Title: Plick y Plock
Author: Eugène Sue
Translator: Tomás Orts-Ramos
Release date: August 23, 2009 [eBook #29770]
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at http://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACION»
TRADUCCIÓN DE
BUENOS AIRES
1919
Derechos reservados.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
Prefacio | |
KERNOK EL PIRATA | |
I. | —El degollador y la bruja |
II. | —Kernok |
III. | —La buena ventura |
IV. | —El brick «El Gavilán» |
V. | —Regreso |
VI. | —La partida |
VII. | —Carlos y Anita |
VIII. | —La presa |
IX. | —Orgía |
X. | —La caza |
XI. | —El combate |
XII. | —Sigue el combate |
XIII. | —Los dos amigos |
XIV. | —La misa de difuntos |
EL GITANO | |
I. | —El barbero de Santa María |
II. | —La corrida de toros |
III. | —El gitano |
IV. | —Las dos tartanas |
V. | —La blasfemia |
VI. | —La monja |
VII. | —El levante |
VIII. | —La «Urna de San José» |
IX. | —El relato |
X. | —El prodigio |
XI. | —Amor |
XII. | —La capilla ardiente |
XIII. | —El garrote |
XIV. | —Maestro Plok |
15 enero 1831.
A través de la profunda concentración que cautiva todos los intereses en un orden de ideas graves y elevadas, el autor de estos relatos espera deslizarse inadvertido entre el mundo literario. Después, habiéndose asignado fecha y lugar, como tantas honradas gentes a las que se encuentra, pasadas nuestras largas tormentas sociales, colocadas muy alto en la opinión de un gran número, aspira a colocarse, como ellas, en una decente reputación negativa, nublada al silencio de la crítica y a la oportunidad de los grandes acontecimientos, tan favorable a los espíritus mezquinos.
Porque la carrera de esos veteranos de que hablamos ha sido plena, entera, honrada, gracias a su ancianidad que en la literatura prueba el mérito, casi lo mismo que un costurón prueba el valor.
El tranquilo porvenir, la dulce y perezosa quietud de esos gruesos canónigos de la literatura, han engolosinado de tal modo al autor de este libro, que se apresura a inscribirse como profeso, en su orden, estimando que las mismas circunstancias llevarán sin duda un día a los mismos resultados.
Un certificado de vida literaria es, pues, toda la ambición del autor.
Dicho esto, continuemos.
Antes de Cooper, hubiera tenido, quizá, la audacia de intentar interesar al público francés en las costumbres, en los caracteres que no despiertan en él ninguna simpatía. Ignorante, además, de las costumbres marítimas, le sería verdaderamente imposible apreciar la exactitud de los cuadros que se desarrollaran ante sus ojos.
Por la topografía de su país y gracias a su política, los americanos estaban llamados, mejor que nadie, a comprender todo el alcance del genio de Cooper. ¿Es que no hay en sus creaciones más que una obra de artista? ¿No existe un profundo pensamiento patriótico en el género que ha encontrado? Este género es una expresión de los deseos, de las necesidades, de la potencia de los Estados Unidos; es la historia de los Estados Unidos dramatizada.
Por ello, ved si de Nueva Orleáns a Boston hay un corazón que no lata, una frente que no se coloree, cuando se leen esas bellas páginas en las que se pintan las luchas de esa salvaje y vigorosa América, cuya religión fue la de permanecer libre bajo su hermoso cielo, en medio de sus ricas selvas, sobre su suelo virgen, y de rechazar hasta su brumosa isla a la aristocrática Inglaterra, llena de prejuicios, abrumada por sus viejos sistemas de colonización.
A causa de nuestra indiferencia por el mar, nuestras glorias navales son casi ignoradas en París. Bonaparte había visto que le era imposible luchar directamente con Inglaterra. Le era necesario reunir a cada momento todas sus fuerzas para aplastar al enemigo en el continente. Si la marina tuvo una plaza secundaria en sus combinaciones, fue porque por dos veces sus almirantes perdieron los navíos de Francia, y porque, para servirnos de una de las expresiones de Napoleón, una flota no se improvisa como un ejército. Por esta causa, a pesar de algunos admirables combates parciales sostenidos por nuestros marinos, la fama no ha tenido voz más que para celebrar la gloria de nuestro ejército de tierra.
Y esto fue una grave injusticia como arte y como política.
Como política, porque la mayoría de los hombres creen lo que leen, porque los relatos de nuestras victorias marítimas, adornadas por la literatura, poetizadas, exageradas quizás, hubiesen acabado por darnos a nosotros mismos una idea de nuestra importancia marítima. Este sentimiento se hubiera infiltrado entre las masas en Francia y en el extranjero; esta fe nacional hubiese producido grandes resultados, sin duda; porque se equivocaría, creo, el que pensase que las historias, las novelas, las memorias sobre las conquistas de Bonaparte no han aumentado nuestras fuerzas morales en el interior, nuestra potencia en el exterior.
Y además, ¡si se supiese de qué modo las costumbres marítimas son nuevas y picantes! ¡qué pocas cosas hay tan singulares, curiosas y dignas de estudio como el interior de un barco! ¿No es éste un resumen de todos los conocimientos, de todas las artes, de todas las industrias humanas? ¿No es una obra que prueba a cuánta altura puede elevarse nuestra inteligencia?
Sobre todo, constituyen un campo digno de estudio esas costumbres, esos afectos, esos odios floreciendo sobre frágiles tablas, y esos caracteres puestos ásperamente de relieve por el aislamiento, por la concentración; y esa fisonomía moral de un pueblo acusada allí más vigorosamente que en parte alguna, porque, en aquella vida incesantemente peligrosa, el hombre, menos gastado por las costumbres de una civilización decrépita, reproduce más vivamente el tipo impreso a cada raza por la Naturaleza.
¡Y los marineros!... ¡Qué estudio para el que los comprende, para el que sabe bucear en la profundidad de sus almas! Es un pueblo poderoso y débil a la vez: tan pronto furioso como un soldado el día de pillaje, tan pronto tímido e ingenuo como un niño, cuando la embarcación se mece perezosamente en la calma; en el mar, resistente a todas las pruebas, el marinero soporta las privaciones con un desdén, con una firmeza estoicas; en tierra, sumergiéndose en todos los excesos, se entrega al placer con un ardor que se puede comparar más que con el vigor de organización desplegado en delirantes orgías: a bordo, durmiendo sobre el puente, corriendo en lo alto de un palo; en tierra, llevando los refinamientos y el lujo de la mesa hasta un grado inaudito, disipando en ocho días el fruto de dos años de ahorros forzosos.
Y en efecto, el marinero, ese pobre hombre, ¿no debe olvidar en un alegre festín, que acaba con su oro, sus largos cuartos de noche[1] durante los cuales temblaba bajo la escarcha? ¿y esas horas de tempestad, cuando, balanceándose sobre una verga, contemplaba sonriendo el remolino que amenazaba tragarle? ¿y esos días miserables en que, prisionero en un lugar estrecho y malsano, ha carecido de aire, de agua, de pan, de esperanza y de luz?...
¡Pobre hombre, mañana ya no tendrá más oro! ¡mañana no más vino humeante y generoso, no más muelle cama, no verá ya a la muchacha riente y loca! ¡mañana, no más alegres espectáculos que ensanchaban su franco y jovial rostro, siempre granujiento, enrojecido, radiante!...
¡Se acabó todo!
Mañana, pobre marinero, besarás a tu vieja madre entregándola escrupulosamente una parte sagrada de tus ahorros; porque una hermosa hostelera de ojos brillantes, de cabellos negros, se esforzará en elogiarte aún la calidad superior de su grog, el perfume de su tabaco y sus platos apetitosos...
—Que me trague diez brazas de cable, si toco esta suma; ¡es la parte de mi madre!...—dirás cerrando con rapidez el largo bolsillo de cuero.
¡Ahora vas a embarcarte de nuevo! ¡ahora te esperan una valiente fragata y una disciplina severa!...—¡Larga velas! ¡arría velas! ¡Arriba, abajo! ¡Galleta dura, agua corrompida y algún vergazo si no andas listo!...
Y bien, ¡qué importa! él se encamina a su flotante casa cantando, sin una lamentación, sin un suspiro. Durante esos ocho días tan brillantemente coloreados por placeres sin número, ha hecho una provisión de recuerdos para los dos años que pasará en el mar. Durante las largas noches insomnes, se acordará de sus goces uno a uno; se aislará del presente hundiéndose en sus pensamientos; encontrará en el fondo de su alma no sé qué perfume de vino, qué sonrisa de mujer, qué vagos reflejos del tiempo pasado que le harán olvidar la aflictiva realidad.
Tal es ese pueblo, esencialmente bueno, pero uniendo a la altivez de un escocés la ingenua bondad de un bretón; doblando pacientemente la espalda ante un puñetazo, pero dando una puñalada por una mirada, pasando de la extrema alegría al extremo disgusto, pero sin perder nada de la vivacidad de estos dos sentimientos. A bordo, con una alegría dulce y melancólica, con una imaginación ardiente alimentada sin cesar por una vida sedentaria y por relatos cuya grosera poesía no carece de originalidad ni de grandiosidad, ¡ser complejo, múltiple, en fin! viviendo de anomalías y de oposiciones, pero, por encima de todo, impregnando su vida entera de una despreocupada e irónica intrepidez, que no le abandona nunca a pesar de todos los peligros corridos, después de tantos años de una existencia que no es otra cosa que un largo peligro.
Ya lo hemos dicho, Cooper, en sus admirables novelas, ha pintado a ese hombre de una manera tan amplia como pintoresca. Ha excitado vivamente la curiosidad, el interés por costumbres cuyos detalles contrastan rudamente con los de nuestra vida ciudadana. Pero, desgraciadamente, la energía, la finura del original, se debilitan casi siempre en la traducción. En francés, ese estilo queda despojado de su nerviosa concisión. Así, y todo, podemos admirar los grandes rasgos que caracterizan a ese talento verdaderamente nuevo; pero los matices, el color local, la preciosa ingenuidad de los idiomas, escapan a los que no pueden leer en inglés esas páginas maravillosas.
Sin embargo, nosotros creemos que si uno de nuestros talentos de primer orden, que si Víctor Hugo, de Vigny, Janin, Merimée, Nodier, Balzac, P. L. Jacob, Delatouche, etc., quisieran cambiar un año de su vida estudiosa por un año de existencia marítima, e intentasen entonces aplicar su potencia, su riqueza de ejecución a la pintura del mar, tendríamos ciertamente una gloria literaria más. Y, ¿por qué Lamartine no ha de ensayar conducir su musa por el mismo camino donde Byron ha conducido la suya en el segundo canto de Don Juan y en su Corsario? El temor de la imitación no sería racional; Cooper ha pintado americanos; vosotros podríais pintar las costumbres de los franceses, otros sitios, otros lugares, otras costumbres, otros combates...
Todo talento que se basa en la observación exacta de la Naturaleza, ¿no será siempre más sui generis, más personal, original, influyente?... ¿No son así Corneille y Shakespeare, Goethe y Chateaubriand?
Pero yo me equivoco. Tenemos ya nuestro Cooper: un poeta que conmueve y atrae por la energía de su composición, por la verdad de sus descripciones. En presencia de sus obras el corazón se oprime... ¿Veis esas olas enormes que estallan y se rompen contra ese navío desmantelado... ese cielo sombrío y brumoso, esos rostros de mujeres llorosas, palpitantes, y que contrastan de una manera tan sublime con la actitud tranquila, fría, de un marino que manda siempre a la tempestad, aun en el momento de perecer?
Otras veces, al contrario, vuestra alma se dilata, se ensancha... La atmósfera es pura; ni una nube vela ese ardiente sol que desaparece en el horizonte entre un vapor rojizo. ¡Y después, qué calma! ¡qué dulce alegría anima a esos pescadores al dejar sus redes y sus barcas sobre esa playa resplandeciente a los últimos rayos del sol!
¿Oís los gritos de los niños... los cantos de los marineros? ¿Veis la noble cabeza del abuelo, del viejo marino que se hace llevar a la puerta de su choza para gozar aún del imponente espectáculo que siempre le emociona, aun después de tantos años?
Ese poeta, vosotros le conocéis, estoy seguro. ¿No habéis admirado el Kent, el Colombus, la Puesta del sol en el mar?... ¿Ese poeta, pues, vuestro Cooper, no es Gudin? ¿Acaso en sus cuadros no hay el mismo colorido, la misma ingenuidad, la misma alteza de concepción que en las páginas del Piloto y del Corsario rojo?
¡Ah! si alguno de los escritores que hemos nombrado oyese nuestra débil voz, tendríamos una doble gloria en este género; poseyendo ya la poesía pintada, gozaríamos además de algunas deliciosas poesías escritas.
En cuanto al autor de este libro, su papel es poco más o menos el de un enano de la edad media, cuya historia quiero contaros.
«Un día, algunas bandas de salteadores y de arqueros galos, habían sitiado la abadía de San Cutberto, en Bretaña. Su jefe, Manostuertas, cabalgaba insolentemente a la vista de las murallas, pero, no obstante, fuera del alcance de los tiros de los hombres de armas de la abadía.
»Viendo esto los monjes desde lo alto de las murallas, invocaban piadosamente la intercesión de San Cutberto, cuando advirtieron, no sin extrañeza, al enano del prior que conducía o más bien arrastraba una ballesta prodigiosamente pesada y maciza.
»—¡Dios me valga!—exclamó el prior—; ¡el muy necio se ha atrevido a poner mano sobre la ballesta dedicada a nuestro señor San Cutberto, en la nave de nuestra iglesia!... sobre la ballesta, ¡gran Dios!, que ese santo hizo caer de las manos de un gigante que la usaba para esperar a los mercaderes lombardos y a los peregrinos que pasaban por tierras de la abadía.
»—Pero—dijo el enano—, ¿olvidáis, señor, que esta ballesta traspasaría la más sólida muralla de Granada a mil pasos de distancia?
»Y diciendo esto había apoyado entre las almenas el poderoso arco que armara el gigante, pero el pobre enano ni siquiera pudo hacer mover el rudo mecanismo que impulsaba el proyectil.
»Y el jefe de los salteadores, el condenado Manostuertas, injuriaba siempre con sus gestos, al prior, a la abadía y a los monjes.
»Mientras que el prior se burlaba del enano porque había osado poner sus débiles manos sobre un arma tan pesada... un caballero, vasallo del primado, y de brazo maravillosamente fuerte, asió la ballesta que el enano había dispuesto sobre la muralla, la cuerda de hierro se tendió, la flecha silbó y alcanzó a Manostuertas a pesar de su armadura.
»Por la noche, los arqueros galos, espantados de la muerte de su jefe, habían dejado libres todas las salidas de la abadía de San Cutberto.
»Y viendo las últimas lanzas de los salteadores brillar al sol poniente y después bien pronto desaparecer en el horizonte, el pobre enano se alababa de su loca e impotente tentativa, porque uno más fuerte que él había valerosa y felizmente realizado su idea.»
El lector ha comprendido el sentido de este apólogo. Nosotros nos consideraríamos muy dichosos, si algún escritor de nombre quisiera marchar por la vía que indicamos en estos ensayos.
Eugenio Sue.
KERNOK EL PIRATA
Got callet deusan Armoriq.
Era un hombre duro de la Armórica.
Prov. bretón.
EL DESOLLADOR Y LA BRUJA
Los desolladores e hiladores de cáñamo viven
separados del resto de los hombres...
La presencia de un loco en una casa defiende
a sus habitantes contra los malos espíritus.
Conam-Hek, Crónica bretona.
En una noche de noviembre, sombría y fría, el viento del NO. soplaba con violencia, y las altas olas del Océano iban a estrellarse contra los bancos de granito que cubren la costa de Pempoul, mientras que las puntas destrozadas de aquellas rocas tan pronto desaparecían bajo las olas como destacaban su fondo negro sobre una espuma deslumbradora.
Colocada entre dos rocas que la protegían contra los efectos del huracán, se elevaba una cabaña de miserable apariencia; pero lo que hacía verdaderamente horrible su aspecto, eran una multitud de huesos, de cadáveres de caballos y de perros, de pieles ensangrentadas y de otros despojos que anunciaban bien claramente que el propietario de aquel chamizo era desollador.
Se abrió la puerta y apareció en ella una mujer cubierta con una manta negra que la tapaba enteramente y no dejaba ver más que su cara amarilla y arrugada, casi oculta por mechones de pelo blanco. Llevaba una lámpara de hierro en una mano y con la otra trataba de resguardar la llama, que el viento agitaba.
—¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët!—gritó con un acento de cólera y de reproche—; ¿dónde estás, maldito niño? ¡Por San Pablo! ¿no sabes que se acerca la hora en que las cantadoras de la noche[3] se disponen a errar por la playa?
No se oyó más que el mugido de la tempestad que parecía redoblar su furor.
—¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët!—gritó una vez más.
Pen-Ouët prestó por fin oído.
El idiota estaba inclinado sobre un montón de huesos a los cuales daba las formas más variadas y extravagantes. Volvió la cabeza, se levantó con aire descontento, como el niño que abandona a disgusto sus juegos, y se dirigió a la cabaña, no sin llevarse una hermosa cabeza de caballo, de huesos blancos y pulidos, que él apreciaba mucho, sobre todo desde que había introducido en su interior unos guijarros que resonaban de la manera más agradable, cuando Pen-Ouët sacudía aquel instrumento de nuevo género.
—¡Entra, pues, maldito!—exclamó su madre, empujándole con tanta violencia que su cabeza fue a dar contra la pared, y la sangre salió.
Entonces el idiota se echó a reír a carcajadas, con una risa estúpida y convulsiva, enjugó su herida con sus largos cabellos, y fue a dejarse caer bajo la campana de una vasta chimenea.
—¡Ivona, Ivona, cuida de tu alma, en lugar de derramar la sangre de tu hijo!—dijo el desollador que estaba arrodillado y parecía absorto en una profunda meditación—. ¿No oyes, pues?...
—Oigo el ruido de las olas que golpean esa roca, y el silbido del viento.
—Di mejor la voz de los muertos. ¡Por San Juan del dedo! hoy es el día de los difuntos, mujer, y los náufragos que nosotros...—aquí una pausa—, podrían muy bien venir a arrastrar a nuestra puerta el carriquet-ancou[4], con sus vestidos blancos y sus lágrimas sangrientas—respondió el desollador en voz baja y trémula.
—¡Bah! ¿qué podemos temer? Pen-Ouët es idiota; ¿no sabes tú que los malos espíritus no entran nunca bajo el techo que cubre a un loco? Jan y su fuego que dan vueltas con tanta rapidez como la devanadera de una vieja, Jan y su fuego huirían a la voz de Pen-Ouët como una alondra ante el cazador. ¿Qué temes, pues?
—Entonces, ¿por qué desde el último naufragio, ya sabes, aquel lugre que se estrelló contra la costa, atraído por nuestras señales engañadoras... por qué tengo una fiebre ardiente y pesadillas espantosas? En vano he bebido tres veces, a media noche, el agua de la fuente de Krinoëck; en vano me he frotado con la grasa de una gaviota sacrificada en viernes; nada, nada, me ha calmado. Por la noche tengo miedo. ¡Ah! mujer, mujer, tú lo has querido.
—Siempre cobarde. ¿Es que no hay que vivir? ¿tu estado no te hace horroroso a todo, Saint-Pol? y sin mis predicciones, ¿a qué nos veríamos reducidos? La entrada en la iglesia nos está prohibida; los panaderos casi no quieren vendernos pan. Pen-Ouët no va una vez a la población que no vuelva molido a golpes, el pobre idiota. Y si se atreviesen nos darían caza como a una bandada de lobos de las montañas de Arrés, y porque nosotros aprovechamos lo que Teus[5] nos envía, tú te arrodillas como un sacristán de Plougasnou y estás tan pálido como una muchacha que saliendo de la velada encontrase a Teus Arpouliek con sus tres cabezas y su ojo de fuego.
—Mujer...
—Eres más cobarde que un hombre de Cornouailles—dijo finalmente Ivona exasperada.
Y como el más sangriento ultraje que se pueda hacer a un leonés es compararle con un habitante de Cornouailles, el desollador agarró a su mujer por el cuello.
—Sí—repitió con voz ronca y ahogada—, ¡más cobarde que un hijo de la llanura!
La rabia del desollador no conoció límites, y se apoderó de su hacha, pero Ivona se armó de un cuchillo.
El idiota reía a carcajadas, agitando su cabeza de caballo llena de guijarros que producían un ruido sordo y extraño.
Afortunadamente, llamaron a la puerta de la cabaña, cuando estaba a punto de ocurrir una desgracia.
—¡Abrid, voto a...! ¡abrid de una vez! El NO. sopla con una fuerza como para descornar a un buey—dijo una voz ruda.
El desollador dejó caer su hacha, e Ivona se arregló la cabeza lanzando sobre su marido una mirada en la que aun brillaba la cólera.
—¿Quién puede venir a esta hora a importunarnos?—dijo el hombre; después se subió hasta una estrecha ventana, y miró.
KERNOK
Got callet deusan Armoriq.
Era un hombre duro de la Armórica.
Prov. bretón.
Era él, era Kernok el que llamaba a la puerta. He aquí un bravo y digno compañero. Juzgad, si no.
Había nacido en Plougasnou; a los quince años se escapó de casa de su padre y se embarcó en un barco negrero, comenzando allí su educación marítima. No había a bordo grumete más ágil ni marinero más intrépido, ni nadie tenía la mirada más penetrante para descubrir a lo lejos la tierra velada por la bruma. Nadie apretaba con más gracia y presteza una gavia. ¡Y qué corazón! Un oficial se descuidaba su bolsa, y el joven Kernok la recogía cuidadosamente, pero sus camaradas tenían parte en el contenido; si robaba ron al capitán, lo partía también escrupulosamente con sus amigos.
¡Y qué alma! ¡Cuántas veces, cuándo los negros que eran transportados del África a las Antillas, entumecidos por el frío húmedo y penetrante de la cala, no podían arrastrarse hasta el puente para aspirar el aire durante el cuarto de hora que a este efecto se les concedía, cuántas veces, digo, el joven Kernok les hacía recobrar el movimiento y la transpiración de la piel a fuerza de golpes! Y el señor Durand, artillero-carpintero-cirujano del brick, hacía notar juiciosamente que ninguno de los negros sometidos a la vigilancia de Kernok padecía de aquella somnolencia y de aquella pesadez peculiar a los demás negros. Al contrario, los suyos, a la vista del amenazador cabo de cuerda, estaban siempre en un estado de irritabilidad nerviosa, como decía el señor Durand, de irritabilidad nerviosa muy saludable.
De este modo, Kernok obtuvo bien pronto la estimación y la confianza del capitán negrero, capaz, afortunadamente, de apreciar sus raras cualidades. El buen capitán se aficionó tanto al joven marinero, que le dio algunas lecciones de teoría, y un día le nombró segundo de a bordo. Kernok se mostró digno de este ascenso por su valor y su habilidad; descubrió, sobre todo, una manera de encajonar a los negros en el sollado tan ventajosamente, que el brick, que hasta entonces no había podido llevar más que doscientos, pudo contener trescientos, a la verdad, apretándolos un poco—rogándoles que se pusieran de lado en lugar de tenderse panza arriba como bajás—, así decía Kernok.
Desde aquel día el negrero predijo a su protegido el más alto destino. ¡Dios sabe si se cumplió esta predicción!
Al cabo de algunos años, una tarde que singlaba hacia la costa de África, el digno capitán de Kernok, que había bebido un poco más que de costumbre, estaba del más jovial humor. A horcajadas sobre una ventana, fumando su larga pipa, se divertía en seguir con la vista la dirección de los espesos torbellinos de humo que lanzaba gravemente o en mirar fijamente la rápida estela del navío, apresurando con sus deseos el momento en que volvería a ver Francia.
Después pensaba con emoción en las bellas campiñas de Normandía, donde había nacido; creía ver aún la choza dorada por los últimos rayos del sol, el arroyuelo límpido y fresco, el viejo manzano, y su madre, y su mujer, y sus hijitos que esperaban su regreso, suspirando junto a los hermosos pájaros dorados y a las telas de vivos colores que él no dejaba de llevarles nunca como recuerdo de sus lejanas correrías. El creía ver todo esto, ¡pobre hombre! Su pipa, que el tiempo había vuelto negra como el ala de un halcón, había caído de su boca entreabierta, sin que él se diera cuenta; sus ojos se llenaban de lágrimas, su corazón latía con violencia. Poco a poco los esfuerzos de su imaginación encaminada hacia un mismo objeto, quizá también por la influencia del aguardiente, dieron a esta visión fantástica una apariencia de realidad; y el buen capitán, creyendo, en su embriaguez, que el mar era aquella riente pradera tan deseada, tuvo la loca idea de querer ir hacia ella. Y en efecto, poniéndose en pie avanzó hacia el líquido elemento.
Otros dicen que una mano invisible le empujó y que la estela plateada del buque se enrojeció un momento.
Lo cierto es que se ahogó.
Como el brick se encontraba cerca de las islas de Cabo Verde, el oleaje era fuerte y la brisa fresca, el timonel no oyó nada; pero Kernok, que había ido a dar cuenta de la ruta al capitán, debió ser el primero en advertir el accidente, al cual no era quizás ajeno.
Kernok tenía una de esas almas fuertemente templadas, inaccesibles a las mezquinas consideraciones que los hombres débiles llaman reconocimiento o piedad. No es extraño, pues, que cuando apareció en el puente no se notara en él la menor emoción.
—El capitán se ha ahogado—dijo con calma al contramaestre—; es una lástima, porque era un valiente.
Aquí Kernok añadió un epíteto que nosotros nos abstenemos de repetir, pero que terminó de una manera pintoresca la oración fúnebre del difunto.
—¡Oh! ¡Kernok era lacónico!
Después, dirigiéndose al piloto, añadió:
—El mando del buque me pertenece, como segundo de a bordo; de modo que vas a cambiar de ruta. En lugar de gobernar al SE. te dirigirás al NE. porque vamos a virar en redondo y a dirigirnos a Nantes o a Saint-Malo.
El hecho es que Kernok había tratado de desviar al capitán difunto del tráfico de los negros, no por filantropía, ¡no!, sino por un motivo bastante más poderoso a los ojos de un hombre razonable.
—Capitán—le decía continuamente—, usted hace adelantos que le producen todo lo más un trescientos por ciento; yo en su lugar ganaría lo mismo, o más, sin desembolsar un céntimo. Su brick marcha como una dorada; ármelo en corso, yo respondo de la tripulación; déjeme hacer, y a cada presa oirá usted la canción del corsario.
Pero la elocuencia de Kernok no había quebrantado jamás la voluntad del capitán, porque él sabía perfectamente que los que abrazan tan noble profesión acaban tarde o temprano por balancearse al extremo de una verga; y el inexorable capitán había caído al mar por accidente.
Apenas Kernok se vio dueño del buque, retornó a Nantes para reclutar una tripulación conveniente, armar su nave y poner en práctica su proyecto favorito.
Y para que digáis que no hay una Providencia, apenas llegado a Francia se entera de que los ingleses nos han declarado la guerra, obtiene la autorización competente, sale, da caza a un buque mercante y entra con su presa en Saint-Pol de León.
¿Qué más diré? La suerte favoreció siempre a Kernok, porque el Cielo es justo: hizo numerosas presas a los ingleses. El dinero que obtenía se liquidaba rápidamente en las tabernas de Saint-Pol; y es en el momento de disponerse a embarcarse de nuevo para fabricar moneda, como él decía en su ingenuo lenguaje, cuando le vemos llamar a la puerta de la respetable familia del desollador.
—Pero, ¡voto al diablo!, abrid de una vez—repitió sacudiendo vigorosamente la puerta—. ¿O es que queréis quedaros agazapados como las gaviotas en el hueco de una roca?
Por fin abrieron.
LA BUENA VENTURA
La bruja dijo al pirata:
«Buen capitán, en verdad,
No seré yo tan ingrata,
Y tendréis vuestra beldad.»
Víctor Hugo, «Cromwell».
Entró, se quitó su capote impermeable que chorreaba agua, lo extendió cerca de la lumbre, sacudió su ancho sombrero de cuero barnizado, y se dejó caer sobre una silla vieja.
Kernok podría tener treinta años; su ancha cintura y busto cuadrado que anunciaba un vigor atlético, sus facciones bronceadas, su negra cabellera, sus espesas patillas, le daban un aire duro y salvaje. Sin embargo, su rostro hubiera pasado por hermoso a no ser por la constante movilidad de sus pobladas cejas que se unían o se separaban, según la impresión del momento.
Su traje no le distinguía en nada de un simple marinero; solamente llevaba dos áncoras de oro bordadas en el cuello de su grosera chaqueta, y un ancho puñal encorvado pendía de su cintura por un cordón de seda roja.
Los habitantes de la cabaña examinaban al recién llegado con una expresión de temor y de recelo y esperaban pacientemente que el singular personaje hiciera conocer el objeto de su visita.
Pero él no parecía ocupado más que en una cosa, en calentarse, y arrojó al fuego con desparpajo algunos trozos de madera en los que se veían aún aplicaciones de hierro.
—Perros—dijo entre dientes—, ésos son los restos de un buque que ellos habrán atraído y hecho naufragar. ¡Ah! si alguna vez El Gavilán...
—¿Qué quiere usted?—dijo Ivona cansada del silencio del desconocido.
Este levantó la cabeza, sonrió desdeñosamente, no pronunció una sola palabra, extendió sus piernas sobre la lumbre, y después de haberse acomodado lo mejor posible, es decir, con la espalda apoyada contra la pared y los pies sobre los morillos.
—Usted es Pen-Hap el desollador, ¿no es cierto, buen hombre?—dijo por fin Kernok que, con su bastón herrado atizaba el fuego con tanta fruición como si se hubiese encontrado en el rincón de la chimenea de alguna excelente posada de Saint-Pol—, ¿y usted la bruja de la costa de Pempoul?—añadió mirando a Ivona con aire interrogativo.
Después, midiendo al idiota con la vista, con disgusto:
—En cuanto a ese monstruo, si lo llevaseis al aquelarre, causaría miedo al mismo Satanás; por lo demás, se parece a usted, vieja mía, y si yo pusiera esa cara en el mascarón de mi brick, los bonitos, asustados, no vendrían más a jugar ni a saltar bajo la proa.
Aquí Ivona hizo una mueca de cólera.
—Vamos, vamos, bella patrona, cálmese usted y no abra el pico como una gaviota que va a dejarse caer sobre un banco de sardinas. He aquí lo que la apaciguará—dijo Kernok haciendo sonar algunos escudos—; tengo necesidad de usted y del... señor.
Este discurso, y la palabra señor sobre todo, fueron pronunciados con un aire tan evidentemente burlón, que fue preciso la vista de una bolsa bien repleta y el respeto que inspiraban los anchos hombros y el bastón herrado de Kernok, para impedir que la digna pareja no estallase en una cólera demasiado largo tiempo contenida.
—Y no es—añadió el corsario—que yo crea en vuestras brujerías. Antes, en mi infancia, ya era otra cosa. Entonces, como los demás, yo temblaba durante la velada oyendo esos bellos relatos, y ahora, hermosa patrona, hago tanto caso de ellos como de un remo roto. Pero ella ha querido que viniese a hacerme decir la buena ventura antes de hacerme a la mar. En fin, vamos a empezar; ¿está usted dispuesta, señora?
Este señora arrancó a Ivona una mueca horrible.
—¡Yo no me quedo aquí!—exclamó el desollador, pálido y trémulo—. Hoy es el día de los muertos; mujer, mujer, tú nos perderás; ¡el fuego del Cielo abrasará esta morada!
Y salió cerrando la puerta con violencia.
—¿Qué mosca le ha picado? Corre a buscarle, viejo mochuelo; él conoce la costa mejor que un piloto de la isla de Batz, y yo le necesito. ¡Ve, pues, bruja maldita!
Diciendo esto, Kernok la empujó hacia la puerta...
Pero Ivona, soltándose de las manos del pirata, repuso:
—¿Vienes para insultar a los que te sirven? Calla, calla, o no sabrás nada de mí.
Kernok se encogió de hombros con un aire de indiferencia y de incredulidad.
—En fin, ¿qué quieres?
—Saber el pasado y el porvenir, nada más que eso, mi digna madre; eso es tan fácil como hacer diez nudos con el viento en popa—respondió Kernok jugando con los cordones de su puñal.
—¿Tu mano?
—Ahí va; y me atrevo a decir que no hay otra más fuerte ni más ágil. ¡A ver, pues, lo que lees en ella, vieja hada! Pero creo tanto en eso como en las predicciones de nuestro piloto que, quemando sal y pólvora de cañón, se imagina adivinar el tiempo que hará por el color de la llama. ¡Tonterías! yo no creo más que en la hoja de mi puñal o en el gatillo de mi pistola, y cuando digo a mi enemigo: «¡Morirás!» el hierro o el plomo cumplen mejor mi profecía que todas las...
—¡Silencio!—dijo Ivona.
Mientras que Kernok expresaba tan libremente su escepticismo, la vieja había estudiado las líneas que cruzaban la palma de su mano.
Entonces fijó sobre él sus ojos grises y penetrantes, después aproximó su dedo descarnado a la frente de Kernok, que se estremeció sintiendo la uña de la bruja pasearse sobre las arrugas que se dibujaban entre sus cejas.
—¡Hola!—dijo ella con una sonrisa repugnante—; ¡hola! ¡tú, tan fuerte, y tiemblas!
—Tiemblo... tiemblo... Si crees que es posible sentir tu garra sobre mi piel, te equivocas. Pero, si en lugar de ese cuero negro y curtido se tratase de una mano blanca y regordeta, ya verías entonces si Kernok...
Y balbuceaba, bajando involuntariamente la vista ante la mirada fija e insistente de la bruja.
—¡Silencio!—repitió; y su cabeza cayó sobre su pecho; se hubiera dicho que estaba absorta en un profundo ensueño.
Solamente de cuando en cuando la agitaba una especie de temblor convulsivo, y sus dientes se entrechocaban. La luz vacilante del hogar que se extinguía iluminaba únicamente con su rojiza claridad el interior de aquel chamizo; y destacándose en el fondo la cabeza disforme del idiota que dormitaba agazapado en un rincón, resultaba verdaderamente espantosa. De Ivona no se veía más que su manta negra y sus largos cabellos grises; en el exterior mugía la tempestad. Había no sé qué de horrible y de infernal en aquella escena.
Kernok, el mismo Kernok, experimentó un ligero estremecimiento, rápido como una chispa eléctrica. Y sintiendo poco a poco despertarse en él su antigua superstición de niño, perdió aquel aire de incredulidad burlona que se pintaba en sus facciones al entrar.
Bien pronto un sudor húmedo cubrió su frente. Maquinalmente asió su puñal y lo sacó de la vaina...
Y como aquellas gentes que, medio dormidas aún, creen salir de un sueño penoso haciendo algún movimiento violento, exclamó:
—¡Que el infierno se lleve a Melia, a sus estúpidos consejos y a mí mismo por haber sido tan tonto en seguirlos! ¿He de dejarme intimidar por esas mojigangas, buenas para asustar a las mujeres y a los niños? ¡No, voto a tal! no se dirá que Kernok... ¡Ea! prometida del demonio, habla pronto; tengo que marcharme. ¿Me oyes?
Y la sacudió fuertemente.
Ivona no respondía; su cuerpo seguía las impulsiones que le daba Kernok. No se notaba siquiera la resistencia que hace experimentar un ser animado. Se hubiera dicho que era una muerta.
El corazón del pirata latía con violencia.
—¿Hablarás?—murmuró, levantando la cabeza de Ivona que estaba inclinada sobre su pecho.
Ivona quedó en la posición que la dejara, pero su mirada continuaba siendo fija y sombría.
Los cabellos de Kernok se erizaban sobre su cabeza; con las dos manos hacia adelante, el cuello tendido, como fascinado por aquella mirada pálida y siniestra, escuchaba respirando apenas, dominado por un poder superior a sus fuerzas.
—Kernok—dijo por fin la bruja con una voz débil y entrecortada—, tira, tira ese puñal, porque hay sangre en él; sangre de ella y de él.
Y la vieja sonrió de una manera espantosa; después, poniendo el dedo sobre su cuello:
—La has herido ahí... y sin embargo, aun vive. Pero no es eso todo... ¿Y el capitán del barco negrero?
El puñal cayó a los pies de Kernok; se pasó la mano por su frente ardiente y se apretó las sienes con tal fuerza, que la huella de sus señas quedó impresa en ellas. Apenas si se sostenía y tuvo que apoyarse contra el muro.
Ivona continuó:
—Que hayas arrojado al mar a tu bienhechor después de haberle dado de puñaladas, pase; tu alma irá a Teus; pero que hayas herido a Melia sin matarla, eso está mal; porque para seguirte, ella ha abandonado ese bello país donde se crían los venenos más sutiles, donde las serpientes juegan y se enlazan a la claridad de la luna, confundiendo sus silbidos, donde el viajero oye, estremeciéndose, el estertor de la hiena, que grita como una mujer a la que se estrangula; ese bello país, donde las víboras rojas producen unas mordeduras mortales, que llevan en las venas una sangre que las corroe.
E Ivona retorcía sus brazos, como si ella hubiese experimentado aquellas atroces convulsiones.
—¡Basta, basta!—dijo Kernok, que sentía que su lengua se pegaba al paladar.
—Has herido a tu bienhechor y a tu amante; su sangre caerá sobre ti, ¡tu fin se aproxima! ¡Pen-Ouët!—llamó en voz baja.
A esta voz sorda y ronca, Pen-Ouët, al que se hubiera creído profundamente dormido, se levantó en una especie de acceso de somnabulismo, y se sentó en las rodillas de su madre, que tomó sus manos entre las suyas, y, apoyando su frente contra la del idiota, dijo:
—Pen-Ouët, pregunta el tiempo que Teus le concede de vida... En nombre de Teus, respóndeme.
El idiota lanzó un grito salvaje, pareció reflexionar un instante, retrocedió un paso e hirió el suelo con la cabeza de caballo que siempre llevaba.
Golpeó al principio cinco veces, después otras cinco y luego tres más.
—Cinco, diez, trece—dijo su madre, que iba contando—, trece días te quedan aún que vivir, ¡ya lo oyes! ¡y quiera Teus enviarte a nuestra costa, con el cuerpo lívido y frío, rodeado de algas, los ojos sombríos y abiertos, la boca llena de espumarajos y la lengua apresada entre los dientes! ¡Trece días... y tu alma para Teus!
—¡Pero ella, ella!—dijo Kernok, jadeante, presa de un delirio atroz.
—¡Ella!—repuso Ivona—; pero no me has pagado más que por ti. ¡Bah! seré generosa.
Después reflexionó un momento poniéndose el dedo en la frente.
—Pues bien, ella también quedará con los miembros rígidos, la cara azulada, la boca espumeante y los dientes apretados. ¡Oh! haréis unos hermosos prometidos, ¡y quiera Teus que yo os vea, en una noche de noviembre, sobre una roca negra que será vuestro lecho nupcial, con las olas del Océano por cortinajes, con el graznido de los cuervos por canto de bodas y el ojo ardiente de Teus por antorcha!
Kernok cayó desvanecido y dos carcajadas siniestras resonaron en la cabaña.
En esto llamaron a la puerta.
—¡Kernok, Kernok mío!—dijo una voz dulce y fresca.
Estas palabras produjeron sobre Kernok un efecto mágico; abrió los ojos y miró a su alrededor con extrañeza y espanto.
—¿Dónde estoy, pues?—dijo levantándose—; ¿ha sido una pesadilla, una espantosa pesadilla? Pero no... mi puñal... esta capa... Es demasiado cierto... ¡al infierno! ¡maldita vieja! yo sabré...
La vieja y el idiota habían desaparecido.
—Kernok, Kernok, abre ya—repitió la dulce voz.
—¡Ella—exclamó—, ella aquí!
Y se precipitó hacia la puerta.
—¡Ven—dijo—, ven!
Y saliendo de la cabaña, con la cabeza desnuda, la arrastró rápidamente, y a través de las rocas que bordean la costa, alcanzaron bien pronto el camino de Saint-Pol.
EL BRICK «EL GAVILÁN»
¡Adelante, famoso bricbarca!
Desde el codaste hasta la gavia
No hay otro en el arsenal
Que con él se pueda igualar;
Viento en popa y adelante.
Canción del marinero.
La niebla que rodeaba los alrededores del pequeño puerto de Pempoul se disipaba poco a poco, y el disco del sol aparecía de un rojo obscuro en medio del cielo gris y sombrío.
Bien pronto Saint-Pol, dominado por sus grandes edificios negros y sus campanarios de piedra, se presentó vago e incierto a través del vapor que ascendía de las aguas, después se dibujó de una manera más precisa, cuando los pálidos rayos del sol de noviembre arrojaron el aire espeso y húmedo de la mañana.
A la derecha se elevaba la isla de Kalot con sus rompientes, el molino y el campanario azul de Plougasnou, mientras que a lo lejos se extendía la playa de Treguier, de fina y dorada arena, limitada por inmensos peñascales que se pierden en el horizonte.
La linda bahía de Pempoul no contenía ordinariamente más que medio centenar de barcas y algunos buques de un tonelaje más elevado.
No es extraño, pues, que el hermoso brick El Gavilán se destacase con toda la altura de sus gavias entre aquella innoble multitud de lugres, faluchos y botes que estaban fondeados a su alrededor.
¡Ciertamente! ¡no había un brick más hermoso que El Gavilán!
¿Es posible cansarse de verlo recto y ligero sobre el agua, con sus formas esbeltas y estrechas, su alta armadura un poco inclinada hacia atrás, que le da un aire tan coquetón y tan marinero? ¿cómo no admirar su velamen fino y ligero, con sus amplias piezas, sus gavias y sus juanetes tan elegantemente sesgados, y esas barrederas que se despliegan sobre sus flancos graciosas como las alas del cisne, y esos foques elegantes que parecen voltear al extremo de su bauprés, y su línea de veinte carronadas de bronce, que se dibuja blanca y negra como los lados de un juego de damas?
Y después, ¡jamás el vapor oloroso de la mirra ardiendo en pebeteros de oro, jamás la violeta con sus hojas aterciopeladas, jamás la rosa ni el jazmín destilados en preciosos frascos de cristal se podrán comparar al delicioso perfume que exhalaba la cala de El Gavilán! ¡qué oloroso alquitrán, qué brea tan suave!
¡A fe de Dios! ¡Ciertamente no había un brick más hermoso que El Gavilán!
Y si le admiráis dormido sobre sus áncoras, ¿qué diríais, pues, si le vieseis dar caza a un desventurado buque mercante? ¡No! jamás caballo de carrera con la boca espumante bajo el freno, ha saltado con tanta impaciencia como El Gavilán, cuando el piloto no le dejaba precipitarse sobre el buque perseguido. Jamás el halcón, rozando el agua con el extremo de su ala, ha volado con tanta rapidez como el hermoso brick, cuando, impulsado por la brisa, sus gavias y sus juanetes izados, se deslizaba por el Océano, de tal modo inclinado, que los extremos de sus vergas bajas desfloraban la cima de las olas.
¡Ciertamente, no hay un brick más hermoso que El Gavilán!
Y ése es el que estáis viendo, amarrado por sus dos cables.
A bordo había poca gente: el contramaestre, seis marineros y un grumete; nadie más.
Los marineros estaban agrupados en los obenques o sentados sobre los afustes de los cañones.
El contramaestre, hombre de unos cincuenta años, envuelto en un largo gabán oriental, se paseaba por el puente con un aire agitado, y la protuberancia que se notaba en su mejilla izquierda anunciaba, por su excesiva movilidad, que mordía su chicote con furor.
Tanto es así, que el grumete, inmóvil cerca de su jefe, con el gorro en la mano como quien aguarda una orden, observaba aquel peligroso pronóstico con espanto creciente; porque el chicote del contramaestre era para la tripulación una especie de termómetro que anunciaba las variaciones de su carácter; y aquel día, según las observaciones del grumete, el tiempo anunciaba tempestad.
—¡Mil millones de truenos!—decía el contramaestre hundiéndose el capuchón hasta los ojos—, ¿qué infernal viento le ha empujado? ¿Dónde está? ¡Son las diez y aun no ha venido a bordo! Y la bestia de su mujer que parte a media noche para ir a buscarle, el diablo sabe dónde... ¡Una brisa tan hermosa! ¡Perder una brisa tan hermosa!—repetía en tono desgarrador mirando un ligero catavientos colocado en los obenques, y que por la dirección que le daba el viento anunciaba una fuerte brisa del NO—. Es preciso estar tan loco como el hombre que pone el dedo entre el cable y el escobén.
El marmitón, impaciente de la duración de este monólogo, había intentado ya por dos veces interrumpir al contramaestre, pero la mirada furiosa y la movilidad excesiva del chicote de su superior se lo habían impedido. Por fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con su gorro bajo el brazo, el cuello tendido, la pierna izquierda hacia adelante, se aventuró a tirar de la hopalanda de su jefe.
—Señor Zeli—le dijo—, el desayuno le espera.
—¡Ah! ¿eres tú, Grano de Sal? ¿qué haces ahí, miserable, estúpido, animal, rata de bodega? ¿Quieres que te haga curtir la piel, o que te ponga el espinazo rojo como un rosbif crudo? ¿Contestarás, grumete de desgracia?
A este torrente de injurias y de amenazas, el grumete no oponía más que una calma estoica, acostumbrado, como estaba, a los arranques de su superior.
Y, dicho sea de paso, habéis de saber que, si yo creyese en la metempsicosis, preferiría habitar por toda mi vida en el alma de un caballo de coche de alquiler, de un temporero, de un burro de Montmorency, animar, en fin, a lo que hay de más miserable, que encontrarme bajo la piel de un grumete.
Ya hemos dicho que el grumete no soltaba una palabra; y cuando el maestro Zeli se detuvo para tomar aliento. Grano de Sal repitió con un aire más humilde que de costumbre:
—El desayuno le...
—¡Ah! ¡el desayuno!—exclamó el contramaestre encantado de hacer caer su furor sobre alguien—; ¡ah! ¡el desayuno! ¡Toma, perro!
Esto fue acompañado de un bofetón y de un puntapié tan violento, que el grumete, que estaba en lo alto de la escalera del sollado, desapareció como por encanto, y llegó al fondo de la cala resbalando con rapidez a lo largo de los tramos de la escalera.
Llegado al final de su viaje, el grumete se levantó y dijo frotándose los riñones:
—Estaba seguro; lo he conocido en el modo de mascar el tabaco.
Y después de un momento de silencio, Grano de Sal añadió con un aire muy satisfecho:
—Prefiero eso que no haber caído de cabeza.
Luego, consolado por esta reflexión filosófica, fue fielmente a cuidar del desayuno del maestro Zeli.
REGRESO
¡Hola! ¿de dónde viene usted, bello señor,
con la cabeza desnuda... el cinturón
colgando?... ¡Qué palidez!... amigo...
¡qué palidez!
Words-Vok.
Aunque hubiese desahogado un poco su cólera en Grano de Sal, el maestro Zeli continuaba midiendo a zancadas el puente, levantando de cuando en cuando el puño y los ojos al cielo, y murmuraba palabras que era imposible tomar por una piadosa invocación.
De pronto, fijando una atenta mirada sobre la entrada del puerto, se detuvo, asió un anteojo que había cerca de la bitácora y, aproximándolo al ojo izquierdo, exclamó:
—Por fin, por fin, ¡qué suerte! ya está aquí, sí, es él... ¡Vaya una manera de remar! ¡Vamos, firme, bravo, muchachos! ¡doblad, y podremos aprovechar la brisa y la marea!
Y el maestro Zeli, olvidando que era difícil hacerse oír a dos tiros de cañón de distancia, animaba con la voz y con el gesto a los marineros que conducían a bordo a Kernok.
Por fin el bote se acercó al brick y atracó a estribor. El maestro Zeli corrió a la escala a dar el silbido que anunciaba al capitán, y, con el sombrero en la mano, se dispuso a recibirle.
Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre el puente.
El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración de sus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sin puñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimiento extraordinario. Por esta razón Zeli no tuvo el valor de reprochar a su capitán una ausencia tan prolongada y se acercó a él con un aire de interés respetuoso.
Kernok abarcó el brick con una mirada rápida y vio que todo estaba en orden.
—Contramaestre—dijo con una voz imperiosa y dura—, ¿a qué hora es la marcha?
—A las dos y cuarto, capitán.
—Si la brisa no cesa, aparejaremos a las dos y media. Haga izar el pabellón y disparar el cañonazo de partida; vire al cabrestante, desaferre, y cuando las áncoras estén a pico, avíseme. ¿Dónde están el oficial y el resto de la tripulación?
—En tierra, capitán.
—Envíe los botes a buscarles. El que no esté a bordo a las dos, recibirá veinte golpes de rebenque y pasará ocho días en el calabozo. ¡Váyase!
Nunca Zeli había visto a Kernok con un aire tan duro y tan severo. Así, contra su costumbre, no hizo una multitud de objeciones a cada orden de su capitán, y se contentó con ir prontamente a ejecutarlas.
Kernok, después de haber examinado atentamente la dirección del viento y de las brújulas, hizo signo a su compañero de que le siguiese.
Este compañero era el que había ido a buscarle al antro de la bruja. La voz pura y fresca que decía: «¡Kernok, Kernok mío!» era la suya; ¡cómo no había de ser dulce su voz! ¡Era tan linda con sus facciones delicadas y finas, sus grandes ojos velados por largas pestañas, sus cabellos castaños y sedosos que se escapaban por debajo de las anchas alas de su sombrero, y aquel talle tan esbelto y frágil que dibujaba un vestido de tela azul, y aquella actitud tan viva y tan graciosa! ¡y cuando marchaba libre y desembarazada, con el cuello erguido, la cabeza alta! ¡Ah! ¡qué salero! únicamente que su rostro parecía dorado por un rayo de sol tropical.
Porque era de aquel clima ardiente de donde Kernok se había traído a su gentil compañero, que no era otro que Melia, hermosa joven de color.
¡Pobre Melia! por seguir a su amante había abandonado la Martinica y sus bananeros y su casa de celosías verdes. Por él, hubiese dado su hamaca de mil colores, sus madrás rojas y azules, los círculos de plata maciza que rodeazan sus brazos y sus piernas; lo hubiese dado todo, todo, hasta el saquito que encerraba tres dientes de serpiente y un corazón de paloma, mágico talismán que debía proteger sus días, mientras lo llevara suspendido del cuello.
Ya veis, pues, si Melia amaba a su Kernok.
También la amaba él, ¡oh!, la amaba con pasión, porque había bautizado con el nombre de Melia una larga culebrina de 18, y no enviaba su proyectil al enemigo que no se acordase de su amante. Era preciso que la amase mucho, puesto que la permitía tocar su excelente puñal de Toledo y sus buenas pistolas inglesas. ¡Qué más! ¡Hasta le confiaba la custodia de su provisión particular de vino y de aguardiente!
Pero lo que probaba más que nada el amor de Kernok, era una ancha y profunda cicatriz que Melia tenía en el cuello. Provenía de una cuchillada que el pirata le había dado en un arrebato de celos. Y como hay que juzgar siempre la fuerza del amor por la violencia de los celos, se comprende que Melia debía pasar unos días de ensueño al lado de su dulce dueño.
Bajaron los dos juntos.
Al entrar en la cámara, Kernok se arrojó sobre un sillón y ocultó la cabeza entre las manos, como para escapar a una visión funesta.
Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual su capitán había caído al mar, como todos sabemos.
Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodilló tomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo:
—Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.
Esta voz le hizo estremecer: levantó la cabeza, sonrió amargamente y pasando sus brazos alrededor del cuello de la joven mulata, la estrechó contra sí; su boca rozaba su mejilla, cuando sus labios encontraron la fatal cicatriz.
—¡Infierno! ¡maldición sobre mí!—exclamó con violencia—. ¡Maldita vieja, bruja infernal! ¿quién habrá dicho...?
Y se asomó a la ventana para respirar, pero, como rechazado por una fuerza invencible, se alejó con horror, y se apoyó sobre el borde de su cama.
Sus ojos estaban rojos y ardientes; su mirada, largo tiempo fija, se veló poco a poco; y sucumbiendo a la fatiga y a la agitación, sus ojos se cerraron. Al principio resistió al sueño, después cedió...
Entonces ella, con los ojos humedecidos por las lágrimas, atrajo dulcemente la cabeza de Kernok sobre su seno, que se levantaba y descendía con rapidez. El, abandonándose a este dulce balanceo, se durmió por completo; mientras que Melia, reteniendo su aliento, y separando los negros cabellos que ocultaban la despejada frente de su amante, tan pronto depositaba en él un beso, tan pronto pasaba un dedo afilado sobre sus espesas cejas que se contraían convulsivamente aun durante su sueño.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—Capitán, todo está dispuesto—dijo Zeli entrando.
En vano Melia le hacía signos de que se callase, mostrándole a Kernok dormido; Zeli, que no se atenía más que a la orden que había recibido, repitió con una voz más fuerte:
—¡Capitán, todo está dispuesto!
—¡Eh!... ¿qué hay?... ¿qué es eso?...—dijo Kernok desprendiéndose de los brazos de la joven.
—Capitán, todo está dispuesto—repitió Zeli por tercera vez, con una entonación aún más elevada.
—¿Y quién ha sido el necio que ha dado esa orden?
—Usted, capitán.
—¡Yo!
—Usted, capitán, al volver a bordo, hace dos horas, tan cierto como ese quechemarín cubre su trinquete—dijo Zeli con una conmoción profunda, mostrando por la ventana una embarcación que en efecto ejecutaba esta maniobra.
Y Kernok dirigió una mirada a Melia, que bajaba, sonriendo, su linda cabeza, como para confirmar la aserción de Zeli.
Entonces se pasó rápidamente la mano por la frente, y dijo:
—Sí, sí, está bien, desamarrad y hacedlo preparar todo, para aparejar; subo en seguida. ¿La brisa no ha calmado?
—No, capitán; al contrario, es más fuerte aún.
—Ve y despacha.
El tono de Kernok ya no era duro e impetuoso, sino solamente brusco; de modo que Zeli, viendo que la calma había sucedido a la agitación de su capitán, no pudo por menos que pronunciar un pero...
—¿Vas a comenzar con tus peros y tus síes? Ten cuidado... ¡o te arrojo la bocina a la cabeza!—exclamó Kernok con voz de trueno y avanzando hacia Zeli.
Este se esquivó prontamente, juzgando que su capitán no estaba aún en una situación de espíritu bastante apacible para soportar pacientemente sus eternas contradicciones.
—Cálmese, Kernok—dijo tímidamente Melia—. ¿Cómo se encuentra usted ahora?
—Muy bien, muy bien. Estas dos horas de sueño han bastado para calmarme y desechar las ideas tontas que esa maldita bruja me había metido en la cabeza. Vamos, vamos, la brisa fresquea y nos disponemos a salir. Porque, ¿qué hacemos aquí mientras haya buques mercantes en la Mancha, galeones en el golfo de Gascuña y ricos navíos portugueses en el estrecho de Gibraltar?
—¡Cómo! ¿Usted partirá hoy, un viernes?
—Escucha bien lo que voy a decirte, amada mía; yo hubiera debido castigarte seriamente por haberme decidido por tus súplicas a ir a escuchar las fantasías de una loca. Te he perdonado; pero no me rompas más los oídos con tu charla, o si no...
—¿Sus predicciones han sido, pues, siniestras?
—¡Sus predicciones! hago tanto caso como de... En cambio, lo que yo puedo predecir a ese viejo mochuelo, y tú verás si me equivoco, es que tan pronto como mis ocupaciones me lo permitan, iré con una docena de gavieros[6] a hacerle una visita de la cual se acordará; que me parta un rayo si dejo una piedra de su casucha y si no le pongo la espalda del color del arco iris.
—¡Por piedad, no hable usted así de una mujer que tiene doble vista! no parta hoy; ahora mismo una gaviota blanca y negra revoloteaba por encima del barco lanzando agudos gritos; eso es de mal augurio... ¡no parta usted!
Diciendo estas palabras, Melia se había arrojado a las rodillas de Kernok, que al principio la había escuchado con bastante paciencia; pero, cansado de oírla, la rechazó tan rudamente, que la cabeza de Melia fue a dar contra la madera.
En el mismo instante, por una violenta sacudida que el navío experimentó, Kernok, adivinando que el áncora había cedido al cabrestante, se lanzó hacia el puente, con su bocina en la mano.
LA PARTIDA
¡Alerta! ¡Alerta! he ahí a los piratas
de Ochali que parten.
El cautivo de Ochali.
Cuando Kernok apareció sobre el puente, se hizo un profundo silencio.
No se oía más que el ruido agudo del silbato de Zeli, que, inclinado sobre la borda hacía amarrar el áncora, indicando la maniobra por modulaciones diferentes.
—¿Hay que desaferrar el áncora de estribor?—preguntó al segundo, que transmitió esta pregunta a Kernok.
—Espera—dijo éste—, y haz subir a todo el mundo al puente.
Un toque de silbato particular, repetido por el contramaestre, hizo aparecer como por encanto a los cincuenta y dos hombres y a los cinco marmitones que componían la tripulación de El Gavilán, y que se colocaron en dos filas, con la cabeza alta, la mirada fija y las manos colgando.
Aquellas buenas gentes no tenían el aire cándido y puro de un joven seminarista, ¡oh no! Se veía en sus duras facciones, en su tez curtida, en su frente surcada, que las pasiones—¡y qué pasiones!—habían pasado por allí, y que los honrados compañeros habían llevado ¡ay! una vida bien tormentosa.
Además, se trataba de una tripulación cosmopolita; era como un resumen viviente de todos los pueblos del mundo; franceses, españoles, alemanes, ingleses, rusos, americanos, holandeses, italianos, egipcios, ¿qué sé yo? hasta un chino que Kernok había enrolado en Manila. Sin embargo, aquella sociedad compuesta de elementos tan poco homogéneos, vivía a bordo en perfecta inteligencia, gracias a la rigurosa disciplina que Kernok había establecido.
—Pasa lista—dijo al segundo, y cada marinero fue respondiendo a su nombre.
Faltaba uno, el piloto Lescoët, un compatriota de Kernok.
—Anótale para veinte chicotazos y ocho días de calabozo.
Y el segundo escribió en su carnet: Lescoët, 20 ch. y 8 de c., con tanta indiferencia como un comerciante que anotase el vencimiento de una letra.
Kernok entonces se subió sobre un banco, dejó la bocina cerca de él y habló en estos términos:
—Muchachos, vamos a hacernos de nuevo a la mar. Hace dos meses que nos estamos enmoheciendo aquí como un pontón podrido; nuestros cinturones están vacíos; pero el depósito de la pólvora está lleno, nuestros cañones tienen la boca abierta y no piden más que hablar. Vamos a salir impulsados por una buena brisa NO. y a farolear por el estrecho de Gibraltar; y si San Nicolás y Santa Bárbara nos ayudan, ¡pardiez!, volveremos con los bolsillos llenos, muchachos, para hacer bailar a las chicas de Saint-Pol y beber vino de Pempoul.
—¡Hurra! ¡hurra!—gritaron todos en signo de aprobación.
—¡Desamarra a estribor, larga el gran foque, iza la cangreja!—gritó Kernok con voz estentórea, dando también la orden de aparejar, para no dejar enfriar el ardor de la gente.
El brick, no estando ya aprisionado por sus anclas, siguió el impulso del viento, y se inclinó sobre estribor.
—¡Larga las gavias! ¡iza, iza, bracea, bracea! ¡amarra las gavias!—gritó aún Kernok.
Y el brick, sintiendo la fuerza de la brisa, se puso en marcha; sus amplias velas grises se hincharon poco a poco, el viento circuló silbando entre las cuerdas; ya Pempoul, la costa de Treguier, la isla Santa-Ana-Ros-Istam y la torre Blanca, se borraban poco a poco, huían a los ojos de los marineros, que, agrupados en los obenques y en las gavias, con la mirada fija sobre la tierra, parecían saludar a Francia en una última y larga despedida.
—¡La barra a babor! ¡la barra a babor!—gritó de pronto Zeli con espanto.
Inmediatamente la rueda del timón dio una vuelta rápida y El Gavilán se inclinó bruscamente.
—¿Qué hay, pues?—preguntó Kernok después que fue ejecutada la maniobra.
—Es Lescoët que llega, capitán; el bote que le conduce ha estado a punto de dejarse abordar, y lo hubiéramos aplastado como una cáscara de nuez, si no hubiese hecho virar sobre estribor—respondió Zeli.
El rezagado, que había saltado ágilmente a bordo, se acercó con aire confuso a Kernok.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Mi anciana madre acaba de morir; he querido estar hasta el último momento a su lado para cerrarle los ojos.
—¡Ah!—dijo Kernok.
Después, volviéndose hacia su segundo:
—Arregla las cuentas a ese buen hijo.
Y el segundo dijo dos palabras al oído de Zeli que se llevó a Lescoët a un rincón.
—Hijo mío—le dijo agitando una cuerda larga y estrecha—, tenemos un hueso que roer juntos.
—Ya comprendo—dijo Lescoët palideciendo—; ¿y cuántos?
—Una miseria.
—Bien, pero quiero saberlo.
—Ya lo verás; no tengo interés en estafarte ninguno, y además tú podrás contarlos.
—Ya me vengaré.
—Antes siempre se dice eso, y después no se piensa en ello más que en la brisa de la víspera. Vamos, muchacho, despachemos, porque veo que el capitán se impacienta y sería capaz de hacerme probar la misma salsa.
Ataron a Lescoët a una escala de cuerdas, los brazos en alto y el cuerpo desnudo hasta la cintura.
—Estamos dispuestos—dijo Zeli. Kernok hizo un signo, y la cuerda silbó y resonó sobre la espalda de Lescoët. Hasta el sexto golpe se comportó muy decorosamente; no se oía más que una especie de gemido sordo que acompañaba cada zurriagazo. Pero al séptimo el valor le abandonó, y en efecto, debía sufrir mucho, porque cada golpe dejaba en su cuerpo una huella roja que se convertía bien pronto en azul y morada; después quedó levantada la piel y apareció la carne viva y sangrando. Parecía que la tortura debía ser intolerable, porque un estado de desmadejamiento general reemplazó a la irritación convulsiva que hasta entonces había sostenido a Lescoët.
—Se encuentra mal—dijo Zeli con el gratel levantado.
Entonces, el señor Durand, el-calafate de a bordo, se aproximó, tomó el pulso al paciente; después, ensayando una mueca, se encogió de hombros e hizo un signo significativo a maestro Zeli.
El gratel funcionó de nuevo, pero su sonido ya no era seco y restallante como cuando caía sobre una piel lisa y pulida, sino sordo y mate como el ruido de una cuerda que golpease una boya.
Es que la espalda de Lescoët estaba en carne viva; la piel caía en jirones hasta el punto de que el contramaestre se ponía la mano ante los ojos para que no le salpicase la sangre a cada golpe.
—Y veinte—dijo con un aire de satisfacción mezclado de pesar, como una joven que da a su amante el último de los besos prometidos.
O, si lo preferís, como un banquero que cuenta su última pila de escudos.
El propio Zeli se llevó a Lescoët, que no daba señales de vida.
—Ahora—dijo Kernok—, un buen emplasto de pólvora de cañón y de vinagre sobre esos rasguños, y mañana no tendrá nada.
Después, dirigiéndose al timonel:
—Corre una buena bordada al SO.; si se ve una vela, avísame.
Y descendió a su cámara para reunirse con Melia.
CARLOS Y ANITA
...Ese tumulto espantoso, esa fiebre
devoradora... es el amor...
O. P.
Aver la morte innanzi gli occhi per me.
Petrarca.
La dulce influencia de los climas meridionales aun se hacía sentir, porque el buque San Pablo se encontraba a la altura del estrecho de Gibraltar. Empujado por una débil brisa, con todas sus velas extendidas, desde el contrajuanete hasta los foques de estay, venía del Perú y se dirigía a Lisboa con pabellón inglés, ignorando la ruptura de Francia y de Inglaterra.
El departamento del capitán lo ocupaban don Carlos Toscano y su esposa, ricos negociantes de Lima, que habían fletado el San Pablo en el Callao.
La modesta cámara de antes estaba desconocida, tanto eran el lujo y la elegancia desplegados por Carlos. Sobre las paredes grises y desnudas se extendían ricos tapices que, separándose por encima de las ventanas, caían en pliegos ondulantes. El piso estaba cubierto de esteras de Lima, trenzadas de lina y blanca paja, y encuadradas en amplios dibujos de colores llamativos. Largas cajas de caoba roja y pulimentada contenían camelias, jazmines de Méjico y cactos de espesas hojas. En una linda jaula de limonero y de enrejado de plata revoloteaban unos hermosos pájaros de cabeza verde, de alas purpuradas con reflejos de oro, y bonitas cotorras de Puerto Rico, con todo el cuerpo azul, un penacho de color de naranja y el pico negro como el ébano.
El aire era tibio y embalsamado, el cielo puro, el mar magnífico; y, sin el ligero balanceo que el oleaje imprimía al barco, se hubiera podido creer que se estaba en tierra.
Sentado sobre un rico diván, Carlos sonreía a su esposa, que aun tenía una guitarra en la mano.
—¡Bravo, bravo, Anita mía!—exclamó él—, jamás se ha cantado mejor el amor.
—Es que jamás se ha experimentado mejor, ángel mío.
—Sí, y para siempre...—dijo Carlos.
—Para la vida...—contestó Anita.
Sus bocas se encontraron y él la estrechó contra él en un abrazo convulsivo.
Cayendo a sus pies, la guitarra despidió un sonido dulce y armonioso, como el último acorde de un órgano.
Carlos miraba a su mujer con esa mirada que va al corazón, que hace estremecer de amor, que hace daño.
Y ella, fascinada por aquella mirada ardiente, murmuraba cerrando los ojos:
—¡Gracias!... ¡gracias!... ¡Carlos mío!
Después, uniendo sus manos, se deslizó dulcemente a los pies de Carlos, y apoyó la cabeza sobre sus rodillas; su pálido semblante estaba como velado por sus largos cabellos negros; solamente a través de ellos brillaban sus ojos, lo mismo que una estrella en medio de un cielo sombrío.
—Y todo esto es mío—pensaba Carlos—, mío sólo en el mundo, y para siempre; porque envejeceremos juntos; las arrugas surcarán esa cara fresca y aterciopelada; esos anillos de ébano se convertirán en bucles argentinos—decía él pasando su mano por la sedosa cabellera de Anita—, y vieja, abuela ya, se extinguirá en una serena tarde de otoño, en medio de sus nietos, y sus últimas palabras serán: «Voy a unirme contigo, Carlos mío». ¡Oh! sí, sí, porque yo habré muerto antes que ella... Pero, de aquí allá, ¡qué porvenir! ¡qué hermosos días! Jóvenes y fuertes, ricos, dichosos, con una conciencia pura y el recuerdo de algunas buenas acciones, habremos vuelto a ver nuestra bella Andalucía, Granada y su Alhambra, su mosaico de oro, de arquitectura aérea, sus pórticos, nuestra hermosa quinta con sus bosques de naranjos frescos y perfumados, y sus pilones de mármol blanco en los que duerme una agua límpida.
—Y mi padre... y la casa donde he nacido... y la celosía verde que yo levantaba tan a menudo cuando tú pasabas, y la vieja iglesia de San Juan, donde por primera vez, mientras yo oraba, murmuraste a mi oído: «¡Anita mía, te amo!»... ¡Y ya ves si la Virgen me protege! en el momento en que tú me decías: «¡Te amo!», yo acababa de pedirte tu amor, prometiendo una novena a Nuestra Señora—repuso Anita, porque su esposo había acabado por pensar en voz alta—. Escucha, Carlos mío—suspiró—, júrame, ángel mío, que dentro de veinte años diremos otra novena a la Virgen para darle gracias por haber bendecido nuestra unión.
—Te lo juro, ¡alma de mi vida!, porque dentro de veinte años aún seremos jóvenes de amor y de dicha.
—¡Oh! sí, nuestro porvenir es tan risueño, tan puro, que...
No pudo acabar, porque una bala enramada, que entró silbando por la popa, le destrozó la cabeza, partió a Carlos en dos, e hizo añicos los cajones de flores y la jaula.
¡Qué dicha para los periquitos y las cotorras, que huyeron por las ventanas batiendo alegremente las alas!
LA PRESA
...¡Vil metal!
Burke.
...¡Es posible!
Balzac.
—¡Diablo! ¡hermoso tiro! Ya ves, maestro Zeli..., la bala ha entrado por encima del coronamiento y ha salido por la tercera porta de estribor. ¡Pardiez! ¡Melia, haces maravillas!
Así decía Kernok, con un largo anteojo en la mano, y acariciando la culebrina aún humeante que él mismo acababa de apuntar contra el San Pablo, porque este navío no se había apresurado a izar su pabellón.
Esta era la bala que había matado a Carlos y a su esposa.
—¡Ah! ¡qué suerte!—repuso Kernok viendo el pabellón inglés que se desarrollaba en lo alto de uno de los palos del San Pablo—, ¡qué suerte! se da a conocer... ¡y dice de qué país es! pero no me equivoco... un inglés; es un inglés, y el perro se atreve a señalarlo ¡y no tiene un cañón a bordo! ¡Zeli, Zeli!—gritó con voz de trueno—, haz largar todas las velas del brick y preparar los remos; dentro de media hora estaremos cerca de él. Usted, oficial, toque zafarrancho de combate, envíe a los hombres a sus piezas y distribuya los sables y las picas de abordaje.
Después, lanzándose hacia una carronada:
—¡Muchachos! si no me equivoco, ese navío llega del mar del Sud; en esa popa corta y achatada, en ese porte, reconozco una navío español o portugués que se dirige a Lisboa, ignorando sin duda que hemos declarado la guerra a los ingleses. ¡Allá él! Pero ese perro debe tener piastras en el vientre. Pronto lo veremos, ¡pardiez! ¡Muchachos! el casco sólo vale veinte mil piastras; pero, paciencia, El Gavilán extiende su alas y bien pronto mostrará sus uñas. ¡Vamos, muchachos! ¡remad, remad firmes!
Y animaba con la voz y con el gesto a los marineros que, encorvados bajo los largos remos del brick, doblaban la velocidad que le daba la brisa.
Otros marineros se armaban precipitadamente de sables y puñales, y el maestro Zeli hacía disponer los garfios de abordaje.
Kernok, después de haber tomado todas sus disposiciones, descendió al sollado y encerró a Melia que dormía en la hamaca.
Todo estaba dispuesto a bordo de El Gavilán: el capitán del desgraciado San Pablo, creyendo que el brick de Kernok era un navío de guerra, sin dejar de gemir por la desgracia ocurrida a bordo, izó el pabellón inglés, esperando ponerse así bajo su protección.
Pero cuando vio la maniobra de El Gavilán, cuya marcha era aún acelerada por los largos remos, no le quedó duda alguna y comprendió que se trataba de un corsario.
Huir era imposible. A la débil brisa que soplaba por ráfagas, había sucedido una calma chicha, y los remos del pirata le daban una ventaja de marcha positiva. No había que pensar tampoco en defenderse. ¿Qué podían hacer los dos malos cañones del San Pablo contra las veinte carronadas de El Gavilán, que enseñaban sus gargantas amenazadoras?
El prudente capitán se puso, pues, al pairo, esperó los acontecimientos, ordenó a la tripulación que se prosternase de rodillas e invocase a San Pablo, el patrón del navío, que no podía dejar de manifestar su poder en una ocasión semejante.
Y siguiendo el ejemplo del capitán, la tripulación dijo un Páter.
Pero El Gavilán avanzaba siempre.
Dos Ave.
Se oía ya el ruido de los remos que batían el agua cadenciosamente.
Cinco Credo.
¡Válgame Dios! es que la voz, la gruesa y terrible voz de Kernok resonaba en los oídos de los españoles.
—¡Oh! ¡oh!—decía el pirata—, se pone al pairo, arría su pabellón, el bribón está atemorizado; ya es nuestro. Zeli, haz armar la chalupa y la canoa grande; yo voy a hacerme cargo de cómo está aquello.
Y Kernok, poniéndose las pistolas a la cintura, y armándose de un largo cuchillo, se plantó de un brinco en la embarcación.
—Y si es una emboscada, si el navío hace un solo movimiento—gritó al segundo—, forzad los remos y poneos a distancia de garfio.
Diez minutos después, Kernok saltaba sobre el puente del San Pablo con sus pistolas en la mano y el cuchillo entre los dientes.
Pero lanzó una tal carcajada, que su excelente hoja le cayó de la boca. La causa de su risa era el ver al capitán español y a su tripulación arrodillada ante una grosera imagen de San Pablo, que se golpeaban el pecho reiteradamente. El capitán, sobre todo, besaba una reliquia con fervor siempre creciente, y murmuraba: «San Pablo, ora pro nobis...»
Pero San Pablo ¡ay! no se daba por entendido.
—Acaba con tus monerías, viejo cuervo—dijo Kernok cuando hubo acabado de reír—, y llévame a tu nido.
—Señor, no entiendo—respondió temblando el desgraciado capitán.
—¡Ah! es verdad—dijo Kernok—; tú no entiendes el francés.
Y como Kernok poseía de todas las lenguas vivientes justamente aquello que se relacionaba y era necesario a su profesión, repuso socarronamente:
—El dinero, compadre.
El español intentó balbucear aún un no entiendo.
Pero Kernok que había agotado todos sus recursos oratorios, reemplazó el diálogo por la pantomima y le puso bajo la nariz el cañón de su pistola.
A esta invitación, el capitán lanzó un profundo, un doloroso, un desgarrador suspiro, e hizo signo al pirata de que le siguiese.
En cuanto al resto de la tripulación, los marineros del brick los habían agarrotado para que no les estorbasen en sus operaciones.
La entrada del local, donde estaba depositado el dinero de don Carlos, se encontraba bajo la estera que cubría el piso. De modo que Kernok se vio obligado a pasar por la habitación donde yacían los restos sangrientos de los dos esposos. El pobre capitán apartó la vista y se puso la mano sobre los ojos.
—¡Toma!—dijo Kernok dándole con el pie al cadáver—; ésta es la obra de Melia. ¡Pardiez! ¡hermosa labor! ¡Ah!... pero el dinero... el dinero, compadre, eso es lo importante.
Abrieron el pañol; entonces Kernok estuvo a punto de desmayarse a la vista de centenares de toneles con aros de hierro, sobre cada uno de los cuales se leía: Veinte mil piastras (cincuenta mil francos).
—¡Es posible!—exclamó—. ¡Cuatro, cinco... quizá diez millones!
Y en su alegría, abrazaba al segundo, abrazaba a los marineros, abrazaba al capitán español, abrazaba a todo el mundo, hasta los cadáveres ensangrentados de Carlos y de Anita.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Dos horas después, una embarcación conducía a bordo de El Gavilán los últimos toneles de dinero, resto de los despojos del San Pablo, donde Kernok había dejado a diez de sus hombres, la tripulación española agarrotada sobre el puente y el capitán amarrado al palo mayor.
—Muchachos—dijo Kernok—, yo os doy esta noche nopces et festin, como se dice, y después, si sois juiciosos, una sorpresa.
—¡Caray! ¡voto a tal! capitán, seremos juiciosos, juiciosos como vírgenes—dijo el maestro Zeli haciéndose el amable.
ORGÍA
Hic chorus ingens
...Colit orgia.
Avienus.
—¡Vino! ¡voto a tal! ¡vino!
Las botellas chocan entre sí, los frascos se rompen, los juramentos y los cantos estallan por todas partes.
Es tan pronto el ruido sordo que hace un pirata borracho cayendo sobre el suelo, como la voz temblorosa de los que aun tienen el vaso en una mano y con la otra se agarran a la mesa.
—¡Vino aquí, grumete, vino, o te aplasto!
Y los hay que luchan entre ellos pie contra pie, frente contra frente. Se estrechan, se enlazan; el uno resbala y se cae; se oye el crujido de un hueso que se rompe, y las imprecaciones reemplazan a la risa.
Otros están acostados ensangrentados, con el cráneo abierto, a los pies de alegres compañeros que cantan con voz de trueno una delirante canción báquica.
Los de más allá, en el último grado del embrutecimiento y de la embriaguez, se entretienen en machacar entre dos balas la mano de un marinero a quien la borrachera ha matado.
Y una porción de juegos más, a cual más original y delicado.
Los gemidos, los gritos de rabia y de loca alegría se confunden y se acuerdan.
El puente está enrojecido de sangre o de vino. ¡Qué importa! El tiempo huye rápido a bordo de El Gavilán: todo es locura, arrebato, delirio. De prisa, de prisa, gozad de la vida, que ella es corta. Los malos días son frecuentes; ¡quién sabe si el de hoy no tendrá mañana para vosotros! Divertíos, pues, asid el placer allá donde le encontréis.
No es ese placer moderado, decente, de alas doradas y azules, que se parece a una joven tímida y dulce; ese placer delicado que gusta de sacudir su cabeza fresca y rubia ante los mil espejos de un boudoir, o de desflorar con sus labios rosados una copa llena de un licor helado; ese sibarita, en fin, que no quiere a su alrededor más que flores, perfumes y pedrería, mujeres jóvenes y amables, música melodiosa y vinos exquisitos. ¡No, pardiez! se trata de ese otro placer robusto y bestial, de ojo de sátiro, de risa de demonio, que llena las tabernas y los bodegones, que bebe y se emborracha, muerde y desgarra, golpea y mata y después rueda y se retuerce entre los restos de una comida grosera, lanzando una carcajada que parece el aullido de un chacal.
De prisa, de prisa, gozad de la vida, porque os digo que es corta. Gozad, pues, de la vida a bordo de El Gavilán.
Era ya noche cerrada; los faroles que guarnecían los empalletados esparcían una viva claridad sobre el puente del buque, que Kernok había hecho cubrir de mesas para festejar su afortunada presa.
A la comida sucedieron las diversiones. El grumete Grano de Sal, después de haberse frotado de alquitrán de los pies a la cabeza, había encontrado conveniente revolcarse sobre un saco de plumas, de modo que, al salir de allí, parecía un volátil de dos pies, sin alas.
Y qué placer el verle dar zancadas, voltear, saltar, danzar, enardecido por los aplausos de la tripulación, y excitado por los latigazos que el maestro Zeli le administraba de cuando en cuando para conservar su agilidad.
Pero de pronto uno de aquellos hombres, un bromista, creo que era un alemán, queriendo que la fiesta fuese completa, aproximó una mecha encendida al penacho de estopa que se balanceaba con gracia sobre la frente de Grano de Sal...
Después el fuego se comunicó de la estopa a los cabellos, de los cabellos a las plumas, y el acróbata improvisado, el desgraciado Grano de Sal, absorbió tanto calórico, que su piel se resquebrajó y crujió bajo su ardiente envoltura.
Al principio todos reían, hasta derramar lágrimas, a bordo del Gavilán. Sin embargo, como el grumete lanzaba gritos espantosos, una buena alma, un alma compasiva, porque las hay en todas partes, lo agarró y lo arrojó al mar diciendo: «Voy a apagarlo.»
Afortunadamente Grano de Sal nadaba como un salmón; e incluso tuvo la coquetería de prolongar el baño, paseándose alrededor del brick como un tritón o una náyade, a vuestra elección; por fin entró por la porta de popa, diciendo con su acostumbrado estoicismo: «Prefiero eso que haber sido quemado vivo; a pesar de todo, me he divertido de lo lindo.»
Se oyó un tiro de pistola; después un grito penetrante salió de la cámara de Kernok; Zeli se precipitó hacia ella; no era nada, una miseria.
Figuraos que Kernok, un poco excitado por el grog, había elogiado mucho su habilidad a Melia.
—Te apuesto—le decía—que de un pistoletazo te hago saltar el cuchillo que tienes en la mano.
Melia no dudaba de la habilidad de su amante, pero había querido eludir la prueba.
—¡Cobarde!—había gritado Kernok—; ¡pues bien! para enseñarte, voy a romper el vaso en que bebes.
Y diciendo esto había empuñado una pistola, y el vaso de Melia, roto por la bala, había saltado en mil pedazos.
Cuando Zeli entró, Kernok, con la cabeza inclinada hacia atrás, y la pistola aún en la mano, reía del espanto de Melia, que, pálida y trémula, se había refugiado en un rincón de la cámara.
—¡Y bien! Zeli—dijo el pirata—; ¡y bien! mi viejo lobo de mar, ¿tus señoritas se divierten por allá arriba?
—Le respondo de ello, mi capitán; pero esas damas esperan la sorpresa.
—¿La sorpresa? ¡Ah! es verdad; escucha...
Y dijo dos palabras al oído de Zeli. Este retrocedió con aire de extrañeza, abriendo su enorme boca.
—¡Cómo!... ¿Usted quiere...?
—Claro que lo quiero. ¿No es una sorpresa?
—Y famosa por cierto... Voy, capitán.
Kernok subió también al puente con Melia. A su presencia se sucedieron nuevos gritos de alegría.
—¡Hurra por el capitán Kernok, hurra por su mujer, hurra por El Gavilán!
Un cohete partió del San Pablo, que estaba al pairo a dos tiros de fusil del brick. Después de describir una curva, cayó en una lluvia de fuego.
—Capitán, ¿ha visto usted ese cohete?—dijo el segundo.
—Ya sé lo que es, valiente mío. Vamos, vamos, muchachos, haced circular el ron y la ginebra. Un vaso para mí y otro para mi mujer.
Melia quiso rehusar, pero, ¿cómo resistir a su dulce amigo?
—¡Vivan los camaradas y los bravos hijos del capitán de El Gavilán!—dijo Kernok después de haber bebido.
—¡Hurra!—contestó la tripulación en voz fuerte y sonora.
La orgía había llegado a su apogeo. Los marineros se habían agarrado de la mano y daban vueltas con rapidez alrededor del puente, cantando a gritos las canciones más obscenas y más crapulosas.
Bien pronto llegó el maestro Zeli con los diez hombres que Kernok había dejado antes a bordo del San Pablo.
No quedaba a bordo del navío español más que sus tripulantes atados y agarrotados sobre el puente.
—Todo está dispuesto—dijo Zeli—; cuando el segundo cohete parta, capitán, es que la mecha...
—Está bien—dijo Kernok interrumpiéndole—. Muchachos, os he prometido una sorpresa si os portabais bien. Vuestro juicio y vuestra moderación han excedido a lo que yo esperaba; voy, pues, a recompensaros. Ya veis ese navío español: aparejado y equipado como está, vale muy bien... treinta mil piastras... ¡yo pago cuarenta mil, muchachos, yo! lo compro sobre mi parte de la presa, a fin de tener el placer de ofrecer a la tripulación de El Gavilán un castillo de fuegos artificiales con acompañamiento de música. Ya se ha dado la señal. ¡Que cada uno ocupe el sitio que le agrade más!
Y todos los tripulantes, al menos los que estaban en estado de servirse de piernas y de ojos, se agruparon en las cofas y en los obenques.
El segundo cohete había partido del San Pablo y el fuego comenzaba a desarrollarse...
Esta era la sorpresa que Kernok preparaba a su gente; había enviado al maestro Zeli a bordo del navío español, para retirar la poca pólvora que pudiese quedar, disponer las materias combustibles en la cala y en el sollado y agarrotar lo más sólidamente posible a los desgraciados españoles, que no sospechaban nada.
Era, pues, el San Pablo que ardía; la noche era negra, el aire tranquilo, el mar como un espejo.
De pronto, un humo negro y bituminoso salió por las escotillas del navío con numerosos haces de chispas.
Y un grito penetrante... espantoso... que resonó a lo lejos, salió del interior del San Pablo, porque su tripulación veía la suerte que le estaba reservada.
—Ya empieza la música—dijo Kernok.
—Desafinan endiabladamente—respondió Zeli.
Bien pronto el humo, de negro que era, se convirtió en rojo vivo y por fin cedió el sitio a una columna de llamas, que, elevándose en torbellinos de la escotilla principal, proyectó sobre las aguas un largo reflejo de color de sangre.
—¡¡Hurra!!—gritaron los del brick.
Después, el incendio aumentó; el fuego, saliendo de las tres escotillas a la vez, se unió y se extendió como una vasta cortina de fuego, sobre la cual la armadura y el cordaje del San Pablo se dibujaban en negro.
Entonces, los gritos de los españoles agarrotados en medio de aquel horno, fueron tan atroces que los piratas, como a pesar suyo, lanzaron aullidos salvajes para ahogar la voz desgarradora de aquellos infortunados.
El incendio estaba entonces en toda su fuerza. Bien pronto las llamas corrieron a lo largo del aparejo; los palos, no estando ya sostenidos por las cofas, crujieron y cayeron sobre el puente con un estruendo horrible; por todas partes se veían jarcias incendiadas, y aquel inmenso foco de luz parecía aún más deslumbrante en medio de la noche sombría.
Los españoles ya no gritaban...
De pronto, la llama, hizo un amplio agujero en uno de los costados del buque, el palo mayor se abatió sobre el mismo lado, el San Pablo dio una fuerte bandada, se inclinó sobre estribor, y el agua entró a borbotones en la cala.
Poco a poco, el casco del navío se fue hundiendo, fuera del agua no quedaba más que el palo de mesana, el único que había quedado en pie, aislado sobre el agua, y que alumbraba como una antorcha fúnebre... después el palo desapareció para elevar un momento aún su blandón inflamado; pero bien pronto el agua se atorbellinó a su alrededor y no se vio más que un ligero humo rojizo, después nada... nada más que la inmensidad... la noche...
—¡Toma! ya ha terminado—dijo Kernok—; el San Pablo se nos ha llevado nuestro dinero.
—¡Viva el capitán Kernok, que da tan hermosas fiestas a su gente!—gritó Zeli.
—¡Hurra!—contestaron todos.
Y los piratas, fatigados, se lanzaron sobre el puente; Kernok dejó a El Gavilán al pairo hasta el amanecer, y fue a gustar de algunos instantes de reposo, con la satisfacción de un hombre opulento que se encierra en su alcoba después de haber dado una fiesta suntuosa a sus invitados.
Después el pirata murmuró casi dormido ya:
—Deben estar contentos, porque he hecho muy bien las cosas: ¡un navío de trescientas toneladas y tres docenas de españoles! creo que no se puede pedir más; sin embargo, no es conveniente que se acostumbren; eso va bien de cuando en cuando, porque, después de todo, es bueno reír un poco.
LA CAZA
¡Away!... ¡Away!...
Byron.
¡Adelante!... ¡Adelante!
Todo dormía a bordo de El Gavilán; únicamente Melia había subido al puente, agitada por una vaga inquietud. Aunque la noche fuese aún sombría, un resplandor pálido que asomaba por el horizonte, anunciaba la proximidad del crepúsculo. Bien pronto, amplias fajas de un rojo vivo y dorado surcaron el cielo, las estrellas palidecieron y desaparecieron, el sol se anunció por un incendio lejano y luego se elevó lentamente sobre las aguas azules e inmóviles del Océano, que pareció cubrir de un velo de púrpura.
La calma continuaba siendo completa y el brick permanecía en la misma situación que desde la noche. Melia meditaba sentada en un banco, con la cabeza oculta entre las manos; pero cuando la levantó, el día, ya bastante adelantado, le permitió distinguir todos los objetos que la rodeaban, y se estremeció de horror y de asco.
Se veía a los marineros acostados entre los platos y los restos del festín de la noche, y todo en el desorden más completo; las brújulas derribadas, las jarcias y las cuerdas confusamente mezcladas, armas y vasos hechos añicos, toneles desfondados dejando correr sobre el puente ríos de vino y de aguardiente... Aquí, bravos camaradas dormidos, en las posiciones más extravagantes, y oprimiendo aún una botella de la que no quedaba más que el cuello, parecidos a esos fieros guerreros musulmanes, que, ya muertos, aun conservaban el puño de la daga. Allá, dormía un pirata con el cuello bajo la rueda del timón, de modo que, al menor movimiento de rotación, su cabeza debía quedar indefectiblemente destrozada.
Un verdadero amanecer de orgía, ¡y de orgía de pirata!
Melia comenzó por bendecir a la Providencia porque había protegido con tanta solicitud a toda aquella honrada sociedad, que el brick mecía sobre las aguas; porque, gracias a la incuria que de momento reinaba a bordo, si una tempestad se hubiese elevado durante la noche, todo se hubiera ido a rodar, El Gavilán, Kernok, la tripulación y los diez millones, ¡qué lástima!
Por esto quería rezar. ¡La pobre joven encontraba a bordo tan pocas ocasiones de elevar su alma al Ser Supremo! Para rezar, se arrodilló y volvió involuntariamente los ojos hacia la línea vaporosa y azulada que ceñía el horizonte; pero no rezó. Su mirada, dejando de vagar, se fijó en un punto al principio incierto, pero que bien pronto pareció distinguir mejor; en fin, poniéndose las manos encima de las cejas, para aislarse mejor de los rayos del sol, permaneció un instante contemplativa, después sus facciones adquirieron una viva expresión de temor, y en dos saltos se plantó en la cámara de Kernok.
—Estás loca—decía el pirata subiendo al puente con un paso aún pesado y vacilante—; pero si me has despertado por nada...
—Mire—respondió Melia presentándole un anteojo con una mano, mientras que con la otra designaba un punto blanco que se veía en el horizonte.
—¡Maldición!—gritó Kernok después de haber mirado atentamente, y llevó vivamente el aparato al ojo izquierdo—. ¡Mil rayos!
Y frotó el vidrio del anteojo como para asegurarse de que veía claramente y de que ninguna ilusión de óptica le engañaba. No, no se engañaba... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
(Aquí un crescendo de todo lo que podáis escoger de más vigorosamente imprecativo en el glosario de un pirata.)
Apenas este torrente de maldiciones y de juramentos hubo salido de su boca, Kernok se armó de un espeque. Un espeque es un palo de madera de unos cinco o seis pies de longitud y de cuatro pulgadas de circunferencia. El espeque sirve para maniobrar la artillería de a bordo. Kernok cambió provisionalmente este destino, porque empleó el suyo en despertar a la gente. Y los golpes de espeque, gloriosamente acompañados de juramentos capaces de pulverizar al buque, fueron cayendo como lluvia de granizo, tan pronto sobre el puente, como sobre los marineros dormidos. Así, cuando el capitán hubo acabado su ronda, casi todos los hombres estaban en pie, frotándose los ojos, la cabeza o la espalda, y preguntaban, dando unos bostezos horrorosos:
—¿Qué pasa, pues?
—¡Que qué pasa!—gritó Kernok con voz de trueno—; ¡que qué pasa, perros! pues que un barco de guerra; una corbeta inglesa que fuerza su aparejo para alcanzarnos... una corbeta que tiene sobre El Gavilán la ventaja de la brisa, porque el viento es más fuerte allá abajo, y sólo nos llegará con ese inglés ¡que mal rayo parta!
Y todas las miradas se volvieron hacia el punto que Kernok designaba con el extremo del anteojo.
—¡Ocho, diez, quince portas!—exclamó—; una corbeta de treinta cañones; ¡muy bonito! y por añadidura, de la escuadra azul.
Llamó a Zeli.
—Oye, Zeli, no se trata de hacer tonterías; haz colocar los remos y ponerlo todo en orden lo más pronto posible; viremos en redondo y despejemos el campo; El Gavilán no tiene el pico ni los espolones bastante duros para recrearse con semejante presa.
Después echó mano de la bocina:
—¡Cada uno a su sitio para largar las gavias y los foques! ¡En línea para largar los juanetes y los contrajuanetes, a aparejar las barrederas altas y las bajas! y vosotros, muchachos, a los remos; si podemos tomar el viento, El Gavilán no tiene nada que temer. Ya sabéis ¡pardiez! que tenemos diez millones a bordo. ¡De modo que, elegiréis entre ser colgados en las vergas del inglés, o entre volver a Saint-Pol con los bolsillos llenos, a beber grog y a hacer bailar a las muchachas!
La tripulación le comprendió perfectamente; la alternativa era inevitable; así, gracias a las velas de que estaba cargado y a sus vigorosos remeros, El Gavilán comenzó a hacer tres nudos.
Pero Kernok no se engañaba sobre la marcha de su buque; veía bien que la corbeta inglesa tenía sobre él una ventaja real, puesto que venía con el viento. Por lo tanto, obrando como un capitán prudente, ordenó hacer zafarrancho de combate, abrir el pañol de la pólvora, llenar los depósitos de balas, subir al puente las picas y las hachas de abordaje, velando en todo con una actividad increíble y pareciendo multiplicarse.
La corbeta inglesa avanzaba, avanzaba siempre...
Kernok hizo llamar a Melia, y la dijo:
—Querida amiga, probablemente se calentará el horno; vas a bajar inmediatamente a la cala, sin menearte más que lo haría un cañón sobre su afuste... ¡Ah! y a propósito, si notas que el brick hace algún movimiento y desciende, es que nos vamos a fondo. Ya me comprendes... y más bien espero eso que no ver a una marsopla fumar en pipa. Vamos basta de lloros, bésame, y que no vuelva a verte hasta después del baile, si es que no dejo la piel.
Melia se puso talmente pálida, que se la hubiera podido tomar por una estatua de alabastro...
—Kernok... déjeme a su lado—murmuró, y arrojó sus brazos al cuello del pirata, que se estremeció un momento y después la rechazó.
—¡Vete!—exclamó—; ¡vete!
—¡Kernok!... ¡déjame velar por tu vida!—dijo echándose a sus pies.
—Zeli, líbrame de esta loca y bájala a la cala—dijo el pirata.
Y como fuese a apoderarse de Melia, ella se desprendió violentamente, y se aproximó a Kernok, con el color animado y la vista brillante.
—Al menos—dijo—, toma este talismán; póntelo y protegerá tu vida durante el combate; su efecto es cierto; fue mi abuela quien me lo dio. Ese mágico talismán es más fuerte que el destino... Créeme, póntelo.
Y ella tendía a Kernok un saquito suspendido de un cordón negro.
—¡Atrás esa loca!—dijo Kernok encogiéndose de hombros—; ¿me has oído, Zeli? ¡a la cala!
—Si tú mueres, que sea por tu voluntad; pero al menos yo compartiré tu suerte. Ahora, nada, nada en el mundo protegerá mi vida; ¡vuelvo a ser mujer como tú eres hombre!—exclamó Melia que arrojó el saquito al mar.
—¡Excelente muchacha!—dijo Kernok siguiéndola con la vista mientras que dos marineros la bajaban al sollado por medio de una silla atada a una larga cuerda.
Y la corbeta inglesa se aproximaba siempre...
Zeli se aproximó a Kernok.
—Capitán, la corbeta nos toma la delantera.
—¡Bien lo veo, viejo tonto! nuestros remos no hacen nada y fatigan inútilmente a los hombres; hazlos retirar, cargar los cañones con dos balas, colocar los garfios de abordaje, los pedreros en las gavias. Haz también arriar las barrederas; si la brisa nos ayuda, nos batiremos sobre las gavias; es el mejor portante de El Gavilán.
Cuando la maniobra fue ejecutada, Kernok arengó a sus hombres en la siguiente forma:
—Muchachos, he ahí una corbeta que tiene las costillas sólidas; estrecha tan de cerca a El Gavilán, que no podemos esperar escaparnos de ella; además, tampoco es necesario. Si nos hacen prisioneros, seremos colgados; si nos entregamos, también; combatamos, pues, como bravos marineros, y quién sabe si, como dice el proverbio, apretando los talones, salvaremos los calzones. ¡Voto a tal! muchachos, El Gavilán ha echado a pique a un gran buque sardo de tres palos en las costas de Sicilia, después de dos horas de combate; ¿por qué ha de temer a esa corbeta del pabellón azul? Pensad también que tenemos diez millones que conservar. ¡Pardiez! ¡muchachos, diez millones, o la cuerda!
El efecto de esta peroración fue inmediato, y toda la tripulación gritó a la vez:
—¡Hurra! ¡Muerte a los ingleses!
La corbeta se hallaba entonces tan próxima que se distinguían perfectamente sus amuras y su aparejo.
De pronto se elevó una ligera humareda, brilló un relámpago, resonó un ruido sordo y una bala silbando pasó cerca del bauprés de El Gavilán.
—La corbeta empieza a hablar—dijo Kernok—, es nuestro pabellón el que quiere ver, ¡la curiosa!
—¿Cuál hay que izar?—preguntó Zeli.
—Este—contestó Kernok—, porque hay que ser galante.
Y empujó con el pie una vieja chaqueta de marinero, cubierta de manchas de vino y de alquitrán.
—¡Es raro!—dijo el contramaestre, y el guiñapo subió majestuosamente hasta lo alto de la driza.
Se supone que la broma pareció un poco pesada a los de la corbeta, porque dos cañonazos partieron casi inmediatamente y las balas hicieron bastantes destrozos en el aparejo de El Gavilán.
—¡Oh! ¡oh! ya nos incomodamos... no hay que hacerse de rogar—dijo Kernok—. ¡A mí, Melia!—y se precipitó sobre la culebrina que él había bautizado con este nombre, tomó medidas y apuntó—: ¡Ahí va eso!—e hizo jugar la batería.
—¡Bravo!—exclamó cuando el humo se hubo disipado y pudo apreciar el efecto del disparo—, ¡bravo! Mira, Zeli, mira, ya tiene su mastelero de foques destrozado: esto promete, muchachos, esto promete; pero es cuando El Gavilán le arañe sus costados con los garfios de abordaje, cuando reirá el inglés.
—¡Hurra, hurra!—gritó la tripulación.
La corbeta no respondió al disparo de Kernok, reparó prontamente sus averías, y se dejó ir sobre el corsario.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entonces estaba tan cerca, que se oían las voces de mando de los oficiales ingleses.
—Muchachos, a vuestras piezas—dijo Kernok precipitándose hacia un banco con la bocina en la mano—; a vuestras piezas, y ¡voto a tal! no hagáis fuego sin que os lo manden.
EL COMBATE
¡El abordaje!... ¡El abordaje!...
Unos se suspenden de las jarcias,
otros se lanzan hacia los
obenques.
Víctor Hugo, «Navarin».
—¡Maestro Durand, balas!—¡Maestro Durand, acaba de declararse una vía de agua!—¡Maestro Durand, mi cabeza, mi brazo, mire cómo sangra!
Y el nombre del maestro Durand, el artillero-cirujano-calafate de a bordo, resonaba desde el puente a la cala, dominando el ruido y el tumulto inseparables de un combate tan encarnizado como el que se libraba entre la corbeta y el brick; y, en efecto, a cada andanada que enviaba, El Gavilán temblaba y crujía en su armazón, como si hubiese estado a punto de abrirse.
—¡Maestro Durand, balas!—¡La vía de agua!—¡Mi pierna!—repetían voces confusas.
—Pero ¡con mil diablos! un instante; no puedo hacerlo todo; llevar balas arriba, reparar abajo una avería, curar vuestras heridas... Es preciso empezar por lo primero, y después se ocuparán de vosotros, montón de vocingleros; porque, ¿para qué sois buenos ahora? sois tan inútiles como una verga sin velas y sin relingas.
—¡Maestro, balas! ¡pronto, balas!
—¡Balas! ¡santo Dios, qué cañonazos! si vais tan de prisa durante un cuarto de hora, las gargantas de nuestros cañones se secarán pronto. Tomad, hijos míos, y cuidadlas bien, son las últimas.
Entonces el señor Durand abandonó el saco de artillero para tomar el martillo del calafate, y se precipitó hacia la bodega para tapar la vía de agua.
—¡Voto a tal! sufro mucho—decía el maestro Zeli.
Estaba tendido en tierra en el fondo del sollado, iluminado apenas por un farol cuidadosamente cerrado; el muslo derecho estaba casi separado del tronco; en cuanto al izquierdo, una bala se lo había llevado.
A su alrededor gemían otros heridos, confundidos todos sobre el suelo, esperando que el señor Durand pudiese abandonar el martillo por el cuchillo.
—¡Voto a tal! tengo sed—continuó el maestro Zeli—; me siento débil; apenas si oigo hablar nuestros cañones; ¿es que están constipados?
Al contrario, las andanadas eran más fuertes y más frecuentes que nunca; lo que ocurría es que el oído del maestro Zeli estaba ya debilitado por la proximidad de la muerte.
—¡Oh! tengo sed—dijo—y frío, ¡yo que tanto calor tenía hace un momento!
Después, volviéndose a un compañero:
—Fíjate tú, polaco, ¿es que quieres quedarte tieso como ese que tienes al lado? ¡Oh! ¡el cochino! ¡qué feo es! ¡Toma! ahora pone los ojos en blanco.
Era uno que expiraba en las últimas convulsiones de la agonía.
—Durand, ¿vendrás de una vez?—gritó de nuevo Zeli—; ven a ver mi pierna, viejo mío.
—Al instante estoy para ti; otro martillazo nada más, y la avería que tenemos en la línea de flotación habrá desaparecido del todo... Bueno, ya te ha llegado el turno; ¿es que no somos cuñados?
—Sí, un poco—respondió Zeli.
El señor Durand descolgó el farol y lo aproximó al maestro Zeli que esbozó una entre mueca y sonrisa, muy orgulloso de la sorpresa que iba a dar a Durand.
—¡Toma!—dijo el cirujano-calafate-artillero—, ¿dónde está tu otra pierna, farsante?
—Allá arriba, sobre el puente, quizás aún... Vamos, desembarázame de ésta, porque me incomoda mucho. Parece que me han atado una bala de treinta y seis al pie. ¡Oh! y tengo sed, siempre sed.
Mientras examinaba la pierna del maestro Zeli, el señor Durand sacudió tres o cuatro veces la cabeza y silbó, muy bajo, es verdad, el aire del Botón de rosa, para acabar diciendo:
—Estás... fastidiado, viejo mío.
—¡Ah! pero, ¿de veras?
—Sí, sí.
—Entonces, si tú eres un buen muchacho, toma mi pistola y levántame la tapa de los sesos.
—Iba a proponértelo.
—Gracias.
—¿No tienes ningún encargo que hacerme?
—No. ¡Ah! sí; toma mi reloj; se lo darás a Grano de Sal.
—Bien. Vamos...
—¡Ah! me olvidaba; si el capitán no revienta allá arriba, dile de mi parte que ha mandado como un valiente.
—Bien. Vamos...
—¿De modo que tú crees que estoy lo que se llama...?
—Sí, a fe de hombre, y ya comprenderás que yo no querría hacer una mala partida a un amigo.
—Es verdad. Pero a pesar de eso siempre... Brrr... ¡Qué frío! Casi no puedo hablar... Me parece que mi lengua pesa tanto como un pedazo de plomo. Toma, ahora estoy mareado... Adiós, viejo. Otro apretón de manos... Vamos, ¿estás dispuesto?
—Sí.
—Perfectamente. ¡Fuego! eso me curará...
Cayó.
—Pobre b...—dijo el señor Durand.
Esta fue la oración fúnebre del maestro Zeli.
El señor Durand hubiera deseado quizá terminar todas sus operaciones tan caballerescamente, pero sus otros clientes, espantados de la violencia del tópico, que había, no obstante, dado tan buenos resultados en el maestro Zeli, prefirieron emplasto de estopa y de grasa, que el honrado doctor aplicaba indistintamente a todo y para todo, con un suplemento de consuelos para los moribundos. Tan pronto era: «¡Bah! Después de nosotros, el fin del mundo». O bien: «La próxima campaña debía ser ruda, el invierno frío, el vino malo»; y una multitud de otras gracias destinadas a endulzar los últimos momentos de los pobres piratas, que tenían el cuidado de abandonar una honorable existencia sin saber demasiado a dónde iban.
El señor Durand fue interrumpido bruscamente en sus cuidados espirituales y temporales por Grano de Sal, que cayó como una bomba en medio de siete agonizantes y de once muertos.
—¿Vienes a estorbarme en mi trabajo, perro?—dijo el doctor.
Y el grumete recibió con esta admonición una bofetada que hubiera abrumado a un rinoceronte.
—No, maestro Durand; al contrario, es que piden municiones allá arriba, porque acaban de enviar la última granada; y no crea usted, la corbeta inglesa ha quedado rasa como un pontón, pero sigue haciendo un fuego de mil demonios... ¡Ah! Mire, una bala se me ha llevado un dedo. Vea usted, maestro Durand...
—¿Y quieres que yo pierda el tiempo en mirar tu rasguño, bribón, perro?
—Gracias, señor Durand; lo cierto es que vale más eso, que tener un brazo de menos—dijo Grano de Sal envolviendo precipitadamente en estopa lo que le quedaba del dedo—. Pero mire—añadió—, ahí llega un parroquiano, maestro.
Era un herido que descendía al sollado; como estaba mal atado, cayó sobre el suelo, quedando muerto.
—Otro que ya está curado—dijo el maestro Durand que estaba absorto pensando cómo remediar la falta de balas.
—¡Municiones!... ¡municiones!—gritaban muchas voces con un acento de terror.
—¡Voto a tal! ¡aun cuando debiéramos cargar los cañones con grumetes, se hará fuego contra los ingleses!—exclamó el maestro Durand subiendo rápidamente al puente.
Grano de Sal le siguió, no sabiendo si la intención que el doctor había manifestado de emplearle como proyectil, era una broma o no. Pero, fiel a su sistema de consolarse, se dijo:
—Preferiría eso a ser colgado por los ingleses.
SIGUE EL COMBATE
¡Silencio! todo ha terminado, todo
se lo ha tragado el abismo. La espuma
de los altos mástiles ha cubierto la cima.
Víctor Hugo, «Navarin».
—¡Y bien! ¡o vienen balas, o somos hundidos como perros!—gritó Kernok al maestro Durand tan pronto como le vio aparecer sobre el puente.
—¡No queda ni una!—dijo el doctor rechinando los dientes.
—¡Que mil millones de rayos se lleven al brick! ¡y no tener nada, nada, para recibir a los ingleses que van a abordarnos! ¡Mira! ¡voto a tal! ¡mira!...
Y diciendo esto, Kernok empujó a Durand contra el empalletado, que caía a pedazos. En efecto, aunque la corbeta estuviese horriblemente averiada, se adelantaba viento en popa sobre el brick con un jirón de vela de su mesana, mientras que El Gavilán, que había perdido todas sus velas, no podía evitar el abordaje que el inglés quería intentar, y que había de serle ventajoso porque eran más.
—¡Ni una bala! ¡ni una bala! ¡San Nicolás! ¡Santa Bárbara, y todos los santos del calendario, si no venís en mi auxilio—gritó Kernok en un estado de espantosa exasperación—, juro hacer añicos vuestras hornacinas del mismo modo que rompo este compás! ¡Y que un rayo me pulverice si queda piedra sobre piedra de una sola de vuestras capillas en toda la costa de Pempoul!
Y el pirata, echando espumarajos por la boca, había arrojado contra el suelo una brújula.
Parece que los santos que Kernok implorara tan brutalmente, quisieron portarse como corresponde a gente canonizada. Los hombres hubieran castigado al temerario; los semidioses acudieron en su auxilio, demostrando así que su creencia etérea era superior a nuestras inteligencias estrechas y rencorosas.
Así, apenas Kernok había terminado su singular y horrible invocación, que, herido por una idea súbita, por una idea de las alturas, quizás, exclamó rugiendo de alegría:
—¡Las piastras!... ¡voto a tal! muchachos, ¡las piastras!... carguemos nuestras piezas hasta la boca: esa metralla vale tanto como la otra. El inglés quiere moneda; la tendrá, y bien caliente, tanto que, saliendo de nuestros cañones, parecerán más bien lingotes de bronce que buenos escudos de España... ¡Subid las piastras!... ¡las piastras!
Esta idea electrizó a la tripulación. El maestro Durand se precipitó hacia el pañol y bien pronto aparecieron tres barriles sobre el puente, unos ciento cincuenta mil francos aproximadamente.
—¡Hurra! ¡Muerte a los ingleses!—gritaron los diez y nueve piratas que quedaban en estado de combatir, ennegrecidos por la pólvora y por el humo, y desnudos hasta la cintura para maniobrar con más facilidad.
Y una especie de alegría feroz y delirante los exaltó.
—Esos perros de ingleses no podrán decir que somos avaros—exclamó uno—; porque esa metralla les pagará con creces el cirujano que les cura.
—Ya se ve que combatimos con una dama. ¡Voto a tal! ¡cuánta galantería! ¡balas de plata!...—dijo otro.
—Yo no pediría más que una carga como esa para divertirme en Saint-Pol—añadió un tercero.
Y efectivamente, echaban el dinero en los cañones a puñados, hasta ahogarlos. De este modo pasaron cincuenta mil escudos.
Apenas todas las piezas estuvieron cargadas, cuando la corbeta, que se encontraba cerca del brick, maniobró de modo de meter su bauprés en los obenques de El Gavilán; pero Kernok, por un movimiento hábil, evitó el choque y luego se dejó derivar por el inglés.
A dos tiros de pistola, la corbeta envió su última andanada, porque ella también había agotado sus municiones; también se había batido bravamente y también había hecho prodigio de valor durante las dos horas del encarnizado combate. Desgraciadamente, el oleaje impidió a los ingleses apuntar bien, y toda su andanada pasó por encima del corsario, sin hacerle daño.
Un marinero del brick hizo fuego antes de la orden.
—¡Perro aturdido!—exclamó Kernok, y el pirata rodó a sus pies, abatido de un hachazo.
—Sobre todo—añadió—, no hagáis fuego hasta que estemos casi tocándonos; en el momento en que los ingleses vayan a saltar sobre nuestro puente, nuestros cañones les escupirán en el rostro, y ya veréis cómo eso les molesta; ¡estad seguros!
En aquel instante mismo, los dos navíos se abordaron. Los tripulantes ingleses que quedaban estaban en los obenques y sobre los empalletados, con el hacha a punto, el puñal entre los dientes, prestos a lanzarse de un brinco sobre el puente del brick.
Un gran silencio reinaba a bordo de El Gavilán.
—Away! goddam, away! lascars—gritó el capitán inglés, hermoso joven de veinticinco años que, habiendo perdido las dos piernas, se había hecho meter en un barril de salvado, para contener la hemorragia y poder mandar hasta el último momento—. Away! goddam!—repitió.
—¡Fuego, ahora, fuego sobre el inglés!—aulló Kernok.
Entonces todos los ingleses se lanzaron sobre el brick.
Los doce cañones de estribor les vomitaron en la cara una granizada de piastras, con un estruendo espantoso.
—¡Hurra!—gritaron los piratas.
Cuando el espeso humo se hubo disipado y se pudo apreciar el efecto de aquella andanada, no se vio ya a ningún inglés, a ninguno... Todos habían caído al mar o sobre el puente de la corbeta, todos estaban muertos o espantosamente mutilados. A los gritos del combate sucedió un silencio sombrío e imponente; y aquellos diez y ocho hombres, únicos supervivientes, aislados en medio del Océano, rodeados de cadáveres, no se miraban sin cierto espanto.
El mismo Kernok fijaba los ojos con estupor en el tronco informe del capitán inglés; porque la metralla se le había llevado un brazo. Sus hermosos cabellos rubios estaban teñidos de sangre; no obstante, la sonrisa aparecía en sus labios... Es que había muerto sin duda pensando en ella, en ella que, bañada en lágrimas, vestiría largos hábitos de luto al saber su glorioso fin. ¡Afortunado joven! Tenía quizá también a su anciana madre para llorarle, para llorar al que había mecido en sus brazos cuando niño. ¡Era quizás un porvenir brillante que se malograba, un nombre ilustre que se extinguía en él! ¡Qué pesar debía producir su muerte! ¡Cuánto debían llorarle! ¡Dichoso, tres veces dichoso joven! ¡qué no debía a la culebrina de Kernok! con una bala había hecho un héroe llorado en los tres reinos. ¡Qué hermosa invención la de la pólvora!
Tal debía ser, poco más o menos, el resumen de las reflexiones de Kernok, porque permaneció risueño y tranquilo a la vista de aquel horrible espectáculo.
Sus marineros, al contrario, se habían mirado largo rato con una especie de extrañeza estúpida. Pero, pasado este primer movimiento, el natural indiferente y brutal se adueñó otra vez de ellos, y todos, en un impulso espontáneo, gritaron:
—¡Hurra! ¡Viva El Gavilán y el capitán Kernok!
—¡Hurra! ¡muchachos!—dijo él—. Y bien, ya lo veis; El Gavilán tiene el pico duro; pero ahora hay que pensar en reparar las averías. Según mi estima, debemos estar por el lado de las Azores. La brisa fresquea; vamos, muchachos, limpiemos el puente. Y en cuanto a los heridos... en cuanto a los heridos—repitió golpeando maquinalmente el empalletado con su hacha—, les harás llevar a la corbeta, maestro Durand—dijo bruscamente.
—¿Para...?—preguntó éste con aire interrogativo.
—Ya lo sabrás—respondió Kernok con aire sombrío, frunciendo sus espesas cejas.
El maestro Durand fue a cumplir las órdenes del capitán, murmurando:
—¿Qué querrá hacer? Es raro...
—¡Aquí, grumete!—gritó Kernok a Grano de Sal que estaba enjugando con aire de tristeza el reloj que le había legado el maestro Zeli, porque estaba cubierto de sangre.
El marmitón levantó la cabeza; las lágrimas brillaban en sus ojos. Avanzó hacia el terrible capitán, pero sin el menor temor. Una idea fija le dominaba, y era el recuerdo de la muerte de Zeli, al cual era bien adicto.
—Vas a bajar a la cala y decir a mi mujer que puede venir a besarme: ¿oyes?—dijo Kernok.
—Sí, capitán—respondió Grano de Sal; y una gruesa lágrima cayó sobre el reloj.
En el acto desapareció por la escotilla.
Kernok subió con agilidad a las gavias y examinó el aparejo con la más escrupulosa atención; las averías eran numerosas, pero no inquietantes, y con la ayuda de los palos y de las vergas de recambio, comprendió que podría continuar su ruta y llegar al puerto más inmediato.
Grano de Sal volvió a subir al puente, pero solo.
—¡Y bien!—dijo Kernok—; ¿dónde está mi mujer, animal?
—Capitán, es que...
—¿Qué es? ¿hablarás, perro?
—Capitán... está en la cala...
—Ya lo sé. ¿Por qué no ha subido, bribón?
—¡Ah! ¡caramba! capitán... es que está muerta...
—¡Muerta! ¡muerta!—dijo Kernok palideciendo; y por la primera vez su rostro expresó el dolor y la angustia.
—Sí, capitán, muerta, muerta por una bala que ha entrado por debajo de la línea de flotación; y lo más raro es que el cuerpo de la señora ha tapado justamente el agujero que el cañonazo había hecho, sin lo cual el agua hubiese entrado y el brick se habría ido a pique. De todos modos, la señora ha salvado a El Gavilán, y vale más eso que...
Grano de Sal, que había bajado los ojos al comenzar su narración, no pudiendo sostener la mirada chispeante de Kernok, se aventuró a levantar la cabeza.
Kernok ya no estaba allí; se había precipitado en la cala, y miraba, con los ojos secos, los brazos cruzados, los puños convulsivamente apretados; porque, según la relación del grumete, la cabeza y una parte de la espalda de Melia, empotradas en el agujero producido por la bala, habían impedido al proyectil ir más lejos.
¡Pobre Melia! hasta la muerte había sido útil a su Kernok.
El pirata permaneció solo unas dos horas, encerrado en la cala al lado de los restos de Melia. Allí desahogó su dolor, porque cuando subió al puente, su rostro estaba impasible y frío. Solamente, un poco antes de su regreso, un grito doloroso se había oído y una masa informe había desaparecido entre las aguas. Era el cadáver de Melia.
Durante este tiempo, el maestro Durand había hecho conducir los heridos a bordo de la corbeta inglesa.
—Pero, ¿por qué no nos dejan a bordo del brick?—preguntaban con insistencia al buen doctor.
—Hijos míos, yo no sé nada; tal vez porque aquí son mejores los aires, y en las heridas graves hay que cambiar de aires, ya se sabe.
—Pero, maestro Durand, vea usted que se llevan para el brick todos los palos y todas las vergas de recambio de la goleta. ¿Cómo vamos, pues, a navegar?
—Quizá por el vapor—respondió el señor Durand, que no podía resistir el placer de hacer un chiste.
—¡Cómo! Usted se va, maestro Durand, y vosotros también, camaradas. ¿Y nosotros? ¿y nosotros?... ¡Maestro Durand!... ¡Maestro Durand!
Así decían los heridos, bastante fuertes para gritar, pero no para andar, viendo al señor Durand y a sus compañeros que se embarcaban en la canoa.
—Lo más probable es que no sea para hacernos tomar el aire para lo que nos envían aquí—dijo un parisiense que tenía un brazo de menos y un balazo en la columna vertebral.
—¡Pues bien! ¿para qué nos han enviado aquí, parisiense?—preguntaron muchas voces con inquietud.
—¿Para qué?... con objeto de que reventemos aquí, mientras ellos se reparten nuestra parte de presa. ¡Eso está muy mal hecho! Unicamente, si hubieran tenido un poco de corazón, habrían hecho un agujero en la cala para que nos hundiésemos... en lugar de dejarnos aquí para que nos devoremos como fieras. Esto será por el estilo del Colin que yo vi en el Mont-Thabor, en casa del señor Franconi—aquí su voz comenzaba a debilitarse—, porque acabo de oírles decir que ya no quedan víveres a bordo de la corbeta, y a eso se debe principalmente el que nos hayan dejado de lado. Sin embargo, es sensible morir cuando se es rico; porque con mi parte de la presa, me hubiera divertido de lo lindo en París... ¡Dios! ¡la Cabaña!... ¡el Vauxhall!... ¡el Ambigú!... ¡y las señoritas! ¡Ah! sí, ¡es mortificante! porque ahora, en el tiempo de atar un gratel ya estaré cocido... ya no tengo sensación en las piernas... Es por vosotros por quienes lo siento... porque vosotros no sois muy tiernos, corderos míos... Estaréis endiabladamente duros, y para comeros hará falta una famosa salsa...
Sus restantes palabras no pudieron entenderse, y cinco minutos después estaba muerto. El parisiense había adivinado la verdad; es imposible dar cuenta de las maldiciones de que Kernok y demás cofrades fueron objeto. Un herido inglés, que conocía el francés, comunicó a sus compañeros el destino que les esperaba. El barullo aumentó, y cada uno juraba y blasfemaba en su lengua. ¡Vaya un barullo! un barullo capaz de despertar a un canónigo. Pero todos aquellos desgraciados estaban demasiado gravemente heridos para poder levantarse; y, además, carecían de botes...
Hubo muchos que, rodando, se dejaron ir hasta los empalletados, y de allí se arrojaron al mar, preveyendo todo el horror de la suerte que estaba destinada a sus compañeros.
—Ya se han quedado allí—dijo el maestro Durand a Kernok cuando hubo vuelto a bordo.
—Bien—respondió Kernok—; la brisa sopla del Sud. Con esta mesana por vela y los juanetes en lugar de las gavias, podemos continuar la ruta. Orienta hacia el NNE.
—¿Así—dijo el maestro Durand mostrando la corbeta que se balanceaba desmantelada—, abandonamos a esos pobres diablos?
—Sí—respondió Kernok.
—Pues no deja de ser un procedimiento bien poco delicado.
—¡Ah! es verdad... ¿Sabes los víveres que nos quedan a bordo, gracias al festín que os he dado, salvajes? ¡Pues bien! no nos queda más que una caja de galleta, tres toneladas de agua y una caja de ron; porque en un día habéis echado a perder los víveres de tres meses.
—Tanta culpa es de los de aquí, como de los que quedan allá.
—Me... río; tenemos aún, quizá, ochocientas leguas que hacer y diez y ocho hombres que mantener; además, éstos deben ser los primeros, porque se hallan en estado de trabajar.
—Los que deja usted en la corbeta van a reventar como perros o a comerse los unos a los otros; porque mañana, pasado mañana... tendrán hambre.
—Me... río, ¡que revienten! Vale más que sean los que están medio muertos que no nosotros, que aun tenemos mucho que hacer.
Los marineros del brick oían esta conversación y comenzaron a murmurar:
—No queremos abandonar a nuestros camaradas.
Kernok paseó sobre ellos su mirada de águila, puso su hacha bajo el brazo, se cruzó las manos a la espalda y dijo con voz imperiosa:
—¿Eh? vosotros... ¿no queréis...?
Se hizo un profundo silencio.
—¡Sois unos animales bien singulares!—exclamó—. Sabed, pues, canallas, que estamos a ochocientas millas de tierra; que hemos de contar al menos con quince días de navegación, y que si guardamos los heridos a bordo se beberán toda nuestra agua y nos harán tanto servicio como los remos a un navío de tres puentes.
—Eso es verdad—interrumpió el artillero-cirujano-calafate—, nada bebe tanto como un herido; son lo mismo que los borrachos, siempre tienen la boca seca.
—Y cuando estemos sin agua y sin galleta, ¿será el señor Kernok el que os dará lo que falte? Nos veremos obligados a comer nuestra carne y a beber nuestra sangre, como tendrán que hacer ellos; ¡vaya un alimento perro! Eso os tienta, ¿no es cierto, bergantes?... mientras que si tratamos de arribar a Bayona o a Burdeos, podemos ver de nuevo Francia y vivir como buenos burgueses con nuestra parte de presa, que no será pequeña, puesto que también nos repartiremos la de esos...—añadió Kernok designando a los heridos de la corbeta.
Este argumento calmó victoriosamente los últimos escrúpulos de los recalcitrantes.
—En fin—terminó Kernok—, esto será así porque yo lo quiero; ¿está claro? Y al primero que abra la boca se la cerraré yo; ya sabéis que acostumbro cumplir lo que prometo. Conque, en marcha, muchachos.
Los diez y ocho hombres que componían entonces la tripulación, obedecieron en silencio y dirigieron una última mirada a sus compañeros, a sus hermanos, que lanzaban gritos espantosos viendo al brick alejarse. Después, como la brisa soplaba mucho, El Gavilán se encontró bien pronto lejos del lugar del combate. Pero al día siguiente se levantó una horrible tempestad, enormes montañas de agua parecían a cada momento querer tragarse al buque que, capeando el temporal, huía ante el tiempo.
En fin, después de una penosa travesía, El Gavilán recaló en Nantes, donde reparó sus averías, y después, de acuerdo con los deseos de Kernok, se hizo de nuevo a la mar para fondear una vez más en la bahía de Pempoul.
Allí se formó una comisión para verificar la legalidad de la presa. Entonces Kernok juró, con todos sus juramentos, que en lo sucesivo iría a desembarcar a Santo Tomás, ¡porque aquellos cormoranes de administradores habían pescado en sus aguas! Estas fueron sus propias expresiones.
LOS DOS AMIGOS
¿Un alma tan rara y ejemplar no
costaría más de matar que un alma
popular o inútil?
Montaigne, lib. II, c. XIII.
Es una excelente posada la del Áncora de Oro, en Plonezoch. Cerca de la puerta se elevan dos hermosas encinas, verdes y frondosas, que dan sombra a las mesas, siempre atractivas, de tan lustrosas que están; y como el Áncora de Oro está situada en la plaza mayor, no se encuentra un golpe de vista más animado, sobre todo a la hora del mercado, durante las hermosas mañanas de julio.
Por eso dos honrados compañeros, dos apreciadores de aquella hermosa localidad, habían echado raíces ante una de aquellas mesas tan lustrosas y tan limpias; hablaban de esto y de lo de más allá, y la conversación debía ser ya larga, porque buen número de botellas vacías formaban un imponente y diáfano reducto alrededor de los interlocutores.
El uno podía tener sesenta años, feo, moreno, grueso, con largas y blancas patillas que hacían un raro contraste con su tez bronceada. Llevaba un holgado frac azul grotescamente cortado, un ancho pantalón de tela y un chaleco escarlata con botones de áncoras, y al que le faltaban por lo menos seis pulgadas para llegar a la cintura; finalmente, un inmenso cuello de camisa rígido y almidonado se levantaba amenazador por encima de las orejas de este personaje. Además, anchas hebillas de plata brillaban en sus zapatos, y un sombrero charolado, impertinentemente ladeado, acababan de darle un aire coquetón y calavera que contrastaba singularmente con su edad avanzada. Por lo demás, se veía que iba vestido de etiqueta y que le incomodaban sus adornos.
Su amigo, de un traje menos afectado, parecía mucho más joven. Una chaqueta y un pantalón de tela componían todo su atavío, y una corbata negra, negligentemente anudada, permitía ver un cuello nervioso que soportaba un rostro risueño y abierto.
—Se acerca San Saturnino—dijo golpeando ligeramente su pipa sobre la mesa para hacer salir toda la ceniza—, se acerca San Saturnino, y hará veinte años que El Gavilán—aquí llevó una mano a su gorra de lana de cuadros azules y rojos—, que nuestro pobre brick fondeó por última vez en la bahía de Pempoul al mando del difunto señor Kernok.
Y suspiró sacudiendo la cabeza.
—¡Cómo pasa el tiempo!—contestó el hombre del cuello alto echándose al coleto un enorme vaso de aguardiente—; me parece que fue ayer: ¿no es eso, Grano de Sal? Y si te llamo Grano de Sal entre nosotros, es porque tú me lo has permitido, muchacho. Esto me recuerda los tiempos pasados.
Y el viejo se echó a reír dulcemente.
—¡Voto a tal! no se moleste usted, señor Durand; usted es uno de los antiguos, un amigo del pobre señor Kernok.
Y de nuevo levantó los ojos al cielo suspirando.
—¡Qué quieres, muchacho! cuando llega la hora de desamarrar—dijo el señor Durand sorbiendo, con un largo resoplido, una gota de aguardiente que quedaba en el fondo de su vaso—, cuando el cable cede, el áncora se va al fondo. Es lo que decía yo siempre a mis enfermos, a mis calafates, o a mis artilleros, porque tú sabes...
—Sí, sí, ya lo sé, maestro Durand—respondió prontamente Grano de Sal que temblaba a la idea de oír al ex artillero-cirujano-calafate comenzar de nuevo el relato de sus triples hazañas—; pero eso es más fuerte que yo, y se me parte el corazón cuando pienso que aun no hace un año estaba ese pobre señor Kernok allá abajo en su granja de Treheurel y que todas las noches fumábamos una pipa con él.
—Es verdad, Grano de Sal. ¡Dios de Dios! ¡qué hombre! ¡y le querían en toda la comarca! Un desgraciado marinero le pedía algo, y lo obtenía al instante. En fin, desde hace veinte años que se había retirado de los negocios para vivir de sus rentas, todos se hacían lenguas de su caridad. Y después, ¡qué respetable cara con sus largos cabellos blancos y su frac marrón! ¡qué aire más bondadoso cuando llevaba a la espalda a los hijos del viejo Cerisoët, el artillero, o les hacía barquitos de corcho! Solamente yo le hacía siempre un reproche a ese pobre Kernok, se había aficionado demasiado a la gente de sotana.
—¡Ah! ¡porque era mayordomo de la parroquia! Y además, por pasar el tiempo. Pero no podrá usted dejar de confesar que infundía respeto en su banco de encina, con sus guantes blancos y su pechera, el día de la fiesta de la parroquia de San Juan.
—Yo prefería verle en el puente, con un hacha en la mano y su bocina en la otra—respondió el ex artillero-cirujano-calafate llenando su vaso.
—Pues, ¿y en la procesión, señor Durand? cuando presumía con su cirio, que quería llevar siempre como una espada, a pesar de las lecciones del monaguillo... Pero lo que desolaba sobre todo al señor cura es que el capitán Kernok mascaba tanto, que durante la misa escupía sobre todo el mundo.
—Le desolaba... le desolaba... es por eso por lo que embruteció a mi camarada para hacerle dejar al presbiterio veinte fanegas de sus mejores prados.
Aquí Grano de Sal alargó inverosímilmente el labio inferior guiñando los ojos, miró al maestro Durand con el aire más picaresco, más malicioso, más burlón que fuera posible imaginar, moviendo negativamente la cabeza.
—¡Caray! ¡si lo sabré yo!—repitió el maestro Durand casi ofendido de la pantomima del antiguo grumete.
—Vamos, vamos, tranquilícese usted—repuso éste—, no es al cura a quien ha hecho esta donación.
Aquí una pausa, y la extrañeza del maestro Durand se manifestó por un excesivo enarcamiento de sus cejas y por la absorción de un glorioso vaso de vino.
—Es—dijo Grano de Sal—, a la sobrina del cura, ¡eh!
—¡Ah! el viejo farsante, el viejo farsante—murmuró el maestro Durand lanzando una carcajada homérica—; ya no me extraña que fuese mayordomo y que comulgase con tanta frecuencia.
Y se entregó con Grano de Sal a unos arrebatos de alegría tan ruidosa; que unos perros comenzaron a ladrarles.
—Lo más mortificante es que—continuó Grano de Sal—toda la fortuna del capitán Kernok vuelve al Gobierno. Como no había hecho testamento...
—¿Cómo había de pensarlo? ¿Es que podía prever ese accidente?
—Usted le vio después... después de la cosa... ¿no es cierto, señor Durand? porque yo había ido a Saint-Pol.
—Seguramente que le vi. Figúrate tú, muchacho, que vienen a decirme: «Señor Durand, se siente olor de quemado en casa del señor Kernok; ¡pero de una chamusquina más rara!» Eran las ocho de la mañana y nadie se atrevía a entrar en su habitación; ¡son tan bestias! Me decido yo a entrar, muchacho, y... ¡Ah! ¡Dios mío! échame de beber, porque me pongo malo cada vez que lo recuerdo.
Se repuso un poco después de un largo trago de aguardiente, y continuó:
—Entro, y figúrate tú qué espectáculo: el cuerpo de mi pobre viejo Kernok cubierto de una ancha llama azulada que le corría de la cabeza a los pies, lo mismo que cuando arde un ponche. Yo me aproximé y le eché agua; ¡bah! aún ardía más fuerte, porque estaba casi cocido.
Grano de Sal palideció.
—¡Esto te extraña, hijo mío! pues bien, yo se lo había predicho.
—¡Usted!...
—Sí. El bebía demasiado aguardiente, y yo le decía siempre: «Mi viejo camarada, tú acabarás por una concustion invantánea—dijo el maestro Durand con importancia, apoyando cada palabra e hinchando los carrillos.
Quería decir una combustión instantánea, solución exacta y verdadera de la muerte de Kernok, dada por un médico de Quimper, hombre muy entendido, al que se había enviado a buscar un poco demasiado tarde.
—¿Y eso no le hace temblar, señor Durand?—dijo Grano de Sal que veía con pena al ex artillero-cirujano-calafate tomar la misma dirección que su difunto capitán.
—Yo, es diferente, muchacho; yo mezclo el aguardiente con vino, mientras que él lo bebía puro.
—¡Ah!...—respondió Grano de Sal poco convencido de la temperancia del señor Durand.
—¡Toma!—dijo éste—, ahí tienes uno que morirá en la piel de un bandido, si es que no le desuellan vivo.
Y señalaba a un hombre alto y delgado, con uniforme azul bordado, que atravesaba la plaza.
—¡Cuánto daría por estar a bordo con ese perro de Plick, él con los brazos atados a una cuerda de obenques y la espalda desnuda... yo con un buen rebenque en la mano! ¡Cuando pienso que por haber pasado por las manos de ese miserable de comisario nuestra parte de presa ha disminuido en nueve décimos; que en lugar de los sesenta mil francos con que vivo desde hace veinte años podría tener un millón, y que a ese pobre Kernok no le tocaron más que doscientos mil francos de las toneladas de plata que recogimos a bordo del buque español!
—¡Bah!—dijo Grano de Sal—, un poco más, un poco menos, es igual. Yo estoy bien contento de haber abandonado el oficio con lo que tengo y de haberme comprado un quechemarín para el cabotaje. Pero desde que no veo al pobre señor Kernok, parece que me falta algo.
—A propósito—dijo el señor Durand—, creo que se acerca la hora de la misa que hacemos decir en San Juan a ese pobre viejo.
Grano de Sal sacó un reloj lo menos de una pulgada de grueso.
—Tiene usted razón, señor Durand, son las diez.
Después, alargándole el reloj, atado con cuidado a una larga cadena de acero reforzada con un cordón negro:
—Vea, ¿lo reconoce usted?—dijo al maestro.
—¡Si lo reconozco!... es el que el pobre Zeli me dio para que te lo entregase el día del combate de El Gavilán contra la corbeta. ¡Pobre Zeli! Aun le veo, tendiéndome la mano y diciéndome: «¡Toma!... esto es para Grano de Sal... Adiós... viejo... no te olvides». ¡Voto a tal!—dijo el viejo emocionado—, esto me da más pena ahora, cada vez que me acuerdo, que en el momento en que ocurrió. ¡Pobre Zeli!
Y la cabeza del señor Durand cayó entre sus manos callosas y arrugadas.
Grano de Sal parecía absorto en un doloroso recuerdo mirando su reloj.
—Son cinco litros de vino y una botella de aguardiente—dijo el posadero, con su gorra en la mano, e inquieto de la prolongada permanencia de los dos marinos.
—Lo que sobre para ti—dijo Grano de Sal arrojándole una moneda de oro.
Y dando el brazo al viejo Durand, se encaminó con él hacia la capilla de San Juan.
LA MISA DE DIFUNTOS
...Golpea los aires como el toque funesto
Que pide a los vivos las primas para los muertos
Cuando un frío ataúd es lo único que queda
De la que sonrió a nuestros primeros esfuerzos.
S. Delaunay, «Ob. inéditas».
Figuraos una ensenada entre dos montañas, en la cual una multitud de embarcaciones bretonas, de velas rojas y cuadradas, han abordado varando sobre un hermoso fondo de arena de una blancura deslumbrante.
En el fondo, el mar, cuyas ondas azules, después de haber prolongado los contornos de la bahía, van a morir sobre frescas praderas cortadas por setos de rosales silvestres y por oxiacantos floridos que esparcen a lo lejos su perfume.
Aquí y allá algunas encinas seculares sostienen un techo de rastrojos cubierto de lindas matas azules y de clemátidas, que penden en largas guirnaldas.
Dan animación a este paisaje, aquí una cabra levantada sobre sus patas traseras que parece suspendida de los verdes festones; allá una pequeña carreta tirada por grandes bueyes, y el chirrido ronco y continuo de la rueda y la canción salvaje del Dragoubras, y el aspecto ágil del montañés de Arrés que monta en pelo a uno de esos caballitos negros, de pelo rizado, de ojo brillante, de patas nerviosas, que franquean los salientes de la costa con tanta ligereza como un camello.
Después, en medio de aquella colina, cuya pendiente es casi insensible, se ven los edificios consagrados a San Juan. Aquí la iglesia gótica, con sus arcos y sus ojivas, sus altas y delgadas columnas, sus frontones esculpidos como un encaje, contrasta singularmente con el pesado campanario de plomo que eleva su techumbre gris y sombría por encima del obscuro verdor de los abetos y alerces.
Los toques redoblados de todas las campanas de la iglesia de San Juan, anuncian la ceremonia de que hemos hablado, un servicio fúnebre por el alma del difunto señor Nicolás-Bárbara-Kernok, propietario de Treheurel. Porque toda la población de la comarca, donde el digno anciano era adorado, había abandonado sus trabajos para ir a rendir un postrero homenaje a su respetable bienhechor.
Era necesario ver la multitud que se apretujaba bajo los pórticos de la iglesia, las jóvenes con su corpiño escarlata bordado de azul y con sus cofias, las viejas con sus capas que las tapaban por completo, los hombres con sus birretes negros, de los que se escapaban largos cabellos que caían hasta su ancho cinturón de cuero, del que pendía un largo cuchillo.
Todos esperaban que las puertas fuesen abiertas.
Bien pronto llegaron Grano de Sal y el maestro Durand. A su vista todas las cabezas se inclinaron; ellos respondieron con un saludo protector a estas muestras de deferencia.
Por fin, se abrió la puerta; y entre apreturas, empellones y codazos, cada cual se colocó en su sitio.
El sol enviaba alegremente sus dorados rayos a través de las vidrieras de colores de la capilla, e iba a reflejar sus mil maticos sobre el banco pulimentado y negro de encina, cargado de pesadas esculturas, banco en el cual se sentaba Kernok en los días solemnes. ¡Ah! ¡y con qué dignidad tranquila y majestuosa ostentaba en él su pechera y su frac marrón! ¡con qué destreza ocultaba su chicote a la vista del cura! ¡con qué aire de compunción cerraba los ojos, fingiendo rezar y recogerse, cuando la plática del sacerdote le sumía en la más agradable somnolencia!
Y era preciso que el recuerdo de aquella figura venerable estuviese aún bien presente en el pensamiento de Grano de Sal y del señor Durand, porque permanecieron un buen rato inmóviles ante el banco.
—Me parece estarle viendo aún—dijo el señor Durand.
—Y a mí también—respondió Grano de Sal.
Un rumor sordo anunció la llegada del señor Karadeuc, el párroco.
Primero ofició y después subió al púlpito.
Los fieles aprovecharon este momento para estornudar, sonarse, toser, bostezar, suspirar, volverse de un lado y de otro...
Después se hizo el silencio... ¡el más profundo silencio!
El predicador avanzó hasta el borde del púlpito, apoyó en él sus manos huesudas y velludas; sus ojos brillaban bajo sus espesas cejas rojas y su boca esbozaba una singular sonrisa... después comenzó:
«Mis queridos hermanos, apprehendi te ab extremis terræ et a longinquis ejus vacari te; elegi te, et non abjeci te; ne timeas, quia ego tecum sum.»
Como el auditorio se componía de sencillos habitantes de la baja Bretaña, este exordio hizo poco efecto.
«Sí, hermanos míos, lo que quiere decir: Te he tomado de la mano para traerte de los lugares más alejados del mundo; te he llamado de los puntos más distantes; te he elegido y no te he rechazado; no temas nada, porque yo vengo a ti.
»Porque, hermanos míos, estas palabras pueden aplicarse al virtuoso, al digno, al respetable anciano que todos lloramos... en una palabra, a Nicolás Kernok, antiguo negociante.»
Aquí el señor Durand dio un primer codazo a Grano de Sal, que, apretándose la nariz con el pulgar y el índice, dejó escapar una especie de mugido sordo, como una risa ahogada.
«¡Ay! hermanos míos—continuó el cura—, ese antiguo negociante, el digno Kernok, era también un cordero alejado del redil. Ese cordero se encontraba también en países lejanos... y la Providencia le tomó por la mano.»
—¡Por la pata!—dijo el viejo Durand.
—¡Mire que comparar al capitán a un cordero!—dijo Grano de Sal poniéndose la gorra delante de la cara.
Sin embargo, el predicador continuó:
«La Providencia le ha dicho también: Elegi, non abjeci te... te he elegido y no te he rechazado, aunque tu vida haya sido agitada.»
—Llama agitada a aquello—murmuró Durand dando un segundo codazo a Grano de Sal que le respondió con la misma energía, es decir, con otro codazo capaz de hundir dos costillas al artillero-cirujano-calafate. ¡Oh! los dos se comprendían.
«...Sí, hermanos míos, agitada. Pero después de haber navegado en un mar proceloso, la popa de su esquife ha conseguido una orilla de paz y de reposo.»
—¡La popa, la popa!—dijo Durand con aire despreciativo—; ¡la proa, la proa, sacristán!
El cura lanzó una mirada de indignación a Durand y repitió con obstinación:
«Pero la popa de su esquife consigió por fin la orilla de paz y de reposo, donde ese virtuoso, ese digno, ese respetable anciano hizo brotar la flor de la caridad y de la religión.»
¡Qué bestia es ese cura!—murmuró Grano de Sal.
—Bestia como un arenque—contestó Durand encogiéndose de hombros.
«...Así, hermanos míos—continuó el predicador—, uníos a mí para dar las gracias al Rey de los reyes por haber coronado al que todos lloramos con una aureola de su eternidad.»
—Amén—respondieron los asistentes.
—Oye, Grano de Sal: ¿ves tú al capitán Kernok tocado con una aureola?—dijo el maestro Durand.
Pero Grano de Sal ya no le escuchaba, porque el cura había descendido del púlpito para dirigirse al cementerio donde reposaba Kernok; pronto llegaron ante la tumba.
El rostro de Grano de Sal se había vuelto severo y sombrío, tenía la gorra entre sus manos, y Durand le apretaba el brazo mientras se enjugaba los ojos.
Entonces el cura dijo algunas oraciones, que fueron repetidas a coro por los asistentes arrodillados, y luego todos se retiraron.
Sólo quedaron Durand y Grano de Sal.
Y el sol había desaparecido hacía ya rato detrás de las montañas de Tregnier, mientras que los dos amigos aun continuaban sentados cerca de la tumba de Kernok, mudos y pensativos, con la cabeza oculta entre las manos.
EL GITANO
Cara de ángel y corazón de demonio.
Lope de Vega.
EL BARBERO DE SANTA MARÍA
Un barbero di qualidad.
—Por el ojo de San Procopio, le juro, compadre, que el gitano piensa desembarcar en Matagorda. Mi digna tía Isabel, volviendo de la isla de León, ha visto todos los guardacostas dispuestos y me ha dicho que habían apostado dos centinelas en el faro para vigilar las evoluciones de la embarcación de ese condenado que se ve a lo lejos.
—¡Por la silla de Santiago, compadre! el pescador Pablo, que ha llegado de Conil, me ha repetido de nuevo que la tartana de rojas velas está fondeada a medio tiro de cañón de la costa, y que todos los carabineros están alerta...
—Han abusado de su credulidad, señor don José.
—Le han engañado, señor rapabarbas—respondió José saliendo con aire burlón.
Esta calificación de señor rapabarbas hizo estremecer violentamente a Flores, porque si él rejuvenecía al público, era por no desmentir la significación ¡ay! demasiado positiva de la bacía de cobre reluciente que se balanceaba en un rincón obscuro de la puerta; pero también, en el sitio más visible, aparecía un inmenso cuadro representando una mano armada de lanceta que abría delicadamente las venas de un brazo colosal. De modo que el observador comprendía fácilmente que el barbero ponía su amor propio y su gloria en ejercer ciertas prácticas quirúrgicas, y que era casi a su pesar si descendía a la innoble navaja, cuyos provechos parecían, no obstante, bastante honrosos.
El maestro Flores gozaba además de una consideración merecida; su barbería, como lo son generalmente las barberías de España, era el lugar de reunión de todos los chismosos, y particularmente de todos los marinos retirados que habitaban en Santa María; y si las noticias que se recogían en aquella fuente no estaban revestidas de un carácter bien auténtico, no se puede negar que por lo menos estaban fabricadas a conciencia; detalles, palabras históricas, retratos, circunstancias, nada faltaba. Devoto, de un espíritu flexible y conciliador, el barbero exhalaba beatitud por todos sus poros; siempre iba cuidadosamente vestido de negro; sus cabellos grises y lisos se reunían detrás de sus orejas, y dos anchos surcos rojos, reemplazando a las cejas, se dibujaban encima de dos ojitos pardos, de una movilidad extraordinaria; pero lo que más llamaba en él la atención eran sus manos, cuya piel blanca y fresca y las uñas rosadas hubieran hecho honor a un canónigo de Toledo.
Ya hemos dicho que Flores se estremeció violentamente ante el impertinente apóstrofe de José, y este movimiento súbito y colérico hizo desgraciadamente desviar aquella mano ordinariamente tan firme y tan segura; el acero rozó ligeramente el cuello de uno de sus parroquianos, que se arrellanaba con complacencia en el gran sillón de nogal donde iban sucesivamente a sentarse todos los marinos de la isla de León y de Santa María.
—¡Que el diablo le lleve!—dijo el paciente dando un brinco sobre su asiento—. La plaza de verdugo está vacante en Córdoba, ¡por Cristo! usted puede obtenerla, porque tiene excelentes disposiciones para abrir la garganta a los cristianos.
Y enjugó con la punta de su corbata la sangre que salía de su herida.
—Tranquilícese—respondió Flores con importancia, consolado, casi contento de su torpeza ante la idea de que podría poner en práctica sus gloriosos conocimientos de cirugía—; tranquilícese, mi querido hijo, porque sólo ha sido atacada la epidermis; no están interesados más que los vasos capilares, y un emplasto de diaquilón, o de ungüento remediará mi inadvertencia; y a decir verdad, esa pequeña evacuación sanguínea le será muy saludable, porque usted me parece un individuo muy propenso a la plétora; de modo, hijo mío, que en lugar de blasfemar, debería usted...
—Darle las gracias, ¿no es eso, maestro? Lo tendré presente, y a la primera cuchillada que tenga la desgracia de dar, le diré al alcalde: Señor, mi enemigo es un individuo propenso a la plétora y esto no es más que una evacuación sanguínea. Tenga en cuenta, señor, que lo he hecho por su bien.
Aquí, los numerosos parroquianos que llenaban la tienda de Flores se echaron a reír tan fuertemente, que el barbero se puso rojo de cólera.
—¡Hijo de Satanás!—murmuró mientras aplicaba su benéfico bálsamo sobre la herida sangrienta.
—¡Me maldice usted, padrecito!—dijo el marino—; vaya, no se incomode; se lo perdono todo, incluso la sangría, gracias a la buena noticia que usted acaba de darnos... ¡Ah! ¡conque la tartana de ese maldito ha fondeado cerca de Conil! ¡Por mi madre, daría con gusto los ocho años de soldada que Fernando me debe por ver a ese condenado gitano con grilletes en los pies y en las manos y arrodillado en la capilla ardiente! ¡Cuántas veces, al querer darle caza con la escampavía he renegado de mi patrón por las bordadas que nos hacía correr ese favorito del infierno! ¡porque siempre se embarca cuando peor tiempo hace! Y mientras que nuestra embarcación rodaba cubierta por el oleaje, la suya parecía saltar y deslizarse por las olas... ¡Virgen del Carmen! apostaría este par de alpargatas nuevas a que si el gitano tocase con el dedo la pila del agua bendita, ésta se estremecería y herviría como si hubiesen metido un hierro candente.
—Puede ser—dijo Flores—; pero es lo cierto que mi noticia es positiva.
—Que el cielo le oiga—dijo uno—, y yo prometo a San Francisco hacer dormir a mis criados sobre la piedra y no darles más que garbanzos cocidos con agua por espacio de nueve días.
—Que lo prendan, y yo prometo a la Virgen una hermosa mantilla y un anillo.
—Yo prometo a la Virgen del Pilar ir de aquí a Jerez con los pies desnudos, un cirio de tres libras entre los dientes y las manos atadas a la espalda, cuando vea a ese renegado en un calabozo esperando su suplicio—dijo un tercero.
—Y yo—exclamó un tratante en ganado—, me comprometo a dar dos de mis mejores cabritos a los santos padres de San Juan, si me prometen que el descreído será descuartizado y le echan plomo derretido en los ojos; porque ¡por San Pedro! yo no quiero la muerte del pecador, pero ha de haber una justicia. Si ese primo de Satanás se contentase con hacer el contrabando, aunque esté condenado, se le podrían comprar sus mercancías exorcizándolas; pero el maldito saquea las casas de campo de la costa, roba nuestras hijas y comete profanaciones en nuestras capillas. Aun no hace mucho se ha encontrado la imagen de San Ildefonso con una gorra de marinero en la cabeza y una larga pipa en la boca. ¡Por los siete Dolores de la Virgen! ¡semejantes abominaciones no anuncian nada bueno!
—¡Y pensar—dijo el marino—que el señor gobernador de Cádiz no puede disponer de una buena fragata para poner término a tales horrores y que no tenemos para defendernos más que algunos guardacostas que huyen así que divisan el bauprés de la tartana maldita! Armemos algunos faluchos por cuenta nuestra, compadre, y ¡por Santiago! ya veremos si Satán le protege y si está al abrigo del plomo.
—Una cosa bien singular—dijo en voz baja el tratante en ganados—, es que Pedrillo, mi cabrero, me ha asegurado haber visto un bote de la embarcación del gitano abordar a lo largo de las rocas donde está construido el convento de San Juan, y que...
—¿Y qué?—dijeron todos a la vez.
—Y que el condenado había entrado en el santo lugar.
—¡Jesús! ¡Virgen santa! ¡qué horror!—dijo la multitud persignándose.
—Pues eso no es nada aún: el condenado se ha atrevido a subir a la torre del reloj, y mi cabrero lo ha visto perfectamente fumando su cigarro maldito, y poco después... ¡le ha oído acompañarse una canción blasfema con su guitarra maldita!
—Pero, los dignos padres, ¿cómo han sufrido semejante abominación?—preguntó Flores con aire contrito.
—¡Ahí verá usted!—y el interlocutor entornó los ojos sonriendo maliciosamente.
A pesar de todo el peligro que había en hablar de cosas del clero, se iba quizás a discutir gravemente sobre este asunto, cuando una voz aguda y estridente dijo en tono burlón:
—¡A menos que el condenado del gitano no sea el mismo Satanás!
Todos los ojos se volvieron hacia un rincón obscuro de la barbería, porque era allí donde se encontraba el desconocido que había pronunciado tan singulares palabras. Cuando vio todas las miradas de la asamblea fijas en él, se levantó, dejó caer su obscura capa, atravesó el largo salón del establecimiento y fue a sentarse gravemente en el gran sillón, que entonces esperaba un paciente.
Su talla resultaba airosa, aunque inferior a la media, y su rico traje andaluz le dejaba ver en toda su elegancia. Se desató el pañuelo rojo que rodeaba su cabeza, escapándose un bosque de cabellos que casi cubrieron su cara; sus grandes ojos brillaban con un dulce brillo.
—Vamos, maestro—dijo a Flores, al mismo tiempo que se pasaba el índice extendido por el mentón, imitando el movimiento de la navaja—; y por mis pecados—añadió—, no me trate usted como al amigo de los botones de áncora. Sobre todo, nada de evacuación sanguínea.
El amigo de los botones de áncora iba a responder, cuando un rumor, al principio lejano y en seguida más próximo, lo impidió; se distinguía una voz de hombre tímida y suplicante, y una voz de mujer agria y regañona.
—¡Grandísimo embustero, te voy a confundir!—dijo ella al entrar, con las ropas en desorden y arrastrando a un jovencito de unos quince años.
—¡Mi tía Isabel!—dijo Flores con la navaja levantada.
—¡Y el pescador Pablo!—exclamaron los otros.
—Señora—decía el niño—, le juro por el alma de mi padre que yo he visto hace dos horas la tartana de las velas rojas fondeada cerca de Conil.
La señora Isabel hizo un gesto que hubiera tenido toda su significación y toda su eficacia, sin el marino que se interpuso prudentemente entre los dos campeones.
—¡Aun ese maldito gitano!—dijo el joven del traje andaluz—. Señores, he aquí una buena ocasión de probar lo que os decía hace un momento, es decir, que ese condenado es Satanás en persona.
Y se levantó gravemente.
—Vamos, señora, estoy dispuesto a aclarar la cuestión, porque yo he visto el buque de las velas rojas aun no hace dos horas.
—Lo mismo que yo—respondieron a la vez Isabel y Pablo.
—Un momento—dijo el desconocido—, ¿jura usted por el santo nombre de Dios y por el mártir de la cruz decir la verdad?
—Lo juramos.
—Hable usted, pues, señora.
—Pues bien, tan verdad como Santa Isabel, mi patrona, tiene su trono en Córdoba (aquí se persignó), es que yo he visto, aun no hace dos horas, el buque, y que Dios me quite la vida si yo miento.
—Habla tú—dijo al pescador.
—Que San Pablo me haga perecer la primera vez que salga al mar, si no es verdad que hace dos horas he visto la tartana del condenado fondeada a un tiro de fusil de Conil; y es tan verdad, señores, que he encontrado cerca de Vejer un destacamento de aduaneros que se dirigían apresuradamente a la costa, guiados por Blasillo, el hijo de Blas, que había ido a prevenirle; yo no quiero contradecir a la señora Isabel, ¡pero que Dios me aplaste si miento!
Había en las dos versiones tan diferentes[7] un tal acento de verdad y de convicción, que los espectadores se miraban con extrañeza. El mismo forastero sonreía con un aire de incredulidad. En cuanto a Flores, no se daba cuenta de que, desde que el nuevo cliente se hallaba sentado en el sillón, no había cesado de pasar el dorso de la navaja por el mentón de aquel improvisado Salomón.
—¡Hola! maestro—dijo el joven—, si continúa usted de ese modo, no tengo que temer, ciertamente, ninguna evacuación sanguínea; y además, es preciso que esté usted furiosamente preocupado para no haber visto en seguida que no se trataba de afeitarme sino de arreglarme el pelo.
—En efecto—dijo el barbero confundido—, en efecto; tiene usted la barba tan lisa como una manzana; una mujer no la tendría más suave.
—¡Una mujer!—repitieron Pablo y la señora Isabel.
En el mismo instante, un niño pequeño se aproximó a la puerta y avanzó su linda cabeza rubia, después la retiró, la volvió a avanzar como si hubiese buscado a alguien, vio al desconocido y en dos saltos se plantó en sus rodillas.
Apenas le hubo hablado al oído, se levantó bruscamente, tomó su capa y arrojó un escudo a Flores, diciendo con aire singular:
—Forzosamente, señores, ese gitano tiene que ser Satanás en persona, puesto que está en tres lugares a la vez; porque yo os juro ¡por Cristo!—añadió persignándose—, que bordea desde hace dos horas a la vista de Sanlúcar.
Terminadas estas palabras, saltó ágilmente sobre su caballo, que relinchaba a la puerta, puso al niño a la grupa, y desapareció prontamente en un espeso torbellino de polvo que el galope de su caballo hizo levantar en medio de la calle.
Los parroquianos de Flores que se habían precipitado a la puerta para seguir con la vista a aquel personaje, hicieron, al volver a entrar en la tienda, las conjeturas más raras sobre la triplicidad verdaderamente fenomenal del contrabandista gitano, conjeturas que abandonaron sin agotarlas, como hubieran hecho en otra ocasión, para hablar de la corrida de toros que debía celebrarse al día siguiente.
LA CORRIDA DE TOROS
Madrid, cuando tus toros brincan,
Hay manos blancas que aplauden
Y mantillas que se agitan.
A. de Musset.
¡España! ¡España! ¡cuán puro y brillante es tu cielo! Santa María está bañada en oleadas de luz; los mil balcones de sus blancas casas centellean y arden, y los naranjos perfumados de la Alameda parecen cubiertos de hojas de oro. A lo lejos, Cádiz, envuelta en un vapor cálido y rojizo, que allá, sobre la arena resplandeciente de la playa, las olas azules y transparentes iban a deshacer como un largo listón de diamantes en espuma centelleante hecha de agua y de sol; después, en el puerto, centenares de faluchos, de balandros, cuyas flámulas se despliegan levantadas por una ligera brisa que circula silbando por entre las cuerdas. El fresco olor de las algas marinas, el canto de los marineros que despliegan las amplias velas grises aun húmedas por el relente de la noche, el toque de las campanas de las iglesias, el relincho de los caballos que saltan lanzándose hacia las verdes praderas que se extienden detrás de la ciudad... todo, en fin, es música, perfume y luz.
Y el apresuramiento causado por el anuncio de una corrida de toros que debía celebrarse el mismo día en Santa María, aumentaba aún el tumulto. Casi toda la población de las ciudades y aldeas vecinas llena los caminos. Allá, las calesas rojas, cubiertas de ricos dorados, vuelan arrastradas por un caballo rápido, cuya cabeza está cargada de plumas abigarradas y de cascabeles que resuenan a lo lejos; aquí, el pavimento tiembla y gime bajo el peso de ocho mulas cuyos arneses resplandecen de cifras y de escudos de armas de plata, y que arrastran un coche pesado y macizo, rodeado de lacayos con las magníficas libreas de un grande de España y precedido de picadores de trajes deslumbrantes.
Más lejos, el portante ágil y jacarandoso del campesino andaluz. ¡Por todos los santos de Aragón! ¡qué hermoso está con su amante a la grupa y su airoso traje obscuro bordado en seda negra y encarnada! ¡Y esos millares de botoncitos de oro que serpentean a lo largo del muslo y van a detenerse por encima de sus polainas de piel de camello! ¡Con qué vigor su pie se apoya en el amplio estribo morisco! Pero no se puede ver su cara, porque está casi oculta entre los pliegues de la mantilla de su andaluza.
¡Por Santiago! ¡Vaya la linda pareja! ¡cómo le aprieta ella con sus dos brazos, y con qué gracia las mangas verdes de su jubón se destacan sobre el color sombrío de la chaqueta de su amante! ¡Qué fuego en esas pupilas que centellean bajo unas espesas cejas negras! ¡vive Dios! ¡qué miradas! ¡qué talle tan flexible!... ¡que la Virgen bendiga esa complaciente basquiña con largas franjas de raso, que deja ver una pantorrilla fina y redonda y un pie de niña!... ¡Tres veces bendita sea, porque ha dejado ver un momento la liga azul, y su media de seda y el pequeño puñal de Toscana que una verdadera andaluza no abandona jamás!
¡Adelante! El brioso caballo galopa: sus crines negras trenzadas con cintas encarnadas flotan sobre su cuello nervioso, y la espuma blanquea su bocado y sus brillantes copas! ¡Adelante, muchacho! ¡que tu espuela se hunda en el flanco de tu montura, porque tu morena de las largas pestañas, trémula y asustada, te estrechará violentamente contra su corazón y tú sentirás sus latidos! ¡y sus cabellos acariciarán tu frente y su respiración abrasará tus mejillas!
¡Por Santiago, adelante, joven pareja, y desapareced ante las miradas envidiosas entre esa nube de polvo dorado!
Pero ya estamos a las puertas de Santa María. Todo son apreturas y gritos; gritos de dolor y de alegría confundidos; hombres, mujeres, viejos, niños, están allí inmóviles, esperando con angustia el momento de la corrida. Por fin, las barreras se abren, el pueblo se precipita y las inmensas galerías que rodean la arena se llenan de espectadores jadeantes de deseo y de impaciencia.
—¡Plaza! ¡plaza al alcalde, a la Junta y al señor gobernador!
Delante de ellos marchan los milicianos de la ciudad con sus largas carabinas; después los guardias, que tocan sus clarines, y llevan los pendones rojos y amarillos en los que se ven bordados los leones de Castilla y la corona real.
¡Plaza! ¡plaza a la monja! porque es la primera y la última fiesta a la que la pobre joven asistirá. Hoy, aun pertenece al mundo, mañana ya pertenecerá a Dios; por eso hoy está deslumbrante de pedrería, su ropa brilla bajo las lentejuelas de plata, y cinco hileras de perlas rodean su cuello de alabastro; también hay perlas sobre sus brazos blancos y mórbidos, perlas y flores sobre sus bellos cabellos negros que sombrean su pálida frente. ¡Ved, qué cosa más conmovedora! ¡con qué amor y respeto mira a la superiora del convento de Santa María! Ni una mirada para ese espectáculo brillante y ruidoso, ni una sonrisa para ese murmullo de admiración que la sigue, para los homenajes que la rinde la más alta nobleza de Sevilla y de Córdoba. Nada puede distraerla de sus santos pensamientos. Huérfana, rica, se entrega a Dios, y en su representación a la superiora de Santa María. Ese corazón puro e ingenuo, teme al mundo sin conocerle, porque han querido hacerle ganar el cielo sin combatir. Mañana, según la costumbre, esa espesa cabellera caerá bajo las tijeras; mañana, el paño y el sayal reemplazarán a esos brillantes tejidos; mañana quedará sometida a un juramento inquebrantable; pero hoy, la costumbre quiere que asista a las vanidades y a las alegrías engañadoras de un mundo que ella no conoce, como para darle un eterno y último adiós.
¡Plaza, pues! plaza a la monja que entra en su palco toda adornada y cubierta de tela blanca sembrada de flores.
¡Bravo! los clarines suenan, es la señal, y las puertas del toril se abren; ¡un toro se precipita a la arena! Es un bravo toro salvaje nacido en las selvas de Sanlúcar; es pardo de color; solamente una estrecha faja blanca serpentea por su lomo. Sus cuernos son cortos, pero fuertes y afilados; no hay acero que se le pueda comparar. Su cuello musculoso soporta sin esfuerzo una cabeza enorme, y sus patas secas y nervudas no flaquean bajo el peso de su pecho y de su grupa que son de una amplitud extraordinaria.
En cuanto a sus flancos, son huesudos, redondeados, y retiemblan bajo los golpes reiterados de su larga cola, que, al herirlos, zumba como un látigo.
Cuando entró, hubo una formidable explosión de admiración, y los gritos de ¡bravo, toro! resonaron por todas partes. El animal se detuvo en seco, suspendió un momento los movimientos de su cola, y miró con extrañeza a su alrededor... Después, a pasos lentos, dio la vuelta a la barrera que separaba la arena de los espectadores, buscó una salida, y no encontrándola, volvió al centro del ruedo, y allí comenzó a afilar sus cuernos y a levantar con ellos torbellinos de arena.
En aquel momento se presentó un chulillo.
¡Que la Virgen te proteja, hijo mío! ¡y haga el Cielo que tu hermoso traje de raso azul bordado de plata no se tiña de rojo, como la banderola que haces flamear ante los ojos de ese compadre que muge y se irrita!
¡Bravo, chulillo, tu patrona vela por ti! porque apenas si has tenido tiempo de saltar la barrera para escapar del toro, cuyos ojos comienzan a brillar como carbones ardientes.
Pero, paciencia, se ve venir al picador con su larga pica y montado sobre un valiente alazán; un ancho sombrero gris lleno de cintas cubre su cabeza, y lleva polainas y perneras para preservarse de los primeros ataques.
¡Bravo, toro! ¡toma carrera con la cabeza baja y te precipitas sobre el picador!... Pero él te detiene en seco, hundiéndote su excelente hoja en el lomo. Tu sangre salta, tu muges y tu furor redobla. ¡Como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
¡Por Santiago! ¡qué brincos! ¡qué mugidos! ¡bravo, toro! el picador rueda derribado; su valiente caballo tiene el flanco abierto; sus entrañas salen entre torrentes de sangre. Da algunos pasos... cae... y muere... ¡Bien, compadre de los cuernos agudos, bien! por eso oyes resonar los pataleos y los gritos de una alegría frenética. Yo le digo aún: ¡como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
¡Pero, silencio! aquí están las banderillas de fuego, ¡oh! ¡oh!... retrocedes hacia la barrera escarbando la tierra y lanzando aullidos terribles. ¿Qué será, pues, hijo mío, cuando ese bravo chulillo ¡que la Virgen proteja! te hunda en el pecho esas largas flechas adornadas de flores y cubiertas de cohetes y petardos que se encienden como por encantamiento? ¡Toma! ¿no lo decía yo?... ¡Por el alma de mi padre!... ¡el chulillo está destripado! ¡Jesús! ¡magnífica cornada! La culpa es suya; no se ha apartado a tiempo. ¡Bravo, toro! ¡qué noble y magnífico estás saltando en medio de esas llamas que estallan y se cruzan! Tu sangre se mezcla al fuego; tu piel se estremece y cruje bajo los cohetes que serpentean y forman guirnaldas cayendo en lluvia de oro; tu rabia ha llegado al límite, y los espectadores han huido de la primera barrera, temiendo que la franquees, ¡y no obstante, tiene seis varas de alta!
¡Condenación! ¡el matador no llega! y sin embargo es la hora. ¿Podría estar más a punto? Jamás; porque jamás la furia de ese compadre alcanzará un grado más elevado, y yo apostaría mi buena escopeta contra un fusil inglés a que él perecerá. ¡Santa Virgen! ¡cómo tarda! haced que llegue pronto.
Pero, ya está aquí, es él... es Pepe Ortiz.
¡Viva Pepe! ¡viva Ortiz!
¡Ah!... saluda al señor gobernador, a la junta y a la monja... Se ha quitado el sombrero y ahora se pone su redecilla roja. ¡Bueno! Después apoya contra el suelo su ancha espada de dos filos... ¡Jesús! ¡Cuánto oro en su traje color de naranja! ¡estoy deslumbrado! ¡oro por todas partes!... oro hasta en sus medias y en sus zapatos... En fin, ya está en la arena...
—Mata al toro por mí, amor mío—le grita una andaluza de tez morena y de dientes de esmalte—. ¡Por Cristo! ¡no sonrías así a tu amante!... ¡Huye, José, huye, que el toro se te echa encima!...
Pero él lo espera a pie firme, con la espada entre los dientes; le agarra uno de los cuernos y salta ágilmente por encima de él. ¡Bravo, mi digno matador, bravo! recoge la flor de almendro que tu amada te ha echado mientras juntaba las manos para aplaudirte.
¡Pero he aquí que el toro se revuelve! ¡Virgen del Carmen! ¡mala señal! Se detiene, ya no muge; sus piernas tendidas, los ojos sangrientos y la cola enroscada. Encomienda tu alma a Dios, José, porque la barrera está lejos y el toro cerca... Adelante, demonio... ¡adelante la afilada, espada!... ¡Demasiado tarde! la espada se ha roto en pedazos, y José, atravesado por un cuerno del toro, ha quedado clavado en la balaustrada. Ya decía yo bien. ¡Como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
Entonces fueron los aullidos de alegría, los gritos de admiración convulsiva, gritos que hubieran resucitado a un muerto.
—¡Bravo, toro! ¡bravo!—gritaron todas las voces de la multitud... ¿Todas?... no, una sola faltó, la de la joven de la flor de almendro.
Desde hacía mucho tiempo, no se había visto semejante fiesta; el toro, aún excitado por su triunfo, daba saltos espantosos, se encarnizaba contra los restos sangrientos del matador y del chulillo, y los jirones de aquellos desgraciados caían sobre los espectadores. Se estaba, pues, en una cruel incertidumbre sobre la suerte de la corrida, porque el fin de Pepe Ortiz había singularmente enfriado el celo de sus colegas, cuando un incidente extraño, inaudito, dejó a la multitud estupefacta y silenciosa.
EL GITANO
¡Cómo hacen estremecer sus miradas
ardientes!... ¡qué hermoso es!
Delfina Gay, «Magdeleine», cap. V.
Ya sabéis que el circo de Santa María está construido a orillas del mar y que a él sólo dan acceso dos puertas. ¡Pues, bien! De pronto se abrió la barrera que daba frente al palco del gobernador y se presentó un caballero.
No era un chulillo, porque no agitaba en el aire el ligero velo de seda roja, y su mano no blandía ni la larga lanza del picador, ni la espada de dos filos del matador; no llevaba tampoco ni el sombrero adornado de cintas, ni la redecilla, ni el traje bordado de plata. Vestido completamente de negro, a la moda de los acróbatas, llevaba polainas de gamo que caían en numerosos pliegues sobre su pierna, y una gorra de marinero sobre la que flotaba una pluma blanca; montaba con una destreza y una elegancia poco comunes, un pequeño caballo blanco enjaezado a la morisca, lleno de vigor y de fuego; en fin, largas pistolas ricamente damasquinadas pendían de los arzones de su silla, y él no llevaba más que uno de esos sables cortos y estrechos que usan los marinos de guerra.
Apenas había aparecido, el toro se retiró al otro extremo de la arena para aprestarse a combatir al nuevo adversario. Gracias a esto, el hombre negro tuvo tiempo de hacer ejecutar algunas cabriolas a su caballo y de apostarse al pie del palco de la mujer. ¡¡¡Y tuvo el atrevimiento de mirar fijamente a aquella prometida del Señor!!!
El rostro de la pobre joven se volvió rojo como la flor del granado, y ocultó su cabeza en el seno de la superiora, indignada de la temeridad del desconocido.
—¡Ave María... qué atrevimiento!—dijeron las mujeres.
—¡Por la Virgen! ¿de dónde sale ese demonio?—se preguntaban los hombres, estupefactos de tanta audacia.
De repente, resonó un grito general, porque el toro tomaba impulso para lanzarse sobre el caballero de la pluma blanca, que se volvió, saludó a la monja y la dijo sonriendo:
—Por usted, señora, y en honor de esos hermosos ojos azules como el cielo.
Apenas acabó estas palabras, el toro embistió... El jinete, con una prontitud maravillosamente servida por la agilidad de su caballo, dio un bote y se encontró a diez pasos del toro, que le perseguía encarnizadamente. Pero, gracias a su velocidad, el caballo se le adelantaba siempre y tomó bastante ventaja sobre él para que su dueño pudiera detenerse un momento ante el palco de la monja, y decirle:
—Por usted también, señora; pero esta vez en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral.
El toro llegó con furia; el hombre de la pluma blanca, arrancó una pistola del arzón, apuntó y disparó con tanta habilidad, que el toro cayó mugiendo a los pies de su caballo. Viendo el peligro inminente que corría aquel hombre singular, la monja había lanzado un grito penetrante y se había precipitado sobre la balaustrada de su palco, apoyando en ella las dos manos; él se apoderó de una, imprimió sobre ella un beso ardiente, y continuó dirigiéndola una mirada terrible y fija.
Había en aquella escena extraña tantos motivos de asombro para los españoles, que permanecían como petrificados. Aquel traje singular, aquel toro muerto, contra la costumbre, de un pistoletazo; aquel hombre que besaba la mano de una semisanta, de una prometida de Cristo, todo aquello contrastaba tanto con las enseñanzas recibidas, que la junta, el alcalde, el gobernador, se quedaron boquiabiertos, mientras que el que tan vivamente excitaba la curiosidad general, continuaba con los ojos inflamados y fijos sobre la monja, que, trémula y confusa, no tenía fuerzas para salir del palco. Era en vano que la superiora tratase de anonadarle con toda suerte de epítetos como: ¡impío, condenado, miserable, renegado! En vano le gritaba con el acento de la más santa indignación: «¡Tema la cólera del Cielo y de los hombres, usted que ha osado hacer oír palabras mundanas a unos oídos castos, usted que no ha temblado al tocar la mano de una esposa de Dios!
El miserable miraba siempre a la monja, repitiendo con admiración: «¡Qué hermosa es! ¡qué hermosa es!»
Por fin, la voz chillona del alcalde vino a sacarle de su éxtasis, tanto más fácilmente cuanto que la monja había abandonado el palco apoyada del brazo de la superiora, y que dos alguaciles habían sujetado la brida de su caballo, a lo que él no opuso resistencia alguna.
—Por quinta vez, usted, cualquiera quien sea, responda—decía el alcalde—. ¿Con qué derecho ha matado usted de un pistoletazo un toro destinado a divertir al público? ¿Con qué derecho ha dirigido usted la palabra a una joven que mañana debe pronunciar sus votos santos e irrevocables? En una palabra, ¿quién es usted?
Y el munícipe volvió a su asiento, enjugándose la frente, miró al gobernador con aire satisfecho y dijo a los dos alguaciles:
—Tenedle bien por la brida.
—¿Que quién soy?—dijo el extraño caballero levantando altivamente la cabeza, que hasta entonces no se había podido distinguir bien.
Y viéronse sus facciones de una regularidad perfecta; sus ojos eran atrevidos y penetrantes, un bigote negro y brillante sombreaba sus labios encarnados, y su poblada barba, que se dibujaba en dos arcos a lo largo de las mejillas, iba a detenerse en un mentón con un hoyuelo. Su color era pálido y mate.
—¿Que quién soy?—repitió con una voz llena y sonora—, va usted a saberlo, digno alcalde.
Y apoyó vigorosamente sus espuelas en los flancos del caballo que dio una violenta sacudida. Entonces el animal se enderezó bruscamente y dio un salto tan prodigioso, que los dos alguaciles rodaron por el suelo...
—¿Que quién soy?... ¡soy el gitano, el bohemio, el maldito, el condenado, si usted lo prefiere, digno alcalde!
Y en dos saltos franqueó la puerta y la barrera, ganó la playa que estaba próxima y pudo verse cómo se arrojaba al mar con su caballo...
Entonces ocurrió un suceso bastante raro. El nombre del gitano hizo un efecto tal, que todos los espectadores quisieron salir a la vez y se precipitaron hacia los vomitorios demasiado estrechos para dar paso a aquella masa de hombres que se agrupaban en la misma dirección. Por esta causa, las vigas de la plaza se resquebrajaron y crujieron, no pudiendo soportar una sacudida tan violenta y toda una parte del anfiteatro se hundió bajo los pies de los espectadores. El tumulto y el espanto llegaron a su límite, una multitud de personas estaban amontonadas las unas sobre las otras, y sobre todo aquellas que soportaban un peso tan enorme, lanzaban gritos lamentables y se encomendaban al santo de su nombre.
—¡Es ese maldito, ese condenado—decían—, que ha atraído la cólera del Cielo osando profanar a la prometida de Cristo! su presencia es un azote... ¡Anatema, anatema sobre él!
Y luego venían unas maldiciones capaces de hacer estremecer a nuestro santo padre.
En vano el alcalde y el gobernador que habían escapado al desastre, trataban de restablecer el orden: ni siquiera podían conseguir hacerse oír, ya que eran algunos millares de seres magullados o aplastados los que aullaban a la vez. Las autoridades estaban ya invocando a los últimos santos del calendario, cuando aquel inmenso montón de hombres se disipó como por encanto. De pronto todos se encontraron de pie, pero en muchos, los acentos de un verdadero dolor habían reemplazado a los gritos de temor o de sorpresa.
He aquí por qué:
El desgraciado barbero Flores, situado en la parte más baja del circo, se encontró entre el número de los que soportaban todo el peso de la multitud. Después de haber hecho con sus compañeros de infortunio increíbles esfuerzos para escapar a la presión, y viendo que las sanas y buenas razones no podían nada sobre la indolencia de los compadres de las capas superiores, sin pensar que con ello aumentaban el malestar de los de abajo, el barbero Flores magullado, aplastado, articuló con pena a algunos desgraciados que gemían como él.
—Compadres, estoy convencido de que jugando el cuchillo por encima de nosotros, a derecha e izquierda, conseguiremos despertar la sensibilidad y la piedad de nuestros opresores, gracias a algunos rasguños que yo después me encargaré de curar, sea con diaquilón, el ungüento, o la...
Aquí se detuvo para tomar aliento, porque su desgraciado destino le había hecho caer inmediatamente bajo el cuerpo de dos frailes y de un carnicero.
—O la balsamina—continuó respirando apenas—. Así, pues, padres míos, absolvedme por anticipado, porque es por la salvación de todos, sobre todo por los de abajo; y van ustedes a ver, mis reverendos, cómo la punta de un cuchillo persuade mejor que las más elocuentes palabras.
—Ave María, que Dios nos guarde—respondieron los dos frailes que oprimían al barbero con toda su rotundidad monacal y que comprendieron, por sus movimientos bruscos y agitados que aquél buscaba su cuchillo—. En nombre del Cielo, ¡no haga usted eso, hijo mío! ¿No comprende que sería un homicidio?
—Pero, padres míos, los homicidas son ustedes... ¿no comprenden que me están ahogando?
—¡Por Cristo! A nosotros también nos ahogan.
—Es por ustedes, pues, por quien voy a trabajar. Pónganse de lado, padres míos, las heridas son así menos peligrosas, porque no se encuentran más que las falsas costillas. En fin, yo la tengo—dijo abriendo con dificultad su navaja.
—¿Están dispuestos, compadre?
—¡Jesús! no lo estamos.
—¡Es igual, que Dios nos ayude!
Y se puso a herir de la manera que pudo por encima de su cabeza. Los que recibieron esta caritativa advertencia no encontraron nada más eficaz para hacerla cesar que imitarla, y este medio incisivo, propagándose de abajo arriba, con rapidez, tuvo bien pronto el resultado más satisfactorio, salvo los rasguños que Flores se encargó de cicatrizar y cicatrizó probablemente con su habilidad acostumbrada.
Rehechos todos de esta violenta emoción, el primer grito fue el de preguntar dónde estaba el maldito, y correr a la orilla. Una tartana, con las velas rojas, empavesada como en un día de fiesta, se balanceaba a lo lejos... Era él, no podía dudarse—. ¡Al puerto! ¡al puerto!—y se precipitaron hacia el embarcadero para volar en su persecución.
¡Pero allá, gran Dios, qué espectáculo! El pueblo español es talmente ávido de corridas de toros, que ni un hombre, ni una mujer, ni un niño habían quedado en la población; todos estaban en la plaza, los marinos mismos habían abandonado sus embarcaciones, y cuando llegaron apresuradamente, se encontraron todas las amarras cortadas y vieron a lo lejos faluchos y balandros que el mar se había llevado al retirarse.
Entonces cayó un nuevo aluvión de maldiciones sobre el gitano, y todo el pueblo, en un movimiento espontáneo, se dejó caer de rodillas para pedir a Dios que hiciera hundir aquella tartana, que parecía burlarse de la llorosa multitud desplegando sus brillantes paveses de mil colores.
De pronto, el cielo pareció escuchar aquella demanda, ciertamente justa, porque dos velas aparecieron a lo lejos; las dos cortaban el viento corriendo la una cerca de la otra, de modo que la embarcación del gitano debía encontrarse encerrada entre las dos o bien arrojarse a la costa; ¡y cuál no fue la alegría pública cuando reconocieron a dos escampavías del Gobierno que izaron el pabellón español, asegurándole con un cañonazo!
Entonces la tartana cambió rápidamente sus amuras, viró en redondo con una preteza prodigiosa, pasó por entre las dos escampavías y fue a parar fuera del alcance de sus perseguidores. Aunque la maniobra sabia y prestigiosa de la tartana hubiera derrotado los planes de campaña y la táctica de los espectadores de Santa María, ellos contaban siempre con la velocidad y el número de sus atacantes para ver a su enemigo aprehendido y arrastrado a remolque. Pero la tartana, teniendo sobre las dos escampavías una ventaja de marcha positiva, desapareció bien pronto detrás de la punta de la torre que avanzaba mucho sobre el mar; y no fue hasta después de un cuarto de hora de navegación que los guardacostas que navegaban en las mismas aguas, desaparecieron también a los ojos de la multitud, ocultos por el promontorio.
Y todo Santa María temblaba de impaciencia y de deseo por conocer el resultado del combate que iba a librarse detrás de la montaña.
LAS DOS TARTANAS
Zarpa el balandro que se balancea
sobre las olas, y brilla en el
azul de los mares como una centella.
Víctor Hugo, «Navarin».
—¡Adelante, mi fiel Iscar! ¡ya lo ves, el mar está azul y el oleaje viene a acariciar dulcemente tu ancho pecho, blanqueado por la espuma! ¡Adelante! ¡tú hundes en el agua límpida tus narices que se abren temblorosas! y tu larga crin se cubre de perlas brillantes como gotas de rocío. ¡Adelante! mueve aún tus corvas vigorosas que hienden las olas. Valor, mi fiel Iscar, valor, porque ¡ay! los tiempos han cambiado. ¡Cuántas veces, sobre la fresca verdura del prado de Sevilla o de Córdoba, tú alcanzabas y dejabas atrás las brillantes calesas que arrastraban a las hermosas granadinas, morenas y rientes, con su redecilla de púrpura que volaba al viento y su rica mantilla prendida con broches tornasolados! ¡Cuántas veces tú has relinchado de impaciencia cerca de la estrecha ventana cerrada por una cortina de seda, detrás de la cual suspiraba mi Zetta! ¡Cuántas veces tú has relinchado mientras que nuestros labios se buscaban y se oprimían ardientes, aunque separados por el tejido celoso! Pero entonces yo era rico; entonces el pabellón de guerra de las anchas franjas y del león real, se izaba en el palo mayor cuando yo subía a bordo de mi fragata; entonces la inquisición no había puesto aún precio a mi cabeza... ¡entonces, no me llamaban el condenado! y más de una vez la mujer de algún grande de España me sonreía tiernamente cuando, en una bella tarde de estío, yo acompañaba con mi guzla su voz pura y sonora. ¡Vamos, valor, mi fiel Iscar, porque el pasado está lejos! Pero tú me has entendido, porque tus orejas se levantan y tus relinchos redoblan. ¡Valor, he ahí mi tartana! he ahí mi enamorada que se balancea sobre las olas como una gaviota se deja mecer en su nido por una onda transparente. Pero, ¿no oyes, como yo, pitos confusos y alejados, un rumor que viene a extinguirse en nuestros oídos? ¡Por el disco de oro del sol! ¡es esa innoble multitud de Santa María a quien mi nombre ha aterrado! Por lo menos he visto a esa monja por segunda vez. ¡Qué hermosa es! ¡y mañana enterrada para siempre en el convento de Santa María! ¡Qué crimen!... ¡y no se la robaré a Dios!
Apenas el gitano pronunció estas palabras, cuando de la tartana cayó al agua una especie de puente flotante, e inclinado, que estaba amarrado a la borda del buque por largos brazos de hierro. El caballo apoyó fuertemente sus patas delanteras sobre la extremidad de la plancha y de un vigoroso salto ganó el combés que se elevaba muy poco por encima del mar.
En el interior de aquella embarcación se notaba un esmero y una limpieza raros, y no se veía nadie a bordo, a excepción de un fraile, grueso y rechoncho, que llevaba un hábito azul y una cuerda ceñida a la cintura; pero el reverendo parecía presa de la mayor inquietud y angustia; armado de un enorme anteojo, lo paseaba incesantemente sobre el espacio que separa Santa María de la isla de León, lanzando a intervalos exclamaciones, lamentos e invocaciones que hubieran enternecido a un corregidor.
Pero cuando hubo visto al gitano su rostro adquirió un aire que inspiraba verdadera piedad; su frente baja y rasurada, coronada de una línea de cabellos de un rubio pálido que parecían erizarse de furor. Movía a un lado y a otro sus hoscos ojos, y un temblor convulsivo agitaba sus labios y su triple barba. Por fin, habiendo hecho evidentemente todos los esfuerzos para articular una palabra y no habiéndolo podido conseguir, agarró al gitano por un brazo, y con el extremo de su anteojo, que temblaba en su mano de un modo espantoso, le designó un punto blanco que se advertía a la entrada del golfo.
—¡Y bien! ¿qué es eso?—preguntó el réprobo.
—¡Es... es... el... el... el guardacostas!—balbuceó el fraile con una pena extrema.
Y se oían rechinar sus dientes. Y miraba, con los brazos cruzados sobre su pecho jadeante.
El gitano se encogió de hombros, fue a sentarse sobre un empalletado y se volvió hacia Santa María repitiendo:
—¡Qué hermosa estaba!
El anteojo cayó de las manos del fraile; se golpeó la frente, tuvo un momento de recogimiento, se secó el rostro inundado de sudor, hizo un esfuerzo sobre sí mismo como para tomar una resolución atrevida, y dirigiéndose al comandante de la tartana, que parecía aún absorto en su amoroso ensueño, exclamó:
—¡Réprobo... renegado... condenado... apóstata, excomulgado... hijo de Satanás... brazo derecho de Belcebú!...
—¿Qué pasa?—dijo el gitano a quien este insultante exordio había sacado de su éxtasis.
—¡Pues bien! ¡tres veces maldito! yo te conjuro en nombre del superior del convento de San Francisco que es mi dueño y el tuyo...
—El mío, no, fraile.
—Mi dueño y el tuyo—continuó—; te conjuro a desplegar las velas y a tomar el portante. Ese guardacostas se aproxima y nosotros deberíamos estar ya a la vista de Tarifa, si el infierno no te hubiera sugerido el loco pensamiento de ir a esa maldita corrida de toros y dejarme solo, a mí, que no entiendo nada de vuestras malditas maniobras. Y si te hubieran preso, ¡ahora que tu cabeza está a precio!
—No les temo.
—No se trata de ti, por Cristo, sino más bien de mí. Si tú hubieses sido detenido en tierra, ¿qué habría hecho yo aquí?
—¡Qué quiere usted! las distracciones son tan raras en nuestro estado... la idea de ver esa fiesta me ha sonreído, ¡y sin duda me ha guiado mi buen ángel, padre mío!
—¡No me llames tu padre, condenado! El que tú llamas tu buen ángel, ¡por San Juan! tiene el pie torcido.
—Como usted quiera, no insisto en ello... En cuanto a su invitación, hago tanto caso de ella como esto...—Y golpeó con su varilla sus botas que chorreaban agua—. Sepa usted que esperaré no sólo ese guardacostas, sino otro que debe llegar del Este.
—¡Les esperarás! ¡virgen santa! ¡les esperarás! ¡Oh San Francisco, rogad por mí!
Y después de un momento de silencio, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Arriba todo el mundo, arriba, hermano mío! En nombre del superior de San Francisco, yo os orde...
—¡Acabemos, fraile!—dijo el condenado; y le puso una mano sobre la boca, y con la otra oprimió tan violentamente el brazo del tonsurado, que el desgraciado comprendió toda la significación del gesto y se arrojó sobre el puente del navío con la expresión de ese terror mudo que nos anonada cuando tenemos la convicción íntima de no poder escapar a un peligro inminente.
El gitano sonrió compasivamente; después miró fijamente en dirección a la bahía de Cádiz.
—¡Por las rocas de la Carniola! ¡tardas bastante tú también!—exclamó viendo la segunda escampavía destacarse del horizonte y avanzar con rapidez—. Llegan aquí como dos sabuesos que atacan a una corza en un zarzal; pero los sabuesos son pesados y torpes mientras que la corza es astuta y ligera. ¡Por sus ojos azules! la caza va a comenzar, porque se oyen los cuernos.
Era una de las escampavías que había disparado un cañonazo. A este ruido inesperado, el desgraciado fraile dio un salto convulsivo, levantó instintivamente la cabeza por la borda, y, viendo las dos escampavías, la bajó rápidamente y se precipitó en el sollado haciendo repetidas veces la señal de la cruz.
El gitano se aproximó silenciosamente a la brújula, comparó su dirección con la del viento, calculó las probabilidades de la brisa, reflexionó un instante... después tomó un silbato de oro suspendido de su cintura, se lo llevó tres veces a la boca, y de un salto se plantó en el empalletado.
A esta señal, diez y ocho negros subieron silenciosamente al puente. Apenas se había oído un segundo toque de silbato, cuando la tartana había aparejado y desplegado su antena, su bauprés y su trinquete y el condenado manejaba la barra del timonel. Las dos escampavías se iban aproximando, una por cada lado, y no estaban a un tiro de cañón de la tartana, cuando ésta viró en redondo, pasó intrépidamente por entre sus enemigos, al mismo tiempo que les enviaba una andanada, y se precipitó en dirección a la punta de la Torre. Esta increíble maniobra no podía intentarse más que con un navío tan velero y de una marcha tan segura; porque antes que las dos escampavías se hubiesen colocado de popa al viento, el gitano bordeaba ya el promontorio, que le ocultaba a los ojos de los españoles, ocupados aún en orientarse. Es en este lugar donde los habitantes de Santa María le perdieron de vista.
A un tiro de fusil de la base de este promontorio se elevaba una cadena de enormes bloques de granito que formaban, avanzándose hacia el mar, los bordes escarpados de un estrecho canal que serpenteaba entre ellos y el pie de la montaña y no tenía más salida que a través de los rompientes más peligrosos.
El gitano estaba tan acostumbrado a semejantes escollos, que se aventuró sin temor por aquel pasaje, y después de haber navegado con una destreza maravillosa, hizo cargar todas las velas y desarbolar largando los obenques, que no estaban establecidos sobre un sitio fijo, sino sobre las garruchas; de modo que al cabo de algunos minutos la tartana, que tenía muy poco calado, había quedado lisa como un pontón y enteramente oculta por las rocas que disimulaban el canal por la parte del mar.
Una vez allí, el silbato del condenado resonó de nuevo, pero en dos veces distintas, con modificaciones singulares.
Bien pronto se oyó el ruido de unos remos que batían el agua acompasadamente, y se vio salir de detrás de un grupo de rocas una tartana semejante en un todo a la del gitano. En ella iba el joven de cara femenina e imberbe que tanto había asombrado al barbero Flores. El condenado le hizo un gesto que él pareció comprender, porque haló su navío a lo largo de los escollos mientras la profundidad del agua no era suficiente; luego, habiendo llegado al otro extremo del canal, después de haber evitado hábilmente una multitud de arrecifes, el viento hinchó sus velas y desembocó por el pasaje en el instante mismo en que las dos embarcaciones españolas doblaban el promontorio. Cuando vieron esta nueva tartana, forzaron las velas y se echaron sobre ella, creyendo perseguir aún al gitano.
—Sois unos valientes cazadores—decía éste tranquilamente desde su escondite—. La corza os ha dado el cambiazo, y estás sobre una falsa pista; y mientras que ese pavo va a cruzar en todos los sentidos para fatigarlos y arrastraros en su persecución, la corza pondrá a buen recaudo los ricos tejidos de Venecia, los aceros de Inglaterra y los cobres de Alemania que tiene encerrados en su vientre. ¡Vamos, vamos! ¡a la caza, y por esa estrella que comienza a brillar, pueda la mía ser dichosa esta noche, porque el sol baja!
En efecto, ya el sol tocaba a su ocaso, y el mar y el cielo, confundiéndose en el horizonte inflamado, no formaban más que un inmenso círculo de fuego. La cima de las olas centelleaba iluminada por los largos reflejos dorados que venían a extinguirse en las sombras que proyectaban las grandes rocas de la costa.
Largo tiempo se vio a la tartana maniobrar con una agilidad sorprendente para escapar a las dos escampavías. Tan pronto aligeraba el aparejo y ponía la proa a través del oleaje que cubría al buque de una espuma blanca que caía en lluvia brillante con todos los matices del arco iris y parecía rodearle de una aureola de púrpura y azul; y allí, pérfidamente, esperaba a sus enemigos, abandonándose a las ondulaciones del agua... Después, cuando se aproximaban, creyendo ya echarle mano, ponía la popa al viento, extendía sus velas como grandes alas de púrpura, y dejaba bien lejos a los bonachones guardacostas que se habían locamente alabado de atraparle.
Tan pronto, virando en redondo y cubriéndose repentinamente de banderolas y paveses de mil colores, corría al encuentro de sus perseguidores. Estos se separaban inmediatamente para tomarla entre dos fuegos, y se precipitaban activamente al combate. Pero la tartana, como una coqueta, inconstante y caprichosa, reanudaba su rumbo primitivo, y a la velocidad de todo su velamen, iba a sumergirse en las oleadas de luz que abrazaban la atmósfera, desesperando así a los honrados guardacostas que se apuntaban un nuevo fracaso. En fin, después de dar numerosas pruebas de su superioridad maniobrera y de marcha y fatigar a las escampavías, conseguía arrastrarlas bien lejos del lugar donde el gitano contaba llevar a cabo su desembarco.
Porque la maldita tartana cumplió tan bien sus instrucciones, que poco a poco el vapor fue velando a las tres embarcaciones que se hundieron en la bruma y desaparecieron cuando el sol no arrojaba ya más que una claridad sombría y rojiza, y las estrellas comenzaban a brillar.
En aquel momento, el gitano, inclinado sobre la borda de su tartana, escuchaba con oído atento un ruido cadencioso que resonaba pesadamente como el paso de muchos caballos.
—¡Ellos son, por fin!—exclamó.
LA BLASFEMIA
¿No eres, pues, más que un fraile llorón?
J. Janin, Confesión.
No se podía descender de la cima de la montaña de la Torre, más que por un sendero estrecho tallado en la roca, que daba una serie de rodeos. La pendiente del camino era casi menos rápida, pero se necesitaba mucho tiempo para llegar hasta la playa.
A la entrada de este sendero apareció un hombre a caballo, al que se distinguía difícilmente a la pálida luz del crepúsculo; se detuvo de pronto, pareció conferenciar con algunos de sus compañeros, sin duda ocultos entre los áloes, y después arrojó al aire un cigarrillo encendido que describió una ligera faja de fuego.
Cuando la misma señal hubo partido de la tartana, aquel hombre continuó su marcha seguido de una docena de españoles, también a caballo, que avanzaron con precaución por entre las numerosas rampas de aquel difícil camino. Los unos llevaban sombrero, los otros una redecilla o un simple pañuelo de colores vivos cuyos extremos flotaban sobre sus hombros; pero todos tenían el color atezado, los ragos duramente característicos y el aspecto poco tranquilizador que distingue a los contrabandistas de tierra que operan en el litoral andaluz. Sus caballos iban cargados con dos anchos cofres cubiertos de una tela alquitranada, de una ligereza extraordinaria, pero tan grandes, que el jinete no podía montar más que sobre la grupa, donde se sentaba como un timbalero delante de sus timbales; además, pieles de carnero rodeaban sus cascos, de modo que era imposible oírlos cuando marchaban al paso.
Llegados a la playa, a dos tiros de fusil de la tartana, el jefe de aquellos hombres detuvo su caballo y dijo a sus compañeros:
—¡Por la silla de mi patrón!—aquí se quitó el sombrero—; hijos míos, a la claridad de la luna que se levanta, yo no veo sobre el puente del navío más que al maldito con su gorra y su pluma blanca.
—¿Dónde está, pues, el hermano?
Una voz.—Si el hermano no está presente, ni un real de esas mercancías entrará en mis cofres, ¡Dios me salve! pero el superior del convento de San Juan hace muy mal en emplear a semejante descreído para desembarcar su contrabando, y aunque tenga allí un fraile para bendecirlo y para borrar las garras de Satanás, soy de opinión que tarde o temprano seremos castigados por traficar con un excomulgado. ¡Amén!
El jefe.—¿Y crees que no temo, como tú, la cólera de la Virgen al tocar unas mercancías que ¡por Santiago! huelen más a azufre que a cera?
Un filósofo (que había sido cocinero)—.¡Pero pensad, compadres, pensad que en todas las tiendas del camino las cambiarán por buenos dóllares de a cuatro sin preocuparse de si huelen a azufre o a cera!
El jefe.—¡Cállate, impío!
El filósofo.—Después de todo, no son los exorcismos del reverendo los que le quitarán el olor, si es que lo tienen; a mí que me den las mercancías endiabladas, si son más baratas, y yo hago mi negocio; porque soy de opinión...
—¡Ave María purísima! compadeced al blasfemo—dijeron los contrabandistas persignándose y estremeciéndose de horror.
Muchos fervientes católicos hasta se buscaron sus cuchillos.
El gitano, que no concebía la causa de este retraso, reiteró la señal con el cigarrillo encendido.
—¡Cuánto tiempo perdido!—dijo el filósofo, y avanzó por el agua hasta poder ser oído de los de la tartana—: ¡Señor condenado, señor maldito!—gritó con aire burlón—, ¿ha olvidado usted que estas santas gentes no se acercarán si el reverendo, con su presencia, no tranquiliza las conciencias tímidas de estos corderos?—Y volvió a unirse a sus compañeros que le maldecían.
El gitano se golpeó la frente y dio un silbido.
—¡El hermano!—dijo a un negro que se mostró a la entrada de la escotilla.
El negro desapareció y volvió solo al cabo de un instante, haciendo un signo negativo con la cabeza.
—¡Pues bien, izadle!
El negro entonces, con una prontitud admirable, levantó una antena de la que ató una polea y una cuerda, descendió al sollado y tres minutos después se vio al reverendo elevarse majestuosamente, cernerse un momento por el aire y, descendiendo en un vuelo audaz, tomar tierra al lado del condenado, que le desembarazó amablemente de las cuerdas y garfios de que había sido rodeado aquel nuevo Icaro.
Viendo la ascensión del fraile, los contrabandistas, que esperaban en la playa, habían gritado gloria in excelsis y se habían arrodillado, creyendo que era un milagro; pero el filósofo rió mucho de su simplicidad.
Cuando el nuevo Icaro estuvo de pie, midió con la vista al gitano con el aire más digno y más despreciativo que le fue posible, casi como el mártir mira a su verdugo.
El Gitano.—Dispénseme, padre, si le he ayudado a subir, pero esos honrados contrabandistas esperan con impaciencia que usted ejerza su sagrado ministerio.
Y le mostró el grupo que observaba atentamente lo que pasaba a bordo.
El fraile.—¡De cuánta caridad cristiana no he de estar dotado para consentir en pasar días enteros con un apóstata, con un réprobo de la peor especie, y todo para purificar lo que tu herético y satánico contacto ha manchado; a fin de que los cristianos puedan servirse de esas mercancías sin temer la cólera del Cielo!
El gitano.—¡Qué quiere usted, padre mío! Su superior me paga bien y me emplea para desembarcar los objetos de contrabando de que el convento está abarrotado; me emplea porque sabe que nadie mejor que yo conoce las revueltas y los escondrijos de esta costa, y que, si me prenden, en nada he de comprometerle... Pero ¡anatema, como usted dice, anatema! estoy maldito. Ya se sabe... y como los españoles, aun siendo contrabandistas, son demasiado religiosos para comprar cualquier cosa que haya tocado un excomulgado, le envían a usted para que bendiga estas ricas telas, estos brillantes aceros, a fin de que quede tranquila la conciencia de los compradores y de aligerar la cueva del convento. En fin, aunque en pequeño, somos Dios y el diablo.
El fraile.—¡Miserable!... ¡renegado!... ¡descreído!
El gitano.—Además, usted hace un honrado comercio con esas buenas gentes, porque les vende un poco demasiado caro sus bendiciones y sus exorcismos, que, aquí entre nosotros, no hacen la seda más fina ni el acero más flexible.
El fraile.—¡Hijo de Satanás! ¡infame condenado!
El gitano.—Pero como vuestro gracioso soberano paraliza todas las industrias y prohíbe todo aquello que no deja fabricar, el contrabando se hace indispensable; los frailes lo explotan con Gibraltar, y los españoles pagan doble lo que podrían fabricar en casa. A mí me hace esto mucha gracia.
El fraile.—¡Execrable réprobo! yo...
El gitano.—¡Basta, fraile, esas gentes te esperan! Ve a cumplir tu obligación, porque el tiempo pasa y la noche avanza.
—¡Perro maldito! ¡mi obligación!... ¡mi obligación!...—murmuró el fraile ganando la orilla por medio de un puente lanzado desde la tartana, y por el cual también el gitano había bajado, montado sobre su caballito que habían izado desde la cala, lo mismo que al reverendo.
Mientras que el gitano se ocupaba en hacer desembarcar las mercancías, el reverendo se había aproximado a los contrabandistas.
—¡La paz sea con vosotros, hermanos míos!—les dijo.
—¡Amén!—respondieron ellos, besándole el hábito.
El fraile.—Ya veis, hijos míos, cuán cara me es vuestra salvación, y...
El filósofo.—Es decir: nos es cara... a nosotros. ¡Pero Dios haga que ese capital, colocado aquí en oremus, nos proporcione allá arriba la vida eterna!
—¡Silencio, el hereje!—gritaron.
El fraile hizo un gesto despreciativo y continuó:
—¡Cuán cara me es vuestra salvación!... porque yo me expongo a pasar días enteros con ese hijo de Satanás, para que Dios no se irrite de vuestras relaciones con él.
—Y para hacer su pacotilla—repuso el incorregible filósofo.
—Por eso os bendecimos, padre mío—gritaron los otros contrabandistas a fin de ahogar aquella impertinente interrupción.
El fraile.—¡Jesús! hijos míos, yo lamento tanto como vosotros el que esa tartana sea mandada por un renegado; pero ese renegado es el único hombre, es decir, el único descreído, que conoce bien esta costa. ¡Ay! ¡no presentarse un cristiano!
—Oiga, padre mío—dijo el hombre víctima de la distracción de Flores, el hombre de la evacuación sanguínea—, oiga, ¿es una buena acción librar al mundo de un pagano?
—¡Se gana el Cielo, hijo mío!
—Gracias, padre mío—y se alejó.
En aquel momento, el gitano había descendido de su caballo, y permanecía absorto en sus reflexiones, mientras que los negros acababan el desembarque. Su fiel Iscar se revolcaba sobre la arena y mojaba sus largas crines, cuando de pronto dio un brinco y lanzó un relincho que hizo volver bruscamente a su dueño y le sacó de su ensimismamiento.
En aquel momento, el cuchillo del marino se levantaba sobre el pecho del gitano; éste asió al asesino por la garganta con tal prontitud y fuerza, que no pudo ni lanzar un grito. El cuchillo cayó de sus manos; sus ojos giraron en sus órbitas y sus dedos quedaron rígidos; poco a poco se fueron aflojando, sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo, sus piernas se debilitaron, y cayó estrangulado. Sus compañeros creyeron que se trataba de un fardo.
—¡De rodillas, hijos míos!—dijo el fraile a los contrabandistas.
Todos se arrodillaron, menos el filósofo, que miraba la luna silbando el Trágala.
Entonces el fraile, armado de un hisopo, se aproximó a los fardos y dio una vuelta alrededor de ellos diciendo:
—¡Atrás, Satán, atrás! y que este signo de redención purgue a esas mercancías de la mancha que la herejía ha impreso en ellas. ¡Atrás, Satán, atrás!
Y echó torrentes de agua bendita sobre las cajas.
—Las moja demasiado; va a estropearlas—dijo el filósofo.
—¡Silencio!—gritaron todos a la vez.
—¡Atrás, Satanás!—dijo otra vez el fraile—. Ahora, hermanos míos, ya podéis tocar esos objetos.
Los contrabandistas le rodearon apresuradamente, y él sacó un largo papel de su cintura.
—Esas seis balas, hijos míos, son de sederías venecianas cuyas muestras podéis ver a la luz de este farol. ¡Ved qué hermosos colores! ¡y qué tejido tan suave y tan apretado! La pondremos a dos doblones la vara, hijos míos.
—¡Oh! ¡padre mío!
—Tened en cuenta que ya está bendecida, hijos míos.
—¡Por los cuernos de Satanás! el sello de la aduana del Cielo nos cuesta más caro que la de Cádiz—exclamó el maldito filósofo.
—¡Cállate, miserable!—dijo el fraile.
—Pero, reverendo, ¡dos doblones!
—Si es regalado, hijo mío. Ya se los cuesta al superior.
Y la discusión iba a entablarse, cuando, de lo alto del sendero, acudió corriendo un hombre presa de la mayor agitación; era el pescador Pablo.
—¡Por la Virgen, huid!—exclamó—, ¡huid! los aduaneros me persiguen; hemos sido traicionados por el marino Punto. El ha indicado el lugar del desembarque al alcalde de Vejer; le ha prometido matar al gitano y le ha prometido además aumentar el desorden que produciría su muerte, largando las amarras de la tartana para dar tiempo a los aduaneros de llegar y de cortaros la retirada.
—¡Muera! ¡muera Punto!—y los cuchillos brillaron.
—Eso no es todo—añadió—; los crímenes y las profanaciones del maldito recaerán sobre vosotros, y el señor obispo ha ordenado que os prendan o que os den muerte como a los lobos de la sierra, por haberos unido a un renegado.
—¿El santo pastor cambia sus ovejas por lobos? ¡Qué milagro!—añadió el filósofo.
—Así, pues, ¡huid!... ¡huid!... no habrá cuartel para vosotros.
—¡Muera Punto el traidor, muera!—y todos los cuchillos salieron de sus vainas.
—Ya está muerto—dijo el gitano empujando el cadáver con el pie—. De modo que, cargad de prisa vuestras mercancías, porque la marea sube y el cielo se cubre de nubes; y una vez que hayáis visto brillar allá arriba las carabinas de los aduaneros, tendréis que escoger entre el fuego y el agua, hijos míos.
Después dio un silbido prolongado, y todos los negros, habiendo vuelto a la tartana, retiraron el puente y marcharon a lo largo de las rocas que formaban el borde opuesto del canal. El condenado permaneció en la playa, montado sobre su fiel Iscar.
—Ya se lo decía siempre al superior—gritaba el fraile—. Prevenga al señor obispo de que el condenado está a su servicio, y así él obrará en consecuencia. Nada... él ha querido ocultárselo, y he aquí lo que ocurre.
Y dirigiéndose al gitano, le preguntó con inquietud:
—¿Por qué haces alejar tu embarcación? ¿es que tendremos que abordarla a nado?
—¿Y de qué nos serviría la embarcación ahora padre mío? No puedo ir con niebla por entre esos rompientes.
—Pero al menos estaríamos en seguridad, en el caso en que los aduaneros bajasen para sorprendernos; y, ¡por Cristo! no podrían aproximarse a la tartana entre esos peñascos y esas olas. Haz poner el puente.
El gitano, sonriendo, hizo un gesto negativo que aterró al fraile.
Los contrabandistas no habían tomado parte en esta discusión; tal prisa se daban a embalar las mercancías que contaban obtener a mejor precio, gracias a este incidente. El filósofo, sobre todo, cargaba de tal modo a su caballo, que el desgraciado animal se doblegaba bajo el peso de las mercancías; no obstante, el filósofo continuaba acumulando fardo sobre fardo, mientras murmuraba:
—Una vez en el camino de Vejer, será preciso que Dios te preste las alas de un serafín para que me alcances, fraile.
Y su caballo llevaba, al menos, una tercera parte de la carga de la tartana.
—¡Ah! ya caigo—dijo el fraile a quien el signo del gitano había asustado mucho—, ya caigo; el señor capitán se queda con nosotros, porque conoce una salida secreta que puede ayudarnos a salir de esta ensenada sin necesidad de subir por ese camino, tan alto como la escala de Jacob. El señor capitán me lo ha dicho cien veces, ahora lo recuerdo.
Al acabar estas palabras, sus dientes se entrelazaban; estaba tan pálido como un cadáver, y no obstante quiso sonreír y miró al excomulgado con el aire más humilde y más amable.
El rostro del gitano adquiría una expresión equívoca, cuando, al fogonazo de un tiro que partió de lo alto de la montaña, se vio a los aduaneros que se preparaban y tomaban posiciones. Toda esperanza de retirada por aquel lado se había perdido.
—¡Virgen santa!, ¡sálvenos, señor capitán, sálvenos!—dijo el fraile—; ¡la salida! ¡Señor! ¡indíquenos la salida!
—¡La salida!—repitieron los contrabandistas con espanto, sin saber de lo que se trataba.
—¿Qué salida?—preguntó el gitano—. Usted está soñando, padre mío, y me temo que sea un mal sueño; porque los aduaneros empiezan a bajar y las balas silban. ¡Oiga!...
—¡Pero, Dios mío! Usted me había dicho que en medio de esas rocas existía un paso oculto que daba a la costa, un paso que podía darnos el medio de salir de esta, ensenada que ya el mar va cubriendo... ¡Virgen santa! ¡por todas partes rocas cortadas a pico!—exclamó el fraile desesperado, mirando por encima de su cabeza.
—¡Por todas partes rocas cortadas a pico!—repitió el gitano.
—Vamos, reverendo, un milagro; éste es el momento—dijo el filósofo que miraba dolorosamente su caballo tan ricamente cargado.
Muchos tiros partieron de nuevo de la cima de la montaña, pero las balas caían muertas; porque los aduanares se aproximaban lentamente y estaban aún muy lejos, a causa de las vueltas que daba el sendero. La luna brillaba en medio de un hermoso cielo, y su dulce claridad alumbraba en todos sus detalles aquel curioso cuadro.
—¡Cuánto me gusta una hermosa noche de verano!—dijo el gitano—; las flores se abren para aspirar la frescura del aire, y sus perfumes nos llegan más suaves. ¿Sentís, hermanos míos, el rico olor de los áloes y de los naranjos?
Una nueva descarga interrumpió este inconveniente monólogo, pero esta vez cayó un contrabandista.
—¡En nombre de Cristo! tú debes salvarnos ¡en nombre de Dios, yo te lo ordeno!—gritó el fraile enseñándole el cielo.
Este movimiento resultó hermoso, pero no produjo ningún efecto, porque el gitano respondió riendo:
—¡En nombre de Dios, de Dios!... ¿qué se figura usted, padre mío? No bromee, pues. El momento es grave, ¡grave!... vea usted a ese cristiano que se retuerce y pierde su sangre.
A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía, y empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado de hombres.
Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó su escopeta y la dirigió contra el gitano. El fraile se precipitó sobre él. ¡Desgraciado! ¡sólo él puede salvarnos! ¡sólo él conoce la salida!
Viendo aquel movimiento hostil, el gitano había entrado en el mar que ya cubría el pecho de su caballo.
—He ahí a los aduaneros que bajan las últimas rampas, hijos míos, y ya sabéis que ahora las balas hacen daño—dijo el maldito señalando al contrabandista herido de muerte.
Los demás se echaron entonces a los pies del fraile.
—¡Padre mío, ruegue por nosotros!
Y el fraile y ellos se prosternaron gritando:
—¡San Juan, San Juan, rogad a Dios por nosotros!
Y se golpeaban el pecho, mientras que al resplandor de las descargas, se veía al gitano, a caballo, y aquella figura extraña, cuyas proporciones la noche parecía doblar, se destacaba en negro con vivos reflejos de color de fuego sobre una lluvia de espuma deslumbrante de blancura.
Los fogonazos se sucedían sin interrupción; un segundo contrabandista cayó, y se oían ya las voces de mando de los aduaneros.
El espanto del fraile había llegado al límite; se arrastró hasta la orilla del mar, y allí, arrodillado en el agua, gritó al gitano con el acento del más profundo terror. ¡Sálvame, sálvame!
¡Y el fraile lloraba!
—¡Por el alma de tu padre, sálvanos! ¡te daremos tanto oro que podrás llenar tu tartana!—aullaron los contrabandistas.
E imploraban con las manos juntas, mientras que tres de ellos se revolvían en las últimas convulsiones de la agonía.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!—balbuceó el fraile.
Y el desgraciado se retorcía los brazos y se revolcaba sobre la roca ensangrentada.
—¡Dios está sordo!—dijo el gitano—; invoca a Satanás.
Y se echó a reír.
—¡Atrás, atrás, blasfemo!—respondió el hermano levantándose horrorizado.
Pero el mar adelantaba de tal modo, que las olas iban a romperse a sus pies y les cubrían de espuma.
—Invocad a Satanás, y os salvaré. Detrás de esas rocas hay una salida secreta oculta por una piedra; ella os pondrá al abrigo de los aduaneros. Aun estáis a tiempo, porque ahora no os ven—dijo el gitano, que ya estaba a flote con su caballo.
Y los contrabandistas interrogaban cada roca con desesperación, y el fraile, con la mirada fija y el rostro lívido, hizo un movimiento de horror pensando en la proposición del maldito... Después, no obstante, pareció vacilar.
Y esto es concebible, porque en aquel momento, aunque ya no se veía a los aduaneros, se oía el ruido de sus armas y los preparativos de las baterías que armaban.
—¡Pues bien!—dijo el fraile en su delirio—, ¡pues bien! Satanás, sálvanos, ¡porque tú no puedes ser más que Satanás!
—¡Sí, Satanás, sálvanos!—gritaron los demás con un acento de terror indefinible.
Y jadeante, con los ojos fijos y chispeantes, esperaban.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El gitano se encogió de hombros, volvió la cabeza de su caballo del lado de la tartana, y la ganó a nado en medio de una granizada de balas, cantando una antigua canción mora del Hafiz:
—¡Oh! permites, encantadora niña, que yo envuelva mi cuello con tus brazos, etc., etc.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Los contrabandistas se quedaron anonadados.
—¡Fuego! ¡por Santiago! ¡Fuego! Tirad sobre el caballo y sobre la pluma blanca, y sobre el mismo bandido—gritaba el oficial al que se distinguía perfectamente, porque su tropa se había parapetado detrás de una rampa, y desde allí hacía un fuego nutrido y continuo sobre los contrabandistas.
Porque los que quedaban de estos negociantes sin patente, no tenían más que elegir que entre el fuego y el agua, como había dicho el gitano.
—¡Fuego! ¡fuego sobre esos descreídos!—repetía el oficial para estimular a su gente—; el señor obispo ha prometido indulgencias para esta Cuaresma, y puesto que el jefe se nos escapa, aniquilemos al resto de la banda. ¡Fuego!...
—Pero, capitán, veo a un religioso...
—¡Infame! se ha disfrazado. ¡Fuego!
—¡Por San Pedro! fuego, pues. ¡Por usted, reverendo!
El fraile recibió el tiro en el pecho y cayó de rodillas. No quedaban más que dos, él y el filósofo, también herido. Los otros habían sido muertos, se habían ahogado entre los rompientes al querer ganar a nado la tartana, o arrastrados por las olas.
—¡Hijos míos!—gritaba el fraile—, soy un religioso de San Juan enviado por el superior; ¡piedad en nombre de Cristo! ¡piedad!
Y se agarraba a las agudas puntas de la roca.
—Esto quiere decir—balbuceó el filósofo recibiendo una segunda y mortal herida—que si yo hubiera de creer en algo, no creería ni en Dios ni en el diablo, porque he llamado a los dos... y... y...
Sus brazos se abrieron; dejó el trozo de granito que oprimía con fuerza, abrió desmesuradamente los ojos... y desapareció.
—¡Gracia! ¡gracia! ¡Dios mío! ¡me ahogo!—aulló el fraile que se debatía entre las olas.
—¡Cómo!—dijo el oficial—, ¡aun vive el impío! ¡fuego, pues, por Santiago!
Tres disparos de carabina partieron a la vez; el hábito azul del reverendo flotó un instante, y después ya no se vio nada, nada... ni caballos, ni hombres, ni fraile... nada más que olas espumosas que habían invadido ya la primera rampa del sendero e iban a estrellarse con gran estrépito contra la segunda.
Sólo el gitano se había salvado.
—¡Por Cristo! su tartana va a estrellarse contra los escollos—exclamó el oficial—. Dios es justo, y puesto que sale del canal contra la marea, su pérdida es segura.
En efecto, el condenado bordeaba intrépidamente aquel paso, que el furor de las olas debía hacer impracticable.
LA MONJA
¡Ah! este corazón ha descendido
vivo a la tumba, y las austeridades
del sombrío convento no me han preservado
de una mirada criminal. En
vano he llorado amargamente.
Delfina Gay, «Madame de la Vallière».
Ciertamente, si yo fuese monje, y tuviese que elegir un convento, elegiría el de Santa Magdalena; es un digno convento, triste y sombrío, situado a orillas del mar, a siete leguas de Tarifa. Al Norte, el Océano golpea sus muros; al Sud, lagunas impracticables; al Oeste, rocas cortadas a pico; pero al Este... ¡ah! al Este, una bella pradera verde, atravesada por un riachuelo que serpentea y brilla al sol como una larga cinta plateada; y luego, las violetas y las clemátides que perfuman sus bordes, las palmeras de largas flechas y los almendros que dan sombra. Y luego, en medio de la llanura, la encantadora aldea de la Pelleta, con su alto campanario, blanco y esbelto, sus casas albas y su ramillete de naranjos y de jazmines. Y después, más lejos, las montañas obscuras de Medina, cuyas vertientes están cubiertas de olivos y de tejos...
Os lo repito, si yo fuese monje, no elegiría otro convento que el convento de Santa Magdalena.
¡Y los días de fiesta, pues! los jóvenes van a bailar casi bajo sus muros, y no negaréis que, para una pobre reclusa, es un gran placer oír el restallido embriagador de las castañuelas bajo los ágiles dedos de los andaluces... y ver los movimientos lentos y tranquilos del bolero... al majo perseguir a su maja que le huye y le evita... después se aproxima a él y le arroja un extremo de su corbata que él besa con transporte, y se envuelve una mano, mientras que con la otra hace resonar sus castañuelas de marfil.
Agitad, agitad vuestras castañuelas, jóvenes, porque la cachucha reemplaza al bolero. ¡La cachucha! ¡he aquí una verdadera danza andaluza, una danza ardiente y animada, vertiginosa y lasciva! Id... id... rodead con vuestro brazo amoroso la cintura de vuestra amante, y arrastradla rápidos y estremecidos al son del instrumento sonoro. Id... su seno palpita... su ojo brilla, y el viento levanta su negra cabellera y deshoja su guirnalda de flores; después, murmuraréis a su oído:
—Amor mío... cuán dulce me será respirar esta noche a tu lado el perfume de los almendros...
Y ella se lanza más vivamente aún, y su brazo os ha oprimido tan fuertemente que habéis sentido su corazón brincar bajo su mantilla.
Vaya, no temas, muchacha, tu madre no ha oído nada, y esta noche, después del rosario, cuando tu abuelo te haya besado en la frente, trémula, inquieta, tus piececitos desflorarán el césped, y te detendrás veinte veces, conteniendo la respiración. Por fin, te sentarás, palpitante, al pie de ese bello almendro florido, cuyas hojas relucientes reflejarán la dulce claridad de la luna. Allí, de pronto, dos fuertes brazos te envolverán. ¡Virgen santa! ¡qué atrevimiento! Pero entonces, valerosa muchacha, tú no tendrás miedo.
Ya el son de las castañuelas es más opaco, el sol se pone, la cachucha vertiginosa ha cesado, las jóvenes regresan a su aldea y ríen, y cantan, alisándose con la mano los rizos sedosos de sus húmedos cabellos.
Ahora no diréis como yo que es un digno convento el convento de Santa Magdalena; porque, en fin, figuraos una pobre joven encerrada en él, con sus diez y ocho años, sus ojos negros y su corazón español que late bajo su escapulario.
A primera hora, maitines, una larga plegaria en una iglesia sombría y helada; después vísperas, después la misa, después la novena, después el Angelus ¿y qué sé yo?
Por toda distracción, dos horas de paseo en el jardín del viejo claustro. ¿Conocéis un jardín de claustro? grandes encinas negras y silenciosas, un césped raquítico encuadrado en verjas de cañas, y el sol a mediodía; eso es todo.
Así, confesad, que cuando un día de fiesta se ha podido escapar de la iglesia para ir a su celda, ¡el corazón late desahogado y alegre!
La reclusa entra en ella, cierra cuidadosamente la puerta, y ya está en su casa. ¡En su casa! ¿comprendéis esta palabra? cuatro paredes desnudas, pero blancas; un crucifijo de ébano encima de una mesita de nogal cubierta de flores; una reja que da sobre la verde pradera; una cama estrecha, sobre la cual se puede soñar. Francamente, con todas esas riquezas y vuestros recuerdos de niña, ¿envidiaríais la suerte de la camarera mayor de la reina de todas las Españas?
Pues, no obstante, una joven está allí sola; el crucifijo, la mesita, la reja, la cama, el perfume dulce y tenue, todo lo tiene; pero ella no mira ni la pradera, ni el baile, ni el sol que se oculta resplandeciente.
Oculta la frente entre sus manos y las lágrimas ruedan a través de sus dedos.
Ya podemos figurárnoslo: era la monja que asistió a la corrida de toros.
Ya no brillaban encima de ella el raso ni las pedrerías como el día en que se despidió del mundo. ¡Oh! ¡no! un amplio sayal de burdo paño envolvía su lindo talle como una mortaja, sus largos cabellos negros, habían sido cortados, y los que le quedaban estaban ocultos tras la blanca toca que dibujaba su frente cándida, más blanca aún. Pero, ¡Santo Dios! ¡qué pálida estaba! sus ojos azules, tan bellos y tan puros, estaban rodeados de un ligero círculo amoratado, en el que las venas surcan la piel suave y rosada.
—¡Dios mío! ¡perdón! ¡perdón!—dijo, y se dejó caer de rodillas sobre el duro suelo.
Algún tiempo después se levantó con las mejillas purpurinas y los ojos brillantes.
—¡Huye! ¡huye, peligroso recuerdo!—exclamó precipitándose hacia la reja—. ¡Oh! ¡oh! ¡aire! ¡me abraso! ¡Oh! quiero ver el sol, los árboles, las montañas, esos bailes, esa fiesta. Sí, quiero ver esa fiesta, ser absorbida completamente por ese espectáculo brillante. ¡Dichosos ellos! ¡Bravo, joven! ¡qué ligereza! ¡qué gracia! ¡cómo me gustan el color de tu basquiña y las trenzas de tu moño! ¡qué bien hace esa flor azul en tus cabellos rubios! Pero tú te aproximas a tu pareja... ¡Guapo mozo! sus ojos te miran con amor... El también tenía una dulce mirada, pero...
Y se calló, ocultando su cabeza entre las manos; porque su corazón latía con tal fuerza, que parecía querer saltársele del pecho. Después, reponiéndose, y hablando de prisa, como si hubiera querido escapar a un recuerdo que la oprimía:
—¡Qué brillante está el sol! ¡Jesús! ¡qué hermoso matiz de púrpura con reflejos de oro! ¡qué tornasolado tan magnífico y tan raro! Tan pronto parece una elegante torre morisca con mil cresterías, ahora es un globo de fuego; pero sus contornos varían siempre, y se presentan destacados... ¡Virgen del Carmen! se diría que es un rostro humano... Sí... esa ancha frente... y esa boca... ¡Oh! no... sí... Jesús... ¡es él!...
Y jadeante, había caído de rodillas, con las manos juntas, en una especie de éxtasis, ante aquella imagen fantástica, que el vapor fue revelando, se borró poco a poco y desapareció del todo.
Cuando ya no vio más que un horizonte inflamado, se levantó en un violento paroxismo, y se arrojó sollozando sobre la cama.
—¡Él!... ¡siempre él... él en todas partes!—exclamó con un gesto de desesperación—. ¡Horror! cuando me prosterno ante tu imagen sagrada, ¡oh Cristo! tus divinas facciones se borran... y es él a quien veo... ¡él a quien adoro!... Sí, muda y confusa, quiero escuchar a la superiora, cuando lee un libro santo; pues bien, su voz parece debilitarse y desaparecer y es a él a quien oigo; porque el sonido armonioso de sus palabras vibra siempre en mi corazón... ¡Horror! en fin, si me arrastro penitente al tribunal divino, allí también está él... porque mi amor es el único crimen de que pueda acusarme.
Se echó a llorar.
—¡Un crimen! ¿es verdaderamente crimen? ¡Oh madre mía! si no hubieses muerto, estarías conmigo; yo tendría mi cabeza sobre tus rodillas y tú... acariciarías con tus manos mis cabellos largos y rizados; y me dirías si es un crimen, porque yo te lo confesaría todo. Ya ves, madre mía, me habían dicho que yo sería dichosa en el convento, pero que para esto era preciso abandonar el mundo; dije que sí, porque entonces aún no sabía lo que era el mundo... Y después me vistieron y me adornaron como una santa y me llevaron a una fiesta en la que un toro mató a dos cristianos—así me dijeron—, porque yo permanecí oculta en el regazo de mi superiora durante todo el tiempo que duró aquel horrible espectáculo... Pero de pronto, un grito de extrañeza resonó y yo levanté la cabeza... era... era él. Sí, él... que fijó sobre mí una mirada... que me matará; y él me dijo la primera vez, ¡oh, lo estoy oyendo aún: Por usted señora, y en honor de sus hermosos ojos, azules como el cielo. Después, rápido, se revolvió... y yo me estremecí a mi pesar... La segunda vez, me dijo con la misma voz, con la misma mirada, sonriéndome y saludándome con la mano derecha: Por usted también, señora, y en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral. Y con intrepidez esperó al monstruo cuyos cuernos estaban tintos en sangre, y lo abatió a sus pies... El espanto se había apoderado de mí, puse las manos en la balaustrada del palco, tanto temía por él; porque me parece que si él hubiese sido herido, yo habría muerto. Entonces él se apoderó de mi mano, ¡oh!, bien a mi pesar, madre mía... y la besó, sí...
Sus ojos se cerraron. Apoyó la cabeza sobre la almohada y continuó en voz baja y con palabras entrecortadas:
Y—quizá tú me dirás, madre mía: «Mi rosita, ¿le amas tú, pues? Bien, entonces os prometeréis y Dios os bendecirá». ¡Oh! sí, prometidos... Mira a mi novio, ¡qué hermoso es!... Flores, flores por todas partes... He ahí a mis compañeras con sus largos velos blancos... ¿no oyes el grave sonido del órgano... y la multitud que repite como yo: «¡Qué hermoso es el novio!» ¡Oh! llega el viejo sacerdote... su mano tiembla al unirnos; ya es mío, es mi esposo ¡es mi esposo... ¡Oh! madre mía, quédate, quédate... ¿Me dejas?
—Tu esposo está contigo, ángel mío.
—¡Madre mía! ¡mi buena madre!
Dichosa joven, dormía. ¿No es, repito, un digno convento, el convento de Santa Magdalena?
EL LEVANTE
...¡La muerte!
Cervantes, «Don Quijote».
El levante es un viento del Este; cuando sopla, palidecen hasta los marinos más intrépidos. No es una de esas inocentes brisas que levantan olas como montañas, ¡no!; el mar se eleva muy poco, porque es tal la fuerza del levante que rechaza las olas, que las nivela por el poder de presión que ejerce la columna de aire sobre la superficie del agua.
Pero también es preciso que el timonel vele a la barra ¡Virgen santa! ¡y que vele bien si no quiere ver al navío desaparecer entre un torbellino!
Después, el sol brilla, el cielo queda limpio, de un azul magnífico, con lindos matices de un rosa vivo, que producen el más encantador efecto.
Las embarcaciones de un tonelaje elevado, tal como navíos, fragatas y corbetas, aun maniobrando con mucha prudencia, tienen mucho que temer de ese viento; pero las goletas, tartanas y faluchos, tienen todas las probabilidades posibles de zozobrar.
Si el peligro es grande durante el día, debe ser inmenso durante la noche, sobre todo cuando se bordea cerca de las costas, que con frecuencia son atravesadas por corrientes de una velocidad de cuatro o cinco nudos.
Era, pues, de noche, y el levante que soplaba sobre la costa, erizada de rocas, era un poco más violenta que no lo fue cuando el memorable vendaval de 1797, que hizo naufragar a todas las embarcaciones fondeadas en la rada de Cádiz; todo pereció, personas y buques.
Era uno de esos temibles huracanes durante los cuales los marineros se quedan lívidos y creen en Dios.
Las estrellas brillaban, las olas, al chocar unas contra otras, desprendían tantas luces fosforescentes, que aquella vasta llanura, de un negro sombrío, aparecía casi iluminada por millares de chispas azuladas, y verdaderamente, salvó el levante que mugía más que el trueno, era un hermoso espectáculo.
Las dos escampavías que habían salido a la caza de la figurada tartana del gitano, bailaban sobre aquella sima abierta.
Habían arriado sus gavias, sus foques, su vela mayor, y huían con el viento de proa sólo con el aparejo de mesana; había sido amarrada la barra del timón, y los sesenta y tres hombres que componían las dos tripulaciones, estaban muy ocupados en el sollado poniéndose a bien con Dios. Como no había ningún sacerdote presente, se confesaban los unos a los otros.
La confesión es una cosa admirable en sí misma, en tierra, por ejemplo, en una iglesia de aldea donde las vidrieras dejan penetrar un alegre rayo de sol, cuando vais a partir para una larga campaña, y vuestra abuela está allí arrodillada, llorosa, haciendo arder un cirio bendito que ha dedicado a Nuestra Señora: ¡oh! sí, entonces, la confesión al oído de un juicioso y virtuoso sacerdote de cabellos blancos, que, al salir del confesionario y apoyando su brazo trémulo sobre el vuestro, os dice: «Hijo mío, vamos a ver a mis ovejas que bailan bajo los sauces allá abajo, al borde del arroyo, y de pasada llevaremos una botella de buen vino al pobre viejo Juan Luis, el protestante.»
De este modo, sí, comprendo la confesión; pero a bordo, en medio de una tempestad, cuando únicamente a fuerza de brazos se puede escapar a una muerte inminente, cuando las olas se estrellan con furia contra la embarcación, cuando a cada momento se ve desaparecer una vela, cuando los palos se inclinan y crujen, cuando el oleaje se abate y muge sobre el puente, lo arrolla todo y arrastra hombres, vergas, botes... ¡oh! entonces la confesión es una práctica por lo menos fuera de uso y sin utilidad ninguna para virar en redondo o para largar una gavia.
Quedamos en que a bordo de las dos escampavías habían sido amarradas las barras del timón; las dos embarcaciones navegaban en las mismas aguas, y como nadie, absolutamente nadie, había quedado sobre el puente, la gracia de Dios cuidaba de ellas; y esto, en la práctica, resultaba bastante mal, porque la escampavía Urna de San José, a consecuencia del ángulo que su barra formaba con su quilla, se dejó ir violentamente sobre su compañera la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores y la abordó por la popa, y como la parte de detrás de un buque acostumbra ser menos resistente que la anterior, la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores recibió el bauprés de la Urna de San José, en la obra muerta, que se abrió y dio libre acceso a una vía de agua que echó a pique a la escampavía y a los sesenta confesados y confesores.
Ya veis que la confesión no vale nada en semejantes ocasiones.
Pero la escampavía no se hundió rápidamente.
La Urna de San José sintió, a la espantosa conmoción que experimentara, que algo extraordinario pasaba en su exterior, y fue enviado un grumete, que se disponía a confesar su sexagésimo tercero pecado, para que se enterase de lo ocurrido. Montó en el acto, arrastrándose por el puente, vio el bauprés enteramente destrozado, y a un tiro de fusil a la otra escampavía, con la popa hundida, elevar su proa, donde se habían refugiado los tripulantes que quedaban.
El capitán del buque que se hundía, puso sus dos manos ante su boca en forma de trompa, y por medio de esta bocina improvisada dijo no sabemos qué cosa al grumete que tuvo la atención de formar también con su mano una especie de trompeta acústica.
Pero desgraciadamente la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores estaba bajo el viento y el grumete no entendió ni una palabra; pero como le habían dicho que viese lo que ocurría, se acurrucó en un rincón y miró.
Algunos de los náufragos se arrojaron al mar; pero ¡por el ángel de San Pedro! había que nadar contra viento y marea para llegar a la escampavía, que no obstante no estaba lejos. Imposible. Se ahogaron, pues, los imprudentes, después de haber sido cegados por el remolino de las olas, que les azotaba y les ensangrentaba la cara.
El grumete veía todo esto a la luz de su farol, tratando de no perder ni una convulsión, ni un rechinar de dientes a fin de ser exacto en su relación, pero rogaba a Dios por ellos; ¡el pobre y digno muchacho!
Bien pronto, la proa de la escampavía se hundió también, y los que sobrevivieron a este desastre se subieron al palo de mesana, el único que había quedado en pie, y era cosa curiosa ver este palo, sobre el cual las cabezas de aquellos hombres estaban agrupadas, y que se me perdone la imagen como las cerezas sobre esos ligeros bastones que tanto placen a los niños.
Esta viga, cargada de hombres, no permaneció ni diez minutos fuera del agua; pero durante esos diez minutos ¡qué drama más terrible!...
Al final no quedaron más que dos sobre el palo, dos hermanos, según creo, gente piadosa y juiciosa; pero el instinto vital se sobrepuso a la fraternidad; cuando eran niños ¡oh! se amaban mucho. El más hermoso de los frutos era el que ellos se ofrecían, y cuando uno cometía una falta, su madre tenía que castigar a los dos, porque el uno no quería acusar al otro. Más tarde se enamoraron de la misma mujer, y la mataron para que no perteneciese a ninguno de los dos. Eran españoles, perdonadles. Por esta causa fueron condenados a cinco años de galeras; el mayor consiguió escaparse, pero no habiendo conseguido favorecer la evasión de su hermano, volvió a ingresar en presidio, por no querer abandonar a aquel ser querido.
En fin, dos valientes y leales camaradas, si los hay; pero, ¿qué queréis? enfrente de la muerte está permitido sentirse un poco egoísta.
El palo sobresalía aún unos seis pies del agua, y, para el que ocupaba la parte más elevada de él, era una altura comparable a las de las montañas más altas, porque en aquellos momentos decisivos, un minuto de existencia era un año... una pulgada de terreno, era una legua.
El hermano mayor, que, no obstante, ocupaba el sitio inferior, sintiendo la frescura del agua, que le oprimía como un círculo de hierro helado, hizo un violento esfuerzo, y se agarró a las rodillas del menor.
Este, que oprimía el palo con todas las fuerzas convulsivas de la agonía, intentó apoyar su pie sobre el pecho de su hermano para ahogarle... ¡Desesperación! ¡Imposible! Se apretaba las rodillas como un torno.
Y, cosa rara, aquellas dos cabezas, que tantas veces se habían alegremente sonreído y tiernamente besado, allí se seguían con ojos de odio, se mataban con la mirada.
En fin, el que ocupaba lo alto del palo, lo abandonó un instante.
El otro advirtió el movimiento, y se soltó también.
Es lo que el pequeño esperaba. Le arrojó los dos brazos alrededor del cuello, no suavemente como otras veces y diciéndole: «Buenos días, hermano», sino con frenesí. De modo que le estranguló oprimiéndole la garganta contra un tope de la mesana con un cabo de cuerda que flotaba. ¡Crimen inútil! sólo el pensamiento se extinguió en aquel cuerpo, porque los brazos del cadáver estrechaban siempre las rodillas del fratricida, hasta que desaparecieron los dos.
Cuando el grumete no vio nada más, se frotó los ojos, miró aún otra vez y bajó para contar lo que había presenciado, causando gran extrañeza, pero le dejaron con la palabra en la boca, con la promesa de que le dejarían acabar otra vez su relación, y el encargado del cuarto de babor, subió al puente por orden del capitán. El viento soplaba con un poco menos de violencia, pero la noche era clara; colocose un buen marinero en la barra del timón para evitar la deriva, y continuó la embarcación con rumbo al Oeste.
Hacía algún tiempo que se dejaban llevar en esta dirección, cuando el marinero de guardia gritó:
-¡Barco a estribor!
Se precipitaron todos a la luz de los faroles y pudieron ver a la tartana completamente desmantelada, ¡a la tartana que perseguían desde la víspera! ¡a la tartana causa primera de todos sus desastres!
—¡Por fin!—aulló el capitán—, la Santa Virgen nos protege y Dios es justo. ¡Vas a pagar, maldito, la muerte de nuestros hermanos!
Y a pesar de la impetuosidad del viento, intentó sesgar.
LA «URNA DE SAN JOSÉ»
¿Por miedo?... No, señor...
Calderón.
—¡Santiago! ¡Santiago!—gritó el capitán de la Urna de San José—. ¡Santiago! haz que los artilleros ocupen sus piezas.
—Capitán... yo...
—¡Cualquiera diría que tiemblas!...
—No, capitán, pero el levante ha alterado mis nervios...
—¡Por Cristo! ¿Qué se diría si se viese al teniente del navío que yo mando temblar como una gaviota entre un temporal? Vamos, artilleros, a vuestras piezas; ¡y vosotros, rumbo hacia la tartana, que Satanás confunda! Cuando hayamos cambiado de disposición le largaremos una andanada. ¡Que Dios me ayude!... el levante cede... ¡Ah! ¡por la Virgen! ¡será una hermosa fiesta para el pueblo de Cádiz verte entrar con hierros en las manos y en los pies, con tu tripulación de demonios, perro maldito!—decía el honrado Massareo mostrando el puño a la tartana desamparada, silenciosa y sombría, que se balanceaba al movimiento de las olas.
Sí, sí—continuó Massareo—, ¡por San José! ¡conozco tus astucias! te meneas menos que una boya para que me ponga a tu alcance... Entonces tú arrojarías, a mi pobre barco una andanada de azufre que nos haría arder lindamente... ¡o me jugarías alguna otra pasada diabólica! Pero Dios protege al viejo Massareo. Más de una vez ha escapado con los ricos galeones de Méjico a los garfios de esos malditos ingleses, que, no obstante, no tienen nada de tontos, ¡los herejes!—y se persignó.
Después, dirigiéndose, al timonel:
—No vayas contra el viento; orza, orza, torpe, y piensa en virar en redondo.
El levante disminuía sensiblemente, y se veía, por las nubes que avanzaban rápidamente desde el horizonte y por las oscilaciones de la brisa, que el viento cambiaba de dirección. Las estrellas aparecieron veladas, y la noche, de clara que era, se tornó sombría. La tartana estaba sumergida en la obscuridad; solamente un punto luminoso brillaba en su popa, en la dirección de la cámara; pero no se oía el más ligero ruido a bordo, ni se veía a nadie sobre el puente.
El capitán del guardacostas, habiendo efectuado dichosamente su cambio de amuras, se dejó ir sobre la tartana, hasta una distancia de medio tiro de pistola. Entonces llamó a su teniente Santiago, pero éste, creyendo que se trataba de mandar el fuego, había desaparecido con la rapidez del relámpago.
—¡Santiago!—repitió.
—Señor capitán, está en el fondo de la cala; dice que le ha enviado usted para que vigile cómo sacan la pólvora.
—¡El miserable! ¡Por Santiago! que le traigan muerto o vivo; y tú, Alvarez, dame mi bocina de combate.
Entonces el bravo Massareo volvió hacia el barco mudo el enorme orificio del instrumento y gritó:
—¡Ah de la tartana!... ¡ah!
Después bajó la bocina, se llevó la mano a la oreja para no perder ni una palabra, y escuchó atentamente.
Nada... Profundo silencio...
—¿Eh?—dijo al primer contramaestre que estaba cerca de él.
—No he oído nada absolutamente, señor capitán, a no ser una especie de gemido; pero, ¡por el Cielo! no se fíe usted, vale más que les hable a cañonazos; ese lenguaje lo entenderán perfectamente, ¡por San Pedro!, porque nuestro valiente almirante Galledo, que Dios tenga bajo su brazo derecho—aquí se quitó su gorra—, nuestro valiente almirante decía siempre que ésta era la lengua universal, y que...
—¡Paz, Alvarez, paz! cállese el viejo congrio. Me ha parecido ver moverse alguna cosa sobre el puente.
Y de nuevo, empuñando la inmensa bocina, gritó:
—¡Ah de la tartana!... ¡ah!... enviad una embarcación, si no os echo a pique...
—Como perros malditos que sois—añadió Alvarez.
—¡Te callarás! pueden haber hablado, y tu necia lengua que va tan de prisa como el gato de un cabrestante, me ha impedido oír nada—dijo el capitán con una volubilidad colérica, repitiendo por tercera vez—: ¡Ah de la tartana!... responded o hago fuego.
Esta vez se distinguió un gemido prolongado que no tenía nada de humano, y que hizo estremecer al capitán Massareo.
—Capitán, si usted quiere creerme—dijo Alvarez, persignándose—, enviémosles una andanada y viremos en redondo; porque veo el fuego de San Telmo que revolotea en su popa, y ¡por la Virgen! no se está bien aquí.
—¡Esto es demasiado!—exclamó Massareo—. ¡San Pablo, rogad por nosotros! ¡Vamos! ¡por la gracia de Dios! Artilleros, a vuestras piezas; armad vuestras baterías. Bien. Haced la señal de la cruz. Bien. Ahora ¡fuego!... ¡fuego a estribor!...
La andanada partió, y el fogonazo, iluminando un instante la tartana, proyectó sobre las aguas un vivo reflejo de luz.
Después, cuando el humo blancuzco de la pólvora se hubo disipado, se vio al navío inmóvil, silencioso, con su punto luminoso a popa, obscurecido de cuando en cuando por una sombra que pasaba y repasaba en la cámara.
—¿Y bien, Alvarez?—preguntó Massareo que no comprendía la obstinación del barco cañoneado.
—Señor, todas las balas le han caído encima y el maldito no se menea. Y sin embargo, hay gente a bordo, lo juraría por mi rosario.
—El caso es espinoso—dijo Massareo con inquietud—; voy a hacer correr una bordada, mientras que yo, tú, Pérez y ese poltrón de Santiago, cuyo consejo es sin embargo muy provechoso, nos reunimos para deliberar acerca de lo que hay que hacer.
Viraron en redondo dirigiéndose hacia el Este; se envió a buscar a Santiago, se reunieron los cuatro miembros de la asamblea, y comenzó la discusión.
Ningún plan había sido adoptado, cuando el prudente Santiago exclamó:
—Con la protección de la Virgen, he aquí lo que yo haría; armaría una chalupa, me aproximaría a la tartana maldita y entraría al abordaje... ¡Eh, compadres! ¿qué les parece?
A los compadres también se les había ocurrido este medio, el único que razonablemente podía emplearse, pero se habían guardado muy mucho de decir esta boca es mía, porque sabían que el que propusiera esta medida sería naturalmente encargado de ejecutarla. La inconcebible temeridad de Santiago les sacó de su embarazo y no tuvieron más que una voz para alabar y felicitar al autor de aquel admirable plan de campaña, que vio, pero demasiado tarde, en qué peligrosa situación se había colocado.
—El Cielo le ha inspirado, Santiago, dele las gracias—dijo el capitán.
—¡Hermano Santiago, qué dichoso eres!—exclamó Alvarez golpeándole amistosamente la espalda—. ¡Por Cristo! es una hermosa ocasión para ascender a oficial. ¡No estar yo en tu lugar! ¡Cuánta gloria vas a recoger ejecutando tu audaz proyecto! ¡¡¡Abordar al maldito!!! Venderán tu retrato por las calles de Cádiz y te sacarán canciones. ¡Dichoso mortal!
Y se precipitó por la escalera que conducía a la cala silbando un motete.
—¡Pero—exclamó el desgraciado Santiago, trémulo y aturdido—, yo no he dicho que...!
—Usted tendrá más probabilidades para abordar al maldito atacándole por estribor, hijo mío—le dijo gravemente el artillero Pérez—; por babor trae desgracia, y he aquí probablemente lo que la pasará: Se acerca usted a cierta distancia... tiran contra usted... Perfectamente, compadre... Se aproxima aún más... y desde lo alto de las vergas le tiran un puñado de balas que caen sobre su chalupa... Muy bien, compadre. Entonces, con la agilidad que usted debe poseer, usted y su gente, tratan de aferrarse a los portaobenques, a las escalas y a todo lo que esté a su alcance... Perfectamente, compadre. Pero he aquí que ¡por todos los santos del paraíso! mientras que estáis agarrados a la borda, se abre de pronto una escotilla y os encontráis frente a la nariz con una docena de anchos esmeriles cargados hasta la boca de balas, clavos y lingotes que, como usted puede suponer, hacen un fuego del infierno y matan por lo menos a las tres cuartas partes de sus hombres. Entonces los que quedan, si es que queda alguno, se lanzan ágilmente al abordaje como gatos salvajes, el puñal entre los dientes y la pistola en la mano; viene una lucha cuerpo a cuerpo, se mata, se muere... pero siempre se recoge gloria y... esto es todo. ¡Por los dolores de Nuestra Señora, que no esté yo en su lugar! ¡oh! sí, ¡que no esté yo en su lugar, hijo mío!—repitió lanzando un ardiente suspiro, pero desapareciendo velozmente en el sollado.
—¡Pero, Santa Virgen!—exclamó Santiago que había estado a punto de interrumpir veinte veces al artillero Pérez—, pero ¡por la corona de espinas de Jesucristo! si yo he dado ese consejo, no ha sido para ejecutarlo yo mismo, y puesto que envidian mi lugar...
—No, Santiago—repuso el bravo Massareo—, eso sería una injusticia; esa misión le pertenece de derecho, y usted la tendrá, Santiago, usted la tendrá. Sería llevar la delicadeza demasiado lejos.
—Usted ha sembrado, justo es que recoja—dijo otro.
—Sin duda, hace falta mucho valor, sangre fría, agilidad y sobre todo mucha suerte para llevar a cabo una empresa tan peligrosa; pero con la ayuda de Dios y de su patrón, Santiago, usted saldrá de ella con honor, o bien morirá con la muerte de los valientes, lo que no es dable a todo el mundo. Vamos, hijo mío, cumpla bien, que Dios y su jefe tienen la vista fija en usted—dijo el capitán.
—¡Pero, por todos los santos de la capilla de la catedral de Cádiz!—exclamó Santiago pálido de cólera y de temor—, yo quiero al instante...
—No puedo por menos que alabar semejante prisa, Santiago. Voy, pues, a dar las órdenes oportunas para hacer armar la chalupa. Nada le faltará: puñales, hachas, picas de abordaje, esmeriles, balas, cartuchos de metralla. Esté tranquilo, hijo mío, que yo velo con la solicitud de un padre... Vamos, vamos, modere ese ardor, y, como un verdadero español, piense en Dios, en su rey y en su dama, si es que usted la tiene. Piense, pues, cuál será su alegría, cuando le vea volver moribundo, cubierto de heridas y seguido de la multitud que gritará: «¡Es él, es el vencedor del gitano! ¡es el valeroso Santiago!» ¡Ah! hijo mío; si mi cargo no me obligase a permanecer a bordo... ¡muerte de mi vida! no tendría usted esa misión. ¡No, por Santiago! yo se la habría disputado.
Y tomaba el mismo camino que los demás miembros del consejo, cuando Santiago le retuvo por el brazo gritando:
—No, capitán, no; preferiría mejor no descubrirme en la iglesia, no arrodillarme ante el Santo Sacramento, faltar a mi rosario, que ir a bordo de ese condenado barco, de ese barco donde Satanás tiene su corte; y además—continuó con tranquilidad, muy convencido de haber encontrado un argumento sin réplica—, además, mi religión me prohíbe el contacto de los excomulgados y de los apóstatas.
—¿Quién habla de eso, hijo mío?—dijo el capitán persignándose—; soy demasiado buen cristiano, aprecio demasiado la salvación del cuerpo y del alma de mis marineros para exponerlos así.
—En hora buena, capitán, eso es; cuide sobre todo de la salvación del cuerpo, ¿entiende usted? del cuerpo de sus marinos, es lo más importante—dijo Santiago un poco más tranquilo.
—Hijo mío—repuso el capitán—, usted no me ha comprendido; yo estoy lejos de exigir de usted que estrangule al descreído con sus propias manos. ¡Virgen santa! no, sin duda; ese contacto me hace estremecer de horror; pero la bala de su mosquete o la hoja de su puñal evitará esa mancilla a sus cristianas manos.
Santiago, más exasperado aún por la decepción que experimentaba, exclamó:
—¡Ni el hierro, ni el plomo, ni yo daremos muerte a ese excomulgado! ¡No iré a bordo, por las mil llagas de San Julián, no, no iré!—añadió golpeando violentamente el suelo con el pie.
—Santiago, amigo mío—dijo fríamente el capitán—; tengo el derecho de vida y muerte sobre todo hombre de mi tripulación que se me rebele o se niegue a ejecutar mis órdenes.
Y diciendo esto, le mostró dos pistolas que había sobre el cabrestante.
Ante aquella espantosa alternativa, Santiago prefirió el abordaje, y descendió a la chalupa que le esperaba, con la sombría resignación del hombre a quien llevan a la muerte.
Al alejarse de la escampavía, el desgraciado Santiago, acordándose de los consejos y las predicciones de Pérez, que el miedo había grabado en su mente, esperaba a cada momento una súbita descarga de mosquetería. Se acercó, no obstante, a lo largo de la tartana, sin que se oyese ni un solo disparo. Entonces, arrojando su amarra, recomendó su alma a Dios, porque, según los informes topográficos y precisos del artillero, era en aquel momento cuando las amplias bocas de los esmeriles debían hacer un fuego del infierno.
Esperó, pues, y besó su rosario exclamando:
—¡De rodillas, hermanos míos, somos muertos!
Los diez hombres que le acompañaban, aprovechando a todo evento esta advertencia, se arrojaron al fondo de la chalupa.
Silencio, siempre silencio. No se oía... no se veía nada... más que la luz que brillaba siempre en la cámara, y que de cuando en cuando aparecía obscurecida por una sombra que la ocultaba.
Santiago, un poco más tranquilo, se atrevió a levantar la cabeza, pero la bajó prontamente al oír un crujido de la tartana, y luego la volvió a levantar, sin ver esmeriles ni escotillas.
Como nada da tanta tranquilidad como un peligro pasado o evitado, Santiago se enderezó presa de un ardor marcial, y trepó a bordo de la tartana seguido de sus diez hombres, a quien su ejemplo electrizaba. Llegados al puente, no encontraron más que despojos, jarcias destrozadas por el viento, un desorden, en fin, que anunciaba que aquel buque había sufrido cruelmente los efectos del levante. Pero de pronto se oyó un ruido desordenado en el sollado.
Los diez marineros y el segundo de la Urna de San José se miraron palideciendo; no obstante, gritaron con voz un poco temblorosa, es verdad:
—¡Viva el rey! ¡Adelante la Urna de San José y el valiente Santiago!
Porque los compañeros de armas del valiente Santiago, que se apretujaban los unos contra los otros, al oír aquel ruido imprevisto, se aproximaron tan bruscamente a él, que el desgraciado héroe fue precipitado por la escotilla que tenía a sus pies, y desapareció.
Sus marineros, tomando aquella caída por una prueba de abnegación y de intrepidez, siguieron al nuevo Curcio a los gritos de ¡viva Santiago! y saltaron en el sollado como los carneros de Panurgo.
Santiago se había levantado prontamente, y aprovechando el error de sus hombres, les dijo en voz baja:
—Hijos míos, el valor y la sangre fría no son nada; ya habéis visto todos que, aun a riesgo de caer sobre millares de picas o de sables, me he precipitado ciegamente en el sollado... eso es audacia, sencillamente.
—¡Viva nuestro Santiago!—repitieron los marinos.
—Callaos, hijos míos, en nombre del Cielo, callaos; lanzáis unos gritos capaces de asustar a las gaviotas. Guardaos vuestros ¡viva Santiago! para más tarde. Ya gritaréis eso en la plaza de San Antonio. Será de un gran efecto; pero, mientras tanto, veamos el medio de forzar el reducto de esos condenados.
Y mostraba la cámara en la cual se hacía siempre un ruido infernal. De pronto, como si se le ocurriese una idea súbita, exclamó:
—¡Amigos míos, armad vuestras carabinas!... ¡Fuego sobre ese tabique!
Lo que había decidido sobre todo a Santiago a esta maniobra, es que encontrándose necesariamente detrás de su tropa, se vería libre del primer choque de la salida que podrían intentar los sitiados.
—¡Fuego! ¡y que el Cielo nos ayude!—repitió empujando a su pelotón.
Y sonó la descarga.
A una distancia tan corta, las balas, llegando en masa sobre el tabique, lo hundieron en parte, y antes de que los marineros hubiesen vuelto a cargar sus armas, una masa espantosa les derribó y pasó por encima de ellos lanzando horribles mugidos.
—¡Desconfiad!—gritaba Santiago, que estaba guarecido detrás de uno de sus valientes al que hacía servir de escudo—; desconfiad, es una astucia de guerra; quieren caer de improviso sobre nosotros; volved a cargar las armas.
—Señor teniente—dijo uno de los marinos—, ¡pero si el sitiado tiene el más hermoso par de cuernos que jamás cristiano alguno haya tenido plantados sobre la cabeza!...
—¡Apresad al monstruo!—gritó Santiago retrocediendo con su escudo viviente—, es el condenado, apresadle... Vade retro, Satanas... ¡Santiago, San José, tened piedad de nosotros!
—Pero, teniente... si esto no es... más que un buey ¡por la Virgen! un excelente buey que se mueve. ¡Con siete balas en el cuerpo!
Y la luz que se trajo de la cámara, permitió comprobar la exactitud de este curioso boletín. Era, en efecto, un buey destinado a la comida de la tripulación de la tartana, y que se habían probablemente visto obligados a dejar al abandonar la embarcación.
—¡Un buey! ¡un innoble buey!—decía Santiago—. Un plan de ataque combinado con tanta sangre fría y ejecutado con tanta audacia para... ¡para apoderarnos de un buey al abordaje!
—Nos lo llevaremos, ¿verdad, teniente? Nos vendrá al pelo porque ¡hace tanto tiempo que no comemos carne fresca!
—Os guardaréis de ello... ¿lo oís?—repuso Santiago con cólera—. ¡Qué brutos y qué asnos sois! es decir, que queréis exponeros a las burlas de vuestros camaradas presentando ese hermoso trofeo... Me opongo terminantemente; subid al puente, seguidme, cerrad las escotillas, y sobre todo, una vez a bordo, no desmintáis ni una palabra de lo que diré al capitán, tanto en vuestro interés como en el mío.
Santiago volvió a bordo de la escampavía, donde ya comenzaban a estar inquietos, e hizo con una rara imprudencia, un relato detallado de su combate con el gitano y sus demonios.
—En fin—añadió—, en fin, lo cierto es que todos están muertos o fuera de combate.
Al escuchar aquella heroica narración, en que la intrepidez de Santiago se revelaba por primera vez, el capitán Massareo, que conocía perfectamente la cobardía de su segundo, no concebía un cambio tan rápido; pero, acordándose de la quijada de Sansón, de la burra de Balaam, y de tantos otros milagros, acabó por mirar a Santiago como un elegido a quien Dios había animado de pronto con un soplo divino, para darle la fuerza de combatir a un réprobo, a un hijo del ángel rebelde. De modo que una vez que hubo adoptado esta desgraciada idea, creyó ciegamente todas las tonterías y todas las mentiras que Santiago tuvo a bien contarle.
—¿Y el gitano?—preguntó el capitán.
—El gitano, capitán, estaba probablemente disfrazado, pero yo estoy convencido de que ha muerto también. ¡Diablo de sangre, cómo mancha!—dijo Santiago que quería sin duda desviar la conversación de un asunto tan delicado, y se interrumpió para limpiarse un ancho trazo de sangre que surcaba su vestido, último vestigio de la agonía del pobre cuadrúpedo.
—¿Está usted herido, valiente Santiago?—preguntó el capitán con interés—. ¡A ver!
—No, no, por mi madre, no verá usted nada. Es una insignificancia, una tontería—respondió Santiago con una indiferencia afectada, retrocediendo precipitadamente—; pero lo que es importante, capitán, es echar a pique ese nido de demonios. Las escotillas están cerradas, es cuestión de unos cuantos cañonazos, y habremos purgado la costa del más grande bandido que jamás haya infestado la costa.
Massareo se moría de deseos de preguntar por qué no habían traído prisioneros que hubieran podido dar fe del feliz éxito de la expedición; pero comprendiendo que tendría que encargarse él de esta segunda misión, y como ello no era muy de su gusto, accedió a todo lo que quiso el valiente y bienaventurado Santiago, y comenzó a cañonear vigorosamente la pretendida tartana del gitano, que no podía resistir largo tiempo un fuego tan nutrido.
EL RELATO
No matarás.
Mand. de la ley de Dios.
Mientras que el bravo Massareo destruía una de las tartanas, la otra salía del canal de la Torre, y navegaba con habilidad a pesar de las ráfagas del levante, cuya violencia disminuía, sin embargo, sensiblemente.
No había nada en el mundo más resplandeciente que la pequeña cámara de aquel buque, en la cual dos invitados estaban comiendo. Un enorme globo de cristal pendiente del plafón, proyectaba una claridad viva y pura sobre un rico tapiz turco, de un azul brillante, en el que se veían bordados hermosos pájaros rojos que desplegaban sus alas doradas, y tenían entre sus patas de plata largas serpientes de escamas verdes como esmeraldas; un diván de raso obscuro, daba la vuelta a toda la pieza.
En el centro, y cerca del diván, se levantaba una mesa servida con gusto y riqueza exquisitos; pero en lugar de ser sostenida sólo por las patas, cuatro ligeras cadenas la ataban al suelo, para librarla de los vaivenes. El tinto de Rota, el Jerez y el Pajarete centelleaban en preciosos frascos de cristal cuyas mil facetas reflejaban una luz cambiante y coloreada como los matices del prisma, mientras que los racimos de Sanlúcar, de granos violados y aterciopelados, las brevas de Medina, las granadas de Sevilla, que el sol había abierto, y las naranjas de Málaga, se elevaban en elegantes pirámides en las cestas tejidas con un ligero hilo encarnado, tal como se ven en Esmirna; el mantel, resplandeciente de blancura, estaba atravesado, según la moda oriental, por brillantes dibujos de oro y de seda.
Unicamente sencillas botellas de un verde obscuro, de cuello largo y estrecho, de tapón lacrado y sujeto por alambre, botellas, en fin, que olían a Francia y a champaña a una legua, contrastaban singularmente con el lujo y el aparato asiático que dominaba en aquella pieza.
Y era efectivamente champaña, porque dos copas cónicas y cilíndricas, que se levantaban sobre su ancho pie de cristal, aparecían gloriosamente llenas, y el licor rosado que hervía y centelleaba, elevó bien pronto su espuma temblorosa por encima de los bordes del vaso.
—¡Atención, comandante, la marea sube!
Esto decía el joven imberbe que mandaba aquella tartana, sosia de la del gitano, perseguida con tanto encarnizamiento y desgracia por los dos guardacostas, mientras que el comandante desembarcaba el contrabando del convento de San Juan al pie de las rocas de la Torre...
La misma tartana de que el valiente Santiago se apoderara al abordaje con un buey y sus cuernos y que el no menos valiente capitán acababa de destruir a cañonazos.
—Comandante, la marea baja, y si usted no tiene cuidado habrá bajado del todo en un instante—repitió el muchacho, y de un trago apuró lo que él llamaba la marea, de modo que su vaso quedó seco—. ¡Cómo amo este vino de Francia! Porque nuestro Jerez y nuestro Málaga, con su color amarillo sombrío, me parecen tan tristes como el canto de una dueña; mientras que el color rosado y riente de este champaña me llenan el alma de alegría. ¡Dios de verdad! Es como si oyese a mi Juana rasguear en mi guitarra un vivo bolero. Por mi fe; viva el vino de Francia—repuso dejando tan vivamente el vaso sobre la mesa, que lo rompió.
Este ruido sacó al otro comensal de su ensimismamiento: era el gitano.
—¡Francia, Blasillo! palabra ¡es un digno país!
—¡País de hospitalidad!—dijo Blasillo apurando un segundo vaso de champaña.
El gitano miró, inclinó la cabeza hacia atrás recostándola sobre los cojines del diván, y soltó una carcajada.
—Y de la libertad—continuó Blasillo en el mismo tono.
Aquí las carcajadas del gitano fueron tan violentas que resonaron por encima del ruido de la tempestad eme mugía fuera, con gran confusión del pobre Blasillo, que le miraba con aire de disgusto y de estrañeza.
El gitano lo advirtió.
—Perdón, Blasillo, perdón, hijo mío; pero tu ingenua admiración por ese dulce país de Francia, como le llaman, ¡me ha recordado tantas cosas!...
Después de un momento de silencio, el gitano se pasó rápidamente la mano por la frente, como para desechar una idea penosa, y dijo sonriendo:
—Ahora que ya no podemos dedicarnos al contrabando y que nuestra escuadra ha quedado reducida a la mitad, ¿a dónde iremos, Blasillo?
—¡A Italia, comandante! Como aquí, el sol es caliente, el cielo azul, los árboles verdes; como aquí, las mujeres son morenas, cantan acompañándose de una guitarra y se arrodillan delante de la Virgen; sin contar con que más de una ensenada de la costa de Sicilia ofrecería un bueno y seguro refugio a la tartana. Vamos, ¡rumbo hacia Italia, comandante!
—¡A Italia!... no, porque los asesinos son castigados con la muerte, ¿no lo sabes, Blasillo?
—¡Dios mío! ¡usted asesino!—dijo el muchacho con espanto.
—Escucha. Blasillo, yo tenía catorce años; mi hermana Sed'lha y yo conducíamos a nuestro padre que apenas podía andar, cuando cayó herido de un tiro de carabina. Era el fruto del odio santo, que nos tenía un cristiano. Yo no llevaba encima más que mi estilete; me lancé en persecución del asesino le alcancé cerca de una roca. El era fuerte y vigoroso, pero la sangre de mi padre había manchado mis ropas... y le degollé con fruición. He aquí cómo abandoné Italia con mi pobre Sed'lha ¿qué habrías hecho tú, Blasillo?
—Hubiera vengado a mi padre—dijo el adolescente después de un momento de expresivo silencio—. Viremos en redondo, comandante—añadió con un profundo suspiro—, y vayamos a Egipto. Se dice que Mehemet Alí e Ibrahim acogen muy bien a los extranjeros. Vamos a Alejandría...
—Es una hermosa ciudad Alejandría: es allí donde yo desembarqué al huir de Italia. Un buen emir me recogió con mi hermana y me envió al colegio, porque hay más instrucción y más colegios en Alejandría que en todas las Españas, Blasillo.
—Le creo a usted, comandante.
Aprendí allí la lengua francesa, el español, la ciencia de los números, el arte náutico. Salí de allí hecho un buen marino.
—¡Y que lo diga usted!
—Al cabo de seis años yo mandaba un brick, que tuvo un encuentro con el brulote de Canaris, Blasillo.
Este hizo el saludo militar.
—Y volví a puerto para reparar las averías y reclutar una nueva tripulación, lo que ocurría siempre que se encontraba a Canaris. En Alejandría me recibieron afectuosamente. Verdaderamente es una alegre ciudad, sobre todo en las hermosas tardes en que el sol se pone detrás de las arenas del desierto y cuando dora con sus rayos el harem de Mehemet, las fortificaciones del viejo puerto, el palacio del faraón y la columna de Pompeya. Entonces el aire del mar refresca el aire abrasador; los negros extienden la tienda rayada sobre la terraza, y uno, tendido sobre un muelle cojín, aspira el vapor del tabaco levantino, que se perfuma al atravesar un agua de rosas y de lilas, y después, una hermosa joven de Candía o de Samos, se arrodilla ante uno ofreciéndole ruborizada un sorbete helado en una copa ricamente cincelada. Haces un signo y ella se aproxima a ti, y, con un brazo pasado alrededor de su cuello, miras con indiferencia aquella cabeza de ángel que se dibuja como una aparición fantástica en medio de un humo azulado y oloroso, que se eleva en torbellinos del narguile.
Los ojos de Blasillo brillaban ciertamente tanto como las facetas centelleantes de los frascos de vidrio:
—Vamos a Alejandría, comandante—dijo incorporándose.
—¡A Alejandría! ¿qué te parecería, mi querido niño, si te sentasen sobre la flecha aguda de un minarete que se lanza hacia las nubes? ¡flecha, por otra parte, brillante y dorada! ¿y si se te dejase en esa incómoda posición hasta que los cuervos hubiesen devorado las pupilas de tus grandes ojos negros?
Esta proposición apagó el ardor de Blasillo, que llenó prestamente su copa sonriendo:
—Viremos, pues, en redondo, comandante.
—Sí, Blasillo, tal es la suerte que me espera en Egipto, si el bauprés de mi tartana se dirigiese hacia ese suelo encantado.
—¿Y por qué, comandante?
—¡Oh! porque yo hundí cinco veces mi kangiar en la garganta del buen anciano emir que nos recogía a Sed'lha y a mí, y me hizo instruir como un rabino.
—¡Dios del Cielo! ¡otro asesinato! ¡Usted asesino de su bienhechor!
—Había abusado de la hospitalidad que nos diera para seducir a mi hermana, con la que no podía casarse. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar, Blasillo?
El joven español ocultó la cabeza entre sus manos.
—¿Y su hermana?—preguntó.
—Me quedaba aún una última prueba de afecto que darle, y se la di.
—¿Cuál?
—La maté, Blasillo.
—¿Mató también a su hermana? ¡Usted fratricida! ¡Anatema!
—¡Niño! ¿sabes tú qué suerte espera en Egipto a una joven de mi raza que se ha dejado seducir, cuando el seductor es casado? La despojan de sus vestidos y la pasean desnuda por la ciudad; después la mutilan del modo más horrible, la meten en un saco y la exponen a la puerta de una mezquita, donde todo hombre, incluso un cristiano, puede llenarla de golpes, de injurias y de barro... ¿Qué hubieras, pues, hecho más por tu hermana, Blasillo?
—¡Siempre asesinatos, siempre! No obstante, yo admiro a usted—dijo Blasillo anonadado.
—¡Bebamos, niño! ¿ves? la espuma plateada tiembla y chisporrotea. Bebamos, y arrojemos a la sombra los negros recuerdos del pasado. ¡Por tu amante Juana, por sus ojos negros!
Blasillo repitió casi maquinalmente:
—¡Por Juana y sus ojos negros!
—Blasillo, ¿dónde iremos a arrojar el áncora?
—Propongo que en Francia, comandante—y mostraba su copa medio vacía—, porque, por mi Juana, ¡si los franceses se parecen a su vino!...
—Justo, Blasillo, justo. Como su vino, ellos estallan, chisporrotean y se evaporan.
—Pero por lo menos no habrá allí, así lo espero, minaretes de flechas agudas sobre los cuales sienten a las gentes, mezquitas donde insulten a las jóvenes, y cristianos que degüellen a un anciano como un corzo. Además, usted no ha estado allí, ¿verdad, comandante?
—Sí, Blasillo.
—¿Y permaneció usted mucho tiempo en ese hermoso país?
—Blasillo, cuando salí de Egipto, vine a Cádiz, en tiempos de las Cortes; ofrecí mis servicios y no me preguntaron si llevaba la cruz o el turbante, pero me hicieron maniobrar una hermosa fragata de guerra, y cuando vieron que yo servía para el caso, me la confiaron. Hice algunos afortunados cruceros, y sobre todo recorrí la costa con el mayor cuidado. Más tarde, cuando la santa alianza tuvo que reconocer que tu dulce país tenía la fiebre amarilla...
—¡Por mi Juana! era una fiebre de libertad.
—Bien, Blasillo, fue un pequeño acceso de libertad, corto y rápido, que la santa alianza detuvo prontamente con un poco de pólvora de cañón. ¡Hermosa victoria! porque tus compatriotas que no tiran jamás sobre un hombre que lleva un crucifijo, tuvieron que bajar sus armas ante las cruces, los pendones y los religiosos que precedían al ejército francés, y se arrodillaron ante el enemigo como al pasó de una procesión. De modo que ésta fue una victoria, una victoria de agua bendita, Blasillo. Yo seguí otro sistema; dejé pasar las tonsuras y tiré sobre los soldados. Por esta causa, cuando la paz de Cádiz, fui condenado a muerte por masón, comunero, rebelde y hereje, que viene a ser lo mismo. Huí a Tarifa, donde me refugié con Valdés y algunos otros hombres. Nos sitiaron, y al cabo de ocho días de una vigorosa defensa, tuve la suerte de caer moribundo entre las manos de un oficial francés que favoreció mi fuga, y me dirigí a Bayona y de allí a París.
—¿A París, comandante? ¿Usted ha estado en París?
—Sí, hijo mío; y allí, vida nueva; reanudé la amistad con un capitán de la marina que había conocido en el Cairo en el momento en que iba a ser decapitado por haber levantado el velo a una de las mujeres de un fellah. Yo le salvé a bordo de mi brick. Al encontrarme en Francia, quiso atestiguarme su agradecimiento, y me presentó a un pequeño número de amigos, como un proscrito de la Inquisición. Entonces recibí tantas y tan calurosas protestas de interés, que me conmoví, Blasillo. Bien pronto el círculo se engrandeció, y todos quisieron oírme contar mi desgraciada existencia. Yo me presté a ello; siempre es dulce hablar de sus desgracias a quien las compadece, y hay en ello como una miserable coquetería que impulsa a decir: Ved cómo mi herida sangra aún. Pero mi vanidad fue cruelmente castigada, porque advertí un día que se me hacía repetir con demasiada frecuencia mis desgracias. Más desconfiado, estudié aquellas almas generosas, y escuché las reflexiones que hacían nacer mis confesiones. Entonces pude apreciar el interés que se tenía por el hombre que ha sufrido mucho. Al principio quedé anonadado, después me dio risa. Figúrate tú, Blasillo, que querían a todo precio emociones nuevas, como ellos decían, y, para proporcionárselas habrían asistido, creo yo, a la agonía de un moribundo, y habrían analizado uno a uno todos sus movimientos convulsivos. Y, a falta de mi agonía, explotaban el relato de mis males, y se complacían en hacer vibrar cada cuerda dolorosa de mi corazón, para apreciar su sonido. En cuanto a mí, con los ojos chispeantes, el pecho hinchado por los sollozos, les contaba la agonía de mi pobre hermana y mis horribles imprecaciones cuando vi que estaba muerta... muerta para siempre... entonces ellos, palmoteando, decían: «¡Qué expresión! ¡qué gesto! ¡Qué bien representaría el Otelo!» Sí, cuando yo les contaba mis combates por la independencia de España, que me habían proscrito; cuando mi exaltación africana llegaba hasta el delirio y yo gritaba jadeante: ¡libertad! ¡libertad!... ellos decían: «¡Qué hermoso está! ¡Qué bien representaría el Bruto!» Y después, cuando habían asistido a la tortura moral que me imponían exaltando mis recuerdos, se iban tranquilamente al baile, a sus ocupaciones, a otros placeres: porque para ellos todo estaba dicho: la comedia ya había sido representada. Entonces, yo creía despertar de un sueño, y me encontraba solo con mi amigo el capitán de barco, orgulloso de mí, como el que exhibe un tigre aprisionado.
—¡Infame!—exclamó Blasillo.
—No, Blasillo; aquellas buenas gentes trataban de distraerse. ¡El día es tan largo! y además, ¿de qué podía quejarme? no me habían silbado, al contrario, me aplaudían. ¿Qué quieres? mi vida es un papel; así como así, todo es comedia: amistad, valor, virtud, gloria, abnegación.
—¡Oh! ¡comandante!—exclamó Blasillo con amargura.
—¡Todo, muchacho, todo! hasta la piedad de las mujeres por la desgracia. Y si no, escucha; yo amaba con pasión a una mujer hermosa, joven, rica y brillante. Una tarde, yo me había deslizado en su tocador antes de la hora, y acurrucado detrás de un espejo, esperaba. De pronto, se abre la puerta, y Jenny entra con una mujer hermosa, joven también. Bien pronto vinieron las confidencias, y como su amiga le envidiase mi amor, ella respondió: «¿Crees que le amo? no, condesa; pero me choca y me enternece; me da miedo y me divierte. ¡Qué pálidas resultan las lamentaciones de un héroe de novela al lado de su desesperación! porque, querida mía, cuando el pobre muchacho llega al capítulo de sus disgustos pasados, llora con lágrimas de verdad y, ¿lo creerás tú? me conmuevo» añadió riendo fuertemente. Ya ves, Blasillo; había faltado a sus deberes y se había entregado a mí para hacerme representar sucesivamente los remordimientos, el furor o el amor; me inspiró piedad entonces, Blasillo. ¡Bebamos, muchacho! ¡Por la hospitalidad de Francia, como tú dices, por la libertad!... Una mañana, mi amigo el capitán, vino a decirme que mi presencia en París podría encender de nuevo la antorcha de la revolución en España, y que si en el plazo de tres días no había abandonado Francia, me exponía a ser detenido y a ser conducido a la frontera... allí, ya comprendes lo que me esperaba. Viendo mi embarazo, el excelente hombre, que debía tomar en Nantes el mando de un negrero, me propuso partir con él; yo acepté, y diez días después estábamos a la vista del estrecho de Gibraltar: Mi buen amigo quiso dejarme en Tánger, donde yo permanecí algún tiempo; allí, el judío Zamerith, jefe de una de nuestras sectas de Oriente, me cedió las dos tartanas con sus tripulaciones de negros mudos, y tú, querido mío, y tú de propina; tú, pobre aspirante de marina, al que habían hecho prisionero a bordo de un yate, cuyo pasaje fue asesinado; ¡tú, pobre niño, que has querido unirte a mi suerte! ¿Amas, pues, al condenado? di, ¿me amas?
El gitano pronunció estas últimas palabras con aire emocionado. La única lágrima que en mucho tiempo había derramado, brilló un momento en sus ojos, y tendió la mano a Blasillo, que la asió con una exaltación inconcebible, exclamando:
—¡En vida y en muerte, comandante!
Y una lágrima obscureció también la mirada de Blasillo; porque todo lo que impresionaba el alma o la cara del maldito, se reflejaba en él como en un espejo.
No obstante, y aunque hubiese adoptado las ideas del gitano, esto no era en él la pálida y servil parodia de aquel carácter singular; pero este carácter resumía a sus ojos todos los rasgos que hacen al hombre superior, y lo copiaba como una bella alma copia a la virtud. Si quería compartir todos sus peligros, es que obraba movido por una especie de fatalismo, persuadido de que vivía de su vida y de que moriría de su muerte. En fin, aquel hombre singular era para aquel niño apasionado más que padre, amigo o jefe, era un dios.
Y en efecto, aquel compuesto de audacia y de sangre fría, de crueldad y de sensibilidad; aquel golpe de vista seguro y penetrante de profundo táctico, unido a una prontitud de ejecución siempre justificada por el éxito; aquel lenguaje, tan pronto cargado de los colores orientales, tan pronto abrupto y brusco; aquellos vastos conocimientos, aquellos crímenes, excusables y comprensibles hasta cierto punto, aquel interés que rodeaba al proscrito, aquella existencia prematuramente amargada, las amargas revelaciones de aquella alma fuerte y generosa, a quien el destino condujo a demostrar el amor filial por un asesinato, y el amor fraternal por otro asesinato; en fin, la vista de aquel réprobo, grande en medio de sus desgracias, todo aquello debía fascinar a una imaginación ardiente y joven. Así, el gitano ejercía sobre Blasillo aquella inevitable y potente influencia que un hombre tan extraordinario debía imponer a todo carácter exaltado; en una palabra, Blasillo experimentaba por él aquel sentimiento que comienza en la admiración y acaba en la abnegación heroica.
—¡Bebamos, Blasillo!—repuso el comandante, cuya mirada había recuperado su vivacidad habitual—, bebamos, porque acabo de hacerte una larga y aburrida confesión, hijo mío; únicamente ten presente que no has de volverme a hablar jamás de esto; ahora ya conoces mi vida. ¡Vamos! ¡por tu Juana!
—¡Por su monja, capitán!
—Ya la había olvidado, así como mi proyecto de escalo, porque los muros son elevados, Blasillo.
—¡Por el Cielo, comandante! si los muros del convento de Santa Magdalena son elevados, una flecha provista de un hilo de seda lanzada por una ballesta, puede llegar bien alto, y caer en el jardín del claustro.
—¿Y después, Blasillo?
—Después, comandante, la monjita que habrá recibido el hilo de seda, del cual usted habrá guardado un cabo, se lo notifica por un ligero movimiento; entonces usted ata una escala de cuerda a la extremidad del hilo que cae por la parte de fuera; la joven tira hacia ella, fija la escala en el muro, como ha hecho usted por la parte de fuera, y ¡por la Virgen! usted puede una noche entrar en el santo recinto y salir tan fácilmente como yo vacío esta copa.
—Por mi kangiar, joven, conoces el fuerte y el flaco del reducto, y, a fe mía, tengo deseos de...
En aquel momento, un viejo negro de cabellos blancos, el único tripulante que no era mudo, descendió rápidamente, se lanzó hacia la habitación, e interrumpió al gitano.
EL PRODIGIO
...Yo no sé, maestro, si es demonio
o brujo; mi manta encarnada se ha
vuelto negra, y he mellado mi larga
espada escocesa golpeando el ala satinada
de un joven cisne.
Word'Wok, «Aventuras de Ritsborn, el buen loco».
—Y bien, Bentek—dijo el gitano al viejo negro—, ¿qué quieres? ¿Por qué has llegado aquí saltando y debatiéndote como un tiburón al que clavan el harpón?
Pero Bentek, viviendo entre mudos, había acabado por tomar horror a la palabra y por perder casi la costumbre de hablar; de modo que no respondió más que por el monosílabo ¡pom!... ¡pom!... que acompañaba con gestos bruscos y precipitados.
—¡Ah! ya caigo—dijo Blasillo—; el viejo cormorán quiere probablemente hablar del cañón.
Blasillo no se equivocaba, porque apenas había terminado de hablar, cuando un cañonazo lejano se oyó, después otro y después otro. Finalmente, advirtieron un vivo cañoneo.
Eran los valientes de Massareo que destruían la otra tartana.
—¡Por los santos del paraíso!—exclamó el ardiente joven—, ya habla el cañón.
El gitano escuchaba silenciosamente, mientras que Bentek continuaba sin interrumpirse sus ¡pom!... ¡pom! y su viva pantomima. Blasillo, poniéndose apresuradamente un cinturón, colocaba en él su sable, su puñal y sus pistolas. Tenía ya el pie en la primera grada de la escalera del sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, le gritó:
—Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo del convento de Santa Magdalena.
—¡Beber... hablar!... ¿en este momento?—preguntó Blasillo, confundido, abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir la escalera.
El gitano miró fijamente a Bentek, e hizo un gesto que el viejo negro comprendió en toda su expresión, porque en dos saltos desapareció.
—Sí, hijo mío, bebamos en este momento; porque, Blasillo, tú eres como el joven y ardiente savo que, como no distingue el grito inofensivo del alción del grito de guerra de la gaviota, afila sus uñas y su pico para sostener un combate imaginario.
—¡Cómo!...
—Escucha atentamente ese ruido, y no oirás que esos cañonazos sean contestados; si tú no estuvieses aquí, si no te hubieses visto obligado por ese levante del infierno a abandonar la pobre hermana de mi tartana, que, completamente desamparada, flota ahora al capricho de las olas como el nido desierto de una gaviota; si tú no estuvieses aquí, querido, yo no me quedaría tendido sobre este sofá, porque temería por ti. Así, pues, calma ese ardor, Blasillo; se trata seguramente de algún buque que ha zozobrado y que pide auxilio. Pero se equivoca; lo que hice ayer por ti, Blasillo, no lo hubiese hecho ni lo haré jamás por nadie.
—Le debo la vida una segunda vez, comandante; sin usted, sin la tempestad que me arrojó a su paso, yo me hubiera hundido con la desgraciada canoa en que navegaba al dejar la tartana.
—Pobre niño, tú habías maniobrado, sin embargo, con una rara habilidad para conducir a esos pesados guardacostas lejos de la punta de la Torre, mientras que yo desembarcaba el contrabando del tonsurado... Mala noche para él, Blasillo; ¿por qué blasfemaba?... el buen Dios le ha castigado—añadió riendo y vaciando su copa.
—¡Por el alma de mi madre, comandante! la segunda tartana marchaba como una dorada, ¡qué ligereza! hubiese virado en redondo en un vaso de agua. ¡Ay! ¿qué queda ahora de ese bonito y fino buque? ¡nada!... algunas planchas rotas o empotradas en las rocas.
—¿Llegué, pues, bien a propósito, Blasillo?
—¡Dios del Cielo! comandante, había perdido el palo mayor y el bauprés; las tres cuartas partes de la tripulación habían sido barridas por las olas, y las bombas no bastaban para achicar el agua ¡ay! No tuve más remedio que abandonar el buque, que a estas horas ya debe haberse hundido.
En aquel momento, el ruido del cañoneo se oyó tan distintamente, que el gitano se lanzó hacia el puente, seguido de Blasillo.
La noche era sombría y fresca, y el condenado, encontrándose en la misma dirección que la escampavía de Massareo, que tiraba del lado opuesto, había podido aproximarse sin ser visto, ya que el fogonazo de las andanadas no iluminaba más que el casco del navío sobre el cual tiraban.
El réprobo se dejó ir aún un instante, hizo apagar todas las luces, y se puso al pairo a medio tiro de fusil del guardacostas, que continuaba disparando, y cuyos tripulantes, atentos, estaban agrupados sobre los empalletados. Se oían perfectamente las voces de Santiago y del valiente Massareo.
—¡Por el Cielo! ¡es el casco de la otra tartana el que hunden esos perros!—exclamó Blasillo en voz baja, mostrando al gitano los restos del pobre buque, que, iluminado a cada andanada, comenzaba efectivamente a hundirse—. ¡Fuego sobre ellos, comandante, fuego!
—Silencio, niño—respondió el condenado.
Y se llevó a la cámara a Blasillo, haciendo descender también a Bentek.
Se sabe que después de la heroica expedición de Santiago contra la tartana que sólo tenía un inocente buey por todo defensor, se sabe que, vuelto a bordo, el digno teniente de la Urna de San José, había decidido al capitán Massareo a destruir la embarcación, esperando así borrar las trazas de su mentira.
Su voz agria y chillona lo dominaba todo a bordo de la escampavía.
—¡Vamos, valor, hijos míos!—decía—, Dios es justo y por su asistencia y la mía nos vemos libres de ese infernal gitano.
—¡Cómo!—preguntó el honrado Massareo—, ¿está usted bien seguro, Santiago, de que el condenado está entre el número de los muertos?
—¿Dónde quiere usted que esté, capitán? Con semejante tiempo no era posible salvarse a nado. Pero, escuche—dijo al ver que la tartana ya se hundía—; he querido reservarle una sorpresa; tengo la certeza de que ha muerto, porque yo mismo lo he derribado al suelo y lo he agarrotado.
—¡Tú!—dijo Massareo con aire de incredulidad.
—¡Yo!—contestó Santiago con un impudor inconcebible.
—Santiago, si puedes darme pruebas de lo que dices, ¡por el dedo pequeño del pie de San Bernardo!, la aduana y el señor gobernador de Cádiz te darán más escudos que los que necesites para armar y equipar un buen buque de tres palos y hacer viajes a Méjico.
—Una prueba, capitán... aunque no fuesen más que esos horribles aullidos... ¿cree usted que un hombre ordinario puede gritar de esa manera?... ¿quién quiere que sea más que el condenado?
Se trataba del desgraciado buey, que, presintiendo su fin, mugía lamentablemente.
—La verdad es, Santiago—repuso el capitán estremeciéndose—, que ni usted ni yo pediríamos socorro de esa manera.
—¡Y si hubiese visto usted al maldito—continuó Santiago—cuando yo le planté dos balas en el costado! ¡si usted hubiera visto al monstruo cómo se debatía! pero ¡por los siete Dolores de la Virgen! su sangre era negra, negra como el alquitrán, y olía tan fuertemente a azufre, que Benito creyó que quemaban mechas en la cala.
—¡Santa Virgen, tened piedad de nosotros!—dijo el bueno de Massareo interesado hasta el último punto—; pero, ¿por qué ha tardado usted tanto en dar esos detalles?
Como partió una andanada al mismo tiempo que la pregunta del capitán, Santiago aparentó no haberla oído, y continuó con una imperturbable impudicia:
—Aún le veo, capitán, todo vestido de rojo ¡el malvado! con unas calaveras bordadas de plata, y después una talla... ocho pies y algunas pulgadas; unos hombros... unos hombros anchos como la popa de la escampavía, y después una barba roja, cabellos rojos, ojos brillantes, y unos dientes... es decir, unos colmillos como un jabalí. En cuanto a los pies, los tenía torcidos como las patas de mi carnero Pelieko.
Massareo bendecía a Dios, persignándose de que, por su voluntad, se hubiera podido librar a la costa de un tal réprobo.
En aquel momento, la tartana se hundió destrozada, entre los alegres gritos de la tripulación del guardacostas, y el espesor de las tinieblas, que, durante aquel largo cañoneo, habíanse disipado a intervalos, parecía aumentar. El mar estaba casi tranquilo, y no se notaba más que una débil brisa del Sud.
—En fin—exclamó el capitán—, por la intercesión de Nuestra Señora y por el valor de Santiago, que puede contarlo como un milagro, nos hemos desembarazado de ese demonio. Pero que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas. Hijos míos, de rodillas, y demos las gracias a Dios por ese testimonio de su bondad hacia los bienaventurados, y de su cólera contra los malditos.
—Amén—respondió la tripulación, que se arrodilló, y todos entonaron una especie de Te Deum de un efecto muy agradable.
El aire era pesado, la noche sombría, y a dos pasos no se distinguía un bulto.
Al fin del primer versículo se hizo el silencio, un profundo silencio. Massareo, solo, dijo:
—Dios de bondad, que velas por tus hijos y los defiendes contra Satanás...
No pudo decir nada más.
El, Santiago y todos los tripulantes, quedaron petrificados sobre el puente, con los ojos fijos, extraviados, y en una espantosa inmovilidad.
—Palabra de honor... creo...
Ya sabéis que el mar estaba tranquilo, la noche obscura... todo obscuro... ¡Pues bien!
Un inmenso foco de una luz roja y brillante se levantó de pronto; el mar, reflejando aquella claridad deslumbrante, hizo rodar olas de fuego, la atmósfera se inflamó y las cimas de los peñascales de la Torre se tiñeron de una luz purpurada, como si un vasto incendio hubiera hecho presa en la costa.
Aquella luminosa aureola era surcada en todas direcciones por largas, cintas de fuego que estallaban en mil chispas, se entrecruzaban y caían en lluvia de oro o de azul o de fuego. Eran millares de ardientes meteoros que centelleaban chisporroteando, vivos y frecuentes relámpagos de una blancura deslumbrante.
Y después, en medio de aquel lago de fuego aparecían el gitano y su tartana.
Era el gitano en persona rodeado de su tripulación de negros, cuyas repugnantes figuras semejaban máscaras de bronce enrojecidas al fuego...
El gitano, sobre el puente de su buque, completamente vestido de negro, con su gorro adornado de una pluma blanca, los brazos cruzados y montado sobre su caballito que llevaba una rica gualdrapa de púrpura, y cuyas crines, trenzadas de hilo de oro, caían formando globitos de cristal y de pedrería, sujetos con cintas de plata.
Al lado del réprobo y apoyado en el cuello de Iscar, se veía al joven Blasillo, vestido de negro también, y teniendo en la mano una larga carabina damasquinada; después, Bentek y sus negros, formados en dos filas, rodeaban silenciosamente los cañones, y el ligero humo blancuzco que se elevaba de cuando en cuando probaba que las mechas estaban encendidas y las piezas cargadas.
No había nada en el mundo más imponente que aquel espectáculo, que semejaba una aparición satánica; porque el profundo silencio de la tripulación del réprobo, su inmovilidad, el buque negro que, a los ojos de los españoles, que ignoraban que el gitano tuviese dos tartanas, parecía surgir del fondo del abismo en medio de oleadas de luz y de llamas, en el momento mismo en que la creían destruida para siempre; el rostro tranquilo y frío del condenado, cuya mirada tenía algo de sobrehumano, todo esto debía aterrorizar al desgraciado Massareo y a sus acólitos que no vieron en esta aventura pirotécnica más que el triunfo de Satanás.
La voz del condenado tronó, y toda la tripulación de la escampavía, que estaba arrodillada y como fascinada ante aquel extraño espectáculo, cayó de bruces contra el puente.
—¡Y bien!—dijo el gitano—, ¡y bien, valiente guardacostas, ya ves que ni el viento ni el fuego pueden nada contra mí, y que cada una de tus balas han reparado una de mis averías. ¡Por Satanás! mi dueño, ¿te atreverás aún a perseguir al gitano, creerás aún que miserables como tú y los tuyos puedan detener en su carrera al que resiste a los embates de la tempestad y a la voluntad de Dios?
Nadie en la escampavía se atrevió a contestar esta impertinente fanfarronada.
—Pero, ¡por la ardiente pupila de Moloch! ¿no respondéis? Vamos, que ese capitán que ha restaurado mi tartana con tanta diligencia, que ese valiente capitán se levante, o destrozo su embarcación. ¡Palabra de honor! Pensad bien, hermanos míos, que vosotros no encontraréis como yo en el fondo del Océano bravos demonios de alas de fuego que, saliendo de los abismos de lava ardiente en que se agitan, tomen vuestra escampavía sobre sus hombros para ponerla a flote. Porque la claridad que vosotros veis, hermanos míos, no es más que el reflejo de sus alas que han desplegado un momento. Por última vez, capitán, levántate, o atacaré tu navío con un cierto fuego que el agua bendita y los exorcismos no podrán apagar, te lo juro.
Los españoles sufrieron un instantáneo sobresalto, como si hubiesen recibido una conmoción eléctrica, pero nadie se levantó.
—¡Por la uña de Belcebú! es sin duda ese héroe del frac azul y de la charretera de oro que oculta su cabeza detrás de un cañón y que no se menea más que un pescado muerto... Blasillo, hijo mío, haz que esconda esa pierna que se le ve aún, porque el valiente se desliza como una culebra a lo largo de ese afuste.
Blasillo dejó caer el gatillo de su larga carabina, y el capitán Massareo, por el brusco movimiento que le hizo hacer su herida, se encontró casi sentado en el puente, fijando en el gitano unos ojos mortecinos que miraban sin ver.
Creo que la bala de Blasillo le había roto una pierna.
—Ve a decir a los sabuesos de la aduana y al señor gobernador de Cádiz, que yo hubiera podido destrozar e incendiar tu buque, y que no lo he hecho. Mírame bien—añadió el gitano poniéndose la punta de su índice en la frente amplia y despejada—, mírame bien, para que te acuerdes del condenado y de su clemencia; pero como mañana podrías creer que se trataba de un sueño, he aquí lo que te probará la realidad de tu visión. ¡Adiós, valiente!
Al mismo tiempo tomó una mecha de las manos de Bentek, y se aproximó a un cañón; el disparo partió, la bala silbó, rompió el palo de mesana del guardacostas, hundió una parte de la borda, mató dos hombres e hirió tres.
Apenas había resonado el cañonazo, cuando el inmenso foco de luz en medio del cual apareciera el gitano, se extinguió como por ensalmo, y la obscuridad profunda que reemplazó a aquella claridad deslumbrante, hizo las tinieblas más espesas aún; ya no se distinguía nada, ni se oía nada.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—Y bien, Blasillo, ¿qué dices tú de mi venganza?—preguntó el gitano a su joven compañero después que se hubieron alejado mucho de la escampavía por medio de los largos remos de la tartana, cuidadosamente envueltos, de modo que la misteriosa desaparición del gitano pudiera pasar a los ojos de los españoles por un nuevo prodigio.
—¡Su venganza, comandante, su venganza! ¿Cómo hubiera tratado, pues, a los amigos?... ¡Dejar a esos miserables!... ¡Por la Virgen! ¡si supiera usted lo que yo he sufrido viendo a la pobre tartana caer pieza a pieza bajo el cañón de esos cobardes!
—¡Tú eres un niño, querido! si yo hubiera hundido a esos miserables y a su embarcación, ¿quién lo hubiera sabido? Se les hubiera creído perdidos a consecuencia del huracán, y mañana, otras dos escampavías se pondrían en mi persecución. Mañana, Blasillo, ni un brick, ni una fragata, ni un navío se atreverá a ello, tan grande ha sido el terror que he sabido inspirarles. Hubiera matado a doce cobardes; así paralizo el valor de diez mil bravos, porque en tu dulce país se pelea valientemente contra los hombres, pero aun se teme al diablo... Ya lo saben los frailes; así ellos se sirven de Dios como yo de Satanás, Blasillo. Ves, otra comedia.
Blasillo no respondió nada, pero preguntó al gitano qué es lo que pensaba hacer.
—Palabra, hijo mío, no hay que pensar en el contrabando; no nos queda ya más que un camino, y es el de ir a ofrecer nuestros servicios a los insurrectos de la América del Sur; pero antes de partir quiero ver a la monja. El terror de tus compatriotas durará mucho tiempo, Blasillo; además, nuestro retiro continúa siendo tan seguro y tan secreto como antes; hablemos, pues, Blasillo, del convento de Santa Magdalena.
—Hablemos, comandante.
Hablaron, y largamente.
En cuanto a Massareo y su tripulación, esperaron el día en la misma posición, es decir, con la nariz pegada al suelo, y únicamente cuando el sol estuvo bien alto se atrevieron a levantar la cabeza; pero como no habían maniobrado durante aquella noche terrible, se encontraron varados sobre la costa de Conil, enfrente del faro de señales.
Entonces aquellos desgraciados, pálidos y maltrechos, se miraron con espanto, y de un brinco se plantaron en la playa, echando a correr con toda la velocidad de sus piernas, como si el gitano les pisara los talones.
Encontraron un asilo en Conil; allí contaron detalladamente el prodigio, y este relato, ya desnaturalizado por ellos, tomó, al pasar por los labios de los campesinos de Conil y sus alrededores, un carácter tal, que ya no se trataba de una tartana, sino de un inmenso navío, tripulado por legiones de demonios que vomitaban llamas, con sus alas de fuego, y llevando a la cabeza al gitano—o mejor dicho, al mismo Satanás, como ya se dijo juiciosamente en la barbería de Flores—, que se había precipitado al fondo del Océano, en el momento en que la tartana se hundía a los cañonazos del guardacostas; en fin, una historia digna del Romancero, pero que, por absurda que fuese, y según la predicción del gitano, tuvo durante largo tiempo a todo el litoral en jaque y llevó a su límite máximo el terror que inspiraba el nombre del condenado.
AMOR
Quisiera poseer tantos sentidos como
estrellas las hermosas noches para ocuparlos
todos en nuestro amor; pienso
que es por eso por lo que los ángeles son
dichosos entre todas las criaturas.
C. Nodier, «El rey de Bohemia».
¡Oh! ¡cuánto amo una noche de estío, una bella noche de España, con su cielo transparente y azul como en los más hermosos días de Francia, y su luna más brillante que su sol! porque entonces todo es misterio y silencio, todo se agranda en la obscuridad; porque entonces el ligero estremecimiento del ala matizada de una mariposa, una flor que, destacada de su aureola, cae zumbando sobre una hoja seca, el murmullo de las ramas que el aire agita y balancea, resuenan más fuerte a vuestro oído inquieto y atento que el cañón que truena en un día de fiesta.
¡Ved el convento de Santa Magdalena! ahora que el sol no le dora con sus rayos, ¡cómo se eleva imponente con sus negros y altos muros y sus vastos pórticos grises cortados en festones! ¡cuán bien sus pesadas torres, sus largas galerías desiertas encuadran en la sombría verdura de las viejas encinas! ¡cómo sus grandes sombras hacen resaltar la luz blanca y viva que alumbra los muros, platea los techos de plomo y la brillante flecha del campanario!
Ya os lo he dicho; todo es silencio, se distinguiría el vuelo de una abeja del de una mariposa.
¡Atención! ¿no oís los violentos latidos de un corazón que brinca y las inspiraciones de una respiración anhelante? ¿No oís hasta el ágil y fresco césped murmurar bajo el ligero peso que le aprisiona?
Deslizaos detrás de esa madreselva que rodea esa hermosa palmera con sus guirnaldas purpuradas... ¡Veis!... ¡Santo Dios! ¡es la monja! ¡es el gitano!
Un pálido y débil rayo de luna jugueteaba sobre el encantador grupo. El gitano estaba sentado a los pies de la monja, con los codos sobre las rodillas de la joven; él sonreía con amor a aquella cabeza de ángel, y se prestaba a los caprichos infantiles de la monja, que tan pronto le echaba el pelo sobre la frente amplia y elevada, como se la descubría apartando su espesa cabellera.
—¡Ángel de mi vida!—dijo al fin Rosita—, ¡yo quisiera morir así en tus brazos, con los ojos fijos en los tuyos, con mis manos entre las tuyas!
—Pues yo no, amor mío; lo que quisiera yo es vivir siempre así.
—¡Oh, sí! vivir siempre así, porque vivir es estar a tu lado; vivir es amarte... Así, mi plegaria de cada noche a la Virgen, es que proteja nuestros amores, querido mío.
—Ya los protege, querido ángel; ya ves, todo nos sale bien.
—Sin embargo, ¿te acuerdas de aquella tempestad? ¡Jesús! ¡qué espanto viéndote escalar los muros a la luz de los relámpagos, para volver a tu chalupa! El cielo parecía de fuego, ¡Virgen santa!, y yo vi más tarde, por las heridas de tus manos, que te habías visto obligado a agarrarte a los picos de las rocas para que las olas no te arrastrasen.
Y aun trémula al recuerdo del peligro pasado, le enlazó fuertemente con sus brazos como si quisiera substraerle a un peligro inminente.
—¿Te acuerdas? di...
—No, ángel mío, no me acuerdo más que del beso que me diste al decirme adiós.
—¿Te acuerdas de la corrida de toros? ¿te acuerdas del día que te vi en la llanura que se extiende ante el convento? ¡Oh! ¡cómo latía mi corazón cuando comprendí por tus gestos que me reconocías, y cuando oí tu voz bajo mi ventana!
—Y después—añadió en voz más baja—, cuando por medio de una flecha echaste una escala de seda en este jardín... ¡cómo temblaba mi mano al atarla al tronco de esa palmera!
—Mi mano temblaba también, Rosita.
—¿Te acuerdas?... Pero, ¿para qué hablar del pasado, amado mío? el presente es nuestro, el presente y su delirio, y su alegría embriagadora, y sus ardientes caricias, y su dulce abandono... Vaya... cuando esté sola, cuando, en un ardiente insomnio, se agite mi pecho y mis ojos se llenen de lágrimas, entonces... entonces será tiempo de invocar mis recuerdos.
Y su cabeza se inclinó sobre la del gitano, y sus bocas se oprimieron.
—¡Oh! ven—la dijo levantándola dulcemente—, ven a pasear bajo esos viejos naranjos y a respirar su perfume... ¡Mira! Rosita, yo soy tu caballero; esta sombría alameda es el Prado de Madrid; ven, amada mía, enlaza tu brazo al mío, baja el largo encaje de tu mantilla sobre tus ojos, y ven a ver estos hermosos carruajes y estas magníficas libreas. Y después, este viejo claustro negro y silencioso, es el teatro. Ven al teatro, resplandeciente de oro, de cristales y de luz. He aquí al rey, he aquí a la reina y a su corte deslumbrante de pedrería; los espectadores se levantan y saludan. Tú entras en tu palco, tu vestido es blanco como tu seno, en el pelo llevas prendida una flor roja como tus labios... También se levantan, Rosita, también se levantan por ti como por la reina de todas las Españas y dicen: «¡Qué bella es!»
Y la miraba sonriente como si quisiera descubrir un pensamiento de vanidad en aquella frente pura y cándida.
—¡Oh! prefiero el viejo claustro y tu amor—repuso ella; y como se aproximase a él, su pie tropezó con una piedra verdusca—. ¿Qué es eso, amor mío?—preguntó el gitano.
—¡Una tumba!—dijo la joven deteniendo al gitano para que no pisase aquella tierra sagrada, y persignándose.
—¡Cómo! ¡una tumba aquí, en el jardín de este claustro! yo creía que los cristianos no enterraban a sus muertos más que en una tierra bendita; ¿lo es ésta?
—No, ¡santa Virgen! porque se dice en voz baja, en el claustro, que esta tumba es la de Pepa; de Pepa, que un día se atrevió a huir de este santo retiro, pero fue alcanzada en el camino de Sevilla, su amante fue muerto al querer defenderla, y ella...
—¡Y bien! ¿y ella, querido ángel?
—¡Oh! ella fue llevada al convento, y murió en medio de los mayores tormentos. Tres años de suplicio, amor mío, acostándose sobre un lecho de aquellas piedras, sin dormir, sin descanso, golpeada cada día, y viviendo del alimento más miserable, en el cual echaban animales inmundos, para mortificarla y hacerla expiar su crimen, según decía la superiora.
—¡Por el disco del sol!—exclamó el gitano—; entonces, ¿si nos sorprendiesen?...
Y miraba a la joven con ansiedad, porque aquella cruel pregunta se le había escapado, por así decirlo, a su pesar, y comprendía todo lo que semejante suposición debía tener de espantoso para ella.
—Moriría como Pepa—respondió la niña sonriendo con una admirable expresión de amor y de resignación—; como ella, moriría por mi amante. No es la primera vez que se me ocurre.
—¡Cómo! ese horrible destino....
—Es mil veces menos horrible que pasar un día sin verte, sin decirte: Yo te adoro...—murmuró con los dientes apretados, y dejándose resbalar, estremecida, a sus pies.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—¿Lo quieres tú? adiós, pues—contestó ella con un profundo suspiro.
—Sí, adiós, ángel mío, es preciso que nos separemos. ¿Ves? la noche ya es menos obscura, las estrellas palidecen y esa claridad rojiza nos anuncia la proximidad de la aurora. Adiós, pues, Rosita mía.
—Otro beso... uno solo... ¡el último! alma de mi vida.
Y el sol doraba ya las altas torres del convento, cuando aun duraba este beso.
Por fin el gitano se arrancó de los dos brazos que le estrechaban amorosamente, puso el pie en la escala de seda y la subió con su acostumbrada agilidad.
La monja, sentada al pie de la palmera, seguía todos sus movimientos con la mirada inquieta.
—Hasta la noche—decía ella—, hasta la noche, dueño mío, amor mío.
El gitano, que había llegado al último tramo, se volvía una última vez para sonreír a Rosita, y cuando se disponía a pasar al otro lado del muro, la escala, de pronto, se replegó sobre sí misma, se deslizó rápidamente a lo largo de la pared, y el gitano cayó a los pies de la monja, ensangrentado, mutilado, con el cráneo abierto. Seguramente habían cortado las amarras que sujetaban la escala por la parte de fuera.
—¡Me han hecho traición!—exclamó el gitano, y sus ojos se volvieron hacia la monja, que estaba arrodillada, con las manos juntas, pálida, inmóvil, la mirada fija, la respiración suspendida.
—Rosita, Rosita, trata de arrastrarme detrás de esos naranjos antes de que amanezca, porque yo no puedo valerme. ¡Oh! ¡sufro mucho!
El desgraciado se había fracturado el fémur y los huesos le agujereaban la piel.
—Rosita, amor mío, Rosita mía, ayúdame...—repetía con voz débil.
La monja lanzó una carcajada convulsiva y violenta, sus ojos se agrandaron de una manera espantosa, pero no se movió.
—¡Infierno! ¿es que la desgraciada se ha vuelto loca?—exclamó el gitano, y quiso tomar una mano de la joven, pero este movimiento le arrancó un grito penetrante.
Su fractura era viva y sangrienta.
De pronto se oyó un ruido, al principio sordo y confuso, en la dirección de la puerta del jardín.
—Rosita, Rosita, es tu amante quien te lo suplica, sálvate tú, al menos sálvate tú—decía el gitano en un tono desgarrador.
La joven permanecía inmóvil y arrodillada ante él.
El ruido se hacía cada vez más próximo y distinto, y el herido intentó arrastrarse detrás de una espesa mata de madreselva, que podía ocultarle a todos los ojos.
Después de sufrimientos inauditos, lo consiguió.
En aquel momento se abrió la puerta del claustro, y una multitud de carabineros, frailes y gente del pueblo invadió el jardín lanzando atroces rugidos.
—¡Muera el condenado! ¡muera el maldito!—gritaban todos.
El gitano se deslizó como una serpiente detrás de un macizo de áloes. La multitud llegó cerca del muro, y allí, junto a la palmera, encontró a la monja, siempre arrodillada, siempre inmóvil y con las manos juntas.
Aquellos gritos desordenados la sacaron del paroxismo en que estaba abismada; bajó los ojos, vio sangre aún reciente en el suelo y sonrió. Pero sus labios estaban tan convulsivamente apretados, que aquella sonrisa resultaba atroz.
La muchedumbre se estremeció, hizo la señal de la cruz y permaneció muda.
La monja, entonces, haciendo signo con la mano a los que la rodeaban, se puso a seguir el rastro de sangre que el gitano había dejado sobre la arena.
Todos marchaban en silencio, llenos de horror; llegaron por fin al matorral que ocultaba al gitano.
Rosita entonces, se detuvo un momento para separar las hojas espesas y barnizadas de los áloes, se abrió paso a través de la maleza, se arrastró hasta el lado del maldito, lanzó un grito terrible, y cayó... muerta...
—El renegado está ahí; cercad ese lugar y rechazad al pueblo.
—Ríndete, perro, porque veinte carabinas te están apuntando—exclamó el comandante de los carabineros.
—Pobre niña, por lo menos no sufrirás sus torturas—dijo el gitano mirando a la monja, y una lágrima que los más espantosos dolores no le habían podido arrancar, cayó sobre su ardiente mejilla.
—¡Ríndete, renegado! ¡o mando hacer fuego!—repetía el comandante.
—Sois unos valientes, hijos míos—respondió el gitano—: el ciervo está herido ¡y aun le teméis! hermosa caza, en verdad.
Y se calló; entonces se precipitaron sobre él, lo agarrotaron, y tres días después estaba en Cádiz, en la prisión de San Augusto, bajo la custodia de un batallón de milicianos.
Desde hacía tiempo, los pescadores, al señalar la presencia de una canoa que cruzaba por la noche a la vista de los muros del convento, habían despertado las sospechas del alcalde; fueron apostados unos cuantos hombres detrás de las rocas, se espió los pasos del gitano; fue seguido, se le vio abordar, lanzar la escala, y cuando creyeron, por la tensión de las cuerdas, que él subía, las cortaron por fuera, y ocurrió lo que ya sabéis.
LA CAPILLA ARDIENTE
¡Por mi birreta! creéis que se está
cómodamente sobre un edredón de
este tela, exclamó La Balue tratando
de estirarse en su jaula de hierro.
De Forges le Routier, «Hist. del tiempo de Luis XI».
En medio de la plaza de San Juan, cerca de la muralla, se eleva una linda rotonda, cubierta de un techo de estaño, reluciente como la cúpula de un minarete. El espacio que existe entre cada columna ha sido cubierto con fuertes rejas de hierro, de modo que este monumento representa bastante bien una vasta jaula circular.
En el centro de ella hay una hermosa capilla adornada con cirios de cera blanca, con ricos osarios de paño negro y calaveras bordadas en plata; al pie del altar, a un lado, se ve un sencillo ataúd de pino, abierto y preparado; al otro lado, una cama compuesta de tres tablas y un saco de ceniza; en otro departamento, separado por una balaustrada, hay un hombre vestido de rojo, que reza arrodillado. Otro hombre, está sentado al borde de la cama y se encorva bajo el peso de gruesas cadenas: es el gitano—y aquel ataúd es el suyo—: el hombre que reza arrodillado es el verdugo.
El gitano ha sido juzgado y condenado, y, según la costumbre, ha de permanecer en la capilla o capilla ardiente los tres días que preceden a su suplicio.
Esta costumbre extraña, legada por la inquisición, consiste en cantar al condenado las preces de los agonizantes durante el tiempo que pasa en capilla.
En impedirle que duerma, ni de día ni de noche, a fin de que mortifique su cuerpo y su alma y de que pueda meditar a su placer sobre el largo viaje que pronto ha de emprender.
En ofrecerle todos los consuelos religiosos que puedan darle los monjes y los capuchinos.
En habituarle dulcemente a la vida de la nada, poniéndole bajo los ojos el ataúd que debe recibir su cadáver y el verdugo que debe librarle de esta vida de miseria y de tribulación.
Al verdugo también se le obliga a permanecer allí, pero por otro motivo; se trata de purificarle por anticipado del homicidio que va a cometer.
Todo transcurría, pues, en el orden apetecido; los cirios ardían, los monjes cantaban, el verdugo rezaba, y el ataúd abierto esperaba.
El gitano bostezaba formidablemente, y esperaba la hora del suplicio con tanta impaciencia como el hombre que tiene mucho sueño y desea tenderse en su cama.
Sin embargo, faltaban aún diez y siete horas.
Los monjes cesaron de cantar, porque la voz se fatiga; el verdugo se levantó, porque la presión del pavimento sobre las rótulas es bastante dolorosa. Una bota de cuero llena de vino circuló entre los frailes y el verdugo. Justo es decir que éste bebió el último; y como después de todo era bueno y humano, pasó la bota a través de los barrotes y la ofreció al gitano.
—Gracias, hermano—dijo éste.
—¡Por Cristo! ¡está usted muy aburrido!—replicó el digno hombre—; pero, ya lo veo, usted me desprecia a causa de mi profesión. Escuche, pues, compadre, todos tenemos que vivir; yo tengo obligaciones: una abuela enferma, una esposa adorada, y dos hijos pequeños, con sus hermosos cabellos rubios y frescas mejillas rosadas... Y además...
El gitano le interrumpió por un movimiento tan brusco, que todas sus cadenas resonaron como si se hubieran roto.
—¡Es posible!—decía con los ojos fijos sobre una robusta joven que, mezclada con la curiosa muchedumbre, había abierto un momento su capa de seda negra, haciéndole un signo expresivo—. ¡Blasillo, Blasillo aquí!
Las salmodias de los capuchinos comenzaron con un nuevo vigor, y el hombre de la casaca roja continuó la obra de su purificación, mientras que el gitano caía de nuevo en sus meditaciones, porque la joven que le llamara la atención había desaparecido.
Vencido por la fatiga y el insomnio, empezaba a dormitar, cuando un carmelita que lo advirtió, le hizo cosquillas con una pluma en la nariz, diciéndole:
—Piensa en la muerte, hermano.
El gitano se despertó sobresaltado y lanzó una mirada terrible al santo varón.
—Más bien debe bendecirme, hermano—dijo éste—, porque ahí tiene usted al reverendo Pablo, superior de San Francisco, que viene a verle.
En efecto, un robusto monje entraba en el recinto, con los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho.
—Ave Maria purissima, mater Dei—murmuró aproximándose y haciendo un gesto al carmelita, que se alejó.
El fraile se sentó al lado del gitano, que le miraba con una singular expresión de desprecio y de ironía; y, habiendo suspirado muchas veces, se expresó como sigue, con una vocecita agria y chillona que contrastaba con la enorme mole de su cuerpo:
—Que el Cielo le ayude, hermano.
—Diga más bien el diablo, hermano.
—¿Se obstina usted, pues, en morir en la impenitencia?
—Sí.
—Piense, hermano, de qué gloria se cubriría usted haciendo una abjuración de sus errores y entrando en nuestra santa Iglesia.
—¿Vale la pena por tan poco tiempo?
—¿Y la vida eterna, hermano?
—No se haga usted el santo conmigo, compadre; lo que le interesa sobre todo es que sea un religioso de su orden el que haya llevado a cabo la conversión; lo comprendo, una conversión como ésta podría proporcionarle un centenar de clientes, y eso vale la pena.
—El Cielo, hermano, es testigo de...
—Acabemos; todo esto es tan pesado y tan bajo, que usted me inspira repugnancia. ¡Hola! compadre del chaleco rojo; ¿tan pronto se olvida usted de los amigos?—dijo el gitano al verdugo sin querer responder a las súplicas del reverendo.
El verdugo acudió corriendo, con la cara risueña y bonachona.
—En hora buena—dijo el gitano—; hablemos un poco, porque eres tú, mi buen amigo, el que vas a enviarme a la eternidad. ¡Hermosa profesión la tuya! Tú haces lo que Dios no podría hacer: a una hora fija, en un punto dado, apagas una vida como se sopla una vela.
—Lo cierto es, hermano, que esto no dura mucho más—respondió el verdugo sonriendo.
—Figúrate que esas gentes quieren que me confiese; bueno, me confesaré contigo; oirás singulares revelaciones; pero, no, tendrías miedo...
El hombre del chaleco rojo palideció. El fraile, que se había callado hasta entonces, se levantó, salió un momento y luego entró acompañado de dos vigorosos gallegos cargados con cuerdas.
—Hermanos—les dijo dulcemente mostrándoles al gitano—, ese pecador empedernido es bien digno de lástima; impedidle que se condene por anticipado pronunciando tan horribles blasfemias. ¡Amordazadle, hijos míos! y que Dios tenga compasión de él.
Dicho esto se fue, y los gallegos amordazaron al gitano, cuyos ojos se volvieron rojos y brillantes como dos brasas encendidas.
Como parecía bastante tranquilo, al cabo de dos horas le quitaron la mordaza, máxime cuando que algunas lindas mujeres de la mejor sociedad de Cádiz, que se agrupaban alrededor del recinto, habían hecho muy justamente observar que sería imposible ver bien las facciones del gitano mientras aquella villana placa de cuero le cubriese la nariz y la boca.
La mordaza, pues, cayó ante tan filantrópicas razones.
Pero no todo el mundo se interesaba tan tiernamente por el gitano; los unos aplaudían la decisión de la Junta, los otros se prometían un gran placer el día del suplicio, muchos, incluso dirigían furibundas imprecaciones al gitano que se contentaba con sonreír.
Uno entre tantos, un hombre alto, seco y pálido, el corregidor de Sevilla, que se encontraba en Cádiz para seguir un proceso, se encarnizaba sobre todo con el desgraciado reo; a cada instante le decía:
—¡El infame!... ¡Qué dicha para la sociedad que semejante monstruo sea castigado con arreglo a sus culpas!... Le vería estrangular con placer.
Parece que por fin el gitano se cansó de tantas injurias.
Enderezó altivamente la cabeza, y dijo con voz sonora:
—Señor Pérez, ¡es usted poco caritativo!
—¿Quién ha dicho mi nombre a ese miserable?—preguntó el hombre, pálido, confuso y extrañado.
—¡Oh! amigo mío, no es sólo eso lo que sé; ¿y su quinta a orillas del Guadalquivir? ¿y aquel lindo tocador tapizado con esteras de Lima, con sus persianas verdes y su pila de mármol blanco?
—¡Jesús! ¡cómo ese demonio puede saber!...
—Es allí donde, durante el ardiente calor del día, la señora Pérez va a buscar el silencio y el fresco.
—¡Perro! no profanes un nombre respetable. Pero, ¿no hay leyes, no hay justicia más rigurosa? Mientes; cállate, o te hago amordazar de nuevo—decía el corregidor enfurecido.
Pero la multitud, que comenzaba a encontrar la conversación muy divertida, se aproximó más, y como el señor Pérez se encontraba en la posibilidad de huir, el gitano continuó:
—Dice usted que miento, señor Pérez, ¿quiere usted pruebas?
—¡Te callarás, renegado!
—Helas aquí, pues. La señora es bella y joven, morena, con unos ojos negros como el ala del cuervo; gruesa y rosada, con un pie, una cintura y una mano que harían volver loco a un canónigo del Escorial.
—¡Infame! te atreves...
—En fin, debajo del hombro izquierdo tiene un lunarcito negro, coquetón, aterciopelado, que hace saltar aún la deslumbrante blancura de una piel de raso... Pero eso no es aun todo.
El corregidor espumarajeaba de rabia y no podía encontrar una sola palabra para contestar al gitano ni a las guasas con que la multitud le asaeteaba. Por fin exclamó, precipitándose sobre la reja:
—Pero ese infernal gitano ha sabido eso por alguna camarera de mi mujer... o bien es que...
—No, señor Pérez, no—repuso el gitano—; lo he sabido por el capitán de fragata que usted recibía en su casa, en Sevilla, porque ese capitán... era...
—¡Acaba, pues, malvado!
—¡Era yo!... ¿Ya está bautizado su hijo, señor?
El furor del señor Pérez no tuvo límites; se aferró con violencia a la reja; vanos esfuerzos, porque el gitano estaba al abrigo de su cólera.
—Ya lo sospechaba. ¡Y no será ahorcado más que una vez!—aullaba el infortunado corregidor sin soltarse de la reja.
Por fin, amigos caritativos le arrancaron de allí, la multitud se dispersó poco a poco, y cuando llegó la noche ya no había casi nadie alrededor de la capilla.
—Por fin me han dejado libre esos curiosos estúpidos—dijo el gitano cuando daban las once en el reloj de San Francisco—. Pero no, ahí vienen otros, y de la más peligrosa especie—dijo viendo a dos sacerdotes, con sotana negra, que avanzaban hacia la capilla.
El hermano guardián salió a su encuentro.
—¿Qué quieren ustedes?—preguntó duramente al de más edad, porque ya se sabe el odio que la raza monacal tiene al resto del clero.
—Oír a ese cristiano que nos ha enviado a llamar—respondió gravemente el sacerdote.
—¡Es imposible! ¡Por Santiago! Ha despedido al reverendo padre Pablo tratándole como a un arriero borracho.
—Es decir, ¡que nosotros mentimos, perro maldito!—exclamó el sacerdote más joven.
El gitano, tranquilo hasta entonces, había sido simple espectador de aquella escena; pero al oír aquella voz bien conocida, exclamó:
—¡Miserable carmelita, deja entrar a esos sacerdotes! soy yo, el gitano, quien los ha enviado a buscar para comunicarles mis últimas voluntades, para confesarme. ¿Qué esperas, pues?
—Puesto que usted lo quiere, sea, hermano—dijo el fraile desconcertado—; pero, por la Virgen, ha hecho usted una tontería no aceptando la mediación del padre Pablo! ¡Tan bien como está con el Eterno! Amén.
En el momento en que el guardián iba a atravesar el recinto que le separaba del gitano, el joven sacerdote se arrojó sobre la mano del gitano, cubriéndola de lágrimas.
—¡Imprudente! ¿quiere usted perderse?—exclamó su compañero poniéndose ante él para que el carmelita no pudiera verle.
Cuando éste se hubo alejado se aproximó al gitano y le dijo:
—Ya sé, señor, cuáles son sus intenciones, sus creencias, su voluntad; yo no abusaré de estos momentos que son preciosos; óigame: Hace una hora, ese joven, que es quizás el único amigo que usted tiene en el mundo, se arrojó a mis pies... Me lo ha dicho todo, sus crímenes, sus errores de usted... Luego me ha pedido que le proporcionara una última entrevista con usted que él quería tener a todo trance, y he consentido. Ha sido quizás una debilidad, pero en el momento solemne en que usted se encuentra, he creído, puesto que usted se niega a aceptar los consuelos de la religión, que por lo menos los de la amistad le ayudarían a hacer más soportable su situación. Ya lo sabe usted todo... Cuando sea media noche, tendremos que dejarle... Yo, mientras tanto, voy a rezar por usted, porque el hombre capaz de inspirar semejante abnegación no debe ser enteramente criminal.
Y el venerable sacerdote se arrodilló al pie del altar.
—Señor—dijo el gitano—, siento mucho que tenga tan poco tiempo para expresarle mi reconocimiento...
—El tiempo pasa...—repuso el sacerdote.
—¡Ay! sí—dijo el gitano.
Y dirigiéndose a Blasillo, porque era él quien, sombrío y abatido, le miraba fijamente:
—¡Qué tal! Blasillo, hijo mío, adiós. Nuestros proyectos...
—¡Mi comandante! ¡mi pobre comandante!
Y lloraba.
—Mira, si siento dejar la vida, es por ti; te amaba.
—Yo no le sobreviviré.
—Niño, ¿no tienes aún mi tartana y mis negros? Vete, huye a América... eres joven, valiente...
—No, yo le vengaré... aquí.
—Blasillo, te lo prohíbo; tú ejecutarás mis órdenes.
—Usted será vengado. Mi plan está aquí, fijo, cierto como la muerte que le amenaza, porque usted va a morir. ¡Usted tan valiente, tan grande! ¡morir! ¡morir como un miserable!—decía Blasillo en voz baja para no despertar las sospechas de los guardianes, y se retorcía los brazos.
El gitano puso una mano sobre su frente.
—Mira, Blasillo, acabemos esta escena; es atroz. ¡Adiós! Déjame.
—Comandante, aun no, aun no...
—Escucha, hijo mío; en una cajita de hierro encontrarás un mechón de pelo: es de mi pobre hermana; encontrarás también un viejo cinturón: es el que mi padre llevaba cuando le mataron: quema ambos objetos. Lo demás te pertenece, todo, hasta el saquito que te hará dueño del judío de Tánger, si es que tienes el capricho de volver por allá.
—Pero ¡no poderle salvar! ¡ver su agonía, sus sufrimientos!
—¡Por el rayo, Blasillo! ¿olvidas, hijo mío, nuestras largas y rudas travesías, nuestros sobresaltos, nuestros peligros, seguidos siempre de nuevas fatigas?... mientras que mañana, Blasillo, descanso, y descanso de verdad, y para siempre. No me compadezcas, pues; si sufro, es por ti. En fin, adiós; huye de España, vete a otro país; vende la tartana y los negros, vete a vivir tranquilo y dichoso, y, en medio de tu felicidad, acuérdate alguna vez del gitano.
Blasillo cayó a sus pies.
—¿No te parece, hijo mío, que es una lástima acabar mi vida por donde debería haberla comenzado? Si yo hubiese tenido a los veinte años un amigo como tú y una amante como Rosita, no estaría en este lugar, tendría aún ilusiones, una familia, dulces afectos, y me extinguiría dulcemente un día rodeado de mis nietecitos... ¡Singular destino!...
Y después de una pausa, se quitó un pañuelo de seda roja que llevaba al cuello y se lo dio a Blasillo.
—Toma, lo llevarás en recuerdo mío. ¡Adiós!
—¡Ah! hasta la muerte...
—¡Vamos!... ¡adiós!...
El reloj de San Francisco dio las doce.
Cada campanada vibraba de un modo desgarrador en el corazón del pobre niño; a la última, cayó desvanecido.
El gitano lanzó un grito, el sacerdote acudió corriendo y el carmelita también.
—¡Virgen santa! ¿qué tiene su compañero?—preguntó el guardián.
—Nada; la emoción que le ha producido el oír tan grandes pecados.
—Vaya, hijo mío, tranquilícese—decía el buen anciano levantando a Blasillo.
Este volvió en sí, miró a su alrededor, y se precipitó de nuevo en los brazos del gitano.
—¡Cuánta caridad!—decía el guardián—; va a herirse con las cadenas de ese bandido.
El sacerdote se vio obligado a arrancarle de sus brazos casi sin conocimiento.
—Señor—le dijo el gitano—, quisiera volver a ver a usted mañana.
Se quedó solo, meditó profundamente toda la noche, y cuando las campanas del Angelus y la primera claridad del día le sacaron de su ensimismamiento, se pasó la mano por la ancha frente, y dijo:
—Por mucho que haga, no puedo creer en la eternidad.
Después añadió sonriendo:
—¡Y no me disgustaría equivocarme!
EL GARROTE
Me parece que debe usted sentir
dejar esta hermosa vida, le dije yo
con el aire del más grande interés.
J. Janin, «El asno muerto».
(En medio de la plaza de San Juan se eleva un estrado, al que dan acceso dos escaleras; en el centro, un sillón de madera muy sencillo, adosado a un largo palo; dos filas de milicianos se extienden a cada lado del cadalso y forman un largo cordón que llega hasta la capilla. Una numerosa multitud llena la plaza y las ventanas, los balcones y los tejados de las casas de la misma: las murallas y hasta las fortificaciones, han sido también invadidas por la multitud. Son las once, de la mañana, el sol brilla, y la alta cúpula de San Juan, se destaca sobre un cielo puro y azul).
El barbero Flores (a un hombre del pueblo).—Hágame el favor, compadre, de ponerme delante de usted, porque como no soy muy alto, podrá usted ver por encima de mi cabeza, y, ¡Dios me salve! estos espectáculos son desgraciadamente tan raros, que entre cristianos hay que ayudarse en la vía de salvación.
El hombre del pueblo.—Pase, pues, señor, y no me olvide en sus oraciones.
Flores.—La Virgen del Carmen le bendecirá, compadre, y usted no se arrepentirá de haberme hecho ese favor cuando sepa que yo conozco curiosos detalles de ese renegado que van a ajusticiar.
Una joven.—¡Virgen santa! ¿Usted lo ha visto, quizá? ¡qué dicha! semejante suerte no se ha hecho para gentes como nosotros; durante los tres días que el reo ha pasado en capilla, los buenos puestos delante de la reja no eran más que para las grandes damas.
Una joven (cargada de cintas y llena de afeites y de lunares).—Yo soy, pues, una gran dama, porque yo le he visto como veo la bacía de ese barbero de piernas de garza ¡y por mi patrona!...
Flores (encolerizado).—Tu patrona, hija mía, no figura en el calendario, y si no me equivoco, ha dado muchas veces la vuelta a la ciudad, con la cabeza rapada, y montada en una burra, con la cara vuelta hacia la cola...
La joven (sacando la navaja de la liga).—Barbero del infierno, tu garganta es demasiado estrecha para esas palabras; ¡por Cristo! te la voy a ensanchar.
Un majo.—¡Vamos, cállate, cállate, joven de las cintas! vuélvete a la calle del Fideo a tocar la guitarra y a echar flores a los transeúntes detrás de tu celosía. Si has visto al gitano de tan cerca, es que seguramente el verdugo te habrá ayudado muchas veces a ponerte la mantilla, y te habrá protegido en estas circunstancias. (Quitándole el cuchillo). ¡Demonio! no juegues con este alfiler, porque te puedes pinchar y yo también. ¿Quieres que la devuelva a su sitio, hermosa?
La joven.—¡Hereje! pero seré vengada, porque ahí viene el hermano José.
Un capuchino (llevando en una mano una linterna con dibujos que representan diablos entre llamas, y en la otra una bolsa).—Por las almas que sufren en el purgatorio, hermanos, dad una limosna y Dios os lo pagará. (Los asistentes saludan humildemente, se arrodillan con compunción, pero no dan nada.)
La joven de las cintas.—Ave Maria, hermano José, tome este real y ruegue porque ese perro de majo sea destripado en la primera juerga que corra. Diga, hermano José, ¿le veré pronto? Mi estera es blanca; mis alcarrazas tienen flores frescas y yo le guardo magníficos cigarros de la Habana.
El capuchino (volviendo rápidamente la espalda, y gritando en alta voz).—¡Por las almas del purgatorio, señores!
La joven.—Hermano José, hermano José, ¿me ha olvidado, usted, pues? y sin embargo, yo no he omitido ni una misa ni un Angelus.
Flores.—Parece, compadres, que el reverendo dirige la conciencia de la señora: afortunadamente es robusto, porque esa debe ser una terrible tarea. ¡Amén!
La joven.—¡Caramba! ¡es bien duro oír calumniar así a un santo varón por un comunero, un masón!
Muchas voces.—¡Un masón! ¡un comunero! ¿dónde está el masón?
Flores (palideciendo).—¡Por el seno de tu madre! cállate, niña, y no gastes esas bromas; no hizo falta más para que Pérez fuese molido a palos.
La joven.—Ya lo oyen señores, él conoce a Pérez, que recibió, por la gracia de Dios, más bastonazos que barbas ha rapado ese barbero hereje en su vida. Ved, si no; lleva una cinta verde al cuello; por la Virgen que me ve y me ilumina ¡es un masón! alejadle, pues, hijos míos, alejadle. (Rumores en el pueblo.)
Muchas voces.—¡Al agua el comunero! ¡Muera el masón! ¡Al agua!
Flores.—Les juro por la sangre de la cruz, compadres, que esa cinta no significa nada, y que...
Un campesino (golpeándole).—¡Toma, recontra! ¡ah! ¡y te atreves a mezclarte con los cristianos!
Otro.—¡Toma! ¡toma! y a ver si tus hermanos te socorrerán, demonio; llámales en tu auxilio.
Muchas voces.—¡Al agua, al agua!
La joven.—Bravo, señores, la Virgen os bendecirá; llevad su cinta verde y su cabeza al alcalde, y no os faltarán los doblones ni las indulgencias para la Cuaresma.
Flores (golpeado, desgarrado, lleno de polvo, pasa de mano en mano hasta la muralla que baña el mar; allí, un vigoroso andaluz le agarra y le echa al agua gritando).—¡Dios me salve! ¡Así mueren los masones herejes y los constitucionales, enemigos del rey absoluto!
La multitud.—¡Bravo! ¡Viva el rey absoluto!
Un marino.—¡Silencio, hijos míos, silencio! he ahí el cortejo que ya empieza a desfilar. ¡Vive Dios! es un hermoso día para mí.
Un campesino.—Para usted y para todos, señor marino.
El marino.—Para mí más ¡por Santiago! ¿No estaba yo a bordo del guardacosta que le dio caza?
Muchas voces.—¡Cómo, señor! ¡Usted asistió a ese espantoso combate! ¡Virgen santa! ¡y aun vive!
El marino.—Afortunadamente habíamos comulgado la víspera; a no ser por eso el demonio nos hubiera arrastrado al fondo del infierno.
Un campesino.—Pero, ¿cómo ocurrió eso, señor? Porque se había dicho que ustedes hundieron su tartana.
El marino.—Y es cierto, compadre, pero acto continuo reapareció a nuestra popa, cubierta de llamas y con más de diez mil demonios encima que lanzaban fuego por boca y ojos.
Muchas voces.—¡Virgen santa! ¡rogad por nosotros!
El marino.—Y en medio de ellos el gitano que se debatía blasfemando e insultando a todos los santos del Cielo y al señor gobernador.
La multitud.—¡Jesús, qué horror! ¿y cómo os librasteis del monstruo?
El marino.—Afortunadamente el capitán tenía una botella de agua bendita por el arzobispo de Toledo, y como el infernal buque estaba muy cerca, se la echamos a bordo.
El campesino.—¿Con un cañón, compadre?
El marino.—No, compadre, a mano; y entonces todo se hundió como por encanto, entre los rugidos de los demonios.
Un caballero.—Pero, señor marino, ¿cómo se ha dejado prender el gitano en el convento si estaba dotado de ese poder infernal?
El marino.—Precisamente porque estaba en un lugar sagrado.
La multitud.—¡Claro! ¿Quién se atreve a dudarlo?
El caballero.—Pero, ¿una vez fuera del convento, no podía recuperar su poder?
El marino.—No, porque se había tenido buen cuidado de cargarle de cadenas... ¡casi no podía andar!...
El caballero.—¡Como que tenía una pierna rota!...
Una mujer.—Lo hacía ver, pero era para engañarnos...
El caballero.—Yo, señores, no lo veo muy claro...
Una mujer.—¡Entonces usted no es cristiano!... ¡Virgen del Carmen! ¡no quiere creerlo!...
El caballero (acordándose de la suerte de Flores).—Señora, yo lo creo todo y he prometido un cirio de treinta libras a la Virgen del Pilar; mire, aquí tengo un rosario...
Muchas voces.—¡A ver!...
El caballero (muy pálido).—Mirad... y además, aquí tenéis una carta del superior de San Juan dirigida a mí. Leed...
Muchas voces.—No sabemos leer... No le creáis... es un lazo que nos tiende... ¡Al agua!
(Afortunadamente en aquel momento se oyen más sonoros que nunca los cantos de los frailes que acompañan al cortejo, y la multitud deja al pobre hombre, que se refugia en una taberna.)
Una mujer.—¡Ah! ¡qué dicha, Virgen santa! Aquí está la procesión. Mira, Juana, estamos muy cerca del cadalso, y tiene dos escaleras.
Juana.—Eso es porque el reo había mandado un navío de guerra; el verdugo subirá por una escalera y él por otra.
Un hombre.—¡Demonio, qué injusticia! se concede eso a un renegado y se me negaría quizás a mí.
Juana.—Mira, Pepa, los penitentes con el ataúd.
Pepa.—Detrás va el verdugo ¡Virgen santa! no es feo para ser un verdugo; sólo que está muy pálido.
Juana.—Muy sencillo; es el verdugo de Córdoba que viene a reemplazar al nuestro, y como nunca ha matado aquí... pues, claro, se encuentra cohibido...
Un hombre.—Decid, comadres, ¿veis al gitano?
Juana.—No, hijo mío... Tenga cuidado, joven (dirigiéndose a Blasillo que llega en aquel momento envuelto en una capa y que se abre paso a codazos)... por poco me tira usted al suelo... Eso es... póngase delante, en el mejor sitio. (En voz baja a Pepa). ¡Jesús, Pepa! ¿Has visto qué mirada? ¡Parece que le arden los ojos!
Pepa.—¡Ah! será el hijo de alguna víctima del reo... Pero, ya está aquí... ¡Qué alegría, Virgen santa! Desde el día de mi primera comunión, nunca había estado tan contenta...
Muchas voces.—¡Muera! ¡perro maldito! ¡muera el gitano!
Un hombre.—Doy veinte escudos por reemplazar al verdugo.
Otro.—Yo cuarenta, pero quiero degollarle, que se vea su sangre.
Una mujer (arrojando un rico rosario a los pies del alcalde).—Ese rosario vale veinte doblones; lo regalo a la Virgen, pero con la condición de que me lo dejen matar a mí.
Blasillo (pisoteando el rosario y agarrando violentamente el brazo de la mujer).—¡Silencio! ¡silencio, si es que tienes aprecio a la vida!
La mujer.—¡Socorro, Dios mío! este muchacho me hunde las uñas en la carne.
Muchas voces.—¡Silencio! ¡que se calle!
(Llega el gitano cargado de cadenas; marcha apoyado en el sacerdote, y lleva un ramito de jazmín entre los dedos.)
Un hombre.—¡Bravo! ya está aquí; ¿sabéis que el verdugo está más pálido que él?
Juana.—¡Jesús! el renegado no ha querido un fraile y se hace acompañar por un sacerdote. ¡Qué corrupción!
Una voz.—¿Se han fijado, señores, cómo va vestido?
Juana.—Todo de negro... ¡Jesús y qué desvergonzado! En lugar de pensar en la eternidad va oliendo una ramita de jazmín...
Un hombre.—El infame no parpadea siquiera. ¡Muera! ¡muera!
El sacerdote.—Debe usted sufrir mucho... apóyese en mí. ¡Ay! ya estamos bien cerca de...
El gitano.—Del término de nuestro viaje, es cierto.
Muchas voces.—¡Muera el perro! ¡muera! ¡Que le partan en pedazos!
El gitano.—Cómo gritan...
El sacerdote.—Sí, pero piense usted...
El gitano.—¡En la muerte! ¡Para qué! ahí está el amigo del chaleco rojo que ya piensa por mí.
Un hombre.—¡Que le crucifiquen! ¡Que le quemen a fuego lento!
El gitano.—¡Qué sol tan puro! ¡qué cielo tan hermoso!
El sacerdote.—Sí, hijo mío, piense usted en el cielo, en el cielo...
El gitano.—Ya hemos llegado; adiós, amigo mío; venga esa mano. Tome esta flor, es todo lo que tengo; guárdela. Adiós, mi buen amigo.
El sacerdote.—¡Ah! ¡con ese valor, con esa energía! ¿qué destino hubiera sido el suyo?
El gitano (enjugando una lágrima).—Es verdad...
El populacho.—¡Oh! el cobarde llora. ¡Muera el cobarde!
El gitano (sonriendo).—¡Es singular! Por un amargo azar del destino cuando estoy a punto de dejar la vida es cuando encuentro los afectos que tan ardientemente he buscado; cuando encuentro a Blasillo, a Rosita y a usted... y a usted sobre todo que me haría creer hasta en la virtud...
El pueblo.—¡Muera el condenado! ¡El apóstata! ¡Ya tardan demasiado!
El verdugo.—Señor gitano, el pueblo se impacienta.
El gitano.—Nunca me perdonaría el hacer esperar a su señoría. (Tiende las manos al sacerdote). Adiós, amigo mío.
El sacerdote.—Aun no le dejo.
(El gitano pone el pie en el primer escalón; Blasillo se aproxima a él y le estrecha la mano.)
Blasillo.—Adiós, comandante; usted será vengado, pero de una manera terrible; todo ese populacho pagará lo que hace. Ahora, muera usted; porque yo puedo presenciar su muerte sin palidecer.
El gitano (en voz baja, subiendo las gradas)—¡Adiós, querido Blasillo!
Juana.—.¡Virgen Santa! ¡sabes que ese joven de los ojos ardientes ha hablado al gitano!
Pepa.—Yo lo he visto; sin duda le habrá reprochado algún crimen.
Un hombre.—¡Ah! Por fin el maldito está en el sillón.
Otro.—¡Alabado sea Dios! Ya le ponen el cuello en la argolla.
Juana.—¡Santa Virgen! ¡Ya van a matarle! Pero...
Un hombre.—¿Y qué?...
Juana.—Es que nos estafan, nos roban... ¿y la mano?
El pueblo.—¡Es verdad, que le corten la mano! (Gritos, tumulto, escándalo. El alcalde consulta con la Junta.)
El alcalde.—Es justo, lo habíamos olvidado. Nuestra es la culpa.
Uno de la junta.—Pero, así no vamos a acabar nunca.
El alcalde.—Mi querido amigo, ya que tenemos tan pocas ocasiones de popularizarnos, aprovechemos ésta. Es cuestión de un momento.
El sacerdote (al gitano).—Amigo mío, perdóneles usted, el fanatismo les extravía.
El gitano.—Ya lo veo.
Blasillo (en voz alta).—¡Bravo, pueblo! inventa nuevas torturas. El Cielo te lo recompensará.
Juana.—Tiene razón el pobre niño.
Blasillo (riendo).—Sí, mujer, el Cielo o el infierno.
El pueblo.—¡La mano, la mano del maldito!
El alcalde.—Señores, un poco de silencio. La justicia, viviente y sagrado símbolo de la Divinidad, no es una palabra vana, y esta justicia se ha impuesto como deber el rendirse a los deseos del pueblo, juicioso defensor de la religión y del trono.
El pueblo.—¡Viva! ¡viva!
El alcalde.—De modo, señores, que la Junta...
El sacerdote (interrumpiéndole).—Señor, en nombre del Cielo, piense que el desgraciado espera la muerte...
(El alcalde continúa impertérrito y pronuncia un largo y conmovedor discurso, tras el cual acaba por conceder al pueblo la mano del reo.)
La multitud.—¡Viva el alcalde! ¡viva el rey absoluto!
El alcalde.—Ya has oído, obra.
El gitano.—¡Por fin!
El verdugo.—¡No, señor!
El alcalde.—¡Cómo!
El verdugo.—Me han hecho venir de Córdoba para dar garrote al reo, pero no para cortarle la mano. No tengo yo la culpa si ha muerto el verdugo de Cádiz... Vengan diez duros más, y entonces hablaremos.
El sacerdote.—¡Qué horror, Dios mío!
(El alcalde delibera con la Junta.)
El alcalde (al verdugo).—Vaya, no sea usted...
El verdugo.—No rebajo ni un real...
El pueblo (arrojando el dinero).—¡Ahí van los diez duros!
Un carnicero (agitando su cuchillo).—¡Por Santiago! ¡yo le cortaré gratis la mano, y la otra y la cabeza!
El verdugo.—Compadre, ¿acaso mato yo sus animales? Cada cual a lo suyo. Venga ese cuchillo.
(El carnicero se retira en medio de los aplausos de la multitud; el verdugo recoge cuidadosamente el dinero, va hacia el gitano, le agarra el brazo y le corta la mano.)
La multitud.—¡Bravo! ¡muera el hereje!
El gitano.—Creí que esto era más doloroso.
El sacerdote (con voz sonora y fuerte).—Era culpable ante los hombres, pero este martirio le absuelve ante Dios.
Blasillo (precipitándose sobre la mano ensangrentada y guardándola bajo su capa).—Sacerdote, no lo dices todo, ¡esa sangre caerá sobre ellos! Adiós, comandante, aun me hace falta fuerza para vengarte; me voy, porque un minuto más me mataría. (Blasillo desaparece entre la multitud.)
Como el momento se acerca, se hace un profundo silencio.
El sacerdote se arroja en los brazos del condenado; el verdugo se aproxima y pone al cuello de la víctima la argolla; aprieta después el torniquete que hay en la parte posterior y oprime violentamente el cuello del paciente. Una vuelta más, y el gitano queda estrangulado; en aquel momento el sacerdote le echa un velo a la cara, y cae a sus pies rezando; la multitud aplaude de nuevo y se retira satisfecha. Por la tarde, cuando ya el sol se oculta detrás de la torre de la Aduana, el alcalde volvió al cadalso, donde habían dejado el cuerpo del ajusticiado. Allí se descubrió, sin que el gitano correspondiera a su atención, y entonces los ayudantes del verdugo arrojaron su cuerpo al muladar, donde fue devorado por los perros.
MAESTRO PLOCK
¡La venganza! placer de los hombres.
Creo que fue a una de esas calles de Tánger, sucias, estrechas y fangosas, bordeada por altas casas sin aberturas, tal vez la calle de Moab'd'hal, a donde Blasillo se dirigió después de una feliz travesía. Muchos días habían transcurrido ya desde la muerte del gitano, y la tartana, siempre oculta en su impenetrable retiro, había podido escapar tanto más fácilmente, por cuanto todo Cádiz la creía hundida; de modo que a Blasillo le fue muy fácil franquear la distancia entre Cádiz y Tánger.
En aquella sucia y fea calle, los árabes se entregaban a sus juegos favoritos y sobre todo a la caza de los armenios, de modo que así que uno de ellos se atrevía a sacar la cabeza a la puerta de su casa, caía sobre él una lluvia de balas.
En medio de ellas atravesó Blasillo la calle hasta que llegó a una enorme verja de hierro detrás de la cual había un viejo de larga y cadavérica cara, cubierto con una especie de gorro amarillo, que encuadraba de una manera extraña su horroroso rostro.
Blasillo.—Tarda usted mucho, buen hombre, y ya sabe usted, sin embargo, que las balas llueven sobre los cristianos en esta maldita calle.
El judío.—¿No es más que eso? Adiós, joven.
Blasillo.—Una palabra, no se retire tan pronto.
El judío.—Hable, pero sea breve.
Blasillo.—Aquí en la calle no puedo; déjeme entrar en su casa, y entonces...
El judío.—¡Que el anillo de Salomón te sirva de collar! ¡Vete!
Blasillo.—Puesto que usted se niega, voy a intentar un último medio. (Le enseña un saquito abierto de emblemas jeroglíficos.)
El judío.—¡Que no! ¡semejante tesoro en tu poder!... ¿quién ha podido...? Pero, entra, entra; porque las balas llueven, y no quisiera que esos incrédulos mancillaran ese talismán.
Se abrió la puerta.
Blasillo entró bajando la cabeza, atravesó otras dos enormes rejas de hierro y se encontró en un estrecho patio que no recibía la luz más que por arriba.
—Déjame, hijo mío—dijo el judío—, déjame que examine ese saquito.
Y sus ojos echaban chispas bajo sus espesas cejas.
—Vea usted, padre—respondió Blasillo.
—¡Por las cinco estrellas de Stemboth! éstas son las insignas de uno de los grados más altos de nuestra asociación, y yo debo obedecer a los que las posean, sin informarme de qué modo han llegado a sus manos. ¿Qué me mandas, hijo? El viejo está a tus órdenes.
—Te llaman Jacob, y no obstante tu nombre es Plock, ¿no es cierto, anciano?
—Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
—Bien, señor Plock; ¿tiene usted unos almacenes cuya entrada da a la playa, cerca de la ensenada de Betim'Sah?
—Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
—¿Y en esos almacenes guarda ricos tejidos de Túnez, tapices de Constantinopla y cachemiras del Cairo?
El judío palideció pero, no obstante respondió:
—Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
—Bueno, pues esta noche vas a hacer transportar esas mercancías a una tartana, con pabellón danés, que hay fondeada en la ensenada de Betim'Sah.
El judío, que estaba arrodillado, se levantó como si le hubiese picado una víbora.
—¡Por la cintura de los majos! Eso es imposible! Los cabellos se me erizan nada más de pensarlo.
—¡Infame judío! ¿Crees que quiero que me regales tus mercancías? Toma, aquí tienes oro para comprarte tus almacenes, a ti y a tu rabino.
—¡Dios del cielo! guarda tu oro, porque me espanta. Te equivocas sobre el motivo de mi negativa, joven... ¿sabes lo que pides de mí?
—Lo sé, maestro Plock.
—No lo sabes, no.
Entonces miró a su alrededor con inquietud, y, como si temiese ser oído se aproximó a Blasillo, le habló un instante en voz baja, y después le miró con aire interrogativo.
—Ya lo sabía.
—¿Y quiere usted...?
—Sí.
Por la noche, Blasillo vigilaba el embarque de las mercancías, y el viejo Bentek y los negros llevaban a bordo los últimos fardos, cuando Plock que hasta entonces había permanecido alejado, se aproximó al joven y le dijo:
—Sólo el demonio, hijo mío, le ha podido encargar de semejante comisión; pero yo me lavo las manos; ¡que la venganza del Cielo caiga sobre usted y sobre los que le mandan!
—¡Que el Cielo le ayude!—dijo Blasillo tendiéndole la mano.
Pero el judío dio un salto hacia atrás.
—Es verdad, no me acordaba—dijo el joven—. Adiós, maestro, hasta la vista.
—Hasta la vista... Tendría que ser mañana... porque antes de tres días su madre de usted ya no tendrá hijo.
Un mes justo después de la ejecución del gitano, una peste espantosa devastaba Cádiz; porque Blasillo había hecho naufragar su tartana al pie del fuerte de Santa Catalina...
Su tartana, llena de mercancías, comprada por él en Tánger, había sido saqueada por el pueblo.
Porque Blasillo, al comprar aquellas mercancías, que procedían de Levante, entonces asolado por una epidemia, sabía que estaban infectadas y que maese Plock no esperaba más que una ocasión favorable para purificarlas[8].
El pueblo de Cádiz que ignoraba esta circunstancia, se apoderó de las brillantes mercancías e infectó a todos los habitantes.
Hasta el alcalde y los miembros de la Junta que quisieron ver a sus mujeres y a sus hijos vestidas como las grandes de España, fueron atacadas por la peste.
En fin, perecieron gran número de personas en Cádiz y en sus alrededores, porque los meses de julio y de agosto fueron muy calurosos, y la fiebre amarilla complicó la peste.
Se calculó el número de los muertos en veintinueve mil setecientos treinta y dos, sin contar los frailes.
En cuanto a Blasillo, no se supo lo que fue de él, como tampoco de sus negros.
Pero había cumplido su palabra al gitano.
¡Le había vengado!
FIN
[1] Guardias.
[2] Traducida esta obra con toda fidelidad, esperamos que el buen sentido del lector subsanará las lamentables inexactitudes en que el autor incurre a cada paso al pretender pintar las costumbres españolas sin conocerlas, sin duda, y sabrá juzgar sus gratuitas apreciaciones, así como el injustificado menosprecio del carácter español, que campea en las páginas del libro. Por tratarse de una figura literaria de la talla de Sue son más de sentir tales ligerezas, capaces de desprestigiar al escritor de más fuste y que son imperdonables en el autor del Judío.—N. del T.
[3] Espíritus malignos. (Trad. pop.)
[4] El carretón de la muerte; es arrastrado por esqueletos, y el ruido de sus ruedas indica el fallecimiento.
[5] Espíritu maligno que preside las tempestades.
[6] Marineros escogidos.
[7] Hay más de 25 leguas de distancia entre los dos puntos.
[8] Muchos judíos de Tánger se dedican a esta lucrativa industria; compran mercancías infectadas a bajo precio, las purifican como pueden, y las revenden en Europa. La peste de Cádiz en 1760, no tuvo otra causa. Un buque contrabandista escapó a las visitas sanitarias y propagó la epidemia.