The Project Gutenberg eBook of Los Merodeadores de Fronteras

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Title: Los Merodeadores de Fronteras

Author: Gustave Aimard

Translator: J. F. Sáenz de Urraca

Release date: July 14, 2014 [eBook #46279]
Most recently updated: October 24, 2024

Language: Spanish

Credits: Produced by Camille Bernard and Marc D'Hooghe

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS MERODEADORES DE FRONTERAS ***

LOS

MERODEADORES

DE FRONTERAS.

—NOVELA ESCRITA EN FRANCÉS POR—

MR. GUSTAVO AIMARD

TRADUCCIÓN DE

D. J.F. SAENZ DE URACCA.

MADRID
CARLOS BAILLY-BAILLIERE
LIBRERÍA EXTRANJERA Y NACIONAL, CIENTÍFICA Y LITERARIA
—Plaza del Príncipe Don Alfonso, núm..8.—
PARÍS - J. B. Bailliere e hijo. — LONDRES - H. Bailliere.
NUEVA-YORK - Bailliere hermanos.
1863.

Índice de materias.


LOS MERODEADORES DE FRONTERAS


I.

EL FUGITIVO.


Las inmensas selvas vírgenes que cubrían el territorio de la América septentrional tienden cada vez más a desaparecer bajo los hachazos precipitados de los squatters y de los desmontadores americanos, cuya actividad insaciable hace que los límites de los desiertos vayan retrocediendo de continuo hacia el Oeste.

Ciudades florecientes, campos bien labrados y cuidadosamente sembrados, ocupan ahora las regiones en que, apenas hace diez años, se alzaban bosques impenetrables cuyas ramas seculares, solo dejaban penetrar a duras penas los rayos del sol, y cuyas inexploradas profundidades cobijaban animales de todas clases, sirviendo al paso de guarida a hordas de indios nómadas, cuyas costumbres belicosas hacían resonar con frecuencia el grito de guerra bajo aquellas bóvedas majestuosas de ramas y de hojarasca.

Hoy los bosques han caído; sus sombríos habitantes, rechazados paulatinamente por la civilización que les persigue sin tregua ni descanso, han huido paso a paso delante de ella; han ido a buscar a lo lejos otros retiros más seguros, llevándose consigo los huesos de sus padres a fin de que no fuesen desenterrados y profanados por la desapiadada reja del arado de los blancos, que traza su largo y productivo surco sobre sus antiguos territorios de caza.

Este desmonte continuo, incesante, del continente americano ¿será un mal? No por cierto; al contrario, el progreso, que marcha a pasos agigantados y tiende a trasformar antes de un siglo el suelo del Nuevo Mundo, merece todas nuestras simpatías. Sin embargo, no podemos menos de experimentar un sentimiento de dolorosa conmiseración hacia esa raza infortunada puesta brutalmente fuera de la ley, acorralada sin compasión por todos lados, que disminuye de día en día y se ve condenada de un modo fatal a desaparecer muy pronto de aquella tierra, cuyo inmenso territorio, hace todo lo más cuatro siglos, cubría con sus innumerables masas.

Si el pueblo elegido por Dios para operar los cambios que señalamos hubiese comprendido su misión, quizás a una obra de sangre y de carnicería la hubiera convertido en una obra de paz y de paternidad; y armándose con los divinos preceptos del Evangelio, en vez de cogerlos rifles, las teas incendiarias y los sables, hubiera llegado, en un tiempo dado, a verificar una fusión de las dos razas, blanca y roja, y a obtener un resultado más provechoso para el progreso, para la civilización, y sobre todo para esa gran fraternidad de los pueblos que a nadie le es lícito despreciar, y de la que un día tendrán que dar terrible y estrecha cuenta todos aquellos que, olvidan sus preceptos divinos y sagrados.

No se convierte uno impunemente en asesino de una raza entera; no se baña a sabiendas en la sangre inocente, sin que al fin esa sangre clame venganza, sin que el día de la justicia brille y llegue bruscamente a echar su espada en la balanza entre los vencedores y los vencidos.

En la época en que comienza nuestra historia, es decir, hacia fines del año de 1812, la emigración no había adquirido todavía ese acrecentamiento inmenso que muy luego debía llegar a tener; acababa de comenzar, por decirlo así, y los vastos bosques que se extendían y cubrían un espacio inmenso entre las fronteras de los Estados Unidos y de Méjico, solo eran recorridos por los pasos furtivos de los traficantes y de los cazadores de los bosques, o por los mocasines silenciosos de los pieles rojas.

En medio de uno de los inmensos bosques que acabamos de mencionar, es donde comienza nuestro relato, el 27 de octubre de 1812, hacia las tres de la tarde.

El calor había sido sofocante bajo la enramada; pero en aquel momento los rayos del sol, cada vez más oblicuos, alargaban la sombra de los árboles, y la brisa de la tarde, que acababa de levantarse, refrescaba la atmósfera y se llevaba a lo lejos las nubes de mosquitos que durante toda la mañana habían estado zumbando y revoloteando encima de los pantanos.

Era en las orillas de un afluente perdido del Arkansas: los árboles de ambos lados, inclinados suavemente, formaban una espesa bóveda verde sobre sus aguas apenas rizadas por el soplo inconstante de la brisa: en algunas partes, flamantes de color de rosa, garzas blancas plantadas sobre sus largas patas, pescaban su comida con esa mansedumbre indolente que por lo general caracteriza a la raza de los grandes zancudos; pero de improviso se pararon, tendieron el cuello hacia adelante, como para escuchar algún ruido desusado, y echando a correr repentinamente para olfatear en dirección del viento, emprendieron el vuelo lanzando gritos de terror.

De pronto resonó un tiro, repetido por los ecos del bosque, y cayeron dos flamantes.

En el mismo instante una piragua ligera dobló con rapidez un cabo pequeño formado por manglares que se avanzaban sobre el lecho del río, y comenzó a perseguir a los dos flamantes que habían caído al agua: uno de ellos había quedado muerto en el acto, y era arrastrado por la corriente; pero el otro, levemente herido al parecer, huía con extremada rapidez y nadaba con vigor.

La embarcación de que hemos hablado era una piragua india construida con corteza de abedul arrancada del tronco por medio de agua caliente.

En la piragua no había más que un solo hombre; su rifle, colocado en la proa, y que todavía echaba humo, probaba que él era quien había disparado el tiro.

Haremos el retrato de este personaje, que está llamado a representar un papel importante en nuestra narración.

Según podía juzgarse en aquel momento por razón de su postura en la piragua, era un hombre de estatura elevada; su cabeza, algo pequeña, se hallaba unida por un cuello robusto a unos hombros de una anchura poco común; músculos duros como cuerdas se destacaban en sus brazos a cada movimiento que hacían; en resumen, todo el aspecto de aquel individuo denotaba un vigor llevado a su último límite.

Su rostro, animado por unos ojos grandes y azules, chispeantes de sagacidad, tenía una expresión de franqueza y de lealtad que agradaba desde el primer momento, y que completaba el conjunto de sus facciones regulares y de su ancha boca sobre la cual se deslizaba una eterna sonrisa de buen humor. Tendría, cuando más, de veintitrés a veinticuatro años, aunque su tez tostada por la intemperie de las estaciones y la poblada barba de un rubio claro que cubría la parte inferior de su cara, le hacían aparentar más edad.

Aquel hombre vestía el traje de cazador de las selvas; un gorro de piel de castor, cuya cola colgaba sobre sus espaldas, sujetaba con sumo trabajo los espesos rizos de su dorada cabellera, que caía en desorden sobre sus hombros; una blusa de caza, de percal azul, oprimida en las caderas por un cinturón de piel de gamo, le caía hasta cerca de sus nervudas rodillas; unos mitasses o especie de calzones ceñidos cubrían sus piernas, y sus pies estaban guarecidos de las espinas y de las picaduras de los reptiles por unos mocasines indios.

Su morral, de cuero curtido, le colgaba del hombro izquierdo en forma de bandolera, y, como sucede a todos los audaces cazadores de las selvas vírgenes, sus armas consistían en un buen rifle, un cuchillo de monte de hoja recta de diez pulgadas de longitud y dos de anchura, y una hacha de hierro que brillaba como un espejo. Estas armas, exceptuando naturalmente el rifle, estaban colgadas de su cinturón, el cual sostenía además dos cuernos de bisonte llenos de pólvora y de balas.

Equipado de este modo, navegando en aquella piragua rodeada por un paisaje imponente, el aspecto de aquel hombre tenía algo de grandioso, que imponía e inspiraba un respeto involuntario.

El cazador de los bosques, propiamente dicho, es uno de esos numerosos tipos del Nuevo Mundo que no tardarán en desaparecer por completo ante los progresos incesantes de la civilización.

Los cazadores de los bosques, esos atrevidos exploradores de los desiertos, en los cuales trascurría su existencia entera, eran unos hombres que, impulsados por un espíritu de independencia y un deseo desenfrenado de libertad, sacudían, para no volver a someterse nunca a ellos, los pesados vínculos con que la sociedad sujeta a sus miembros, y que, sin más objeto que el de vivir y morir sin verse avasallados por ninguna otra voluntad que no sea la suya, nunca impulsados por la esperanza de ningún lucro, cosa que despreciaban por completo, abandonaban las ciudades y se internaban resueltamente en las selvas vírgenes; vivían al día, indiferentes respecto de lo presente, sin cuidarse de lo porvenir, convencidos de que nunca les faltaría Dios en un momento de necesidad, y colocándose así fuera de la ley común, que desconocían, en el último límite que separa a la barbarie de la civilización.

La mayor parte de los cazadores más afamados que vivían en los bosques fueron canadienses. En efecto, en el carácter normando hay algo de osado y aventurero, que es muy a propósito para ese género de vida lleno de peripecias singulares y de sensaciones deliciosas cuyo encanto embriagador solo pueden comprender aquellos que lo han disfrutado.

Los canadienses nunca han admitido como principio el cambio de nacionalidad que los ingleses han intentado imponerles; se han considerado siempre a sí mismos como franceses; sus ojos han quedado constantemente fijos en esa ingrata madre patria que con tan cruel indiferencia los abandonó.

Aún hoy en día, al cabo de tantos años, los canadienses continúan siendo franceses; su fusión con la raza anglo-sajona solo es aparente, y bastaría el pretexto más leve para producir un rompimiento definitivo entre los ingleses y ellos.

El gobierno inglés lo sabe muy bien; y por eso emplea para con sus colonias del Canadá una mansedumbre que se guarda muy bien de emplear para con sus demás posesiones.

En los primeros tiempos de la conquista, esa repulsión (no nos atrevemos: a decir odio), era tan pronunciada entre las dos razas, que los canadienses emigraron en masa por no sufrir el yugo humillante que se les quería imponer. Los que siendo demasiado pobres para abandonar definitivamente su patria, se vieron obligados a continuar habitando en aquella tierra envilecida ya por la ocupación extranjera, escogieron la ruda profesión de cazadores de los bosques, y prefirieron adoptar esa existencia de miserias y de peligros, a sufrir la vergüenza de someterse a la ley de un vencedor aborrecido. Sacudiendo el polvo de sus zapatos en los umbrales del paterno techo, se echaron la escopeta al hombro, y ahogando un suspiro de pesadumbre, se alejaron para no volver, internándose resueltamente en las selvas impenetrables del Canadá, comenzando, sin saberlo, esa generación de intrépidos exploradores de los que en el principio de nuestro relato hemos puesto en escena a uno de los más hermosos y por desgracia últimos tipos.

El cazador continuaba remando vigorosamente; muy luego alcanzó el primer flamante, que echó en el fondo de su piragua; pero el segundo le dio más que hacer: durante algún tiempo hubo una lucha de rapidez entre el pájaro herido y el cazador; sin embargo, el primero fue perdiendo gradualmente sus fuerzas, sus movimientos se tornaron vacilantes, agitó el agua de una manera convulsiva, un golpe de plano que le dio el canadiense con un remo puso término a su agonía, y fue a reunirse con su compañero en el fondo de la piragua.

Tan luego como el cazador hubo pescado su caza, retiró sus remos y se puso a cargar su rifle con ese esmero que consagran a tal operación los que saben que su vida puede depender de una carga de pólvora.

Cuando su arma se halló de nuevo en buen estado, el canadiense dirigió en torno suyo una mirada exploradora.

—¡Eh! dijo al cabo de un instante hablando consigo mismo, hábito que contraen por lo general los individuos cuya existencia es solitaria, Dios me perdone, pero creo que, sin sospecharlo, he llegado al sitio de la cita. No, no me engaño; allí a la derecha están los dos sauces derribados y que han caído en cruz uno sobre otro, cerca de aquella roca que avanza sobre el agua; pero ¡qué es eso! exclamó bajándose y montando su rifle.

De pronto habían resonado en el bosque los ladridos furiosos de varios perros; los matorrales se apartaron con violencia, y un negro apareció súbitamente en la cumbre de la roca en que se fijaban en aquel momento los ojos del canadiense.

Aquel hombre, cuando hubo llegado al extremo de la roca, se paró un instante, pareció como que prestaba atento oído, dando muestras de la más profunda agitación; pero aquella detención fue muy corta, pues apenas hubo permanecido así algunos segundos cuando, alzando los ojos hacia el cielo en ademan de desesperación, se precipitó al río y nadó vigorosamente hacia la opuesta orilla.

Apenas se hubo apagado el ruido de la caída del negro al agua, cuando varios perros llegaron corriendo a la plataforma y comenzaron un concierto de ladridos espantosos.

Aquellos perros eran muy corpulentos, tenían la lengua colgando, los ojos inyectados en sangre y el pelo erizado, como si acabasen de dar una carrera larga.

El cazador movió varias veces la cabeza de uno a otro lado, fijando una mirada de compasión en el desventurado negro, que nadaba con esa energía de la desesperación que centuplica las fuerzas, y cogiendo los remos, dirigió su piragua hacia él con el objeto evidente de prestarle auxilio.

Apenas había comenzado a hacer esta maniobra, cuando se alzó en la orilla una voz ronca que gritaba:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Silencio, demonios! ¡Silencio, vive Dios!

Los perros lanzaron algunos aullidos lastimeros, y en seguida se callaron.

Entonces el individuo que les había reñido gritó con voz aún más fuerte:

—¡Eh! ¡Él de la piragua! ¡Ohé!

El canadiense atracaba en aquel momento su embarcación a la otra orilla; varó la piragua en la arena y se volvió con indolente indiferencia hacia su interlocutor.

Éste era un hombre de mediana estatura, rechoncho, y vestía el traje que suelen usar los labradores acomodados; su fisonomía era brutal y repugnante; cuatro hombres, que parecían ser criados suyos, se mantenían cerca de él: inútil será decir que cada uno de estos cinco individuos se hallaba armado con una escopeta.

En aquel sitio el río era bastante ancho; tenía próximamente cuarenta metros de orilla a orilla, lo cual establecía, al menos provisionalmente, una barrera bastante respetable entre el negro y sus perseguidores.

El canadiense se apoyó en el tronco de un árbol y replicó en tono bastante despreciativo:

—¿Es a mí a quién se dirige V., por casualidad?

—¡Pues a quién ha de ser, vive Dios! respondió encolerizado el primer interlocutor. Vamos, procure V. responder categóricamente a mis preguntas.

—¿Y por qué he de responder a esas preguntas, si V. gusta? repuso el canadiense riendo.

—¡Porque yo se lo mando, bergante! dijo el otro brutalmente.

El cazador se encogió de hombros desdeñosamente.

—¡Buenas tardes! dijo, e hizo un movimiento para alejarse.

—Estese V. ahí, ¡vive Dios! gritó el americano, o si no, tan cierto como me llamo John Davis, le planto a V. una bala en la cabeza.

Y al proferir esta amenaza se echó la escopeta a la cara.

—¡Ja! ¡Ja! dijo el canadiense riéndose; ¿Es V. John Davis, el famoso cazador de esclavos?

—Sí, yo soy: ¿y qué? dijo John con tono brusco.

—Perdone V., aún no le conocía más que de oídas; ¡pardiez! Celebro en el alma haberle visto.

—Pues bien; ahora que ya me conoce V., ¿se halla dispuesto a responder a mis preguntas?

—Falta saber de qué género serán: ¡veamos!

—¿Qué se ha hecho mi esclavo?

—¿De quién habla V.? ¿Del hombre que hace un momento se tiró al agua desde la plataforma en la cual se halla V. ahora?

—Sí; ¿dónde está?

—Aquí, a mi lado.

En efecto, el negro, apurados su ánimo y su fuerza después de la lucha desesperada que había sostenido durante la encarnizada persecución de que fue objeto, se había arrastrado hasta el sitio en que estaba el canadiense, y se había tendido a sus pies casi desmayado.

Al oír al cazador denunciar tan categóricamente su presencia, juntó las manos con esfuerzo, y alzando hacia él su rostro inundado en llanto, exclamó con indescriptible expresión de angustia:

—¡Oh! ¡Mi amo! ¡Sálveme V., por compasión!

—¡Hola! gritó John Davis en tono irónico; creo que podremos entendernos, mocito, y que no le desagradará a V. ganar la gratificación.

—En verdad, no me desagradaría saber en cuánto se tasa la carne humana en vuestro país de tan decantada libertad. ¿Es muy crecida esa recompensa?

—Veinte duros por un negro fugitivo.

—Eso es muy poco, dijo el canadiense haciendo una mueca desdeñosa

—¿Le parece a V. así?

—Sí por cierto.

—Y sin embargo, para hacerle a V. ganar ese dinero, solo le pido una cosa muy fácil.

—¿Cuál es?

—Atar a ese negro, meterle en la piragua y traérmele.

—Muy bien; en efecto, no es difícil. Y cuando esté en poder de V., suponiendo que yo consienta en devolvérsele, ¿qué piensa V. hacer con este pobre diablo?

—Eso no es cuenta de V.

—Es verdad; por eso no lo preguntaba sino como un simple dato.

—Vamos, decídase V., que no puedo perder tiempo en malgastar palabras. ¿Qué me responde V.?

—Lo que respondo, Señor John Davis, a V. que cara a los hombres con perros menos feroces que V., y que al obedecerle no hacen más que lo que su instinto les enseña, es esto: que es V. un miserable, y que si no cuenta sino conmigo para restituirle su esclavo, puede considerar a éste como perdido.

—¡Ah! ¿Esas tenemos? exclamó el americano rechinando los dientes con rabia.

En seguida, volviéndose hacia sus criados, gritó:

—¡Fuego sobre él! ¡Fuego! ¡Fuego!

Y uniendo el ejemplo al precepto, se echó el rifle a la cara con viveza, y disparó. Sus criados le imitaron: resonaron cuatro tiros, y se confundieron en una sola explosión que los ecos de la selva repitieron en un tono lúgubre.


II.

QUONIAM.

El canadiense no perdía de vista un solo movimiento de sus adversarios mientras les estaba hablando; por eso, cuando estalló la descarga mandada por John Davis, quedó ésta sin efecto; el joven se había ocultado con rapidez detrás de un árbol, y las balas silbaron inofensivas junto a sus oídos.

El mercader de esclavos estaba furioso por verse burlado así por el cazador; profería contra él las amenazas más horribles, blasfemaba y pateaba con rabia.

Pero de nada servían las amenazas y las blasfemias; a no ser que atravesasen el río a nado, lo cual era impracticable en frente de un hombre tan resuelto como parecía serlo el cazador, no había medio hábil para vengarse de él, ni mucho menos para apoderarse del esclavo a quien tan decididamente había tomado bajo su protección.

Mientras el americano se devanaba los sesos inútilmente para encontrar un recurso que le procurase alguna ventaja, silbó una bala, y el rifle que tenía en la mano quedó hecho astillas.

—¡Perro maldito! exclamó rugiendo de cólera; ¿Quieres asesinarme?

—Tendría derecho para hacerlo, respondió el canadiense; me hallo en el caso de legítima defensa, puesto que también V. ha querido matarme; pero prefiero tratar por buenas, aunque estoy firmemente persuadido de que prestaría un gran servicio a la humanidad plantándole a V. un par de postas en el cráneo.

Y en el mismo instante una segunda bala fue a romper la escopeta de uno de los criados que se ocupaba en volverla a cargar.

—¡Ea! ¡Concluyamos! exclamó el americano exasperado. ¿Qué quiere V.?

—Ya lo he dicho; entrar pacíficamente en tratos con V.

—Pero ¿bajo qué condiciones? Dígamelas V. al menos.

—Dentro de un instante.

El rifle del segundo criado quedó roto de un balazo, como el primero.

De los cinco hombres, tres estaban ya desarmados.

—¡Maldición! gritó el mercader de esclavos; ¿Ha resuelto V. tomarnos a todos por blanco unos después de otros?

—No; solo quiero igualar las probabilidades.

—Pero.

—Ya está hecho.

La cuarta escopeta quedó hecha astillas, como las demás.

—Ahora, añadió el canadiense apareciendo, hablemos.

Y saliendo de su escondite, se adelantó hasta la orilla del río.

—¡Sí, hablemos, demonio! exclamó el americano.

Con un movimiento tan rápido como el pensamiento se apoderó del último rifle y se lo echó a la cara; pero antes de que hubiese podido soltar el tiro, rodó por la plataforma lanzando un grito de dolor.

La bala del cazador le había roto un brazo.

—Espéreme V., que allá voy, repuso el canadiense, siempre con su tono burlón.

Volvió a cargar su rifle, saltó a la piragua, y en breve espacio de tiempo estuvo al otro lado del río.

—¡Vamos! dijo desembarcando y acercándose al americano, que se retorcía como una culebra sobre la plataforma, aullando y blasfemando. Ya se lo había a V. advertido; yo solo, quería igualar las probabilidades, y no debe V. quejarse de lo que le sucede, amigo mío: suya es toda la culpa.

—¡Cogedle! ¡Matadle! gritaba el miserable poseído de indecible rabia.

—¡Vaya, vaya, tranquilicémonos! En último resultado no tiene V. más que un brazo roto; comprenda V. que me habría sido muy fácil matarle si hubiese querido. ¡Qué diablos! Es preciso tener las cosas en cuenta; no es V. razonable.

—¡Oh! ¡Yo te mataré! gritó John rechinando los dientes.

—No lo creo, al menos por ahora; más tarde no digo que no. Pero dejemos eso; voy a examinar la herida de V. y a curarla mientras charlamos.

—¡No me toques! ¡No te acerques! ¡O no sé lo que haré!

El canadiense se encogió de hombros y dijo:

—¡Está V. loco!

John Davis, no pudiendo soportar por más tiempo el estado de exasperación en que se hallaba, y debilitado además por la sangre que perdía, hizo un esfuerzo inútil para levantarse y precipitarse sobre su enemigo; pero cayó de espaldas y se desmayó murmurando una imprecación postrera.

Los criados se habían quedado aterrados, tanto por la destreza sin igual de aquel hombre singular, como por la audacia con que, después de haberlos desarmado, había atravesado el río para ir a entregarse en sus manos, por decirlo así; pues si ya no tenían escopetas, en cambio les quedaban sus pistolas y sus cuchillos de monte.

—¡Eh! Señores, dijo el canadiense frunciendo el entrecejo, ¡háganme el favor de tirar el cebo de sus pistolas, pues, de lo contrario, vive Dios que vamos a vernos las caras!

Los criados no tenían el más mínimo deseo de empeñar una lucha con él; además, la simpatía que experimentaban hacia su amo no era muy grande, mientras que, por el contrario, el canadiense, merced a la manera expeditiva en que había obrado, les inspiraba un verdadero terror supersticioso; obedecieron, pues, a su orden con una especie de apresuramiento, y aún quisieron entregarle sus cuchillos de monte.

—No es necesario, dijo el cazador. Ahora ocupémonos en cuidar a este buen hombre. Sería lástima privar a la sociedad de un personaje tan digno de estimación y que constituye su más bello adorno.

En seguida puso manos a la obra ayudado por los criados, quienes ejecutaban sus órdenes con una rapidez y un celo extraordinarios, tanto era lo dominados que se sentían por aquel hombre.

Los cazadores de los bosques, obligados, por el género de vida que llevan, a pasarse sin ningún auxilio ajeno, poseen todos, en cierto grado, las nociones elementales de la medicina y sobre todo de la cirugía; y en un caso dado, pueden curar una fractura o una herida cualquiera como el primer doctor graduado en una facultad, y esto con medios muy sencillos, y empleados generalmente con muy buen éxito por los indios.

El cazador, con la destreza y la habilidad con que verificó la primera cura del herido, probó que, si sabía hacer daño, también sabía remediarlo perfectamente.

Los criados contemplaban con creciente admiración a aquel hombre extraordinario que parecía haberse trasformado de improviso y procedía con un aplomo, un golpe de vista y una mano tan ligera, que muchos médicos le hubieran envidiado.

Mientras se estaba haciendo la cura, el herido volvió en sí y abrió los ojos, pero permaneció silencioso: su furor se había calmado; su carácter brutal se hallaba domado por la resistencia enérgica que el canadiense le opusiera. Como sucede siempre cuando la primera cura está bien hecha, al primitivo y violento dolor de la herida, había sucedido un bienestar indefinible; por eso John, agradeciendo, a pesar suyo, el alivio que experimentaba, sintió fundirse su odio y transformarse en un sentimiento que aún no acertaba a comprender, pero que a la sazón le hacía mirar a su adversario de un modo casi amistoso.

Para hacer a John Davis la justicia debida, diremos que no era mejor ni peor que ninguno de sus colegas que, como él, traficaban en carne humana: acostumbrado al dolor de los esclavos, a quienes no consideraba sino como seres privados de razón, como una mercancía en fin, su corazón se había embotado gradualmente hasta el extremo de no sentir las emociones dulces: en un negro no veía más que el dinero que había desembolsado y el que esperaba sacar vendiéndole; y como verdadero comerciante, tenía mucho apego a su dinero: un esclavo fugitivo le parecía un miserable ladrón contra el cual se podía emplear cualquier medio para obligarle a restituirse a poder de su dueño.

Sin embargo, aquel hombre no era inaccesible a todo buen sentimiento, y aún fuera de su comercio gozaba de cierta fama de bondadoso y pasaba por un sujeto muy decente.

—Vamos, ya está hecho, dijo el canadiense dirigiendo una mirada de satisfacción a las ligaduras; dentro de tres semanas ya no se conocerá nada, si V. se cuida bien, con tanto más motivo cuanto que, por una felicidad inaudita, la bala no ha tocado al hueso, y no ha hecho más que atravesar las carnes. Ahora, amigo mío, si quiere V. que hablemos, estoy dispuesto.

—Yo nada tengo que decir sino que se me devuelva el maldito negro que ha sido causa de todo el mal.

—¡Vaya! Si continuamos así, creo que no llegaremos a entendernos. Ya sabe V. que precisamente con motivo de la devolución del maldito negro, como V. le llama, es como se ha suscitado la contienda.

—Sin embargo, no puedo perder mi dinero.

—¿Cómo su dinero?

—O mi esclavo, si V. prefiere que se diga así, representa para mí una cantidad que no deseo perder en manera alguna, con tanto más motivo cuento que hace algún tiempo que los negocios andan muy mal, y he experimentado pérdidas considerables.

—Es muy sensible, le compadezco a V. sinceramente; sin embargo, yo tendría empeño en arreglar este negocio por buenas, según lo comencé, repuso el canadiense en tono bonachón.

El americano hizo una mueca y dijo:

—Rara manera tiene V. de tratar los negocios por buenas.

—Es culpa de V., amigo mío, si no nos hemos entendido desde luego; ha estado V. un poco vivo de genio, confiéselo.

—En fin, no hablemos más de eso; lo hecho, hecho está.

—Tiene V. razón, volvamos a nuestro negocio; desgraciadamente soy pobre; a no ser así, le daría a V. algunos centenares de duros, y todo quedaría concluido.

El mercader se rascó la cabeza.

—Escuche V., dijo; no sé por qué, pero, a pesar de lo que ha pasado entre nosotros y aún quizás por eso mismo, no quisiera que nos separásemos incomodados, y tanto más cuanto que no tengo grande apego a Quoniam.

—¿Qué es eso de Quoniam?

—Es el nombre del negro.

—¡Ah! Muy bien. Raro nombre ha ido V. a ponerle. En fin, no importa. ¿Con que dice V. que no tiene grande empeño en conservarle?

—A la verdad que no.

—Entonces, ¿por qué le daba V. caza de un modo tan encarnizado, con acompañamiento de perros y rifles?

—Por amor propio.

—¡Ah! dijo el canadiense con un gesto de descontento.

—Escuche V., al fin y al cabo yo soy mercader de esclavos.

—Un oficio muy feo, sea dicho entre paréntesis, observó el cazador.

—Puede ser, no discuto acerca de eso. Hace un mes, en Baton-Rouge, se anunció una gran venta de esclavos de ambos sexos pertenecientes a un caballero muy rico que se había muerto de repente. Me trasladé al instante a Baton-Rouge. Entre los esclavos expuestos se encontraba Quoniam. Ese tuno es joven, bien formado, vigoroso; tiene un aspecto audaz e inteligente. Como es natural, me agradó en cuanto lo vi, y deseé comprarle. Me acerqué y le interrogué; el muy tuno me contestó textualmente estas palabras con un descaro que al pronto me desconcertó:

—«Mi amo, no le aconsejo a V. que me compre, porque he jurado ser libre o morir. Por más que haga V. para sujetarme, le advierto que me escaparé. Ahora vea V. lo que ha de hacer.»

—Esta declaración tan explícita y tan perentoria picó mi amor propio. «¡Allá veremos!» le dije, y fui a buscar al hombre encargado de la venta. Este individuo, que era conocido mío, procuró disuadirme de comprar a Quoniam, dándome una multitud de razones a cual más poderosas para que no me obstinase en mi propósito. Pero me hallaba muy decidido y me mantuve firme. Quoniam me fue entregado por el precio de noventa duros, baratura fabulosa para un negro de su edad y de su corpulencia. Pero nadie le quería por ningún precio. Le puse grillos y me le llevé conmigo, no a mi casa, sino a la cárcel, con el fin de estar seguro de que no se me escaparía. Al día siguiente, cuando entré en la cárcel, Quoniam había cumplido su palabra: se había marchado.

Al cabo de dos días cayó de nuevo en mi poder; pero en aquella misma noche volvió a marcharse sin que me fuese posible adivinar de que medios se valía para frustrar las precauciones que yo empleaba para detenerle. ¿Qué más diré? Hace un mes que esto dura; hace ocho días que ha vuelto a escaparse: desde entonces ando persiguiéndole. Perdiendo ya la esperanza de sujetarle, la cólera se ha apoderado de mí, y le he seguido el rastro con esos sabuesos, resuelto esta vez a acabar a toda costa con ese maldito negro que se me escapa continuamente de entre las manos como una culebra.

—Es decir, observó el canadiense, quien había escuchado con marcado interés la narración del mercader, que hallándose V. ya desesperado, no habría vacilado en darle muerte.

—A la verdad que no, porque ese pícaro descarado es un extremo astuto. Se ha burlado tanto de mí, que he concluido por cobrarle un odio encarnizado.

—Escuche V. a su vez, Señor John Davis: no soy rico ni con mucho. ¿Para qué necesito oro ni plata, yo hombre del desierto, a quien Dios depara tan generosamente el pan cuotidiano? Ese Quoniam, tan ávido de libertad y de espacio, me inspira, a pesar mío, un interés muy vivo. Quiero tratar de procurarle esa libertad a que aspira con tan marcada constancia. He aquí lo que propongo a V. Tengo en mi piragua tres pieles de jaguar y doce de castor que, vendidas en cualquiera ciudad de los Estados Unidos, valdrán por lo menos ciento cincuenta o doscientos duros. Tómelas V., y quede todo concluido.

El mercader le miró con una sorpresa mezclada con cierta benevolencia.

—Hace V. mal, dijo por fin; el trato que me propone es demasiado ventajoso para mí, y a V. le perjudica en extremo. No es así como se tratan los negocios.

—¿Qué le importa a V.? Se me ha puesto en la cabeza que ese hombre ha de ser libre.

—No conoce V. el carácter ingrato de los negros, repuso John con insistencia. Ese no agradecerá en manera alguna lo que hace V. por él; al contrario, en la primera ocasión, quizás, le dará motivo para que se arrepienta.

—Es muy posible; pero eso es cuenta suya, porque yo no le exijo gratitud. Si me la demuestra, tanto mejor para él; si no, ¡sea lo que Dios quiera! Obro según mi corazón me lo dicta, y mi recompensa está en mi propia conciencia.

—¡Vive Dios! ¿Sabe V. que es V. un excelente muchacho? exclamó el mercader sin poderse contener por más tiempo. Sería muy conveniente que se encontrasen con más frecuencia hombres del temple de V. ¡Pues bien! Quiero probarle que no soy tan malvado como tendría derecho para suponerlo después de lo que ha pasado entre nosotros. Voy a firmar el acta de venta de Quoniam; y en cambio no aceptaré más que una piel de tigre como recuerdo de nuestro encuentro, aunque ya me deja V. otra memoria, añadió señalando a su brazo y haciendo una mueca lastimera.

—¡Venga esa mano! exclamó el canadiense gozoso; solo que aceptará V. dos pieles en vez de una, porque tengo intención de pedir a V. su cuchillo de monte, una hacha y el rifle que aún le queda, para que el pobre diablo a quien restituimos la libertad (porque ahora contribuye V. ya en igual parte a mi buena acción) pueda procurarse su sustento.

—¡Corriente! exclamó el mercader en tono de buen humor. Puesto que a toda costa quiere ese tuno ser libre, que lo sea, y que se vaya al diablo.

Hizo una seña, y uno de los criados sacó de un morral tinta, plumas y papel, y redactó en el acto, no un documento de venta, sino, con arreglo al deseo del canadiense, un certificado de emancipación perfectamente en regla, certificado que el mercader firmó lo mejor que pudo, y que los criados firmaron también, después de él, como testigos.

—A la verdad, exclamó John Davis, es muy posible que, bajo el punto de vista de los negocios, acabe yo de cometer una necedad; pero, que lo crea V. o no, nunca me he sentido tan contento de mí mismo.

—Es porque hoy ha seguido V. los impulsos de su corazón, respondió el canadiense con seriedad.

El cazador abandonó entonces la plataforma para ir a buscar las pieles. Al cabo de un momento volvió con dos pieles de jaguar magníficas, perfectamente intactas, que entregó al mercader. Este, según se había convenido, le entregó las armas; pero entonces un escrúpulo se apoderó del canadiense.

—Aguarde V. un momento, dijo; si me da V. esas armas, ¿cómo hará V. para regresar a su casa?

—No tenga V. inquietud por eso, respondió John Davis. A unas tres leguas de aquí, todo lo más, he dejado mis caballos y mi gente. Además, tenemos nuestras pistolas, que nos podrán servir en caso de necesidad.

—Es verdad, observó el canadiense; de ese modo nada tiene V. que temer; sin embargo, como la herida no le permitirá a V. que recorra a pie una distancia tan larga, voy a construir unas parihuelas con el auxilio de los criados.

Y con esa destreza de que ya había dado tan repetidas pruebas, en un momento cortó el canadiense con su hacha unas ramas de árbol y construyó unas parihuelas, sobre las cuales se tendieron las dos pieles de tigre.

—Ahora, adiós, dijo. Quizás no volveremos a vernos nunca. Espero que nos separamos en mejores términos que nos encontramos. Acuérdese V. de que no hay oficio tan malo que un hombre de bien no pueda desempeñar con decencia; cuando el corazón de V. le inspire una buena acción, no se mantenga sordo, sino ejecútela sin pesadumbre, porque eso será escuchar la voz de Dios.

—Gracias, respondió el mercader con cierta emoción. Una palabra todavía antes de que nos separemos.

—Hable V.

—¡Dígame V. su nombre a fin de que, si algún día la casualidad hace que volvamos a encontrarnos, pueda yo apelar a los recuerdos de V., como V. lo haría respecto de los míos!

—Es muy justo: me llamo Tranquilo, cazador de los bosques, y mis compañeros me han apellidado el Cazador de tigres.

Y antes de que el mercader volviese en sí de la sorpresa que le causó la súbita revelación del nombre de un hombre cuya fama era universal en las fronteras, el cazador le hizo una seña postrera de despedida, saltó de la plataforma a la playa, desató su piragua, y se alejó remando vigorosamente en dirección a la orilla opuesta.

—¡Tranquilo, el Cazador de tigres! murmuró John Davis tan luego como se hubo quedado solo. Sin duda alguna mi genio benéfico es el que me ha inspirado la idea de granjearme un amigo en ese hombre.

Se tendió en las parihuelas, que dos criados cargaron sobre sus hombros, y después de haber dirigido una mirada postrera al canadiense, que en aquel momento desembarcaba en la otra orilla, dijo:

—En marcha.

Muy luego volvió a quedar solitaria la plataforma, pues el mercader y sus criados habían desaparecido bajo la enramada, y ya no se oía más que el ruido de los ladridos alegres de los sabuesos que corrían delante de la reducida comitiva, ruido que se debilitaba cada vez más, y que tardó muy poco en apagarse por completo.


III.

NEGRO Y BLANCO.

Entretanto el cazador canadiense, cuyo nombre por fin sabemos ya, según dijimos, había llegado al otro lado del río en que dejara al negro oculto entre los matorrales de la orilla.

Durante la prolongada ausencia de su defensor, el esclavo hubiera podido fugarse con facilidad; y esto con tanta más razón, cuanto que tenía casi la certidumbre de no ser perseguido antes de un espacio de tiempo que le habría permitido tomar una delantera considerable sobre los que con tanta obstinación se empeñaban en apoderarse de él.

Sin embargo, no había hecho tal cosa, ya fuese porque el pensamiento de su fuga no le pareciera realizable, o porque estuviese muy cansado, o, en fin, por cualquiera otra causa que ignoramos. No se había movido del sitio en que buscó un refugio en el primer momento. Había permanecido con los ojos pertinazmente fijos en la plataforma, siguiendo con una mirada ansiosa los diferentes movimientos de los individuos que en ella se encontraban.

John Davis no había ponderado en manera alguna al hacer su retrato al cazador. Quoniam era realmente uno de los tipos más magníficos de la raza africana. Tendría, a lo más, veintidós años; era alto, robusto y bien formado; tenía los hombros anchos, el pecho muy desarrollado, los miembros vigorosos; debía unir una destreza y una ligereza poco comunes con una fuerza sin igual. Sus facciones eran astutas, expresivas; su fisonomía respiraba franqueza; sus ojos grandes revelaban inteligencia; en fin, aunque su tez era del negro más lustroso, y que desgraciadamente en América, en ese país clásico de libertad, aquel color sea una marca infamante, indeleble, de servidumbre, aquel hombre no parecía haber nacido para la esclavitud, pues todo en él era una aspiración a la libertad y a ese libre arbitrio que Dios ha dado a sus criaturas, y que en vano ha intentado el hombre arrebatarles.

Cuando el canadiense volvió a embarcarse en su piragua y los americanos abandonaron la plataforma, una sonrisa de satisfacción vagó por el semblante del negro, porque, sin saber a punto fijo lo que había ocurrido entre el cazador y su antiguo amo, puesto que se hallaba demasiado lejos para oír lo que se decía, comprendió que, al menos provisionalmente, nada tenía ya que temer del último, y aguardó con una impaciencia febril el regreso de su generoso defensor, con el fin de saber lo que en lo sucesivo podría esperar o temer.

En cuanto el canadiense hubo llegado a la orilla, varó su piragua en la arena y se dirigió con paso firme y mesurado hacia el sitio en que suponía que había de encontrar al negro.

No tardó en verle sentado, y casi en la misma postura en que le había dejado.

El cazador no pudo contener una sonrisa de satisfacción y le dijo:

—¡Hola, amigo Quoniam! ¿Está V. aquí todavía?

—Sí, mi amo. ¿Le ha dicho a V. John Davis mi nombre?

—Ya lo ve V. Pero ¿qué hace V. ahí? ¿Por qué no se ha escapado durante mi ausencia?

—Quoniam, dijo el negro, no es un cobarde que vaya a escaparse mientras otro expone su vida por él. Aguardaba, dispuesto a entregarme, si la seguridad del cazador blanco se veía amenazada[1].

Esto fue dicho con una sencillez llena de grandeza de alma, que demostraba que tal había sido en efecto la intención del negro.

—Bien, respondió el cazador afectuosamente, le doy a V. gracias; la intención era buena; por fortuna la intervención de V. ha sido inútil. En fin, ha hecho V. bien en quedarse aquí.

—Suceda lo que quiera conmigo, mi amo, esté V. seguro de que le conservaré una gratitud eterna.

—Tanto mejor para V., Quoniam; eso me probará que no es V. ingrato, lo cual es uno de los vicios más feos que afligen a la humanidad. Pero ante todo hágame el favor de no volverme a llamar amo, porque me disgusta; esa palabra implica una condición de inferioridad degradante; y además yo no soy para V. un amo, no soy más que un compañero.

—¿Qué otro nombre puede dar a V. un pobre esclavo?

—¡Pardiez! El mío. Llámeme V. Tranquilo, como yo le llamo Quoniam. Me parece que Tranquilo no es un nombre muy difícil de conservar en la memoria.

—¡No por cierto! dijo el negro riendo.

—Bueno, queda convenido. Ahora pasemos a otra cosa, y ante todo tome V. esto.

El cazador sacó entonces un papel de su cinto y se lo dio al negro.

—¿Qué es esto? preguntó Quoniam fijando una mirada inquieta en el papel que su ignorancia le impedía descifrase.

—¿Eso? repuso el cazador sonriendo, es un talismán precioso que le convierte a V. en un hombre igual a todos los demás, y le borra del número de los animales entre los cuales ha estado confundido hasta hoy; en una palabra, es un documento por el cual John Davis, natural de la Carolina del Sur, mercader de esclavos, restituye desde el día de hoy a Quoniam, aquí presente, su libertad plena y completa, para que en lo sucesivo la disfrute como mejor le parezca, o si V. prefiere que se lo diga de otro modo, es el acta de la emancipación de V., escrita por su antiguo amo y firmada por testigos competentes para que en caso necesario le valga a V.

Al oír estas palabras, el negro se había tornado pálido en la manera en que les sucede a los hombres de su color, es decir, su rostro se había revestido de una tinta gris sucia, sus ojos se habían abierto de un modo desmesurado, y durante algunos segundos permaneció inmóvil, anonadado, sin poder pronunciar una palabra ni hacer un gesto.

Al fin lanzó una carcajada estridente, dio dos o tres saltos con una agilidad de fiera, y de improviso prorrumpió en llanto.

El cazador observaba con la mayor atención los movimientos del negro, sintiéndose sumamente interesado por lo que veía, y a cada momento experimentaba mayor simpatía hacia aquel hombre.

—Con que ya soy libre, completamente libre, ¿no es verdad? dijo por fin el negro.

—Completamente libre, contestó Tranquilo sonriéndose.

—¿Ahora puedo ir y venir, acostarme, trabajar y descansar sin que nadie me lo impida, sin que tenga que temer los latigazos?

—Eso es.

—¿Me pertenezco, me pertenezco exclusivamente? ¿Puedo obrar y pensar como los demás hombres? ¿Ya no soy un animal a quien se carga o se engancha a pesar de mi color? ¿Soy lo mismo que cualquier otro hombre blanco, amarillo o rojo?

—Exactamente lo mismo, respondió el cazador, a quien a la vez entretenían e interesaban aquellas preguntas cándidas.

—¡Oh! dijo el negro cogiéndole la cabeza con ambas manos; ¡Oh, con que soy libre, libre por fin!

Pronunció estas palabras con un acento singular que hizo estremecer al cazador.

De improviso cayó de rodillas, juntó las manos, alzó los ojos al cielo, y exclamó con un acento de inefable felicidad:

—¡Dios mío! ¡Tú, que todo lo puedes; tú, para quien todos los hombres son iguales, y que no miras a su color para protegerlos y defenderlos; tú, cuya bondad es sin límites, lo mismo que tu poder; gracias, gracias, Dios mío, por haberme sacado de la esclavitud y restituido la libertad!

Después de haber pronunciado esta oración, que era la expresión de los sentimientos que se agitaban en el fondo de su corazón, el negro se dejó caer al suelo, y durante algunos minutos quedó sumido en serias reflexiones. El cazador respetó su silencio.

Por último, al cabo de algunos instantes el negro levantó la cabeza y dijo:

—Escuche V., cazador; he dado gracias a Dios, como debía, por mi emancipación. Ahora que me siento un poco tranquilo y comienzo a acostumbrarme a mi nueva condición, tenga V. la bondad de referirme lo que ha pasado entre usted y mi amo, a fin de que yo sepa de un modo exacto lo que debo agradecer a V., y arregle según esa gratitud mi conducta venidera. Hable V. que ya le escucho.

—¿Para qué he de hacer esa narración que tan poco le interesa a V.? Es V. libre, y eso debe bastarle.

—No, no me basta. Soy libre, es cierto; pero ¿cómo he llegado a serlo?

—Esa narración, lo repito, no puede interesarle a V. mucho. Sin embargo, como puede hacer que forme V. mejor opinión respecto del hombre a quien antes pertenecía, no persistiré en callar. Escuche V. pues.

Después de este exordio, Tranquilo refirió prolijamente los sucesos que habían ocurrido entre el mercader de esclavos y él, y cuando por fin hubo terminado, añadió:

—Vamos, ¿está V. satisfecho ahora?

—Sí, respondió el negro que le había escuchado con la atención más sostenida; sé que, después de Dios, a V. es a quien debo todo, y no lo olvidaré; sean las que quieran las circunstancias en que nos encontremos el uno respecto del otro, nunca tendrá V. que reclamar el pago de mi deuda.

—Nada me debe V., que ahora es ya libre; lo que le corresponde es emplear esa libertad como debe hacerlo un hombre de corazón recto y honrado.

—Procuraré no ser indigno de lo que Dios y V. han hecho por mí; también agradezco sinceramente a John Davis el buen sentimiento que le ha impulsado a prestar oído a las observaciones de V.: quizás me será dado algún día mostrarle mi gratitud; y si tal ocasión se presentase, no la desperdiciaré.

—¡Bien! Me gusta oírle a V. hablar así; eso me prueba que no me he equivocado en el concepto que acerca de V. he formado. Y ahora, ¿qué se propone V. hacer?

—¿Qué consejo me da V.?

—La pregunta es importante, y no sé a punto fijo cómo contestar: la elección de una profesión cualquiera es siempre cosa muy difícil; antes de adoptar una resolución de ese género, es necesario reflexionarlo con madurez: a pesar de mi deseo de serle a V. útil, no quisiera darle un consejo que, sin duda por consideración hacia mí, se apresuraría a seguir, y más tarde podría causarle pesadumbre. Además, soy un hombre cuya vida, desde la edad de siete años, ha trascurrido constantemente en los bosques; y por lo tanto, tengo muy poca experiencia para aventurarme a lanzarle a V. por una senda que yo mismo no conozco, y cuyas ventajas e inconvenientes ignoro.

—Ese raciocinio me parece muy exacto; sin embargo, no puedo permanecer así: tengo que adoptar un partido, sea el que quiera.

—Haga V. una cosa.

—¿Cuál es?

—Tome V. una escopeta, un cuchillo de monte, pólvora y balas; el desierto está abierto delante de V. Márchese, ensaye durante algunos días la Vida libre de las grandes soledades. Durante sus largas horas de caza reflexionará con entero descanso acerca de la profesión a que le conviene dedicarse; pesará V. en su mente las ventajas que de ella espere obtener, y luego, cuando haya adoptado una determinación irrevocable, vuelve V. la espalda al desierto, se encamina de nuevo a los sitios habitados, y como es V. un hombre activo, inteligente y honrado, estoy seguro de que alcanzará buen éxito, sea la que quiera la profesión a que se dedique.

El negro movió la cabeza varias veces, y dijo:

—Sí, en lo que V. me propone hay bueno y hay malo; no es eso completamente lo que yo quisiera.

—Explíquese V. claramente, Quoniam; adivino que quiere V. decirme algo y no se atreve.

—Es verdad: no he sido franco con V., Tranquilo, y he hecho mal; ahora lo conozco. En vez de pedirle hipócritamente un consejo que de ningún modo tenía intención de seguir, debí decir a V. lealmente mi modo de pensar, y eso siempre hubiera sido mejor.

—Veamos, dijo el cazador riendo, hable V.

—¡Tiene V. razón! ¿Por qué no he de decirle lo que mi corazón siente? Si en el mundo hoy un hombre que se interese por mí, es V., sin disputa; por lo tanto, más vale que sepa yo en seguida a qué atenerme. La única profesión que me conviene es la de cazador de los bosques. A ella me impulsan mis instintos y mis inspiraciones. Todas mis tentativas de evasión, cuando yo era esclavo, tendían a ese objeto. No soy más que un pobre negro con un talento muy limitado y una inteligencia muy corta, que no podrían servirme de un modo conveniente en las ciudades, en donde al hombre no se le aprecia por lo que vale, sino únicamente por lo que parece. ¿Para qué me serviría esa libertad, con la que tanto me envanezco, en una ciudad en donde, para mantenerme y vestirme, al instante me vería obligado a sacrificarla en provecho del primero que se dignase procurarme los recursos más necesarios de que me hallo completamente privado? Solo habría reconquistado mi libertad para convertirme yo mismo de nuevo en esclavo. Así pues, solo en el desierto es en donde puedo aprovechar ese beneficio que debo a V., sin temer nunca que la miseria me arrastre a cometer acciones indignas de un hombre que tiene el convencimiento de lo que vale. Por eso, solo en el desierto es donde puedo vivir en lo sucesivo, sin volver a acercarme a las ciudades más que para cambiar las pieles de los animales que yo haya cazado por balas, pólvora y ropa. Soy joven y vigoroso: ¡Dios, que me ha protegido hasta ahora, no me abandonará!

—Quizás tenga V. razón: yo, para quien la vida que llevo es preferible a cualquiera otra, no puedo censurar a V. porque quiera seguir mi ejemplo. ¡Bueno! Ahora que todo está arreglado y convenido a gusto de V., vamos a separarnos, mi buen Quoniam. Dios le dé a V. buena suerte, y quizás nos encontremos algún día en el territorio indio.

El negro se echó a reír, enseñando dos hileras de dientes blancos como la nieve, pero no respondió.

Tranquilo se echó su rifle al hombro, le hizo una seña postrera de amistosa despedida, y se volvió para dirigirse a su piragua.

Quoniam cogió la escopeta que el cazador le había dejado, se puso el cuchillo de monte en el cinto, del cual colgó también los dos cuernos llenos de pólvora y balas, y luego, habiendo dirigido una mirada en torno suyo para cerciorarse de que nada dejaba olvidado, siguió al cazador, que le había tomado ya una delantera bastante considerable.

Le alcanzó en el momento en que llegaba junto a la piragua y se disponía a ponerla a flote. Al oír el cazador el ruido de los pasos, se volvió y dijo:

—¡Calle! ¿Es V. todavía, Quoniam?

—¡Sí! contestó el negro.

—¿Qué motivo le trae a V. hacia este lado?

—¡Ah! dijo Quoniam metiéndose los dedos entre su encrespada cabellera y rascándose con furor, es que ha olvidado V. una cosa.

—¿Yo?

—Sí Señor, respondió el negro con cierto embarazo.

—¿Qué es?

—El llevarme con V.

—Es verdad, dijo el cazador tendiéndole la mano; perdóneme V., hermano.

—Según eso, ¿consiente V.? exclamó Quoniam con una alegría mal contenida.

—Sí.

—¿Ya no nos separaremos?

—Eso dependerá de la voluntad de V.

—¡Oh! Entonces, exclamó lanzando una carcajada alegre, viviremos mucho tiempo juntos.

—¡Pues bien! ¡Corriente! respondió el cazador; venga V.: dos hombres, cuando tienen completa fe el uno en el otro, son muy fuertes en el desierto. Sin duda Dios ha querido que nos encontremos. En adelante seremos hermanos.

Quoniam saltó a la barca y cogió alegremente los remos.

El pobre esclavo nunca había sido tan feliz, nunca había encontrado el aire tan puro, la naturaleza tan bella; le parecía que todo le sonreía y le festejaba; desde aquel momento iba a comenzar realmente a vivir con la existencia de los demás hombres, sin ninguna traba amarga; lo pasado no era ya más que un sueño. Había encontrado en su defensor lo que tantos hombres buscan en vano durante el curso de una larga existencia, un amigo, un hermano, en quien podría confiar por completo, y para el cual no tendría secretos.

En pocos minutos llegaron al sitio en que el canadiense había reparado al llegar; aquel punto, claramente designado por los dos sauces caídos en cruz el uno sobre el otro, formaba una especie de promontorio de arena muy favorable para establecer un campamento por la noche, porque desde allí se dominaba, no solo el curso del río hasta una distancia muy larga por ambos lados, sino que también era fácil vigilar las dos orillas y evitar una sorpresa.

—Aquí es donde pasaremos la noche, dijo Tranquilo; trasportemos a tierra la piragua para guarecer nuestra hoguera.

Quoniam cogió la ligera embarcación, la levantó en alto, y colocándola sobre sus robustos hombros, la llevó al sitio que su compañero le había designado.

Había trascurrido ya un espacio de tiempo considerable desde que el canadiense y el negro se encontraron de un modo tan milagroso. El sol, que estaba ya bastante bajo en el horizonte en el momento en que el cazador dobló el promontorio y cazó los flamantes, se hallaba a la sazón próximo a desaparecer; anochecía con rapidez, y los segundos términos del paisaje comenzaban a perderse entre las sombras del crepúsculo que se condensaba cada vez más.

El desierto despertaba; los roncos rugidos de las fieras se oían por intervalos, mezclándose con los maullidos de los carcayús y con los violentos aullidos de los lobos rojos.

El cazador escogió la leña más seca que pudo hallar para encender la lumbre, a fin de que el humo fuese poco, y la llama, por el contrario, iluminase los alrededores de modo que denunciase inmediatamente la aproximación de los terribles vecinos cuyos gritos oía, y a los que la sed tardaría muy poco en llevar hacia aquel sitio.

Los flamantes asados y algunos puñados de pennekann (carne picada y reducida a polvo) constituyeron la cena de los aventureros, cena muy sobria, regada tan solo con agua del río; pero que comieron con buen apetito y como hombres que saben apreciar el valor de los manjares que les depara la Providencia, sean los que quieran.

Cuando hubieron comido el último bocado, el canadiense partió fraternalmente su provisión de tabaco con su nuevo compañero, y encendió su pipa india, que saboreó como un verdadero aficionado, ejemplo seguido concienzudamente por Quoniam.

—Ahora, dijo Tranquilo, bueno será que sepa V. que un antiguo amigo mío hará como tres meses que me dio una cita para este sitio. Es un jefe indio, y debe llegar aquí mañana al amanecer. Aunque es muy joven, ya goza de gran nombradía en su tribu. Le quiero como a un hermano, y casi puede decirse que nos hemos criado juntos. Me alegraré de ver que simpatice con V. Es un hombre entendido y experimentado, para quien la vida del desierto no tiene secretos. La amistad de un jefe indio es cosa preciosa para un cazador de los bosques; piense V. en eso. Por lo demás, estoy convencido de que convendrá V. en ello al primer golpe de vista.

—Haré todo lo que sea necesario para conseguir su amistad. Basta que ese jefe sea amigo de V. para que yo desee que lo sea mío también. Hasta ahora, aunque como esclavo fugitivo he vagado durante mucho tiempo por los bosques, todavía no he visto nunca a un indio independiente; así pues, es muy posible que, contra mi voluntad, cometa alguna torpeza. Crea V., sin embargo, que no será por culpa mía.

—Estoy convencido de ello; tranquilícese V. respecto de eso: advertiré al jefe, quien creo que quedará tan sorprendido como V., porque supongo que V. será el primer negro a quien haya encontrado en toda su vida. Ea, ya ha anochecido por completo; debe V. estar cansado por la obstinada persecución que ha sufrido durante todo el día y por las emociones fuertes que ha experimentado; duerma V., que yo velaré por los dos, pues mañana, probablemente, tendremos que hacer una marcha muy larga, es preciso que esté V. ágil y dispuesto.

El negro comprendió lo justas que eran las observaciones de su amigo, con tanto más motivo, cuanto que estaba abrumado de cansancio; los sabuesos de su antiguo amo le habían perseguido tan de cerca, que en las cuatro últimas noches no había podido dormir. Así pues, prescindiendo de toda vergüenza mal entendida, se tendió en el suelo con los pies junto al fuego, y se durmió casi al momento.

Tranquilo permaneció sentado sobre la piragua, con su rifle entre las piernas, a fin de estar dispuesto para cualquier alarma, y quedó sumido en profundas reflexiones, al paso que vigilaba con el mayor cuidado los alrededores y prestaba atento oído al ruido más leve.

[1] Nada hay que nos parezca tan ridículo como ese lenguaje extravagante que se atribuye a los negros, lenguaje que, en primer lugar, tiene la desventaja de hacer más lenta la narración, y que además es falso, doble razón que nos induce a no emplearle aquí, aunque en concepto de algunos perjudique al colorido local. (N. del A.).


IV.

LA MANADA.

La noche estaba espléndida. El cielo, de un azul oscuro, se veía tachonado por millones de estrellas que derramaban una luz dulce y misteriosa.

El silencio del desierto era interrumpido por mil ruidos melodiosos y animados; leves resplandores que se filtraban por entre las hojas de los árboles corrían sobre la fina yerba a manera de fuegos fatuos. En la orilla opuesta del río algunos robles secos y carcomidos se alzaban cual fantasmas, y la brisa agitaba sus largas ramas cubiertas de plantas trepadoras; mil rumores cruzaban el espacio; gritos incalificables salían de las madrigueras invisibles de la selva; se oían los suspiros ahogados del viento entre las hojas, el murmullo del agua sobre los guijarros de la playa, y ese ruido, en fin, inexplicable de las oleadas de la vida, ruido que procede de Dios, y al que hace ser aún más imponente la soledad majestuosa de las llanuras americanas.

El cazador se dejaba arrastrar, a pesar suyo, por la omnipotente influencia de aquella naturaleza primitiva que le rodeaba: al encontrarse aislado así en ella, por todos los poros percibía su savia fortalecedora; todo su ser se estremecía y se identificaba con la escena sublime a que asistía; apoderábase de él una melancolía dulce y serena: tan lejos de los hombres y de su mezquina civilización, se sentía más cerca de Dios, y su fe cándida se aumentaba con toda la admiración que le causaban los secretos medio revelados de los grandes arcanos de la naturaleza, secretos que sorprendía, por decirlo así, en el acto.

Y es que el alma se engrandece, y los pensamientos se ensanchan con el contacto de esa vida nómada, en la que cada minuto que trascurre produce peripecias nuevas e imprevistas, en la que a cada paso ve el hombre el dedo de Dios señalado de una manera evidente en los paisajes ásperos y grandiosos que le rodean.

Así esa existencia de peligros y de privaciones tiene, para los que la han ensayado una vez siquiera, encantos y embriagueces inexplicables, alegrías incomprensibles, que hacen que siempre se las eche de menos, porque solo en el desierto es donde el hombre siente que vive, donde tiene la medida de sus fuerzas, y donde se le revela el secreto de su poder.

Así trascurrían las horas con rapidez para el cazador, sin que el sueño llegase todavía a cerrar sus párpados; ya la fresca brisa de la mañana hacía estremecer las altas copas de los árboles y rizaba la tersa superficie del río, en cuyas aguas plateadas se reflejaban las grandes sombras de sus accidentadas orillas. En el horizonte, anchas fajas rosadas anunciaban la próxima salida del sol; el búho, oculto en la enramada, había saludado por dos veces con su grito melancólico la vuelta del día: eran próximamente las tres de la madrugada.

Tranquilo abandonó el rústico asiento en que hasta entonces había permanecido en completa inmovilidad, sacudió el entorpecimiento que se había apoderado de él, y dio algunos paseos por la playa con el fin de restablecer la circulación de la sangre en todos sus miembros.

Cuando un hombre, no diremos se despierta, porque el buen canadiense ni un solo instante había cerrado los ojos durante el trascurso de aquella larga velada, pero sacude el entorpecimiento en que le han sumido el silencio, las tinieblas y sobre todo el frío penetrante de la noche, necesita algunos minutos antes de que consiga entrar de nuevo en posesión de todas sus facultades y restablecer el equilibrio en su cerebro: esto fue lo que le sucedió al cazador. Sin embargo, acostumbrado hacía muchos años a la vida del desierto, aquel espacio de tiempo fue menos largo para él que para cualquier otro, y muy luego recobró la plenitud de su inteligencia, sintiéndose tan despejado, y con la mirada tan penetrante y el oído tan sutil, como en la noche anterior. Disponíase, por lo tanto, a despertar a su compañero, que seguía durmiendo con ese sueño bueno y reparador que en este mundo solo disfrutan los niños y los hombres cuya conciencia está pura de todo mal pensamiento, cuando de improviso se paró, prestando atento oído con marcada inquietud.

Desde las escondites profundidades del bosque que formaba un espeso cortinaje detrás de su campamento, el canadiense había oído alzarse un ruido inexplicable que aumentaba por momentos, y que muy luego adquirió las proporciones de los violentos estampidos del trueno.

Este ruido se acercaba cada vez más: eran patadas secas, fuertes y apresuradas, estremecimientos y roces de árboles y de ramas, mugidos sordos que parecían sobrehumanos, en fin, un rumor incalificable, espantoso, indefinible, que, acercándose ya bastante, resonaba como el ruido sordo y continuo de una gran masa de agua cuando va a producir una inundación.

Quoniam, que había despertado sobresaltado por aquel tumulto singular, estaba de pie, con su rifle en la mano y la vista fija en el cazador, dispuesto a obrar a la primera señal, aunque sin adivinar lo que pasaba, con la imaginación embotada todavía por la pesadez del sueño, y poseído de ese terror instintivo que se apodera del hombre más valiente cuando comprende que le amenaza un peligro terrible y desconocido.

Así trascurrieron algunos minutos.

—¿Qué haremos? murmuró Tranquilo con vacilación, procurando, aunque inútilmente, explorar con la mirada las profundidades de la selva y adivinar lo que ocurría.

De pronto resonó a corta distancia un silbido agudo.

—¡Ah! exclamó Tranquilo haciendo un movimiento de alegría y alzando súbitamente la cabeza, por fin voy a saber a qué atenerme.

Y llevándose los dedos a la boca, imitó el grito de la garza. En el mismo instante se precipitó un hombre fuera de la selva, y dando dos saltos de tigre llegó junto al cazador.

—¡Ooah! exclamó; ¿Qué hace aquí mi hermano?

Aquel hombre era el Ciervo-Negro.

—Le estaba a V. aguardando, jefe, respondió el canadiense.

El piel roja era un hombre de veintiséis a veintisiete años, de estatura mediana, pero muy bien proporcionada; llevaba el gran traje de guerra de su nación, y estaba pintado y armado como para ir a una expedición. Su semblante era hermoso; su fisonomía inteligente y leal revelaba valor y bondad, y en todas sus facciones se reflejaba una majestad suprema.

En aquel momento parecía que se hallaba poseído de una agitación tanto más extraordinaria, cuanto que los pieles rojas consideran como punto de honra el no dejarse conmover nunca por suceso alguno, por terrible que sea; sus ojos lanzaban relámpagos, sus palabras eran breves, su voz tenía un acento metálico.

—¡Pronto! dijo, hemos perdido ya demasiado tiempo.

—Pues ¿qué sucede? preguntó Tranquilo.

—¡Los bisontes! dijo el jefe.

—¡Oh! ¡Oh! exclamó Tranquilo con terror.

Había comprendido: aquel ruido que estaba oyendo hacía algún tiempo, le producía una manada de bisontes que venía del este, y se dirigía probablemente a las praderas altas del oeste.

Lo que el cazador había adivinado tan pronto necesita serle explicado brevemente al lector, a fin de que pueda comprender el peligro terrible a que de improviso se hallaban expuestos nuestros personajes.

Llámese manada, en las antiguas posesiones españolas, a una reunión de varios millares de animales salvajes. Los bisontes, en sus emigraciones periódicas durante la estación de los amores, se reúnen algunas veces en manadas de quince o veinte mil cabezas, que forman una tropa compacta, y viajan juntos; aquellas reses caminan siempre en derechura delante de sí, oprimiéndose unas contra otras, trasponiendo y derribando cuantos obstáculos se oponen a su paso. Desgraciado el temerario que intentase detener O variar la dirección de su furibunda carrera, porque sería destrozado y molido como paja bajo los pies de aquellos animales estúpidos, que pasarían por cima de su cuerpo sin tan siquiera verle.

Así pues, la posición de nuestros personajes era muy crítica, porque la casualidad les había colocado precisamente en frente de una manada que llegaba sobre ellos con la rapidez del rayo.

Toda fuga era imposible; no había que pensar en ello, y la resistencia era aún más imposible.

El ruido se acercaba con una rapidez espantosa; ya se oían clara y distintamente los mugidos salvajes de los bisontes mezclados con los aullidos de los lobos rojos y con los ásperos maullidos de los jaguares, que iban saltando por los flancos de la manada y cazando a los rezagados o a los que se apartaban imprudentemente a la derecha o a la izquierda.

Con un cuarto de hora más que trascurriese, nuestros tres hombres quedaban perdidos; pues la espantosa masa aparecía barriéndolo todo en su paso con esa fuerza irresistible de la fiera, a la que nada puede vencer.

Lo repetimos, la posición era crítica.

El Ciervo-Negro se dirigía al punto de cita que él mismo había designado al cazador canadiense; ya no distaba más que tres o cuatro leguas del sitio en que pensaba encontrar a su amigo, cuando su oído ejercitado percibió el ruido de la furibunda carrera de los bisontes. Cinco minutos le bastaron para comprender la inminencia del peligro que amenazaba al cazador: con esa rapidez de decisión que caracteriza a los pieles rojas en los casos apurados, resolvió avisar a su amigo y salvarle o perecer con él; entonces se lanzó a la carrera, salvando con vertiginosa rapidez el espacio que le separaba del sitio de la cita, sin tener más que un pensamiento fijo, el de tomar una gran delantera a la manada, de modo que el cazador pudiese salvarse: desgraciadamente, por rápida que fuese su carrera, y los indios son afamados por su fabulosa agilidad, no pudo llegar bastante a tiempo para poner en salvo a aquel a quien quería librar.

Cuando el jefe, después de haber avisado al cazador, hubo reconocido la inutilidad de sus esfuerzos; verificóse en él una reacción súbita; sus facciones, animadas por la inquietud, recobraron su rigidez habitual; una sonrisa triste arqueó sus labios desdeñosos, y se dejó caer al suelo murmurando con voz sombría:

—¡Wacondah no ha querido!

Pero Tranquilo no aceptó la posición con igual resignación y fanatismo; el cazador pertenecía a esa raza de hombres enérgicos cuyo carácter, de un temple muy fuerte, nunca se deja abatir, y que luchan hasta el último instante.

Cuando vio que el piel roja, con el fatalismo propio de su raza, abandonaba la partida, resolvió hacer un esfuerzo supremo e intentar un imposible.

A veinte pasos más allá del sitio en que el cazador había establecido su campamento, había varios árboles derribados por el suelo, muertos de vejez, y, por decirlo así, amontonados unos sobre otros; luego, detrás de aquella especie de atrincheramiento natural, se alzaba un grupo de cinco o seis robles aislados de todos los demás, y que formaban como un oasis en medio de los arenales de la orilla del río.

—¡Alerta! gritó el cazador. Quoniam, recoja V. toda la leña seca que pueda, y véngase acá; jefe, haga V. lo mismo.

Los dos hombres obedecieron sin comprender, pero tranquilizados por la sangre fría de su compañero.

En pocos momentos quedó amontonada sobre los árboles derribados una cantidad considerable de leña seca.

—¡Bueno! gritó el cazador; ¡Vive Dios! Aún no se ha perdido todo: ¡buen ánimo!

Llevando entonces a aquella hoguera improvisada los restos de la lumbre que había encendido en su campamento para combatir el frío de la noche, atizó y avivó el fuego con materias resinosas, y en menos de cinco minutos una ancha llamarada se alzó oscilando hacia el cielo, y formó una cortina espesa y de más de diez metros de extensión.

—¡En retirada! ¡En retirada! exclamó el cazador; ¡Seguidme!

El Ciervo-Negro y Quoniam se precipitaron en pos de él.

El canadiense no fue muy lejos; cuando hubo llegado al grupo de árboles de que hemos hablado, trepó al más corpulento con sin igual destreza y agilidad, y muy luego sus compañeros y él se encontraron encaramados a cincuenta metros de altura, cómodamente establecidos sobre fuertes ramas, y ocultos por completo entre las hojas.

—Así, dijo el canadiense con la mayor sangre fría; éste es nuestro último recurso. En cuanto aparezca la columna, fuego sobre los flanqueadores; si el resplandor de las llamas asusta a los bisontes, nos salvamos; si no, no nos quedará más remedio que morir. Pero al menos habremos hecho todo lo posible para salvar nuestras vidas.

El fuego encendido por el cazador había tomado proporciones gigantescas; se había ido extendiendo, inflamando las yerbas y los arbustos, y aunque estaba demasiado lejos de la selva para poder incendiarla, muy luego formó una cortina de llamas de cerca de un cuarto de milla de longitud, y cuyos resplandores rojizos teñían a lo lejos el cielo y daban al paisaje un aspecto de grandiosidad imponente y salvaje.

Los cazadores, desde el sitio en que se habían refugiado, dominaban aquel océano de llamas, que no podía alcanzarles, y se cernían, por decirlo así sobre él.

De pronto se oyó un crujido horrible, y en el linde de la selva apareció la vanguardia de la manada.

—¡Atención! exclamó el cazador echándose el rifle a la cara.

Los bisontes, sorprendidos de improviso por la vista de aquel muro de llamas que se alzaba súbitamente ante ellos, deslumbrados por el resplandor del fuego, y al mismo tiempo abrasados por aquel calor tan fuerte, vacilaron por un instante como si se hubiesen consultado, y en seguida se precipitaron hacia adelante con un furor ciego, lanzando bramidos de cólera.

Sonaron tres tiros.

Los tres bisontes que iban más adelantados cayeron revolcándose en las angustias de la agonía.

—Estamos perdidos, dijo Tranquilo fríamente.

Los bisontes seguían avanzando.

Pero muy luego el calor llegó a ser insoportable; el humo, lanzado por la brisa en dirección de la manada, cegó a las reses, y entonces se verificó una reacción; hubo un momento de parada, seguido muy pronto de un movimiento de retroceso.

Los cazadores, con el pecho anheloso, seguían con una mirada ansiosa las singulares peripecias de aquella escena terrible. Era una cuestión de vida o muerte para ellos la que en aquel momento se decidía; su existencia estaba colgada de un hilo, por decirlo así.

Entre tanto la imponente masa seguía avanzando. Los animales que guiaban a la manada no pudieron resistir al empuje de los que les seguían; fueron derribados y pisoteados por los que venían detrás; pero estos, abrumados a su vez por el calor, quisieron también retroceder; en aquel momento supremo algunos bisontes se desbandaron a derecha e izquierda, y esto bastó para que los demás les siguiesen; entonces se establecieron dos corrientes, una por cada lado del fuego, y la manada, cortada en dos, pasó como un torrente que ha roto sus diques, reuniéndose en la playa y vadeando el río en columna cerrada.

Era un espectáculo horrible el que ofrecía aquella manada huyendo aterrada y lanzando gritos de terror, perseguida por las fieras y encerrando en su centro el fuego encendido por el cazador, que parecía un faro lúgubre destinado a iluminar el camino.

Muy luego se echaron los bisontes al río, que atravesaron en línea recta, y su prolongada columna oscura serpenteó en la opuesta orilla, en donde no tardó en desaparecer la cabeza de la manada.

Los cazadores estaban salvados, merced a la presencia de ánimo y sangre fría del canadiense; sin embargo, todavía permanecieron ocultos durante dos horas entre las ramas que les cobijaban.

Los bisontes continuaban pasando por derecha e izquierda. El fuego se había apagado por falta de alimento; pero ya estaba dada la dirección a las reses, y al llegar a la apagada hoguera, que no era ya más que un montón de cenizas, la columna se dividía por sí sola y desfilaba por ambos lados.

Al fin apareció la retaguardia, hostigada por los jaguares que saltaban por sus flancos, y después todo concluyó. El desierto, cuyo silencio había sido turbado por un instante, volvió a caer en su habitual tranquilidad. Solo una ancha senda trazada en medio del bosque y sembrada de árboles destrozados atestiguó el paso furibundo de aquella tropa desordenada.

Los cazadores respiraron; a la sazón podían abandonar sin peligro su fortaleza aérea y bajar de nuevo al suelo.


V.

EL CIERVO-NEGRO.


Tan pronto como nuestros tres personajes hubieron bajado del árbol, reunieron los tizones desparramados de la hoguera casi apagada, con el fin de encender el fuego para condimentar el almuerzo.

Los víveres no les escaseaban, y no se vieron obligados a recurrir a sus provisiones particulares, pues varios bisontes tendidos sin vida en el suelo les ofrecían con profusión el manjar más suculento del desierto.

Mientras que Tranquilo se ocupaba en preparar convenientemente un lomo de bisonte, el negro y el piel roja se examinaban con una curiosidad que se revelaba por mutuas exclamaciones de sorpresa.

El negro se reía como un loco considerando el aspecto singular del guerrero indio, cuyo rostro estaba pintado de cuatro colores diferentes, y que llevaba un traje tan raro en concepto del buen Quoniam, quien, según ya hemos dicho, nunca se había encontrado con indios.

El jefe manifestaba su sorpresa de diferente manera. Después de haber permanecido mucho tiempo inmóvil mirando al negro, se acercó a él, y sin decir una palabra le cogió de un brazo y comenzó a frotarle con toda su fuerza con una punta de su manto de piel de bisonte.

El negro, que al pronto se había prestado gustoso al capricho del indio, no tardó en impacientarse; al pronto procuró desasirse, pero no lo pudo conseguir, pues el jefe le sujetaba con fuerza y procedía de una manera concienzuda a su operación singular. Entre tanto, Quoniam, a quien aquel frote continuo comenzaba no solo a incomodar, sino a hacer sufrir en extremo, principió a lanzar gritos horribles, haciendo los mayores esfuerzos para librarse de su impasible verdugo.

Los gritos de Quoniam llamaron la atención de Tranquilo; levantó la cabeza y acudió presuroso a libertar al negro, que lanzaba miradas extraviadas, saltaba a uno y otro lado, y aullaba como un condenado.

—¿Por qué atormenta mi hermano así a ese hombre? preguntó el canadiense interponiéndose.

—¿Yo? repuso el jefe con sorpresa; no le atormento; su disfraz no es necesario y se lo quito.

—¿Cómo, mi disfraz? exclamó Quoniam.

Tranquilo le impuso silencio con un gesto, y prosiguió diciendo:

—Ese hombre no está disfrazado.

—¿A qué pintarse así todo el cuerpo? repuso obstinadamente el jefe; los guerreros no se pintan más que el rostro.

El cazador no pudo contener una carcajada, y tan luego como recobró su seriedad, dijo:

—Mi hermano se equivoca; ese hombre pertenece a otra raza. El Wacondah le ha hecho la piel negra, así como ha hecho roja la de mi hermano y blanca la mía. Todos los hermanos de ese hombre son de su color; el Gran Espíritu lo ha querido así, a fin de no confundirlos con las naciones de los pieles rojas y de los rostros pálidos; mire mi hermano su manto de piel de bisonte y verá que no se le ha pegado el más mínimo átomo negro.

—¡Oeht! dijo el indio bajando la cabeza como un hombre que se halla colocado ante un problema insoluble; el Wacondah todo lo puede.

Y obedeció maquinalmente al cazador, dirigiendo una mirada distraída a la punta de su manto, que aún no había pensado en soltar.

—Ahora, continuó diciendo Tranquilo, sírvase V., jefe, considerar a este hombre como a un amigo, y hacer por él lo que en caso necesario haría V. por mí; pues se lo agradeceré en extremo.

El jefe se inclinó con gracia, y tendiendo la mano al negro, le dijo:

—Las palabras de mi hermano el cazador resuenan en mi oído con la dulzura del canto del cenzontle. El Wah-rush-ar-menec (el Ciervo-Negro) es un sachem en su nación, su lengua no está partida, y las palabras que sopla su pecho son claras, porque proceden de su corazón; el Cara-Negra tendrá su puesto en el fuego del consejo de los Pawnees, porque desde este momento es amigo de un jefe.

Quoniam saludó al indio y correspondió cordialmente a su apretón de mano, diciéndole:

—No soy más que un pobre negro; pero mi corazón es puro, y mi sangre corre tan roja por mis venas como si yo fuese blanco o indio. Ambos tenéis derecho para pedirme mi vida; os la daré con alegría.

Después de este mutuo cambio de seguridades amistosas, los tres hombres se sentaron en el suelo y se dispusieron para almorzar.

Merced a las emociones sufridas durante la mañana, los aventureros tenían un apetito feroz; devoraron el lomo de bisonte, que desapareció casi por completo bajo sus reiterados ataques, y que regaron con algunos cuernos de agua mezclada con ron, del cual llevaba Tranquilo una pequeña provisión en una calabaza colgada de su cintura.

Cuando el almuerzo hubo terminado, encendiéronse las pipas, y cada cual se puso a fumar silenciosamente y con esa gravedad propia de las gentes que viven en los bosques.

Cuando la pipa del jefe se hubo apagado, sacudió sus cenizas golpeándola sobre la uña del dedo pulgar de la mano izquierda, se la colocó en el cinto, y volviéndose hacia Tranquilo, le dijo:

—¿Quieren mis hermanos celebrar consejo?

—Sí, respondió el canadiense. Cuando me separé de V. en el Alto Misuri, a fines de la luna de Mikini-Quisis (mes de las frutas quemadas, julio), me citó V. para la caleta de los sauces secos del Río del Alce, para el diez de setiembre, día de la luna de Inaqui-Quisis (mes de las hojas que caen, setiembre), dos horas antes de la salida del sol. Ambos hemos sido exactos. Ahora aguardo a que se sirva V. explicarme, jefe, por qué me ha dado esta cita.

—Tiene razón mi hermano: el Ciervo-Negro hablará.

Después de haber pronunciado estas palabras, el semblante del indio pareció que se oscurecía, y quedó sumido en una meditación profunda que sus compañeros respetaron, aguardando con paciencia a que volviese a tomar la palabra.

Por fin, al cabo de un cuarto de hora el jefe indio se pasó la mano por la frente varias veces, levantó la cabeza, dirigió en torno suyo una mirada investigadora, y se decidió a hablar, pero en voz baja y contenida, como si aún en aquel desierto hubiese temido que sus palabras fuesen escuchadas por oídos enemigos.

—Mi hermano el cazador me conoce desde mi infancia, dijo, puesto que ha sido criado por los sachems de mi nación; así pues, nada le diré de mí. El gran cazador pálido tiene en su pecho un corazón indio; el Ciervo-Negro le hablará como a un hermano. Hace tres lunas el jefe estaba cazando con su amigo a los alces y los gamos en las praderas del Misuri, cuando un guerrero Pawnee llegó a rienda suelta, llamó al jefe aparte y habló en secreto con él durante largas horas. ¿Recuerda eso mi hermano?

—Perfectamente, jefe: recuerdo que, después de aquella conversación prolongada, el Zorro-Azul, que así se llamaba el guerrero Pawnee, partió con la misma rapidez con que había llegado; y mi hermano, que hasta aquel momento había estado alegre y gozoso, se tornó triste de improviso. A pesar de las preguntas que dirigí a mi hermano, no quiso revelarme la causa de aquella tristeza súbita, y al día siguiente, al salir el sol, se separó de mí citándome para hoy aquí.

—Sí, respondió el indio, eso es exacto, así pasó todo; pero lo que entonces no podía yo decir, se lo voy a manifestar ahora a mi hermano.

—Mis oídos están abiertos, respondió el cazador inclinándose; temo que mi hermano no tenga que comunicarme desgraciadamente sino malas noticias.

—Mi hermano juzgará, dijo el indio: he aquí las noticias que me trajo el Zorro-Azul. Un día llegó a las orillas del Río del Elk, en donde se alzaba la aldea de los Pawnees-Serpientes, un rostro pálido de los Cuchillos Largos del oeste, seguido de unos treinta guerreros de los rostros pálidos, de varias mujeres y de grandes casas de medicina arrastradas por bisontes rojos sin joroba y sin crin. Aquel rostro pálido se detuvo a dos tiros de flecha de la aldea de mi nación, en la orilla opuesta del río, encendió hogueras y acampó. Mi padre, como sabe mi hermano, era el primer sachem de la tribu; montó a caballo, y seguido de algunos guerreros, pasó el río y se presentó al extranjero con el fin de darle la bienvenida a su llegada al territorio de caza de nuestra nación y ofrecerle los refrescos que pudiese necesitar.

«Aquel rostro pálido era un hombre de elevada estatura, de facciones duras y acentuadas. La nieve de varios inviernos había blanqueado su cabellera. Al oír las palabras de mi padre, se echó a reír, y respondió:

—»¿Es V. el jefe de los pieles rojas de esa aldea?

—»Sí, dijo mi padre.

»Entonces el rostro pálido sacó un gran collar (carta) en el cual estaban dibujadas figuras singulares, y enseñándosele a mi padre, le dijo:

—»Vuestro abuelo pálido de los Estados Unidos me ha concedido la propiedad de todas las tierras que se extienden desde la cascada del Antílope hasta el lago de los Bisontes. He aquí, añadió dando con el dorso de su mano sobre el collar, lo que prueba mi derecho.

»Mi padre y los guerreros que le acompañaban se echaron a reír.

—»Nuestro abuelo pálido, respondió mi padre, no puede dar lo que no le pertenece; esas tierras de que V. habla constituyen el territorio de caza de mi nación desde que la gran tortuga salió del seno del mar para sostener al mundo sobre su concha.

—»No entiendo lo que V. dice, repuso el rostro pálido; solo sé que esas tierras me han sido dadas, y que, si no consiente V. en retirarse y dejarme su libre goce, yo sabré obligarte a ello.»

—Sí, dijo Tranquilo interrumpiéndole; he ahí el sistema de esos hombres: ¡el asesinato y la rapiña!

—Mi padre se retiró al oír aquella amenaza, continuó diciendo el indio; inmediatamente tomaron las armas los guerreros, las mujeres fueron escondidas en unas cuevas, y la tribu entera se dispuso para la resistencia. Al día siguiente, al amanecer, los rostros pálidos pasaron el río y atacaron la aldea. El combate fue largo y encarnizado; duró todo el espacio de tiempo comprendido entre dos soles; pero ¿qué podían hacer unos pobres indios contra los rostros pálidos armados con rifles? Fueron vencidos y obligados a emprender la fuga. Dos horas después la aldea estaba reducida a cenizas, y los huesos de los antepasados desparramados en todas direcciones. Mi padre había sido muerto en la batalla.

—¡Oh! exclamó el canadiense lleno de dolor.

—Aún no es eso todo, repuso el jefe; los rostros pálidos descubrieron la cueva en que se habían refugiado las mujeres de la tribu, y todas, o al menos casi todas, porque solo diez o doce lograron escaparse llevándose sus niños, ¡fueron asesinadas a sangre fría con todo el refinamiento de la más horrible barbarie!

El jefe, después de haber pronunciado estas palabras, ocultó el rostro en su manto de piel de bisonte, y sus compañeros oyeron los sollozos que en vano procuraba ahogar.

—He ahí, repuso al cabo de un momento, las noticias que me comunicó el Zorro-Azul: mi padre había muerto en sus brazos legándome su venganza; mis hermanos, perseguidos como fieras por sus feroces enemigos, obligados a esconderse en el fondo de las selvas más impenetrables, me habían elegido para ser jefe suyo: acepté haciendo jurar a los guerreros de mi nación que, en los rostros pálidos que se apoderaron de nuestra aldea y asesinaron a nuestros hermanos, habían de vengar todo el mal que nos hicieron. Desde nuestra separación no he desperdiciado un solo instante para reunir todos los elementos de mi venganza. Hoy todo se halla dispuesto; los rostros pálidos se han adormecido en una seguridad engañosa: su despertar será terrible. ¿Me seguirá mi hermano?

—¡Sí, vive Dios! Le seguiré a V., jefe, y le ayudaré con todo mi poder, respondió Tranquilo resueltamente; porque su causa es muy justa. Pero impongo una condición.

—Hable mi hermano.

—La ley del desierto dice: ojo por ojo, diente por diente, es verdad; pero puede V. vengarse sin deshonrar su victoria con crueldades inútiles. No siga V. el ejemplo que le han dado; sea V. humano, jefe, y el Grande Espíritu sonreirá a sus esfuerzos y le será propicio.

—El Ciervo-Negro no es cruel, respondió el jefe; deja eso para los rostros pálidos; no quiere más que la justicia.

—Lo que dice V. está muy bien, jefe, y me alegro de oírle hablar así. ¿Pero ha tomado V. bien sus medidas? ¿Son sus fuerzas bastante considerables para asegurarle el triunfo? Ya sabe V. que los rostros pálidos son numerosos, y que nunca dejan impune una agresión; suceda lo que quiera, debe V. prepararse para ver represalias terribles.

El indio se sonrió con desdén y respondió:

—Los Cuchillos Grandes del Oeste son unos perros y unos conejos cobardes; las mujeres de los Pawnees les darán unas sayas; el Ciervo-Negro irá con su tribu a establecerse en las grandes praderas de los Comanches, quienes les recibirán como hermanos, y los rostros pálidos no sabrán donde encontrarlos.

—Eso está bien pensado, jefe. Pero desde que fue V. expulsado de su aldea, ¿no ha mantenido V. espías cerca de los americanos para que le tengan al corriente de todas sus acciones? Eso era muy importante para el buen éxito de sus proyectos posteriores.

El Ciervo-Negro se sonrió, pero no contestó, de lo cual dedujo el canadiense que el piel roja, con esa sagacidad y esa paciencia que caracterizan a los hombres de su raza, había adoptado todas las precauciones necesarias para asegurar el buen éxito del golpe de mano que quería intentar contra los nuevos colonos.

Tranquilo, por la educación semi-india que había recibido, y por el odio hereditario que, como verdadero canadiense, profesaba a la raza anglo-sajona, se hallaba del todo dispuesto a ayudar al jefe Pawnee a tomar sobre los norteamericanos una venganza terrible por los insultos que de ellos había recibido: pero con esa rectitud que constituía el fondo de su carácter, no quería dejar que los indios cometiesen con sus enemigos esas crueldades espantosas a que con sobrada frecuencia se dejan arrastrar en la primera embriaguez de la victoria. Por eso la determinación que había adoptado tenía doble objeto: primero asegurar, si era posible, el triunfo de sus amigos, y después emplear toda su influencia sobre ellos para contenerlos terminado el combate, e impedir que saciasen su rabia sobre los vencidos, y especialmente sobre las mujeres y los niños.

Para esto no se ocultó del Ciervo-Negro, y, según hemos visto, impuso como condición expresa de su cooperación, que de seguro no era cosa de desdeñar por los indios, que no se cometiese ninguna crueldad inútil.

Quoniam, por su parte, no anduvo con tantos escrúpulos. Enemigo natural de los blancos, y sobre todo de los norteamericanos, aprovechó presuroso la ocasión que se le presentaba para hacerles todo el daño posible y vengarse de los malos tratos que había sufrido, sin tomarse la molestia de reflexionar que las gentes contra quienes iba a pelear, eran completamente inocentes respecto de las injurias que él había recibido. Aquellos individuos eran norteamericanos, y esta razón bastaba en demasía para justificar a los ojos del vengativo negro la conducta que se proponía observar cuando llegase el momento oportuno.

Al cabo de algunos instantes el canadiense volvió a tomar la palabra.

—¿Dónde están los guerreros de V.? preguntó al jefe.

—Los he dejado a tres soles de marcha del sitio en que nos hallamos: si mi hermano no tiene ya nada que le detenga aquí, nos pondremos en marcha al instante, a fin de reunirnos con ellos lo más pronto posible, pues mis guerreros aguardan mi regreso con impaciencia.

—Entonces marchemos, dijo el canadiense; el día aún no está muy adelantado, pero es inútil que perdamos el tiempo en charlar como viejas curiosas.

Los tres hombres se levantaron, se abrocharon los cintos, se echaron los rifles al hombro, se internaron presurosos por la senda que la manada de los bisontes había trazado en la selva, y muy luego desaparecieron bajo la enramada.


VI.

LA CONCESIÓN.


Abandonaremos durante algún tiempo a nuestros tres viajeros, y usando de nuestro privilegio de narrador, trasportaremos la escena de nuestro relato a algunos centenares de millas más lejos, a un fértil y verde valle del alto Misuri, ese río majestuoso de aguas claras y limpias, en cuyas orillas se alzan hoy tantas ciudades y pueblos prósperos y florecientes, cuya corriente surcan en todas direcciones los magníficos vapores americanos, pero que, en la época en que pasaba nuestra historia, era todavía casi desconocido, y no reflejaba en sus profundas aguas más que los corpulentos y frondosos árboles de las misteriosas selvas vírgenes que cubrían sus bordes.

En el extremo de una especie de horquilla formada por dos afluentes bastante considerables del Misuri, se extiende un ancho valle cerrado en un lado por montañas escabrosas, y en el otro por una prolongada cordillera de altas y fragosas colinas.

Este valle, cubierto casi en toda su extensión por poblados bosques llenos de caza de todas clases, era un sitio de reunión predilecto de los indios Pawnees, de los que una tribu numerosa, la de las Serpientes, se había establecido por completo en el ángulo de la horquilla con el fin de hallarse más cerca de su territorio de caza favorita. La aldea de los indios era bastante considerable: contaba unos trescientos cincuenta hogares, lo cual es enorme para los pieles rojas, quienes generalmente no gustan de reunirse en gran número en un mismo sitio, por temor de tener que sufrir el hambre; pero la posición de la aldea estaba tan bien escogida que esta vez los indios prescindieron de su costumbre. En efecto, por un lado el bosque les suministraba más caza de la que podían consumir; por otro el río abundaba en peces de todas clases y de un sabor delicioso; y las praderas que les rodeaban estaban cubiertas todo el año de una yerba crecida y sustanciosa que ofrecía excelente pasto para los caballos. Hacía varios siglos quizás que los Pawnees-Serpientes se habían fijado definitivamente en aquel bienaventurado valle que, merced a su posición abrigada por todas partes, disfrutaba de un clima dulce y exento de esas grandes perturbaciones atmosféricas que con tanta frecuencia trastornan las altas latitudes americanas. Los indios vivían allí tranquilos e ignorados, ocupándose en cazar y pescar, enviando a lo lejos todos los años reducidas expediciones de jóvenes a seguir el sendero de la guerra bajo las órdenes de los jefes más afamados de la nación.

De improviso aquella existencia pacífica fue turbada para siempre; el asesinato y el incendio se habían extendido cual un sudario siniestro por todo el valle; la aldea fue destruida por completo, y sus habitantes muertos sin compasión.

Los norteamericanos habían llegado a tener noticia por fin de aquel Edén ignorado, y su presencia en aquel rincón de tierra, nuevo para ellos, y su toma de posesión, se habían señalado, como siempre, con el robo, el rapto y el asesinato.

No reproduciremos aquí el relato hecho al canadiense por el Ciervo-Negro; nos limitaremos tan solo a consignar que aquel relato era exacto y fiel en todas sus partes, y que el jefe, al hacerle, lejos de recargarle con enfáticas exageraciones, le había suavizado por el contrario con una justicia y una imparcialidad poco comunes.

Penetraremos en el valle unos tres meses después de la llegada de los americanos, tan fatal para los pieles rojas, y describiremos en pocas palabras la manera en que los nuevos colonos se habían establecido en el territorio de donde tan cruelmente expulsaron a los legítimos propietarios.

Tan luego como los norteamericanos fueron dueños absolutos del terreno, comenzaron lo que llaman un desmonte.

Hace unos treinta años, el gobierno de los Estados Unidos tenía, y probablemente tendrá aún en la actualidad, la costumbre de recompensar los servicios de sus antiguos oficiales haciéndoles concesiones de terrenos en las fronteras de la República más amenazadas por los indios. Esta costumbre ofrecía la doble ventaja de extender paulatinamente los límites del territorio americano; rechazando a los pieles rojas a los desiertos, y de no abandonar sin recursos, en su vejez, a unos soldados valientes que, durante la mayor parte de su vida, habían derramado noblemente su sangre por la patria.

El capitán Jaime Watt era hijo de un oficial distinguido de la guerra de la Independencia: el coronel Lionel Watt, ayudante de campo de Washington, había asistido, al lado de este celebre fundador de la República americana, a todas las batallas dadas a los ingleses: herido de gravedad en el sitio de Boston, con gran sentimiento suyo se vio obligado a volver a la vida privada; pero fiel a sus principios de lealtad, tan luego como su hijo Jaime llegó a los veinte años, le hizo ocupar su puesto bajo las banderas.

En la época en que le ponemos en escena, Jaime Watt era un hombre de unos cuarenta y cinco años, aunque representaba diez más por lo menos, por las innumerables fatigas de la dura vida militar en que había trascurrido su juventud.

Era un hombre de cinco pies y ocho pulgadas de estatura, robusto y vigoroso, ancho de hombros, seco, nervioso y dotado de una constitución de hierro; su rostro, cuyas líneas eran de extremada rigidez, tenía impresa esa expresión de enérgica voluntad mezclada con indiferencia, rasgo peculiar de la fisonomía de los hombres cuya existencia no ha sido sino una serie continua de peligros vencidos. Su cabellera corta y canosa, su tez tostada, sus ojos negros y penetrantes, su boca bien rasgada, pero de labios algo delgados, daban a su semblante un aspecto de severidad inflexible que no carecía de grandeza.

El capitán Watt, casado hacía dos años con una preciosa joven a quien adoraba, era padre de dos hijos, un niño y una niña.

Su mujer, llamada Fanny, era parienta suya lejana. Era morena, con unos ojos azules encantadores, y tenía un carácter dulce y modesto. A pesar de ser mucho más joven que su marido, puesto que aún no tenía veintidós años, Fanny le profesaba el más puro y acendrado cariño.

Cuando el veterano militar vio que era padre, cuando comenzó a experimentar las alegrías íntimas de la familia, se verificó en él una revolución completa; le inspiró súbita repugnancia la carrera militar, y ya no deseó más que los goces tranquilos del hogar.

Jaime Watt era uno de esos hombres para quienes la concepción de un proyecto va seguida inmediatamente después de su ejecución. Por eso, tan luego como se le ocurrió la idea de retirarse del servicio la realizó, resistiéndose a todas las reflexiones y objeciones que sus amigos le hacían.

Sin embargo, aunque el capitán deseaba volver a la vida privada, no era su intención en manera alguna abandonar el uniforme para vestirse el traje de paisano. La vida monótona de las ciudades de la Unión nada agradable podía ofrecer para un antiguo soldado cuyo estado normal, durante todo el curso de su existencia, había sido, por decirlo así, la agitación y el movimiento.

Por consiguiente, después de haberlo reflexionado maduramente, se fijó en un término medio que, a su modo de ver, debía salvar lo que la vida civil pudiese tener de demasiado sencilla y tranquila para él.

Este medio era él de solicitar una concesión de territorio en la frontera india, desmontar aquel terreno con sus enganchados y sus criados, y vivir allí feliz y ocupado, como un señor de la edad media, en medio de sus vasallos.

Este pensamiento le halagaba tanto más al capitán, cuanto que le parecía que de este modo continuaba en cierto modo sirviendo activamente a su país, puesto que plantaba los primeros jalones de una prosperidad futura, y hacía surgir los primeros resplandores de la civilización en unas tierras entregadas todavía a todos los horrores de la barbarie.

El capitán había estado ocupado durante mucho tiempo con su compañía en defender las fronteras de la Unión contra las depredaciones continuas de los pieles rojas, y en oponerse a sus incursiones. Así pues, tenía un conocimiento superficial, si se quiere, pero suficiente, de las costumbres indias y de los medios que era preciso emplear para no ser hostigado por aquellos vecinos turbulentos.

En el curso de las numerosas expediciones que su servicio le obligó a hacer, el capitán visitó muchas llanuras fértiles, muchos territorios cuyo aspecto le había agradado; pero había uno, sobre todo, cuyo recuerdo quedaba pertinazmente grabado en su memoria: era él de un valle delicioso que vislumbró un día como en un sueño, después de una cacería verificada en compañía de un habitante de los bosques, cacería que duró más de tres semanas y que le llevó insensiblemente más lejos de lo que ningún hombre civilizado había visitado hasta entonces en el desierto.

Hacía más de veinte años que no había vuelto a ver aquel valle, y le recordaba como si le hubiese abandonado la víspera, viéndole, por decirlo así, hasta en sus más mínimos pormenores. Esta obstinación de su memoria para representarle de continuo aquel rincón de tierra, concluyó por fascinar en tal manera la mente del capitán, que, cuando hubo adoptado la resolución de abandonar el servicio y solicitar una concesión, fue allí, y no a ninguna otra parte, a donde resolvió retirarse.

Jaime Watt tenía numerosos protectores en las oficinas de la Presidencia; además, los servicios de su padre y los suyos hablaban muy alto en su favor, y por lo tanto no experimentó dificultad alguna para obtener la concesión que solicitaba.

Le presentaron varios planos levantados anteriormente y mandados copiar hacía mucho tiempo por el gobierno, diciéndole que escogiese el territorio que mejor le conviniese; pero el capitán hacía mucho tiempo que había escogido el que quería. Rechazó los planos que le presentaban, sacó de su bolsillo un gran pedazo de piel de alce curtida, le desdobló y se le enseñó al comisario encargado de las concesiones, diciéndole que no quería más que aquella.

El comisario frunció el entrecejo: era amigo del capitán, y no pudo contener un gesto de espanto al oír su petición.

Aquel terreno estaba situado en medio del territorio indio, a más de cuatrocientas millas de la frontera americana. Era una locura, un suicidio, lo que quería cometer el capitán; le sería imposible mantenerse en medio de las tribus belicosas, que le envolverían por todas partes. No trascurriría un mes sin que fuese desapiadadamente asesinado con toda su familia, y los criados tan faltos de juicio que se atreviesen seguirle.

A todas las objeciones que su amigo aglomeraba sin cesar para hacerle variar de idea, el capitán solo respondía con un movimiento de cabeza acompañado de esa sonrisa propia de los hombres que han adoptado una resolución irrevocable.

Al fin, el comisario, perdiendo toda esperanza de convencerle, y apurados ya sus argumentos, concluyó por decirle de una manera terminante que era imposible darle tal concesión, porque aquel territorio pertenecía a los indios, y además una de sus tribus tenía allí una aldea desde tiempo inmemorial.

El comisario había guardado este argumento para lo último, convencido de que el capitán nada podría oponerle y se vería obligado a modificar, cuando menos, sus proyectos.

El buen comisario se había equivocado: no conocía tan bien como se lo figuraba el carácter de su amigo.

Este, sin alterarse por el gesto triunfante con que el comisario había acompañado su peroración, sacó fríamente de otro bolsillo un segundo pedazo de piel de alce curtida, y sin decir una palabra, se lo presentó a su amigo.

El comisario lo cogió dirigiéndole una mirada interrogadora; el capitán le hizo una seña con la cabeza, indicándole que lo examinase con la vista.

El comisario lo desdobló vacilando. Teniendo en cuenta el modo de proceder del veterano, sospechaba que aquel documento contenía una respuesta perentoria.

En efecto, apenas le hubo examinado un instante, le tiró encima de la mesa con un gesto violento de mal humor.

Aquella piel de alce contenía la venta del valle y de todo el territorio circunvecino, hecha por Itsichaiché o Cara de Mono, uno de los sachems principales de la tribu de los Pawnees-Serpientes, en su nombre y en el de los demás jefes de la nación, mediante cincuenta fusiles, catorce docenas de cuchillos de desollar, sesenta libras de pólvora, sesenta libras de balas, dos barriles del licor llamado whiskey, y veintitrés uniformes completos de soldados de la milicia.

Cada uno de los jefes había puesto su jeroglífico al pie del acta de venta y debajo del de Cara de Mono.

Diremos al instante que aquel documento era falso, pues en este asunto el capitán había sido completamente engañado por Cara de Mono.

Este jefe, expulsado de la tribu de los Pawnees-Serpientes por varias causas que revelaremos cuando sea ocasión oportuna, había falsificado aquel documento, primero con el objeto de robar al capitán, y después con el fin de vengarse de sus compatriotas, porque sabía muy bien que si Watt obtenía la autorización del gobierno, no vacilaría para apoderarse del valle, fuesen las que quisieran las consecuencias de esta expoliación; el capitán solo había exigido que el piel roja le sirviese de guía, en lo cual consintió el indio sin dificultad alguna.

Ante el acta de venta que tenía a la vista, el comisario hubo de confesarse vencido y dar, de buen o mal grado, la autorización tan pertinazmente solicitada por el capitán.

Tan luego como todos los documentos estuvieron registrados en debida forma, firmados y autorizados con el gran sello, el capitán comenzó los preparativos de su viaje sin perder un solo instante.

Mistress Watt quería demasiado a su marido para oponer la más leve observación a sus proyectos: habiéndose criado ella también en un desmonte poco lejano de la frontera, estaba casi familiarizada con los indios, y la costumbre de verlos le había enseñado a no temerlos. Además, le importaba muy poco el lugar de su residencia con tal que tuviese consigo a su marido.

El capitán, tranquilo por parte de su mujer, puso manos a la obra con la actividad febril que le caracterizaba.

La América es la tierra de los prodigios, es quizás el único país del mundo en que se pueden encontrar, en el espacio de veinticuatro horas, los hombres y las cosas indispensables para la ejecución de los proyectos más excéntricos y descabellados.

El capitán no se hacía ilusiones en manera alguna acerca de las consecuencias probables de la determinación que había adoptado; y por lo tanto, quería precaverse en lo posible contra todas las eventualidades, y procurar la seguridad de las personas que habían de acompañarle al terreno de la concesión, especialmente la de su mujer y sus hijos.

Por lo demás, no tardó mucho en hacer su elección. Entre sus antiguos compañeros, es decir, entre sus antiguos soldados, había muchos que deseaban en extremo seguirle, y sobre todo un sargento viejo, llamado Walter Bothrel, que había servido bajo sus órdenes durante cerca de quince años, y que a la primera noticia que tuvo de la declaración de retiro de su jefe, fue a buscarle y le dijo que, puesto que abandonaba el servicio, era inútil que él permaneciese en las filas, y que estaba seguro de que su capitán no le negaría el favor de permitirle que le siguiese.

La oferta de Bothrel fue aceptada con júbilo por el capitán, que conocía a fondo a su sargento, especie de perro por lo fiel, hombre de un valor a toda prueba, y con el cual podía contar por completo.

Al sargento fue a quien el capitán confió el encargo de organizar el destacamento de cazadores que se proponía llevar consigo para defenderse, si a los indios se les antojaba atacar a la nueva colonia.

Bothrel cumplió la orden que había recibido con esa conciencia inteligente que empleaba en todas las cosas, y muy luego encontró en la misma compañía del capitán treinta hombres resueltos y fieles que se alegraron infinito de seguir la fortuna de su ex-jefe y unirse a él.

El capitán, por su parte, había enganchado unos quince obreros de todas clases, herreros, carpinteros, etc., que le firmaron un compromiso por cinco años, con arreglo al cual, trascurrido este espacio de tiempo, y mediante un ligero censo, serían dueños del terreno que el capitán les concediese, y en el cual se establecerían con sus familias. Aún este mismo censo había de caducar al cabo de cierto tiempo.

Estando ya terminados, por fin, todos los preparativos, los colonos, en número de cincuenta hombres y unas doce mujeres próximamente, se pusieron en marcha para dirigirse al territorio de la concesión. Era a mediados de mayo, y llevaban consigo una larga hilera de carros cargados con géneros de todas clases y un numeroso rebaño de reses destinadas a alimentar a la colonia y a dar crías.

Cara de Mono servía de guía, según se había convenido. Haciendo al indio la justicia debida, diremos que desempeñó concienzudamente la misión de que se había encargado, y que durante un largo viaje de cerca de tres meses, atravesando desiertos infestados de fieras de todas clases y surcados en todas direcciones por hordas de indios salvajes, logró librar a aquellos a quienes dirigía de la mayor parte de los peligros que a cada paso les amenazaban.


VII.

CARA DE MONO.


Ya hemos visto de qué modo se apoderó el capitán del territorio que le había sido concedido. Ahora vamos a explicar cómo se estableció en él y qué precauciones adoptó para no ser molestado por los indios a quienes tan brutalmente había desposeído, y que, según el carácter vengativo que ya les conocía, probablemente no se darían por vencidos y no dejarían de probar fortuna de un momento a otro para tomar una revancha sangrienta y una venganza terrible por el insulto que recibieron.

El combate contra los indios fue rudo y encarnizado; pero, merced a Cara de Mono, que había revelado al capitán los puntos más débiles del Atepelt (aldea), y merced sobre todo a la superioridad de las armas de fuego de los americanos, los indios se habían visto fatalmente obligados a emprender la fuga y abandonar a los vencedores cuanto poseían, triste botín que solo consistía en pieles de animales y en algunas vasijas hechas con tosca arcilla.

El capitán, tan luego como fue dueño de la plaza, comenzó su obra y principió a fundar la nueva colonia. Comprendía la necesidad de ponerse lo más pronto posible al abrigo de un golpe de mano.

El sitio que ocupaba la aldea fue completamente desembarazado de las ruinas que le obstruían; luego los jornaleros se pusieron a nivelar el suelo y a abrir un foso circular de seis metros de anchura y cuatro de profundidad, al que, por medio de un canal, se puso en comunicación con el afluente del Misuri por un lado, y por el otro con el mismo río. Detrás de este foso, y en lo alto del talud formado por las tierras extraídas y allí amontonadas, plantaron una hilera de estacas de cuatro metros de altura unidas unas a otras por medio de fuertes garfios de hierro, cuidando de dejar intervalos casi invisibles por los cuales era fácil pasar el cañón de un rifle y hacer fuego a cubierto. En este atrincheramiento se practicó una puerta bastante ancha para que por ella pudiese pasar un carro cargado, y que comunicaba con el exterior por medio de un puente levadizo echado sobre el foso y que se alzaba todos los días al ponerse el sol.

Una vez adoptadas estas precauciones preliminares, una extensión de terreno de cuatro mil metros cuadrados próximamente quedó rodeada de agua y defendida en todos sus puntos por una empalizada, excepto en la parte que daba al Misuri, en donde se había considerado que la anchura y la profundidad del río ofrecían suficientes garantías de seguridad.

En el espacio libre que quedaba dentro de la empalizada fue donde el capitán se dispuso a construir los edificios y dependencias de la colonia.

Al principio, y como se practica en todos los desmontes, los edificios habían de ser tan solo de madera, es decir, construidos con troncos de árboles a los cuales se les dejaba la corteza; la madera no escaseaba, merced al bosque situado cuando más a cien metros de distancia de la colonia.

Los trabajos fueron impulsados con tal actividad, que dos meses después de la llegada del capitán a aquel sitio, todos los edificios estaban terminados y la distribución interior casi completa.

En el centro de la colonia y sobre una eminencia formada al efecto, habían construido una especie de torre octógona de unos veinticinco metros de altura, cuyo techo formaba terrado, y dividida en tres pisos: en el bajo estaban la cocina y las habitaciones comunes; los cuarto superiores estaban destinados a los individuos de la familia y de su servidumbre, es decir, al capitán, a su mujer, a sus dos hijos, a las dos criadas de estos, muchachas jóvenes y vigorosas del Kentucky, de mejillas rosadas y abultadas, y cuyos nombres eran Betzy y Emmy; a la cocinera mistress Margaret, respetable matrona que entraba ya en su noveno lustro, aunque solo confesaba treinta y cinco años de edad y todavía tenía pretensiones de belleza, y por último, al sargento Bothrel. Aquella torre estaba cerrada con una puerta muy sólida, forrada de hierro, y en cuyo centro se abría un postigo para reconocer a los que llamaban.

A diez metros próximamente de la torre, y comunicando con ella por medio de un pasadizo subterráneo, estaban la habitación de los cazadores, la de los obreros de todas clases, y por último, la de los pastores y labradores.

Después se veían las cuadras para los caballos y los establos para las reses.

Luego, diseminados en varios puntos, extensos cobertizos, grandes talleres y vastos almacenes destinados a guardar los productos de la colonia.

Pero estos diferentes edificios habían sido construidos de modo que estaban aislados y bastante lejos unos de otros para que, en caso de incendio (y esto era lo que se había tenido presente para colocarlos así), la pérdida de un edificio no produjese irremisiblemente la de otro. De trecho en trecho se habían abierto varios pozos, con el fin de distribuir agua abundante por todas partes sin necesidad de ir a buscarla al río.

En fin, para resumir, diremos que el capitán, como soldado viejo, experimentado y acostumbrado a todos los ardides de la guerra de las fronteras, había adoptado las precauciones más minuciosas para precaver un ataque, y sobre todo para evitar una sorpresa.

Habían trascurrido tres meses desde que se establecieron allí los norteamericanos. Aquel valle, en otro tiempo inculto y cubierto de bosques, se hallaba ya labrado en su mayor parte; los desmontes, verificados en grande escala, habían llevado los linderos de la selva a cerca de dos kilómetros de la colonia; todo ofrecía la imagen de la prosperidad y del bienestar en aquel sitio en que tan poco tiempo antes la incuria de los pieles rojas dejaba que la naturaleza produjese con entera libertad los pocos pastos indispensables para sus ganados.

En el interior de la colonia, todo ofrecía el espectáculo más vivo y animado, mientras que fuera, las reses pastaban bajo la custodia de algunos ganaderos montados y bien armados; los árboles seculares caían bajo los repetidos hachazos de los jornaleros; dentro, todos los talleres estaban en plena actividad, densas columnas de humo se alzaban de las fraguas, el ruido de los martillazos se mezclaba con el rechinar de las sierras; en las orillas del río, enormes pilas de tablas se alzaban a poca distancia de otros rimeros de leña; varias embarcaciones estaban amarradas en la playa, y de vez en cuando se oían resonar a lo lejos los tiros de los cazadores que ejecutaban una batida en el bosque con el fin de proveer de caza a la colonia.

Eran próximamente las cuatro de la tarde. El capitán, montado en un magnífico caballo negro y cuatralbo, cruzaba al paso una pradera recientemente desmontada.

Una sonrisa de satisfacción íntima animaba el rostro severo del antiguo soldado al ver el cambio prodigioso que su voluntad y su febril actividad habían verificado en tan poco tiempo en aquel rincón de tierra ignorado, llamado en un porvenir no lejano, según toda probabilidad, a adquirir una gran importancia comercial debida a su posición tan ventajosa. Acercábase a la colonia, cuando un hombre, oculto hasta entonces detrás de un montón de cepas y raíces de árboles colocadas allí para secarse, apareció súbitamente junto a él.

El capitán reprimió un gesto de mal humor al ver a aquel hombre, que era Cara de Mono.

Diremos aquí algunas palabras acerca de este personaje, que está llamado a representar un papel bastante importante en la presente narración.

Itsichaiché era un hombre de unos cuarenta años, de elevada estatura y bien formado; tenía un rostro astuto y ratero, animado por dos ojos muy pequeños; su nariz encorvada en forma de pico de papagayo, y su boca grande, con labios delgados y comprimidos, le daban una expresión ladina y malvada que, no obstante la obsequiosidad cautelosa y zalamera de sus modales y la dulzura calculada de su voz, inspiraba una repulsión instintiva e invencible a todos aquellos a quienes la casualidad ponía en contacto con él.

Al revés de lo que por lo general suele suceder, la costumbre de verle, en vez de disminuir y desterrar esta impresión desagradable, la acrecentaba más y más.

Había cumplido honrada y concienzudamente sus deberes de guía conduciendo a los norteamericanos sin tropiezo alguno hasta el sitio a donde se dirigían; pero desde aquella época se había quedado con ellos, y por decirlo así, se había avecindado en la colonia en donde andaba de un lado para otro a su antojo, sin que nadie se cuidase de lo que hacía.

Algunas veces desaparecía sin decir una palabra, permanecía ausente durante algunos días, y luego volvía de improviso, sin que fuese posible arrancarle ningún dato, ni saber lo que había hecho, ni a donde había ido.

Sin embargo, había una persona a quien el semblante sombrío del indio había causado constantemente un terror vago, y que nunca pudo dominar la repulsión que le inspiraba, sin que le fuese dado explicar en qué se fundaba aquel sentimiento que experimentaba: aquella persona era mistress Watt. El amor maternal hace ser muy perspicaz: la joven adoraba a sus hijos, y cuando algunas veces el piel roja fijaba por casualidad una mirada indiferente en las inocentes criaturas, la pobre madre sentía un estremecimiento en todos sus miembros, y se apresuraba a apartar de la vista de aquel hombre a los dos tiernos seres que eran todo para ella en este mundo.

Algunas veces había procurado hacer que su marido compartiese sus temores; pero a todas sus observaciones contestaba tan solo el capitán encogiéndose de hombros de un modo significativo, suponiendo que con el tiempo se debilitaría aquella impresión y concluiría por desaparecer. Sin embargo, como mistress Watt volvía de continuo a la carga con la perseverancia y la obstinación de una persona cuyas ideas están positivamente fijadas y no han de variar, el capitán, impacientado y no teniendo razón alguna plausible para proteger contra su mujer, a quien amaba y respetaba, a un hombre hacia el cual no sentía la más leve estimación ni simpatía, le prometió por fin que la desembarazaría de él; y como en aquel momento hacía algunos días que el indio se hallaba ausente de la colonia, formó el propósito de verle en cuanto volviese y pedirle una explicación de su conducta misteriosa: en el caso de que el indio no le diese una respuesta categórica y satisfactoria, le diría de una manera terminante que no quería volverle a ver en la colonia, y que por lo tanto se alejase al momento y para siempre.

He ahí en que disposición de ánimo se hallaba el capitán respecto de Cara de Mono, cuando la casualidad colocó a éste en su camino, en el momento en que menos lo esperaba.

Al ver al indio, el capitán paró a su caballo.

—¿Está mi padre visitando el valle? le dijo el Pawnee.

—Sí, contestó el capitán.

—¡Oh! repuso el indio dirigiendo una mirada en torno suyo, todo ha variado mucho: ahora las reses de los Grandes Cuchillos del Oeste pastan tranquilamente en el territorio de que fueron, desposeídos los Pawnees-Serpientes.

El indio pronunciaba estas palabras con una voz triste y melancólica que dio en que pensar al capitán, y le inspiró cierta inquietud.

—¿Es pesar lo que quiere V. manifestar, jefe? le preguntó. Me parecería eso muy inoportuno, sobre todo en boca de V., que fue quien me vendió el territorio que ocupo.

—Es verdad, dijo el indio moviendo la cabeza; Cara de Mono no tiene derecho para quejarse: él fue quien vendió a los rostros pálidos del Oeste el terreno en que descansan sus padres, y en donde él mismo y sus hermanos han cazado tantas veces el elk y el jaguar.

—Vamos, jefe, le encuentro a V. lúgubre hoy: ¿qué tiene V? ¿Estaba V. acostado esta mañana sobre el lado izquierdo al despertar? dijo el capitán aludiendo a una de las supersticiones más acreditadas entre los indios.

—No, repuso el indio, el sueño de Cara de Mono ha estado exento de malos pronósticos, nada ha venido a alterar la tranquilidad de su alma.

—Felicito a V. por ello, jefe.

—Mi padre dará tabaco a su hijo a fin de que fume la pipa de la amistad a su regreso.

—Puede ser, pero antes tengo que hacer a V. una pregunta.

—Mi padre puede hablar, los oídos de su hijo están abiertos.

—Hace ya mucho tiempo, jefe, que nos hallamos establecidos aquí.

—Sí, está comenzando la cuarta luna.

—En efecto, desde nuestra llegada nos ha dejado V. muchas veces sin avisarnos.

—¿Para qué? Supongo que el aire y el espacio no pertenecen a los rostros pálidos, el guerrero Pawnee es dueño de ir a donde mejor le parezca. Era un jefe afamado en su tribu.

—Todo eso puede ser muy cierto, jefe, y no me importa en manera alguna; pero lo que me importa mucho es la seguridad de mi familia y de los hombres que me han acompañado hasta aquí.

—¿Pues en qué puede atentar Cara de Mono a esa seguridad? dijo el piel roja.

—Voy a decírselo a V., jefe; escúcheme atentamente, pues lo que voy a manifestarle es muy serio.

—Cara de Mono no es más que un pobre indio, respondió el piel roja con ironía; el Gran Espíritu no le ha dado el talento claro y sutil de los rostros pálidos; sin embargo, procurará comprender.

—No es V. tan sencillo como quiere aparentarlo en este momento, jefe. Estoy seguro de que me comprenderá V. perfectamente si quiere tomarse ese trabajo.

—El jefe procurará hacerlo.

El capitán contuvo a duras penas un movimiento de impaciencia, y continuó diciendo:

—No estamos aquí en una de las grandes ciudades del interior de la Unión americana, en donde la ley protege a los ciudadanos y garantiza su seguridad; todo lo contrario, nos hallamos en el territorio de los pieles rojas, alejados de toda protección que no sea la de nuestras propias fuerzas; de nadie podemos aguardar auxilio, y estamos rodeados de enemigos vigilantes que acechan el momento propicio para atacarnos y asesinarnos si pueden; así pues, es deber nuestro velar con el mayor cuidado por nuestra seguridad, que se vería gravemente comprometida por la imprudencia más leve. ¿Comprende V. eso, jefe?

—Sí, mi padre ha hablado bien; su cabeza está cenicienta; su sabiduría es grande.

—Así pues, repuso el capitán, debo vigilar con el mayor cuidado los pasos de todas las personas que más o menos directamente pertenecen a la colonia; y cuando su conducta me parezca sospechosa, debo pedirles explicaciones que no tienen derecho para negarme. Ahora bien, jefe, me veo obligado a confesar a V. con sumo sentimiento que la vida que lleva V. de algún tiempo a esta parte me parece más que sospechosa, que ha llamado mi atención, y que espero me dé V. una contestación que disipe mis dudas.

El piel roja había permanecido impasible; ni un músculo de su rostro se había movido. El capitán, que le examinaba atentamente, no pudo sorprender en sus facciones la más leve huella de emoción. El indio aguardaba ya la pregunta que en aquel momento le dirigían, y se hallaba dispuesto a contestar.

—Cara de Mono ha conducido a mi padre y a sus hijos desde las grandes aldeas de piedra de los Grandes Cuchillos del Oeste hasta aquí. ¿Ha tenido mi padre que dirigir alguna reconvención al jefe?

—Ninguna, tengo que confesarlo, respondió el capitán con franqueza; ha desempeñado V. su encargo honradamente.

---¿Por qué ahora cubre una piel el corazón de mi padre y se ha introducido en su alma la sospecha respecto de un hombre contra el cual confiesa él mismo que nunca ha podido formular la más leve reconvención? ¿Es ésa, por ventura, la justicia de los rostros pálidos?

—No nos salgamos de la cuestión, jefe, y sobre todo no la alteremos, si V. gusta, porque yo no podría seguirle en todos sus circunloquios indios. Así pues, me limitaré a significarle a V. de una manera explícita que, si no quiere decirme claramente el motivo de sus reiteradas ausencias y darme una prueba positiva de su inocencia, no volverá V. a poner los pies en el interior de la colonia, y le obligaré a alejarse para siempre del territorio que ocupo.

Un relámpago de odio chispeó en los ojos del piel roja; pero apagando instantáneamente la llama de su mirada, respondió con su voz más dulce:

—Cara de Mono es un pobre indio; sus hermanos le rechazaron por razón de su amistad con los rostros pálidos, y esperaba encontrar entre los Grandes Cuchillos del Oeste, ya que no cariño, al menos gratitud por los servicios que les prestó. Se ha equivocado.

—No se trata ahora de eso, repuso el capitán impacientado; ¿quiere V. contestar, sí o no?

El indio se puso derecho, y acercándose a su interlocutor bastante cerca para tocarle, le lanzó una mirada de cólera y de reto, y le dijo:

—¿Y si me niego a contestar?

—¡Si te niegas, miserable, te prohíbo que vuelvas a presentarte delante de mí en tiempo alguno; y si te atreves a desobedecerme, te castigaré con el látigo con que pego a mis perros!

Apenas hubo pronunciado el capitán estas palabras insultantes cuando ya se arrepintió: estaba solo y sin armas con el hombre a quien acababa de inferir una injuria mortal, y por lo tanto trató de arreglar el asunto diciendo:

—Pero Cara de Mono es un jefe, es prudente, y me responderá, porque sabe que le estimo.

—¡Mientes! Perro de los rostros pálidos, exclamó el indio rechinando los dientes con rabia; ¡me odias casi tanto como yo te odio!

El capitán, exasperado, levantó la fusta que llevaba en la mano; pero en el mismo instante, el indio, saltando como una pantera, se lanzó sobre la grupa del caballo, levantó de la silla al capitán, le arrojó rudamente al suelo, y cogiendo las riendas, le dijo:

—Los rostros pálidos son unas viejas cobardes; los guerreros Pawnees los desprecian y les enviarán unas sayas.

Después de haber pronunciado estas palabras con un tono de amargo sarcasmo, que sería imposible reproducir, el indio se inclinó sobre el cuello del caballo, aflojó las riendas, lanzó una carcajada estridente y partió a escape tendido, sin cuidarse del capitán a quien abandonó medio aturdido y contuso por su caída.

Jaime Watt no era hombre capaz de sufrir un trato semejante sin procurar vengarse; se levantó tan de prisa como pudo, y llamó a gritos para que acudiesen junto a él los cazadores y los leñadores diseminados por la llanura.

Algunos vieron una parte de lo ocurrido y se precipitaron presurosos para auxiliar a su capitán; pero mientras llegaban a donde él estaba y les explicaba el suceso dándoles sus órdenes para que persiguiesen de una manera encarnizada al fugitivo, éste había desaparecido ya en medio de la selva, que era a donde había dirigido su rápida carrera.

Sin embargo, los cazadores, a cuyo frente se había puesto el sargento Bothrel, se precipitaron en persecución del indio jurando cogerle vivo o muerto.

El capitán les siguió con la mirada hasta que los hubo visto internarse unos después de otros entre los árboles; en seguida regresó a la colonia con paso lento, reflexionando acerca de la escena que acababa de mediar entre el piel roja y él, y con el corazón oprimido por un presentimiento sombrío. Un instinto secreto le decía que, para que Cara de Mono, por lo general tan prudente y circunspecto, hubiese obrado de aquel modo, era preciso que se juzgase muy fuerte y muy seguro de la impunidad.


VIII.

LA DECLARACIÓN DE GUERRA.


Hay un hecho incomprensible que muchas veces, durante el curso accidentado de nuestras largas peregrinaciones por América, hemos tenido ocasión de comprobar, y es que con frecuencia, sin que sea posible explicar el sentimiento que se experimenta, se adivina, por decirlo así, la aproximación de una desgracia; se sabe que se está amenazado, aunque sin poder fijar cuando ni como llegará el peligro; el día parece que se pone más sombrío; los rayos del sol pierden su brillo; los objetos exteriores toman una apariencia lúgubre; hay en el aire estremecimientos singulares; en fin, parece que todo se resiente de la impresión de una inquietud indefinida y vaga.

Sin que nada hubiese llegado a justificar los temores del capitán después de su altercado con el Pawnee, no solo él, sino la población entera de la colonia se encontraba, en la misma noche de aquel día, bajo la influencia de un terror secreto.

A las seis, como de costumbre, habían tocado la campana para llamar a los leñadores y los ganaderos; todos habían regresado, las reses habían sido encerradas en sus respectivos establos, y en la apariencia, al menos, nada extraordinario parecía que había de turbar la vida tranquila de los colonos.

El sargento Bothrel y sus compañeros habían perseguido durante varias horas a Cara de Mono; pero solo encontraron el caballo de que tan audazmente se apoderó el indio, y que probablemente abandonó después para ocultar sus huellas con más facilidad.

Ningún rastro de indio existía en los alrededores de la colonia. Sin embargo, el capitán, más inquieto de lo que aparentaba, había doblado los centinelas destinados a velar por la común seguridad, y mandó al sargento que cada dos horas patrullase por los atrincheramientos.

Luego que se hubieron adoptado estas diferentes precauciones, la familia y los criados se reunieron en la sala baja de la torre para la velada, según la costumbre establecida desde los primeros días de residencia.

El capitán, sentado en un gran sillón junto al fuego, porque las noches comenzaban a ser frescas, solía leer en algún libro antiguo de teoría militar, mientras que mistress Watt se ocupaba con sus criadas en repasar la ropa de la casa.

En aquella noche, el capitán, en vez de leer, permanecía con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en el fuego, y parecía que reflexionaba profundamente.

Al fin levantó la cabeza, y volviéndose hacia su mujer, le dijo:

—¿No oyes cómo lloran los niños?

—En verdad que no sé que tienen hoy, respondió la joven; no se les puede acallar. Hace lo menos una hora que Betzy está con ellos, y no consigue dormirlos.

—Ve allá, hija mía, quizás sea eso más conveniente que dejarlos confiados así al cuidado de una criada.

Mistress Watt salió sin responder, y muy luego se oyó su voz en el piso superior, que era donde estaba situado el cuarto de los niños.

El capitán se dirigió entonces al viejo sargento que estaba en un rincón de la sala ocupado en componer un yugo, y le dijo:

—¿Con que según eso, Bothrel, les ha sido a VV. imposible alcanzar a ese maldito indio que tan rudamente me tiró al suelo esta tarde?

—Ni hemos podido verle, mi Capitán, respondió el sargento; esos indios parecen culebras; por todas partes se deslizan. Afortunadamente he encontrado a Boston; el pobre animal parecía que se alegraba mucho de vernos.

—Sí, sí, Boston es un noble animal, y hubiera sido para mí un gran sentimiento el perderle. ¿No le ha herido el indio? Ya sabe V. que esos demonios tienen la costumbre de tratar bastante mal a los caballos.

—Nada tiene según he podido ver. Probablemente el indio se habrá visto obligado a abandonarle al conocer que le íbamos persiguiendo.

—Así debe ser. ¿Ha examinado V. cuidadosamente las cercanías?

—Con el mayor esmero, mi Capitán, y nada sospechoso he visto. Los pieles rojas se han de mirar mucho antes de atacarnos; les sacudimos demasiado de firme para que lo hayan olvidado.

—No opino como V., Bothrel; los indios son muy vengativos. Estoy convencido de que querrán vengarse de nosotros, y de que algún día, quizás muy próximo, les oiremos lanzar su grito de guerra en el valle.

—No lo deseo, si he de decir la verdad; pero creo que si se aventuran a hacerlo, se encontrarán con la horma de su zapato.

—También yo lo creo; pero sería una triste sorpresa la que nos diesen, sobre todo ahora que, merced a nuestros trabajos y cuidados, nos hallamos próximos a recibir el premio de nuestras fatigas y a obtener ya algún resultado.

—Es verdad, sería sensible, porque un ataque de esos bandidos nos causaría pérdidas incalculables.

—Desgraciadamente no podemos hacer más que mantenernos alerta, sin que nos sea dado prevenir los proyectos que sin duda están formando contra nosotros esos diablos rojos. ¿Ha colocado V. bien los centinelas según se lo encargué, Bothrel?

—Sí, mi Capitán, y sobre todo les he mandado que estén muy vigilantes. No creo que los Pawnees, por muy astutos que sean, logren sorprendernos.

—No hay que asegurar nada, Bothrel, respondió el capitán moviendo la cabeza con aire de duda.

En el mismo instante, y como si la casualidad hubiese querido darle la razón, se agitó con fuerza la campana situada en el recinto exterior y que servía para avisar a los habitantes de la colonia que alguien solicitaba entrar.

—¿Qué significa eso? exclamó el capitán mirando a un reloj colgado de la pared en frente de él; son cerca de las ocho de la noche: ¿quién puede venir tan tarde? ¿No ha regresado ya toda nuestra gente?

—Sí, mi Capitán, nadie ha quedado fuera. Jaime Watt se levantó; cogió su rifle, y haciendo una seña al sargento para que le siguiese, se dispuso a salir.

—¿A dónde quieres ir, amigo mío? le preguntó una voz inquieta y dulce.

El capitán se volvió y se encontró con su mujer, que había entrado de nuevo en la sala sin que él la viese.

—¿No has oído la campana? le dijo. Alguien solicita entrar.

—Sí, ya lo he oído; ¿pero eres tú quien debe ir a abrir la puerta a estas horas?

—Mistress Watt, respondió el capitán con frialdad pero con energía, soy el jefe de esta colonia, y precisamente a estas horas es cuando debo ir a abrir la puerta, porque puede ser peligroso hacerlo, y me corresponde dar a todos ejemplo de valentía y de la manera en que se ha de cumplir el deber.

En aquel momento sonó por segunda vez la campana.

—¡Partamos! añadió el capitán volviéndose hacia el sargento.

La joven no contestó y se dejó caer sobre un sillón, muy pálida y estremeciéndose de inquietud.

Entre tanto el capitán había salido, seguido de Bothrel y de cuatro cazadores, armados todos con rifles.

La noche estaba oscura, no había ni una sola estrella en el cielo, que estaba muy negro; era imposible distinguir los objetos a la distancia de dos pasos; una brisa fría bramaba sordamente. Bothrel había cogido una linterna para alumbrar el camino.

—¿Cómo es que el centinela colocado en el puente levadizo no ha dado el quién vive? preguntó el capitán.

—Quizás habrá temido dar la alarma, sabiendo que desde la torre oiríamos el sonido de la campana.

El capitán murmuró algunas palabras de disgusto y continuaron avanzando. Muy luego oyeron un ruido sordo de voces, y prestaron atento oído. Era el centinela quien hablaba.

—Paciencia, decía; ya vienen; veo brillar una linterna, y solo tendrán VV. que aguardar algunos minutos. Únicamente les aconsejo, por su propio interés, que no se muevan, pues de lo contrario les planto a VV. un balazo.

—¡Diablo! respondió desde fuera una voz burlona, entienden VV. ahí dentro la hospitalidad de una manera singular. No importa; aguardaré, y puede V. levantar el cañón de su rifle, pues no tengo la pretensión de lanzarme yo solo a dar el asalto.

En aquel momento llegó el capitán a los atrincheramientos.

—¿Qué hay, Bob? preguntó al centinela.

—A la verdad que no lo sé a punto fijo, mi Capitán, respondió Bob. Allí, en la orilla del foso, hay un individuo que se ha empeñado en entrar.

—¿Quién es V. y qué quiere? gritó el capitán.

—Y V., ¿quién es? replicó el desconocido.

—Soy el capitán Jaime Watt, y le advierto que la entrada en la colonia les está vedada, a estas horas, a los vagabundos desconocidos. Vuelva V. a la salida del sol, y quizás entonces consentiré en dejarle penetrar en el interior de mi posesión.

—Tenga V. cuidado con lo que va a hacer, respondió el forastero; su obstinación en dejarme en la orilla de este foso podrá costarle cara.

—Tenga V. cuidado a su vez, replicó el capitán con impaciencia, que no estoy de humor para escuchar amenazas.

—No le amenazo a V., solo le advierto. Hoy ha cometido V. ya una falta grave; no vaya V. a cometer otra más grave esta noche obstinándose en no recibirme.

Esta respuesta sorprendió al capitán y le hizo reflexionar.

Al cabo de un instante dijo:

—Pero, si yo consiento en dejarle a V. entrar, ¿quién me garantiza que no me hará V. traición? La noche está oscura, y puede V. tener consigo una tropa numerosa sin que yo la vea.

—No tengo conmigo más que un solo compañero de quien respondo con mi cabeza.

—¡Ya! dijo el capitán cada vez más indeciso; y de V. ¿quién me responde?

—¡Yo!

—¿Quién es V. que habla nuestra lengua con tal perfección que se le podría tomar por un compatriota nuestro?

—Poca es la diferencia: soy canadiense y me llamo Tranquilo.

—¡Tranquilo! exclamó el capitán. ¿Es V. entonces ese celebre cazador de los bosques a quien apellidan el Cazador de tigres?

—No sé si soy célebre, Capitán; de lo que me hallo persuadido es de que soy el hombre a quien V. se refiere.

—Si en efecto es V. Tranquilo, le dejaré entrar; pero ¿quién es el hombre que le acompaña y de quién me responde?

—El Ciervo-Negro, primer sachem de los Pawnees-Serpientes.

—¡Oh! ¡Oh! murmuró el capitán, ¿y qué viene a hacer aquí?

—Ya lo sabrá V. si quiere abrirnos la puerta.

—¡Corriente! exclamó el capitán; pero tenga V. en cuenta que, a la más leve apariencia de traición, V. y su compañero serán muertos sin misericordia.

—Y hará V. muy bien si falto a la palabra que le doy.

El capitán, después de haber encomendado a sus compañeros que se mantuviesen dispuestos para cualquier evento, mandó que bajasen el puente levadizo.

Tranquilo y el Ciervo-Negro entraron.

Ambos iban sin armas, O al menos no las llevaban a la vista.

Ante una prueba tan grande de confianza, el capitán se avergonzó de sus sospechas, y después que se hubo vuelto a alzar el puente levadizo, despidió a su escolta y solo conservó junto a sí a Bothrel.

—Síganme VV., dijo a los dos forasteros.

Estos se inclinaron sin responder, y caminaron junto a él.

Llegaron a la torre sin haber pronunciado una palabra.

El capitán los introdujo en la sala en que mistress Watt se hallaba sola y poseída de la más viva inquietud.

Su marido le hizo una seña para que se retirase; ella le dirigió una mirada suplicante que el capitán comprendió, porque no insistió, y la joven permaneció silenciosa en el sitio en que se hallaba.

Tranquilo tenía la misma expresión de fisonomía serena y franca que ya le conocemos; nada en su aspecto parecía demostrar que tuviese intenciones hostiles respecto de los colonos.

El Ciervo-Negro, por el contrario, estaba, sombrío y severo.

El capitán ofreció asientos junto al fuego a sus huéspedes.

—Siéntense VV., Señores, les dijo, que deben tener necesidad de calentarse. ¿Vienen VV. a verme como amigos o como enemigos?

—Es más fácil hacer esa pregunta que contestar a ella, dijo el cazador con tono bonachón; hasta ahora nuestras intenciones son buenas: V. mismo, Capitán, decidirá la manera en que hemos de separarnos.

—En todo caso, ¿no se negarán VV. a aceptar algún refresco?

—Por ahora ruego a V. que nos dispense, respondió Tranquilo, quien parecía hallarse encargado de llevar la voz por sí y por su compañero; creo que vale más resolver desde luego la cuestión que aquí nos trae.

¡Ya! dijo el capitán, disgustado interiormente por aquella negativa que nada bueno le presagiaba; entonces hable V., que ya le escucho, y no dependerá de mí que no quede todo arreglado entre nosotros.

—Lo deseo de todo corazón, Capitán, y con tanto más motivo cuanto que si estoy aquí, solo puede ser con el objeto de evitar las consecuencias de una mala inteligencia o de un momento de arrebato.

El capitán se inclinó en señal de agradecimiento, y el canadiense volvió a tomar la palabra diciendo:

—Es V. un antiguo militar, caballero, y con V. los discursos más cortos deben ser los mejores. He aquí, en dos palabras, el motivo que nos trae: los Pawnees-Serpientes acusan a V. de haberse apoderado, por traición, de su aldea, y de haber asesinado a la mayor parte de sus parientes y amigos. ¿Es cierto?

—Es cierto que me he apoderado de la aldea; pero tenía derecho para hacerlo, puesto que los pieles rojas se negaban a entregármela; pero niego que lo haya hecho por traición: por el contrario, los Pawnees fueron quienes se condujeron traidoramente conmigo.

—¡Oh! exclamó el Ciervo-Negro levantándose con viveza, ¡el rostro pálido tiene en la boca una lengua embustera!

—¡Silencio! gritó Tranquilo obligándole a ocupar de nuevo su puesto; déjeme V. desenredar esta madeja, que me parece está bastante embrollada. Perdone V. si insisto, caballero, repuso dirigiéndose al capitán; pero la cuestión es grave y la verdad debe ser conocida. Cuando usted llegó, ¿no fue recibido como amigo por los jefes de la tribu?

—En efecto, nuestras primeras relaciones fueron amistosas.

—Entonces, ¿por qué llegaron a ser hostiles?

—Ya se lo he dicho a V.: porque contra la fe jurada y la palabra dada se negaron a cederme el terreno.

—¿Cómo? ¡Ceder el terreno!

—Seguramente, puesto que me habían vendido el territorio que ocupaban.

—¡Oh! ¡Oh! Capitán, eso exige explicación.

—Es muy fácil darla; y para probar la buena fe con que obro en este asunto, voy a enseñar a V. el acta de venta.

El cazador y el Ciervo-Negro cambiaron una mirada de sorpresa.

—Pues ya no lo entiendo, dijo Tranquilo.

—Aguarde V. un instante, repuso el capitán, que voy a buscar ese documento y se le enseñaré.

Y salió de la habitación.

—¡Oh! Caballero, exclamó mistress Watt juntando las manos en ademan suplicante; trate V. de evitar una contienda.

—¡Ah! Señora, respondió el cazador con tristeza; según el aspecto que van tomando las cosas, lo juzgo muy difícil.

—Vean VV., dijo el capitán entrando en la sala, y les enseñó el documento.

A los dos hombres les bastó con dirigirle una mirada para conocer el engaño.

—Ese documento es falso, dijo Tranquilo.

—¡Falso! Es imposible, exclamó el capitán lleno de estupor. Entonces me han engañado de una manera odiosa.

—¡Es lo que por desgracia ha sucedido en el caso presente!

—¿Y qué hacemos? murmuró maquinalmente el capitán.

El Ciervo-Negro se levantó y dijo con majestuoso acento:

—Escuchen los rostros pálidos, que un sachem va a hablar.

El canadiense quiso interponerse; pero el jefe le impuso silencio con un gesto, y prosiguió diciendo:

—Mi padre ha sido engañado; es un guerrero justo; su cabeza está canosa; el Wacondah le ha dado la sabiduría; también los Pawnees-Serpientes son justos, quieren vivir en paz con mi padre, puesto que se halla inocente de la falta que se le imputa y de la cual debe responder otro.

El principio de este discurso sorprendió agradablemente a los oyentes del jefe; la joven sobre todo, al oír aquellas palabras, sintió que su inquietud iba desapareciendo y que la alegría renacía en su corazón.

—Los Pawnees-Serpientes, continuó el sachem, restituirán a mi padre todas las mercancías que le han sido estafadas; él, por su parte, se comprometerá a abandonar los territorios de caza de los Pawnees y a retirarse en compañía de todos los rostros pálidos que han venido con él; los Pawnees renunciarán a la venganza que querían tomar por el asesinato de sus hermanos, y el hacha de guerra será enterrada entre los pieles rojas y los rostros pálidos del Oeste. He dicho.

Después de estas palabras hubo un momento de silencio.

Los circunstantes estaban llenos de estupor. Aquellas condiciones eran inaceptables, y por lo tanto, la guerra llegaba a ser inminente.

—¿Qué responde mi padre? preguntó el jefe al cabo de un instante.

—¡Ay de mí! Jefe, respondió el capitán con dolor, no puedo aceptar tales condiciones, es imposible. Lo más que puedo hacer es duplicar el precio que antes pagué.

El jefe se encogió de hombros desdeñosamente y dijo con una sonrisa de desprecio:

—El Ciervo-Negro se había equivocado; los rostros pálidos tienen verdaderamente la lengua partida.

Fue imposible hacer comprender al sachem la verdadera situación de las cosas: con esa obstinación ciega que caracteriza a su raza, nada quiso oír, y cuanto más intentaron probarle que estaba equivocado, más se convenció de que la razón estaba de su parte.

A una hora avanzada de la noche se retiraron el canadiense y el Ciervo-Negro, acompañándoles el capitán hasta los atrincheramientos.

Cuando hubieron salido, Jaime Watt se volvió muy pensativo a la torre. En el umbral de la puerta tropezó con un objeto bastante voluminoso y se bajó para ver lo que era.

—¡Oh! exclamó al levantarse, ¿Con que realmente quieren la guerra? ¡Vive Dios! Ya aprenderán a conocerme.

El objeto con que había tropezado el capitán era un haz de flechas atadas con una piel de serpiente; los dos extremos de esta piel y las puntas de las flechas estaban teñidas en sangre.

El Ciervo-Negro, al retirarse, había dejado caer detrás de sí la declaración de guerra.

Toda esperanza de paz quedaba desvanecida, y era preciso disponerse para combatir.

Pasado el primer momento de estupor, el capitán recobró su sangre fría, y aunque todavía no había amanecido, hizo que despertasen a todos los colonos y los reunió delante de la torre con el fin de celebrar consejo y discurrir los medios de neutralizar el peligro que amenazaba a la colonia.


IX.

LOS PAWNEES SERPIENTES.


Aclararemos ahora algunos puntos de esta narración que pueden parecerle oscuros al lector.

Los pieles rojas, por grandes que sean sus defectos, profesan a las comarcas en que han nacido un cariño que raya en fanatismo y al que nada puede sustituir.

Cara de Mono no había mentido cuando dijo al capitán Jaime Watt que él era uno de los jefes principales de la tribu de los Pawnees-Serpientes: esto era muy cierto; solo que se había guardado muy bien de revelarle la razón por la cual le habían expulsado de la tribu.

Pero esta razón ha llegado ya el momento de decir cual fue.

Cara de Mono no solo se hallaba dotado de una ambición desenfrenada, sino que también, cosa bastante extraordinaria en un indio, estaba completamente desprovisto de creencias religiosas y de esas debilidades y esa credulidad supersticiosa a que son por demás accesibles sus compatriotas; además era un hombre sin fe, sin honor y de costumbres más que de pravedad.

Habiendo sido llevado muy joven a las ciudades de la Unión americana, tuvo ocasión de ver de cerca la civilización excéntrica de los Estados Unidos: incapaz de comprender lo bueno y lo malo de aquella civilización, y de mantenerse en un justo límite, como sucede siempre en tales circunstancias, se había dejado seducir por lo que más halagaba a sus inclinaciones y gustos, y de las costumbres de los blancos solo había tomado lo que debía terminar y completar su precoz depravación.

Por eso, cuando se halló de regreso en su tribu, sus costumbres y su lenguaje estuvieron en tan total desacuerdo con lo que se hacía y se decía en torno suyo, que no tardó en excitar el menosprecio y el odio de sus compatriotas.

Sus enemigos más encarnizados fueron naturalmente los sacerdotes, es decir, los brujos, a quienes en varias ocasiones había tratado de poner en ridículo.

Desde el momento en que Cara de Mono se hubo malquistado con el omnipotente partido de los brujos, se hundieron sus proyectos ambiciosos; todas sus intrigas fracasaron, pues una oposición sorda derribaba constantemente los proyectos que él formaba en el mismo momento en que creía verlos alcanzar buen éxito.

Durante un espacio de tiempo bastante largo, el jefe, no sabiendo a quien culpar, se mantuvo prudentemente en la defensiva, vigilando de una manera activa los pasos de sus enemigos, y aguardando con la paciencia astuta que constituía el fondo de su carácter a que la casualidad llegase a revelarle el nombre del hombre en quien debía recaer su venganza. Como todas sus medidas estaban muy bien tomadas, no tardó en descubrir que aquel a quien debía atribuir los continuos descalabros que sufría, no era sino el brujo principal de la tribu.

Este brujo era un anciano querido y respetado de todos por razón de su sabiduría y su bondad. Cara de Mono disimuló su odio durante algún tiempo; pero un día en pleno consejo, a consecuencia de una discusión bastante fuerte, se dejó arrebatar por la ira, y precipitándose sobre el desventurado anciano, le dio de puñaladas delante de todos los jefes de su tribu, sin que los circunstantes pudiesen oponerse a la realización de su intento.

El asesinato del brujo llevó a su colmo el horror que inspiraba aquel miserable; en el acto los jefes le expulsaron del territorio de la nación, negándole el fuego y el agua, y amenazándole con los mayores castigos si se atrevía a presentarse delante de ellos.

Cara de Mono, harto débil para resistirse a la ejecución de esta sentencia, se alejó con el corazón henchido de rabia y profiriendo las amenazas más terribles.

Ya hemos visto de qué manera se vengó vendiendo el territorio de su tribu a los americanos, y causando así la ruina de los que le habían castigado. Pero tan luego como hubo conseguido esa venganza que por tanto tiempo anhelara, se verificó una trasformación singular en el corazón de aquel hombre. La vista de aquella comarca en que él nació y en donde descansaban las cenizas de sus padres despertó en él, con suma intensidad, el sentimiento de la patria, sentimiento que juzgaba ya muerto y que solo estaba adormecido en el fondo de su corazón.

La vergüenza por la acción odiosa que había cometido entregando a los enemigos de su raza los territorios de caza que él mismo había recorrido con plena libertad durante tanto tiempo, el encarnizamiento con que los americanos se ocupaban en variar el aspecto de la comarca y en destruir sus árboles seculares, cuya sombra había cobijado los consejos celebrados por su nación, todas estas razones reunidas le habían hecho reflexionar; y desesperado por el sacrilegio que el odio le impulsara a cometer, procuró acercarse de nuevo a sus compatriotas con el fin de ayudarles a recobrar lo que por su culpa habían perdido.

Es decir resolvió hacer traición a los amigos nuevos en provecho de los antiguos.

Aquel hombre se hallaba desventuradamente lanzado a una senda fatal en la que cada paso que daba debía ser señalado por un crimen.

Le fue más fácil de lo que pensaba el ponerse de nuevo en contacto con sus compatriotas. Estos vagaban dispersos y llenos de desesperación por los bosques inmediatos a la colonia.

Cara de Mono se presentó audazmente a ellos; se guardó muy bien de revelarles que él era la única causa de las desgracias que les abrumaban. Por el contrario, les expuso como un mérito su regreso, diciéndoles que la noticia de las calamidades que de improviso habían caído sobre ellos era la causa exclusiva de su llegada; que si hubiesen continuado siendo felices, nunca le habrían visto; pero que ante una catástrofe tan espantosa como la que les había abrumado, todo sentimiento debía desaparecer y ceder el puesto a la venganza común que era preciso tomar de los rostros pálidos, esos implacables y eternos enemigos de la raza roja.

En resumen, supo hacer tan bello alarde de buenos sentimientos, supo presentar bajo un aspecto tan favorable el paso que daba en aquel momento, que consiguió engañar completamente a los indios, y persuadirles de la pureza de sus intenciones y de su buena fe. Entonces, con la diabólica inteligencia de que se hallaba dotado, urdió una vasta trama contra los americanos, trama en la cual tuvo la habilidad de hacer que entrasen otros pueblos indios aliados de su tribu, y al paso que en la apariencia seguía siendo amigo de los colonos, organizó y preparó silenciosamente su completa ruina.

La influencia que en poco tiempo había logrado adquirir sobre su tribu era inmensa; solo tres hombres conservaban contra él una desconfianza instintiva, y vigilaban con el mayor cuidado todos sus actos: estos tres hombres eran el cazador canadiense Tranquilo, el Ciervo-Negro y el Zorro-Azul.

Tranquilo no acertaba a explicarse la conducta del jefe: le parecía extraordinario que este hombre hubiese llegado a ser tan amigo de los americanos: varias veces le había pedido explicaciones acerca de esto; pero Cara de Mono nunca le respondió sino de una manera ambigua, o bien eludió la cuestión.

Tranquilo, cuyas sospechas se acrecentaban de día en día, y que tenía empeño en saber de un modo positivo a que atenerse respecto de aquel hombre cuyos manejos le parecían cada vez más sospechosos, consiguió que en el gran consejo de la nación le designasen con el Ciervo-Negro para ir a llevar la declaración de guerra al capitán Watt.

A Cara de Mono le disgustó la elección de los enviados, pues sabía que eran secretamente enemigos suyos; pero disimuló su resentimiento con tanto más motivo, cuanto que las cosas estaban demasiado adelantadas ya para retroceder, y todo se hallaba dispuesto para la expedición.

Así pues, Tranquilo y el Ciervo-Negro partieron con el encargo de declarar la guerra a los rostros pálidos.

—O mucho me equivoco, decía el canadiense a su amigo mientras iban andando, o estoy seguro de que vamos a saber algo nuevo acerca de Cara de Mono.

—¿Lo cree V. así?

—Apostaría cualquier cosa. Estoy convencido de que el muy tuno juega con dos barajas, y nos está engañando a todos en provecho suyo.

—No tengo gran confianza en él; pero no puedo creer que lleve tan lejos su descaro.

—Muy pronto sabremos a que atenernos; pero en todo caso prométame V. una cosa.

—¿Cuál es?

—La de que solo yo he de hablar. Sé mejor que V. la manera en que es preciso obrar con los rostros pálidos del Oeste.

—Corriente, respondió el Ciervo-Negro, obrará V. como mejor le plazca.

Cinco minutos después llegaron a la colonia. Ya hemos referido en el capítulo precedente la manera en que fueron recibidos, y lo que pasó entre ellos y el capitán Watt.

Esa costumbre de declarar la guerra a sus enemigos, establecida entre los indios a quienes en Europa se acostumbra a considerar como salvajes estúpidos, puede parecer extraordinaria; pero no hay que equivocarse: los pieles rojas tienen un carácter eminentemente caballeresco, y a no ser que se trate de una razzia, es decir, de un robo de caballos o de ganados, nunca atacarán a un enemigo sin habérselo advertido con anticipación a fin de que esté en guardia.

Por lo demás, ese espíritu caballeresco hábilmente explotado por los norteamericanos, quienes, debemos confesarlo para su vergüenza eterna, carecen por completo de él, es él que ha valido a los blancos la mayor parte de las victorias conseguidas sobre los pieles rojas.

A poca distancia de la colonia encontraron los dos hombres sus caballos, que habían dejado maneados. Montaron y se alejaron con rapidez.

—¡Vamos! dijo Tranquilo, ¿qué piensa V. de todo esto?

—Mi hermano tenía razón: Cara de Mono siempre nos ha hecho traición; es evidente que ese documento emana de él.

—¿Qué piensa V. hacer?

—Todavía no lo sé; quizás sería peligroso arrancarle la máscara en este momento.

—No opino como V., jefe; la presencia de ese traidor entre nosotros no puede menos de perjudicar a nuestra causa.

—Veámosle venir ante todo.

—Corriente, pero permítame V. una observación.

—Ya escucho a mi hermano.

—¿Cómo es que, después de haber conocido la falsedad del acta de venta, se ha obstinado V. en declarar la guerra a ese Cuchillo Largo del Oeste, puesto que está probado que ha sido engañado por Cara de Mono?

El jefe se sonrió de una manera astuta, y dijo:

—El rostro pálido se ha dejado engañar porque le convenía.

—No le entiendo a V., jefe.

—Voy a explicarme. ¿Sabe mi hermano como se hace una venta de terreno?

—En verdad que no. Confieso que, como por mi parte hasta ahora nunca he tenido ningún terreno que vender ni comprar, no me he cuidado de eso en manera alguna.

—¡Ooah! Entonces voy a decírselo a mi hermano.

—Me alegro mucho. Lo que más deseo es instruirme, y luego eso podrá servirme en alguna ocasión, dijo el canadiense riendo.

—Cuando un rostro pálido quiere comprar el territorio de caza de una tribu, va a buscar a los sachems principales de la nación, y después de haber fumado en el consejo la pipa de paz, les expone su petición: las condiciones son discutidas: si las dos partes contratantes se ponen de acuerdo, el brujo principal de la nación dibuja un plano del territorio; el rostro pálido entrega las mercancías; todos los jefes ponen su jeroglífico al pie del plano; los árboles son señalados con el hacha; se establecen las fronteras, e inmediatamente toma posesión el comprador.

—Vamos, dijo Tranquilo, eso es muy sencillo.

—¿En qué consejo ha fumado la pipa el jefe de la Cabeza Gris? ¿Dónde están los sachems que han tratado con él? Que me enseñe los árboles que han sido señalados.

—En efecto, creo que eso le sería difícil, repuso el cazador.

—Cabeza Gris, continuó diciendo el jefe, sabía que Cara de Mono le engañaba; pero el territorio le convenía y contaba con la fuerza de las armas para mantenerse en él de buen o mal grado.

—Es probable.

—Vencido por la evidencia y conociendo demasiado tarde que ha obrado de una manera inconsiderada, ha creído resolver todas las dificultades ofreciéndonos algunos bultos más de mercancías. ¿Cuándo han tenido los rostros pálidos una lengua recta y honrada?

—Gracias, dijo el cazador riendo.

—No hablo de la nación de mi hermano, que nunca he tenido que quejarme de ella: solo me refiero a los Cuchillos Largos del Oeste. ¿Sigue creyendo mi hermano que he hecho mal en dejar caer las flechas ensangrentadas?

—Quizás en esta ocasión, jefe, haya V. sido un poco precipitado y se habrá dejado arrebatar por la cólera; pero tiene V. tantos motivos para aborrecer a los norteamericanos que no me atrevo a censurarle.

—Según eso, ¿puedo contar con la cooperación de mi hermano?

—¿Por qué se lo he de negar a V., jefe? Su causa sigue siendo la que era, es decir, justa. Es deber mío ayudarle, y lo haré, suceda lo que quiera.

—¡Och! Doy gracias a mi hermano; su rifle nos será muy útil.

—Hemos llegado: ya es tiempo de adoptar una determinación respecto de Cara de Mono.

—Ya está tomada, respondió el jefe lacónicamente.

En aquel momento desembocaron en una vasta explanada en cuyo centro había varias hogueras encendidas.

Quinientos guerreros indios, pintados y arpados como para entrar en combate, estaban tendidos sobre la yerba en diferentes puntos, mientras que sus caballos, enjaezados y preparados, estaban maneados y comían su pienso.

En torno de la hoguera principal se hallaban colocados varios jefes que fumaban silenciosamente.

Los dos jinetes que llegaban echaron pie a tierra y se dirigieron con rapidez hacia aquella hoguera, por delante de la cual se paseaba con agitación Cara de Mono.

Ambos se colocaron junto a los demás jefes y encendieron sus pipas; aunque todos aguardaban su llegada con impaciencia, nadie les interrogó, pues la etiqueta india se opone a que un jefe tome la palabra antes de acabar de fumar su pipa.

Cuando el Ciervo-Negro hubo concluido, sacudió las cenizas de la pipa, se la puso al cinto y dijo:

—La orden de los sachems está cumplida; las flechas ensangrentadas han sido entregadas a los rostros pálidos.

Al oír esta noticia, los jefes inclinaron la cabeza en señal de satisfacción.

Cara de Mono se acercó y preguntó:

—¿Ha visto mi hermano el Ciervo-Negro a Cabeza Gris?

—Sí, respondió el jefe secamente.

—¿Qué piensa mi hermano? repuso Cara de Mono insistiendo.

El Ciervo-Negro le dirigió una mirada torva: y replicó:

—¿Qué importa en este momento el pensamiento del jefe, puesto que el consejo de los sachems ha resuelto la guerra?

—Las noches son largas, dijo entonces el Zorro-Azul; ¿se van a quedar mis hermanos aquí fumando?

Tranquilo tomó la palabra y dijo:

—Los Grandes Cuchillos están sobre aviso, en este momento velan; vuelvan mis hermanos a montar a caballo y retírense, que la hora no es propicia.

Los jefes hicieron un ademán de asentimiento.

—Iré de descubierta, dijo Cara de Mono.

—¡Bueno! respondió el Ciervo-Negro con una sonrisa feroz, mi hermano es hábil, ve muchas cosas y nos dará noticias.

Cara de Mono se dispuso a montar en un caballo que un guerrero le llevaba; pero de improviso el Ciervo-Negro se levantó, se precipitó sobre él, y apoyándole rudamente una mano en un hombro, le obligó a caer de rodillas en el suelo.

Los guerreros, sorprendidos por esta agresión súbita, cuyo motivo no adivinaban, cambiaban entre sí miradas de sorpresa, aunque sin hacer el más leve movimiento para interponerse entre los dos jefes.

Cara de Mono levantó bruscamente la cabeza, e intentando desembarazarse de la férrea presión que le tenía clavado al suelo, dijo:

—¿Turba por ventura el Espíritu del mal el cerebro de mi hermano?

El Ciervo-Negro se sonrió de una manera siniestra, y sacando de su cinto el cuchillo de desollar cráneos, dijo con voz sombría:

—Cara de Mono es un traidor: ha vendido sus hermanos a los rostros pálidos y va a morir.

El Ciervo-Negro, a más de ser un guerrero afamado, tenía en la tribu una merecida reputación de sabiduría y de lealtad; nadie puso en duda la acusación que acababa de pronunciar, pues además hacía mucho tiempo que conocían a Cara de Mono, desgraciadamente para él.

El Ciervo-Negro alzó su cuchillo, cuya hoja azulada, herida por los reflejos de la llama de la hoguera, produjo un relámpago siniestro; pero Cara de Mono, haciendo un esfuerzo supremo, logró desembarazarse, saltó como una fiera y desapareció entre los matorrales, lanzando una carcajada estridente.

El cuchillo había resbalado, y solo cortó un poco las carnes sin causar herida grave al astuto y diestro indio.

Hubo un momento de estupor, y luego todos se levantaron tumultuosamente para lanzarse en persecución del fugitivo.

—¡Deteneos! exclamó Tranquilo con voz fuerte; ahora es ya demasiado tarde. Apresuraos a atacar a los rostros pálidos antes de que ese miserable haya tenido tiempo para avisarlos, porque sin duda medita ya nuevas traiciones.

Los jefes reconocieron la conveniencia de este consejo, y los indios se prepararon para el combate.


X.

LA BATALLA.


Entre tanto, según dijimos anteriormente, el capitán Watt había reunido delante de la torre a todos los individuos de la colonia.

El número de los combatientes ascendía a sesenta y dos, comprendidas las mujeres.

A las señoras europeas puede parecerles singular que contemos a las mujeres en el número de los combatientes; en efecto, en el viejo mundo ha pasado para siempre, por fortuna, el tiempo de las Marfisas y las Bradamantas, y merced al creciente progreso de la civilización, el bello sexo no se ve reducido a competir en valor con los hombres.

En la América septentrional, en la época en que pasaba nuestra historia, y aún hoy en día en las praderas y en los desmontes, no sucede así: muchas veces, cuando el grito de guerra de los indios llega a resonar súbitamente en los oídos de los colonos, las mujeres se ven obligadas a abandonar las labores propias de su sexo para coger un rifle con sus manos delicadas y consagrarse con resolución a la común defensa.

En caso necesario podríamos citar muchas de esas heroínas de dulce mirada y ojos de ángel que, en ocasiones dadas, han cumplido valerosamente con su deber de guerreras, y han peleado como verdaderos diablillos contra los indios.

Mistress Watt no era una heroína, ni con mucho, pero era hija y mujer de militares; había nacido y se había criado en la frontera india; varias veces olió la pólvora y vio correr la sangre, y además era madre. Se trataba de defender a sus hijos; toda su timidez había desaparecido para ser sustituida por una resolución enérgica y fría.

Su ejemplo había electrizado a las demás mujeres de la colonia, y todas se habían armado, resueltas a combatir al lado de sus maridos y de sus padres.

Repetimos, pues, que, entre hombres y mujeres, el capitán tenía en torno suyo sesenta y dos combatientes.

Intentó disuadir a su mujer de que tomase parte en la lucha; pero aquella dulce criatura, a quien hasta entonces había visto tan tímida y obediente, se negó terminantemente a renunciar a su propósito, y el capitán se vio precisado a dejarla obrar a su antojo.

Entonces adoptó sus disposiciones de defensa. Veinticinco hombres fueron distribuidos por los atrincheramientos bajo las órdenes de Bothrel. El capitán se reservó el mando de una partida de veinticuatro cazadores, destinada a acudir a los puntos que se hallasen más expuestos. Las mujeres, bajo las órdenes de mistress Watt, quedaron custodiando la torre, en donde fueron colocados los enfermos y los niños. Luego aguardaron la llegada de los indios.

Era próximamente la una de la madrugada cuando el cazador canadiense y el jefe Pawnee se marcharon de la colonia. A las dos y media todo estaba ya dispuesto para la defensa.

El capitán hizo su última ronda en torno de los atrincheramientos para cerciorarse de que todo se hallaba en orden; y después de haber mandado apagar todos los fuegos, salió secretamente de la colonia por una puertecita practicada en los atrincheramientos, y que solo él y el sargento Bothrel conocían.

Echaron una tabla sobre el foso, y el capitán pasó seguido tan solo de Bothrel y de un cazador llamado Bob, mozo resuelto y robusto a quien ya hemos tenido ocasión de mencionar.

La tabla fue escondida con el mayor cuidado a fin de que sirviese a la vuelta, y los tres hombres se deslizaron como fantasmas en medio de la oscuridad de la noche.

Cuando hubieron llegado a un centenar de metros de la colonia, el capitán se detuvo.

—Señores, les dijo en voz tan baja, que tuvieron que inclinarse hacia él para oírle, les he escogido a VV. porque la expedición que vamos a intentar es peligrosa, y necesitaba tener conmigo hombres resueltos.

—¿De qué se trata? preguntó Bothrel.

—La noche está tan oscura, que esos malditos paganos, si quisieran, podrían llegar hasta la misma orilla del foso sin que nos fuese dado verlos. Así pues, he resuelto prender fuego a los árboles cortados y amontonados de trecho en trecho, y a las raíces reunidas también en montones. En ocasiones dadas es preciso saber hacer sacrificios. Esas hogueras que arderán durante mucho tiempo, derramarán una claridad resplandeciente que nos permitirá distinguir a nuestros enemigos a gran distancia y dirigirles certeros tiros.

—La idea es excelente, respondió Bothrel.

—Sí, respondió el capitán; solo que no se nos debe ocultar que es en extremo peligrosa. Es indudable que los exploradores indios se hallan ya desparramados por la llanura, acaso muy cerca de nosotros; y cuando estén ya encendidas dos o tres hogueras, si nosotros los vemos, tampoco ellos dejarán de vernos. Cada uno de nosotros se va a proveer de los objetos necesarios, y con la rapidez de nuestros movimientos procuraremos frustrar las tretas de esos demonios. Acuérdense VV. de que obraremos aisladamente, y de que cada uno de nosotros tiene que encender cuatro o cinco hogueras; por lo tanto no debemos contar unos con otros. ¡Manos a la obra!

Distribuyéronse entre los hombres los combustibles y las materias inflamables, y se separaron.

Cinco minutos más tarde brilló una chispa, luego otra, después otra, al cabo de un cuarto de hora había diez hogueras encendidas.

Débiles al pronto, pareció que vacilaban durante algunos instantes; luego creció la llama, tomó consistencia, y muy pronto toda la llanura se vio iluminada por el reflejo sangriento de aquellas antorchas inmensas.

El capitán y sus compañeros habían sido más afortunados de lo que esperaban en su expedición; pues consiguieron incendiar los montones de madera desparramados por el valle sin llamar la atención de los indios. Se apresuraron a regresar a todo correr a los atrincheramientos. Ya era tiempo, porque de improviso resonó detrás de ellos un grito de guerra terrible y apareció en el lindero del bosque una tropa numerosa de guerreros indios que corrían a rienda suelta y blandían sus armas cual una legión de demonios.

Pero llegaron demasiado tarde para apoderarse de los americanos, pues estos habían pasado el foso y se hallaban al abrigo de sus golpes.

Una descarga de fusilería saludó la llegada de los indios: varios cayeron del caballo y los demás volvieron grupas y se alejaron con precipitación.

El combate estaba empeñado, pero ya le importaba muy poco al capitán: merced a su feliz ocurrencia era imposible una sorpresa, porque se veía como si fuese de día.

Hubo un momento de descanso, que los americanos aprovecharon para volver a cargar sus armas.

Los colonos habían tenido un momento de inquietud al ver encenderse unas en pos de otras, en la pradera, aquellas hogueras inmensas; creyeron que era un ardid de los indios; pero muy luego quedaron desengañados con el regreso del capitán; y al contrario, se felicitaron por aquella inspiración magnífica que les permitía asestar tiros certeros.

Sin embargo, los Pawnees no habían renunciado a su proyectado ataque, y según toda probabilidad, solo se retiraban para deliberar.

El capitán, con un hombro apoyado en la empalizada, examinaba atentamente la llanura desierta, cuando le pareció observar un movimiento desusado en un sembrado de trigo bastante extenso situado a unos dos tiros de fusil de la colonia.

—¡Alerta! dijo; el enemigo se acerca.

Cada cual puso el dedo en el gatillo.

De improviso se oyó un gran ruido, y la pila de madera más lejana se hundió con estrépito lanzando millares de chispas.

—¡Vive Dios! exclamó el capitán, hay en eso alguna diablura india: es imposible que esa pila enorme de leña esté ya consumida.

En el mismo instante se hundió otra, y después otra, y otra, hasta cuatro.

Ya no quedaba duda alguna acerca de la causa de aquellos hundimientos sucesivos: los indios, cuyos movimientos se hallaban neutralizados por la luz que derramaban aquellos faros monstruosos, habían adoptado la sencilla determinación de apagarlos, lo cual pudieron hacer con entera seguridad porque aquellos fuegos estaban fuera del alcance de los tiros.

Apenas caía la leña al suelo, la dispersaban por todos lados y la apagaban con bastante facilidad.

Esta medida había permitido a los indios que se acercasen algún tanto a las empalizadas sin ser vistos.

Sin embargo, no todos los montones de leña estaban derribados; los que aún quedaban se hallaban todos bastante próximos a la plaza para ser defendidos por los fuegos de esta.

A pesar de todo, los Pawnees intentaron apagarlos.

Pero entonces comenzó de nuevo el fuego de fusilería, y las balas cayeron como una granizada sobre los sitiadores, que después de haberse sostenido durante algunos minutos, se vieron obligados al fin a emprender la fuga, porque no puede darse el nombre de retirada a la precipitación con que se alejaron.

Los americanos se echaron a reír y comenzaron a silbar a los fugitivos.

—Creo, observó Bothrel en tono de broma, que esas buenas gentes encuentran nuestra sopa demasiado caliente y sienten haber venido a probarla.

—En efecto, contestó el capitán, esta vez no parece que se hallen dispuestos a volver.

El capitán se equivocaba, porque en aquel mismo instante los indios volvían a rienda suelta.

Nada pudo contenerlos, y a pesar del fuego de fusilería, al cual desdeñaron responder, llegaron hasta la orilla del foso.

Verdad es que, cuando hubieron llegado allí, volvieron grupas y se marcharon con la misma rapidez con que habían venido, pero no sin dejar sembrados en su camino numerosos cadáveres desapiadadamente derribados por las balas americanas.

Pero el proyecto de los Pawnees había alcanzado buen éxito, y los blancos observaron demasiado tarde, con gran disgusto, que se habían apresurado por demás a alegrarse de su fácil triunfo.

Cada jinete Pawnee llevaba a la grupa un guerrero que, llegado al foso, había echado pie a tierra, y aprovechando la confusión y el humo que impedían fuese visto, se había guarecido más o menos bien detrás de los troncos derribados y de los accidentes del terreno, tanto que, cuando el humo se hubo disipado, en el momento en que los americanos se inclinaban por encima de la empalizada para examinar los resultados de la carga ejecutada por sus enemigos, fueron saludados a su vez por una descarga de fusilería y de largas flechas acanaladas que derribaron a quince hombres.

Hubo un movimiento de desatentado terror entre los blancos al sufrir aquel ataque verificado por enemigos invisibles.

Quince hombres menos de un solo golpe eran una pérdida terrible para los colonos; el combate adquiría serias proporciones que amenazaban degenerar en derrota, porque los indios nunca habían desplegado tanta energía ni encarnizamiento en un ataque.

No había medio de vacilar: a toda costa era preciso desalojar a aquellos enemigos audaces del puesto en que tan temerariamente se habían emboscado.

El capitán se decidió a hacerlo.

Reuniendo unos veinte hombres resueltos, mientras los demás vigilaban en las empalizadas, mandó bajar el puente levadizo y se lanzó intrépidamente fuera.

Entonces los enemigos se batieron al arma blanca y lucharon cuerpo a cuerpo.

La pelea se tornó horrible: los blancos y los pieles rojas, enlazados como serpientes, ebrios de coraje y cegados por el odio, procuraban mutuamente darse de puñaladas.

De improviso una claridad inmensa iluminó aquella escena de carnicería, y en la colonia resonaron gritos de terror.

El capitán volvió la cabeza y lanzó un grito de desesperación al contemplar el espectáculo horrible que se ofrecía ante su vista.

La torre y los edificios principales estaban ardiendo; a la claridad de las llamas se veía a los indios saltar como demonios persiguiendo a los defensores de la colonia que, agrupados en varios puntos, intentaban todavía una resistencia casi imposible.

He aquí lo que había sucedido.

Mientras que el Ciervo-Negro, el Zorro-Azul y los demás jefes principales de los Pawnees intentaban el ataque por el frente de la colonia, Tranquilo, seguido de Quoniam y de unos cincuenta guerreros escogidos, se embarcó en unas piraguas de piel de bisonte, bajó silenciosamente por el río y fue a desembarcar en la misma colonia sin dar la más leve alarma, por la sencilla razón de que los americanos no podían temer de ningún modo una sorpresa por la parte del Misuri.

Sin embargo, debemos hacer al capitán la justicia de decir que no había dejado indefenso aquel punto; colocó allí centinelas, pero desgraciadamente, en el desorden que siguió a la última carga de los indios, los centinelas, creyendo que nada tenían que temer por aquella parte, habían abandonado su puesto para acudir a donde juzgaban que el peligro era más apremiante, y ayudar a sus compañeros a rechazar al enemigo.

Esta falta imperdonable perdió a los defensores de la colonia.

Tranquilo desembarcó sin disparar un tiro.

Los Pawnees, tan luego como hubieron entrado en la colonia, arrojaron teas incendiarias a los edificios construidos todos con madera, y lanzando su grito de guerra, se precipitaron sobre los americanos, a quienes cogieron por retaguarda colocándolos así entre dos fuegos.

Tranquilo, Quoniam y algunos guerreros que no se habían separado de ellos, se dirigieron a la torre.

Mistress Watt, aunque atacada por sorpresa, se dispuso para defender valerosamente el puesto confiado a su custodia.

El canadiense se acercó a ella con las manos alzadas al cielo en señal de paz y exclamó:

—Ríndanse VV., en nombre del cielo, o quedan perdidas: la colonia ha caído en nuestro poder.

—¡No! respondió la joven resueltamente; no me rendiré a un villano que hace traición a sus hermanos para abrazar el partido de los indios.

—Es V. injusta para conmigo, replicó el cazador con tristeza; vengo a salvar a V.

—No quiero ser salvada por V.

—¡Mujer desventurada! Si no lo hace V. por sí, hágalo al menos por sus hijos; mire V., ya está ardiendo la torre.

La joven alzó los ojos, lanzó un grito de horror y se precipitó llena de desconsuelo en el interior del edificio.

Las demás mujeres, fiando en la palabra del cazador, no intentaron resistirse y entregaron sus armas.

Tranquilo confió la custodia de aquellas pobres mujeres a Quoniam, agregándole algunos guerreros, y se alejó rápidamente con la intención de hacer cesar la carnicería que continuaba en todos los puntos de la colonia.

Quoniam entró en la torre, en donde encontró a mistress Watt medio asfixiada y estrechando a sus hijos en sus brazos con inaudita fuerza. El buen negro cargó a la joven sobre sus robustos brazos; y reuniendo a todas las mujeres y los niños, los condujo a las orillas del Misuri, a fin de ponerlos fuera del alcance del fuego y esperar a que el combate concluyese, sin exponer a las prisioneras al furor de los vencedores.

A la sazón, aquello no era ya un combate sino una carnicería, a la que aún hacían más espantosa los bárbaros refinamientos de los indios que se encarnizaban con indecible rabia contra sus desventurados enemigos.

El capitán, Bothrel, Bob y unos veinte americanos, los únicos colonos que aún estaban vivos, reunidos en el centro de la explanada, se defendían con la energía de la desesperación contra una nube de indios, resueltos a dejarse matar antes que caer en manos de los feroces Pawnees.

Sin embargo, Tranquilo, a fuerza de súplicas y arrostrando mil peligros, consiguió hacer que depusiesen las armas y que cesase por fin la carnicería.

De pronto se oyeron gritos, llantos y súplicas hacia la parte del río.

El cazador se lanzó rápidamente hacia allá, agitado por un presentimiento sombrío.

El Ciervo-Negro y sus guerreros le seguían. Cuando llegaron al sitio en que Quoniam había reunido a las mujeres, se ofreció ante su vista un espectáculo espantoso.

Mistress Watt y otras tres mujeres yacían sin movimiento en el suelo en medio de un charco de sangre. Quoniam estaba tendido delante de ellas, con dos heridas, una en la cabeza y otra en el pecho.

Fue imposible obtener de las demás mujeres ningún dato acerca de lo que había pasado, porque estaban casi locas de terror.

¡Los hijos del capitán habían desaparecido!


XI.

LA VENTA DEL POTRERO.


Usando ahora de nuestro privilegio de novelistas, trasladaremos la escena de nuestro relato al Texas, y volveremos a tomar nuestra historia unos dieciséis años después de los acontecimientos referidos en el capítulo anterior.

El alba comenzaba a teñir las nubes con sus nacaradas tintas, las estrellas se apagaban unas en pos de otras en las sombrías profundidades del cielo; y en la última línea azul del horizonte, un reflejo de un color rojo vivo, precursor de la salida del sol, anunciaba que tardaría muy poco en ser de día. Los millares de pájaros invisibles, frioleramente cobijados en la enramada, se despertaban de repente y entonaban alegres su melodioso concierto matutino, mientras que los aullidos de las fieras, al retirarse de beber y regresar con lento paso a sus inexploradas guaridas, se iban tornando cada vez más sordos y oscuros.

En aquel momento se levantó la brisa; se engolfó en la densa nube de vapores que, a la salida del sol, se exhalan de la tierra en aquellas regiones intertropicales, la hizo revolotear un instante, la desgarró y la disipó por el espacio, haciendo aparecer sin transición, cual una decoración de teatro, el paisaje más delicioso que puede imaginar el alma soñadora de un pintor o de un poeta.

En América, sobre todo, es donde parece que la Providencia se ha complacido en prodigar los efectos más imponentes de paisaje, variando hasta lo infinito los contrastes y las armonías de aquella naturaleza poderosa que solo allí se encuentra.

En el seno de una inmensa llanura, rodeada completamente por la poblada enramada de una selva virgen, se dibujaban los caprichosos giros de un camino arenoso, cuyo color amarillento se destacaba de un modo agradable sobre el verde oscuro de las crecidas yerbas y el blanco plateado del agua de un río angosto al que los primeros rayos del sol hacían resplandecer cual un conjunto de pedrería. Cerca del río, próximamente en el centro de la llanura, se alzaba una casa blanca con columnas que formaban un pórtico, y con un tejado encarnado.

Esta casa, coquetamente tapizada con plantas trepadoras que se extendían en anchos mechones por sus paredes, era una venta u hostería, edificada en lo alto de una leve eminencia. Llegábase a ella por una pendiente insensible, y merced a su posición, dominaba aquel paisaje inmenso y grandioso, como el que abarca con su vista el cóndor cuando se cierne cerca de las nubes.

Delante de la puerta de la venta, unos veinte vagones, pintorescamente agrupados, acababan de ensillar sus caballos, mientras que unos arrieros se ocupaban presurosos en cargar siete u ocho mulas.

En el camino, algunas millas más allá de la venta, se veían, como puntos negros casi imperceptibles, varios jinetes que se alejaban con rapidez, y estaban próximos a internarse en la selva de que hemos hablado, selva que se elevaba gradualmente y estaba dominada por una faja de altas montañas, cuyas cumbres fragosas y escarpadas se confundían casi con el azul del cielo.

Se abrió la puerta de la venta, y un oficial joven salió tarareando; le acompañaba un fraile gordo y rollizo, provisto de un voluminoso abdomen y de una cara muy alegre; detrás de ellos apareció en el umbral de la puerta una encantadora joven de dieciocho a diecinueve años, rubia y delgada, con los ojos azules y los cabellos dorados, linda y graciosa.

—Vamos, vamos, dijo el capitán, porque el oficial llevaba las insignias de aquel grado, a caballo, que ya hemos perdido demasiado tiempo.

—¡Hum! dijo el fraile, apenas hemos tenido tiempo para desayunarnos. ¿Por qué diablos tiene V. tanta prisa, Capitán?

—Santo varón, repuso el capitán en tono irónico, si quiere V. quedarse, es muy dueño de hacerlo.

—¡No, no, me voy con V.! exclamó el fraile haciendo un gesto de espanto; ¡cáspita! Quiero aprovechar la escolta de V.

—Pues entonces dese V. prisa, porque dentro de cinco minutos voy a dar la orden de marcha.

El oficial, después de haber dirigido una mirada a la llanura, hizo seña a su asistente para que le acercase el caballo y montó con ligereza y con esa gracia peculiar de los jinetes mejicanos. El fraile ahogó un suspiro de sentimiento, pensando probablemente en la suculenta hospitalidad que abandonaba para correr los peligros de un viaje largo, y ayudado por los arrieros consiguió subirse a duras penas sobre una mula, cuyo lomo se dobló al recibir aquel peso enorme.

—¡Uf! murmuró, ya estoy.

—¡A caballo! gritó el capitán.

Los dragones obedecieron en seguida, y durante algunos segundos se oyó un golpeteo de hierro.

La joven de quien hemos hablado había permanecido hasta entonces inmóvil y silenciosa en el umbral de la puerta, al parecer poseída por una agitación secreta y dirigiendo en torno suyo miradas inquietas, que fijaba en dos o tres campesinos que, recostados con indolencia en las tapias de la venta, observaban los movimientos de la caravana con una mirada a la vez indiferente y curiosa; pero en el momento en que el capitán iba a dar la orden de marcha, la joven se acercó resueltamente a él, y presentándole un mechero, le dijo con voz dulce y melodiosa:

—Señor Capitán, se le ha apagado a V. el cigarro.

—¡Es verdad! respondió el oficial, e inclinándose con galantería hacia ella, cogió el mechero, se sirvió de él, y se lo devolvió diciendo:

—Gracias, hermosa niña.

La joven aprovechó el momento en que el rostro del oficial se aproximaba al suyo para decirle rápidamente y en voz muy baja estas palabras:

—¡Tenga V. cuidado!

—¿Cómo? dijo el oficial mirándola fijamente.

La joven, sin contestar, puso el dedo índice en sus rosados labios, y volviéndose con viveza, entró corriendo en la venta.

El capitán se enderezó sobre la silla, frunció su negro entrecejo y dirigió una mirada amenazadora a los dos o tres individuos que estaban recostados en la tapia; pero muy luego sacudió la cabeza y murmuró con desdén:

—¡Bah! No se atreverían.

Entonces desenvainó su sable, cuya hoja lanzó un relámpago deslumbrador al ser herida por los rayos del sol, y poniéndose a la cabeza de la escolta dijo:

—¡En marcha!

Partieron.

Las mulas siguieron el esquilón de la nena o mula que sirve de guía, y los dragones, dispuestos en torno de la recua, la encerraron en su centro.

Durante algunos instantes, los pocos campesinos que habían presenciado la partida de la tropa siguieron con la vista su marcha por las sinuosidades del camino; luego entraron en la venta uno tras otro.

La joven estaba sola sentada sobre un escaño, y al parecer ocupándose con actividad en componer un vestido. Sin embargo, por el temblor casi imperceptible que agitaba su cuerpo, por el rubor de su frente y por la mirada tímida que dejó filtrar bajo sus largos párpados al ver entrar a los campesinos, era fácil adivinar que la calma que fingía estaba muy lejos de su corazón, y que, por el contrario, la atormentaba un temor secreto.

Los campesinos eran tres, todos ellos hombres en la fuerza de la edad, de facciones duras y acentuadas, de mirada torva y de modales bruscos y brutales.

Llevaban el traje mejicano de las fronteras, e iban bien armados.

Se sentaron en un banco colocado delante de una mesa tosca, y uno de ellos dio un puñetazo fuerte sobre la tabla y se volvió hacia la joven diciéndola bruscamente:

—¡Queremos beber!

La joven se estremeció y levantó la cabeza en seguida.

—¿Qué desean VV., caballeros? preguntó.

—Mezcal.

La joven se levantó y se apresuró a servirles. El que había hablado la agarró del vestido y la detuvo en el momento en que se disponía a alejarse, diciéndola:

—Aguarde V. un momento, Carmela.

—Deje V. mi vestido, Ruperto, dijo Carmela haciendo un gestecito de mal humor; me le va V. a rasgar.

—¡Bah! repuso Ruperto riéndose con insolencia, ¿tan torpe me juzga V.?

—No, pero no me convienen esos modales.

—¡Oh! ¡Oh! No está V. siempre tan arisca, mocita.

—¿Qué quiere V. decir? repuso Carmela ruborizándose.

—¡Basta! Yo me entiendo, pero por el momento no se trata de eso.

—¿Pues de qué se trata? preguntó la joven con fingida sorpresa; ¿no le he servido a V. ya el mezcal que pidió?

—Sí, sí, pero tengo que decirla una cosa.

—Bueno, pues diga V. pronto y déjeme marchar.

—Mucha prisa tiene V. de escaparse. ¿Teme V. que su novio la sorprenda hablando conmigo?

Los compañeros de Ruperto se echaron a reír, y la joven se quedó muy cortada.

—No tengo novio, Ruperto, ya lo sabe V., contestó al fin con los ojos arrasados en agua, y hace V. mal en insultar a una pobre muchacha indefensa.

—¡Bueno, bueno! Yo no insulto a V., Carmela; ¿qué mal hay en que una linda niña tenga un novio, y aunque sean dos?

—Déjeme V., exclamó la joven haciendo un movimiento brusco para desembarazarse.

—No la dejo a V. hasta tanto que haya contestado a mi pregunta.

—Pues haga V. pronto esa pregunta y concluyamos.

—Pues bien, arisca niña, tenga V. la bondad de repetirme lo que dijo en voz baja a ese almibarado capitán.

—¡Yo! respondió Carmela algo confusa; ¿qué quiere V. que le haya dicho?

—He ahí justamente el asunto, niña: no quiero que le haya V. dicho cierta cosa, y por eso deseo saber que ha sido ello.

—Déjeme V. en paz, Ruperto, no está V. contento sino cuando me atormenta.

El mejicano la miró fijamente y le dijo con sequedad:

—No cambie V. de conversación, Carmela; la pregunta que la dirijo es muy grave.

—Es posible, pero nada tengo que contestar.

—Porque sabe V. que ha obrado mal.

—No entiendo.

—¡De veras! Pues bien, entonces voy a explicárselo. En el momento en que el oficial iba a marchar le ha dicho V.: «¡Tenga V. cuidado!» ¿Se atreverá V. a negarlo?

La joven se puso muy pálida, e intentando chancearse dijo:

—Puesto que me ha oído V., ¿por qué me lo pregunta?

Los otros dos campesinos habían fruncido el entrecejo al oír la acusación de Ruperto; la posición iba siendo grave.

—¡Oh! ¡Oh! dijo uno de ellos levantando sabiamente la cabeza, ¿de veras ha dicho eso?

—Así parece, puesto que yo lo oí, repuso brutalmente Ruperto.

La joven dirigió una mirada de espanto en torno suyo, como para implorar una protección ausente.

—No está aquí, dijo Ruperto con malvada expresión, y por lo tanto es inútil que le busque V.

—¿Quién? dijo Carmela vacilando entre lo vergonzoso de la suposición y el espanto de su posición peligrosa.

—¡Él! respondió Ruperto con ironía. Escuche V., Carmela: varias veces se ha enterado V. ya de nuestros negocios más de lo que convenía; repetiré ahora las palabras que hace un instante, dijo V. al capitán: ¡tenga V. cuidado!

—Sí, dijo brutalmente el segundo interlocutor, porque podríamos olvidar que no es V. más que una chiquilla y hacerla pagar muy caras sus delaciones.

—¡Bah! dijo el tercero, que hasta entonces se había contentado con beber sin tomar parte en la conversación, la ley debe ser igual para todos: si Carmela nos ha vendido, es preciso que se la castigue.

—¡Bien dicho, Bernardo! exclamó Ruperto dando un puñetazo sobre la mesa; justamente somos los suficientes para pronunciar la sentencia.

—¡Dios mío! gritó Carmela desembarazándose con viveza de la presión del hombre que hasta entonces la había mantenido sujeta, ¡déjeme V.! ¡déjeme V.!

—¡Detenedla! exclamó Ruperto levantándose, pues de lo contrario va a suceder alguna desgracia.

Los tres hombres se precipitaron hacia la joven; esta, medio muerta de terror, hacía esfuerzos inútiles para abrir la puerta de la venta y escaparse.

Pero de improviso, en el momento en que los tres hombres ponían sus rudas y callosas manos sobre los hombros blancos y delicados de Carmela, la puerta de la venta, que en vano procuraba abrir, se abrió de par en par, y en sus umbrales apareció un hombre.

—¿Qué sucede aquí? preguntó con voz sombría; y cruzando los brazos sobre el pecho, permaneció inmóvil en su sitio mirando alternativamente a los circunstantes.

Era tan amenazador el acento de aquel hombre, sus ojos lanzaban unos relámpagos tan sombríos, que los tres hombres, aterrados, retrocedieron maquinalmente hasta la tapia de en frente, murmurando con espanto:

—¡El Jaguar! ¡El Jaguar!

—¡Sálveme V.! ¡Sálveme V.! exclamó la joven precipitándose hacia él llena de desconsuelo.

—Sí, dijo el Jaguar con voz profunda; sí, te salvaré, Carmela, ¡y desgraciado él que toque a un solo cabello tuyo!

Entonces, cociéndola suavemente en sus nervudos brazos, la colocó con el mayor cuidado en una butaca, en donde la joven quedó medio desmayada.

El hombre a quien tan bruscamente acabamos de poner en escena, era muy joven todavía; su rostro imberbe hubiera parecido el de un niño si sus facciones correctas y de una belleza casi femenina no hubiesen estado animadas por dos ojos grandes y negros, cuya mirada tenía un brillo fulgurante y una fuerza magnética que pocos hombres se juzgaban capaces de soportar.

Su estatura era alta, su cuerpo esbelto y elegante, sus miembros bien proporcionados, su pecho ancho, sus cabellos, tan negros como el azabache, se escapaban con profusión de su sombrero de vicuña, guarnecido con una ancha redecilla de oro, y caían sobre sus hombros en rizos numerosos.

Llevaba el vistoso y espléndido traje mejicano; sus calzoneras de terciopelo de color de violeta, abiertas por encima de la rodilla y guarnecidas con una gran cantidad de botones de oro cincelados, dejaban ver sus piernas finas y nerviosas, elegantemente calzadas con unas medias de seda de color de perla; su manga (especie de capote) echada sobre su hombro, estaba guarnecida con un ancho galón de oro; una foja de crespón blanco oprimía su cintura y sostenía un par de pistolas y un machete sin vaina, de hoja ancha y brillante, colgado de una anilla de acero bruñido; un rifle americano, adornado con embutidos de plata, estaba colgado de su hombro por medio de un portafusil.

En el aspecto de aquel hombre, tan joven todavía, había una atracción en tal manera poderosa, una fuerza dominadora tan singular, que no se le podía ver sin quererle o aborrecerle, tal era la impresión profunda que, sin querer, producía, sin excepción, sobre todos aquellos con quienes la casualidad le ponía en contacto.

Nadie sabía quién era aquel hombre, ni de donde venía; hasta su nombre era desconocido, puesto que se habían visto precisados a ponerle un apodo al que él respondía por cierto sin mostrarse lastimado.

En cuanto a su carácter, las escenas que van a seguir, le darán a conocer lo suficiente para que, por ahora, estemos exentos de dar pormenores más detallados.


XII.

CONVERSACIÓN.


Habíase disipado gradualmente empero el primer impulso de terror que obligara a los tres hombres a retroceder cuando apareció el Jaguar: ante el aspecto inofensivo del hombre a quien hacía mucho tiempo que estaban acostumbrados a temer, recobraron, ya que no el valor, por lo menos el descaro.

Ruperto, el más bribón de los tres, fue quien primero recobró su sangre fría, y reflexionando que el individuo que les había causado tanto susto se hallaba solo, y que por lo tanto no podía tener la fuerza de su parte, se adelantó con resolución hacia él y le dijo brutalmente:

—¡Rayo de Dios! Deje V. a esa remilgada; ha merecido, no solo lo que le sucede, sino también el castigo que vamos a imponerle ahora mismo.

El joven se enderezó como si le hubiese picado una serpiente, y lanzando a su interlocutor una mirada llena de amenazas, le dijo:

—¡Calle! ¿Es a mí a quien habla V. de ese modo?

—¿Pues a quién ha de ser? repuso Ruperto con insolencia, si bien sentía cierta inquietud por la manera en que había sido acogida su interpelación.

—¡Ah! dijo únicamente el Jaguar, y sin añadir una palabra se adelantó con lento paso hacia Ruperto, a quien mantenía inmóvil con su mirada fascinadora, y que le veía llegar con un espanto que iba creciendo por instantes.

Cuando el joven estuvo a dos pasos del campesino, se detuvo.

Esta escena, tan sencilla en la apariencia, debía tener, sin embargo, una significación terrible para los circunstantes, porque todos los pechos estaban anhelosos, todas las frentes pálidas.

El Jaguar, con el rostro lívido, las facciones crispadas, los ojos inyectados en sangre y el entrecejo fruncido, adelantó el brazo para coger a Ruperto, quien, vencido por el terror, no hizo el movimiento más leve para librarse de aquella presión que, sin embargo, sabía que debía ser mortal.

De improviso Carmela saltó como una corza asustada, y se arrojó entre los dos hombres.

—¡Oh! exclamó juntando las manos; ¡tenga V. compasión de él, no le mate V., por Dios!

El semblante del Jaguar varió súbitamente y se revistió de una expresión de inefable dulzura.

—¡Corriente! dijo, puesto que tal es la voluntad de V., no morirá; pero ha insultado a usted, Carmela, y debe ser castigado. De rodillas, miserable, añadió dirigiéndose a Ruperto y apoyando pesadamente la mano en su hombro; de rodillas y pide perdón a este ángel.

Ruperto, más bien que arrodillarse se dejó caer al sentir el peso de aquella mano de hierro, y se arrastró hasta los pies de la joven, murmurando con voz tímida:

—¡Perdón! ¡Perdón!

—¡Basta! dijo entonces el Jaguar con terrible acento; levántate y da gracias a Dios porque todavía esta vez te has librado de mi venganza. Abra V. la puerta, Carmela.

La joven obedeció.

—A caballo, prosiguió el Jaguar; id a esperarme al Río Seco, y sobre todo, bajo pena de muerte, que nadie se mueva hasta mi llegada. ¡Id!

Los tres hombres bajaron la cabeza y salieron sin contestar: un momento después se oyó resonar en el camino el galope de sus caballos que se alejaban.

Los dos jóvenes quedaron solos en la venta.

El Jaguar se sentó delante de la mesa en que un momento antes estaban bebiendo los tres hombres, apoyó la cabeza en ambas manos y pareció que quedaba sepultado en serias reflexiones.

Carmela le miraba con una mezcla de interés y de temor, sin atreverse a dirigirle la palabra.

Por último, cuando hubo trascurrido un espacio de tiempo bastante largo, el joven levantó la cabeza y miró en torno suyo como si despertase de un sueño profundo.

—¿Ha permanecido V. ahí? dijo a la joven.

—Sí, respondió Carmela con dulzura.

—Gracias, Carmela, es V. buena y solo V. me quiere, cuando todos me aborrecen.

—¿No hago bien?

El Jaguar se sonrió con tristeza; pero respondió a esta pregunta haciendo otra, táctica habitual de todo aquel que no quiere revelar su pensamiento.

—Ahora, dijo, cuénteme francamente lo que ha pasado entre V. y esos miserables.

La joven pareció como que vacilaba un instante; sin embargo, se decidió y confesó las palabras que había dicho al capitán de dragones.

—Ha hecho V. mal, le dijo severamente el Jaguar; la imprudencia de V. puede tener consecuencias muy graves; sin embargo, no me atrevo a censurarla. Es V. mujer, y por consiguiente ignora muchas cosas. ¿Está V. sola aquí?

—Enteramente sola.

—¡Qué imprudencia! ¿Cómo puede Tranquilo abandonar a V. de ese modo?

—Su deber le detiene actualmente en Mezquite; dentro de pocos días debe dar una gran batida.

—Bien; pero al menos Quoniam debió quedar al lado de V.

—No ha podido, porque Tranquilo necesitaba su ayuda.

—Parece que el diablo se mezcla en todo esto, dijo el Jaguar en tono de mal humor; es preciso estar loco para abandonar así a una joven sola en una venta situada en medio de una comarca tan desierta, y eso durante semanas enteras.

—No me hallaba sola, pues habían dejado conmigo a Lanzi.

—¡Ah! ¿Y qué se ha hecho?

—Un poco antes de salir el sol le envié a ver si traía alguna caza.

—Muy bien pensado, ¡por vida mía! Así ha permanecido V. expuesta a las groserías y al mal trato del primer tuno a quien se le antojase insultarla.

—No creí que hubiese peligro.

—¿Supongo que ahora estará V. ya desengañada?

—¡Oh! dijo Carmela haciendo un movimiento de terror, juro a V. que no me volverá a suceder.

—Muy bien; pero me parece que oigo los pasos de Lanzi.

La joven se asomó a la puerta y dijo:

—Sí, ahí viene.

En efecto, en aquel momento entró el hombre de quien habían hablado.

Era un individuo de unos cuarenta años, de fisonomía inteligente y audaz; llevaba sobre sus hombros un magnífico gamo atado, sobre poco más o menos, del mismo modo que los cazadores suizos acostumbran a llevar las gamuzas. Su mano derecha empuñaba una escopeta.

Hizo un gesto de disgusto al ver al Jaguar; sin embargo le saludó y puso su gamo encima de la mesa.

—¡Hola! ¡Hola! dijo el Jaguar en tono de buen humor, parece que ha hecho V. buena cacería, Lanzi; los gamos no escasean en la llanura, ¿eh?

—He conocido un tiempo en que abundaban más, respondió Lanzi en tono brusco; pero ahora, añadió moviendo tristemente la cabeza, apenas puede un pobre hombre matar un par de ellos en todo un día.

El joven se sonrió y dijo:

—Ya volverán.

—No, no, replicó Lanzi; los gamos, una vez espantados, nunca vuelven a las comarcas que abandonaron, por grande interés que tengan en hacerlo.

—Pues entonces, amigo mío, es preciso que se resigne V. y se consuele.

—¡Eh! ¡No hago otra cosa! murmuró Lanzi volviendo la espalda con aspecto descontento.

Y después de esta réplica volvió a cargar el gamo sobre sus hombros y entró en otra habitación.

—Lanzi no está hoy muy amable, dijo el Jaguar cuando se hubo vuelto a quedar solo con Carmela.

—Le disgusta encontrar a V. aquí.

El Jaguar frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Por qué es eso?

Carmela se ruborizó y bajó los ojos sin responder; el Jaguar la examinó un momento con una mirada penetrante.

—Ya lo entiendo, dijo por fin; mi presencia en esta hostería desagrada a alguien, quizás a él.

—¿Por qué ha de desagradarle? Me parece que él no es el amo.

—¡Es cierto! Entonces es al padre de V. a quien le desagrada, ¿verdad?

La joven hizo una seña afirmativa.

El Jaguar se levantó con violencia y se paseó presuroso por la sala de la venta, con la cabeza baja y los brazos a la espalda. Al cabo de algunos minutos de este paseo, que Carmela observaba con una mirada inquieta, el Jaguar se paró bruscamente delante de ella, levantó la cabeza, y mirándola con fijeza preguntó:

—Y a V., Carmela, ¿le desagrada mi presencia en este sitio?

La joven permaneció silenciosa.

—¡Responda V.! repuso el Jaguar.

—No he dicho eso, murmuró Carmela vacilando.

—No, repuso el Jaguar con una sonrisa amarga; pero lo piensa V., Carmela, solo que no tiene V. valor suficiente para confesármelo cara a cara.

La joven levantó la cabeza con viveza y respondió con febril animación:

—Es V. injusto para conmigo, injusto y malo. ¿Por qué he de desear que V. se aleje? Nunca me ha hecho V. daño; al contrario, siempre le he encontrado dispuesto a defenderme. Hoy mismo, todavía, no ha vacilado V. para librarme del mal trato de los miserables que me insultaban.

—¡Ah! ¿Lo confiesa V.?

—¿Por qué no he de confesarlo, si es cierto? ¿Tan ingrata me juzga V.?

—No, Carmela; solo que al fin es V. mujer, repuso el Jaguar con amargura.

—No entiendo lo que quiere V. decir, no quiero entenderlo. Aquí, cuando mi padre, o Quoniam, o cualquier otro, acusa a V., solo yo soy quien le defiende. ¿Es culpa mía si, por su carácter y por la vida misteriosa que hace, está V. colocado fuera de la existencia común? ¿Soy responsable acaso del silencio que se obstina V. en guardar acerca de cuanto le concierne personalmente? V. conoce a mi padre, y sabe cuan bueno, franco y valiente es; muchas veces y por medios indirectos, ha procurado arrastrar a V. a una explicación leal, y siempre ha rechazado V. sus tentativas. Así pues, a nadie culpe V. más que a sí mismo por el aislamiento en que se encuentra y por la soledad que se establece en torno de V.; y no dirija reconvenciones a la única persona que hasta ahora se ha atrevido a sostenerle y defenderle contra todos.

—¡Es verdad! respondió el Jaguar con amargura: soy un loco y reconozco mis errores para con V., Carmela, porque dice V. muy bien: entre toda esa gente, solo V. ha sido buena y compasiva para con el réprobo, para con el hombre a quien persigue el odio general.

—Odio tan estúpido como injusto.

—Y del cual no participa V., ¿verdad? preguntó el joven con viveza.

—No, no participo de él; pero padezco al ver la obstinación de V., porque, a pesar de todo lo que cuentan, le juzgo bueno.

—¡Gracias, Carmela! Quisiera poder probar inmediatamente que tiene V. razón y dar un mentís a los que me insultan de un modo cobarde cuando estoy ausente, y tiemblan cuando me presento delante de ellos. Desgraciadamente, eso es imposible por ahora; pero tengo la esperanza de que llegará un día en que me será lícito darme a conocer tal como en realidad soy, y arrancarme la máscara que ya me pesa; entonces...

—¿Entonces? preguntó Carmela viendo que se interrumpía.

El Jaguar vaciló un instante, y después dijo con voz ahogada:

—Entonces tendré que hacer a V. una pregunta y dirigirle una petición.

La joven se ruborizó levemente; pero reponiéndose en seguida, murmuró en voz baja:

—Me encontrará V. dispuesta a responder a ambas cosas.

—¿De veras? exclamó el Jaguar con alegría.

—Se lo juro a V.

Un relámpago de felicidad iluminó, cual un rayo de sol, la fisonomía del joven.

—¡Bien, Carmela! dijo con profundo acento. Cuando llegue el momento oportuno, recordaré su promesa.

Carmela bajó la cabeza haciendo una seña de mudo asentimiento.

Hubo un momento de silencio. La joven se dedicaba a los quehaceres de la casa con esa gracia y esa ligereza de pájaro, propias de las mujeres; el Jaguar se paseaba por la sala con aspecto preocupado; al cabo de algunos instantes se acercó a la puerta y miró hacia fuera.

—Es preciso que me marche, dijo.

—¡Ah! exclamó Carmela fijando en él una mirada escudriñadora.

—Sí; tenga V. la bondad de mandar a Lanzi que prepare mi caballo; quizás si se lo dijese yo mismo, lo haría de mala gana; me ha parecido ver que no soy santo de su devoción.

—Voy allá, respondió la joven sonriendo.

—El Jaguar la miró alejarse y ahogó un suspiro.

—¿Qué es esto que siento? murmuró apoyando la mano con fuerza sobre su corazón, como si acabase de sufrir un dolor repentino; ¿será por ventura lo que llaman amor? ¡Estoy loco! repuso al cabo de un instante; ¿acaso puedo yo amar? ¡El Jaguar! ¿Acaso se puede amar al réprobo?

Una sonrisa amarga contrajo sus labios; su entrecejo se frunció, y murmuró con voz sorda:

—Cada cual tiene su misión en este mundo, ¡y yo sabré cumplir la mía!

Carmela volvió a entrar y dijo:

—El caballo estará pronto dentro de un momento. Tome V. sus botas vaqueras que Lanzi me ha encargado le entregue.

—Gracias, dijo el Jaguar.

Y se puso a atar a sus piernas esos dos pedazos de cuero labrado que en Méjico hacen próximamente las veces de las polainas y sirven para librar al jinete de los golpes del caballo.

Mientras que el Jaguar, con un pie apoyado en el banco y el cuerpo inclinado hacia adelante, se ocupaba en atarse sus botas, Carmela le examinaba atentamente con una expresión de vacilación tímida.

El Jaguar reparó en ello y le preguntó:

—¿Qué tiene V.?

—Nada, dijo la joven balbuceando.

—Me engaña V., Carmela. Vamos, el tiempo urge, dígame V. la verdad.

—Pues bien, respondió la joven con una vacilación cada vez más marcada, tengo que pedir a V. un favor.

—¿A mí?

—Sí.

—Hable V. pronto, niña; ya sabe que, sea lo que quiera, se lo concedo de antemano.

—¿Me lo jura V.?

—¡Lo juro!

—Pues bien, suceda lo que quiera, deseo que si encuentra V. al capitán de dragones que estaba aquí esta mañana, le conceda V. su protección.

El joven se enderezó como si le hubiese impulsado un resorte.

—¡Ah! exclamó, ¿con que es cierto lo que me han dicho?

—No sé a qué alude V.; pero le reitero mi súplica.

—No conozco a ese hombre, puesto que he llegado aquí después que él se marchó.

—Sí, le conoce V., repuso Carmela con acento resuelto; ¿a qué buscar un efugio si desea V. falsear la promesa que me ha hecho? Vale más obrar con entera franqueza.

—Está bien, respondió el Jaguar con voz sombría y con un tono de ironía mordaz; tranquilícese V., Carmela; defenderé a su amante.

Y se lanzó precipitadamente fuera de la sala poseído de la más violenta cólera.

—¡Oh! ¡Qué bien hacen en llamar el Jaguar a ese demonio! exclamó la joven dejándose caer sobre un banco y prorrumpiendo en llanto. ¡Es un corazón de tigre lo que su pecho encierra!

Ocultó su rostro entre ambas manos y prorrumpió en sollozos.

En el mismo instante se oyó fuera el galope rápido de un caballo que se alejaba.


XIII.

CARMELA.


Ahora, antes de continuar nuestra narración, es preciso que demos a nuestros lectores ciertos detalles importantes e indispensables para los hechos que van a seguir.

Entre las provincias del vasto territorio de Nueva España, hay una, la más oriental de todas, cuyo valor verdadero ignoró constantemente el gobierno de los virreyes, ignorancia continuada por la república mejicana que, en la época de la proclamación de la independencia, no la juzgó digna de formar un Estado separado; y sin calcular lo que más tarde pudiera suceder, con la mayor indolencia la dejó colonizar por los norteamericanos, quienes ya en aquellos tiempos parece que estaban atormentados por esa fiebre de invasión y de ensanche que hoy ha llegado a ser una especie de locura endémica para aquellos dignos ciudadanos. La provincia a que nos referimos es la de Tejas.

Aquella comarca magnífica es una de las mejor situadas que hay en Méjico; bajo el punto de vista territorial es inmensa; ningún país tiene mejor riego: nueve ríos considerables llevan al mar sus aguas aumentadas por las innumerables corrientes que en todas direcciones surcan y fertilizan aquella tierra: estos ríos, profundamente encajonados en terrenos movedizos, nunca forman, desparramándose a lo lejos, esas inundaciones tan comunes en otros países y que se convierten en fétidos pantanos.

El clima de Tejas es sano y se halla exento de esas enfermedades espantosas que han dado una celebridad tan siniestra a ciertas comarcas del Nuevo Mundo.

Las fronteras naturales de Tejas son la Sabina al este, el Río Rojo al norte, al oeste una cordillera de altas montañas que ciñe vastas praderas y el Río Bravo del Norte; y por último, desde la embocadura de este río hasta el de la Sabina, el golfo de Méjico.

Ya hemos dicho que los españoles ignoraban casi por completo el valor verdadero del Tejas, aunque hacía mucho tiempo que le conocían, porque es casi seguro que en 1536 Cabeza de Vaca cruzó por él cuando desde la Florida se trasladó a las provincias septentrionales de Méjico.

Sin embargo, la honra del primer establecimiento que se intentó formar en aquel hermoso país pertenece sin disputa a la Francia.

En efecto, el infortunado y célebre Roberto de la Salle, encargado por el marqués de Seignelay de descubrir la embocadura del Misisipí en 1684, se equivocó y entró en el Río Colorado, por el cual bajó con suma dificultad hasta la laguna de San Bernardo, en donde tomó posesión del país y construyó un fuerte entre Velasco y Matagorda. No entraremos aquí en mayores detalles acerca de aquel explorador audaz que por dos veces intentó trasladarse a las tierras desconocidas situadas al este de Méjico, y que en 1687 fue cobardemente asesinado por unos malvados que formaban parte de su tropa.

Un recuerdo más reciente nos une de nuevo a Tejas, porque allí fue donde en 1817, y bajo el nombre de Campo de Asilo, intentó el general Lallemand fundar una colonia de franceses refugiados, restos desventurados de los invencibles ejércitos del primer imperio. Esta colonia, situada a unas diez leguas de Galveston, fue completamente destruida por orden del virrey Apodaca, en virtud del sistema despótico observado siempre en el Nuevo Mundo por los españoles de aquel tiempo, y que consistía en no dejar bajo ningún pretexto que se estableciesen extranjeros en punto alguno de su territorio.

Se nos perdonará que hayamos dado estos pormenores prolijos cuando se reflexione que aquel país, libre tan solo de veinte años a esta parte, de una superficie de cerca de cuarenta y dos millones de hectáreas, habitado cuando más por doscientos mil individuos, ha entrado sin embargo en una era de prosperidad y de progreso que inevitablemente ha de llamar la atención de los gobiernos europeos y excitar las simpatías de los hombres inteligentes de todas las naciones.

En la época en que pasan los hechos que nos hemos propuesto referir, es decir, en la segunda mitad del año de 1812, el Tejas pertenecía todavía a Méjico; pero había comenzado ya su gloriosa revolución, y luchaba valerosamente para sacudir el vergonzoso yugo del gobierno central y proclamar su independencia.

Pero antes de volver a tomar el hilo de nuestra historia, necesitamos explicar cómo Tranquilo el cazador canadiense y Quoniam el negro, que le debía su libertad, esos dos hombres a quienes dejamos en el alto Misuri haciendo la vida libre de cazadores de los bosques, se hallaban establecidos, por decirlo así, en el Tejas, y cómo el cazador tenía una hija, o al menos llamaba así al precioso ángel rubio y sonrosado que hemos presentado al lector bajo el nombre de Carmela.

Unos doce años antes del día en que comienza nuestro relato en la venta del Potrero, Tranquilo había llegado a aquella misma hostería seguido de dos compañeros y una niña de cinco a seis años, de cara despabilada, ojos azules, labios rosados y cabellera dorada, que no era sino Carmela; en cuanto a sus compañeros, uno era Quoniam, y el otro un mestizo indio que atendía al nombre de Lanzi.

El sol se hallaba ya próximo a ocultarse cuando la reducida caravana paró delante de la venta.

El ventero, que en aquel país desierto, situado en la frontera india, estaba poco acostumbrado a ver viajeros, y sobre todo a una hora tan avanzada, había cerrado y atrancado la puerta de su casa, y se disponía a entregarse al descanso, cuando la llegada imprevista de nuestros personajes le obligó a modificar sus intenciones por aquella noche.

Sin embargo, solo con marcada repugnancia y después de las repetidas seguridades que le dieron los viajeros de que nada tenía que temer por parte de ellos, fue como se decidió a abrir la puerta e introducirlos en la casa.

Por lo demás, desde el momento en que se decidió a recibirlos, el ventero fue lo que debía ser, es decir, tan atento y servicial como puede permitirlo el carácter de los hosteleros mejicanos, que, sea dicho entre paréntesis, son la raza menos hospitalaria que existe.

Éste era un hombrecito repleto, de modales zalameros y mirada astuta, ya de cierta edad, pero todavía listo y vivo.

Cuando los viajeros hubieron instalado sus caballos en el corral delante de una buena provisión de alfalfa, y que también ellos hubieron cenado con el apetito propio de hombres que acaban de hacer una jornada larga, se estableció cierta confianza entre el ventero y ellos, merced a algunos tragos de refino de Cataluña, generosamente ofrecidos por el canadiense, y la conversación se entabló bajo el pie de la más franca cordialidad, mientras que la niña, cuidadosamente envuelta en el mullido zarapé del cazador, dormía con esa tranquila y cándida indiferencia peculiar de tan feliz edad, en la que lo presente es todo y lo porvenir no existe todavía.

—¡Eh! Compadre, dijo Tranquilo alegremente al ventero, echándole otro vaso de refino, ¿paréceme que lleva V. aquí una vida muy feliz?

—¡Yo!

—¡Pardiez! Se acuesta V. a la misma hora que las gallinas, y estoy seguro de que se levantará tarde.

—¿Qué otra cosa puedo hacer en este maldito desierto en donde he venido a perderme por mis pecados?

—Según eso, ¿escasean los viajeros?

—Sí y no; depende de la manera en que V. lo entienda.

—¡Diablo! Me parece que no hay dos maneras de entenderlo.

—Sí, hay dos y muy diferentes.

—¡Hombre! Me alegraría de conocerlas.

—Es muy fácil. No faltan en el país vagabundos de todos colores y castas, y si yo quisiese llenarían mi casa todo el santo día; pero lléveme el diablo si me dejarían ver el color de su dinero.

—¡Ah! Muy bien. Pero supongo que esos señores no constituirán exclusivamente la parroquia de V.

—No; hay también los indios bravos, los Comanches, los Apaches, los Pawnees, y qué sé yo cuantos más, que de vez en cuando vienen a rondar por los alrededores.

—¡Vamos! Es mal vecindario; y si no tiene V. más que esos parroquianos, comienzo a opinar como V.; sin embargo, algunas veces debe V. recibir visitas más agradables.

—Sí, de tarde en tarde algunos viajeros extraviados, como V., sin duda; pero los ingresos están siempre muy lejos de cubrir los gastos.

—Es claro. A la salud de V.

—A la de V.

—Pero entonces, permítame V. una observación que quizás le parecerá indiscreta.

—Diga V., caballero; diga lo que guste; estamos hablando como buenos amigos y no debemos contenernos.

—Tiene V. razón. Si se encuentra V. mal aquí, ¿por qué diablos permanece en este sitio?

—¡Ah! He ahí la cuestión: ¿a dónde quiere usted que vaya?

—¡Pardiez! No lo sé, a cualquiera parte, en donde siempre estará V. mejor que aquí.

—¡Ah! ¡Si solo dependiese de mi voluntad! dijo el ventero lanzando un suspiro.

—¿Tiene V. a alguien consigo aquí?

—No, estoy solo.

—Pues bien, entonces ¿quién le detiene?

—¡Caramba! ¿Qué ha de ser? ¡El dinero! Todo cuanto yo poseía, y no era mucho, lo invertí en edificar esta casa y establecerme en ella, y aún eso gracias a los peones de la hacienda.

—¿Hay alguna hacienda por aquí?

—Sí, a unas cuatro leguas de distancia está la hacienda del Mezquite.

—¡Ah! dijo Tranquilo muy pensativo, está bien, continúe V.

—De ese modo ya comprende V. que si me voy, me veo obligado a abandonarlo todo.

—¿Por qué no lo vende V.?

—¿Y quién lo compra? ¿Cree V. que sea fácil encontrar por aquí un individuo que tenga cuatrocientos o quinientos duros en el bolsillo y que esté dispuesto a hacer una tontería?

—¡Pardiez! No se sabe, acaso buscando podría encontrarse

—Vamos, caballero, ¡tiene V. gana de burlarse!

—En verdad que no, dijo Tranquilo variando de tono repentinamente, y voy a probárselo a usted.

—Veamos.

—¿Dice V. que vende su casa en cuatrocientos duros?

—¿He dicho cuatrocientos?

—No andemos con tretas, lo ha dicho V.

—Muy bien, lo admito; ¿y qué más?

—¿Qué más? Que yo se la compro si V. quiere.

—¿Usted?

—¿Por qué no?

—¡Pardiez! Sería preciso verlo.

—Está visto: ¿quiere V., sí o no? Es cosa de tomarlo o dejarlo; quizás dentro de cinco minutos habré variado de intención, con que decídase V.

El ventero fijó una mirada investigadora en el canadiense.

—¡Acepto! dijo.

—Corriente; solo que no le daré a V. cuatrocientos duros.

—¡Oh! entonces... dijo el ventero sobresaltado.

—Le daré a V. seiscientos.

El ventero se quedó estupefacto y en seguida dijo:

—No me parece mal.

—Pero con una condición, añadió Tranquilo.

—¿Cuál es?

—La de que mañana, tan luego como se haya efectuado la venta, montará V. a caballo... ¿Supongo que tendrá V. un caballo?

—Sí Señor.

—Pues bien, montará V. en él, se marchará y no volverá a parecer por aquí.

—¡Oh! De eso puede V. estar muy seguro.

—¿Queda convenido?

—Sí Señor.

—Entonces, mañana al salir el sol que estén preparados los testigos.

—Lo estarán.

En esto quedó la conversación. Los viajeros se envolvieron en sus mantas y zarapés; se tendieron en el áspero suelo de la sala y se durmieron. El ventero les imitó.

Según lo habían convenido, el ventero, un poco antes de amanecer, ensilló su caballo y se ocupó en procurarse los testigos necesarios para la validez de la transacción; con este objeto se fue a rienda suelta a la hacienda del Mezquite, y al salir el sol estaba ya de vuelta. Le acompañaban el mayordomo de la hacienda y siete u ocho peones.

El mayordomo, que era el único que sabía leer y escribir, redactó una escritura de venta; luego reunió a todos los circunstantes y la leyó en alta voz.

Tranquilo sacó entonces de su cinto treinta y siete onzas y media de oro, y las extendió sobre la mesa.

—Señores, dijo el mayordomo dirigiéndose a los circunstantes, sean VV. testigos de que el señor Tranquilo ha pagado los seiscientos pesos fuertes estipulados para la compra de la venta del Potrero.

—Somos testigos, respondieron todos.

Entonces todas las personas presentes, con el mayordomo a la cabeza, pasaron al corral situado en la parte trasera de la casa.

Cuando Tranquilo hubo llegado al corral, arrancó un puñado de yerba y le tiró por encima de su hombro; en seguida, cogiendo una piedra, la tiró al otro lado de la tapia: con arreglo a la ley mejicana acababa de tomar posesión de la finca.

—Sean VV. testigos, Señores, volvió a decir el mayordomo, de que el señor Tranquilo, aquí presente, toma legalmente posesión de esta finca. ¡Dios y libertad!

—¡Dios y libertad! exclamaron los circunstantes. ¡Viva el nuevo huésped!

Habíanse llenado todas las formalidades. Volvieron a entrar en la casa en donde Tranquilo suministró sendos tragos de vino a sus testigos, a quienes esta munificencia inesperada colmó de alegría.

El antiguo ventero, fiel al convenio estipulado, dio un apretón de mano al comprador, montó a caballo y se marchó deseándole buena suerte. Desde aquel día no se volvió a oír hablar de él.

He ahí cómo había llegado el cazador a Tejas y cómo se estableció.

Dejó a Lanzi y a Quoniam en la venta con Carmela. En cuanto a él, merced a la protección del mayordomo, que le recomendó a su amo D. Hilario de Vaureal, entró en la hacienda del Mezquite en calidad de tigrero o cazador de tigres.

Aunque la comarca escogida por el cazador para establecerse se hallaba situada en los confines de la frontera mejicana, y que por esta razón se hallaba casi desierta, de vez en cuando hubo ciertas suposiciones entre los vaqueros y los peones acerca de las razones que podrían haber inducido a un cazador tan audaz y tan diestro como el canadiense a retirarse allí; pero todas las tentativas hechas por los curiosos para averiguar aquellas razones, todas las preguntas que dirigieron, quedaron sin resultado; los compañeros de Tranquilo y aún él mismo permanecieron mudos; en cuanto a la niña, ella nada sabía.

Entonces los curiosos, frustrados en su esperanza y cansados de hacer averiguaciones, renunciaron a encontrar la explicación de aquel enigma, confiando en el tiempo, ese gran aclarador de misterios, para saber por fin la verdad tan cuidadosamente encubierta.

Pero transcurrieron las semanas, los meses y los años sin que nada fuese a levantar ni una punta del velo que ocultaba el secreto del cazador.

Carmela había llegado a ser una joven deliciosa; la venta se había hecho con una buena parroquia. Aquella frontera, tan tranquila hasta entonces por razón de su alejamiento de las ciudades y pueblos, se resintió del movimiento que las ideas revolucionarias imprimieron al centro del país; los viajeros llegaron a ser más frecuentes, y el cazador, que hasta entonces parecía que se había cuidado muy poco de lo porvenir, fiando para su seguridad en el aislamiento de su morada, comenzó a sentirse inquieto, no por sí, sino por Carmela, que se hallaba expuesta, casi sin defensa, a las tentativas audaces, no solo de los enamorados a quienes su hermosura atraía cual la miel a las moscas, sino también de los hombres sin fe y sin conciencia que los disturbios habían hecho surgir por todas partes, y que vagaban por los caminos como coyotes, en busca de una presa que devorar.

El cazador, no queriendo dejar por más tiempo a la joven en la posición peligrosa en que las circunstancias la colocaban, se ocupó activamente en conjurar las desgracias que preveía, pues si bien por ahora es imposible saber los vínculos que le unían con Carmela, quien le daba el nombre de padre, diremos que en realidad la profesaba paternal cariño y tenía para con ella una abnegación absoluta; en esto le imitaban Quoniam y Lanzi. Para aquellos tres hombres, Carmela no era una mujer, ni una niña, sino un ídolo a quien adoraban de rodillas y por el cual habrían sacrificado con júbilo hasta sus vidas a la más leve indicación suya.

Una sonrisa de Carmela les hacía felices, el más mínimo gesto de mal humor suyo les ponía tristes.

Debemos añadir que Carmela, a pesar de que conocía toda la extensión de su poder, no abusaba de él, y que su mayor alegría consistía en verse rodeada por aquellos tres corazones que le eran tan fieles.

Ahora que hemos dado ya estos datos, muy incompletos sin duda alguna, pero los únicos que nos es posible suministrar, volveremos a tomar nuestro relato en el punto en que lo dejamos en nuestro penúltimo capítulo.


XIV.

LA CONDUCTA DE PLATA.


Volveremos ahora a la caravana que vimos salir de la venta del Potrero al amanecer, y por cuyo jefe parecía que tanto se interesaba Carmela.

Este oficial era un joven de unos veinticinco años, de facciones finas y distinguidas, de semblante audaz; llevaba con suprema elegancia el uniforme brillante de capitán de dragones.

D. Juan Melendez de Góngora, aunque pertenecía a una de las familias más nobles y más antiguas de Méjico, había querido deber tan solo a sí mismo sus ascensos en el ejército, pretensión singular en un país en que el honor militar es considerado casi como nada, y en donde solo los grados superiores dan a los que los disfrutan una consideración que, por parte de la población, es más bien efecto del miedo que de la simpatía.

Sin embargo, D. Juan había perseverado en sus ideas excéntricas, y cada grado que obtenía era, no la recompensa de un pronunciamiento bien hecho en favor de tal o cual general ambicioso, sino el premio por alguna acción brillante. D. Juan pertenecía a esa clase de verdaderos mejicanos que aman realmente a su país, y que, celosos de su honra, sueñan para él una rehabilitación, si no imposible, al menos, muy difícil de conseguir.

Es tan grande la fuerza de la virtud, aún sobre las naturalezas degeneradas, que el capitán don Juan Melendez de Góngora era respetado por todos los hombres que se ponían en contacto con él, y aún por aquellos que menos lo querían.

Por lo demás, la virtud del capitán nada tenía de austera ni exagerada; era un militar franco, alegre, servicial, valiente como un león, y siempre dispuesto a auxiliar, con su brazo o con su bolsillo, a todos aquellos que a él recurrían, ya fuesen amigos o enemigos. He ahí como era, física y moralmente considerado, el hombre que mandaba la escolta y que había concedido su protección al fraile que cabalgaba al lado suyo.

Este digno fraile, de quien ya hemos tenido ocasión de decir algunas palabras, merece una descripción especial.

En cuanto a su físico, era un hombre de unos cincuenta años, casi tan alto como ancho, bastante parecido a un tonel al cual se le hubiesen puesto pies y cabeza, y sin embargo dotado de una fuerza y una agilidad poco comunes; su nariz amoratada, sus labios abultados y su rostro colorado le daban una fisonomía jovial a la que hacían aparecer irónica y burlona dos ojillos grises y hundidos, llenos de fuego y de resolución.

En cuanto a su parte moral, en nada se diferenciaba de la generalidad de los frailes mejicanos, es decir, que era en extremo ignorante, glotón, borracho, muy aficionado a mujeres, y supersticioso en sumo grado; en fin, el mejor compañero de bromas que pudiera imaginarse, ocupando bien su puesto en todas las reuniones y diciendo siempre algún sabroso chiste.

¿Qué singular casualidad podía haberle llevado tan lejos hacia la frontera? Esto era lo que nadie sabía y de lo que nadie se cuidaba, pues todos conocían el carácter vagabundo de los frailes mejicanos que pasan toda su vida corriendo de continuo de una parte para otra sin objeto y sin interés alguno las más veces, y solo con arreglo a su capricho.

En aquella época, el Tejas, reunido con la provincia de Coahuila, formaba todavía un solo estado con el nombre de Tejas y Coahuila.

La caravana mandada por el capitán D. Juan Melendez había salido ocho días antes de Nacogdoches para trasladarse a Méjico; solo que el capitán, con arreglo a instrucciones que recibiera, había abandonado el camino ordinario, que estaba inundado de gavillas de bandidos de todas clases, y había dado un gran rodeo para evitar ciertos pasos peligrosos de la sierra de San Sabas, que sin embargo tenía que cruzar, pero por la parte de las praderas altas, es decir, por el sitio en que las elevadas mesetas, bajándose gradualmente, no ofrecen ya esos accidentes de terreno tan temibles para los viajeros.

Preciso era que las diez mulas escolladas por el capitán estuviesen cargadas con una mercancía muy preciosa para que el gobierno federal, a pesar de las pocas tropas que tenía en el Estado, se hubiese decidido a hacerlas acompañar por cuarenta dragones mandados por un oficial tan afamado como D. Juan, cuya presencia en aquellas circunstancias, sin duda alguna habría sido muy necesaria, si no indispensable, en el interior del Estado, para reprimirlas tentativas revolucionarias y mantener a los habitantes en la senda del deber.

En efecto, aquellas mercancías eran muy preciosas: aquellas mulas conducían tres millones de duros que de seguro habrían sido una buena presa para los insurgentes si hubiesen caído en sus manos.

Estaba ya lejano el tiempo en que, bajo la dominación de los virreyes, el pabellón español, enarbolado a la cabeza de un convoy de cincuenta o sesenta mulas cargadas de oro, bastaba para proteger eficazmente una conducta de dinero y hacerla atravesar sin el más leve riesgo el territorio de Méjico en toda su anchura; tan grande era el terror inspirado por el solo nombre de la España.

A la sazón no eran ciento, ni siquiera sesenta mulas, sino solo diez las que cuarenta hombres resueltos parecía que no habían de bastar para proteger.

El gobierno había juzgado oportuno emplear la mayor prudencia para expedir aquella conducta de dinero, esperada en Méjico hacia mucho tiempo; habíase guardado el más profundo silencio acerca del día y la hora de la partida y del camino por donde se dirigiría.

Los fardos fueron hechos de modo que ocultaban lo mejor posible el género de mercancía que contenían; las mulas, enviadas una después de otra en medio del día, y confiadas únicamente a sus arrieros, solo a quince leguas de la ciudad se habían reunido con la escolta que, bajo un pretexto plausible, hacía un mes que estaba acantonada en un antiguo presidio.

Así pues, todo se había previsto y calculado con el mayor esmero y la mayor inteligencia para hacer llegar con seguridad aquella mercancía preciosa; los arrieros, que eran los únicos que conocían el valor de su cargamento, tenían buen cuidado de no revelar el secreto, puesto que lo poco que poseían servía de fianza para la seguridad de su flete, y para ellos era cuestión de verse completamente arruinados si los robaban en el camino.

La conducta de plata avanzaba en el mejor orden al ruido del esquilón de la nena: los arrieros cantaban alegremente arreando a cada momento a sus mulas.

Las banderolas de las largas lanzas de los dragones flotaban con gracia, agitadas por la matutina brisa, y el capitán escuchaba con indiferencia la charla del fraile, al paso que de vez en cuando dirigía a la desierta llanura una mirada escudriñadora.

—Vamos, vamos, fray Antonio, dijo a su obeso compañero, ahora ya no debe V. sentir el haberse puesto en camino tan temprano; la mañana está magnífica, y todo nos anuncia un buen día.

—Sí, sí, respondió el fraile riendo, gracias a Nuestra Señora de la Soledad, Señor Capitán, estamos en las mejores condiciones que pueden imaginarse para hacer un viaje.

—Vaya, me alegro de ver a V. tan contento; temí que el despertar algo brusco de esta mañana le hubiese puesto de mal humor.

—¡A mí! Válgame Dios, Señor Capitán, respondió el fraile con fingida humildad, nosotros, indignos miembros de la Iglesia, debemos someternos sin murmurar a todas las tribulaciones que el Señor tenga a bien enviarnos, y luego la vida es tan corta, que más vale no ver más que su lado bueno, a fin de no perder en vanos pesares los pocos momentos de alegría a que podemos tener derecho.

—¡Bravo! He ahí una filosofía que me gusta. Es V. un buen compañero, padre, y espero que viajaremos mucho tiempo juntos.

—Eso dependerá algún tanto de V., Señor Capitán.

—¡De mí! ¿Cómo es eso?

—¡Pardiez! Será según la dirección que se proponga V. seguir.

—¡Ya! dijo D. Juan; ¿pues hacia dónde va usted, padre?

Esta antigua táctica de responder a una pregunta con otra es excelente, y casi siempre da buen resultado. Esta vez el fraile quedó cogido; pero, siguiendo la costumbre de sus colegas, su respuesta fue lo que debía ser, es decir, evasiva.

—¡Oh! Para mí, dijo con fingida indiferencia, todos los caminos son casi iguales; mi hábito me asegura buena cara y buena acogida en todos los puntos a donde la casualidad me lleve.

—Es verdad, y por lo mismo debe sorprenderme la pregunta que me dirigió V. hace un momento.

—¡Oh! No merece la pena de que piense V. en eso, Señor Capitán; sentiría en el alma haberle incomodado, y le pido humildemente que me dispense.

—No me ha incomodado V. en manera alguna, padre; ninguna razón tengo para ocultar el camino que me propongo seguir; esa recua de mulas que voy escoltando no me interesa lo más mínimo; mañana o pasado, a más tardar, pienso separarme de ella.

El fraile no pudo reprimir un gesto de sorpresa.

—¡Ah! ¿De veras? dijo lanzando una mirada penetrante a su interlocutor.

—Sí por cierto, continuó diciendo con indiferencia el capitán; esos pobres hombres me han rogado que les acompañe durante algunos días, por temor de las gavillas que infestan los caminos. Según parece, llevan mercancías de bastante valor y no les gustaría ser robados.

—¡Ya lo creo!

—Así pues, no he querido negarles ese favor insignificante que no me causaba sino muy poca molestia; pero tan luego como se juzguen seguros, los abandonaré para internarme en las praderas con arreglo a las instrucciones que he recibido, porque ya sabe V. que los indios bravos comienzan a agitarse.

—No, no lo sabía.

—Pues sí, así sucede. He ahí una ocasión magnífica que se le presenta a V., fray Antonio; no debe desperdiciarla.

—¡Que se me presenta una ocasión magnífica! repuso el fraile con sorpresa; ¿quiere V. decirme cuál es, Señor Capitán?

—La de predicar a los infieles y enseñarles las dogmas de nuestra santa fe, dijo D. Juan con imperturbable sangre fría.

Al oír tan, singular proposición, el fraile hizo una mueca espantosa, y dando un estallido con los dedos, exclamó:

—¡Vaya al diablo la ocasión! Quédese para otros necios, que yo no tengo la más leve vocación para el martirio.

—Como V. padre; y sin embargo, hace V. mal.

—Es muy posible, Señor Capitán; pero lléveme el diablo si le acompaño a V. a ver esos perros infieles; dentro de dos días me separo de V.

—¿Tan pronto?

—¡Ya lo creo! Puesto que se dirige V. a las praderas y abandonará a la recua que va escoltando en el rancho de San Jacinto, que es el último punto de las posesiones mejicanas en la frontera del desierto.

—Es muy probable.

—Pues bien, yo continuaré caminando con los arrieros; como entonces habremos pasado ya todos los sitios peligrosos, nada tendré que temer, y mi viaje continuará de la manera más agradable que puede imaginarse.

—¡Ah! dijo el capitán dirigiéndole una mirada penetrante.

Pero no pudo continuar esta conversación, que parecía interesarle mucho, porque un jinete de la vanguardia llegó a rienda suelta, se paró junto a él, y acercándose a su oído, le dijo algunas palabras en voz baja.

El capitán dirigió en torno suyo una mirada investigadora, se afirmó en la silla, y dirigiéndose al soldado, dijo:

—Está bien. ¿Cuántos son?

—Dos, mi Capitán.

—Vigílelos V., aunque sin dejarles sospechar que van prisioneros; cuando lleguemos al primer alto los interrogaré. Vaya V. a reunirse con sus compañeros.

El soldado se inclinó respetuosamente sin responder, y se alejó al mismo paso con que había llegado.

Hacía mucho tiempo que el capitán Melendez había acostumbrado a sus subordinados a no discutir sus órdenes y a obedecerlas sin vacilar.

Hacemos notar este hecho, porque es muy raro en Méjico, en donde la disciplina militar es casi nula y la subordinación casi desconocida.

D. Juan mandó a la escolta que estrechase sus filas y apresurase el paso.

El fraile había visto con secreta inquietud el coloquio que medió entre el oficial y el soldado, y del cual no pudo coger ni una palabra. Cuando el capitán, después de vigilar atentamente la ejecución de las órdenes que había dado, volvió a ocupar su puesto junto a fray Antonio, este intentó chancearse acerca de lo que acababa de suceder y de la expresión de gravedad que había oscurecido repentinamente el semblante del oficial.

—¡Oh! ¡Oh! le dijo lanzando una carcajada ruidosa, ¡qué mal humorado está V., Capitán! ¿Ha visto V. volar tres búhos por su derecha? Los paganos aseguran que es mal presagio.

—¡Puede ser! respondió el capitán con sequedad.

El tono con que fueron pronunciadas estas palabras nada tenía de amable ni amistoso, y el fraile comprendió que toda conversación sería imposible en aquel momento. Se dio por advertido, se mordió los labios y continuó caminando silencioso al lado de su compañero.

Una hora después llegaron al sitio en que debían acampar; ni el oficial ni el fraile habían pronunciado una palabra: solo que, a medida que se acercaban al paraje designado para hacer alto, uno y otro parecía que iban estando más inquietos.


XV.

EL ALTO.


En el momento en que la caravana llegaba al sitio designado para hacer alto, el sol había desaparecido por completo en el horizonte.

Aquel paraje, situado en la cumbre de una colina bastante escarpada, había sido elegido con esa sagacidad que distingue a los arrieros del Tejas o de Méjico; toda sorpresa era imposible, y los árboles seculares que guarnecían la cresta de la colina podían ofrecer seguro abrigo contra las balas en caso de un ataque.

Las mulas fueron descargadas; pero contra el uso consagrado en tales casos, los fardos, en vez de servir de parapeto o atrincheramiento al campamento, fueron amontonados y colocados fuera del alcance de los merodeadores que la casualidad o la codicia pudiesen atraer hacia aquella parte cuando fuesen más densas las tinieblas.

Encendiéronse en círculo siete u ocho hogueras grandes para alejar a las fieras; las mulas recibieron su ración de maíz sobre unas mantas tendidas en el suelo. Después, tan luego como se hubieron colocado los centinelas en torno del campamento, los soldados y los arrieros se ocuparon con actividad en preparar una cena frugal que las fatigas del día hacían necesaria.

El capitán Melendez y el fraile, un poco retirados y colocados junto a una hoguera encendida expresamente para ellos, comenzaron a fumar sus pajillas, mientras que el asistente del oficial preparaba a toda prisa la cena para su amo, cena que, debemos confesarlo, era tan sencilla como la de los demás individuos de la caravana, pero que el hambre tenía el privilegio de hacer que fuese, no solo apetitosa, sino también casi suculenta, a pesar de que solo se componía de algunas lonchas de tocino y de cuatro o cinco galletas.

El capitán terminó muy luego su cena. Se levantó, y como había anochecido por completo, fue a recorrer los centinelas para cerciorarse de que todo estaba en orden. Cuando hubo vuelto a ocupar su puesto junto al fuego, fray Antonio, con los pies hacia la lumbre y cuidadosamente envuelto en su mullido zarapé, dormía o al menos así lo parecía.

D. Juan le examinó un instante con una expresión indescriptible de odio y de desprecio, movió la cabeza dos o tres veces con aspecto meditabundo, y llamando a su asistente que estaba de pie a pocos pasos de él aguardando sus órdenes, le mandó que los dos prisioneros fuesen conducidos a su presencia.

Estos prisioneros habían sido mantenidos hasta entonces en un sitio apartado. Aunque se les trataba con suma consideración, les fue fácil observar que se les custodiaba y vigilaba con el mayor cuidado; sin embargo, ya fuese porque no les importase, o por cualquiera otra causa, no dieron a entender que comprendiesen se les detenía como cautivos, porque les habían dejado sus armas; y al ver sus formas musculosas y sus facciones enérgicas, a pesar de que los dos tenían ya una edad provecta, era de suponer que cuando llegase el momento en que quisiesen recobrar su libertad, serían hombres muy capaces de reconquistarla por la fuerza.

Sin hacer observación alguna siguieron al asistente del jefe, y muy luego se hallaron delante de este.

La noche estaba oscura; pero las llamas de la hoguera derramaban una claridad bastante viva para iluminar el rostro de los dos hombres.

Al verlos, D. Juan no pudo contener un gesto de sorpresa; entonces uno de los prisioneros se puso con viveza un dedo en los labios para encomendarle la prudencia, y con una ojeada le designó al fraile tendido cerca de ellos.

El capitán comprendió aquel aviso silencioso, al cual contestó con una leve inclinación cabeza, y fingiendo la mayor indiferencia, se puso a liar un cigarrillo y dijo:

—¿Quiénes son VV.?

—Unos cazadores, respondió uno de los prisioneros sin vacilar.

—Hace algunas horas se les encontró a VV. parados en la orilla del río.

—Es cierto.

—¿Qué hacían VV. allí?

El prisionero dirigió en torno suyo una mirada investigadora, y luego, fijando de nuevo los ojos en su interlocutor, dijo:

—Antes de seguir contestando a las preguntas de V., desearía dirigirle una a mi vez.

—¿Cuál es?

—¿Con qué derecho me interroga V.?

—Mire V. en torno suyo, respondió el capitán con ironía.

—Sí, entiendo, con el derecho de la fuerza, ¿verdad? Desgraciadamente ese derecho no le reconozco yo. Soy un cazador libre, no reconozco ningún dueño ni más ley que mi voluntad.

—¡Hola! ¡Hola! compañero, ¡muy orgulloso es su lenguaje!

—Es él de un hombre acostumbrado a no doblegarse ante ningún poder arbitrario; para apoderarse de mí ha abusado V., no de su fuerza, porque sus soldados me habrían muerto antes que obligarme a seguirles si tal no hubiese sido mi intención, sino de la facilidad con que me fie de ellos; así pues, protesto ante V. y reclamo que inmediatamente se me ponga en libertad.

—Las palabras altaneras de V. no me imponen en manera alguna; y si se me antojase hacerle a V. hablar, sabría obligarle a ello por medio de ciertos argumentos irresistibles que tengo a mi disposición.

—Sí, dijo el prisionero con amargura, los mejicanos se acuerdan de sus antepasados los españoles, y en caso necesario saben echar mano del tormento. Pues bien, inténtelo V., Capitán, ¿quién se lo impide? Espero que mis pobres canas no flaquearán ante el juvenil bigote de V.

—Dejemos eso, exclamó el capitán en tono de mal humor; si yo le permitiese a V. marcharse, ¿libertaría a un amigo o a un enemigo?

—Ni lo uno ni lo otro.

—¡Calle! ¿Qué quiere V. decir?

—Me parece que mi respuesta es muy clara.

—Sin embargo, no la entiendo.

—Se la explicaré a V. en dos palabras.

—Hable V.

—Colocados ambos en posiciones diametralmente opuestas, la casualidad se ha complacido hoy en reunirnos. Si ahora nos separamos, no llevaremos en nuestros corazones ningún sentimiento de odio como resultado de nuestro encuentro, puesto que ninguno de nosotros habrá tenido motivo de queja del otro, y que probablemente no volveremos a vernos.

—¡Ya! Sin embargo, es evidente que cuando mis soldados les encontraron, aguardaban VV. a alguien en este camino.

—¿Por qué cree V. eso?

—¡Pardiez! Según V. me ha dicho, son VV. cazadores, y no veo la caza que podían encontrar en la orilla del camino.

El prisionero se echó a reír, y marcando intencionalmente sus palabras, repuso:

—¿Quién sabe? Acaso acechábamos una caza más preciosa de lo que V. imagina y de la que querría V. tener su parte.

El fraile hizo un movimiento leve y abrió los ojos como si despertase en aquel momento.

—Calle, dijo dirigiéndose al capitán y conteniendo un bostezo, ¿no duerme V., Señor Don Juan?

—Todavía no, respondió este; estoy interrogando a los dos hombres de que se apoderó mi vanguardia hace algunas horas.

—¡Ah! dijo el fraile dirigiendo a los desconocidos una mirada desdeñosa, me parece que esos pobres diablos no son muy temibles.

—¿De veras?

—No sé; pero ¿qué puede V. recelar de esos dos hombres?

—¡Eh! Quizás sean espías.

Fray Antonio se revistió de un aire paternal y replicó:

—¡Espías! ¿Teme V. acaso una emboscada?

—En las circunstancias en que nos encontramos, creo que esa suposición no sería muy inverosímil.

—¡Bah! En un país como éste y con una escolta como la que V. lleva bajo sus órdenes, sería cosa extraordinaria; además, según he oído decir, esos dos hombres se han dejado coger sin la menor resistencia, cuando les habría sido tan fácil escaparse.

—Es verdad.

—Por lo tanto es evidente que ninguna mala intención abrigaban. Si yo me hallase en lugar de V., les dejaría que se marchasen a donde mejor les pareciese.

—¿Es esa la opinión de V.?

—Sí por cierto.

—Mucho parece que se interesa V. por esos dos desconocidos.

—Nada de eso: digo a V. lo que me parece justo, y nada más. Ahora obre V. como se le antoje, que yo me lavo las manos.

—Quizás tenga V. razón. Sin embargo, no pondré en libertad a estos dos individuos, hasta tanto que me hayan dicho el nombre de la persona a quien aguardaban.

—¿Aguardaban a alguien acaso?

—Al menos así lo dicen.

—Es verdad, Capitán, repuso el prisionero que había hablado hasta entonces; pero, aunque sabíamos que V. venía, no era a V. a quien esperábamos.

—Pues entonces ¿a quién era?

—¿Tiene V. absoluto empeño en saberlo?

—Sí por cierto.

—Pues entonces responda V., fray Antonio, dijo el prisionero en tono zumbón; porque solo V. puede revelar el nombre que el señor capitán nos exige.

—¡Yo! exclamó el fraile dando un salto, lleno de cólera y poniéndose pálido como un cadáver.

—¡Hola! ¡Hola! dijo el capitán volviéndose hacia él, esto comienza a ser interesante.

Era un espectáculo singular el que ofrecían aquellos cuatro hombres de pie y frente a frente, en torno de aquella hoguera cuyas llamas iluminaban sus rostros con reflejos fantásticos.

El capitán fumaba indolentemente su cigarrillo de papel, mirando con expresión burlona, al fraile en cuyo rostro sostenían el miedo y el descaro una lucha cuyas peripecias todas era fácil seguir. Los dos cazadores, con las manos cruzadas sobre el extremo del cañón de sus largos rifles, se sonreían con sorna y parecía que gozaban interiormente con el embarazo y confusión del hombre a quien acababan de poner en escena de una manera tan brusca y brutal.

—Vamos, no se muestre tan sorprendido, fray Antonio, dijo por fin el prisionero, pues bien sabe V. que a V. era a quien esperábamos.

—¡A mí! repuso el fraile con voz ahogada, ¡por mi alma que ese miserable está loco!

—No estoy loco, padre, y puede V. ahorrarse los epítetos con que se complace en regalarme el oído, respondió el prisionero con sequedad.

—Vamos, resígnese V., dijo brutalmente el cazador que hasta entonces había permanecido silencioso. No tengo ganas de bailar en el extremo de una cuerda por darle a V. gusto.

—Lo cual sucederá sin duda alguna, observó tranquilamente el capitán, si VV. no se deciden, Señores, a darme una explicación clara y categórica acerca de su conducta.

—¡Eh! Ya lo ve V., fray Antonio, replicó el prisionero; la posición principia a ser escabrosa para nosotros. Vamos, haga V. bien las cosas.

—¡Oh! exclamó el fraile ciego de rabia, ¡he caído en un lazo terrible!

—¡Basta! dijo el capitán con voz fuerte; está farsa ha durado ya demasiado, fray Antonio. No es V. quien ha caído en un lazo horrible; por el contrario, a mí era a quien quería V. poner en ese caso: hace mucho tiempo que conozco a V. y tengo los pormenores más circunstanciados acerca de sus proyectos. Era una partida peligrosa la que estaba V. jugando hace mucho tiempo; no se puede servir a la vez a Dios y al diablo sin que al fin y a la postre se descubra todo. Únicamente he querido carear a V. con estas buenas gentes a fin de confundirle y arrancarle la hipócrita máscara con que se encubre.

Al oír este rudo apostrofe, el fraile se quedó cortado por un momento, doblegado ante la evidencia de los cargos que se le dirigían; al fin levantó la cabeza, y volviéndose hacia el capitán, le dijo con tono altanero:

—¿De qué se me acusa?

D. Juan se sonrió con desprecio, y respondió:

—Se le acusa a V. de haber querido hacer caer la conducta de plata confiada a mi cuidado en una emboscada preparada por V., y en la que en este momento nos aguardan sus dignos secuaces para robarnos y asesinarnos. ¿Qué responde V. a eso?

—¡Nada! dijo el fraile con sequedad.

—Hace V. bien, porque sus negativas no serían aceptadas. Solo que, ahora que está V. confeso y convicto, no se me escapará sin que le deje un recuerdo eterno de nuestro encuentro.

—Cuidado con lo que va V. a hacer, Señor Capitán, que pertenezco a la Iglesia, y este hábito me hace ser inviolable.

Una sonrisa burlona arqueó los labios del capitán, y dijo en tono irónico:

—No quede por eso: le quitarán a V. el hábito.

La mayor parte de los soldados y los arrieros, despertados por las voces que daban el fraile y el oficial, se habían ido acercando poco a poco, y seguían atentamente el curso de la discusión.

El capitán señaló al fraile con el dedo, y dirigiéndose a los soldados, les dijo:

—Quiten VV. el hábito a ese hombre, átenle a un árbol y aplíquenle doscientos chicotazos.

—¡Miserables! gritó el fraile fuera de sí, a aquel de vosotros que se atreva a tocarme le maldigo: ¡por haber puesto la mano sobre un ministro del altar, estará condenado eternamente!

Los soldados se detuvieron asustados ante este anatema.

El fraile se cruzó de brazos, y desafiando al oficial con aspecto triunfante, le dijo:

—¡Desventurado insensato! Podría castigarte por tu audacia, pero te perdono. Dios se encargará de mi venganza. Él será quien te castigue cuando haya sonado la hora. Adiós. ¡Vamos! Abridme camino, vosotros.

Los dragones, confundidos y atemorizados, se apartaron lentamente y vacilando ante él; el capitán, obligado a reconocer su impotencia, apretaba los puños y dirigía miradas coléricas en torno suyo.

El fraile había salido casi de entre las filas de los soldados cuando de pronto sintió que le detenían de un brazo; se volvió con la intención evidente de reprender severamente al individuo bastante audaz para atreverse a tocarle; pero la expresión de su rostro varió de improviso al conocer al que le detenía mirándole con aspecto burlón, pues no era sino el prisionero desconocido, causa primera del insulto que se le había inferido.

—Aguarde V. un momento, padre, dijo el cazador. Comprendo que esos hombres, que son católicos, teman la maldición de V. y no se atrevan a ponerle la mano encima por miedo a las llamas eternas; pero yo, es muy diferente; soy hereje, como V. sabe, y por lo tanto nada aventuro desembarazándole de su hábito. Así pues, si V. lo permite, voy a hacerle ese pequeño favor.

—¡Oh! dijo el fraile rechinando los dientes, ¡te mataré, John; te mataré, miserable!

—¡Bah! ¡Bah! La gente amenazada vive mucho tiempo, repuso John obligándole a despojarse del hábito de fraile que vestía.

Después añadió:

—¡Eso es! Ahora, amigos míos, podéis ejecutar con entera seguridad las órdenes de vuestro capitán: ese hombre es ya, para vosotros, lo mismo que cualquier otro.

La acción atrevida del cazador había roto súbitamente el encanto que contenía a los soldados. Tan luego como el temido hábito dejó de cubrir los hombros del fraile, sin escuchar ya los ruegos ni las amenazas se apoderaron del reo, a pesar de sus gritos le ataron con solidez a un árbol, y le administraron concienzudamente los doscientos chicotazos decretados por el capitán, mientras que los cazadores presenciaban la ejecución, contando con sorna los golpes y riéndose a carcajadas al ver las contorsiones del miserable a quien el dolor hacía retorcerse como una serpiente.

Al llegar al latigazo ciento veintiocho, el fraile calló: el sistema nervioso, completamente trastornado, le dejó insensible; sin embargo no se había desmayado, sus dientes estaban apretados, una espuma blanquecina se escapaba de sus labios; miraba con fijeza delante de sí sin ver, sin dar más pruebas de que existía que los profundos suspiros que de vez en cuando agitaban su poderoso pecho.

Cuando se hubo concluido la ejecución y le desataron, cayó y permaneció en el suelo como una masa inerte.

Le volvieron a poner su hábito y le dejaron allí, sin cuidarse de lo que pudiese acontecerle.

Los dos cazadores se habían alejado después de hablar algunos instantes en voz baja con el capitán.

El resto de la noche trascurrió sin incidente alguno.

Algunos minutos antes de salir el sol, los soldados y los arrieros se levantaron para cargar las mulas y preparar lo todo para continuar el viaje. Luego se dio la orden para ponerse en marcha.

—¿Dónde está el fraile? exclamó de pronto el capitán; no podemos abandonarle así. Tenderle sobre una mula, y le dejaremos en el primer rancho que encontremos.

Los soldadas se apresuraron a obedecer y a buscar a fray Antonio; pero todas las pesquisas fueron inútiles: había desaparecido sin dejar rastro alguno de su fuga.

D. Juan frunció el entrecejo al recibir esta noticia; pero después de un momento de reflexión, movió la cabeza a uno y otro lado con indiferencia y dijo:

—Me alegro, porque nos hubiera estorbado en el camino.

La conducta de plata se puso en marcha y continuó su viaje.


XVI.

RESUMEN POLÍTICO.


Antes de ir más lejos, diremos en pocas palabras cual era la situación política de Tejas en el momento en que pasa la historia que hemos acometido la empresa de referir.

Desde el tiempo de la dominación española los habitantes de Tejas revindicaron su libertad con las armas en la mano; pero después de varios triunfos y reveses, fueron definitivamente derrotados en la batalla de Medina, dada el 15 de agosto de 1813, fecha nefasta, por el coronel Arredondo, jefe del regimiento de Extremadura, al cual se había agregado la milicia del estado de Coahuila. Desde aquella época hasta la segunda revolución mejicana, el Tejas permaneció humillado bajo el intolerable yugo del régimen militar, y entregado sin defensa a los incesantes ataques de los indios Comanches.

En varias ocasiones habían formulado pretensiones los Estados Unidos respecto de aquel país, sosteniendo que las fronteras naturales de Méjico y de la confederación eran el Río Bravo. Pero obligados en 1819 a reconocer ostensiblemente que sus pretensiones eran infundadas, buscaron un medio indirecto para apoderarse de aquel rico territorio y enclavarle en sus fronteras.

Entonces fue cuando desplegaron esa política astuta y pacientemente maquiavélica que al fin había de hacerles triunfar.

En 1821, los primeros emigrados americanos hicieron su aparición tímidamente y casi de incógnito en los brazos, desmontando las tierras, colonizando a la sordina, y tornándose en pocos años tan poderosos que en 1824 habían hecho ya progresos bastante grandes para formar una masa compacta de cerca de cincuenta mil individuos. Los mejicanos, ocupados incesantemente en luchar unos contra otros en sus interminables guerras civiles, no comprendieron la trascendencia de la emigración americana que ellos mismos habían estimulado en su principio.

Apenas habían trascurrido ocho años desde la llegada de los primeros americanos a Tejas, y ya éstos componían casi toda su población.

El gabinete de Washington no ocultaba ya sus proyectos y hablaba claramente de comprar a Méjico el territorio de Tejas, en el cual había desaparecido casi por completo el elemento español para ceder el puesto al espíritu emprendedor y mercantil de los anglo-sajones.

El gobierno mejicano, despertando por fin de su prolongado letargo, comprendió el peligro que le amenazaba de la doble invasión de los habitantes del Misuri y del Tejas en el estado de Santa Fe. Quiso contener la emigración americana; pero era demasiado tarde: la ley promulgada por el congreso de Méjico fue impotente, y no se detuvo la colonización a pesar de los puestos mejicanos diseminados por la frontera, y encargados de detener a los emigrados y obligarles a retroceder.

El general Bustamante, presidente de la república, comprendiendo que muy pronto tendría que luchar con los americanos, se preparó silenciosamente para el combate, y bajo diferentes pretextos fue dirigiendo al Río Rojo y a la Sabina varios cuerpos de tropas que no tardaron en formar un contingente de mil doscientos hombres.

Sin embargo, todo estaba tranquilo en la apariencia; nada hacía prever la época en que comenzaría la lucha, cuando una perfidia del gobernador de las provincias orientales la hizo estallar de repente en el momento en que menos se pensaba.

He aquí el hecho:

El comandante de Anáhuac, sin ningún motivo plausible, mandó arrestar y meter en la cárcel a varios colonos americanos.

Los habitantes de Tejas habían aguantado hasta entonces, sin quejarse, las innumerables vejaciones que les hacían sufrir los oficiales mejicanos; pero al ver este último abuso de fuerza, se alzaron como de común acuerdo y se presentaron armados delante del comandante, exigiendo con amenazas y gritos de cólera que inmediatamente se pusiese en libertad a sus conciudadanos.

El comandante, harto débil para resistirse abiertamente, fingió conceder lo que le pedían; pero hizo presente que necesitaba dos días para llenar cierta formalidad y poner a cubierto su responsabilidad.

Los insurgentes accedieron a concederle aquel plazo; y el oficial lo aprovechó para hacer que a toda prisa acudiese a auxiliarle la guarnición de Nacogdoches.

Esta guarnición llegó en el momento en que los insurgentes, fiando en la palabra del gobernador, se retiraban a sus casas.

Furiosos por haber sido burlados tan pérfidamente, volvieron atrás e hicieron una demostración tan enérgica, que el oficial mejicano se consideró muy dichoso con evitar el combate y restituir los prisioneros.

En este intermedio, un pronunciamiento hecho en favor de Santa Anna derribó del poder al general Bustamante a los gritos de «¡Viva la Federación!»

Lo que más temía Tejas era el sistema del centralismo, del cual nunca habría obtenido su reconocimiento como Estado separado, y por lo tanto la población de Tejas se mostró unánime en favor del federalismo.

Los colonos se sublevaron, y uniéndose a los insurgentes de Anáhuac, que aún estaban con las armas en la mano, marcharon resueltamente sobre el fuerte Velasco, al cual pusieron sitio.

El grito seguía siendo «¡Viva la Federación!» pero esta vez ocultaba el grito de «¡Viva la Independencia!» que los de Tejas, harto débiles, no se atrevían a lanzar aún.

El fuerte Velasco estaba defendido por una reducida guarnición mejicana, mandada por el valiente oficial llamado Ugartechea.

En aquel sitio extraordinario, en el que los sitiadores no respondían a los cañonazos de la fortaleza sino con tiros de carabina, los de Tejas y los mejicanos hicieron prodigios de valor, y mostraron inaudito encarnizamiento.

Los colonos, diestros tiradores, emboscados detrás de enormes trincheras, tiraban como al blanco y cortaban a balazos las manos de los artilleros mejicanos cada vez que se disponían a cargar sus piezas. A tal extremo llegaron las cosas, que el comandante Ugartechea, viendo caer mutilados a sus soldados más valientes, se sacrificó y él mismo puso manos a la obra. Los de Tejas, que cien veces hubieran podido dar muerte al valeroso comandante, sorprendidos al ver tan heroico valor, cesaron el fuego, y Ugartechea se rindió por fin, renunciando a una defensa que era ya imposible.

Este triunfo llenó de júbilo a los colonos; pero Santa Anna no se dejó engañar por el objeto de la insurrección de Tejas; comprendió que el federalismo encubría un movimiento revolucionario muy pronunciado; y lejos de fiarse de las apariencias de adhesión de los colonos, en cuanto su poder se hubo consolidado lo suficiente para permitirle obrar con energía contra ellos, despachó a toda prisa al coronel Mejía con cuatrocientos hombres para que restableciese en Tejas la autoridad mejicana ya muy debilitada.

Después de muchas vacilaciones y manejos diplomáticos, sin resultado posible entre gentes cuya arma principal por ambas partes era la perfidia, estalló por fin la guerra con furor; se organizó en San Felipe una comisión permanente de seguridad pública, y se llamó al pueblo a tomar parte en la lucha.

Sin embargo, la guerra civil no había estallado todavía oficialmente, cuando al fin apareció el hombre que debía decidir la suerte de Tejas y a quien estaba reservada la gloria de hacerle ser libre: nos referimos a Samuel Houston.

Desde aquel momento la insurrección tímida y circunscrita de Tejas se convertía en una revolución. Sin embargo, en la apariencia el gobierno mejicano seguía siendo dueño legítimo del país, y a los colonos naturalmente se les denominaba insurgentes y se les trataba como tales cuando caían en manos de sus enemigos, lo cual equivale a decir, que sin ninguna forma de proceso se les ahorcaba, ahogaba o fusilaba, según el sitio en que eran cogidos se prestaba a uno de estos tres géneros de muerte.

En el día en que comienza nuestra historia habían llegado a su colmo la exasperación contra los mejicanos y el entusiasmo por la noble causa de la independencia.

Unas tres semanas antes había tenido efecto un encuentro formal entre la guarnición de Bejar y un destacamento de voluntarios de Tejas mandado por Austin, que era uno de los jefes más afamados de los insurgentes; los colonos, no obstante su ignorancia de la táctica militar y su inferioridad numérica, se batieron con tanto valor y manejaron tan bien su único cañón, que las tropas mejicanas, después de haber sufrido pérdidas muy graves, se vieron obligadas a retirarse precipitadamente sobre Bejar.

Este encuentro fue el primero que verificó en el oeste de Tejas después de la toma del fuerte de Velasco, y decidió el movimiento revolucionario, el cual se comunicó con la rapidez con que se incendia un rastro de pólvora.

Entonces en todas partes alzaron tropas las ciudades para unirse al ejército libertador, la resistencia se organizó en grande escala, y algunos jefes de partida audaces comenzaron a recorrer el territorio en todas direcciones, haciendo la guerra por su cuenta y sirviendo a su manera la causa que abrazaban y que suponían defender.

El capitán D. Juan Melendez, rodeado por todas partes de enemigos tanto más temibles cuanto que le era imposible conocer su número y adivinar sus movimientos, encargado de una misión en extremo delicada, teniendo a cada paso el presentimiento de una traición que le amenazaba sin cesar, sin saber donde, como, ni cuando caería sobre él, tenía que emplear precauciones extremas y una severidad implacable si quería conducir a buen puerto la carga preciosa que le estaba confiada; por eso no vaciló ante la necesidad de imponer un castigo ejemplar a fray Antonio.

Hacía ya mucho tiempo, que pesaban graves sospechas sobre el fraile; su conducta ambigua había producido inquietud y dado margen a sospechas nada favorables para su honradez.

D. Juan; se había, propuesto aclarar sus dudas en la primera ocasión que se le presentase. Ya hemos dicho de qué modo lo logró haciendo una contra-mina, es decir haciendo espiar al espía por otros más diestros que él, y colándole casi in fraganti.

Sin embargo, debemos hacer al digno fraile la justicia de decir que para nada entraba la política en su modo de proceder; no, sus pensamientos no se elevaban a tanta altura: sabiendo que el capitán se hallaba encargado, de escoltar una conducta de plata, solo procuró hacerla caer en un lazo para tener una parte en sus despojos y hacer su fortuna de un solo golpe, con el fin, de procurarse los goces de que hasta entonces había estado privado sus pensamientos, no habían ido más lejos; el buen hombre era simplemente un ladrón en despoblado, pero nada tenía de personaje político.

Le abandonaremos, por ahora, para seguir a los dos cazadores a quienes debía el rudo castigo que recibió y que abandonaron el campamento tan luego como hubo terminado la ejecución.

Estos dos hombres se habían alejado con presuroso paso, y, después de bajar silenciosamente de la colina, se internaron en un poblado bosque en donde les aguardaban, comiendo con la mayor tranquilidad su pienso, dos magníficos caballos de las praderas, mustangs medio salvajes, de ojo vivo y remos finos y fuertes; estaban ensillados y dispuestos para ser montados.

Después de haberles quitado las trabas con que estaban maneados, los cazadores les pusieron los frenos, montaron, y clavándoles las espuelas, partieron a rienda suelta.

Así corrieron durante mucho tiempo, tendidos sobre el cuello de sus caballos, sin seguir ningún camino trazado, pero siempre en línea recta, sin cuidarse de los obstáculos que encontraban al paso y que trasponían con inaudita destreza; por último, una hora antes de salir el sol se detuvieron.

Habían llegado a la entrada de una garganta, flanqueada en ambos lados por elevadas colinas, primeros estribos de las montañas cuyas fragosas cumbres parecía que dominaban perpendicularmente la campiña.

Los cazadores echaron pie a tierra antes de internarse en la garganta, y después de haber maneado sus caballos ocultándolos en unos carrascales, comenzaron a explorar los alrededores con la sagacidad y cuidado de los guerreros indios cuando buscan un rastro en el sendero de la guerra.

Sus pesquisas fueron por mucho tiempo infructuosas, lo cual era fácil conocer por las exclamaciones de disgusto que algunas veces proferían en voz baja; por último, al cabo de más de dos horas, merced a los primeros rayos del sol que, al salir, había disipado súbitamente las tinieblas, vieron ciertas huellas casi imperceptibles que les hicieron estremecerse de júbilo.

Libres ya, al parecer, de la preocupación que les atormentaba, fueron a donde estaban sus caballos, se tendieron indolentemente en el suelo, y buscando en sus alforjas sacaron de ellas todo lo necesario para un modesto almuerzo que comieron con el apetito terrible propio de hombres que habían pasado toda la noche cabalgando a escape tendido por montes y valles.

Desde su partida del campamento mejicano, no había mediado una sola palabra entre ambos cazadores, quienes parecía que obraban bajo la influencia de una preocupación profunda que hacía inútil toda conversación.

Por lo demás, es una cosa notable la mudez de los hombres acostumbrados a la vida del desierto: pasan días enteros sin pronunciar una palabra; no hablan sino cuando la necesidad les obliga a ello, y la mayor parte de las veces sustituyen las palabras con la mímica, que tiene sobre aquellas la incontestable ventaja de no denunciar la presencia de los que de ella se sirven a los oídos de los enemigos invisibles que están de continuo en acecho y dispuestos a precipitarse como aves de rapiña sobre los imprudentes que se dejan sorprender.

Cuando el primer apetito de los cazadores se hubo aplacado algún tanto, aquel a quien el fraile había llamado John encendió su corta pipa, la colocó en un ángulo de su boca, y pasando a su compañero la bolsa del tabaco, le dijo a media voz, como si hubiese temido que le oyesen:

—¿Qué tal, Sam? ¿Me parece que hemos salido bien, eh?

—En efecto, tal creo, John, respondió Sam inclinando afirmativamente la cabeza. Es V. astuto como un diablo, amigo mío.

—¡Bah! dijo el otro con desdén, no hay mucho mérito en engañar a esos brutos de mejicanos; son muy bestias.

—De todos modos el capitán ha caído en la red con una gracia particular.

—¡Eh! No era al capitán a quien yo temía, porque hace mucho tiempo que he sabido congraciarme con él, sino a aquel fraile maldito.

—Si no llegamos tan a tiempo, es muy probable que nos hubiese birlado el negocio; ¿no es verdad, John?

—Tal creo, Sam. ¡Vive Dios! Me reía con toda mi alma al verle retorcerse bajo los chicotazos.

—En efecto, era un espectáculo hermoso; pero ¿no teme V. que llegue a vengarse? Esos frailes son rencorosos como demonios.

—¡Bah! ¿Qué podemos temer de semejante gusano? Nunca se atreverá a mirarnos frente a frente.

—No importa; bueno es estar en guardia. Nuestro oficio es escabroso, ya lo sabe V.; y puede suceder que algún día ese maldito animal nos juegue una mala pasada.

—¡Bah! Déjese V. de eso, lo que hemos hecho ha sido propio de una guerra de buena ley. Esté V. seguro de que el fraile, en una ocasión análoga, no habría dejado de hacer lo propio con nosotros.

—Es verdad. Entonces, ¡vaya al diablo! y con tanto más motivo, cuanto que la presa que codiciamos no podía llegar con más oportunidad para nosotros. Nunca me hubiera perdonado el dejarla escapar.

—¿Permaneceremos emboscados aquí?

—Es lo más seguro. Siempre tendremos tiempo para reunirnos con nuestros compañeros cuando veamos asomar la recua por la llanura. Además, ¿no tenemos una cita en este sitio?

—Es verdad, ya no me acordaba.

—Y mire V., en hablando del lobo, ahí viene justamente nuestro hombre.

Los cazadores se levantaron con viveza; cogieron sus armas, y se escondieron detrás de una roca con el fin de hallarse dispuestos para cualquier evento.

Oíase el galope rápido de un caballo que se acercaba por momentos; muy luego desembocó de la garganta un jinete, hizo saltar a su caballo hacia adelante, y se detuvo tranquilo y altivo a dos pasos de distancia de los cazadores.

Estos se lanzaron fuera de su escondite y se adelantaron hacia él con el brazo derecho extendido y la mano abierta en señal de paz.

El jinete, que era un guerrero indio, correspondió a estas demostraciones pacíficas haciendo flotar su manto de piel de bisonte; en seguida echó pie a tierra, y sin más ceremonia fue a estrechar amistosamente las manos que le tendían los cazadores.

—Bienvenido, jefe, dijo John; le aguardábamos a V. con impaciencia.

—Miren mis hermanos al sol, respondió el indio; el Zorro-Azul es puntual.

—Es verdad, jefe, nada hay que decir: tiene usted una exactitud notable.

—El tiempo a nadie aguarda; los guerreros no son mujeres: el Zorro-Azul quisiera celebrar consejo con sus hermanos pálidos.

—Corriente, repuso John, la observación de V. es justa, jefe; deliberemos. Anhelo ya entenderme definitivamente con V.

El indio saludó gravemente a su interlocutor, se sentó en el suelo, encendió su pipa y comenzó a fumar con recogimiento; los cazadores se colocaron a su lado, y como él permanecieron silenciosos todo el tiempo que duró el tabaco contenido en sus pipas.

Al fin el jefe sacudió la ceniza de la suya en la uña del dedo pulgar y se dispuso a hablar.

En el mismo instante se oyó una detonación, y una bala llegó silbando a cortar una rama casi encima de la cabeza del jefe.

Los tres hombres se levantaron de un salto, y cogiendo sus armas se dispusieron a rechazar valerosamente a los enemigos que tan de improviso les atacaban.


XVII.

TRANQUILO.


Entre la hacienda del Mezquite y la venta del Potrero, próximamente a mitad de camino entre aquellos dos puntos, es decir, a unas cuarenta millas de uno y otro, en la noche del día en que comienza nuestra historia, había dos hombres sentados a la orilla de un riachuelo ignorado, y conversaban cenando un poco de carne tostada y manzanas cocidas.

Aquellos dos hombres eran Tranquilo el canadiense y su amigo Quoniam el negro.

A unos cincuenta pasos de ellos, en unos matorrales espesos, se veía un potrillo de dos meses atado al pie de un catalpa gigantesco.

El pobre animal, después de haber hecho vanos esfuerzos para romper las ligaduras que le sujetaban, concluyó por reconocer la inutilidad de sus tentativas y se tendió tristemente en el suelo.

Los dos hombres a quienes dejamos jóvenes al fin de nuestro prólogo, a la sazón habían llegado ya a la segunda mitad de su vida. Aunque la edad había hecho poca impresión sobre sus cuerpos de hierro, sin embargo algunas canas comenzaban a platear la cabellera del cazador, y algunas arrugas precoces surcaban en varios puntos su rostro tostado por la intemperie de las estaciones.

Sin embargo, fuera de estas leves señales que sirven como de sello a la edad madura, nada denotaba en el canadiense la más mínima decadencia; por el contrario, sus ojos seguían siendo vivos, su cuerpo estaba derecho y sus miembros se mantenían tan musculosos como antes.

En cuanto al negro, nada, al parecer, había variado en su persona; no había enrojecido lo más mínimo; solo que estaba bastante grueso y ya no estaba esbelto, aunque nada había perdido de su sin igual agilidad.

El sitio en que se hallaban acampados los dos cazadores, de seguro era uno de los más pintorescos de la pradera.

El viento de la noche había despejado el cielo cuya bóveda de un azul oscuro aparecía entonces tachonada por innumerables estrellas en cuyo centro aparecía la Cruz del Sur: la luna derramaba sus rayos blanquecinos que prestaban a los objetos una apariencia fantástica; la noche tenía esa transparencia suave peculiar de los resplandores crepusculares; a cada ráfaga de la brisa, los árboles sacudían sus húmedas copas y hacían llover perlas que esmaltaban los arbustos.

El río corría tranquilo entre sus fragosas orillas, extendiéndose a lo lejos como una ancha cinta de plata y reflejando en su serena superficie los rayos temblorosos de la luna, que había llegado casi a los dos tercios de su carrera.

Tal era el silencio que reinaba en aquel desierto que en él se oía la caída de una hoja seca o el estremecimiento de la rama agitada por el paso de un reptil.

Los dos cazadores hablaban en voz baja; pero, ¡cosa singular en hombres tan acostumbrados a la vida de los bosques! Su campamento nocturno, en vez de estar establecido en la cumbre de una altura, según las reglas invariables de la pradera, se hallaba, por el contrario, situado en el borde de un talud que bajaba por una pendiente suave hasta el río y en cuyo barro se veían impresas numerosas huellas más que sospechosas, pues en su mayor parte eran de grandes fieras carnívoras.

A pesar del frío bastante penetrante de la noche y del abundante y helado rocío, los cazadores no habían encendido lumbre; sin embargo, era evidente que les hubiera agradado mucho calentarse a la llama ardiente de una hoguera; el negro, sobre todo, que estaba vestido muy ligeramente con un calzón que dejaba sus piernas descubiertas y con un pedazo de zarapé lleno de agujeros, tiritaba dando diente con diente.

Tranquilo, que estaba mejor abrigado con el traje de los campesinos mejicanos, parecía que no reparaba en el frío; con su rifle entre las piernas, sondeando de vez en cuando las tinieblas con su mirada infalible, o prestando atento oído a algún ruido que solo a él le era dado percibir, hablaba con el negro sin dignarse parar mientes en sus muecas ni en sus tiritones.

—¿Con que hoy no ha visto V. a la niña, Quoniam? dijo.

—No, hace ya dos días que no la veo, respondió el negro.

El canadiense suspiró y repuso:

—Yo debía de haber ido allá. Esa niña está muy aislada en la venta, sobre todo ahora que la guerra ha desencadenado hacia aquella parte a todas las gentes de mal vivir y a todos los merodeadores de las fronteras.

—¡Bah! Carmela no es tonta y no se verá apurada para defenderse si la insultan.

—¡Voto a bríos! exclamó el canadiense oprimiendo con ambas manos su carabina, si alguno de esos malvados se atreviese con ella...

—No se atormente V. de esa manera, Tranquilo; ya sabe V. que si alguien se atreviese a insultarle, la niña querida no carecería de defensores. Además, Lanzi no se separa de ella un solo instante, y ya sabe V. que es fiel.

—Sí, murmuró el cazador, pero al fin Lanzi no es más que un hombre.

—Es V. atroz con las ideas que se le meten en la cabeza sin razón.

—¡Quiero mucho a esa niña, Quoniam!

—¡Pardiez! ¡Vaya una cosa! Yo también la quiero. Mire V., si V. quiere, en cuanto matemos al jaguar iremos al Potrero: ¿le conviene?

—Está muy lejos de aquí.

—¡Bah! Tres horas de marcha todo lo más. Diga V., Tranquilo, ¿sabe V. que hace mucho frío y que materialmente me estoy helando? ¡Maldito animal! ¿Qué estará haciendo ahora? De seguro anda rondando por ahí en vez de venirse aquí en derechura.

—Para que le maten, ¿verdad? dijo Tranquilo sonriendo. ¿Quién sabe? Acaso sospeche lo que le estamos preparando.

—Es muy posible: ¡esos diablos de animales son tan astutos! Mire V., ya se estremece el potro: de seguro ha olfateado algo.

El canadiense volvió un poco la cabeza y dijo:

—No, todavía no.

—¡Pues ya tenemos para toda la noche! murmuró el negro haciendo un gesto de mal humor.

—¡Qué siempre ha de ser V. el mismo, Quoniam! ¡Impaciente y testarudo! Por más que le digo, se ha de obstinar siempre en no entender: ¿cuántas veces le he repetido que el jaguar es uno de los animales más astutos que existen? Aunque nos hayamos colocado en dirección contraria al viento, para mí es evidente que nos ha olfateado. Anda rondando cautelosamente en torno nuestro, temiendo acercarse demasiado a nuestro puesto; como V. dice, anda de un lado para otro sin objeto aparente.

—¡Ah! ¿Y cree V. que todavía durará mucho tiempo esta broma?

—No, porque ya debe comenzar a tener sed; en este momento lucha él con tres sentimientos: el hambre, la sed y el miedo; esté V. seguro de que este último será el más débil, no es más que cuestión de tiempo.

—Ya lo veo; hace cerca de cuatro horas que estamos aquí de plantón.

—Paciencia, que lo más ya está hecho, y estoy seguro de que no tardaremos en tener noticias suyas.

—Dios le oiga a V., porque me estoy muriendo de frío. ¿Es grande al menos el jaguar?

—Sí, sus huellas son anchas; pero, o mucho me engaño, o está apareado.

—¿Lo cree V.?

—Casi me atrevería a apostarlo. Es imposible que un solo jaguar haga tantos destrozos en menos de ocho días. Según me lo ha asegurado don Hilario, han desaparecido diez cabezas de ganado.

—¡Oh! exclamó Quoniam restregando alegremente las manos, entonces vamos a hacer buena cacería, es evidente que tiene cría.

—Eso mismo he supuesto yo: preciso es que tengan hijuelos cuando tanto se acercan a las haciendas.

En aquel momento, un rugido ronco que se parecía algún tanto al maullido lastimero de un gato, turbó el silencio profundo del desierto.

—He ahí su primera voz de alarma, dijo Quoniam.

—Todavía está lejos.

—¡Oh! No tardará en acercarse.

—Todavía no; no es a nosotros a quienes quiere atacar en este momento.

—¡Calle! ¿Pues a quién?

—¡Escuche V.!

En aquel momento resonó a poca distancia un grito semejante al primero, pero que procedía del lado opuesto.

—¡Cuando yo decía que estaba apareado! repuso pacíficamente el canadiense.

—Yo no lo ponía en duda. Si V. no conoce las costumbres de los tigres, ¿quién va a saberlas?

El pobre potro se había levantado y todo su cuerpo temblaba; medio muerto de miedo, con la cabeza oculta entre sus patas delanteras, se mantenía firme sobre sus cuatro remos lanzando una especie de quejido.

—¡Pobre animal inocente! dijo Quoniam, comprende que está perdido.

—Espero que no.

—El jaguar le ahogará.

—Sí, si no le matamos antes.

—Confieso a V., dijo el negro, que me alegraría mucho de que ese desgraciado potro pudiese librarse.

—Se librará, dijo el cazador; le he escogido para Carmela.

—¡Bah! Entonces ¿para qué le ha traído V. aquí?

—Para acostumbrarle al tigre.

—¡Calle! Es buena idea esa; entonces ¿no tengo yo que cuidarme de ese lado?

—No; piense V. tan solo en el jaguar que ha de venir por su derecha, que yo me encargo del otro.

—Queda convenido.

Casi al mismo tiempo resonaron otros dos rugidos más poderosos.

—Tiene sed, observó Tranquilo; se despierta su cólera y comienza a acercarse.

—¡Bueno! ¿Debernos prepararnos ya?

—Aguarde V. todavía, que nuestros enemigos vacilan; aún no han llegado al parasismo de la rabia que les hace olvidar toda prudencia.

El negro que se había levantado volvió a sentarse filosóficamente.

Así trascurrieron algunos minutos. De vez en cuando, una ráfaga de viento nocturno, cargada de rumores vacilantes, pasaba como un torbellino por encima de las cabezas de los cazadores y se perdía a lo lejos como un suspiro.

Los dos hombres estaban serenos e inmóviles, con los ojos fijos en el espacio, con el oído atento a los ruidos del desierto, con el dedo en el gatillo del rifle, dispuestos a hacer frente a la primera señal al enemigo invisible todavía, pero cuya aproximación y ataque inminentes adivinaban instintivamente.

De pronto el canadiense se estremeció y se inclinó con viveza hacia el suelo.

—¡Oh! exclamó enderezándose con ademan de terrible ansiedad, ¿qué sucede en el bosque?

Los rugidos del tigre estallaron como un trueno.

A ellos contestó un grito terrible, y se oyó el galope furibundo de un caballo que se acercaba con vertiginosa rapidez.

—¡Alerta! ¡Alerta! exclamó Tranquilo; alguien se halla en peligro de muerte, el tigre le persigue.

Los dos cazadores se lanzaron intrépidamente en dirección del sitio en que sonaban los rugidos.

El bosque entero parecía que se estremecía; ruidos inexplicables salían de las ignoradas guaridas, asemejándose unas veces a carcajadas burlonas, y otras a gritos de angustia.

Los roncos maullidos de los jaguares continuaban sin interrupción. El galope del caballo que los cazadores oyeron primero parecía que se había convertido en múltiple, y resonaba en puntos opuestos.

Los cazadores, anhelosos y fuera de sí, seguían corriendo en línea recta, saltando barrancos y zanjas con una rapidez aterradora; el terror que experimentaban por los desconocidos a quienes querían socorrer les prestaba alas.

De pronto, un grito de angustia más estridente, más desesperado que el primero, se oyó a corta distancia.

—¡Oh! ¡Es ella! ¡Es Carmela! exclamó Tranquilo poseído de una especie de vértigo.

Y saltando como una fiera, se lanzó hacia adelante seguido de Quoniam, quien durante toda aquella loca carrera no se había separado de él ni una línea.

De pronto reinó en el desierto un silencio de muerte; todo ruido, todo rumor había cesado como por encanto; solo se oía la respiración anhelosa de los cazadores que seguían corriendo.

Alzóse un rugido de furor lanzado por los tigres; un crujido de ramas agitó unos matorrales próximos, y una masa enorme, saltando desde lo alto de un árbol, pasó por encima del canadiense y desapareció; en el mismo instante un relámpago rasgó las tinieblas y sonó un tiro, al cual respondieron casi en seguida un rugido de agonía y un grito de espanto.

—¡Ánimo, niña! ¡Ánimo! exclamó una voz varonil y acentuada a poca distancia; ¡está V. salvada!

Los cazadores, por medio de un esfuerzo supremo de energía, apresuraron más aún la rapidez casi increíble ya de su carrera, y al fin desembocaron en el teatro de la lucha.

Entonces se ofreció ante su aterrada vista un espectáculo singular y terrible.

En una explanada bastante pequeña, una mujer desmayada estaba tendida en el suelo junto a un caballo herido que se agitaba en las últimas convulsiones de la agonía.

Aquella mujer estaba inmóvil, como muerta.

Dos tigrecillos jóvenes, acurrucados como gatos, fijaban en ella sus ojos ardientes y se disponían a atacarla; a pocos pasos de allí un tigre herido se revolcaba en el suelo rugiendo con furor, y procuraba arrojarse sobre un hombre que, con una rodilla en tierra, con el brazo izquierdo envuelto en los numerosos pliegues de un zarapé, echado hacia adelante y empuñando con la mano derecha un machete, esperaba resueltamente su ataque.

Detrás de aquel hombre, un caballo, con el cuello estirado, el hocico humeante y las orejas: tendidas hacia atrás, se estremecía lleno de terror afirmándose en sus cuatro remos; otro tigre, encaramado en la rama más fuerte de un árbol, fijaba una mirada ardiente en el jinete desmontado, azotando el aire con su poderosa cola y lanzando sordos maullidos.

Lo que hemos tardado tanto tiempo en describir lo vieron los cazadores de una sola ojeada: con la rapidez del rayo y con un gesto de sublime sencillez se repartieron los puestos los atrevidos aventureros.

Mientras Quoniam se precipitaba sobre los dos cachorros, y cogiéndolos del cuello les estrellaba la cabeza en una roca, Tranquilo se echaba el rifle a la cara y derribaba de un tiro a la hembra del tigre precisamente en el momento en que desde el árbol se arrojaba sobre el jinete; luego, volviéndose con extremada viveza, mató de un culatazo al segundo tigre y lo tendió a sus pies.

—¡Ah! dijo el cazador con un sentimiento de orgullo, poniendo su rifle en el suelo y enjugándose la frente bañada en sudor frío.

—¡Vive! exclamó Quoniam, quien comprendió toda la angustia que encerraba la exclamación de su amigo; solo el terror la ha hecho desmayarse; pero está salvada.

El cazador se quitó lentamente el gorro, y alzando los ojos al cielo, murmuró con acento de indescriptible gratitud:

—¡Gracias! Dios mío.

Entre tanto, el jinete tan milagrosamente salvado por Tranquilo se adelantó hacia él, y tendiéndole la mano, le dijo:

—A cargo de revancha.

—Yo soy quien quedo en deuda con V., respondió con franqueza el cazador: a no ser por la sublime abnegación de V., hubiéramos llegado demasiado tarde.

—No he hecho más de lo que hubiera ejecutado cualquier otro en mi lugar.

—Puede ser. ¿El nombre de V., hermano?

—Corazón Leal[1]. ¿Y el de V.?

—Tranquilo. Desde hoy seremos amigos hasta la muerte.

—Acepto, hermano. Ahora pensemos en esa pobre joven.

Los dos hombres se estrecharon otra vez la mano y se acercaron a Carmela, a quien Quoniam prodigaba todos los auxilios imaginables sin lograr sacarla del profundo desmayo en que se hallaba sepultada.

Mientras Corazón Leal y Tranquilo sustituían a Quoniam junto a la joven, el negro se apresuró a reunir leña seca y encender fuego.

Sin embargo, al cabo de algunos minutos Carmela entreabrió los ojos, y muy luego se encontró bastante bien para explicar las causas de su presencia en aquel bosque, en vez de estar tranquilamente dormida en la venta del Potrero.

Este relato que, por razón de la debilidad de la joven y de las fuertes emociones que había experimentado, exigió varias horas, se le haremos nosotros al lector en breves palabras en el capítulo siguiente.

[1]Véanse los Tramperos del Arkansas.


XVIII.

LANZI.


Carmela siguió con la vista durante mucho tiempo la carrera desordenada del Jaguar por el campo. Cuando por fin le vio desaparecer a lo lejos en medio de un bosque, bajó tristemente la cabeza y volvió a entrar en la venta con lento paso y muy pensativa.

—Le aborrece, murmuró en voz baja y muy conmovida; le aborrece; ¿querrá salvarle?

Se dejó caer sobre un asiento, y durante algunos momentos quedó sumida en profundas reflexiones.

Al fin levantó la cabeza: un rubor febril teñía su rostro; sus ojos tan dulces parecía que despedían relámpagos.

—¡Yo le salvaré! exclamó con soberana resolución.

Después de esta exclamación se levantó, y atravesando la sala con presuroso paso, entreabrió la puerta del corral y gritó:

—¡Lanzi!

—¿Qué quiere V., niña? respondió el mestizo, que en aquel momento se ocupaba en dar alfalfa a dos caballos de mucho precio pertenecientes a la joven, y cuya custodia especial lo estaba confiada.

—Venga V.

—Allá voy al momento.

En efecto, al cabo de cinco minutos, todo lo más, apareció en la puerta de la sala.

—¿Qué desea V., Señorita? dijo con esa obsequiosidad tranquila, habitual en los criados mimados por sus amos; estoy muy ocupado en este momento.

—Es muy posible, mi buen Lanzi, respondió Carmela con dulzura; pero lo que tengo que decir a V. no admite dilación alguna.

—¡Oh! ¡Oh! dijo el mestizo con cierto tono de sorpresa, ¿pues qué sucede?

—Nada de particular, amigo mío, todo está en orden en la venta, según costumbre; solo que tengo que pedir a V. un favor.

—Un favor, ¿a mí?

—Sí.

—Hable V., Señorita; ya sabe V. que le pertenezco en cuerpo y alma.

—Va siendo tarde, y es probable que en una hora tan avanzada no se detenga ningún viajero en la venta.

El mestizo levantó la cabeza, calculó mentalmente la marcha del sol, y por fin dijo:

—No creo que vengan ya hoy viajeros; son cerca de las cuatro; sin embargo, aún podría suceder que viniesen.

—No hay motivo alguno para suponerlo.

—Es verdad, Señorita.

—Pues bien, entonces quisiera que cerrase V. la venta.

—¡Que cierre la venta! ¿Por qué?

—Voy a decírselo a V.

—¿Es realmente muy importante?

—Sí por cierto.

—Entonces hable V., niña, soy todo oídos.

La joven lanzó una mirada profunda e interrogadora al mestizo, que estaba de pie delante de ella, apoyó los codos con coquetería sobre una mesa, y dijo con tono indiferente:

—Tengo inquietud, Lanzi.

—¡Inquietud! ¿Por qué?

—Por la prolongada ausencia de mi padre.

—¡Cómo! Pues si apenas hace cuatro días que estuvo aquí.

—Nunca me ha dejado sola tanto tiempo.

—Sin embargo... dijo el mestizo rascándose la cabeza algo confuso.

—En resumen, dijo la joven interrumpiéndole con resolución, tengo inquietud por mi padre y quiero verle. Va V. a cerrar la venta y a ensillar los caballos, y nos iremos a la hacienda del Mezquite; no está lejos, y dentro de cuatro o cinco horas podremos hallarnos de regreso.

—Pero es muy tarde...

—Razón más para marcharnos al instante.

—Sin embargo...

—Nada de observaciones; haga V. lo que le mando.

El mestizo inclinó la cabeza sin responder; sabía que cuando su ama hablaba así, era preciso obedecer.

La joven adelantó un paso, puso su mano blanca y delicada sobre el hombro del mestizo, y acercándole su cara fresca y preciosa, añadió con una sonrisa dulce que hizo estremecer de alegría al pobre diablo:

—No se incomode V. por este capricho, mi buen Lanzi: ¡sufro mucho!

—¡Incomodarme yo, niña! respondió el mestizo encogiéndose de hombros de una manera significativa: ¡eh! ¿No sabe V. que yo me echaría al fuego por V.? Con mayor motivo haré cuanto se le ponga en la cabeza.

Entonces se ocupó con la mayor celeridad en atrancar con cuidado las puertas y las ventanas de la venta, y en seguida se volvió al corral a ensillar los caballos, mientras que Carmela, poseída de una impaciencia nerviosa, se quitaba el traje que tenía puesto y vestía otro más cómodo para el viaje que proyectaba, porque había engañado al anciano criado: no era al lado de Tranquilo a donde quería ir.

Pero Dios había resuelto que el proyecto que agitaba en su traviesa cabeza rubia no alcanzase buen éxito.

En el momento en que Carmela, completamente vestida y dispuesta para montar a caballo, entraba de nuevo en la sala, Lanzi apareció en la puerta que daba al corral con el semblante trastornado por el terror.

Carmela corrió presurosa hacia él creyendo que se había hecho daño, y le preguntó con interés:

—¿Qué tiene V.?

—¡Estamos perdidos! respondió Lanzi con voz sorda, dirigiendo en torno suyo una mirada de espanto.

—¡Cómo, perdidos! exclamó la joven tornándose pálida como un cadáver; ¿qué quiere usted decir, amigo mío?

El mestizo apoyó un dedo en sus labios para: imponerla silencio; la hizo seña de que le siguiese, y se deslizó al corral con cauteloso paso.

Carmela salió detrás de él.

El corral estaba rodeado por un cercado de tablas de unos dos metros de altura. Lanzi se acercó a un sitio en que había una rendija bastante ancha por donde se podía ver el campo, y señalándosela a su ama, le dijo:

—¡Mire V.!

La joven obedeció y pegó su rostro a las tablas.

Comenzaba a anochecer, y las tinieblas, a cada momento más densas, invadían rápidamente el campo. Sin embargo, la oscuridad no era todavía suficiente para impedir que Carmela distinguiese a algunos centenares de metros una tropa numerosa de jinetes que corrían a rienda suelta en dirección a la venta.

Bastóle a la joven una simple ojeada para conocer que aquellos Jinetes eran indios bravos.

Aquellos guerreros, en número de cincuenta, vestían su traje completo de combate, e inclinados sobre el cuello de sus corceles, tan indómitos como ellos, blandían sus largas lanzas por encima de sus cabezas en señal de reto.

—¡Son los Apaches! exclamó Carmela retrocediendo llena de espanto. ¿Cómo es que han llegado hasta aquí sin que se haya tenido noticia de su invasión?

El mestizo movió tristemente la cabeza, y dijo:

—Dentro de pocos minutos estarán aquí: ¿qué hacemos?

—¡Defendernos! exclamó resueltamente la joven. Parece que no tienen armas de fuego; nosotros, guarecidos detrás de las paredes de nuestra casa, podremos sostenernos fácilmente contra ellos hasta la salida del sol.

—¿Y entonces? preguntó él mestizo en tono de duda.

—Entonces, repuso Carmela con exaltación, ¡Dios nos ayudará!

—¡Amén! respondió el mestizo menos convencido que nunca de la posibilidad de tal milagro.

—Apresúrese V. a bajar a la sala todas las armas de fuego que hay en casa, que quizás esos paganos retrocederán si se ven recibidos con energía; además, ¿quién sabe si nos atacarán?

—¡Eh! Esos demonios son muy astutos, y saben muy bien la gente que hay en la casa. No cuente V. con que se retiren sin haberse apoderado de la venta.

—¡Pues bien! exclamó Carmela resueltamente, ¡sea lo que Dios quiera! Moriremos peleando con valor, en vez de dejarnos coger cobardemente y ser esclavos de esos miserables sin corazón y sin piedad.

—¡Corriente! respondió el mestizo electrizado por las palabras entusiastas de su ama, ¡batalla! Ya sabe V., Señorita, que no me asusta un combate; que se tengan firmes esos perros, porque si no se andan con cuidado, ¡quizás les juegue yo una mala pasada de la cual se acuerden durante toda su vida!

La conversación quedó en esto por el momento, en atención a la necesidad en que nuestros personajes se encontraban de preparar sus medios de defensa, lo cual verificaron con una celeridad y una inteligencia, que demostraban que no era aquella la primera vez que se encontraban en tan crítica posición.

No se sorprenda el lector al ver el viril entusiasmo desplegado en aquella ocasión por Carmela: en las fronteras, en donde de continuo se hallan expuestos a las incursiones de los indios y de los merodeadores de todas clases, las mujeres pelean al lado de los hombres, y olvidando la debilidad de su sexo, cuando llega la ocasión, saben mostrarse tan valientes como sus hermanos y sus maridos.

Carmela no se había equivocado: era un destacamento de indios bravos el que llegaba a galope. Muy pronto estuvieron junto a la casa y la rodearon por completo.

Generalmente, los indios, en sus expediciones, proceden con suma prudencia, sin mostrarse nunca a descubierto ni avanzar sino con extremada circunspección: en esta ocasión fácil era conocer que se juzgaban seguros del triunfo y que sabían perfectamente que la venta se hallaba desprovista de defensores.

Cuando hubieron llegado a unos veinte metros de la casa, se detuvieron, echaron pie a tierra, y pareció que se consultaban unos a otros un instante.

Lanzi había aprovechado aquellos instantes de tregua para amontonar sobre la mesa de la sala todas las armas de la casa, es decir, unas diez carabinas.

Aunque las puertas y las ventanas estaban sólidamente atrancadas, merced a las numerosas aspilleras abiertas de trecho en trecho, era fácil observar los movimientos del enemigo.

Carmela, armada con una carabina, se había colocado con intrepidez delante de la puerta, mientras que el mestizo, con semblante preocupado, andaba de un lado para otro, entraba y salía, y parecía que daba la última mano a un trabajo importante y misterioso.

—Vamos, dijo al cabo de un instante, ya está todo corriente. Vuelva V. a poner esa carabina sobre la mesa, Señorita: no es con la fuerza, sino únicamente por medio de la astucia como podemos vencer a esos demonios. Déjeme V. obrar.

—¿Cuál es el proyecto de V.?

—Ya lo verá V. He serrado dos tablas del cercado del corral; monte V. a caballo, y tan luego como me oiga abrir la puerta de la venta, márchese a escape tendido.

—Pero ¿y V.?

—No se cuide V. de mí, sino clave las espuelas a su caballo.

—No quiero abandonar a V.

—¡Bah! ¡Bah! No andemos en tonterías; soy viejo, mi vida está ya en un hilo, la de V. es preciosa, es menester salvarla. Déjeme obrar a mi antojo, le digo.

—No, a no ser que me diga V...

—No diré nada. Encontrará V. a Tranquilo en el Vado del Venado. ¡Ni una palabra más!

—¡Ah! ¿De veras? dijo Carmela. ¡Pues bien! juro que no me moveré de junto a V., suceda lo que quiera.

—¡Está V. loca! ¿No la he dicho que quiero jugar una mala pasada a los indios?

—Sí.

—Pues bien, ya lo verá V.: solo que, como temo alguna imprudencia por parte de V., deseo verla marchar delante. No hay más que eso.

—¿Me dice V. la verdad?

—¡Sí por cierto! Dentro de cinco minutos me reuniré con V.

—¿Me lo promete V.?

—No crea V. que me voy a entretener en quedarme aquí.

—Pero ¿qué se propone V. hacer?

—Ahí están los indios. Salga V. y no olvide marchar a escape tendido en cuanto yo abra la puerta, y dirigirse al Vado del Venado.

—Pero cuento con que...

—Ande V., ande V.; queda convenido, dijo Lanzi interrumpiéndola bruscamente y empujándola hacia el corral.

La joven obedeció de muy mala gana; pero en aquel momento resonaron en la puerta de la venta algunos golpes precipitados, y el mestizo aprovechó esta demostración de los indios para cerrar la puerta del corral.

—He jurado a Tranquilo protegerla, suceda lo que quiera, murmuró, y no puedo salvarla sino muriendo por ella. Pues bien, ¡moriré! Pero vive Dios que he de hacerme unos funerales magníficos.

Llamaron de nuevo en la puerta; pero esta vez con tal violencia, que era fácil prever que no resistirían por mucho tiempo las tablas.

—¿Quién está ahí? preguntó el mestizo con voz serena.

—Gente de paz, respondieron desde fuera.

—¡Cáspita! dijo Lanzi, para ser gente de paz tienen VV. una manera singular de anunciarse.

—¡Abra V.! ¡Abra V.! repuso la voz desde fuera.

—Con mucho gusto; pero ¿quién me asegura que no quieren VV. hacerme daño?

—Abra V. o echamos la puerta abajo. Y se repitieron los golpes.

—¡Oh! ¡Oh! dijo el mestizo, ¡no se andan ustedes en chiquitas! Ea, no se cansen más, que allá voy.

Cesaron los golpes.

El mestizo desatrancó la puerta y abrió.

Los indios se precipitaron dentro de la casa lanzando gritos y aullidos de alegría.

Lanzi se había apartado para dejarles franco el paso. Hizo un gesto de alegría al oír el galope de un caballo que se alejaba con rapidez.

Los indios no pararon mientes en aquel incidente.

—¡Queremos beber! exclamaron.

—¿Qué quieren VV. que les dé? preguntó el mestizo, quien procuraba ganar tiempo.

—¡Agua de fuego! gritaron los indios.

Lanzi se apresuró a servirles. Comenzó la orgía.

Los pieles rojas, sabiendo que nada tenían que temer por parte de los habitantes de la venta, tan luego como se abrió la puerta, se precipitaron en tropel dentro de la sala, juzgando innecesario el colocar centinelas: este descuido, con el cual contaba Lanzi, facilitó a Carmela el que se alejase sin ser vista ni molestada.

Los indios, y sobre todo los Apaches, tienen una pasión desenfrenada por los licores fuertes: entre todos ellos, solo los Comanches tienen una sobriedad a toda prueba. Hasta ahora han sabido librarse de esa tendencia funesta a la embriaguez, que diezma y embrutece a sus compatriotas.

Lanzi observaba con sorna las evoluciones de los pieles rojas que, aglomerados en torno de las mesas, bebían sendos tragos y vaciaban a porfía las botas colocadas delante de ellos; los ojos de los indios comenzaban a brillar; sus facciones se animaban; hablaban desaforadamente todos a un tiempo sin saber ya lo que decían y sin pensar más que en emborracharse.

De pronto el mestizo sintió que le ponían una mano en el hombro.

Se volvió.

Un indio estaba de pie en frente de él con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Qué quiere V.? le preguntó.

—El Zorro-Azul es un jefe, respondió el indio, y tiene que hablar con el rostro pálido.

—¿No está satisfecho el Zorro-Azul acaso de la manera en que le he recibido, así como a sus compañeros?

—No es eso; los guerreros beben, el jefe quiere otra cosa.

—¡Ah! dijo el mestizo, lo siento mucho, porque he dado cuanto tenía.

—No, respondió secamente el indio.

—¿Cómo que no?

—¿Dónde está la joven de cabellos de oro?

—No le entiendo a V., jefe, dijo el mestizo, quien, por el contrario, comprendía perfectamente.

El indio se sonrió.

—Mire el rostro pálido al Zorro-Azul y verá que es un jefe y no un niño a quien se puede entretener con mentiras. ¿Qué se ha hecho la joven de cabellos de oro, la que habita aquí con mi hermano?

—La mujer de quien V. habla, si es la joven a quien pertenece esta casa a la que V. se refiere...

—Sí.

—Pues bien, no está aquí.

El jefe le dirigió una mirada penetrante y dijo:

—El rostro pálido miente.

—Búsquela V.

—Estaba aquí hace una hora.

—Es muy posible.

—¿Dónde está?

—Búsquela V.

—El rosto pálido es un perro cuya cabellera he de arrancar.

—Buen provecho le haga a V., respondió el mestizo en tono de burla.

Desgraciadamente, Lanzi, al decir estas palabras, había dirigido una mirada triunfante hacia la parte del corral; el jefe cogió esta mirada al vuelo, se precipitó hacia el corral, abrió la puerta y lanzó un grito de furor al ver la brecha practicada en el cercado: acababa de comprender la verdad.

—¡Perro! exclamó, y cogiendo del cinto su cuchillo de desollar, lo lanzó con rabia hacia su enemigo.

Pero el mestizo, que le vigilaba, esquivó el golpe, y el cuchillo fue a clavarse en la pared a pocas pulgadas de su cabeza.

Lanzi se enderezó, y saltando por encima del mostrador, se precipitó hacia el Zorro-Azul.

Los indios se levantaron tumultuosamente, y cogiendo sus armas saltaron como fieras en persecución del mestizo.

Este, cuando hubo llegado al umbral de la puerta del corral, se volvió, descargó sus pistolas en medio de la multitud, montó precipitadamente a caballo, y clavándole las espuelas en los ijares, le hizo trasponer el boquerón del cercado.

En el mismo instante se oyó detrás de él un estrépito terrible; tembló la tierra, y una masa confusa de piedras, vigas y escombros de todas clases fue a caer en derredor del jinete y de su caballo.

La venta del Potrero acababa de volarse, sepultando bajo sus ruinas a los Apaches que la habían invadido.

He ahí la mala pasada que Lanzi se había propuesto jugar a los indios.

Ahora se comprenderá por qué había insistido para que Carmela se alejase tan pronto.

Por una felicidad singular, ni el mestizo ni su caballo estaban heridos; el mustang, con el hocico humeante, volaba por la pradera como si hubiese tenido alas, hostigado de continuo por su jinete que le estimulaba con el ademán y con la voz, porque le parecía oír a poca distancia detrás de sí el galope de otro caballo que parecía que le perseguía.

Desgraciadamente la noche estaba demasiado oscura para que le fuese posible cerciorarse de que no se equivocaba.


XIX.

LA CAZA.


Según toda probabilidad, el lector juzgará que el medio empleado por Lanzi para desembarazarse de los Apaches era un poco violento, y que acaso no debiera haber recurrido a él sino en el último extremo.

La justificación del mestizo es tan sencilla como fácil de exponer: los indios bravos, cuando pasan la frontera mejicana, se entregan sin compasión a todo género de desórdenes, empleando la mayor crueldad para con los desventurados blancos que caen en sus manos y a quienes profesan un odio que nada puede saciar.

La posición de Lanzi, solo, sin poder esperar auxilio de nadie en un sitio tan aislado, en poder de unos cincuenta demonios sin fe ni ley, era en extremo crítica, y mucho más si se tiene en cuenta que los Apaches, tan luego como hubiesen estado excitados por los licores fuertes, cuyo abuso les produce una especie de locura furiosa, no habrían reconocido ya freno alguno; su carácter sanguinario hubiera prevalecido, y entonces se habrían entregado a las crueldades más injustificables por el solo placer de hacer sufrir a un enemigo de su raza.

Además, el mestizo tenía una razón perentoria para no guardar consideración alguna: a toda costa era preciso asegurar, fuera como quisiera, la salvación de Carmela; pues había hecho a Tranquilo el juramento solemne de defenderla aún con peligro de su propia existencia.

En el caso presente sabía que su vida o su muerte dependían tan solo del capricho de los indios, y por lo tanto no tenía que guardar consideración alguna.

Lanzi era un hombre frío, positivista y metódico, que nunca obraba sin haber reflexionado previamente y con madurez acerca de las eventualidades probables del buen o mal éxito. En aquella ocasión el mestizo nada aventuraba, pues sabía que de antemano estaba sentenciado por los indios: si su proyecto alcanzaba buen éxito, quizás conseguiría escaparse; si no, moriría, pero como un valiente habitante de las fronteras, arrastrando consigo a la tumba a un número considerable de sus implacables enemigos.

Una vez adoptada su resolución, la llevó a cabo con la sangre fría que hemos referido; merced a su presencia de ánimo, había tenido suficiente tiempo para saltar sobre su caballo y fugarse.

Sin embargo, aún no había concluido todo: el galope que el mestizo oía detrás de sí le causaba viva inquietud, probándole que su proyecto no le había salido tan bien como él esperaba, y que alguno de sus enemigos se había librado y lanzado en seguimiento suyo.

El mestizo aumentó la rapidez de su carrera, obligó a su caballo a dar infinitos rodeos y vueltas, con el fin de hacer que el enemigo que se encarnizaba en perseguirle perdiese su rastro; pero todo fue inútil, pues siempre oía detrás de sí el galope obstinado de su desconocido perseguidor.

Por muy valiente que sea un hombre, por grande que sea la energía de que se halle dotado, nada embota tanto su valor como el verse amenazado en medio de las tinieblas por un enemigo invisible, y por esto mismo inatacable: la oscuridad de la noche, el silencio que reina en el desierto, los árboles que, en una carrera desatentada, desfilan por derecha e izquierda cual una legión de fantasmas siniestros y amenazadores, todo se reúne para aumentar los terrores del desgraciado que huye poseído de un vértigo incalificable, sumido en una pesadilla tanto más horrible, cuanto que conoce el peligro y no sabe como conjurarle.

Lanzi, con el entrecejo fruncido, los labios temblorosos, la frente bañada en frío sudor, corrió así durante varias horas por medio del campo, inclinado sobre el cuello de su corcel, sin seguir ninguna dirección fija, perseguido siempre por el ruido del galope del caballo lanzado en pos de él.

¡Cosa singular! Desde que aquel galope se oyó por primera vez, no parecía haberse acercado mucho; pudiérase suponer que el desconocido jinete, satisfecho con seguir la pista de aquel a quien perseguía, no se cuidaba de alcanzarle.

Entre tanto la primera exaltación del mestizo se había calmado gradualmente, el aire frío de la noche había ordenado algún tanto sus ideas, recobraba su serenidad y con ella la lucidez necesaria para juzgar bien su posición.

Lanzi se avergonzó de aquel terror pueril, indigno de un hombre como él, que durante tanto tiempo y por interés de su seguridad personal le hacía olvidar el deber sagrado que se había impuesto de proteger y defender con riesgo de su vida a la hija de su amigo, o al menos a la que consideraba como tal.

Al ocurrírsele este pensamiento, que hirió a su mente cual un rayo, un rubor ardiente tiñó su rostro, surgió de sus ojos un relámpago, y detuvo bruscamente su caballo, resuelto a concluir de una vez y a toda costa con su perseguidor.

El caballo, detenido de pronto en su carrera, dobló sus temblorosas piernas lanzando un relincho de dolor, y permaneció inmóvil. En el mismo instante dejó de oírse también el galope del corcel invisible.

—¡Eh! ¡Eh! murmuró el mestizo, esto comienza a complicarse.

Y sacando de su cinto una pistola, la amartilló.

Inmediatamente oyó, cual un eco fúnebre, el ruido seco del muelle de una pistola que también montaba su adversario.

Sin embargo, este ruido, en vez de aumentar los recelos del mestizo, pareció que, por el contrario, los calmaba.

—¿Qué significa esto? dijo para sí, moviendo la cabeza con marcada preocupación; ¿me habré equivocado? ¿No es con un apache, según eso, con quien tengo que habérmelas?

Después de esta reflexión, durante la cual Lanzi había procurado en vano distinguir a su enemigo desconocido, gritó con voz fuerte.

—¡Eh! ¿Quién es V.?

—¿Y V.? respondió una voz varonil que salía de en medio de las tinieblas con un acento tan resuelto por lo menos como el del mestizo.

—¡He ahí una respuesta singular! repuso Lanzi.

—Ni más ni menos singular que la pregunta de V.

Estas palabras habían sido pronunciadas en el castellano más puro. El mestizo, seguro ya de que tenía que habérselas con un blanco, desterró todo temor, y desmontando su pistola, volvió a colocársela en el cinto, diciendo en tono de buen humor:

—Lo mismo que yo, caballero, debe V. tener necesidad de tomar resuello después de una carrera tan larga: ¿quiere V. que descansemos juntos?

—Con mucho gusto, respondió el otro.

—¡Calle! exclamó una voz que el mestizo conoció en seguida, es Lanzi.

—¡Sí por cierto! exclamó éste con júbilo, ¡voto a bríos! Doña Carmela, ¡no esperaba yo encontrar a V. aquí!

Nuestros tres personajes se reunieron. Las explicaciones fueron breves.

El miedo no calcula ni reflexiona. Carmela por un lado, Lanzi por otro, arrebatados por un vano terror, habían huido sin procurar enterarse del sentimiento que les impulsaba, excitados tan solo por el interés de la propia conservación, esa arma suprema dada por Dios al hombre para hacerle evitar el peligro en los casos extremos.

La única diferencia consistía en que el mestizo se juzgaba perseguido por los Apaches, mientras que Carmela creía tenerlos delante de sí.

Cuando la joven, cediendo a las instancias de Lanzi, salió de la venta, se precipitó ciega por el primer sendero que se presentó delante de ella.

Por fortuna suya, Dios había querido que, en el momento en que la venta se volaba con terrible estrépito, Carmela, medio muerta de terror y derribada del caballo, fuese hallada por un cazador blanco. Este, lleno de compasión al oír el relato de las desgracias que la amenazaban, se ofreció generoso a escoltarla hasta la hacienda del Mezquite, a donde la joven deseaba ir para colocarse bajo la protección inmediata de Tranquilo.

Carmela, después de haber examinado con la vista al cazador, cuya mirada franca y rostro simpático revelaban lealtad, aceptó su oferta con gratitud, temblando que las tinieblas la hiciesen caer en medio de las partidas de indios que sin duda infestaban los caminos, y a las cuales la habría entregado inevitablemente su ignorancia respecto de los sitios circunvecinos.

Así pues, la joven y su guía se pusieron en marcha al instante en dirección a la hacienda; pero, dominados por mil recelos, el galope del caballo del mestizo les hizo creer en la presencia de una partida enemiga delante de ellos. Por eso pusieron todo su cuidado en mantenerse a una distancia bastante grande para volver riendas y escaparse al más mínimo movimiento sospechoso de sus supuestos enemigos.

Esta explicación disipó toda inquietud entre los tres personajes; Carmela y Lanzi se juzgaban muy felices por haberse encontrado de una manera tan providencial.

Mientras el mestizo refería a su señorita la manera en que había concluido con los Apaches, el cazador, como hombre prudente, cogió de las riendas a los caballos y los condujo a unos matorrales espesos en donde los escondió con el mayor cuidado; en seguida volvió junto a sus nuevos amigos, quienes se habían sentado en el suelo para descansar un poco.

En el momento en que el cazador volvía, Lanzi estaba diciendo a la joven:

—¿Para qué se ha de cansar V. más esta noche, Señorita? Nuestro nuevo amigo y yo construiremos en un momento una choza para V., bajo la cual estará perfectamente resguardada; dormirá V. hasta la salida del sol, y entonces nos encaminaremos a la hacienda. Por ahora no tiene V. que temer ningún peligro, pues se halla protegida por dos hombres que no vacilarán en sacrificar su vida por V. si es preciso.

—Le doy a V. gracias, mi buen Lanzi, respondió la joven: su cariño y lealtad me son conocidos, y no vacilaría en confiarme a ellos si en este momento me hallase atormentada por el temor de los Apaches. Crea V. firmemente que la consideración de los peligros a que puedo hallarme expuesta por parte de esos paganos no entra para nada en mi determinación de ponerme en marcha lo más pronto posible.

—¿Pues qué otra consideración más importante puede obligarla a V, Señorita? dijo el mestizo con sorpresa.

—Amigo mío, ese es asunto entre mi padre y yo. Bástele a V. saber que es de absoluta precisión que yo le vea y hable con él esta misma noche.

—¡Corriente! Puesto que V. lo quiere, Señorita, consiento en ello, respondió el mestizo moviendo la cabeza. De todos modos confiese usted que es un capricho singular.

—No, mi buen Lanzi, repuso la joven con tristeza, no es un capricho: cuando conozca V. las razones que me obligan a obrar así, estoy convencida de que me dará la razón.

—Puede ser; pero entonces ¿por qué no me las dice V. al instante?

—Porque me es imposible.

—¡Silencio! exclamó el cazador interponiéndose bruscamente; toda discusión es ociosa en este momento: es preciso marchar cuanto antes.

—¿Qué quiere V. decir? exclamaron Carmela y Lanzi haciendo un movimiento de espanto.

—Que los Apaches han encontrado nuestro rastro y acuden con rapidez: antes de veinte minutos estarán aquí; esta vez no ha lugar a equivocarse, son ellos.

Hubo un momento de silencio.

Carmela y Lanzi prestaron atento oído.

—No oigo nada, dijo el mestizo al cabo de un instante.

—Ni yo tampoco, murmuró la joven.

El cazador se sonrió con dulzura y dijo:

—En efecto, nada deben VV. oír todavía, porque sus oídos no están tan acostumbrados como los míos a percibir los rumores más leves del desierto. Tengan VV. fe en mis palabras, fíen en una experiencia que nunca me ha fallado: nuestros enemigos se acercan.

—¿Qué hacemos? murmuró Carmela.

—Huir, exclamó el mestizo.

—Escuchen VV., repuso el cazador impasible, los Apaches son numerosos, son muy astutos, pero solo por medio de la astucia podemos vencerlos. Si intentamos resistirles, somos perdidos; si huimos los tres juntos, tarde o temprano caeremos en sus manos. Mientras yo me quedo aquí, V. huirá con la señorita. Únicamente cuide V. de forrar los pies de los caballos para ensordecer el ruido de sus pasos.

—Pero ¿y V.? exclamó la joven con viveza.

—¿No he dicho ya que me quedaré aquí?

—Sí, pero entonces caerá V. en sus manos y será V. asesinado inevitablemente.

—¡Puede ser! respondió el cazador con inexplicable expresión de melancolía; pero al menos mi muerte habrá servido para algo, puesto que habrá salvado a VV.

—Muy bien, caballero, dijo Lanzi, doy a V. gracias por su oferta. Desgraciadamente, ni puedo ni quiero aceptarla: las cosas no han de pasar así. Yo he sido quien ha comenzado el negocio, y pretendo terminarle yo solo a mi manera. Márchese V. con la señorita, entréguela en manos de su padre, y si no me ve V. volver y él le pregunta lo que ha pasado, diga V. sencillamente que he cumplido mi promesa dando mi vida por doña Carmela.

—¡Nunca consentiré en ello! exclamó enérgicamente la joven.

—¡Silencio! dijo el mestizo interrumpiéndola bruscamente, márchense, márchense, que no se puede perder un solo instante.

Y a pesar de la resistencia de la joven, la levantó en sus robustos brazos y se la llevó corriendo hacia los matorrales.

Carmela comprendió que nada podría alterar la resolución del mestizo y se resignó.

El cazador aceptó el sacrificio de Lanzi con la misma sencillez con que había ofrecido el suyo, pues la conducta del mestizo le parecía muy natural. Así pues, no opuso la más leve objeción y se ocupó con actividad en preparar los caballos.

—Ahora márchense VV., dijo el mestizo tan luego como el cazador y la joven estuvieron a caballo, márchense, ¡y sea lo que Dios quiera!

—¿Y V., amigo mío? dijo todavía Carmela.

—Yo, respondió el mestizo moviendo la cabeza con expresión indiferente, aún no he caído en poder de esos diablos rojos. ¡Vamos, en marcha!

Y en seguida, para cortar toda conversación, sacudió un zendo latigazo a los caballos. Los nobles animales arrancaron a galope, y muy luego desaparecieron de su vista.

El pobre hombre lanzó un suspiro tan luego como se hubo quedado solo.

—¡Ah! murmuró con tristeza, esta vez mucho me temo que todo haya concluido para mí. Pero no importa, ¡qué diablo! Lucharé hasta el fin, y si los indios me cogen, su trabajillo les ha de costar.

Después de haber adoptado esta determinación enérgica, que pareció le restituía todo su valor, el buen mestizo montó a caballo y se mantuvo dispuesto a obrar.

Los Apaches se acercaban con un ruido semejante al estampido de un trueno prolongado.

Ya se podían distinguir vagamente sus negras siluetas que se perfilaban en la sombra.

Lanzi cogió la brida con los dientes, agarró una pistola con cada mano, y cuando juzgó propicio el momento, clavó las espuelas en los ijares de su caballo y se lanzó a escape tendido al encuentro de los pieles rojas, cortándolos en diagonal.

Cuando hubo llegado cerca de ellos, descargó sus armas en medio del grupo, lanzó un grito de reto y continuó huyendo con creciente rapidez.

Entonces sucedió lo que el mestizo había previsto. Sus tiros habían sido certeros: dos Apaches cayeron con el pecho atravesado de parte a parte. Los indios, furiosos al ver aquel ataque audaz que estaban muy lejos de esperar por parte de un solo hombre, lanzaron un grito de coraje y se precipitaron en seguimiento suyo.

Ya lo hemos dicho: esto era lo que quería Lanzi.

—¡Eso es! dijo al ver el buen éxito de su treta, ya están reunidos, y no hay que temer que se desparramen por la llanura; los otros están salvados. En cuanto a mí... ¡bah! ¿Quién sabe?

Carmela y el cazador solo se habían librado de los Apaches para caer en medio de los jaguares; pero ya hemos visto como se salvaron, merced al auxilio de Tranquilo.


XX.

CONFIDENCIAS.


Tranquilo había escuchado atentamente la narración de la joven, con la cabeza baja y el entrecejo fruncido; cuando Carmela calló, la miró un momento con expresión interrogadora.

—¿Y es eso todo? le preguntó.

—Todo, contestó Carmela con timidez.

—¿Y de Lanzi, de mi pobre Lanzi, no han tenido VV. más noticias?

—Ninguna. Hemos oído dos tiros, el galope furioso de varios caballos, el grito de guerra de los Apaches, y luego todo ha vuelto a quedar silencioso.

—¿Qué habrá sido de él? murmuró con tristeza el tigrero.

—Es un hombre resuelto, y me parece que conoce la vida del desierto, repuso Corazón Leal.

—Sí, replicó Tranquilo; pero está solo.

—Es verdad, dijo el cazador, y solo contra cincuenta quizás.

—¡Oh! exclamó el canadiense, daría diez años de mi vida por tener noticias suyas.

—¡Cáspita, compadre! exclamó una voz gozosa, yo se las traigo a V. muy fresquitas, y nada le pido por ellas.

Los circunstantes no pudieron menos de estremecerse al oír aquella voz, y se volvieron con viveza hacia el lado en que había sonado.

Apartáronse las ramas y apareció un hombre.

Era Lanzi.

El mestizo parecía estar tan tranquilo y tan descansado como si nada le hubiese sucedido; solo que su semblante, por lo general frío y aún de mal gesto, tenía una expresión de alegría burlona inexplicable, sus ojos chispeaban, y una sonrisa irónica vagaba por sus labios.

—¡Pardiez! amigo mío, dijo Tranquilo tendiéndole la mano, sea V. mil veces bienvenido entre nosotros: estábamos con suma inquietud por su suerte.

—Doy a V. gracias, compadre; pero, afortunadamente para mí, el peligro no era tan inminente como se hubiera podido suponer, y he conseguido desembarazarme con bastante facilidad de esos demonios de Apaches.

—¡Tanto mejor! Importa muy poco la manera en que haya V. conseguido escaparse. Está V. sano y salvo, y eso es lo principal. Ahora que estamos reunidos, ya pueden venir si gustan, que encontrarán con quien entenderse.

—No harán tal. Además, tienen otra cosa que hacer en este momento.

—¿Eso cree V.?

—Estoy seguro de ello. Han visto un campamento de soldados mejicanos que van escoltando una conducta de plata, y como es natural, intentan apoderarse de ella, tanto que a esa circunstancia enteramente fortuita debo yo en parte mi salvación.

—¡Eh! Tanto peor para los mejicanos, dijo con indiferencia el canadiense, cada cual para sí y Dios para todos. Que se arreglen como puedan, que no nos importan sus asuntos.

—Eso mismo pienso yo.

—Todavía nos quedan tres horas de noche: aprovechémoslas para descansar, con el fin de estar dispuestos para encaminarnos a la hacienda en cuanto salga el sol.

—El consejo es bueno y debe seguirse, dijo Lanzi, quien se tendió inmediatamente con los pies junto al fuego, se envolvió en su zarapé y cerró los ojos.

Corazón Leal, que sin duda opinaba del mismo modo, siguió su ejemplo.

En cuanto a Quoniam, después de haber desollado concienzudamente los tigres y sus cachorros, se había tendido delante del fuego, y hacía dos horas que dormía con un sueño profundo y con esa indiferencia indolente que caracteriza a la raza negra.

Tranquilo se volvió entonces hacia Carmela. La joven estaba sentada a pocos pasos de él; miraba al fuego con ademán pensativo y en sus ojos brillaban algunas lágrimas.

—¡Vamos, niña! le dijo el canadiense con dulzura, ¿qué haces ahí? Debes estar molida de cansancio; ¿por qué no tratas de descansar un rato?

—¿Para qué? murmuró Carmela con tristeza.

—¿Para qué? repuso con viveza el tigrero, a quien el acento de la joven hizo estremecer; ¿para qué ha de ser? Para que recobres tus fuerzas.

—Déjeme V. velar, padre; no podría dormir por mucho cansancio que tenga; el sueño huiría de mis párpados.

El canadiense la examinó un instante con la mayor atención, y luego moviendo la cabeza con visible preocupación, dijo:

—¿Qué significa eso?

—Nada, padre mío, respondió Carmela procurando sonreír.

—¡Niña! ¡Niña! murmuró Tranquilo, ¡aquí hay algo! Yo no soy más que un pobre cazador, muy ignorante respecto de las cosas del mundo y sin malicia alguna. Pero te quiero, hija mía, y mi corazón me dice que sufres.

—¡Yo! exclamó Carmela haciendo un gesto negativo.

Pero de improviso prorrumpió en llanto, y reclinándose en el pecho leal del cazador, ocultó allí su cabeza y murmuró con voz ahogada:

—¡Ah! ¡Padre! ¡Padre! ¡Soy muy desgraciada!

Tranquilo, al oír esta exclamación arrancada por la fuerza del dolor, se enderezó como si una serpiente le hubiese picado; sus ojos chispearon, fijó en la joven una mirada impregnada en amor paternal, y obligándola suavemente a que le mirase de frente, exclamó con ansiedad:

—¿Desgraciada, tú, Carmela? ¡Qué ha pasado, Dios mío!

La joven, haciendo un esfuerzo supremo, logró calmarse; sus facciones recobraron su habitual mansedumbre, enjugó sus lágrimas, y sonriendo al cazador que la miraba con inquietud, le dijo con voz zalamera:

—Perdóneme V., padre mío, estoy loca.

—¡No, no! respondió Tranquilo moviendo la cabeza a uno y otro lado, no estás loca, hija mía, solo que me ocultas algo.

—¡Padre mío! dijo Carmela ruborizándose y bajando los ojos muy confusa.

—Sé franca conmigo, chiquilla; ¿no soy por ventura tu mejor amigo?

—¡Es verdad!

—¿Me he negado nunca a satisfacer tus más mínimos caprichos?

—¡Oh! ¡Nunca!

—¿Me has encontrado alguna vez demasiado severo para ti?

—¡No por cierto!

—Pues bien, ¿entonces por qué no me confiesas francamente lo que te atormenta?

—Es que... murmuró Carmela vacilando.

—¿Vamos, qué? dijo el cazador con voz insinuante.

—No me atrevo.

—Según eso, ¿es cosa muy difícil de decir?

—Sí.

—¡Bah! Sigue hablando, chiquilla. ¿Dónde has de encontrar un confesor tan indulgente como yo?

—En ninguna parte, ya lo sé.

—Pues entonces habla.

—Es que temo que V. se enfade.

—Más me harás enfadar si te obstinas en guardar silencio.

—Pero...

—Escucha. Carmela, tú misma, al referirnos, hace un momento, todo lo que ha pasado hoy en la venta, confesaste que habías querido venir a buscarme a donde quiera que me encontrase y en esta misma noche; ¿es verdad, sí o no?

—Sí, padre mío.

—Pues bien, heme aquí, ya escucho; además, si lo que tienes que decirme es tan importante como me das margen a suponerlo, creo que harás muy bien en darte prisa.

La joven se estremeció, dirigió una mirada al cielo cuyas sombras comenzaban a teñirse con fajas blanquecinas, y toda vacilación desapareció entonces de su semblante.

—Tiene V. razón, padre mío, dijo con voz firme. Tengo que hablar a V. de un asunto de la mayor importancia, y quizás lo haya retrasado ya en demasía, porque es cosa de vida o muerte.

—¡Me asustas!

—Escuche V.

—Habla, hija, habla sin temor, y cuenta con el cariño que te tengo.

—Cuento con eso, padre mío, y todo lo sabrá V.

—Bien.

Carmela pareció que se recogía un instante; luego dejando caer su manita en la ruda y ancha mano de su padre, mientras que sus largas y sedosas pestañas se bajaban tímidamente para velar su mirada, comenzó a hablar con voz débil al pronto, pero que muy luego se serenó y se tornó firme y clara.

—Lanzi le ha dicho a V. que el encuentro de una conducta de plata acampada a poca distancia del sitio en que nos hallamos, le había ayudado a librarse de la persecución de los indios. Padre mío, esa conducta de plata pernoctó anoche en la venta; el capitán que manda la escolta es uno de los oficiales más distinguidos del ejército mejicano; en varias ocasiones ha oído V. hablar de él con elogio, y aún creo que le conoce V. personalmente: se llama D. Juan Melendez de Góngora.

—¡Ah! dijo Tranquilo.

La joven se detuvo palpitante.

—Continúa, repuso el canadiense con dulzura.

Carmela le miró de reojo, vio que se sonreía, y se decidió a hablar.

—La casualidad ha llevado ya varias veces al capitán Melendez a la venta. Es todo un caballero, amable, cortés, fino, atento, y nunca hemos tenido la más mínima queja de él, como se lo dirá a V. Lanzi.

—Estoy convencido de ello, hija mía: el capitán Melendez es tal como me lo pintas.

—¿Verdad que sí? dijo la joven con viveza.

—Sí, es todo un caballero. Desgraciadamente hay muy pocos oficiales como él en el ejército mejicano.

—Esta mañana se puso en marcha la conducta de plata, escoltada por el capitán y sus soldados. Dos o tres individuos de mala catadura se habían quedado en la venta. Estuvieron viendo marchar a los soldados con una sonrisa burlona; luego se sentaron a la mesa, se pusieron a beber y quisieron principiar a hablarme de una manera poco decente y a decirme ciertas palabras que una muchacha honrada nunca debe escuchar, llegando hasta el extremo de amenazarme.

—¡Ah! exclamó Tranquilo interrumpiéndola y frunciendo el entrecejo; ¿y conoces a esos tunos?

—No, padre mío; son de esos merodeadores de las fronteras como hay tantos por aquella parte; pero, aunque los he visto varias veces, ignoro sus nombres.

—Poco importa; no te dé cuidado, que yo los descubriré.

—¡Oh! Padre mío, haría V. mal en atormentarse por eso, se lo juro.

—Bueno, bueno, eso es cuenta mía.

—Afortunadamente para mí, en aquel intermedio llegó un jinete cuya presencia bastó para imponer silencio a los tales hombres y obligarles a ser de nuevo lo que siempre debieran haber sido conmigo, es decir, atentos y respetuosos.

—Y sin duda, dijo el canadiense, ese jinete que llegó tan oportunamente para ti, sería algún amigo tuyo.

—Solo un conocido, padre mío, dijo Carmela ruborizándose levemente.

—¡Ah! Muy bien.

—Pero es muy amigo de V., al menos así lo supongo.

—¡Ya! Y de ese ¿sabes el nombre, hija mía?

—¡Sí por cierto!

—¿Y cuál es? Si no te disgusta demasiado decírmelo.

—Nada de eso. Se llama el Jaguar.

—¡Oh! ¡Oh! repuso el cazador frunciendo el entrecejo, ¿qué podía tener que hacer en la venta?

—No lo sé, padre. Dijo algunas palabras en voz baja a los hombres de quienes he hablado a V., estos se levantaron inmediatamente de la mesa, montaron a caballo y se alejaron a galope sin hacer la más mínima observación.

—¡Es singular! murmuró el canadiense.

Hubo un momento de silencio bastante prolongado. Tranquilo reflexionaba profundamente: era evidente que buscaba la solución de un problema que sin duda le parecía muy difícil de resolver.

Al fin levantó la cabeza y preguntó a la joven:

—¿No tenías que decirme más que eso? Hasta ahora nada extraordinario veo en lo que me has contado.

—Aguarde V., dijo Carmela.

—¡Ah! ¿Entonces no has concluido?

—Todavía no.

—Bueno, continúa.

—Aunque el Jaguar habló en voz muy baja con aquellos hombres; sin embargo, por algunas palabras que oí... sin querer, se lo juro a V., padre mío...

—Estoy persuadido de ello. ¿Y qué adivinaste por esas pocas palabras?

—Es decir, creí comprender...

—Es lo mismo: sigue.

—Creí comprender que hablaban de la conducta de plata.

—Y por consiguiente, del capitán Melendez, ¿verdad?

—Sí, y aún estoy segura de que pronunciaron su nombre.

—Eso es. Y entonces supusiste que el Jaguar tenía intención de atacar la conducta y dar muerte al capitán, ¿verdad?

—¡No digo eso, padre mío! repuso la joven balbuceando y muy desconcertada.

—No, pero lo temes.

—¡Dios mío! repuso Carmela con cierto gestecillo de mal humor, ¿no es natural que me interese por un valiente oficial que...?

—Es muy natural, hija mía, no te lo censuro; aun diré más, y es que, según creo, tus suposiciones se acercan mucho a la verdad; con que así no te enfades.

—¿Lo cree V., padre? exclamó la joven juntando las manos con terror.

—Es muy probable, repuso tranquilamente el canadiense. Pero sosiégate, hija mía, añadió con tono bondadoso; aunque hayas tardado acaso demasiado en hablarme, quizás lograré apartar el peligro que en este momento amenaza al hombre por quien tanto te interesas.

—¡Oh! Haga V. eso, padre mío, ¡se lo suplico!

—Al menos pondré los medios, hija; he ahí lo único que puedo prometerte por ahora. Pero y tú, ¿qué vas a hacer?

—¿Yo?

—Sí, ¿mientras mis compañeros y yo intentemos salvar al capitán?

—Seguiré a VV., padre mío, si V. me lo permite.

—Corriente, porque yo también creo que lo más prudente será eso. ¿Con que profesas al capitán tanto afecto, puesto que tan ardientemente deseas salvarle?

—¿Yo, padre mío? respondió la joven con entera franqueza, nada de eso, solo que me parece que sería espantoso dejar matar a un oficial valiente cuando se le puede salvar.

—¿Entonces aborreces al Jaguar, sin duda alguna?

—No por cierto, padre: a pesar de su carácter exaltado, me parece que tiene un corazón noble, y aún V. mismo le estima, lo cual es para mí la razón más poderosa. Lo que me hace padecer es ver en abierta oposición a dos hombres que, si se conociesen, estoy persuadida de que muy pronto simpatizarían mutuamente, y por eso no quisiera que hubiese sangre derramada entre ambos.

Estas palabras fueron pronunciadas por la joven con tan cándida franqueza que el canadiense permaneció algunos instantes completamente atónito; el leve destello de verdad que creía haber percibido, se le escapaba de improviso sin que le fuese posible explicarse como había desaparecido; ya nada comprendía en la conducta de Carmela, ni en los motivos que la impulsaban a obrar; pues no había razón alguna para desconfiar de su buena fe en cuanto había dicho.

Después de haber mirado atentamente a la joven durante un momento, movió dos o tres veces la cabeza como un hombre completamente desorientado, y sin añadir una palabra, se dispuso a despertar a sus compañeros.

Tranquilo era uno de los cazadores más experimentados de los bosques de la América del Norte, todos los secretos del desierto le eran conocidos; pero ignoraba por completo ese gran misterio que se llama el corazón de las mujeres, misterio tanto más difícil de penetrar cuanto que las mismas mujeres le ignoran casi siempre, pues por lo general obran bajo la impresión del momento, bajo el dominio de la pasión y sin segunda intención.

El canadiense en pocas palabras puso a sus compañeros al corriente de su proyecto, y estos, según él lo esperaba, no opusieron objeción alguna y se dispusieron a seguirle.

Diez minutos después montaban a caballo y abandonaban el campamento en pos de Lanzi que les servía de guía.

En el momento en que desaparecían bajo la enramada, el búho hizo resonar su grito matutino, precursor de la salida del sol.

—¡Dios mío! murmuró Carmela con angustioso acento, ¿llegaremos a tiempo?


XXI.

EL JAGUAR.


Cuando el Jaguar se marchó de la venta del Potrero, iba poseído de extremada agitación; las palabras de la joven resonaban en su oído con un acento irónico y burlón; la última mirada que le había dirigido le perseguía como un remordimiento: el joven se arrepentía amargamente de haber interrumpido de una manera tan brusca su conversación con Carmela, estaba descontento de la manera en que había respondido a sus súplicas, en fin, se hallaba en la mejor disposición de ánimo imaginable para cometer uno de los actos de crueldad a que con sobrada frecuencia le había arrastrado su carácter violento y que habían marcado su fama con un sello vergonzoso, actos que se arrepentía en extremo de haber cometido cuando era ya demasiado tarde.

Corría a escape tendido por medio de la pradera, ensangrentando con las espuelas los ijares de su caballo, que se encabritaba a impulso del dolor, profiriendo maldiciones ahogadas, y dirigiendo en torno suyo unas miradas tan feroces como las de una fiera cuando anda en busca de una presa.

Hubo un momento en que tuvo intenciones de volver a la venta, arrojarse a los pies de la joven, y reparar, en una palabra, la falta que le hiciera cometer la pasión sorda que le agitaba, prescindiendo de toda clase de celos y poniéndose completamente a disposición de Carmela para cuanto se le antojase mandarle.

Pero, como suele suceder con la mayor parte de las buenas resoluciones, ésta no tuvo más que la duración de un relámpago. El Jaguar reflexionó, y con la reflexión volvieron la duda y los celos, y como consecuencia inmediata, un nuevo furor más insensato y más loco que el primero.

El joven fue galopando así durante mucho tiempo sin seguir, al parecer, ninguna dirección determinada; sin embargo, de vez en cuando y a largos intervalos se paraba, se empinaba sobre los estribos, exploraba la llanura con una mirada de águila, y luego volvía a arrancar a rienda suelta.

Hacia las tres de la tarde se adelantó a la conducta de plata; pero como la había visto desde lejos, le fue fácil evitar su encuentro, oblicuando levemente a la derecha y metiéndose por medio de un poblado bosque que le hizo ser invisible durante un espacio de tiempo suficiente para que no temiese ser descubierto por los exploradores destacados a vanguardia.

Sin embargo, una hora próximamente antes de la puesta del sol, el joven, que por centésima vez acababa de pararse con el fin de explorar los alrededores, lanzó un grito de júbilo contenido: por fin iba a reunirse con aquellos a quienes tanta prisa tenía de alcanzar.

A unos quinientos pasos del sitio en que el Jaguar estaba parado en aquel momento, una partida de treinta a treinta y cinco jinetes seguía en buen orden la senda calificada con el pomposo nombre de carretera que cruzaba la pradera.

Aquella partida, compuesta en su totalidad de blancos, según era fácil conocerlo por sus trajes, parecía que ostentaba en su marcha cierto aspecto militar. Además, todos aquellos jinetes iban ampliamente provistos de armas de todas clases.

Al comenzar la presente narración, mencionamos a varios jinetes que se hallaban próximos a desaparecer a lo lejos cuando los dragones salían de la venta del Potrero: eran precisamente los que el Jaguar acababa de ver.

El joven se llevó las dos manos abiertas a la boca para formar una especie de bocina, y por dos veces lanzó un grito agudo, estridente y prolongado.

Aunque la partida se hallaba en aquel momento bastante lejos, al oír la señal, los jinetes se detuvieron como si los pies de sus caballos se hubiesen clavado súbitamente al suelo.

El Jaguar se inclinó entonces sobre su silla, hizo saltar a su caballo por encima de los matorrales, y en pocos minutos llegó junto a aquellos que se habían detenido para esperarle.

El joven fue acogido con gritos de júbilo, y todos los circunstantes se estrecharon en torno suyo dando muestras del mayor interés.

—Gracias, amigos míos, dijo el joven, gracias por las pruebas de simpatía que me dais; pero os ruego que me concedáis un momento de atención, pues el tiempo urge.

Restablecióse el silencio como por encanto; pero las miradas chispeantes que se fijaban en el joven revelaban a las claras que la curiosidad, no por ser muda, era menos ardiente.

—No se había V. equivocado, John, continuó el Jaguar dirigiéndose a uno de los individuos colocados más cerca de él, la conducta de plata viene detrás de nosotros: no la llevamos más que tres o cuatro horas de delantera. Según me lo había V. advertido, viene escoltada, y la prueba de que atribuyen mucha importancia a su seguridad es que la escolta la manda el capitán Melendez.

Al oír esta noticia, los oyentes hicieron un gesto de desagrado.

—¡Paciencia! repuso el Jaguar con una sonrisa burlona; donde no basta la fuerza queda la astucia. El capitán Melendez es todo un valiente y un hombre de experiencia, convengo en ello; pero y nosotros ¿no somos también valientes? ¿La causa que defendemos no es bastante hermosa para excitarnos a proseguir de todos modos nuestra empresa?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Hurra! ¡Hurra! exclamaron todos los circunstantes blandiendo sus armas con entusiasmo.

—John, V. ha entablado ya relaciones con el capitán, le conoce a V. Quédese aquí con otro de nuestros amigos, y déjense coger prisioneros los dos. Confío en VV. para disipar las sospechas que pueda abrigar la mente del capitán.

—Descuide V., yo me encargo de ello.

—Muy bien. Solo que le aconsejo a V. se ande con cuidado con él, porque es rudo adversario.

—¡Ah! ¿De veras?

—Sí. ¿Sabe V. quien le acompaña?

—No por cierto.

—Fray Antonio.

—¡Vive Dios! ¿Qué me dice V.? ¡Diantre! Hace V. bien en avisarme.

—¡Ya lo veo!

—¡Oh! ¡Oh! ¿Querrá por ventura ese fraile maldito hacernos mal tercio?

—Mucho lo temo. Ese hombre, como V. sabe, se halla relacionado con todas las gentes de mal vivir, sean del color que quieran, que vagan por el desierto, y aún pasa por ser uno de sus jefes. Puede muy bien habérsele ocurrido la idea de apropiarse la conducta de plata.

—¡Vive Dios! Yo lo impediré. Confíe V. en mí: le conozco muy bien, y hace demasiado tiempo, para que él quiera ponerse en abierta oposición conmigo. Si se atreviese a intentarlo, yo sabría reducirle a la impotencia.

—Está muy bien. Ahora, en cuanto haya V. obtenido los últimos datos que necesitamos para obrar, no pierda V. un solo instante para volver a reunirse con nosotros, porque estaremos casi contando los minutos hasta su regreso.

—Queda convenido. ¿El punto de reunión sigue siendo la barranca del Gigante?

—Sí

—Una palabra todavía.

—Diga V. pronto.

—¿Y el Zorro-Azul?

—¡Diablo! Me le hace V. recordar, que ya le había olvidado.

—¿Debo aguardarle?

—Sí por cierto.

—¿Entraré en tratos con él? Ya sabe V. que se puede fiar muy poco en la palabra de los Apaches.

—¡Es verdad! repuso el joven con ademán pensativo; sin embargo, nuestra posición, en este momento, es en extremo difícil. Estamos abandonados a nuestras propias fuerzas, por decirlo así: nuestros amigos vacilan; todavía no se atreven a decidirse en favor nuestro, mientras que nuestros enemigos, por el contrario, levantan la cabeza, cobran ánimo y se disponen a atacarnos con vigor. Aunque a mi corazón le repugna semejante alianza, es evidente para mí que si los Apaches consienten en ayudarnos de una manera franca y decidida, su auxilio nos será muy útil.

—Tiene V. razón. En la situación en que nos encontramos, desterrados de la sociedad, perseguidos como fieras, acaso fuera imprudente rechazar la alianza que nos proponen los pieles rojas.

—En fin, amigo mío, doy a V. carta blanca; los acontecimientos le inspirarán la mejor manera de obrar. Confío por completo en la inteligencia y adhesión de V.

—No se arrepentirá V. de ello.

—Ahora separémonos, y ¡buena suerte!

—Adiós, hasta la vista.

—Hasta mañana.

El Jaguar hizo una señal postrera de despedida a su amigo o a su cómplice, según le plazca al lector denominarle, se colocó a la cabeza de la partida y arrancó a galope.

Este John no era sino John Davis el mercader de esclavos a quien sin duda recordará el lector haber visto aparecer en los primeros capítulos de la presente historia. El cómo le encontramos en Tejas formando parte de una partida de outlaws, y de perseguidor convertido a su vez en perseguido, sería cosa sobrado larga de explicar en este momento; pero nos reservamos dar acerca de esto al lector la correspondiente satisfacción cuando sea ocasión oportuna.

John y su compañero se dejaron coger prisioneros por los exploradores del capitán Melendez, sin cometer la falta de oponer la más leve resistencia. Ya hemos referido en un capítulo anterior la manera en que se habían conducido en el campo mejicano. No volveremos a ocuparnos de estos hechos y seguiremos al Jaguar.

El joven parecía ser y era, en efecto, el jefe de los jinetes a cuyo frente cabalgaba.

Estos individuos pertenecían todos a la raza anglo-sajona; es decir, todos ellos eran norteamericanos.

Ahora bien: ¿qué oficio ejercían? Uno muy sencillo.

Por el momento eran insurgentes. Llegados la mayor parte de ellos a Tejas en la época en que el gobierno mejicano había autorizado la emigración americana, se fijaron en el país, lo colonizaron y lo desmontaron; en resumen, concluyeron por considerarle como una nueva patria.

Cuando el gobierno de Méjico inauguró el sistema de vejaciones de que ya no había de apartarse, aquellas buenas gentes abandonaron el azadón y el pico para empuñar el rifle; montaron a caballo y se pusieron en abierta insurrección contra un opresor que quería arruinarlos y desposeerlos.

Varias partidas de insurgentes se formaron así de improviso en diferentes puntos del territorio de Tejas, luchando valerosamente contra los mejicanos en cuantas partes los encontraban. Desgraciadamente para ellos, aquellas partidas estaban aisladas; ningún vínculo las unía con otras para formar un contingente compacto y temible; obedecían a jefes independientes unos de otros, que todos querían mandar sin consentir en doblegar su voluntad bajo otra superior y única, medio exclusivo, sin embargo, para obtener resultados positivos y conquistar esa independencia que, en el ánimo de las personas más ilustradas del país, era considerada aún como una utopía por razón de tan malhadada desunión.

Los jinetes a quienes hemos puesto en escena se habían colocado bajo las órdenes del Jaguar, quien, no obstante su juventud, tenía una fama de valiente, prudente y hábil, harto sólidamente establecida en toda la comarca para que su solo nombre no inspirase terror a los enemigos con quienes la casualidad le hiciese tropezar.

Los acontecimientos sucesivos probarán que los colonos, al elegirle por jefe, no se habían equivocado respecto de él.

El Jaguar era realmente el jefe que tales hombres necesitaban; era joven y hermoso, y se hallaba dotado de esa fascinación que improvisa los reyes. Hablaba poco; pero cada frase suya dejaba un recuerdo.

Había comprendido lo que sus compañeros esperaban de él, y había realizado prodigios, porque, como sucede siempre con las almas que han nacido para ejecutar cosas grandes, almas que se van elevando y permanecen constantemente al nivel de los sucesos, su posición, al ensancharse, había hecho más vasta su inteligencia, por decirlo así; su golpe de vista se había tornado infalible, su voluntad era de hierro; se identificó tan bien con su nueva posición, que ya no se dejó dominar ni avasallar por ningún sentimiento humano; su rostro fue de mármol para la alegría lo mismo que para el dolor; el entusiasmo de sus compañeros en ciertas ocasiones no alcanzaba a hacer pasar por sus facciones ni una llamarada ni una sonrisa.

El Jaguar no era un ambicioso vulgar; le hacía padecer el desacuerdo que reinaba entre los insurgentes; anhelaba obtener una fusión que había llegado a ser indispensable, y trabajaba con todo su poder para llevarla a cabo; en una palabra, ¡el joven tenía fe! Creía, porque, a pesar de las innumerables faltas cometidas desde el principio de la insurrección por los colonos de Tejas, había conocido tanta vitalidad en aquella obra de libertad tan mal dirigida hasta entonces, que concluyó por comprender que en toda cuestión humana hay algo más poderoso que la fuerza, el valor y aún el genio, y es la idea cuyo tiempo ha llegado, cuya hora ha sonado en el reloj de Dios. Entonces, olvidando toda preocupación, esperó y confió en un porvenir seguro.

Para neutralizar todo lo posible el aislamiento en que dejaban a su partida, el Jaguar inauguró una táctica que hasta entonces había triunfado siempre. Lo que se necesitaba era ganar tiempo y perpetuar la guerra, aunque se sostuviese una lucha desigual. Para esto era preciso envolver en el misterio su debilidad, mostrarse en todas partes, no detenerse en ninguna, encerrar al enemigo en una red de adversarios invisibles, obligarle a mantenerse de continuo con la bayoneta cruzada en el vacío, con los ojos inútilmente fijos en todos los puntos del horizonte, hostigado sin cesar, aunque sin ser nunca atacado en realidad ni formalmente por fuerzas respetables: éste fue el plan que el Jaguar inauguró contra los mejicanos, a quienes enervó así en esa fiebre de la ansiedad y de lo desconocido, que es la enfermedad más temible para los que tienen de parte suya a la fuerza.

Por eso el Jaguar y los cincuenta o sesenta jinetes que tenía bajo su mando eran más temidos por el gobierno mejicano que todas las demás fuerzas reunidas de los insurgentes.

Así pues, un prestigio inaudito rodeaba al jefe temible de aquellos hombres a quienes era imposible coger; un temor supersticioso les precedía, y su sola aproximación introducía el desorden entre las tropas enviadas contra ellos.

El Jaguar aprovechaba hábilmente sus ventajas para intentar las expediciones más aventuradas y los golpes de mano más temerarios. El que en aquel momento meditaba era uno de los más atrevidos que había concebido hasta entonces: trataba nada menos que de arrebatar la conducta de plata y coger prisionero al capitán Melendez, oficial a quien con razón consideraba como a uno de sus adversarios más temibles, y con el cual, por esto mismo, ardía en deseos de medir sus fuerzas, comprendiendo que si lograba vencerle, esta acción audaz daría al instante mucho lauro a la insurrección y le atraería numerosos partidarios.

El Jaguar, después de haber dejado detrás de sí a John Davis, se adelantó con rapidez hacia un poblado bosque que se destacaba en el horizonte con un color oscuro, y en el cual se proponía acampar aquella noche, pues no podía llegar a la barranca del Gigante hasta el siguiente día muy tarde. Además, quería quedarse cerca de los dos hombres que había destacado como exploradores, con el fin de hallarse más pronto al corriente del resultado de sus operaciones.

Un poco antes de la puesta del sol los insurgentes llegaron al bosque y desaparecieron inmediatamente bajo la enramada.

Cuando el Jaguar hubo llegado a la cumbre de una pequeña colina que dominaba el paisaje, mandó hacer alto y echar pie a tierra, y dio la orden de acampar.

En el desierto se organiza muy pronto un campamento.

A fuerza de hachazos se desembaraza un espacio suficiente, se encienden hogueras de trecho en trecho para alejar a las fieras, se manean los caballos, se colocan los centinelas para velar por la común seguridad, luego cada cual se tiende delante de la lumbre, se envuelve en sus mantas y todo está dicho. Aquellas rudas naturalezas, acostumbradas a arrostrar la intemperie de las estaciones, duermen tan profundamente bajo la celeste bóveda como los habitantes de las ciudades en el seno de sus suntuosas moradas.

Cuando cada cual se hubo entregado al descanso, el joven hizo una ronda con el fin de cerciorarse de que todo estaba en orden, y luego volvió a sentarse junto al fuego y quedó sumido en serias meditaciones.

Trascurrió la noche entera sin que hiciese el movimiento más leve, y sin embargo no dormía; sus ojos estaban abiertos y fijos en los tizones de la hoguera que acababa de consumirse lentamente.

¿Cuáles eran los pensamientos que arrugaban su frente y le hacían fruncir el entrecejo?

Nadie hubiera podido decirlo.

¡Quizás viajaba por la región de las quimeras, quizás soñaba despierto, halagándose con una de esas hermosas ilusiones de los veinte años, que son tan embriagadoras y tan engañosas!

De pronto se estremeció y se enderezó como si le hubiese impulsado un resorte.

En aquel momento aparecía el sol en el horizonte y comenzaba a disipar lentamente las tinieblas.

El joven inclinó el cuerpo hacia adelante y escuchó.

Oyóse a corta distancia el ruido seco que producen los muelles de un fusil al montarse, y un centinela oculto entre los matorrales, gritó con voz breve y acentuada.

—¿Quién vive?

—¡Amigo! respondió otra voz desde más lejos.

El Jaguar se estremeció, y hablando consigo mismo, murmuró:

—¡Tranquilo aquí! ¿Por qué razón me buscará?

En seguida se lanzó en la dirección en que suponía que había de encontrar al cazador de tigres.


XXII.

EL ZORRO-AZUL.


Volveremos ahora al Zorro-Azul y a sus dos compañeros, a quienes en un capítulo anterior abandonamos en el momento en que, oyendo silbar una bala junto a sus oídos, se atrincheraron instintivamente detrás de unas rocas y unos troncos de árbol.

Tan luego como hubieron adoptado esta precaución indispensable contra sus invisibles agresores, los tres hombres examinaron sus armas con cuidado a fin de hallarse dispuestos al combate, y en seguida aguardaron con el dedo apoyada en el gatillo y dirigiendo a todas partes una mirada investigadora.

Así permanecieron durante un espacio de tiempo bastante largo, sin que nada llegase a turbar de nuevo el silencio de la pradera, sin que el más leve indicio les hiciera sospechar que el ataque dirigido contra ellos hubiese de reproducirse.

Poseídos de la más viva inquietud, sin saber a qué atribuir aquella agresión ni qué enemigos tendrían que temer, los tres hombres ignoraban qué partido deberían adoptar, y cómo podrían salir de una manera honrosa de la posición apurada en que la casualidad les había colocado de improviso de una manera tan singular, cuando el Zorro-Azul se resolvió por fin a ir de descubierta.

Sin embargo, como el jefe temía, y con razón, caer en algún lazo hábilmente preparado para apoderarse de él y de sus compañeros sin disparar un tiro, antes de alejarse juzgó prudente adoptar las precauciones más minuciosas.

Los indios tienen merecida nombradía por su astucia. Obligados, por razón de la vida que llevan desde su nacimiento, a servirse de continuo de las facultades físicas con que les ha dotado la Providencia, su oído, su olfato, y sobre todo su vista se han perfeccionado de tal manera y han adquirido tan gran desarrollo, que pueden luchar ventajosamente con las fieras, de las cuales son, en verdad, unos plagiarios. Pero como tienen a su disposición, en ventaja sobre los animales, la inteligencia que les permite combinar sus acciones y prever las consecuencias probables, han adquirido una ciencia felina, si nos es lícito emplear esta expresión, que les hace ejecutar cosas sorprendentes, y de las cuales solo pueden formarse una idea exacta aquellos que les han visto trabajar, tanto es lo que su habilidad excede de los límites de lo posible.

Cuando se trata de seguir un rastro sobre todo, es cuando esa astucia de los indios y ese conocimiento que poseen de las leyes de la naturaleza adquieren proporciones extraordinarias. Por mucho cuidado que haya tenido su enemigo, por grandes que sean las precauciones que haya adoptado para ocultar sus huellas y hacerlas invisibles, siempre concluyen por descubrirlas. Para ellos, el desierto no ha conservado secretos; para ellos, esa naturaleza virgen y majestuosa es un libro cuyas páginas todas conocen y en el cual leen de corrido sin que nunca se equivoquen ni siquiera vacilen.

El Zorro-Azul, aunque era todavía muy joven, había adquirido ya merecida nombradía de astucia y de sagacidad; por eso en la ocasión presente, rodeado, según toda probabilidad, de enemigos invisibles cuyos ojos fijos sin cesar en el sitio que le servía de escondite vigilaban atentamente todos sus movimientos, se preparó con mayor prudencia que nunca para frustrar sus maquinaciones y contrarrestar sus proyectos.

Después de haber convenido con sus dos compañeros una señal para el caso probable en que le fuese necesario su auxilio, se desembarazó de su manto de piel de bisonte, cuyos anchos pliegues hubieran podido entorpecer sus movimientos, se despojó de todos los adornos que cubrían su cabeza, su cuello y su pecho, y no conservó más que su mitasse, especie de calzón de dos pedazos que baja hasta los tobillos, está cosido de trecho en trecho con pelo, y se halla sujeto en las caderas por medio de una correa de piel de gamo sin curtir.

Cuando estuvo así, casi desnudo, se revolcó varias veces en la arena para hacer que su cuerpo tomase un color terroso; en seguida se colgó del cinto su tomahawk y su cuchillo de desollar, armas de que nunca se separa un indio; cogió su rifle con la mano derecha, y después de haber hecho una seña postrera de despedida a sus compañeros que observaban atentamente estos diferentes preparativos, se tendió en el suelo y comenzó a arrastrarse como una culebra por entre la crecida yerba.

Aunque hacía ya mucho tiempo que había salido el sol y derramaba con profusión sobre la pradera torrentes de luz deslumbradora, la partida del Zorro-Azul se efectuó con tanto cuidado, que ya estaba lejos en la llanura cuando sus compañeros le juzgaban todavía muy cerca; ni un átomo de yerba se había agitado con su paso, ni un guijarro había rodado bajo sus pies.

De vez en cuando el piel roja se detenía, exploraba los alrededores con una mirada penetrante, y luego, cuando creía hallarse cerciorado de que todo estaba tranquilo, de que nada había revelado su presencia, comenzaba de nuevo a arrastrarse sobre las rodillas y las manos en dirección a la espesura del bosque, a cuyas cercanías llegó muy pronto.

Así consiguió situarse en un sitio enteramente desprovisto de árboles, en donde la yerba, levemente pisoteada en varios puntos, le hizo suponer que se aproximaba al paraje en que debían estar emboscados los que habían hecho fuego.

El indio se detuvo con el objeto de estudiar cuidadosamente las huellas que acababa de descubrir.

Aquellas huellas parecía que pertenecían a un solo individuo; eran pesadas, anchas, hechas sin precaución alguna, y parecía que pertenecían a un hombre blanco que ignorase los usos de la pradera, más bien que a un cazador o a un indio.

Los matorrales estaban aplastados como si la persona que había cruzado por ellos lo hubiese hecho a viva fuerza y corriendo, sin tomarse el trabajo de apartar las ramas; la tierra estaba pisoteada, y en algunos sitios empapada en sangre.

Él Zorro-Azul no alcanzaba a comprender aquel rastro singular, que en nada se parecía a los que estaba acostumbrado a seguir.

¿Era aquello una ficción empleada por sus enemigos para engañarle con mayor facilidad, dejándole ver un rastro tosco destinado a ocultar el verdadero? ¿Era realmente, por el contrario, el rastro de un hombre blanco perdido en el desierto, cuyas costumbres ignoraba?

El indio no sabía en qué opinión fijarse, y su perplejidad era extremada. Para él era evidente que de aquel sitio había salido el tiro con que fue saludado en el momento en que iba a comenzar su discurso; pero ¿con qué interés el hombre, quién quiera que fuese, que había escogida aquella emboscada, había dejado huellas tan manifiestas de su paso? Desde luego debía suponer que su agresión no quedaría impune, y que aquellos a quienes había querido tomar por blanco se lanzarían inmediatamente en persecución suya.

En fin, después de haber buscado durante mucho tiempo en su mente la solución de aquel problema y haberse devanado en balde los sesos para obtener una conclusión probable, el piel roja, apuradas ya todas las suposiciones, se fijó en la primera que se le había ocurrido, a saber: que aquel rastro era ficticio y destinado tan sola a ocultar el verdadero y a desorientar a los que les siguiesen.

El gran defecto de las gentes acostumbradas a proceder con ardides y estratagemas es el de suponer que todos los hombres son como ellos, y que no emplean más que la astucia para combatirlos; por eso se engañan con frecuencia, y la franqueza de los medios empleados por sus adversarios les desorienta por completo, y con frecuencia les hace perder una partida que en cualquiera otra ocasión habrían ganado.

El Zorro-Azul observó muy luego que su suposición era errónea, que había atribuido a su enemigo mucha más astucia y sagacidad de la que en realidad poseía; y que donde creyó ver un ardid en extremo complicado, con el objeto de engañarle, no existía en realidad sino lo que desde luego había visto, es decir, únicamente el paso de un hombre.

El indio, después de haber estado mucho tiempo vacilando y tergiversando, se decidió por fin a continuar avanzando y a seguir lo que juzgaba un rastro falso, convencido de que no tardaría en descubrir el verdadero; solo que, como estaba persuadido de que tenía que habérselas con gentes sumamente ladinas, aumentó su prudencia y su precaución, sin avanzar sino paso a paso, explorando con el mayor cuidado los matorrales y jarales, y sin aventurarse en ellos sino cuando creía estar seguro de que no tenía que temer sorpresa alguna.

Este manejo duró bastante tiempo. Hacía cerca de dos horas que se había separado de sus compañeros cuando de improviso se encontró en la errada de una explanada bastante vasta de la cual no le separaba más que un cortinaje de hojarasca.

El indio se detuvo, se incorporó muy despacio, apartó las ramas a derecha e izquierda de modo que su vista pudiese examinar la explanada sin que le descubriesen, y miró.

En los bosques americanos abundan mucha esas explanadas o plazoletas, producidas unas veces por la caída de árboles que se mueren de viejos y son materialmente deshechos por la acción del tiempo; y otras por árboles heridos por el rayo y derribados a consecuencia de esos huracanes terribles que tan a menudo trastornan por completo el suelo del Nuevo Mundo. La explanada de que hablamos era bastante grande; un ancho riachuelo la atravesaba en toda su longitud, y en el fango de sus orillas se veían profundamente impresas las pisadas de las fieras, de las cuales era aquel uno de los abrevaderos ignorados.

Un magnífico roble, cuya espléndida copa daba sombra a toda la explanada, se alzaba próximamente en el centro de esta. Al pie de aquel gigantesco huésped de los bosques había dos hombres.

El primero, vestido con un hábito de fraile, estaba tendido en el suelo, con los ojos cerrados y el rostro cubierto de mortal palidez; el segundo, arrodillado junto a él, parecía que le prodigaba los cuidados más solícitos.

Merced a la posición que el piel roja ocupaba, le fue fácil distinguir las facciones de este último personaje, que se hallaba en frente de él.

Era un hombre de elevada estatura, pero en extremo flaco; su semblante, que sin duda por lo mucho que habría estado a la intemperie, según toda probabilidad, había adquirido el color del ladrillo, estaba surcado por arrugas profundas; una barba blanca como la nieve le caía sobre el pecho, mezclada con los largos rizos de su cabellera también blanca, que se extendía en desorden por sus hombros; vestía el traje de los partidarios norteamericanos mezclado con el traje mejicano, pues un sombrero de vicuña, guarnecido con una redecilla de oro, cubría su cabeza; un zarapé le servía de capote, y su pantalón de pana de color de violeta estaba estrechamente sujeto por unas largas polainas de ante que le subían hasta la rodilla.

Era imposible calcular la edad de aquel hombre. Aunque sus facciones sombrías y acentuadas, sus ojos oscuros en los cuales se reflejaban un fuego sombrío y una expresión extraviada, revelaban que había llegado a una vejez avanzada, ninguna señal de decrepitud se descubría en toda su persona; su estatura parecía que no había perdido ni una sola pulgada de altura, tanto era lo derecho que aún se mantenía su cuerpo; sus miembros nudosos, provistos de músculos duros como cuerdas, parecía que se hallaban dotados de extraordinaria fuerza y agilidad; en resumen, tenía toda la apariencia de un partidario temible cuyo golpe de vista debía ser tan seguro y el brazo tan fuerte como si solo hubiese tenido cuarenta años.

En su cinto llevaba un par de pistolas de cañón largo y un machete de hoja recta y ancha metido, sin vaina, en una anilla de hierro colocada en su costado izquierdo. Dos rifles, uno de los cuales sin duda era suyo, estaban apoyados en el tronco del árbol, y un magnífico mustang, maneado a pocos pasos de distancia, comía los retoños de los árboles.

Lo que hemos tardado tanto tiempo en describir, el indio lo vio de una sola ojeada; pero, al parecer, aquella escena, que estaba muy lejos de esperar, no le tranquilizó en manera alguna, porque su entrecejo se frunció y contuvo a duras penas una exclamación de sorpresa y de disgusto al ver a aquellos dos individuos.

Por un movimiento instintivo de prudencia amartilló su rifle, y después que hubo adoptado esta precaución, comenzó a observar de nuevo lo que hacían los dos personajes.

Entretanto, el hombre vestido de fraile hizo un movimiento leve como para levantarse y entreabrió los ojos; pero harto débil todavía, probablemente, para soportar el resplandor de los rayos del sol, a pesar de que solo se filtraban por entre las pobladas ramas, volvió a cerrarlos en seguida; sin embargo, el individuo que le estaba prodigando auxilios observó que había vuelto en sí, pues vio el movimiento de sus labios que se agitaban como si hubiese murmurado una oración en voz baja.

Juzgando entonces que, por el momento al menos, sus cuidados no le eran ya necesarios a aquel a quien socorría, el desconocido se levantó, cogió su rifle, apoyó las dos manos cruzadas sobre la boca del cañón, y aguardó impasible, después de haber dirigido a la explanada una mirada circular cuya expresión sombría y rencorosa hizo estremecer de espanto al jefe indio en el fondo de los matorrales en que se hallaba oculto.

Trascurrieron algunos minutos durante los cuales no se oyó más ruido que el murmullo continuo del agua del riachuelo y el no menos misterioso de los insectos de todas clases ocultos entre la yerba.

Al fin, el hombre tendido sobre la yerba hizo otro movimiento más pronunciado que el primero y abrió los ojos.

Después de haber dirigido en torno suyo una mirada extraviada, su vista se fijó con una especie de fijeza singular en el anciano alto que continuaba inmóvil junto a él y le examinaba con cierta mezcla de compasión irónica y de melancolía sombría.

—Gracias, murmuró al fin el fraile con voz débil.

—Gracias, ¿por qué? respondió el desconocido con dureza.

—Porque me ha salvado la vida, hermano, repuso el herido.

—No soy hermano de V., fraile, exclamó el desconocido con tono burlón; yo soy un hereje, un gringo, como a VV. les gusta llamarnos; míreme V. bien, que no me ha examinado con cuidado: ¿no tengo yo cuernos en la cabeza y pies de macho cabrío?

Estas palabras fueron pronunciadas con tal acento de sarcasmo, que el fraile se quedó cortado durante un momento.

—¿Quién es V.? le preguntó por fin con cierto temor secreto.

—¿Qué le importa a V.? dijo el otro con una risa que nada bueno presagiaba; el diablo quizás.

El herido hizo un movimiento brusco para levantarse, y se santiguó repetidas veces balbuceando:

—¡Dios me libre de haber caído en manos del espíritu del mal!

—Vamos, ¡loco! tranquilícese V., repuso el desconocido encogiéndose de hombros con desprecio; no soy el demonio, sino un hombre como V., quizás un poco menos hipócrita, y he ahí toda la diferencia.

—¿Dice V. la verdad? ¿Es V. realmente uno de mis semejantes dispuesto a serme útil?

—¿Quién puede responder de lo porvenir? repuso el desconocido con una sonrisa enigmática; hasta ahora al menos, creo que no haya usted tenido motivo para quejarse de mí.

—No, ¡oh! no creo tal cosa, si bien desde que me desmayé, mis ideas se han embrollado por completo y de nada me acuerdo.

—Poco me importa, eso no es cuenta mía y nada le pregunto a V.; bastante tengo yo con mis propios negocios sin cuidarme de los asuntos de los demás. Vamos a ver, ¿se siente V. mejor? ¿Está V. bastante aliviado para continuar su camino?

—¡Cómo! ¿Continuar mi camino? preguntó el fraile aterrado; ¿Se propone V. abandonarme solo aquí, por ventura?

—¿Por qué no? Demasiado tiempo he perdido ya al lado de V., y ahora debo pensar en mis negocios.

—¡Ah! exclamó el fraile, después del interés, que tan bondadosamente me ha demostrado V., ¿tendría valor suficiente para abandonarme así, casi moribundo, sin cuidarse de lo que pudiera sucederme después de su marcha?

—¿Por qué no? repito. No conozco a V.; ninguna necesidad tengo de auxiliarle. Al cruzar casualmente por esta explanada, le vi a V. tendido ahí sin aliento y pálido como un cadáver; le prodigué esos cuidados que en el desierto a nadie se niegan: ahora ha vuelto V. en sí, ya no le soy útil para nada, y me marcho. ¿Puede haber cosa más sencilla ni más lógica? Adiós, y que el diablo, por quien me tomaba V. hace un momento, le conceda su protección.

Después de haber pronunciado estas palabras, con un tono de sarcasmo y de ironía amarga, el desconocido se echó su rifle al hombro y anduvo algunos pasos en dirección a su caballo.

—¡Deténgase V.! ¡En nombre del cielo! exclamó el fraile levantándose con más presteza de lo que hubiera podido esperarse de su estado de debilidad, pero impulsado poderosamente por el miedo. ¿Qué va a ser de mí, solo, en este desierto?

—Me importa muy poco, repuso el desconocido desembarazando fríamente la punta de su zarapé que el fraile había agarrado. ¿No dice por ventura la máxima del desierto: Cada cual para sí?

—¡Escuche V.! replicó el fraile hablando muy de prisa, me llamo fray Antonio y soy rico: si me protege V., le recompensaré generosamente.

El desconocido se sonrió con desdén y dijo: ¿Qué tiene V. que temer? Es V. joven, robusto, y se halla bien armado: ¿no se encuentra, pues, en estado de protegerse a sí mismo?

—No, porque me hallo perseguido por enemigos implacables. Esta noche pasada me han impuesto un tormento horrible e infamante: a duras penas he conseguido escaparme de entre sus manos. Esta mañana la casualidad me puso en presencia de esos dos hombres. Al verlos, se apoderó de mí una especie de locura furiosa, y se me ocurrió la idea de vengarme; les apunté e hice fuego, y en seguida comencé a huir sin saber a donde me dirigía, loco de cólera y de espanto; cuando llegué aquí, caí anonadado, abrumado, tanto por los sufrimientos que padecí en la pasada noche, como por el cansancio que me produjo una carrera larga y precipitada por caminos endemoniados. Esos hombres, sin duda alguna, me vienen persiguiendo; si me encuentran, lo cual conseguirán, porque son unos cazadores de los bosques que conocen perfectamente el desierto, me matarán sin compasión. No tengo más esperanza que en V.; ¡en nombre de aquello que más quiera V. en este mundo le suplico que me salve! ¡Sálveme V. y mi gratitud no tendrá límites!

El desconocido había escuchado este largo y patético discurso sin que se moviese un solo músculo de su rostro. Cuando el fraile se detuvo, porque probablemente se le agotaron los argumentos y el aliento, el otro apoyó en el suelo la culata de su rifle, y respondió con sequedad:

—Todo lo que está V. diciendo puede ser muy cierto, pero me importa tan poco como una hoja que se lleva el viento; salga V. de su apuro como mejor le parezca, sus ruegos son inútiles: si V. supiera quién soy, se ahorraría el estarme calentando los oídos tanto tiempo.

El fraile fijaba en aquel hombre singular una mirada de espanto, sin saber ya qué decirle ni qué medio emplear para ablandar su corazón.

—Pero ¿quién es V.? le preguntó, más bien por decir algo que para obtener una respuesta.

—¿Quién soy? dijo el desconocido con una sonrisa irónica; ¿quiere V. saberlo? ¡corriente! Escuche V. a su vez, pues tengo que pronunciar muy pocas palabras, pero bastarán para helar de espanto la sangre en sus venas: soy el hombre a quien llaman el; ¡Desollador-Blanco! el ¡Sin piedad!

El fraile retrocedió algunos pasos tambaleándose y juntando ambas manos con esfuerzo.

—¡Dios mío! exclamó con terror, ¡Estoy perdido!

En aquel momento se oyó a corta distancia el grito del mochuelo.

El cazador se estremeció.

—¡Nos escuchaban! exclamó, y se precipitó con rapidez hacia el lado en que acababa de oírse la seña, mientras que el fraile, medio muerto de terror, se dejaba caer al suelo de rodillas y dirigía al cielo una oración fervorosa.


XXIII.

EL DESOLLADOR-BLANCO.


Ahora tenemos que interrumpir durante algunos momentos nuestra narración con el fin de dar al lector ciertos pormenores acerca del hombre singular que hemos puesto en escena en nuestro capítulo precedente, pormenores muy incompletos, sin duda alguna, pero indispensables, sin embargo, para la inteligencia de los acontecimientos sucesivos.

Si en vez de referir una historia verídica, inventásemos una novela, de seguro nos guardaríamos muy bien de introducir en nuestro relato personajes como el que en este momento nos ocupa; desgraciadamente nos vemos obligados a seguir la línea que ya de antemano se halla trazada ante nosotros, y a describir a nuestros personajes tales como son, tales como han existido y como todavía existen en su mayor parte.

Algunos años antes de la época en que comienza la primera parte de esta narración, comenzó a circular casi súbitamente un rumor que al pronto fue sordo, pero que muy luego adquirió cierta consistencia y grande notoriedad en los vastos desiertos de Tejas, helando de espanto a los indios bravos y a los aventureros de diferentes clases que recorren en todos sentidos aquellas soledades inmensas.

Decíase que un hombre que tenía la apariencia de un blanco recorría hacía algún tiempo el desierto en persecución de los pieles rojas, a quienes parecía que había declarado una guerra encarnizada; acerca de aquel hombre que, según decían, caminaba siempre solo, se referían actos de una crueldad horrible y de una audacia inaudita. Dondequiera que encontraba a los indios, fuera el que quisiese su número, los atascaba; a los que caían en sus manos les desollaba el cráneo, les arrancaba el corazón del pecho, y a fin de que se conociese que habían sucumbido bajo sus golpes, aquel hombre les hacía sobre el estómago una gran incisión en forma de cruz. Algunas veces, atravesando el desierto en toda su extensión, aquel enemigo implacable de la raza roja se deslizaba dentro de las aldeas, las incendiaba durante la noche cuando cada cual se hallaba entregado al sueño, y entonces hacía una matanza espantosa asesinando a cuantos encontraba: mujeres, niños, ancianos, nadie quedaba exceptuado.

No era solo a los indios a quienes aquel sombrío enderezador de entuertos perseguía con odio implacable; los mestizos y los cuarterones, los contrabandistas, los piratas, en fin todos esos atrevidos merodeadores de las fronteras acostumbrados a vivir a costa de la sociedad, tenían que arreglar con él una estrecha cuenta, solo que a éstos no les desollaba el cráneo: se contentaba con atarlos sólidamente a un árbol, en donde los condenaba a morirse de hambre y a ser presa de las fieras.

Durante los primeros años, los aventureros y los pieles rojas, impulsados por el sentimiento de un peligro común, se coaligaron varias veces para concluir con aquel enemigo feroz, apoderarse de él e imponerle la pena del talión; pero aquel hombre parecía que estaba protegido por un encanto que le hacía librarse de cuantos lazos se le tendían, y adivinar cuantas emboscadas se le preparaban. Era imposible alcanzarle: sus movimientos eran tan rápidos e imprevistos, que con frecuencia aparecía a una distancia considerable del sitio en que se le aguardaba, y en cuyas cercanías se le había visto poco antes. Al decir de los indios y de los aventureros, era invulnerable, y su pecho rechazaba las balas y las flechas; aquel hombre, merced a la continua fortuna que protegía todas sus empresas, llegó a ser muy luego un objeto de universal terror en la pradera. Sus enemigos, convencidos de que cuanto intentasen contra él sería inútil, renunciaron a una lucha que juzgaron se dirigía contra un poder superior; circularon acerca de él las leyendas más singulares; cada cual le temió como un ser maléfico; los indios le denominaron Kiéin-Stomann, es decir, el Desollador-Blanco, y los aventureros le designaron con el epíteto de Sin Piedad.

Como se ve, estos dos nombres habían sido aplicados con razón a aquel hombre para quien el asesinato y la carnicería parecía que eran el goce supremo; tanto era el placer que experimentaba al sentir a sus víctimas palpitar bajo su mano teñida en sangre y al arrancarles el corazón del pecho. Por eso, su solo nombre pronunciado en voz baja helaba de espanto a los más valientes.

Pero ¿quién era aquel hombre?

¿De dónde procedía?

¿Qué catástrofe espantosa le había lanzado al horrible género de vida que llevaba?

Nadie había podido responder a estas preguntas. Aquel individuo era un enigma aterrador que nadie podía descifrar.

¿Era por ventura una de esas organizaciones monstruosas que, bajo la exterioridad de un hombre, encierran un corazón de tigre?

¿Era más bien un alma ulcerada por alguna desgracia terrible y cuyas facultades todas se hallaban tendidas hacia un solo objeto, él de la venganza?

Estas dos hipótesis eran tan posibles la una como la otra, y aún acaso ambas eran ciertas.

Sin embargo, como toda medalla tiene su reverso, y el hombre nunca es completo para el bien ni para el mal, aquel individuo tenía algunas veces ciertas ráfagas, no de compasión, sino quizás de cansancio, momentos en que la sangre le subía a la garganta, le ahogaba y le hacía ser un poco menos cruel, un poco menos implacable, casi humano en una palabra; pero aquellos momentos eran breves, aquellos accesos, según él mismo los llamaba, muy escasos: casi al momento prevalecía su naturaleza, y entonces se tornaba tanto más terrible cuanto más próximo se había hallado a enternecerse.

He aquí cuanto se sabía acerca de aquel individuo en el momento en que le hemos puesto en escena de un modo tan singular; el auxilio que había prestado al fraile era tan ajeno a todos sus hábitos que por fuerza debía hallarse entonces en uno de sus mejores accesos para haber consentido, no solo en prodigar cuidados tan solícitos a uno de sus semejantes, sino también en perder tanto tiempo escuchando sus ruegos y lamentaciones.

Para concluir los datos que debemos dar acerca de tal personaje, añadiremos que nadie sabía si tenía una residencia habitual; que no se le conocía ninguna afección, ningún partidario; que siempre se le había visto solo, y que en los diez años, que hacía estaba recorriendo el desierto en todas direcciones, su fisonomía no había sufrido alteración alguna: siempre había tenido la misma apariencia de vejez y de fuerza; siempre la barba igualmente larga y blanca, y la cara llena de arrugas.

Según dijimos, el Desollador-Blanco se había lanzado a los matorrales con el fin de descubrir quien hizo aquella señal que le dio la alarma; sus pesquisas fueron minuciosas, pero no obtuvieron más resultado que el de hacerle descubrir que no se había equivocado, y que, en efecto, un espía oculto en la espesura había visto cuanto pasaba en la explanada y oído cuanto en ella se decía.

El Zorro-Azul, después de haber llamado a sus compañeros, se había echado hacia atrás con prudencia y viveza, convencido de que, a pesar de todo su valor, si caía en manos del Desollador-Blanco, era hombre perdido.

El Desollador se volvió muy pensativo junto al fraile, cuya oración duraba todavía y adquiría tales dimensiones que amenazaba con llegar a ser interminable.

El Desollador miró un momento al fraile, mientras que una sonrisa irónica vagaba por sus pálidos labios; en seguida, aplicándole un vigoroso culatazo entre los dos hombros, le dijo rudamente:

—¡Arriba!

El fraile cayó sobre las manos y permaneció inmóvil: creyendo que el otro tenía intención de asesinarle, se resignaba con su suerte, y aguardaba el golpe de gracia que, en concepto suyo, no debía tardar en recibir.

—¡Vamos, arriba, fraile del diablo! repuso el Desollador; ¿no has mascullado bastante tus oraciones?

Fray Antonio levantó muy despacio la cabeza: comenzaba a vislumbrar alguna esperanza.

—Perdone V., respondió, he concluido; ahora estoy a sus órdenes: ¿qué desea V. de mí?

Y en seguida se puso de pie como impulsado por un resorte, tanto adivinó por la expresión sombría de la mirada de su interlocutor que una derrota, por buena que fuese, no sería admitida.

—Está bien, tuno: me parece que eres tan diestro para disparar un tiro como para decir una oración; carga tu rifle, porque ha llegado el momento de batirte como un hombre, si no quieres ser muerto como un perro.

El fraile dirigió una mirada de terror en torno suyo y dijo vacilando:

—¡Señor! ¿Con que me es preciso batirme?

—Sí, a menos que no tengas empeño en conservar intacta tu piel, en cuyo caso puedes quedarte quieto.

—Pero acaso haya algún otro medio...

—¿Cuál?

—La fuga, por ejemplo, dijo el fraile con tono insinuante.

—Prueba ese medio, dijo el otro con tono burlón.

El fraile, alentado por esta semi-concesión, continuó diciendo con un poco más de atrevimiento:

—Tiene V. un caballo hermoso.

—¿Verdad que sí?

—¡Magnífico! repuso fray Antonio extasiándose.

—Sí, y no te pesaría que yo te dejase montar en él a fin de huir más pronto, ¿verdad?

—¡Oh! No lo crea V., dijo el fraile con un gesto negativo.

—¡Basta! repuso el Desollador interrumpiéndole con rudeza; piensa en ti que tus enemigos llegan.

De un salto se puso en la silla, hizo dar una vuelta a su caballo y se emboscó detrás del tronco enorme de un roble.

Fray Antonio, estimulado por la aproximación del peligro, cogió con viveza su rifle y se colocó también detrás del árbol.

En el mismo instante se oyó en los matorrales un crujido muy fuerte, se apartaron las ramas y aparecieron unos quince hombres: eran guerreros apaches, y en medio de ellos se hallaban el Zorro-Azul, John Davis y su compañero.

El Zorro-Azul, aunque nunca se había encontrado frente a frente con el Desollador-Blanco, había oído hablar de él muchas veces, tanto a los indios como a los cazadores. Por eso cuando le oyó pronunciar su nombre, una angustia inexplicable le oprimió el corazón recordando todas las crueldades de que sus hermanos habían sido víctimas por parte de aquel hombre, y se le ocurrió el pensamiento de apoderarse de él. Se apresuró a hacer la señal convenida con los cazadores, y lanzándose por entre los jarales con esa velocidad singular que caracteriza a los indios, fue al sitio que le aguardaban sus guerreros y les mandó que le siguiesen; al volver atrás encontró a los dos cazadores, quienes habían oído su señal y acudían a auxiliarle.

En breves palabras les enteró el Zorro-Azul de lo que pasaba: para ser verídicos nos vemos obligados a confesar que esta confidencia, lejos de excitar el ánimo de los guerreros y los cazadores, calmó de una manera singular su ardor, revelándoles que iban a exponerse a un peligro terrible luchando con un hombre tanto más de temer cuanto que ninguna arma podía herirle, y que los que hasta entonces se habían atrevido a atacarle, habían sido víctimas de su temeridad.

Sin embargo, era demasiado tarde para retroceder, ya no había posibilidad de fugarse, y los guerreros, aunque de mala gana, se decidieron a avanzar.

En cuanto a los dos cazadores, si bien no compartían por completo la ciega credulidad y los temores supersticiosos de sus compañeros, aquella lucha estaba muy lejos de agradarles. Sin embargo, contenidos por la vergüenza de abandonar a unos hombres a quienes se juzgaban muy superiores en inteligencia y aún en valor, se decidieron a seguirlos.

—¡Señor! exclamó el fraile con voz lamentable cuando vio aparecer a los indios, ¡no me abandone V.!

—No, si no te abandonas a ti mismo, perillán, respondió el Desollador.

Los apaches, cuando hubieron llegado al lindero del bosque, siguiendo su táctica habitual se guarecieron detrás de los troncos de los árboles, y tan bien lo hicieron que aquella explanada angosta en la que tantos hombres se disponían a empeñar un combate encarnizado parecía que se hallaba completamente desierto.

Hubo un momento de silencio y de vacilación.

El Desollador se decidió a ser el primero en hacer uso de la palabra y gritó:

—¡Eh! ¿Qué quieren VV. aquí?

El Zorro-Azul iba a contestar, pero John Davis se lo impidió, diciéndole:

—Déjeme V. a mí.

Separándose entonces del tronco del árbol que le guarecía, se adelantó resueltamente algunos pasos, y parándose hacia el centro de la explanada, dijo en voz alta y firme:

—¿Dónde está V., él que habla? ¿Teme V. darse a luz?

—Yo no temo nada, respondió el Desollador.

—Entonces déjese V. ver para que le conozcan, repuso John en tono de zumba.

El Desollador, tan luego como se vio interpelado de este modo, hizo saltar a su caballo y fue a parar a dos pasos del cazador, diciendo,

—Heme aquí: ¿qué me quiere V.?

Davis había dejado llegar el caballo sin hacer ningún movimiento para huir de él, y dijo.

—¡Eh! Tenía ganas de ver a V.

—¿Es eso todo lo que tenía V. que decirme? repuso el otro con tono brusco.

—¡Vamos! ¡Mucha prisa tiene V., que diablo! Déjenos siquiera tiempo suficiente para tomar resuello.

—Basta de chanzas que podrían costarle a V. caras; dígame en seguida cuáles son sus proposiciones, pues no tengo tiempo que perder en vanas palabras.

—¡Eh! ¿Cómo diablos sabe V. si tengo que hacerle proposiciones?

—A no ser por eso, ¿estaría V. aquí?

—¿Y esas proposiciones, sin duda las conocerá V.?

—Es muy posible.

—Entonces ¿qué respuesta me da V.?

—Ninguna.

—¿Cómo, ninguna?

—Prefiero pelear con VV.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Rudo trabajo es el que se prepara V. ahí! ¿Sabe V. que somos dieciocho?

—Me importa muy poco el número. Aunque fuesen VV. ciento me batiría lo mismo.

—¡Vive Dios! Por lo singular del hecho me gustaría ver ese combate de un hombre solo contra veinte.

—No será muy largo.

Y al decir el Desollador estas palabras, hizo que su caballo retrocediese algunos pasos.

—Aguarde V. un momento, ¡qué diablo! dijo el cazador con viveza, déjeme V. decirle una palabra.

—Dígala V.

—¿Quiere V. rendirse?

—¿Cómo? ¿Qué es eso?

—Le pregunto a V si quiere rendirse.

—¡Vamos! ¡Está V. loco! repuso el Desollador con acento burlón. Rendirme, ¡yo! V. será quien pedirá cuartel muy pronto.

—No lo creo, ¡vive Cristo! Aún cuando hubiese V. de matarme.

—Vamos, vuélvase V. pronto a su escondite, dijo el Desollador encogiéndose de hombros; no quiero matarle a V. sin defensa.

—Pues Señor, tanto peor para V., dijo el cazador; le he advertido lealmente, y ahora me lavo las manos, salga V. de su apuro como pueda.

—Gracias, repuso enérgicamente el Desollador, pero aún no me encuentro en el extremo de apuro que V. supone.

John Davis se contentó con encogerse de hombros sin dar más respuesta, y se volvió a guarecer detrás del árbol, caminando con lento paso y silbando el Yankee Doodle.

El Desollador no le había imitado: aunque sabía por demás que numerosos enemigos le rodeaban y vigilaban sus movimientos, permaneció inmóvil y firme en medio de la explanada.

—¡Hola! gritó con voz burlona, valerosos Apaches que os ocultáis como conejos en las madrigueras, ¿será preciso que vaya yo a buscaros para decidiros a daros a luz? Vamos, venid, si no queréis que crea que sois unas viejas charlatanas y cobardes.

Estas palabras insultantes llevaron a su colmo la exasperación de los guerreros Apaches, quienes respondieron con un prolongado grito de furor.

—¿Dejarán mis hermanos por más tiempo que un solo hombre se esté burlando de nosotros? exclamó el Zorro-Azul. Nuestra cobardía constituye su fuerza. Precipitémonos con la rapidez del huracán sobre ese genio del mal: no podrá resistir al choque de tantos guerreros afamados. ¡Adelante, hermanos! ¡Adelante! Sea nuestro el honor de haber vencido al enemigo implacable de nuestra raza.

Y el valiente jefe, lanzando su grito de guerra que fue repetido por sus compañeros, se precipitó hacia el Desollador blandiendo resueltamente su rifle por encima de su cabeza; todos los guerreros le siguieron.

El Desollador les aguardó sin cejar, pero tan luego como los vio a su alcance, recogiendo las riendas y oprimiendo las rodillas hizo saltar al noble animal en medio de los indios, y cogiendo su rifle por el cañón y sirviéndose de él como de una maza, comenzó a pegar a derecha e izquierda con un vigor y una rapidez que tenían algo de sobrenatural.

Entonces comenzó una pelea espantosa; los indios se encarnizaban contra aquel hombre que, como jinete hábil, hacía dar a su caballo las vueltas y los giros más imprevistos, y por la rapidez de sus movimientos impedía que agarrasen la brida y le parasen.

Los dos cazadores aguardaron al pronto con el arma descansada, convencidos de que era imposible que un solo hombre pudiese, no ya luchar, sino tan siquiera resistir dos minutos a unos enemigos tan numerosos y tan valientes; pero muy luego conocieron con suma sorpresa que se habían equivocado: ya varios indios yacían tendidos en el suelo con el cráneo partido por la terrible maza del Desollador, que no desperdiciaba un solo golpe.

Los cazadores comenzaron entonces a variar de opinión acerca del resultado de la lucha y quisieron acudir al auxilio de sus compañeros; pero sus rifles les eran inútiles en el continuo movimiento del combate cuyo terreno variaba a cada instante, sus balas hubieran podido equivocarse fácilmente y herir a un amigo en vez del enemigo a quien querían derribar; entonces tiraron sus rifles, desenvainaron sus cuchillos y se lanzaron al auxilio de los Apaches, que comenzaban a flaquear.

El Zorro-Azul, peligrosamente herido, estaba tendido en el suelo sin sentido; los guerreros que aún se hallaban sanos comenzaban a pensar en la retirada y a dirigir miradas ansiosas detrás de sí.

El Desollador seguía batiéndose con la misma furia, burlándose de sus enemigos e insultándolos; su brazo se levantaba y se bajaba sin cesar.

—¡Ah! ¡Ah! exclamó al ver a los dos cazadores, ¿quieren VV. su parte? ¡Vengan, vengan acá!

Éstos no se lo hicieron repetir y se precipitaron ciegos sobre él; pero en mala hora lo hicieron: John Davis recibió un golpe con el pecho del caballo que le hizo ir rodando por el suelo a más de veinte pasos de distancia, donde quedó tendido; en el mismo instante su compañero caía con el cráneo roto y expiraba sin proferir ni una queja.

Esta última peripecia dio el golpe de gracia a los indios, que, no pudiendo resistir ya el espanto que les inspiraba aquel hombre extraordinario, comenzaron a huir en todas direcciones lanzando aullidos de terror.

El Desollador dirigió a la ensangrentada plazoleta, en la que había unos diez cuerpos tendidos, una mirada de triunfo y de odio satisfecho, y lanzando su caballo hacia adelante alcanzó a uno de los fugitivos, le levantó agarrándole por la cabellera, se le puso atravesado sobre el arzón de su silla, y desapareció en el bosque profiriendo un grito horrible.

Ya no quedaban en la plazoleta del bosque más que diez o doce cuerpos tendidos en el suelo, de ellos solo dos o tres vivían aún, y los demás no eran sino cadáveres.

También esta vez el Desollador-Blanco se había abierto paso de una manera sangrienta.

En cuanto a fray Antonio, tan luego como vio empeñado el combate juzgó inútil aguardar su resultado; aprovechó juiciosamente la ocasión, y deslizándose con suavidad de árbol en árbol, llevó a cabo una retirada muy bien entendida y huyó.


XXIV.

DESPUÉS DEL COMBATE.


Durante cerca de media hora, un silencio mortal reinó en la explanada que, a consecuencia del combate que hemos descrito en el capítulo anterior, ofrecía el aspecto más triste y lúgubre que puede imaginarse.

Sin embargo, John Davis, que en realidad no había recibido herida alguna, puesto que su caída fue ocasionada tan solo por el choque del poderoso caballo del Desollador, abrió los ojos y dirigió en torno suyo una mirada sorprendida; la caída había sido bastante violenta para causarle graves contusiones y sepultarle en un desmayo profundo; por eso el americano, al volver en sí, muy aturdido todavía, no recordó en el primer momento nada de lo que había pasado, y se puso a reflexionar muy seriamente cómo, era que se hallaba en aquella postura singular.

Sin embargo, poco a poco se fueron aclarando sus ideas y se acordó de aquella lucha extraordinaria y desproporcionada de un hombre solo contra veinte, lucha de la cual salió victorioso el Desollador después de haber muerto o puesto en fuga a sus agresores.

—¡Eh! murmuró, quien quiera que sea ese individuo, hombre o demonio, ¡vive Dios que es un mozo muy templado!

Se levantó con alguna dificultad, tentándose con cuidado sus miembros doloridos; luego, cuando se hubo cerciorado de que no tenía lesión alguna, repuso con evidente satisfacción:

—A Dios gracias, he salido mejor de lo que me hubiera atrevido a suponer después de la manera en que fui derribado.

En seguida, dirigiendo una mirada de compasión a su compañero tendido cerca de él, añadió:

—¡Ese pobre Sam no ha sido tan feliz como yo! Han concluido sus correrías. ¡Qué rudo golpe ha recibido! ¡Bah! exclamó con esa filosofía egoísta del desierto, todos somos mortales y a cada cual le toca su vez. Hoy él, mañana yo; así va el mundo.

Entonces, apoyado en su rifle, porque todavía le costaba algún trabajo moverse, anduvo algunos pasos por la explanada, tanto para desentumecer sus miembros, como para cerciorarse, por medio de una experiencia postrera, de que se hallaba en buen estado.

Al cabo de algunos momentos de un ejercicio que restableció la circulación de la sangre y la elasticidad de las articulaciones, completamente tranquilizado ya respecto de sí mismo, se le ocurrió la idea de ver si entre los cuerpos tendidos en el suelo en torno suyo, habría algunos que respirasen aún.

—No son más que indios, murmuró, pero en último resultado son hombres; aunque se hallen casi privados de razón, la humanidad me impone el deber de socorrerlos, sobre todo ahora que mi situación no es nada agradable, y si logro salvar a algunos de ellos, su conocimiento del desierto podrá serme de suma utilidad.

Esta última consideración le decidió a auxiliar a unos hombres a quienes, a no ser por eso, según toda probabilidad, habría dejado abandonados por completo a su suerte, es decir, entregados a los dientes de las fieras que, en cuanto llegase la noche, atraídas por el olor de la sangre, no habrían dejado de acudir a devorarlos.

Ahora es deber nuestro hacer al egoísta ciudadano de los Estados Unidos la justicia de decir que, tan luego como hubo adoptado aquella determinación, cumplió con sagacidad y conciencia el deber que se había impuesto, empresa fácil para él, en último resultado, porque los numerosos oficios que había ejercido durante el curso de su azarosa existencia, le habían hecho adquirir una experiencia y unos conocimientos médicos, que le ponían en el caso de prodigar a los heridos los cuidados que su estado reclamaba.

Desgraciadamente la mayor parte de los individuos a quienes examinó habían recibido heridas tan graves, que hacía mucho tiempo ya que se hallaban sin vida, y todo socorro era inútil.

—¡Diablo! ¡Diablo! murmuraba el americano cada vez que se encontraba con un cadáver, ¡estos pobres salvajes han sido muertos de mano maestra! Al menos no han padecido mucho tiempo, porque con estas heridas espantosas han debido entregar su alma al Creador casi instantáneamente.

Así llegó hasta el sitio en que yacía el cuerpo del Zorro-Azul; una ancha herida se abría en su pecho.

—¡Ah! He aquí al digno jefe, repuso; ¡vaya una herida! Veamos si también él está muerto.

Se inclinó sobre el cuerpo inmóvil y puso la bruñida hoja de su cuchillo delante de la boca del indio.

—No rebulle, continuó diciendo con tono de desaliento, y creo que me costará trabajo sacarlo del estado en que se encuentra.

Sin embargo, al cabo de algunos instantes, miró a la hoja de su cuchillo y vio que estaba levemente empañada.

—Vamos, aún no está muerto, y mientras el alma se halla agarrada al cuerpo, todavía hay esperanza. Probemos.

Después de decir estas palabras, John Davis llenó de agua su sombrero, le echó algunas gotas de aguardiente y comenzó a lavar cuidadosamente la herida; cuando hubo hecho esto, la sondeó y vio que era poco profunda; según toda probabilidad, la pérdida de sangre era la que había producido el desmayo. Tranquilizado por esta reflexión muy acertada, machacó entre dos piedras algunas hojas de orégano, hizo una especie de cataplasma, la aplicó a la herida y la vendó sólidamente por medio de una tira de corteza de árbol; en seguida, entreabriendo con la hoja de su cuchillo los dientes del indio, introdujo en su boca el cuello de su calabaza y le hizo beber un gran trago de aguardiente.

El buen éxito coronó casi al instante los esfuerzos del americano, porque el jefe lanzó un suspiro profundo y abrió los ojos casi inmediatamente.

—¡Bravo! exclamó John gozoso por el resultado inesperado que había obtenido. Ánimo, jefe, que está V. salvado. ¡Vive Dios! ¡Bien puede V. alabarse de haberse librado en una tabla!

Durante algunos minutos el indio permaneció como atontado, dirigiendo en torno suyo miradas de asombro, sin conocer la situación en que se encontraba ni los objetos que le rodeaban.

John le examinaba con sumo cuidado, dispuesto a auxiliarle si llegaba a necesitarlo de nuevo, pero no fue preciso. Poco a poco pareció que el piel roja se reanimaba; sus ojos perdieron la expresión de extravío que tenían. Se incorporó, y pasándose la mano por la frente bañada en frío sudor, dijo:

—¿Ha concluido ya el combate?

—Sí, respondió John, porque nuestra derrota es completa. ¡Bonita idea fue la que se nos ocurrió de apoderarnos de ese demonio!

—Según eso, ¿se ha escapado?

—Sí por cierto, y sin ninguna herida, después de dar muerte a diez guerreros de los de V., por lo menos, y partir el cráneo hasta los hombros a mi pobre compañero Sam.

—¡Oh! murmuró sordamente el indio, ¡eso no es un hombre, es el espíritu del mal!

—Que sea lo que quiera, ¡voto al diablo! exclamó John enérgicamente, yo no he de quedarme con la duda, porque espero que algún día he de volver a encontrarme con ese demonio.

—¡Que el Wacondah libre a mi hermano de ese encuentro, porque el demonio le mataría!

—Puede ser; por cierto que si no lo ha hecho hoy, no ha sido por culpa suya; pero ¡que se ande con cuidado! Quizás algún día nos encontraremos frente a frente, con armas iguales, y entonces...

—¿Qué le importan a él las armas? ¿No ha visto V. que nada pueden hacerle y que su cuerpo es invulnerable?

—¡Eh! Es muy posible. Pero por ahora dejemos eso para cuidarnos de asuntos que nos atañen más de cerca. ¿Cómo se encuentra V.?

—Mejor, mucho mejor, el remedio que me ha aplicado V. me ha hecho mucho bien. Siento un bienestar indecible.

—Tanto mejor; ahora procure V. descansar dos o tres horas mientras yo velo su sueño, y luego discurriremos los medios para salir del mal paso en que nos hemos metido.

El piel roja se sonrió al oír estas palabras y dijo:

—El Zorro-Azul no es una vieja cobarde a quien un dolor de muelas o de oídos le incapacita de moverse.

—Ya sé que es V. un guerrero valiente, jefe; pero la naturaleza tiene sus límites de los cuales no puede pasar; y por grandes que sean el valor y la voluntad de V., la hemorragia abundante que le ha ocasionado su herida debe haberle reducido a una debilidad extremada.

—Doy gracias a mi hermano, esas palabras son las de un amigo; pero el Zorro-Azul es un sachem en su nación, y solo la muerte debe dejarle inmóvil. Juzgue mi hermano la debilidad del jefe.

El indio, al pronunciar estas palabras, hizo un esfuerzo supremo; resistiéndose al dolor, con esa energía y ese desprecio al sufrimiento que caracterizan a la raza roja, consiguió levantarse, y no solo se mantuvo firme sobre sus pies, sino que anduvo algunos pasos sin auxilio ajeno y sin que en su rostro se revelase la más leve emoción.

El americano le miraba con profunda admiración; él, que con justa razón disfrutaba cierta nombradía de valiente, no podía imaginar que fuese posible llevar tan lejos el triunfo de la fuerza moral sobre la fuerza física.

El indio se sonrió con orgullo al leer en los ojos del americano la sorpresa que le causaba su acción.

—¿Sigue creyendo mi hermano que el Zorro-Azul esté tan débil? le preguntó.

—¡En verdad, jefe, que ya no sé qué pensar! Lo que le veo a V. hacer, me confunde; me hallo dispuesto a suponerle capaz de ejecutar las cosas más imposibles.

—Los jefes de mi nación son guerreros afamados que se ríen del dolor, y para quienes no existe el sufrimiento, dijo el piel roja con orgullo.

—Me hallo inclinado a creerlo así, según el modo de proceder de V.

—Mi hermano es un hombre, me ha comprendido. Examinaremos juntos a los guerreros tendidos en el suelo, y después pensaremos en nosotros.

—En cuanto a sus pobres compañeros, jefe, me veo obligado a confesarle que ya no tenemos que cuidarnos de ellos, pues todo auxilio les sería inútil: están muertos.

—¡Bueno! Han sucumbido noblemente peleando. El Wacondah les recibirá en su seno y les hará cazar con él en las praderas bienaventuradas.

—¡Amén!

—Ahora, ante todo, terminemos el asunto de que habíamos comenzado a hablar esta mañana y que fue interrumpido tan fortuitamente.

John Davis, no obstante su hábito de la vida del desierto, estaba confundido al ver la sangre fría de aquel hombre que, habiéndose librado milagrosamente de la muerte, sufriendo el dolor producido por una herida espantosa, y haciendo apenas algunos minutos que había recobrado el uso de sus facultades intelectuales, parecía que ya no pensaba en lo que había ocurrido, no consideraba los sucesos de que estuvo próximo a ser víctima sino como accidentes muy naturales de la existencia que llevaba, y con la más entera libertad de ánimo proseguía una conversación interrumpida por un combate terrible, tomándola precisamente en el punto en que la había dejado. Era porque el americano, no obstante lo mucho que hasta entonces había frecuentado el trato de los pieles rojas, nunca se había tomado el trabajo de estudiar seriamente su carácter, pues se hallaba persuadido, como la mayor parte de los blancos, de que los indios son seres casi desprovistos de inteligencia, y de que la vida que llevan les rebaja casi hasta el nivel de los animales, mientras que, por el contrario, esa vida de libertad y de riesgos incesantes hace que el peligro les sea tan familiar que han llegado a despreciarle y a no concederle sino una importancia muy secundaria.

—Corriente, dijo al cabo de un instante, puesto que V. lo desea, jefe, le trasmitiré el mensaje que me han confiado.

—Siéntese mi hermano a mi lado.

El americano se sentó en el suelo junto al jefe, no sin cierta preocupación por motivo del aislamiento en que se encontraba en aquel campo de batalla sembrado de cadáveres; pero el indio parecía tan sereno y tan tranquilo que a John Davis le dio vergüenza mostrar su inquietud; y fingiendo una indiferencia que se hallaba muy lejos de su corazón, tomó la palabra en estos términos:

—Soy enviado cerca de mi hermano por un gran guerrero de los rostros pálidos.

—Le conozco: se llama el Jaguar. Su brazo es fuerte y su ojo brilla como el del animal cuyo nombre lleva.

—Bien. El Jaguar desea enterrar el hacha entre sus guerreros y los de mi hermano a fin de que la paz los reúna y que, en vez de pelear, unos contra otros, persigan a los bisontes en los mismos territorios de caza y se venguen de sus enemigos comunes. ¿Qué respuesta llevaré al Jaguar?

El indio permaneció silencioso durante mucho tiempo; al fin levantó la cabeza y dijo:

—Abra mi hermano los oídos: un sachem va a hablar.

—Ya escucho, respondió el americano.

El jefe repuso:

—Las palabras que sopla mi pecho son sinceras, el Wacondah me las inspira; los rostros pálidos, desde que fueron traídos por el genio del mal en sus grandes barcas-medicinas a las tierras de mis padres, siempre han sido enemigos encarnizados de los hombres rojos, invadiendo sus territorios de caza más ricos y fértiles, persiguiéndolos como fieras en cuantas partes los encontraban, incendiando sus callis (aldeas) y dispersando los huesos de sus antepasados a los cuatro vientos del cielo. ¿No ha sido esa la conducta observada constantemente por los rostros pálidos? Responda mi hermano.

—¡Eh! dijo el americano con cierto embarazo, no puedo negar, jefe, que hay algo de verdad en lo que V. dice; sin embargo, no todos los hombres de mi color se han portado mal con los pieles rojas; muchos han procurado hacerles bien.

—¡Ooah! Dos o tres todo lo más; pero eso no hace sino probar lo que yo digo. Vengamos ahora a la cuestión que nos proponemos discutir.

—Sí, creo que será lo mejor, respondió el americano muy contento interiormente, por no tener que sostener una discusión en la que sabía que no había de llevar la mejor parte.

—Mi nación aborrece a los rostros pálidos, repuso el jefe; el cóndor no hace su nido con el mawkawis, y el oso gris no acompaña al antílope; yo mismo profeso a los rostros pálidos un odio instintivo. Así pues, esta mañana hubiera yo rechazado perentoriamente las proposiciones del Jaguar: ¿qué nos importan a nosotros las guerras que los rostros pálidos sostienen entre sí? Cuando los coyotes se devoran unos a otros, los gamos se regocijan; es para nosotros una alegría el ver a nuestros opresores destrozarse recíprocamente. En los momentos presentes, aunque mi odio continúa igualmente vivo, debo encerrarlo en el fondo de mi corazón. Mi hermano me ha salvado la vida, me ha socorrido cuando yo me hallaba tendido en el suelo exánime y el genio del mal se cernía sobre mi cabeza; la ingratitud es un vicio blanco, el agradecimiento es una virtud roja. Desde hoy mismo queda enterrada el hacha entre el Jaguar y el Zorro-Azul por el espacio de cinco lunas consecutivas. Durante esas cinco lunas, los enemigos del Jaguar lo serán también del Zorro-Azul; los dos jefes pelearán uno junto al otro como dos hermanos queridos; dentro de tres soles, el sachem se reunirá con el jefe pálido a la cabeza de quinientos guerreros afamados, cuyos talones están adornados con numerosas colas de coyotes, y que forman la parte más escogida de la nación. ¿Qué hará el Jaguar por el Zorro-Azul y por sus guerreros?

—El Jaguar es un jefe generoso; si bien es terrible para con sus enemigos, su mano está siempre abierta para sus amigos; cada guerrero apache recibirá un rifle, cien cargas de pólvora y un cuchillo de desollar cráneos. El sachem, además de estos regalos, recibirá dos pieles de vicuña llenas de agua de fuego.

—¡Ooah! exclamó el jefe con marcada satisfacción, mi hermano ha hablado bien, el Jaguar es un jefe generoso. He aquí mi tótem en señal de alianza, así como mi pluma de mando.

Al decir esto, el jefe sacó de su morral o saco de medicina, que llevaba colgado de los hombros, un pedazo cuadrado de pergamino, en el cual se veía toscamente trazado el tótem o animal emblema de la tribu, se lo entregó al americano, que lo guardó en seguida, y luego, quitándose la pluma de águila hincada en su moño de guerra, se la dio también.

—Doy gracias a mi hermano el sachem, dijo entonces John Davis, porque ha accedido a mi proposición, y no se arrepentirá de haberlo hecho.

—Un jefe ha dado su palabra. Pero ya prolonga el sol las sombras de los árboles; el mawkawis hará resonar muy pronto su canto de la noche; ha llegado la hora de tributar los últimos honores a los guerreros que han muerto, y de separarnos para ir a incorporarnos con nuestros amigos respectivos.

—A pie, según estamos, me parece que eso será bastante difícil, observó John.

El indio se sonrió y dijo:

—Los guerreros del Zorro-Azul velan por él.

En efecto, apenas hubo hecho el jefe por dos veces una seña particular, cuando unos cincuenta guerreros apaches invadieron la explanada y fueron a formarse silenciosos en torno suyo.

Los fugitivos que consiguieron librarse del temible brazo del Desollador-Blanco tardaron muy poco en reunirse; regresaron al campamento y dieron a sus compañeros la noticia de la derrota sufrida; entonces se envió un destacamento de jinetes, mandado por un jefe subalterno, a buscar al sachem; pero estos jinetes, viendo al Zorro-Azul en conferencia con un rostro pálido, permanecieron en la espesura aguardando con paciencia a que quisiese llamarlos.

El sachem mandó enterrar los muertos. Entonces comenzó la ceremonia de los funerales, ceremonia que las circunstancias exigían se apresurase algún tanto.

Los cadáveres fueron lavados cuidadosamente y envueltos en mantos nuevos de piel de bisonte; en seguida se los colocó sentados en unas zanjas abiertas para cada uno de ellos, con sus armas, los frenos de sus caballos y víveres, a fin de que de nada careciesen durante su viaje hasta las praderas bienaventuradas, y que cuando llegasen junto al Wacondah, pudiesen inmediatamente montar a caballo y cazar.

Cuando se hubieron verificado estas diferentes ceremonias, se llenaron las zanjas y encima se colocaron piedras voluminosas para que las fieras no pudiesen desenterrar los cadáveres y devorarlos.

El sol se hallaba próximo a desaparecer en el horizonte cuando los Apaches concluyeron por fin de tributar los últimos honores a sus hermanos. El Zorro-Azul se acercó entonces al cazador, que hasta aquel momento había permanecido como espectador, si no indiferente, al menos impasible, de la ceremonia, y le dijo:

—¿Va a volver mi hermano junto a los guerreros de su nación?

—Sí, respondió lacónicamente el americano.

—El rostro pálido ha perdido su caballo: que monte en el mustang que le ofrece el Zorro-Azul, y antes de dos horas se hallará de regreso entre los suyos.

John Davis aceptó con gratitud el regalo que tan generosamente le ofrecían, montó en seguida a caballo, y después de despedirse de los indios, se separó de ellos y se alejó con rapidez.

Los Apaches, por su parte, a una señal del jefe se internaron en el bosque, y la explanada en que habían acontecido tan terribles sucesos volvió a quedar sumida en la soledad y en el silencio.


XXV.

UNA EXPLICACIÓN.


El Jaguar, como todos los hombres cuya existencia trascurre en su mayor parte en el desierto, se hallaba dotado de una prudencia excesiva unida a una circunspección extremada.

Aunque era muy joven todavía, su vida se había hallado mezclada con tan singulares peripecias, había sido actor en escenas tan extraordinarias que desde muy temprano se había acostumbrado a encerrar sus emociones en su corazón y a conservar en su semblante, viera o experimentara lo que quisiera, esa impasibilidad marmórea que caracteriza a los indios, y que estos han convertido en una arma temible contra sus enemigos.

Al oír resonar de improviso en su oído la voz de Tranquilo, el joven sintió que un estremecimiento interior agitaba todo su cuerpo, frunció el entrecejo, y se preguntó a sí mismo mentalmente cómo sería que el cazador le iba a perseguir así hasta en su campamento, y qué razón bastante poderosa le impulsaría a obrar en tal manera, tanto más cuanto que sus relaciones con el canadiense, sujetas a frecuentes intermitencias, se hallaban en aquel momento en términos, si no del todo hostiles, al menos muy lejos de ser amistosos.

Sin embargo, el Jaguar, en cuyo corazón el sentimiento del honor hablaba siempre muy alto, y a quien el paso dado para con él por un hombre del valor de Tranquilo halagaba mucho más de lo que aparentaba, ocultó la preocupación que le agitaba, y se adelantó presuroso y con la sonrisa en los labios al encuentro del cazador.

Éste no iba solo: le acompañaba Corazón Leal.

El aspecto del canadiense, sin ser altanero, era reservado; sus modales eran fríos y su semblante estaba velado por una nube de tristeza.

—Sea V. muy bienvenido en mi campamento, cazador, le dijo amistosamente el Jaguar tendiéndole la mano.

—Gracias, respondió lacónicamente el canadiense sin tocar la mano que le presentaban.

—Me alegro mucho de ver a V., repuso el joven sin formalizarse. ¿Qué casualidad le ha traído hacia esta parte?

—Mi compañero y yo estamos de caza hace mucho tiempo; nos abruma el cansancio; el humo del campamento de V. nos ha atraído aquí.

El Jaguar fingió creer que aceptaba aquella derrota torpemente imaginada por un hombre que se lisonjeaba con razón de ser uno de los cazadores más robustos del desierto.

—Venga V., pues, a ocupar un puesto junto al fuego de mi tienda, y sírvase considerar como suyo cuanto hay aquí, obrando en consecuencia.

El canadiense se inclinó sin responder, y con Corazón Leal siguió al Jaguar, que les precedía y guiaba por las revueltas del campamento.

Cuando hubieron llegado junto a la hoguera, el joven echó en ella algunos brazados de leña seca, los cazadores se sentaron sobre unos cráneos de bisonte colocados allí a manera de escaños, y luego, sin romper el silencio, llenaron sus pipas y se pusieron a fumar.

El Jaguar les imitó.

Los blancos que recorren las praderas y cuya vida trascurre cazando por aquellas vastas soledades, han contraído, casi sin apercibirse de ello, la mayor parte de los hábitos y costumbres de los pieles rojas, con quienes de continuo les ponen en contacto las exigencias de su posición.

Hay una cosa digna denotarse, y es la tendencia que tienen los hombres civilizados a volver a la vida salvaje, la facilidad con que los cazadores, nacidos en su mayor parte en grandes centros de población, olvidan sus cómodos hábitos, abandonan las costumbres de las ciudades y renuncian a los usos con arreglo a los cuales se han manejado durante la primera parte de su vida, para adoptar los usos y aún las costumbres de los pieles rojas.

Muchos de los cazadores llevan tan lejos esta especie de manía que la mayor lisonja que se les puede hacer es fingir que se les toma por guerreros indios.

Debemos confesar que, en contraposición de esto, los pieles rojas no desean en manera alguna nuestra civilización, de la cual se cuidan muy poco, y que aquellos a quienes, la casualidad o algún motivo comercial conducen a las ciudades populosas como Nueva York o Nueva Orleans, lejos de mostrarse maravillados por lo que ven, dirigen en torno suyo miradas de compasión, sin comprender que haya hombres que consientan gustosos en encerrarse en una especie de jaulas ahumadas que denominan casas, y en gastar su vida en trabajos ingratos, en vez de irse a vivir al aire libre en soledades extensas, cazando los bisontes, los osos y los jaguares bajo la mirada de Dios.

¿Se equivocan por completo los salvajes al pensar así?

¿Es falso su raciocinio?

No lo creemos.

La vida del desierto, para el hombre cuyo corazón está todavía bastante abierto para comprender sus conmovedoras peripecias, tiene encantos embriagadores que solo allí se sienten, y que la existencia matemáticamente sujeta de las ciudades no puede hacer olvidar en manera alguna si se llega a disfrutarlos una sola vez.

Con arreglo a los principios de la etiqueta india, muy estricta en materias de urbanidad, ninguna pregunta debe dirigirse a los forasteros que se sientan en el hogar del campamento mientras no entablan ellos mismos la conversación.

Bajo la choza del indio, un huésped es considerado como si le enviase el Gran Espíritu; es sagrado para aquél a quien visita durante todo el tiempo que guste permanecer junto a él, aún cuando fuese su enemigo mortal.

El Jaguar, muy enterado de las costumbres de los pieles rojas, permaneció sentado silenciosamente junto a sus huéspedes, fumando, reflexionando y aguardando con paciencia a que tuviesen a bien hacer uso de la palabra.

Por fin, después de un espacio de tiempo bastante largo, Tranquilo sacudió sobre la uña del dedo pulgar de su mano derecha la ceniza de su pipa, y volviéndose hacia el joven, le dijo:

—No me aguardaba V., ¿verdad?

—En efecto, respondió el Jaguar. Sin embargo, crea que su visita, no por ser inesperada, me es menos agradable.

El cazador arqueó los labios de una manera singular, y contestando más bien a su pensamiento que a las palabras del Jaguar, murmuró:

—¿Quién sabe? Quizás sí y quizás no. El corazón del hombre es un libro indescifrable, en el cual solo los locos son los que creen que pueden leer.

—No sucede así con el mío, cazador: le conoce V. lo bastante para saberlo.

El canadiense movió la cabeza y repuso:

—Es V. joven todavía; ese corazón de que me habla, hasta para V. mismo es desconocido: en el corto periodo de existencia que hasta hoy cuenta, el viento de las pasiones no ha soplado todavía sobre V., y no le ha doblegado bajo su presión potente. Para responder con esa seguridad, aguarde V. a haber amado y sufrido; entonces, si ha sostenido V. valerosamente el choque, si ha resistido al huracán de la juventud, le será lícito llevar erguida la frente.

Estas palabras fueron pronunciadas con acento severo; pero, sin embargo, no revelaban la más leve amargura.

—Se muestra V. duro hoy para conmigo, Tranquilo, respondió el joven con tristeza. ¿En qué puedo haber desmerecido a los ojos de V.? ¿Qué acto reprensible he cometido?

—Ninguno, al menos me complazco en creerlo así; pero temo que muy pronto...

Se detuvo y movió dolorosamente la cabeza.

—¡Acabe V.! exclamó el Jaguar con vehemencia.

—¿Para qué? repuso Tranquilo. ¿Quién soy yo para imponer a V. una moral que sin duda despreciaría, y unos consejos que serían mal recibidos? Más vale guardar silencio.

—¡Tranquilo! respondió el joven con una emoción que no alcanzó a dominar, hace mucho tiempo que nos conocemos, y sabe V. la estimación y el respeto que le profeso; ¡hable V.! Sea lo que quiera lo que tenga V. que decir, por rudas que sean las reconvenciones que me dirija, ¡le juro a V. que le escucharé!

—¡Bah! Olvide V. lo que he dicho; he hecho mal en quererme mezclar en sus asuntos. En la pradera cada cual debe pensar tan solo en sí, y por lo tanto no hablemos más de ello.

El Jaguar le dirigió una mirada profunda, y respondió:

—¡Corriente! No hablemos más de ello.

Se levantó y dio algunos paseos con suma agitación; luego, volviendo bruscamente junto al cazador, le dijo:

—Dispénseme V. si no he pensado todavía en ofrecerle algún refresco; pero he aquí la hora del desayuno, y espero que V. y su compañero me harán el favor de compartir mi frugal almuerzo.

Y el Jaguar, mientras hablaba así, fijaba en el canadiense una mirada de singular expresión. Tranquilo vaciló un momento y al fin dijo:

—Esta mañana, al salir el sol, almorzamos mi compañero y yo algunos minutos antes de entrar en el campamento de V.

—¡Estaba seguro de ello! exclamó el joven con vehemencia. ¡Oh! ¡Oh! Ahora se han disipado ya mis dudas, cazador: ¡rehúsa V. aceptar el agua y la sal en mi hogar!

—¡Yo! Se equivoca V...

—¡Oh! repuso el Jaguar interrumpiéndole con violencia, nada de negativas, Tranquilo; no busque V. pretextos indignos de V. y de mí; ¡Cuerpo de Cristo! Es V. un hombre demasiado leal y sincero para no ser franco. Lo mismo que yo conoce V. la ley de las praderas: no se rompe el ayuno con un enemigo. Ahora, si le queda a V. en el fondo del alma un solo y mínimo resto de esos sentimientos de benevolencia que tuvo V. hacia mí en otra época, explíquese claramente sin ambages ni rodeos, ¡lo exijo!

El canadiense pareció que reflexionaba durante algunos instantes, y luego exclamó de improviso con resolución:

—A la verdad, tiene V. razón, Jaguar; más vale explicarnos como francos cazadores, que andar en raterías el uno con el otro como los pieles rojas, y luego ningún hombre es infalible: puedo engañarme lo mismo que cualquier otro, y bien sabe Dios que quisiera sucediese así.

—Le escucho a V., y le juro por mi honor que si las reconvenciones que V. me dirige son fundadas, lo confesaré.

—Bueno, dijo el cazador con tono más amistoso del que hasta entonces había empleado, habla V. como un hombre; pero acaso preferiría V. que nuestra conversación fuese reservada, añadió señalando a Corazón Leal, quien por discreción hacía el ademán de retirarse.

—Al contrario, respondió el Jaguar con viveza, ese cazador es amigo de V., espero que muy pronto lo será mío, y nada quiero tener oculto para él.

—Por mi parte, dijo Corazón Leal inclinándose, deseo ardientemente que la ligera nube que se ha interpuesto entre V. y Tranquilo se disipe cual el leve vapor que impulsa a lo lejos la brisa de la mañana, a fin de que así nos conozcamos mejor, y puesto que V. lo quiere, asistiré a la conferencia.

—Gracias, caballero. Ahora hable V., Tranquilo; estoy dispuesto a escuchar los cargos que, según dice, tiene que formular contra mí.

—Desgraciadamente, dijo Tranquilo, la vida singular que V. lleva desde su llegada a estas regiones se presta en sumo grado a las suposiciones más desfavorables; ha alistado V. bajo sus órdenes a una turba de gentes de mal vivir, merodeadores de fronteras, desterrados de la sociedad y que viven completamente fuera de la ley común de los pueblos civilizados.

—¿Pues qué, nosotros, hombres de los desiertos, habitantes de los bosques y cazadores de las fronteras, estamos obligados a sujetarnos a todas las mezquinas exigencias de las ciudades?

—Sí, hasta cierto punto; es decir, no nos es lícito ponernos en estado de abierta rebelión contra las instituciones de hombres que, a pesar de habernos separado de ellos, no por eso han dejado de ser hermanos nuestros, y a quienes continuamos perteneciendo por nuestro color, nuestra religión, nuestro nacimiento y los vínculos de familia que nos unen con ellos y que no hemos podido romper.

—Corriente, admito en cierta manera la exactitud del raciocinio de V.; pero suponiendo que los hombres que tengo bajo mi mando sean realmente bandidos, merodeadores de fronteras, como V. los llama, ¿sabe V. cuál es el móvil que les impulsa a obrar? ¿Puede V. formular contra ellos alguna acusación?

—Paciencia, que aún no he concluido.

—Pues entonces continúe V.

—Luego, además de esa partida de bandidos de la cual es V. el jefe ostensible, ha formado usted alianza con los pieles rojas, con los Apaches entre otros, que son los ladrones más descarados de la pradera; ¿es verdad, sí o no?

—Sí y no, amigo mío, pues la alianza que V. me echa en cara nunca ha existido hasta ahora; pero en esta misma mañana ha debido ser estipulada entre dos amigos míos y el Zorro-Azul, que es uno de los jefes apaches más afamados.

—¡Ah! He ahí una coincidencia desgraciada.

—¿Por qué?

—¿Sabe V. lo que han hecho en la pasada noche sus nuevos aliados?

—¿Cómo he de saberlo, si ignoro donde están, y ni siquiera he recibido todavía la noticia oficial del tratado ajustado con ellos?

—Pues bien, voy a decírselo a V.: han atacado la venta del Potrero y han robado cuanto en ella había.

Las oscuras pupilas del Jaguar lanzaron un relámpago de furor; se levantó de un salto, y cogiendo con mano convulsa su rifle, exclamó con voz estridente:

—¡Vive Dios! ¿De veras han hecho eso?

—Lo han hecho, y aún se supone que ha sido por instigación de V.

—El Jaguar se encogió de hombros con desdén, y dijo:

—¿Con qué objeto? Pero, y doña Carmela, ¿qué ha sido de ella?

—¡Se ha salvado, a Dios gracias!

El joven lanzó un suspiro de desahogo.

—¿Y ha creído V. tal infamia por parte mía? dijo en seguida en tono de reconvención.

—Ya no lo creo, respondió el cazador.

—¡Gracias! ¡Gracias! Pero, ¡vive Dios! juro a usted que esos demonios han de pagar muy caro el crimen que han cometido. Ahora continúe V.

—Desgraciadamente, si ha conseguido V. sincerarse de mi primer cargo, dudo que le sea posible hacer otro tanto respecto del segundo.

—No importa, dígalo V.

—Está en camino para Méjico una conducta de plata mandada por el capitán Melendez.

El joven se estremeció levemente y dijo con breve acento.

—Lo sé.

El cazador fijó en él una mirada interrogadora, y repuso con cierta vacilación:

—Se dice...

—Se dice, replicó el Jaguar interrumpiéndole con energía, que yo sigo el rastro de esa conducta de plata, y que cuando llegue el momento propicio, la atacaré al frente de mis bandidos, y me apoderaré del dinero, ¿no es cierto?

—Sí.

—Tienen razón, respondió fríamente el joven; esa es, en efecto, mi intención. ¿Qué más?

Al oír tan cínica respuesta, Tranquilo se estremeció de sorpresa y de indignación.

—¡Oh! exclamó con dolor, ¿con que es cierto lo que de V. se cuenta? ¿Es V. realmente un bandido?

El joven se sonrió con amargura, y dijo con voz sorda:

—¡Puede ser! Tranquilo, tiene V. doble edad que yo; su experiencia es grande: ¿por qué juzgar temerariamente fiado en apariencias?

—¡Cómo fiado en apariencias! ¿No lo ha confesado V. mismo?

—Sí, lo he confesado.

—¿Con que medita V. un robo?

—¡Un robo! exclamó el Jaguar ruborizándose lleno de indignación.

Pero serenándose en seguida, añadió:

—¡Es verdad! ¡Debe V. suponerlo así!

—¿Qué otro nombre puede darse a una acción tan infame? exclamó el cazador con violencia.

El Jaguar levantó la cabeza con viveza, como si hubiese tenido intención de responder; pero sus labios permanecieron mudos.

Tranquilo le miró un instante con cierta mezcla de compasión y de cariño; y luego, volviéndose hacia Corazón Leal, dijo:

—Venga V., amigo mío, que ya hemos permanecido demasiado tiempo aquí.

—¡Deténgase V.! exclamó el joven; no me condene V. así; ¡repito que V. ignora los motivos que me impulsan a obrar!

—Esos motivos, sean los que quieran, no pueden ser honrosos; no veo en ellos más que el asesinato y el robo.

—¡Oh! dijo el joven ocultando con dolor su rostro entre ambas manos.

—Vámonos, repuso Tranquilo.

Corazón Leal había examinado atenta y fríamente aquella escena singular.

—Aguarde V. un momento, dijo, y adelantándose algunos pasos, puso una mano sobre el hombro del Jaguar.

Éste levantó la cabeza, y le preguntó:

—¿Qué me quiere V.?

—Escuche V., caballero, respondió Corazón Leal con voz profunda; no sé por qué, pero un presentimiento secreto me dice que la conducta de V. no es infame, aunque todo induce a suponerlo, y que llegará un día en que le sea a V. lícito explicarla y disculparse a los ojos de todos.

—¡Oh! ¡Si me fuese posible hablar!

—¿Durante cuánto tiempo cree V. que se verá obligado todavía a guardar silencio?

—¿Qué sé yo? Eso depende de circunstancias independientes de mi voluntad.

—Según eso, ¿no puede V. fijar una época?

—Me es imposible: he hecho un juramento y debo cumplirle.

—Bien: prométame V. tan solo una cosa.

—¿Cuál es?

—El no atentar a la vida del capitán Melendez.

El Jaguar vaciló.

—¿Qué dice V.? repuso Corazón Leal.

—Que haré todo lo posible por librar su vida.

—¡Gracias! exclamó Corazón Leal.

En seguida, volviéndose hacia Tranquilo que permanecía inmóvil junto a él, le dijo:

—Vuelva V. a ocupar su asiento, hermano, y almuerce con el Jaguar sin escrúpulo alguno, pues yo respondo de él con mi cabeza. Si dentro de dos meses contados desde hoy, no le da a V. una explicación satisfactoria acerca de su conducta actual, yo, que no me hallo ligado por juramento alguno, revelaré a V. ese misterio que le parece inexplicable y que en efecto lo es.

El Jaguar se estremeció, lanzando a Corazón Leal una mirada penetrante, pero que se estrelló en el rostro plácidamente indiferente del cazador.

El canadiense vaciló algunos instantes; pero al fin volvió a ocupar su asiento delante del fuego murmurando:

—Corriente, ¡dentro de dos meses!

Y añadió mentalmente:

—Pero hasta entonces yo le vigilaré.


XXVI.

EL PARTE.


El capitán Melendez tenía prisa de atravesar el peligroso desfiladero junto al cual había hecho establecer el campamento. Sabía cuán grande era la responsabilidad con que había cargado al aceptar el mando de la escolta, y no quería que, si llegaba a suceder una desgracia, tuviesen que reconvenirle por incuria o descuido.

La suma que trasportaba la recua de mulas era importante. El gobierno de Méjico, que siempre estaba apurado para procurarse dinero, la aguardaba con impaciencia. No se le ocultaba al capitán que harían pesar desapiadadamente sobre él la responsabilidad de un ataque, y que sufriría todas sus consecuencias, fuera él que quisiera el resultado de un combate con los merodeadores de fronteras.

Por eso su inquietud y su ansiedad crecían por momentos; la infamia evidente de fray Antonio aumentaba más aún sus recelos, haciéndole sospechar una traición probable. Sin que le fuese posible adivinar por qué lado vendría el peligro, puede decirse que le sentía acercarse paso a paso, estrecharle por todas partes, y a cada momento aguardaba una explosión terrible.

Esta intuición secreta, este presentimiento providencial que desde el fondo de su corazón le gritaba que anduviese con cuidado, le ponía en un estado de sobreexcitación indescriptible, y le colocaba en una situación intolerable, de la cual quería salir a toda costa, prefiriendo ver por fin el peligro y combatirle frente a frente, a permanecer por más tiempo recelando en el vacío.

Por eso aumentó su vigilancia, examinando por sí mismo los alrededores del campamento, presenciando la operación de cargar las mulas que, atadas unas detrás de otras en forma de reata, en caso de una alarma debían ser colocadas en medio de los soldados más fieles y resueltos de la escolta.

Mucho antes de la salida del sol, el capitán, cuyo sueño no había sido más que una continuación de insomnios crueles, abandonó el duro lecho de pieles y mantas, sobre el cual había buscado en vano algunas horas de un reposo que hacía imposible el estado nervioso en que se encontraba, y comenzó a pasearse con agitación por el angosto espacio que había libre en el centro del campamento, envidiando a pesar suyo el sueño descuidado y tranquilo de los soldados tendidos por el suelo y envueltos en sus capotes.

Entre tanto iba amaneciendo gradualmente. El búho, cuyo canto matutino anuncia la salida del sol, había lanzado ya al viento sus notas melancólicas. El capitán dio con el pie al arriero principal que estaba tendido junto al fuego, y le despertó.

El buen hombre se restregó los ojos varias veces, y cuando ya se hubieron disipado las últimas nubes del sueño y comenzó a restablecerse el orden en sus ideas, exclamó ahogando un bostezo postrero:

—¡Diantre! Capitán, ¿qué mosca le ha picado a V. para despertarme sobresaltado tan temprano? Mire V., apenas blanquea el cielo en el horizonte; déjeme dormir una horita más. ¡Es una cosa tan buena el sueño!

El capitán no pudo menos de sonreírse al oírle; sin embargo, no juzgó que debía acceder a la reclamación del arriero, pues las circunstancias eran harto graves para desperdiciar el tiempo.

—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Cuerpo de Cristo! exclamó; recuerde V. que no estamos todavía en el Río Seco, y que si queremos atravesar ese paso peligroso antes de la puesta del sol, tenemos que apresurarnos.

—Es verdad, respondió el arriero, quien en un momento estuvo de pie, ágil y despabilado como si hubiese despertado una hora antes. Perdóneme, capitán, ¡vive Dios! Tengo tanto interés como V. en no tropezar con un mal encuentro. Con arreglo a la ley, mi fortuna responde del cargamento que llevo, y si ocurriese una desgracia, me vería reducido a la miseria con mi familia.

—Es muy cierto, no recordaba yo esa cláusula de su contrato.

—No es extraño, porque a V. no le interesa; en cuanto a mí, no me sale de la cabeza, y le juro a V., Capitán, que desde que he emprendido este malhadado viaje, me he arrepentido ya muchas veces de haber aceptado las condiciones que me fueron impuestas: no sé por qué se me figura que no hemos de llegar sanos y salvos al otro lado de esas malditas montañas.

—¡Bah! Esos son locuras, Señor Bautista. Se halla V. en excelentes condiciones, bien escoltado; ¿qué puede V. temer?

—Nada, ya lo sé, y sin embargo estoy convencido de que no me equivoco y de que este viaje ha de serme fatal.

Los mismos presentimientos agitaban al oficial; sin embargo, delante del arriero no debía dejar traslucir lo más mínimo de su inquietud interior; por el contrario, necesitaba fortalecerle y restituirle el valor que parecía próximo a abandonarle.

—¡Por mi alma que está V. loco! exclamó. ¡Vayan al diablo las ideas descabelladas que se le han metido en la cabeza!

El arriero se revistió de una expresión grave y respondió:

—Es V. muy dueño de reírse de esas ideas, Señor D. Juan; es V. muy instruido y naturalmente en nada cree. Pero yo no soy más que un pobre indio ignorante, y tengo fe en todo lo que mis padres creyeron antes que yo. Mire V., Capitán, nosotros los indios, ya seamos civilizados o salvajes, tenemos la cabeza dura, y todas las ideas nuevas de VV. no pueden atravesar nuestro duro cráneo.

—Veamos, explíquese V., repuso el capitán, quien quería concluir de una vez, aunque sin lastimar las preocupaciones del arriero; ¿qué razón le induce a V. a suponer que su viaje será desgraciado? No es V. hombre capaz de asustarse de su sombra; hace mucho tiempo que conozco a V. y sé que tiene probado valor.

—Doy a V. gracias, Capitán, por la buena opinión que de mí tiene. Sí, soy valiente y creo haberlo probado en varias ocasiones; pero ha sido siempre ante los peligros que mi inteligencia comprendía, y no ante unos peligros que se salen de las leyes naturales que nos rigen.

El capitán estaba mordiéndose los bigotes con impaciencia al ver la molesta prolijidad del arriero; pero, como ya se lo había dicho, conocía al buen hombre y sabía por experiencia que el procurar hacerle abreviar un relato era perder lastimosamente el tiempo, y que era preciso dejarle hablar a su manera.

Hay ciertos caracteres para los cuales, como sucede con la espuela respecto de un caballo vicioso, el tratar de hacerlos adelantar equivale, por el contrario, a llevarlos hacia atrás.

El joven dominó, pues, su impaciencia, y respondió fríamente:

—¿Tuvo V., sin duda, algún mal presagio en el momento de su salida?

—En efecto, capitán, así fue; y de seguro que ante lo que vi, me hubiera guardado muy bien de ponerme en camino si hubiese sido hombre fácil de asustar.

—¿Y cuál fue ese presagio?

—No se ría V., capitán: hasta la Sagrada Escritura dice que Dios, en muchas ocasiones, se complace en dar a los hombres ciertos avisos saludables a los que por desgracia no tienen suficiente juicio para dar crédito.

Y al concluir estas palabras, lanzó un suspiro.

—Es verdad, murmuró el capitán a manera de asentimiento.

—Sepa V., pues, continuó diciendo el arriero, halagado al recibir aquella aprobación por parte de un hombre como el oficial, que mis mulas estaban aparejadas, aguardándome en el corral, custodiadas por los peones, y me disponía para marchar. Sin embargo, como no quería separarme de mi mujer, quizás para mucho tiempo, sin decirle adiós otra vez, me dirigía hacia mi casa para darle otro abrazo, cuando al llegar al umbral de la puerta levanté maquinalmente los ojos y vi posados en la azotea dos búhos que clavaban en mí una mirada de infernal fijeza. Al ver aquella aparición inesperada, me estremecí sin querer y miré a otro lado. En aquel momento cruzaba por el camino un hombre moribundo, llevado por dos soldados en una camilla y escoltado por un fraile que le hacia recitar los salmos de la penitencia y le disponía con dulzura para que muriese como buen cristiano; pero el herido, sin responder una palabra, miraba al fraile sonriéndose sardónicamente: de pronto aquel hombre se incorporó en la camilla, sus ojos se animaron, se volvió hacia mí, me dirigió una mirada llena de sarcasmo y volvió a caer murmurando estas dos palabras que sin duda se dirigían a mí: «¡Hasta luego!»

—¡Ah! dijo el capitán.

—Esa especie de cita que me daba aquel individuo nada tenía de agradable, ¿verdad? repuso el arriero. Aquellas palabras me afectaron mucho y me precipité hacia él con la intención de dirigirle las reconvenciones que me parecían oportunas: ¡había muerto!

—¿Y supo V. quién era aquel hombre?

—Sí, era un salteador que, en un encuentro con los cívicos, quedó mortalmente herido por estos, y le trasladaban al atrio de la catedral para que acabase de expirar allí.

—¿Y es eso todo? preguntó el capitán.

—Sí Señor.

—Pues bien, amigo mío, he hecho bien en insistir para averiguar los motivos de la inquietud de V.

—¡Ah!

—Sí, porque el presagio que entonces le favoreció, le ha interpretado V. de muy distinto modo del que debe hacerlo.

—¿Cómo así?

—Me explicaré: ese presagio significa, por el contrario, que con prudencia y con una vigilancia incansable frustrará V. las traiciones y derribará a sus pies a los bandidos que se atrevan a atacarle.

—¡Oh! exclamó el arriero con alegría, ¿está usted seguro de lo que me dice?

—Tan seguro como de mi salvación en el otro mundo, respondió el capitán santiguándose devotamente.

El arriero tenía una fe profunda en las palabras del capitán, a quien profesaba suma estimación por su probada superioridad; así pues, ni siquiera pensó en poner en duda la seguridad que le daba acerca del error que había cometido en la interpretación del presagio que tanta inquietud le causara. Recobró instantáneamente su buen humor, y pegando un estallido con los dedos, dijo:

—¡Cáspita! Puesto que es así, a nada me expongo. ¿Entonces será inútil que yo dé a Nuestra Señora de la Soledad el cirio que le había prometido?

—Completamente inútil, contestó el capitán.

El arriero enteramente tranquilizado ya, se apresuró a dedicarse a sus faenas habituales. Así el capitán, fingiendo admitir las ideas de aquel indio ignorante, había sabido arrastrarle suavemente a abandonarlas.

Entre tanto todo estaba ya en movimiento en el campamento; los arrieros aparejaban y cargaban las mulas, mientras que los dragones se ocupaban con actividad en ensillar sus caballos y prepararlos todos para la marcha.

El capitán vigilaba los movimientos de todos con una impaciencia febril, metiendo prisa a unos, riñendo a otros y cerciorándose de que sus órdenes se ejecutaban con puntualidad.

Cuando todos los preparativos hubieron terminado, el oficial mandó que almorzasen de pie y con los caballos del diestro, a fin de perder menos tiempo, y en seguida dio la orden de marcha.

Los soldados montaron a caballo; pero en el momento en que la escolta se ponía en movimiento, oyóse un gran estrépito en los jarales, las ramas se apartaron bruscamente, y de improviso apareció a corta distancia un jinete que vestía el uniforme de dragón mejicano y que corría a rienda suelta hacia la tropa.

Cuando hubo llegado cerca del capitán, por un prodigio de equitación paró de golpe su caballo, hizo respetuosamente el saludo militar, y dijo:

—Dios guarde a V. ¿Es al capitán D. Juan Melendez a quien tengo la honra de hablar?

—Al mismo, respondió el oficial sorprendido. ¿Qué me quiere V.?

—Tengo que entregar a V. un pliego en mano propia, repuso el soldado.

—¡Un pliego! ¿De parte de quién?

—De parte del Excmo. Sr. General D. José María Rubio, y lo que contiene este pliego debe ser importante, porque el general me mandó que me diese mucha prisa, y he anclado cuarenta y siete leguas en diecinueve horas.

—Bueno, démelo V., contestó el capitán.

El dragón sacó del pecho un pliego grande con un sello de lacre encarnado, y se le presentó respetuosamente al capitán.

Éste lo cogió y lo abrió; pero antes de leerlo dirigió al soldado, que estaba inmóvil e impasible delante de él, una mirada recelosa que el dragón sostuvo con imperturbable aplomo.

Aquel hombre parecía que tenía a lo más treinta años; su estatura era elevada y bien proporcionada; llevaba con cierto desembarazo el uniforme que vestía; sus facciones inteligentes tenían cierta expresión de astucia y de malicia, que hacían fuese aún más marcada sus ojos negros y de continuo movimiento que no se fijaban en el capitán sino con visible vacilación.

Aquel individuo se parecía en conjunto a todos los demás soldados mejicanos, y nada había en él que pudiese llamar la atención ni excitar sospechas.

Sin embargo, solo con suma repugnancia fue como el capitán consintió en entablar relaciones con él. De seguro que le habría sido difícil, ya que no imposible, explicar la razón de aquel sentimiento; pero hay en la naturaleza ciertas leyes cuya fuerza no puede ponerse en duda, y ellas hacen que desde luego, y solo con ver a una persona, aún antes de dirigirle la palabra, esta persona nos sea simpática o antipática, y que instintivamente lleguemos a sentirnos bien o mal predispuestos respecto de ella. ¿De dónde procede esa especie de presentimiento secreto que nunca se engaña en sus apreciaciones? No acertaríamos a explicarlo; únicamente nos limitamos a consignar un hecho positivo, del cual nosotros mismos con suma frecuencia, durante el curso de nuestra azarosa vida, hemos sufrido la influencia y reconocido la eficacia.

Debemos confesar que el capitán no sentía la más leve simpatía hacia el hombre de quien hablamos, y que, por el contrario, se hallaba muy dispuesto a no tener la más mínima confianza en él.

—¿En qué paraje se separó V. del general? preguntó dando vueltas maquinalmente al pliego que tenía abierto en la mano, pero en el cual no había fijado aún la vista.

—En Pozo Redondo, mi Capitán, un poco antes de llegar a la Noria de Guadalupe.

—¡Ah! ¿Quién es V.? ¿Cómo se llama V.?

—Soy asistente del señor General, y me llamo Gregorio Felpa.

—¿Conoce V. el contenido de este despacho?

—No; únicamente supongo que debe ser importante.

El soldado había respondido a las preguntas del capitán con entero desembarazo y con una franqueza de buena ley. Era evidente que no mentía.

D. Juan, después de vacilar todavía un momento, se decidió a leer; pero muy luego se frunció su entrecejo, y una expresión de mal humor nubló su semblante.

He aquí lo que contenía aquel despacho:

«POZO REDONDO, a.... de 18......

»El general D. José María Rubio, comandante general del estado de Tejas, tiene la honra de poner en conocimiento del capitán don Juan Melendez de Góngora que han estallado nuevos disturbios en el Estado; varias gavillas de ladrones y de merodeadores de fronteras, bajo las órdenes de diferentes jefes, recorren el campo, saqueando e incendiando las haciendas, deteniendo los convoyes e interceptando las comunicaciones. Ante hechos tan graves, que comprometen la fortuna pública y la seguridad de los habitantes, el gobierno, según su deber se lo impone de una manera imperiosa, ha tenido que adoptar medidas generales en interés de todos con el fin de reprimir esos desórdenes antes que se extiendan en mayor escala. Por consiguiente, el estado de Tejas queda declarado en estado de sitio, etc. (Aquí seguían las medidas adoptadas por el general para sofocar la rebelión, y luego el despacho continuaba en estos términos): El general D. José María Rubio, enterado por algunos espías con cuya lealtad puede contar, de que uno de los jefes principales de los insurgentes a quien sus compañeros han puesto el sobrenombre de Jaguar, se dispone a arrebatar la conducta de plata confiada a la custodia del capitán D. Juan Melendez de Góngora, y de que con este objeto el referido cabecilla se propone emboscarse en Río Seco, paraje muy favorable para una sorpresa, el general Rubio ordena al capitán Melendez que se deje guiar por el portador del presente despacho, hombre seguro y fiel, quien llevará la conducta de plata a la laguna del Venado, en donde verificará su unión con un destacamento de caballería enviado al efecto por el general, y cuya fuerza numérica pondrá a la conducta de plata al abrigo de todo ataque. El capitán Melendez tomará el mando superior de todas las tropas, y en el más breve espacio de tiempo posible se reunirá con el infrascrito en su cuartel general.

»¡Dios y libertad!

»El Comandante general del estado de Tejas,

«JOSÉ MARÍA RUBIO.»

El capitán, después de haber leído atentamente este despacho, levantó la cabeza y examinó un instante al soldado con profunda y sostenida atención.

El dragón, con la mano apoyada en la empuñadura de su sable, jugaba indolentemente con la borla de su dragona, sin que al parecer se cuidase en manera alguna de lo que pasaba en torno suyo.

—La orden es formal y terminante, murmuró por dos veces el capitán; debo conformarme con ella, y sin embargo, todo me dice que este hombre es un traidor.

Luego añadió en alta voz:

—¿Conoce V. bien esta comarca?

—Soy hijo del país, mi Capitán, respondió el dragón, y no hay por aquí senda ni atajo que yo no recorriese cien veces siendo niño.

—¿Sabe V. que me tiene que servir de guía?

—El señor general me dispensó la honra de decírmelo.

—¿Y cree V. estar seguro de podernos conducir sanos y salvos al sitio en que nos esperan?

—Al menos pondré cuanto esté de mi parte para conseguirlo.

—Bueno. ¿Está V. cansado?

—Mi caballo lo está más que yo. Si mandase usted que me diesen otro, inmediatamente estaría en disposición de obedecer las órdenes de V., porque veo que tiene prisa de ponerse en marcha.

—Corriente. Escoja V. un caballo.

El soldado no dio lugar a que le repitiesen la orden. Varios caballos de repuesto seguían a la escolta, y cogió uno de ellos sobre el cual colocó el equipo del que dejaba. Al cabo de breves instantes estaba hecho el cambio, y el jinete colocado en la silla.

—Estoy a las órdenes de V., mi Capitán, dijo el dragón.

—En marcha, respondió el oficial.

Y en seguida añadió mentalmente:

—¡No perderé de vista a este tuno!


XXVII.

EL GUÍA.


La ley militar es inflexible y tiene reglas de las cuales nunca se aparta, pues la disciplina no admite vacilaciones ni tergiversaciones. El axioma despótico que tan en boga está en las cortes orientales: «Entender es obedecer», es vigorosamente cierto bajo el punto de vista militar. Seguramente, por muy duro que esto pueda parecer al pronto, es indudable que debe ser así, porque si a los inferiores se les concediese el derecho de discusión respecto de las órdenes que reciben de sus superiores, toda disciplina quedaría destruida; los soldados, no obedeciendo ya más que a su capricho, llegarían a ser ingobernables, y el ejército, en vez de prestar a su país los servicios que éste tiene derecho a exigir, llegaría a ser una verdadera calamidad para él.

Estas reflexiones y muchas más se agolpaban en confuso tropel a la mente del capitán, mientras iba siguiendo muy pensativo al guía que el despacho de su general le había impuesto de una manera tan singular. Pero la orden era clara, terminante; se veía obligado a obedecer y así lo hacía, aunque en su interior se hallaba convencido de que el hombre en quien le obligaban a fiar, era, si no completamente un traidor, al menos indigno de la confianza que en él se depositaba.

En cuanto al soldado, galopaba con la mayor indiferencia a la cabeza del convoy, fumando, riendo y cantando, sin que pareciese que recelaba en manera alguna las sospechas que sobre él recaían.

Verdad es que el capitán había ocultado con el mayor cuidado en el fondo de su corazón la mala opinión que formara respecto de su guía, y que ostensiblemente parecía que tenía en él la mayor confianza. En la situación crítica en que se hallaba el convoy, la prudencia exigía que los que de él formaban parte no sospechasen la inquietud de su jefe, a fin de que no se desmoralizasen con el temor de una traición próxima.

El capitán, antes de ponerse en marcha, había dado con cierta afectación las órdenes más severas para que las armas se tuviesen en buen estado, había mandado una descubierta a vanguardia y flanqueadores a los costados, con el fin de explorar las cercanías y cerciorarse de que el paso estaba libre y no tenía que recelar peligro alguno. En fin, había adoptado con el mayor esmero todas las medidas que la prudencia exigía para garantizar el buen éxito del viaje.

El guía, testigo impasible de estas precauciones, y por quien se habían adoptado todas con tanta ostentación, pareció que las aplaudía, apoyando las órdenes del capitán y haciendo observar la habilidad que tenían los merodeadores de fronteras para deslizarse entre los matorrales y las yerbas sin dejar rastro alguno, y la atención que debía consagrar la descubierta al cumplimiento del encargo que se le confiaba.

Cuanto más avanzaba el convoy hacia la parte de las montañas, más difícil y peligrosa se tornaba la marcha. Los árboles, que al pronto estaban desparramados en mayor espacio de terreno, se habían ido acercando unos a otros insensiblemente; a la sazón formaban un poblado bosque, en cuyo centro era preciso abrirse paso con el hacha en muchos sitios por razón de las guirnaldas de plantas trepadoras que se enredaban unas con otras y algunas veces formaban un laberinto impenetrable; además se encontraban riachuelos que solían ser bastante anchos y de orillas escabrosas y de difícil acceso, que los caballos y las mulas tenían que vadear por medio de las iguanas y los aligátores, muchas veces con el agua hasta las cinchas.

La espesa bóveda de ramas bajo la cual avanzaba penosamente el convoy, ocultaba por completo el cielo, y solo con sumo trabajo dejaba que se filtrasen algunos rayos de sol que no bastaban del todo para disipar la oscuridad que reina casi de continuo en las selvas vírgenes aun en mitad del día.

Los europeos que, en materia de bosques, no conocen más que los del viejo mundo, no pueden formarse una idea, ni siquiera remota, de lo que son aquellos inmensos océanos de verdor que en América denominan selvas vírgenes.

Allí parece que todos los árboles se sostienen unos a otros, tanto es lo enredados y mezclados que están, atados y unidos entre sí por redes de plantas trepadoras que enlazan sus troncos, se retuercen en torno de sus ramas, se introducen en el suelo para surgir de nuevo como los tubos de un órgano inmenso, unas veces formando caprichosas parábolas, otras subiendo y bajando sin cesar en medio de los inmensos grupos de esa especie de muérdago parásito, denominado tilansia, que cae en anchos ramilletes del extremo de las ramas de todos los árboles. El suelo cubierto de detritos de todas clases y del humus formado por los árboles que se secan y perecen, se esconde bajo una alfombra de yerba abundante y de muchos pies de altura. Los árboles, casi todos de la misma clase, ofrecen tan poca variedad, que cada uno de ellos parece que es una mera repetición de todos los demás.

Estos bosques se hallan cruzados en todas direcciones por sendas trazadas desde hace siglos por los pies de las fieras, y que conducen a sus misteriosos abrevaderos: en diferentes puntos, y perdidos bajo la enramada, varios pantanos infectos sobre los cuales revolotean nubes de mosquitos, producen densas nieblas que se alzan de su seno y llenan la selva de tinieblas; reptiles e insectos de todas clases se arrastran silenciosos por el suelo, mientras que el canto de los pájaros y los roncos gritos de las fieras forman un concierto aterrador que los ecos de las lagunas repiten simultáneamente.

Los más aguerridos cazadores de los bosques solo temblando es como se aventuran en las selvas vírgenes, porque es casi imposible orientarse en ellas con certidumbre y no se puede fiar en las sendas que a cada instante se mezclan y se confunden. Los cazadores saben por experiencia que un hombre perdido en una de esas sendas, a no ser por algún milagro, tiene que perecer en ella, encerrado entre las murallas que forman la crecida yerba y los cortinajes de plantas trepadoras, sin esperanza de verse socorrido ni salvado por un ser de su especie.

En una selva virgen era donde el convoy se había internado en aquel momento.

El guía, siempre tranquilo y descuidado, continuaba avanzando sin vacilar lo más mínimo, como si estuviese completamente seguro del camino que seguía, y contentándose, muy de tarde en tarde, con dirigir una mirada distraída a la derecha o a la izquierda, pero sin contener por eso el paso de su cabalgadura.

Sin embargo, era cerca del mediodía, el calor iba siendo sofocante; los caballos y los hombres, que estaban en marcha desde las cuatro de la madrugada, por senderos en extremo dificultosos, se hallaban abrumados de cansancio y reclamaban imperiosamente algunas horas de un descanso indispensable para poder seguir adelante.

El capitán se decidió a hacer acampar a su gente en una de esas plazoletas bastante extensas que con tanta frecuencia se encuentran en aquellos parajes, y que están formadas por la caída de árboles derribados por los huracanes o muertos de vejez.

Sonó la voz de «¡Alto!» Los soldados y los arrieros lanzaron un suspiro de satisfacción, y se detuvieron en seguida.

El capitán, cuyos ojos se hallaban fijos casualmente en aquel momento en el guía, vio en su frente una nube de descontento; sin embargo, el soldado, conociendo que le observaban, se serenó en seguida, fingió compartir la general alegría, y echó pie a tierra.

Quitáronse las sillas y aparejos a los caballos y las mulas, a fin de que pudiesen pastar con entera libertad los retoños de los árboles y la abundante yerba que crecía por todas partes.

Los soldados tomaron su frugal comida y se tendieron sobre sus capotes para dormir la siesta.

Muy luego estuvieron sepultados en el más profundo sueño todos los individuos que formaban parte del convoy; solo dos hombres velaban: eran el capitán y el guía.

Probablemente cada uno de ellos se hallaba atormentado por reflexiones bastante graves para desterrar el sueño y mantenerlos despiertos cuando todo les convidaba al descanso.

A pocos pasos de la explanada, monstruosos iguanas estaban tendidos al sol revolcándose en el fango ceniciento de un arroyo cuya agua corría blandamente, con un murmullo leve, por entre los obstáculos de todas clases que entorpecían su curso. Nubes de insectos llenaban el aire con el continuo zumbido de sus alas; las ardillas saltaban alegremente de rama en rama; los pájaros, ocultos en la enramada, cantaban con todas sus fuerzas, y algunas veces por encima de la crecida yerba se veía aparecer la cabeza fina y los ojos asustados de un gamo o de un ashata que se lanzaba de pronto a la espesura con bramidos de terror.

Pero los dos hombres estaban sobrado preocupados por sus pensamientos para observar lo que pasaba en torno suyo.

El capitán levantó la cabeza: en aquel momento el guía clavaba en él una mirada de singular fijeza. Avergonzado al verse sorprendido así de improviso, procuró desorientar al oficial dirigiéndole la palabra, táctica antigua por la cual no se dejó éste engañar.

—¡Qué día de calor! dijo el soldado con tono indiferente.

—Sí, contestó lacónicamente el capitán.

—¿No tiene V. ganas de dormir?

—No.

—Pues yo siento mis párpados muy pesados, se me cierran los ojos sin querer. Con permiso de V. voy a hacer como mis compañeros y a disfrutar algunos instantes del excelente sueño que ellos están saboreando con tanta delicia.

—Aguarde V. un momento que tengo que decirle algunas palabras.

—¿A mí?

—Sí.

—Corriente, dijo el soldado con la más completa indiferencia.

Se levantó ahogando un suspiro de pesadumbre, y fue a colocarse junto al capitán, quien se apartó para hacerle sitio bajo la sombra protectora del árbol corpulento y frondoso que extendía por encima de sus cabezas sus brazos de gigante cargados de pámpanos y de tilansia.

—Tenemos que hablar seriamente, repuso el capitán.

—Como V. guste.

—¿Puede V. ser franco?

—¿Cómo? dijo el dragón desconcertado por aquella pregunta a quemarropa.

—O si V. lo prefiere, ¿puede V. ser leal?

—Según.

El capitán le miró.

—¿Responderá V. a mis preguntas?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe V.?

—Escuche V., mi Capitán, dijo el guía en tono inocentón: mi madre, la buena mujer, me encargó siempre que desconfiase de dos clases de personas: de los que piden prestado y de los que hacen preguntas; porque decía, y con mucha razón, que los primeros atentan a nuestra bolsa y los segundos a nuestro secreto.

—¿Tiene V. un secreto según eso?

—¡Yo! No por cierto.

—Pues entonces ¿qué teme V.?

—No mucho, en verdad. Vamos, pregúnteme V., mi Capitán, que yo procuraré responder.

El campesino mejicano, indio manso o civilizado, se parece mucho al labriego normando en que es casi imposible obtener de él una respuesta positiva a la pregunta que se le dirige. El capitán se vio obligado a contentarse con la semipromesa del guía, y repuso:

—¿Quién es V.?

—¡Yo!

—Sí.

El guía se echó a reír y dijo:

—Ya lo ve V.

El capitán movió la cabeza y replicó:

—No le pregunto a V. lo que parece ser, sino lo que es en realidad.

—¡Eh! mi Capitán, ¿quién puede responder de sí y saber positivamente lo que es?

—Escuche V., tuno, repuso el capitán con tono amenazador, no quiero perder mi tiempo en seguir a V. en todos los circunloquios que se le antoje inventar. Responda V. categóricamente a mis preguntas, o si no...

—¿Si no? repitió el guía con tono de zumba.

—¡Le levanto a V. la tapa de los sesos como a un perro! replicó el capitán sacando una pistola de su cinto y amartillándola con rapidez.

Los ojos del soldado lanzaron un relámpago, pero sus facciones permanecieron impasibles, y ni un músculo de su rostro se movió.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Señor Capitán! tiene V. una manera singular de hacer preguntas a sus amigos, dijo con voz sombría.

—¿Quién me asegura que V. lo es mío? No le conozco a V.

—Es verdad; pero conoce V. a la persona que me ha enviado; esa persona es jefe de V. lo mismo que mío, y al venir aquí, he obedecido su mandato como V. debe obedecerle conformándose con las órdenes que le ha enviado.

—Sí; pero esas órdenes me han sido trasmitidas por V.

—¿Qué importa eso?

—¿Quién me asegura que ese despacho que he recibido ha sido entregado realmente a V.?

—¡Cáspita! mi Capitán, ¡lo que está V. diciendo nada tiene de lisonjero para mí! repuso el guía con tono ofendido.

—Lo sé; desgraciadamente vivimos en un tiempo en que es tan difícil distinguir a los amigos de los enemigos, que nunca pueden adoptarse sobradas precauciones para evitar el caer en un lazo. Estoy encargado por el gobierno de desempeñar una misión en extremo delicada, y más que nadie debo obrar con reserva respecto de gentes que me son desconocidas.

—Tiene V. razón, mi Capitán; por eso, no obstante lo injuriosas que sus sospechas son para mí, no me enfado por lo que V. me dice: las posiciones excepcionales exigen medidas excepcionales también. Únicamente procuraré probar a V. con mi conducta que se ha equivocado respecto de mí.

—Me alegraré infinito de haberme equivocado; ¡pero tenga V. cuidado! Si observo la más mínima cosa sospechosa, ya sea en los movimientos o en las palabras de V., no vacilaré en levantarle la tapa de los sesos. Ahora ya está usted avisado, y puede obrar con arreglo a ello.

—Corriente, mi Capitán, correré ese riesgo. Suceda lo que quiera, estoy seguro de que mi conciencia me absolverá, porque habré puesto cuanto esté de mi parte para cumplir con mi deber.

Y esto lo dijo con tal aspecto de franqueza, que impuso al capitán a pesar de sus sospechas.

—Veremos, dijo este. ¿Saldremos pronto del bosque infernal en que estamos?

—Ya no nos quedan más que dos horas de marcha: a la puesta del sol nos reuniremos con los que nos aguardan.

—¡Dios lo quiera! murmuró el capitán.

—¡Amén! dijo el soldado con tono burlón.

—Pero como ha juzgado V. conveniente no responder a ninguna de mis preguntas, repuso el oficial, no llevará V. a mal que desde este momento no le pierda de vista, y que cuando volvamos a ponernos en marcha, le conserve a mi lado.

—Como V. guste, mi Capitán; tiene V. de su parte la fuerza, ya que no el derecho, y me veo obligado a conformarme con su voluntad.

—Muy bien; ahora puede V. dormir si así le parece.

—Según eso, ¿nada más tiene V. que decirme?

—Nada.

—Pues entonces voy a aprovechar el permiso que V. se sirve darme y a tratar de recuperar el tiempo perdido.

Entonces el soldado se levantó ahogando un bostezo prolongado, se alejó algunos pasos, se tendió en el suelo, cerró los ojos; y al cabo de algunos minutos pareció que se hallaba sepultado en un sueño profundo.

El capitán continuó velando. La conversación que acababa de tener con el guía no había hecho sino aumentar su inquietud, probándole que aquel hombre ocultaba una gran astucia bajo una forma tosca y trivial. En efecto, no había respondido a ninguna de las preguntas que le dirigiera, y al cabo de algunos instantes logró obligar al capitán a dejar el ataque por la defensa, dándole razones muy lógicas contra las cuales nada se podía alegar.

Así pues, en aquel momento se hallaba don Juan en la peor disposición de ánimo en que puede encontrarse un hombre de corazón, descontento de sí mismo y de los demás, íntimamente persuadido de que tiene razón, pero obligado, en cierto modo, a confesar que ésta no está de su parte.

Como sucede siempre en tales casos, los soldados fueron quienes sufrieron las consecuencias del mal humor de su jefe, porque el oficial, temiendo agregar las tinieblas de la noche a las malas probabilidades que se figuraba tener contra sí, y deseando en extremo no ser sorprendido por la oscuridad en medio del intrincado laberinto de la selva, abrevió el alto mucho más de lo que lo habría hecho en cualquiera otra ocasión.

A las dos de la tarde próximamente, hizo tocar el botasillas, y dio la orden de marcha.

Sin embargo, ya había cedido el calor más fuerte del día; los rayos del sol, más oblicuos, habían perdido una parte considerable de su intensidad, y la marcha se continuó bajo condiciones comparativamente mejores que antes.

El capitán, según lo había prevenido, intimó al guía la orden de colocarse a su lado, y en cuanto le era posible, no le perdía de vista ni un segundo.

El dragón parecía que no se cuidaba en manera alguna de esta vigilancia molesta; seguía caminando, en la apariencia, con la misma indiferencia que antes, fumando su cigarrillo de papel y tarareando a media voz algunos trozos de jarabes.

El bosque comenzaba a aclararse poco a poco; las explanadas o plazoletas iban siendo más frecuentes, y la vista abarcaba un horizonte más vasto. Todo inducía a presumir que no se tardaría en llegar al lindero de la selva.

Sin embargo, a derecha e izquierda se veían movimientos de terreno; el suelo comenzaba a elevarse insensiblemente, y la senda que seguía el convoy, se encajonaba cada vez más a medida que iba avanzando.

—¿Llegamos ya a los estribos de la montaña? preguntó el capitán.

—¡Oh! No, todavía no, respondió el guía.

—Sin embargo, muy pronto vamos a estar entre dos colinas.

—Sí, pero de poca elevación.

—Es verdad; sin embargo, si no me engaño, vamos a pasar un desfiladero.

—Pero tiene poca extensión.

—Debiera V. habérmelo advertido.

—¿Para qué?

—Para haber destacado una descubierta a vanguardia.

—Es cierto; pero aún es tiempo de hacerlo si V. quiere: al extremo de este desfiladero es donde se encuentran los que nos están aguardando.

—Según eso, ¿llegamos ya?

—Casi, casi.

—Entonces apresuremos el paso.

—Con mucho gusto.

Y continuaron marchando.

De pronto el guía se detuvo y dijo:

—¡Eh! mi Capitán, mire V. allí: ¿no es un cañón de fusil lo que brilla a la luz del sol?

El capitán alzó los ojos con viveza hacia el sitio que le señalaba el soldado.

En el mismo instante estalló una descarga espantosa en ambos lados del camino, y una granizada de balas llovió sobre el convoy.

Antes de que el capitán, furioso al ver aquella traición indigna, hubiese podido sacar una pistola de su cinto, cayó al suelo arrastrado por su caballo al que un balazo había herido en el corazón.

El guía acababa de desaparecer sin que fuese posible saber cómo se había fugado.


XXVIII.

JOHN DAVIS.


John Davis, el mercader de esclavos, tenía un temple sobrado fuerte para que las escenas que había presenciado durante aquel día, y en las que en cierto momento representó él también un papel bastante activo, hubiesen dejado en su mente una impresión muy duradera.

Después de haberse separado del Zorro-Azul continuó bastante tiempo galopando y orientándose en dirección del sitio en que debía reunirse con el Jaguar; pero poco a poco fue entregándose por completo a sus cavilaciones, y como el caballo, con el instinto admirable que distingue a estos nobles animales, comprendió que su jinete ya no se cuidaba de él, fue disminuyendo gradualmente la rapidez de su marcha, pasando del galope rápido a una media rienda, de ésta al trote, y por fin al paso, llevando la cabeza baja y cogiendo con el extremo del hocico algunos bocados de yerba o algunas hojas.

John Davis sentía su curiosidad muy excitada por la conducta de uno de los personajes con quienes la casualidad le había puesto en contacto en aquella mañana tan fértil en sucesos de todas clases. El personaje que tenía el privilegio de llamar en tan sumo grado la atención del americano, era el Desollador-Blanco.

La lucha heroica sostenida por aquel hombre solo contra una nube de enemigos encarnizados, su fuerza hercúlea, la destreza con que manejaba su caballo, todo le parecía prodigioso en aquel individuo singular.

Muchas veces, en las veladas del vivac, había oído hacer, acerca de aquel cazador, los relatos más extraordinarios y exagerados, sobre todo a los indios a quienes inspiraba un terror cuya razón comprendía ya desde que había visto al hombre, porque éste se reía de las armas dirigidas contra su pecho, y siempre salía sano y salvo de los combates que empeñaba, fuese el que quisiera el número de sus adversarios, y parecía más bien un demonio que una criatura humana. John Davis, a pesar suyo, se estremecía con aquellos pensamientos y se felicitaba por haberse librado tan milagrosamente del peligro que corrió en su encuentro con el Desollador.

Consignaremos de paso que no hay en el mundo pueblo alguno más supersticioso que el norteamericano. Esto es muy fácil comprenderlo: aquella nación, verdadera capa de arlequín, es un compuesto heterogéneo de todas las razas que pueblan al antiguo mundo; cada uno de los representantes de estas razas llegó a América llevando en su equipaje de emigrado, no solo sus vicios y sus pasiones, sino también sus creencias y sus supersticiones de todas clases, las más locas, las más pueriles y las más absurdas, con tanto más motivo cuanto que la masa de los emigrados que en diferentes épocas se refugiaron en América, se componía de gentes en su mayor parte desprovistas de toda instrucción: bajo este punto de vista los norteamericanos, debemos hacerles esta justicia, no han degenerado en manera alguna: hoy son por lo menos tan groseros y tan brutales como lo eran sus antepasados.

Fácil será imaginar la cantidad notable de leyendas de brujas, de fantasmas, etc., que circulan por la América del Norte, y lo mucho que esas leyendas, conservadas por la tradición, pasando de boca en boca, y con el tiempo mezclándose unas con otras, han debido acrecentarse aún en un país en que los aspectos grandiosos de la naturaleza arrastran de por sí la imaginación a la melancolía.

Por eso John Davis, aunque se jactaba de ser hombre despreocupado, no dejaba de poseer, como todos sus compatriotas, una fuerte dosis de credulidad, y aquel hombre, que sin duda no habría retrocedido, aunque viese varios fusiles dirigidos contra su pecho, se estremecía de miedo al oír el ruido de una hoja que caía por la noche sobre su hombro.

Por lo demás, tan luego como a John Davis se le ocurrió la idea de que el Desollador-Blanco era un demonio, o cuando menos un brujo, se apoderó de ella, y esta suposición llego a ser inmediatamente para él un artículo de fe. Como es natural, al instante se sintió tranquilizado por este descubrimiento; sus ideas volvieron a tomar su curso ordinario, y la preocupación que atormentaba a su mente desapareció como por encanto; su opinión se hallaba ya completamente formada respecto de aquel hombre, y si otra vez volvía la casualidad a ponerlos frente a frente, ya sabría cómo había de proceder con él.

Juzgándose dichoso porque al fin había encontrado aquella solución, levantó alegremente la cabeza y dirigió en torno suyo una mirada investigadora con el fin de enterarse de los sitios por donde iba pasando.

Hallábase próximamente en el centro de una llanura extensa y poco accidentada, cubierta de una yerba crecida, y sombreada en algunos puntos por pequeños grupos de árboles.

Pero de improviso se empinó sobre los estribos, colocó su mano derecha sobre sus ojos a manera de pantalla, y miró atentamente.

A media milla, sobre poco más o menos, del sitio en que estaba parado, un poco hacia la derecha, es decir, precisamente en la dirección que John se disponía a seguir, veía una delgada columna de humo que se alzaba del centro de unos matorrales.

En el desierto un poco de humo que se vea en el camino, da siempre amplio motivo de reflexión.

El humo se alza, por lo general, de un fuego en torno del cual se hallan sentados varios individuos.

Ahora bien, el hombre, más desgraciado en esto que las fieras, teme siempre en la pradera el encuentro de su semejante, porque siempre hay cien probabilidades contra una de que el individuo a quien llegue a ver sea un enemigo.

Sin embargo, John Davis, después de reflexionar maduramente, resolvió avanzar hacia el humo que estaba viendo; desde la madrugada se hallaba casi en ayunas, el hambre comenzaba a hostigarle, y además sentía gran cansancio. Examinó, pues, sus armas con la mayor atención con el fin de poder recurrir a ellas si era necesario, y clavando las espuelas a su caballo, se encaminó resueltamente hacia el humo, aunque vigilando con esmero los alrededores por temor de ser sorprendido.

Al cabo de diez minutos llegó al sitio que se proponía; pero como a unos cincuenta pasos del grupo de árboles contuvo la carrera de su caballo, volvió a colocar su rifle atravesado sobre el arzón de su silla, su semblante perdió la expresión recelosa que tenía, y se adelantó hacia la hoguera con la sonrisa en los labios y con el aspecto más pacífico y amistoso que pudo imaginar.

En medio de una espesura cuya sombra protectora ofrecía cómodo abrigo al viajero cansado, un hombre que vestía el uniforme de los dragones mejicanos se hallaba indolentemente sentado delante de una hoguera que le servía para condimentar su comida, mientras fumaba una pajilla. Una larga lanza guarnecida de su banderola estaba apoyada cerca de él en el tronco de un árbol, y un caballo completamente aparejado, pero al cual habían quitado el freno, comía con la mayor tranquilidad los retoños de los árboles y la tierna yerba de la pradera.

Aquel hombre parecía que tenía veintisiete o veintiocho años; su astuto rostro estaba animado por unos ojillos vivos, y el color cobrizo de su piel revelaba su origen indio.

Hacía mucho tiempo que había visto al jinete que se acercaba; pero no pareció que le daba gran importancia, y con la mayor tranquilidad continuó fumando y vigilando su comida, sin adoptar contra la visita imprevista que le llegaba más precaución que la de cerciorarse de si su sable salía bien de su vaina. John Davis, cuando ya distó pocos pasos del soldado, se detuvo, y llevándose la mano al sombrero, dijo:

—¡Ave María Purísima!

—¡Sin pecado concebida! respondió el dragón correspondiendo al saludo del americano.

—Santas tardes, repuso John.

—Dios se las dé a V. muy buenas, respondió inmediatamente el soldado.

Apuradas ya estas fórmulas sacramentales de todo encuentro, se prescindió de toda ceremonia y quedó hecho el conocimiento.

—Eche V. pie a tierra, caballero, dijo el dragón; el calor es sofocante en la pradera; tengo aquí una sombra excelente, y en este momento estoy cociendo un pedazo de cecina con habichuelas encarnadas, sazonadas con pimentón, que le han de gustar a V. mucho si quiere hacerme el favor de participar de mi comida.

—Acepto con mucho gusto su amable convite, respondió el americano sonriendo, y con tanto más motivo, cuanto que confieso a V. que me estoy muriendo de hambre y cayendo de cansancio.

—¡Cáspita! Entonces me felicito de la afortunada casualidad que nos reúne. Eche V. pie a tierra sin más tardanza.

—Eso mismo voy a hacer.

En efecto, el americano se apeó de su caballo, le quitó el freno, y el noble animal fue al instante a reunirse con su compañero, mientras que su amo, lanzando un suspiro de satisfacción, se tendió en el suelo junto al dragón.

—¿Parece que ha andado V. una jornada muy larga? preguntó el soldado.

—Sí Señor, respondió el americano, hace diez horas que estoy a caballo, sin contar con que he pasado la mañana batiéndome.

—¡Cuerpo de Cristo! Rudo trabajo ha hecho usted.

—Bien puede V. decirlo sin temor de equivocarse, porque, a fe de cazador, que nunca he tenido tanto que hacer.

—¿Es V. cazador?

—Para servir a V.

—¡Hermoso oficio! dijo el soldado lanzando un suspiro. Yo también lo he sido.

—¿Y le echa V. de menos?

—¡Cada día más!

—Comprendo eso. Cuando se ha llegado a probar la vida del desierto, siempre se quiere volver a ella.

—¡Ay! Sí por cierto.

—¿Por qué la abandonó V., puesto que tanto le gustaba?

—¡Ah! Ahí tiene V., dijo el soldado, el amor.

—¿Cómo el amor?

—Sí, cometí la tontería de enamorarme de una muchacha que me hizo sentar plaza.

—¡Diablo!

—Sí, y luego apenas me hube puesto el uniforme, me dijo que se había equivocado respecto de mí, y que vestido de soldado estaba aún más feo de lo que ella había creído. En resumen, me dejó plantado sin ceremonia para irse con un arriero.

El americano no pudo menos de reírse al oír tan singular historia.

—Es triste cosa, ¿verdad? repuso el soldado.

—Muy triste, replicó John Davis procurando en vano recobrar su seriedad.

—¡Qué quiere V.! añadió melancólicamente el soldado, ¡el mundo no es más que un continuo engaño! Pero creo que nuestra comida está ya en sazón, exclamó variando de tono; percibo cierto olorcillo que me advierte que es ya tiempo de quitarle del fuego.

Como John Davis ninguna objeción tenía que oponer al dictamen del soldado, éste llevó a cabo en seguida su determinación; retiróse la comida del fuego y fue puesta delante de los dos hombres, quienes comenzaron a atacarla con tanto vigor, que muy luego quedó agotada, a pesar de que era abundante.

Aquel manjar suculento había sido rociado con sendos tragos de refino de Cataluña, del que parecía que el soldado se hallaba abundantemente provisto.

Todo ello concluyó con el cigarrillo de rigor, ese complemento indispensable de toda comida hispano-americana, y los dos hombres, fortalecidos por el buen alimento con que habían provisto sus estómagos, se encontraron muy contentos y en la mejor disposición para conversar con entera franqueza.

—Me parece V. hombre muy precavido, dijo el americano echando una cantidad enorme de humo, de la que una parte salía por la boca y la otra por la nariz.

—Es una reminiscencia de mi antigua vida de cazador. Los soldados, por lo general, no suelen ser tan cuidadosos como yo, ni con mucho.

—Cuanto más le observo a V., repuso John Davis, más extraño me parece que haya V. podido decidirse a adoptar un género de vida tan poco lucrativo como el de soldado.

—¡Qué quiere V.! La fatalidad, y luego la imposibilidad en que me encuentro de mandar el uniforme al diablo. Al menos tengo la esperanza de ascender a cabo antes de un año.

—¡Eh! No es mal grado, según he oído decir; la paga debe ser buena.

—No sería mala si nos la diesen.

—¿Cómo es eso?

—Sí, parece que el gobierno no está muy holgado de dinero.

—Según eso, ¿sirven VV. al fiado?

—No hay otro remedio.

—¡Diablo! Pero perdóneme V. si le hago todas estas preguntas, que deben parecerle indiscretas.

—Nada de eso, no se contenga V., estamos hablando como dos amigos.

—¿Cómo se mantienen VV.?

—¡Ah! De una manera muy sencilla: tenemos lo casual.

—¡Lo casual! ¿Y qué es eso?

—¿No lo entiende V.?

—Confieso que no.

—Pues voy a explicárselo

—Me dará V. mucho gusto.

—Sucede de vez en cuando que nuestro capitán o nuestro general nos confía una misión.

—Muy bien.

—Y eso se paga aparte: cuanto mayor es el peligro, mayor es también la recompensa.

—¿Siempre al fiado, por supuesto?

—¡No, diablo! Pagada de antemano.

—¿Y suelen VV. tener algunas veces encargos de esa especie?

—Muy a menudo, sobre todo en tiempo de pronunciamientos.

—Sí; pero hace cerca de un año que ningún general se ha pronunciado.

—¡Desgraciadamente!

—¿De modo que estará V. exhausto de fondos?

—No del todo.

—¿Ha tenido V. alguna de esas misiones?

—Tengo una en este momento.

—¿Bien pagada?

—Regular.

—¿Habrá indiscreción en preguntar a V. cuánto le han dado?

—Nada de eso: he recibido veinticinco onzas de oro.

—¡Cáspita! La cantidad es bonita. Peligrosa debe ser el encargo para haberle tasado tan alto.

—No deja de serlo.

—¡Ah! ¡Pues entonces tenga V. cuidado!

—Gracias, pero no corro gran riesgo; solo se trata de entregar un oficio.

—Verdad es que un oficio, repuso el americano con la mayor indiferencia.

—¡Oh! Éste es más importante de lo que V. supone.

—¿De veras?

—Sí por cierto, pues se trata de varios millones.

—¿Qué está V. diciendo? exclamó John Davis estremeciéndose sin querer.

El cazador, desde su encuentro con el soldado, había maniobrado astutamente para inducirle a revelar el motivo que le llevaba a aquellos parajes desiertos, porque la presencia de un dragón aislado así en la pradera le había parecido muy singular, y con razón. Así pues, grande fue su alegría cuando vio al soldado caer por si mismo en el lazo que le tendía.

—Sí, repuso el dragón, el general Rubio, de quien soy asistente, me ha despachado con un parte para el capitán Melendez, que en este momento va escoltando una conducta de plata.

—¿Lo cree V.?

—¡Cáspita si lo creo! Cuando le digo a V. que llevo yo el oficio.

—Es verdad. Pero ¿con qué objeto escribe el general al capitán?

El soldado miró un instante de soslayo al cazador, y luego, variando repentinamente de tono y mirándole frente a frente, le dijo:

—¿Quiere V. que juguemos con cartas descubiertas?

John se sonrió y respondió:

—¡Bueno! Veo que podremos entendernos, ¿Por qué no? Entre caballeros, las condiciones son las que lo hacen todo. Así pues, jugaremos con entera franqueza, ¿eh?

—Queda convenido.

—Confiese V. que desearía en extremo conocer el contenido de este oficio.

—¡Oh! Por mera curiosidad, se lo juro a V.

—¡Pardiez! Estoy convencido de ello. Pues bien, solo de V. depende el lograrlo.

—Entonces no tardaré mucho. Veamos las condiciones de V.

—Son muy sencillas.

—Dígalas V.

—Míreme V. bien. ¿No me conoce V.?

—En verdad que no.

—Ya veo que tengo más memoria que V.

—Es muy posible.

—Yo le conozco a V.

—¿Sí?

—Sin duda alguna.

—Me habrá V. visto en alguna parte.

—Es probable. Pero esto importa muy poco: lo principal es que yo sepa quién es V.

—¡Oh! Un simple cazador.

—Sí, y un amigo íntimo del Jaguar.

—¡Cómo! exclamó el cazador estremeciéndose de sorpresa.

—No se asuste V. por tan poco: respóndame tan solo si es verdad o no.

—Es verdad. De V. para mí no sé por qué habría de negarlo.

—Haría V. muy mal. ¿Dónde está el Jaguar en este momento?

—No lo sé.

—Es decir, no quiere V. revelármelo.

—Justamente.

—Bien; pero, si yo lo desease, ¿podría V. conducirme a su presencia?

—No veo en ello inconveniente alguno, si el asunto merece la pena.

—¿No he dicho ya que se trata de algunos millones?

—Sí por cierto, pero no me lo ha probado usted.

—¿Y esa prueba es la que V. exige?

—Nada más.

—Eso es bastante difícil.

—No por cierto.

—¿Cómo así?

—¡Pardiez! Yo soy buen compañero, y solo quiero poner a cubierto mi responsabilidad: enséñeme V. el oficio y con eso me contento.

—¿Y quedará V. satisfecho?

—Con tanto más motivo cuanto que conozco la letra del general.

—¡Oh! Entonces está muy bien.

Y sacando el dragón de su pecho un ancho pliego, se lo enseñó al americano, aunque sin soltarlo, y le dijo:

—Mire V.

John lo examinó atentamente durante algunos minutos.

—Es realmente la letra del general, ¿verdad? repuso el soldado.

—Sí.

—¿Consiente V. ahora en conducirme a donde se halle el Jaguar?

—Cuando V. quiera.

—Entonces al momento.

—Corriente, al momento.

Los dos hombres se levantaron a un tiempo, pusieron los frenos a sus caballos, montaron y abandonaron a galope el sitio que, durante algunas horas, les había ofrecido tan grata sombra.


XXIX.

EL TRATO.


Los dos aventureros caminaban alegremente al lado uno de otro, charlando acerca de la lluvia y el buen tiempo, dándose mutuamente malicias del desierto, es decir, de las cacerías y de las escaramuzas con los indios, y hablando de los sucesos políticos que, desde hacía algunos meses, habían adquirido cierta gravedad y una importancia peligrosa para el gobierno mejicano.

Pero mientras charlaban así sin tino, dirigiéndose mutuamente preguntas cuyas respuestas no se tomaban el trabajo de escuchar, su conversación no tenía más objeto que el de ocultar la secreta preocupación que les agitaba.

En su discusión precedente cada uno de ellos había querido andar con astuciosas tretas, procurando arrancarse mutuamente sus secretos, el cazador maniobrando para inducir al soldado a cometer una traición, y éste deseando más que nada venderse y obrar en tal concepto. De esta lucha de astucia resultó que los dos se encontraron de igual fuerza, y que cada cual obtuvo el resultado que ambicionaba.

Pero, para ellos, la cuestión no estribaba precisamente en esto: como sucede con todos los caracteres viciados, el buen éxito, en vez de satisfacerles, suscitó en su mente una multitud de sospechas. John Davis se preguntaba a sí mismo qué causa habría inducido al dragón a hacer traición tan fácilmente a los suyos sin estipular desde luego ventajas importantes para sí, porque en América todo se cotiza y la infamia, sobre todo, produce mucho.

El dragón, por su parte, juzgaba que el cazador había creído con sobrada facilidad sus palabras, y no obstante los modales afectuosos de su compañero, cuanto más se acercaba al campamento de los merodeadores de fronteras, más se aumentaba su malestar, porque comenzaba a temer que había ido a dar de cabeza en un lazo y que se había fiado con sobrada imprudencia de un hombre cuya fama estaba muy lejos de tranquilizarle.

He ahí la disposición de ánimo en que los dos aventureros se hallaban el uno respecto del otro una hora escasamente después de haber abandonado el sitio en que se encontraron de un modo tan fortuito.

Sin embargo, cada cual ocultaba con el mayor cuidado sus recelos en el fondo de su corazón; nada dejaban traslucir exteriormente. Por el contrario, aumentaban su cortesía y su urbanidad el uno para con el otro, tratándose más bien como hermanos queridos y gozosos por volver a verse después de una ausencia prolongada, que como hombres que dos horas antes se habían hablado por primera vez.

Hacía próximamente una hora que se había puesto el sol, y la noche cerraba por completo cuando llegaron a poca distancia del campamento del Jaguar, cuyas hogueras brillaban en medio de la oscuridad, reflejándose con efectos de luz a cual más fantásticos sobre los objetos inmediatos, y dando al paisaje agreste de la pradera un carácter de salvaje majestad.

—Ya hemos llegado, dijo el cazador parando su caballo y volviéndose hacia su compañero; nadie nos ha visto: todavía puede V. retroceder sin temor de que nadie le persiga. ¿Qué decide usted?

—¡Canario! Compañero, respondió el soldado encogiéndose levemente de hombros con expresión desdeñosa, no he venido hasta aquí para volverme atrás desde la entrada del campamento. Permítame V. que le diga con el debido respeto que su observación me parece cuando menos singular.

—Era deber mío hacérsela a V.: ¿quién sabe si mañana se arrepentirá V. del paso aventurado que hoy Va a dar?

—Es muy posible; pero ¿qué quiere V.? Correré ese riesgo: mi determinación está adoptada y es invariable. Así pues, sigamos adelante en nombre de Dios.

—Como V. guste. Antes de un cuarto de hora estará V. en presencia del hombre a quien desea ver; se explicará con él, y habré cumplido mi cometido.

—Y solo me restará dar a V. infinitas gracias, dijo el soldado interrumpiéndole con viveza. Pero no permanezcamos aquí más tiempo, que podemos llamar la atención y convertirnos en blanco de alguna bala, lo cual confieso a V. que me agradaría muy poco.

El cazador, sin responder, hizo sentir la espuela a su caballo, y continuaron avanzando.

Al cabo de algunos instantes se encontraron en el círculo de luz proyectado por la llama de las hogueras; casi en seguida se oyó el ruido que se produce al amartillar un rifle, y una voz brusca les gritó que se detuviesen al momento.

La intimación, a pesar de no ser del todo cortés, era, sin embargo, muy perentoria, y los dos aventureros juzgaron prudente obedecerla.

Entonces salieron de los atrincheramientos varios hombres armados, y uno de ellos, dirigiéndose a los dos forasteros, les preguntó, quiénes eran y qué buscaban a una hora tan inoportuna.

—Somos amigos, respondió el cazador, y queremos entrar cuanto antes.

—Todo eso está muy bien, repuso el otro; pero si no dicen VV. sus nombres, no entrarán tan pronto, y mucho más cuando uno de VV. viste un uniforme que no está muy bien mirado entre nosotros.

—Está bien, Ruperto, respondió el americano; soy John Davis, y creo que ya me conoce V. Así pues, franquéeme V. el paso sin más tardanza, y yo respondo del señor, quien tiene que comunicar al jefe un asunto de la mayor importancia.

—Sea V. muy bienvenido, John, y no se enfade: ya sabe V. que la prudencia es la madre de la seguridad.

—Sí, sí, dijo el americano riendo, V. nunca se compromete por obrar de ligero, compadre.

Entraron en el campamento sin encontrar más obstáculo.

La mayor parte de los merodeadores de fronteras dormían tendidos en torno de las hogueras; únicamente unos cuantos centinelas vigilantes, colocados en los límites del campamento, velaban por la común seguridad.

John Davis echó pie a tierra, invitando a su compañero a que le imitase; luego, haciéndole una seña para que le siguiese, se adelantó hacia una tienda de campaña, al través de cuya lona se veía brillar una luz débil y temblorosa.

Cuando el cazador hubo llegado a la entrada de la tienda, se paró, y después de dar dos palmadas, preguntó con voz contenida:

—¿Duerme V., Jaguar?

—¿Es V., John Davis, mi buen compañero? preguntaron en seguida desde adentro.

—Sí Señor.

—Entonces entre V., que le aguardo con impaciencia.

El americano levantó la cortina que cubría la entrada y penetró en la tienda; el soldado se deslizó detrás de él, y la cortina volvió a caer.

El Jaguar, sentado sobre un cráneo de bisonte, hojeaba una correspondencia voluminosa a la luz de un candil; en un rincón de la tienda se veían extendidas dos o tres pieles de oso, que sin duda estaban destinadas a servirle de lecho. Al ver a los que llegaban, el joven dobló sus papeles y los metió en una cajita de hierro cuya llave se guardó en el pecho; en seguida levantó la cabeza y fijó una mirada inquieta en el dragón.

—¿Qué es eso, John? dijo: ¿nos trae V. prisioneros?

—No, respondió el cazador; este soldado deseaba a toda costa ver a V. por ciertas razones que él mismo explicará, y he creído que debía complacerle.

—Bien, dentro de un momento nos entenderemos con él. Y V., ¿qué ha hecho?

—Lo que V. me había encargado.

—Según eso, ¿ha alcanzado V. un completo buen éxito?

—Completo.

—¡Bravo! Amigo mío. Cuénteme V. eso.

—¿Para qué dar ahora pormenores? respondió el americano señalando con una ojeada al dragón que permanecía inmóvil e impasible a pocos pasos de distancia.

El Jaguar lo comprendió y dijo:

—Es cierto. Veamos ahora qué viene a ser este hombre.

Y dirigiéndose al soldado, añadió:

—Acérquese V., amigo.

—A la orden de V., mi Capitán.

—¿Cómo se llama V.?

—Gregorio Felpa. Soy dragón, como puede usted verlo por mi uniforme.

—¿Por qué motivo deseaba V. verme?

—Por el deseo de prestar a V. un servicio importante.

—Doy a V. gracias; pero, por lo general, los servicios cuestan sumamente caros, y yo no soy rico.

—Llegará V. a serlo.

—Así lo deseo. Veamos, ¿cuál es ese gran servicio que intenta V. prestarme?

—Voy a explicarme en pocas palabras. Toda cuestión política presenta dos aspectos: esto depende del punto de vista bajo el cual se la considere. Yo soy nacido en Tejas, e hijo de un norteamericano y de una india, lo cual equivale a decir que aborrezco con toda mi alma a los mejicanos.

—Al grano, al grano.

—A eso voy. Siendo soldado, aunque contra toda mi voluntad, el general Rubio me ha encargado que lleve al capitán Melendez un despacho en el cual le cita para un sitio en que debe reunirse con él a fin de evitar el Río Seco, en donde dicen que tiene V. intención de emboscarse para apoderarse de la conducta de plata.

—¡Hola! ¡Hola! dijo el Jaguar, quien escuchaba ya con suma atención; pero ¿cómo conoce V. el contenido de ese despacho?

—De una manera muy sencilla. El general tiene en mí la mayor confianza y me ha leído el despacho, porque a mí es a quien ha encargado que sirva de guía al capitán Melendez para dirigirse al sitio de la cita.

—Según eso, ¿hace V. traición a su jefe?

—¿Es ese el nombre que da V. a mi acción?

—Hablo colocándome en el lugar del general.

—¿Y colocándose V. en el suyo?

—Cuando hayamos arreglado el asunto, se la diré a V.

—Bueno, respondió el dragón con tono indiferente.

—¿Tiene V. ahí ese despacho?

—Aquí está.

El Jaguar lo cogió, lo examinó atentamente dándole algunas vueltas, e hizo el ademán de abrirlo.

—¡Deténgase V.! exclamó el soldado con viveza.

—¿Por qué?

—Porque si le abre V., ya no podré entregársele a la persona a quien está destinado.

—¿Cómo dice V. eso?

—No me entiende V., replicó el soldado con una impaciencia mal disimulada.

—Así lo creo, respondió el Jaguar.

—Solo le pido a V. que me escuche durante cinco minutos.

—Hable V.

—El punto en que el general cita al capitán Melendez es la laguna del Venado. Antes de llegar a ese sitio hay un desfiladero bastante angosto y muy fragoso.

—Le conozco, es el desfiladero del Palo Muerto.

—Bueno. Se emboscará V. en él, a la derecha y a la izquierda, entre los matorrales, y cuando pase el convoy, le atacará V. por todos los lados a la vez. Es imposible que se escape, si, como supongo, adopta V. bien sus disposiciones.

—Sí, el sitio es muy favorable para un golpe de mano; pero ¿quién me responde de que el convoy pasará por ese desfiladero y no por el del Río Seco?

—Yo.

—¿Cómo V.?

—Sí por cierto, puesto que yo he de servir de guía.

—Ahora sí que ya no nos entendemos.

—Al contrario, nos entendemos muy bien. Voy a separarme de V.; iré a reunirme con el capitán a quien entregaré el despacho del general; que quiera que no, se verá obligado a tomarme por guía y le llevaré a poder de V., con la misma seguridad con que se conduce a un novillo al matadero.

El Jaguar dirigió al soldado una mirada que parecía que quería penetrar hasta lo más profundo de su corazón.

—Es V. un mozo muy atrevido, le dijo por fin; pero, en concepto mío, arregla V. demasiado bien las cosas a su antojo. Yo no le conozco a V.: ésta es la primera vez que le veo y (perdóneme que le hable con tanta franqueza) es para fraguar una traición. ¿Quién me responde de la fidelidad de V.? Si soy bastante necio para dejarle marchar tranquilamente, ¿quién me asegura que no se volverá contra mí?

—Mi propio interés ante todo: si merced a mi auxilio se apodera V. del convoy, me pagará quinientas onzas de oro.

—No es demasiado caro. Sin embargo, permítame V. que le haga todavía otra observación.

—Hágala V.

—Nada me prueba que no le hayan prometido a V. el doble por apoderarse de mí.

—¡Oh! ¡No! dijo el soldado con energía.

—¡Cáspita! Oiga V., cosas más singulares se han visto, y por poco que valga mi cabeza, confieso a V. mi debilidad de tenerla mucho apego. Así pues, le advierto que si no tiene mejores garantías que darme, queda deshecho el negocio.

—¡Sería lástima!

—Ya lo sé; pero la culpa es de V. y no mía. Debía V. haber adoptado mejor sus medidas antes de venir a buscarme.

—¿Con que nada podrá convencerle a V. de mi buena fe?

—Nada.

—Veamos, es preciso concluir, exclamó el soldado con impaciencia.

—Eso es lo que más deseo.

—¿Queda bien convenido entre nosotros que me dará V. quinientas onzas de oro?

—Sí, si por mediación de V. me apodero de la conducta de plata.

—Desde luego.

—Pues se las prometo a V.

—Basta; sé que nunca falta V. a su palabra.

Entonces se desabrochó el uniforme, cogió una bolsita colgada de su cuello con una cadena de acero, y se la presentó al cabecilla diciéndole:

—¿Conoce V. esto?

—Sí por cierto, respondió el Jaguar santiguándose devotamente, es una reliquia.

—Bendecida por el Papa, como lo prueba este certificado.

—Es cierto.

El dragón se quitó la reliquia y la puso en manos del Jaguar; luego, cruzando el pulgar de la mano derecha con el de la izquierda, dijo con voz firme y acentuada:

—Yo, Gregorio Felpa, juro sobre esta reliquia cumplir fielmente todas las cláusulas del trato que acabo de estipular con el noble capitán denominado el Jaguar: si falto a mi juramento, renuncio desde hoy y para siempre a la parte que espero tener en el paraíso, y me consagro a las llamas eternas del infierno. Ahora, añadió, guarde V. esa reliquia preciosa; a mi regreso me la devolverá.

El capitán, sin contestar, se la colgó inmediatamente al cuello.

¡Contradicción singular del corazón humano! ¡Anomalía inexplicable! Esos hombres, esos indios, paganos en su mayor parte no obstante el bautismo que han recibido, y que a pesar de fingir que observan ostensiblemente las reglas de nuestra religión, practican en secreto los ritos de su culto, tienen viva fe en las reliquias y los amuletos; todos llevan alguna al cuello en una bolsita, y esos hombres disolutos y perversos, para quienes nada hay sagrado, que se ríen de los sentimientos más nobles, y cuya vida entera trascurre imaginando picardías y maquinando traiciones, profesan tan profundo respeto a aquellas reliquias, que no hay ejemplo alguno de que un juramento prestado sobre una de ellas haya sido falseado nunca.

Explique quien quiera este hecho extraordinario: en cuanto a nosotros, nos limitamos a consignarle.

Ante el juramento prestado por el dragón, las sospechas del Jaguar se desvanecieron inmediatamente para ser sustituidas por la confianza más completa.

La conversación perdió el tono ceremonioso que hasta entonces había tenido; el soldado se sentó sobre un cráneo de bisonte, y los tres hombres, puestos ya de acuerdo, discutieron en la mejor armonía los medios más oportunos que debían emplearse para no sufrir un descalabro.

El plan propuesto por el soldado tenía una sencillez y una facilidad de ejecución que garantizaban su buen éxito; por eso fue adoptado en su totalidad, y la discusión solo versó ya sobre los pormenores.

Por último, a una hora bastante avanzada de la noche se separaron con el objeto de disfrutar algunos momentos de un descanso indispensable entre las fatigas del día que acababa de trascurrir y las que tendrían que soportar en el siguiente.

Gregorio durmió, como suele decirse, a pierna suelta, es decir, sin interrupción.

Unas dos horas antes de que saliese el sol, el Jaguar se inclinó hacia el soldado y le despertó: éste se levantó en seguida, se restregó los ojos, y al cabo de cinco minutos estaba tan ágil y dispuesto como si hubiese dormido cuarenta y ocho horas seguidas.

—Ya es tiempo de marchar, le dijo el Jaguar a media voz; John Davis ha cuidado y ensillado ya por sí mismo vuestro caballo. Venga V.

Salieron de la tienda. En efecto, el americano tenía de las riendas el caballo del soldado. Éste se puso en la silla de un salto, sin valerse de los estribos, para demostrar que estaba perfectamente descansado.

—Sobre todo, dijo el Jaguar, observe V. la mayor prudencia, tenga sumo cuidado con sus palabras y con sus más mínimos gestos, porque va V. a tener que habérselas con el oficial más valiente y más experimentado del ejército mejicano.

—Fíe V. en mí, Señor Capitán. ¡Canario! La recompensa es demasiado buena para que yo me exponga a echar a perder el negocio.

—Una palabra todavía.

—Diga V.

—Arréglese V. de modo que el convoy no llegue al desfiladero hasta el anochecer, pues la oscuridad entra por mucho en el buen éxito de una sorpresa. Y ahora, ¡adiós y buena suerte!

—Deseo a V. otro tanto.

El Jaguar y el americano escoltaron al dragón hasta los últimos atrincheramientos con el fin de dar el santo y seña a los centinelas avanzados, quienes, a no ser por esta precaución, y viendo el uniforme que Gregorio vestía, sin duda alguna le habrían hecho fuego desapiadadamente.

Cuando hubo salido del campamento, los dos hombres le siguieron con la vista durante todo el tiempo que pudieron distinguir su negra silueta, deslizándose como una sombra entre los árboles del bosque, en donde no tardó en desaparecer.

—He ahí lo que se llama un pícaro redomado, dijo John Davis; es más astuto que una zorra. ¡Vive Dios! ¡Qué tuno tan hediondo!

—¡Eh! Amigo mío, respondió el Jaguar, se necesitan hombres de ese temple. Sin eso ¿qué sería de nosotros?

—¡Es verdad! Esos hombres son necesarios como la peste y la lepra. Sin embargo, sostengo mis palabras: ¡es el pícaro más completo que he visto en toda mi vida, y bien sabe Dios que en el curso de mi existencia he visto desfilar por delante de mí una colección magnífica!

Algunos minutos después, los merodeadores de fronteras levantaban el campo y montaban a caballo con el fin de dirigirse al desfiladero para el cual habían dado cita a Gregorio Felpa, el asistente del general Rubio, quien había depositado en él una confianza a que tan acreedor se hacía en todos conceptos.


XXX.

LA EMBOSCADA.


El Jaguar adoptó tan bien sus medidas, y el traidor que guió la conducta de plata maniobró tan bien, que los mejicanos habían caído en una emboscada de la cual era muy difícil, ya que no imposible, que saliesen.

Los soldados, atemorizados un instante por la caída de su jefe cuyo caballo fue herido mortalmente en el principio de la acción, pero dóciles, sin embargo, a la voz del capitán, quien por un esfuerzo supremo había logrado levantarse casi en seguida, se agruparon en torno de la recua, y haciendo frente con resolución a todos los costados a la vez, se dispusieron a defender con valor el precioso depósito confiado a su custodia.

La escolta mandada por el capitán Melendez, aunque poco numerosa, se componía de soldados viejos y de experiencia, acostumbrados hacía mucho tiempo a la guerra de guerrillas y para quienes nada extraordinario ofrecía la posición crítica en que su mala estrella les había colocado.

Los dragones echaron pie a tierra, y tirando sus largas lanzas que les eran inútiles en una lucha como la que se preparaba, cogieron sus carabinas, se las echaron a la cara, y con los ojos fijos en los matorrales, aguardaron impasibles la orden de comenzar el fuego.

El capitán Melendez había estudiado el terreno con una ojeada rápida, y vio que estaba muy lejos de serle favorable. A derecha e izquierda había ásperas pendientes coronadas de enemigos; a retaguardia, una partida numerosa de merodeadores de fronteras, emboscada detrás de unos árboles caídos que, como por encanto, habían interceptado súbitamente el camino y cortado la retirada; por último, a vanguardia, un precipicio de cerca de veinte metros de anchura y de una profundidad incalculable.

Así pues, parecía que a los mejicanos se les arrebataba toda esperanza de salir sanos y salvos de la posición en que se hallaban acorralados, no solo por razón del considerable número de enemigos que les cercaban por todos lados, sino también por la disposición del sitio. Sin embargo, después que el capitán hubo estudiado atentamente el terreno, brilló en sus ojos un relámpago, y una sonrisa sombría iluminó su semblante.

Hacía mucho tiempo que los dragones conocían a su jefe, tenían fe en él, vieron aquella sonrisa y se acrecentó su valor.

El capitán se había sonreído, luego tenía esperanza.

Verdad es que ni un solo hombre, en toda la escolta, hubiera podido decir en qué consistía aquella esperanza.

Después de la primera descarga, los merodeadores coronaron inopinadamente las alturas, pero permanecieron inmóviles, contentándose con vigilar con la mayor atención los movimientos de los mejicanos.

El capitán aprovechó este momento de tregua que tan generosamente le ofrecía el enemigo, para adoptar algunas disposiciones defensivas y corregir su plan de batalla.

Descargáronse las mulas, colocáronse los preciosos cajones enteramente atrás, lo más lejos posible del enemigo; luego las mulas y los caballos, llevados al frente de la línea de batalla del destacamento, fueron colocados de modo que sus cuerpos sirviesen de parapetos a los soldados, los cuales, con una rodilla en tierra y doblados detrás de aquel atrincheramiento vivo, se encontraron guarecidos en cierto modo contra las balas enemigas.

Cuando todas estas medidas estuvieron adoptadas y una ojeada postrera cercioró al capitán de que sus órdenes se habían ejecutado con puntualidad, se inclinó al oído del señor Bautista, arriero principal, y le dijo algunas palabras en voz baja.

El arriero hizo un movimiento brusco de sorpresa al oír las palabras del capitán; pero reanimándose en seguida, bajó afirmativamente la cabeza.

—¿Obedecerá V.? preguntó D. Juan mirándole fijamente.

—Sí, mi Capitán; lo juro por mi honor, contestó el arriero.

—Pues entonces le respondo a V. de que vamos a reírnos, dijo alegremente el joven.

El arriero se retiró, y el capitán fue a colocarse al frente de sus soldados. Apenas había ocupado su puesto de combate cuando un hombre apareció en la cumbre de la pendiente de la derecha: aquel hombre llevaba en la mano una lanza en cuyo extremo flotaba un pedazo de tela blanca.

—¡Oh! ¡Oh! murmuró el capitán, ¿qué significa eso? ¿Temen ya que se les escape su presa?

—¡Eh! gritó con voz fuerte, ¿qué quieren VV.?

—Parlamentar, respondió lacónicamente el hombre de la bandera.

—¡Parlamentar! replicó el capitán, ¿para qué? Además, tengo la honra de ser oficial en el ejército mejicano, y no puedo estipular tratos con bandidos.

—Tenga V. cuidado, Capitán, un valor inoportuno suele degenerar en fanfarronada; la posición de V. es desesperada.

—¿Lo cree V. así? respondió el joven con voz burlona.

—Está V. cercado por todas partes.

—Excepto por una.

—Sí; pero en esa hay un precipicio que no se puede pasar.

—¿Quién sabe? dijo el capitán, siempre en tono de sorna.

—En fin, ¿quiere V. escucharme, sí o no? repuso el otro a quien este diálogo comenzaba a impacientar.

—Corriente, dijo el oficial, veamos las proposiciones de V., y después le manifestaré mis condiciones.

—¿Qué condiciones? preguntó el parlamentario con sorpresa.

—¡Pardiez! Las que me propongo imponer a usted.

Una carcajada homérica de los merodeadores de fronteras acogió estas palabras altaneras. El capitán permaneció impasible y frío.

—¿Quién es V.? preguntó.

—El jefe de la gente que les tiene a VV. cautivos.

—¡Cautivos! Creo que no; en fin, allá veremos. ¡Ah! ¿Con que es V. el Jaguar, ese bandido feroz cuyo nombre es execrado en todas estas fronteras?

—Yo soy el Jaguar, respondió éste sencillamente.

—Muy bien. ¿Qué me quiere V.? Hable, y sobre todo sea breve, replicó el capitán apoyando la punta de su sable en el extremo de su bota.

—Quiero evitar la efusión de sangre, dijo el Jaguar.

—Eso está muy bien; pero me parece un poco tarde para adoptar una resolución tan laudable, dijo el oficial con su voz burlona.

—Escuche V., Capitán; es V. un oficial valiente, y sentiría yo que sucediese una desgracia; no se obstine V. en sostener una lucha imposible, rodeado como lo está por fuerzas considerables; toda tentativa de resistencia sería una locura imperdonable que no daría más resultado que la muerte de todos los soldados que usted manda, sin que le quede la menor esperanza de salvar el convoy confiado a su custodia. Ríndase V., se lo repito, pues no le queda otro medio de salvación.

—Caballero, respondió el oficial hablando ya esta vez en tono muy serio, doy a V. gracias por las palabras que acaba de pronunciar; tengo cierta experiencia para conocer a los hombres, y veo que en este momento habla V. lealmente.

—Sí, dijo el Jaguar.

—Desgraciadamente, prosiguió el capitán, me veo obligado a repetir a V. que tengo la honra de ser oficial, y que nunca consentiré en entregar mi espada a un jefe de partida cuya cabeza está a precio. Si he sido bastante idiota y loco para dejarme atraer a un lazo, tanto peor para mí; sufriré las consecuencias.

Los dos interlocutores se habían ido acercando uno a otro, y a la sazón hablaban frente a frente.

—Comprendo, Capitán, que en ciertas y determinadas circunstancias su honor militar le obligue a sostener una lucha, aún en condiciones desfavorables; pero aquí el caso es muy distinto, todas las probabilidades están contra V., y nada padecerá su honra con una rendición que librará: la vida de tantos soldados valientes.

—Y que sin disparar un tiro le entregará a usted la rica presa que tanto codicia, ¿no es verdad?

—Esa presa, por más que V. haga, no se nos puede escapar.

El capitán se encogió de hombros, y dijo:

—¡Está V. loco! Como todos los hombres acostumbrados a la guerra de las praderas, ha querido V. ser sobrado astuto, y sus ardides han ido demasiado lejos.

—¿Cómo así?

—Aprenda V. a conocerme, caballero: soy cristiano viejo, desciendo de los antiguos conquistadores, y la sangre española corre por mis venas. Todos mis soldados me son fieles y adictos: por orden mía se dejarán matar todos sin vacilar lo más mínimo; y por muy ventajosas que sean las posiciones que V. ocupa, por muy numerosa que sea su gente, se necesita cierto espacio de tiempo para exterminar a cincuenta hombres reducidos a la desesperación y resueltos a no pedir cuartel.

—Sí, dijo el Jaguar con voz sorda; pero se concluye por matarlos.

—Sin duda alguna, repuso tranquilamente el capitán; pero mientras V. nos va degollando, los arrieros, que al efecto han recibido ya mis órdenes terminantes, harán que las cajas de dinero vayan rodando unas después de otras al fondo del abismo, en cuya orilla nos ha acorralado V.

—¡Oh! exclamó el Jaguar con un ademán de amenaza mal entendido, no hará V. eso, Capitán.

—¿Por qué no he de hacerlo, si V. gusta? respondió fríamente el oficial. Sí que lo haré, se lo juro a V. por mi honor.

—¡Oh!

—Y entonces ¿qué sucederá? Que habrá V. asesinado cobardemente a cincuenta hombres sin más resultado que el de saciarse en la sangre de sus compatriotas.

—¡Rayo de Dios! ¡Eso es un delirio!

—No, no es más que la consecuencia lógica de la amenaza que V. me dirige: moriremos, pero como valientes, y habremos cumplido con nuestro deber hasta el fin, puesto que el dinero se salvará.

—Según eso, ¿serán inútiles todos mis esfuerzos para obtener una solución pacífica?

—Todavía hay un medio.

—¿Cuál es?

—Déjenos V. pasar, comprometiéndose bajo palabra de honor a no hostilizar nuestra retirada.

—¡Nunca! Ese dinero me es indispensable, lo necesito.

—Entonces venga V. a buscarle.

—Eso voy a hacer.

—Como V. guste.

—¡Que esa sangre, que he querido ahorrar, recaiga sobre la cabeza de V.!

—O sobre la de V.

Y se separaron.

El capitán se volvió hacia sus soldados que, habiéndose acercado bastante a los dos interlocutores, habían seguido atentamente la discusión en todas sus peripecias, y les preguntó

—¿Qué queréis hacer, muchachos?

—¡Morir! contestaron todos con acento breve y enérgico.

—¡Corriente! ¡Moriremos juntos!

Y blandiendo su espada por encima de su cabeza, gritó:

—¡Dios y libertad! ¡Viva Méjico!

—¡Viva Méjico! repitieron los dragones con entusiasmo.

En este intermedio el sol había desaparecido en el horizonte, y las tinieblas iban cubriendo la tierra cual un sudario sombrío.

El Jaguar, lleno de rabia por ver el mal resultado de su tentativa, se había reunido con sus compañeros.

—¿Qué hay? le preguntó John Davis, que acechaba con ansiedad su regreso; ¿qué ha obtenido V.?

—Nada. Ese hombre está endemoniado.

—Ya le advertí a V. que era un verdadero diablo. Afortunadamente, por más que haga, no se nos puede escapar.

—En eso es en lo que está V. equivocado, respondió el Jaguar pateando de rabia; que muera o viva, el dinero está perdido para nosotros.

—¿Cómo es eso?

El Jaguar refirió en breves palabras a su confidente lo que había pasado entre el capitán y él.

—¡Maldición! exclamó el americano, entonces démonos prisa.

—Para colmo de males reina una oscuridad profunda.

—¡Vive Dios! Hagamos una iluminación, y quizás les dará en qué pensar a esos demonios.

—Tiene V. razón: ¡vengan teas!

—Hagamos otra cosa mejor: incendiemos el bosque.

—¡Ja! ¡Ja! exclamó el Jaguar riendo, ¡bravo! ¡Vamos a ahumarlos como si fuesen arenques!

Esta idea diabólica fue ejecutada al momento, y muy luego un cordón de llamas brillantes ciñó la cumbre de la colina y corrió en torno del desfiladero, en donde los mejicanos aguardaban impasibles el ataque de sus enemigos.

No tuvieron que esperar mucho, pues muy pronto comenzó un vivo fuego de fusilería mezclado con los gritos y los aullidos de los agresores.

—¡Ya es tiempo! gritó el capitán.

En seguida se oyó el ruido de la caída de una caja de dinero al precipicio.

Merced al incendio había tanta claridad como si fuese de día; y ningún movimiento de los mejicanos pasaba desapercibido para sus adversarios.

Los bandidos lanzaron un grito de furor al ver a las cajas rodar unas en pos de otras al abismo.

Precipitáronse con furia sobre los soldados; pero estos los recibieron con bayoneta calada y sin cejar lo más mínimo.

Una descarga hecha a quemarropa por los mejicanos, que habían reservado su fuego, tendió en el suelo a un número considerable de enemigos e introdujo el desorden en sus filas, obligándoles a retroceder a pesar suyo.

—¡Adelante! gritó el Jaguar.

Sus compañeros volvieron a la carga con más furor que nunca.

—¡Manteneos firmes! ¡Es preciso morir! dijo el capitán.

—¡Moriremos! respondieron unánimes los soldados.

Entonces se empeñó la lucha cuerpo a cuerpo al arma blanca, mezclándose los agresores con los atacados, empujándose unos a otros con sordos rugidos de cólera, peleando más bien como fieras que como hombres.

Los arrieros, diezmados por los tiros que les asestaban, no por eso dejaban de continuar con ardor su trabajo: tan luego como la palanca se escapaba de las manos de uno de ellos que rodaba expirante por el suelo, otro se apoderaba en seguida de la pesada barra de hierro, y las cajas de dinero caían sin interrupción al precipicio no obstante las rabiosas vociferaciones y los esfuerzos gigantescos de los enemigos, que en vano se afanaban por derribar la muralla viva que les cerraba el paso.

Era un espectáculo de horrible belleza el que ofrecía aquella lucha encarnizada, aquel combate implacable que sostenían aquellos hombres al resplandor brillante de un bosque entero que estaba ardiendo cual un faro lúgubre y siniestro.

Los gritos habían cesado, la carnicería continuaba sorda y terrible, y solo se oía de vez en cuando la voz del capitán que repetía con breve acento:

—¡Estrechad las filas! ¡Estrechad las filas!

Y las filas se estrechaban, y los hombres caían sin quejarse, habiendo hecho de antemano el sacrificio de su vida, y no peleando ya sino para ganar las pocos minutos indispensables para que aquel sacrificio no fuese estéril.

En vano los merodeadores de fronteras, excitados por la codicia, procuraban destruir aquella resistencia enérgica que les oponía un puñado de hombres: los heroicos soldados, apoyados unos en otros, con los pies afirmados contra los cadáveres de los que les habían precedido en la muerte, parecía que se multiplicaban para cerrar el desfiladero en todos los puntos a la vez.

Sin embargo, el combate no podía durar ya mucho tiempo; de toda la escolta del capitán, diez hombres cuando más permanecían todavía de pie, los demás habían sucumbido, pero heridos todos por delante en mitad del pecho.

Todos los arrieros habían muerto; dos cajas quedaban todavía en la orilla del precipicio; el capitán dirigió una mirada rápida en torno suyo, y exclamó:

—¡Un esfuerzo más, hijos míos! Cinco minutos tan solo bastan para concluir nuestro trabajo.

—¡Dios y libertad! gritaron los soldados.

Y aunque estaban abrumados de cansancio, se arrojaron resueltos en lo más espeso de la multitud de enemigos que les rodeaban.

Durante algunos minutos, aquellos diez hombres hicieron prodigios de valor; pero al fin prevaleció el número: ¡todos cayeron!

¡Solo el capitán vivía aún!

Había aprovechado el sacrificio de sus soldados para coger una palanca y hacer que una de las cajas rodase al precipicio; la segunda, levantada con sumo trabajo, solo necesitaba ya un esfuerzo postrero para desaparecer a su vez, cuando de improviso un «¡hurra!» terrible hizo que el capitán levantase la cabeza.

Los merodeadores de fronteras acudían enfurecidos y anhelosos cual tigres sedientos de sangre.

—¡Ah! ¡Al menos esa la tendremos! exclamó alegremente Gregorio Felpa, el guía traidor, precipitándose hacia adelante.

—¡Mientes, miserable! respondió el capitán.

Y alzando con ambas manos la pesada barra de hierro, rompió el cráneo al soldado, quien cayó sin lanzar un grito, sin exhalar un suspiro.

—Ahora a otro, dijo el capitán volviendo a levantar la palanca.

Un aullido de horror resonó entre la multitud, que vaciló un momento.

El capitán bajó con viveza su palanca, y la caja se inclinó sobre el borde del abismo.

Este movimiento restituyó a los bandidos toda su cólera y su rabia.

—¡Muera! ¡Muera! exclamaron precipitándose sobre el oficial.

—¡Deteneos! gritó el Jaguar lanzándose hacia adelante y derribando cuanto se oponía a su paso. Nadie se mueva: ese hombre me pertenece.

Al oír esta voz bien conocida de todos, aquellos hombres se detuvieron.

El capitán tiró su palanca: la última caja acababa de caer al precipicio.

—Ríndase V., Capitán Melendez, dijo el Jaguar adelantándose hacia el oficial.

Éste había vuelto a coger su sable, y respondió:

—Ya no merece la pena: prefiero morir.

—Pues entonces defiéndase V.

Ambos enemigos se pusieron en guardia. Durante algunos segundos se oyó el choque furioso de los aceros. De improviso y por un movimiento brusco, el capitán hizo volar por el aire el arma de su adversario. Antes que éste se hubiese repuesto de su sorpresa, el oficial se precipitó sobre él y le enlazó con sus brazos como una serpiente.

Los dos hombres rodaron por el suelo.

A dos pasos detrás de ellos se hallaba el precipicio.

Todos los esfuerzos del capitán tendían a atraer al Jaguar al borde del abismo; el cabecilla, por el contrario, procuraba librarse de la presión terrible de su enemigo, cuyo siniestro proyecto había adivinado sin duda alguna.

Por fin, después de una lucha de algunos minutos, los brazos que oprimían el cuerpo del Jaguar se aflojaron poco a poco; las crispadas manos del oficial se soltaron, y el cabecilla, reuniendo todas sus fuerzas, logró desembarazarse de su enemigo y levantarse.

Pero apenas se hallaba de pie, cuando el capitán, que parecía estar aniquilado y casi desmayado, saltó como un tigre, se agarró a brazo partido con su enemigo, y le imprimió un sacudimiento terrible.

El Jaguar, que todavía estaba aturdido por la lucha que acababa de sostener, y no esperaba aquel ataque brusco, se tambaleó y perdió el equilibrio, lanzando un grito horroroso.

—¡Por fin! exclamó el capitán con feroz alegría.

Los circunstantes lanzaron una exclamación de horror y de desesperación.

Los dos enemigos habían desaparecido en el abismo.


FIN.


ÍNDICE DE MATERIAS.

I.El fugitivo.
II.Quoniam.
III.Negro y blanco.
IV.La manada.
V.El Ciervo-Negro.
VI.La concesión.
VII.Cara de Mono.
VIII.La declaración de guerra.
IX.Los Pawnees-Serpientes.
X.La batalla.
XI.La venta del Potrero.
XII.Conversación.
XIII.Carmela.
XIV.La conducta de plata.
XV.El alto.
XVI.Resumen político.
XVII.Tranquilo.
XVIII.Lanzi.
XIX.La caza.
XX.Confidencias.
XXI.El Jaguar.
XXII.El Zorro-Azul.
XXIII.El Desollador-Blanco.
XXIV.Después del combate.
XXV.Una explicación.
XXVI.El parte.
XXVII.El guía.
XXVIII.John Davis.
XXIX.El trato.
XXX.La emboscada.