
—No, si no... ¿pero de verdad?... Usted...
La boca se le hacía agua. Camila le miraba con amor entrañable, y luego se dejó decir:
—Acéptalo, no seas tonto. Si te lo quiere regalar...
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—Es que yo me enfadaría si no lo aceptara.
Constantino me dió un abrazo tan apretado, que creí que me ahogaba.
—Puesto que Camila no se opone, que sea andaluz, bravío, de estampa, de mucha cabezada, y que ande así... así...
Remedaba con la cabeza y las manos el empaque de uno de esos caballos petulantes que, cuando andan, parecen estar mirándose en un espejo. Luego imitaba el galope: tra-ca-trán, tra-ca-trán.
Poco después advertí en Camila sentimientos de la más pura gratitud por mi ofrecimiento del caballo.
—¡Qué bueno eres! —me dijo, dejándose besar las manos, favor que hasta entonces no me había permitido. Y yo dije para mí: «Hola, hola, ¿qué es esto?» Francamente, era para maravillarme. Mil veces le hice ofertas valiosas sin conseguir que me las agradeciera. Habíale dicho: «Camila, te regalaré un hotel, te pondré coche, te pasaré seis mil duros de renta,» y ella ¿cómo me contestaba? Riendo, injuriándome ó tirando aquellas lindas coces de borriquita enojada, que eran mi encanto... En cambio, aceptaba y agradecía obsequios hechos á su marido. ¿Por qué? Ella se atormentaba con la idea fija de comprar un caballo á Constantino; pensaba en esto á todas horas, y tenía una hucha en la cual reunía dinero para aquel fin. ¡Pobrecilla! El regalo del caballo entrañaba una gran conquista para mí, la conquista del tiempo, porque Miquis se iría á pasear en él todas las tardes. Además, Camila se había entusiasmado con mi oferta, se había conmovido... A veces, por donde menos se piensa sep. 62 abre una brecha. ¿Sería aquélla la brecha de la inexpugnable plaza, la juntura invisible de una cota que parecía milagrosa?... Lo veríamos, lo veríamos. Me marché gozoso á San Sebastián, diciendo para mí: «Lo que es ahora, borriquita, no te escapas.»
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Idilio campestre, piscatorio, nadante, mareante y trapístico. — Mala sombra de todos los idilios, de cualquier clase que sean.
Sin desconocer los encantos de la capital veraniega de las Españas, no me inspiraba simpatías aquel pueblo, que me parecía Madrid trasplantado al Norte. En él, los madrileños no buscan descanso, aire, rusticación, sino el mismo ajetreo de su bulliciosa metrópoli, y los mismos goces urbanos, remojados y refrescados por el agua y brisa cantábricas. Me fastidiaba ver por todas partes las mismas caras de Madrid, la propia vida de paseo y café, los mismos grupos de políticos hablando del tema de siempre. El paseo de la Zurriola, en que dábamos vueltas de noria, me aburría y me mareaba. Si no hubiera sido porque esperaba á Camila, habría echado á correr de aquella tierra. Y como Camila tardaría aún quince días ó más en ir, dime á buscar un entretenimiento para ir conllevando las lentitudes del plantón.
¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender un trabajo que áp. 64 la vez me entretuviera y aleccionara. Sí: de aquel anhelo de distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo, pararon pronto en verdadera lección que me daba á mí mismo. Quise, pues, consignar por escrito todo lo que me había sucedido desde que me establecí en Madrid en Septiembre del 80; y pensarlo y dar principio á la tarea, fué todo uno. Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad y contar todo como realmente era, sin esconder ni disimular lo desfavorable, ni omitir nada, pues así podía ser mi confesión, no sólo provechosa para mí, sino también para los demás, de modo que los reflejos de mi conciencia á mí me iluminaran, y algo de claridad echasen también sobre los que se vieran en situación semejante á la mía. Empecé con bríos: tuve especial empeño en describir las falsas apreciaciones que hice de Eloísa, alucinado por la criminal pasión que me inspiró; dí á conocer el pueril entusiasmo, el desatino con que me representaba todas las cosas, viéndolas distintas de como efectivamente eran; y poco á poco las fuí trayendo á su sér natural, descubriendo su formación íntima conforme los hechos las iban descarnando. Nada se me escapó: describí mi enfermedad, las gracias del niño de Eloísa, la caída de ésta, la casa, los jueves famosos y aborrecidos. Ya entraba á ocuparme de la muerte del bendito Carrillo, cuando llegaron Camila y su marido. Dí carpetazo á mis cuartillas, dejando la continuación del trabajo para otros días. Con la llegada de mis amigos tenía yo distracción de sobra, y materia abundantísima para sentir y pensar más de lo que quisiera.
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No he visto persona más dispuesta que Camila á gozar de los encantos lícitos de la vida y á apurarlos hasta el fondo. Su marido le hacía pareja en esto. Ambos tortoleaban en mis barbas, haciéndome rabiar interiormente y exclamar desesperado: «Pero, señor, ¿será posible que yo me muera sin conocer y saborear esta alegría inocente, esta puericia de la edad madura, estos respingos candorosos del amor legitimado y estas zapatetas de la conciencia tranquila, que salta y brinca como los niños?»
Todos los días inventaba yo alguna cosa para que ellos se divirtieran, para divertirme yo si podía y para alcanzar mi objeto. Unas veces era expedición á Pasajes; otras caminata por el campo, excursión en coche á Loyola, pesca en bote, etc... Por todas partes y en todos los terrenos buscaba yo el idilio, y se me figuraba que lo había de encontrar si no estuviera pegado siempre á nosotros aquel odioso monigote de Constantino. Pero su bendita mujer no se divertía sin él, y él era, sin duda, quien daba la nota delirante de la alegría en nuestros paseos. Cuando salíamos al campo, Camila se embriagaba de aire puro y de luz, corría por las praderas como una loca, se tendía en el césped, saltaba zanjas, apaleaba los bardales, hacía pinitos para coger madreselvas, hablaba con todos los labriegos que encontraba, quería que yo me subiera á un árbol á ver si había nidos de pájaros, perseguía mariposas, aplastaba babosas, reunía caracoles para apedrearnos con ellos y se ponía guirnaldas de flores silvestres. He dicho que se embriagaba y es poco. Era más: se emborrachaba, perdía completamente elp. 66 tino con la irradiación de su dicha. Si la única felicidad verdadera consiste en contemplar felices á los que amamos, yo no debía cambiarme por ningún mortal; pero la felicidad no es tal cosa, y el filósofo que lo dijo debió de ser un majadero de esos que fabrican frases para vendérnoslas por verdades.
Nunca había visto á mi borriquita dar tanto y tanto brinco. En su frenesí llegó á decir, tirándose al suelo: «me dan ganas de comer hierba.» Por su parte Constantino hacía los mismos disparates, acomodándolos á su natural rudo y atlético. Daba vueltas de carnero y saltos mortales, hacía flexiones y planchas en la rama de un roble, andaba con las palmas de las manos, cantaba á gritos, relinchaba. Ambos concluían por abrazarse en medio del campo, y jurarse amor eterno ante el altar azul del cielo.
Cuando iba con nosotros Augusto Miquis, éste y yo filosofábamos mientras los otros se hacían caricias, ó nos reíamos de ellos; pero yo rabiaba.
Nuestros recreos marítimos no eran menos deliciosos para aquella pareja de enamorados, que más parecían niños que personas mayores. Nos embarcábamos en segura y cómoda lancha, y emprendíamos nuestra pesca. La primera paletada de remos era una declaración de guerra sin cuartel á toda alimaña habitante en la mar salada. Un marinerillo nos ponía la carnada en los anzuelos para no ensuciarnos las manos. ¡Qué ansiedades las de los primeros momentos, cuando los aparejos entraban en el agua! ¿Habría ó no habría pesca en aquel sitio? ¿Sería mejor ir más allá, donde no hubiera tantas algas? Porp. 67 fin nos fijábamos, y aquí de las emociones. ¿Quién sería el primero que sacaría algo? En nada como en esto se manifiesta el humano egoísmo. Ninguno quiere ser el segundo. Yo, sin embargo, deseaba que fuese Camila la preferida del destino para gozar viendo su triunfo y los extremos que hacía.
—Cómo pican, cómo pican...
Pero muchas veces picaban y se iban, llevándose el cebo. Es que en las profundidades hay mucha pillería, y van aprendiendo, sí. Camila se impacientaba, estaba nerviosa: cuando sentía picar tiraba con tanta fuerza, que el pez se largaba dejándola chasqueada. Entonces á la pescadora se le iba la lengua, y se le ponía la cara encendida, los ojos echando lumbre. Pero si al fin, al tirar de la cuerda, sentía peso y estremecimiento, ¡María Santísima, qué alboroto, qué gritos! Su imaginación le abultaba la pesca.
—Es grandísimo... ¡cómo pesa...! Es una merluza lo que traigo. Mirad, mirad.
Por fin brillaba el agua con fulgores de plata, y salía un triste pancho enganchado por la mandíbula. El botín de julias, porredanas, cabras, monjas y chaparrudos aumentaba, y los íbamos echando en un balde, donde su horrible agonía les hacía dar saltos repentinos. Poníase mi prima febril cuando pasaba mucho tiempo sin pescar nada; nos hacía variar de sitio, cambiaba de aparejo, lo metía y lo sacaba, sacudiéndolo. Insultaba á los peces invisibles que no querían picar, llamándoles tísicos, petroleros, carcundas, y no sé cuánto disparate más. Cuando sacábamos algún pancho muy pequeño, un tierno infante que había sido robado porp. 68 el anzuelo al volver del colegio, Camila imploraba la clemencia de todos los expedicionarios, y, reunidos en consejo, votábamos unánimemente que se le diera libertad. Ella misma le sacaba el anzuelo, procurando no lastimarle, y devolvía el pez al agua, riéndose mucho de la prontitud y del meneo con que el muy pillo se iba á lo profundo.
—Este ya va enseñado —decía—. No se dejará coger otra vez.
¡Qué horas tan dulces para todos, porque yo también me divertía, y además el contento de aquellos seres se me comunicaba, reflejándose en mi alma! Pero por más vueltas que daba, la tostada del idilio no parecía para mí. Apenas pude deslizar en el oído de Camila alguna palabra, frase ó símil de la pesca aplicado á mi situación y á mis pretensiones. Ella se hacía la desentendida y aprovechaba las ocasiones para hacerme cualquier perrería, como salpicarme de agua, pasarme por la cara la barriga viscosa ó el cerro punzante de algún pez.
Mi fantasía enferma, mi contrariada pasión buscaban refugio en la idealidad. Lo que los hechos reales me negaban, asimilábamelo yo con el pensamiento. En otra forma, yo era también chiquillo como ellos. Dí en pensar que la mar traidora nos podía jugar repentinamente una mala pasada. La embarcación se anegaba, se hundía. ¡Naufragio! En este caso yo, que sabía nadar muy bien, salvaba á mi heroína, disputándola á las olas y á la horrorosa muerte... Vamos, que el triunfito no era malo. ¡Y qué placer tan grande! Dominado por esta idea, una tarde que se levantó un poco de Noroeste y quep. 69 volvíamos á la vela, dando unos tumbos muy regulares, le dije, señalando las imponentes masas de agua verdosa:
—Oye, borriquita: si se nos volcara la lancha y te cayeras al agua... ¿no te aterra pensar que te ahogarías?
—¿Yo? No tengo miedo —me respondió serena, contemplando las olas—. Al contrario, me gustaría que se levantara ahora una tempestad de padre y muy señor mío. Quiero ver eso...
—¿Y si te cayeras al agua?
—No me ahogaría.
—Claro que no, porque te sacaría yo, con riesgo de mi propia vida.
—¡Qué me habías de sacar, hombre! Me sacaría Constantino. ¿No es verdad, asno de mi corazón, que me salvarías tú?
—Si éste apenas sabe nadar...
—¡Que me sacaría, digo; que me sacaría, vaya! —gritaba con fe ciega.
Nada, nada, que el dichoso idilio no parecía por ninguna parte, ni en la calma ni en la tempestad. Aquel naufragio de novela con que yo soñaba no quería venir tampoco, y eso que una tarde... Veréis lo que nos pasó. A lo mejor aparecióse por allí un barco de guerra, una de esas carracas que sostenemos y tripulamos con grandes dispendios, para hacernos creer á nosotros mismos que poseemos marina militar. Erase el tal un vapor de ruedas, que tenía en buen tiempo la vertiginosa andadura de cuatro nudos porp. 70 hora. No servía para nada; pero era novedad estupenda para estos pobres madrileños que nada saben de las cosas del mar. Toda la colonia quiso verlo, y la Concha se llenó de lanchas que iban hacia donde estaba fondeada la petaca. Los gatos de Madrid se quedaban con medio palmo de boca abierta, admirando la limpieza y el orden de á bordo, la gallarda arboladura, que no es más que un adorno, la presteza con que los marineros suben como ratones por la jarcia, la comodidad de las cámaras, el reluciente y limpio acero de la artillería, la abundancia de los pañoles de galleta. Era un jubileo. Nosotros fuimos también. ¡Pues no habíamos de ir...! Tomé un bote y nos metimos en él los tres, con más Augusto Miquis, su mujer y su cuñada. Más de una hora estuvimos á bordo, subiendo y bajando escaleras, registrando todo, acompañados de un oficial. Cuando, terminada la visita, volvimos á nuestro bote, nos sucedió un percance. El mar estaba algo picado. Con los balances que hacía el bote al entrar las personas, por poco zozobramos; después el marinero encargado de que aquél arrimara bien á la escala del vapor se descuidó, y la pequeña embarcación, ya llena de gente, metióse debajo de la escala. El vapor entonces, en un balance, dió un fuerte golpe en nuestra proa con el pico de la escala. Fué como si levantara el pie y nos diera una patada. Por pronto que quisimos desatracar no pudimos, y al siguiente balance, el pico de la escala entró en el bote, oprimiéndolo. ¡Que nos hundíamos!... Fué un momento de pánico horrible. Grito de espanto salió de todas las bocas... Nada, que nos íbamosp. 71 á pique. Un bulto, una mujer estuvo casi dentro del agua por el costado de estribor. Ciego, me incliné para sostenerla. ¿Era Camila? Yo no ví nada: duró aquello lo que un relámpago, y pasóme fugaz por la cabeza la idea de que yo iba á realizar un acto heróico. ¡Confusión, gritos, agua!... La humana forma que sostuve en mi brazo no era Camila, era la cuñadita de Augusto Miquis. Gracias que al echarle mano me agarré al bote con la izquierda, que si no, ¡sabe Dios...! Los brazos de la niña se me pegaron al pescuezo como un pulpo, sofocándome de tal manera que me habría sido muy difícil ser héroe. Quien hizo una verdadera hombrada fué Constantino, que en el momento aquél rapidísimo del peligro, cogió á su mujer, enlazándola con el brazo izquierdo, mientras echaba la zarpa derecha á la escala del vapor. Se necesitaba para esto una agilidad y una fuerza que sólo él tenía. Quedaron ambos suspendidos; y auxiliados por dos marineros del buque, pronto volvieron á nuestro bote. ¡Ni siquiera se habían mojado...! En fin, que todo quedó reducido á unas cuantas magulladuras, remojones y un grandísimo susto. Pero convinimos en que podía haber ocurrido una gran catástrofe. Pronto nos serenamos, y remando hacia el muelle nos pusimos todos de buen humor, y no hacíamos más que recordar los pormenores del lance, relatando cada cual sus impresiones. Camila reventaba de satisfacción. ¡No se había mojado nada! Apenas había cuatro gotas en su vestido. Y refería cómo le cogió el bárbaro con aquella fuerza de Hércules, y cómo se vieron suspendidos un instante á la escala, mienp. 72tras el bote se iba á lo hondo. En toda la noche no habló mi prima de otra cosa, ni quedó persona conocida en San Sebastián á quien no refiriese el tremendo conflicto, abultándolo con gallardas hipérboles... «El bote parecía tragado por la mar... la escala subía... Constantino la cogió como una pluma y no le dijo más que agárrate bien... El vapor se los quería llevar... vió los picos de los palos rayando las nubes... se les fué la vista... el agua verde causaba espanto, haciendo un gargoteo de mil demonios...»
Ya estaba yo arrepentido de haberme metido en aquel pueblo, donde jamás se me arreglaban las cosas para pillar sola á Camila. Si ella hubiera querido, no habrían faltado ocasiones; pero como las esquivaba por todos los medios, de nada me valía que yo las buscase.
Descubrió el manchego una sala de armas en la ciudad vieja, y nos íbamos todos los días allá. El ejercicio de la esgrima debía de ser muy saludable combinado con los baños. Augusto nos acompañaba casi siempre para presenciar nuestros asaltos. Su salvaje hermanito, en quien era necesidad orgánica poner en variadas flexiones y contracciones los poderosos músculos, hacía, antes ó después de tirar al florete, ejercicios gimnásticos de los más rudimentarios. Se subía por una cuerda, se colgaba de una barra, andaba largo rato en cuclillas. Contemplábale yo con la admiración que inspira todo bruto incansable. Quizás mi odio me hacía tenerle por más bruto de lo que era en realidad.
Pero sí: era un gañán, sin género alguno de duda. Si no lo probaran otras cosas, lo probaríap. 73 su maldita maña de divertirse con los juegos de fuerza ó de manos, que, según dice el refrán, son juegos de villanos. Sí: villanía es dar puñetazos sin venir á cuento, agarrarle á uno la mano y apretársela hasta hacerle dar un grito, cogerle á uno descuidado por la cintura y suspenderle en el aire, con otras gansadas sin maldita la gracia. Tales juegos me cargaban. Yo le decía: «estate quieto, no me busques.» (La confianza en que vivíamos nos había llevado á tutearnos sin saber cómo.) Le tenía ganas: habría gozado mucho dándole un buen porrazo, ya que el matarle no estaba en mis sentimientos ni en las costumbres suaves de la época. A ratos eché yo de menos las edades románticas en que se destripaba á cualquier rival por un quítame allá esas pajas.
Un día concluímos nuestro asalto, yo rendido de fatiga, él tan campante como si nada hubiera hecho. De repente empezó con las gracias villanas que antes mencioné.
—Constantino, que te estés quieto.
Yo estaba nervioso, de muy mal humor, y con ganas de darle una zurra.
—Que no me busques, Constantino; que no quiero bromas...
Pero él dale que dale, tan pesadote que no se le podía aguantar. De improviso, viéndome sobado y golpeado estúpidamente, nació en mí un ardiente apetito de brutalidad; cegué, perdí el tino, no supe lo que me pasaba, y echándole ambas manos á su pescuezo robusto, caímos, rodamos... Él tenía más fuerza muscular que yo; pero el odio, según creo, centuplicó las mías. La verdad es que le tuve un instante acogotado, y gocé ferozmente en la extinción de su aliento.p. 74 Recordando después aquella escena, heme avergonzado y espantado de que los hombres más pacíficos se conviertan tan fácilmente en fieras.
—Es demasiado —dijo Augusto, que empezaba á alarmarse—. Para juego basta.
Mi fuerza, puramente nerviosa, por lo mismo que fué tan grande, duró poco. El manchego se repuso, y desasiéndose, ganó pronto ventaja. No tardé en estar debajo. Cogióme las manos, sujetándome los brazos con el peso de su cuerpo; dejóme sin movimiento ni respiración, hecho un lío, una momia. ¡Cómo ostentaba su poder ante mi debilidad! Así me tuvo un rato, dueño de mí, mirándome y escarneciéndome como si yo fuera un muñeco con apariencias de hombre.
—Muévete ahora —me decía, apretando más las argollas de hierro de sus dedos.
Y tras esto soltó una carcajada de jayán vencedor, estúpida, mas no rencorosa. Cuando aflojó, yo apenas respiraba. No tenía fuerzas ni para despegarme del cuerpo la camisa. Él continuaba riendo, de un modo franco y leal, que por esta misma cualidad me era más odioso.
—Bromas pesadas —repitió Augusto.
—Eres un bruto, Constantino...
Nos serenamos al fin. Él se reía, y yo disimulaba mi encono, figurando tener también ganas de reirme. Todo había sido chanza, juego, gimnasia de capricho... Declaro que le guardé rencor, y para mí decía con gozosa esperanza: «En el mar nos veremos, gandul.»
Sí: en la mar era yo más fuerte, mucho más, porque nadaba muy bien, y Constantino apenas se mantenía sobre el agua. Siempre nos bañábamos juntos; era yo su maestro: enseñábale á mop. 75ver los brazos; jugábamos y saltábamos, cabalgando en las olas. Cuando Camila estaba en el baño, hacía yo más, ¡oh! entonces hacía verdaderas proezas. Orgulloso de aquella habilidad que aprendí en la niñez, alumno de la marítima Inglaterra, esperaba á que mi borriquita estuviese presente para irme muy afuera, muy afuera, hasta que ya no podía más. Decíanme todos, al volver, que perdieron de vista mi sombrero de palma, lo que me llenaba de satisfacción. Todas las personas reunidas en la playa estaban con gran ansiedad y corrían murmullos de alarma. A mi triunfal regreso, dando brazadas á las olas y abofeteando la espuma, era recibido con vítores y plácemes. Yo me ponía muy hueco si Camila estaba presente; si no, no. No veía más que á ella, saliendo de su caseta ya vestida, colorada, fresca; y me decía con amable reprensión:
—¡Qué susto nos has dado! Creí que no volvías más. A ver si te dejas de gracias.
Pues un día, el que sucedió á la escena de la sala de armas, nos bañábamos, como siempre, todos á la vez. Entrambos Miquis hacían sus pinitos sobre las olas. Constantino se me montó encima, hundiéndome un rato en el mar. Salí furioso. Había llegado mi ocasión. Cegué otra vez, y agarrándole por el cogote me sumergí con él, diciendo entre dientes:
—Traga agua, perro; trágala.
Un instante nos balanceamos en el agua; dimos contra la arena. Sentí la sacudida hercúlea de mi víctima, que procuraba echarme la zarpa en los apuros de la asfixia. Cuando salí á la superficie, pensé por un momento que Constantino se había ahogado, y sentí terror. Camila,p. 76 que estaba lejos, empezó á chillar. Pero su marido salió de repente, atontado, pataleteando, escupiendo agua, vomitándola... Su aparición fué acogida con carcajadas por los circunstantes. Yo me reí también, y braceando agujereé una ola. Creí que no me seguiría; pero impávido me siguió, haciendo gestos de ira cómica, la única ira que en él cabía. Y me acometió, saltóme á los hombros, y sus poderosas manos me hundieron á su vez. Dentro del agua, oí una voz que llegaba á mis oídos con esa vibración penetrante con que el mar transmite los sonidos. Camila gritaba:
—Constantino, ahógale.
Estas palabras, rasgando la masa verde y movible del mar, parecían el ras del diamante al cortar el vidrio... Y en verdad que al oirlas tuve miedo, y creí que en efecto me ahogaba. Por suerte, ambos volvimos pronto á la superficie, y nos acogieron las mismas carcajadas de antes. Tuve que reportarme y disimular. Augusto decía:
—Juegos pesados y de mal género, que pueden ser peligrosos.
Camila reía también; pero yo no podía apartar de mi mente aquel ahógale, que me parecía dicho con toda el alma: se me quedó dentro de los oídos como cuando nos entra agua en ellos, y no la podemos extraer, ni atenuar la gran molestia que produce. Salí del baño aturdido y con despecho, que no excluía la vergüenza de haber sido tonto y brutal.
Después, al abandonar la caseta, donde permanecí largo rato procurando serenarme, ví á los dos esposos correteando por la playa y recogiendo conchas como dos inocentes. Nunca había estado mi prima tan hermosa. Los baños dep. 77 mar habían puesto el sello á su robustez gallarda. Hablando de su apetito, lo pintaba con las hipérboles más graciosas. «Se desayunaría con un cabrito si no fuera de mal tono... Sentía que las chuletas no tuvieran izquierda y derecha para comérselas dos veces... Por punto no devoraba una langosta entera.» Su asnito no le iba en zaga en esto. Ambos tenían coloración tostada y encendida, por efecto del sol, del agua de mar y de aquel apetito de la Edad de Oro. Ambos revelaban el apogeo de la salud y del vigor físico, así como el grado culminante de la alegría, que es consecuencia de aquel feliz estado. El indiferente que les veía y les escuchaba no podía menos de alabar á Dios ante una pareja tan bien dispuesta para los goces y los trabajos humanos, ante aquel admirable tronco que arrastraba sin esfuerzo alguno, relinchando de gusto, el carro de la vida.
¿Por qué Camila no era mía? Vamos á ver, ¿por qué? Antojábaseme que habría sido el más feliz de los mortales teniéndola por esposa. No me contentaba con robarla al hogar y al tálamo de otro hombre; quería ganármela legítimamente y tomar posesión de ella ante el mundo y ante Dios. Sí: tal era la mujer que me convenía; Camila, sí, y no otra, pues cuando uno se liga á una mujer para toda la vida, es preciso que ésta lleve en su temperamento aquellos raudales de dicha, aquel reir inefable y aquella santa salud.p. 78 ¡Qué fatalidad, llegar siempre tarde! La interposición del marmolillo de Miquis me parecía una mala pasada de mi destino. ¡Dios me quería mal, me estaba trasteando y quedándose conmigo! ¡Cuánto disparate! También pensaba mucho en la primera impresión que me causó la señora de Miquis cuando la conocí. ¿Por qué me fué antipática? ¿Por qué la juzgué tan severamente? ¡Ah! Porque en aquellos días yo era idiota; no me quedaba duda de que era el mayor majadero del mundo, pues la misma equivocación que padecí con Camila la tuve con respecto á Eloísa, á quien estimé adornada de mil virtudes sin adivinar su diabólica pasión por el lujo. ¿Y si después de ganar y poseer á Camila, me salía con un defecto semejante? Porque equivocado una vez, equivocado mil y quinientas... No, no: ésta no tenía ninguna chispa del Infierno dentro de sí, como la otra; ésta era la alegría, alma del mundo; la rectitud guardada en el vaso de la jovialidad... Tenía que ser mía en una forma ú otra, y después era indispensable que el marmolillo reventara ó que se le llevaran los demonios, para legitimar mi victoria.
Faltábame aún ensayar otro idilio, puesto que el piscatorio y el campestre no me habían servido de maldita cosa. Les convidé, pues, á dar un paseo por Bayona y Biarritz. Augusto y su mujer y cuñada vendrían también. Brindéles con un viajecito hasta Burdeos; pero no aceptaron. Mi idea era pasarle á Camila por delante de los ojos las tiendas francesas de novedades, y observar, al menos, qué cara ponía, y si era su ánimo completamente inaccesible á cierto género dep. 79 tentaciones. Cuando íbamos en ferrocarril camino de la frontera, dije á mi borriquita que se comprara lo que quisiese, un par de abrigos de invierno, tres sombreros, media docena de corbatas, dos ó tres vestidos de alta novedad; en fin, que aprovechara la ocasión surtiéndose para todo el año.
—No me lo digas dos veces —contestaba entre carcajadas—: mira que te arruino.
¡Ojalá que quisiera arruinarme! Con secreta satisfacción observé que el aspecto de las tiendas de Bayona la puso seria, que miraba mucho y con atención profunda, que ella y la mujer de Augusto discutían sobre lo que veían. A ruego mío entraban en algunas tiendas, pero sin escoger nada. Augusto hizo algunas compras insignificantes. Yo intenté hacerlas considerables; pero Camila no quería tomar nada, sino de acuerdo con su manchego, que á cada paso consultaba el portamonedas y hacía cuentas tácitas. No pude conseguir que aceptasen nada de lo que les ofrecí. Para obtener alguna ventaja en este terreno, tuve que hacer un regalo general, obsequiando á cada uno de los que formaban la partida.
—Pero vamos á ver, tonta, ¿por qué no te compras este abrigo...? Yo te adelanto el dinero. Ya me lo pagarás cuando puedas. Constantino, ¿no es verdad?
Constantino decía que nones.
—Y este sombrero... ¿ves qué bonito?
—Vamos, vamos —decía Camila muy seca—. Me carga este pueblo. Esto es una farsantería.
—Al menos —insistía yo—, que acepte tu marido este paraguas, y tú... No me desaires. Me enfadaré si no aceptas este pardessus.
p. 80
—Quita allá... Voy á parecer una de esas tías... No quiero, no quiero.
Fuimos á Biarritz y almorzamos en el Hotel de Embajadores. Felizmente, Miquis se encontró un amigo que le invitó á jugar una partida de billar en el Casino. Paseamos en tanto los demás por los alrededores de la Villa Eugenia, por las playas de los Locos, de los Vascos y por los vericuetos del Puerto Viejo. Augusto y su mujer y cuñada se entretuvieron hablando con una familia conocida. Solo ya con Camila, la llevé por los senderos rocosos de La Chinaougue, cerca del Casino y del Puerto de los Pescadores. ¡Qué gusto verme solo con ella! Aquel ratito me parecía la gloria. Tuve el tacto de no hablarle directamente de amor. Observé en ella cierta indolencia, menos alegría que de ordinario, y una atención particular y compasiva á lo que yo decía, y á las quejas que exhalé sobre mi suerte y la soledad de mi vida. De pronto dijo:
—Estoy en ascuas. Ese individuo con quien ha tropezado Constantino es una mala persona, uno de sus amigotes de Valladolid. Temo que me le pervierta.
Yo le respondí que no se cuidara de su esposo, que era la persona más formal del mundo.
—Ese granuja le invitó á echar una mesa, y temo que me le arrastre al baccarat que hay en el Casino... No creo que mi marido caiga en la tentación. Bien sabe él que le arrancaría las orejas... Me tiene miedo, y no es capaz ni de decirme una mentirijilla. ¡Ah! mi asnito es muy bueno. Y no te creas, cuando se casó conmigo tenía todos los vicios. Jugaba, bebía aguardiente, se estaba todo el día en el café diciendo gansadas,p. 81 hablaba de sus jefes con poco respeto, contaba los grados que iba á ganar sublevándose, decía mil tontunas, era sucio y ordinariote. Pues ya ves: poco á poco le he ido quitando todos esos vicios. No te creas... unas veces con blandura, otras con porrazos. Un día le hice sangre... porque yo, cuando pego, no reparo... Figúrate que le mandé apartar un baúl, y se escupió las manos para agarrarlo y hacer fuerza. ¡Ay, cómo me puse! ¡me volé...!
Ved mi tontería... Estaba yo embelesado oyéndole estos cuentos de su intimidad doméstica.
—Poquito á poco —prosiguió—. Le he hecho romper con todos sus amigotes. Les he ido degollando uno á uno... Hoy es un niño, un angelón, y me quiere más que cuando nos casamos. Si me preguntas que por qué nos casamos, no te sabré contestar. Nos entró muy fuerte á los dos. Nos vimos por vez primera una tarde que fuí á merendar de campo en el Pardo con las de Muñoz y Nones, y al día siguiente, que era martes, nos hablamos otra vez en el Retiro. El miércoles nos dijimos cuatro sandeces por el ventanillo de casa; el jueves, miraditas en la Comedia; el viernes, carta canta... contestación; el sábado nos volvimos á hablar y juramos morirnos ó casarnos; el domingo quise yo almorzar fósforos, y el lunes entró Constantino en casa con permiso de mamá. Nos casamos contra viento y marea. La mamá de él, doña Piedad, se puso hecha un veneno, y en el Toboso se dijo que yo era una sinvergüenza, que había tenido que ver con muchos hombres. Llegaron hasta decir que... á tí te lo contaré en confianza... que yo había tenido un chiquillo.p. 82 Ya ves que no me muerdo la lengua. Constantino me ha contado después todas estas tonterías de pueblo, y nos hemos reído. Su madre tenía el proyecto de casarle con una paleta rica, y él dejó todo, palurda y millones, por mí. Ya ves qué mérito tengo. Después mi suegra se ha querido reconciliar conmigo, y yo le he escrito varias cartas. Soy yo muy cuca. ¿Sabes lo que dice ahora? Que tiene ganas de conocerme. Pero yo me estoy dando lustre, y no quiero ir á la Mancha. Iremos más adelante... Y aquí termina la presente historia. Nos queremos como Adán y Eva. Le domino y me tiene dominada. No te creas... si Constantino no hubiera tenido tantos vicios, y no me hubiese yo calentado tanto los cascos para quitárselos, á estas horas nos habríamos tirado los platos á la cabeza.
No quise apartarla de aquel tema, en que tan espontáneamente se explayaba. Los recelos por la tardanza del otro la inquietaron de nuevo. Por fin le vimos aparecer solo dando zancajos.
—¿Has jugado? —le preguntó ella, impaciente.
—Jugar, ¿á qué?
—Al baccarat.
—¿Yo?... tú estás loca. Puedes creer que no.
—Lo creo, lo creo —dijo ella, rebosando de confianza—. No hay más que hablar. Pero hazme el favor de no volverte á juntar con ese lipendi. Es un perdido, que no ha tenido una fiera que le dome... Mira, mira qué bonito te has puesto.
—Si es la tiza, mujer; la tiza que se da á los tacos.
—No estás tú mal taco. En cuanto te separas de mí, ya no hay por dónde cogerte.
p. 83
Augusto y su familia se nos reunieron, y nos volvimos á San Sebastián, ellos contentísimos, yo triste. Pero al día siguiente creí notar en Camila cierta tendencia á pensar demasiado en los vestidos y adornos de mujer que había visto. La esposa de Augusto y ella discutían con desusado calor sobre manteletas, pardessus, capotas y faralaes. ¡Si habría hecho el idilio trapístico más efecto que los otros! Porque yo la notaba un poco menos alegre, algo más atenta á cosas de vestir. ¿Se conmovería al fin aquella torre? «Quizás, quizás —pensaba yo—. Al fin tiene que ser de una manera ó de otra. Tú caerás cuando menos lo pienses.»
Pero un día resolvieron marcharse, y con mis ruegos no les pude detener. A Constantino se le acababan los dineros. Dije á mi querida prima que no se apurase por esto y que mi bolsa estaba á su disposición; pero ni por esas. «Tú empeñado en arruinarte, y yo en que has de ser rico. ¡Si al fin tendré que ser tu administradora...!» Ojalá lo fuera. Me causó maravilla verla hacer sus cuentas al céntimo y alambicar las cantidades. Unas veces de memoria, otras con ininteligibles garabatos, presuponía todos sus gastos y se sujetaba á un plan con toda firmeza. Se había vuelto avariciosa, y no se sabe las vueltas que daba á un duro antes de cambiarlo. Se fueron ¡ay de mí! dejándome en espantosa soledad.
De buenas á primeras, encontréme un día conp. 84 María Juana y su marido, que después de pasar la temporada en San Juan de Luz, se detenían dos semanas en San Sebastián antes de la rentrée. Dígolo así, porque noté en la mayor de mis primas cierto prurito de decir las cosas en francés. Habían estado en Lourdes á cumplir una promesa. Rabiaban por tener sucesión, lo que Dios no les quería conceder, sin duda por haber decretado la extinción de los ordinarios de Medina por los siglos de los siglos.
Contra lo que esperaba, María Juana estuvo obsequiosísima conmigo. De confianza en confianza, se aventuró á hablarme de Eloísa, á quien puso cual no digan dueñas. Su conducta la tenía avergonzada. Era un escándalo. Al menos, cuando tuvo la debilidad de quererme, la vergüenza se quedaba en la familia. Y lo peor era que no se sabía á dónde iba á parar su dichosa hermana con aquella vida y su pasión del lujo. Estaba en la pendiente: ¿dónde se detendría? Hablamos luego de la Virgen de Lourdes, de lo bien arreglado que está aquello, de lo conveniente que sería que en España hubiera algo parecido para que no se fuese el dinero de los devotos á Francia, y para que la piedad y el negocio marcharan en perfecto acuerdo. Díjome que en Madrid iba á hacer propaganda para que á la más popular de las Vírgenes se le dedicaran peregrinaciones y jubileos, á fin de llevar dinero á Zaragoza. Había patriotismo ó no lo había. Yo me mostré conforme con todo. Volviendo á Eloísa, dióme pruebas de mayor confianza. Comprendía que una mujer, en momentos de alucinación, faltase á sus deberes por un hombre como yo, de buena figurap. 85 (movimiento de gratitud en mí); pero no comprendía que hubiera mujer capaz de echarse á pechos (textual) el carcamal asqueroso del marqués de Fúcar, sólo por estar forrado de oro; un adefesio que había sido negrero en Cuba y contrabandista por alto en España, y que, por añadidura, se teñía la barba.
En tanto, Medina estaba afligidísimo. Los sucesos de Badajoz le habían llegado al alma.
—¡Qué horror! cuando creíamos que ese cáncer de los pronunciamientos estaba cauterizado... Así es el cáncer. Se le cree cortado y retoña.
El buen señor no hablaba de otra cosa. Su patriotismo sano y leal había sentido la injuria como un sér delicado que recibe una coz. ¡Y el mulo que la daba era el ejército, nuestro valiente ejército!
—Dios salve al país —exclamaba Medina con olozaguista concisión, juntando las manos.
El afán de saber noticias llevábale á él, y á mí también, á los círculos políticos de San Sebastián, á aquellos famosos ruedos de habladores, en cuyo centro suele verse un ex-ministro, y cuya circunferencia está formada de ex-directores y cesantes más ó menos famélicos. Cansados al fin de círculos, nos marchamos todos á Madrid. Por el camino, María Juana me manifestó que pensaba organizar su casa de otro modo; que había hecho algunas compras para renovar el mueblaje, y que fijaría un día de la semana para quedarse en casa. Esto me pareció muy bien. De concepto en concepto, llegó hasta indicarme que yo debía de ser muy desgraciado en mi celibato, y que me convenía casarme.
—Déjalo de mi cuenta —me dijo con cierto entusiasmo—.p. 86 Yo te buscaré la novia.
Esto me hizo pensar, pero pensar mucho.
Apenas llegué á Madrid y á mi casa, subí á ver á Camila, á quien hallé contenta, como siempre. El manchego estaba haciendo café en la cocinilla rusa, y ella cosiendo en una máquina nueva de Singer, que había adquirido con parte de los ahorros destinados al caballo. Esto me recordó mi promesa, que sería cumplida sin pérdida de tiempo. Constantino elegiría á su gusto.
Dijo mi prima que iba á emprender la grande obra de las camisas. Ya veríamos quién era Calleja. No quiso aguardar á otro día para tomarme las medidas, y se puso á ello con entusiasmo, dando tales pases con la cinta de cuero, que me avispé un tanto. «Pero estas camisas van á tener más medidas que la catedral de Toledo...» ¡Qué mona estaba y qué gitana!... ¡Ira de Dios! ¡casarme yo mientras aquella mujer existiera!... Jamás de los jamases. Loca estaba la que ideó tal cosa.
¡Y que no estuviéramos en los tiempos legendarios para robarla y echar á correr con ella en brazos, sobre alado caballo que nos llevase á cien leguas de allí! ¿Por qué, Dios poderoso, se me había antojado aquélla, y no ninguna otra? Pollas guapísimas, de honradas familias, conocía yo, que se habrían dado con un canto en los dientes por que las requiriera de amores; muchachas de mérito que me habrían convenido para casarme, algunas de mucho talento, otras muy ricas, y, no obstante, ninguna me gustaba. Había de ser precisamente aquélla, la borriquita que ya estaba uncida al asno del Toboso. Aquélla, forzosamente aquélla, era la que se me antop. 87jaba para mujer propia y fija, para recibir mis homenajes de amor en lo que me restara de vida; aquélla nada más, y aquélla había de ser, pesara á todas las potencias infernales y celestiales.
Cómo llegaría á ser mi querida, no se me alcanzaba; pero ella vendría al fin. Aunque me hallaba un poco mal de salud, no paraba en casa. Habíame entrado febril desasosiego y curiosidad por averiguar lo que hacía Constantino fuera de la suya cuando salía, y si era tan formal como su mujer pensaba. Porque descubriéndole algún enredo, me alegraría seguramente. No era mi ánimo delatarle, sino simplemente tomar acta y fundar en algo mis esperanzas de triunfo. Durante algunas tardes y noches, le seguí los pasos, hecho un polizonte. ¡Qué papel el mío! Me habría parecido risible é infame en otras circunstancias; pero tal como yo estaba, completamente ofuscado y fuera de mí, parecíame la cosa más natural del mundo. Siguiendo á mi amigo, deseaba ardientemente verle entrar en donde su entrada me probase su ligereza y el olvido de aquella fidelidad ejemplar de que Camila hacía tanta gala. Mi desesperación era grande al ver que mi celosa suspicacia no podía sorprender ningún acto ni aun indicio en que apoyarse. Alguna vez nos tropezamos de noche cerca de alguna calle sospechosa. Yo le cogía por la solapa, y con afectado enojo le decía:
—¡Ah! tunante, tú andas en malos pasos. Tú vienes de picos pardos.
Y él se reía como un bendito bruto. Tan seguro estaba en su conciencia, que no me contestaba sino con una afirmación rotunda y tranquila.
—¡Parece mentira —insistía yo— que teniendo una mujer como lap. 88 que tienes...! No te la mereces.
Y él se reía, se reía. La honradez pintada en su cara tosca me declaraba su inocencia; pero yo volvía á la carga:
—Se lo contaré á Camila.
Y él, sin mostrar contrariedad, no decía más que estas breves palabras, con sencillez grandiosa, que era toda una conciencia sacada á los labios:
—No te creerá.
Y era verdad que no me creía, pues cuando alguna vez, en la mesa, aventuraba yo alguna indicación, más bien con carácter de broma, Camila se reía y bromeaba un poco también, diciendo:
—¿Conque en malos pasos... la otra noche...? Me parece que el que andaba en malos pasos eras tú.
¡Él la miraba! ¡Qué mirada aquélla de rectitud sublime! Era como la mirada profundamente leal y honrada de un perrazo de Terranova. Camila le cogía la cara entre sus dedos flexibles, bonitos, encallecidos por la costura, y estrujándosela decía:
—Déjate de bobadas, José María. Este animal no quiere á nadie más que á mí.
Aquella fe ciega que tenían el uno en el otro era lo que me desesperaba... ¡Que no vinieran los tiempos en que un hombre podía evocar al Diablo, y previa donación ó hipoteca del alma, celebrar con él un convenio para obtener las cosas estimadas imposibles! Yo quizás no hubiera cedido mi alma sino á retroventa, para pagarla después de algún modo, ó redimirme con oraciones y recobrar la que Shakespeare llama eternal joya... Pero ya no hay diablos que presten estos servicios; tiene uno que arreglarse como pueda.
p. 89
Doy cuenta de la agravación de mis males y del remedio que les aplico. — Gonzalo Torres.
Una mañana... ¡plaf! Raimundo. Caía sobre mí cuando menos le esperaba, y muy comúnmente cuando menos ganas tenía de oirle. Entró aquel día con cara risueña y un rollo de papeles en la mano. «Veremos por dónde la toma hoy —pensé—, aunque bien sé á dónde ha de ir á parar.» Díjome que estaba muy mejorado de su reblandecimiento; que las palabras se le salían de la boca fáciles y correctas, sin que la lengua tuviera que hacer contorsiones, y que se sentía dispuesto, ágil y con el entendimiento lleno de claridad y hasta de inspiración.
—Hombre, ¡cuánto me alegro! —exclamé echando ojeadas de inquietud al rollo de papeles—. ¿Y qué traes ahí? ¿Esa es la obra de que me hablaste? ¿Has hecho algo en Asturias?
—¡Ah! no... aquello fué una tontería... un drama, una idea nueva... Hice dos ó tres escenas; pero lo abandoné pronto. La cosa no salía. Después se me ocurrió esta gran obra.
Con sonrisa triunfal mostróme el rollo de pap. 90peles, que yo miré como se puede mirar el cañón de escopeta del cual ha de salir la bala que nos ha de herir.
—Algún dibujillo —indiqué deseando que acabase pronto, pues tenía que hacer—. Dispara, dispara de una vez.
Desenvolviendo lentamente el rollo, dijo:
A tí solo te lo enseño, porque no quiero que se divulgue la idea. Me la podrían robar. Es muy original. Figúrate: esto se llama Mapa moral gráfico de España; va acompañado de una Memoria, y su objeto es...
Cortó la frase para extender el papel sobre una mesa, sujetándolo por los bordes con objetos de peso. Ví muy bien dibujado el contorno de nuestra Península, con indicaciones de cordilleras, ríos y ciudades. Los nombres de éstas se hallaban encerrados dentro de círculos concéntricos de colores de muy diverso matiz.
—¿Qué demonios es esto?... El mapa está muy bien dibujado.
—Pues esto —afirmó con exaltación de artista— es una representación gráfica del estado moral de nuestro país. La intensidad de los colores indica la intensidad de los vicios, y éstos los he dividido en cinco grandes categorías: Inmoralidad matrimonial, adulterio, belenes, color rojo. Inmoralidad política y administrativa, ilegalidad, arbitrariedad, cohechos, color azul. Inmoralidad pecuniaria, usura, disipación, color amarillo. Inmoralidad física, embriaguez, verde. Inmoralidad religiosa, descreimiento, violeta... He recogido la mar de datos de Tribunales, otros de la prensa... Ya ves que ésta es una estadística nueva, cuyosp. 91 elementos no se pueden buscar en los archivos: ello es cuestión de perspicacia, de conocimientos generales y de mucho mundo. Casi todas las apreciaciones son á ojo de buen cubero. En la Memoria desarrollo la idea, y justifico con razonamientos y con baterías de cifras lo que se expresa aquí en aros de varios colores. Echa una ojeada y te harás cargo; podrás ver de golpe la España moral, que, entre paréntesis, no es un país de cuákeros... Cuando esto se publique, y se publicará, ha de llamar mucho la atención que aparezca Madrid como el punto donde hay más moralidad en todos los órdenes. Y lo pruebo, lo pruebo, chico, como tres y dos son cinco. Pásmate: hasta en política lleva ventaja Madrid á las provincias, y las capitales de éstas á las cabezas de partido. En la Memoria pruebo que los políticos de aquí, tan calumniados, son corderos en parangón de los caciques de pueblo, y que el ministro más concusionario es un ángel comparado con el secretario de Ayuntamiento de cualquiera de esas arcadias infernales que llamamos aldeas. El color rojo lo verás distribuído casi en partes iguales por toda la Península. Las provincias gallegas son las más favorecidas en todo, así como en inmoralidad física lleva la mejor parte Barcelona, donde apenas se conoce un borracho. El violeta más intenso lo verás en Madrid, eso sí: es donde hay menos beatos y donde menos se oye ese tin-tin del reloj del fanatismo, que llaman golpes de pecho. He formado estadísticas de misas. Madrid da el promedio diario de una misa por cada trescientos veinticinco habitantes, mientras que León me da una misa por cadap. 92 diez y seis. El tanto por ciento de mojigatos es en Madrid, cifra mínima, de dos y medio, mientras que en la Seo de Urgel salen cuarenta y siete carcas por cada cien personas.
Cuando á esto llegaba, se iba excitando tanto, que empezó á entorpecérsele la lengua y á pronunciar mal ciertas sílabas. Echéme á reir, y sabiendo en lo que habían de parar aquellas misas, pensé cuánto le daría.
—Tú estás reblandecido —le dije—. Las cosas que á tí se te ocurren, ni al mismo Demonio se le ocurrirían... Otro día me explicarás mejor esa monserga. Y por de pronto...
Le miré como le miraba siempre que quería socorrerle. Él me comprendió al punto con aquella infalible perspicacia de mendigo, y enrollando con nerviosa presteza el cartel de nuestras miserias, se dejó decir:
—Es que... precisamente... Ahora viene lo principal, que es ponerlo en limpio, en vitela, con colores finos... Chico, tú vas á ser mi Mecenas. Te dedico la obra...
—No, no... hazme el favor de dedicársela á otro.
—Bueno, bueno: como quieras.
Hacía algún tiempo que yo había adoptado el sistema de negar y conceder alternativamente sus pedidos, es decir, que le daba una vez sí y otra no, y en los casos afirmativos, siempre le daba la mitad. Aquella vez no tocaba; pero ya porque el mapa me hiciera gracia, ya porque me inspiró su destornillado autor más lástima que nunca, me dí á partido y le puse en la mano un billete de dos mil reales. ¡Cómo se le alegraronp. 93 los ojos y qué excitado y chispo se puso! Dándole á entender que me alegraría mucho de quedarme solo, y mostrándome poco deseoso de conocer hasta en sus menores detalles la gran obra de estadística moral, conseguí alejarle. Ocho días estuvo sin parecer por casa.
Una tarde me hallaba enteramente solo, entretenido en extender las cartas-compromisos que debía pasar á las personas con quienes había hecho operaciones de 4 por 100 Perpetuo á voluntad, cuando sentí abrir quedamente la puerta de mi gabinete. Miré, y ví asomar por el borde de la cortina el rostro de Camila. Dióme un vuelco el corazón. Dejé la escritura, alegréme mucho... Mas por no sé qué ruidos que oí, parecióme que no venía sola.
—Buenos días, tísico —me dijo sin entrar y retirándose otra vez.
—¿Ha venido alguien contigo? ¿Ha entrado alguien? —le pregunté.
Y desde la sala gritó:
—No, estoy sola.
Pero sentí algo que me inquietaba. Camila reapareció levantando la cortina, y entró al fin en mi gabinete. Mostraba cierta emoción.
—¿Pero qué escondites son esos? Tú no has venido sola.
—Es que —me dijo después de vacilar un rato— tienes ahí una visita.
—Pues que pase —repliqué levantándome.
—Dice que no se atreve... Tiene vergüenza...
Me asomé á la puerta. Era Eloísa la que allí estaba. En el mismo instante en que la ví, Camila echó á correr y se subió á su casa.
Entró la otra al fin en mi gabinete, tan cohip. 94bida, tan turbada, que yo también me turbé. Durante un rato, no muy corto, estuvo delante de mí sin saber qué cara ponerme ni qué palabras dirigirme. La sonrisa y el llanto luchaban por prevalecer en la expresión de su cara. Por último, lloró sonriendo y me echó los brazos al cuello.
—Haces mal en estar enfadado conmigo —me dijo hociqueándome—. Yo siempre te quiero. No me he olvidado de tí ni un solo día.
Diéronme ganas, primero, de echarla de mi casa. Pero aquel catonismo se me representó luego como una crueldad injusta, pues yo, si no era peor que ella, tampoco era mejor. Fuí indulgente; acordéme de aquello de la primera piedra; hícela sentar á mi lado, y hablamos. Noté que estaba vestida con extrema elegancia, de luto, y que se verificaba en ella, entonces como siempre, el fenómeno de conservar su tipo de señora española, á pesar de la asimilación de la moda parisiense. Eloísa adaptaba la moda á su manera de ser; era siempre la misma, y sabía imprimirse el sello de la distinción decente. Así había sido antes y así se ha mantenido después, aun en épocas de gran desvarío; quiero decir, que nunca ha dejado de parecer dama la que nunca lo fué ni por las costumbres, ni por la superioridad de inteligencia, ni por esa elegancia espiritual que tan diferente es de las que trazan las tijeras de las modistas.
Quise mortificarla diciéndole lo contrario de lo que estaba pensando acerca de su cariz de señora española:
—Estás hecha una francesa.
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Esto le supo muy mal. Levantóse, miróse al espejo, y dando vueltas sobre sí misma para verse de espaldas, me dijo:
—¿Es verdad eso? Mira, lo sentiría mucho. Creo que te equivocas. No, no parezco una francesa. No me lo digas otra vez.
Sentándose de nuevo, prosiguió así:
—Ya estaba de París hasta la corona... He ido también á Lieja, á Spa, á Aix-la-Chapelle, y después á Colonia á ver la Catedral, que es muy grande, pero muy grande. Si te he de decir la verdad, no me he divertido nada.
Inclinándose zalamera, apoyó su hombro sobre el mío; dejóse ir hasta que su cabeza vino á apoyarse en la mía. Estos signos de reblandecimiento amoroso me desagradaron. En mí no despertaba ilusión, como no fuera ilusión momentánea, de las que sólo afectan á la superficie de nuestro sér. No quise alentar aquellos pujitos de cariño, y permanecí como un leño. Irguióse ella de súbito, despechada, y pasándose el pañuelo por los ojos, me dijo:
—Sé que vas á subir al púlpito á echarme los tiempos, á ponerme de vuelta y media... Suprime los sermones. Todo lo que tú pudieras decirme, lo sé; yo misma me lo he dicho, con palabras tuyas, sí; con palabras que me has enseñado á usar y que me parecía estar oyéndote... Sé que soy una mala mujer; pero qué quieres... el mundo, locuras, ambiciones, las cosas que se van enredando, enredando... Que hay muchas necesidades y poco dinero... Fué un remolino que me arrastró, fué lo que llaman los marinos un ciclón: dí muchas vueltas, sin poder luchar con él. Conp. 96que ya estás enterado, y lo mejor es que te tragues la píldora y seamos amigos.
El efecto que me causaba era el de una infeliz hermosa, muy hermosa, sí, pero muy traída y llevada. Repugnábame unas veces; otras me bullían deseos de no ser tan insensible á sus carantoñas.
—¡Ah! —exclamé de pronto—, no me has dicho nada de lo único tuyo que me interesa. ¿Y tu hijo?
—Guapísimo: rabiando por verte, y preguntándome por tí. Mañana te le mandaré para que le tengas aquí todo el día. Has dicho «lo único tuyo que me interesa...» ¡Qué ingrato eres! Pues yo... siempre acordándome de tí, siempre diciendo: «¿qué estará haciendo ahora?...» Ni qué tiene que ver el corazón con... lo demás.
—Estoy admirado de tus ideas. ¡Vaya, que tienes una manera de ver las cosas...! Lo que digo, estás hecha una parisiense... A mí no me vengas con historias...
—Y á mí no me llames tú parisiense: ya sé lo que quieres significar con esos motes. Esperaba de tí consideración por lo menos.
—La tendrás, aunque no sea sino por memoria de lo mucho que te he querido...
—¡Ah!... ¡tiempo pasado! —murmuró, retirando el cuerpo para mirarme en actitud un poquito teatral.
—¡Y tan pasado...!
—Mira, canalla —gritó con repentino calor, tirándome del pelo—, no me digas que no me quieres ya, porque te corto la cabeza.
—Estás tú á propósito para que yo te quierap. 97 —respondí, esforzándome en mostrarle menos desdén del que sentía—. Ciertas locuras no se hacen más que una vez en la vida.
Salióme á los labios una pregunta amarga y cortante; mas á la mitad de la frase, sentimientos de delicadeza me hicieron callar. No dije más que esto:
—¿Y qué me cuentas de tu...?
Ella comprendió que le preguntaba por Fúcar y se puso encendida. Su vergüenza despertó compasión en mí, y corté el concepto en el punto que he dicho. Inmutóse la prójima un rato, y levantándose, dió varias vueltas por la habitación, como si quisiera enterarse de las novedades que había en ella. No quise mortificarla, y seguí la conversación en el terreno en que ella tácitamente la ponía.
—Dime, habrás traído de París maravillas.
—Algunas chucherías, poca cosa —replicó, mirándome otra vez y serenándose—. Ya lo verás. Quiero saber tu opinión. Algo he traído para tí.
—Gracias.
—Si no hay por qué dar gracias. Repito que todo lo he traído para que tú lo veas y digas si es bonito. Siempre que compraba algo, me decía: «¿le gustará esto?» Y cuando se me figuraba que no te había de gustar, ni regalado lo quería.
Empapándome entonces en moral, como esponja sumergida en un cubo de agua, en esa moral de librito de escuela que nos sirve de mucho para echar discursos y de muy poco parap. 98 regular las acciones, le dije que no se acordara más del santo de mi nombre; que yo no pensaba poner los pies en su casa, etc. Ni un niño acabadito de salir del colegio, con toda la Doctrina, el Juanito y el Fleury metidos en la cabeza, se habría expresado mejor.
—Eso lo veremos —replicó Eloísa, en pie delante de mí—. Vamos, no hagas el honradito de comedia. Ven á mi casa, sin malicia, con buen fin, como un amigo, y te enseñaré mis compras de París. No te preparo ninguna emboscada... ¿Conque vendrás? Tú podrás hacer lo que quieras; pero si no vas á verme, vendré yo aquí, te marearé, te perseguiré. ¿Serás capaz de echarme de tu casa?
—¡Quién sabe...!
—¿A que no? Todavía me atrevería yo á apostar una cosa.
—¿Qué?
—Vamos á ver: una apuesta... ¿A que te chiflas otra vez por mí?
—A que no.
—A que sí.
—Apuesto todo lo que quieras.
Ambos nos echamos á reir, y concluyó por besarme la mano, como hacen los chicos con los curas que encuentran en la calle.
—Quedamos en que mañana te mando á Rafael —me dijo, arreglándose la cabeza delante del espejo.
—Sí: tengo muchos deseos de verle.
—Vamos á ver, con franqueza. ¿Qué tal me encuentras?
—Según lo que quieras decir. Distingo.
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—Sin distinciones.
—Te encuentro muy francesa —repetí, faltando á la verdad por molestarla.
—¡Dale!... Me enfada eso más que si me dijeras una mala palabra. Si quieres decir la mala palabra, suéltala, ten valor, ponme la cara como un tomate; pero no me insultes con rodeos.
—Como quiera que sea, estás hermosísima —declaré, mostrándome más sensible á sus pruebas de cariño—. Las locuras que yo hice las hacen otros; mejor dicho, otros harán locuras más locas... ¡Qué dramas leo en tu cara, hija, y también tragedias, que ahora están en borrador! Te voy á llamar Madame Catastrophe. ¡Pobrecito del que...! En fin, hemos de ver horrores.
—¡Ah! tengo que contarte —dijo, tras una explosión de risa—: tengo que contarte... ¿Sabes que Pepito Trastamara está loco por mí y quiere casarse conmigo?
—Péscale, no seas tonta. Hazte cargo de que tienes por marido á un galguito ó á un King Charles. Serás duquesa, y libre como el aire. Pero la cuestión de cuartos creo que no anda bien en esa casa. La Peri está liquidando lo poco que resta. Mucho ojo, Eloísa.
—¿Ves? Sin querer te estás tomando interés por mí; me estás dando consejos —replicó con mucha monería—. Si no puedes, hombre, si no puedes desligarte de mí; si te intereso sin que lo eches de ver... ¿Conque no me conviene Pepito Trastamara...? ¿Y ser duquesa? Pepito heredará al marqués de Armada-Invencible: fíjate en esto.
—También Manolo Armada-Invencible está áp. 100 la cuarta pregunta. No tienes idea de lo arrancada que anda la aristocracia. Pídele detalles á tu cuñado Cristóbal Medina, que le lleva las cuentas al céntimo.
—Voy creyendo, como mi hermano Raimundo, que aquí no hay más que mil duros, que un día los tiene éste y después el otro...
—Ni más ni menos. Te profetizo que pasarás las de Caín. Hay poco dinero.
—Y muchos á gastar, lo sé.
Seguimos hablando de esto festivamente, riéndonos mucho, y procurando yo esquivar los recuerdos, que á cada paso hacía ella, de nuestros pasados delirios. Por fin se fué, asegurando que nos volveríamos á ver pronto en su casa ó en la mía. Su hermosura, que realmente era para deslumbrar al más pintado, no despertaba en mí sentimiento alguno de cariño; sólo inquietaba mi superficie, dejándome en paz el fondo.
El día siguiente lo pasé muy entretenido con Rafaelito. Era un niño preciosísimo, angelical, que ó nada sabía de travesuras, ó no las hacía delante de mí por el respeto que yo le inspiraba. Su media lengua me encantaba, y su cortedad de genio me le hacía más interesante. Era muy formalito, y se pegaba, se cosía á mi persona, no dejándome á sol ni á sombra. Cuando le sentaba sobre mis rodillas para acariciarle, me pasaba la mano por la cara, tocándome con veneración, cual si quisiera cerciorarse de que yo era una persona viva y no imagen figurada por su deseo. Si entrábamos en conversación, iba soltando por grados su media lengua graciosa, dábame cuenta de los juguetes que tenía y de los que esperabap. 101 tener. Su manía entonces eran los globos. Si yo cogía un lápiz en la mano, pedíame que le pintara globos; quería hacerlos con el pañuelo, con un papel, y se le figuraba que la cosa más estupenda del mundo era andar por el aire colgado de una bola que sube. Había visto en París un aeronauta, y tal espectáculo se le estampó en el alma. Hícele varias preguntas capciosas por ver si tenía alguna idea respecto á Fúcar; pero nada pude sacarle: sin duda Eloísa le había mantenido á distancia del marqués, porque el niño sólo tenía nociones confusas de aquel humano globo.
A donde quiera que yo iba por la casa, me seguía Rafael. Se agarraba á mi mano y no quería jugar solo; no se divertía sin mí. En las mesas y credencias de mi gabinete había varios cachivaches de porcelana, entre ellos perritos, gatos, muñecos... Rafael les miraba con cada ojo como un puño; pero no se atrevía á cogerlos, ni siquiera á tocarlos con la yema del dedo índice. Yo le permití que jugara con aquellas baratijas, y él las cogía con más veneración que el sacerdote la Hostia. Cuando yo envolvía en papeles los perros y gatos uno por uno para que se los llevara, la emoción no le dejaba respirar. Al abrazarle, noté que su corazón palpitaba como si se quisiera romper.
Por la tarde, muy á disgusto suyo, le mandé á su casa con Evaristo, que le había traído. Despedíase de mí con resignación, preguntándome si su mamá le dejaría volver otro día. En los siguientes, Eloísa no cesaba de mandarme recados informándose de mi salud, que no era buena, y con los recados solían ir cartitas rogándome quep. 102 pasara á su casa. Viendo que yo no me daba á partido, fué ella misma á verme varias tardes. Por fin, una mañana me envió con el pequeñuelo una cartita diciendo que estaba mala y deseaba «verme á todo trance.» Bien comprendí que lo de la enfermedad era un ardid; pero las flaquezas propias de la naturaleza humana en general y de la mía en particular me impulsaron á acudir á la cita. Toda aquella moral mía se la llevó la trampa.
Y no sólo fuí aquel día, sino otro y otros. La prójima parecía quererme como antaño; mas yo no veía en ella sino un pasatiempo, un entretenimiento breve, que endulzaba algunos instantes de mi vida amarga; y mientras más caía en aquellas embriagueces fugaces, sin interés alguno espiritual, mayor y más alta era la idealidad de mi pasión por Camila. Aquella loca afición no correspondida se alambicaba y se extendía, cogiéndome todo el ánimo y la vida toda, en la cual era un estado permanente. Sentía desarrollarse en mí dotes poéticas, inspiración fluida y crónica á estilo de la del Petrarca, porque á todas horas me sugería pensamientos sutiles, de los cuales podrían salir sonetos á poco que me ayudase la retórica. Camila no se me apartaba del magín ni un solo rato, y tanto más presente la tenía cuanto más cerca de Eloísa estaba, ó si se quiere, en el mayor grado de proximidad posible. La idea de que eran hermanas me cosquilleaba en la mente, violentando la fantasía para que llegase á la figuración de que eran una misma persona. ¡Y, sin embargo, cuán distintas! El aire de familia me engañaba tan sólo breves momentos.
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Si he de decir verdad, me agradaba el poquito de misterio y reserva que era forzoso emplear en mis entrevistas con Eloísa. Sin esta salsa, quizás aquellas crasitudes dulzonas y sin temple me habrían empalagado más pronto. Quiquina y Evaristo me introducían con muchos tapujos. Nunca menté á Fúcar, porque conocí que le repugnaba nombrarle. Pero un día en que hablábamos de las precauciones tomadas para aquellas entrevistas, se puso rabiosa, y señalando con el dedo índice la parte más alta de su cabello en desorden, se dejó decir:
—Estoy... de viejo pintado... hasta aquí.
No quiero pasar en silencio el cariño, el entusiasmo con que me enseñaba lo que había traído de París. En piezas de Choisy-le-Roi y de Barbotine tenía maravillas; jarrones inmensos sobre columnas, un grifo con una cartela enroscada que daba el opio, y mil chucherías de todos tamaños, en tal número, que apenas había ya en la casa sitio donde ponerlas. Enseñóme también ricos encajes de Malinas, Bruselas y Alençon, comprados por ella misma á las Beguinas de Gante, y otras mil cosas. No cesaba de preguntarme: «¿te gusta?» y si respondía que sí, poníase muy alegre. En aquella época jamás me pidió dinero, ni lo necesitaba. (¡Pobres fumadores!) Por el contrario, advertía yo en ella un tácito deseo de que se le presentase ocasión de sacarme de un apuro. Un día, no sé si de los últimos de Octubre ó Noviembre, que me oyó hablar de ciertas dificultades para la liquidación, sacóme una cajita llena de billetes de Banco, de la cual aparté con horror la vista.
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Acerca de ella corrían mil versiones infamantes. En París había desplumado á un francés, dando un lindo esquinazo á aquel esperpento de Fúcar; en Madrid mismo, sus favores habían recaído sucesivamente en un malagueño rico de apellido inglés, en un ex-ministro y célebre abogado. Todo esto era falso y prematuro, puedo decirlo en honor suyo; relativo, sin temor de equivocarme. La calumnia, que más tarde dejaría de serlo, la perseguía por adelantado, como persigue á todos los que se portan mal, resultando que hay en ella un fondo de justicia. Reaparecieron los jueves, en los cuales había más confianza que durante mi reinado. Díjome el Saca-mantecas que se jugaba descaradamente. No iba ninguna señora, ni aun la de San Salomó, que era persona de manga muy ancha. Quiquina y M. Petit volvieron á la casa, y nuevos criados, y las mismas costumbres irregulares del año anterior.
Sabía Eloísa, eso sí, tomar en público los aires de una señora distinguidísima, y lo que es más raro, conservaba parte no pequeña de sus relaciones; hacía visitas, iba á misa, era saludada por lo más selecto de Madrid. Oyéndola hablar, cualquier incauto la habría creído el espejo de las viudas. Parecía que no rompía un plato. Afanábase por la educación de su hijo, y le había puesto un aya francesa, de quien me dijo Evaristo que era más fea que el hambre. Su solicitud materna era quizás lo único que yo podía estimar en la prójima; pues por todo lo demás, sólo me inspiraba lo que es propio de las prójimas: lástima, interés nominal y desdén efectivo.
De la propia crudeza de mis males físicos y morales, brotó súbitamente la idea del remedio. Así es la Naturaleza, genuinamente reparadora y medicatriz. La idea que me abrió horizontes de salud fué la idea del trabajo. «Si yo tuviera un escritorio, como lo tenía en Jerez, y además mis viñas y mis bodegas, estaría muy entretenido todo el año, y no pensaría las mil locuras que ahora pienso, tendría salud y buen humor.» Así me hablaba una mañana, y tras la idea vino la resolución de practicarla. ¿Pero en qué trabajaría? Ocurriéronme de pronto varias clases de ocupaciones comerciales, de las cuales me había hablado la noche antes Jacinto María Villalonga. Él traía no sé qué belenes en Fomento. Había tirado ediciones sin fin de libritos agrícolas para que el Estado los hiciera comprar á los Ayuntamientos. Se presentaba á todas las subastas, ya fueran de carreteras, ya de obras de reforma en los Museos, bien de impresión de Memorias ó de los revocos que constantemente se están haciendo en el vetusto edificio de la Trinidad. Luego Villalonga cedía el negocio con prima, si había quien se lo tomase. Pero con esto y otros muchos enredijos que en el Ministerio traía, y por los cuales le ví sacar muy á menudo libramientos y órdenes de pago, nunca salía de trampas. Tan arruinado y lleno de líos estaba, que sin duda por sus desordenados gastos y vicios no había mes que no necesitase dinero. Ap. 106 mí me debía más de ocho mil duros, y esta deuda empezaba á inquietarme.
Los negocios de que me habló y que me interesaron eran más amplios que sus obscuros manejos burocráticos. «Traer trigos de los Estados Unidos y establecer un depósito en Barcelona; instalar máquinas para el descascarado del arroz de la India, obteniendo previamente del Gobierno la admisión temporal; llevar los vinos de la Rioja directamente á París por la vía de Rouen, y á Bélgica por la de Amberes...» Esto me parecía bien, sobre todo el negocio de vinos, en el cual algo y aun algos se me alcanzaba á mí.
Levantéme una mañana dispuesto á hacer un viaje á Haro y dar una vuelta por Elciego, Casalarreina, Cenicero, Cuzcurrita y demás centros de producción... Pero esto era meterme en faenas penosas. Nada, nada: más valía que, quietecito en Madrid, buscara un modo de trabajar. El negocio de banca con Londres y París me seducía; pero está muy acaparado. Hablando con mi tío, éste me hizo ver que el estado de la Bolsa era muy á propósito para zamparse en ella hasta la cintura. La persistente baja, motivada por los sucesos de Badajoz y el azoramiento de los tenedores extranjeros, convidaba á meterse en danza, teniendo serenidad y empuje.
Pues decidido. Pensando en esto, activáronse mis fuerzas y recobré la alegría. Por el trabajo, que trabajo era y de los buenos, obtendría yo dos beneficios: evitar los males que causa la holganza, y restablecer mi fortuna en su primitiva integridad. Desde el día siguiente me puse al habla con mi amigote Gonzalo Torres, de quien hep. 107 hablado antes un poco. Ahora tengo que hablar mucho de él, pues bien lo merece este tipo esencialmente madrileño, el más madrileño quizás que encontré en los años que en la Corte estuve. Aquel gato se había enriquecido en pocos años con atrevidos agios; tenía coche, estaba edificando una casa magnífica en la Ronda de Recoletos y vivía muy bien, sin gran boato externo. Su facha era ordinaria, su estatura menos que mediana, la nariz pequeña y los ojos enormes, huevudos, con ceja muy negra. Presumía de guapo y miraba á todas las mujeres que encontraba en la calle como perdonándoles la injusticia de que no le miraran á él. En este terreno era insufrible. Cuando le daba por relatar sus conquistas, no se le podía oir, porque decía muchas mentiras, revelando un pesimismo depravado. Ninguna á quien él había puesto los puntos, había dejado de caer. No es, por tanto, de extrañar que llegara mi hombre á adquirir, por su propia experiencia, el convencimiento de que todas eran unas... tales.
En el terreno de los negocios sí que me gustaba oirle. Allí se descubría el hombre tal como era, con sus lados malos y sus lados buenos; el español agudo, vividor, de trastienda, que se mete por el ojo de una aguja y va en pos de su interés saltando por encima de cuanto se le opone; tipo perfecto del que no ve en la humana vida más ideal que hacer dinero, y hacia él marcha con los ojos cerrados, digo, abiertos y bien abiertos. Nos veíamos muy á menudo en mi casa y en Bolsa; á veces almorzábamos juntos, y me contaba diferentes episodios de su vida. Esta mep. 108 pareció digna de estudio, como ejemplo de constancia y temeridad, de desvergüenza por una parte, de tesón por otra. Según me dijo, había pasado su niñez en un comercio de la calle de la Montera midiendo percales y bayetas, soñando siempre con ser rico y despreciando á su principal, un hombre apocado que tomaba el género en los almacenes de la plazuela de Pontejos para revenderlo, siempre con miseria y apuros y sudando la gota gorda en cada vencimiento. Contaba Torres que él, confinado en su mostrador, tenía los ojos del espíritu fijos constantemente en los célebres banqueros Urquijo y Ortueta, que vivían en la misma calle; y tenía cuidado de que no se le escaparan cuando pasaban por delante de la puerta de su tienda á hora determinada para ir á la Bolsa, ó de regreso de ella. Ninguno de los dos tenía coche. Aquellos hombres eran sus ideales; ser como ellos su ambición. A veces poníase á mirar desde la calle á las ventanas de los respectivos escritorios, y soñaba con verse en local semejante, escribiendo facturas, firmando letras, cortando cupones; echándose después gravemente á la calle para ir á la Bolsa, y rompiendo á codazo limpio las manadas de transeuntes.
Regañóle un día su principal, y se plantó en la calle. Como no tenía una peseta, pasaba mil agonías para vivir. Todos los días, cualesquiera que fuesen sus ocupaciones, pasaba por la calle de la Montera dos ó tres veces, y si encontraba á Urquijo ó á Ortueta se quitaba el sombrero y hacía una reverencia como si pasara el Viático. Tuvo que dedicarse á viajante de comercio para poder vivir; recorrió toda España en segunda,p. 109 con muestras de chocolate de la Colonial, zapatos de Soldevilla y otros muchos artículos. Pero sus ganancias eran escasas, y se fijó en Madrid, al amparo de Mompous, que le daba algunos corretajes de venta y compra de terrenos. Sin que lo supiera Mompous, se asoció á un tal Torquemada, que hacía préstamos con usura. Torres buscaba víctimas, y las descueraban entre los dos. Hacían pingües negocios facilitando dinero secretamente á las señoras que gastan más de lo que les dan sus maridos para trapos; y con la amenaza del escándalo, las ponían en el disparadero y las desplumaban. Bien relacionado el tal Torres con muchos tenderos de Madrid, se hacía cargo, mediante una prima de cincuenta por ciento, de realizar los créditos incobrables. Él apandaba las cuentas que habían ido cien veces á casa del deudor, encontrándose siempre con cara de palo, y previo el endoso del crédito en virtud de una ficción legal en que él (Torres) pasaba por inglés del tendero, se ponía en combinación con Torquemada, que era curial y tocaba pito en todos los Juzgados, y apretando á la víctima con citaciones y embargos, por fin la hacían vomitar en conjunto ó á plazos lo que debía.
Con estas socaliñas empezó á reunir su capital. Por una serie de trapisondas y de enredos que serían largos de contar, Torquemada y Torres se adjudicaron una carnicería, propiedad de un deudor insolvente. La cosa no habría tenido lances si á Torquemada no se le hubiera ocurrido que, tras aquel negocio, podía emprender el de suministro de carne y caldo para los enfermos del Hospital Provincial. Puso la puntería en lap. 110 Diputación, y aquel año hubo locas ganancias. Los moribundos les hicieron á ellos el caldo gordo.
Pero los parroquianos insolventes eran la pesadilla de entrambos. Había entre éstos un respetable sujeto, cesante, ex director, que tenía una familia numerosa y anémica, á la cual recetaban los médicos carne á la inglesa, o lo que es lo mismo, cruda. Consumían mucho, pero no pagaban jamás, y la cuenta crecía como espuma. Cuando pasó de mil reales y trataron de hacerla efectiva, vieron que la casa del señor aquél era un abismo sin fondo. Al huevero se le debían dos mil reales, al de ultramarinos seis mil y al carbonero unos mil y pico. El del pan cogía el cielo con las manos; y congregados todos un día en la puerta de la casa, armaron una chamusquina de todos los demonios. Lo que decía el señor aquél, ex-director y caballero gran cruz de Carlos III: «Más le valía no haber nacido.» Puestos todos los ingleses de acuerdo, quisieron hacer un Trafalgar en la infeliz familia; pero nada lograron. La familia insolvente y carnívora cambió de domicilio, dejando á los acreedores con dos palmos de narices. Sólo Torres, que era más listo que el huevero, el tendero y el carbonero juntos, olfateó el rastro, metió la cabeza, amenazó, y valiéndose de mil trazas ingeniosas, ya que no pudo sacar dinero, puesto que no lo había, obtuvo, en pago de la carne, un piano. Era el dulce instrumento en que tecleaba una de las niñas anémicas. Torres cargó con su presa y...
—De esta adquisición inesperada —me dijo— arranca el negocio de alquiler y compostura dep. 111 pianos que tuve durante tres años y medio. ¡Cómo se enlazan las cosas de la vida! De carnicero á músico. Torquemada siguió con el arbitrio de carnes, y yo acaparé el de almacén de pianos. Llegué á tener más de trescientas matracas, que alquilaba por tres, cuatro ó cinco duros al mes á las alumnas del Conservatorio que soñaban con ser la Patti; á los compositores jóvenes que se creían unos Meyerbes, y para hacer boca, perjeñaban una zarzuelita; á las familias honradas y buenas parroquianas que querían educar á las pollas para señoritas finas, aunque al fin y á la postre vinieran á parar, como todas, en ser unas... tales.
Luego proseguía contándome cómo, al fin, reunidos unos seis mil duros, dejó los pianos para meterse de hoz y de coz en la Bolsa, que era su ideal, por suponerse con aptitud nativa para el tráfico de papel. A los ocho días, ya sabía tanto como los viejos; adquirió pronto el golpe de vista, la audacia serena y el don de abarcar rápidamente las operaciones más complejas. Su éxito fué grande. Empezó el 73, cuando la renuncia de don Amadeo, y las bajas considerables en los años de guerra civil le pusieron en las nubes. Era pesimista incorregible. Para él la campaña iba siempre mal, y los carlistas daban cada golpe que cantaba el misterio. Aquellos mismos seres venerables á quienes tenía por semidivinos, Urquijo y Ortueta, los banqueros de la calle de la Montera, fueron sus amigos, y tan iguales á él que le daban ganas de tutearles. El 77 era ya el espanta-pájaros de la Bolsa. Todos observaban lo que él hacía para seguirle la correa. Recibíap. 112 diariamente despachos telegráficos cifrados de sus agentes de Londres y París, para jugar en combinación con aquellas plazas.
—Y aquí me tiene usted —añadía—: hoy soy rico; pero me gusta vivir á la pata la llana, y si tengo carruaje, no es porque me haga falta, que yo gusto de andar en el caballo de San Francisco; únicamente lo uso para que esos brutos de la Bolsa me lo vean, y para que mi señora se pasee.
Oí decir que la señora de Torres fué criada de servicio, y que no sabía leer ni escribir; mejor dicho, que había adquirido con maestro estas indispensables enseñanzas después que la fortuna de su marido le dió títulos y fuero de persona decente. Yo la conocí más adelante en casa de María Juana, y me pareció una mujer excelente, modesta y sencilla. Moralmente valía más que su marido, y en figura le llevaba también no poca ventaja.
Pues bien: este Torres fué mi iniciador en aquella vida de trabajo bursátil. Lo primero que hice al meterme en danzas con él, fué ponerle los puntos sobre las íes. Yo no haría ninguna operación grande ni chica sino con intervención de un agente colegiado, porque no quería meterme en aventuras peligrosas. Torres operaba en grande con un desparpajo que me pasmaba, comprando y vendiendo á fin de mes, por sí y ante sí, sin ninguna seguridad legal, sumas fabulosas. Yo, por el contrario, resuelto á andar con pies de plomo por terreno tan peligroso, daba y tomaba mis dobles, compraba y vendía en voluntad ó á fin de mes, siempre con la garantía de la publicación y de la firma del agente en la póliza, el cual agenp. 113te era persona de respetabilidad, amigo de mi tío. Torres era muy listo; pero á mí no me faltaba trastienda para aquel negocio, y en todo Diciembre, así como en Enero y Febrero del año siguiente, ví coronados mis esfuerzos con éxitos no despreciables. Así me satisfacían más, teniendo por mejor sistema aquel tole-tole, que los atropellos en que se metía el hortera y carnicero y músico y bolsista Gonzalo Torres.
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Los lunes de María Juana.
Vamos con calma y método, que hay aquí mucho que contar.
María Juana me dijo que pensaba fijar los lunes para invitar á su mesa á seis ó siete personas, y recibir después á los amigos. Deseaba ella que en estas reuniones reinase una media etiqueta, con lo cual contrariaba al bueno de Cristóbal, que renegaba de las farsas y enaltecía la confianza como flor verdadera de la amistad. Gustábale á él la abundancia de las comidas españolas, y ponía el grito en el cielo en tratándose de las fruslerías de la cocina francesa. Su mujer, habilidosa como pocas, logró encontrar el justo medio, ó mejor, componendas hipócritas, con las cuales aparentaba llevarle el genio, y en realidad no hacía sino su santísimo gusto. El adorno de la casa era un campo de maniobras en que lo elegante y lo cursi andaban á la greña. Había cosas muy buenas, compradas recientemente en casa de Ruiz de Velasco, y otras del gusto fiambre, caobas y palisandros barnizados,p. 116 papeles horribles con vivos de negro y oro. Porque Cristóbal era de los que se empeñan en que todo se ha de adornar con medias cañas; tenía fanatismo por este sistema decorativo, y si lo dejaran pondría las tales medias cañas hasta en la Biblia. Mi prima iba desterrando poco á poco antiguallas é introduciendo el contrabando de los muebles de arte y gusto; y como Medina la quería tanto, no le era difícil á ella triunfar en cuanto se le antojaba, aunque hubo casos en que el esposo se mostró inflexible. Tenían un portero leal, honradísimo, que llevaba veinte años comiendo el pan de los Medinas, hombre que, al decir de Cristóbal, no se pagaba con dinero. Pero aquel espejo de los porteros tenía un gran defecto. No vayáis á creer que se emborrachaba. ¡Era que usaba patillas, unas enormes zaleas negras, revueltas y despeinadas, que caían tan mal con la librea...! La señora les había declarado la guerra, las odiaba como si fuese ella propia quien tuviera aquellos pelos en la cara. De buena gana habría acercado un fósforo á la de su leal servidor, para incendiar aquel matorral indecente. Pero Medina se opuso siempre á que se le hablara al tal de raparse. Le parecía un ataque al libre albedrío y una burla de la personalidad humana. Además, lo de las caras afeitadas, tratándose de criados, le parecía farsa, comedia, «moda francesa, hija; mariconadas que me revientan.» Defendido por su amo, el portero continuó y aun continúa tan hirsuto como siempre. La casa era una de las fundadoras del barrio de Salamanca. La compró Medina al Crédito Comercial, y después de echarle mil remiendos y composturas,p. 117 porque estaba tan derrengada como todas las de su tanda, la pintó muy bien por fuera, imitando ladrillo descubierto, con ménsulas y jambas, figurando piedra de Novelda, y en el portal y escalera púsole cuantas medias cañas cupieron. Arregló para sí el principal, que era hermosísimo, con vistas á la calle de Serrano y al jardín interior de la manzana. Las tales casas, mal construídas, tienen una distribución admirable, un ancho de crujía y un puntal de techos que me gusta mucho. Su única imperfección, para mí, es la curva de las escaleras; defecto que también tenía mi finca de la calle de Zurbano.
María Juana había engrosado bastante; pero siempre estaba guapa. La gordura y los quevedos aumentábanle un poco la edad; pero al propio tiempo dábanle aires de persona sentada y de buen juicio, y hasta de mujer instruída con ribetes de filósofa. Eralo realmente. Más de una vez la sorprendí bajando de su coche en las librerías para comprar lo más nuevo de por acá, ó bien lo bueno y nuevo de Francia. No tenía escrúpulos monjiles, y se echaba al coleto las obras de que más pestes se dicen ahora. Estaba, pues, al tanto de nuestra literatura y de la francesa; leía también á los italianos Amicis, Farina y Carducci; apechugaba sin melindres con Renan y otros de cáscara muy amarga, y algo se le alcanzaba de Spencer, traducido.
Mostrábame la señora de Medina (líbreme Dios de llamarla ordinaria), desde que nos vimos en San Sebastián, grandísima consideración. Fuí el primero con quien contó para sus comidas; iba también algunas tardes y hablábamos largamenp. 118te. Descubrí á poco, tras un tejido de subterfugios muy discretos, un sentimiento vivo de curiosidad, deseo ardentísimo de conocer todo lo que había pasado entre Eloísa y un servidor de ustedes. Se trataba poco con su hermana; sus relaciones eran pura etiqueta de familia en casos de enfermedad; de modo que yo solo podía ponerla al tanto de lo que saber quería. Dirigíame pregunta tras pregunta. Y yo no me paraba en barras: ¿para qué? Si saciando aquella curiosidad sedienta y mal disimulada la hacía feliz, ¿por qué privarla de un gusto tan arraigado en su naturaleza? Preguntábame asimismo mil pormenores de la casa que ella tenía por el non plus ultra de la elegancia. ¿Cómo era el servicio del comedor? ¿Conservaba yo algunos menús de las comidas? ¿Cuántas veces se vestía Eloísa al día? ¿Se vestía por completo, de ropa interior ó nada más que cambiar de traje? ¿Usaba esas camisas de seda que ahora han dado en usar las...? ¿Sus camisas de hilo eran abiertas por delante y ajustadas como batas? ¿Cuántas docenas de pares de medias de seda de color tenía? ¿A qué hora se peinaba? ¿Era cierto que se daba baños de leche de burras para conservar la tersura terciopelosa del cutis? ¿Traía el calzado de París? Los jueves, ¿cuántos vinos servían? ¿Compraba Champagne de Reus, haciéndole poner etiquetas de la Viuda Cliquot? ¿Era cierto que debía á Prats más de seis mil duros? ¿Y á qué jugaban en la casa, al whist, á la besigue ó al monte limpio? ¿Era verdad que no pagaba nunca cuando perdía? ¿Era cierto que anunciaba á los amigos con quince días de anticipación el día de su santo para que fueranp. 119 preparando los regalos?... A este bombardeo contestaba yo como Dios me daba á entender, unas veces categórica, otras ambiguamente, cuidando de no poner en ridículo á la que me había sido tan cara... en todos los terrenos.
Por supuesto, María Juana no perdonaba ocasión de echarme en cara la más grave de mis faltas. ¡Oh! no me la perdonaría fácilmente, porque yo había envilecido á su hermana y á toda la familia. Verdad, que si no hubiera sido conmigo, habría sido con otro, pues Eloísa tenía en su naturaleza el instinto de la disipación. Tratando de esto á menudo, dióme á conocer María Juana que no eran un misterio para ella las flaquezas de mi carácter; hablóme como hablan los médicos con los enfermos á quienes de veras quieren curar, y concluía con exhortaciones cariñosas, inspiradas en sus lecturas; todo muy discreto, juicioso y hasta un tantillo erudito. ¡Vaya si tenía talento mi prima! Varias veces promulgó cosas muy sabias sobre los males que nos produce el no vencer nuestras pasiones. «Somos débiles en general; pero vosotros los hombres, sois más débiles que nosotras las mujeres, y os chifláis más pronto y con caracteres más graves. Así vemos que personas de talento hacen mil locuras por dejarse ilusionar de una cualquier cosa... Tú, que en tus negocios, según dice Medina, eres una cabeza firme, ¿cómo es que se te va el santo al cielo por unas faldas? Enigmas del hombre de nuestros días, mejor dicho, del hombre de todos los días.» Por fin, una noche, después de larga conferencia, antes de comer, me espetó la siguiente conclusión: Yo estaba enfermo, yo estabap. 120 desquiciado. Para ponerme bueno, era preciso administrarme una medicina, en la cual se combinaran dos salutíferos ingredientes: el trabajo y el himeneo. Agradecí mucho la intención y admiré el talento de María Juana; pero no podía mostrarme conforme con la segunda de las drogas recomendadas por ella. El trabajo me convenía realmente, y ya me había metido en él; ¡pero el matrimonio...! Mi alma estaba tan llena de Camila, que ni una hilacha, ni una fibra de otra mujer podían entrar en ella.
Hubiérame guardado bien de revelar á María Juana la pasión que Camila me inspiraba, porque de fijo le habría dado un mal rato. Debo hacer constar que aquella señora miraba á su hermana menor con cierta indiferencia parecida al menosprecio, y teníala por mujer vulgar y sin mérito alguno. Firme en sus trece, es decir, en que yo debía trabajar y casarme, la ordinaria (sin querer se me escapa este mote) me dijo aquella misma noche con gracia mezclada de protección:
—Estate sin cuidado, que yo te buscaré la novia, mejor dicho, ya te la tengo buscada. Verás qué joya.
—No, prima, no te molestes —repliqué—. No hay mujer para mí. Es una desgracia; pero no lo puedo remediar. No creas, también yo he pensado en esto, y sólo saco en claro una cosa; y es que no tengo media naranja. Si me fijo en una que tiene buena planta, resulta con una educación deplorable. La bien educada es fea como un mico, y la bonita y lista me sale con perversidades y resabios que me aterran. Si es pobre, mep. 121 parece que me quiere por el dinero; si es rica, tiene un orgullo que no hay quien la aguante. Por más vueltas que le des, la tostada no parece... Y por fin, si quieres que te diga la verdad, en mí hay un vicio fisiológico, una aberración del gusto, que no puedo vencer, porque ha echado ya sus raíces muy adentro, confabulándose con estos pícaros nervios para atormentarme. Es, te reirás, es que no me agradan más que las cosas prohibidas, las que no debieran ser para mí. Si alguna que no esté en estas condiciones me gusta, al punto la idea de que sea yo quien la prohiba á ella me quita toda la ilusión. Ríete todo lo que quieras; llámame loco, enfermo, despreciable y hasta ridículo; pero no me digas que me case.
Mirábame sonriendo con majestad, como segura de vencer aquella manía tonta. El gesto de su mano acompañaba admirablemente la frase cuando me decía:
—Estate sin cuidado, que yo te quitaré esas telarañas de los ojos, mejor dicho, esos cristales, porque son falsos prismas. Eres un vicioso. Déjate estar, que cuando conozcas á la candidata...
Erame grata aquella casa porque en ella respiraba una atmósfera de negocios á que yo había cobrado bastante afición. Los primeros lunes eran comensales fijos Trujillo, Arnáiz, Torres y también Samaniego, nuestro agente de Bolsa. No se hablaba más que del estado de los cambios,p. 122 de si se haría bien ó mal la liquidación de fin de mes, y de otros particulares relacionados con la economía social. De cuanto hablaba Medina se desprendía siempre lo que llamaré el endiosamiento del arreglo, la devoción de la solidez económica. No comprendía él que nadie gastase más de lo que tiene. Odiaba la farsa, el aparentar lo que no existe, y el boato ruinoso de los aristócratas. ¡Cuánto más vale un buen pasar, la comodidad, y, sobre todo, la satisfacción profunda de no deber nada á nadie! Porque él quería que por todo el orbe se divulgase que jamás de los jamases había tenido una deuda, y que en su casa todo se compraba con dinero en mano. Por esto vivían él y su señora tan tranquilos. ¿Podrían otros decir lo mismo? Seguramente que no.
Muchas veces concertábamos allí, de sobremesa, operaciones para el día siguiente. La casa era nuestro Bolsín. Andando los días, allá por Febrero, cuando las reuniones se animaron con la introducción de nuevas personas, este fondo de tertulia económica era siempre el mismo, y en los corrillos de hombres solos reinaba la chismografía financiera, con vislumbres de social. En ninguna parte había oído yo sátiras tan despiadadas como las que allí escuché, referentes al lujo estúpido de muchos que no tienen sobre qué caerse muertos. Y era que en ninguna parte se tenía un conocimiento más completo de las intimidades pecuniarias de toda la gente que pasa por rica en Madrid. Torres, como hombre que había andado en tratos de préstamos menudos; Medina, como prestamista hipotecariop. 123 de algunas casas grandes; Arnáiz, en su calidad de patriarca del comercio de Madrid; Trujillo, expertísimo banquero, conocían al dedillo, cada cual bajo aspecto distinto, todas las trapisondas económicas de la sociedad matritense. Cuando se tiraban á contar casos y á ponerles comentarios, yo me encantaba oyéndoles.
¿Qué tenían que ver las anécdotas del general Morla, con aquella verdad palpitante, toda números, toda vida? Las agudezas de los conversacionistas más ingeniosos palidecían junto á aquel cuento de cuentas. Y que no se mordían la lengua los tales.
—La casa de Trastamara estaba ya tambaleándose. Había tomado Pepito diez mil duros el mes anterior, y ya andaba poniendo los puntos á otros diez mil, si bien no era fácil encontrara un primo que se los diera. Sobre el palacio gravaban tres hipotecas. De las fincas históricas sólo quedaba la ganadería de toros bravos. Hasta las cargas de justicia las tenía empeñadas el anémico prócer...
—El duque de Armada-Invencible tenía un pasivo de veintitrés millones de reales. Su activo no llegaba seguramente á diez y nueve, comprendido el caserón, que, por estar situado en sitio céntrico, valdría mucho para solares. Se susurraba que los cuadros y las armaduras habían salido para París con objeto de venderse en el Hotel Drouot. Que el duque estaba con el agua al cuello, lo probaba el hecho de haberse dejado protestar una letra de Burdeos por valor de veintitantas mil pesetas...
—Medina sabía de muy buena tinta que los de Casa-Bojío habían llegado á la extremidad de vivir con lo que les quería fiar el tendero de lap. 124 esquina, y, sin embargo, daban bailes, metían mucho ruido, salían por esas calles desempedrándolas con las ruedas de su coche, y poniendo perdidos de barro á los pobres transeuntes que han pagado al sastre la levita que llevan. Él no comprendía esto; no le cabía en la cabeza tal manera de vivir. ¡Dar bailes y comilonas, y deber la escarola! Nada, que este Madrid es muy particular...
—Arnáiz sabía que Sobrino Hermanos tenían una cartera de sesenta mil duros incobrables. Así no era de extrañar que elevaran el valor de los géneros. Parecía mentira que el frenesí de los trapos ocasionara estos desequilibrios en la riqueza. Y lo peor es que han de seguir surtiendo á las que no les pagan, pues si les negaran el género, les desacreditarían sólo con decir que no traen más que cursilería. Así es que cuando las insolventes van á la tienda, las tienen que recibir con los brazos abiertos, y mimarlas mucho, y sacarles hasta el fondo del cofre, para que lo revuelvan todo, regateen, mareen á Cristo, carguen con lo que les guste, y después vayan pagando á pijotadas, si es que pagan algo...
—Ultimamente se había animado algo el comercio de Madrid con el cambio político. Siempre que sube un partido que ha estado á ver venir mucho tiempo, con los dientes largos y medio palmo de lengua fuera, se animan las ventas. Muchas señoras se emperejilan entonces de nuevo; algunas echan la casa por la ventana. En estas épocas suele cobrarse algún crédito de tres ó cuatro años, que ya se tenía por muerto...
—Pero si los políticos estaban tan alicaídos como los aristócratas, en cambio, desde que sep. 125 regularizó el presupuesto y el Tesoro dejó de trampear, se notaba una cierta tendencia al reposo, al orden general. Es una vulgaridad la creencia de que los políticos viven á costa del país y se regalan como príncipes. La mayoría de ellos están á la cuarta pregunta, unos porque gastan sin ton ni son, otros porque la Ley de Contabilidad les tiene metidos en un puño. Haylos también que son honrados á macha-martillo. Trujillo conocía á uno de gran importancia, que se veía perseguido por los acreedores poco después de haber estado en situación de hacerse poderoso. Verdad que todos no eran así. Algunos, arruinados con mujeres, y habiendo abandonado el bufete que les daba mucho dinero, tenían que buscar en la misma política socorros de momento, consiguiendo destinillos para Cuba y Filipinas para que el agraciado les mandase algo de sus ahorros.
Y por aquí seguían. Medina era implacable: no carecía de autoridad para dirigir aquella campaña satírica, porque su casa era el templo de la exactitud financiera, y en ella no se conocía la farsa. Torres, que en su afán de criticar no perdonaba ni á su mejor amigo, me decía una noche, solos él y yo:
—No crea usted, Cristóbal tiene motivos para saber cómo andan las cajas de la grandeza. Las mermas de aquellas casas son los crecimientos de ésta. Figúrese usted que Cristóbal tiene una pajita en la boca; el otro extremo cae en la contaduría de Pepito Trastamara. Cristóbal hace así... aliquis chupatur, y se va tragando todo.
Después sacó del bolsillo del faldón de su levita un folleto, y hojeándolo añadió:
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—Esta es la Memoria del Banco, con la lista de los accionistas que tienen voto en el Consejo. Mire usted á Cristóbal Medina figurando aquí con 1.250 acciones, cuando en la lista del año pasado no tenía más que 650.
—¿Qué te enseñaba Torres? —me preguntó María Juana un momento después.
—La lista de accionistas del Banco, en la cual figuras con mil...
—Mil doscientas cincuenta, si no lo llevas á mal. Nosotros sólo gastamos la tercera parte de nuestra renta. Mírate en este espejo y compara.
Me lo dijo con gracia. En efecto: yo me miraba en el espejo y comparaba, no pudiendo menos de señalar, en mi interior, á tal casa y familia como dignas de imitación. María Juana tenía un vestido obscuro, con preciosísima delantera de tela brochada, de un tono de oro viejo; el cuerpo admirablemente ajustado y ostentando encajes de valor. Estaba en realidad muy elegante, y nada tenían que envidiarle las de aquel otro mundo matritense tan cruelmente flagelado por Medina. En su persona sabía María Juana convertir en letra muerta las teorías de castellano viejo preconizadas por su marido. Muy santo y muy bueno que el portero no se rapara las barbas; que se conservasen en las comidas ciertos platos de saborete español, llegando el amor de lo castizo hasta servir de vez en cuando el cabrito asado á la Granullaque de Toledo; muy santop. 127 y muy bueno que se hiciese una religión del pago de las cuentas, que en el Teatro Real no bajasen nunca de los palcos principales á los entresuelos, que no hubiera en la casa boato estúpido, ni se diera de comer á troche y moche á tanto y tanto hambrón; muy santo y muy bueno que no pusiera allí los pies Pepito Trastamara, y que se evitase por todos los medios que la casa se pareciese, ni aun remotamente, á otras donde con mucho bombo, mucho platillo y mucho de high-life, quejábanse los criados de que les mataban de hambre; muy santo y muy bueno todo esto; pero ella, la señora de la casa, se vestiría siempre á la última, y del modo más rico y elegante, viniera ó no de extranjis la moda, y trajera ó no entre sus pliegues el pecado de la farsa y de las mariconadas francesas.
Nada más injusto que el dictado de ordinaria de Medina que la de San Salomó continuaba aplicándole. Verdad que mi prima se desquitaba muy bien y no tomaba en su boca á la maliciosa marquesa sin ponerla buena. Cuando la soltaba, no había por dónde cogerla.
—Si viene esta noche tu amigo Severiano —indicó mi prima—, le diré que venga á comer pasado mañana. Si no viene y le ves tú, díselo. La otra noche se divirtió mucho con Barragán, y como pasado mañana vuelve éste con su señora, quiero que tú y tu amigo no faltéis. Pero prométeme formalidad. Severiano es demasiado malicioso, y tú también. Le tomáis el pelo al pobre Barragán, que es, para que lo sepas, un excelente sujeto. Sus dos chicas son muy monas.
Me entraron fuertes ganas de reir, y le dije:
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—Ya caigo, ya... ¿Apostamos á que la novia que me tienes destinada es la hija mayor de Barragán? Tú te has vuelto loca, María Juana. Aunque Esperancita me gustara, que no me gusta; aunque estuviera bien educada, que no lo está, y aunque me la diera Barragán forrada en todas sus acciones del Banco, no la tomaría, hija, porque además de las razones que tengo para no querer casarme, eso de ser yerno de No Cabe Más excede á cuantos suplicios puede inventar la imaginación.
—Cállate la boca, tonto —me contestó riendo también—. No es esa, no, la que te tengo destinada. La tuya es otra y no la has visto todavía, al menos en casa...
La inopinada aparición de don Isidro Barragán, que después de saludar á mi prima estuvo hablando un ratito con ella, nos impidió apurar el tema.
—Bárbara y Esperanza se nos han puesto malas esta tarde —dijo Barragán dando resoplidos.
—¡Pobrecitas! ¿Y qué ha sido?
—Nada, cosa del estómago... Las comidas de viernes no les caen bien... Pero Bárbara no quiere que en casa se falte á lo que manda la Iglesia, y yo le digo: «Partiendo del principio de que sea santidad eso de comer pescado en vez de carne, y yo lo pongo en duda; pero, en fin, lo admito; parto del principio de que... Yo digo: las personas delicadas ¿no deben estar exentas de cumplir esas reglas? Y no crea usted, tuvimos que llamar á Zayas. Dolores en la boca del estómago, vómitos. Al fin, paulativamente se han ido serenando. Bien merecido les está. Yo, como no creo en esasp. 129 teologías, comí en casa del amigo Lhardy buen pavo trufado, buenas salchichas y unos bisteques como ruedas de carro... Hola, Cristóbal, ¿pero ha visto usted hoy...? Queda el Perpetuo por debajo de 59. ¿Qué dice Torres? ¿Ha habido malas noticias? Lo que ya sabíamos: otra sublevacioncita militar. Esto da vergüenza. Aquí no hay más que pillería, aquí no hay quien sepa gobernar. Yo fusilaría media España, y veríamos si la otra mitad andaba derecha. Porque vea usted —añadía tocándome ambas solapas y haciéndome retirar un poco, pues tenía la mala costumbre de echársele á uno encima—, si los hombres de negocios nos pusiéramos un día de acuerdo, todos compatos, y dijéramos: «ea, se acabó la farsa: desde hoy abajo la política de personas, y arriba la de los grandes intereses del país...»
—Seguramente que...
—Porque vea usted —prosiguió él sin dejarme meter baza—. Yo, que tengo dos mil doscientas cincuenta acciones del Banco, usted que tiene quinientas, es un suponer, otro que tiene mil, y otro y otro con tanto y cuanto, y Trujillo que gira diez millones de reales al año, y tal y cual, cada uno con su negocio... Suponga usted que nos reunimos todos y decimos: «hasta aquí llegó la farsa.» Se me dirá que es difícil que tantos intereses se pongan de acuerdo; pero yo, partiendo del principio de que no hay ningún hombre político que tenga dos dedos de frente, sostengo...
—No tiene duda...
Felizmente se apareció Severiano y se lo endosé. Mi amigo se divertía con semejante mostrenp. 130co; yo, no. Me atacaba los nervios aquel pedazo de bárbaro, que por el hecho de haberse enriquecido de la noche á la mañana, se lo quería saber todo, disputaba á gritos, quería imponer su opinión, se conceptuaba más rico que nadie, y más listo y más agudo y más caballero y rumboso, cuando en realidad era una baldosa con figura humana, grosero, ignorante y sin pizca de hidalguía ni delicadeza. La fortuna de Barragán ha sido uno de los grandes misterios de Madrid. Era, si no estoy equivocado, de tierra de Albacete. El 60 tenía una tenducha de géneros de punto en la Plaza Mayor. Metióse en no sé qué contratas; hizo préstamos al Tesoro; empezó á crecer como la espuma. El 77 se le citaba como un gran tenedor de valores del Estado. El 80 eclipsaba con su recargado lujo á muchos que siempre pasaron por muy ricos. El 83 no había ya quien le aguantara. Estaba en el apogeo de la presunción ridícula y de la suficiencia cargante. Si se trataba de una construcción pública ó privada, él entendía más que los ingenieros; si de enfermedades, para él todos los médicos eran unos idiotas; si de política, él miraba de arriba abajo á las personas más eminentes. Cuestionando sobre Derecho, se atrevía á corregir á un jurisconsulto encanecido en los Tribunales. Hasta en literatura se las tenía tiesas con el más pintado. En fin, que las coces de aquel burro de oro eran el providencial castigo de la sociedad por el crimen de haberle erigido.
Contóme Villalonga que un día le encontró en Recoletos disputando con Castelar. Ello era algo de política, de religión ó cosa tal, muy sublime.p. 131 Barragán manoteaba y alzaba la voz delante del rey de los oradores, escupiendo á la faz del cielo los mayores disparates que de humana boca pueden salir. El otro se reía, y le hacía el honor increíble de contestar á sus gansadas. Cuando se separaron, don Isidro dijo á Villalonga:
—Se va porque no puede conmigo. Le he apabullado. Estos señores de las palabras bonitas se vuelven tarumba en cuanto se les ataca con razones...
En Bolsa era á veces insolente. Tenía pocos amigos, y miraba á la muchedumbre perdonándole la vida. Solía hablar del Tesoro como si fuera la faltriquera de su chaleco, y al Banco de España lo trataba de tú. Pero no tenía el valor del aventurero, ni veía los contratiempos con la serenidad del agiotista de raza. Contóme Torres que un día de gran pánico y baja de valores, daba risa ver la cara que ponía Barragán oyendo publicar las últimas cotizaciones. Fué una diversión su facha, y todos iban á verle, inmóvil, espatarrado, con el hocico más estúpido que de ordinario. Los chorros de sudor le corrían por la cara abajo; él se limpiaba y mugía.
María Juana, que era bastante maliciosa, hízome reir contándome los solecismos que el tal decía á cada instante. Oíamos su risa explosiva que estallaba en el salón inmediato como un petardo, y á poco se nos acercó Severiano.
—¿Qué barbaridades ha dicho? —le preguntó María Juana.
—Muchísimas. Ha partido del principio como unas cincuenta veces en quince minutos. Ha dicho que en la cacería del lunes comió fiambre frío, y que ha puesto una pipa en Flandes. Tenp. 132go que apuntarlo, porque es oro molido. He de hacer un Diccionario de este hombre, como el que Paco Morla hizo de las barbaridades del general Minio.
—Ayer —refirió María Juana, tapándose discretamente la risa con su abanico— estábamos hablando de una mala compra que hice. Él quiso decir que me habían dado un timo; pero no pareciéndole fina la palabra, dijo que me habían dado un mito...
—Es divino ese hombre...
—No se paga con dinero.
—Lo que es eso... Ya se ha cobrado él de antemano las gracias que dice.
—Severiano —añadió mi prima— no conoce todavía á la señora de Barragán. Esa sí que es tipo. Venga usted á comer pasado mañana. Verá usted... Yo la llamo No Cabe Más, porque esta frase no se le cae de la boca, siempre que elogia algo; y ha de saber usted que no habla sino para ponderar sus cosas. No cabe nada más rico que las cortinas de su sala; no cabe nada más ligero que su berlina de doble suspensión; no cabe nada más elegante que el vestido que le ha hecho á Esperancita...
Vimos á la señora de Barragán dos noches después. Yo la conocía, mi amigo no. Con ser bastante antipática, valía mucho más que su marido, y en parangón de él era un prodigio de talento y finura. Componíase de un gran montón de carne blanca y blanducha, de una boca enorme, de unos ojos fríos y claros. A duras penas podía el corsé contener aquellos pedazos tan exuberantes. Bajo este punto de vista nop. 133 cabía más: estaba todo lleno, y parecía que toda aquella oprimida máquina iba á reventar como una bomba, haciendo destrozos entre los circunstantes. Como era de pequeña estatura, y además se había tragado el palo del molinillo, el mote que le había puesto mi prima no podía ser más adecuado, porque, en efecto, parecía estar diciendo en un resoplido angustioso: «No cabe más, y este palo del molinillo es excesivamente largo y lo voy á vomitar.»
¿Pero qué había de vomitarlo? Lo que salía de la boca era un sin fin de palabras exprimidas, estudiadas, relamidas, queriendo que fuesen finas y sin poderlo conseguir. Esperancita era graciosa, vivaracha y bonita; pero tenía en el semblante un cierto aire de familia: el aire reventativo de su papá, según decía Severiano. Este le daba mucha broma, y ella se pirraba por que se la diera.
—Me parece —dije en secreto á María Juana— que limitas mucho tus invitaciones. Es preciso que animes esto. Aquí faltan mujeres. Esperancita y su hermana, No Cabe Más, la señora de Mompous, la de Torres y la de Bringas dan poco juego para tanto hombre... Es preciso que renueves el personal y traigas gente alegre y de partido... ¿Por qué no traes á Camila?
—Si no quiere venir... Y verdaderamente no es para sentirlo. A Medina no le gustan nada los aires un tanto libres de mi hermana. Dice que si no es mala, lo parece. Con todo, haré por que venga. Pero estate tranquilo, que no piarás por mujeres. ¡Ay! ¡qué sorpresa te tengo preparada!...
—¿Sabes que estoy con mucha curiosidad...?
—Vente mañana por la tarde. La convidaré áp. 134 pasear conmigo, y antes de que salgamos la verás. Nada, que de ésta te caso. Y no pongas peros: traga el anzuelo y dame las gracias.
Por fin aquel misterio se aclaró. La joven que me proponía mi prima era la hija segunda de Trujillo. Yo la había visto alguna vez no sé si en la calle ó en el teatro; pero no me había fijado en ella. Llamábase Victoria. El nombre parecía simbólico. Era, para decirlo de una vez, una de las chicas más bonitas de Madrid. ¡Oh! ¡qué Victoria aquélla, y cuán feliz yo si hubiera sabido ganarla dejándome vencer! Fuí presentado á ella el jueves, y nos vimos y hablamos en casa de María Juana los días siguientes, sin que sus gracias, que reconocí, ni sus buenas prendas, que me parecían indudables, lograran triunfar de mi desamor. Tenía los ojos azules, el pelo castaño y rizoso, un corte de cara de los más simpáticos y agradables, boca fresca, un metal de voz que parecía música, un cierto aire de timidez y candor que no excluía la soltura de lengua y modales. Encontrábale parecido remoto con aquella pobre Kitty que aún vivía como sombra mal borrada en mis recuerdos; pero le ganaba en hermosura. Aun con esta ventaja y con aquel parecido, no lograba penetrar en mi corazón enfermo. Un lunes por la noche, después de haber bromeado mucho, noté un fenómeno extraño: Victoria empezaba á interesarme. Sentí en mi corazón algo semejante al primer picotazo quep. 135 da el pollo al huevo para abrirlo y echarse fuera. Sólo que en aquel caso el pollo no picaba para salir, sino para entrar. Repetíle las mismas tonterías de siempre; pero con un poquito más de intención, y con cierto acento de verdad que antes no había dado yo á mis palabras. Respondíame la pobrecita con ecos de dulcísima simpatía. A poco que yo me cayera de aquel lado, vendría ella sobre mí de golpe.
Pero cuando menos lo esperaba yo, me veo entrar á Camila, y adiós mi formalidad. La miré de lejos, y su presencia, como á Macbeth las manchas de las manos, me arrancaba los ojos. Estaba yo hablando con Victoria, y Victoria se borraba delante de mí. Las palabras salían de mí como de una máquina. Mi vida toda estaba en Camila, y no veía nada que á ésta no perteneciese. ¡Y cuidado que estaba elegante la borriquita! Yo la había visto confeccionando por sí propia aquel vestidillo de color metálico con adornos azules, y me admiraba de lo bien que le caía. Su hermana mirábala con cierta envidia. Debió írseme el santo al Cielo, porque la otra me puso unos hociquitos muy mimosos, y sin darse cuenta del motivo de mi distracción, me dió á entender que se sentía humillada. Aún había de ocurrir algo que me desconcertaría más. María Juana significó á Camila sus planes de casarme. Poco después, en un ratito en que Victoria no estaba presente, llegóse á mí Camila para darme broma sobre el particular. «¡Qué calladito me lo tenía!» Creí notar en su acento algo como despecho, algo que transcendía á recriminación. Esto, que tal vez era un nuevo desvarío de mis ideas, lep. 136vantó en mi pecho grandísimo tumulto. Díjele que no hiciera caso de su hermana; que Victoria me era indiferente; que yo no podía mirar á ninguna mujer, ni tenía alma y ojos más que para comerme á mi gitana, á mi negra, á mi borriquita de mis entretelas. Pagóme este ardor con las burlas de siempre, y me dejó. Volví al lado de mi candidata, á quien ví como la criatura más vulgar y sosa del mundo. ¡Injusticia mayor...! Pero no lo podía remediar. Yo era más bruto que Constantino, más tonto que Barragán, más simple que No Cabe Más; pero Dios me había hecho así y no podía ser de otro modo.
Al otro día hice presente á María Juana lo inútil de sus esfuerzos y de los míos. Victoria no me gustaba; mejor dicho, lo que no me gustaba era casarme. Vamos, que no había que pensar en tal cosa. La chica de Trujillo valía mucho; yo no era sin duda digno de ella; la pobre niña merecía un hombre sano y virtuoso, no un desquiciado como yo.
Después de meditar buen rato, díjome mi prima que yo era más tonto de lo que ella se había figurado. Sin duda Trujillo y su mujer me recibirían con palio si fuera á pedirles la chica; y en cuanto á ésta, á la legua se le conocía que estaba hecha un merengue por mí.
—Cásate, hombre, y ya la irás queriendo poco á poco. Si te conviene por todos conceptos...
Defendíme como pude de aquellas lógicas, ocultando la verdadera causa de mi distracción. María Juana la adivinaba, sin darse cuenta del sujeto.
—Tú tienes algo por ahí; tú estas chiflado por alguna... Y puede que sea una buena pieza, en cuyo caso no me tomap. 137ría yo interés por tí, dejándote entregado á las miserias de tu temperamento.
Otras veces, mostrándome una piedad que yo no merecía sin duda, se manifestaba dispuesta á hacer generosos esfuerzos en pro de mi regeneración moral y física.
—Es preciso curarte á todo trance —me decía—: estás muy malito, muy malito. Si fueras ingenuo conmigo, y empezaras por hacerme confesión general de tus culpas... pero eres arca cerrada y todo te lo tragas. Que á tí te pasa algo, que no estás en tu centro, se conoce á la legua.
Y á mí se me venía la verdad á la boca; mas la volvía á echar para dentro, temeroso de que mi ilustre consejera me tirara los trastos á la cabeza. En otros terrenos que no eran los de la moral, mostrábame mi prima una benevolencia digna de la mayor gratitud. Muchas noches, aprovechando un momento favorable, me obsequiaba con éstas ó parecidas palabras:
—No vayas á la alza mañana. Vendrá de París una fuerte baja. Hay muy malas noticias. Torres se lo ha dicho á Cristóbal.
Estas confidencias, por ser hechas muy cerca de Barragán y del mismo Medina, necesitaban del amparo del abanico, tapando las cotizaciones como si protegieran una sonrisa aleve.
Fiada del ascendiente que tenía sobre su marido, mi curandera iba desvirtuando poco á poco los programas de éste en lo tocante á las etiquetas ramplonas y castellanas. En sus vestidos, daba ella á conocer su anhelo de elegancia y variedad. De su mesa había desterrado paulatinamente los asados de cazuela, los salmorejos, las paellas y otros platos castizos, y, por fin, introp. 138dujo en la casa, con carácter de temporero, mas con idea de que fuese de plantilla, á uno de los mejores mozos de comedor que había en Madrid. Yo se lo proporcioné, á instancia suya, é hizo el papel de que creaba la plaza por favorecer á un honrado padre de familia.
—Ahora —me susurró— estoy batallando con Medina para que me ponga gas en el comedor.
—No hagas tal —le respondí—: el gas ha pasado de moda. Ahora el chic es que en los comedores haya poca luz, pues así se come mejor sin que se sofoque la gente. La jilife, como dice Camila, ha inventado ahora el alumbrar las mesas con bujías de pantalla verde. Parecen escritorios de casa de banca.
Al lunes siguiente, el comedor se iluminó con bujías de pantalla verde; pero había tantas, que hube de aconsejar á María Juana que acortase las luminarias.
—Es preciso —me indicó una noche— que me traigas á otros amigos tuyos, al general Morla, por ejemplo, que es tan divertido.
Y llevé al general, y habría llevado también al propio Saca-mantecas, si tanto mi prima como yo no temiéramos que era un pez demasiado gordo para que Medina lo tragase.
Como me aficioné tanto á la casa de Medina, concurría casi todas las noches, después de dar una vuelta por el Bolsín. A éste iba alguna que otra mañana, y después á la Bolsa hasta las tres.p. 139 Mi coche me esperaba á la salida para llevarme al Retiro, donde me juntaba con Chapa y Severiano cuando ellos no paseaban á caballo. El general Morla me acompañaba á veces, para lo cual yo le recogía en su casa de la calle del Prado, y otros días almorzábamos juntos, bien en mi casa, bien en la suya, siendo para mí muy grata tal amistad. Tenía colecciones preciosísimas y mil rarezas que me mostraba con amor, amenizando la exhibición con la sal de sus incomparables cuentos.
Visitaba menos que antes, en aquellos días, la casa de mi borriquita, porque me parecía prudente un cambio de táctica. Hacíame el interesante y afectaba enfriamientos de mi pasión, mostrándome ante ella menos triste de lo que realmente estaba. Y quizás nunca fué tan grande mi desatino. Camila era mi idea fija, el tornillo roto de mi cerebro. Me acostaba pensando en ella y con ella me levantaba, espiritualizándola y suponiéndome vencedor de su obstinado desvío. A veces no me era fácil mi papel, y me clareaba demasiado con ella.
—Si enviudaras, Camila, si enviudaras —le decía—, al año eras mi parienta. ¿Sabes por qué trabajo ahora tanto? Pues porque quiero ser muy rico, muy rico, para cuando llegue ese día feliz. Y no lo dudes, llegará: el corazón me lo dice.
—Pues lo que á mí me dice —replicaba ella impávida— es que si Constantino se me muriera, me moriría yo también. Yo soy así. Cuando quiero, quiero de verdad.
—Esas cosas se dicen, pero luego resulta que... Viene el tiempo y consuela.
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—Mira, mira, no me hables á mí de enviudar —respondía poniéndose colérica— porque te echo por las escaleras abajo. Constantino está bien fuerte; es un roble. Ya quisieras tú, tísico pasado, parecerte á él.
—¡Oh! verdaderamente, no resisto la comparación, sobre todo en el terreno físico...
—Ni en ningún terreno, vamos; ni en ningún terreno. ¡Vaya con el señorito éste...!
A lo mejor me la encontraba con una cara de Pascua que me hacía feliz.
—Me parece —decía secreteando, y despidiendo chispas de alegría de los dos braseros de sus ojos—, que ahora va de veras... Tenemos aquello.
¡Pobrecilla! Era feliz esperando y viendo venir á Belisario, su segundogénito, á quien yo aborrecía cordialmente antes de su dudosa concepción. Pero las esperanzas de Camila se frustraban. La Providencia se ponía de mi parte, y el tal Belisario se quedaba por allá.
Poco á poco me había apartado de Eloísa. Mis visitas á ella fueron muy raras en Enero, y en todo Febrero no fuí una sola vez. Enviábame cartas y recados que también iban escaseando lentamente. Creíme desprendido para siempre de aquella amistad que ya era para mí tediosa y repulsiva; mas ocurrieron sucesos que la resucitaron de improviso en mi pensamiento, dándome muy malos ratos. Un lunes de aquéllos de María Juana; un lunes, sí, no recuerdo cuál, me enteré del caso, que era gravísimo, aunque no inesperado. La discreta ordinaria de Medina estaba aquella noche disgustadísima. Desde que entré, conocí el trago amargo que acababa de pasar.
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—Ahora mismo me han dado una noticia funesta —me dijo—. ¿No sabes nada? La pobre Eloísa... trueno completo. Está la infeliz en medio del arroyo. Bien sabía yo que esto tenía que venir; y lo siento, más que por ella, pues bien merecido lo tiene, por la vergüenza que cae sobre toda la familia. En una palabra, Fúcar —añadió, deslizando las palabras con muchísima cautela—, Fúcar, hace un mes, se declaró huído.
—Eso ya lo sabía.
—Después, uno de esos malagueños ricos, no sé cuál...
—También lo sabía.
—Pero el malagueño se ha cansado también, y estos días la pobre se ha visto acometida de toda la Inglaterra con verdadera furia. Parece que tomó dinero empeñando el mobiliario, y si no hay quien lo remedie, la dejarán sin una astilla. Los cuadros, tapices y cacharros también se los llevan. Bien sé que es muy mala, que apenas merece compasión; pero estoy disgustadísima, no lo puedo remediar. ¡Pobre mujer! ¡Si pudiéramos hacer algo por evitarle esta vergüenza...! He consultado con Cristóbal, y él, como es tan bueno, no tiene inconveniente en facilitar alguna cantidad para evitar el embargo. Nos quedaríamos con algunos muebles. Me gusta el espejo horizontal que tú le compraste, y no me parece mal la sillería de raso del gabinete. Tú podías encargarte de arreglar esto.
Respondí que no quería meterme en tales enredos, y que allá se entendieran como quisiesen; que si los prenderos le vendían hasta la última silla, ella tenía la culpa; que si se la sacaba delp. 142 atolladero, inmediatamente se metería en otro, porque era mujer para quien nada valía la experiencia. María Juana convino en esto, y no hablamos más del asunto, aunque bien se le conocía á mi prima que no podía pensar en otra cosa. A última hora díjome que se sentía afectada de su dolencia constitucional; aquella insufrible sensación de tener entre los dientes un pedazo de paño y verse obligada á mascarlo y tragarse los pedazos. Debía de ser cosa horrible. Estaba pálida y se quejaba de un fuerte dolor de cabeza, por lo cual su cariñoso marido la obligó á retirarse.
Medina, Torres y yo hablamos luego del triste asunto con más conocimiento de causa, pues Torres tenía algunos datos numéricos sobre el desastre de la Carrillo, y nos contó horrores. Medina se llevaba las manos á la cabeza, diciendo:
—¿Pero esa loca en qué gastaba tanto dinero? Fúcar le daba, el malagueño le daba, y siempre más, más. ¡Oh, Madrid, Madrid! Yo me aturdo pensando en esto. Por el decoro de mi familia, estoy dispuesto á hacer un sacrificio y evitar el escándalo; sacrificio completamente desinteresado, pues no quiero adjudicarme ningún mueble. No; lo he dicho á mi mujer y lo repito: por la puerta de esta casa no quiero que me entre ningún trasto de los de allá. Creería que se me metía en casa un maleficio... Soy algo supersticioso. Doy con gusto alguna cantidad con tal de evitar una vergüenza; pero conste que ese dinero lo tiro por la ventana... No quiero espejitos, no quiero monigotes de tierra cocida ni por cocer, no quiero cacharrería...
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También yo, viendo la generosidad de Medina, me brindé á contribuir al mismo fin por decoro de los Buenos de Guzmán, y Torres ofreció encargarse de entrar en negociaciones con los acreedores. No hallándose en el caso de tener escrúpulos, se quedaría con algunos objetos de mérito artístico. Luego tuvimos que callarnos, porque se nos acercó mi tío Rafael, que sabía también la catástrofe; pero no hablaba de ella. Tiempo hacía que el pobre señor estaba muy cambiado, triste, pensativo, con tendencias á la taciturnidad, fenómeno muy raro en él; pero aquella noche le ví completamente agobiado por secreta pesadumbre. Apenas hablaba, se distraía con frecuencia, y daba unos suspiros que partían el alma.
—Usted debiera irse al monte por dos ó tres días —le dije.
Y él me contestó, mirando al suelo, que aquello no se remediaba con montes. Su estado físico corría parejas con su abatimiento moral, y la humedad de sus párpados era tan grande, que ni un momento soltaba el pañuelo de la mano.
Encontré á María Juana bastante mejorada al día siguiente, mas no completamente bien. ¡Todavía el maldito paño!... Y apretaba los dientes y reclinaba la cabeza en el sofá, mirándome con cierto desvanecimiento en los ojos.
—Por supuesto —decía de improviso—, he comprendido que Cristóbal tiene razón al no querer que entre aquí ningún trasto de aquella casa. Cristóbal sabe ser generoso. Así se portan los hombres. No harían todos otro tanto.
Y un día después, ya completamente sosegada de los pícaros nervios, me dijo con desabrimienp. 144to:
—Al fin creo que Torres se queda con el espejo horizontal y con el cuadro de Sala. Seguramente los tomará por un pedazo de pan, porque esa gente es así. ¡Quién le había de decir á Paca, hace doce años, cuando era doncella de servicio, que iba á tener en su casa tales preciosidades! Es un escándalo cómo sube esta gentuza, y cómo se va apoderando de lo que no les corresponde por su falta de educación.
Paca era la mujer de Torres, y aunque amiga de mi prima, la amistad no obstaba para que ésta la tratase como la trató en aquella ocasión: con increíble menosprecio. Hízome de ella y de sus escasas dotes una pintura cruel: apenas sabía leer; era mucho más ordinaria que No Cabe Más, y únicamente se recomendaba por su falta de pretensiones y lo bien que cuidaba de sus hijos. No tardé en comprender que María Juana le perdonaba á Paca Torres su escasa educación; pero no aquella desvergüenza de acaparar los objetos de gran lujo que habían pertenecido á Eloísa. La mayor de las groserías es la improvisación de la fortuna, y poner las manos sucias, mojadas aún con el agua de un fregadero, en los emblemas de nobleza, pertenecientes por natural derecho á las personas bien nacidas.
Aquel buen ordinario de Medina, en quien yo descubría poco á poco, dicho sea sin vislumbre de malicia, estimables prendas; aquel hombre que era honrado á carta cabal y hacía sus negop. 145cios con limpieza, sin ser un acaparador despiadado, como susurraba Torres, empezó á inspirarme una gran antipatía. Esto debió consistir en que yo se la inspiré á él antes, y al conocerlo, las leyes de equilibrio me impulsaron á pagarle en la misma moneda. Pues sí: Medina no me tragaba, y aunque era bastante prudente para no manifestarlo de un modo muy claro, estas cosas siempre salen á la superficie, y es preciso ser tonto para no verlas. Medina encontraba absurdas todas las opiniones mías sobre cualquier punto que discutiéramos, y me contraponía hasta los disparates del propio Barragán. Entre los dos, el uno con su malquerencia, el otro con el candor del asno que no sabe lo que hace, intentaban apabullarme con su desdén... Yo no tenía nunca razón, aunque defendiese el criterio más puro y diáfano; yo estaba ido; veía las cosas bajo el prisma de las preocupaciones, y apoyaba mis argumentos bajo la base de los errores... ¡del materialismo! En fin, que no se abría esta boca ante ellos sin soltar una barbaridad. Llegué á tenerles miedo, francamente, porque Barragán era hombre que increpaba en voz alta y no se mordía la lengua para decir:
—Pero, hijo, usted está en Babia: valiente plancha se ha tirado usted. Al que le enseñó eso, dígale que le devuelva el dinero.
No había más remedio que llamarles burros ó aguantar estos chubascos. Habría sido yo muy injusto si hubiera tratado mal á Medina, pues su malquerencia, justificada tal vez, no era motivo bastante para que yo desvirtuara su mérito, que no se me ocultaba. Lo repito sin pizca de ironía:p. 146 Cristóbal Medina era un hombre que, fuera de aquellas ridiculeces de las medias cañas, de su infame gusto literario y artístico y de sus modales poco finos, no merecía más que sinceros elogios y la estimación de todo el que le tratase. Aquel Torres, cuya lengua venenosa no perdonaba ni al Padre Eterno, habíame dicho que Medina absorbía, por medio de préstamos usurarios, el dinero que les quedaba á los aristócratas. Pronto hube de saber á ciencia cierta que esto era una falsedad. Todos los préstamos que Medina había hecho con hipoteca eran con moderado interés. Además, el buen ordinario no sofocaba á sus acreedores: concedíales plazos y respiros; les perdonaba picos, renunciando á algunas ganancias por no exponerles á la vergüenza pública. Era también hombre capaz de tener generosidades de esas tanto más meritorias cuanto más secretas, y bien claro se ha visto su buena ley en el asunto de Eloísa. Para evitarle un bochorno, puso á disposición de ella cierta suma, y aunque lo hizo en calidad de préstamo, bien sabía que aquel dinero era ya perdido para siempre. Y negándose á tomar en cambio ni un alfiler, desagradó á su esposa; pero se acreditó de hombre recto y compasivo.
Gozaba fama de avaricia; pero esta fama la tienen en Madrid todos los que no tiran su dinero á los cuatro vientos, y no hay que hacer caso de ella. Esta opinión la hacen los pródigos parásitos y los que se gozan en ver rodar el dinero ajeno después que han desparramado el propio. ¿Saben ustedes quién había propalado la sordidez de Medina? Pues entre otros, el pilletep. 147 de Raimundo, que nunca pudo dar más que un sablazo á su cuñado, el cual hubo de pararle los pies cuando intentó descargarle el segundo. Eso sí: Medina no gustaba que nadie le cogiese de primo; era en esto mucho más inglés que yo, y muchísimo más práctico. Mi tío Rafael también era algo responsable de aquella falsa opinión de avaricia. Ignoro si mediaron disgustillos entre uno y otro por cuestión parecida á la que motivó la mala voluntad que Raimundo tenía á su cuñado. Sólo sé que en cierta ocasión Medina sacó á mi tío de un gran apuro, y que si no se repitió el milagro, fué porque el tal llevaba en su escudo económico el lema de non bis in idem. Cristóbal era generoso cuando veía una lástima y el lastimado no le pedía nada. Si otorgaba favores de todo corazón á algún prójimo, hacíalo por una vez; pero si el tal repetía, negábase resueltamente. He oído contar esta misma costumbre del barón Rothschild y de D. José Salamanca, y me parece, con perdón de los pedigüeños, que está basada en un sólido principio de moral financiera.
Pues bien: como lo cortés no quita lo valiente, repito que este hombre, en quien yo reconocía cualidades apreciabilísimas, empezó á serme antipático, y yo á él lo mismo. Noté que siempre que hablábamos María Juana y yo apartados de la conversación general, venía él como á interrumpirnos. Sus modos eran un tanto secos, sus palabras bastante agrias.
—Se empeña en ser desgraciado —decía la taimada de mi prima— y en despreciar á la Trujillita, que es su salvación.
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—Déjale, mujer, déjale —replicaba él con desabrimiento, sin dignarse mirarme—. ¿Quién te mete á tí á redentora? Es mayor de edad y debe saber cuántas son cinco.
Aquella noche, hablando de tabacos, Barragán me dijo que yo no había inventado la pólvora. Y á propósito, Medina fumaba muy bien. Si en el comer y en los demás goces suntuarios su religión era la medianía, en aquel maldito vicio picaba muy alto. Tenía vegueros riquísimos, marcas de primera, y todas las vitolas conocidas, desde el menudo entreacto á las regalías imperiales y cazadores más exquisitos. Recibía de la Habana, en remesas de cuatro mil, lo mejor de aquellas fábricas, y obsequiaba á sus amigos con largueza; quiero decir, que daba cigarros para que los fumásemos allí; pero no regalaba nunca mazos enteros, ni menos cajas. A su casa iban muchos por fumar bien, como van á otras por comer. Algunos que se pasan el día tirando de los peninsulares de estanco, con ayuda de una boquilla de cerezo, acudían allí por las noches á regalarse con un Henry Clay ó un predilecto de Julián Alvarez.
Observé que casi siempre reservaba para mí piezas infumables, que parecían veneno por lo amargas y caoba por lo incombustibles. Dábamelos como cosa buena, elogiándolos mucho; mas yo le devolvía la broma, si es que lo era, llevando preparada en mi petaca alguna tagarnina capaz de hacer reventar á un bronce. A veces, este doble juego terminaba en risas, sin más consecuencias. Al cuarto de fumar lo llamábamos la sala de contratación, pues venía á ser en ciertop. 149 modo nuestro Bolsín. Sobre la mesa estaba el Boletín con las cotizaciones del día, y entre chupada y chupada solíamos decir algo de que resultaba al siguiente una operación formal.
—Mañana —decía Torres— tomaré á 90 todo lo que me quieran dar.
—Doy á 95.
—Guárdeselo usted...
Otras veces, Torres se levantaba de su asiento y exclamaba:
—Hechas.
Como aquel maldito explotaba el pesimismo, nos llevaba siempre cuentos lúgubres de sediciones militares y de trapisondas y crisis de mil demonios. El Ministerio estaba dando las boqueadas; el Rey enfermo, y los republicanos en puerta. Siempre tenía dos ó tres telegramas de París que enseñarnos anunciando depreciación; pero los de verdadero interés para él se los guardaba donde nadie los viese. Era un bajista temible, y no parecía prudente aventurarse en contra suya, porque confabulado con un sindicato de jugadores franceses, dominaba nuestra Bolsa. Medina y yo le seguíamos, unas veces juntos, otras no. Cuando mi liquidación de fin de mes, después de casar cifras, arrojaba algo en favor de Cristóbal, éste me decía:
—Mañana me tiene usted que aflojar cien mil pesetitas.
Decíamelo con tal complacencia y regodeo, que me lastimaba. No era costumbre entre jugadores hablar así. Indudablemente tiraba á dar de veras, y hacía las combinaciones con saña y deseo de herirme en lo vivo. Esto y lo de los cigarros y sus interrupciones cuando María Juana y yo hablábamos, y otras señales evidentes de su recóndita inquina, movieron en mi ánimo deseos vivísimos de jugarle una mala pasada. Este sentimiento nacióp. 150 en mí débil, y fué tomando cuerpo, alentado por sucesos que he de referir á su tiempo, amén de otras causas inherentes á la naturaleza humana. Al principio, rechazó mi conciencia la idea de la mala pasada; pero poco á poco la idea se extendió y echó raíces, concluyendo por posesionarse de mí con fuerza irresistible. ¡Vaya si se la jugaría! Y no buscaba yo la mala pasada, sino que ella venía hacia mí, solicitándome para que la jugase; yo no tenía más que alargar la mano... Nada, nada, que aquel hombre íntegro y juicioso me pagaría juntas todas sus groserías.
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Varias cosillas que no debo dejar en el tintero y la enfermedad de Eloísa.
Un domingo por la mañana, cuando menos lo esperaba yo, presentóseme en mi casa María Juana. Venía de oir misa en las Salesas. No habíamos acabado aún de saludarnos, cuando... ¡tilín! la señorita Camila. Esta no venía de misa, sino de dar un paseo por el Retiro con Miquis, porque la mañana estaba hermosa.
—¿Y las camisas? —me preguntó desde la puerta del gabinete—. ¿Te has puesto alguna?
Al oir la pregunta, María Juana y yo soltamos la risa. Precisamente la noche antes habíamos hablado de las tales camisas y de lo mal que estaban. Camililla las hizo con toda la mejor voluntad posible, muy bien cosidas; pero en los cortes demostraba que no es tan fácil dominar aquel arte.
—Pues te diré... Siéntate primero.
—Salud, —refunfuñó Miquis entrando.
—Te diré... Las camisas...
—¿Qué? ¿Vas á salir ahora con que no estánp. 152 bien? —gritó la autora con la prontitud de su genio impetuoso.
—No, mujer... escucha...
—Ya me lo figuraba. Hícelas yo, pues por fuerza habían de estar mal. Nada, lo que digo. Todo ha de ser francés; si no, no gusta. ¡Ay qué españoles éstos! Desprecian lo de aquí, y se les cae la baba con cualquier mamarracho que venga de Francia.
—¿Pero á dónde vas á parar?
—Sí, sí —añadió alzando más la voz y manoteando—. Si hubiera hecho las camisas algún franchute, ¡oh! entonces serían magníficas; pero las he hecho yo... Vamos á ver, ¿qué defecto les has encontrado?
—Si no me dejas hablar; si iba á decir que están muy bien...
—No están sino muy mal —declaró María Juana con la seriedad de quien acostumbra á poner la justicia por cima de todas las cosas.
—¡Muy mal!... ¿Y tú qué sabes?
—Lo sé, porque él me lo ha dicho anoche.
—No te enfades, Camila —indiqué yo, tratando de templar aquellas gaitas—. El corte de camisas es difícil: se necesita mucha práctica...
—Pues Constantino no usa más que las cortadas por mí, y no se queja. ¿Verdad, tú?
Constantino estaba entretenido viendo unas fotografías de caballos, y no hizo caso de la pregunta.
—En rigor no están mal —añadí—. El cuello no encaja bien, se sube un poco por delante, y la pechera se abulta, se abomba, figurando algo así como delantera de un ama de cría...
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Las risas de María Juana desconcertaron más á la otra, que dió algunas pataditas.
—La culpa tengo yo por meterme á generosa. ¡Mal agradecido! Quita allá. No vuelvo á dar una puntada por tí. Permita Dios que cada puntada que he dado en las seis camisas, sea un picotazo en tu corazón y se te vaya agujereando como si te lo comieran los pájaros.
—¡Jesús, qué barbaridad! —exclamó la hermana mayor.
—Y nada más... ¡Vaya con el señor de los pechos planchados...! que le han de hacer las camisas los ángeles, y no han de tener ni una arruga... ¡Y quémeme yo las cejas para esto!
—Vamos, Camililla, no te enfades. No es extraño que el primer ensayo... Ahora te compraré más tela, y me harás otra media docena.
—¡Yo!... Que los dedos se me pudran si vuelvo á dar una puntada por tí. Te desprecio... altamente.
—Y nada menos que altamente.
—Y en prueba de ello, mira lo que voy á hacer. ¡Ramón!
Empezó á dar voces llamando á mi criado. Constantino le dijo:
—No alborotes, chica. ¡Que siempre has de ser así...!
Y como mi criado tardase en venir, fué ella á buscarle. Oímos su voz diciendo:
—Ramón, tráeme las seis camisas que le he regalado á tu amo.
—¡Qué torbellino! —murmuró María Juana—. No sé cómo la aguantas.
Pronto apareció Camila con las camisas.
—Falta una.
—Es la que me puse ayer... Salí con ella, yp. 154 tuve que volver á casa á quitármela, porque por la calle iba haciendo gestos como si tuviera el pescuezo lleno de pulgas.
—Ya te daré yo pulgas, tontín. Verás, verás. Pues, señor, estas cinco camisas, digo, seis, porque la otra también la apando cuando esté lavada, me las llevo á mi casita, y haciéndoles una pequeña reforma, ensanchándoles un poquito de hombros y de cuello, se las arreglo á este animal. Mira tú por dónde he salido ganando... Chúpate esa y vuelve por otra... Constantino, hijo de mi alma, vámonos de esta casa de mal agradecidos. Ya tienes seis albardas más. Tú no les pondrás peros. ¿Qué has de poner?
Él se reía, diciéndonos:
—No la hagan ustedes caso. Hoy le ha dado por alborotar. En fin, tiro del ronzal y me la llevo para que os deje en paz.
Cuando salieron, díjome la otra:
—¡Qué vecindad tan molesta debe de ser para tí! Estarás harto.
—No lo creas: me divierto con esas tonterías.
—¿Y qué tal? ¿Hay sablazos?...
—No lo creas. Viven con arreglo. Es que tenemos de Camila una idea muy equivocada.
—Ya sé que no se gobierna del todo mal. Pero el día menos pensado la pega. No hay fondo en ella.
—Pues se me figura que lo hay. La Humanidad, como la Naturaleza geográfica, nos ofrece cada día nuevos motivos de sorpresa y asombro. Donde menos lo pensamos, aparecen las maravillas humanas y tesoros que estaban ocultos, como los continentes antes de que un Colón les echara la vista encima.
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—Vaya, que te remontas.
—Y á cada territorio que descubrimos en el planeta moral, parece que se ensancha el alma total del mundo, y por ende, la nuestra crece y...
—Chico, chico, te quiebras de sutil. El demonio que te entienda —me dijo echándose á reir—. Baja de esos espacios y escúchame. Tengo que irme en seguida.
—Soy todo oídos.
—Anoche estuvo la pobre Victoria en casa. Cada ojo así, por ver si entrabas. Como no fuiste, la pobre se secaba mirando á la puerta del salón. Cuando se marchó, creo que le faltaba poco para hacer pucheros.
Tras este exordio, vino una larga amonestación sobre el mismo tema. Yo debía casarme á ojos cerrados con aquella joven.
—Mira, prima: ya te he demostrado...
—Sé lo que me vas á decir; conozco tus argumentos como si fueran míos... No todas las personas se casan enamoradas; y las que se casan sin amor, no son las más infelices. Hay mil casos... Bien sé que Victoria no es una mujer superior, tal y como á tí te conviene; pero ven acá: esa mujer superior, ¿dónde la vas á encontrar? Hallarás la bonita, la graciosa, la cariñosa, la trabajadora, la rica, la discreta; pero la que reúna estas cualidades todas, y á ellas añada ese talento femenino que es tan hermoso por lo mismo que es tan raro, el talento de encadenar al hombre pareciendo que es ella la que se encadena; esa divinidad, ese milagro, ¿dónde está?
—¿Dónde? Qué sé yo... ¿Y qué saco de descup. 156brir esa maravilla, si no ha de ser para mí? Soy un desdichado que siempre llega tarde, y voy volteando por el mundo, de equivocación en equivocación, queriendo siempre lo que no puedo tener. No doy un paso sin tropezar con una ley que me dice: ¡alto! Mi dicha está siempre en manos ajenas.
—No alambiques, no alambiques —dijo un poco turbada; y se levantó de su asiento para ver los cacharros que tenía yo en una vitrina.
No quiso darme á conocer cierta confusión que á su rostro salía.
—Vaya que tienes aquí cosas divinas. Y á propósito: ¿sabes á dónde han ido á parar los cuatro grandes tapices de Eloísa? A casa de esa que llaman la Peri. ¡Qué escándalo! A esto llaman vueltas del mundo; yo lo llamo volteretas. El espejo horizontal y otras piezas están en casa de Torres. Se mirará Paca en él para peinarse las greñas. Todo el comedor ha ido á poder de Sánchez Botín. Él empezó por comerse los manjares, y ha concluído por tragarse la mesa de roble y las hermosísimas sillas talladas. ¿Y las dos credencias inglesas, las has visto en alguna parte?
—Como que las tengo en mi casa.
—¿Aquí?
—Sí: en mi segundo —afirmé señalando al techo— vive la querida del director de no sé qué ramo; una tal Felisa, que llaman la Chocolatera... La habrás oído nombrar; la habrás visto alguna vez. Es guapa, un poquito ajada.
—¡Ah! sí, estaba en San Juan de Luz... ¿Esa ha comprado las credencias?...
—Ayer estaba yo en casa, y ví á media docep. 157na de mozos de cuerda que las subían. Puedes creer que me lastimó ver aquellos hermosos muebles que fueron míos... ¡Volteretas del mundo!
—¡Saltos mortales!
—Y parece que me persiguen estas visiones tristes. Anteayer pasé por la calle de Hortaleza y ví el busto de Shakespeare en el escaparate de la Juana, rodeado de mil chucherías. Entré en la tienda y lo compré sin reparar el precio.
—Es verdad: aquí está. ¡Qué hermoso es! ¡Y cómo nos mira!
Estuvo un momento abstraída. De pronto, como quien vuelve en sí, me miró fijamente, diciendo:
—Vaya... te dejo... Tengo que marcharme.
La insté á que prolongara la visita; pero se resistió á ello.
—Bueno, pues te acompañaré hasta tu casa.
—No, no te molestes... Es que no quiero que me acompañes. Te lo prohibo terminantemente.
De pronto hizo un movimiento expresivo, como si se acordara de algo importante, y lanzó una exclamación de desprecio de sí misma.
—Vaya, si parece que estoy tonta. ¡Qué cabeza ésta mía! ¿Pues no me iba sin decirte aquello precisamente por que he venido?
—¿Sí? ¿me tenías que decir...?
—Una cosa, sí... lo que más presente tenía.
Se sentó, y yo también, lo más cerquita de ella que pude.
—Pero no —indicó de súbito, mostrando gran confusión y perplejidad, y volviéndose á levantar—. Dije que me marchaba y no me retracto. Coge el sombrero, y por el camino te diré lo que te tenía que decir.
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Y calle de Zurbano adelante, pensaba yo así: «Te veo venir. En fin, tú resollarás.»
Lo que me tenía que decir salió ya en lo más bajo de la Ronda de Recoletos. Era que Medina había dado á entender que no le gustaba la frecuencia de mis visitas. No quería esto decir que hubiera malicia en mí. Pero en la vida hay que dejar de hacer á veces las cosas más inocentes para evitar malas interpretaciones. Era imposible que una persona tan sabia, tan filósofa, si es permitido decirlo así, como María Juana, tratase de un punto relacionado con cosas de moral sin dejar de exponer alguna bonita doctrina.
—Nada hay tan sabroso para el alma —declaró— como obligarse á hacer cosas contrarias á nuestro gusto, y recrearse, después de hechas, en ver cuán fácil era lo que nos parecía difícil.
Mostréme conforme con esto, y me volví tan filósofo que no había más que pedir. Sí: yo también me vencía; yo también batallaba día y noche; yo era un atleta que me robustecía moralmente con la gimnasia aquélla de dar bofetadas al pícaro gusto y acoquinarlo y meterlo en un puño... ¡Como que mi prima y yo éramos un par de santos, que á poco que nos esforzáramos íbamos derechos á la canonización! Díjele que admiraba su virtud y su fortaleza como las cosas más peregrinas que había visto en mi vida, y que... en fin, dije muchas cosas, con las cuales me parecía que estaba envolviendo en paja la verdad de mis sentimientos con respecto á ella, para remitirlos en gran velocidad. Yo era el embalador del desprecio que me inspiraba.
Firme en aquel pedestal de filosofía, hablómep. 159 de Medina, llamándole el mejor de los hombres. Con cien vidas de abnegación no le pagaría ella el cariño inmenso que él le tenía. Y dispuesta estaba á hacer todos los sacrificios posibles, pues se sentía con fuerzas íntimas capaces de levantar montañas... Por mi parte, yo no me podía quedar atrás en aquello de sojuzgar las pasioncillas. También tenía yo estímulos de virtud tan grandes como la copa de un pino; yo era hombre capaz hasta del heroísmo... Total: que nos despedimos en la calle de Goya, acordando que me convidaría el lunes próximo, y que yo no iría; al otro lunes debía ir, retirándome un ratito después de comer. Algunas tardes podía visitarla, siempre á las horas en que Medina estaba, y nada más, nada más... Esto se llamaba cortar por lo sano.
—Piensa mucho en Victoria —me dijo en el último apretón de manos— y decídete de una vez. Es lo que te conviene, es tu salvación, y por eso es lo que yo quiero.
«Lo que tú quieres, bien lo veo —me dije para mi sayo al volverme á mi casa—. Pues te saldrás con la tuya.»
Aquel mismo día, no sé dónde, oí decir que Eloísa estaba enferma. Era cosa de la garganta, indisposición pasajera tal vez, la neurosis de la pluma. No hice caso ni pensé en ir á verla. El general Morla me entretuvo toda la tarde, enseñándome las armas que había adquirido recientemente, y sus variadas colecciones, que no sep. 160 acababan de ver nunca: tal era su riqueza. Tenía una de clavos arrancados de las puertas de Toledo, otra de bacías de barbero y otra de muestras de escritura, la cosa más galana y famosa que se podía ver. Habíalas hechas con las dos manos á la vez, que eran una maravilla de destreza caligráfica. Ví también botones militares, espuelas, estribos y mil herrajes diversos, todo muy limpio y admirablemente clasificado por épocas. De mañanita se iba mi hombre al Rastro, en cuyos revueltos tenderetes había encontrado verdaderas joyas arqueológicas.
Comimos juntos aquella noche, y recayendo la conversación sobre intereses, indicóme el deseo de poner en mis manos parte de sus economías para que yo se las colocara en mis negocios, dándole la renta que me pareciese bien. Él no entendía ni jota de compra y venta de papeles. Su Bolsa era el Rastro, donde parece que reviven las anécdotas de cien generaciones en los desechos y barreduras de las mismas. No me gustaba encargarme de intereses ajenos; pero por ser Morla quien era, y por la confianza ciega que en mí tenía, consentí en ser su depositario.
Y ya que hablo de negocios, diré que había logrado con ellos lo que me propuse, á saber: distraerme y ganar algún dinero. A estas ventajas debo añadir la actividad física que por necesidad era inherente á tal género de vida, y aunque tenía coche, resolví usarlo poco para que el ejercicio me desentumeciera. De noche me imponía la obligación de visitar á mis amigos en los distintos círculos á que concurrían. Por charlar un poco con el amigo Arnáiz, iba al Círculo de lap. 161 Unión Mercantil, de que él era presidente; por ver á Severiano y á Chapa, iba un rato al Casino, y Morla y Villalonga me llamaban hacia el Ateneo. De estos círculos era yo socio, aunque calentaba poco los divanes en ellos. Al Bolsín no iba sino cuando tenía que ver necesariamente á Torres, ó á Samaniego, que siempre estaba allí de una á dos, la hora de liquidar, llamada propiamente de Bolsín. Aquel círculo me era muy antipático, dicho sea sin ofender á nadie. A la sala de liquidación no le faltaba más que el vino para parecerse á una taberna. Por las noches la invadían los cobradores y zurupetos, jugando al tresillo en las mismas mesas donde por el día se mataban y se casaban las diferencias; y los escuetos salones eran para mí lo más aburrido del mundo, salvo cuando corrían noticias de bulto. En estos casos el Bolsín era el centro de las palpitaciones comerciales, el gran simpático que reflejaba la excitación de todo el Madrid financiero. Pero en noches normales parecíame un casino soso, no exento de grosería. El gallito de él era Torres, que todo lo animaba con sus dicharachos crudos, con su costumbre de tutear á todo el mundo y aquella risa repentina, entre marrullera y soez, que desde la escalera se oía, y á la cual algunos daban toda la importancia de un signo de lenguaje y presumían de saberlo traducir.
A la Bolsa iba yo entonces todos los días, unas veces decidido á hacer algo, sin meterme muy á fondo; otras por tomar el pulso al juego. Corriéndome hacia la derecha, me encontraba con la alta Banca, entre cuyos individuos tenía yo buep. 162nos amigos. Solía tropezar con Partiendo del Principio, que en dos palabras me daba á conocer la excelsitud de sus conocimientos, y no perdonaba ocasión de hacerme saber que yo era un inocente, y que la humanidad toda pasaba desapercibida para un sujeto tan perspicuo como él. Medina no faltaba ningún día, y se paseaba de largo á largo en el espacio aquél de la derecha, conforme entramos, sin pararse un momento. Andando, daba sus órdenes á Samaniego, que bajaba del parquet con frecuencia, y se ponía de acuerdo con Torres. Este no iba todos los días: se había crecido mucho para prodigarse. Cuando se aparecía por allí, toda aquella gente de los corros le miraba con cierta veneración, y él se inflaba lo indecible. En el murmullo del local, tan semejante al zumbido de una colmena, sonaban sus risas prontas, ásperas y estridentes, parecidas al rasgar de telas que se oye pasando por la calle de Postas á las horas de más venta. Comúnmente se venía hacia mí, y concertábamos una operación modesta. En aquel local siempre me tuteaba: era costumbre arraigada en él, de la cual sólo se eximían Ortueta, Urquijo y otros pocos por quienes tenía adoración. Era un asombro ver cómo se lanzaba á mayores, haciendo operaciones arriesgadísimas, por sumas fabulosas, con mediación de Samaniego, pero sin publicar.
Torres no salía del local sin que le anunciara el coche un lacayo cargado de pieles. Daba compasión ver al pobrecito muchacho sudando cada gota como un puño. Pero el agiotista creía sin duda pregonar mejor su riqueza por medio dep. 163 las zaleas que ahogaban á aquel infeliz mancebo, y no se las quitaba hasta muy entrado el tiempo de calor. En esto no imitaba á sus patriarcas Ortueta y Urquijo, que hacían gala de retirarse siempre á pie. Partiendo del Principio, después de espatarrarse un momento delante del parquet, limpiarse el sudor de la frente con cierta pausa, á que él quería dar aires de gravedad, y decir cuatro sandeces, se iba en su victoria camino del Retiro, donde le esperaba No Cabe Más, siempre de tiros largos, siempre estrenando, siempre en perpetuo domingo ó Corpus ó Jueves Santo, por lo chillón y nuevecito y llamativo de cuantos perendengues llevaba.
Un día me dijo Medina, sin detener el paso, para lo cual tuve que dejarme ir con él:
—¿Sabe usted que Eloísa está mal?
—¿Mal de intereses? Ya me lo suponía.
—No: de salud... Debe de ser cosa de cuidado.
Como en seguida hablamos de un tema en extremo interesante, la liquidación del siguiente día, fin de mes, se me fué del magín Eloísa y su mal.
—Esta liquidación va á dar algunos disgustos —gruñó Medina—. Sáinz me tiene que aflojar diez mil pesetas, Cecilio setenta y cinco mil. ¿Quién liquida por ese Cañizares de los espejuelos verdes? Creo que lo hará Paco Rojas. ¿Y usted, qué tal? Ya, ya sé que tengo que aflojar á usted doce mil pesetas; pero las casaremos si Rojas tiene algo á favor de usted.
Aquella noche, en su casa, sacamos nuestras notas de liquidación, y matando y casando, obp. 164tuvimos nuestros respectivos totales. Él y yo quedábamos casi á la par. Un tal Sáinz, con quien yo había hecho muchas dobles, y que en aquel mes hizo conmigo una operación alta, nos tenía que entregar á Torres, á Medina y á mí, por diferencias, unos noventa mil duros. La liquidación fué algo penosa, porque Sáinz estuvo al ras de presentarse en quiebra. Nos tragamos nuestro susto, pues aunque la operación había sido pública y con todas las formalidades, si el tal no tenía, era forzoso tomar lo que quisiera darnos. Por fin, el 2 de Marzo Sáinz se presentó en el Bolsín á proponernos saldar sus compromisos con una partida de Cubas y otra de Obligaciones de Osuna.
—Si usted no quiere las Osunas —me dijo Medina—, yo las tomo todas.
—Me es igual —respondí.
Y concertamos que Cristóbal tomaría las Cubas y yo todas las Osunas. Aquel mismo día, en el Bolsín, salió del corro de contratación una voz gangosa que me dijo:
—Doña Eloísa está muy mal.
Era la voz del cobrador de Medina, amigo y protegido de mi tío.
—Pero, hombre, si la señorita María Juana me ha dicho anoche que ya estaba bien...
Por la tarde subí á ver á Camila. No estaba.
—La señorita —me dijo la criada— ha ido á casa de su hermana, que está muy malita...
—¿Y el señorito Constantino?...
—Ha salido á caballo, como todas las tardes.
«Conque sigue mal la infeliz... —pensé al retirarme—. Bueno: mañana iré á verla.»
Y llegó mañana, y no fuí tampoco. Se necep. 165sitaba un espolazo mayor para decidirme. Hallábame en la Bolsa. Poco interés aquel día. Acerquéme á los distintos corros, que estaban muy desanimados. Generalmente, en estos pelmazos humanos dominan los hongos número dos y las americanas de mal traer; hay algunas capas, y por lo común formas no muy exquisitas. Hay corro que parece de apreciables tenderos de ultramarinos; el del Perpetuo, enracimado en la barandilla, es el más bullicioso. Pero aquel día sólo había un poco de vida en el de los Aguadores, ó sea los que operan en Cubas. Del de los Negritos, que es el más modesto, salió una destemplada voz que me dijo:
—Don José María, el señor Trujillo estaba preguntando hace un rato si había venido usted.
Pertenecía esta voz á un individuo que imitaba á Torres en la manera de reir y en la costumbre de tutear; dedicábase á comprar picos, y operaba en chinchorrerías. Su especialidad era estar siempre de capa hasta el cuarenta de Mayo lo menos; se llamaba Mazarredo, y cuando hacía un buen negocio, expresaba su gozo imitando el canto de la codorniz con gran escándalo y risa de todos los concurrentes á la Bolsa.
Al oir que Trujillo quería hablarme, corrí al ángulo segundo de la derecha. Aquél no era el Trujillo que yo conocía, sino su primo Manolo, joven muy simpático, rico, soltero, elegante, de buena figura. Desde el año anterior había empezado á padecer de la vista, y perdiéndola gradual y rápidamente; á la fecha de lo que escribo estaba ciego del todo. Era un dolor verle, con los ojos cuajados y fijos, la cara pálida, ansiosa,p. 166 queriendo ver y no viendo nada. El pobrecito se hacía la ilusión de que veía algo, y los amigos cuidábamos de no quitársela por completo.
—¿Qué tal, Manolo?...
—Mejor, mejor —respondía infaliblemente, pasándose una mano por delante de los ojos—. Principia á aclarar el derecho... Me veo perfectamente los dedos.
Todos los días, como quiera que estuviese el tiempo, se vestía correctamente, y un criado le llevaba á la Bolsa á eso de las dos y cuarto y le sentaba en aquel ángulo, de donde no se movía, hasta que á las tres y media volvía el mismo criado á recogerle. Aunque era joven, se había estrenado en los negocios, para los que tenía gran capacidad, y no podía vivir sin respirar durante un rato aquella atmósfera picante, en la cual no se sabe qué es más espeso, si el aire cargado de humo ó el ambiente aquél de las cotizaciones saturado de números. Hay gustos muy raros.
Sentéme junto á él, y aún no le había estrechado la mano, cuando, dando un gran suspiro, me disparó estas palabras:
—¿Conque Eloísa se muere?...
Dejóme frío la noticia y la puse en duda.
—No, no es cuento. Anoche he estado allí... Muy mala, muy mala la pobre. Es cosa de la garganta, del cuello, no sé qué. Dicen que está horriblemente desfigurada. Yo, como no la puedo ver, siempre la veo hermosa.
Manolo Trujillo había sido, antes de perder la vista, uno de los más fervientes y al mismo tiempo más discretos admiradores de Eloísa. Después de su ceguera, la visitaba de vez en cuando, haciendo gala de una especie de inclinación alamp. 167bicada y platónica, sentimiento muy propio de un caballero que ha visto mucho y ya no ve nada. No esperé á que acabara de contarlo, y deplorando mi descuido, corrí á la calle del Olmo.
Al entrar en la casa, todo cuanto en ella ví me anunciaba desolación, ruina, tristeza. Evaristo, sin librea, estaba encendiendo un brasero en el patio, asistido del cochero, en mangas de camisa y con chaleco rojo. Soplaba aquel día, que lo era á principios de Marzo, un vientecillo Norte que afeitaba. Los dos criados me saludaron y les pregunté por su señora. Enseñándome la lista, pusieron muy mala cara los dos. La escalera estaba glacial, y el pasamanos empolvadísimo. No sé cómo me entró aquella indignación que no pude reprimir.
—Evaristo —grité—, ¿no os da vergüenza de que las personas que entran vean esta escalera? Mira cómo me he puesto las manos. ¿En qué estáis pensando?
Y salió á decirme, gorra en mano, que no podían atender á todo, y que la casa era muy grande. Seguí subiendo. A mí qué me importaba que limpiaran ó no, ni qué tenía yo que ver con semejante cosa...
Desde la antesala me interné en los pasillos; mas por la mampara de cristales alcancé á ver la sala de juego con las paredes desnudas. Ví sillas en montón, patas arriba, como dispuestas para que se las llevaran, y flecos de riquísimas cortinas que arrastraban por el suelo. La primep. 168ra persona que me encontré fué Micaela, que estaba en el gabinete de Eloísa, partiendo en tiras una sábana de hilo. Antes que yo le preguntara, la doncella, leyendo en mi cara el deseo de saber, me dijo:
—Yo creo que hoy está mejor; pero anoche por poco...
Daba dolor ver el gabinete desmantelado, casi vacío de las admirables porcelanas de Sevres, Sajonia y Barbotine que antes lo adornaban, conservando sólo dos ó tres acuarelas de escaso mérito. Los clavos indicaban dónde estuvieron las obras superiores. Agujeros horribles en la pared, mostrando el yeso y la tapicería desgarrada, marcaban el sitio del espejo biselado que había ido á parar á casa de Torres. En cambio, quedaban begonias de trapo caídas de sus jardineras y llenas de polvo, fotografías apiladas sobre la chimenea, un caballete de nogal y oro sirviendo de percha para colgar cajas de sombreros, ropas y corsés de raso negro pendientes de sus cordones. Camila no tardó en entrar. Traía su delantalillo azul, y un puchero del cual salía vaho repugnante. Agitaba el contenido con una cuchara, y lo hacía caer de alto para que se enfriase.
—¿Ya estás aquí? —me dijo en voz baja, sin mirarme.
—No sabía nada hasta este momento. Me lo dijo Manuel Trujillo.
—Hazte el bobito... Demasiado lo sabías.
—Pero creí que era alguna desazón ligera.
—No está mala desazón. Anoche creímos que se nos iba. ¡Pobrecita! Y siempre preguntando: «¿Ha venido?» No quería mandarte llamar, sino que vinieras tú por tí mismo.
—Hija, no sabía...
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—Francamente —afirmó mirándome cara á cara—, lo que has hecho es una indecentada... Porque, sea lo que quiera, pórtese bien ó mal, en eso no me meto, cuando una persona se muere... todo se perdona. Y tú la has querido, tú la has hecho pecar...
—Pero ¿cómo está, cómo está? ¿Es cierto que hay mucha gravedad? —le pregunté sintiendo un dogal en mi garganta.
—Mucha. Pero hoy está mejor que ayer. La hinchazón ha bajado algo. Ya no padece tanto. Dices que no sabías... ¡tonto! ¿Pues no te dijo Ramón que anoche me quedé aquí?
—No me ha dicho nada.
Y dale que le darás al menjurje aquél, que era espeso, viscoso, almidonáceo, y parecía tener leche á juzgar por su blancura.
—Esto es una cataplasma... —me dijo Camila bajando más la voz—. ¡Pobre Eloísa! Si entras á verla, ten cuidado de no dejar conocer la impresión que te ha de causar. Está horrible, espantosa. No la conocerás. Haz como que no encuentras en ella nada de particular. Más que el dolor y la fiebre, la mortifica la idea de lo fea que se ha puesto. No hace más que llorar y pedir á Dios que se la lleve antes que dejarla así.
Me acuerdo de haber dado un gran suspiro al oir esto. Camila y Micaela empezaron á extender aquella pasta sobre los trapos, soplando á la vez para que se enfriase. Después pasaron las dos á la alcoba, en la cual, al abrirse la puerta, noté que había completa obscuridad. Sentí lamentos que me traspasaron, con los cuales se confundían las voces cariñosas de las dos enfermeras.
—Si nop. 170 te lastimamos; si es aprensión tuya...
—No tenga usted cuidado, señorita. La cataplasma está muy pegada y la vamos sacando poquito á poco...
Y seguían los quejidos y ayes de angustia, con invocaciones á la Virgen y á toda la corte celestial.
Cuando Camila volvió al gabinete, me susurró al oído estas palabras:
—Ya sabe que estás ahí. Se ha excitado un poco. Dice que no entres todavía; espérate. Ha mandado cerrar bien las maderas para que no entre ninguna luz. Cuidadito con lo que te he advertido.
Transcurrió bastante rato, y al fin Micaela apareció en el umbral, haciéndome señas de que pasara. Entré con vivísima emoción. No veía absolutamente nada. La atmósfera de la alcoba era espesa, repugnante; ambiente de enfermería que se hace irrespirable para todo el que no lo acometa con el desinfectante de la abnegación y del amor. A mí me tiraba á matar, oprimiéndome los pulmones. Micaela salió. Acerquéme al lecho, y palpando hallé el respaldo de una silla. Al sentarme dije palabras cariñosas, de fórmula, no sé cuáles. Oí entonces la voz aquélla, apagadísima y desentonada por la fiebre, pronunciando estas palabras:
—Por fin... pareciste... Tú habrás dicho: «Que se muera como un perro...»
Con las palabras salía del lecho un vaho infecto y pesado.
—¡Qué cosas tienes! Es que no sabía... Ya me ha dicho Camila que estás mejor.
—¡Ay, mejor! —exclamó la voz con desaliento—. Si me muero, si estoy hecha una miseria,p. 171 una asquerosidad... No quiero que me veas. Estoy horrible.
—No te sofoques, hija. Eso pasará. Y no estás tan desfigurada como crees.
—¡Ay! chiquillo, tú no me has visto. Si me vieras, te espantarías, te parecería mentira que me quisieras.
Me incliné hacia ella.
—No, no te acerques, por Dios... Estoy rodeada de miseria humana. Pase el morirse; pero morirse así, apestando...
—No te agites. Me marcho, si no eres razonable.
—No: quédate otro poquito... Pero no me mires. Si ves algo, mandaré á Micaela que eche la cortina y que tape hasta la última rendija. No quiero que veas este adefesio que te gustó tanto cuando era de otra manera.
—¿Pero qué es al fin? Aún no sé lo que tienes.
Contóme en palabras breves su enfermedad. Empezó por un recrudecimiento de aquella sensación de la pluma. Pronto se determinó una angina, con fiebre intensísima. El médico dijo que era una angina maligna. No podía tragar; se ahogaba. De pronto empezó á hinchársele el cuello... un bulto horrible, que crecía por horas, y la fiebre subiendo, y el cerebro trastornado... delirio, inquietud. La noche última, por fin, cuando ya creía que se ahogaba, empezó la resolución... ¿Para qué hablar más de aquello? Era un horror.
—¿Qué tal de calentura? —le pregunté—. Dame acá una mano.
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Sentí la mano que venía á buscarme. La busqué y nos encontramos. ¡Oh! ardía.
—Tienes muy poca fiebre —le dije, observando que tenía mucha y que las pulsaciones eran muy irregulares.
Le besé la mano una, dos, tres veces, conociendo cuánto gusto le daba con ello.
—Puedes besarla sin cuidado —afirmó con acento de cariño, que era como un alfilerazo en mi corazón—. Cuando supe que estabas aquí, hice que Micaela me las lavara... Es el único gusto que tengo ahora, en medio de esta suciedad, en medio de este pánico de la pestilencia que me mata más que el dolor.
—Esto no es nada, hija —repetí traspasado de lástima—. Dentro de ocho días verás qué buena te pones. Un poco de molestia, y nada más. Te acompañaremos, te cuidaremos mucho. ¿Te asiste Moreno Rubio?... Pues pierde cuidado. Eso no vale nada. Es un desahogo de la naturaleza. Te vas á quedar luego más buena... y más guapa que antes.
—¡Ay! tú no sabes cómo estoy. Ocho días de fiebre muy alta me han dejado en los huesos... Entra tu mano, y toca, chiquillo.
Metí la mano por entre las sábanas tibias, húmedas y pegajosas, y allá, en lo más caldeado, tropecé con su mano que me guiaba, mientras la quejumbrosa voz decía:
—¿Ves?... ¿ves qué pellejos?... Soy la muerte, la muerte.
Advertí que lloraba, y le dije por consolarla cuanto me parecía propio del caso.
—¡Oh! no, no, no me pondré bien —exclamó ella con amargura hondísima—. He sido muy mala,p. 173 y Dios me está castigando. Pero por mala que una mujer haya sido, verse una entre esta inmundicia, verse así en los huesos...
—No te apures por las carnes, hija —le respondí haciendo un esfuerzo por reirme—. Verás qué pronto las echas: te pondrás gorda.
—¡Gorda yo!... ¡Jesús! No volveré á ser lo que fuí. ¡Y este cuello, Dios mío; esta monstruosidad...!
—Vaya, estate tranquila. La conversación y esas sofoquinas te perjudican mucho. Te voy á dejar... No: si vuelvo, no te apures.
—He sido mala, lo conozco... pero bien merezco que me vengas á ver, por lo mucho que me acuerdo de tí. Lo que yo digo: si tuvieras un perro y se pusiese enfermo de muerte, ¿no bajarías á verlo al sótano, y lo rascarías con un palo? Pues eso, eso... Yo no pretendo que te intereses mucho por mí; pero llegar, darme un vistazo...
En esto comencé á ver algo en la lóbrega habitación. Fuera porque mis ojos se habituasen á la obscuridad, ó que entrara más luz por las rendijas del balcón, lo cierto es que ví, y más deseara no ver. De la obscuridad, amasada con el vaho del lecho en términos que ambos fenómenos parecían uno solo, destacóse una forma confusa, de contornos tan extraños, que al pronto la creí determinación engañosa del bulto de las almohadas. Miré más, avivando el poder de mi retina cuanto pude, y causóme indecible terror la certidumbre de que aquella monstruosidad era la cara que conocí en la plenitud de la gracia y la hermosura. Parecióme enorme calap. 174baza, cuya parte superior era lo único que declaraba parentesco con la fisonomía humana. Mas en la inferior la deformidad era tal, que había que recurrir á las especies zoológicas más feas para encontrarle semejanza. ¡Pobre Eloísa! La impresión que sentí fué de tal manera penosa, que cerré los ojos para no ver más. Dios mío, ¿por qué me permitiste ver aquella máscara horrible? Nunca la olvidaré. Parecíame ver expresadas en un solo visaje todas las ironías humanas.
—Nada, hija: te dejo sola para que descanses. No, no me voy de la casa, y entraré más tarde si te sientes bien. Descuida, que te sacaremos adelante.
—Bueno, hijito —replicó declarando en el tono su alegría—. Me haré la ilusión de que me quieres, á ver si de este modo me animo un poco.
Hice un gran esfuerzo para besarla en la frente. Para ello cerré bien los ojos. Cuando salí de la sofocante alcoba, iba pensando qué cruz tan pesada y espantosa es ser enfermero en frío, ó sea cuidar á enfermos á quienes no se ama.
Salí á mis quehaceres y volví sobre las cinco. ¿Por qué he de ocultar una cosa que me desfavorece? La compasión por Eloísa me atraía verdaderamente; mas el deseo de encontrarme con la otra no me impulsaba menos hacia la calle del Olmo. Dicho en plata, me ilusionaba el ver allí á Camila, hecha una interesante enfermera; y si,p. 175 al acordarme de su infeliz hermana, se aplacaban los fuegos de mi querencia, cuando suponía á la enferma salvada y mejorada, no podía menos de recrear mi espíritu en la idea de tropezarme con Camila en los rincones y callejuelas de aquel solitario caserón que tan bien conocía yo. Debo decir que mi locura, bien por no ser correspondida hasta entonces, bien por la depuración de mi espíritu en el trabajo, se había vuelto platónica. Siempre que podía hablar con Camila á solas, pintábame como un enamorado entusiasta, pero tranquilo, admirador frenético de sus eminentes virtudes y de la misma resistencia que me había puesto en tal estado. Y era verdad esto que le decía: la tal borriquita se me había subido á lo más alto de la cabeza, allí donde se mece, á manera de nube, lo puramente ideal, lo que es y no es, lo que nos habla de otros mundos y de Dios, haciéndonos á todos un poco poetas, religiosos ó filósofos, según los casos.
Yo no me alegraba de que Eloísa se pusiese peor; al contrario, lo sentía mucho; pero deseando que se mejorase, sentía que Camila no estuviese allí todo el día y toda la noche con su delantal azul, aunque sus manos olieran á cataplasma. Cómo compaginaba y conciliaba mi espíritu estos dos deseos, no lo sé decir. Pero es el espíritu tan buen componedor, que sin duda resultaría un arreglito en mi conciencia, escarbando mucho en ella para buscarlo.
Dejo esto por ahora, y sigo con la otra infeliz. Moreno Rubio, después que la vió al anochecer, me dijo que aunque la mejoría se había iniciado, no las tenía todas consigo. Explicóme lo que erap. 176 aquello con todos sus pelos y señales, dándome á conocer la resolución posible, el proceso reparador en caso favorable, la complicación en el caso contrario. Pero no repito las palabras de aquel observador eminente por no cansar á mis lectores, ni entristecerles con estos pormenores tristísimos de la desdicha humana. Digamos sólo, con la religión, que somos polvo, inmundicia, y que siendo tan mala cosa, todavía ha de haber quien quiera regalarse con nosotros, y estos golosos de nuestra podredumbre son los gusanos.
Yo no pasé á ver á Eloísa, porque no se excitara; pero á eso de las diez se puso tan inquieta que nos alarmamos. Estábamos allí mi tía Pilar, Camila, Constantino y yo. Raimundo se había marchado á las nueve, y el tío Rafael vendría más tarde. Empezó la enferma á hablar como una taravilla: á ratos lloraba, á ratos anunciaba su muerte. Pedía que yo entrase; después que no. Quería estar á obscuras; luego la obscuridad le daba miedo, y era forzoso encender luz. Desde la puerta le oí decir, llorando:
—Me muero, conozco que me muero. Es terrible morirse así, en este muladar... Dios me perdonará. ¿Está ahí José María? A él le encargo que no entre aquí ningún cura: ¡no, no quiero ver curas...! Ya me las arreglaré sola con Dios.
La fiebre era muy alta aquella noche, y estaba la pobre agitadísima.
—No quiero luz: ¿no he dicho que quería estar á obscuras? ¿Es que me quieren mortificar? —gritó moviendo mucho los brazos.
La alcoba quedó en tinieblas, y entonces me llamó para que le pusiera el termómetro y le observara la temperatura.
—Constantino me engaña siempre —me dijo—.p. 177 Para él nunca paso de 39, y yo conozco, por este fuego de mi cuerpo, que debo de tener 41, 42, 50...
María Santísima, ¡qué volcán!
Le puse el termómetro debajo del brazo, y esperé sentado junto á la cama.
—¡Oh! ¡qué mal me siento! La cabeza se me abre, se me desvanece, se me va; se me arranca la vida... me muero esta noche. ¿Estarás aquí cuando dé las boqueadas?... ¿Me cerrarás los ojos? ¿Te dará horror verme tan fea y echarás á correr? Sí: lo estoy viendo, lo estoy viendo. Dios mío, yo he sido mala; pero no para tanto... Nada, lo que yo digo: si tú te hubieras casado conmigo, yo habría sido menos loca; pero no quisiste, y me dejaste en medio del arroyo.
Esta febril locuacidad me lastimaba, oprimiéndome el corazón. No cesaba de decirle:
—Serénate, cállate la boca, procura dormir. Estás un poco excitada de los nervios, y nada más.
—Mira ya el termómetro y no me engañes.
Salí al gabinete para observarlo á la luz. Marcaba 40 y tres décimas. ¡Qué mala cara debí de poner cuando lo estaba mirando!
—¿Ves?... no hay motivo para que te inquietes —declaré volviendo á su lado y guardando el termómetro—. Tienes 38 y unas décimas.
—¿Es de veras?
—¿Quieres verlo?
—¿No me engañas?
—Ya sabes que yo...
Pues se lo creyó; mas no por eso estuvo más tranquila en las horas que siguieron.
—Nada, nada: yo me muero esta noche. Sientop. 178 que me desquicio, que la vida se me quiere escapar. ¡Qué espanto me da...! No, Señor, Dios mío: yo no me quiero morir, yo soy joven, yo no he sido mala... Si yo misma te lo he dicho, rezando: es que me he calumniado.
Tras larga pausa, en que la sentí murmurar vocablos ininteligibles como si rezara, volvió á expresarse con la misma agitación.
—No te digo que me perdones, porque sé que me perdonarás de todo corazón. ¿Y á tí, grandísimo pillo, quién te perdona? Porque tú eres tan malo como yo, quizás peor. A ver, hazte el valiente, confiésame en este momento solemne tus picardías. ¿A que no las confiesas? ¿No ves que me muero? Dame ese gusto. ¿Quieres que te dé el ejemplo? Pues te voy á confesar todo lo malo que he hecho, absolutamente todo.
Rebeléme contra aquel propósito, más bien nacido del desvarío febril que de un vigoroso móvil de conciencia.
—Si te pones así, me enfado; es que me enfado de veras. Me marcharé.
—No, eso nunca —exclamó rompiendo á llorar—. Quiero que estés aquí, que me veas cuando espire... ¿Llorarás? Dime si llorarás.
—Pero, mujer... ¡qué tonterías...!
—Dime si llorarás... Es que quiero saberlo.
—Bueno: pues sí, lloraré, y mucho.
—¿Y me besarás las manos?... las manos nada más, porque la cara... Se me quita la contrición cuando pienso en lo horrible que estaré. Pero acuérdate de cuando estuve guapa; acuérdate y cierra los ojos... ¿Me harás una caricia?... ¡Mira que si no, resucito y te...!
Hacía extraños gestos con los brazos. Yo sep. 179 los metía entre las sábanas, recomendándole la tranquilidad en los términos más cariñosos.
—Hija mía, no hagas locuras. Vas á pasar una noche infernal.
—Es que no me quiero morir, es que no me da la gana —clamó, ahogándose en llanto copioso—. ¿Pues por qué me pongo así sino por el miedo que tengo...?
—No seas tonta, y no tengas miedo. Si estás bien; si apenas tienes fiebre; si Moreno me ha dicho que no hay cuidado... Vaya, no hables más de muerte.
—¿Pues no he de hablar si la veo, si la siento venir...?
—Patrañas, hija; aprensión...
—¡Y morir así, como arrojada en una pocilga, revolcándome en miserias y como si mis propios pecados me estuvieran comiendo por todas partes! Yo he visto una estampa en las prenderías, en la cual hay uno que agoniza, y salen de debajo de las almohadas bichos muy feos y asquerosos, lagartos y demonios horribles que lo roen y se lo comen. Así estoy yo, así me muero yo.
Pensé que las bromas harían mejor efecto en su espíritu que la seriedad, y tomándole una mano y besándosela con el mayor calor posible, le dije:
—¿Pues qué querías tú? ¿morirte como la Traviata, con mucho amor, tosecitas y besuqueo? Si eso pretendes, se puede hacer. Por mí no ha de quedar.
Parecióme que se sonreía, y esto me animó á seguir por aquel camino.
—Bien sabes tú que no va de veras; que si lop. 180 sospecharas, no estarías tan charlatana. Esos son mimos, no terror de la muerte. Tú buscas lo que los franceses llaman una pose, y la postura no parece.
—¡Ay, hijo: no te rías de mí! ¿Cómo puedes pensar que yo tenga esas ideas en medio de estas prosas...? Porque éstas sí son prosas, chico. Si no hay mayor castigo para una mujer que tener asco de sí misma, yo estoy bien castigada. Acepto la muerte si la considero como una gran lejía en la cual me voy á chapuzar...
Y como si su espíritu tomara de improviso con esto una dirección de consuelo, me estrechó mucho la mano diciéndome:
—Joselito... si por casualidad me salvo, ¿me volverás á querer...?
—¡Sí...! de tí depende que te pongas buena pronto, no sofocándote sin motivo.
—Agua; me muero de sed.
Se la dió Camila; y cuando nos quedamos de nuevo solos, díjome que se sentía mejor. Su piel estaba húmeda.
—Ahora te vas á dormir.
—Si soñara que me volvías á querer, creo que despertaría muy mejorada.
Respondíle que podía soñar lo que fuera más de su gusto, y desde aquel momento empezó á calmarse. Quejóse de vivos dolores en la cara; pero no debieron de ser muy fuertes, porque á eso de las dos ya dormía, si bien con inseguro sueño. Salí de la alcoba, rendido de cansancio, y me encontré á mi tía Pilar, profundamente dormida, y á Camila despierta, aunque con mucho sueño. Disputamos, como era natural, sobrep. 181 quién había de descansar... Que ella, que yo. El reposo de la enferma fué breve, y pronto la oímos que nos llamaba. Micaela y Camila estuvieron más de una hora con ella, dándole medicinas, curándola y mudándole hilas y trapos. Mala noche pasó la infeliz. A la madrugada descabecé un sueño en el despacho de Carrillo, sobre el sofá de cuero, frío y desapacible.
Despertóme, ya entrado el día, una voz que al pronto no conocí. Era la de Constantino, y poco á poco surgió en mitad de mi campo visual la figura de éste, abrutada, tosca y respirando honradez.
—¿Cómo está Eloísa? —le pregunté con susto, sospechando que me iba á dar una mala noticia.
—Ahora duerme —replicó de muy mal talante, paseándose en la habitación con las manos en los bolsillos—. Va mejor.
«¿Pero qué tiene este bruto para estar tan malhumorado?» —me dije para mi sayo.
Sacóme pronto de dudas, pues era Constantino tan rudo como inocente, incapaz de guardar secretos.
—¿Has visto á Camila? —me preguntó.
—Anoche, sí.
—¿Sabes que hemos reñido?... Anteanoche... aquí... Una bobería... un soplo, chismes, calumnia. Le dijeron que me habían visto ir de picos pardos...
—¿Qué me cuentas?
—Todo es paparrucha —añadió, dando un gran suspiro y alargando más el hocico—. Camila se la ha tragado, y no la he podido desengañar. No nos hablamos. Anoche no pude dormir, pensanp. 182do en ella. Me parecía mi casa tan vacía, chico... Me figuraba que mi mujer se me había muerto; no, que se había ido con otro, y...
—Eres un bebé... ¡ja, ja, ja!
—Créelo... por poco me echo á llorar...
—¡Ay, Dios mío, qué célebre!... Constantino, eres un niño de teta...
—Y ahora —prosiguió haciéndose el fuerte, mas sin poderlo conseguir— he venido acá con unas ganitas de verla... ¡Qué afán! Si me figuro que no he visto en cuatro años su cara. Pues llego; me dicen que está en el cuarto de Rafaelín durmiendo; voy allá, empujo la puerta, y ella salta y me la tira á los hocicos, y se cierra por dentro, y me grita: «¡Vete á los infiernos, perdido, gatera, chulapo!»
—Bien, hombre, bien. Anda, vuelve á picos pardos... Me alegro... —le dije, sintiéndome inspirado y locuaz—. ¡Ah! perillán. ¿Crees tú que el matrimonio es cosa de quita y pon? ¡El matrimonio, la cosa más santa, la institución más respetable, más augusta, más...!
—¡Quítate allá, y no me vengas á mí con retumbancias!
—Estos pilletes se figuran que el tálamo es trampolín... y profanan la santidad de la familia, y hacen burla de la virtud de una intachable esposa...
—¿Te quieres callar?...
—No, señor; no me callaré... Tu conciencia no se subleva, no se te levanta como un fantasma para decirte: «Constantino, ¿qué has hecho de la paz del hogar?»
—¿Pero todo eso es cháchara ó qué...?
p. 183
—¡Qué ha de ser broma, hombre, qué ha de ser broma! Ya ves que estoy indignado.
—Que me caiga muerto aquí mismo, que me mate un rayo —juró con vehemencia salvaje— si yo he ido á picos pardos. Que me vuelva buey ahora mismo si he tocado, desde que me casé, más mujer que la mía. ¡Mírala, por ésta!
—Valiente hipócrita estás tú... ¡Con esa jeta de lealtad y esas inocencias, me parece...! Y lo que es ahora no la convences. Buena estará.
—Se me figura que quien le llevó el cuento fué el marqués de Cícero... ¡Ay si le cojo! Le arranco los bigotes, y después se los hago tragar... ¡Decir que yo...! ¡cuando el que venía de picos era él, él... el muy monigote, pinturero...!
Hablando pasamos á la estancia que había sido de Carrillo. Quise lavarme; pero no encontré agua.
—Yo te la traigo —me dijo Constantino cogiendo el jarro.
A poco volvió, y cuando me llenaba la jofaina, díjome en el tono más cordial:
—Quítale eso de la cabeza.
—¿Qué le he de quitar de la cabeza? ¿los adornos que le has puesto?
—No, hombre: la idea...
—¿Conque la idea?... Lo intentaremos, lo intentaremos.
Él se reía, y no cesaba de amenazar al marqués de Cícero. Le iba á freir, á abrirle un trap. 184galuz en la barriga, á untarle de petróleo y pegarle fuego...
—¡Qué buen ayuda de cámara me he echado! Ya que eres tan amable, ten la bondad de decir á Micaela que haga café y me lo traiga aquí.
No había pasado un cuarto de hora, cuando sentí abrir la puerta. Hallábame en elástica, con la toalla sobre los ojos, la cabeza toda mojada, y no ví quién entró.
—Déjelo usted ahí —dije creyendo que era Micaela; mas no tardé en ver á Camila poniendo el café sobre la mesa.
—Hola, borriquita —exclamé, dejando salir de mi alma la alegría que la llenaba—. Dí una cosa: ¿y tu hermana?
—Durmiendo. Me parece que va bien.
—¡Contento está tu marido!... Pero ¿qué prisa tienes? ¿A dónde irás que más valgas? Oye...
Quise proceder con buena fe, pero no podía; la malignidad salía culebreando, como centella eléctrica, desde el corazón á la punta de mi lengua.
—Las mujeres prudentes no ponen esos hociquitos por un desliz del marido. ¡Pues tendría que ver! No seas inocente, no seas ridícula, no seas pueril. ¿Tú no has leído aquello de la Perfecta casada, que dice...?
—Yo no he leído nada ni me da la gana de leer papas —exclamó á gritos, hecha una leona.
—Sosiégate... Lo que yo digo es que eres una tonta si crees que el marido de hoy puede ser un formalito de éstos de aquí me ponen, aquí me quedo. Sería hasta ridículo, sería...
No me dejó acabar. En un tris estuvo que me tirara á la cabeza la cafetera. Con sacudida dep. 185 violenta cólera, se puso á gritar:
—No estás tú mal... sinvergüenza... Déjame en paz.
«Ya te irás domando,» pensé al quedarme solo, y un instante después pasé al cuarto de Rafaelín, á quien hallé sentado en el suelo, entretenido en armar un teatro de cartón. Su media lengua me enteró otra vez de la mejoría de su mamá, y después preguntóme con palabras vertidas cautelosamente en mi oído, si yo me iba á quedar allí pa siempre. Respondíle que sí, y jugamos un rato. ¡Pobrecito niño! ¡Qué interés tan hondo despertaba en mí! Me lo habría llevado á mi casa, adoptándole por hijo, si su madre lo consintiera. Aquella madrugada, cuando me dormí en el diván, había visto en sueños á Eloísa muy mal perjeñada por las calles, con mantón pardo, pañuelo por la cabeza, las faldas manchadas de fango, llevando de la mano á Rafaelín, el cual tenía las botas rotas y enseñaba los tiernos dedos de los pies; el cuello envuelto en bufanda, y el cuerpo en roñoso gabancito. Esta visión me oprimía el pecho, más por el hijo que por la madre. ¡Ay! Esta campeaba en la indiferencia de mi alma, como en un desierto árido y vacío. Pasaba por ella sin dejar rastro ni huella en aquel inmenso arenal.
Sin hartarme de jugar con el pequeño ni de darle besos, salí de la casa. Eloísa se había despertado y sentía gran alivio. El médico me dijo que la resolución era rápida y segura. No quise entrar á verla, porque la estaban curando, y le dejé un afectuoso recado. En mis correrías de aquel día por Madrid, experimenté lo que yo llamaba la congestión espiritual de Camila en map. 186yor grado que nunca. La llevaba en mi corazón y en mi cartera, y la ví entre los apuntes de mis operaciones como la mosca que se ha enredado en la tela de araña. La ví en la ahumada atmósfera de la Bolsa y entre los movibles y bulliciosos corros. Muy distraído estuve, y conociéndome, no me arriesgué á operaciones delicadas, porque desconfiaba de la claridad de mi sentido. Era como algunos borrachos, que, conocedores de su estado, tienen la sensatez relativa de no celebrar ningún contrato mientras están peneques.
Torres, Medina, Samaniego y otros me preguntaron por Eloísa, y á todos contestaba «bien... si no es nada... un simple flemón.» Manolo Trujillo, á quien acompañé un ratito, hablóme de ella con amor y entusiasmo. Me complací en destruir su ilusión pintándole lo desfigurada que estaba. ¡El infeliz exhalaba unos suspiros oyéndome...! Era yo cruel sin duda; pero me salía esta crueldad muy de dentro, y sentía un goce extraño y vengativo al decir á los que me hablaban de ella:
—Es un horror... no hay idea de fealdad semejante.
Volví á la calle del Olmo por la tarde, ¡y qué suerte tuve! El marqués de Cícero salía cuando yo entraba, Eloísa dormía, y Camila estaba sola. Se me arreglaron las cosas tan guapamente, que ni de encargo salieran mejor.
—No se harta de dormir la pobrecita —me dijo Camila sentándose junto á mí en el salón desierto, y sacando una obrilla de gancho con que se entretenía.
Ni caída del Cielo. Estábamos solos; nadie nos turbaba. No menté á Constantino ni hice alusiónp. 187 al disgustillo. Hablé tan sólo de mí, de aquella pasión loca que me consumía, y que por providencia de Dios había venido á ser fina, delicada, platónica, lo sublime de la amistad, si me era permitido decirlo así. ¡Oh! yo no deseaba que ella faltase á sus deberes; adorábala honrada; quizás infiel no la adoraría tanto. Me entusiasmaba su virtud, y por nada del mundo destruiría yo esta celestial corona tan bien puesta en sus nobles sienes... Yo no pretendía de ella sino un cariño puro, leal, diáfano como el mío, enteramente limpio de deshonra y malicia. No recuerdo si saqué á relucir también lo del armiño, que es de reglamento; pero de fijo no se me quedó por decir lo del altar en mi corazón y otras imágenes muy al caso.
Y ¡cosa singular! estas tonterías, que ella calificaba siempre con el injurioso dicterio de papas, no la alborotaron aquel día como otras veces. Oíame callada, los ojos fijos en su obra, haciendo, al meter y sacar el gancho, las mismas muequecillas que hacía cuando trazaba números; y de tiempo en tiempo me miraba sin decir más que «papas, papas.» Parecióme que aquello lo decía maquinalmente, y que en realidad mis palabras trazaban surco en su alma. ¿Sería ficción de mi anhelo? Ocurrióme que aquella casa maldita obraba con perversa influencia sobre el resistente espíritu de la señora de Miquis, introduciendo en él por diabólico modo un germen de fragilidad. Porque era muy particular que, oyendo lo que había oído, no me llamase, como de costumbre, tísico, indecente, simplín. Estaba un tanto descolorida y pensativa, muy pensativa.p. 188 Sobre esto no podía tener duda. Oyóse el timbre eléctrico de la alcoba de Eloísa. La enferma llamaba. Levantóse prontamente Camila, y cuando iba por la habitación próxima, le oí pronunciar con claridad su estribillo: «papas, papas.» Un detalle precioso. Al retirarse, dejó su labor en el sofá en que nos sentábamos; sí: allí, junto á mi muslo, quedaron el ovillo blanco, el gancho, la roseta á medio hacer. «Piensa volver, y volverá.»
Pasó mucho tiempo, así como medio siglo, y viendo que no parecía, cogí la labor y, metiéndomela en el bolsillo, fuí en busca de mi borriquita. Al salir al pasillo tropecé con una figura majestuosa que en tal instante empujaba la mampara de la antesala. Era la señora de Medina, que en el caso aquél de enfermedad grave, olvidaba sus resentimientos y sabía cumplir los deberes de familia. Creo que se alegró mucho de verme. Su cara de estatua de la Verdad se encendió un poco.
—Ya sé que está mejor —me dijo—, y completamente fuera de peligro.
No habíamos dado diez pasos hacia el gabinete, cuando me tomó por un brazo diciéndome:
—Explícame una cosa. ¿Qué obra es esa que pensaba hacer Eloísa; esa estufa, ese techo de cristales?
Pasamos al segundo salón, y desde una de las ventanas que daban al patio hícele la descripción del proyecto.
—Pues de fijo habría sido muy bonito... —observó mi prima—. Y lo que es ahora... da dolor ver lo desmantelado que está todo. Dí otra cosa. ¿Dónde estaban los dos cuadros del viejo y la chula, con reflectores?
p. 189
—Ahí, á los dos lados de esa puerta.
—Mira, mira: todavía quedan aquí unas cortinas preciosísimas. ¡Oh! qué ricas son. Toca, toca esta seda, esta pasamanería... Otra cosa. ¿Y en este hueco, qué hubo?
—Un mueble inglés lleno de preciosidades.
—¿Es ésta la puerta del comedor? —preguntó abriéndola—. ¡Ah! sí, comedor es. Parece una caverna. ¡Qué soledad! Ni mesa ni sillas. ¿Estaban aquí los tapices?...
—Sí: cogían toda la pared, incluso los huecos. Los de la puerta y ventanas se corrían como cortinas cuando empezaba la comida, y entonces no se veía interrupción ninguna. Todo en derredor era tapiz. Efecto bonitísimo.
—¡Sí que lo sería!... —exclamó la ordinaria permitiendo á su cara expresar un interés inmenso—. Otra cosa. ¿Y por dónde entraban los criados á servir?
—Por aquella puerta que ves en el fondo. Pero delante de la puerta estaba el gran aparador. Los criados aparecían por un lado y otro de éste. La puerta no se veía.
—¡Ah!... ¡qué soberbio!... Mira, todavía están los mecheros de gas. ¡Qué elegantes!
—En mi tiempo se encendían. Después...
—Ya, ya recuerdo lo que me dijiste. Muchas velitas... Estoy al tanto.
En esto vimos pasar á Micaela.
—Eh, Micaela. Me parece que ha entrado alguien. ¿La señorita tiene visita?
—Sí, señor. Ahí está la hermana del señor marqués de Cícero, y ese caballero ciego...
—¡Ah! el pobre Trujillo.
p. 190
—Pues yo no paso hasta que no se vayan —indicó María Juana, haciéndome señas de que la siguiera—. Dime otra cosa. El salón de baile, ¿no se abría sino muy de tarde en tarde...?
—Cierto. Casi siempre le ví cerrado. No se había concluído de decorar. Eloísa pensaba inaugurarlo con un gran baile.
—Vamos por aquella puerta... Ve tú delante para que me guíes. Quiero que me saques de otra duda.
A todas sus preguntas contestaba yo lo primero que me ocurría. Mostraba la sapientísima señora curiosidad viva y anhelo de conocer las costumbres de aquella casa en sus días de auge. A veces disimulaba este interés diciendo con solapado menosprecio:
—¡Cuánta tontería! Luego nos pasmamos de las catástrofes. Razón tiene Medina en decir que todas estas etiquetas son invenciones del Diablo.
Entramos y salimos, pasando de pieza en pieza. Yo estaba un tanto mareado, y con ganas de sentarme.
—Es un laberinto este caserón —dijo mi prima—. Jamás lo he podido entender. ¿A dónde salimos ahora? ¿Qué puerta es ésta?
—Por aquí se pasa al guardarropa de Eloísa.
Cuando yo decía esto, oímos la voz de Camila. Empujé la puerta y entramos.
—Esta pieza la conozco —manifestó la de Medina, entrando con aire regio y calándose los lentes para arrojar una mirada en redondo á la estantería de roble—. ¿Verdad que es bonita? ¿Cuánto le costaría á Eloísa esta tanda de roperos?
—Vete á saber... Más costaría lo que está denp. 191tro —respondí sin hacerme cargo ya de nada más que de Camila, á quien vimos... Pero esto merece párrafo aparte.
Estaba mi indómita borriquita sentada en una silla, con un pie descalzado, probándose botas y zapatos de Eloísa, que Micaela iba sacando de uno de los armarios.
—Mirad, mirad —gritaba Camila, riendo y muy excitada—. Hay aquí quince pares de botinas nuevecitas. Si parece que no se las ha puesto más que una vez...
—¡Dios mío! —exclamó la hermana mayor dando á su voz los acentos más enfáticos de la justicia—. ¡Tal gastar de mujer! Es verdad: si está todo nuevo...
—Mira qué par —decía la otra—. ¿Y éstas bronceadas? ¿Ves qué pespuntes? Lo menos valen ocho duros. La suerte de ella es que yo tengo el pie un poquito más grande que el suyo; que si no, aquí me surtía para tres años. Estas me vienen que ni pintadas, y las hago noche. ¿No te parece, José María, que debo llevármelas?
—Sí, hija: apanda todo lo que puedas. Bien ganado te lo tienes con velar aquí noche y día.
Y seguía probándose botas...
—¡Ay! ésta cómo aprieta; pero se irá ensanchando... Nada, para mí. Lo que siento es que no haya calzado de hombre, para abastecer también á mi marido... Veamos esta otra. Mira, ¡qué bien! Ni encargadas, chico.
p. 192
Nos fijamos entonces en el maniquí, que estaba en un ángulo, arrumbado, tieso, desnudo, con una pata rota, y la estúpida mirada perdida en el vacío de la habitación, como asombrándose de que se le tuviera en menos que una persona.
—Mira, aquí probaba Eloísa sus vestidos —observó María Juana, echándole los lentes y elevándolo á la dignidad que él deseaba tener.
—Te voy á enseñar una cosa que te va á dejar lela —dijo Camila viniendo hacia nosotros con un poco de cojera, pues traía un zapato suyo en un pie y una bota de Eloísa de tacón alto en el otro.
De uno de los armarios sacó un vestido.
—Mira esta falda con delantera de encajes...
—Y es todo del más rico Valenciennes. ¿Pero esto se lo llegó á poner alguna vez?
—Creo que no —indiqué—: lo reservaba para el gran baile.
—Ahí tienes... Yo me llevaría esta falda á casa para hacer una parecida con encajes de imitación; pero bueno se pondría Medina.
—Obsérvala: fíjate mucho y podrás imitarla.
—¿Y este traje negro? —prosiguió Camila sacándolo—. Mira el sello de Worth... Es uno de los dos que recibió hace poco. Pues espérate, que te voy á enseñar más. A mí no me tientan estas cosas; pero me gusta verlas y apandarlas si puedo.
Y siguió mostrando prendas ricas, hermosas, elegantes.
—¡Pero esa loca vivía como una princesa! —exclamaba María Juana, confundiendo en un solo acento, por modo extraño, el desprecio y lap. 193 admiración—. Claro... pronto tenía que venir el batacazo.
—Hay aquí un sombrero —dijo Camila sacándolo, poniéndoselo y mirándose en el gran espejo de pivotes— que me está haciendo tilín. ¿Veis qué bien me está? José María, ¿qué tal?
Con los ojos le decía yo que estaba monísima.
—¿No es verdad que está diciendo: cógeme?
—Sí, hija: aprovéchate. Ella no lo usará más probablemente —le dijo su hermana—. ¡Qué ridículo afán de renovar las modas cada día!
—Para mí, para mí el sombrerito —repitió mi adorada, quitándoselo y acariciándolo—. Y hay aquí unos retazos con los cuales voy á sacar siete corbatas para Constantino. A tí te haré una también. Pero ¡quiá! no... No me volverá á pasar lo de las camisas.
Mi prima mayor no se hartaba de admirar trapos. De su boca salían alternativamente expresiones que no concordaban bien unas con otras.
—¡Qué mujer más loca! ¡qué sibaritismo estúpido!... ¡Pero qué cosa más elegante, qué chic! Da gozo ver esto...
—Micaela —dijo Camila apartando su botín—, haz el favor de ver si se han ido ya esos moscones.
Los moscones no se habían ido; pero la hermana de Cícero se estaba despidiendo ya. María Juana y yo pasamos al gabinete y nos sentamos juntitos en un diván. Ella estaba pensativa; yo también, atendiendo con disimulo á los movimientos de Camila, que entraba y salía á ratos.
—¡Qué enseñanzas tan grandes encierra este palacio! —me dijo la señora de Medina poniénp. 194dose la careta filosófica que había adoptado casi como una prenda de vestir, y que verdaderamente no le sentaba mal—. Esto enseña más que libros, más que sermones, más que nada. Mírate, mirémonos todos en este espejo... ¿Pero á dónde va á parar esta mujer, gastando siempre lo que no tiene, y dándose vida de princesa?... ¡Ah! lo que yo dije. Carrillo era un pobre simplín, y en tales manos mi hermana tenía que perderse. Si hubiera caído Eloísa en poder de un hombre como Medina, que es la prudencia, la rectitud andando...
Dando cabezadas enérgicas me mostraba yo conforme con estas sabidurías.
—¿No te da gozo de verte libre de la esclavitud de estas paredes? Escapaste de milagro, porque tuviste un buen pensamiento, una inspiración. Dí que no crees en el Angel de la guarda. Y ahora parece como que tienes la nostalgia de esta perdición; parece como que no quieres afianzar tu victoria ni ponerte á seguro de otra caída. Si te descuidas, ya estás otra vez por los suelos. Porque tú eres muy débil; tú no sabes vencerte; tú no eres como yo, que me domino, soy dueña de cuanto hay en mí y no hago nunca más que lo que me dice la razón.
La miré mucho y sonriendo, único modo de expresarle la admiración que aquella excelsa virtud me producía.
—No es para que te pasmes... Vosotros los hombres sois más débiles que nosotras. Os llamáis sexo fuerte, y sois todos de alfeñique. ¡Nosotras sí que somos fuertes! Ese maldito poeta inglés, ese Shakespeare, era de mi misma opinión. Lee elp. 195 Macbeth... aunque supongo que lo habrás leído. Fíjate en aquel personaje, hecho de la miel del cariño humano; en aquel pobre hombre capaz de hacer el bien, y que hace el mal cuando la grandísima bribona de su mujer se lo manda; fíjate en ella, en Lady Macbeth, que es el nervio y el impulso de la acción toda en aquel drama de los dramas. En fin, que nosotras somos el sexo fuerte, y sabemos ser heroínas antes que ustedes intenten ser héroes. De todo esto deduzco que vosotros escribís y representáis la historia; pero nosotras la hacemos.
Aunque no podía ver bien claro á qué cuento venía todo aquello, expresé mi admiración otra vez con nuevos y más recargados aspavientos, ponderando el sentido crítico y lo escogido de las lecturas de mi prima.
—Eres una mujer excepcional —le dije, haciendo como que me entusiasmaba—; una mujer de cuya posesión...
Yo no sabía cómo acabar la frase. Busqué la sintaxis más sencilla para decirle: «No conozco ningún hombre digno de que tú le quieras de verdad. El que mereciera tal honra, debería ser la envidia de nuestro sexo, que tú con razón quieres se llame sexo débil.»
—No seas tonto, no veas en mí nada superior —replicó aventándose con modestia, de esa que se tiene á mano como un abanico para darse aire—. Como yo hay muchas. Sólo que no se nos encuentra así... á la vuelta de una esquina. Hay que buscarnos. Y el que...
No oí el resto de la frase, que sin duda era cosa buena, porque me distraje viendo á Camilap. 196 que pasó por la habitación como buscando algo, y miraba debajo de los muebles. Cuando volví en mí, no alcancé sino estos ecos:
—Yo soy mi rey absoluto, y no hago nunca sino lo que yo misma me mando... Ya lo sabes: no creas que tratas con esas que andan por ahí... Algo va de Pedro á Pedro. Vete sosegando y acostumbrándote á la idea de que no todo el campo es orégano. Cuando te domines, experimentarás la satisfacción purísima de ser dueño de las propias pasiones y mandar en ellas, como ese domador que entra en la jaula de los leones y les sacude...
—Sí; pero se dan casos de que á lo mejor un leoncito saca las uñas y...
—No: no hay uñas que valgan, y, sobre todo, en este caso mío no hay peligro... te juro que no hay peligro —declaró, tomando con más presunción la actitud de heroína...—. No pienses más en esas locurillas que me has dicho la otra noche... Aprende de mí á quitar de la cabeza esos celajes de tormenta. ¡Y si vieras qué tranquilidad después de haberse limpiado bien! Cuesta un pequeño esfuerzo; pero se consigue, créelo, se consigue. Oye mi plan curativo: redúcese á una cosa muy sencilla; es una toma fácil, dulce, agradable, casi un refresco...
—Ya...
—Nada, que te tomas á Victoria. Cierra los ojos, hombre, y adentro. Ese matrimonio es mi orgullo; es la más santa de mis obras de caridad. Anoche hablé de ello con Medina, y créelo, se entusiasmó. Parecióme que se disipaba la ojeriza que te tiene.
—Yo no me caso —manifesté con énfasis.
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—Lo veremos, lo veremos —respondió acalorándose—. Cuando á mí se me pone una cosa en la cabeza... Si te obstinas, perdemos las amistades. Mira, mira: desde ahora te digo que no vuelvas á entrar en mi casa, que no me dirijas la palabra, que no me mires á la cara. Ya no existo para tí.
—Por Dios, María, esa pena es demasiado cruel.
—Yo soy así... Nada, nada: se queman las naves, y adelante. Bien para tí, bien para mí. Y se acabaron los peligros y las luchas; se acabó esa tentación tonta, que me ha obligado á reconcentrar todas las fuerzas de mi espíritu, padeciendo mucho, créelo, padeciendo mucho... ¿Piensas que todo sale á la cara? ¿piensas que no hay procesiones por dentro, cuando más vivo se repica?
—Pues si tú eres fuerte —le dije con fingido arrebato—, yo soy débil; yo no sé ni quiero vencerme. Mientras más te empeñas tú en ser heroína, más vulgar soy yo; y es que luchando vales más, y á los encantos que tienes, añades el de la grandeza. Piensa lo que quieras; pero yo no cedo, yo no hago pinitos en la cuerda de la virtud, porque no sé hacerlos: se me va la cabeza, caigo y me estrello. Mejor, me gusta estrellarme. Despréciame si esto te parece una indignidad; pero no me digas que te imite, María: yo no soy de esa madera de santidad. Déjame que te admire, que te idolatre á mi manera, sin aspirar á cosa tan grande...
No sé cuántas tonterías dije, invenciones del momento, palabras confitadas y artificiosas, sep. 198mejantes á esos castillos de caramelo y guirlache que se regalan el día del santo. Ella afectaba oirlas con pavor; pero en realidad le sabían á cosa dulce y regalada. No sé qué me habría contestado con sus filosofías y sutilezas. Quedéme sin saberlo, porque entró Camila de improviso y nos cortó el coloquio diciéndonos:
—¿Han visto ustedes por alguna parte mi obra? No sé dónde la he dejado.
—Si la tengo en el bolsillo —grité yo, sacándola, y tirándole el ovillo y lo demás.
¡Necio! ¡Yo que pensé que la había dejado con intención junto á mí para volver á sentárseme al lado!
Como Camila estaba delante, María Juana no sacó más sabidurías, ni yo tenía ganas de que las sacara. Habiéndonos quedado solos otro ratito, díjome sin venir á cuento:
—No sabes lo bueno que es Medina. No tienes idea de sus virtudes, tanto más meritorias cuanto más circunspectas. Compárale con tanto perdido como hay por ahí, alguno de los cuales conoces tú muy bien... ¿Quieres saber un rasgo suyo? Pues oye. No viene acá porque dice que le apesta esta casa. Es su manía: la llama la antesala del infierno. Aquí está, según él, toda la podredumbre de extranjis... Pero siente lástima de Eloísa al considerarla enferma, arruinada, sin un cuarto. «Ahora —dice— los amigos huirán de ella como del cólera... Debemos socorrerla, sin que ella misma sepa que la socorremos; pues si no es así, ¿qué mérito hay?»
Sacó entonces la sabia una carterita de piel de Rusia sujeta con elástico, y abriéndola me mosp. 199tró un manojillo de billetes de Banco, y me dijo:
—Mira, hoy me ha dado esto Medina para las atenciones de Eloísa... Son cuatro mil reales en billetes pequeños... Me ha encargado mucho no le diga quién se los da, sino que se los ponga en la gaveta donde tiene el dinero... Mi marido es así: le gusta hacer el bien en silencio, sin estrépito; no como otros que se dan bombo cuando le tiran algún perro chico á un pobre...
—El rasgo me ha gustado —afirmé con sinceridad—; pero hay una cosa... y es que mientras yo esté aquí, Eloísa no carecerá de nada. Es en mí un deber, y lo cumpliré.
Estábamos de rasgos, y yo no podía menos de sacar el mío. No me había acordado hasta entonces de socorrer á Eloísa; pero puesto que otro me echaba el pie adelante, yo me encalabrinaba un poco, queriendo ser el primero. Disputamos un rato, cada cual con nuestro tema.
—Te digo que haré lo que mi marido me manda.
—Te digo que no lo harás.
—¿Y tú qué tienes que ver...?
—Tengo que ver... que el socorro de Eloísa me corresponde á mí.
—No seas majadero.
—Pues no te empeñes: guárdate ese dinero.
—¡Qué pensará Medina!
—Nada, puesto que tú le dices que has cumplido su encargo.
—Claro... una mentira.
—Es venial.
—Ni venial ni mortal, caballero. ¿Qué piensa usted de mí?
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—Pues arréglate como quieras...
—Pues mira, me guardo el dinero, y vaya esto sobre tu conciencia —exclamó con arranque y un poquito de elocuencia patética—. Contigo no valen los buenos propósitos. Eres el genio del mal, y corrompes cuanto se te acerca.
Vimos pasar á Manolo Trujillo, á quien Camila conducía de la mano hasta la antesala, donde le esperaba un criado. El infeliz sonreía con tristeza, y en cada habitación dejaba un gran suspiro, cual si quisiera señalar su paso por ellas poniendo aquí y allí jirones de su alma. Hice señas á Camila para que no le dijese que yo estaba allí. No quería entretenerme. Poco antes había salido también la otra visita, y María pasó á ver á su hermana. Yo también pensé entrar; pero la borriquilla me dijo:
—Eloísa no quiere que entres. La señora no está visible más que para los ciegos... Dice que te des una vuelta por aquí mañana.
Yo no deseaba otra cosa, y me marché, no sin detenerme en el primer gabinete, fingiendo que tenía algo que hacer allí. Mi intención era esperar á Camila para echarle el guante cuando pasara y decirle algo. Pero no pareció, y aburrido me retiré. Aquella tarde supe por la criada que Camila fué á su casa á disponer sus cosas; pero antes de que Constantino volviera del paseo á caballo, ya estaba ella de vuelta en la calle del Olmo. Miquis estuvo toda la noche desesperado,p. 201 diciendo:
—Ya no aguanto más. Si mi mujer me tiene en esta soledad otra noche, voy y me tiro por el viaducto.
Al día siguiente era mi santo, y recibí algunos regalos. Muy temprano mandé á Eloísa un magnífico ramo de flores, y á eso de las once fuí á verla. Micaela y Camila se reían en mis barbas, después de darme los días. «La enferma estará ya bien cuando andan los tiempos tan bromísticos,» pensé.
Ya iba á pasar, cuando mi prima me detuvo.
—Espere usted, caballero; no tenga usted el genio tan vivo.
Y diciéndolo, sacaba de una cómoda un gran velo de tul de seda.
—¿Qué es eso?
—La mortaja —respondió riendo á carcajadas, lo mismo que Micaela.
—¡Vaya unas bromitas de mal gusto!
Rafael salió á mi encuentro, y le dí los dulces y los juguetes que le traía.
—Ya puede usted pasar, caballero —me dijo la de Miquis saliendo de la alcoba.
Y entré con el niño en brazos. En la estancia había mucha claridad, y un fuerte olor de sahumerio. Parecía que se entraba en una alcoba de parida. Mi primera mirada fué para la cama, en la cual creía ver la destruída belleza de mi amor de antaño; mas no ví sino una cosa muy extraña que por de pronto me impresionó. Fué como cuando vemos inesperadamente un féretro. Y féretro pagano era aquello sin duda, como comprenderá el lector por la breve pintura que voy á hacer. En vez del cobertor ordinario, la cama ostentaba una colcha riquísima de raso azul borp. 202dado de oro, que se había salvado no sé cómo del desastre de la viuda de Carrillo. Esta yacía entre sábanas, envuelta la cabeza en aquel tul de seda que yo había visto poco antes, dispuesto con graciosos y elegantes pliegues. Al través de la diáfana tela, se veía y no se veía el rostro de la enferma. Los ojos lucían; pero las deformidades de la garganta quedaban disfuminadas y como perdidas en los cambiantes y tornasoles de la tela. Así de pronto, se veía la cara como si estuviera cristalizada en el fondo de uno de esos feldespatos que tienen reflejos de ópalo y ráfagas de nácar. Alrededor de la cabeza, Camila y Micaela habían puesto flores, muchas flores, sacadas del ramo mío y de otro que mandó Manolo Trujillo, esparcidas con arte y gracia, afectando lo que los retóricos llamaban un bello desorden. Bajo la colcha, se modelaba como un bosquejo de escultura el cuerpo de Eloísa, recto, y sobre el raso azul aparecían los brazos con mangas de finísima y olorosa batista, y luego las manos blancas y sedosas con ricos anillos en los dedos regordetes. En toda la estancia los búcaros más lindos de la casa ostentaban flores. Yo no tenía idea, hasta entonces, de la coquetería mortuoria.
—¡Famoso cuadro! —exclamé pasada la primera sorpresa—. Está bien ideado y bien compuesto.
Y ellas ríe que te ríe, la una en mis barbas, la otra debajo del tul.
—Estas bromas me prueban que ya estás fuera de peligro.
—Cállate, no me hagas hablar. Se descompone el cuadro.
Y Rafaelito se impresionó tanto con aquellap. 203 extraña apariencia de su madre bajo el velo, que rompió á llorar espantado. Logramos tranquilizarle, sacándole de la alcoba y dándole dulces.
La mejoría de Eloísa era tan manifiesta, que, según había dicho Moreno, el restablecimiento completo sería obra de una semana. Deseaba ella ver luz, recibirme, hablar conmigo, y su presunción ideó aquel artificio del velo, que, sin molestarle, ocultaba su fealdad.
—Tenía ya unas ganas —me dijo— de ver claridad, de oler flores, de estar entre cosas bonitas y frescas, y apartar de mí tanta pestilencia, que mandé sacar la colcha, adornar la habitación y esparcir las flores por la cama. Todo es en obsequio tuyo, por celebrar tus días. ¿No es verdad que hace bien? ¿Qué te has creído al entrar? Ello debe de parecer cosa antigua, del paganismo, así como cuando van á enterrar á una ninfa ó á quemarla viva... Siéntate; no hagas visita de médico. Hoy vais á almorzar todos aquí. Vendrán Raimundo y mamá. Me alegraría de que viniese también María Juana.
—En nombrando al ruin... —dijo ésta apareciendo en la puerta.
Sorpresa y risas. La ordinaria de Medina no celebró la ocurrencia menos que yo. A Raimundo, que vino un poco más tarde, parecióle excesivamente teatral, y sacó á relucir á Ofelia, Beatrice Cenci, Ifigenia y otras muertas célebres. La cosa era, según él, digna de un cromo de á peseta. Fuimos á almorzar, y lo hicimos todos con buen apetito, á excepción de Camila, que distinguiéndose siempre por su buen diente, estuvo aquel día un tanto desganada. Se le dieron bromas, y adelante. Después de las doce, cuandop. 204 Raimundo se hubo marchado con el pesar de no encontrar forma humana de darme un sablazo, las dos hermanas y yo acompañábamos á la enferma, que persistía en la farsa aquélla del velo. Camila retiró la colcha de raso azul, y se sentó á lo moro sobre la cama, cerca de donde se veía el bulto de los pies de Eloísa. Atenta al mete y saca del gancho, con el hocico un tanto alargado, ceñudilla y triste, parecía abstraída de la conversación general.
—Camila, ¿cuándo te divorcias? —le preguntó Eloísa.
—Déjame á mí... No tengo gana de bromas.
Y volviéndose á mí Eloísa:
—¡Ay qué escena te perdiste la otra noche! ¡Yo estaba muriéndome, y, sin embargo, me reía! Todo fué por no sé qué tonterías que le dijo el marqués á Constantino. Él se puso como un tomate. Habías de ver á mi hermana. Cuando el marqués se fué, saltó como una hiena contra su marido... le cogió por las solapas, empezó á decirle cosas; ¡pero qué cosas!... ¡Cuando yo me reí, estando como estaba...! Luego le olía la cara, el pecho; le olfateaba como los perros, diciendo: «Sí, no me lo niegues... ¿No te da vergüenza, truhán? Traes pegado el tufo ó el bouquet podrido... Lárgate, quítate de delante de mí, no me pegues esa peste... Me divorcio, no quiero más hombre; me emancipo, me adulterizo...»
Eloísa la imitaba muy bien. Camila, bastante colorada y sin apartar los ojos de su obra, se sonreía de esa manera equívoca en que las contracciones de los labios son como un esfuerzo destinado á impedir que broten lágrimas.
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—Al pobre Constantino un sudor se le iba y otro se le venía —prosiguió la otra—. No decía más que «pero, mujer... si no huelo, si no huelo...»
Por fin vimos brillar la lagrimilla en las pestañas de la señora de Miquis. ¡Qué mona estaba! Me la hubiera comido.
—Vaya, cállate ya —dijo á su hermana—. No me hables más de ese pillo.
—¿Pero no le has perdonado todavía? ¡Qué tonta eres!
—Hija, un desliz... ¿Qué hombre, por santo que sea, no tiene un mal pensamiento?
—¿Pero tú estás segura de que olía? —apuntó María Juana.
Hicimos coro las dos y yo para impetrar el perdón del oliente culpable; pero Camila no se daba á partido. Después se serenó un poco; nos dijo que Constantino deseaba le dieran un mando en la reserva, y que ella se oponía si el destino era fuera de Madrid.
—Pero ya no me opongo. Si se lo dan para Burgos, como dijeron, vaya con Dios. Quiero estar sola, quiero descansar de tanto trabajo. Soy una esclava: yo coser; yo hacer la comida; yo lavar; yo planchar; yo cepillarle la ropa y embetunarle las botas; yo vestirlo; yo lavarlo; yo barrer mientras él duerme la mañana; yo escribirle las cartas á su familia; yo hacer café; yo ponerle los cigarrillos en la petaca y contarle los que se ha de fumar cada día; yo enseñarle mil cosas que no sabe, hasta el modo de andar, y darle lección de lo que ha de decir cuando va á una visita; yo pensar por él, educarle, criarle como á un niño y dejar de cop. 206mer para que él se abone á los toros... ¡Que se vaya con mil demonios!
—Pues, hija —dije yo prontamente—, si le conviene Burgos, dalo por hecho. Hoy mismo pido el destino á Quesada, que es grande amigo mío.
—Ya puedes coger tu sombrero y echar á correr para el Ministerio —replicó la de Miquis.
—No tan fuerte, mujer.
—Piénsalo...
—Siempre eres así. ¡Qué prontitudes!
Las otras dos siguieron dándole bromas, y yo mirándola, muy satisfecho del giro que aquello tomaba.
Salí para ir á la Bolsa, donde tenía un asunto muy urgente; y cuando volví, Camila había ido á su casa. Eloísa estaba sola y dormida, ya sin el velo. Miré su tremenda deformidad, y salí de puntillas de la habitación. En el gabinete me estuve hasta después de anochecido esperando á Camila, que llegó á eso de las siete, muy triste, suspirona y con pocas ganas de hablar. Díjele que al día siguiente me ocuparía del destino de Miquis, si ella persistía en sus ideas; á lo que me contestó, con un alfiler en la boca, doblando su velo:
—¿Pues no he de persistir? No más, no más... Descansaré al fin de domar brutos. ¡Oh! hay mucho que hablar. ¿Vendrás esta noche?
Este vendrás me sacó de quicio: sonaba ante mí como el chirrido de las puertas del Cielo cuando se abren, y como me lo dijo muy claro, quitándose el alfiler de la boca, á mí se me hacía la mía agua. ¡Ya lo creo que iría! Antes faltara una estrella del Cielo que yo á la cita aquélla, que me parecía tan dulce como maliciosa. Las nuevep. 207 eran cuando entré en la casa. «Si hay gente me luzco,» pensaba. Afortunadamente, no había nadie más que mi tía Pilar, que llegó poco antes que yo. Iba allí á dormirse. Pero las cosas se me arreglaban mal, porque Eloísa estaba muy despabilada, y, poniéndose el tul, hízome entrar y rogóme que me sentara á su lado.
—Ave María, chico: no me acompañas nada. Estás un ratito, por punto, y en cuanto pillas una ocasión te evaporas... yo cuento los minutos que estás aquí solo conmigo, y... de fijo que á tí te parecen siglos. ¡Ay! lo que va de ayer á hoy. ¡Qué tiempos aquéllos! Se me arranca el alma cuando me acuerdo. ¡Y tú tan fresco! Dirás que yo tengo la culpa. Es cierto; pero no hablemos de culpas. Siéntate ahí y dame conversación; cuéntame algo...
¡Y yo que no tenía malditas ganas de plática! Pero no había más remedio. Hablé, hablé de mil cosas tontas y hueras, deseando vivamente que le entrara sueño y me dejara salir. Pero ¡quiá! Mientras más me aburría yo, más se despabilaba ella. Pedíame noticias de mis negocios, de lo que hacía en la Bolsa, de mis ganancias. ¡Oh! hablando de dinero se entusiasmaba, excitándose mucho. Su pasión era el vil metal, viniera como viniese. Por fin, no sabiendo ya qué hacer ni qué decir, lleguéme al secreter que frente á la cama estaba y en una de cuyas gavetas tenía ella el dinero para su gasto diario.
—Estará la patria oprimida —indiqué abriendo el cajoncillo y viendo muchos cuartos, poca plata y bastantes papeles—. Chica, qué arrancada estás. ¿Qué veo? Papeletas de Peñaranda dep. 208 Bracamonte... ¿Y billetes? Ni medio. Son las últimas astillas del naufragio... ¡Qué desolación!
Eloísa no chistaba. Entonces saqué un paquetito de billetes de veinticinco pesetas, y se lo puse allí sin decir nada. Ella debió de ver lo que hice, porque cuando volví junto al lecho, me dijo:
—Gracias á tí, no tendré que vender lo poco que me queda para mandar á la botica. Ya sabes que siempre se te quiere, aunque tú te hagas el interesantito.
Y vuelta al endiablado palique de negocios y de mis operaciones. Yo no tenía sosiego, porque sentía á Camila entrando y saliendo en el gabinete próximo, como inquieta. El asiento me quemaba, y habría dado no sé qué por poder dejar á Eloísa con la palabra en la boca y marcharme. Pero ella no ponía ni dejaba poner punto ni coma. Estaba hambrienta de conversación; y yo, rabiando de inquietud, excitado, el alma fuera de allí, pidiendo á Dios que entrase alguien para endosarle á mi interlocutora.
—Me parece —dije al fin— que tanto hablar ha de hacerte daño á la garganta. Mucho gusto tengo en conversar contigo; pero será mejor que nos callemos y que me retire, á ver si te duermes.
Lo mismo fué decirlo, que se puso hecha un basilisco.
—¡Siempre lo mismo! Si es lo que yo digo: te aburro. Estás aquí por punto, y no ves la hora de dejarme. ¡Qué desconsideración, viéndome enferma, consumida en esta miseria!... Confiésalo: ¿no es verdad que te soy antipática?
Yo no lo confesé; pero sí que me lo era. Digo más: en aquel momento la odiaba. Parecíame unp. 209 sueño estúpido que yo hubiera querido á semejante mujer, y que aun en aquel caso la aguantara, por un sentimiento de delicadeza llevado al extremo. Disculpéme como pude, aunque debí de hacerlo muy mal, á juzgar por las quejas de ella. Al cabo, no pudiendo resistir más la impaciencia que me devoraba, salí con no sé qué pretexto. Pilar dormía en un sillón del gabinete. Creí oir la voz de Camila en la pieza inmediata, que estaba á obscuras. Pasé á ella, y... el vocerrón de Constantino fué lo primero que hirió mis oídos; sí, su odiosa voz que decía: «niña de mi alma, me muero por tí.» Como el pájaro salta de la rama al sentir ruido, así saltó Camila de encima de las rodillas de su esposo cuando yo entré. Fué un susto momentáneo, pues no habiendo malicia en aquella confianza matrimonial, se volvió á sentar sobre él y se hicieron los dos una bola delante de mí: con tanta apretura se abrazaban. Ella le cogía la cabeza como si se la quisiera arrancar, y le decía: «¡ay, mi asno querido! ¡qué rico eres!» Él la mordía, gritando: «te como;» y ella... ¡Mal rayo! Lo peor fué que se volvió hacia mí y me dijo: «Ya ves, José María: nos hemos reconciliado.»
—Ya podríais —repliqué, disimulando mi mal humor— dejar esas cosas para cuando estuviérais solos en vuestra casa...
—¡Miren el tísico éste...! ¿Pues qué hacemos de malo? Si es cosa natural...
—¡Digo... y tan natural...!
—Que no es lo que te crees... Si todo se reduce á querernos... Mira tú: no tendría inconveniente en hacer esto en la Puerta del Sol...
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—Entonces, ¿por qué diste un salto cuando yo entré?
—Porque me asustaste.
—Vamos á ver, ¿y cuál de los dos ha pedido perdón al otro?
—Los dos.
—¿Y cuál era el ofendido?
—Los dos.
—¿Y quién tenía razón?
—Él y yo.
—¿Y era verdad ó era mentira lo de...?
—Mentira, mentira.
—Pues sí... idos á vuestra casa.
—Ahora mismo —dijo Camila, inquieta, levantándose—. Aquí no hago falta ya. ¡A nuestra casita!... ¿Nos prestas tu coche, esperpento?
—Sí: abajo está; podéis tomarlo.
Constantino me daba abrazos sofocantes, demostrándome su leal cariño y su corazón de angelote. No recuerdo bien lo que hice después: tan aturdido estaba y tan requemada tenía la sangre. Creo que volví al lado de la pobre enferma, y que estuve charlando con ella como una máquina, diciendo mil vaciedades, hasta altas horas de la noche en que se quedó dormida.
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De la más ruidosa y desagradable trapisonda que en mi vida ví.
¡Qué mal concluyó para mí aquel condenado mes de Marzo! Todos los días que siguieron al de mi santo fueron aciagos. Ya era un disgusto con Villalonga; ya que se me perdía un billete de Banco en el Bolsín; ya que me machacaba un dedo en una puerta, ó se me volcaba la botella de tinta sobre la mesa. Añadid á esto que se me despidió la cocinera; que se me desalquilaron dos pisos; que el inquilino del tercero de la derecha por poco me pega fuego á la casa; que la hija del portero cayó mala con viruelas; que Partiendo del Principio me dijo que yo no sabía de la misa la media; que cogí un fuerte constipado; que el espadista Raimundo halló medio de sacarme dinero; que la liquidación de fin de Marzo no fué muy buena para mí, y comprenderéis que yo tenía razón para quejarme de la Providencia y poner el grito en el Cielo. Pero aún falta lo mejor, es decir, lo peor, y vais á saberlo: ni mi liquidación ni aquellas otras contrariedades me afectaron tanto como el golpe que recibíp. 212 el 1.º de Abril. La casa Hijos de Nefas, de que yo era socio comanditario, había suspendido sus pagos. Los negocios de Jerez iban de mal en peor; la crisis se agravaba, y tener dinero allí principiaba á ser peligroso. De la quiebra de los Nefas esperaba yo salvar algo; mas me inquietaba el no haber cobrado aún el trimestre vencido de mis arrendamientos. En fin, que aquello se ponía feo.
Viendo caer sobre mí tantos males, uno tras otro, sin darme respiro, me decía: «por fuerza tiene que caerme ahora algún bien muy grande.» Y recordando la preciosa sentencia sperate miseri, cavete felices, añadía: «¡Si será que ahora me va á querer Camila...!» Porque con tal resarcimiento, ya daba yo por buenas todas las calamidades de fin de Marzo. Habíame vuelto muy supersticioso; creía en las compensaciones, en el ten con ten de los sucesos para formar este equilibrio que llamamos vida, y ved aquí cómo se me metió en la cabeza que Camila me iba á pagar al fin el grande amor, ó mejor dicho, la demencia que yo sentía por ella.
Durante los días de Semana Santa, me entretuve, no sabiendo qué hacer, en continuar las Memorias principiadas en San Sebastián. Como desde el verano no había puesto la mano en ellas, costóme algún trabajo coger la hebra del relato y avivar los fuegos interiores, que llamo inspiración por no saber qué nombre darles, y sin los cuales fuegos no es posible llevar adelante ningún trabajo literario, aunque en él, como sucede aquí, no tenga parte la invención. Tan buena traza me dí, que en cuatro ó cinco noches y otrasp. 213 tantas mañanas despaché todo lo de la temporada en la capital de Guipúzcoa, mis trabajos bursátiles en Madrid, la pintura de las cosas y personas que observé en casa de María Juana, las filosofías de ésta, y, por último, la enfermedad de Eloísa. Aquí dí punto, esperando los nuevos sucesos para calcarlos en el papel en cuanto ellos salieran de las nieblas del tiempo.
Poco ó nada adelanté con Camila en aquellos santos días, porque á ella le dió por ir mucho á las iglesias y asistir al Miserere de la Capilla Real, visitar todos los sagrarios y andar las estaciones. Ella y su marido se pusieron de tiros largos, y no quedó monumento que no vieran. El viernes, de vuelta de aquellas correrías, estuvieron en casa, y la exploré por ver si se le había desarrollado la manía religiosa, para, en caso afirmativo, volverme yo beato también. Pero no: sus ideas no habían variado, y aun me pareció hallarla más librepensadora que antes. Tomaban ambos aquello como distracción gratuita, ó como un medio de lucir los trapitos de cristianar.
—¿Estás escribiendo tus Memorias? —me dijo viendo las cuartillas sobre la mesa—. Estarán buenas. Habrá ahí mucha papa... Y dí, ¿me sacas á mí? ¿sacas á Constantino? Entonces ¡qué gusto! nos haremos célebres. Y á propósito, me vas á hacer el favor de prestarme algunos libros. Nosotros no tenemos dinero para comprarlos. Mi marido, cuando nos casamos, no llevó á casa más que el Bertoldo, el Arte de torear de Francisco Montes, las Mil y una barbaridades, dos ó tres libros de su carrera, El Mago de los salones y los Oráculos de Napoleón; en fin, cuatro porquep. 214rías. El otro día se los vendí todos á un prendero por cinco reales...
Díjele que mi biblioteca, escasa y desordenada, pero superior á la de todos los españoles ricos, estaba á su disposición. Contestóme que no quería los libros para leerlos ella, pues no tenía tiempo de ocuparse en boberías, sino para que Constantino se entretuviera en sus ratos de ocio, que eran los más del año. Así se iría poco á poco desasnando y aprendiendo cosas, y no diría tantos disparates en la conversación. Miquis, recorriendo con vivo interés los rótulos de mi estante, demostraba sentir en su alma un gran apetito literario. ¡Qué bien le venía darse un verde! Su ignorancia era rasa.
—Mi hombre —dijo Camila mirando la librería— está más limpio que yo. Figúrate que soy una sabia á su lado. Ayer me disputaba que la Australia es una isla del Asia. ¿No es verdad que está en la Oceanía, y que no es isla, sino continente, donde hay mucho salvaje? Y decía que Federico el Grande era Emperador y que lo llamaban Barbarroja, y que se debe decir carnecería y no carnicería... En fin, préstanos libros, y yo te respondo de que se le pegará algo, pues aunque tenga que abrirle algún agujero en la cabeza, él ha de aprender ó no soy quien soy. No quiero más burros en mi casa. A ver, querido Cacaseno, echa un vistazo á estos letreros y escoge lo que mejor suene en tus orejas para que te civilices... ¿Qué es esto? Muller... Historia Universal. ¡Hala! te conviene. A ver si te lo tragas todo. Chaskepire... ¡inglés! Nos estorba lo negro, chico; y aunque estuviera en castellano, éstas son muchas mieles para tu boca...p. 215 Sigue mirando. No, no me cojas un verso porque te divido. Prosa, hijito; prosas claras que enseñen lo que se debe saber. Historia, y alguna novela para que me la leas á mí de noche. ¿Qué es esto? Life of... Esto es cosa de la jilife. Déjalo ahí. No va con nosotros. Don Quijote... ¡Hala! tu paisano: llévalo. ¿Y esto? Padre Rivadeneyra... Esto de padre me huele á religión... No te metas con eso. La Revolución francesa... Cógelo, cógelo...
Constantino apartó muchas obras. Después cayó su esposa en la cuenta de que en vez de llevarse un quintal de papel, era mejor que fuesen tomando los libros conforme los necesitasen.
—¡Hala! carga con el Muller, y vete subiendo, ¡arre! —dijo á su marido, que obedeció.
Quedóse ella detrás, y cuando el otro estaba ya en la escalera, volvióse hacia mí y me dijo con secreteo:
—No quería hablarte de esto delante de mi cara mitad; pero en dos palabras, ahora que él no nos oye...
—¿Qué? —preguntéle con afán.
—Que me vas á dar toda la ropa que deseches. Yo veo que tú te haces muchos trajes muy buenos y que sólo te los pones un mes. Es un despilfarro. Yo aprovecharé para mi pobre Bertoldo lo que me quieras dar. Es una lástima que lo des todo á tus criados.
—Pero, mujer, es humillarle...
—Déjate de monsergas... Me das unos pantaloncitos, ó dos, ó tres, y yo se los arreglo á él... Lo mismo te digo de algún chaqué ó americana.
—Me parece que...
—Él no chista si yo se lo dispongo así. ¡Quep. 216 es humillante...! Ríete de tonterías. Lo que yo quiero es no gastar dinero.
Pensé decirle que se encargara, por cuenta mía, toda la ropa nueva que quisiese; pero esto no habría pasado seguramente. Despedíla en la puerta, y subiendo á escape la escalera, me saludó desde el segundo tramo con un gesto y una cabezada. No cerré mi puerta hasta que no sentí el golpe de la suya, cerrándose tras ella.
En Abril se me recrudeció de un modo espantoso aquel desatinado cariño que le puse á mi borriquita, y me dejé dominar y vencer de mi desvarío hasta llegar á un punto cercano á la imbecilidad. Ya no había fuerzas de la razón ni de la voluntad que me contuvieran. El no poseer lo que con tanto ardor deseaba poníame como tonto y en situación de hacer verdaderas sandeces. Mi amor propio, herido también, se daba á los demonios. Mi saber de negocios se obscureció, y el gusto de ganar dinero quedó reducido á muy secundario lugar. Desde que abría los ojos hasta que los cerraba, aquella maldita hembra salvaje, feliz, burlona y siempre incomprensible para mi ceguera intelectual, no se me apartaba del pensamiento. Iba conmigo al Bolsín y á la Bolsa, y la veía en las figuras estampadas en talla dulce sobre el sobado papel de los billetes de Banco; y formaba parte de mí mismo, como un instinto, cual una idea innata que no se puede desechar. ¡Ay, qué borriquita aquélla! ¿Qué le había dadop. 217 Dios para enamorarme así, con delirio y afanes de muerte? ¿Sería simplemente la falta de éxito lo que me arrebataba? ¿Se me quitaría aquel vértigo si viera satisfechas mis insensatas ansias?
Ultimamente no hacía yo extremos delante de ella, porque solía enfadarse y ya tenía morros para muchos días. Díjome seriamente una vez que si continuaba con mis tonterías de la edad del pavo, se mudaría de casa, se marcharía de Madrid en caso necesario, pues no le era posible aguantarme más. Tuve que recoger vela, mucha vela; no menudear tanto mis visitas, y éstas acortarlas todo lo que me era posible. Hallábame en su presencia algo cohibido, no sabiendo á veces qué decirle, pues de no vaciar lo que dentro tenía, mi estupidez era absoluta. ¿Hablar? ¿y de qué? Yo no sabía hablarle más que de una cosa, y esto me estaba vedado. Por lo cual valíame de mil subterfugios para decirle siempre lo mismo aparentando decirle otra cosa. ¡Maldita pasión aquélla que no tenía ni el consuelo de ser sincera!
A solas me despachaba yo á mi gusto, caldeando el horno de mi pensamiento y haciendo vivir allí mi ilusión como si la incubara. Y tenía particular gusto en suponer siempre á Camila refractaria á mis sugestiones de amor ilícito. Mi fantasía me arreglaba las cosas de otra manera más gallarda. Ved aquí cómo. La borriquita no quería por ningún caso adulterizarse, como graciosamente había dicho á su hermana. Pero Constantino se moría, y muerto el obstáculo, casábame yo con ella y vivíamos en paz y en gracia de Dios. De este modo venía á mí con el prestigiop. 218 inmenso de una gran virtud, y yo me relamía de gusto pensando en la dicha de hacer pareja y familia con aquella encarnación de la alegría humana, con aquella siempre pura, picante y sabrosísima sal de la vida. Por este camino íbame siempre más contento y encandilado que por ningún otro de los que la imaginación me mostraba. ¡Sí: Camila viuda, Camila mi mujer, por la ley, por la Iglesia, con la mar de bendiciones sobre nuestras cabezas! Este era mi ardiente anhelo. Si al fin Dios me concedía tanta ventura, hallábame dispuesto á ser el hombre más religioso del mundo y á darme todos los golpes de pecho que fueran compatibles con la solidez de mi caja torácica.
Las consecuencias de este delirio no tardaban en sacarse por sí mismas, y se me aguaba la boca pensando en que de Camila y de mí había de nacer aquella serie de héroes por orden alfabético, sin parar lo menos hasta la N. Tendríamos á Belisario; después á César, Darío, Epaminondas... hasta el mismísimo Napoleón. Pero ¡qué demonio! He aquí que una contrariedad grave surgía inesperadamente. Y si eran hembras, ¿qué nombres de heroínas les pondríamos? En fin, todo se arreglaría. Lo que importaba era que ella fuese mi mujer, y verla á mi lado para siempre, amándome con aquella constancia incomparable con que amaba á su burro. Y entonces yo me estaría á su lado todo el santo día, reiríamos, jugaríamos, constantemente ocupados en los dulces quehaceres domésticos, y encaminando y dirigiendo la heróica y alfabética prole.
Fijóseme entonces la idea de que todos losp. 219 males nerviosos, fueran ó no provenientes de la diátesis de familia, se me quitarían cuando me casara con ella. No más ruido de oídos, no más debilidad anémica. Mi mujer me infundiría su potente salud y hasta su hermosísimo apetito. Lo llamo así, porque una de las cosas, podéis creerlo, que más me encantaban en ella, era sus envidiables ganas de comer. No sé si los idealistas dirán, como ella, que esto es papa; pero tómenlo como quieran. El apetito de Camila, rayano en la voracidad (si bien comía siempre con compostura y buenos modos), era para mí uno de sus principales hechizos. Lo he dicho antes y lo repito ahora para que nadie lo dude. Aquel buen diente me entusiasmaba; era algo tan resplandeciente en el orden físico como su conciencia en el orden moral; era el contrapeso de la misma conciencia, fenómeno que, armonizado con la paz interior, establecía en aquel privilegiado sér un hermoso y fecundo equilibrio.
Pues todos estos sueños míos venían á tierra en cuanto caía en la cuenta de que Miquis no se moría ni llevaba camino de eso. ¡Si estaba hecho un acebuche y no padecía la más ligera dolencia!... ¡Qué chasco me llevé un día! Subí, y la misma Camila me abrió la puerta.
—No hagas ruido —me dijo—, que hoy no he dejado levantar á Constantino, porque ha pasado mala noche. Debe de ser un pasmo. Estuvo inquieto y con una punzadita en el costado que me alarmó.
—¿Qué me cuentas, hija, qué me cuentas?
—Pienso que le pasará. Le he dado mucha flor de malva, y he mandado llamar á Augusto.
Pensé que de aquel modo suelen empezar alp. 220gunas pulmonías graves, de esas que despachan en tres días al hombre más robusto. «Si será, si será al fin...» ¡Ira de Dios! Al día siguiente estaba el manchego como si tal cosa, comiendo como un animal y rebosando vida.
No he vuelto á decir nada de aquel proyecto suyo de servir en un escuadrón de reserva. Como mi prima me dijo que ella también se iría á Burgos cosida á los faldones de su esposo, resolví no pedir el destino; pero deseando colocarle, solicité una plaza en la Dirección de Caballería, y entre el Ministro, que quería servirme, y Morla, que lo tomó casi como suyo, la cosa se hizo á principios de Abril. Marido y mujer me estaban muy agradecidos, y yo muy esperanzado con la seguridad de que mi hombre se pasaría en el Ministerio la mayor parte del día. Temí que en vista de su inutilidad le pusieran en la calle; mas no fué así. Él era naturalmente torpe; pero se aplicaba, ponía sus cinco sentidos en el trabajo y concluía por vencer su rudeza. Cuando estaba en casa, su mujer le ponía los libros en la mano; le mandaba leer y estudiar, tratándole como una madre vigilante y cariñosa trataría á un niño que está en vísperas de exámenes.
—Cacaseno, lee: mira que no has de ser un podenco toda la vida. Es preciso saber algo, aunque no mucho, porque si fueras sabio, hijo, me apestarías.
—Pues te respondo de que no lo seré —solía él contestarle—. Estate tranquila.
Por el general Morla, que á petición mía tomó informes en la Dirección, supe ¡oh sorpresa! que estaban contentos con él. Dejóme esto turulato. El chico era trabajador, aplicadillo, y no tanp. 221 torpe como yo creía. Su propia conversación revelábame á veces no sé qué progresos de cultura. Ya no decía tantísimo disparate; ya había aprendido á callarse cuando ignoraba una cosa, lo que no es mal principio de sabiduría, y aun de vez en cuando se atrevía á manifestar, poniéndose muy colorado, opiniones que encerraban, no diré que talento, pero sí buen sentido y una apreciación clara de las cosas.
—Hija, tu borrico se va volviendo una lumbrera —decía yo á Camila.
Y ella, reventando de vanidad, callaba.
—Constantino es un chico que vale. Durante algún tiempo su mérito ha estado obscurecido por falta de pulimento. En manos de una mujer de inteligencia, ese muchacho sería otra cosa.
Esto lo decía (habréislo comprendido) la pomposa María Juana con cierto aplomo pedantesco y doctrinal. Aquel día había ido á ver á su hermana. La costumbre de esas visitas era reciente en ella, pues antes se pasaban meses sin que asomara las narices por allí. No una vez sola, sino dos ó tres, expuso el generoso móvil que la guiaba al personarse en la humilde vivienda de su hermana menor, el cual no era otro que enseñar á ésta algo de lo mucho que no sabía, infundiéndole ideas de orden y gobierno.
—¿Pues sabes —le dijo Camila con buena sombra— que si hubiera estado esperando por tí para aprender á gobernar mi casa, ya estaría fresca?
No dándose por vencida, María Juana afirmó que aunque su hermanita había aprendido bastantes cosas por sí, aún le faltaba mucho que saber. No era esto simple jarabe de pico, pues lap. 222 sabia solía enviar en aquellos días, cuando no los traía ella misma, regalos de poca importancia, pero muy de agradecer. A veces era un cacharrito para adornar la consola, piezas sueltas de ropa blanca y mantelería, cuchillos y tenedores, una cortina que á ella no le servía, una lámpara que le sobraba.
—Estoy asombrada —me dijo Camila— de ver cómo se corre mi señora hermana.
Y casi nunca dejaba la ilustre señora de Medina de hacer escala en mi casa, al entrar en la de su hermana ó al salir de ella. Siempre estaba de prisa, y todavía no se había sentado, cuando ya se quería marchar ó al menos manifestaba intenciones de ello. ¡Y qué interés demostraba por mí!
—Tú estás malo; á tí te pasa algo muy grave. Si no tienes absoluta franqueza conmigo, no podré acudir en tu socorro.
Y mirándome con ojos dulces, no se hartaba de incitarme á la confianza. Quería una confesión total de mis belenes y aventuras; ansiaba saber hasta lo que nunca se dice, y érame forzoso obsequiarla con algunas mentiras para que me dejase en paz. Un día su vivo afecto resplandeció más desinteresado que nunca, llegando á decirme, no sin emplear bonitas circunlocuciones y perífrasis, que yo estaba en el caso de que se me aplicara el benéfico tratamiento que Madama Warens empleó con el pobre Juan Jacobo para apartarle del vicio.
—¿Y quién es capaz de comprobar —añadió— el inmenso sacrificio que esto entrañaba para la bondadosa Madama Warens? Nadie. Ni el mismo Rousseau juzga á aquella excelente señora con la benevolencia que se mep. 223rece. ¡Qué difícil es penetrar el móvil de las acciones humanas! Ni las que parecen buenas ni las que parecen malas se pueden justipreciar por lo que resulta. Si la conciencia tuviera una cara suya, exclusivamente suya, veríamos cosas muy singulares. ¡Cuántos que pasan por grandes delincuentes ó por monstruos de egoísmo serían vistos de otra manera!
Otras veces su tono era muy distinto, tirando á lacrimoso y pesimista.
—No debo hacerme la ilusión de que pueda existir en el fondo de mi alma algo que me disculpe; ni menos dar á este algo un saborete de idealismo humanitario para que pase mejor. No pasa; es moneda falsa, y la suenan y miran allá arriba, y me la tiran á la cara diciendo: ¡señora, usted es una!... Me desprecio yo misma; tengo ratos de secreta tribulación, y hasta me parece que soy peor que Eloísa, que es cuanto hay que decir.
Contestábale yo con frases tan rebuscadas como las suyas, que de antemano preparaba, disimulando con palabrotas y epifonemas de las de repertorio el arrepentimiento que, al poco tiempo de haberme metido en tal fregado, empezaba á sentir. Porque hay cargas que se hacen más ligeras cada día, y otras que empiezan livianas y son al poco tiempo insoportables. En cierto terreno, las filosofías, el discretismo y la tendencia á sacar las cosas de quicio, son lluvia importuna que ahoga la ilusión sin lavar el pecado. Y declaro ingenuamente que sobre todas las cosas que inquietaban mi espíritu en aquellos días, vino á molestarme y aburrirme la tenaz idea de hallar un modo hábil y delicado de romper lap. 224zos que me eran odiosos apenas establecidos. ¡Buena tenía yo la cabeza para sacar virutas de amor filantrópico y de psicologías enrevesadas que ni el Verbo las entendía! Ni qué otra cosa sino mareos podía producirme aquello de amarme por salvarme, y el sacrificio del honor pequeño al honor grande. A más de esto, aquéllos en mal hora nacidos tratos se desvirtuaban á sí mismos por el sinnúmero de precauciones, llevadas á un extremo ridículo, que inventaba mi prima como para expresar en forma práctica y visible sus escrúpulos de conciencia. Exageraba los peligros y aun parecía que los buscaba; creíase perseguida por fantasmas, y hablaba de sus terrores con cierta afectación dramática. ¡Y vuelta á insistir en lo de que su conciencia valía más que sus actos, en que quizás llevaba en su espíritu gérmenes de redención!
Para remate de todo este jaleo, hacía paralelos entre su marido y yo. ¡Ah! Por más que la personalidad física me diera á primera vista alguna ventaja, el otro valía más. ¡Qué diferencia entre el sér moral de uno y otro! Aquél sí que era hombre. Ella no le merecía. ¿Qué le había de merecer? Pero ya que no otra cosa, elevábase en cierto modo hasta muy cerca de él por la admiración que le inspiraba. Por fin, este sacro respeto sería la medicina que debía volver la perdida salud á su conciencia. ¡Y que yo no entendiera una palabra de estas cosas tan sabias! Declaraba, eso sí, con la mayor humildad, que me reconocía muy inferior moralmente al señor de Medina, y el secreto y maligno gozo de haberle jugado tan bonitamente la mala pasada nop. 225 excluía la sinceridad de aquella declaración.
—Me alegro que lo conozcas —decía ella—. Eso prueba que tu entendimiento no se ha extraviado. Esto pasará pronto, tiene que pasar. Ha sido uno de esos desvaríos que nacen de una buena intención, y son como una línea recta que se tuerce por querer ser demasiado recta. (El demonio me lleve si lo entendía yo.) Desaparecerá seguramente este repliegue de nuestra vida sin dejar señal, y entonces haz por querer y reverenciar á Medina; ponle cariño, penétrate de su mérito colosal, tómale por modelo si puedes, constitúyete en su imitador hasta donde alcancen tus débiles fuerzas. Yo te alentaré, no te dejaré de la mano. ¡Feliz tú si consigues asimilarte aquellas virtudes...!
Y por aquí seguía. No me fiara yo de ciertas ventajas personales, que en rigor para nada valen. ¿Qué significan las prendas físicas? Absolutamente nada, pues son cosa que se deslustra y pierde con el tiempo. Lo que importa es la belleza del alma, ¡oh, el alma!... ¡Pues no faltaba más sino que un buen palmito...! En fin, señores, que aquella sabia me tenía frita la sangre. Aquello no era vivir ni Cristo que lo fundó.
Todos los días veía á Medina en la Bolsa, paseándose de largo á largo, ó arrimado al grupo de Ortueta, Barragán y otros. Hallábale ya más complaciente conmigo, dándome lugar á suponer desvanecidas ciertas prevenciones que contrap. 226 mí nacieron en su alma. Como yo iba poco por su casa, siempre teníamos algo que hablar. «Me ha dicho mi mujer que poco á poco va metiendo en cintura á la pobre Camila y enseñándola á ser mujer de gobierno. Trabajillo le costará; pero como se le ponga en la cabeza... Ya, ya sé que ha colocado usted á Constantino en Guerra. Yo siempre lo he dicho: no es tan zoquete como han dado todos en creer... Pero vamos á lo que importa. ¿Toma usted á noventa y cinco, fin de mes?»
Mis negociaciones de aquellos días, y no fueron pocas, hícelas con cierto aturdimiento, jugando por rutina ó por querencia del oficio, muchas veces sin darme cuenta clara de la operación. Y es que mi chifladura por una parte, y por otra mi gran debilidad física, pusiéronme en un estado tal que sólo me faltaba hacer eses, andando por la calle, para parecerme á los borrachos. Por lo demás, el mismo entumecimiento cerebral, la misma obscuridad en las ideas, y sobre todo esto, una apatía y una desgana que me abrumaban. Cansado del bullicio del local y de su pesada atmósfera, íbame al rincón á hacer compañía al pobre Trujillo ó á que me la hiciera él á mí. Hablábamos algo de negocios, aunque sin saber cómo salía á relucir la conversación de mujeres. Él no ponía en sus labios el nombre de Eloísa sin acompañarlo de grandes encomios y de acaloradas expresiones de desconsuelo. Indudablemente no era una santa; pero ¡qué ideal mujer! Gozaba mucho visitándola, y departiendo un rato con ella, oyéndola no más, viéndole el metal de voz, como decía el infeliz.p. 227 La contemplaba en su interior tal como había sido en mis tiempos, y no podía hacerse cargo de la desfiguración de su rostro. Para consolarle, díjele que Eloísa había recobrado por completo su hermosura, y era la misma de siempre. Arrojaba él entonces un suspiro muy grande á la atmósfera turbia y humosa del local, y parpadeaba mucho, como si quisieran sus ojos romper la niebla que los envolvía.
A la otra tarde hablamos de lo mismo; pero me dijo una cosa que me puso en ascuas y me llenó de confusión.
—Ya sé —murmuró Trujillo, aplicando sus labios á mi oído— que se ha enredado usted con Camila. Debe de ser cosa antigua; pero hasta hace pocos días no ha salido en la Gaceta. Ya sabe usted que la Gaceta es la boca de la de San Salomó.
Faltóme tiempo para negar aquello, que era una falsedad calumniosa. ¡Demasiado lo sabía yo! Mi corazón podría echarse fuera y publicar á chorros de sangre la inocencia de la pobre Camila. Por más que hice, no pude convencer á Trujillo. Creo que si llega á tener vista, me conoce en la cara que decía la verdad: con tanta fe, con tanto calor me expresaba yo.
—Puesto que usted no lo quiere confesar —me dijo—, volvamos la hoja.
Mas yo no la quise volver, y otra vez hice el panegírico de la pobre calumniada, de aquella virtud que yo quería que no lo fuese en el momento mismo de tomar tan á pechos su defensa. ¡Sabe Dios que me hubiera sido muy grato mentir en tal ocasión! Tuve un rasgo de maldad, de esos que nacen del amor propio ó de la miseriap. 228 que llevamos dentro, como por fuera nuestra sombra, y eché á perder aquel ardiente elogio de la calumniada, diciendo esta gran tontería:
—Créame usted, Manolo: mi prima Camila es una virtud intachable. Puede que no lo sea mañana; pero hoy por hoy lo es.
Y él, incrédulo siempre. ¿Es que aquella opinión era de las cosas que se caen de su peso? ¡Triste cargo de conciencia, sin comerlo ni beberlo, como se suele decir! Tal golpe me faltaba para llevarme al último grado de la confusión y del trastorno físico y moral. Con verdadero terror hallé en mi estado no sé qué semejanza con el de Raimundo en sus días de crisis. El furor imaginativo era síntoma de mi desorden como del suyo, porque últimamente dí en la flor de forjar historias como las de él, y aún más extravagantes y pueriles todavía. Cáusame cierta vergüenza el tener que confesarme del pecado infantil de suponer lances que jamás pasan en la vida, y que ni aun en la literatura se ven ya, como no sea en romances de ciego, en aleluyas ó en algún inocente libraco de los que leen las porteras en sus ratos de ocio. Figurábame ser príncipe disfrazado que salvaba á una joven desconocida. La joven me tomaba por pastor, y yo me volvía loco de amores por ella. Otras veces era ella mi salvadora asistiéndome en una grave enfermedad, y adiós disfraces y tapujos... Cuando la chica descubría que yo era príncipe, se le caían las alas del corazón pensando que no me había de casar con ella. Mucho lloro, pataleo y sofoquinas. Yo le guardaba la gran sorpresa para el final; y cuando se enteraba la pobre de quep. 229 habría casorio, me quería comer á besos. Excuso decir que la tal soñada mujer mía era Camila. Y tras esta historia, la misma empezada por segunda y tercera vez, ó bien otra nueva tan tonta, ridícula y disparatada como la anterior.
No puedo comparar mi espíritu sino á una cuerda muy estirada y vibrante que al menor choque ó rozamiento respondía con ecos intensos, ó bien con un son repentino que hacía saltar mi sér todo cual si estuviera montado sobre muelles. Para producir estas vibraciones en mí, no eran necesarias causas mayores. Cualquier incidente sin importancia, la vista de un objeto que no tenía maldita relación con mi estado, un libro, una estampa, un árbol, el semblante de cualquier transeunte, el oir una frase dicha al lado mío, heríanme y pulsábanme haciéndome sonar. Era una sacudida que me producía brevísimo rapto de júbilo, y en seguida sensación de tristeza, harto más larga y de variable intensidad, según los casos.
No me hice cargo de mi semejanza con Raimundo hasta un día que me tropecé con él en la calle de Alcalá, y me dijo, paseando juntos:
—Anoche me acosté pensando que me había casado... mujer ideal, cosa rica... Imaginar un día de bodas con todos sus incidentes, es cosa que le doy yo á cualquiera... Pues nada, que me lo creí. No pienses: todo era un delirar casto y platónico, la cosa más ideal que puedes figurarte. El relieve que las cosas tomaban en mi mente era tal, que llegué á coger miedo y encendí la luz. Porque en la obscuridad veía yo á mi novia como te estoy viendo ahora á tí. Era una criap. 230tura tan sumamente superfirolítica y angelical, que la idea sólo de poner las manos en ella me parecía una profanación.
¡Y yo que imaginaba algo semejante!
—Dí —le pregunté—, ¿cómo estás del reblandecimiento?
—Muy mal, chico, muy mal. Me parece que ya no escapo. ¿Por qué lo decías? ¿Acaso tú?...
—Pudiera ser.
—Prueba á ejercitarte en el triple trapecio... Es la mejor manera de conocer...
—¿Cómo es ese triquitraque que tú dices?...
Me lo espetó dos ó tres veces, tropezando mucho; y fuí tan necio que puse atención en aquella carraca, y cuando me quedé solo en casa la repetí para observar si los músculos de la lengua me anunciaban desquiciamientos de mi sistema nervioso. Aquel día me inspiró tanta lástima Raimundo, pintóme con tintas tan fúnebres la situación angustiosa de su erario, sin pedirme nada explícitamente, que le dí una limosna. En mi furor imaginativo, llegué á figurarme que besaba el billete como los chiquillos mendigos besan el ochavo que se les arroja. Fuése contento y muy mejorado.
A casa de Camila subía yo muy poco. Habíame propuesto no asediarla más, y aguardar circunstancias que me fueran favorables. Alentaba yo la secreta convicción de que el día menos pensado todo había de variar; de que ocurriría una de esas repentinas vueltas del destino que nos sorprenden y nos dan hecho lo que poco antes nos pareciera imposible. Este presentimiento no se me quitaba de la cabeza. «Esperar, esperar —me decía—. En tanto, la Providenciap. 231 ó Satán trabajarán secretamente en favor mío.»
Una mañana recibí en caja facturada en gran velocidad un regalo de mis amigas las Pastoras. Era una obra de arte, acuarela como de tres cuartas de ancho por dos de alto, pintada por Mary y dedicada á mí. Representaba un remanso, un molinito, sauces, chimenea humeante, y creo que había también unos niños y algún corderillo ó dos. La cosa, ignoro por qué resultaba de una moralidad edificante. Yo no sé cómo era; pero de allí se desprendía que debemos ser buenos. «Corro á enseñarle estas papas,» dije; y cargando yo mismo la lámina, subí.
La propia Camila me abrió la puerta. Estaba sola. Había despedido á la criada, y se veía en el caso de tener que hacer ella misma la comida. Otro quizás no la hubiera encontrado bella en aquella facha; pero á mí me pareció encantadora, ideal. Tenía puesta una falda vieja y el delantal blanco y azul; pañuelo liado á la cabeza á estilo vizcaíno; las mangas arremangadas; el cuerpo con chambra no muy justa; sin corsé, porque el calor y la agitación del trabajo no se lo permitían; el seno bien tapadito, pero acusándose en toda la redondez gallarda de su sólida arquitectura. Tal figura se completaba con el calzado, que era un par de botas viejas de Constantino.
—Mira qué patas tan elegantes tengo —me dijo adelantando un pie—. Como hoy estoy de faena, me pongo estas lanchas para no estropear mis botas ni ensuciar mis zapatillas.
En el pasillo vimos el cuadro, pero á escape, porque ella no podía ausentarse de la cocina.
—Una de dos —me dijo—, ó te recopilas ó vienesp. 232 para acá. No puedo recibirte en otra parte. Si quieres ayudarme á fregar ó mondarme estas patatitas, no creas que me he de oponer.
Entré con ella en la cocina, y me senté en una silla que tenía el fondo hundido. Junto á esta silla había otra. El magnífico mueble que estaba á mi derecha era una tinaja; enfrente el fogón. Los elegantes vasares no ostentaban cacharritos japoneses ni porcelanas de Sajonia y Sevres, sino otros más útiles chismes, y además las cenefas de papel picado con figuras de toreros.
No sé qué vértigo me acometió al ver á Camila. Púsose á fregar la loza, diciendo:
—Esa girafa me dejó todo como ves, sin fregar... ¡qué tías!
Y yo la miraba embebecido: miraba sus manos coloradas y frescas en el agua, el movimiento rítmico que hacían los dos picos de la chambra al compás de los ajetreos de las manos, y, sobre todo, contemplaba su cara risueña, de una lozanía y placidez que no se pueden expresar con palabras. Entróme fiebre, delirio; la cuerda de mi espíritu vibró como si quisiera romperse. No pude contenerme, ni se me ocurría emplear, como otras veces, rodeos é hipocresías de lenguaje. Lleguéme á ella, llevándome mi silla en la mano izquierda; me senté junto al fregadero, todo esto rapidísimo... cogíle un brazo, y lo oprimí contra mi frente que ardía. La frescura de aquella carne y la dureza del codo, que fué lo que vino á caer sobre mi frente, producíanmep. 233 sensación deliciosa. Todo pasó en menos tiempo del que empleo en contarlo, y mis palabras fueron éstas:
—Quiéreme, Camila; quiéreme ó me muero. ¿No ves que me muero?
Apartóse de mí, y con mucho alboroto de brazos y de palabras, me obligó á retirarme.
—¡Miren el tísico éste! Y si te mueres, ¿qué culpa tengo yo? ¡Ea! déjame trabajar. Si te pones pesadito, tendré que darte un tenazazo.
Después rompió á reir, y alargando el pie como si quisiera darme una puntera, se puso en jarras y me dijo:
—Pero ven acá, grandísimo soso. ¿No se te quita la ilusión viéndome así? ¿O es que con esta lámina estoy á propósito para sorberle los sesos á un príncipe? Claro... ¿quién que vea este piececito de bailarina no se volverá tonto por mí? ¿Pues este talle de sílfide... y estas manos? Yo pensé que podría hacerle tilín al aguador; ¡pero á tí!... ¡Si creí que al verme ibas á salir escapado gritando que te habían engañado! ¡Y ahora te descuelgas otra vez con que me quieres! Tú estás chiflado de veras. Caballero, soy una mujer casada, y usted es un libertino; quite usted allá, so adúltero, que quiere adulterarme. Vaya usted noramala... ¡Que te estés quieto!
Esto lo dijo blandiendo las tenazas, cuando yo volví sobre ella á expresarle lo más de cerca posible la admiración que me producía.
—Descalábrame... Te diré siempre que te quiero, que te adoro, que estoy ya enteramente loco, y que me moriré pronto, rabiando de cariño por tí... —exclamé defendiéndome como podía de las tenazas—. Ya que no otra cosa, dame la satisfacción de decírtelo, y de decirte también que mep. 234 entusiasmas, porque eres la mujer sublime, la mujer grande, Camililla. Mereces ser puesta en los altares; mereces que se te eche incienso, que los hombres se den golpes de pecho delante de tí, borrica del Cielo, con toda el alma y toda la sal de Dios.
Creo que me arrojé al suelo, que quise besarle aquellas desproporcionadas sandalias medio rotas, que me golpeó la cara con ellas sin hacerme daño, que le besé la orla de su falda, que la abracé vigorosamente por las rodillas, que la hice caer sobre mí, que nos levantamos ambos dando tumbos y apoyándonos en lo primero que encontrábamos. Tan trastornado estaba yo, que no me dí cuenta de lo que hacía. Ella volvió á coger las tenazas y me amenazó tan de veras, que llegué á temer formalmente que me las metiera por los ojos.
Pausa, silencio. Yo en mi silla, recostándome con indolencia sobre la inmediata; ella destapando calderos, arrimando carbones, probando guisotes. Como si nada hubiera pasado, se puso á cantar en voz alta. Después me miró.
—¿Qué, todavía estás ahí? Pues sí: á mí no me pescas tú. Soy para mi idolatrado Cacaseno.
Y variando súbitamente de tono:
—Si vieras qué sorpresa le tengo preparada hoy... ¡Porque yo le doy sorpresas, y me divierto más...! El mes pasado le dí una... Voy á contártela. Tenía él un reloj muy malo, de plata; una cebolla que le regaló su tío el de Quintanar. Siempre andaba para atrás... en fin, que no nos daba nunca la hora. Era preciso comprar otro reloj, y Constantino se desvivía por tener un remontoir bonito,p. 235 ligero... Yo le decía que más adelante; pero él no tenía paciencia, ¡pobrecito! Todos los días me traía un cuento. «Camila, hoy los he visto á doce duros, muy lindos, en los Diamantes Americanos...» «¿Pero, hijo, y dónde están los doce duros?» Pues nos poníamos á juntar, peseta por aquí, dos perros por allá. Yo le quitaba á él, y él me quitaba á mí, y poco á poco se iba reuniendo el dinero. Yo soy siempre la cajera. «Marcolfa, ¿cuánto tienes ya?» «¡No me marees, ya se completará!...» Por fin le digo un día: «Ya pasa de diez duros; la semana que entra te compro el remontoir.» Pero aquí viene lo bueno. Verás cómo juego con él. Es un chiquillo. Reunidos los doce duros, le digo una mañana: «Chiquito, ¿no sabes lo que me pasa? Que mi vestido azul está muy indecente. Me da vergüenza de sacarlo á la calle. No he tenido más remedio que comprarme once varas de merino para arreglarlo, y como no había de qué, he tenido que echar mano de los duros aquéllos. Despídete por ahora de ese capricho. Dentro de tres ó cuatro meses, se verá.» Él refunfuña un poco, arruga el entrecejo; pero en seguida se le pasa el enojo, y me dice que primero soy yo. ¡Pobretín! á la noche ya no se acuerda del dichoso remontoir sino cuando saca la cebolla para ver la hora, ¡y entonces echa un suspiro!... Y yo entre tanto, ¿qué crees que he hecho? He salido por la tarde, y más pronto que la vista, me he ido á la tienda y he comprado el reloj. Me lo traigo á casa, y mientras cenamos, le doy á mi marido bromas con el viejo, diciéndole: «Hijo, no tienes más remedio que apencar con tu patata.» Cenamos, nos acostamos. Yo no sép. 236 cómo aguantar la risa, porque he cogido el reloj, y envuelto en un papel lo he metido bajo nuestras almohadas. Apenas recostamos la cabeza los dos... tin, tin, tin, tin. Me tapo bien la cara, mordiendo las sábanas para no reirme. Me hago la dormida, y le siento á él inquieto. «Camila, Camila, yo oigo un ruido...» Y yo callada, respirando fuerte, casi roncando... «Camila, Camila, ¿qué anda por ahí?» De repente hago como que me despierto sobresaltada y me pongo á gritar: «¡Ratones, ratones!... ¡Mira, mira, uno me ha mordido la oreja!...» Él se levanta... enciende la luz. Pero yo, no pudiendo ya tener la risa, le digo: «Por aquí, por aquí, entre las almohadas... ¡Ay, qué miedo!» Él, que empieza á conocer la guasa, mete la mano, y... «Chica, chica, ¿qué es esto?...» ¡Qué fiesta! ¡cómo gozo viendo su sorpresa, su alegría y los extremos de cariño que me hace! Volvemos á apagar la luz... y á dormir hasta por la mañana.
Yo, medio ahogado por el culebrón que se enroscaba en mí, no podía reir con ella. Por fórmula debí preguntarle si aquel día tenía dispuesta una nueva sorpresa, porque siguió su cuento de este modo:
—Hoy le preparo una de órdago. Verás: hace tiempo que está deseando tener un barómetro aneroide. Desde que lee y se ha metido á sabio, le da por enterarse de cuando va á llover. Yo le digo: «Eso es muy caro. No pienses en ello. Que se te quite eso de la cabeza. ¡Ni que fuéramos príncipes!» Pero aguárdate. Hoy le he comprado ese chisme. Tiene dos termómetros por los lados: uno de agua encarnada, otro de agua plateada. Me costó seiscientos veinte reales,p. 237 y lo tengo escondido para que no lo vea. ¡Cómo me voy á reir esta noche! Mira lo que he inventado. Pongo en el gabinete que está al lado de nuestra alcoba tres ó cuatro sillas unas sobre otras; ato una cuerda á la de en medio, la cual cuerda pasa por un agujerito de la puerta, y va á parar á la cabecera de nuestra cama. Cacaseno se acuesta; yo también. Apago la luz. De repente tiro de la cuerda, ¡cataplum! Figúrate qué estrépito. Yo me pongo á gritar: ¡ladrones, ladrones! Incorpórase él hecho un demonio, enciende luz... ¡Jesús qué miedo! Salta de la cama, va á coger el revólver, y yo digo: «Ahí, ahí, en el gabinete están.»
—Pero no veo la sorpresa.
—Es que la puerta del gabinete estará cerrada, y en el pomo del picaporte habré colgado el barómetro; de modo que no tiene más remedio que verlo al querer entrar... Entonces suelto el trapo á reir; él comprende la broma y suelta el trapo también, y aquí paz y después gloria. Nos dormiremos como unos benditos, y hasta otra. No te creas: él también me da sorpresas á mí; pero no tiene ingenio para inventar cositas chuscas como yo. Cuando me regala algo, lo trae escondido; pero en la cara le conozco que hay sorpresa. Frunce las cejas, alarga la jeta y dice con muy mala sombra: «¡Vaya unas horas de comer! Esto no se puede aguantar.» Yo, que leo en él, me hago también la enfadada, y me pongo á chillar: «Bertoldo, Cacaseno de mil demonios, si no te callas... Pero tú me traes algo: dámelo y no me tengas en ascuas.» Entonces saca lo que esconde y me dice riendo: «Si es sorp. 238presa...» Yo, de una manotada, ¡pim!... se lo arrebato...
No la dejé concluir. El deseo de estrecharla contra mí, de comérmela á caricias era tan fuerte, que no estaba en mi flaca voluntad el contenerlo; deseo casto por el pronto, aunque no lo pareciera, nacido de los sentimientos más puros del corazón; deseo que si con algo innoble se mezclaba, era con la maleza de la envidia, por ver yo en poder de otro hombre tesoro como aquél. Y la cogí antes que se me pudiera escapar, haciendo presa en ella con un furor nervioso que me dió momentáneo poder.
—¡Quiéreme ó te mato —le dije con desazón epiléptica, fuera de mí, atenazándola con mis brazos y dando hocicadas sobre cuantas partes suyas me cayeran delante de la cara—; quiéreme ó te mato! Que todo no sea para él; algo para mí. Te estoy queriendo como un niño, y tú nada...
Habíais de ver la gran contienda entre los dos. Mi fuerza nerviosa se extinguía. Pronto pudo ella más que yo. Era mujer sana, dura, templada en el ejercicio y en la vida regular. Sus brazos no sólo se desprendieron de los míos, sino que los dominaron. El aliento me faltaba por instantes; el pecho se me oprimía, más que con el poder de los brazos de ella, con la dilatación de no sé qué angustia interior, que era el sentimiento de mi fracaso. Por fin, vencido, campeó ella sobre mí, y empujándome de un lado, me dejó caer sobre la otra silla. Las dos formaban como un sofá. Sus manos aprisionaron mis muñecas como argollas de hierro. ¡Una mujer tenía más fuerzas que yo, y me acogotaba como á un cordero!
p. 239
—¿Ves cómo te meto en un puño, tísico? ¡Si eres un muñeco; si no tienes sangre en las venas; si los vicios te tienen desainado! No sirves para una mujer de verdad, sino para esas tías tan tísicas, tan fulastres como tú... perdido.
La ví encenderse en verdadera cólera. Aquel manojito de gracias, aquel ramillete de chistes, nunca se había presentado á mis ojos en la transformación fisiológica de la ira. En tal instante miréla por primera vez airada, y me acobardé cual no me he acobardado nunca. La ví palidecer, dar una fuerte patada; la oí tartamudear dos ó tres palabras; levantó la pierna derecha, quitóse con rápido movimiento una de aquellas enormes botas, la esgrimió en la mano derecha, y me sentó la suela en la cara una, dos, tres veces: la primera vez un poco fuerte, la segunda y tercera más suave... Yo cerré los ojos y aguanté. Tan quemado estaba por dentro, que me dolió poco...
—¡Ay —exclamé—, si me mataras á zapatazos como se mata una cucaracha, qué favor me harías!...
La ví volverse á calzar, sustentándose en un solo pie con extremada gallardía. Después se arregló el pelo y la chambra. Respiraba fuerte y se había puesto encarnada. Poco á poco aquella terrible y nunca vista cólera se iba disipando, y Camila volvía á ser Camila. Una sonrisa le desfloró los labios, dándome á conocer que sentía cierto temor de haberme pegado demasiado fuerte. Miróme con atención á punto que yo me llevaba las manos á la cara.
—¿Qué tal, escuece? —me dijo—. Tú te tienes la culpa por pesado. Yo las gasto así. ¿Qué es eso? Sangre. Me alegro:p. 240 vuelve por otra. Así, así: quiero que lleves estampadas en tu hocico las suelas de mi marido.
Creédmelo: cuando no me eché á llorar en aquel instante como un ternero, es seguro que las fuentes del llanto estaban agotadas en mí. Y más me afligí viendo á Camila salir y volver con un vaso de agua y un trapo de hilo, el cual humedeció para lavarme la cara. Y se reía curándome.
—No es nada, hijo: un pedacito de piel levantada. Otras te han sacado todo el cuero y no te has quejado... ¿A que no vuelves á atreverte conmigo? ¿Te das por vencido?
—No: te quiero más cuanto más me pegues, y concluiré loco, saliendo á gritar por las calles que eres la mujer más sublime que he conocido...
—¡Claro!... como que me van á poner en la Biblia... ¡Ea! se acabaron las papas. Ahora me haces el favor de marcharte á tu casa. Tengo mucho que hacer y no estoy para espantajos.
—No me voy, Camila, sin una esperanza siquiera... promesa al menos...
—¿Promesa de qué? ¿Habráse visto tonto igual? Que me vuelvo á quitar la bota... Eres tan sinvergüenza, que por verme una pierna te ha de gustar que te pegue. Estos tísicos son así. Pues no, no te pego más; no me da la gana. Unicamente te desprecio... Conque ve despejando el terreno, si no quieres que se lo cuente á Constantino. Hasta aquí he sido prudente; pero me pones en el caso de no serlo. Si él sabe lo que me has dicho... ¡Jesús de mi alma la que arma! Ya te estoy viendo volar hasta el techo.
—Pues díselo... cuéntale todo. En mi estado, deseo cualquier disparate...
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—¿Sí? No lo digas dos veces. Mira que canto...
Estaba destapando pucheros. De pronto la ví atendiendo con cara de Pascua á cierto ruido en la escalera.
—Ya viene... es él... Le conozco en el modo de trotar. Sube los escalones de tres en tres... Compara, hombre, compara contigo, que cuando subes llegas aquí ahogándote, medio muerto. Lo que yo digo, la vida alegre...
Fuerte campanillazo anunció al amo de la casa que venía de la oficina. Corrió Camila á abrirle, y oí como una docena de besos fuertemente estampados, ósculos de devoción y fe, como los que dan las beatas, echando toda el alma, á las reliquias de un santo que hace muchos milagros. El burro entró en la cocina.
—Hola, chico, ¿tú por aquí?
—¿Qué me traes? —le dijo Camila.
—Nada más que estos jacintos.
—¡Qué bonitos y qué bien huelen! Ponlos en ese jarro, por el pronto. Oye: dale uno á este estafermo, que bien se lo merece. Me estaba ayudando á poner los trastos en el vasar de arriba, y se le vino encima el caldero grande: mira la contusión que tiene en la mejilla... ¿Sabes de lo que hablábamos ahora?...
Otro campanillazo cortó el concepto de mi prima. «¿Qué iría á decir?» pensé yo; y ella dijo:
—¿Quién será?
Constantino fué á abrir, y oímos esta exclamación:
—¡Oh, señora doña Eloísa!... ¿Usted por aquí?
No sé por qué me dió mala espina la tal visita. Y mi corazonada se acentuó más cuando ví á Eloísa. Había recobrado su hermosura, y fuerap. 242 de la palidez y demacración, no quedaban rastros en su cara del pasado arrechucho. Pero venía tan cejijunta, nos saludó á todos con tanta sequedad, me miraba de un modo tan extraño, que barrunté algo desusado, serio y muy desagradable. «Esta prójima, que muy rara vez viene aquí —pensé—, trae hoy alguna historia... Me las guillo.»
A lo que le preguntamos sobre su salud, contestaba Eloísa de mala gana y con impertinencia. Quería hablar de otra cosa. Pasó al comedor con Miquis y conmigo. Camila quedóse en la cocina trasteando.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el manchego á su cuñada.
—¿Qué ha de haber? Que son ciertos los toros... —replicó mirándole con sorna.
Después se puso á decir chuscadas, que aparentemente no tenían malicia. Creí que me había equivocado y que Eloísa no llevaba el escándalo en su intención. No obstante, parecióme notar cierto dejo irónico en su alegría. Pero como pasaba tiempo sin que la conversación tomara mal sesgo, dije para mí: «Vaya, es manía. No hay nada de lo que sospechaba.» Poco después, despedíme de todos y me retiré.
Pero en la soledad de mi gabinete, paseándome de un ángulo á otro, con las manos en los bolsillos, la cabeza sobre el pecho, no podía apartar de mí la idea de que en el tercero pasaba ó iba á pasar algo...
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Y como mi espíritu, adiestrado en el imaginar, no se paraba en barras, ved aquí las historias que me forjé en menos tiempo del que empleo en contarlas: «María Juana es la que ha echado á volar la especie de que yo tengo relaciones con Camila. Ella ha sido: me lo dice el corazón. Lo ha hecho por espíritu de hipocresía, por evitar que se sospeche de ella. Tal vez lo crea, en cuyo caso... Pero no, ¡qué disparate digo! Esto es un delirio; María no es capaz... Lo que hay es que se ha corrido esa voz, como se corren otras muchas, y Eloísa... ¡Ah! ya sé quién ha llevado el cuento á Eloísa. Ha sido Manolo Trujillo, ese bendito ciego... Y la prójima se ha puesto fuera de sí, ha sentido celos... ¡celos de hermana, que son los peores! Pero quiá... imposible... Subiré á cerciorarme... No, no subo: allá se entiendan. Si no fuera por Camila, me importaría poco que la prójima armara cuantos escándalos quisiera... ¿Subiré? No, no subo. Tal vez sea todo figuración mía.»
Mi inquietud creció de tal modo, que creí oir voces que se transmitían por el patio. Escuché... nada. Llamé á mi criado y le dije:
—Mira, Ramón, te vas al cuarto tercero y dices que me he dejado allí un cuadro... Ya sabes, el que trajeron de la estación esta mañana en esa caja. Te lo bajas... Oye, oye: de paso observa si ocurre algo en la casa... Anda, anda.
A poco volvió Ramón, y me dijo:
—Señor, que se ha armado arriba una gresca de doscientos mil diablos.
—¿Qué dices?
—Lo que oye. La señorita Camila y la señop. 244rita Eloísa están hablando como rabaneras, y el señorito Constantino también hipa por su lado. No he podido traer el cuadro. Les hablaba y no me respondían, sino dale que te dale á las lenguas los tres á un tiempo... Desde la ventana del patio se oye. La vecindad está escandalizada.
Fuí y oí. La voz de Camila descollaba; mas no entendí si era llanto ó gritos de furor lo que hasta mí llegaba. «Me parece que se ha armado una buena, pero buena.» Y volví á mi gabinete, donde intenté desgastar mi inquietud nerviosa paseándome. Esperaba y temía que alguna racha de aquel temporal del tercer piso bajara hasta mí. ¿Qué hacer? ¿Evitarla echándome á la calle y no pareciendo hasta la noche? No: mejor era esperar á pie firme la nube. Quizás mi presencia sería pararrayos que evitase una catástrofe... ¿Subiría? No, subir no, porque pudiera mi intervención ser perjudicial á la inocente Camila. Conveníame adoptar también una actitud de inocencia é ignorancia del asunto.
La racha que juzgué inevitable no tardó en venir. Fuerte campanillazo anuncióme la cólera de Eloísa, que entró en mi casa y en mi gabinete en un estado de agitación que me puso medroso. Dejóse caer en un sillón, como quien se desmaya, y era que le faltaba el aliento, á causa de la ira y de la prisa con que había bajado.
Yo ni la miré siquiera. Oía su respiración como el mugido de un fuelle. Esperé á que resollara por la herida y á que su resuello se condensara en palabras. Podéis creérmelo: los pelos se me ponían de punta. Viendo que á ella todo se lep. 245 volvía respirar fuerte y oprimirse el pecho con las manos, me planté delante y le dije:
—Vamos á ver, ¿qué es esto, qué ha pasado allá arriba?...
—Déjame, déjame... que tome aliento. Me estoy ahogando... he hablado mucho, he gritado... he sido una leona... ¡pero buena la he puesto á esa hipócrita, á esa!... me he irritado tanto, que la lengua se me fué... Si me oyes, te espantas... Luego esa hipócrita se desvergonzó... es una verdulera, yo otra... dos verduleras... Y el bruto allí, queriendo poner paz... ese ciervo estúpido... Estoy volada... deja que me serene... dame aire, aunque sea con... un periódico.
—No entiendo una palabra de lo que estás hablando —le dije abanicándola con el papel—. ¿En qué ha podido ofenderte la pobre Camila, que es un ángel?
Nunca dijera esto. Por la primera vez de mi vida ví á Eloísa en un arrebato de furor. Allí sí que se llevó la trampa á la señora española, y lo que en finura, discreción y modales le había concedido Naturaleza. No quedó más que la prójima bien vestida. Puesta en pie, manoteando como si me quisiera sacar los ojos con sus dedos, el volcán de su alma reventó así:
—¡Hipócrita tú también!... Que te enredaras con otra... pase; ¡pero con mi hermana, con la hermana que más quiero...! Y ella es peor que tú, mil veces peor, porque se hace la tonta, la virtuosita. ¡Uf! qué serpentón debajo de aquella capita de tontunas. No hay santurronería más infame que la de éstas que se hacen las graciosas, las aturdidas... Y tú, grandísimo apunte, no dirás ahorap. 246 que has tenido buen gusto... Vas bajando, bajando; concluirás por las fregonas... ¡Ah! ¡qué cosas le dije... cómo la puse! Confieso que se me escapó la lengua; pero el furor me cegaba, por ser mi hermana... y á otra se lo paso, aunque me duela; pero á mi hermana no, á mi hermana no, porque me duele horriblemente... No te disculpes, no niegues... Si te conozco... ¡Ah! Camila te conviene porque es barata... Y como nos hace el papel de la niña honradita, y á todos engaña con la comedia de estar enamorada de su pollino... como si esto fuera posible... Dios mío, ¡qué criaturas tan farsantes has echado al mundo!... ¡Que me haya jugado esta trastada mi hermana, la hermana que más quiero, la que tengo metida en mi corazón!... ¡Y que me haya puesto en el caso de decirle las perrerías, las atrocidades que le he dicho!... ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!...
Rompió á llorar afligida, con estrépito, cual si su indignación se resolviera bruscamente en arrepentimiento por las ignominias injustas que había dicho á su hermana. Viéndola yo en aquel camino, creí posible una solución pacífica, y en tono de prudencia le dije:
—Veo que al fin conoces que has dado una campanada. La cólera te cegó. Lo mejor es que subamos los dos, y pidas perdón á tu hermana por el escándalo que le has dado, haciéndote eco de una calumnia vil; porque sí, hija, sí, por el Dios que está en el Cielo te juro que Camila es tan querida mía como del Papa.
Esto la irritó de nuevo, destruyendo aquellos sentimientos de piedad que empezaban á obrar en ella como un bálsamo reparador, y echandop. 247 lumbre por los inundados ojos y crispando los dedos, encaróse conmigo y me echó esta rociada:
—No sé cómo tienes alma para decirme lo que me has dicho, y cómo me mientes á mí, que he tenido siempre la debilidad de creerte. Hace tiempo que te estoy observando y que vengo diciendo: «ese se ha encaprichado por Camila.» Pero después la exploraba á ella, y nada podía descubrir... ¡Claro, hace tan bien sus comedias!... Mas ya no me engañáis los dos. Sois buen par de zorros... Pero, créelo, me he vengado bien. ¡Las cosas que le he dicho!... ¿Pues y á él? Le he calentado las orejas á ese venado, y le he puesto ante el espejo para que vea aquella cornamenta que llega al techo...
Me pasó una nube por los ojos. Llamé todas las fuerzas de mi prudencia, porque de seguro iba á hacer un disparate. Y ella continuaba procaz, de esta manera:
—Y el muy animal, con todo su ramaje en la cabeza, negaba y te defendía, diciendo que eres ¡su amigo!... Este es un colmo, chico; el colmo... de la amistad, de la...
Cortó la frase, quedándose como perpleja, los ojos fijos con pensadora atención en el busto de Shakespeare que estaba sobre mi chimenea. Era el bronce que había pertenecido á Carrillo, y sin duda la vista de aquel objeto llevó su mente, por la filiación de las ideas, á cosas y sucesos de otros días. A mí me pasó lo mismo.
—Sí... claro... ya sé que los maridos te quieren... ¡Absurdo, asqueroso!... Como tienes ese ángel... parece que les embrujas y les das algún filtro...
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Juzgad de mi paciencia, y ved qué dosis tan grande de esta virtud acumulé en mi alma, cuando no cogí el busto y se lo tiré á la cabeza á aquella mujer. Pero aunque no hice esto, la cólera se desató en mí, y con palabras cortadas por el veneno que me salía de dentro, le dije:
—Constantino es mi amigo, y no tiene por qué avergonzarse, porque ni es ridículo ni cosa que lo valga, y el que diga lo contrario es un miserable.
—Pues yo lo digo —gritó ella con brío.
—Pues aplícate el cuento.
—Explícame eso, hombre... Da razones.
—No doy razones —exclamé ya fuera de mí, sin ver ni oir nada más que el fulgor y el estallido de mi rabia—; ni tengo que añadir una palabra más, ni me importa que te convenzas ó no, porque ahora mismo te pones en la calle.
—No me da la gana. Se va usted á donde quiera —vociferó ronca, mugiente—. ¿Me echarás tú?
—Lo vas á ver —dije cogiéndola enérgicamente por un brazo y llevándola hacia fuera, no sin tener que tirar fuerte.
En aquella lucha, cuyo recuerdo me espeluzna siempre, no oí más que estas tres palabras dichas en un aliento de agonía: «Eres un tío.»
Creo que le respondí: «y tú una tal...» No estoy seguro de haberlo dicho. Ciego, con pegajosa y amarga espuma en la boca, abrí la puerta de la escalera y la eché fuera. Cuando dí el golpe á la puerta, haciendo retumbar toda mi casa, cual si mi corazón estuviera unido á aquellas paredes, sentí penetrante frío en mi alma. Lap. 249 idea de mi brutalidad vino al punto á mortificarme. Pero me rehice y me metí para adentro. La campanilla sonó con estruendo. Me pareció que tocaba más fuerte que todas las campanas de todas las iglesias de la cristiandad juntas. Eloísa llamaba con rabia, golpeando además la puerta con las manos. Aplicó sus labios á la rejilla de cobre, para gritar por allí otra vez:
—¡Tío, más que tío, canalla!
—¿Abro? —me dijo Ramón alarmado.
No supe qué determinar.
—Abre, sí —respondí al fin—. Peor es que dé un escándalo en la escalera.
—La señorita María Juana —añadió mi criado— ha subido hace un rato.
—Esta casa es hoy un infierno... ¡Maldita suerte mía! Abre, abre de una vez.
Retiréme á la sala, y desde allí ví entrar á Eloísa. Dió algunos pasos y cayó como cuerpo muerto sobre el banco del recibimiento.
—Ramón... llévale un vaso de agua, si quiere; y tú, Juliana, auxíliala también. Puede que tenga un síncope. Le pasará... Y si no pasa, que no pase... Allá se las componga.
Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Parecióme que Eloísa no tenía síncope; conservaba el sentido, y lo que hacía era llorar, llorar mucho.
—Ramón... entérate de si la señorita tiene ahí su coche. Si no lo trajo, manda enganchar ahora el mío, y que la lleven á su casa.
—La señorita tiene abajo su coche.
—Bueno. Cierra la puerta para que no se enteren de estos escándalos los que suben y bajan.
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Eloísa bebió un poco de agua. Sin duda se iba serenando. No podía ser menos. Estas iras pasan, y dejan en el espíritu un amargo y desapacible sabor, el recuerdo vergonzoso de las tonterías que se han dicho y de las brutalidades que se han hecho. Tras la cortina de la sala espié yo los movimientos de mi prima, y lo que hacía y hasta lo que pensaba. La ví levantarse del duro banco, suspirar fuerte palpándose y oprimiéndose el pecho como si el corazón se le hubiera salido de su sitio y quisiera ponérselo donde debe estar. Vaciló entre pasar á la sala y marcharse; pero se decidió al fin por esto. ¡Qué alivio noté cuando la sentí bajar, apoyándose en el barandal y mirando mucho los pasos que daba! «La lección ha sido un poco fuerte —pensé—; pero es preciso, es preciso...»
¡Gracias á Dios que estaba solo! ¡qué día! No había tenido tiempo de saborear aquel descanso, cuando... ¡Jesús mío! la campanilla. La oía sonar, agujereándome el cerebro, y decidí arrancarla de su sitio, hacerla mil pedazos para que no repicara más. «¿Apostamos á que es María Juana?» Porque sí, la campanilla sonaba con todo el estudio y la convicción de una campanilla ilustrada que sabe á quién anuncia. Era ella, no podía ser otra.
Entró en mi gabinete, y ¡qué cara traía, qué golpe de quevedos, qué mirar justiciero! Era una sibila de aquéllas que pintó Miguel Angel para expresar lo feas que se ponen las mujeres guapas cuando se enfadan y hacen profecías. En verdad, señores, lo extremadamente serio de aquel rostro prodújome efectos contrarios á los que él queríap. 251 producir... Por poco suelto la risa.
—¿Qué hay? —le pregunté afectando calma.
—¿Qué ha de haber? Pues nada que digamos. Vengo de arriba. Un zafarrancho espantoso. Las consecuencias de tu carácter, de tu temperamento... ¡Y ha habido una persona tan inocente que creyó posible curarte, enmendar lo que tiene sus raíces en el fondo de la naturaleza, y hacer de un demonio un hombre...! La que tal pensó es más digna de lástima que las otras dos infelices, y por lo mismo que puso sus miras más arriba es la que ha caído más bajo... Estoy tan avergonzada por mí como por tí... Yo al menos tengo conciencia y veo mi bochorno; pero tú, ¿qué ves?... Eres un depravado, un monstruo, un condenado en vida. Daría... no sé qué por ver en tí un rasgo de nobleza. Pero no, no lo veré, porque no puedes dar sino frutos amargos... Has prostituído á la tontuela de Camila, quitándole lo único que tenía, que era su inocencia; has cubierto de ignominia al pobre Constantino, que es un alma de Dios, el ángel de los topos... ¡y tú tan fresco!... Responde, hombre; discúlpate, da á entender siquiera que hay en tí un resto de pudor, de dignidad, de cristianismo...
Hubiera podido contestarle muchas cosas y volver por la honra de su hermana; ¿pero á qué decir lo que no había de ser creído? Hallábame tan irritado, que no sabía resolver aquellas cuestiones sino cortando por lo sano. Me incomodó la sibila con su áspero sermoneo, tanto ó más que Eloísa con sus procacidades. Ante ella me sentí igualmente brutal que ante la otra, y ciego la cogí por un brazo lo mismo que había cogidop. 252 á la prójima, diciendo con la ronquera de mi ira:
—¿Sabes que no tengo ganas de música, de filosofías ni de estupideces? ¿Sabes que te voy á poner ahora mismo en la calle, porque no puedo aguantar más, porque estoy hasta la corona de tí y de tu hermana?
Y haciéndolo como lo decía, tiré de aquella gallarda mole, que se dejó llevar aterrada, trémula, balbuciendo no sé qué conceptos trágicos, muy propios del caso y de su austera moral. Hícela salir, y cerré de golpe. María Juana no gritó en la escalera como su hermana. Con decoro aceptaba la expulsión y se vengaba con su dignidad. Era muy sabia y muy prudente para proceder de otra manera. Marchóse callada, haciéndose la víctima grandiosa y buscando lo sublime, que no sé si encontraría. Bajó las escaleras pausada y gravemente, como si fuera ella la razón desterrada y yo el error triunfante...
—¡Ramón!
—¿Qué, señor?
—Te nombro mastín —dije delirando—: ponte en la puerta, y al primer Bueno de Guzmán que entre, me le destrozas á mordidas.
Nada, que aquel día me había yo de volver loco. Bien caro pagaba mis enormes culpas. Sonó la fatídica campana otra vez... Ramón entró en mi gabinete, y me dijo muy apurado:
—Señor, don Constantino es el que llama. ¿Le abro?
—Sí, hombre... ábrele... en canal... Quiero decir, ábrele la puerta. Que entre; veremos por dónde tira.
Y cuando Miquis llegó á mi presencia estaba yo tan fuera de mí, que si me dice algo ofensivo, caigo sobre él y me mata ó le mato.
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—¡Hola! ¿qué hay? —le pregunté, resuelto á afrontar la situación, cualquiera que fuese.
Constantino estaba pálido y muy agitado. Parecía rebuscar en su mente las palabras con que debía empezar.
—Tú traes algo —le dije—. Vomita esa bilis... franqueza, amigo. Luego me tocará hablar á mí.
Sus labios rompieron tras un esfuerzo grande. De la confusión de su mente y de las arrugas de su entrecejo brotaron estas cláusulas amargas:
—Pues... horrores en casa... Eloísa... Me han vuelto loco... ¡Que mi mujer me engaña! ¡que tú...! Camila se defiende. Yo no sé lo que me pasa; tengo un infierno en mi cabeza... porque si creo lo que me dicen de mi mujer, la mato, y si creo lo que ella me dice, mato á sus hermanas...
—No mates á nadie; no mates, hijo, y aguarda un poco.
—Porque yo vengo aquí —gritó como un energúmeno, poniéndose rojo y manoteando fuerte—, yo vengo aquí para decirte que, ya sea mentira, ya sea verdad, no hay más remedio sino que ó tú me rompes á mí la cabeza ó yo te la rompo á tí.
Sentí al oir esto, ¿qué creéis? ¿indignación? no; ¿despecho? tampoco. Sentí entusiasmo, ardiente anhelo de soluciones grandes y justicieras; y aquello de pegarnos los dos tan sin ton ni son, no me pareció un disparate. Yo también quería sacudirle de firme ó que él me sacudiera á mí. Gesticulando como un insensato y no menos energúmeno que él, me puse á gritar:
—Tú eres un hombre, Constantino... Eso, eso: ó romperte el bautismo, ó que me lo rompas túp. 254 á mí. Te tengo ganas, ¿sabes? eres lo que más me carga en el mundo... para que lo sepas.
—Pues cuanto más pronto, mejor —gritó él haciéndome el duo con furia igual á la mía.
—Eso, eso... Ha llegado la ocasión que yo quería. Ahora nos ajustaremos las cuentas, y déjate de armas blancas... pistola limpia y á la suerte.
—Como quieras.
—Y no es por poner en claro la honra de tu esposa. ¡Estaría bueno que dependiera de nuestra puntería! Tu mujer, para que lo sepas, bruto, es la gran mujer. Ni tú ni yo la merecemos... Nos pegamos porque te tengo ganas, ¿sabes? Tu conciencia te dirá quizás que no me has ofendido. ¡Ah! tonto, ¿ves estas magulladuras que tengo en la cara? ¿Lo ves, lo ves? Pues esto, pedazo de bárbaro, es la impresión de las suelas de tus botas. Tu mujer me ha abofeteado, no con las manos, que esto habría sido un favor, sino con tus herraduras, animal... Y ahora, tú, tú me lo has de pagar.
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Las liquidaciones de Mayo y Junio.
No sé qué más atrocidades dije. Yo no tenía ideas claras y justas sobre nada: era un epiléptico. Me caí en una silla, y estuve un rato pataleando y haciendo visajes. Contóme después Ramón que Constantino se retiró muy enfurruñado, cuando ya no tenía yo conciencia de que él estuviera presente.
Estuve tres días en cama y ocho sin salir de casa: de tal modo me conmovieron y agobiaron los sucesos de aquella tremenda fecha, una de las peores de mi vida. ¡Cuán lejos estaba de que habían de venir otras peores! Ninguna de mis tres primas fué á verme. Mi tío y Raimundo no faltaron: éste tan dislocado como siempre; aquél sufriendo en silencio una agitación moral que respiraba por su boca con suspiros volcánicos. Y no sabía el buen señor nada de lo ocurrido entre sus hijas y yo aquellos días, pues felizmente no hubo ningún indiscreto que le llevase el cuento. La causa de su dolor era otra y se sabrá más adelante. Díjome Ramón que al segundo día había enviado á preguntar por mí el señor de Mep. 256dina, y que Evaristo no dejaba de ir por mañana y tarde á informarse de mi salud. ¿Pero á que no sabéis cuál era la compañía más grata para mí? Mis amigos me fastidiaban y mis parientes no me divertían. Vais á saber dónde estaba mi consuelo en aquellas tristes horas.
Haría dos semanas que, hallándose Camila en casa en ocasión que estaba también allí mi zapatero, le dije:
—Te voy á regalar unas botas. Maestro, tómele usted la medida.
Dicho y hecho. Al día siguiente de la marimorena, trájome el maestro, con el calzado para mí, las botas de Camila, que eran finísimas, de charol, con caña de cuero amarillo. Ramón las puso casualmente sobre una mesa frontera á mi cama, y los ojos no se me apartaban de ellas. ¡Oh dulces prendas!... Una falta les encontraba, y era que no teniendo huellas de uso, carecían de la impresión de la persona. Pero hablaban bastante aquellos mudos objetos, y me decían mil cositas elocuentes y cariñosas. Yo no les quitaba los ojos, y de noche, durante aquellos fatigosos insomnios, ¡qué gusto me daba mirarlas, una junto á otra, haciendo graciosa pareja, con sus puntas vueltas hacia mí, como si fueran á dar pasos hacia donde yo estaba! Ramón las cogió una mañana para ponerlas en otro sitio, y yo salté á decirle con viveza:
—Deja eso ahí...
El inocente me quitaba el único solaz de mi agobiado espíritu. Porque Ramón no se riera de mí, no le mandé que me las pusiera sobre mis propias almohadas ó sobre la cama... Seguramente me habría tomado por loco ó tonto.
Cuando me puse bien, ofrecióse á mi espíritup. 257 la injusticia y brutalidad de mi conducta con mis dos primas mayores el día de la jarana. Cierto que debí apresurarme á desvanecer el error en que estaban con respecto á la pobre borriquita, cuya culpa no tenía realidad más que en la grosera intención de las otras. ¿Y cómo convencerlas de la inocencia de Camila? ¿Cómo hacerles comprender que tanto la una como la otra debían besar la tierra que la borriquita pisaba y confesarse inferiores á ella? Eloísa y María Juana tenían cierto interés moral en no creerme, porque la idea de que su hermana les aventajara en conducta debía herirlas muy en lo vivo. «No me creerán, no me creerán —era el pensamiento que me atormentaba—. Juzgándola por sí mismas, no se convencerán, porque convenciéndose se acusan. Acusadoras se disculpan, y desean tener que perdonar para que se las perdone.»
Pero aun contando con lo infructuoso de mis esfuerzos, algo había que hacer. Por de pronto, determiné no subir á la casa de Camila. Si Constantino persistía en que nos pegáramos, por mí no había de quedar. Ya sabía él dónde yo estaba. Después, hice propósito de ver á Eloísa y á María Juana. A ésta la tenía yo, si no por autora, por la principal propagandista de la injuriosa especie, á la cual, por desgracia, daban apariencias de verdad mi locura, mi intención y mis repetidas visitas al hogar de los Miquis. Desistí de ver á Eloísa por lo que me contó Severiano el primer día que salí á la calle. La infeliz cumplía la sentencia de su triste destino, y últimamente había dado un nuevo paso en la sendap. 258 que aquél le trazaba. Lo diré clarito, sin rodeos. Acababa de enredarse con un aristócrata viudo, el Marqués de Flandes, que después de residir mucho tiempo en el extranjero, vino á España á que le pusieran el cachete á su ruina. No durarían mucho estas relaciones, porque Paco Flandes daba ya poco de sí, metálicamente hablando, y el mejor día me le ponía la prójima en el arroyo. Entre tanto, la casa de la calle del Olmo recobraba algo de su esplendor pasado: muebles parisienses ocupaban los lugares vaciados por el último embargo, y algunas obras de arte iban entrando con timidez. Entre éstas las había bonitísimas: un Carnaval en Roma, de Enrique Mélida; un hermoso país de Beruete, y dos terracotas, de los hermanos Vallmitjana. Tras esto vendrían más cosas, más: así lo decía ella, poniendo carita de tristeza y dando á entender que los tiempos son malos y que cada vez parece que hay menos dinero. Como síntoma muy significativo, añadió Severiano que Sánchez Botín le hacía la rueda con la pegajosa tenacidad que siempre ponía en todas sus empresas; pero que mi prima declaraba á todo el que la quisiera oir, que jamás descendería hasta un sér que consideraba muy por bajo de todos los envilecimientos y de todas las prostituciones posibles. No hablamos más de esto, y determiné no ir á la calle del Olmo ni ocuparme para nada de semejante mujer.
Mi primera visita fué para los Medinas, á quienes encontré juntos. Ambos me recibieron con amabilidad, interesándose por mi salud. Nada de lo que pudiera observar en María Juanap. 259 me llamaba la atención, por ser mujer de mucha gramática parda; pero sí me sorprendió la repentina afabilidad del insigne ordinario. Sus prevenciones contra mí se habían disipado sin duda. ¿Por qué? ¿Qué pararrayos había alejado de mi pecadora frente la electricidad de su odio? Heme aquí en presencia de otro enigma que me trajo no pocos quebraderos de cabeza. Dióme aquel día cigarros de primera, los mejores que tenía; y cuando nos íbamos juntos á la Bolsa, en su coche, expresóme con sinceras palabras que se alegraría de que mi liquidación de fin de mes fuese buena.
—Si el alza sigue acentuándose —me dijo—, y yo creo que seguirá, porque cada día vienen del extranjero más órdenes de compra, creo que saldremos muy bien usted y yo.
Y variando de tono y asunto:
—Es preciso que usted no se distraiga tanto con las faldas, so pena de que se le vaya el santo al cielo y no dé pie con bola en los negocios. Observe usted que todos los que al entrar por las puertas de la contratación no supieron desprenderse de los líos de mujeres, han salido con las manos en la cabeza. Hombre enamoriscado, cerebro inútil para trabajar.
Todo esto me parecía inspirado en la más sana filosofía; no así lo que me manifestó poco después, y que á la letra copio:
—Ya sé lo de esa pobre Camila. Es usted incorregible, y al fin las pagará todas juntas. Agradezca usted que hasta ahora no ha dado más que con bobos; pero algún día, donde menos se piensa salta un hombre, un marido digno, y entonces podrá usted encontrar la horma de su zapato... En Camila no extraño nada: es, como su hermana Eloísa,p. 260 otra que tal; allí no hay seso... ¡Oh! me cupo en suerte lo único bueno de la familia, el oro puro; lo demás todo es escoria... Sí, sí; ya sé lo que usted me va á decir: que es calumnia; sí, estas cosas son siempre calumnia: por ahí se sale...
—Pues sí que lo es —exclamé, sin poder contener la indignación que me salió á la cara—. Pues sí que lo es, y extraño mucho que una persona tan recta como usted se haga eco de ella.
Algo más iba á decir; pero me asaltó la idea de que su error podía ser la clave de su inopinada benevolencia, y no extremé los esfuerzos para sacarle de él. De esta manera se enlazan en nuestra conciencia las intenciones, formándose un tan apretado tejido entre las buenas y las malas, que no hay después quien las separe.
—Es usted una mala persona —me dijo al fin sonriendo—; pero para que vea que me tomo interés por usted, voy á darle un consejo: venda lo más pronto que pueda las Obligaciones de Osuna.
Por la noche fuí á comer á su casa. En María Juana noté un marcado propósito de no entablar conversación conmigo sino delante de otras personas; pero en las pocas frases sueltas que cambiábamos, cuando no se nos interponía el guarda-cantón de carne de No Cabe Más, advertí cierta ternura y como un deseo de explicarse conmigo. Sin duda me había perdonado mis brutalidades del día famoso.
—Para que comprendas lo irritado que estaba —le dije—, y puedas explicarte la grosería con que te traté, me bastará declarar que daría hoy no sé cuántos años de vida por poder probar la inocencia de Camila, esa inocencia en que nadie cree, y que,p. 261 sin embargo, es tan cierta, tan clara como la luz.
La observé muy pensativa al oir esto, y con irónica frase dióme á entender que esperaba las pruebas.
—¿Pero qué pruebas he de darte más que mi palabra y el juramento que hago, si es que esto de los juramentos tiene algún valor en tiempos en que el perjurio es ley? Créelo si quieres, y si no, no lo creas.
No pude decir más, porque Partiendo del Principio se nos vino encima.
Había que ver la cara que me puso la sabia dos días después cuando la acusé de haber iniciado el descrédito de su hermana.
—¡Yo! —exclamó, poniéndose pálida—. ¿Me crees capaz...? Si han sido tus amigos, Severiano y Villalonga, los que primero lo han dicho, y luego lo ha remachado no sé quién... creo que las de Muñoz y Nones, las cuñaditas de Augusto Miquis... A mí me lo contó Eloísa... Ella dirá que se lo dije yo; pero no hagas caso... Te seré franca: yo tenía mis sospechas, y como siempre Camila me ha parecido muy ligera...
¡Oh! ¡qué argumentos tan sutiles empleé para disipar aquel error! Pero no pude convencerla por no expresarme con absoluta sinceridad, corazón en mano. Yo no decía más que la mitad de la verdad, y la mitad de la verdad suele ser tan falsa como la mentira misma; yo hacía hincapié en la honradez de mi borriquita, verdad como un templo; pero me guardaba bien de declarar el dato importante de mi pasión por ella y de la insistencia con que la perseguía. Arrancada de los autos de la causa esta hoja que tanta luz arrojaba sobre ella, todo quedaba en gran confusión.
Era mi prima muy sagaz, y con judicial tinop. 262 y penetrante mirada me hizo esta pregunta:
—¿De modo que tú juras que nunca has tenido pretensiones malas con respecto á Camila?
Contestéle que sí lo juraba, aunque sin afianzar mucho la afirmación. Mentira tan gorda hizo en la ordinaria un efecto contraproducente, y tratándome con tanta lástima como desdén, me dijo:
—Mira, niño, si crees que tratas con tontos; si crees que todos son Constantinos y Carrillos, te llevas chasco. Anda con Dios.
Y otro día que nos vimos, no hay que decir dónde ni cómo, hablamos de lo mismo, y se repitió la pregunta, y la verdad me escarbaba dentro con esa horrible náusea de la conciencia, que es tan difícil de contener. Y se me alumbraron los sesos, y ebrio de sinceridad, ardiendo en apetitos de ella, me desbordé, y lo canté todo de pe á pa... En mi vida he hecho confesión más completa, leal y meritoria. Todavía me estoy aplaudiendo las palabras que dije, así como creo ver aún las diversas caras que me iba poniendo la sabia conforme oía, ahora patética, ahora contrariada, ya envidiosa, ya palpitante de sobresalto, angustia ó no sé qué. Y cuando le dije: «sí, esa mujer me tiene loco, me tiene enfermo, y como no la puedo adorar, estoy adorando sus botas hace muchos días, como si fueran su retrato,» ví que la sabia luchaba entre reirse de mí y darme de bofetadas. Se puso muy severa, miróme de través, y vuelta á hacer preguntas; ¡pero qué preguntas!
—¿Y quieres hacerme creer que habiendo puesto á sus pies tu fortuna, habiéndole ofrecido hotel, coche, rentas, lujo, te ha resistido?
Díjele que sí, que ésta era la verdad pura, yp. 263 soltó una carcajada que me heló la sangre. Todavía estoy oyendo aquel ja, ja, ja, que continuó con ella hasta la habitación inmediata, pues iba ya en retirada. Volvió para decirme desde la puerta:
—Si has creído que á mí me podías engañar con fábulas como las que se cuentan á los rorrós para que se duerman, te equivocas... Eres como los titiriteros que se sacan cintas de la boca ó se tragan una espada. Engañan á los paletos y á las criadas de servicio; ¡pero á mí...! Ahora te falta el golpe más bonito. Desesperado, te metes á cartujo como Rancé y te pones á cavar tu fosa, ó á jesuita para largarte á las misiones de Oriente. Porque tales pasiones contrariadas suelen acabar en misas. ¡Ah! ¡qué enfermo estás!... cerebro desquiciado... ¿Quién puede dar crédito á lo que dices? ¿No te acuerdas ya de las mentiras que me has dicho á mí? ¿Cómo compagino lo que te he oído otras veces con lo que acabo de oirte? Francamente, no hay palabras con qué expresarte lo despreciable que eres.
Respondí que, en efecto, no me tenía por modelo de hombres, y me senté, agobiado de pensamientos sombríos y pesimistas, apoyando en mis manos la cabeza, que no podía con el peso de ellos. Pasó un rato. Ni ella se iba, ni decía nada. Tampoco á mí se me ocurría qué decir: tan abrumado estaba. Habíame metido yo mismo con mis errores en un lío infernal de contradicciones de conciencia, y por ninguna parte hallaba la salida. Mis pasiones verdaderas, las mentiras con que cohonestaba las falsas, habíanme formado una espesa red de la cual no podía salir. Era, como ella dijo, despreciable y monstruoso.
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Pasó no sé cuánto tiempo, hasta que sentí en mi frente humillada dos dedos de María Juana. Empujando hacia arriba me levantó la cabeza, y yo no hacía nada por impedirlo, porque la tenía como muerta para todo lo que no fuera pensar. Cuando mis ojos estuvieron frente á los suyos, la sabia, con menos aplomo que de costumbre y un tanto balbuciente (nunca la había yo visto así), me dirigió estas palabras en las cuales advertí más ternura que rigor:
—Eres un pobrecito inválido del alma, y da pena abandonarte. Lo merecías por falso, por depravado, por tu desprecio de toda ley de Dios y de los hombres... Pero no se te abandonará. Si tu maldad es infinita, infinita es también la misericordia humana; quiero decir, que alguien que se ha propuesto salvarte lo ha de conseguir, aunque te pese á tí mismo.
Estas pedanterías me hicieron mejor efecto que otras veces, y oyéndolas como expresiones de afectuoso consuelo, las agradecí mucho. Así se lo manifesté. Mi prima tenía los labios secos, la vista un poco adormecida.
—No llevarás tu maldad —prosiguió, pasándome la mano por la cabeza— hasta el extremo de ahuyentar el ángel bueno que te persigue para salvarte... Comprenderás que te conviene entregarte á él en cuerpo y alma, someterte á su voluntad y á sus consejos, que serán, te lo aseguro, consejos de prudencia. Confíale todo lo que sientas y pienses, pues sólo así puede tu ángel bueno responder de tu salvación.
Todo aquello de las salvaciones, que María Juana traía siempre á cuento, se me figuraba áp. 265 mí cosa de comedia ó novela, mejor aún de ópera, pues todos los libretos están fundados en el quid de salvar el tenor á la tiple ó viceversa, y hay mucho de salvarmi non potrai... ó corro á salvarti. Pero en aquel caso no ví ni sombra de ridiculez en las salvaciones de mi prima, sino, por el contrario, un cierto espíritu de fraternidad, de cariño y hasta de unción religiosa.
La despedí muy cordial y agradecido; y ella, al partir, quejábase de amagos de aquella maldita neurosis que consistía en suponerse con un pedazo de paño entre los dientes... ¡Y un fatal instinto la obligaba á masticarlo! ¡Pobrecita!
Y aún ocurrió algo más que merece contarse. Otro día, en mi casa, observé en María Juana una jovialidad que no se armonizaba con aquel tupé suyo ni con la postura académica y teológica que había adoptado como se adopta un color ó un perfume. Noté en ella flexibilidad de espíritu, cierto prurito de hacer extravagancias. Dime á pensar en este fenómeno, y me ocurrió que la vida es un constante trabajo de asimilación en todos los órdenes; que en el moral vivimos, porque nos apropiamos constantemente ideas, sentimientos, modos de ser que se producen á nuestro lado, y que al paso que de las disgregaciones nuestras se nutren otros, nosotros nos nutrimos de los infinitos productos del vivir ajeno. La facultad de asimilación varía segúnp. 266 la edad y las circunstancias: en las épocas críticas y en las crisis de pasiones adquiere gran desarrollo. Raimundo hablaba también de esto, y lo expresaba de una manera gráfica diciendo:
—El alma es porosa, y lo que llamamos entusiasmo no es más que la absorción de las ideas que nadan en la atmósfera.
Pues bien: á mí se me figuraba ver á María Juana en una crisis de ánimo y propendiendo á asimilarse, en la medida de lo posible, las formas del carácter singularísimo de su hermana Camila. ¿En qué me fundaba yo para suponer esto? En que la ví como buscando ocasiones de hacer alguna travesura, y queriendo ser jovial con inocencia y maliciosa con aturdimiento. Pero era forzoso confesar que los resultados no correspondían al esfuerzo de la tentativa, y que el plagio no alcanzaba ni con mucho las alturas del insigne original. Sin embargo, vais á ver un hecho y á juzgarlo por vosotros mismos.
Habíamos charlado de varias cosas. Entre otras, me dijo:
—La gente de arriba está más calmada. Pero aunque el pobre chico parece no dudar de su mujer, tiene la centella en el cuerpo, y se ha vuelto suspicaz, escamón. En una palabra, hijo, que han perdido la inocencia, la confianza absoluta el uno en el otro, y se observan, se discuten y se temen.
Tuve que salir á la sala á recibir á Samaniego, con quien hablé como un cuarto de hora. Cuando volví á mi gabinete, poniéndome á firmar varias cartas-compromisos, sentí á María Juana trasteando en mi alcoba, haciendo algo que no pude comprender de pronto. Ello debía de ser alguna humorada,p. 267 porque la sentí reir. Atento á mis asuntos, no hice caso. De pronto la ví salir, y se despidió de mí conteniendo la risa que jugaba en sus labios. ¿Qué había hecho? También me sonreí y nos dijimos adiós.
¿Qué creéis que hizo? En cuanto fuí á mi alcoba me enteré de la travesura. ¡Se había puesto las botas de Camila, mis dulces prendas, y había dejado las suyas en el mismo sitio que ocupaban aquéllas y del propio modo que estaban colocadas! Confieso que me reí, pues el golpe tenía gracia.
Desde el día de la trapisonda no había yo vuelto á ver á Camila ni á su marido. Pero supe por casualidad que pensaban mudarse de casa. Acostumbraba yo, al salir de la mía á pie, pararme ante la obra de la finca de Torres en la Ronda de Recoletos, porque allí solía estar mi amigo vigilando los trabajos. Unas veces me le veía en la puerta; otras me saludaba desde un balcón. Ya el edificio, casi concluído, estaba en poder de estuquistas y papelistas. Un día me invitó á subir; enseñóme su principal, que era magnífico, y me dijo que lo pensaba decorar regiamente. Nunca ví á Torres tan entusiasmado, tan fatuo, ni con tan retumbantes proyectos de grandeza, lujo y representación. Su casa iba á ser la primera de Madrid: las cocheras eran cosa no vista; en muebles y alfombras no gastaría menos de veinte mil duros; pondría espejos en las mesetas de su escalera particular; grifos de agua en todas las alcobas; gas, por entendido, en todos los pasillos; el comedor se abría á una soberbia estufa, sostenida sobre pilaresp. 268 de hierro en el patio grande; la cocina era lo mismo que la del palacio de Portugalete; le mandarían de París unos tapices, que ni los de Palacio: en fin, que aquello era casa; lo demás... basura.
Hablamos también de inquilinos, y entonces fué cuando me dijo que los Miquis le habían pedido uno de los terceros.
—Se conoce que no quieren más cuentas con usted. ¿Y qué tal? ¿Estos pájaros pagan? Porque si no, les diré con buen modo que aniden en otra parte.
En un rapto de generosidad impremeditada, le contesté:
—Sí pagan; y si no pagan, aquí estoy yo para responder por ellos.
—Es verdad, hombre; no me acordaba de que es usted el caballo blanco... Pero se me ocurre otra cosa. ¿El señor de Miquis, con su armadura de cabeza, no me destrozará el techo de la casa?
Y rompió en una risa estúpida.
—No sea usted grosero —le dije sin disimular la cólera, y decidido á pegarle.
Recogió velas al momento, diciendo:
—No se enfade usted, amigo: es una broma; cosas que dice la gente... y que podrán no ser verdad; pero yo tengo una mala maña, y es que siempre las creo.
—Pues cree usted mil desatinos.
—Nada, si usted lo toma á mal, me desdigo.
No hablamos más del asunto. Desde aquel día se apoderó de mí la idea de romper el silencio con mis interesantes vecinos y dirigirme á ellosp. 269 con ánimo grande y decirles: «Vengo, queridos amigos de mi alma, á pediros perdón del daño que os he hecho.» No pude resistir mucho este deseo, y anunciéles mi visita; pero siempre me traía Ramón la mala noticia de que los señores no estaban. Comprendí que no querían recibirme, y, por fin, subí resuelto á todo: á entrar atropelladamente ó á que me despidiesen.
Una criada desconocida salió á abrirme: no quería dejarme pasar; pero ví á Constantino en la puerta de la sala ó comedor, y me colé diciendo:
—No sé á qué vienen estas comedias conmigo... Constantino, vengo á lo que quieras: á ser tu amigo ó á rompernos la crisma, como gustes. Pero no puedo vivir sin vosotros.
Él, desconcertado, no sabía cómo recibirme. No había dado yo cuatro pasos dentro del comedor, cuando ví aparecer á Camila por la puerta del gabinete, diciendo:
—¡Ah! ¿está aquí el tísico?... Maldita la falta que hacía...
—Vengo á pediros excusas... —les dije, turbado como no lo estuve en mi vida—. Y otra cosa. Me han dicho que pensáis mudaros. No lo consiento... ea, que no lo consiento. Desde este mes tenéis la casa de balde.
Camila estaba seria; mirábame con ojos de enfado. Por fin se dejó decir con ironía:
—Sí, porque nos hace falta tu casa... Este tipo también nos quiere hacer gorrones. Constantino, dile lo que te dije... No: pegar, no. ¡A dónde iría á parar el tísico si tú me le echaras la zarpa!...
—Este señor y yo —repliqué sentándome y buscando el sendero de las bromas para salir dep. 270 aquella situación— tenemos concertado un lance. Déjanos á nosotros, que nos entenderemos.
—¡Un lance!... Eso querrías tú para darte más lustre. Mi marido no se bate con momias, ¿verdad, hijo? Quería darte una soba en público... Decía que de este modo... ya entiendes; pero yo se lo he quitado de la cabeza.
—¿Es verdad esto, Constantino?
—Es verdad —replicó él con su sincera honradez.
La firmeza con que lo decía era un insulto; pero yo tenía que tragármelo, porque mi situación era muy delicada. Salir con susceptibilidades cuando iba á solicitar perdón y amistad, no podía ser. Quise que las inspiraciones de mi corazón me guiaran para salir de aquel atolladero, y mirándoles á entrambos, el alma en mis ojos, les dije:
—Queridos amigos, no he venido á reñir, sino á hacer paces con vosotros. Si para esto es preciso que me humille, me humillaré.
—No queremos amistades —aseguró Miquis con brutal energía.
—¿Pues qué queréis?
—Que nos deje usted en paz y se plante de la puerta afuera.
Lo dijo con insolencia, y me puse en guardia. Pero la justicia de su ira se me representaba con tanta claridad, que me entró no sé qué cobardía...
—Eso, eso —clamó mi prima con fiereza—. Que se plante de la puerta afuera.
—¿Pero sin oirme me condenáis?... ¿Tú también, Camila?
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—Yo la primera.
—Usted no puede ser nunca mi amigo —declaró el manchego, como se dice una frase aprendida—, ni aunque se me ponga de rodillas delante y me pida perdón...
Al decirlo miraba á su mujer como para recibir de ella la aprobación de la frase. Ella se la había enseñado.
—¡Qué atrocidades dices! —exclamé con afán.
—Ni aunque me pidiese usted perdón de rodillas.
—¿Y si lo hiciera...?
—Creería que me engañaba usted otra vez, como cuando se fingía mi amigo para poner varas á mi mujer.
—Bien, bien —gritó Camila, dando palmadas.
Aquello de las varas era improvisado, y por eso tenía ante el criterio de la esposa maestra un mérito mayor.
—¿De modo que no os dais á partido?
—Ni mi mujer ni yo queremos ninguna clase de relaciones con usted. Me parece que hablo castellano.
—¡Y tan castellano!
—Nada, hombre, que te quites de en medio —decía la ingrata, señalándome la puerta—. Que aquí estás de más.
Cuando la ví que me arrojaba de aquella manera, mi dolor fué horrible, porque, creédmelo, nunca la quise más, nunca la ví tan hermosa y adorable como en aquel lance, defendiendo de mí su hogar y su paz. Sentí mi boca más amarga que la hiel. Una de dos: ó fajarme allí mismo con el bruto, que de seguro, en tal caso, me anip. 272quilaría de un zarpazo, ú obedecer á aquel látigo de la honradez susceptible y marcharme huído, avergonzado, en la situación más triste, ridícula y poco airosa del mundo. Pero bien ganado me lo tenía. Decir cómo bajé las escaleras, me sería imposible. Al promedio de ellas me sentí acometido de uno de esos impulsos de maldad de que no se libran, en momentos críticos, ni las naturalezas más delicadas y bondadosas; vínome á la boca no sé qué espuma de sangre; me sentí ruin, villano y con ganas de hacer todo el daño posible. Mi amor propio, ultrajado y escupido, sugeríame venganzas soeces, de esas que se consuman á las puertas de las tabernas y de los garitos; y en aquel rato de frenesí, me puse al nivel de los cobardes ó de las procaces mujeres de las plazuelas. Como el calamar á quien sacan del agua escupe su tinta negra, así yo, encarándome hacia arriba, solté el chorretazo de mi rabia estúpida en estas palabras, que no sé si fueron dichas á media voz ó sólo pensadas: «¡Si estáis deshonrados...! ¡Si aunque queráis, no podéis quitaros de encima la piedra que os ha caído, pobres idiotas...!»
Felizmente, de estas abominaciones, producto momentáneo de estados instintivos en que casi se pierde la responsabilidad, arrepentíame yo pronto, conociendo y condenando mi propia infamia. Desde aquel día mi desatino tomó ya proporciones aterradoras. Todas las locuras quep. 273 yo había hecho antes y que puntualmente quedan referidas, eran razonables en comparación de las que hice después. ¡Qué días aquéllos en que Raimundo se me representaba como un modelo de cordura, asiento y respetabilidad! Se me iba la cabeza; se me desvanecía la memoria; olvidábame hasta de las cosas más importantes, y de nombres y cifras que me interesaban grandemente. Unas veces no podía apartar del pensamiento la idea de mi próxima muerte, y la deseaba; otras entrábame un flujo tal de proyectos, que me volvía tarumba, dándoles vueltas de noche en mi cerebro, mientras mi cuerpo las daba en la cama, sin poder gustar ni un sorbo de sueño. Entre estos proyectos los había financieros y amorosos, todos girando sobre el eje de mi desesperada pasión por Camila. Completamente ebrio, me decía: «La época de las barbaridades ha llegado. La sorprendo, la robo, la amarro, la meto en un coche y me voy á América... Enveneno á Constantino, ó le asesino por la espalda, ó le emparedo...» Estos disparates eran los puntos rojizos que estrellaban la negra bóveda de mis insomnios. Por las mañanas, el más insignificante suceso me producía fuertes emociones, ora dulces, ora amargas. Ver subir á la criada de los Miquis con la cesta de la compra bien repleta, me hacía cosquillas en el espíritu. Oir desde mi casa el piano del tercero, me ponía en estado de echarme á llorar. Por las noches, cuando entraba en casa, observaba si había luz en la de ellos. Si salían, me clavaba en mi balcón hasta que les veía perderse en las sombras de la calle ó meterse en el Rippert.
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Aunque no les visitaba, ni podía intentarlo después que tan ignominiosamente me echaron de su casa, á mí llegaban noticias suyas por diferentes conductos. El mismo Augusto Miquis, á quien llamé para consultarle como médico, me solía decir cosas que me interesaban profundamente. Ambos consortes estaban furiosos contra mí. Para Constantino era yo un traidor infame, ladrón de ganzúa, no de puñal, que es más noble. Tras horrorosas dudas, el pobrecillo había recobrado la fe ciega en su mujer; pero la acusaba de haber hecho misterio de mis solapados ataques. Camila había callado por prudencia. Conociendo el genio pronto, la brutalidad pueril y las exaltaciones justicieras de su marido, temía el escándalo y los disgustos consiguientes.
—Constantino es un inocentón macizo —me dijo Miquis—; no tiene idea del mal; hay que metérselo por los ojos para que lo vea. De niño era ridículo por sus ingenuidades; adolescente, no servía para nada. A golpes se consiguió de él que siguiese una carrera. Se casó cuando su propia candidez le encenagaba en los vicios de la tontería, esos vicios que no dañan el alma y son como la suciedad, que con el agua se limpia. Camila le ha lavado, y hoy es todo oro de ley, mal labrado, pero fino. En su trato hay que evitar los encontronazos, porque tiene unos ángulos que cortan. Es un bloque de honradez y nobleza, con nociones radicalísimas y cardinales del bien y el mal. No entiende de medias tintas, ni de componendas, ni de estira y afloja. Para él, lo que no es superior es ínfimo; moral bárbara si se quiere; pero yo pregunto: ¿no esp. 275 ésta la moral de los tiempos en que los hombres supieron hacer cosas grandes, que no se hacen ahora?... Usted era antes para él el mejor de los amigos; ahora es una víbora, un animal venenoso. Mi hermano no transige: su tosquedad le mantiene un tanto alejado de la región de las ideas, y me alegro, porque si se le antojara tenerlas políticas, sería ó el socialista más fogoso ó el carcunda más feroz. Yo procuro traerle á los términos medios; pero es inútil. Es que no sabe, no puede; su inteligencia no percibe sino lo gordo, lo elemental, la pepita nativa de las ideas. Sus sentimientos son lo mismo: siente mucho y fuerte, como los niños y los poetas primitivos.
Por otras conversaciones que con Augusto tuve, comprendí que Camila no había podido quitarle á su asno de la cabeza aquello de darme una pateadura en público. Sí: era preciso que mi traición no quedase sin castigo. Nada de duelo, que es una papa. Bofetada limpia y palos. Yo no merecía ser tratado de otro modo. Y era indudable que Camila estaba disgustada. Aquella contienda sobre si yo debía ser apaleado ó no, fué la primer desavenencia de su hogar. Severiano también me habló de esto seriamente, recomendándome que tuviese cuidado. Y entonces todo lo varonil resurgía en mí, y hacía yo propósito de enseñar á aquel bruto cómo arreglan los caballeros sus cuentas de honor.
Pero como él era un Hércules y yo me había quedado sin fuerzas para estrangular á un pollo, debía prepararme á resistir su agresión por los medios más adecuados, haciéndome acompañarp. 276 de un buen revólver. En cuanto le viera venir á mí con ademanes hostiles, le metía seis balas en el cuerpo, y á vivir.
Transcurrían días; yo me le encontraba algunas veces en el portal ó en la calle, y pasaba junto á mí sin mirarme. ¿Por qué no me atacaba? Por María Juana supe que no quería ajustarme las cuentas mientras fuera mi inquilino.
—¡Qué delicados están los tiempos! —dije—. ¿Y por qué no se muda de una vez?
Era que la casa de Torres estaba aún un poco húmeda, y esperarían á Julio. «Pues si tan largo me lo fías —pensé, metiendo el revólver en un cajón de la mesa—, no quiero llevar más este chisme peligroso.» Y no volví á sacarlo.
También entendí (todo se sabe) que la calumnia que pesaba sobre ellos les daba no pocos disgustos. A Camila le hicieron algunos desaires las de Muñoz y Nones. Medina había dicho á su mujer, tratándose de invitarla á una comida, que no quería prójimas en su casa... Por consecuencia de esto, viéronse alguna vez cargados de nubes los cielos de aquella alegría espléndida. La borriquita lloraba á ratos, sola ó delante de Constantino, y á éste le entraban tales furores de venganza, que Camila se violentaba por restablecer la paz. Eran sin duda menos felices, porque eran menos inocentes; ambos sabían algo más de la malicia humana; sin ser pecadores, habían probado las amarguras de la sospecha, la manzana apetitosa é indigerible, y de buenas á primeras se habían avergonzado de la desnudez de su inocencia. Creyeron que el mundo era esencialmente bueno, y de prontop. 277 salíamos con la patochada de que estaba lleno de picardías, de asechanzas, de trampas armadas entre las hojas verdes, de abismos revestidos de flores. Había que andar por él con mucho cuidado, midiendo las acciones, las palabras, y tapándose bien. Los antes descuidados y aturdidos habían de vivir ahora precavidísimos, atentos al más leve rumor, súbditos del inmenso y despótico imperio de la opinión.
Pues bien: todo este mal venía sobre mi propia conciencia. Pensad cuánto me lastimarían peso y dolor tan grandes, añadidos á los de mi pasión loca y al estado de desaliento en que me encontraba. No me preguntéis qué hice, en orden de negocios, en aquella cruel temporada. Fuera del préstamo gordo que hice á Severiano con garantía hipotecaria de su finca las Mezquitillas, ¿en qué me ocupé? Creo que yo mismo lo ignoraba, y á no ser por las consecuencias, seríame muy difícil dar aquí cuenta clara de mis operaciones. Varias veces en la Bolsa pronunciaba los sacramentales doy y tomo, sin saber ni lo que daba ni lo que tomaba. Barragán me dijo que era preciso ponerme curador, y creo que no le faltaba razón. La liquidación de Mayo me había sido favorable, y alentado por el éxito me enfrasqué á mitad de Junio en combinaciones un tanto arriesgadas. Samaniego no pudo publicarlas, porque eran de tal cuantía mis compras, que hubiera tenido que aumentar considerablemente su fianza; mas yo no veía ya los peligros que en otras épocas viera: habíame vuelto temerario y despreocupado como los aventureros y agiotistas más audaces. Que perdía... ¿y qué?p. 278 De nada me servía ya el dinero si estaba seguro de morirme pronto. Yo no tenía hijos ni herederos directos á quienes dejarlo. Si ganaba, mejor; pero el perder, que tanto me asustaba antaño, érame ya punto menos que indiferente.
Sentíame muy mal, agobiado, decaído, sin fuerzas para nada, la memoria padeciendo horribles eclipses, la inteligencia envuelta en nieblas, la palabra muy torpe. Aquel módulo que me había enseñado Raimundo para ejercitar los músculos de la lengua, se me olvidó un día. No sé pintar lo que me atormentaba el no poder recordarlo, y los esfuerzos que hice para traer á mi mente aquellas palabras que se me habían ido, como pájaros escapados de su jaula. Todo inútil: tuve que llamar á Raimundo y rogarle que me lo repitiera.
—¿Qué, hombre?...
—La matraca, hijo; la recetita aquélla del triple trapecio.
Y me la dijo, echando chispas, y la escribí para que no se me volviera á olvidar.
Os reiréis; pero bien comprendo que no es para menos. Abría mi correo con indiferencia, y de algunas cartas apenas me enteraba. Gran violencia de atención tuve que hacer para apechugar con una de las Pastoras; pero como en ella me hablaban de intereses, no había más remedio que tomarlo con calma. Decíanme que se les había presentado ocasión de colocar en Sevilla, con sólida garantía y muy buen interés, el dinero que habían depositado en mí para que yo lo incorporara á mis negocios. Alegréme de esto, porque me libraba de una responsabilidadp. 279 más, y les contesté que dispusieran de ello cuando gustasen. Yo giraría á su orden, á menos que no tuviesen ellas proporción para hacerlo á mi cargo desde Sevilla. Respondieron á vuelta de correo que Tomás de la Calzada se encargaba de darles su dinero, girando á mi cargo. Me pareció muy bien, y liquidé con mis ilustres amigas, pasándoles extracto de la cuenta de beneficios para que el banquero de Sevilla los añadiera á la suma por que se había de hacer el giro.
A mi tío le devolví también unas quince mil pesetas que me había entregado con el mismo objeto que las Pastoras. No quería ya hacerme cargo de capitales ajenos. A Morla, de quien tenía diez mil duros, le anuncié también mi propósito de devolvérselos, y él, sintiéndolo mucho, me rogó que se los diese á Trujillo. La soledad horrible de mi vida me iba acorralando cada vez más, poniéndome fosco y encariñándome con la fea muerte. Y para que se vea qué extensiones y qué horizontes nos ofrece la miseria humana, aún encontré un hombre que parecía más desesperado que yo. Este hombre era mi tío Rafael, que ya no hablaba, ni iba de caza, y sus ojos, más que fuentes, eran una traída de aguas, y había envejecido diez años en tres meses, y estaba como chocho, con manías y mimosidades pueriles. La diátesis de familia se cebaba en él en aquella evolución postrera. Estaba suspendido todo el día, y no se atrevía á salir á la calle porque el suelo era siempre poco para él. A ratos se le antojaba ser una de esas figuras de yeso que venden los italianos de santi boniti barati, y creía ser llevado por la calle en el borde dep. 280 una tabla, mirando á dos varas de sus pies el suelo en marcha, y él quieto, siempre en la orilla de la tabla, inclinado para caerse y sin caerse nunca. ¡Qué suplicio! Su mujer le consolaba algunas veces; pero otras le reñía, enfadándose de verle dominado por una tontuna tan contraria á la razón. No hubo desde entonces en el ánimo de mi tío nada secreto para mí, ni pesadumbre que no me confiase. Se vació todo, sintiendo no poco alivio. Entre otros disgustos, el más hondo y atormentador era que aquella loca de Eloísa se había tragado lo poco que él tenía para vivir. Presentósele un día gimoteando; ofrecióle buen interés y devolución pronta, y él fué tan simple que... Por fin había logrado arrancarle una parte de la deuda y promesas del resto.
—Aquí me tienes —añadió á lágrima viva—, en el fin de mi vida, expuesto á que el día de mañana tenga que pasar por el sonrojo de pedir un asiento en la mesa de cualquiera de mis yernos... Esto después de haber trabajado como un negro durante cuarenta años... ¡Pero es mucho Madrid éste!...
Quería llevar más adelante aún sus pruebas de confianza. Levantóse del asiento para atrancar la puerta, y cuando estuvo seguro de que nadie nos oía, me dijo con voz cautelosa:
—Para que lo sepas todo, hijo... La causa de que al fin de la jornada nos encontremos tan desguarnecidos, es que esta pobre Pilar no me ha ayudado maldita cosa. Nunca supo más que gastar y gastar. ¿Ganaba yo mil? Pues ella á darse vida de mil y quinientos. Apretaba yo, y conforme me veía apretando, saltaba ella á losp. 281 dos mil. De este modo, ¿qué quieres que resulte? Miseria, vejez triste, y que le mantengan á uno sus yernos poco menos que de limosna. Me preguntarás que dónde han ido á parar mis ahorros. Derrama, hijo, tu imaginación por los teatros de esta pequeña Babel, por sus tiendas, por sus increíbles y desproporcionados lujos, y encontrarás en todas partes alguna gota de mi sangre. Dirás que me faltó carácter, y te responderé que ahí está el quid. Es el mal madrileño; esta indolencia, esta enervación que nos lleva á ser tolerantes con las infracciones de toda ley, así moral como económica, y á no ocuparnos de nada grave, con tal que no nos falte el teatrito ó la tertulia para pasar el rato de noche, el carruajito para zarandearnos, la buena ropa para pintarla por ahí, los trapitos de novedad para que á nuestras mujeres y á nuestras hijas las llamen elegantes y distinguidas, y aquí paro de contar, porque no acabaría.
Mi tío había perdido en los tristes meses de su rápido decaimiento algunas piezas importantes de su hermosa dentadura, y por aquéllos en mal hora abiertos portillos se le iban las efes, las zetas y otras letras mal avenidas con la disciplina de una correcta pronunciación. Como meneaba bastante las manos al hablar, parecíame que quería coger al vuelo las letras fugitivas para traerlas á su obligación. Hechas las confidencias que acabo de mentar, ya no se paró enp. 282 barras mi lacrimoso tío.
—¿La ves, la ves? —me dijo aplicando sus labios á mi oído, á punto que Pilar salía, después de pasar por delante de nosotros muy emperejilada—. A sus años, no piensa más que en componerse, y en si se llevan ó no se llevan tales cosas... Ya te llevaría yo derecha, si tuviese ahora veinticinco años como cuando me casé... ¿Y por qué me casé? preguntarás. Porque Pilar me tiranizó con su elegancia y sus tirabuzones á lo Adriana de Cardoville. Yo era entonces dandy, y te lo diré en confianza, uno de los más tontos de aquella hornada. Mi sueño era que á mi mujercita la citaran los periódicos que hablan de bailes y recepciones, y que nos cayera mucho dinero por herencia ó por negocios, para hacernos marqueses, dar bailes, tés y meter bulla... ¡Trabaje usted para esto! Los cuartos no parecen... afanes, quiero y no puedo, espíritu de imitación, y estirémonos mucho para llegar, sin llegar nunca... ¡Ay, qué vida, hijo; qué brega! ¡Hemos llegado á viejos, fatigados de tanto estirón, sin una peseta! Mi mujer no ve estas cosas; yo sí: he abierto los ojos, ¡á buenas horas! y ella continúa tan topo como siempre.
Creí ver en aquel excelente hombre algo de exaltación. Los disgustos habían quebrantado tal vez su cerebro, y todas las perradas que decía de la compañera de su vida eran demencia ó quizás chochez, estados ambos que en tales alturas no habían de tener ya remedio. Desde que esto advertí, hallaba en su compañía más agrado que en la de otras personas en el pleno uso de sus facultades. Me divertía oirle echar pestes dep. 283 su matrimonio, y poner en solfa los perifollos de la pobre Pilar. Además de esto, me impulsaban hacia él la idea de que era aún más desgraciado que yo, y el deseo de consolarnos mutuamente. Debo decir, entre paréntesis, que los principios morales de mi tío eran harto endebles, y bastábame esto para comprender las consecuencias dolorosas de su falta de carácter y para hallar justificadísimas las desventuras de que se quejaba. Jamás sorprendí en él ni el más ligero vislumbre de indignación contra mí por los tratos que tuve con su hija. Esto sólo nos le traza de cuerpo entero, y sirve como para completar la pintura, hecha por él mismo, de aquella indolencia, de aquella enervación moral que habían sido los contornos más expresivos de su carácter durante una larga vida matrimonial y matritense.
Y sigo diciendo que me aficioné á la compañía de aquel buen hombre, por cierta consonancia que entre él y yo encontraba. En cada uno de los dos había una cuerda que respondía con simpáticos ecos á las ideas del otro. O ambos estábamos igualmente idos de la cabeza, ó éramos tan chocho el uno como el otro, y por ende igualmente pueriles. De esta compañía salió el consuelo para entrambos: éramos dos columnas caídas que nos dábamos mutuo apoyo. Con cualquier sandez que él contara me tendía yo de risa, y yo no tenía más que abrir la boca para verle reir á él. Yo le buscaba y él me buscaba á mí. Nos íbamos de paseo, á ver gente y tipos y reirnos de ellos, encontrando placer vivísimo en la sátira social que sin cesar afluía de nuestros inocentes labios. Enlazados nuestros brazos, porquep. 284 mi buen tío tembliqueaba un poco y yo no estaba muy seguro de piernas, nos íbamos por las calles principales, ó bien al Prado y Retiro, con mi coche detrás, para meternos en él cuando nos cansáramos. Por las noches nos metíamos en los teatros de funciones por horas, porque los dramas y comedias serias nos apestaban. Lo que don Rafael se divertía con las piezas cómicas no es para contado. Reía á carcajadas, y los chistes menos agudos le hacían impresión atroz. Sus sensaciones eran completamente infantiles; sentía como los seres que empiezan á vivir. Noté una noche que á mí también me hacían gracia los sainetes, pero mucha gracia, y que me daban ganas de alborotar como un chico. «¡Si estaré yo tan lelo como este pobre hombre!» me decía. Pero ¡ay! cuando me quedaba solo y me metía en mi casa, entrábame una tristeza tal, que hacía proyectos absurdos de aislamiento y hasta de suicidio.
En Eslava nos tropezamos con mi tío Serafín, que se nos unió, y desde aquella noche fué de nuestra partida. A la mañana siguiente fuimos los tres juntos al relevo de la guardia, y seguimos á un regimiento al compás de la música. Mi tío Serafín confesaba con encantadora ingenuidad que él tenía que contenerse para no ir delante de las cornetas, en el tropel de inquietos y entusiastas muchachos. No paraban aquí nuestras puerilidades, pues nos sentábamos los tres en los puestos del Prado á beber un vaso de agua con anises, y cuando en cualquier calle pasábamos por junto á una obra en que estuvieran subiendo un sillar, nos deteníamos y no abandonábamosp. 285 el plantón hasta ver la piedra en su sitio. Don Serafín era inspector de construcciones, y nos daba cuenta del estado de todas las de Madrid, así públicas como particulares.
Dicho se está que pasábamos un rato junto á la jaula de los monos en la Casa de Fieras, y que le hacíamos la visita de ordenanza al león. Otras veces tirábamos hacia la Cuesta de la Vega, á ver el viaducto por arriba y por abajo, ó á formar en el apretado corrillo de espectadores que presencian el juego de la rayuela en las Vistillas. Eramos los tres tristes triunviros trogloditas de la cencerrada de Raimundo. Pero lo más salado de nuestros paseos era cuando el tío Serafín guipaba á una criada bonita. Veíamosle todo carameloso y encandilado, avivando el paso y queriendo que lo aviváramos también nosotros.
—¿Habéis visto?... ¡Qué mona!... ¿No reparásteis qué ojos me echó?
Y seguíamos tras la fugitiva, hasta que la perdíamos de vista.
—¡Buen par de pillos sois! —decía mi tío Rafael, dejándose llevar, renqueando—; ¡pero qué pillos! Este Serafín es de la piel del Diablo... No perdona casada ni doncella...
Para distraerles á ellos y distraerme yo, les llevé algunos domingos á los toros. Tomaba un palco, y nos metíamos en él los tres, con más algún otro amigo. Mi tío Rafael se entusiasmaba con todos los incidentes de la lidia, y de sus ojos salían ríos. Serafín no hacía más que guipar á derecha é izquierda, buscando las caras bonitas. En la Plaza fué, bien lo recuerdo, donde Severiano me dió la noticia de que el Marqués de Flandes se había declarado también huído.
—¿Ap. 286 qué me vienes á mí con esos cuentos? ¡Ni qué me importa á mí!...
Pero aunque yo no quería saber nada, me contó la anécdota del día. No era preciso bajar mucho la voz, porque don Rafael, entusiasmado con su homónimo Lagartijo, no oía lo que en el palco se hablaba.
—Pues sí: Manolo Flandes ha salido para Francia con las manos en la cabeza, dejando muchos créditos sin pagar. La pobre Eloísa se encuentra otra vez en las uñas de los ingleses, y me temo que de esta vez me la han de ahogar de veras... Apencará al fin por Sánchez Botín, uno de nuestros primeros reptiles, y sin género de duda el primero de nuestros antipáticos...
Mandéle que se callara. A la salida de la Plaza nos encontramos á Sánchez Botín, que vino á saludarnos. Debí estar grosero con él. Era un hombre que me repugnaba lo indecible; odiábale sin saber por qué, pues jamás me hizo daño alguno. Era, sin género de duda, lo peorcito de la humanidad. Si hay seres que nos dan á entender nuestra afinidad con los ángeles, aquél nos venía á revelar el discutido y no bien probado parentesco de la estirpe humana con los animales. Viéndole y tratándole, me entusiasmaba yo con el Transformismo y me volvía darwinista, sin que nadie me lo pudiera quitar de la cabeza... Luego nos encaramos con Torres, que se vino á mi coche... Otro animal, pero inteligente y, si se quiere, simpático. Aquella tarde le ví más soberbio, fachendoso y soplado que nunca, vendiendo á todos protección, hablando muy alto con grosera petulancia. Me convidó á comer; mas no acepté. Prefería divertirme con mis queridos viejos nip. 287ños, y nos fuimos á un restaurant, donde estuvimos hasta la hora de irnos á Lara. Mi tío Rafael se durmió en el palco como un bendito. Su hermano también tenía sueño; pero con aquello del guipar se despabilaba...
—Nada, nada —les dije, al fin de la pieza—: un huevecito y á la cama.
Aquella chochez prematura en que me encontraba habría durado mucho tiempo sin los sacudimientos que tuve en los últimos días de aquel mes. Fueron como latigazos que me despertaron, volviéndome á la vida normal y razonable. Medina, á quien encontré en la calle de Carretas una mañana, me dijo:
—Si el Perpetuo se hace á 60 á fin de mes, como creo, liquidaremos admirablemente. Por esta vez, ese perdonavidas de Torres no pondrá una pipa en Flandes, como dice Barragán.
Aquella tarde volví á la Bolsa. Corrían voces de que la liquidación del mes sería peliaguda, y estábamos á 28, víspera de San Pedro. El Perpetuo, que el 15 había estado por debajo de 59, se sostenía en 59,75, con tendencias á ponerse en 60. Partiendo del Principio aseguraba que le veía en 60,20, y Medina, ocultando su complacencia con la máscara de una frialdad estudiada, afirmaba lo mismo. El 30 se notaron violentísimos esfuerzos por producir una baja, pero sin resultado. París venía firme, y aquí abundaban las órdenes de compra. Torres se descolgó aquel día más risueño que nunca, tuteandop. 288 al lucero del alba, echando el brazo por encima del hombro á sus amigos de éste y el otro corro. El 31 no le vimos; Medina y Cecilio Llorente se secreteaban. Este había hecho con Torres una gran jugada, de la que resultó que habiendo quedado el Perpetuo á 60 en cifra redonda, Gonzalo tenía que abonarle, por diferencias, más de un millón de pesetas. Yo perdía con el mismo Cecilio y otros unas setecientas mil; pero Torres me había de dar á mí doscientos mil duros. Era el mayor pellizco que yo había tenido entre mis uñas desde que andaba en aquellos trotes.
El 1.º de Julio, día de liquidación, fuí al Bolsín, en donde me encontré á Medina, que hablaba con Cecilio Llorente con cierto misterio. Mandáronme que me acercara, y á las primeras palabras que les oí vislumbré que no estaban tranquilos. El cobrador de Torres, un tal Rojas, no parecía; pero lo más grave era que tampoco estaba Samaniego, nuestro agente.
—¿Quién liquida por Torres? —gritó Llorente con todo el registro de su gruesa voz.
Silencio en las mesas. Al fin vimos llegar á Samaniego, el cual, por más que quiso disimularlo, traía en su rostro algo que no nos gustó. Díjonos que había visto á Torres la noche antes, y que no se había mostrado muy inquieto por las dificultades de su liquidación.
—Liquidará pasado mañana, lunes ó el martes —aseguró al cabo—. Lo tengo por indudable. Es que le coge una porción de millones de reales, y por bien que le vaya, siempre necesita un día ó dos para prepararse.
Por la tarde vino Medina á mi casa, y me dijo que estuvo en la de Torres y que había observap. 289do allí algo de tapujo. El criado no quiso abrirle, diciendo por el ventanillo que su señor había salido. Por fin abrieron, y la señora tampoco estaba en casa.
—Es raro —observó Cristóbal pensativo—, porque en ocasiones semejantes Gonzalete ha sabido dar la cara y pedir las prórrogas con la frente alta.
Acordéme de que mi operación no había sido publicada (era la primera que hacía en estas condiciones de informalidad), y me corrió un poco de frío por el espinazo. Mis distracciones, mis chocheces, la exaltación enfermiza de mis pensamientos amorosos, tenían la culpa de aquel lance. «Esto sólo le pasa á un anémico,» fué lo primero que se me ocurrió. Pero aún esperaba una solución feliz, pues si en asuntos del corazón dominaba en mí el más negro pesimismo, en negocios era cada vez más optimista y todo lo veía transparente y rosado. Tranquilicé á Medina; pero él no las tenía todas consigo.
Y por fin saliste de la serie tenebrosa del tiempo, día 2 de Julio, el más horrible y ceñudo de los días nacidos, á pesar de decorarte con toda la gala de la luz y cielo de Madrid. Me acuerdo que fué uno de esos días en que esta Corte parece que despide centellas de sus techos, de sus agudos pararrayos, de las regadas berroqueñas de su suelo, de los faroles de sus calles, de las vitrinas de sus tiendas, y de los siempre alegres ojos de sus habitantes. Salí de mañana á dar una vuelta por el Retiro y á ver el vigoroso claro-obscuro de aquellos árboles cuyo verde intenso parece que azulea, á mirar este cielo que de tan azul parece un poco verde. Quise recrearme en aquella placidez matutina, oyendo los toques de misa, quep. 290 suenan como altercado aéreo entre torre y torre, disputándose los fieles; viendo á las devotas madrugadoras que de las iglesias salen con su librito en una mano y en otra las violetas ó rosas que han comprado en la puerta; atendiendo al vocear soez y pintoresco de los vendedores ambulantes. Cuando regresé, ya se oían algunos de esos pianos de manubrio que son la más bonita cosa que ha inventado la vagancia. Dan á Madrid la animación de una tertulia ó baile de cursis, en que todo es bulla, confianza, ilusión juvenil, compás de habaneras y polkas, sin que falten tactos atrevidos y equívocos picantes. Estos pianos, el toque de las esquilas eclesiásticas, que tañen todos los días y los domingos atruenan; el ir y venir de gente que no hace más que pasear, y otros mil perfiles característicos de un pueblo en que toda la semana es domingo, eran para mí la expresión externa del vivir al día y de esa bendita ignorancia del mañana sin la cual no hay felicidad que sea verdadera.
Y en aquel caso el mañana era para mí de importancia grandísima. A pesar de los pesares, no estaba yo muy inquieto y confiaba en que liquidaríamos pronto sin dificultad. Habíame sentado tan bien el paseo, que hasta apetito tenía, cosa muy rara en mí. Pero cuando entré en mi casa, ¡Dios mío lo que me esperaba! Era María Juana, desconcertada, impaciente. Encontrémela en mi gabinete, y desde que la ví, entróme un miedo que no sé definir. Echóme los brazos al cuello, y me apretó mucho. Sus labios estaban secos, su frente parecía una placa de bruñido marfil, su voz temblaba al decirme:
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—Me vas á probar ahora que eres valiente.
—¿Y cómo? —le pregunté sin serlo, pues se me abatieron los ánimos.
—Soportando la mala noticia que te voy á dar. No he querido que lo supieras por otro conducto... Quería yo darte esta prueba de amistad, y que me vieras compartiendo tu desgracia... Aún hay esperanzas; aún puede ser...
—Dímelo de una vez... No me mates á fuego lento. Ese...
—Lo has adivinado... ¡Ah! Se me figura que en mi frente traigo escrito: Torres... Es un trasto. Anoche ha desaparecido de Madrid.
Declaro sin vanidad que no me quedé tan aterrado como parecía natural. Recibí sereno el golpe, y no ví la cosa enteramente perdida.
—Pero hay de qué echar mano. Tiene fincas...
—¡Ay! ¿Tu operación fué publicada? Creo que no. La de Medina sí. ¿En qué estabas pensando? Las pérdidas de Medina no son grandes, y él espera sacar algo. Tú pleitearás... ya sabes lo que son los pleitos.
Al oir esta palabra fatídica, pleito, fué cuando me sentí realmente acobardado. Se me arrugó el corazón y pasóme un velo negro por delante de los ojos. Me senté. Mi prima me puso su mano blanda en la frente, y se lo agradecí de veras, porque recibí en ello un gran consuelo.
—Hay que llevarlo con paciencia —dije besándole la mano—. Estas son las resultas de... Cabeza trastornada, bolsa escurrida... Hija mía, el amor es muy mal negociante.
—Todavía, todavía no debes darte por perdido en este asunto —dijo ella interesándose vip. 292vamente por mí—. ¿Cuánto das tú por diferencias?
—Unos ciento cuarenta mil duros.
—¿Cuánto te tenía que dar Torres á tí?
—Espelúznate... ¡Doscientos mil!
Después que estas dos cifras vibraron en el aire, hubo un largo y lúgubre silencio, durante el cual las cifras parecían seguir vibrando. ¡Oh, Dios! todas mis aritméticas habían venido á parar en aquel cataclismo... y los números ¡ay! eran el alfanje que me segaba el cuello.
María Juana, compadecida, no quería dejarme entregado á la desesperación, y acompañando sus palabras de entrañables caricias, me dijo:
—Ahora vendrás conmigo... no quiero dejarte solo. Cristóbal te espera; él me mandó que viniera á darte la noticia, y que te llevara á casa para acordar entre los dos lo que debéis hacer. También irá Cecilio Llorente, que coge el cielo con las manos.
—¿Pero estás tú segura de que Torres ha desaparecido, ó es suposición...?
—¡Ah! hijo mío, sobre ese particular no tengas duda. La pobre Paca ha estado en casa llorando como una Magdalena. ¡Infeliz mujer! Gonzalete escribió una carta en que dice que no puede pagar. Sólo ha dejado unas pocas Cubas, un talonario del Banco y lo que había en la casa...
—No le dejaremos ni una astilla...
—¡Oh! —exclamó María sin poder evitar que una chispa de júbilo cruzara por su rostro—, lo que es ahora el espejo biselado irá pian pianino caminito de mi sala... Vámonos, vámonos; serénate, y se procurará que el mal, ya que no puep. 293da evitarse, sea la menor cantidad de mal posible. La vida humana tiene estas caídas; pero también ofrece grandes consuelos donde menos se espera. Yo no soy pesimista; creo en las reparaciones providenciales, y al dolor lo tengo por una sombra. ¿Existiría si no existiera luz?
Tanta sabiduría me habría quizás entusiasmado en otra ocasión. En aquélla, tristísima, sonaba en mis oídos como el ruido de una lluvia importuna, de esas lluvias que se inician cuando vamos muy bien vestidos por la calle, y además hacen la gracia de cogernos sin paraguas.
Todo lo que hablamos aquel día Medina, Llorente y yo, subsiste en mis recuerdos de un modo caótico. Imposible determinarlo ahora. Sólo puedo sacar de aquella nebulosa jirones sueltos, palabras é ideas desgarradas, con las cuales me sería difícil componer un inteligible discurso... Samaniego, la fianza de Samaniego... ¿En dónde estaba Samaniego?... ¿Huído también?... Acción judicial... unas operaciones publicadas, y otras no... la casa de la Ronda... Si Torres se presentaba, esperanzas de arreglo, aunque todos renunciáramos á la mitad de nuestro crédito; si no... ¡Ah! Gonzalete no podía acabar en bien... Y vuelta á la casa de la Ronda, á la fianza de Samaniego... á la honradez de Samaniego que se tenía por indudable.
Lo que sí recuerdo bien es que, como yo dijerap. 294 que al día siguiente vendería mis obligaciones de Osuna, ambos me miraron, quedándose pasmados y con la boca abierta.
—¿Pero no vendió usted sus Osunas? —gritó Medina persignándose—. Hijo mío, ahora sí que ha hecho usted un pan como unas hostias.
Volví á sentir el frío aquél por el espinazo.
—Pero usted está ido, amigo mío —observó Llorente—; permítame que se lo diga.
—Esta es la más negra —murmuró Medina, rascándose la oreja—. ¿Pero no le dije á usted?...
—Perdone usted: á mí nadie me ha dicho nada.
—Perdone usted...
—Hombre, que no.
—¡Dale! Se lo dije á usted el mes pasado, yendo juntos á Bolsa en mi coche. Se lo volví á decir el jueves por la noche, cuando me le encontré en la calle del Arenal en compañía de mi suegro y su hermano Serafín. Le llamé á usted aparte y le dije: «Venda sin perder un momento las Osunas... corren malos vientos.»
En efecto: vino á mi memoria el hecho que Medina afirmaba. Me lo había dicho, sí; pero yo, completamente ido, según ellos, y con el cerebro como una jaula, de la cual se me escapaban las ideas en figura de mosquitos, no había vuelto á pensar en semejante cosa.
—¿Pero qué hay con las Osunas?... —pregunté ansioso.
—Ahí es nada: un bajón horrible.
—Ayer las ofrecían á 55, y nadie las quería.
—Mañana las darán á 30, y será lo mismo.
—¿Pero qué hay?
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—Un lío de mil demonios. Que ha desaparecido de la noche á la mañana la garantía territorial. ¡Ay, Jesús, qué hombre éste! Hace días se empezó á susurrar; pero hoy lo sabe todo el mundo. ¿No ha ido usted esta semana al escritorio de Trujillo?
—No.
—¿Ni al Bolsín?
—Tampoco.
—¿Ni al Círculo de la Unión Mercantil?
—Tampoco.
—Pues entonces, ¿á dónde ha ido usted, hombre de Dios, y qué ha sido de su vida?
Dióme vergüenza de contestar la verdad, que era ésta: «He estado en la Casa de Fieras del Retiro, en el relevo de la guardia de Palacio, y por las calles viendo subir sillares á las casas en construcción.» El maldito amor habíame trastornado el seso, sembrando en mi cerebro un berenjenal. Las berzas del idiotismo, no las flores de la exaltación poética, eran lo que en mi caletre nacía. Cuando me retiré de allí, deseando la soledad para entregarme á la meditación de mi desgracia, para chocar alguna idea con otra y sacar un poco de luz, María Juana salió á despedirme, y me secreteó esto, cariñosamente consternada:
—Pero tú estás sorbido... ¿no te acuerdas? El viernes, cuando nos vimos, ¿sabes?... te dije que vendieras las Osunas si las tenías... Yo había oído ciertas conversaciones. ¿Es posible que no te hicieras cargo? ¿Qué grillera tienes dentro de esa cabeza?
—No sé... déjame... creo que estoy loco.
—¿Pero no lo recuerdas?
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—Sí: me acuerdo y no me acuerdo... No sé... déjame... ¡Lo que á mí me sucede!...
Salí de aquella casa como alma que lleva el diablo, y me metí en la mía, zambulléndome de golpe en mi soledad, lago turbio de tristeza, miedo y desesperación. Tiempo hacía que yo apenas dormía; pero aquella noche, cosa en verdad muy extraña, apenas me arrojé sobre mi cama, vestido, quedéme dormido como un borracho. Ello debió durar una hora nada más; fué sueño estúpido, sedación repentina y enérgica de los encabritados nervios. Luego desperté como quien no había de volver á dormir en toda su vida. ¡Despierto para siempre! Tal fué la sensación de mi cerebro y mis párpados. Y era temprano: las diez apenas. Oí el piano de Camila que sin duda tenía tertulia de parientes. ¡Oh, qué atroz envidia me inspiró aquella casa!... ¡Cuánto habría dado por poder subir, penetrar y decirles: «Aquí vengo á que me queráis, á que seamos buenos amigos! Estoy arruinado, solo, triste, y necesito calor de amistad. No os haré daño alguno, no turbaré vuestra paz; seré juicioso, con tal que me dejéis sentarme en una silla á vuestro lado y miraros...» Porque me pasaba una cosa muy extraña. Desde que me entraron las chocheces, les quería á los dos: á Camila como siempre, con exaltado amor; á Constantino con no sé qué singular cariño entre amistoso y fraternal. Los dos me interesaban... Deseaba con toda mi alma hacer las paces con ellos, y arrimarme al fuego de su sencillo hogar, lo más digno de admiración que hasta entonces había visto yo en el mundo.
Lo mismo fué cesar el piano que ponerme yop. 297 á hacer la liquidación de mi fortuna, paseo arriba, paseo abajo. Al separarme de Eloísa, mis nueve millones de reales habían quedado reducidos á menos de siete. Las ganancias de Enero y Febrero me habían redondeado los siete y un poco más. Pero luego la quiebra de Nefas me dejaba en los seis y medio. Por fin, la catástrofe de fin de Junio hacíame perder, por la mala fe de un truhán, cuatro millones de ganancia; y como yo tenía que dar, por mis diferencias, ciento cuarenta mil duros, si Torres no me pagaba, esta suma era mi pérdida efectiva. Porque yo no había de tomar las de Villadiego, como el otro, dejando á mis acreedores con un palmo de narices. La depreciación de las Osunas, que tomé al tipo de 97,50, y habían descendido de golpe á 38, acababa de anonadarme. Mi activo quedaría pronto reducido exclusivamente á la casa, los créditos de Jerez y lo que había colocado tres meses antes en la hipoteca de mi amigo para cancelar sus ruinosos empréstitos.
Por la mañana, después de pasarme toda la noche sin pegar los ojos, mandé un recado á Severiano para que fuese á verme. No tardó en acudir á mi cita. Yo tenía un humor endemoniado, y le recibí con aspereza. Mas era él de tan buena pasta, que me soportó con paciencia. Pintéle mi situación, de la cual él alguna noticia tenía ya, y concluí conminándole de este modo:
—Vas á reunir todo el dinero que puedas y á traérmelo. No te pido imposibles; no te pido que me devuelvas en tres días los ochenta mil duros que te presté sobre las Mezquitillas. Pero búscame y facilítame lo que puedas en esta semana.p. 298 Echando mano de cuanto tengo disponible, no me basta para saldar mi liquidación. He de pagar además dos letras de Tomás de la Calzada, que acepté el viernes, y que me vencen á los quince días. Es el dinero de las Pastoras... ¿Con que has oído? ¿Cuánto me puedes dar?
—Nada —replicó con lacónica serenidad, sin inmutarse.
—¡Y lo dices con esa calma! Severiano, tú tomas esto como cosa de juego. ¿No me ves con el agua al cuello?
—A mí me llega á la coronilla —díjome con la misma pachorra, señalando lo más alto de su cabeza.
—¿No tienes quien te preste?
—¡Yo! —exclamó con el acento que se da á lo inverosímil—. ¡Yo quien me preste!...
—Pues nada, como quiera que sea, tienes que buscarme dinero. Empeña la camisa.
—La tengo empeñada —replicóme con cierto estoicismo de buena sombra.
—Vamos, no bromees... mira que... Vende tus caballos.
—Los he vendido... Hace tres días que estoy saliendo en los de Villamejor.
—Pues vende las Mezquitillas... Véndelas. Yo necesito mi dinero.
—Estás turulato. Tratamos por cinco años.
—Es verdad; pero tú, viéndome como me ves, debes sacarme de este atolladero, poniendo en venta la finca. Villamejor te la compra.
—Pero no me da sino cuatro millones de reales, y vale siete... No pienses por ahora en eso.
—Pues tú verás lo que tienes que hacer —chip. 299llé exaltándome—. Es forzoso que vengas en mi auxilio. ¿No tienes siquiera medio de reunir doce, quince, diez y ocho mil duros?
Echóse á reir. Yo estaba volado, con ganas de darle de bofetones y echarle á puntapiés.
—Pero ven acá, perdido, ladrón —le dije cogiéndole por las solapas—. ¿Qué has hecho de tu patrimonio?... ¿En qué gastas tú el dinero? ¿Es que lo tiras á puñados á la calle, ó qué haces?
Enardecíame la sangre su estoicismo, que no era estudiado, sino muy natural; aquella calma filosófica y sonriente con que oía hablar de mi ruina y de la suya. Le ví sentarse, cruzar una pierna sobre otra, encender un cigarro. Y entonces se explayó y me hizo la pintura de su catástrofe y de las causas de ella, concretando y detallando los hechos con un análisis sereno y flemático que me dejó pasmado. Y la causa madre no necesitaba él declararla para que yo la supiese. Era la señora, aquel voraz apetito que estaba dispuesto á tragarse todas las fortunas que se le pusieran delante y á digerirlas, quedándose dispuesto para una nueva merienda. ¡Ay, qué señora aquélla! Su colección de piedras preciosas era hermosísima. Los brillantes sirviéronle de aperitivo para comerle á Severiano seis casas de Sevilla y Jerez, y su participación en la mina Excelsa de Linares. Para que se vea el extremo de ignominia á que hubo de llegar mi amigo con su ceguera estúpida, su vanidad y su lascivia, diré que no sólo sostenía la casa aquélla en su organización pública y regular, sino que tenía que atender á los despilfarros del marido. Cuando éste necesitaba dinero, poníase tan pep. 300sado que su mujer se veía en el caso de pedir billetes á Severiano y dárselos al otro para que fuera á gastárselos con mozas del partido en el Cielo de Andalucía.
—¿Pero es posible —le dije clamando como si tuviera en mí la autoridad de la religión y la justicia—, que hayas sido tan imbécil...? ¿Qué hay dentro de esa cabeza, sesos ó serrín?
—¡Y tú me predicas... tú!... —objetó echándose á reir.
—Hombre —repliqué algo desconcertado—, yo he hecho tonterías... pero no tantas...
—Has hecho más, más; y lo verás prácticamente, porque yo me he salvado y tú no.
—¿Qué quieres decir?
—Que yo, al verme en medio de la mar salada, ahogándome, he tropezado con una tabla y me he agarrado á ella, mientras que tú...
No comprendí al pronto qué tabla podía ser aquélla.
—No tengas cuidado ninguno por la hipoteca de las Mezquitillas. Dentro de unos meses te daré tu dinero, duro sobre duro...
—¡Ah, pillo!... te casas con alguna rica.
Echóse á reir y me dijo:
—Es un secreto. No me hagas preguntas.
—Y la otra, ¿lleva con paciencia tu esquinazo?
—¿Y qué remedio tiene?... —me dijo alzando los hombros y riéndose tanto, tanto, que yo también me reí un poco.
—La verdad es —observé con sinceridad que me salía de lo mejor del alma—, la verdad es que somos unos grandes majaderos.
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—Lo somos tanto —afirmó él entusiasmándose— que nos debían vestir con roponcito y chichonera, ponernos en la mano un sonajero y echarnos á paseo llevados de la mano por una niñera... Es lo que nos cuadra. Los bebés tienen más sentido que nosotros. Pero ¡ay! yo aprendí ya; tú eres el que no quiere abrir los ojos.
Demasiado abiertos los tenía á la realidad espantable de mi ruina, para ver otra cosa que ésta no fuese. Reiteré la urgencia de que me buscase dinero, y él insistió en la imposibilidad de hacerlo, dándome algunos detalles que me lo probaron bien. La complicación de sus trampas y la menudencia de algunas de ellas era tal, que sólo el Saca-mantecas podía ponérsele en parangón por aquel importante concepto.
—Con decirte —me susurró al oído con cierta vergüenza— que estoy dando sablazos de diez duros, y que anoche me salvó de un conflicto... cáete de espaldas... te lo digo para que te partas de risa... ¿Quién creerás? Tu primo Raimundo.
No me partí de risa: lo que hice fué ver con colores más negros mi situación.
—Bien puedes ir ahora mismo á ver á Villalonga y decirle que si no me paga esta semana los ocho mil duros que me debe, le llevo á los tribunales.
—Pues ya puedes irle llevando, porque no tiene una mota.
—Que la busque...
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—Ese es otro que tal... También la señora...
—Más bien las... Ese las tiene por gruesas...
Y corrió en busca de Villalonga, el cual vino á ofrecérseme para todo aquello que no fuese dar dinero. En cuanto á buscarlo por cuenta mía, ya era otra cosa. Los tres se pusieron á mis órdenes, incapaces de servirme de otro modo por la gran crujía que estaban pasando. «¡A pagar!» fué mi idea fija en aquel día y los siguientes. Todos los valores que yo tenía no me bastaron, y hube de negociar unas letras á cargo de mis acreedores de Jerez. Además de lo que tenía comprometido en la quiebra de Nefas, mis arrendatarios y los compradores de mis existencias me debían aún más de treinta mil duros. Por fin pagué, y quedéme tan ancho, la conciencia en paz, el ánimo herido de profunda aflicción. Tras ella vino un fenómeno singular, odio cordial á todos mis amigos, conocidos y parientes. Entróme como un furor antihumanitario, ganas de reñir con cuantas personas me habían rodeado en aquellos turbulentos años de Madrid. Sólo dos seres se exceptuaban de esta horrible, encarnizada animadversión. Pero los demás, ¡María Santísima! ¡qué aborrecimiento y ojeriza me inspiraban! Sólo la idea de que Eloísa ó María Juana irían á visitarme, infundíame el deseo instintivo de coger un palo y esperarlas detrás de la puerta para descargárselo encima cuando entraran. A mi tío me le encontré en la Puerta del Sol, y echóme el brazo por el hombro. Me desasí con grosería, y eché á correr diciendo:
—Viejo loco, vete al Limbo y déjame en paz.
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Raimundo se me presentó en casa el miércoles por la mañana, y yo mismo le puse en la calle, gritando:
—Perdido, lárgate de aquí y no vuelvas más. No quiero verte, ni á tí ni á ninguno de tu pícara casta.
A Ramón encargué que si iba la señorita María Juana ó el señor de Medina, les dijera que yo no estaba en casa, ni en Madrid, ni en el mundo... ¡Y los que yo quería ver no llamaban á mi puerta ni hacían caso de mí! ¿Por ventura ignoraban mi desdicha? El jueves, al salir del Banco, ví á Constantino que salía con un amigo del café de Santo Tomás. Miróme y le miré. Yo no llevaba el revólver: si en aquel momento se llega á mí y me acomete, me dejo pegar. Yo no tenía fuerzas ni para darle un pellizco que le pudiera doler. Pero su mirada no parecía muy hostil. Miréle con sincera amistad, y con voces de mi alma le dije:
—Ven acá, fiera, y estréchame la mano; ven y llévame á tu cueva, donde viven los únicos seres que respeto y admiro. Quiero arrodillarme delante de tu mujer y decirle que la adoro como se adora á los seres divinos, aunque se lo tenga que decir con permiso tuyo y para tu conocimiento y satisfacción...
Pero el bruto no vino hacia mí. De buena gana habría yo ido hacia él. Cuando quise hacerlo, ya le había perdido de vista. Viéndome tan solo, tan aburrido, atormentado por la necesidad de encontrar calor de vida espiritual en algún sitio, me dije aquella tarde: «Suceda lo que quiera, yo subo. Si me reciben, porque me reciben; si me tiran por las escaleras abajo, porque me tiran. No puedo vivir así, con este negrop. 304 vacío en mi alma y este afán de que alguien me quiera.»
Los dos, he de repetirlo, mujer y marido, me interesaban sin saber por qué, y yo anhelaba ser amigo de entrambos, pero amigo leal... ¡Oh! no me creerían cuando esto les dijese. Y si se lo decía mucho y con esa ingenuidad elocuente que sale del corazón, ¿por qué no me habían de creer? Lo intentaría al menos.
Subí por la tarde. El corazón me palpitaba con tanta fuerza, que no tuve aliento ni para preguntar á la criada que me abrió si estaban sus amos. La criada no me entendía; repetí mi frase. Constantino salió al pasillo, y oí su voz enérgica que dijo:
—Cierre usted la puerta.
La puerta vino sobre mí con estrépito. ¡Ay, cómo me quedé! ¿Qué haría? ¿Volver á llamar, ó retirarme? Esto era lo mejor. Dí media vuelta; pero en aquel instante sentí en mi alma sacudida violenta y me entró un frenesí de no sé qué pasión, rabia, amor, envidia ó simplemente brutal apetito de destrucción. Nunca me había yo visto en semejante estado. Diéronme ganas de derribar la puerta á puñetazos y de pedir hospitalidad como la piden los bandidos, á tiros y puñaladas. La ferocidad que en mí se despertó fué soplo tempestuoso que barrió de mi cerebro toda idea razonable. Me convertí en un insensato; apliqué los labios á la rejilla y me puse á dar voces:
—Idiotas, ¿por qué me cerráis la puerta? Si vengo á pediros que me queráis, que me dejéis ser vuestro amigo. ¿Os he hecho algún daño? ¡Mentira... farsantes... embusteros! Echáis facha con la virtud y sois... cualquier cosa.
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Y la puerta no se abría. Creí sentir cuchicheos tras la rejilla. Mi demencia, lejos de aplacarse con aquella pausa, creció tomando otro giro. De la locura pasé á la tontería y á un enternecimiento estúpido. Ciego volví á agarrarme al llamador y debí morder la rejilla de cobre, porque me quedó después fuerte sensación de dolor en los dientes.
—Camila —grité—, ábreme. Si no pretendo que seas mi querida... Déjame entrar, y tu marido y yo te adoraremos de rodillas... te pondremos en un carro, y uncidos los dos tiraremos de tí... ¡burro él, burro yo! Queredme ó me mato; queredme los dos...
Y nada, no abrían ni contestaban. Dí otra vez la media vuelta, notando en mí amagos de serenidad. Ví un poco la tontería que estaba haciendo. Noté en mi cara humedad tibia, y llevándome á ella la mano, me la mojé. La humedad, brotando de mis ojos, bajaba hasta mis labios, donde la pude gustar. Era salada. El corazón se me quería partir al mismo tiempo que empecé á sentir vergüenza de lo que estaba haciendo... ¡Oh, Dios mío! Creí escuchar carcajadas de Camila tras de la puerta, y también las risas del bruto...
Comencé á bajar; pero cuando iba por la segunda curva de la escalera, creí que ésta se enroscaba en torno mío; eché las manos adelante; el barandal se me fué de las manos, el escalón de los pies, y ¡brum!... me desplomé. Lo último que sentí fué el estremecimiento de toda la espiral de la escalera bajo mi peso... Perdí toda noción de vida.
p. 307
Nabucodonosor.
Y no podía ser de otra manera. Mi estado fisiológico era tal, que yo tenía que dar un estallido. Y lo dí al fin, y bueno. Después supe que estuve sin conocimiento desde las seis de la tarde del miércoles hasta el jueves á las diez de la mañana; que Ramón y el portero sintieron el golpe de mi caída y subieron alarmados; que al mismo tiempo salió á la escalera la señorita Camila; que al instante bajó Constantino en cuatro trancazos y me cogió, y cargándome como si yo fuera un talego, me llevó á mi casa; que me tendieron en mi cama creyendo que ya estaba muerto; que Ramón y la señorita Camila empezaron á darme friegas, mientras Constantino corría en busca de su hermano Augusto; que toda la noche se pasó en gran ansiedad, pues el médico ponía muy mala cara... Por fin, recobré la conciencia de mi sér, aunque al punto de recobrada eché de ver que mi resurrección no era completa. Algo se me quedaba por allá, en aquella lóbrega cisterna, simulacro de los abismos de la muerte, en que tantas horas estup. 308ve, revolcándome en tenebroso espasmo, del cual apenas quedaban vagas sensaciones musculares cuando desperté. Lo primero que hice fué moverme, quiero decir, intentarlo. De este reconocimiento resultó un fenómeno que al pronto no me hizo impresión; pero que poco después ocasionóme sorpresa, estupor, espanto. Yo no podía mover las extremidades izquierdas. Todo aquel lado ¡ay, Dios! estaba como muerto. Ramón debió leer en mi rostro la congoja de los esfuerzos que hacía, y quiso ayudarme. Ordenéle por señas que me dejara. Quería seguir en reposo para pensar en aquel fenómeno tristísimo. A mi mente vino una idea, con ella una palabra. Sí, me lo dije en griego para mayor claridad: «Tengo una hemiplejia.» La idea de la justicia, que rara vez deja de abrirse paso en nuestras crisis para alumbrarnos la conciencia, apareció muy luego: «Bien ganada me la tengo.»
Mi pena fué horrible. Tremendo rato aquél, en que la conciencia física me acusó con pavorosa austeridad, en que me rebelé contra la sentencia fisiológica y contra Dios que la daba ó la consentía, ¡no sé!... Sin derramar una lágrima, lloré una vida entera y deseé con toda mi alma acabar de morirme... Aún me faltaba la más negra. Quise hablar á Ramón, y la lengua no me obedecía. Las palabras se me quedaban pegadas al paladar como pedazos de hostia. Mis esfuerzos agravaban el entorpecimiento de aquella preciosa facultad, gastada, perdida tal vez para siempre. Intenté decir una expresión clara, y no dije sino ¡mah, mah, mah! Causóme tal horror mi propio lenguaje, que resolví enmudecer. Me daba verp. 309güenza de hablar de aquella manera. ¡Ser la mitad de lo que fuimos, sentir uno que su derecha viva tiene que echarse á cuestas á la izquierda cadáver, y por añadidura pensar como un hombre y expresarse como los animales, es cosa bien triste...!
Augusto quería disimular la pesadumbre que mi estado le causaba; mas cuando oyó mi espeluznante mah, mah, mah, no le fué posible fingir tranquilidad. Híceme juramento de callar para siempre y no ofrecer á la estupefacción de oyente alguno aquel rebuzno mío, aquel bramido de Nabucodonosor condenado á arrastrarse por el suelo y á comer hierba... Todo aquel día lo pasé en una especie de estupor letárgico, que á veces tocaba en el sueño, sintiendo en mí algún alivio. Lo primero que me atormentó por la noche fué el sentirme horriblemente desmemoriado. Yo no me acordaba de todo, sino de algunas cosas, y de otras apenas tenía vagas nociones. Pero el prurito de recordar aquella infructuosa erección de la memoria, queriendo ser y no pudiendo; aquella dolorosa presciencia de nombres y sucesos, sin lograr determinarlos, me martirizaba lo que no es decible. Recordaba el caso de mi ruina, de la fuga de mi acreedor... pero no podía atrapar el nombre de Torres... Y veía ante mí algo como el esqueleto del nombre; pero le faltaba la carne, las letras. Toda la noche estuve buscándolas y no las encontré hasta por la mañana.
Pero el ejemplo más triste de esta pérdida de la facultad fué no saber quiénes eran aquellas tres mujeres á quienes ví la segunda noche, enp. 310 fila delante de mí. Ofreciéronse á mi atención al despertar de uno de aquellos letargos, y me dije: «Yo conozco estas caras; las he visto en alguna parte...» Estaban las tres apoyadas en el tablero inferior de mi cama, grande como de matrimonio. Veíalas yo de medio cuerpo arriba, los brazos sobre el tablero, en actitud de estar asomadas á un balcón... La que estaba en medio tenía cristales en sus ojos, que brillaban en la penumbra de mi estancia con efecto semejante al que hacen en la obscuridad los ojos de los gatos. A su derecha estaba otra que me miraba también. Me pareció que á ratos se llevaba una mano á los ojos, y que en la mano tenía un pañuelo. ¿Por qué lloraría aquella buena señora?... Y era guapa. La de la izquierda me miraba con fijeza observadora y más bien curiosa que enternecida. Era morena, de muy acentuada delantera, esbeltísima... Nada, que aquellas tres caras y aquellos tres bustos no me eran desconocidos; pero mi cerebro ardía en un trabajo furioso de indagación, sin poder sacar en claro quiénes eran ni cómo se llamaban.
Por fin el corazón me alumbró, el corazón, que se puso á hacer cabriolas y me dijo: «Aquélla que está á tu derecha y á la izquierda de la de los lentes, es tu borriquita.» Fuí juntando ideas, casándolas y amarrándolas bien para que no se me escaparan... Camila, la sin par Camila, fué la primera que venció la anarquía de mi pensamiento y mi memoria... después Eloísa, la que lloraba; por fin María Juana, la sabia. Cuando las atrapé, diéronme ganas de decir algo. Pero tuve espanto y vergüenza de que mis tresp. 311 primas me oyeran. No, antes reventar que darles muestra tan desapacible del lenguaje prehistórico. Eloísa fué la primera que se llegó á mí, rompiendo la lúgubre fila en que las tres estaban cual aves posadas en una rama.
Llegóse á mí para mirarme de cerca. Ví sus ojos llenos de lágrimas. Alguna creo que me cayó encima. Preguntóme que cómo estaba, y yo no dije nada. Noté al mismo tiempo que la sabia, sin moverse del centro del tablero, llevóse el dedo índice á sus labios y estuvo así un buen rato, parecida á una estampa de la discreción. Quería imponer silencio á las otras dos, pues también Camila se llegó á mí por el otro lado y me miró de cerca... ¡Qué ganas sentí de pegarle un beso, expresión casta y juiciosa del júbilo que me causaba el haber recobrado la conciencia del amor que le tenía! Preguntóme también que cómo estaba, y yo... mutis. «No oirás este mu del buey herido, prenda de mi corazón,» pensé, y pensándolo les hice señas de que se estuvieran allí, porque sentía cierto consuelo en contemplarlas. Eran mi historia, mi vida, yo mismo puesto en figuras, como un libro ilustrado.
Otra noche, Camila junto á la mesa donde habían estado sus botas (no sé si os acordaréis de esto), y á su lado Constantino. Ella cosía, y él leía un periódico. Cuando me sintieron mover, ambos me miraron. Camila vino hacia mí, dejanp. 312do la costura, y me dijo: «¿Qué tal?» En mi sensibilidad fuertemente perturbada hizo aquel qué tal el efecto de un intenso olor de sales súbitamente aplicado á mi nariz. A punto estuve de hablar... ¡Desdichado de mí si lo hubiera hecho! El silencio había venido á ser en mí como una coquetería. Tuve serenidad bastante para dominarme, y sacando una mano, le tomé la suya y la llevé pausadamente á mis labios. Cuando le daba aquel respetuoso beso que fué como el homenaje que á los reyes haría el monárquico más sincero y leal, ví allí enfrente una mirada de Constantino, abrillantada por la próxima luz. No debía de ser mirada de celos; y si lo fué, ¿qué culpa tenía yo en aquel momento? La absoluta muerte de las facultades más características del hombre, me garantizaba una virtud perfecta. Yo podía ya ser hasta santo á poco que lo intentara. La borriquita, entendiendo mi homenaje, no retiró su mano. Pensé que debía de ser muy grande mi mal, cuando aquellos dos enemigos míos me perdonaban y aun venían á asistirme. «Sólo se perdona de este modo á los moribundos ó á los locos,» pensé.
Y á la mañana siguiente llegaron María y su marido, ambos obsequiándome al entrar con sendos suspiros. Medina no pudo contener los pruritos dogmáticos que se le vinieron de la mente á los labios, y dándome un apretón de manos, me dijo: «Eso no es nada. Se restablecerá usted pronto; pero sírvale de lección este arrechucho.» Y bajando la voz, inclinado ante mí, añadió lo siguiente: «Mi mujer tiene razón. Eso es el resultado de dejarse dominar por las pasiop. 313nes y apetitos, en vez de vencerlos, como hace toda persona que merece el nombre de varón. Conque cuidado, y no echar la enseñanza en saco roto.» Mientras tal oía yo, ví á María Juana poniendo orden en varias cosillas que sobre la mesa estaban... Retiró á su esposo de mi lado, como reprendiéndole tácitamente por sus inoportunas observaciones, y se fueron. Por la tarde vino ella sola; se sentó frente á mí al costado de la cama, y me estuvo mirando como una hora seguida. Yo también la miraba. «¿Por qué no hablas?» me dijo al fin, estrechándome con amorosa fuerza la mano. Dile á entender que no podía, y entonces me trajo lápiz, papel y un libro para que escribiera sobre él. «Soy Nabucodonosor,» escribí, no sin trabajo. Y ella consternada: «¡Qué cosas tienes!... Verás cómo te curamos.» «Soy un animal, ladro...» escribí. Iba á decir que entre las tres me habían puesto así, la una por no quererme, y las otras dos por quererme demasiado; pero me faltó el pulso, y sólo pude escribir en un garabato: «Tú... culpa...» Leyólo un tanto indignada y rompió el papel, guardándose los pedazos.
¡Cómo podría yo pintar aquel inmenso tedio mío, y la pena de verme medio muerto, inmóvil, y de considerar que nunca más volvería á ser el hombre que fuí! En tal extremidad, la esperanza de la muerte venía á ser el único consuelo, y por fomentarla en mí resistíme á tomar las medicinas que recetaba Miquis. Administrábame revulsivos y enérgicos derivativos; y para que mi semejanza con un perro fuera mayor, dábame la estricnina. Pensé decirle por escritop. 314 que me diera de una vez la morcilla, para hacerme reventar. ¡Terrible trance verme en tanta miseria, rodeado de todas las prosas de la vida humana, no pudiendo valerme sin ajeno auxilio! Ramón y Constantino me movían de aquí para allí, cargándome como á un leño, y haciendo conmigo lo que las madres de más abnegación hacen con un pobre niño sucio, incapacitado é irresponsable. Admiraba yo la caridad de entrambos, y mayormente la de Constantino, que no tenía obligación de hacerlo, y lo hacía por pura lástima de mí. Dios se lo pagaría. Yo vivía, si vivir era aquello, en plena inmundicia, sintiendo un asco de mí mismo que no es comparable á nada. Era la conciencia física que me acusaba en aquella forma tan grosera como expresiva. Y aquel noble mancebo á quien yo había ofendido gravemente, hiriéndole en su opinión si no en su honor, era quien con más gallardía cuidaba de mí, afrontando aquellas repugnancias con ese valor de sentidos que no es menos meritorio que el nervioso valor llamado bravura ó heroísmo. ¿Por qué lo hizo? Porque le salía de dentro sin duda, y era vengativo á estilo de Jesucristo. Su mujer le incitaba también á ello con cristiano entusiasmo. Ya no podían temer que yo les deshonrara; yo era una cosa más bien que una persona, un pobre animal moribundo que ladraba, pero que ya no podía morder. Poco más viviría, á juicio de ellos. Su compasión, por tal motivo, me daba el golpe de gracia.
¡Y cómo me acordé, al verme en tales podredumbres, hecho una plasta asquerosa, de la enfermedad de Eloísa, de su horror á la fealdad yp. 315 de sus esfuerzos por buscar postura bonita en su muladar! ¿Qué discurriría yo para hacerme el interesante en tan prosáico estado? ¿Qué arbitrios de coquetería morbosa y fúnebre inventaría para dar poético giro á mi situación, como cuando á ella se le ocurrió aquello del tul, que referido en su lugar queda? Nada, nada: mi calamidad pedestre é inmunda no tenía compostura posible. Para mayor desgracia se me había torcido la boca, y esto me causaba tal horror, que no me atreví á pedir un espejo para mirarme. La lengua no funcionaba: érame difícil pegar la punta de ella á la arcada dentaria superior, y de aquí que no pudiera pronunciar algunas consonantes. La deglución érame también algo difícil, y por esto... me repugna decirlo; pero violentándome lo diré para que lo sepáis todo: ¡se me caía la baba!
Mandó Augusto que me levantaran y me pusieran en un sillón, donde estaría mejor que en la cama. Entre Constantino y mi criado me vistieron como se viste á un muerto, y me sentaron, rodeado de mantas y almohadas. Debía de asemejarme, en mi inmovilidad, á una de esas figuras egipcias que parecen estar esperando la conclusión de lo infinito por la rígida paciencia con que sentadas están. A veces de mi boca caían hilos gelatinosos sobre mis manos cruzadas sobre el vientre. Entonces Constantino, ¡oh angelón incomparable! daba algunos pasos hacia mí, y con un pañuelo me limpiaba.
Si en esto de la asistencia tenía yo tanto que agradecer al marido de Camila, en otra clase de auxilios Severiano era mi hombre. Sin él no sép. 316 qué habría sido de mí, porque se constituyó en guardián de mis intereses, y tomó muy á pechos todo lo concerniente á los negocios míos, que habían quedado en suspenso el día de mi enfermedad. Él y Medina llevaban adelante con la mayor energía la acción judicial contra Torres y Samaniego. Ignorábase el paradero de Torres. El agente daba la cara, ofreciéndose también como víctima, y se prestaba á remediar el daño hasta donde alcanzaran sus fuerzas. Halléme en las peores condiciones para alcanzar justicia, pues antes que yo habían de cobrar los que, como Cristóbal, tenían la garantía legal de la publicación. Severiano consiguió que el Juzgado embargase la casa de la Ronda; pero he aquí que el contratista de la obra se echó encima de la finca, probando que no se le había pagado más que uno de los plazos de la construcción. En fin, que primero cobraría el contratista; después Medina, y luego Llorente, yo y los demás, si algo quedaba. De todo esto me informaba Severiano, atenuando lo desagradable, y dándome esperanzas que yo no podía tener. Todo iba mal, muy mal para mí, como veréis por lo que sigue.
A los cinco días del ataque noté alguna mejoría en el uso de la preciosa facultad de hablar. Emitía las vocales sin dificultad, y algunas consonantes no me costaban trabajo. Otras, como la te y la erre, se resistían. Nacía en mí, pues, la palabra, siguiendo el proceso ó desarrollo fonético de los niños. Educaba mi lengua como la educan ellos; mas hacíalo á solas, temeroso de parecer ridículo á los que me oyeran. Tal era mip. 317 estado, cuando Severiano vino á manifestarme que las letras que giré á cargo de mis arrendatarios de Jerez habían sido protestadas, y venían contra mí, con la añadidura de los gastos de resaca. Él hubiera querido ocultármelo y recogerlas del banquero que las tenía; pero sus tentativas para reunir el dinero eran infructuosas, y no tenía más remedio que decírmelo para que yo determinara. «¡Bonito porvenir! —pensé—. Hállome convertido en animal, y con tres pleitos sobre mí: uno contra Torres, otro contra los Hijos de Nefas y el tercero contra mis arrendatarios Manuel Roldán y su hermano. Daré poder mañana mismo para exigirles el pago. Les embargaré, les venderé hasta la última bota de vino.»
—No será difícil encontrar el dinero que necesitas hipotecando esta casa —me dijo Severiano—. Ten presente otra cosa, y es que el día 12 te vencen las letras de Tomás de la Calzada.
Estas palabras fueron como un martillazo en mi cerebro. ¿Qué tal estaría mi cabeza que se me habían borrado de ella las letras de Sevilla y hasta toda idea de que las Pastoras existiesen en el mundo? ¡Cuánto padecí en aquel momento al considerar que ni aun encontrando quien me prestase cincuenta mil duros con garantía de mi finca, podía yo conjurar la tormenta que sobre mí venía! Para pagar las letras de las Pastoras y recoger las devueltas de Jerez, necesitaba más de ochenta mil duros, y esto sin pérdida de tiempo, pues la casa tenedora de estas últimas era el Crédito Lyonés; y no teniendo amistad con el gerente ni con ningún consejero de ella, no podíap. 318 esperar que me diesen la prórroga ó respiro que habría sido tal vez mi salvación. En estos casos las determinaciones acudían pronto á mi mente, aun hallándose, como se hallaba, enteramente desquiciada.
—Vete corriendo á ver á Medina —dije á Severiano, parte por señas, parte escribiendo y algo también con ladridos—. Es el único que puede... Veamos si quiere darme... cincuenta mil duros... Hipoteco esta casa...
Quedéme solo con Ramón, en la mayor ansiedad, rumiando mi desdicha. «¡Si al menos fuera un hombre, si al menos me obedeciera esta máquina estúpida!... —pensaba—. ¿Pero qué ha de hacer una bestia más que cocear, dar bramidos, comer el pienso y morder á alguien si la dejan?» Por más vueltas que le diera, no podría dominar el conflicto en que me hallaba; y en caso de que no encontrara un prestamista, las letras de las Pastoras se quedarían sin pagar, y yo deshonrado á los ojos de aquellas hidalgas personas. La aflicción que esto me produjo superaba al sentimiento y pesadumbre hondísima de mi enfermedad. Habría dado yo el lado derecho, que aún tenía vivo, por poder cumplir en aquel caso con lo que exigían mi honor y la altísima consideración que á las amigas de mi madre debía. «¡Pobres señoras, qué pensarán de mí! Dirán, y con razón, que me he comido su fortuna... No: esto no será, aunque tenga que vender la camisa. Aúnp. 319 puedo negociar los créditos á mi favor, aunque sea con pérdida de un cincuenta por ciento. Me quedaré sin un real y en situación de pedir limosna como esos infelices lisiados que se arrastran por los caminos; pero las Pastoras cobrarán... ¡pues no han de cobrar!...»
Y la maliciosa ironía de mi destino saltaba dentro de mí apuntándome la negativa: «No cobrarán; las dejarás en la miseria, y ambas serán los fantasmas que te persigan y te atormenten en tus últimos días. Porque Nefas no te pagará; de los Roldanes no verás un cuarto, y como no pleitees con Severiano, despídete de la hipoteca de las Mezquitillas... ¡Pobres inglesas! ¡Caer en la miseria al fin de su vida, sin más culpa que haberse fiado de tí, creyéndote persona formal!... En esta horrible situación de animalidad en que te han puesto tus vicios, mal hombre, te revolcarás impotente sin hallar consuelo en ninguna postura; y cuando te vuelvas de este lado, verás á la Morris dando lecciones de inglés para ganar la vida, ¡infeliz señora, anciana, medio ciega! y cuando te vuelvas del otro lado, verás á la Pastor pintando un cuadrito bucólico moral para rifarlo entre la colonia jerezana y malagueña de Madrid, á fin de sacar algunos reales con que atender al sustento. Y se llegarán á tí y te rascarán con la punta del palo de la sombrilla, porque tendrán lástima de tu padecer... Y aun te lavarán la jeta, que tendrás sucia de hocicar en la artesa en que se te echa la comida, porque no podrás ni sabrás comer con las manos como los hombres... Y aun te aflojarán la cuerda que se te ponga al pescuezo para quep. 320 no te escapes; porque sábete que vas á ser animal dañino que correrás tras las mujeres y los niños para morderles... Y cortarán hojas verdes y frescas para ponértelas en el lomo y defenderte de las moscas... Porque ellas, en su pobreza, seguirán siendo las personas más cristianas del mundo, y vencerán su asco para compadecerte, y se impondrán el sacrificio de mirarte, como una penitencia de la falta enorme de haber confiado en tí.»
Así pensaba yo, y sudores de angustia me corrían por la cara abajo. Entró Camila á darme de comer, y aunque yo no tenía tranquilidad para nada mientras no viniese Severiano con buenas noticias, consagréme á la función aquélla con verdadero gusto, no sólo por ser mi prima quien me auxiliaba, sino porque de todo mi organismo sensorio, el único apetito que permanecía vivo era el que preside á la asimilación de los alimentos.
Y había que ver el cuidado con que mi borriquita, después de ponerme una servilleta por babero, me llevaba la cuchara á la boca ó el tenedor con los pedazos de carne, haciendo con sus morros, por instinto imitativo, contracciones iguales á las que yo hacía. A pesar del esmero que ella ponía en esta operación, yo, he de decirlo claramente, no comía con limpieza. Faltábame flexibilidad en los labios, y por mucho cuidado que tuviera para no dejar caer nada de la boca, algo se me caía siempre. Erame forzoso poner mucha pausa en aquel acto para estar en él lo menos desagradable á la vista que me fuera posible. ¡Qué lástima tan profunda se pintabap. 321 en el rostro de ella! Yo quería que mis ojos expresasen lo contrario de lo que se desprendía de aquella bestialidad grosera, y no sé si lo pude conseguir. Creo que no. Mis ojos no podían expresar más que el estupor del idiota y los anhelos de una gula repugnante. «Acuérdate, Camila —le decía yo con el pensamiento—, de cómo te quiso este cerdo cuando era hombre.»
No había yo concluído de devorar cuando entró Severiano. En la cara le conocí que me traía buenas noticias. «Si Medina no quiere arreglarlo —me dijo—, otro lo hará. Es un buen negocio... Tu casa vale más del millón. A Medina le he encontrado indeciso, con ganas de servirte, mas con poco dinero disponible por el momento; y como la cosa urge... Pero descuida, que ya se arreglará. ¿Y lo que falta luego para pagar las letras de Sevilla?... Hay que tener confianza en la Providencia, que no es tan perra como dicen.»
Observé con inquietud que Camila se daba aire como sofocada, que palidecía y cerraba los ojos. ¿Acaso estaba enferma? De repente salió; la sentí en mi alcoba. Hice señas á Severiano, que, pensando como yo, dijo:
—¿Se habrá puesto mala?
Mi amigo fué tras ella, y á poco rato volvió á decirme:
—Camila está... vomitando.
«Es que le he dado asco —pensé sintiendo un nudo horrible en mi pecho—. No tiene valor de sentidos como Constantino, y le falta estómago para cuidar animales enfermos.» No tardó en aparecer la borriquita, limpiándose las lágrimas y riendo. Con mis ojos alelados le pregunté como pude lo que tenía, y no quiso conp. 322testar. Pero no debía ser lo que yo me figuraba, porque siguió riendo y mirándome con piedad; y en un momento en que Severiano no estaba conmigo, me dijo, llevándose ambas manos á su esbeltísimo talle:
—Es que estoy...
Cogí el lápiz, y con cierto énfasis que no vacilo en llamar inspiración, escribí: «¿Belisario?»
Y ella decía que sí con la cabeza y con el júbilo que iluminó su rostro gitano, que á mí me hacía el efecto de tener la propia cara del sol dentro de mi gabinete. Yo escribí: «Me alegro.» Pero no sé si me alegraba verdaderamente, ó si sentía una pena cosquillosa. Camila, que era muy comunicativa por naturaleza, gritó «tres meses,» sacando del puño cerrado tres dedos para expresármelo mejor.
Retiróse al anochecer, con lo que para mí anochecía dos veces. Absolutamente privado de toda facultad sensoria que no fuera el placer de comer, pensaba en lo ideal que se había vuelto mi amor. Por esto, gracias á Dios, yo no era completamente bestia. Si aquello me faltara, hubiera andado á cuatro pies, siempre que el izquierdo y la mano del mismo lado lo consintieran. Pero conservaba mi alma, aunque desquiciada, y en mi alma aquella chispa divina, por la cual me creía con derecho á reclamar un sitio en el mundo espiritual, cuando la bestia cayese por entero en el inorgánico. La conciencia de aquella chispa me consolaba de tener cara de idiota, voz como un ladrido, cuerpo de palo, y de sentir caer las babas de mi boca. Pero ya lo he dicho: depuración mayor de un sentimiento no era posible. El delicado Petrarca erap. 323 un sátiro ante Laura, y el espiritado Quijote un verdadero mico ante Dulcinea, en comparación de lo que yo era ante Camila. No cabía más pureza que la que mi incapacidad me daba. Vedme aquí hecho un santo, de esos que aman por lo divino y sutil, sin ningún interés de la carne ni cosa que lo valga, siendo un montón de ceniza corporal que guarda los encendidos hornos del alma. Ya veis cómo aquel puerco de que os hablo no era todo escoria: yo reconocía en mí el conjunto extraño de bestia y ángel que caracteriza á los niños; pero nada de lo que constituye el hombre.
Por la noche fué María Juana, que de buenas á primeras me dijo:
—Cuenta con el préstamo sobre la casa. Medina vacilaba, no por falta de voluntad, sino por no tener en el momento fondos disponibles. Pero yo le he dado tal carga, que es cosa hecha. Mañana mismo hará Muñoz y Nones la escritura. ¿Puedes firmar? Sí... Pues no te apures. Cristóbal hablará mañana con los del Crédito Lyonés, encargándose de recoger las letras protestadas.
Yo le expresaba mi agradecimiento con gestos y miradas. Y el favor era completo y redondo, porque según me dijo mi ilustre y sapientísima prima, su marido me hacía el préstamo en las mejores condiciones posibles, por un año, con el módico interés de cinco por ciento... Hícele saber que para salir de mi atolladero necesitaba aún treinta mil duros, á lo que contestó que arañando en sus economías y dando otro tiento á Cristóbal, podía facilitarme seis ú ocho mil duros; pero pasar de aquí érale punto menosp. 324 que imposible.
—No hay que soñar —añadió—, con que mi marido se corra más. Ya sabes que él es generoso; pero lo es una sola vez en cada caso. Medina no repite... mil veces te lo he dicho. Si ahora saliera yo pidiéndole más dinero, puede que se le quitaran las ganas de hacerte el préstamo gordo. Él es así: aceptémosle reconociendo que es muy bueno, y no le perdamos por querer hacerle mejor.
Parecióme esto tan discreto y prudente, que nada tuve que objetar á ello. Poco después vino Cristóbal, y se me mostró tan afable, tan bondadoso, que á poco más se me saltan las lágrimas. Declaraba que lo que hacía por mí no era digno de reconocimiento; rogábame que no hablase de ello, y que no le sacara los colores á la cara con mis importunas gratitudes. Dióme esperanzas de obtener algo en el asunto de Torres, que no dejaba de la mano. Por fin se sabía que el fugitivo estaba en Pau. Su abogado, uno de los más famosos de España, le había escrito que no se encargaría de su defensa si no se presentaba en Madrid. Era, pues, posible que viniese, ingresando desde luego en el Saladero, en virtud de providencia judicial ya dictada.
Con estas noticias me animé un poco; pero aún me amargaban el espíritu las dificultades para salir del compromiso de las letras, si algún inesperado suceso no venía á favorecerme por donde menos lo pensara. Dije á Severiano que tantease á mi tío, que también fué aquella noche, y que, después de haberse retirado Cristóbal con su mujer, se puso á jugar al tresillo con Miquis en mi gabinete. Pero ¡ay! que mi buen tío estaba en sip. 325tuación de que le pusieran niñera, y no servía absolutamente para nada. Entre él y yo la diferencia no era grande, pues si disponía de sus cuatro remos, en cambio arrastraba los pies al andar, y ya se había caído dos veces en la calle. A lo mejor se quedaba como dormido y costaba trabajo despertarle. Su conversación era ya enteramente difusa, incoherente, sin sentido, y á lo mejor se salía con unas sandeces tan primitivas que ningún oyente sabía tener la risa. Yo le miraba desde mi sillón ó desde mi lecho, y me decía: «¡Si tendré yo el mismo aspecto de niño bobo!... Debo de tenerlo.»
Pues, como dije, Severiano trató de ver si aquel pobre anciano infantil podía disponer de algún dinero. El resultado fué muy singular. Primero le manifestó mi tío con espontáneo arranque que le era fácil proporcionarme un millón de reales. Severiano puso cada ojo como un puño al oir tal ofrecimiento. Media hora después, hablando de lo mismo, don Rafael se asombró de oir á mi amigo lo del millón, y le dijo:
—Usted está en Babia, señor de Rodríguez, ó se ha vuelto tonto ó no entiende el castellano. Yo indiqué á usted que podía poner á la disposición de José María mil reales... ni más ni menos.
Raimundo no me visitaba tanto como á mi parecer debía esperarse de sus obligaciones de gratitud hacia mí. Pero las más de las noches iba un rato tan trigonométricamente trastrocado cop. 326mo siempre, se me sentaba al lado y empezaba á hacer chistes para distraerme. Pero ocurría una cosa muy rara, y era que ya no me hacían gracia maldita las ingeniosidades de aquel juglar de la frase. Sabíanme todas las suyas á fiambre pasado, ó manjar sin sazón. Era un amaneramiento y un repetir de fórmulas que se me sentaban en la boca del estómago. Yo no me reía ni pizca, para que se marchase pronto y me dejara en paz.
Aquella noche, después de acostarme y de haber dormido un poco, ví á Eloísa andar por mi cuarto. Ni yo sabía qué hora era, ni estaba seguro de hallarme despierto. La ví pasar como una aparición por detrás del tablero inferior de la cama, venir hacia mí por el costado derecho, inclinarse para mirarme, retirarse después, dar la vuelta, los ojos siempre fijos en mí. Y francamente, parecióme hermosísima. Ni le dije nada, ni ella á mí tampoco. Cerré los ojos, y la sentí en cuchicheos con Severiano. Parecía que disputaban. Me dormí, y la visión se borró en mi cerebro. A la mañana siguiente, la impresión permanecía, y pregunté á mi amigo que de qué hablaba con la prójima. A lo que me contestó:
—Nada, tonterías; no me acuerdo...
Importábame más otra cosa, y sobre ello caímos con verdadero afán.
—Creo que al fin se arreglará esto con la ayuda de todos los amigos —me dijo—. Pasado mañana vencen las Pastoriles letras. No te ocupes de ello y déjame á mí... Desde ahora te aseguro que serán pagadas. Cómo, no lo sé; pero tú no has de quedar mal.
Curiosidad tuve de saber cómo se arreglaba. Y ved aquí á la solícita y prudente María Juana venirp. 327 á mí con los ocho mil duros, muy tapaditos, en un lío de billetes envuelto en su pañuelo, y dármelos, acompañando el don de estas palabras:
—No puedes figurarte qué fatigas representa para mí este favor que te hago. Lo menos seis meses tendré que estar diciendo mentiras á Medina, y cree que esto me lastima mucho. Mentir á Cristóbal es escupir al cielo, hijo mío. Pero es forzoso hacerlo y se hace. Si te salvo de la deshonra, esta idea tranquilizará mi conciencia, que está, puedes suponerlo, bastante alborotada. Se irá calmando con la meditación de los males que nos trae el apartarnos del camino derecho, y con practicar la mayor suma de buenas obras... Conque entérate. Supongo que la facultad de contar dinero no se te habrá ido, pobre niño inválido. Y si gobiernas bien con tu mano derecha, no estaría de más que me hicieras un recibo...
Prestéme á ello con el mayor gusto, y aun le ofrecí interés, que rechazó escandalizada.
—Por ningún caso —me dijo—, y ni el reintegro de la suma aceptaría si no fuera porque me será difícil justificar la inversión de ella, si algún día se entera Cristóbal y... Parte de este dinero es mío; parte de una amiga que me lo entregó para que se lo colocáramos, y algo es de lo que Medina me ha dado para los gastos de la casa, muebles y otras cosillas.
Muy agradecido estaba yo; pero el rasgo de Camila, del cual no tuve noticia hasta el día siguiente, fué la emoción más grande y placentera que recibí en aquel caso. ¡Pobre borriquita! ¡pobre Cacaseno de mi alma! ¡Cómo se portaban conmigo, y qué lección me daban los dos! Cuanp. 328do Severiano me lo dijo, lloré, podéis creérmelo. Porque mi sensibilidad lacrimal era muy grande, y á la menor emoción me corrían ríos por la cara. Si esto es infantil ó canino, ó un simple fenómeno de debilidad nerviosa, lo ignoro; lo que sé es que el corazón se me hacía un ovillo cuando Severiano me contó lo que á la letra copio:
—Camila me ha ofrecido empeñar sus pocas alhajas para venir en tu socorro. No sé si te dije que Constantino ha vendido, con el mismo fin, el caballo que le regalaste. Dicen que ahora que eres pobre te han de devolver todo lo que tú les diste cuando eras rico.
—¡Pobrecillos... ángeles de Dios... niños de mi corazón!... —exclamé rompiendo á hablar, aunque de una manera estropajosa—. Te juro que van á ser mis herederos... Para ellos, sí, todo lo que se salve del naufragio... Pero mira tú: si se puede arreglar de otro modo, no admitas las ofertas de esos pedazos de mi alma...
—Eso lo veremos. Difícil será el arreglo, si cada cual no viene con su glóbulo, como dice mi ilustre amigo, el sabio entre los sabios, don Isidro Barragán.
Y el propio Constantino, que poco después se presentó, no quiso admitir mis expresiones de agradecimiento, transmitidas por el lápiz y por los exagerados mohínes de mi cara. Lo que hacían por mí hacíanlo de buena voluntad. Cierto que yo les había perjudicado con mis malas intenciones; pero marido y mujer, en presencia de mi situación lastimosa, me habían perdonado de todo corazón. La noche de mi ataque, cuando subí y llamé á la puerta, hallábase él tan irritadop. 329 con mi pesadez, que en un tris estuvo que saliera y nos pegáramos en la escalera. Cuando me sintieron caer, asustáronse mucho. Uno y otro pensaron que yo me moría aquella noche, y les acometió remordimiento de conciencia y estuvieron muy intranquilos hasta el día siguiente. Dios había querido que yo viviese; mas á ellos toda la ojeriza que me tenían se les disipó al verme como me veían. Camila y él hablaron de perdonarme. Ambos lo propusieron, y simultáneamente se felicitaban de este cristiano pensamiento.
—Nos ha dañado en nuestra opinión, pero bien caro lo paga —había dicho Camila con inocencia de niña de escuela—. No seamos más papistas que el Papa, ni más justicieros que la justicia de Dios. ¿No estamos bien tranquilos en nuestra conciencia? ¿No sabemos tú y yo, como éste es día, que ni él pudo conquistarme, ni había tales carneros, ni Cristo que lo fundó...? Pues si hay algún necio que crea otra cosa, déjalo y con su pan se lo coma.
Corolario de estas generosas palabras, las más juiciosas, las más cristianas y quizás las más elocuentes en su sencillez que yo había oído en mi vida, fué la idea de asistirme en mi enfermedad y de socorrerme en mi pobreza. Me impresionó tanto, tanto lo que aquel bruto me dijo con su lenguaje sin retóricas y su lealtad sin estudio, que le dí un fuerte abrazo y le besé como á un niño. Lo mismo habría hecho con su mujer, sin reparo ni malicia alguna. Sí, eran mis hijos; serían mis herederos, si algo podía salvar de entre los escombros de mi fortuna.
Mis inquietudes con respecto al pago de las letras no se calmaban con las seguridades que me daba Severiano de arreglar este asunto. «¿Pero cómo, pero cómo...?» Díjome que había conseguido arrancar á Villalonga unos tres mil duros, y que él, por sí, había reunido cinco. ¿Y qué hacíamos con tal miseria? Mirándome flemático, me declaró lo que sigue:
—No te lo quería decir. Pero es preciso que lo sepas. La cantidad está completa. ¿A que no aciertas de dónde ha venido este socorro salvador?... No habrá más remedio que cantar claro... De tu prima Eloísa.
La impresión recibida por mí al oir esto, fué de tal modo fuerte que, valiéndome de las extremidades de un solo lado, me eché de la cama. Con gritos y gestos expresaba yo mi terror, mi vergüenza y la resolución de no admitir aquella ofrenda. Hizo mi amigo esfuerzos por calmarme. Ramón y él me vistieron. Pusiéronme luego en mi sillón como un muñeco, y allí aguanté la rociada de palabras y razonamientos que me echó Severiano.
—Tu situación no es para esos humos ni para que nos andemos con escrúpulos tontos. Estás en el caso de aceptar lo que venga sin mirarle la cara... Después pagarás y pax Christi... Cuando ví la cosa fea, me fuí á casa de Eloísa. Encontrémela muy afligida, pensando en tí, en tu ruina corporal más que en tu pobreza, y me obsequió con la mar de lágrimas y suspiros.p. 331 «Venderé todo lo que tengo, por sacarle de su compromiso.» «Pues empiece usted.» La verdad, chico, lo que en la casa ví más me revelaba propósitos de engrandecimiento que de liquidación. Enseñóme un cuadrángano grande que había comprado el día anterior y otras preciosidades... «¿Y cuánto hace falta?» me preguntó con aquella vocecita cristalina... Quedamos por fin en que si me buscaba diez mil duros, tu firma quedaría en salvo. Miró un rato al suelo, el ceño fruncido. «¡Mucho es!» dijo suspirando, y echando miradas de amor á sus cachivaches. En fin, chico, ¿para qué andar con rodeos?... ¿te lo digo?... Pues allá va. Sin vender ni un alfiler, me trajo ayer los diez mil duros. Se los ha dado Sánchez Botín.
Empecé á echar sangre por la boca, porque me mordí la lengua. No puedo pintar la turbación que me causaba aquel socorro que me venía de la prostitución elegante, aquel rechazo de mis vicios de antaño. Toda la saliva que yo había escupido á la faz de la sociedad y de la ley, me caía ahora en la cara, causándome indecible repugnancia. No fué preciso que Rodríguez me diera más explicaciones, pues el caso se me presentó en todo su horror elocuente. La prójima se había vendido por una suma destinada á salvarme del conflicto. Parecíame que los tres, Eloísa, Botín y yo, éramos igualmente despreciables, odiosos y viles, y que formábamos una sociedad de envilecimiento comanditario para socorrernos por turno. Porque yo sabía muy bien cuánto repugnaba á Eloísa el tal Sánchez Botín y el asco que ante él sentía, y la oí decir más de una vez: «Si mep. 332 ponen en la alternativa de querer á todos los soldados de un regimiento uno tras otro, ó vivir dos horas con ese orangután, opto por lo primero.» Y para que se vean las raíces que la pasión del lujo tenía en su alma: puesta en el caso de vender sus últimas adquisiciones de trapos y arte decorativo, no tuvo valor para ello, y apechugó con el aborrecible, asqueroso é inmundo estafermo que la perseguía. Creédmelo: si me hubieran dado una bofetada en la calle, no lo habría sentido como sentí aquello. No hay ultraje que se compare al de un favor que no se puede agradecer.
Y Severiano no se mordió la lengua para darme detalles:
—Por debajo de cuerda he sabido que Botín no le dió más que seis mil duros. Siempre miserable. Está por la carne barata. Este hombre se me ha parecido siempre á una chinche. Es para cogerle con un papel y tirarle, dando á otra persona el encargo de matarle. La idea de verle reventar delante de mí me pone nervioso... Pues sí, seis mil duros nada más. El resto lo juntó como pudo, con ayuda de su prendera, y llevando al Monte y á las casas de préstamos algunas cosillas... ¡Cuando me lo trajo estaba más contenta...! Pero se le conocía en la cara la repugnancia de la pócima... ¡Pobre mujer! su trabajo le ha costado... Y no consintió por ningún caso en que le diera recibo, ni quiere interés. «No es préstamo —me dijo lo menos veinte veces—: es regalo, es restitución...» Pero me dió á entender que no deseaba se te ocultase que á ella debías su salvación. Tiene el orgullo de su rasgo.
Nada, nada: yo no podía aceptar aquel injurioso, infame favor. Mi conciencia se sublevaba;p. 333 se me venían á la boca expresiones airadas y terribles. Mi honor, mi honor antiguo, superior á las contingencias y asechanzas que le tendían mis vicios, quería mandar en jefe en mis acciones. Antes todos los males que aquel arrimo ó protección indecorosa de una mujer que pagaba mis deudas con el dinero de sus queridos. Creo que en aquel trance me expresé sin dificultad; al menos yo dije á Severiano todo lo que quería decirle.
—Por Dios y por tu vida y por lo que más ames, hazme el favor de devolver el dinero á esa mujer, y le dices de mi parte... No, no le digas nada; no hay más que devolvérselo diciéndole que no se necesita. Búscalo por otra parte: vende ó empeña hoy todos mis muebles. Mira que esto es una deshonra que no puedo soportar. Prefiero el protesto de las letras, hacer un arreglo y pagarlas después á plazos ó como se pueda. Severiano, amigo querido, líbrame de este bochorno: por Dios te lo pido... Saca ese dinero de mi mesa y echa á correr. Llévaselo. Dios nos recompensará esta delicadeza... Me considero el primer desgraciado del mundo y el número uno entre todos los miserables habidos y por haber.
En la cara le conocí que no quería contrariarme. Sus palabras conciliadoras diéronme esperanzas de que haría lo que le mandaba.
—Bueno, hombre, no te apures. Si lo tomas así... A mí, en tu lugar, no me daría tan fuerte... Creo muy difícil que hoy se pueda reunir lo que necesitas. La opinión exagera siempre, y á tí te tiene hoy todo el mundo por más tronado de lo que estás. Yo pongo mi cabeza en un tajo á que no hay en Madrid quien te preste dos reales, teniendo yap. 334 hipotecada la casa... En cuanto á tus muebles, ¿qué quieres? ¿que traiga á los prenderos? Pues vendrán, y verás cómo no te dan arriba de dos ó tres mil duros... por lo que vale siete ú ocho mil. No hay solución por ese lado... Pero pues tú lo quieres, devolveré los diez mil á Eloísa, con tal que te sosiegues, que no te excites... Mira que te vas á poner peor.
Demasiado lo conocí. Sentíme bastante mal aquel día; y después de lo que hablé atropellada y dificultosamente, la lengua me hacía cosquillas y se declaraba en huelga completa, negándome hasta los monosílabos. Pasé una tarde cruel, observando lo que hacía Severiano, deseando verle abrir el cajón de la mesa y salir con el nefando dinero. Tuve muchas visitas al anochecer. Todos me encontraron peor, aunque no me lo decían. En torno mío no había más que caras lúgubres, en que se pintaba el presagio de mi fin desgraciado.
Y al siguiente día ví á mi amigo sacar manojos de billetes y pasar al despacho.
—¿Qué has hecho? —le pregunté cuando volvió á mi lado.
—¿Qué había de hacer? Pagar las letras —me respondió mostrándomelas—. Aquí las tienes, con el recibí de Lafitte... Y no me preguntes más, ni hagas el puritano. No están los tiempos para boberías de azul celeste. Hay que tomar las cosas de la vida como vienen, como resultan del fatalismo social y de nuestros propios actos. Todo lo demás es música, chico; viento, y echarse á volar por las regiones etéreas.
Sentí que estos argumentos me anonadaban, y no expresé ninguna opinión. Yo temblaba alp. 335 pensar que Eloísa iría á verme como en solicitud de mis gratitudes; y por lo mismo que lo temía tanto, ocurrió este desagradable caso. Aquella noche recibí su visita cuando no había ninguna otra; y aunque mi primera intención fué rechazarla, mi conciencia, turbada por angustiosas perplejidades, no lo pudo hacer. Habiendo aceptado el favor, no tenía derecho á arrojar sobre él la ignominia. Yo lo merecía; me lo había ganado, y si me mostrara desagradecido, resultaba más desagradecido de lo que realmente era. Calléme ante la prójima. No hacía más que mirar al suelo, sin duda por ver dónde estaba mi cara, que debió caérseme de vergüenza. Tuve, pues, que dejarme estrechar la mano, y estrechar también un poco la suya; y aunque me vinieron ganas de empujar su frente y su busto lejos de mí, no pude hacerlo. ¡Ay! me olió á estafermo sucio y perfumado con ingredientes innobles; olióme á baratería, á barbas mal pintadas, á dinero amasado con sangre de negros esclavos, á infamia y grosería, á sordidez y á ojos de carnero agonizante. Pero tal como resultaban, transfiguradas por mi mente, las caricias de la prójima, tuve que tragármelas. ¡Qué había de hacer sino beberme aquello y lo demás que saliese, si era la lógica, y contra la lógica que viene en forma de hiel dentro del cáliz de nuestras vicisitudes, no se puede nada, ni hay más solución que cerrar los ojos, abrir bien las tragaderas... cuatro muecas, y adentro!... Algunos revientan; otros, no.
—A todos nos llega, tarde ó temprano, nuestro sorbo de jieles —me dijo Severiano, cuando solos hablábamos de esto—. Yo también he tenido que apechugar... sólo que mi potingue me pareció al principio muy amargo, y ahora se me vuelve dulce... Pero no te digo más. Esto es una charada. La solución en el próximo número.
No le contesté nada, porque aunque empezaba á recobrar la palabra, no quería hablar ni aun delante de mi amigo de más confianza. Dirélo claro: mi voz me era odiosa, antipática, y valía la pena de condenarme á perpetuo mutismo por no oirme yo mismo. La verdad, señores: la voz que me quedó después de la horrible crisis era inaguantable; una voz atiplada, chillona y aguda, que me recordaba la de los cantores de capilla. Cuando me hice cargo de este fenómeno, entróme horror y asco de mi propia palabra. ¡A qué pruebas me sujetaba Dios! Comprendía el no vivir más que á medias, el ser un Nabucodonosor, el no tener otras sensaciones que las de la comida, el no poder andar sin auxilio; pero hablar de aquella manera... francamente, y con perdón de la Justicia Divina, me parecía demasiado fuerte. Dicho se está que ni que me asparan chistaba yo delante de nadie, mucho menos delante de Camila.
—¿Por qué estás tan callado? —me decía ésta—. Ramón me ha dicho que ya pronuncias. ¿Qué te pasa, que estás ahí con ese lápiz, pudiendo expresarte bien?
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—No creas á Ramón, borriquita —escribí—. Me he quedado absolutamente mudo. Mejor: así estoy seguro de no decir ningún disparate.
—De poco te valdrá no decirlos si los piensas —me contestó con admirable sentido.
¡Y qué observación tan oportuna! Sobre esto de pensar disparates tengo que relatar una cosa que no quisiera se me quedase en el tintero. Una mañana que estábamos solos Severiano y yo, le dije, no recuerdo si por escrito ó con mi famosa vocecilla, que hallándome amenazado de un segundo ataque, mortal de necesidad, quería hacer mis disposiciones. Lo que salvara de mi fortuna dejaríalo íntegro á Camila y Constantino. A mi amigo le pareció muy natural, y entonces dije yo:
—Quizás esta herencia les perjudique en su opinión. ¿De qué manera se evitaría?
—No me ocurre ninguna.
—¿Te parece que en mi testamento nombre heredero al niño que va á tener Camila?
—¡Claro, tu nene...!
Lo dijo con tal acento de convicción, que creí que me apuñalaba. Protesté con gritos roncos y con gestos convulsivos.
—Infame calumniador, si no te retractas, te muerdo. ¿Tú sabes la atrocidad que has dicho...?
Hablé mucho, gemí é hice garabatos, sin poder convencerle. ¡Desgracia mayor! Yo me daba á los demonios.
—Tú mismo has confirmado lo que yo sospechaba —aseguró mi amigo con su calma habitual—. La otra noche, á eso de las doce, dormías, y en sueños dijiste: ¡Belisario... hijo mío! y con una expresión de cariño, con un tono de padrazo bop. 338nachón y meloso... Parecía que estabas besando al pobre angelito que no ha nacido todavía, ni nacerá hasta Noviembre, según dijo ayer su mamá.
—¿De veras que pronuncié yo esas palabras? —dije, quedándome como lelo—. Pero, hombre, ¿no sabes que soy idiota? ¿No sabes que soy una bestia...? Es triste que mis ladridos se tomen por razones, y mis absurdos por verdades.
No hablé más, porque el horror de mi voz de tiple me impuso silencio. Más adelante enjareté á Severiano tantos y tantos argumentos en defensa de Camila, que al fin me parece quedó convencido.
Pero estuve confuso mucho tiempo, pensando en que si yo no decía disparates despierto, en sueños no sólo los pensaba, sino que se me salían por la boca. ¿Me habría oído Camila aquel desatino y otros tal vez? ¿La frase suya de los disparates pensados provenía de haberme oído hablar cuando dormía? Esto me puso en gran desasosiego. Yo no recordaba nada de lo que soñaba. ¡Tremenda cosa tener que acusarme de actos de que era, en rigor de conciencia, irresponsable! La conciencia de antaño seguía sin duda funcionando por sí y ante sí, á pesar de no estar ya vigente. La ley nueva me eximía de responsabilidad; pero aun así no estaba yo tranquilo. Encargué á Ramón que me despertase si me sentía hablar de noche, y á Severiano le dije:
—Voy á dormir; coge mi bastón, ponte en guardia, y si me oyes alguna barbaridad, pega. Es el animal que gruñe.
Porque, lo digo con orgullo, no sé lo que me pasaría en aquellas misteriosas, obscuras y siemp. 339pre veladas regiones del sueño; pero despierto era yo la persona más buena del mundo. Creedlo: tenía todas las virtudes, toditas; me atrevo á decir que era un santo. Fuera de aquel cariño paternal que sentía por los Miquis, en mí no había ninguna pasión. No deseaba el mal de nadie, no se me ocurría seducir á ninguna casada ni engañar á ningún esposo. Hasta me pasó por las mientes, en aquellos entusiasmos de mi virtud fiambre, que si recobraba la salud, debía escribir una obra sobre los inmensos bienes de la templanza, haciendo ver los perjuicios que para el cuerpo y el alma acarrea la contravención de esta divina ley, y abominando de los que la tienen en poco. Y cuando mis tíos Rafael y Serafín iban á verme, departía con ambos (perdido el miedo á la fealdad de mi órgano vocal) sobre lo deliciosa que es una vida consagrada exclusivamente al bien, y echaba mil pestes contra los tontos que no saben meter en un puño las pasiones humanas. Como saliera de la boca de mis tíos alguna anécdota sobre la cual pudiera yo hacer pinitos de moral, al punto los hacía, poniendo á los viciosos y libertinos como ropa de Pascua; subiendo hasta el cuerno de la luna á los virtuosos, comedidos y morigerados, y descargando al fin todo el peso de mi indignación sobre los hombres infernales... sí, infernales (no me cansaría de emplear este duro calificativo), que llevan la perturbación al hogar ajeno y siembran por el inmenso campo de la familia humana las perniciosas semillas...
No sigo, porque me remonto demasiado. Mis nobles tíos abundaban en mis sanas ideas. Amp. 340bos estaban tan arrumbados físicamente como yo, igualándome en planes de virtud y en limpieza de conciencia. Las cosas que decían en coro conmigo debieran escribirse; pero no las escribo. Eramos tres sabios, filósofos ó santos que trabajábamos en el triple trapecio de la moral universal; y si no veía yo en nuestra trinca famosa á Sócrates, á San Gregorio Nacianceno y á Orígenes departiendo como buenos amigos, el demonio me lleve.
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Final.
Ya es tiempo. Voy á concluir.
La aplicación de la electricidad, hábilmente hecha por Augusto en los meses de Junio y Julio, fué de grande eficacia, si no para curarme, pues esto era imposible, para sostenerme un poco, alargándome la vida y haciendo más llevaderos los días que me restaban. Porque sobre la proximidad de mi fin ya no podía tener duda. Lo único que podía esperar del esmerado tratamiento de mi joven y sabio médico, era tirar tres ó cuatro meses más, si bien él, llevado de esos impulsos caritativos que tan bien se hermanan con la ciencia, aseguraba responder de mi curación completa.
Recobré, pues, la palabra, aunque de la manera imperfecta que he dicho. Advertí despejo y claridad en las ideas; me volvió la memoria, quedándome sólo la mortificación de no poder recordar ciertos nombres, y el lado izquierdo dió algunas señales de vida, cosquilleando primero y desentumeciéndose después un poco. El movimiento, señal primera de la vida, me fué conp. 342cedido, aunque de tan rudimentario modo, que sólo á gatas hubiera podido andar sin auxilio ajeno. Para andar como los seres que deben á la facultad de tenerse en dos pies el privilegio de cobrar el barato en la Creación, necesitaba del apoyo de otro bimano. Resistíame á salir á la calle, por coquetería y presunción; pero tanto insistió Augusto en que debía salir, que no tuve más remedio que exponer mi lastimosa personalidad á las miradas compasivas, indiscretas ó quizás burlonas de mis semejantes. Lo que esto hería mi amor propio no es para contado, pues poniéndome en lugar de los transeuntes, me miraba, me tenía lástima y aun me chanceaba un poco de mi extraña figura. Si no me vísteis á mí, habréis visto sin duda á otro prójimo herido del mismo mal, y podréis figuraros cuál era mi facha, encorvado el cuerpo, la cabeza cayendo de un lado, el mirar estúpido, el rostro encendido, la boca abierta, las piernas tan torpes, que á pasito corto necesitaba media hora para andar cien metros. Los paseos, no obstante, me sentaron tan bien, que á los dos meses de salir á la calle ya era otro hombre, y me gobernaba solo algunos ratos con ayuda de un fuerte bastón. El espejo díjome que no tenía ya tan pintada en mi cara la imbecilidad, y con este remedio de la naturaleza y los esfuerzos que hice para componer mi fisonomía, creo que no iba del todo mal.
Determiné no salir el verano. El calor no me molestaba mucho; y además, ¿á dónde iba yo con aquella traza y tanto entorpecimiento, y el estorbo de mi propia invalidez? Antes de marcharse, allá por los comienzos de Julio, dióme Sep. 343veriano la solución de su charada. Yo había comprendido que la tabla de salvación de que me habló era matrimonio con alguna joven rica; pero no sabía quién era la providencial novia, ni lo habría adivinado jamás si él no me lo dijese, dejándome estupefacto. Creo que mis lectores se pasmarán, como yo me pasmé, cuando lean aquí que la tabla de Severiano era Esperancita, la hija mayor de don Isidro Barragán. De modo que ingresaba en el seno de la que él llamaba familia reventativa, y tendría por papás á Partiendo del Principio y No Cabe Más, personas de quienes se había reído tanto. Ya no me quedaba nada que ver en el mundo. Había visto la maravilla más grande en el orden moral, Camila; había visto el portento de las palinodias, la boda de mi amigo. Ya podía morirme satisfecho. Y este paso revelaba tanta habilidad como saber mundano. El himeneo con una de las primeras herederas de Madrid era su salvación. Estaba decidido á ser juicioso y buen marido y acabado modelo de ciudadanos y padres de familia. Como me dijera que su novia era una excelente muchacha, cariñosa, sencilla, modesta, inclinada á las virtudes caseras y á los sentimientos apacibles, tomé pie de esto para enjaretarle una plática muy linda sobre las ventajas del vivir ordenado y de la paz doméstica. ¡Qué cosas tan buenas, tan profundas y cristianas le dije! Si el Espíritu Santo no hablaba por mi boca torcida, faltaba muy poco para la efectividad de este fenómeno. Prometió él tener muy en cuenta mis exhortaciones, añadiendo que ya sentía en su alma toda la verdad de ellas antes de que yo me metiese á predicador. En cuanp. 344to á la desagradable circunstancia de ingresar en la familia reventativa, Severiano sostenía estóicamente que el sér humano tiene el don de acomodarse á todo; es animal de costumbre que sabe atemperarse á los más extremados y contrapuestos climas, á las civilizaciones más refinadas como á las absolutamente negativas. Partiendo de este principio, no le sería imposible ser yerno de Barragán y de doña Bárbara, pues si al pronto esta parentela le había de ser menos grata que una camisa de fuerza, poco á poco se iría jaciendo y concluiría por encontrarse allí como el pez en el agua. La boda se verificaría en Octubre. También supe que Victoria, de quien yo no me había dejado vencer, se casaba con un sobrino de Arnáiz. Me alegré mucho, y les deseé de todo corazón mil felicidades.
Habiéndome quedado casi solo en Julio y Agosto, sin más compañía que la de aquellos pedazos de mi corazón, Camila y Constantino, pensé en continuar mis Memorias, interrumpidas en la parte de mi vida que, á mi modo de ver, merecía más los honores de la narración. No me era difícil escribir, pues mi mano derecha conservábase expedita; pero se cansaba pronto, y los trazos no eran muy correctos. La inteligencia y la memoria me ayudaban bien; púseme á la obra, y con lentitud proseguí aquel trabajo. Pronto hube de valerme, para andar más á prisa, de un amanuense que me depararon Dios y mi tía Pilar, hombre que me venía como anillo al dedo para el caso. Llamábase José Ido del Sagrario, y tenía una letra clara, hermosa, si bien un poco floreada y como con tendencias á criar pelo por los inp. 345finitos rasgos que por arriba y por abajo salían de los renglones. Pero era miel sobre hojuelas aquel hombre, y con sólo mirarme adivinábame los pensamientos. Tal traza al fin se daba, que contándole yo un caso en dos docenas de palabras, lo ponía en escritura con tanta propiedad, exactitud y colorido, que no lo hiciera mejor yo mismo, narrador y agente al propio tiempo de los sucesos. Con ayuda de tal hombre, los diferentes lances de mi ruina y mi enfermedad salieron como una seda. Decíame Ido que él era del oficio; que si yo le dejara meter su cucharada, añadiría á mi relato algunos perfiles y toques de maestro que él sabía dar muy bien; pero no se lo permití. Por ningún caso introduciría yo en mis Memorias invención alguna, ni aun siendo tan llamativa como todas las que brotaban del fecundísimo cacumen de mi escribiente. Yo ponía mis cinco sentidos en el manuscrito, temeroso siempre de que él se dejara arrastrar de su desbocada fantasía, y puedo asegurar que nada hay aquí que no sea escrupuloso traslado de la verdad. La única reforma que consentí fué variar los nombres de todas las personas que menciono, empezando por el mío; variación que realizamos con pena, pues me gustaría llevar la sinceridad á sus últimos límites.
Bien quisiera yo que estas Memorias ofreciesen pasto de curiosidad é interés á las personas que buscan en la lectura entretenimiento y emociones fuertes. Pero no he querido contravenir la ley que desde el principio me impuse, y fué contar llanamente mis prosáicas aventuras en Madrid desde el otoño del 80 al verano del 84, sup. 346cesos que en nada se diferencian de los que llenan y constituyen la vida de otros hombres, y no aspirar á producir más efectos que los que la emisión fácil y sincera de la verdad produce, sin propósito de mover el ánimo del lector con rebuscados espantos, sorpresas y burladeros de pensamientos y de frase, haciendo que las cosas parezcan de un modo y luego resulten de otro. Y no me habría sido difícil, sobre todo contando con la experta mano de mi inteligente pendolista, alterar la verdad dentro de lo verosímil en beneficio del interés. Porque ¿qué cosa más hacedera que suponer á Camila vencida de mis gracias personales, ó figurarla al menos vacilante, fluctuando entre el deber y la pasión, jugando al hoy te quiero, mañana no? ¿Pues qué diré de un buen golpe de escenas en que mi borriquita se me entregara, y en el momento de la entrega se me muriera en los brazos, sin saber por qué ni por qué no, quedando así burlados mis apetitos... ó bien que Cacaseno y yo nos diéramos una buena comida de sablazos ó espadazos en el llamado campo del honor y que yo le matase á él, enredándome después con su viuda, de lo que resultaría pronto el hastío de ambos y una buena ración de dramáticos remordimientos? En tal caso haríamos la moral de la fábula tirándonos los platos á la cabeza; y luego vendría Eloísa, que de la noche á la mañana se había vuelto virtuosa y estaba en camino de hacerse Magdalena de pechos al aire y melenas largas, y nos echaba un sermón diciéndonos que allí teníamos las resultas de nuestro crimen, que nos miráramos en su espejo y pensáramos en arrepentirnosp. 347 é irnos á un yermo á darnos de zurriagazos, como pensaba hacer ella si el Señor le daba vida... Bien quisiera, repito, que en este campo de la fresca verdad nacieran todas estas hierbas, que son el forraje de que se apacientan los necios; pero no puede ser, y lo escrito, escrito está.
Con la inmensa dote que le llevó Esperancita, desempeñó Severiano su propiedad inmueble, y me entregó religiosamente los ochenta mil duros que le presté en Mayo con hipoteca de las Mezquitillas. De los Hijos de Nefas y de los Hermanos Roldán logré, en virtud de un arreglo, la mitad del valor de mis créditos, con lo cual pagué á Medina, á Eloísa, á María Juana y otros picos. En el reparto de los despojos de Torres, Medina no salió mal, y mi excelsa prima vió entrar por la puerta de su casa el famoso espejo biselado. ¡En él se miraría!... A mí tocáronme sólo unos diez y siete mil duros. Reuní, amasé y consolidé estos míseros restos de mi fortuna, y con ellos y la casa quedóme un capital limpio y sano de tres millones de reales, de los cuales, por testamento que otorgué en Madrid en Septiembre de 1884 ante el notario don Francisco Muñoz y Nones, serían únicos herederos Camila y Constantino. Nombré albaceas á Severiano, á Trujillo, á Arnáiz y al general Morla, y me quedé tranquilo, diciendo: «Gracias á Dios que he hecho una cosa buena en mi vida.»
Aún me bullían en la conciencia los escrúpulosp. 348 de herir la delicadeza de mis queridos amigos transmitiéndoles mis bienes. Consulté el caso con la propia Camila, quien, con noble sinceridad, me dijo:
—No hables de morirte; yo no quiero que te mueras. Pero si te empeñas en ello y me nombras tu heredera, no haremos la gazmoñería de rechazarlo por una papa ó calumnia de más ó de menos. Nuestra conciencia está en paz. ¿Qué nos importa lo demás? Si algún estúpido sin vergüenza cree que me dejas tu fortuna por haber sido tu querida, Dios, tú y yo sabemos que me la dejas por haberme portado bien.
Me entusiasmó. Le cogí la cara por la barba y le dí un beso, el primero que le había dado en mi vida, tan casto y puro que no lo sería más si hubiera sido ella mi nieta, es decir, dos veces hija. Y lo parecía. Yo estaba viejo, caduco, sin vislumbres de nada varonil en mí; no tenía en mi sér sino la discreción, la gravedad senil, y un desmedido apetito de aplaudir sin tasa los actos de virtud. En esto iba cada día más lejos, y á todo el que me parecía honrado y prudente en cualquier respecto, le manifestaba mi admiración, le aplaudía y le alentaba con aires patriarcales á seguir por aquel saludable camino, único que á la Bienaventuranza eterna conduce.
Cuando Camila y yo hablamos lo que expresado queda, estaba ya ella en meses mayores. Pero conservaba su agilidad, y atendía á mis cosas con tanta solicitud como siempre. Había yo puesto en sus manos todos mis asuntos domésticos; era mi administradora, mi ama de gobierno y mi hermana de la Caridad. A principios de Noviembre la eché muy de menos; pero tuve quep. 349 resignarme por ley de la Naturaleza á la soledad en que me tuvo durante quince días. El 6 de Noviembre muy de mañana me dijo Ramón que la señorita estaba de parto. ¡Qué afán el mío y qué mal rato pasé, temiendo que no estuviese tan expeditiva como su complexión firme daba derecho á esperar! Pero fué obra de poco tiempo, y aquella sin par hembra, destinada á ennoblecer el linaje humano y á fundar una dinastía de gloriosos borriquitos, se portó como quien era. El mismo Constantino bajó desalado á darme la noticia.
—¿Conque ya tenemos á Belisario? —le dije, abrazándole, sin esperar á que contara el caso.
—Sí; pero no sabes lo mejor...
—¿Qué?
—Que cuando la comadre recogió á Belisario, creyendo el lance concluído, oímos á Camila gritar: «queda otro.»
—¿Otro?
—Sí; y salió César más pronto que la vista, y tan listillo y con tan mal genio como su hermano.
—¡Dos! Pues, hijo, si seguís así, vais á llegar á la Z...
Sintiéndome cada día más caduco, y temeroso del segundo ataque, cuidéme de revisar mis Memorias y de ver si Ido del Sagrario me había deslizado en ellas alguna tontería. Mas nada sorprendí en aquellos bien rasgueados renglones que fuera disconforme á mi pensamiento y á lap. 350 exactitud de los casos referidos. De acuerdo con Ido, remití el manuscrito, puesto ya en limpio y con los nombres bien disimulados, á un amigo suyo y mío que se ocupa de estas cosas, y aun vive de ellas, para que lo viese y examinara, disponiendo su publicación si conceptuaba digno del público mi mamotreto... Hoy ha venido el tal á verme; hablamos; le invito á escribir la historia de la Prójima, de la cual yo no he hecho más que el prólogo, á lo que me contesta que aunque ya no le hace caso Pepito Trastamara, ni tiene esperanzas de ser Duquesa, bien vale la pena de intentar lo que yo le propongo. De otras muchas cosas hablamos, extendiéndome mucho en todo lo concerniente á la forma y manera de imprimir estas obscuras páginas. La primera condición que pongo es que no serán publicadas mientras yo viva. Después de mi muerte, puede darse mi amigo toda la prisa que quiera para sacarlas en letras de molde, y así la publicación del libro será la fúnebre esquela que vaya diciendo por el mundo á cuantos quieran saberlo que ya el infelicísimo autor de estas confesiones habrá dejado de padecer.
FIN DE LA NOVELA
Madrid, Noviembre de 1884-Marzo de 1885.
p. 351
Páginas. | |||
XVI. | — | De cómo al fin nos peleamos de verdad. | 5 |
XVII. | — | Sigo narrando cosas que vienen muy á cuento en esta verdadera historia. | 19 |
XVIII. | — | De los diferentes procedimientos usados por los madrileños para salir á veranear. | 37 |
XIX. | — | Idilio campestre, piscatorio, nadante, mareante y trapístico. — Mala sombra de todos los idilios de cualquier clase que sean. | 63 |
XX. | — | Doy cuenta de la agravación de mis males y del remedio que les aplico. — Gonzalo Torres. | 89 |
XXI. | — | Los lunes de María Juana. | 115 |
XXII. | — | Varias cosillas que no debo dejar en el tintero, y la enfermedad de Eloísa. | 151 |
XXIII. | — | De la más ruidosa y desagradable trapisonda que en mi vida ví. | 211 |
XXIV. | — | Las liquidaciones de Mayo y Junio. | 255 |
XXV. | — | Nabucodonosor. | 307 |
XXVI. | — | Final. | 341 |
Nota de transcripción