Title: Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie
Author: Washington Irving
Edward Everett Hale
Nathaniel Hawthorne
Translator: Carmen Torres Calderón de Pinillos
Release date: August 3, 2014 [eBook #46496]
Most recently updated: October 24, 2024
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was
produced from images available at The Internet Archive)
Nota del transcriptor: En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. (La lista de los errores corregidos sigue el texto.) |
CUENTOS CLÁSICOS DEL NORTE
SEGUNDA SERIE
BIBLIOTECA
INTERAMERICANA
Obras publicadas
Benjamín Hárrison: Vida Constitucional de
los Estados Unidos.
Édgar Allan Poe: Cuentos clásicos del norte:
Primera serie.
Nathániel Háwthorne, Wáshington Írving,
Édward Éverett Hale: Cuentos clásicos del
norte: Segunda serie.
En prensa
Nícholas Múrray Bútler: El significado de la
educación.
En preparación
Wílliam P. Trent: La literatura de los Estados
Unidos.
J. Rússell Smith: El comercio y las industrias.
Alexánder Johnston: La historia de la política
de los Estados Unidos.
——
Con el título de INTERAMERICAN LIBRARY, se
editará en inglés un número correspondiente de obras importantes
americanas, traducidas del español o del portugués,
para distribuirse en los Estados Unidos.
BIBLIOTECA INTERAMERICANA
III
Por
Wáshington Írving
Nathániel Háwthorne
Édward Éverett Hale
Traducción de
Carmen Torres Calderón de Pinillos
Nueva York
Doubleday, Page & Company
1920
BIBLIOTECA INTERAMERICANA
Fundada por la Dotación de Carnegie para la Paz Internacional
para la difusión de ideas entre los pueblos del Nuevo
Mundo, mediante la traducción y publicación de obras importantes
que expresen los ideales y los sentimientos nacionales.
Copyright, 1920, por la
División Interamericana
de la
Asociación Americana para la Conciliación
Internacional
Péter H. Góldsmith, Director
407 West 117th Street, Nueva York
WÁSHINGTON ÍRVING | |
---|---|
PÁGINA | |
Esbozo Biográfico | 3 |
Introducción a Rip Van Winkle | 6 |
Rip Van Winkle | 11 |
La Leyenda del Valle Encantado | 45 |
NATHÁNIEL HÁWTHORNE | |
El Anciano Campeón | 97 |
El May-Pole de Merry Mount | 115 |
El Experimento del Doctor Héidegger | 137 |
Leyendas de la Casa Provincial | |
I. La Máscarada de Howe | 155 |
II. El Retrato de Édward Rándolph | 178 |
Feathertop | 199 |
El Entierro de Róger Malvin | 233 |
ÉDWARD ÉVERETT HALE | |
El Hombre sin Patria | 267 |
Wáshington Írving nació en Nueva York el 3 de abril de 1783; murió en Súnnyside, su casa de campo cerca de Tárrytown, Nueva York, el 28 de noviembre de 1859. Era hijo de Wílliam Írving, un inglés oriundo de las islas de Órkney. Desde muy joven comenzó a trabajar y estudiar en un despacho de abogado, pero interesábale más escribir para el Morning Chronicle, bajo el seudónimo de “Jonathan Oldstyle,” que dedicarse a los estudios serios. Habiendo decaído su salud, resolvió viajar, dirigiéndose a Europa en 1804, donde pasó dos años. A su regreso a los Estados Unidos fundó el Salmagundi en sociedad con J. G. Páulding. Conquistó su fama literaria con la publicación de su History of New York, by Diedrich Knickerbocker (1809). En 1810 estableció en compañía de sus dos hermanos una casa de comercio. Desde 1815 hasta 1832 residió en Europa, siendo nombrado agregado a la legación de los Estados Unidos en Madrid en 1826, y secretario de la legación en Londres en 1829. Permaneció casi constantemente en Súnnyside desde 1832 hasta 1842, época en que fué nombrado ministro en España, volviendo a Súnnyside en 1846 y continuando allí hasta su muerte. Además del trabajo arriba mencionado dió a luz las obras siguientes: The Sketch Book (publicado por partes en 1819 y coleccionado en 1820); Bracebridge Hall, or the Humourists (1822); Tales of a Traveler (1824); Life and Voyages of Christopher Columbus (1828); Chronicle of the Conquest of Granada (1829); Voyages of the Companions of Columbus (1831); The Alhambra (1832); Crayon Miscellany (including Tour on the Prairies, 1835); Astoria, etc. (en colaboración con Pierre M. Írving, 1836); Adventures of Captain Bonneville, etc. (1837); Oliver Goldsmith (1849); Mahomet and His Successors (1850); Wolfert’s Roost (1855); Life of George Wáshington (1855-1859).
WÁSHINGTON ÍRVING, uno de los primeros y más populares autores americanos, a quien Tháckeray, en inspirada frase, llama “el primer embajador que el mundo nuevo de las letras envió al antiguo,” nació en 1783, en la ciudad de Nueva York. Recibió su educación en las escuelas públicas, abandonando las aulas a los dieciséis años, aun cuando continuara después por largo tiempo la lectura sistemática de los mejores autores, especialmente Cháucer, Spénser y Bunyan. Desde su juventud, demostró poseer un talento natural para escribir ensayos e historietas. Como siempre detestó las matemáticas, escribía a menudo las composiciones de sus compañeros quienes, en cambio, solucionaban sus problemas. Estudió derecho por algún tiempo; pero no sintiéndose inclinado a la esclavitud de una profesión, prefirió entregarse a vagabundas correrías alrededor de la isla de Manhattan, que le familiarizaron con el magnífico paisaje que hizo después famoso con su pluma. Adquirió de esta manera el conocimiento exacto de varios puntos históricos, curiosas tradiciones y leyendas de que tan bello uso ha hecho en su Sketch-Book y en la History of New York. En 1804, amenazado de pulmonía, se embarcó para Europa y permaneció en el extranjero cerca de dos años. A su regreso intentó reasumir la práctica legal, pero sin ningún resultado. En compañía de algunos compañeros inició entonces la publicación de una obra por entregas llamada Salmagundi la cual, bien dirigida, obtuvo éxito. En 1809 publicó su Knickerbocker’s History of New York, obra única en nuestra literatura, perfectamente redondeada, y de sátira fina y sostenida. Dirigió durante dos años una revista en Filadelfia a la cual contribuía con artículos incluidos después en el Sketch-Book. En 1814 sirvió como ayudante del gobernador Tompkins, y cuando terminó la guerra, regresó de nuevo a Europa donde permaneció esta vez diecisiete años. Con motivo de la quiebra de su hermano perdió toda su fortuna y, entregado a sus propios recursos, dedicóse a la literatura para atender a su subsistencia. Publicó su Sketch-Book en 1819, el cual, debido a la influencia personal de Sir Wálter Scott, se reimprimió en Londres, quedando inmediatamente establecida la reputación de Írving como gran autor.
A continuación publicó Bracebridge Hall, en 1822, y Tales of a Traveler en 1824. Encargado de algunas traducciones del español, fué a establecerse en Madrid. A su permanencia en España debemos algunas de sus obras más encantadoras, como la Life of Columbus, Conquest of Granada, The Alhambra, Mahomet and His Successors y Spanish Papers. Regresó a América en 1832; y durante los años subsiguientes se publicaron Astoria, Adventures of Captain Bonneville y Wolfert’s Roost. En 1842 Írving fué nombrado Ministro en España. Su Life of Goldsmith vió la luz pública cuatro años más tarde, después de su vuelta a la patria. Su postrera obra, escrita con especial esmero, fué la Life of Washington, en cinco volúmenes.
Los últimos años de Írving transcurrieron en “Sunnyside,” su encantadora residencia en Tárrytown, a las orillas del Hudson, en el centro del hermoso paisaje que había inmortalizado. Írving falleció el 28 de noviembre de 1859, el mismo año que Préscott, el historiador, y que Macáulay. Un amigo que trató mucho a nuestro autor en sus últimos días, le describe así: “Tenía ojos color gris obscuro, hermosa nariz recta que casi podría decirse grande; frente ancha, alta y abierta, y boca pequeña. Era de tamaño mediano, cinco pies y nueve pulgadas más o menos, y tendía un poquillo a la obesidad. Su sonrisa era extremadamente genial, iluminándole todo el rostro y haciéndole muy atrayente; y cuando se preparaba a decir algo jocoso, brillaba en sus ojos mucho antes de que hubiera pronunciado una palabra.”
George Wílliam Curtis, en uno de sus deliciosos ensayos, Easy Chair, dice: “Írving era personaje tan exótico como su Díedrich Kníckerbocker en los anuncios preliminares de la History of New York. Hace treinta años podía vérsele en ciertas tardes de otoño, marchando a lo largo de Broadway con paso ágil y elástico, calzando zapatos bajos esmeradamente atados, y ataviado con capa Talma, prenda corta semejante a la esclavina de un abrigo. Tenía cierto aire ligero, jovial y de antigua escuela, que revelaba incontestablemente al holandés y armonizaba admirablemente con sus obras. Parecía, en realidad, escapado de alguno de sus libros; y la afabilidad cordial y agudeza de sus discursos, al detenerse para alguna charla pasajera, constituían uno de sus deliciosos rasgos característicos. Era ya por aquel tiempo uno de nuestros más famosos literatos, pero jamás demostraba vanidad alguna ni pretensiones dogmáticas.”
LA HISTORIA de Rip Van Winkle se supone escrita por Díedrich Kníckerbocker, jocosa creación de Írving, y cuyo nombre se hizo familiar al público como autor de A History of New York. Esta historia se publicó en 1809, diez años antes de que viera la luz pública el primer número de The Sketch-Book of Geoffrey Crayon, Gent. Este número, que contenía la historia de Rip Van Winkle, fué escrito por Írving en Inglaterra y enviado a América para su publicación, lo mismo que las ediciones sucesivas. Colocó la escena en Káatskill, pero describió el sitio según su fantasía y ajenos informes, habiéndolo visitado solamente en 1833. El argumento no es nuevo: el cuento de hadas de la bella durmiente en el bosque tiene el mismo tema, así como la historia de Epaminondas de Creta, que floreció en la sexta o séptima centuria antes de J. C. Se asegura que Epaminondas se quedó dormido en una cueva cuando era muchacho y despertó cincuenta y siete años después mientras su individuo había continuado su desarrollo normal. Existe también la leyenda de los siete durmientes de Éfeso, mártires cristianos emparedados en una cueva que buscaron como refugio y donde se conservaron maravillosamente durante dos siglos.
Entre las historias que tanto abundan en los montes Harz de Alemania, se refiere una de Péter Klaus, un cabrero a quien se acercó cierto día un joven que comenzó a seguirle silenciosamente y le condujo a un lugar aislado donde encontró doce caballeros que jugaban a los bolos sin pronunciar una sola palabra. El cabrero vió una cantimplora de vino fragante y bebiéndolo, quedó sumergido en profundo sueño que se prolongó durante veinte años. La historia relata los incidentes del despertar del cabrero y los cambios que encontró en su aldea a su regreso.
Esta historia, publicada con algunas otras en 1800, dió probablemente origen a la de Írving, quien hace uso casi de idéntico argumento. Las jocosas adiciones con que ha adornado su relato y la gracia de que todo el cuento está revestido han logrado que la historia de Írving suplante en la mente popular a todas las primitivas de este género, llegando Rip Van Winkle a convertirse en un personaje familiar a quien aluden frecuentemente aun personas que jamás han leído la historia de este festivo autor. La forma dramática dada posteriormente a este cuento, aunque asumiendo sólo los rasgos principales, ha contribuído en gran manera a definir la concepción del personaje. La historia despierta un sentimiento de curiosidad respecto de la vida futura, no muy alejado de aquel que se considera en general como la tendencia del espíritu humano a la inmortalidad individual. El nombre de Van Winkle fué una feliz elección de Írving, pero no ha sido inventado por él. El impresor del Sketch-Book, sin ir más lejos, llevaba el mismo nombre. El de Kníckerbocker se encuentra también entre los holandeses, pero Írving lo ha hecho típico. En The Author’s Apology, que agregó como prefacio a una nueva edición de la History of New York, dice: “He encontrado que este nombre es una palabra de orden para dar sello familiar a cualquiera cosa destinada al favor del público, como las sociedades Kníckerbocker; las compañías de seguros Kníckerbocker; los vapores Kníckerbocker; los ómnibus Kníckerbocker; el pan Kníckerbocker; el hielo Kníckerbocker; y... hasta los neoyorquinos de origen holandés tienen a gala llamarse “genuinos Kníckerbockers.”
Por Woden (Odin), Dios de los sajones, de quien procede Wednesday (miércoles) que es Wodensday (día de Odin). La verdad es algo que siempre conservaré hasta el día en que me arrastre hacia la tumba.
Cártwright.[1]
EL CUENTO siguiente se encontró entre los papeles del difunto Díedrich Kníckerbocker, un viejo caballero de Nueva York, muy curioso respecto de la historia holandesa de la provincia y de las costumbres de los descendientes de sus primitivos colonos. Sus investigaciones históricas dirigíanse menos a los libros que a los hombres, pues que los primeros escaseaban lamentablemente en sus temas favoritos mientras que los viejos vecinos y, sobre todo sus mujeres, eran riquísimos en aquellas tradiciones y leyendas de valor inapreciable para el verídico historiador. Así, cuando le acontecía tropezar con alguna familia típica holandesa, agradablemente guarecida en su alquería de bajo techado, a la sombra del frondoso sicomoro, mirábala como un pequeño volumen de letra gótica antigua, cerrado y abrochado, y lo estudiaba y profundizaba con el celo de la polilla.
El resultado de todas estas investigaciones fué una historia de la provincia durante el dominio holandés, publicada hace algunos años. La opinión anduvo dividida con respecto del valor literario de esta obra que, a decir verdad, no vale un ápice más de lo que pudiera. Su mérito principal estriba en su exactitud, algo discutida por cierto en la época de su primera aparición, pero que ha quedado después completamente establecida y se admite ahora entre las colecciones históricas como libro de indiscutible autoridad.
El viejo caballero falleció poco tiempo después de la publicación de esta obra; y ahora que está muerto y enterrado no perjudicará mucho a su memoria el declarar que pudo emplear mejor su tiempo en labores de más peso.[2] Era bastante hábil, sin embargo, para encaminar su rumbo como mejor le conviniera; y aunque de vez en cuando echara un poco de tierra a los ojos de sus prójimos y apenara el espíritu de algunos de sus amigos, a quienes profesaba sin embargo gran cariño y estimación, sus errores y locuras se recuerdan “más bien con pesar que con enojo,” y se comienza a sospechar que jamás intentó herir ni ofender a nadie. Mas como quiera que su memoria haya sido apreciada por los críticos, continúa amada por mucha gente cuya opinión es digna de tenerse en cuenta, como ciertos bizcocheros de oficio que han llegado hasta el punto de imprimir su retrato en los pasteles de Año Nuevo,[3] dándole así ocasión de inmortalizarse casi tan apreciable como la de verse estampado en una medalla de Wáterloo o en un penique de la reina Ana.[4]
TODO aquél que haya remontado el Hudson recordará las montañas Káatskill. Son una desmembración de la gran familia de los montes Appalachian y se divisan al este del río elevándose con noble majestad y dominando toda la región circunvecina. Todos los cambios de tiempo o de estación, cada una de las horas del día, se manifiestan por medio de alguna variación en las mágicas sombras y aspecto de aquellas montañas, consideradas como el más perfecto barómetro por todas las buenas mujeres de la comarca. Cuando el tiempo está hermoso y sereno, las montañas aparecen revestidas de púrpura y azul, destacando sus líneas atrevidas sobre el claro cielo de la tarde; pero algunas veces, aun cuando el horizonte se encuentre despejado, se adornan en la cima con una caperuza de vapores grises que se iluminan e irradian como una corona de gloria a los postreros rayos del sol poniente.
Al pie de estas montañas encantadas[5] puede descubrir el viajero el ligero humo rizado que se eleva de una aldea, cuyos tejados de ripia resplandecen entre los árboles cuando los tintes azules de la altura se funden en el fresco verdor del cercano panorama. Es una pequeña aldea muy antigua, fundada por algunos colonos holandeses en los primeros días de la provincia, allá por los comienzos del gobierno del buen Péter Stúyvesant[6] (¡que en paz descanse!), y donde se sostenían contra los estragos del tiempo algunas casas de los primitivos pobladores, construídas de pequeños ladrillos amarillos importados de Holanda, con ventanas de celosía y frontones triangulares rematados en gallos de campanario.
En aquella misma aldea y en una de las aludidas casas que, a decir verdad, estaba lastimosamente maltratada por los años y por la intemperie, vivía hace mucho tiempo, cuando el país era todavía provincia de la Gran Bretaña, un hombre bueno y sencillo llamado Rip Van Winkle. Era descendiente de los Van Winkle que figuraron tan heroicamente en los caballerescos días de Péter Stúyvesant y le acompañaron durante el sitio del fuerte Christina.[7] Había heredado muy poco, sin embargo, del carácter marcial de sus antecesores. Hice ya notar que era un hombre sencillo y de buen corazón; era además vecino atento y marido dócil, y gobernado por su mujer. A esta última circunstancia se debía probablemente aquella mansedumbre de espíritu que le valió universal popularidad; porque los hombres que están bajo la disciplina de arpías en el hogar son los mejor preparados para mostrarse obsequiosos y conciliadores en el exterior. Indudablemente su carácter se doblega y vuelve maleable en el horno ardiente de las tribulaciones domésticas; y, a decir verdad, una reprimenda de alcoba es más eficaz que todos los sermones del mundo para enseñar las virtudes de la paciencia y longanimidad. Una mujer pendenciera puede así, en cierto modo, considerarse una bendición; y a este respecto Rip Van Winkle era tres veces bendito.
Lo cierto es que era el favorito de todas las comadres de la aldea que, como las demás de su amable sexo, tomaban parte en todas las querellas domésticas y nunca dejaban de censurar a la señora Van Winkle siempre que se ocupaban de este asunto en la chismografía de sus reuniones nocturnas. Los chicos de la aldea le aclamaban también alegremente cuando se presentaba. Tomaba parte en sus diversiones, les fabricaba juguetes, les enseñaba a volar cometa y a jugar bolas, y les refería largas historias de aparecidos, brujas, e indios salvajes. Fuera donde quisiese, escabulléndose por la aldea, rodeábale una turba de pilluelos colgándose de sus faldones, encaramándose en sus espaldas y jugándole impunemente mil pasadas; y ni un sólo perro del vecindario se habría decidido a ladrarle.
El gran defecto de la índole de Rip era su aversión insuperable a toda clase de labor provechosa. No que adoleciera de falta de asiduidad o perseverancia, pues se habría sentado a pescar sin un murmullo en una roca húmeda y armado de una caña larga y pesada como la lanza de un tártaro, aun cuando no picara el anzuelo un sólo pez en todo el día para alentarle en su faena. Podía llevar por largas horas una escopeta al hombro y arrastrarse por selvas y pantanos, por colinas y cañadas para tirar a unas cuantas ardillas o palomas silvestres. Nunca rehusaba ayudar a sus vecinos aun cuando fuera en la tarea más penosa, y era el primero en todas las reuniones de la comarca para desgranar las mazorcas de maíz, o construir cercos de piedra; las mujeres de la aldea le ocupaban también para sus correrías, o para ciertos trabajillos de poca monta que sus poco amables maridos no querían desempeñar. En una palabra, Rip estaba siempre dispuesto a atender a los negocios de cualquiera de preferencia a los propios; pues cumplir con sus deberes domésticos o mirar por las necesidades de su granja le era punto menos que imposible.
Declaraba, en efecto, que resultaba inútil trabajar en su propia alquería; era el más endiablado trozo de terreno en todo el país; cualquiera cosa que se emprendiera salía mal allí y saldría siempre, a pesar de sus esfuerzos. Los cercos se caían a pedazos contínuamente; su vaca se extraviaba o se metía en las coles; la mala hierba crecía de seguro más ligero en su finca que en cualquiera otra parte; llovía justamente cuando él tenía algo que hacer a campo abierto; de manera que si su propiedad se había desmoronado acre por acre hasta quedar reducida a un pequeño trozo para el sembrío de maíz y de papas, debíase a que era la granja de peores condiciones en toda la comarca.
Sus chicos andaban tan harapientos y selváticos como si no tuvieran dueño. Su hijo Rip, un rapazuelo vaciado en su mismo molde, prometía heredar con los vestidos viejos todas las disposiciones de su padre. Veíasele ordinariamente trotando como un potrillo a los talones de su madre, ataviado con un par de polainas de desecho de su padre, que con gran dificultad procuraba mantener en alto sujetándolas con una mano, como llevan las señoras elegantes su cola en el mal tiempo.
Rip Van Winkle era, sin embargo, uno de aquellos felices mortales de disposición fácil y bobalicona que toman el mundo descuidadamente, comen con la misma indiferencia pan blanco o pan moreno a condición de evitarse la menor molestia, y preferirían morirse de hambre con un penique a trabajar por una libra. Si le hubieran dejado vivir a su manera, nada pediría a la vida, sumído en beatitud perfecta; pero su mujer andaba siempre repiqueteandole los oídos con su incuria, su pereza y la ruina que atraía sobre su familia. Mañana, tarde y noche trabajaba su lengua sin cesar, y cada cosa que él decía o hacía provocaba seguramente un torrente de doméstica elocuencia. Rip tenía solamente una manera de contestar a estas reprimendas que, en razón del continuo uso, había llegado a convertirse en hábito. Encogía los hombros, sacudía la cabeza y levantaba los ojos al cielo sin pronunciar una palabra. Esta mímica daba siempre lugar a una nueva andanada de parte de su mujer; de modo que se veía constreñido a reunir sus fuerzas y tomar el portante, único recurso que queda, en verdad, al marido maltratado por su mujer.
El único aliado con que contaba Rip en la familia era su perro Wolf (lobo), tan maltratado como su amo, pues la señora Van Winkle juzgaba a ambos compañeros de ociosidad, y aun miraba a Wolf con malos ojos considerándole culpable de los frecuentes extravíos de su dueño. La verdad es que bajo todo punto de vista era Wolf un perro honorable, y valeroso como el que más para corretear en los bosques; pero ¿qué valor puede afrontar el continuo y siempre renovado terror de una lengua de mujer? Apenas entraba Wolf en la casa decaía su ánimo y con la cola arrastrando por el suelo o enroscada entre las piernas deslizábase con aire de ajusticiado mirando de reojo a la señora Van Winkle, y al menor blandir de la dama un palo de escoba o un cucharón volaba a la puerta con quejumbrosa precipitación.
Las cosas iban de mal en peor para Rip Van Winkle a medida que transcurrían los años de matrimonio. El carácter desapacible nunca se suaviza con la edad, y una lengua afilada es el único instrumento cortante que se aguza más y más con el uso continuo. Por algún tiempo trató de consolarse en sus escapadas fuera de la casa, frecuentando una especie de club perpetuo de los sabios, filósofos y otros personajes ociosos del pueblo, que celebraba sus sesiones en un banco a la puerta de un pequeño mesón que ostentaba como muestra un rubicundo retrato de su majestad Jorge III. Acostumbraban sentarse allí a la sombra durante los largos y soñolientos días de verano, repitiendo indolentemente la chismografía del vecindario o relatando inacabables historias sobre cualquier friolera. Pero habría representado cualquier capital para los estadistas escuchar las profundas discusiones que a menudo tenían lugar cuando por casualidad algún viejo periódico tirado por cualquier transeúnte caía entre sus manos. ¡Cuán solemnemente atendían a su contenido conforme iba desentrañándolo el maestro de escuela, Dérrick Van Búmmel, docto y vivaracho hombrecillo que no se amedrentaba por la palabra más altisonante del diccionario! Y ¡cuán sabiamente deliberaban sobre los acontecimientos públicos algunos meses después de realizados!
Las opiniones de esta junta se sometían completamente al criterio de Nicholas Védder, patriarca de la aldea y propietario del mesón, a cuya puerta sentábase de la mañana a la noche, cambiando de sitio lo justamente indispensable para evitar el sol, y aprovechar la sombra de un gran árbol que allí junto crecía; de manera que los vecinos podían decir la hora por sus movimientos con tanta exactitud como por un cuadrante. Verdad es que rara vez se le oía hablar, pero en cambio fumaba su pipa constantemente. Sus admiradores (¿qué grande hombre carece de ellos?) le comprendían perfectamente y sabían la manera de interpretar sus opiniones. Cuando le disgustaba algo de lo que se leía o refería, podía observarse que fumaba con vehemencia lanzando frecuentes y furiosas bocanadas; pero cuando estaba satisfecho arrancaba suaves y tranquilas inhalaciones, emitiendo el humo en nubes plácidas y ligeras; y aun algunas veces, separando la pipa de sus labios y dejando que el humo fragante se ondulara a la extremidad de su nariz, movía gravemente la cabeza en señal de perfecta aprobación.
Pero aun de esta fortaleza se vió desalojado el infortunado Rip por su agresiva mujer, quien atacó repentinamente la paz de la asamblea volviendo polvo a todos sus miembros; y ni la augusta persona de Nicholas Védder quedó a salvo de la atrevida lengua de la terrible arpía que le acusó de alentar a su marido en sus hábitos de ociosidad.
El pobre Rip vióse al fin en los umbrales de la desesperación; siendo su única alternativa para escapar del trabajo de la alquería y de los clamores de su mujer, coger su fusil e internarse entre los bosques. Sentábase allí a veces al pie de un árbol y compartía el goce de sus alforjas con Wolf, con quien simpatizaba como compañero de miserias. “¡Pobre Wolf,” acostumbraba decir, “tu ama te da una vida de perros; pero no te importe, compañero, que mientras yo viva no te faltará un fiel amigo!” Wolf movía la cola, miraba de hito en hito al rostro de su dueño y, si los perros pudieran sentir piedad, creería yo verdaderamente que experimentaba en el fondo de su corazón un sentimiento recíproco al que expresaba su amo.
En un hermoso día de otoño en que llevaba a cabo una de sus largas correrías, trepó Rip inconscientemente a uno de los puntos más elevados de las montañas Káatskill. Perseguía su distracción favorita, la caza de ardillas, y aquellas soledades habían retumbado varias veces al eco de su fusil. Fatigado y jadeante, echóse hacia la tarde a descansar en la cima de un verde montecillo cubierto de vegetación silvestre y que coronaba el borde de un precipicio. A través de un claro entre los árboles podía dominar toda la parte baja del terreno en muchas millas de rica arboleda. Veía a la distancia, lejos, muy lejos, el majestuoso Hudson deslizándose en curso potente y silencioso, reflejando aquí y allá ya una nube de púrpura, ya la vela de alguna barquilla remolona adormilada entre su seno cristalino, y perdiéndose al fin entre las azules montañas.
Por el otro lado hundía sus miradas en un valle profundo, salvaje, escabroso y desolado, cuyo fondo estaba sembrado de fragmentos amenazadores de rocas alumbradas apenas por la refracción de los rayos del sol poniente. Por algún tiempo reposó Rip absorto en la contemplación de esta escena. La noche caía gradualmente; las montañas comenzaban a tender sus grandes sombras azules sobre el valle; Rip comprendió que reinaría la obscuridad mucho antes de que pudiera regresar a la aldea y lanzó un hondo suspiro al pensamiento de afrontar la temida presencia de la señora Van Winkle.
Cuando se preparaba a descender, oyó una voz que gritaba a la distancia: “¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!” Miró en torno suyo, pero sólo pudo descubrir un cuervo cruzando la montaña en vuelo solitario. Creyó que hubiera sido una ilusión de su fantasía e iniciaba de nuevo el descenso, cuando llegó hasta él idéntico grito atravesando el ambiente tranquilo de la tarde: “¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!” al mismo tiempo que Wolf, erizando el lomo y lanzando un ladrido concentrado, refugiábase al lado de su amo, mirando temerosamente al valle. Rip sintió que una vaga aprensión se apoderaba de su espíritu; miró ansiosamente en la misma dirección y advirtió una figura extraña que avanzaba con dificultad en medio de las rocas, inclinándose bajo el peso de cierto bulto que llevaba en sus espaldas. Sorprendióse Rip de ver un ser humano en aquel lugar desierto y aislado; pero juzgando que pudiera ser alguien del vecindario necesitado de su ayuda, se apresuró a brindarle su asistencia.
Conforme se aproximaba sorprendíase más y más ante el aspecto singular del desconocido. Era un viejo pequeño y cuadrado, de barba gris y cabellos ásperos y enmarañados. Vestía a la antigua usanza holandesa: coleto de paño recogido a la cintura y varios pares de calzones, el de encima muy ancho y adornado de hileras de botones a los costados y borlas en las rodillas. Llevaba al hombro un barril que parecía lleno de licor y hacía señas a Rip para que se acercara y le ayudase a llevar su carga. A pesar de sentirse tímido y desconfiado con respecto de su nuevo conocido, obedeció Rip a su celo acostumbrado; y sosteniéndose mutuamente treparon ambos por una estrecha garganta que parecía el lecho desecado de algún torrente. Mientras subían, oía Rip de vez en cuando ruidos que retumbaban en ondulaciones como truenos lejanos y que parecían brotar de una profunda hondonada, o hendedura mejor dicho, entre inmensas rocas hacia las cuales conducía el áspero sendero que seguían. Detúvose Rip por un momento; mas prosiguió luego su camino imaginando que el rumor provendría de alguna de aquellas pasajeras tempestades de lluvia y truenos que a menudo estallan en la altura. Introduciéndose por la hendedura llegaron a una cavidad semejante a un pequeño anfiteatro rodeado de precipicios perpendiculares, sobre cuyas orillas tendían grandes árboles sus ramas colgantes, de manera que sólo podía vislumbrarse a trozos el cielo azul y las brillantes nubes de la tarde. Rip y su compañero, habían marchado en silencio durante todo el trayecto, pues aun cuando el primero se maravillaba grandemente al conjeturar el objeto de acarrear un barril de licor en aquellas montañas agrestes, había algo extraño e incomprensible en el desconocido que inspiraba temor y cortaba toda familiaridad.
Al penetrar en el anfiteatro aparecieron nuevos motivos de admiración. En el centro de una planicie veíase un grupo de extraños personajes jugando a los bolos. Vestían de fantástica y exótica manera; algunos llevaban casaca corta, otros coleto con gran daga al cinto, y la mayor parte ostentaban calzas enormes de estilo semejante a las del guía. Su aspecto era también peculiar: uno tenía larga barba, rostro ancho y ojos pequeñitos de cerdo; la cara de otro parecía constar únicamente de nariz y estaba coronada por un sombrero blanco pan de azúcar adornado de una pequeña cola de gallo encarnada. Todos llevaban barba, de diversas formas y colores. Había uno que aparentaba ser el jefe. Era un viejo y robusto gentilhombre de aspecto curtido por la intemperie; llevaba casaca, chorrera de encaje, cinturón ancho y alfanje, sombrero de copa alta adornado de una pluma, medias rojas y zapatos con rosetas. El conjunto del grupo recordaba a Rip las figuras de cierto cuadro antiguo flamenco, traído de Holanda en tiempo de la colonización y que se conservaba en el salón de Dominie Van Shaick, el párroco de la aldea.
Lo que encontraba Rip más extraño era que aun cuando indudablemente todos aquellos personajes trataban de divertirse, conservaran tanta gravedad en su semblante, un silencio tan misterioso, y formaran, en una palabra, la partida de placer más melancólica que pudiera presenciarse. Sólo interrumpía el silencio el ruido de los bolos, cuyo rodar repercutían los ecos a través de la montaña semejando el rumor ondulante de los truenos.
Cuando Rip y su compañero se aproximaron, los jugadores abandonaron súbitamente el juego y fijaron en el primero una mirada tan persistente, tan sepulcral, con tan singular y apagado continente, que sus rodillas se entrechocaron y el corazón le dió un vuelco dentro del pecho. Su compañero vaciaba entretanto el contenido del barril en grandes frascos, haciéndole señas de que sirviera a la compañía. Rip obedeció trémulo y asustado; bebieron ellos el licor en profundo silencio, volviendo luego a su juego.
Poco a poco fueron desapareciendo el terror y las aprensiones de Rip. Aun se aventuró a probar el licor cuando nadie le miraba, encontrando que tenía mucho del sabor de excelente holanda. Sediento por naturaleza, pronto sintió la tentación de repetir la prueba. Un trago provocaba otro trago; e hizo al fin al frasco visitas tan reiteradas, que sus sentidos se adormecieron, sus ojos nadaron en sus órbitas, su cabeza inclinóse gradualmente y quedó sumergido en profundo sueño.
Al despertar, encontróse en la verde hondonada donde vió por primera vez al viejo del valle. Se frotó los ojos. Era una brillante y hermosa mañana. Los pajarillos gorjeaban y revoloteaban entre la fronda, el águila formaba círculos en la altura, y se respiraba la brisa pura de las montañas. “Seguramente,” pensó Rip, “no he dormido aquí toda la noche.” Rememoró los sucesos antes de que el sueño le acometiera: el hombre extraño con el barril de licor; la hondonada de la montaña; el agreste retiro entre las rocas; la tétrica partida de bolos; el frasco.... “¡Oh, ese frasco, ese condenado frasco!” pensó Rip. “¿Qué excusa daré a la señora Van Winkle?”
Buscó su fusil al rededor; pero en vez de la limpia y bien aceitada escopeta de caza halló una vieja arma con el cañón obstruido por el polvo, el gatillo cayéndose y la madera roída por la polilla. Sospechó entonces que los graves fanfarrones de la montaña le habían jugado una pasada y, embriagándole con su licor, le habían robado la escopeta. Wolf había desaparecido también; pero era posible que se hubiera extraviado persiguiendo alguna ardilla o alguna perdiz. Le silbó y llamó a gritos por su nombre, pero en vano; los ecos repitieron su silbido y su llamada, pero ningún perro apareció en lontananza.
Determinó entonces regresar al lugar donde se había realizado la broma de la noche anterior y si encontraba a alguno de la partida, reclamarle su perro y su fusil. Cuando se levantó, encontróse con las articulaciones rígidas y falto de su acostumbrada actividad. “Estos lechos de montaña no me sientan bien,” pensó Rip, “y si la broma me resulta en reumatismo, voy a tener un tiempo bendito con la señora Van Winkle.” Con bastante dificultad pudo llegar hasta el valle y encontró la garganta por donde él y su compañero subieron la víspera; pero observó con gran estupor que espumaba allí un torrente saltando de roca en roca y llenando el valle de parleros murmullos. Trató, sin embargo, de ingeniarse para trepar por los costados, ensayando una fatigosa ascensión a través de matorrales de abedules, sasafrases y arbustos de varias clases, más difícil aún por la trepadora vid silvestre que lanzaba sus espirales o tijeretas de árbol a árbol tendiendo una especie de red en el sendero.
Llegó al cabo al sitio donde las rocas de la hondonada se abrían para llevar al anfiteatro; pero no quedaba rastro de semejante abertura. Las rocas presentaban un muro alto e impenetrable sobre el cual se despeñaba el torrente en capas de rizada espuma para caer luego en una ancha y profunda cuenca, obscurecida por las sombras de la selva circundante. Aquí el pobre Rip vióse precisado a detenerse. Llamó a su perro y lo silbó una y otra vez; pero sólo obtuvo en respuesta el graznido de una bandada de cuervos holgazanes solazándose en lo alto de un árbol seco que se proyectaba sobre un asoleado precipicio desde el cual, seguros en su elevación, parecían espiar lo que pasaba abajo y mofarse de las perplejidades del pobre hombre. ¿Qué se podía hacer? La mañana transcurría rápidamente y Rip sentíase hambriento por la falta de su desayuno. Apenábale abandonar su perro y su fusil; temblaba a la idea de encontrarse con su mujer; pero no podía morirse de hambre entre los montes. Sacudió la cabeza, echó al hombro la vieja escopeta, y con el corazón lleno de angustia y de aflicción enderezó los pasos al hogar.
Conforme se acercaba a la aldea iba encontrando varias personas a quienes no reconocía, lo cual le sorprendía un tanto pues siempre había creído conocer a todo el mundo en los alrededores de la comarca. Los vestidos que llevaban eran también de estilo diferente al que estaba él acostumbrado. Todos le observaban con iguales demostraciones de sorpresa, y apenas fijaban en él sus miradas llevaban invariablemente la mano a la barba. La repetición unánime de este gesto indujo a Rip a hacer el mismo movimiento sin darse cuenta; y ¡cuál no sería su estupor al notar que su barba tenía un pie de largo!
Llegaba ahora a los arrabales de la aldea. Una turba de chiquillos extraños corría a sus talones, burlándose de él y señalando su barba gris. Los perros ladraban también a su paso y no podía reconocer entre ellos a ninguno de sus antiguos conocidos. Todo el pueblo estaba cambiado; era más grande y más populoso. Había hileras de casas que él jamás había visto, y habían desaparecido sus habituales guaridas. Veíanse nombres extraños sobre todas las puertas, y rostros extraños en todas las ventanas; todo era extraño, en una palabra. Sus ideas comenzaban ya a abandonarle; principiaba a recelar que tanto él como el mundo que le rodeaba estaban hechizados. Evidentemente éste era su pueblo natal, el mismo que abandonó la víspera. Allí estaban las montañas Káatskill; allí a corta distancia se deslizaba el plateado Hudson; las colinas y cañadas ocupaban exactamente el mismo lugar donde siempre estuvieran; pero Rip se hallaba tristemente perplejo. “¡Ese frasco de anoche,” pensaba, “ha dejado huera mi pobre cabeza!”
Con alguna dificultad encontró el camino de su propia casa, hacia la cual se aproximaba con silencioso pavor esperando oír a cada instante la voz chillona de la señora Van Winkle. Todo estaba arruinado, el techo cayéndose a pedazos, las ventanas destrozadas y las puertas fuera de sus goznes. Un hambriento can, algo parecido a Wolf, andaba huroneando por allí. Rip lo llamó con el nombre de su perro, mas el animal gruñó enseñando los dientes y escapó. Esto fué una herida dolorosa, en verdad. “¡Aun mi perro me ha olvidado!” sollozó el pobre Rip.
Penetró en la casa que, a decir verdad, mantenía siempre en meticuloso orden la señora Van Winkle. Aparecía ahora vacía, tétrica y en apariencia abandonada. Tal desolación se sobrepuso a sus temores conyugales, y llamó en alta voz a su mujer y a sus hijos. Las desiertas piezas resonaron un momento con sus voces y luego quedó todo nuevamente silencioso.
Apresuróse a salir y se dirigió rápidamente a su antiguo refugio, el mesón de la aldea; pero éste también había desaparecido. En su lugar veíase un amplio y desvencijado edificio de madera con grandes y destartaladas vidrieras, rotas algunas de ellas y recompuestas con enaguas y sombreros viejos, el cual ostentaba pintado sobre la puerta un rótulo que decía: “Hotel Unión, de Jónathan Dóolittle.” En vez del gran árbol que cobijaba con su sombra al silencioso y menudo mesonero holandés de otros tiempos, alzábase ahora una larga y desnuda pértiga con algo semejante a un gorro rojo de dormir en su extremidad superior, y de la cual se desprendía una bandera de rayas y estrellas en singular combinación: cosas todas extrañas e incomprensibles. Reconoció en la muestra, sin embargo, la rubicunda faz del rey Jorge, debajo de la cual había saboreado pacíficamente tantas pipas; pero aun la figura se había metamorfoseado de manera singular. La chaqueta roja habíase convertido en azul y ante; ceñía una espada en lugar del cetro; la cabeza estaba provista de un sombrero de tres picos, y debajo del retrato leíase en grandes caracteres: GENERAL WASHINGTON.
Había, como de costumbre, una multitud de gente delante de la puerta, pero Rip no podía reconocer a nadie. Aun el espíritu del pueblo parecía cambiado. Oíanse acaloradas y ruidosas discusiones en lugar de las flemáticas y soñolientas pláticas de otros tiempos. Buscaba en vano al sabio Nicholas Védder con su ancho rostro, su doble papada y su larga y hermosa pipa, lanzando nubes de humo en vez de discursos ociosos; o al maestro de escuela Van Búmmel, impartiendo a la concurrencia el contenido de antiguos periódicos. En lugar de ellos, un flaco y bilioso personaje con los bolsillos llenos de proclamas, peroraba con vehemencia sobre los derechos de los ciudadanos, las elecciones, los miembros del congreso, la libertad, Búnker Hill, los héroes del setenta y seis, y otros tópicos que resultaban una perfecta jerga babilónica para el trastornado Van Winkle.
La aparición de Rip con su inmensa barba gris, su escopeta mohosa, su exótica vestimenta, y un ejército de mujeres y chiquillos pisándole los talones, atrajo muy pronto la atención de los políticos de taberna. Amotináronse a su alrededor mirándole con gran curiosidad de la cabeza a los pies. El orador se abalanzó hacia él y llevándole a un costado inquirió “de qué lado había dado su voto.” Rip quedó estupefacto. Otro pequeño y atareado personaje cogiéndole del brazo y alzándose de puntillas le preguntó al oído: “¿Demócrata o federal?” Veíase Rip igualmente perdido para comprender esta pregunta, cuando un sabihondo, pomposo y viejo caballero, con puntiagudo sombrero de tres picos, abrióse paso entre la muchedumbre apartándola con los codos a derecha e izquierda, y plantándose delante de Rip Van Winkle con un brazo en jarras y descansando el otro en su vara, con ojos penetrantes y su agudo sombrero amenazador, preguntó con tono austero, como si quisiera ahondar hasta el fondo de su alma, “qué motivo le traía a las elecciones con fusil al hombro y una multitud a sus huellas, y si intentaba por acaso provocar una insurrección en la villa.”
—¡Ay de mí, caballero,—exclamó Rip con desmayo,—yo soy un pobre hombre tranquilo, un habitante del lugar y un vasallo leal de su majestad, a quien Dios bendiga!—
Aquí estalló una protesta general de los concurrentes.
—¡Un conservador! ¡un conservador! ¡un espía! ¡un emigrado! ¡golpe con él! ¡afuera!—Con gran dificultad pudo restablecer el orden el pomposo caballero del sombrero de tres picos; y, asumiendo tal gravedad que produjo diez arrugas por lo menos en su entrecejo, preguntó de nuevo al incógnito criminal el motivo que le traía y a quién andaba buscando por el pueblo. El pobre hombre aseguró humildemente que no tenía proyectos subversivos sino que venía simplemente en busca de algunos de sus vecinos que acostumbraban parar en la taberna.
—Bien, ¿quiénes son ellos? Nombradlos.—
Rip meditó un momento e inquirió luego:—¿Dónde está Nicholas Védder?—
Hubo un corto silencio, hasta que un viejo replicó con voz débil y balbuciente:
—¡Nicholas Védder! ¡Vaya! ¡Si murió y está enterrado hace dieciocho años! Una lápida de madera daba razón de él en el cementerio de la iglesia, pero se gastó también y ya no existe.
—¿Dónde está Brom Dútcher?
—¡Oh! se fue al ejército al principio de la guerra; algunos dicen que murió en la toma de Stony Point;[8] otros que se ahogó en una borrasca al pie de Ántony’s Nose.[9] Yo no podría decirlo; lo que sé es que nunca regresó.
—¿Dónde está Van Búmmel, el maestro de escuela?
—Se fué también a la guerra, se convirtió en un gran general y está ahora en el congreso.—
El corazón de Rip desfallecía al escuchar tan tristes nuevas de su patria y de sus amigos, y encontrarse de repente tan solo en el mundo. Las respuestas le impresionaban también por el enorme lapso de tiempo que encerraban y por los temas de que trataban y que él no podía comprender: la guerra, el congreso, Stony Point. No tuvo valor de preguntar por sus otros amigos, pero gritó con desesperación:
—¿Nadie conoce aquí a Rip Van Winkle?
—¡Oh, seguramente! Rip Van Winkle está allí recostado contra el árbol.—
Rip miró en la dirección indicada y pudo contemplar una exacta reproducción de sí mismo como cuando fué a la montaña; tan holgazán como él, al parecer, e indudablemente harapiento al mismo grado. El pobre hombre quedó del todo confundido. Dudaba de su propia identidad y si sería él Rip Van Winkle o cualquier otra persona. En medio de su extravío, el hombre del sombrero de tres picos le preguntó quién era y cómo se llamaba.
—¡Sólo Dios lo sabe!—exclamó, al cabo de su entendimiento.—¡Yo no soy yo mismo, soy alguna otra persona; no estoy allá, no; ése es alguien que se ha metido dentro de mi piel. Yo era yo mismo anoche, pero me quedé dormido en la montaña y allí me cambiaron mi escopeta y me lo han cambiado todo. Yo mismo estoy cambiado, y no puedo decir siquiera cuál es mi nombre ni quién soy!—
A estas palabras los circunstantes comenzaron a cambiar entre sí miradas significativas, sacudiendo la cabeza, guiñando los ojos y golpeándose la frente con los dedos. Corrió también un murmullo sobre la conveniencia de asegurar el fusil y aun al viejo personaje para evitar que hiciera algún daño; ante cuya suposición el sabihondo caballero del sombrero de tres picos se retiró con marcada precipitación. En tan crítico momento, una fresca y hermosa joven avanzó entre la multitud para echar una ojeada al hombre de la barba gris. Llevaba en sus brazos un rollizo chiquillo que asustado con el extranjero rompió a llorar.
—¡Sht, Rip!—dijo la joven, calla, tontuelo; el viejo no te hará ningún daño.—
El nombre del niño, el aire de la madre, la entonación de su voz, todo despertó en Rip Van Winkle un mundo de recuerdos.—¿Cómo os llamais, buena mujer?—preguntó.
—Judith Gardenier.
—¿El nombre de vuestro padre?
—¡Ah, pobre hombre! Llamábase Rip Van Winkle, pero hace veinte años que salió de casa con su fusil y jamás regresó ni hemos sabido de él desde entonces. Su perro volvió solo a la casa; y nadie podría decir si mi padre se mató o si los indios se lo llevaron. Yo era entonces una chiquilla.—
Quedábale a Rip sólo una pregunta por hacer y la propuso con voz desfallecida:
—¿Dónde está vuestra madre?
—¡Oh! ella murió poco después. Se le rompió una arteria en un arranque de cólera con un buhonero de Nueva Inglaterra.—
Aquello era una gota de alivio, a su entender. El buen hombre no pudo contenerse por más tiempo. Cogió a su hija y al niño entre sus brazos, exclamando:
—¡Yo soy vuestro padre! ¡El Rip Van Winkle joven de otros tiempos, y ahora el viejo Rip Van Winkle! ¿Nadie reconoce al pobre Rip Van Winkle?—
Todos quedaron atónitos, hasta que una viejecilla trémula atravesó la multitud y poniéndose la mano sobre las cejas le examinó por debajo el rostro por un momento, exclamando en seguida:
—¡Seguro que es Rip Van Winkle! ¡El mismo, en cuerpo y alma! ¡Bien venido al pueblo, viejo vecino! Decidnos, ¿dónde habéis estado metido estos largos veinte años?—
Pronto hubo referido Rip su historia, pues que los veinte años transcurridos se reducían para él a una sola noche. Los vecinos le miraban con asombro al escucharla; algunos se guiñaban entre sí poniendo la lengua en sus mejillas; mientras el pomposo caballero del sombrero de tres picos—que regresó al campo de acción tan pronto como la alarma hubo pasado—sacudía la cabeza recogiendo las extremidades de su boca; sacudimiento dubitativo que se hizo entonces general en la asamblea.
Decidióse, sin embargo, consultar al viejo Péter Vánderdonk a quien se veía avanzar por la carretera. Era descendiente del historiador del mismo nombre[10] que escribió una de las primeras crónicas de la provincia. Péter era el más antiguo de los habitantes de la aldea y muy versado en todos los acontecimientos maravillosos y tradiciones del vecindario. Reconoció a Rip Van Winkle inmediatamente y corroboró su relato de la manera más satisfactoria. Aseguró a la asamblea que era un hecho establecido por su antepasado el historiador que las montañas Káatskill habían estado pobladas siempre de seres extraños. Afirmábase igualmente que el gran Héndrick Hudson, descubridor del río y de la comarca, celebraba allí una especie de velada cada veinte años con toda la tripulación de la Half-Moon; siéndole dado así el recorrer los lugares donde se realizaron sus hazañas y mantener ojo alerta sobre el río y la gran ciudad llamados por su nombre. Declaró que su padre les había visto una vez vistiendo sus antiguos trajes holandeses y jugando a los bolos en una cueva de la montaña; y que él mismo había oído una tarde el eco de las bolas resonando como lejanas detonaciones de truenos.
Para abreviar, la compañía se disolvió volviendo al asunto más importante de la elección. La hija de Rip llevósele a su casa a vivir con ella; tenía una linda casita bien amueblada, y por marido a un fornido y jovial granjero a quien recordaba Rip como uno de los pilluelos que acostumbraban encaramarse en sus espaldas. En cuanto al hijo y heredero de Rip—la copia de su padre que apareció reclinado contra el árbol—estaba empleado como mozo de la granja; pero mostraba una disposición hereditaria para atender a cualquiera otra cosa de preferencia a su labor.
Rip reasumió entonces sus antiguos hábitos y correrías; encontró pronto muchos de sus contemporáneos, aunque bastante averiados por los estragos del tiempo; prefiriendo entablar amistades entre la nueva generación de la cual a poco llegó a ser el favorito.
No teniendo ocupación en la casa y habiendo alcanzado la edad feliz en que el hombre puede ser holgazán impunemente, ocupó de nuevo su lugar en el banco a la puerta del mesón, donde era reverenciado como uno de los patriarcas de la aldea y como crónica viviente de la época “anterior a la guerra.” Transcurrió algún tiempo antes de que se pusiera al corriente de la chismografía del vecindario o llegara a comprender los extraños acontecimientos que se habían desarrollado durante su sueño: la guerra de la revolución, cómo arrojó el país el yugo de la vieja Inglaterra, y cómo era que en vez de ser vasallo de su majestad Jorge III, se había convertido en ciudadano libre de los Estados Unidos. En realidad, Rip no era político: las transiciones de estados e imperios hacíanle muy poca mella; pero existía cierta clase de despotismo bajo el cual había gemido largo tiempo: el gobierno de las faldas. Felizmente aquello había terminado; había escapado al yugo matrimonial y podía ir y venir por todas partes sin temor a la tiranía de la señora Van Winkle. Cada vez que se mencionaba este nombre, sin embargo, Rip sacudía la cabeza, encogía los hombros y levantaba los ojos al cielo, lo cual podía tomarse tanto como expresión de resignación a su suerte como de alegría por su liberación.
Acostumbraba referir su historia a todos los extranjeros que se hospedaban en el hotel de Mr. Dóolittle. Pudo notarse al principio que la relación difería cada vez en varios puntos, lo que se debía indudablemente a su reciente despertar. Pero al fin se fijó exactamente en la forma que acabo de relatar, y no había hombre, mujer o niño en todo el vecindario que no se la supiera de memoria. Algunos afectaban siempre dudar de su veracidad insistiendo en que Rip no había estado en sus cabales, y que respecto de este punto siempre desvariaba. Los viejos holandeses, sin embargo, le daban casi unánimemente pleno crédito. Aun hoy no pueden oír las tempestades de truenos que estallan ciertas tardes de verano en los alrededores de las montañas Káatskill, sin decir que Héndrick Hudson y su tripulación están jugando su partida de bolos; y es el deseo general de los maridos del pueblo maltratados por su mujer, cuando la vida les resulta muy pesada, obtener algunos tragos del frasco bienhechor de Rip Van Winkle.
Podría sospecharse que el cuento que antecede hubiera sido inspirado a Mr. Kníckerbocker por una pequeña superstición alemana acerca del emperador Federico der Róthbart[11] y la montaña Kypphaüser. La nota adjunta, sin embargo, que escribió como apéndice a este cuento, demuestra que es un hecho absolutamente verídico, narrado con su habitual fidelidad:
“La historia de Rip Van Winkle parecerá increíble a muchas personas; mas, a pesar de todo, le doy entero crédito porque sé que los alrededores de nuestra viejas colonias holandesas han sido teatro de muchos sucesos y apariciones maravillosas. Verdaderamente, he oído en las ciudades de las riberas del Hudson historias más inverosímiles que la presente, las cuales estaban demasiado bien autorizadas para permitirse alimentar la menor duda. Yo mismo he hablado varias veces con Rip Van Winkle, quien era un hombre anciano y venerable la última vez que le vi, y tan perfectamente racional y lógico, desde todo punto de vista, que no creo que ninguna persona de conciencia rehusara dar crédito a su historia; he visto también un certificado al respecto otorgado ante el tribunal de la comarca y firmado con una cruz de la propia mano del juez. De consiguiente la historia se encuentra fuera de toda posibilidad de duda.
“D. K.”
Las siguientes notas se han tomado de un memorándum de viaje de Mr. Kníckerbocker:
El Káatsberg, o montañas Káatskill, han sido siempre una región de leyenda. Los indios las consideraban como la mansión de los espíritus que dominaban el tiempo lanzando nubes o rayos de sol sobre el horizonte y procurando buenas o malas estaciones de caza. Estaban dirigidos por el espíritu de una vieja india que se suponía ser la madre y habitaba en el pico más elevado de las montañas Káatskill. Corría a cargo de las puertas día y noche para abrirlas y cerrarlas a la hora conveniente. Colgaba las lunas nuevas en el firmamento y recortaba las viejas para hacer estrellas. En tiempos de sequía podía obtenerse, con adecuada propiciación, que hilara ligeras nubes de verano, formadas de telarañas y rocío de la mañana, y las enviara a flotar en el aire copo a copo desde la cresta de la montaña, como vedijas de algodón cardado; hasta que disueltas por el calor del sol caían en lluvia deliciosa provocando el brote de la hierba, la madurez de los frutos y el crecimiento de las mieses a razón de una pulgada por hora. Si, en cambio, se encontraba disgustada, aglomeraba nubes negras como tinta, colocándose en el centro como una araña ventruda en medio de su tela; y cuando aquellas nubes estallaban ¡qué de calamidades sucedíanse en el valle!
Antiguamente, afirmaban las tradiciones indias, existía una especie de Mánitou o espíritu que habitaba las regiones más salvajes de las montañas Káatskill y experimentaba un malvado placer en procurar toda clase de males y vejaciones a los hombres rojos. Algunas veces asumía la forma de oso, gamo o pantera para arrastrar al extraviado cazador a una fatigosa jornada a través de bosques intrincados y ásperas rocas, y desaparecer entonces lanzando un fuerte ¡ho! ¡ho! dejando al despavorido cazador al borde de un escarpado abismo o de un torrente devastador.
Aun se muestra la residencia favorita de este Mánitou. Es una roca o risco enorme en la parte más agreste de la montaña y se conoce con el nombre de Garden Rock (Roca florida) a causa de las frescas vides que trepan abrazándola, y de las flores silvestres que abundan a su alrededor. A sus pies yace un pequeño lago, asilo del solitario alcaraván y poblado de serpientes acuáticas que toman el sol en las hojas de los nenúfares que duermen en la superficie. El lugar era tenido en gran veneración por los indios, hasta el punto que ni el más atrevido cazador habría osado perseguir la pieza dentro de su recinto. Cierto día, sin embargo, un cazador extraviado penetró en Garden Rock y pudo observar gran número de calabazas colgando de las ramas ahorquilladas de los árboles. Cogió una de ellas y trató de hurtarla; pero en su prisa por huir la dejó caer entre las rocas, de donde brotó un torrente que le arrebató y arrastró a profundos abismos en cuyo fondo quedó destrozado por completo. El torrente siguió su curso hasta el Hudson y continúa corriendo hasta el día; siendo el mismo arroyo conocido hoy por el nombre de Kaaters-kill.
EN EL fondo de una de aquellas espaciosas ensenadas, que tanto abundan en las playas orientales del Hudson, y en un gran ensanchamiento del río, denominado Tappan Zee[13] por los antiguos navegantes holandeses, donde acortaban velas prudentemente, invocando la protección de San Nicolás para atravesarlo, yacía una pequeña aldea o puerto rural que algunos llaman Gréensburgh, pero que es general y propiamente conocida por el nombre de Tarry Town (Lugar de parada). Se dice que este nombre le fué dado antiguamente por las buenas comadres del pueblo vecino, con motivo de la inveterada costumbre de sus maridos de estacionarse en las tabernas en los días de mercado. Sea de ello lo que fuere, yo no garantizo el hecho sino simplemente lo consigno en mi deseo de ser preciso y auténtico. No muy lejos del pueblo, quizá a dos millas más o menos, existe un diminuto valle o más bien un repliegue del terreno entre altas colinas, que es uno de los sitios más tranquilos en todo el universo. Un pequeño arroyo lo atraviesa, deslizándose con suave murmullo que invita al reposo; siendo el reclamo eventual de la codorniz o el golpeteo del pájaro carpintero los únicos ruidos que turban de vez en cuando la tranquilidad estática de aquel paraje.
Recuerdo que mi primera hazaña en la caza de ardillas, cuando yo era todavía un mozalbete, tuvo lugar en un bosquecillo de altos nogales que sombrean un lado del valle. Vagaba por allí al mediodía, hora en que la naturaleza está particularmente tranquila, y me sobrecogí al estruendo de mi propia escopeta, prolongado y repercutido por el indignado eco, rompiendo el sosegado silencio de los alrededores. Si alguna vez anhelara yo un pacífico retiro donde huir del mundo y de sus distracciones y soñar en tranquila quietud todo el resto de una agitada existencia, nada respondería mejor a tal propósito que este escondido vallecito.[14]
A causa de la indolente tranquilidad del lugar y del carácter peculiar de sus habitantes, que descienden de los originarios colonos holandeses, aquella recóndita cañada era conocida hace mucho tiempo por el nombre de VALLE ENCANTADO, y los rústicos mozos del vecindario son conocidos en todo el país circunvecino como los zagales del valle encantado.
Una letárgica y soñadora influencia parece pesar sobre toda la comarca y prevalecer en su ambiente. Algunos afirman que el lugar fué hechizado en los primeros días de la colonización por un ilustre doctor alemán; otros, que un viejo jefe indio, el profeta o adivino de la tribu, celebraba allí sus conjuros antes del descubrimiento de aquella región por Master Héndrick Hudson.[15] Lo cierto es que el lugar continúa bajo el dominio de algún encantador que mantiene hechizada la mente de aquellas buenas gentes, haciéndolas vivir en plena fantasía. Son dadas a toda clase de creencias maravillosas; están sujetas a éxtasis y visiones, y continuamente ven extrañas apariciones y oyen músicas y voces por los aires. El vecindario abunda en cuentos locales, en lugares frecuentados por espectros y en supersticiones sombrías. Las estrellas voladoras y los brillantes meteoros cruzan aquel valle más a menudo que cualquiera otra comarca; y el demonio de la pesadilla, con sus nueve secuaces,[16] parece haber hecho del país el escenario favorito de sus cabriolas.
Sin embargo, el espíritu dominante en esta hechizada región, y que parece ser el jefe supremo de todas las potencias del aire, es el fantasma de un jinete sin cabeza. Algunos opinan que es el espectro de un soldado de caballería de Hesse,[17] cuya cabeza fué arrebatada por una bala de cañón en alguna batalla desconocida de la guerra de la revolución, y a quien pueden sorprender de vez en cuando los naturales del pueblo galopando en la obscuridad de la noche como llevado en alas de los vientos. Sus apariciones no se limitan al valle, sino que se extienden a veces hasta las carreteras adyacentes y se repiten particularmente en las cercanías de una iglesia[18] situada a corta distancia. En efecto, algunos de los historiadores más auténticos de la comarca, que han recogido y asociado las versiones flotantes con respecto a este espectro, alegan que por haber sido enterrado el cuerpo del soldado en el cementerio de la iglesia, ronda el fantasma por las noches el lugar de la batalla en busca de su cabeza; atribuyéndose la velocidad con que atraviesa a menudo la hondonada a la prisa que tiene por llegar al cementerio antes del amanecer, con motivo de haberse retardado más de lo permitido en sus pesquisas nocturnas.
Tal es la interpretación general de esta legendaria superstición que ha procurado tema para muchas historias descabelladas en aquella región de aparecidos; siendo conocido el espectro en todos los hogares por el nombre de El jinete sin cabeza del valle encantado.
Es digno de notarse que la propensión visionaria de que he hablado no se limita solamente a los naturales de la comarca, sino que se la asimila inconscientemente todo aquel que reside allí por algún tiempo. Por más despierta que haya sido una persona antes de penetrar en la región de los sueños, es seguro que se apropiará en poco tiempo la influencia encantada del ambiente, volviéndose fantástica, fingiendo quimeras y viendo aparecidos.
Menciono con todo elogio este pacífico retiro, pues que en estos apartados rincones holandeses, escondidos acá y allá en el gran estado de Nueva York, se conservan las antiguas costumbres, población y hábitos, mientras los barre inadvertidos en otros lugares el impetuoso torrente de inmigración y progreso que provoca incesantes cambios en la agitada vida de la nación. Son como aquellas fajas de agua tranquila que bordean algún tumultuoso arroyo, donde permanecen quietamente al ancla burbujas y pajas meciéndose con suavidad en su improvisado puerto sin ser molestadas por el flujo de la corriente. Aun cuando han transcurrido muchos años desde que me desprendí de las letárgicas sombras del valle encantado, me pregunto si encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su abrigado seno.
En este recóndito paraje de la naturaleza vivía, en época remota de la historia americana, es decir hará unos treinta años, una digna criatura llamada Íchabod Crane, que residía o “paraba” allí, como él decía, con el propósito de instruir a los niños del vecindario. Era natural de Connécticut, estado que procura a la Unión exploradores tanto de las selvas como del pensamiento, y reparte todos los años legiones de hombres de sus bosques fronterizos y legiones de maestros de escuela de sus comarcas. El nombre de Crane (grulla) no estaba en desacuerdo con su persona. Era alto y excesivamente flaco, con hombros estrechos, largos brazos y largas piernas, manos que sobresalían una milla de sus mangas, pies que podían servir de palas, y toda una figura colgante que parecía mantenerse unida con dificultad. Su cabeza era pequeña y chata en la parte superior, con grandes orejas, grandes ojos verdes y vidriosos y larga nariz agachadiza; de manera que semejaba un gallo de campanario encaramado en su cuello de huso para indicar de qué lado iba a soplar el viento. Al verle, en un día ventoso, dando zancadas por el flanco de alguna colina, con sus vestidos colgantes y flotando en torno suyo, se le habría creído el genio del hambre descendiendo sobre la tierra, o algún espantajo hurtado de cualquier campo de trigo.
La escuela era un edificio bajo, de una sola pieza, construído rústicamente con tablones; las ventanas en partes tenían vidrios y en otras, parches de hojas de cuadernos viejos. En las horas vacantes se aseguraba de manera muy ingeniosa por medio de un mimbre retorcido en la aldaba de la puerta, y estacas colocadas contra las persianas de las ventanas—idea sugerida indudablemente al arquitecto por el misterio de las trampas de anguilas[19]—de manera que, si bien los ladrones podían penetrar con perfecta facilidad, encontrarían posiblemente alguna dificultad para salir. La escuela encontrábase aislada hasta cierto punto, pero en agradable situación, al pie de una frondosa colina, con un arroyo deslizándose en las cercanías y un gran abedul sombreando una de sus esquinas. Desde allí podía escucharse, en los soñolientos días de verano, el murmullo de las voces de los alumnos semejante al zumbido de una colmena, interrumpido de cuando en cuando por la autoritaria voz del maestro ya en tono de amenaza o de mandato; o por acaso, el rumor pavoroso del abedul como aguijoneando a algún holgazán negligente en la florida senda de la ciencia. A decir verdad, Íchabod Crane era un hombre de conciencia que tenía siempre presente la máxima de oro: “Escatimar los azotes es malograr al discípulo.” Y seguramente con Íchabod Crane no se malograban los discípulos.
No debe deducirse de aquí, sin embargo, que fuese uno de aquellos crueles potentados de la escuela que se gozan en la aflicción de sus vasallos; al contrario, administraba justicia más bien con método que con severidad, aliviando la carga de los hombros del más débil y poniéndola sobre las espaldas del más fuerte. Al chiquillo esmirriado que retrocedía al menor preludio de azotes, se le administraban con indulgencia; pero los fueros de la justicia quedaban incólumes infligiendo doble ración al robusto y obstinado rapazuelo holandés, de amplias posaderas, que se enfurruñaba y ensoberbecía y se volvía más tozudo y hosco bajo el abedul. A todo esto llamaba el maestro “cumplir su deber para con los padres;” y jamás se dió el caso de que administrara un castigo sin que le siguiera la advertencia, muy consoladora sin duda para el adolorido mozalbete, de que “recordaría toda su vida y le quedaría siempre grato por lo que ahora hacía en su obsequio.”
Fuera de las horas de clase era el camarada y compañero de juegos de los muchachos mayores; y en las tardes de los días festivos solía acompañar a su casa a algunos de los más pequeños, siempre que tuvieran lindas hermanas o buenas amas de casa por madres, lo que se dejaba notar en seguida por el regalo de las alacenas. En realidad, le convenía estar en buenos términos con sus discípulos. La renta que producía la escuela era pequeña y habría bastado apenas para su diaria subsistencia porque era un gran glotón y, aunque flaco, tenía el poder de dilatación de una boa; mas para ayudar a su sostenimiento se alojaba y comía, siguiendo la costumbre del lugar, en casa de los granjeros a cuyos hijos enseñaba. Turnábase por semanas en casa de todos ellos, dando así la vuelta al vecindario y llevando todo lo que poseía en el mundo atado en un pañuelo de algodón.
Para que este sistema no resultara demasiado oneroso para la bolsa de sus rústicos patrones, siempre prontos a considerar pesada carga cualquiera pensión de la escuela y a juzgar a los maestros solamente como unos zánganos, tenía Íchabod varios modos de hacerse a la vez útil y agradable. Ayudaba a los granjeros de vez en cuando en las labores ligeras de la alquería, tomaba parte en la preparación del heno, componía los cercos, abrevaba los caballos, traía a las vacas del pasto y cortaba leña para combustible en el invierno. Despojábase asimismo de toda la dignidad autócrata y despotismo absoluto con que reinaba en su pequeño imperio, la escuela, y se volvía admirablemente gentil e insinuante. Atraíase a las madres mimando a los chicos, particularmente a los más pequeños; y, semejante al león audaz que acariciaba antiguamente al cordero con tanta magnanimidad,[20] solía sentarse con un chico en las rodillas mientras mecía con el pie la cuna de otro por varias horas.
Además de sus diversas habilidades, era el maestro cantor del vecindario y cosechaba muchos brillantes chelines por enseñar la salmodia a los mozos del lugar. No era una de sus menores satisfacciones instalarse los domingos con un grupo de cantores escogidos, en el centro de la tribuna de la iglesia donde, a su entender, arrebataba completamente la palma al viejo capellán. Lo cierto es que su voz resonaba sobre todas las de la congregación; y aun hoy se escuchan en aquella iglesia gorgoritos que se dicen legítimos descendientes de la nariz de Íchabod Crane, y que pueden oírse a media milla, hasta el lado opuesto de la alberca, en las tranquilas mañanas del domingo. Así, por medio de sus pequeños ardides y de la ingeniosa manera llamada vulgarmente “echar de mangas,” el digno pedagogo hacía su vida tolerable, mientras todos aquellos que no comprenden una palabra del trabajo mental, juzgaban que se pasaba una existencia maravillosamente envidiable.
El maestro de escuela es generalmente una figura importante entre el círculo femenino de una comunidad rural, donde se le considera una especie de caballero desocupado, de mucho gusto y talento muy superior a todos los burdos zagales de la comarca, y solamente inferior al párroco en conocimientos. Por consiguiente, su presencia causa siempre cierta emoción en las mesas de té de las granjas, provocando a menudo la adición de algunos dulces y pastas y aun, en ocasiones, la exhibición de alguna tetera de plata. Nuestro letrado sentíase también especialmente feliz con las sonrisas de todas las damiselas campesinas. ¡Con cuánto gozo discurrían entre ellas los domingos en el cementerio de la iglesia, después del servicio religioso, cogiendo los racimos de las vides silvestres que cubrían los árboles de las cercanías, descifrando para distraerlas los epitafios de las tumbas, o vagando con toda la compañía por la orilla de la represa del molino adyacente, mientras los encogidos patanes del lugar seguían tímidamente por detrás, envidiando la superioridad de su talento y elegancia!
A consecuencia de su errante vida era también una gaceta ambulante que llevaba de casa en casa todos los líos de la chismografía local, por lo que su presencia se acogía siempre con satisfacción. Era, además, estimado por las mujeres a causa de su erudición, pues había leído varios libros casi hasta el final y conocía a fondo la History of New England Witchcraft (Historia de la brujería en Nueva Inglaterra), por Cotton Máther,[21] en la que, diremos de paso, creía firme y ardientemente.
Íchabod Crane poseía en realidad una extraña mezcla de sagacidad limitada y pueril credulidad. Su afición por lo maravilloso y su facilidad para digerirlo eran igualmente extraordinarias, habiendo alcanzado mayores proporciones con su estadía en aquella encantada región. Ninguna leyenda era demasiado monstruosa o inverosímil para su capacidad de absorción. Deleitábase a menudo, después de cerrar la escuela por las tardes, en tenderse en el mullido lecho de trébol que bordeaba el pequeño arroyo que murmuraba en las cercanías, y leer los horrendos y antiguos cuentos de Máther hasta que la obscuridad creciente de la tarde convertía los caracteres impresos en las páginas en sombras indecisas delante de sus ojos. Entonces, continuando su camino a través de pantanos y medrosas arboledas hacia la alquería donde se hospedaba en aquel momento, turbábase su excitada imaginación con todos los ruidos de la naturaleza en aquella hora misteriosa: el lamento de la chotacabras desde los flancos de la colina, el grito agorero de la rana arbórea anunciando la tempestad, el medroso alarido de la lechuza y el repentino rumor del follaje al roce de los pájaros sorprendidos en su asilo. Las luciérnagas, que brillaban con mayor intensidad en los sitios más obscuros, asustábanle también de vez en cuando al cruzar inopinadamente alguna de las más lucientes su camino; y si por casualidad cualquier enorme escarabajo aturdido venía bamboleándose en desatinado vuelo en su dirección, el pobre camastrón estaba a punto de rendir el ánima imaginando que había sido herido por algún maleficio. Su único recurso en tales ocasiones para distraer sus pensamientos o alejar los malos espíritus era entonar salmos; y las buenas gentes del valle encantado, sentadas al ocaso a las puertas de sus casas, llenábanse a veces de pavor escuchando su melodía nasal “brotando en largos eslabones de dulzura,”[22] y extendiéndose desde la distante colina o a lo largo de la polvorienta carretera.
Otra fuente de medroso placer consistía para él en pasar las largas noches de invierno en compañía de las mujeres que hilaban en torno del fuego escuchando, mientras sartas de manzanas se asaban y chisporroteaban en el hogar, sus maravillosas historias de duendes y aparecidos, de campos y arroyos encantados, y de casas y puentes poseídos; y particularmente la leyenda del jinete sin cabeza o soldado galopante del valle encantado, como le llamaban a veces. Deleitábalas por su parte con las anécdotas de brujería y de pavorosos augurios y apariciones portentosas y ruidos en los aires, que acontecían en los antiguos tiempos de Connécticut; y llenábalas de angustia con diversas consideraciones sobre los cometas y estrellas errantes, así como sobre el hecho alarmante de que el mundo giraba absolutamente en redondo y que estaban precisamente a medio camino de la voltereta.
Pero si existía algún placer en tales conversaciones mientras se encontraban abrigados y protegidos en el rincón de la chimenea, en una habitación vivamente alumbrada por el resplandor de los crujientes leños y donde ningún espectro se hubiera atrevido por cierto a asomar la faz, este goce se pagaba caramente con los subsiguientes terrores del camino de regreso a los respectivos hogares. ¡Qué figuras y sombras más horrendas a lo largo del sendero, entre la bruma y brillo sepulcral de una noche de nevada! ¡Con qué anhelante mirada examinaba Íchabod cada rayo tembloroso de luz brillando a través del vasto campo desde alguna distante ventana! ¡Cuán frecuentemente sintióse atemorizado ante cualquier arbusto cubierto de nieve que, cual fantasma revestido de una sábana, parecía espiar su camino! ¡Cuántas veces se estremeció de helado pavor al sonido de sus propios pasos en la endurecida corteza de la tierra, sin atreverse siquiera a mirar por encima del hombro por temor de encontrarse con algún ser extraordinario marchando pesadamente a sus talones! ¡Y cuán a menudo se sintió desfallecer del todo al rumor de una ráfaga de viento gimiendo entre los árboles, con la idea de que era el soldado de caballería galopando en una de sus excursiones nocturnas!
No eran, sin embargo, más que simples terrores de la noche, fantasmas de la mente del que camina en la obscuridad; y aun cuando Íchabod había visto muchos espectros en diversas ocasiones y había sido más de una vez acechado en diferentes formas por Satán[23] en sus solitarios vagares, la luz del día ponía siempre fin a estas alucinaciones; y habría disfrutado con todo una dichosa existencia, a despecho del diablo y de sus obras, si no se hubiera cruzado en su camino el ser que causa a los mortales perplejidades mayores que todos los espectros, duendes y la raza entera de los brujos reunidos; esto es: una mujer.
Entre los discípulos de música que se reunían una vez por semana en la noche para recibir sus lecciones de salmodia, encontrábase Katrina Van Tássel, hija única de un rico granjero holandés. Era un delicioso pimpollo de dieciocho años, regordeta como una perdiz, sabrosa, suave y de mejillas tan rosadas como uno de los melocotones de su padre; y de fama universal, no sólo por su belleza sino por sus vastas expectativas en el porvenir. Con esto, era un poquitillo coqueta como podía deducirse de su manera de vestir, combinación de la moda antigua y moderna en la forma más apropiada para realzar sus encantos. Usaba los mismos adornos de oro amarillo puro que su tatarabuela trajera de Saardam; el tentador peto y una provocativa falda corta que permitía admirar el más lindo pie y tobillo que se lucían en toda la región circunvecina.
Íchabod Crane tenía un corazón blando y decidido por el bello sexo; por lo cual no debe maravillar que bocado tan exquisito encontrara gracia ante sus ojos, sobre todo después de haber estado de visita en la casa paterna. El viejo Baltus Van Tássel era la encarnación perfecta del granjero próspero, feliz y de corazón abierto. Es verdad que rara vez traspasaban sus ideas o sus miradas más allá de los linderos de su granja; pero dentro de ellos todo era dicha, holgura y comodidad. Vivía satisfecho pero no orgulloso de su prosperidad; y tenía más a gala la abundancia sencilla que el estilo rebuscado en su manera de vivir. Sus dominios estaban situados sobre las riberas del Hudson, en uno de aquellos verdes, abrigados y fértiles rincones en que tanto gusta anidar a los agricultores holandeses. Un gran olmo extendía sus anchas ramas sobre la casa, y a sus pies brotaba una fuente de agua dulce y cristalina en un pequeño manantial formado por un barril, de donde se escapaba centelleando entre el césped hasta reunirse al arroyuelo vecino que murmuraba bajo los alisos y los sauces enanos. Cerca de la casa había una vasta troje que podía haber servido de iglesia; sus ventanas y hendeduras parecían a punto de estallar con los tesoros de la granja; oíase resonar dentro día y noche el atareado mayal; las golondrinas y vencejos deslizábanse gorjeando bajo los aleros; mientras hileras de palomas, algunas con un ojo vuelto hacia arriba como para examinar el tiempo, otras con la cabeza bajo el ala o enterrada entre el pecho, otras hinchándose, arrullando o haciendo la rueda a sus damas, tomaban el sol desde el tejado. Cerdos bruñidos y pesados gruñían en el reposo y abundancia de sus chiqueros, de donde asomaban las narices aquí y allá, como absorbiendo el aire, manadas de cachorros. Un majestuoso escuadrón de nevados gansos nadaba en el cercano estanque, escoltando flotillas enteras de patos; regimientos de pavos cloqueaban por la granja, mientras las gallinas de Guinea protestaban de tal atrevimiento con su malhumorado y discordante grito, como gruñonas amas de casa. Delante de la puerta de la troje pavoneábase el arrogante gallo, modelo de maridos, de guerreros y gentileshombres, sacudiendo sus brillantes alas y cantando toda la alegría y el orgullo de su corazón; escarbando a veces la tierra con las patas y llamando después generosamente a su siempre hambrienta familia de mujeres y chiquillos para que saborearan el rico bocado que había descubierto.
Volvíase agua la boca del pedagogo al contemplar las magníficas promesas de suculenta mesa para el invierno. En su devoradora visión aparecían los lechoncillos rellenos corriendo a su alrededor con una manzana en el hocico; los pichones voluptuosamente acostados en apetitoso pastel y arrebozados en su dorada corteza; los gansos nadando en su propia salsa; y los patos agradablemente instalados por parejas en las fuentes, como amorosos cónyuges, con una decente provisión de salsa de cebollas. En los puercos veía señalarse las rayas del futuro y reluciente tocino, y el jugoso y delicado jamón; no había un solo pavo al que no adivinara deliciosamente trufado, con la molleja bajo el ala y algunas veces con un collar de sabrosas salchichas; y hasta los bizarros monarcas del corral yacían tendidos sobre el lomo, como plato de entrada, con las garras levantadas como implorando el cuartel que su caballeresco espíritu desdeñara demandar en vida.
Al mismo tiempo que el extasiado Íchabod fantaseaba todo esto al rodar la mirada de sus verdes ojos sobre los pingües prados, los ricos campos de trigo, de centeno, de trigo sarraceno y maíz, como sobre los árboles cediendo al peso de los rubios frutos en las huertas que rodeaban la propiedad de Van Tássel, su corazón suspiraba por la damisela que heredaría estos dominios, y caldeábase su imaginación a la idea de cuán fácilmente podrían convertirse en plata contante que a su vez se invertiría en inmensas posesiones de terreno yermo y palacios de ripia en el desierto. No se detenía allí su ardiente fantasía sino que, realizando sus esperanzas, le presentaba a la graciosa Katrina con toda una larga prole de chiquillos, sentada en lo alto de un carro cargado de baratijas caseras, con potes y marmitas danzando en la parte inferior; y él mismo veíase montando a horcajadas una pacífica yegua con un potrillo a la zaga, camino de Kentucky, Tennessee o Dios sabe qué rumbo.
Cuando entró en la casa, su corazón quedó conquistado por completo. Era una de aquellas espaciosas granjas de altos caballetes y tejados de bajo declive, construídas al estilo transmitido por los primeros colonos holandeses; proyectándose hacia adelante los bajos aleros hasta formar un corredor fronterizo capaz de cerrarse por completo en el mal tiempo. Debajo colgaban mayales, arneses, instrumentos de labranza y redes para pescar en la ribera cercana. En todo el largo de los costados había bancos para el tiempo de verano; una gran rueda de hilar a uno de los extremos y una mantequera al otro lado, mostraban los diversos usos a que este importante pórtico estaba destinado. Del corredor pasó el embelesado Íchabod a la sala que formaba el centro del edificio y era el sitio habitual de residencia. Allí, hileras de resplandeciente vajilla, colocada en un gran aparador, deslumbraron sus miradas. En un rincón había un enorme saco de lana lista para hilarse; en otro, una cantidad de lino y lana acabada de llegar del telar; mazorcas de maíz y cuerdas de manzanas y melocotones secos pendían de los muros en atractiva decoración, mezclados al festival de los rojos pimientos; mientras una puerta ligeramente entornada permitía echar una ojeada al salón más caracterizado, donde las sillas con sus patas de garras y las mesas de caoba obscura relucían como espejos; los morillos de la chimenea, con sus correspondientes palas y tenazas, resplandecían bajo su cubierta semejando cabezas de espárragos; arbustos y conchas decoraban la repisa de la chimenea, sobre la cual veíanse suspendidas hileras de huevos de diversos colores; un gran huevo de aveztruz campeaba pendiente en el centro de la pieza; y un gran anaquel, abierto intencionadamente, desplegaba inmensos tesoros de plata antigua y porcelana bien conservada de la China.
Desde el momento en que Íchabod reposó sus miradas en aquellas escenas deleitosas desapareció la paz de su espíritu, y todo su estudio concentróse en descubrir la manera de ganar el afecto de la sin par hija de Van Tássel. Tropezaba, sin embargo, para esta empresa con dificultades mayores de las que acostumbrara vencer el enjambre de caballeros errantes de antaño que sólo combatían con gigantes, encantadores, fieros dragones y otros adversarios de este jaez, fáciles de dominar; viéndose obligados solamente a abrirse paso a través de puertas de hierros y bronce, y muros de adamanto, para llegar al castillo encantado donde se hallaba confinada la dama de sus pensamientos; hazañas todas que realizaban tan fácilmente como quien abre una vía hasta el fondo de un pastel de Navidad, encontrando al cabo que la dama les otorgaba su mano como cosa convenida con anterioridad. Íchabod, por el contrario, tenía que ganar el corazón de una coqueta de aldea, perdido en un laberinto de caprichos y extravagancias que ofrecían cada vez nuevas dificultades y estorbos; y hacer frente, además, a una legión de adversarios de carne y hueso, los rústicos y numerosos admiradores de Katrina, que sitiaban todos los accesos a su corazón espiándose mutuamente con irritadas miradas, pero prontos a formar causa común para atacar a cualquier nuevo competidor.
El más formidable entre ellos era un jactancioso, turbulento y atronador valentón llamado Abraham o Brom Van Brunt según la abreviatura holandesa, que se había hecho el héroe de la comarca por sus hazañas de fuerza y temeridad. Tenía anchos hombros y macizas articulaciones, cabello corto, negro y rizado, y aspecto rústico pero no desagradable, con cierto aire mezcla de jovialidad y arrogancia. Por su figura hercúlea y sus potentes miembros había merecido el sobrenombre de Brom Bones (Brom el huesoso), por el cual se le conocía generalmente. Tenía fama de grandes conocimientos y destreza en la equitación, sintiéndose tan firme a caballo como un tártaro. Era el primero en todas las apuestas y peleas de gallos y, con el ascendiente que la fuerza física ejerce siempre en la vida rural, hacía de árbitro en todas las disputas, decidiendo por cualquiera de las partes y dictando sus sentencias con aire y tono que no admitía réplica ni contradicción. Estaba siempre pronto para un lío o para una juerga; pero había más travesura que mala intención en su temperamento y, en medio de toda su rudeza exterior, gastaba en el fondo sus arranques de broma y buen humor. Tenía tres o cuatro buenos camaradas que le tomaban como modelo y a la cabeza de los cuales recorría la comarca mezclándose en todas las contiendas y diversiones en muchas millas a la redonda. En el invierno llevaba siempre como distintivo un gorro de piel con airosa borla de cola de zorro; y cuando la gente reunida en alguna fiesta de aldea divisaba a la distancia el conocido penacho agitándose en medio de un escuadrón de atrevidos jinetes, sabía ya que se preparaba una borrasca. Algunas veces se oía pasar la banda a media noche delante de las granjas, en medio de gritos y exclamaciones como una tropa de cosacos del Don; y las viejas damas arrancadas a su sueño acostumbraban escuchar por un momento hasta que el ruido hubiera cesado y exclamaban entonces: “¡Ah! ¡Por allí anda Brom Bones y su banda!” Los vecinos le miraban con mezcla de pavor, admiración y simpatía, y siempre que ocurría en el pueblo algún tremendo alboroto o cualquier extravagante locura, sacudían la cabeza y garantizaban que Brom Bones se encontraba al fondo del asunto.
Hacía ya algún tiempo que este selvático héroe había hecho de la deslumbradora Katrina el objeto de sus rudas galanterías, y a pesar de que sus amorosos manejos eran algo semejantes a las gentiles caricias y halagos de un oso, se murmuraba que la joven no desalentaba sus esperanzas. Lo cierto es que sus avances fueron la señal de retirada para los candidatos rivales que no se sentían inclinados a irritar a un león en sus amores; de manera que, cuando un domingo por la noche pudo verse su caballo atado en las caballerizas de Van Tássel, como muestra infalible de que su amo hallábase dentro cortejando o “pretendiendo,” como se acostumbraba decir, todos los aspirantes continuaron su camino desesperados y fueron a iniciar nuevas lides por otros barrios.
Tal era el formidable rival con quien Íchabod Crane había de luchar y, todo bien considerado, hombres más fornidos que él habrían temido al competidor, y los más prudentes habrían desesperado. Pero en la naturaleza del maestro había una mezcla feliz de maleabilidad y perseverancia; en figura y en espíritu era un mozo bien templado; flexible, pero tenaz; doblegándose sin romperse; y aun cuando inclinaba la cabeza a la menor presión, apenas pasado el momento difícil ¡zas! erguíase de nuevo y llevaba la frente tan alta como de costumbre.
Habría sido ciertamente una locura combatir a campo abierto contra semejante rival, hombre tan incapaz como el fogoso Aquiles, de sufrir la menor oposición a sus amores, Íchabod, por consiguiente, hacía sus avances de manera muy suave e insinuante. So capa de maestro de canto hacía visitas frecuentes a la alquería; sin que esto signifique, de otro lado, que tuviese nada que temer de la oficiosa intervención de la familia que a menudo representa un grave escollo en la senda de los amantes. Balt Van Tássel era un hombre bueno e indulgente; amaba a su hija más aún que a su pipa, y a fuer de hombre razonable y excelente padre, dejábala hacer su voluntad en todo cuanto se la antojase. Su arreglada mujercita tenía demasiado que hacer con atender a la casa y cuidar de las aves; y además, como observaba sabiamente, los patos y los gansos son muy tontos y es preciso mirar por ellos, mientras que las muchachas pueden cuidarse por sí mismas. Así, mientras la atareada señora bullía por la casa o daba vueltas a la rueca en un extremo del corredor, el honrado Balt sentábase a fumar su pipa al otro extremo, contemplando las proezas de un pequeño guerrero de madera que, armado de una espada en cada mano, desafiaba al viento valientemente desde el pináculo del granero. Entretanto Íchabod defendía su causa con la hija bajo el gran olmo al lado de la fuente o vagando por la granja hacia el crepúsculo, hora la más propicia para la elocuencia amatoria.
No me precio de saber cómo se vence y es vencido el corazón de la mujer. Para mí ellas han sido siempre un enigma y un motivo de admiración. Algunas parecen tener solamente un punto vulnerable o puerta de acceso, mientras otras tienen millares de avenidas y pueden capturarse de mil modos diferentes. Es un gran triunfo de la estrategia conquistar a las primeras, pero demanda aun mayores conocimientos en esta ciencia conservar la posesión de las segundas, porque entonces el hombre tiene que librar batalla en todas las puertas y ventanas para defender su fortaleza. Aquel que vence un corazón de mil entradas tiene ciertamente derecho a algún renombre; pero el que conserva dominio indisputable en el corazón de una coqueta es un héroe, en verdad. Mas no era éste el caso con el temible Brom Bones, pues desde el momento en que Íchabod Crane inició sus avances, declinaron evidentemente los intereses del primero; no se veía ya su caballo atado en la caballeriza los domingos por la noche, y una enemistad mortal desarrollóse gradualmente entre él y el preceptor del valle encantado.
Brom, con su natural rudeza caballeresca, habría llevado de buena gana las cosas a campo abierto y definido las pretensiones de ambos sobre la dama en combate singular, de acuerdo con la moda de los más concisos y simples razonadores, los caballeros errantes de antaño; pero Íchabod tenía demasiada conciencia de la superioridad física de su adversario para arriesgarse a justar con él; había oído jactarse a Bones de que “doblaría en dos al maestro y le encerraría en uno de los anaqueles de la escuela;” y era demasiado prudente para darle ocasión de ponerlo en práctica.
Había algo extremadamente provocativo en su sistema de pacífica obstinación, que no dejaba a Brom otra alternativa que acudir al fondo de bellaquería que tenía siempre a su disposición y jugar a su rival pesadas bromas, Íchabod llegó a convertirse en el objeto de una fantástica persecución de parte de Bones y sus zafios camaradas. Pillaban sus en otro tiempo pacíficos dominios, llenaban de humo la sala de canto obstruyendo la chimenea, invadían la escuela durante la noche a despecho de las ataduras de mimbres y estacas de las ventanas volviéndolo todo de través, de manera que el pobre maestro comenzaba a creer que las brujas de todo el país se congregaban allí para celebrar sus sábados. Pero todavía lo más insoportable era que Brom aprovechaba toda ocasión de ponerle en ridículo delante de su dama, y tenía un canalla de perro a quien había enseñado a aullar de la manera más irritante y al cual presentaba como rival de Íchabod para enseñar a Katrina la salmodia.
En esta forma marcharon los asuntos por algún tiempo sin producir efectos sensibles en la respectiva situación de los poderes beligerantes. Una hermosa tarde de otoño encontrábase Íchabod muy pensativo, entronizado en el alto escabel desde donde dominaba generalmente todos los incidentes de su pequeño reino de las letras. Balanceaba en su mano una férula, cetro de su despótico poder; la varilla justiciera, terror constante de los malhechores, reposaba en tres clavos detrás del trono, mientras sobre el escritorio podían verse diversos artículos de contrabando y armas prohibidas, como manzanas mordidas, cerbatanas, perinolas, jaulas de moscas y legiones enteras de exuberantes gallitos de papel, decomisados sobre la persona de aquellos holgazanes bribonzuelos. A todas luces, había tenido lugar hacía poco algún tremebundo acto de justicia, porque los escolares estaban intensamente atareados con sus libros o cuchicheaban tras ellos a hurtadillas con ojo avizor sobre el maestro; y una especie de latente zumbido reinaba en toda la sala de clase. Bruscamente el silencio se interrumpió con la aparición de un negro, vestido de chaqueta y calzón de cáñamo, con un fragmento redondo de copa de sombrero semejando el gorro de Mercurio, y montado en un potro esmirriado, salvaje y cojitranco, al que manejaba con una soga a guisa de ronzal. Se presentó alborotando a la puerta de la escuela y trayendo a Íchabod una invitación para una fiesta campestre o “quilting frolic”[24] que tendría lugar aquella noche donde los Van Tássels; y después de declamar su mensaje con el aire de importancia y el esfuerzo por expresarse en lenguaje fino que los negros son tan dados a desplegar en pequeñas embajadas de esta clase, saltó sobre su rocinante y desapareció por la hondonada con toda la prisa ceremoniosa que requería su misión.
Todo era ahora bullicio y aturdimiento en la poco ha tranquila sala de clase. Los muchachos pasaron sus lecciones al escape sin detenerse en bagatelas; los más vivos escamotearon la mitad impunemente; los tardíos recibieron de vez en cuando alguna eficaz aplicación en la parte posterior para aguijonear su inteligencia y ayudarles a encontrar cualquier palabra difícil. Arrojáronse los libros a un lado sin preocuparse de ordenarlos en los anaqueles; volteáronse los tinteros, cayeron las bancas, y la escuela quedó desierta una hora antes de lo acostumbrado, dejando escapar una legión de diablillos que chillaban y alborotaban entre el verdor en la alegría de su temprana emancipación.
El galante Íchabod dedicó por lo menos media hora más de lo ordinario a su tocador, acepillando y puliendo su mejor y a decir verdad único vestido negro desteñido, y arreglando sus guedejas con ayuda de un trozo de espejo colgado en una de las paredes de la escuela. Para presentarse ante su dama en verdadero estilo caballeresco, pidió prestado un corcel al granjero en cuya casa se alojaba por entonces, un viejo holandés gruñón llamado Hans Van Rípper, y así, bizarramente montado, salió como un caballero errante en busca de aventuras. Mas tratándose de una historia romántica, necesito consignar aquí siquiera en somera forma el aspecto y equipo de mi héroe y de su cabalgadura. Montaba un averiado caballo de arado que había dejado tras sí todo en la vida menos sus defectos. Era flaco y peludo, con pescuezo de oveja y cabeza que parecía un martillo; sus amarillentas crines y cola estaban todas enredadas y llenas de nudos de cadillos; uno de sus ojos había perdido la pupila y aparecía vidrioso y espectral, mientras el otro tenía reflejos genuinamente diabólicos. A juzgar por su nombre, Gunpowder (Pólvora), debía haber tenido mucho fuego y brío en sus días. Había sido, en efecto, la montura favorita del iracundo Van Rípper, jinete frenético, que había infundido probablemente al animal algo de su propio espíritu, pues viejo y maltratado como estaba, conservaba aun más oculta malicia que cualquier potro joven de la comarca.
Íchabod era figura adecuada para tal cabalgadura. Llevaba estribos cortos que ponían sus rodillas cerca del pomo de la silla; sus codos agudos proyectábanse hacia fuera como patas de saltamonte; sostenía el látigo perpendicularmente como un cetro; y al trotar del caballo, el movimiento de sus brazos figuraba un continuo aleteo. Un pequeño sombrero de lana descansaba en la cumbre de su nariz, que así podía llamarse la estrecha faja que hacía las veces de frente; y los negros faldones de su chaqueta flotaban sobre las ancas casi hasta la cola del caballo. Tal era el aspecto de Íchabod y de su corcel cuando transpusieron renqueando la portada de Hans Van Rípper, formando en conjunto una aparición tan extraordinaria como pocas veces es dado contemplar a la clara luz del día.
Era, como he dicho, una hermosa tarde de otoño; el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza hacía gala de la rica y dorada librea que asociamos siempre a la idea de abundancia. Los bosques ostentaban su soberbio amarillo obscuro, mientras algunos árboles tiernos se habían teñido con la helada de brillante colorido anaranjado, púrpura y escarlata. Hileras interminables de patos salvajes aparecían en el horizonte; podía oírse el latido de la ardilla desde los bosquecillos de hayas y nogales y a intervalos el meditabundo silbo de la codorniz desde el vecino campo de rastrojo.
Los pajarillos celebraban su último banquete diurno. En la plenitud de su regocijo revolvíanse chirriando y triscando de rama en rama y árbol en árbol a su capricho, entre la profusión y variedad de los alrededores. Revoloteaba por allí el honrado petirrojo con su nota alta y quejumbrosa, caza favorita de los mozalbetes; y los mirlos gorjeadores volando en negras nubes; el carpintero de doradas alas con su cresta carmesí, su ancha gorguera negra y espléndido plumaje; el pájaro del cedro con sus alas de puntas rojas, su cola terminada en amarillo y su pequeña montera de plumas; y el gayo azul, ese estrepitoso currutaco, con su chaqueta azul claro y su ropaje blanco interior, chillando y gorjeando, cabeceando, agitándose y haciendo cortesías, y afectando estar en buenas relaciones con todos los cantores del boscaje.
Mientras Íchabod seguía a trote lento su camino, sus ojos, siempre abiertos a todo síntoma de abundancia culinaria, recontaban con deleite los tesoros del opulento otoño. Divisaba por todos lados amplia provisión de manzanas, colgando unas de los árboles en pesada madurez, reunidas otras en cestos y barriles para el mercado, y amontonadas las de más allá en abundantes pilas destinadas a la prensa del lagar. Más lejos podía observar los hermosos campos de maíz con sus doradas mazorcas asomando entre la hojosa cubierta, sugiriendo la promesa de bollos y pasteles; y debajo las amarillas calabazas mostraban sus redondos vientres, preludio de las pastas más exquisitas; y dondequiera que atravesaba y observaba los fragantes campos de trigo sarraceno exhalando un olor a colmena, dulces esperanzas se apoderaban de su mente haciéndole saborear de antemano las tortas bien cargadas de mantequilla y endulzadas con miel o jarabe, preparadas por las lindas y regordetas manecitas de Katrina Van Tássel.
Alimentando así su imaginación con mil dulces pensamientos y “azucaradas” fantasías, caminaba por el flanco de una hilera de colinas que dominaban algunos de los paisajes más bellos del majestuoso Hudson. Gradualmente descendía el sol hundiendo su ancho disco hacia el oeste. El dilatado seno del Tappan Zee yacía inmóvil y vidrioso, y apenas una ligera ondulación acá y allá delineaba y engrandecía la sombra azulada de las montañas lejanas. El horizonte lucía bellos tonos dorados que paulatinamente se tornaban en nítido verde manzana y luego en el azul profundo del cenit. Rayos oblicuos, prolongándose sobre las crestas arboladas de las montañas que dominan algunos puntos de la ribera, prestaban mayor intensidad al gris obscuro y purpúreo de sus rocosos flancos. Una barca mecíase indolentemente a la distancia, derivando con suavidad a impulsos de la corriente mientras su vela flotaba ociosa contra el mástil; y, como la refracción del cielo se reflejaba sobre el agua quieta, la embarcación parecía suspendida en el espacio.
Hacia la noche llegó Íchabod al castillo de Herr Van Tássel, encontrándolo atestado de lo más alto y florido de la comarca adyacente. Viejos granjeros con el rostro enjuto y curtido de su raza, vistiendo calzas y chaquetas de tela basta, medias azules, enormes zapatones y magníficas hebillas de metal. Mujercitas vivarachas y ajadas, con sus gorros plegados y ceñidos, sus faldas cortas y corpiños de talle largo, enaguas de tela basta, y las tijeras y acericos y bolsillos de zaraza colgando al exterior. Alegres doncellas, vestidas de moda casi tan anticuada como las mamás, salvo uno que otro sombrero de paja, alguna linda cinta y a veces algún vestido blanco que revelaba síntomas de ciertas innovaciones de la ciudad. Mozos llevando chaquetas de faldones cuadrados, hileras de estupendos botones de metal y el pelo largo por lo común y dispuesto en coleta según la moda de aquel tiempo—especialmente si habían podido conseguir una piel de anguila, que se consideraba en todo el país como el tónico más poderoso y eficaz para el cabello.
Brom Bones era, sin embargo, el héroe de la jornada, habiéndose presentado a la fiesta montando su caballo favorito Daredevil (Temerario), que poseía a la par que su amo grandes bríos y coraje, y al cual nadie sino Bones habría podido dominar. Distinguíase, en efecto, por su afición a esos animales reacios y espantadizos, acostumbrados a toda clase de mañas y que ponen al jinete en continuo riesgo de romperse la crisma; pues sostenía que un caballo tratable y bien domeñado era cabalgadura indigna de un mozo de hígados.
De buena gana me detendría a describir el mundo deleitoso que brotó ante las miradas de mi héroe al penetrar en la sala de recibo de la morada de Van Tássel. No se trataba por cierto de los encantos del grupo de muchachas campesinas con su ostentoso despliegue de blanco y rojo, sino de los innumerables atractivos de una mesa de te campestre y genuinamente holandesa en la abundante estación del otoño. ¡Qué aglomeración de fuentes de pastas de diversas clases, casi indescriptibles, y cuyo secreto guardaban las hacendosas amas de casa holandesas! Veíase allí el ilustre doughnut,[25] el tierno oly koek,[26] y el frágil y dorado cruller;[26] bizcochos y bollos, pasteles de jengibre y pastas de miel; en fin, todas las familias de pastas y bollos. Y había además pasteles de manzana, de melocotón y de calabaza, codeándose con rebanadas de jamón y carne ahumada y con deliciosas fuentes de conservas de ciruelas, melocotones, peras y membrillos; sin hacer mención de los pescados a la parrilla y gallinas asadas, ni de los tazones de leche y crema, todo amontonado tan confusamente como lo he enumerado, ni de la maternal tetera lanzando desde el centro nubes de vapor. ¡Dios bendiga la marca! Necesitaría aliento y tiempo de que disponer para describir como se merece este banquete, y tengo demasiada prisa para terminar mi historia. Afortunadamente, Íchabod Crane no estaba tan apurado como su historiador, y dispensó grandes honores a todas estas golosinas.
Era una bondadosa y agradecida criatura, cuyo corazón se dilataba en proporción al buen alimento que recibía su estómago y cuyo espíritu se abrillantaba con la comida como acontece a otros con la bebida. Tampoco podía evitar que sus grandes ojos rodaran por todas partes mientras comía, ni regocijarse interiormente ante la posibilidad de llegar algún día a ser el dueño de este lujo y esplendidez casi incomparables. Pensaba cuán pronto volvería entonces la espalda a la vieja escuela, cómo chasquearía sus dedos en las narices de Hans Van Rípper o cualquier otro de sus tacaños patrones, y enviaría a rodar al ambulante pedagogo que se atreviera a llamarle camarada.
El viejo Baltus Van Tássel discurría entre sus invitados con rostro dilatado por la alegría y buen humor, tan redondo y jovial como el plenilunio de otoño. Sus hospitalarias atenciones eran breves pero expresivas, limitándose a un apretón de manos, alguna palmada en el hombro, una risotada y la apremiante invitación para “embestir a las cosas, y atenderse cada uno por sí mismo.”
Pronto el sonido de la música en la sala o aposento general invitaba a danzar. El ejecutante era un negro viejo de pelo gris, que por más de medio siglo había sido la orquesta ambulante de todo el vecindario. Su instrumento aparecía tan viejo y maltratado como el dueño. La mayor parte del tiempo rascaba el violinista sólo dos o tres cuerdas acompañando con la cabeza cada movimiento del arco; inclinándose casi hasta el suelo y dando un golpe con el pie siempre que iba a comenzar una nueva copla.
Íchabod estaba tan orgulloso de sus cualidades de danzarín como de su poder vocal. Ni uno solo de sus miembros, ni una sola de sus fibras quedaba en reposo; y al ver su destartalada figura toda en movimiento y chacoloteando alrededor del cuarto, habría podido creerse que San Vito en persona, el bendito patrón de la danza, había descendido entre los bailarines. Constituía la admiración de los negros de todas edades y tamaños que, habiéndose reunido de la misma granja y del vecindario, formaban una pirámide de rostros de negrura brillante en todas las puertas y ventanas, y miraban la escena con deleite rodando las blancas bolas de sus ojos y mostrando en una mueca de oreja a oreja dos hileras de marfil. ¿Cómo era posible que el azotador de pilluelos no se sintiera animado y satisfecho? La dama de su corazón era su pareja en el baile y sonreía graciosamente a sus amorosos guiños, en tanto que Brom Bones, dolorosamente carcomido por el amor y por los celos, se mantenía todo meditabundo sentado en un rincón.
Cuando terminó la danza, Íchabod se sintió atraído hacia un grupo de personajes serios que, en compañía del viejo Van Tássel, estaban sentados en un extremo de la plazoleta fumando y departiendo sobre los antiguos tiempos y sacando a relucir largas historias de la guerra.
En la época de que me ocupo, aquella comarca era uno de los lugares más favorecidos por la crónica y por los grandes hombres. Las tropas inglesas y americanas habían andado muy cerca de allí durante la guerra; y había sido por consiguiente el escenario de toda clase de merodeos, viéndose infestada de emigrados, vaqueros y otras formas de caballería de la frontera. Había transcurrido justamente el tiempo necesario para permitir a cada uno urdir su historia con ribetes novelescos que la hicieran más interesante y, en la vaguedad de los recuerdos, erigirse en héroe de todas las hazañas que se relataban.
Salió a luz la historia de Doffue Mártling, cierto holandés de larga barba azul que casi llegó a apoderarse de una fragata inglesa con un viejo cañón de hierro de a nueve, colocado en un parapeto de barro, sólo que el cañón estalló a la cuarta descarga. Y había también un viejo caballero a quien no nombraremos por ser un mynheer[27] demasiado poderoso para mencionarle de ligero, y el cual era maestro tan cumplido de esgrima que en la batalla de White Plains desvió una bala de mosquete con la punta de su sable, de manera que pudo percibir perfectamente el silbido de la bala resbalando por la hoja y rebotando en el puño; en prueba de lo cual estaba dispuesto a mostrar en cualquier momento el puño un poquito abollado por el choque. Muchos otros se habían distinguido igualmente en el campo de batalla, persuadidos todos de haber ejercido considerable influencia para llevar la guerra a feliz terminación.
Pero esto no era nada en comparación de los cuentos que siguieron sobre espectros y apariciones. La comarca es rica en tesoros legendarios de tal naturaleza. Las historias locales y las supersticiones medran bien en aquellos escondidos y antiguos retiros; pero son menos apreciados por la flotante multitud que forma la población de la mayor parte de nuestras ciudades rurales. Además, los espectros no encuentran gran aliciente en nuestras poblaciones porque apenas han tenido tiempo de echar la primera siesta y revolverse en sus tumbas, cuando ya los amigos que les sobrevivieron han abandonado el lugar; de modo que al levantarse para sus rondas nocturnas no encuentran gente conocida a quien visitar. Ésta es quizá la razón por la cual tan rara vez oímos hablar de espectros, a no ser en aquellas antiguas comunidades holandesas.
Con todo, la causa inmediata del predominio de las historias maravillosas en aquellos sitios era, sin duda, debida en su mayor parte a la proximidad del valle encantado. Había una especie de contagio en el ambiente de esta poseída región; respirábase una atmósfera de quimeras y fantasías que infestaba todo el lugar. Varios habitantes del valle encantado se encontraban presentes en la reunión de Van Tássel y, como de costumbre, repetían sus salvajes y extraordinarias leyendas. Relatáronse muchos cuentos horrendos acerca de procesiones funerarias, sollozos y gemidos lamentosos, vistas y oídos respectivamente, cerca del gran árbol que crece en sus inmediaciones y bajo el cual hicieron prisionero al infortunado mayor André. Hablóse también de la mujer vestida de blanco que visitaba la obscura cañada de Raven Rock donde pereció entre la nieve, y cuyos alaridos se oían a menudo en las noches de invierno antes de alguna tempestad. La mayor parte de estas historias tornaba siempre, sin embargo, al espectro favorito del valle encantado, el jinete sin cabeza, de quien se había oído hablar varias veces últimamente en sus correrías a través de la comarca y que, según decían, maniataba su caballo por las noches entre las tumbas del cementerio de la iglesia.
La situación aislada de esta iglesia parece haber contribuído siempre a convertirla en el refugio predilecto de los espíritus inquietos. Está edificada en la cima de un montecillo y rodeada de soberbios olmos y algarrobos, entre los cuales brilla modestamente con sus discretos muros blanqueados, como resplandece la pureza cristiana entre las sombras del claustro. Suave pendiente conduce hasta una plateada sábana de agua bordeada por altos árboles entre los cuales pueden divisarse las azules colinas del Hudson. Contemplando el cementerio cubierto de césped, en que los rayos del sol parecen dormir tranquilamente, se pensaría que allí al menos los muertos pueden reposar en paz. A un costado de la iglesia se extiende un ancho barranco montuoso por donde se precipita un torrente entre rocas destrozadas y troncos de árboles caídos. Sobre la parte más negra y profunda del torrente, no lejos de la iglesia, habían arrojado antiguamente un puente de madera; el sendero que allí conducía y el puente mismo estaban sombreados por árboles colgantes estrechamente enlazados que producían tétrica sombra durante el día, la cual se convertía hacia la noche en pavorosa obscuridad. Era ésta una de las correrías favoritas del jinete sin cabeza, y el lugar donde se le encontraba con mayor frecuencia.
Se contaba que el viejo Bróuwer, el herético más descreído en materia de aparecidos, encontró al jinete de regreso de una de sus excursiones al valle encantado, viéndose obligado a montar a la grupa; que galoparon por bosques y malezas, por colinas y pantanos, hasta que llegaron al puente donde el jinete se transformó súbitamente en un esqueleto, arrojó al viejo Bróuwer en el torrente y desapareció con ruido de trueno entre las copas de los árboles.
Esta historia encontró inmediatamente una competidora en la tres veces maravillosa aventura de Brom Bones, quien afirmaba haberse burlado del galopador soldado en sus pretensiones de jinete insigne. Según él, volviendo una noche del vecino pueblo de Sing Sing, fué detenido por el nocturno caballero, quien le propuso apostar carreras por un vaso de ponche; y que le habría ganado, pues Daredevil llevaba chico al caballo duende en todo el valle, si no hubiera sido que al llegar al puente de la iglesia, el fantasma dió un salto repentino y desapareció en una llamarada.
Todos aquellos cuentos relatados en el misterioso medio tono con que se habla en la obscuridad, mientras el auditorio recibía tan sólo de cuando en cuando el rayo imprevisto del reflejo de alguna pipa, produjeron honda impresión en la mente de Íchabod. Contribuyó a su vez con largos extractos de su incomparable autor Cotton Máther, añadiendo maravillosos acontecimientos realizados en su estado natal, Connécticut, y pavorosas apariciones presenciadas por él mismo en sus paseos nocturnos por el valle encantado.
La fiesta terminaba gradualmente. Los viejos granjeros reunían a su familia en sus carros, oyéndose por algún tiempo el tintineo de los cascabeles que se alejaba por las carreteras de la hondonada y por las distantes colinas. Algunas damiselas iban sentadas en albardas a la grupa de su galán favorito, y su risa alegre, mezclada al rumor de las pisadas y repetida por el eco a través de las selvas silenciosas, resonaba más y más débil hasta extinguirse gradualmente por completo, quedando mudo y desierto el lugar poco ha lleno de ruido y de alegría.
Sólo Íchabod había quedado, siguiendo la costumbre de los galanes del país, para tener un tête-à-tête con la heredera, plenamente convencido de hallarse en vísperas del triunfo. No pretendo decir lo que pasó en aquella entrevista, porque lo ignoro en realidad. Temo, sin embargo, que algo anduvo mal porque Íchabod salió tras corto intervalo con las orejas caídas y el aire todo desolado. ¡Oh, mujeres! ¡mujeres! ¿Era posible que esta chica hubiese estado representando con él una de sus acostumbradas comedias de coquetería? ¿Alentar las esperanzas del pobre pedagogo había sido una simple farsa para asegurar la conquista de su rival? ¡Sólo Dios lo sabe, no yo! Baste decir que Íchabod escapó con el aspecto de un salteador de gallinero más bien que del corazón de una linda dama. Sin mirar a la derecha ni a la izquierda para observar la opulencia agrícola que tan a menudo había ambicionado, fué directamente al pesebre y a puñetazos y patadas levantó con gran descortesía a su corcel del cómodo alojamiento donde dormía a pierna suelta soñando con montes de maíz y avena y valles enteros de forraje y trébol.
Era precisamente la hora nocturna de las brujerías[28] aquella en que Íchabod, alicaído y descorazonado, seguía el camino de su casa por el flanco de las elevadas colinas que dominan Tarry Town y que con tanta alegría recorrió esa misma tarde. La hora estaba tan melancólica como él. Lejos, allá abajo, extendía el Tappan Zee la obscura e incierta inmensidad de sus aguas, sobre las que se divisaba aquí y allí el alto mástil de un barco meciéndose tranquilamente al ancla. En el mortal silencio de la media noche podía Íchabod percibir el ladrido del perro del guarda, débil y vago, como para dar solamente idea de la distancia a que se encontraba este fiel compañero del hombre. De vez en cuando escuchaba también resonar con eco fantástico en sus oídos el largo y arrastrado canto de algún gallo incidentalmente despierto, lejos, muy lejos, en alguna granja entre las apartadas colinas. Ninguna señal de vida mostrábase a su alrededor, fuera del melancólico chirrido del grillo o el grito gutural de las ranas desde el pantano vecino como si, sintiéndose incómodas durante el sueño, se revolvieran súbitamente en su lecho.
Todas las historias de duendes y espectros que había oído al crepúsculo, acudían ahora en tropel a su memoria. La noche se ponía más y más obscura; las estrellas parecían hundirse más profundamente en el firmamento, y nubes errantes las ocultaban por momentos a sus ojos. Jamás se había sentido tan triste y abandonado. Aproximábase, de otro lado, al sitio donde se radicaban muchas historias de aparecidos. En medio de la carretera elevábase un enorme tulipán que dominaba como un gigante a todos los árboles de la vecindad y servía como una especie de mojón. Sus ramas, tan grandes como troncos de otros árboles, afectaban formas nudosas y fantásticas retorciéndose casi hasta llegar al suelo y elevándose de nuevo por los aires. Se le relacionaba con la trágica historia del infortunado André, hecho prisionero en las cercanías, y era universalmente conocido por el nombre de “árbol del mayor André.” El pueblo le miraba con cierta mezcla de respeto y superstición, nacida en parte de la simpatía por la suerte de su malaventurado tocayo, y en parte de los cuentos de extrañas apariciones y lamentaciones dolorosas que circulaban a su respecto.
Conforme se aproximaba Íchabod al temido árbol comenzó a silbar, creyendo luego que alguien había respondido a su silbo; pero era solamente una ráfaga sutil cortando las secas ramas. Al acercarse un poco más, pensó que veía algo blanco colgando del centro del árbol; detúvose y dejó de silbar; pero mirando con más cuidado advirtió que el árbol había sido herido por el rayo y en cierto sitio aparecía desnuda la madera blanca. Repentinamente oyó un gemido; sus dientes se entrechocaron y sus rodillas golpearon la silla: era solamente el roce de una gran rama contra otra, movidas por la brisa. Transpuso el árbol con felicidad, pero nuevos peligros levantábanse contra él.
A doscientas yardas del árbol un pequeño arroyo cruzaba la carretera y corría hacia un valle cenagoso y montuoso llamado el pantano de Wíley. Algunos ásperos maderos colocados uno junto a otro servían de puente para pasar al riachuelo. Al lado opuesto del camino, donde el arroyo se internaba en el bosque, un grupo de castaños y robles espesamente entrelazados con vid silvestre arrojaba sombras cavernosas sobre la vía. Atravesar el puente era la prueba más difícil. En idéntico sitio fué capturado el desventurado André y bajo aquellos castaños y vides se ocultaron los inflexibles labriegos que le sorprendieron. Desde aquel entonces se consideraba encantado el arroyo y se llenaban de terror los muchachos de la escuela que se veían obligados a atravesar el puente después de anochecido.
A medida que se acercaba al arroyo, el corazón de Íchabod comenzó a dar pesados golpes en su pecho; invocó en su ayuda, sin embargo, toda su energía, dió a su caballo una veintena de talonazos en las costillas y decidió valerosamente cruzar el puentecillo; pero el viejo y perverso animal, en vez de lanzarse hacia adelante, dió un bote de costado y se arrojó de través contra la estacada. El maestro, cuyos temores aumentaban con la demora, tiró entonces las riendas del lado opuesto y espoleó vigorosamente al jaco con el pie contrario. Todo fué en vano: el caballo arrancó, es verdad, pero sólo para arrojarse al otro lado del camino entre unas matas de zarzas y malezas de toda clase. Íchabod hizo uso entonces del látigo y los talones contra los flancos hambrientos del viejo Gunpowder que se lanzó de frente resoplando y bufando, pero para detenerse justamente delante el puente, tan de súbito, que casi arroja al jinete por las orejas. En este preciso instante el sensible oído de Íchabod percibió un pesado chapoteo hacia el lado del puente. Entre la obscura sombra de la arboleda a orillas del arroyo, vió algo inmenso, informe y de altura desmesurada. No se movía, sino que parecía recogerse en las tinieblas como algún monstruo gigantesco pronto a lanzarse sobre el viajero.
El cabello del despavorido pedagogo se erizaba a impulsos del terror. ¿Qué podía hacer? Era demasiado tarde para volver riendas y además, ¿qué probabilidades tenía de escapar a un duende o aparecido, si tal era, que podría cabalgar en alas de los vientos? Reuniendo su valor, preguntó con voz temblorosa: “¿Quién sois?” No recibió respuesta. Repitió su pregunta con voz aun más agitada. Tampoco obtuvo contestación. Azotó de nuevo los ijares del inflexible Gunpowder y cerrando los ojos rompió a entonar un salmo con involuntario fervor. Precisamente en aquel momento el sombrío objeto de alarma se puso en movimiento y lanzándose de un bote plantóse en medio del camino. Aun cuando la noche era lóbrega y siniestra podía discernirse en cierto grado la figura del desconocido. Aparentaba ser un jinete de grandes dimensiones montado en un caballo negro de aspecto vigoroso. No hacía demostración alguna en pro ni en contra sino que se mantenía a lado de la carretera, zangoloteándose ligeramente por el lado tuerto de Gunpowder que parecía ahora libre de su terror y malas disposiciones.
Íchabod, a quien no agradaba mucho el extraño y nocturno compañero, rememorando la aventura de Brom Bones con el soldado galopante, apresuró entonces el paso con la esperanza de aventajarle; pero el extranjero picó también para mantenerse al mismo nivel. Íchabod acortó riendas entonces y avanzó al paso tratando de quedarse atrás; el otro procedió de igual manera. Su corazón comenzó a dar saltos dentro de su pecho; trató de reanudar el canto de la salmodia; pero su lengua apergaminada se pegaba al paladar y le era imposible emitir una sola estrofa. Había algo de misterioso y terrible en el extraño y pertinaz silencio de su obstinado compañero. Pronto pudo darse cuenta de la causa y quedó horrorizado. Al ascender una elevación del terreno que delineó en gigantesco relieve sobre el firmamento la figura de su compañero de viaje embozado en una capa, Íchabod se sintió despavorido al observar que ¡carecía de cabeza! ¡Y su horror llegó al colmo cuando se apercibió de que el espectro llevaba en el pomo de la silla la cabeza que debía descansar sobre sus hombros! Su terror se convirtió en desesperación; descargó una lluvia de puñetazos y patadas sobre Gunpowder, esperando escapar a su compañero a favor de algún salto repentino; pero el espectro partió con igual velocidad. Lanzáronse entonces ambos en fantástica carrera; volaban las piedras y saltaban chispas a cada rebote. Los ligeros vestidos de Íchabod volaban por el aire mientras tendía su largo y seco cuerpo sobre el cuello del caballo en la rapidez de la fuga.
Llegaron así al camino que endereza hacia el valle encantado; pero Gunpowder, que parecía poseído del demonio, en lugar de seguir por esta vía, cambió de dirección y se lanzó imprudentemente por la pendiente de la colina hacia la izquierda. Este sendero llevaba a una arenosa hondonada sombreada de árboles por más de un cuarto de milla, cruzando luego el puente famoso en las historias de aparecidos, precisamente detrás del cual se eleva el verde montecillo donde estaba edificada la pequeña iglesia de muros blanqueados.
Hasta aquí el pánico de su cabalgadura había dado aparente ventaja en la cacería al jinete menos diestro; pero al llegar a la mitad del camino del valle, aflojáronse los cordones de la cincha y sintió el maestro que la montura resbalaba bajo sus piernas. La sujetó por el pomo tratando de afirmarla, pero en vano; y tuvo apenas tiempo de salvarse de la caída colgándose del cuello del viejo Gunpowder mientras la silla rodaba por el suelo, pudiendo oír cómo la atropellaban las pisadas de su perseguidor. Por un momento le acometió el temor de la ira de Hans Van Rípper por tratarse de su montura de los días de fiesta, pero no había tiempo de pensar en menudos terrores; el aparecido se precipitaba sobre sus talones y, jinete inhábil como era, encontraba gran dificultad para mantener su posición: unas veces se escurría por un lado, otras por el otro, cayendo algunas con tal violencia sobre el huesudo lomo del animal que temía verdaderamente quedar partido en dos mitades.
Un claro entre los árboles reanimó su valor infundiéndole la esperanza de que el puente de la iglesia se hallara cercano. El reflejo vacilante de una plateada estrella en el fondo del arroyo le hizo ver que no se había engañado. Pudo divisar los muros de la iglesia brillando confusamente en lontananza entre los árboles. Recordando el sitio donde desapareció el espectro competidor de Brom Bones: “Si logro alcanzar el puente estoy en salvo,”[29] pensó Íchabod. Justamente en aquel momento oyó muy cerca tras de sí al negro corcel resoplando y jadeante; hasta se figuró sentir su aliento ardoroso. Otro talonazo convulsivo en las costillas y el viejo Gunpowder se lanzó sobre el puente; pasó como un torbellino sobre las tablas resonantes; llegó al lado opuesto; y entonces Íchabod se atrevió a mirar hacia atrás para corroborar si, de acuerdo con la regla, su perseguidor se había desvanecido en una llamarada de fuego y azufre.
En este preciso instante vió que el aparecido, levantándose sobre los estribos, se disponía a arrojar su cabeza contra él. Íchabod trató de evadir el siniestro proyectil, pero demasiado tarde. Tropezó con su cráneo en tremendo estallido; dió un vuelco el maestro de cabeza contra el polvo, y Gunpowder, el negro corcel y el jinete duende pasaron como una exhalación.
A la mañana siguiente encontraron al viejo caballo sin silla y con la brida a los pies, pastando juiciosamente el césped a las puertas de su amo. Íchabod no se presentó al desayuno; llegó la hora del almuerzo, pero Íchabod no llegó. Los muchachos se reunieron en la escuela y vagaron indolentemente por las márgenes del arroyo sin que nada se supiera del maestro. Hans Van Rípper comenzaba ya a sentir alguna inquietud por la suerte del pobre pedagogo y por su silla de montar. Hiciéronse investigaciones y tras diligente pesquisa halláronse sus huellas. A un lado del camino que conducía a la iglesia encontraron la montura hundida en el polvo; las señales de los cascos de dos caballos en vertiginosa carrera al parecer, y profundamente marcadas en la carretera, llevaban al puente, pasado el cual, en las orillas de la parte más ancha del arroyo, donde corre el agua negra y profunda, se encontró el sombrero del infortunado Íchabod, y muy cerca de allí una calabaza rota.
Sondearon el arroyo sin llegar a descubrir el cuerpo del maestro. Hans Van Rípper, a fuer de ejecutor testamentario, examinó el paquete que contenía todos los tesoros que poseía Íchabod en el mundo. Consistían en dos camisas y media; dos corbatines; uno o dos pares de medias de estambre; un viejo par de calzones cortos de pana; una navaja mohosa; un libro de salmodia con las puntas llenas de dobleces; y un diapasón roto. Los libros y muebles de la escuela pertenecían a la comunidad, con excepción de la History of Witchcraft, de Cotton Máther, un New England Almanac, y un libro de los sueños y de la buena ventura; en el último había una hoja de papel ministro llena de tachaduras y borrones a consecuencia de varias tentativas infructuosas para preparar el borrador de unos versos en honor de la heredera de Van Tássel. Los libros de magia y el ensayo poético fueron destinados a las llamas por Hans Van Rípper, quien desde entonces determinó no enviar en adelante sus chicos a la escuela, observando que nada bueno se saca de la lectura ni escritura. Si el maestro tenía algún dinero—y había recibido su paga justamente uno o dos días antes—lo llevaba todo consigo probablemente en el momento de su desaparición.
El misterioso acontecimiento causó mucha expectación el domingo siguiente en la iglesia. Grupos de mirones y comentadores se dieron cita en el cementerio, en el puente y en el sitio en que se encontraron el sombrero y la calabaza. Las historias de Brom Bones y toda una sarta por el mismo estilo fueron el tema de conversación general; y después de considerarlas con la debida atención y de compararlas con los síntomas del caso actual, los vecinos sacudieron la cabeza arribando a la conclusión de que Íchabod había sido arrebatado por el ginete sin cabeza. Como era soltero y no tenía deudores, nadie se rompió más la cabeza a este respecto; la escuela se mudó a otro barrio de la hondonada y otro pedagogo vino a reinar en su trono.
A decir verdad, un viejo granjero que estuvo de paso en Nueva York algunos años después, y de quien se recogió el relato de la aventura del aparecido, llevó a su pueblo la inteligencia de que Íchabod estaba vivo todavía; que dejó el valle, parte por temor del espectro y de Hans Van Rípper, y parte por la mortificación de haber sido desdeñado inopinadamente por la heredera; que había transladado sus lares a otra parte lejana del país; había regentado una escuela y estudiado derecho al mismo tiempo; había sido admitido en el foro; había hecho política; fué elector, y se le mencionó en los periódicos; y por último, fué nombrado juez del tribunal de diez libras.[30] Brom Bones, que poco después de la desaparición de su rival llevó triunfalmente al altar a la encantadora Katrina, parecía también estar demasiado al corriente de la historia de Íchabod y rompía en una alegre carcajada cada vez que se hacía mención de la calabaza; lo cual llevó a algunos a sospechar que sabía más de lo que le agradaba decir sobre este asunto.
Sin embargo, las viejas del pueblo, que son los mejores jueces en la materia, aseguran hasta hoy que Íchabod fué arrebatado por medios sobrenaturales; y ésta es una de las historias favoritas del vecindario que se relata a menudo al lado del fuego en el invierno. El puente llegó a ser más que nunca el objeto de supersticioso terror; y puede muy bien haber sido ésta la razón por qué se desvió el camino en los últimos años, llegando a la iglesia por la orilla de la represa del molino. La escuela, abandonada, pronto comenzó a arruinarse, y se decía que estaba habitada por el espectro del infortunado pedagogo; y los mozos de labranza, al volver perezosamente al hogar en alguna tarde serena de verano, imaginan a menudo escuchar su voz a la distancia entonando un melancólico salmo en las apacibles soledades del VALLE ENCANTADO.
El Cuento que antecede está escrito casi con las mismas palabras que lo oí relatar en una reunión del Ayuntamiento de la antigua ciudad de Manháttoes[31] en que estuvieron presentes muchos de los vecinos más notables e ilustres del lugar. El narrador era un viejecito agradable y cortés, de mísero aspecto con sus vestidos raídos y su rostro tristemente festivo: sujeto que daba a sospechar fuertemente su indigencia por los mismos esfuerzos que hacía para ser entretenido. Cuando terminó su historia, hubo muchas risas y grandes muestras de aprobación, especialmente de parte de dos o tres diputados regidores que habían dormido casi todo el tiempo. Había, sin embargo, entre los oyentes un viejo caballero alto y seco, de cejas prominentes, que paseaba por todas partes su faz grave y casi severa; de vez en cuando cruzaba los brazos inclinando la cabeza y miraba al suelo como abrumado por el peso de alguna duda. Era uno de aquellos hombres circunspectos que sólo se arriesgan a reír en terreno firme, cuando tienen de su lado la razón y la ley.
Cuando se apaciguó el regocijo de la compañía y se restableció el silencio, apoyó un brazo en el descanso de la silla y colocando el otro en jarras, preguntó con cierto movimiento ligero pero extremadamente hábil de la cabeza y contracción de las cejas, cuál era la moral del cuento y qué era lo que se intentaba probar.
El narrador que llevaba justamente un vaso de vino a sus labios como refresco después de la labor, detúvose por un momento, miró al preguntón con aire de infinita deferencia, y bajando suavemente el vaso hasta la mesa observó que la historia trataba de probar con toda lógica:
“Que no hay situación en la vida que no tenga sus ventajas y placeres a condición de que sepamos coger la ocasión al pelo;
“Que, en consecuencia, el que apuesta carreras con jinetes duendes tendrá verosímilmente una carrera accidentada;
“Ergo, que en cierto modo sirve de escalón para altos merecimientos del estado el que a un maestro de escuela le sea denegada la mano de una heredera holandesa.”
El cauto y viejo caballero frunció las cejas en diez dobleces al escuchar estas premisas, dolorosamente impresionado por la fuerza del silogismo; mientras el de los vestidos raídos le miraba triunfalmente de reojo, a mi parecer. Al fin hizo observar que todo aquello estaba muy bien, pero que, sin embargo, él juzgaba la historia un poquillo extravagante; uno o dos puntos quedaban todavía por dilucidar.
—Palabra, señor,—replicó el narrador,—en cuanto a eso, yo no creo ni siquiera la mitad.
D. K.
Nathániel Háwthorne era oriundo de Sálem, Massachusetts. Nació el 6 de julio de 1804, y murió en Plýmouth, New Hámpshire, el 19 de mayo de 1864. Obtuvo sus grados en el Bowdoin College, Maine, en 1825. Fué empleado de aduana en Boston desde 1838 hasta 1841. En aquella época se hizo miembro de la Brook Farm Association, sociedad formada con el objeto de llevar a cabo ciertos experimentos en agricultura y educación; y fijó su residencia en Cóncord, Massachusetts, en 1843. Fué nombrado inspector del puerto de Sálem en 1846 y permaneció allí un período de tres años. Prestó servicios como cónsul de los Estados Unidos en Líverpool desde 1853 hasta 1857. Regresó a la patria en 1861. Fanshawe, su primer cuento, ahora muy difícil de conseguir, fué publicado a su propia costa en 1826. Sus obras se publicaron en el orden siguiente: Twice Told Tales (1837; segunda serie, 1842); Mosses from an Old Manse (1846); The Scarlet Letter (1850); The House of the Seven Gables (1851); The Wonder-Book (1851); The Blithedale Romance (1852); Snow Image and Other Twice Told Tales (1852); Life of Franklin Pierce (1852); Tanglewood Tales (1853); The Marble Faun (1860, publicado el mismo año en Inglaterra bajo el título de Transformation, or the Romance of Monte Beni); Our Old Home (1863); Pansie (1864, llamada también The Dolliver Romance); Note Books (1868-1872); Septimius Felton (1872); Tales of the White Hills (1877); Dr. Grimshawe’s Secret (fragmento, 1888).
HUBO una vez un tiempo en que la Nueva Inglaterra gemía bajo el peso de injusticias más graves que todas las que amenazara traer la revolución. Jaime II, el hipócrita sucesor de Carlos el Voluptuoso, había abolido los privilegios de todas las colonias y enviado un soldado grosero y sin principios para arrebatarnos nuestros derechos y poner en peligro nuestra religión. La administración de Sir Édmund Andros tenía todos los rasgos característicos de la tiranía: un gobernador y un consejo que recibían su poder del rey con absoluta independencia de la nación; leyes que se fabricaban y tributos que se imponían sin intervención inmediata del pueblo o de sus representantes; los derechos de los ciudadanos violados, y los títulos de propiedad anulados; las quejas amordazadas por la censura de la prensa; y finalmente, el descontento sojuzgado por una banda de tropas mercenarias que por primera vez hollaba nuestro suelo. Durante dos años continuaron nuestros antecesores en taciturna sumisión, debido al amor filial que garantizó siempre su lealtad a la madre patria, representada ya por el parlamento, ya por un protector o por algún monarca papista. Hasta aquellos aciagos tiempos, sin embargo, nuestro pleito homenaje había sido nominal, pues las colonias se gobernaban por sí mismas, gozando mucho mayor libertad de la que disfrutan ordinariamente los vasallos naturales de la Gran Bretaña.
Al fin llegó a nuestras playas el rumor de que el primer príncipe de Orange se había lanzado en una empresa cuyo éxito sería el triunfo de los derechos religiosos y civiles y la salvación de la Nueva Inglaterra. Era solamente un murmullo incierto; podía ser falso o podía también fracasar la aventura; pero en ambos casos costaría la cabeza al hombre que se decía en armas contra el rey Jaime. A pesar de todo, la noticia produjo visible efecto. La gente sonreía misteriosamente en las calles y lanzaba atrevidas miradas a sus opresores; en tanto que se dejaba sentir a lo lejos una sorda y contenida agitación, como si a la más ligera señal estuviera pronto a levantarse todo el pueblo de su indolente abatimiento. Advirtiendo el peligro, los gobernantes trataron de evitarlo por medio de un imponente despliegue de fuerza, confirmando su despotismo con medidas aun más agresivas. Una tarde de abril de 1689, Sir Édmund Andros y sus consejeros favoritos, exaltados por el licor, reunieron a todas las casacas rojas de la guardia del gobernador y se presentaron en las calles de Boston. El sol estaba cerca de su ocaso cuando comenzó el desfile.
El sonido del tambor, resonando por las calles en aquellos momentos de crisis y agitación, parecía, más bien que la música marcial de los soldados, un toque de rebato para los ciudadanos. Una multitud que afluía por diversas avenidas se reunió en King Street, lugar destinado, casi una centuria más tarde, a ser el escenario de otro encuentro entre las tropas de Inglaterra y el pueblo en lucha contra su tiranía. Aun cuando habían transcurrido más de sesenta años desde el arribo de los primeros peregrinos, esta multitud formada por sus descendientes mostraba todavía los rasgos enérgicos y sombríos de su carácter, más notables quizá en esta ruda emergencia que en ocasiones más felices. Notábase el rostro grave, el porte generalmente severo, la expresión firme aunque melancólica, la bíblica forma de elocución y la confianza en las bendiciones del cielo por la justicia de su causa, que distinguía a cualquier grupo de los primitivos puritanos cuando se veían amenazados de algún peligro en su aislamiento. En realidad, no era tiempo aún de que se extinguiera el antiguo espíritu, pues que se encontraban aquel día en la calle muchos hombres de aquellos que adoraban en los bosques al Dios por quien sufrían el destierro, mientras no pudieron erigir un edificio apropiado para rendirle culto. Había también viejos soldados del parlamento que sonreían espantosamente al pensamiento de que sus antiguas armas fueran aun hábiles para descargar otro golpe a la casa de los Estuardos. Figuraban asimismo veteranos de la guerra del rey Felipe, de aquellos que quemaban ciudades y asesinaban jóvenes y viejos con ferocidad religiosa mientras las piadosas almas del lugar les ayudaban con sus plegarias. Varios ministros veíanse esparcidos entre la muchedumbre, que les miraba, a diferencia de otras agrupaciones, con tanta reverencia que parecía que sus vestiduras debieran encarnar la santidad. Estos santos varones ejercían su influencia para tranquilizar al pueblo, pero sin tratar de dispersarlo. Al mismo tiempo era motivo de comentarios diversos y curiosidad general el objeto del gobernador al turbar la paz de la ciudad en tales momentos, en que la más ligera conmoción podía provocar un estallido en todo el país.
—Satanás dará ahora su golpe maestro,—exclamaban algunos,—porque él sabe que el tiempo es corto. ¡Todos nuestros piadosos pastores serán llevados a prisión! ¡Habremos de verles en las hogueras de Smíthfield[32] de King Street!—
A esto, los feligreses de cada parroquia se reunían apretadamente en torno de su ministro, que miraba tranquilamente a lo alto y asumía mayor dignidad apostólica, como candidato dispuesto a recibir el honor más alto de su carrera, la corona del martirio. Esperábase verdaderamente en aquel momento que la Nueva Inglaterra tuviera su propio John Rogers[33] para reemplazar a este varón ilustre en el martirologio.
—¡El Papa ha ordenado una nueva San Bartolomé!—gritaban otros.—¡Nos asesinarán a todos, a los hombres y a los niños!—
Aun este rumor tenía sus adherentes, aunque la clase más prudente juzgaba el objeto del gobernador algo menos atroz. Sabíase que Brádstreet, su predecesor bajo la antigua constitución y compañero venerable de los primeros colonos, se hallaba en la ciudad. Había allí terreno para conjeturar que Sir Édmund Andros intentaba producir el terror por un despliegue de fuerza militar, y dominar a la facción enemiga apoderándose de su jefe.
—¡Firme con los antiguos privilegios, gobernador!—rugía la multitud, apoderándose de la idea.—¡Buen gobernador, anciano Brádstreet!—
Cuando más fuerte se alzaba este grito, sorprendióse el pueblo a la aparición de la figura bien conocida del propio gobernador Brádstreet, un patriarca de cerca de noventa años, que se destacó en lo alto de las gradas de una puerta, y con su suavidad característica exhortó a la multitud para que se sometiera a la autoridad constituída.
—Hijos míos,—concluyó el venerable personaje,—no hagáis nada inconsideradamente. No gritéis tan alto, sino rogad por el bienestar de la Nueva Inglaterra y aguardad con paciencia que el Señor sea servido de hacer algo por nosotros.—
Los acontecimientos debían decidirse pronto, de otro lado. Durante todo este tiempo el redoble del tambor se aproximaba por Cornhill más fuerte y más profundo, hasta que, repercutiendo de casa en casa, estalló en la misma calle acompañado del eco regular de la marcha de los militares. Apareció una doble fila de soldados ocupando todo el ancho de la vía, con el mosquete al hombro y mechas encendidas, formando una línea de fuego en la obscuridad. Su marcha firme semejaba el progreso de una máquina arrollando con irresistible empuje todo lo que se encontrara en su camino. En seguida, avanzando lentamente, con un ruido confuso de cascos en el pavimento, venía una partida de jinetes entre los que se destacaba la figura central de Sir Édmund Andros, el más anciano de ellos, pero erguido y de aspecto marcial. Rodeábanle sus consejeros favoritos, los enemigos más acérrimos de la Nueva Inglaterra. A su derecha montaba Édward Rándolph, nuestro principal adversario, aquel “mezquino demoledor,” como le llama Cotton Máther, que llevó a cabo la ruina de nuestra antigua administración, mereciendo el anatema que le persiguió obstinadamente durante su vida y más allá de la tumba. Al otro lado iba Búllivant, lanzando burlas y escarnio a su paso. Venía atrás Dúdley, con los ojos bajos y continente temeroso, como si no se atreviera a afrontar las miradas indignadas del pueblo que le contemplaba a él, su único compatriota, entre los opresores de su país natal. El capitán de una fragata fondeada en el puerto y dos o tres oficiales civiles se veían también en el grupo. Pero la figura que atraía más las miradas del público y despertaba más vibrantes sentimientos, era el clérigo episcopal de King’s Chapel, con sus vestiduras sacerdotales, figurando con altanería entre los magistrados, y encarnando admirablemente la prelacía y la persecución, la unión de la iglesia y el estado y todas aquellas abominaciones que habían llevado al destierro a los puritanos. Una doble hilera de soldados cerraba la marcha.
Toda la escena pintaba la condición de la Nueva Inglaterra: desprendiéndose como moral los efectos fatales de un gobierno que no nace de la naturaleza de las cosas ni de la índole del pueblo. De un lado, la multitud religiosa, con su semblante triste y su obscura vestimenta; y del otro, el grupo de gobernantes despóticos, ostentando acá y allá algún crucifijo sobre el pecho, con el alto personaje eclesiástico al centro, magníficamente ataviados, encendidos por el licor, orgullosos de su autoridad injusta y burlándose del murmullo universal. Y los soldados mercenarios, aguardando solamente una palabra para inundar las calles de sangre, representaban el único medio por el cual podía asegurarse la sumisión.
—¡Oh, Dios de los ejércitos!—clamó una voz entre la multitud,—¡envía un salvador a tu pueblo!—
Esta exclamación, lanzada en voz muy alta, pareció ser el grito del heraldo para introducir un notable personaje. La multitud había retrocedido y se hallaba en aquel momento en plena confusión a la extremidad de la calle, mientras los soldados avanzaban en una tercera parte de su longitud. El espacio intermedio estaba vacío, mostrando la calzada libre entre altos edificios que arrojaban sombras confusas sobre toda la escena. De pronto, vióse aparecer la figura de un anciano, que parecía haber brotado de en medio del pueblo y avanzaba solo hacia el centro de la calle, hasta ponerse enfrente del bando armado. Llevaba el antiguo vestido de los puritanos: capa obscura y sombrero de alta copa a la moda de cincuenta años atrás, por lo menos, y gran espada al costado; pero llevaba además un bastón en la mano para sostener el trémulo temblor de los años.
Cuando estuvo a cierta distancia de la multitud volvióse el anciano lentamente, mostrando un semblante impregnado de antigua majestad, y doblemente venerable por la blanca barba que descendía hasta su pecho. Hizo un ademán de aliento y expectativa a la vez y, dando media vuelta, prosiguió su camino en línea recta hacia adelante.
—¿Quién es este anciano patriarca?—preguntaron los jóvenes a sus padres.—
—¿Quién es este hermano venerable?—se preguntaron los viejos unos a otros.—
Nadie pudo responder. Los patriarcas del pueblo, que contaban ochenta años y algo más, se preocuparon cavilando sobre su extraño olvido respecto de esta evidente personalidad, a quien probablemente habían conocido en los días primitivos como asociado de Wínthrop y todos los viejos consejeros, dictando leyes y elevando plegarias, y apercibiéndoles contra el salvajismo. Los hombres mayores debían recordar sin duda haberle visto cuando jóvenes, con mechones tan grises como los que ellos ostentaban ahora. ¡Y los jóvenes! ¿Cómo se había borrado tan completamente en su memoria el recuerdo de este blanco patriarca, reliquia del tiempo desvanecido, cuya venerada bendición había acariciado seguramente en la infancia sus cabezas descubiertas?
—¿De dónde ha salido? ¿Qué se propone? ¿Quién puede ser este hombre?—susurraba la admirada multitud.
Entretanto el venerable extranjero, con su bastón en la mano, proseguía su solitaria marcha por el medio de la calzada. Cuando se encontró más cerca de los soldados que avanzaban y llegó claramente a sus oídos el redoble del tambor, irguióse el anciano en toda su altura, envuelto en sombría e inquebrantable dignidad, pareciendo que toda la decrepitud de la edad caía de sus hombros. Marchaba ahora con paso marcial, llevando el compás de la música militar. De esta manera avanzaron, la antigua aparición de un lado y toda la parada de soldados y magistrados por el otro, hasta que apenas quedaban veinte yardas de distancia en medio de ellos; y entonces el anciano, cogiendo su vara por la mitad y blandiéndola en alto como una insignia de mando, exclamó:
—¡Deteneos!—
La mirada, el continente y la actitud de mandato; el solemne y marcial timbre de la voz, acostumbrada tanto a dirigir las huestes en el campo de batalla como a elevarse hasta la divinidad en fervorosa plegaria, fueron irresistibles. A la voz del anciano y ante su brazo erguido, calló inmediatamente el redoble del tambor y la línea entera se detuvo. Un temblor de entusiasmo se apoderó de la multitud. Aquella augusta aparición, en que se combinaban la santidad y el poder, tan blanca, tan vagamente entrevista, con sus antiguas vestiduras, podía ser únicamente algún viejo campeón de la causa de la justicia, levantado de su tumba por el redoble del tambor de los opresores. Lanzaron una triunfante y reverente exclamación, y aguardaron la liberación de la Nueva Inglaterra.
El gobernador y los caballeros de su bando, al darse cuenta de su inesperada detención, avanzaron rápidamente como si quisieran lanzar sus atemorizados y palpitantes corceles contra la blanca aparición. El anciano, sin embargo, no retrocedió un paso; y recorriendo con mirada austera el grupo que le rodeaba a medias, la fijó al cabo severamente en Sir Édmund Andros. Podría haberse creído que el sombrío anciano era el jefe allí, y que el gobernador y el consejo, con todos los soldados que les acompañaban, representando todo el poder y la autoridad real, no tenían más recurso que obedecer.
—¿Qué hace aquí este viejo?—gritó Édward Rándolph ferozmente.—¡Adelante, Sir Édmund! Haced avanzar a los soldados y no dejéis a este viejo chocho más alternativa que la que dais a toda la nación: ¡hacerse a un lado o ser pisoteados!
—Vamos, vamos, mostremos algún respeto al buen patriarca,—dijo riendo Búllivant.—¿No veis que es algún antiguo dignatario que ha estado durmiendo estos treinta años y no sabe nada de los cambios ocurridos? ¡Sin duda piensa echarnos abajo con alguna proclama en nombre del viejo Noll![34]
—¿Estáis loco, anciano?—preguntó Sir Édmund Andros en tono rudo e incisivo.—¿Cómo os atrevéis a detener la marcha del gobernador del rey Jaime?
—Habría detenido en estos momentos aun la marcha del mismo rey,—replicó el respetable personaje con severa compostura.—Me encuentro aquí, señor gobernador, porque el grito del pueblo oprimido ha llegado hasta mi escondida morada; e implorando ardientemente la protección del Señor, me ha sido otorgado aparecer una vez más sobre la tierra en defensa de la causa justa de sus santos. Y ¿qué diré de Jaime? No existe ya este tirano en el trono de Inglaterra; y mañana al mediodía su nombre será objeto de escarnio en esta misma calle donde vos lo hacíais emblema de terror. ¡Atrás, tú que has sido gobernador, atrás! ¡Esta noche tu poder ha terminado; mañana, la prisión! ¡Atrás, a menos que desees que te pronostique el cadalso!—
El pueblo se había aproximado más y más, bebiendo las palabras de su campeón, que hablaba con acento singular, como alguien que no estuviera acostumbrado a hacer uso de la palabra, excepto con los muertos de años atrás. Pero su voz sacudió el espíritu de la multitud. Afrontaron a los soldados, sacando a relucir algunas armas y listos a convertir en instrumentos de muerte las mismas piedras de las calles. Sir Édmund Andros miró al anciano; recorrió luego la multitud con ojos duros y crueles, encontrando por todas partes aquella ira sombría tan difícil de ablandar o quebrantar; y otra vez fijó su mirada en la figura del anciano, obscuramente delineada en el espacio libre, donde ni amigos ni enemigos se habían atrevido a penetrar. Cualesquiera que fuesen sus pensamientos, no pronunció una sola palabra que pudiera descubrirlos. Mas, sea que estuviese dominado por la mirada del blanco adalid, sea que adivinara el peligro en la actitud amenazadora del pueblo, lo cierto es que retrocedió ordenando a sus soldados una retirada lenta y a la defensiva. Antes de que se pusiera el nuevo sol, el gobernador y todos los generales que tan orgullosamente montaban a su lado estaban prisioneros, y tan pronto como se supo que Jaime había abdicado, Guillermo fué proclamado rey en toda la Nueva Inglaterra.
Mas ¿dónde estaba el anciano Campeón? Algunos dijeron que mientras se retiraban las tropas de King Street y el pueblo se amotinaba tumultuosamente en su seguimiento, vióse a Brádstreet, el viejo gobernador, abrazar a una figura que aparentaba ser aun de mucha más edad que él. Otros afirmaban muy seriamente que, en tanto que se maravillaban del aspecto imponente del anciano, habíase éste desvanecido ante sus ojos, fundiéndose suavemente entre las sombras del crepúsculo hasta que quedó solamente el espacio vacío. Pero todos convenían en que la blanca figura había desaparecido. Los hombres de aquella época aguardaron mucho tiempo su reaparición, tanto a la luz del día como en las horas del crepúsculo; pero jamás volvieron a verle, ni supieron cuándo se celebraron sus exequias, ni dónde se encontraba su piedra tumularia.
¿Quién fué el anciano campeón? Quizá podría descubrirse su nombre en los anales de aquel tribunal que dictó una sentencia, demasiado excelsa para el tiempo, pero gloriosa en la eternidad por su lección humillante para los monarcas, y altamente ejemplarizados para los vasallos. He oído decir que dondequiera que los puritanos necesitan mostrar el espíritu de sus ascendientes, aparece de nuevo el anciano. Transcurridos ochenta años, se presentó otra vez en King Street. Cinco años después, en la aurora de cierta mañana de abril, apareció en la pradera frente a la capilla de los cuáqueros en Léxington, donde se levanta ahora el obelisco de granito con una lápida conmemorativa de la primera caída de la revolución. Y cuando nuestros padres preparaban el parapeto de Búnker Hill, el viejo guerrero estuvo rondando toda la noche en los alrededores. ¡Mucho, mucho tiempo puede transcurrir antes de que se presente otra vez! Su hora es la hora de obscuridad, de adversidad y de peligro. Mas, si la tiranía nacional nos oprimiera alguna vez o el paso de los invasores violara nuestro suelo, volvería de nuevo el anciano campeón, porque encarna el espíritu genuino de la Nueva Inglaterra; y su aparición simbólica en la hora del peligro representará siempre la promesa de que los hijos de la Nueva Inglaterra sabrán corresponder a su alcurnia.
Tema admirable para una novela filosófica es la historia de los primeros colonos en Mount Wóllarton o Merry Mount. En el ligero bosquejo a continuación, los hechos consignados en las severas páginas de nuestros cronistas de la Nueva Inglaterra hanse cambiado casi espontáneamente en una especie de alegoría. Las mascaradas, mojigangas y costumbres festivas descritas en el texto, están de acuerdo con los usos de aquel tiempo. Puede tomarse como autoridad en esta materia el Book of English Sports and Pastimes de Strutt.
HERMOSOS días los de Merry Mount, cuando el May-pole era el estandarte de aquella alegre colonia! Los que lo erigían como triunfante bandera hacían brotar claridad y alegría sobre las agrestes colinas de la Nueva Inglaterra, y esparcían semillas de flores en todo el país circunvecino. El regocijo y la melancolía se disputaban entonces el imperio. La víspera de San Juan había llegado, aportando a los bosques verdor más intenso y llevando en su regazo rosas de color más vivido que los tiernos pimpollos de la primavera. Pero Mayo, o su espíritu gozoso, habitaba el año entero en Merry Mount, divirtiéndose en los meses de verano, alborotando en el otoño y calentándose en torno del fuego durante las brumas del invierno. Revoloteaba con sonrisa soñadora a través del mundo lleno de pesares y preocupaciones hasta que vino a establecer sus lares entre los espíritus risueños de Merry Mount.
Jamás se había visto el May-pole tan galanamente ataviado como en aquella tarde víspera de San Juan. El venerado emblema era un pino que había conservado la flexible gracia de la juventud aunque igualaba en altura a los monarcas más potentes de la antigua selva. En su cima flotaba una bandera de seda que ostentaba los colores del arco iris. Abajo, cerca del suelo, el tronco estaba revestido de ramas de abedul y varias otras del verde más lleno de vida, entre las que se mezclaban algunas de hojas argentadas, sujetas con cintas flotantes en fantásticos nudos de veinte colores distintos, a cual más encendidos. Flores cultivadas y flores silvestres reían alegremente entre el verdor, tan fresco y húmedo, que parecía haber brotado por arte de magia en este regocijado pino. Hacia donde terminaba este verde y florido esplendor, veíase pintado el May-pole con los siete brillantes colores de la bandera que ostentaba al tope. De las ramas verdes más bajas pendía una frondosa guirnalda de rosas, cogidas algunas en los parajes más soleados del bosque, y otras, de colorido aun más rico, nacidas de las semillas inglesas que los colonos habían cultivado. ¡Oh, pueblo de la edad de oro, cuya principal ocupación era cultivar flores!
Mas ¿qué significaba la extraña multitud que cogida de las manos veíase el torno del May-pole? No podía suponerse seguramente que los faunos y ninfas de las antiguas fábulas, arrojados de sus clásicas grutas, hubieran buscado refugio en los frescos bosques del oeste, como lo habían hecho los demás perseguidos. Éstos parecían monstruos góticos, aunque quizá de descendencia griega. En los hombros de un hermoso mancebo erguíanse la cabeza y las astas ramosas de un ciervo; otro, humano en todo lo demás, tenía un rostro horrible de lobo; un tercero, con el tronco y las piernas de hombre, mostraba la barba y los cuernos de un venerable macho cabrío. Por allá se destacaba la figura erguida de un oso, fiera en todos sus detalles, salvo en sus piernas traseras, cubiertas de medias de seda color de rosa. Y allí otra vez, casi portentoso, aparecía un verdadero oso de las profundidades de la selva, extendiendo sus garras delanteras prontas a estrechar manos humanas, y tan dispuesto al parecer como los demás de la rueda a desempeñar su parte en la danza. Su figura inferior levantóse a medias para llegar a la altura de sus compañeros cuando éstos se detuvieron. Otros rostros tenían la apariencia de hombres o mujeres, pero disformes y extravagantes, con rojas narices colgando delante de las bocas que mostraban horribles profundidades, distendiéndose de oreja a oreja en una perpetua carcajada. Podía verse allí al hombre primitivo, bien conocido en la heráldica, peludo como un cinocéfalo y con su cinturón de hojas verdes. A su lado se discernía una figura más noble quizá, pero siempre contrahecha, un cazador indio con penacho de plumas y cinturón de conchas. Muchos personajes de esta bizarra compañía llevaban gorros de bufones y pequeños cascabeles pendientes de su atavío, que vibraban con sones argentinos en armonía con la música inaudita de su espíritu jovial. Algunos mancebos y doncellas ofrecían aspecto más serio, pero mantenían bien su puesto, sin embargo, en medio de la heterogénea multitud, por el arrobamiento exaltado que se revelaba en sus facciones. Todos estos personajes eran los colonos de Merry Mount solazándose en la vasta sonrisa del sol poniente alrededor de su venerado May-pole.
Si algún paseante extraviado en la melancólica selva hubiera oído este regocijo y lanzado una furtiva y quizá medrosa mirada al espectáculo, habría juzgado que era el séquito de Como, convertidos ya en brutos algunos de sus personajes, otros a media transformación entre el hombre y la bestia, y embriagados otros en el torrente de enloquecedora alegría que precedía al cambio. Entretanto, una banda de puritanos, que, invisible, espiaba la escena, asimilaba la mascarada a los espíritus diabólicos y corrompidos con los cuales poblaba su superstición el negro caos.
Dentro del círculo de monstruos se destacaban dos figuras tan aéreas que hacían pensar que jamás hubieran hollado piso más sólido que nubes de púrpura y doradas. La una era un mancebo de resplandecientes vestiduras, con una banda semejando el arco iris que le cruzaba sobre el pecho. Su mano derecha sostenía un cetro dorado, emblema de alta dignidad entre los alegres adoradores del May-pole; mientras oprimía con la izquierda los gráciles dedos de una hermosa doncella, no menos brillantemente ataviada que su compañero. Vívidas rosas contrastaban, en su esplendente colorido, con los obscuros y sedosos rizos de sus cabelleras, y veíanse esparcidas a sus pies, donde quizá brotaron espontáneamente. Detrás de la luminosa pareja y tan próximo al May-pole que las ramas más bajas sombreaban su semblante jovial, había un sacerdote inglés adornado de sus vestiduras canónicas, pero cubiertas de flores a la moda del paganismo, y llevando una corona de vid natural. Por el extravío de sus ojos movibles y la decoración pagana de su continente parecía el monstruo más selvático y el verdadero. Como de la reunión.
—¡Adoradores del May-pole!—exclamó el florido oficiante,—alegremente han resonado los bosques todo el día con vuestro regocijo. Pero ésta debe ser vuestra hora más feliz, corazones míos. Sí; aquí están el rey y la reina de Mayo, a quienes yo, un clérigo de Oxford y gran sacerdote de Merry Mount, voy a unir en este instante con los santos lazos de Himeneo. ¡Levantad vuestro espíritu ligero, vosotros, bailarines moriscos, hombres de las selvas y risueñas doncellas, osos, lobos y cornudos caballeros! Venid, entonad un coro ahora, vibrante con el antiguo júbilo de la alegre Inglaterra, y con el entusiasmo más exaltado de esta fresca selva; y luego, una danza para mostrar a esta joven pareja para qué se ha hecho la vida y cuán ligeramente habrán de atravesarla! ¡Vosotros todos que amáis el May-pole, prestad vuestras voces para entonar el canto nupcial del rey y la reina de Mayo!—
Este himeneo era acontecimiento más serio de los que tenían lugar de ordinario en Merry Mount, donde la broma y la farsa, la travesura y la fantasía fomentaban un continuo carnaval. El rey y la reina de Mayo, aun cuando debieran perder su título al ocaso, iban a ser real y verdaderamente compañeros en la danza de la vida, comenzando el compás aquella misma hermosa tarde. La guirnalda de rosas que pendía de las verdes ramas bajas del May-pole había sido trenzada para ellos y se arrojaría sobre sus cabezas unidas como símbolo de su florida unión. Así, tan luego que el sacerdote concluyó, una exclamación tumultuosa brotó del grupo de figuras monstruosas.
—¡Comenzad la estrofa, reverendo padre,—gritaron todos;—y jamás habrán coreado los bosques ecos tan regocijados como los que lanzaremos al aire los adoradores del May-pole!—
Inmediatamente se dejó oír un preludio de flautas, cítaras y violas, tocado por hábiles ministriles desde el fondo de una arboleda vecina, con tan alegre cadencia que hasta las ramas del May-pole se estremecieron a sus sones. Pero el rey de Mayo, el del cetro dorado, buscando los ojos de su reina, sorprendióse de la mirada casi melancólica que tropezó con la suya.
—Édith, mi dulce reina de Mayo,—murmuró en tono de reproche,—¿esta guirnalda de rosas pende acaso sobre nuestras tumbas que tan triste apareces? ¡Oh, Édith! ¡Ésta es nuestra época de oro! No la opaques con sombras de melancolía; porque nada nos traerá el futuro más hermoso que el recuerdo de lo que en estos momentos está pasando.
—¡Esto es precisamente lo que me entristece! ¿Cómo ha venido también a tu mente?—dijo Édith en tono aun más bajo que el suyo; pues era delito de alta traición estar triste en Merry Mount.—Por esto suspiro en medio del festival y de la música. Y además, querido Édgar, me parece debatirme en un sueño, y pienso que las figuras de nuestros joviales amigos son visiones; que su alegría es imaginaria; y que no somos nosotros en realidad el rey y la reina de Mayo. ¿Qué misterio es éste que oprime mi corazón?—
Precisamente en aquel instante, como al influjo de algún conjuro, cayó una ligera lluvia de hojas de rosa ya marchitas del May-pole. ¡Ay de los pobres amantes! Tan pronto como ardieron sus corazones en la verdadera pasión, sintieron algo vago y perecedero en sus anteriores placeres y les acometió un medroso presentimiento de cambios inevitables. Desde el momento en que amaron profundamente, cayeron bajo la ley terrenal de pesar y preocupaciones, de alegrías turbadas, y se encontraron ya extraños en Merry Mount. Éste era el misterio del corazón de Édith. Dejemos ahora que el sacerdote los una, y que las máscaras se diviertan en torno del May-pole, hasta que el último rayo del sol se refleje en su cima, y las sombras de la selva pongan su melancolía en medio de las danzas. Veamos, entretanto, quiénes eran estos alegres personajes.
Hace doscientos años, quizá más, que el mundo antiguo y sus habitantes se fatigaron mutuamente de sus sempiternas relaciones. Los hombres emigraron por millares hacia el oeste; unos, para trocar cuentas de vidrio y baratijas de joyería por las pieles de los cazadores indios; otros, para conquistar terrenos vírgenes; y otros, más austeros, para orar. Pero ninguno de estos motivos había sido el aliciente para los colonizadores de Merry Mount. Sus jefes fueron hombres que habían gozado tanto de la vida, que cuando se presentaron los enfadosos huéspedes, Pensamiento y Sabiduría, se encontraron arrollados por la turba de pompas y vanidades a las cuales debían haber puesto en fuga. Obligaron al errante Pensamiento y a la Sabiduría pervertida a endosar una máscara y representar la farsa de la Locura. Los hombres de quienes nos ocupamos, habiendo perdido la fresca alegría del corazón, imaginaron una filosofía de placer desenfrenado y vinieron a estos lugares para realizar sus fantasías. Reunieron adeptos en aquella aturdida raza cuya vida entera transcurre como los días festivos de los hombres graves. Había en su séquito ministriles no del todo desconocidos en las calles de Londres; cómicos ambulantes, cuyo teatro fueran los salones de los gentileshombres; bufones, juglares y saltimbanquis, cuya ausencia se dejaría sentir por largo tiempo en las romerías, fiestas conmemorativas y ferias; en una palabra, forjadores de alegría en todo sentido, que abundaban en aquella época, pero que comenzaron a desaparecer con el desarrollo del puritanismo. Ligeros habían sido sus pasos sobre la tierra y ligeramente cruzaron ellos el océano. Muchos habían sido arrojados por sus sufrimientos en desesperada locura de placer; otros eran tan locamente festivos por la fuerza de su juventud, como el rey y la reina de Mayo; mas, cualquiera que fuese la causa de su regocijo, jóvenes y viejos estaban alegres en Merry Mount. Los jóvenes se creían felices. Los de más edad, aun cuando supieran que el regocijo es solamente una falsa felicidad, seguían, sin embargo, obstinadamente la engañosa sombra pues que siquiera llevaba brillante atavío. Frívolos impenitentes durante toda su vida, no se atrevían a aventurarse en las austeras verdades de la existencia, ni aun con la esperanza de encontrar los goces verdaderos.
Todos los pasatiempos clásicos de la vieja Inglaterra habíanse transplantado allí. El rey de Christmas ostentaba su corona y el monarca de Misrule (Desconcierto) llevaba un cetro poderoso. La víspera de San Juan cortaban varios acres de bosque para hacer hogueras y danzaban a su lumbre toda la noche coronados de guirnaldas y arrojando flores a las llamas. En tiempo de cosecha, aun cuando su campo fuese el más pequeño, hacían una imagen con las gavillas de maíz, la decoraban con guirnaldas de otoño y llevábanla en triunfo al hogar. Pero lo que caracterizaba especialmente a los colonos de Merry Mount era su veneración por el May-pole, que ha convertido su historia en un cuento lleno de poesía. La primavera cubría de botones y de frescos y verdes vástagos el venerado emblema; el verano le traía rosas del más vivo colorido y el follaje perfecto de los bosques; el otoño le enriquecía con su pompa roja y amarilla que convertía cada hoja silvestre del bosque en una pintada flor; y el invierno le plateaba con su escarcha, adornándole de estalactitas hasta que resplandecía a la luz semejando todo él un rayo helado del sol. Así alternaban las estaciones su homenaje al May-pole pagándole el tributo de su más rico esplendor. Sus adeptos bailaban en torno del árbol por lo menos una vez al mes; denominábanle a veces su religión o su altar; pero en toda ocasión representaba el estandarte de Merry Mount.
Desgraciadamente, había en el Nuevo Mundo ciertos hombres que alardeaban de una fe más austera que la de aquellos alegres adoradores del May-pole. No muy lejos de Merry Mount había una colonia de puritanos, hombres los más infelices, que recitaban sus plegarias antes del amanecer y trabajaban luego en los bosques o en las sementeras hasta que la noche les llamaba de nuevo a la oración. Tenían siempre sus armas apercibidas para atacar a los salvajes extraviados. Cuando se reunían en cónclave, jamás era para sostener el clásico regocijo inglés, sino para escuchar sermones que se prolongaban tres horas, o proclamar premios por cabezas de lobos o cabelleras de indios. Sus fiestas eran días de vigilia y su distracción principal el canto de los salmos. ¡Desgraciado del mozo o doncella que siquiera soñara con la danza! Los hombres eminentes hacían un signo al condestable; y ponían en el cepo a los réprobos de pies ligeros; o de haber danza, era en derredor del poste de los azotes, que podía llamarse el May-pole de los puritanos.
Una partida de estos feroces puritanos, abriéndose paso penosamente a través de las dificultades de la selva y revestido cada uno de una armadura de hierro pesadísima para embarazar su marcha, llegaba a veces hasta el risueño recinto de Merry Mount. Allí estaban los suaves colonos, regocijándose en torno del May-pole; quizá enseñando la danza a algún oso, o tratando de comunicar su alegría a los graves indios; o disfrazándose con las pieles de los ciervos y los lobos que habían cazado con este objeto. A menudo la colonia entera, y los magistrados como todos los demás, jugaba un juego semejante a la gallina ciega, en el cual perseguían los gozosos pecadores, con los ojos vendados, a uno de ellos sin vendar que hacía de chivo y a quien debían descubrir por el ruido de los cascabeles que llevaba en sus vestidos. Se dice que una vez vióseles escoltando hasta su tumba un cadáver cubierto de flores, en medio de músicas festivas y gran regocijo. ¿Reiría el difunto? En sus momentos de tranquilidad cantaban baladas y recitaban historias para edificación de sus piadosos visitantes; o llenábanles de perplejidad con sus juegos de prestidigitación; o les hacían muecas desde el centro de collarines de caballo; y cuando se fatigaban de diversión, hacían broma de su mismo cansancio y comenzaban a apostar a los bostezos. Presenciando todas estas enormidades, los hombres de hierro sacudían la cabeza y fruncían las cejas de manera tan sombría que los alegres alborotadores levantaban los ojos al cielo para observar la momentánea nube que había opacado el resplandor del sol que, estaba sobrentendido, debía brillar constantemente en aquellos parajes. De otro lado, afirmaban los puritanos que cuando elevaban un salmo en sus lugares consagrados, el eco que devolvían las selvas semejaba muchas veces el estribillo de un alegre coro que terminaba en una carcajada. ¿Quién sino el demonio y sus fieles secuaces, los habitantes de Merry Mount, había de molestarles? Con el tiempo levantóse una enemistad, amarga y sombría de un lado, y tan seria como podía serlo, por el otro, entre los puritanos y los espíritus ligeros que habían jurado pleito homenaje al May-pole. El carácter futuro de la Nueva Inglaterra hallábase en juego en esta insoportable querella. Si los feroces santos llegaban a establecer su jurisdicción sobre los joviales pecadores, su espíritu obscurecería el ambiente y convertiría el país en una tierra de rostros nublados, de ardua labor, de sermones y salmos por toda la eternidad. Pero si el estandarte de Merry Mount alcanzaba la primacía, brillaría el sol sobre las colinas, las flores embellecerían la floresta, y toda la posteridad rendiría homenaje al May-pole.
Después de estos detalles auténticos de la historia, volvamos a las nupcias del rey y la reina de Mayo. ¡Ah! hemos demorado demasiado y nos vemos obligados a ensombrecer nuestra historia repentinamente. Lanzando una ojeada al May-pole, encontramos que un solitario rayo de sol se desvanece en su cima dejando solamente un débil matiz dorado fundiéndose entre los tonos irisados de la bandera. Aun esta dudosa luz comienza a desaparecer, abandonando el dominio entero de Merry Mount a las brumas del atardecer, que tan instantáneamente han surgido de los negros bosques circunvecinos. Mas algunas de estas obscuras sombras asumen figura humana.
Sí; con el sol poniente, ha pasado para Merry Mount su último día de regocijo. El círculo de alegres máscaras estaba roto y en desorden; el ciervo bajaba sus astas tristemente; el lobo se volvía más débil que un cordero; los cascabeles de los danzantes moriscos repiqueteaban con trémulos sones de terror. Los puritanos habían tomado una parte característica en la mascarada del May-pole. Sus sombrías figuras mezclábanse a las bizarras formas de sus enemigos, convirtiendo la escena en un cuadro de actualidad semejante al despertar de la mente en medio de las fantasías desparpajadas de un sueño. El jefe del bando hostil erguíase en el centro del círculo, mientras el séquito de monstruos se inclinaba en torno suyo semejando espíritus del mal en presencia de un mago temido. Ninguna farsa fantástica podía continuarse en su presencia. Tan indomable se revelaba la energía de su continente, que la figura entera, rostro cuerpo y ánima, parecía forjada en hierro, toda de una pieza con el casco y la armadura, aunque dotada de vida y pensamiento. ¡Era el puritano de los puritanos; era Éndicott en persona!
—¡Detente, sacerdote de Baal!—dijo con torvo ceño y colocando su mano irreverente en la sobrepelliz.—¡Te conozco, Bláckstone![36] Eres el hombre que jamás pudo soportar disciplina alguna, ni siquiera la de tu corrompida religión, y has venido aquí a predicar la iniquidad de que diste el ejemplo con tu propia vida. Mas ahora se verá que el Señor ha santificado estos lugares por medio de su pueblo escogido. ¡Anatema sobre los profanadores! ¡Y ante todo, sobre esta abominación cubierta de flores, el altar de tu religión!—
Y con su cortante espada asaltó Éndicott el venerado May-pole. No resistió el árbol por largo tiempo su poderoso brazo. Gimió con tristes ecos; llovieron hojas y capullos sobre el cruel exaltado; y cayó por último el estandarte de Merry Mount arrastrando sus verdes ramas, cintas y flores, símbolo de placeres desvanecidos. A su caída, cuenta la tradición, se puso el cielo más obscuro y enviaron los bosques sombras más tétricas sobre aquellos lugares.
—¡Allí,—gritó Éndicott, mirando su obra con aire triunfador,—allí yace el único May-pole de la Nueva Inglaterra! Tengo la firme convicción de que su caída decidirá la suerte de los livianos e indolentes sectarios de la alegría durante nuestros días y los de toda nuestra posteridad. ¡Amén, dice John Éndicott!
—¡Amén!—coreó su séquito.
Los adoradores del May-pole lanzaron un gemido por su ídolo. A esta manifestación, el jefe puritano dirigió una mirada a la cuadrilla de Como, en que cada figura, representación de la más franca alegría llevaba en aquel momento la expresión de hondo abatimiento y tristeza.
—Valiente capitán,—inquirió Péter Pálfrey, el más anciano de la banda,—¿qué disposiciones se tomarán con respecto de los prisioneros?
—No pensaba arrepentirme jamás de haber echado abajo un May-pole y, no obstante encuentro ahora en mi corazón que le plantaría de nuevo para procurar a todos estos paganos otra danza en torno de su ídolo. ¡Hubiera servido perfectamente como poste de azotes!
—Hay bastantes pinos, sin embargo,—sugirió el lugarteniente.
—Es verdad, buen anciano,—replicó el jefe.—De consiguiente, atad a la condenada banda y procurad a cada uno de ellos una pequeña ración de cardenales como adelanto de nuestra futura justicia. Colocad luego en el cepo a algunos de esos villanos para que descansen hasta que la Providencia los conduzca a una de nuestras bien organizadas colonias donde podremos encontrar acomodo para todos. Después pensaremos en otros castigos, como marcas de hierro candente o corte de las orejas.
—¿Cuántos azotes para el sacerdote?—preguntó el anciano Pálfrey.
—Ninguno todavía,—respondió Éndicott, dirigiendo su inflexible ceño hacia el reo.—El gran tribunal general determinará si los azotes y larga prisión, acompañados de otras severas penas, serán expiación suficiente por sus culpas. ¡Dejadle mirar dentro de sí mismo! Por violaciones de orden civil podríamos sentir piedad, mas ¡ay de aquel que ataca nuestra religión!
—Y el oso danzante, ¿compartirá también los azotes de sus compañeros?—preguntó el oficial.
—¡Disparad vuestras armas en su cabeza!—exclamó el enérgico puritano.—¡Sospecho algún maleficio en esta bestia!
—Aquí hay una resplandeciente pareja,—continuó Péter Pálfrey, señalando con su arma al rey y la reina de Mayo.—Parecen ser de alto rango entre estos malhechores. Pienso que su dignidad merece por lo menos doble ración de azotes.—
Éndicott, apoyándose sobre su espada, miró atentamente el atavío y el continente de la desventurada pareja. Estaban pálidos, temerosos y abatidos; pero notábase en ellos cierto aire de mutuo sostén y pura afección que daba y pedía aliento a la vez, que demostraba que eran marido y mujer, con la sanción de un sacerdote en su amor. En el momento del peligro arrojó el joven su dorado cetro, enlazando con su brazo a la reina de Mayo que se reclinaba en su pecho, muy ligeramente para dejarle sentir ningún peso, mas lo bastante para expresar que sus destinos estaban unidos para siempre, en la fortuna o en la adversidad. Miráronse primero uno a otro y luego enderezaron la vista a la torva faz del capitán. Así transcurría la primera hora de sus bodas, mientras los vanos placeres de que sus compañeros eran el emblema se trocaban en las arduas dificultades de la vida, personificadas en los sombríos puritanos. Mas nunca se había revelado su juvenil belleza tan elevada y tan pura como cuando su esplendor se abrillantaba con el infortunio.
—¡Joven,—dijo Éndicott,—te encuentras en momentos difíciles, tanto tú como la doncella que es tu esposa. Estad preparados; porque imagino que tendréis motivo para recordar el día de vuestras nupcias!
—¡Hombre inflexible!—exclamó el rey de Mayo,—¿cómo podré conmoverte? Si tuviera los medios, resistiría hasta la muerte, pero encontrándome impotente, me rindo a tu voluntad. ¡Haz de mí lo que quieras, pero deja marchar ilesa a Édith!
—De ningún modo,—replicó el cruel fanático.—No hemos de mostrar, ciertamente, vana cortesía hacia un sexo que requiere la más estricta disciplina. ¿Qué dices, doncella? ¿Sufrirá tu dulce esposo tu parte de penas además de la suya propia?
—¡Así sea la muerte, aplicadlas todas sobre mi cabeza!—exclamó Édith.
En verdad, como decía Éndicott, encontrábanse los pobres amantes en terrible situación. Sus enemigos triunfaban, sus amigos estaban prisioneros y abatidos, su hogar desolado, obscura soledad les rodeaba y un destino riguroso encarnado en el jefe puritano, era todo lo que tenían que esperar. Sin embargo, ni aun la noche que avanzaba pudo disimular que el hombre de hierro se había suavizado: sonrió al dulce espectáculo del primer amor; y casi suspiró por el inevitable fracaso de sus bellas esperanzas.
—Las penas de la vida han venido muy temprano para esta joven pareja—observó Endicott.—Veremos cómo se manejan en su desgracia actual, antes de que les impongamos mayores sufrimientos. Si podéis encontrar en el botín vestiduras más decentes, hacedlas poner a este rey de Mayo y a su dama, en lugar de su brillante y vana pompa. Ocupaos de ello, algunos de vosotros.
—Y ¿no cortaremos el cabello al mozo?—preguntó Péter Pálfrey, dirigiendo una mirada de odio a la coleta y a los largos y sedosos bucles del mancebo.
—Cortádselo inmediatamente, dejándole la cabeza en el verdadero estilo calabaza,—replicó el capitán.—Traedlos luego con nosotros, pero con más suavidad que a sus compañeros. Hay ciertas cualidades en el mancebo que pueden hacerle valiente en la lucha, sobrio en el trabajo y piadoso en la oración; y otras en la doncella que la convertirán en una madre de nuestro Israel, dando vida a hijos mejor educados de lo que ella ha sido. ¡No imaginéis, jóvenes, que los más felices, aun en nuestra perecedera existencia, son aquellos que la malgastan danzando en torno de un May-pole!—
Y Éndicott, el puritano más austero de todos lo que fundaron los pétreos cimientos de la Nueva Inglaterra, levantó la guirnalda de rosas del abatido May-pole y la arrojó con su propia mano cubierta del guantelete sobre las cabezas reunidas del rey y la reina de Mayo. Fué un acto simbólico. Del mismo modo que la tétrica moral del universo destruye toda alegría sistemática, así había sucedido con su mansión de apasionado regocijo, desolada ahora en medio de la triste selva. Jamás volverían a habitarla. Pero, como su florida guirnalda había sido entretejida con las rosas más bellas que allí crecían, así el lazo que les unía representaba ahora más puras y mejores alegrías. Siguieron vía del cielo, sosteniéndose en el áspero sendero que les tocó en lote atravesar, y jamás dedicaron un sentimiento de pesar a las pompas desvanecidas de Merry Mount.
EL ANCIANO doctor Héidegger, hombre muy original, invitó una vez a cuatro amigos suyos para que se reunieran en su estudio. Eran tres caballeros de barba blanca: el señor Médbourne, el coronel Kílligrew y el señor Gascoigne; y una ajada señora, la viuda Wycherly. Todos ellos eran viejos y melancólicos personajes, que habían sufrido infortunios durante su vida, y cuya mayor desgracia consistía en que no gozaban tiempo ha del reposo de la tumba. El señor Médbourne había sido en el vigor de su edad un próspero comerciante; mas perdió toda su fortuna en especulaciones arriesgadas y era por entonces poco menos que un mendigo. El coronel Kílligrew había malgastado sus mejores años, su salud y su energía en pecaminosos placeres que le produjeron multitud de incomodidades, como la gota y otros varios tormentos de cuerpo y alma. El señor Gascoigne era un político arruinado, hombre de mala fama, que le había perseguido hasta que el tiempo le borró de la memoria de la presente generación, haciéndole obscuro en vez de infame. En cuanto a la viuda Wycherly, contaba la tradición que fué una belleza en sus días; mas había vivido largo tiempo en profundo aislamiento a causa de ciertas historias escandalosas que levantaron contra ella la opinión de la sociedad. Es digna de mencionarse la circunstancia de que los tres viejos caballeros, el señor Médbourne, el coronel Kílligrew y el señor Gascoigne, habían sido en otro tiempo pretendientes de la viuda Wycherly, y estuvieron una vez a punto de cortarse el cuello por gozar del privilegio de su amor. Y antes de proseguir, quiero también dejar apuntado que se susurraba que tanto el doctor Héidegger como sus cuatro invitados se encontraban a veces algo fuera de sus cabales; cosa no del todo sorprendente tratándose de personas ancianas atormentadas por actuales sufrimientos o por angustiosas remembranzas.
—Mis antiguos y queridos amigos,—dijo el doctor Héidegger, haciéndoles tomar asiento,—Deseo que me ayudéis en uno de los pequeños experimentos con que acostumbro divertirme a solas en mi estudio.—
Si hemos de dar fe a la historia, el estudio del doctor Héidegger era un sitio de los más curiosos: una obscura cámara, amueblada a la antigua, festoneada de telarañas y cubierta de polvo desde tiempo inmemorial. Apoyados contra el muro veíanse varios estantes de roble, cuyos anaqueles inferiores estaban llenos de infolios gigantescos y libros góticos en cuarto, mientras la parte superior guardaba los pequeños libros en duodécimo con cubierta de pergamino. Sobre el estante central había un busto de Hipócrates con el cual, según fuentes autorizadas, acostumbraba sostener consultas el doctor Héidegger en todos los casos difíciles de su profesión. En el rincón más obscuro del aposento, había un armario de roble, alto y estrecho, a través de cuya entreabierta puerta se divisaba confusamente un esqueleto. En el espacio comprendido entre dos estantes pendía un espejo mostrando su alta y empolvada superficie dentro de un deslustrado marco dorado. Entre muchas otras historias maravillosas que se relataban acerca de este espejo, decíase que las almas de todos los pacientes difuntos del doctor habitaban dentro de su vera, y se encaraban con él siempre que miraba en aquella dirección. El lado opuesto de la cámara estaba decorado con el retrato de cuerpo entero de una joven dama, vestida de raso, seda y brocado en descolorida magnificencia, y con semblante tan pálido como su atavío. Hacía medio siglo que el doctor Héidegger estuvo a punto de casarse con la joven señora; mas sucedió que, afectada de ligero malestar, tomó una de las recetas de su prometido y murió en la mañana de las bodas. Queda aún por mencionar la principal curiosidad del estudio: un enorme infolio, encuadernado en cuero negro y cerrado con pesados broches de plata. No llevaba letras en el lomo y nadie podía decir el título de la obra. Pero sabíase perfectamente que era un libro de magia, y una vez que lo cogió una camarera, simplemente con la idea de quitarle el polvo, el esqueleto se removió en su armario, el retrato de la dama colocó un pie sobre el pavimento y varios rostros de fantasmas asomaron en el espejo; en tanto que la bronceada cabeza de Hipócrates fruncía el ceño y decía: “¡Detente!”
Tal era el estudio del doctor Héidegger. En la tarde de estío a que se refiere nuestra historia, había una pequeña mesa redonda, negra como el ébano, en el centro de la habitación, sosteniendo un ánfora de cristal cortado, de bella forma y delicado trabajo. Los rayos del sol penetraban a través de la ventana, entre los pesados festones de dos cortinas de damasco descolorido, y caían discretamente sobre el ánfora; de manera que un suave resplandor se reflejaba en los cenicientos rostros de los cinco viejos reunidos en torno. También había cuatro copas de champaña sobre la mesa.
—Mis antiguos y queridos amigos,—repitió el doctor Héidegger,—¿puedo confiar en vuestra cooperación para realizar un experimento extremadamente singular?—
Hay que advertir que el doctor Héidegger era un viejo caballero muy original, cuyas excentricidades habían llegado a ser la base de mil fantásticas historias. Es posible que algunas de estas invenciones, dicho sea para vergüenza mía, puedan remontarse hasta mi propia y verídica persona; de modo que, si algunos pasajes de este cuento chocan con la credulidad del lector, soportaré gustosamente el estigma de novelero.
Cuando los cuatro visitantes oyeron hablar al doctor de su famoso experimento, no imaginaron maravilla mayor que la muerte de un ratón por medio de alguna bomba neumática, el examen de cualquier basura en el microscopio, o alguna otra tontería por el estilo, con las que tenía el hábito de importunar a sus amigos. Mas, sin aguardar respuesta, el doctor Héidegger atravesó renqueando la habitación y volvió con aquel enorme infolio encuadernado en cuero negro, que la opinión general declaraba ser un libro de magia. Desabrochando las plateadas cerraduras, abrió el volumen y sacó de entre sus góticas páginas una rosa o lo que fué alguna vez una rosa, pues que entonces las verdes hojas y pétalos de púrpura habían adquirido un tono parduzco, y la flor entera parecía a punto de convertirse en polvo entre las manos del doctor.
—Esta rosa,—explicó suspirando el doctor Héidegger,—esta misma rosa que veis aquí marchita y casi deshecha, floreció hace cincuenta y cinco años. Me la dio Silvia Ward, cuyo retrato pende allí; y yo pensaba llevarla sobre el pecho el día de nuestras bodas. Cincuenta y cinco años la he conservado como un tesoro entre las páginas de este viejo libro. Ahora bien; ¿creeríais posible que esta rosa de medio siglo pudiera revivir alguna vez?
—¡Qué ocurrencia!—exclamó la viuda Wycherly con un impertinente movimiento de cabeza.—¡Podríais preguntar igualmente si un rostro arrugado de vieja puede rejuvenecerse alguna vez!
—¡Mirad!—respondió el doctor Héidegger.
Descubrió el ánfora y echó la rosa seca en el agua que allí había. Al principio se mantuvo la flor en la superficie, sin absorber nada de humedad, al parecer. Pronto, sin embargo, pudo notarse un cambio singular. Los arrugados y secos pétalos se agitaron, adquiriendo un tinte carmesí más vivo, como si la flor despertara de algún sueño mortal; el esbelto tallo y las ramitas de follaje tomaron tonos verdes; y por último la rosa de medio siglo atrás apareció tan lozana y fresca como cuando Silvia Ward la obsequió a su prometido. Apenas si lucía completamente abierta; pues algunas de sus delicadas hojas encarnadas apretábanse todavía modestamente sobre su húmedo seno, donde brillaban dos o tres gotas de rocío.
—Es ciertamente una linda ilusión óptica—dijeron descuidadamente los amigos del doctor, pues habían presenciado mayores milagros en espectáculos de prestidigitación;—haced el favor de mostrarnos de qué manera se realiza.
—¿Habéis oído hablar alguna vez de la Fuente de la Juventud?—preguntó el doctor Héidegger,—aquélla que fué a buscar Ponce de León, el aventurero español, hará dos o tres centurias?
—Pero ¿la encontró al fin Ponce de León?—preguntó la viuda Wycherly.
—No,—respondió el doctor Héidegger,—porque nunca la buscó en su verdadero sitio. La Fuente de la Juventud, si estoy bien informado, se encuentra situada en la parte meridional de la península de la Florida, no lejos del lago Macaco. Su manantial está sombreado por varias magnolias gigantescas, que aun cuando cuentan innumerables siglos se conservan tan frescas como violetas por la virtud de esta agua maravillosa. Un amigo mío, conociendo mi afición a esta clase de estudios, me ha enviado la que veis en aquel vaso.
—¡Ejem!—murmuró el coronel Kílligrew, que no creía una palabra de la historia del doctor;—y ¿cuál sería el efecto de este líquido en la naturaleza humana?
—Podéis juzgarlo por vos mismo, mi querido coronel—replicó el doctor Héidegger,—y vosotros todos, mis respetados amigos, sois los bienvenidos para beber de este líquido maravilloso la cantidad necesaria para devolveros el brillo de la juventud. Por mi parte, he tenido tantos disgustos antes de envejecer, que no tengo prisa de volverme joven otra vez. Con vuestro permiso, observaré solamente los progresos del experimento.—
Mientras hablaba, llenaba el doctor Héidegger las cuatro copas de champaña con el agua de la fuente de la juventud. Parecía impregnada de algún gas efervescente, porque continuamente ascendían pequeñas burbujas desde el fondo de los vasos y estallaban en plateado rocío en la superficie. Como el líquido difundía agradable perfume, los viejos personajes no vacilaron en creer que poseyera propiedades cordiales y reconfortantes y, aun cuando escépticos con respecto a su poder rejuvenecedor, sentíanse inclinados a beberlo inmediatamente. Pero el doctor Héidegger les detuvo por un momento.
—Antes de que bebáis, mis respetables y antiguos amigos,—dijo,—sería conveniente que, con la experiencia que habéis adquirido durante vuestra vida, adoptarais algunas reglas generales de conducta al afrontar por segunda vez los peligros de la juventud. ¡Pensad que sería un crimen y una vergüenza si, con las ventajas especiales de que vais a disfrutar, no fuerais modelo de virtud y de sabiduría para todos los jóvenes de vuestra edad!—
Los cuatro venerables amigos del doctor sólo respondieron con una débil y trémula carcajada; tan ridícula les pareció la idea de que, conociendo cuán próximo sigue el arrepentimiento las huellas del error, hubieran de extraviarse nuevamente.
—Bebed entonces,—dijo el doctor inclinándose.—Me regocijo de haber elegido con tanta discreción los sujetos para mi experimento.—
Con temblorosas manos levantaron las copas hasta sus labios. Si el licor poseía en realidad las virtudes que le atribuía el doctor Héidegger, no podía emplearse en cuatro seres humanos que lo necesitaran más lastimosamente.
Parecía que nunca hubieran tenido juventud ni placeres, que hubieran sido un producto anormal de la naturaleza, siempre las mismas criaturas grises, decrépitas y sin savia que se encontraban en derredor de la mesa del doctor, tan yertas de cuerpo y alma que ni siquiera sentían entusiasmo ante la idea de rejuvenecer. Bebieron el agua y colocaron de nuevo los vasos sobre la mesa.
Indudablemente pudo notarse al punto cierta animación en el aspecto de los invitados; algo así como el efecto producido por un vaso de vino generoso, con un resplandor de claridad repentina que irradiaba en los cuatro rostros a la par. Apareció un sonrosado de salud en sus mejillas, reemplazando la palidez terrosa que les hacía asemejarse a un cadáver. Miráronse unos a otros, imaginando que algún mágico poder principiaba a borrar en realidad la honda y triste huella que el Tiempo había grabado desde muy atrás en su entrecejo. La viuda Wycherly arregló su capota, casi sintiéndose mujer de nuevo.
—¡Dadnos un poco más de esta agua maravillosa!—exclamaron ansiosamente.—Hemos comenzado a rejuvenecer, pero estamos todavía demasiado viejos. ¡Pronto, dadnos un poco más!
—¡Paciencia, paciencia!—dijo el doctor Héidegger que, sentado, observaba los efectos del experimento con filosófica frialdad.—Habéis puesto largo tiempo para haceros viejos. No dudo que os contentaréis con rejuvenecer en una hora. ¡Sin embargo, el agua está a vuestra disposición!—
Llenó las copas nuevamente con el licor de la juventud, del cual quedaba lo bastante en el recipiente para volver tan jóvenes como sus nietos a la mitad de los viejos de la ciudad. Mientras estallaban aún las burbujas en el borde, los cuatro invitados del doctor se apoderaron de los vasos y bebieron el contenido de un solo sorbo. ¿Era ilusión acaso? No bien acababa de pasar el líquido por su garganta cuando pareció presentarse un cambio en toda su naturaleza. Tornáronse sus ojos claros y brillantes; una sombra obscura se extendió sobre sus plateados rizos; y se encontraron reunidos en torno de la mesa del doctor Héidegger tres caballeros de mediana edad y una dama salida apenas de la primera juventud.
—¡Mi querida viuda, estáis encantadora!—exclamó el coronel Kílligrew que había conservado la mirada fija sobre el rostro de la señora, mientras las sombras de la edad se desvanecían como la obscuridad ante la aurora de un nuevo día.
La hermosa viuda sabía desde largo tiempo atrás que los elogios del coronel Kílligrew no siempre se basaban en la estricta verdad; así, saltando de su asiento se abalanzó al espejo, temiendo aún que sus miradas tropezaran con el feo rostro de una mujer de edad. Entretanto los tres caballeros se comportaban de manera tal que daba lugar a creer que el agua de la fuente de la juventud poseía ciertas cualidades espirituosas; a menos que la exaltación de sus ideas fuera simplemente el alegre desvanecimiento producido por la súbita desaparición del peso de los años. La imaginación del señor Gascoigne parecía encaminarse a tópicos políticos; mas no era fácil determinar si sus elucubraciones se referían al pasado, al presente o al futuro, pues que las mismas ideas e idénticas frases habían estado en boga durante los últimos cincuenta años. Ya enunciaba a plena voz proposiciones sobre el patriotismo, la gloria nacional y los derechos del pueblo; ya musitaba algunos planes atrevidos en receloso y taimado murmullo, tan cautelosamente que ni siquiera su propia conciencia llegara a apoderarse del secreto; o expresábase de nuevo con acento mesurado y docta entonación de orador, como si oídos reales escucharan los bien redondeados períodos de su arenga. El coronel Kílligrew entonaba al mismo tiempo una alegre canción báquica, tamborileando en su vaso el compás del coro, mientras sus ojos vagaban sobre el risueño semblante de la viuda Wycherly. Al otro lado de la mesa el señor Médbourne sumíase en profundos cálculos de dólares y centavos, que tenían que ver particularmente con un proyecto para proveer de hielo a las Indias Orientales o equipar un tiro de ballenas para los témpanos polares.
En cuanto a la viuda Wycherly, permanecía frente al espejo haciendo monadas y cortesías a su propia imagen y saludándola como al amigo más amado que existía en el mundo para ella. Acercó su rostro muy junto al espejo para observar si la pata de gallo y las importunas arrugas marcadas largo tiempo atrás habían desaparecido verdaderamente. Examinó si la nieve de sus cabellos habíase fundido por completo y si podría echar atrás su capota con entera seguridad. Al fin, volviéndose alegremente, avanzó hacia la mesa en una especie de paso de baile.
—¡Mi viejo y querido doctor!—exclamó,—¡por favor, brindadme otro vaso!
—¡Ciertamente, mi querida señora, ciertamente!—replicó el complaciente doctor.—¡Mirad! Ya tenía los vasos llenos.—
En efecto, los cuatro vasos aparecían llenos hasta el borde de aquella agua maravillosa, cuyo delicado rocío, efervescente en la superficie, semejaba el trémulo chispear de diamantes. Estaba ya tan próximo el ocaso que la habitación se hallaba más sombría que nunca; pero un resplandor suave, análogo al de la luna, emanaba de la gran ánfora, reposándose por igual sobre los cuatro invitados y sobre la figura venerable del médico. Sentóse éste en un sillón de roble, de alto respaldar y primorosamente tallado, con tal aire de antigua majestad que habría podido caracterizar al Tiempo, cuyo poder jamás había sido discutido, salvo por esta afortunada tertulia. A pesar de que bebían ansiosamente en aquel momento la tercera copa del licor de la fuente de la juventud, sintiéronse casi atemorizados por la misteriosa expresión de la fisonomía del doctor Héidegger.
Pero pronto la alegre efusión de la juventud cundió por sus venas. Hallábanse ahora en la dichosa adolescencia. Recordaban la vejez, con su séquito miserable de preocupaciones, sufrimientos y enfermedades, tan sólo como un sueño desagradable del cual acababan de despertar alegremente. La frescura de alma, perdida tan temprano, y sin la cual las escenas sucesivas de la vida eran únicamente una colección de cuadros descoloridos, prestaba otra vez su encanto al porvenir. Sintiéronse como seres nuevos creados en un universo nuevo.
—¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes!—exclamaban en su éxtasis.
La juventud, al igual que la vejez, borraba los caracteres fuertemente marcados de la edad mediana y asimilaba mutuamente a todos aquellos personajes. Era un grupo de muchachos alegres, casi enloquecidos con el regocijo exuberante de sus pocos años. El efecto más singular de su alegría era el impulso de mofarse de las enfermedades y la decrepitud de que habían sido víctimas hasta hacía pocos instantes. Reían locamente de su extravagante atavío, de las chaquetas de amplios faldones y los chalecos flotantes de los jóvenes, y de la antigua capota y vestimenta exótica de la deslumbrante señora. Uno de ellos púsose a cojear alrededor del cuarto como un abuelo gotoso; otro colocó en su nariz un par de gafas, pretendiendo descifrar las góticas páginas del libro de magia; el tercero tomó asiento en una gran silla de brazos y procuraba imitar la venerable dignidad del doctor Héidegger. Todos alborotaban regocijadamente, saltando en torno de la habitación. La viuda Wycherly (si una damisela tan fresca podía llamarse viuda) se acercó bailando ágilmente hasta la silla del doctor, con el sonrosado rostro brillando de maliciosa alegría.
—¡Doctor, viejo y querido corazón mío, levantaos y danzad conmigo!—exclamó. Y entonces los cuatro jóvenes rieron más estrepitosamente que nunca al pensar en la extravagante figura que haría el pobre viejo doctor.
—Os ruego dispensarme,—respondió el doctor tranquilamente.—Estoy viejo y reumático y mi tiempo de bailar concluyó muchos años ha. Pero cualquiera de estos jóvenes será muy feliz de tener tan linda pareja.
—¡Bailad conmigo, Clara!—gritó el coronel Kílligrew.
—¡No, no; yo seré su compañero!—profirió el señor Gascoigne.
—¡Fuí su prometido hace cincuenta años!—exclamó el señor Médbourne.
Todos se agruparon en torno de ella. Uno cogió sus dos manos con impulso apasionado; otro pasó el brazo en derredor de su talle; el tercero hundió la mano entre los sedosos rizos que asomaban debajo de la capota de la dama. Sonrosada, palpitante, luchando, riñendo, riendo y lanzando por turno su aliento ardoroso en la faz de cada uno de los pretendientes, hacía ella ademán de desprenderse, mas sin llegar a librarse del triple abrazo. Nunca se había presenciado cuadro más vivo de rivalidad juvenil con hermosura tan hechicera como galardón. Sin embargo, por extraña ilusión, debida a la obscuridad de la cámara y a los antiguos vestidos que aun llevaban los invitados, se dice que el gran espejo reflejaba la figura de los tres ancianos, canosos y ajados abuelos, contendiendo por la fealdad angulosa de una vieja encogida y arrugada.
Pero eran jóvenes: por lo menos sus pasiones lo demostraban. Inflamados hasta la locura por la coquetería de la damisela viuda que no otorgaba ni rehusaba por completo sus favores, los tres rivales comenzaron a cruzar amenazadoras miradas. Sujetando con una mano el anhelado galardón, echaron la otra mutuamente a sus gargantas, llenos de rencor. Mientras luchaban aquí y allá, cayó la mesa, destrozándose el vaso en mil fragmentos. La preciosa agua de la juventud corrió en brillante arroyo sobre el pavimento, humedeciendo las alas de una mariposa, envejecida al declinar del verano y que había venido a morir allí. El insecto voló ligeramente a través de la habitación y fué a colocarse en la nevada cabeza del doctor Héidegger.
—¡Venid, venid, caballeros! ¡Venid Madame Wycherly,—exclamó el doctor.—Tengo que protestar seriamente de este tumulto.—
Aquietáronse y se estremecieron; porque parecía que el Tiempo gris les llamara haciéndoles retroceder de su luminosa juventud, muy lejos, hasta el helado y obscuro valle de los años. Miraron al doctor Héidegger, quien tomó asiento en su tallado sillón, sosteniendo la rosa de medio siglo que había recogido entre los fragmentos del estrellado vaso. A un movimiento de su mano, los cuatro revoltosos asumieron sus asientos a la mayor brevedad, pues su violento ejercicio habíales fatigado en extremo, a pesar de la juventud de que creían disfrutar.
—¡Mi pobre rosa de Silvia!—exclamó el doctor Héidegger, exponiéndola a la luz de las nubes del poniente;—parece que se marchita otra vez.—
Y así era en verdad. Bajo las miradas de la reunión continuó ajándose la flor hasta que apareció tan seca y frágil como cuando el doctor la había arrojado en el vaso. Sacudió el anciano las pocas gotas de rocío que aun pendían de sus pétalos.
—La amo tanto ahora como en su húmeda frescura,—observó el doctor, oprimiendo la marchita rosa contra sus labios ajados. Mientras hablaba, la mariposa voló otra vez de su nevada cabeza y cayó sobre el pavimento.
Los invitados se estremecieron de nuevo. Una frialdad extraña, que no sabían si atribuir al cuerpo o al espíritu, apoderábase de ellos gradualmente. Se miraron unos a otros e imaginaron que cada minuto que se escapaba arrebatábales un encanto, y dejaba en su semblante surcos más profundos donde nada se notaba en el momento precedente. ¿Era acaso una ilusión? ¿El cambio de una vida entera limitábase a tan breve espacio, y eran ya sólo cuatro ancianos sentados con su viejo amigo, el doctor Héidegger?
—¿Nos volvemos viejos tan pronto, otra vez?—exclamaron dolorosamente.
Así era en realidad. El agua de la juventud poseía solamente virtudes más pasajeras que las del vino. El delirio que creaba había desaparecido. ¡Sí! Eran viejos otra vez. Con impulso repentino, que demostraba que era aún mujer, la viuda oprimió sus flacas manos contra su semblante, deseando que la tapa del ataúd cayera sobre ella, ya que no podía volver a ser hermosa.
—Sí, amigos míos; sois viejos otra vez,—dijo el doctor Héidegger:—y ¡ay! el agua de la juventud se ha derramado toda por el suelo. Bien; no lo lamentaré; pues aun cuando la fuente brotara en los mismos umbrales de mi puerta, mis labios no la habrían de tocar; no, aunque el delirio que produjera durase años en vez de algunos instantes. ¡Ésta es la lección que me habéis enseñado!—
Pero los cuatro amigos del doctor no aprovecharon para sí la lección. Resolvieron organizar una peregrinación a la Florida y beber mañana, tarde y noche de la Fuente de la Juventud.
VAGANDO por la calle de Wáshington una tarde del verano pasado, atrajo mis miradas una muestra de hotel que asomaba de un estrecho zaguán abovedado casi en frente de la antigua iglesia del Sur. La muestra representaba la fachada de un soberbio edificio designado con el nombre de “Antigua Casa Provincial, al cuidado de Thomas Waite.” Me sentí satisfecho de recordar así el propósito, que abrigaba largo tiempo, de visitar y recorrer la mansión de los antiguos gobernadores reales de Massachusetts; y penetrando en el pasillo abovedado que se extendía en medio de una hilera de tiendas de ladrillo, unos cuantos pasos me transportaron desde el bullicioso centro del moderno Boston hasta un patiocillo pequeño y silencioso. Un lado de este espacio estaba ocupado por la fachada cuadrada de la casa provincial, de tres pisos, y coronada de una cúpula en cuya cima podía distinguirse un indio dorado, con su arco tendido y una flecha en la cuerda, apuntando al gallo de la veleta colocada en el chapitel de la Iglesia del Sur. Esta figura conservaba la misma actitud hacía setenta años o quizá más, desde el tiempo en que el buen decano Drowne, un diestro escultor en maderas, la colocó por primera vez en su larga vigilia de centinela sobre la ciudad.
La casa provincial es una construcción de ladrillo que parece haber recibido últimamente una capa de pintura de color claro. Una escalinata de rojos peldaños de piedra blanda y arenosa, y ornada de una balaustrada de hierro curiosamente cincelada, asciende desde el patio hasta el hermoso vestíbulo alrededor del cual se extiende una galería con barandilla de hierro de idéntico modelo y labor a la que se encuentra abajo. Entre los dibujos de hierro de la galería se ven forjadas las siguientes letras y cifras: “16 P. S. 79,” que indican probablemente la fecha en que se construyó el edificio y las iniciales del nombre de su fundador. Una ancha puerta de dos hojas me franqueó la entrada al vestíbulo o salón, a la derecha del cual se encuentra la entrada al despacho de licores.
En este salón, presumo, es donde los antiguos gobernadores celebraban sus recepciones con pompa casi regia, rodeados de los militares, consejeros, jueces y otros oficiales de la corona, mientras todos los leales de la provincia se reunían en honor suyo. Pero esta habitación no puede presumir siquiera de antigua magnificencia en sus condiciones actuales. Los artesones de la ensambladura están cubiertos de barniz obscuro, adquiriendo tonos aun más opacos por la sombra profunda que arrojan sobre la casa provincial las construcciones de ladrillo de la calle de Wáshington que la circundan. Jamás un rayo de sol ilumina esta mansión, donde tampoco luce ya el resplandor de las antorchas de los saraos, extinguidas desde la época de la revolución. El objeto más antiguo y decorativo que allí se encuentra es una chimenea formada de placas de porcelana azul holandesa, con figuras representando escenas de la Escritura; y por cuanto yo me sé, las damas de Pównall o Bérnard debían ocupar allí su sitio junto al fuego, mientras referían a sus hijos la historia de cada una de las azules placas de porcelana. Una cantina de estilo moderno, bien surtida de recipientes, botellas, cajas de cigarros y bolsas de malla para los limones, y provista de un receptáculo de cerveza y de una fuente de soda, se extiende en toda la longitud de uno de los costados de la habitación. Cuando entré, un viejo personaje chasqueaba los labios en forma tal que me hizo comprender que los salones de la Casa Provincial contienen todavía buenos licores, aun cuando indudablemente de distintos viñedos de los que acostumbraban surtirse los antiguos gobernadores. Después de saborear un vaso de sangría preparado por las diestras manos de Mr. Thomas Waite, traté de que el digno sucesor y representante de tantos personajes históricos me guiara a través de la mansión, tan venerada en otro tiempo.
Satisfizo mis deseos prontamente; mas, a decir verdad, tuve que poner en juego enérgicamente mi imaginación para encontrar algo de interesante en una casa que, despojada de sus recuerdos históricos, tiene solamente el aspecto de una taberna favorecida de ordinario por la clientela de los habitantes acomodados de la ciudad, y de los gentilhombres rurales de la antigua escuela. Las habitaciones, vastas probablemente en otro tiempo, están divididas en secciones que se subdividen en pequeños cuartuchos, que ofrecen apenas el espacio necesario para el angosto lecho, silla y mesa tocador de un solo ocupante. A pesar de todo, la gran escalera puede calificarse sin hipérbole una ostentación de grandeza y magnificencia. Sube en espiral por el centro de la casa, en series de anchos peldaños, que terminan en un vestíbulo cuadrado, desde donde continúa la ascensión hasta la cúpula. Una barandilla cincelada, pintada de nuevo en los pisos inferiores, pero que va volviéndose más sucia y desteñida conforme se asciende, bordea la escalinata de arriba abajo con lindas columnas primorosamente labradas y entrelazadas. Las botas militares y quizá los anchos zapatones de algunos gobernadores gotosos hollaron esta escalera cuando los habitantes de la casa subían a la cúpula, que tan vasto panorama ofrecía sobre su metrópoli y sobre toda la comarca circunvecina. La cúpula es un recinto octógono con varias ventanas y una puerta que abre sobre el techo. Desde este mismo sitio, según me complacía yo en imaginar, pudo Gage contemplar, a menos que alguna de las tres montañas se lo impidiese, su desastrosa batalla de Búnker Hill; y Howe apercibió quizá la aproximación del ejército sitiador de Wáshington, aunque los edificios construídos después en los alrededores han ocultado casi todo el paisaje, salvo el campanario de la Iglesia del Sur, que parece estar dentro del alcance de los brazos. Descendiendo de la cúpula, detúveme en los desvanes para observar la ponderosa armazón de roble blanco mucho más pesada que la de los edificios modernos y semejando un antiguo esqueleto. Los muros de ladrillo, material importado de Holanda, y el maderaje de la casa se conservan tan enteros como antes; pero, debido a los arruinados pavimentos y a otras partes destruidas del interior, se piensa aprovechar el conjunto y construir un nuevo edificio dentro del molde de la antigua estructura y obra de albañilería. Entre otros inconvenientes de la actual construcción, mi hostelero hizo mención de que cualquier choque o sacudimiento podía echar abajo el polvo de las edades desde el techo de una habitación hasta el pavimento de la que se encontraba debajo.
Desde la gran ventana de la fachada nos dirigimos a los balcones donde los representantes del rey acostumbraban sin duda en otro tiempo presentarse al pueblo leal, requiriendo los aplausos y el ondular de los sombreros, con majestuosas venias de su magnífica persona. En aquellos días la fachada de la casa provincial daba sobre la calle; y todo el sitio ocupado ahora por la hilera de tiendas de ladrillo y por el patio se encontraba entonces dividido en cuadros de césped, sombreados de árboles y bordeados de un cerco de hierro cincelado. Ahora, el antiguo edificio aristocrático oculta su faz roída por el tiempo detrás de una advenediza construcción moderna; hasta pude observar en una ventana del fondo algunas lindas obreras cosiendo, charlando y riendo mientras lanzaban de vez en cuando alguna indolente mirada a los balcones. Descendiendo de allí, entramos nuevamente en la cantina, donde el viejo caballero arriba mencionado, cuyo chasquido de labios decía tan favorablemente de los buenos licores de Mr. Waite, continuaba todavía regodeándose en su sillón. Aparentaba ser algún huésped o visitante ordinario de la casa, que tenía cuenta abierta en la cantina, su silla de verano cerca de la ventana abierta y su conocido rincón de invierno al lado del fuego. Como era de aspecto sociable, me aventuré a dirigirme a él con una observación calculada para despertar reminiscencias históricas, si por acaso existían en su mente; y complacióme mucho descubrir que, entre recuerdos propios y tradiciones, el viejo caballero conocía en realidad historias muy divertidas acerca de la casa provincial. La parte más interesante de su conversación esbozó las líneas principales de la siguiente leyenda. Aseguraba tenerla por referencias de un testigo ocular; pero la derivación natural, unida al lapso de tiempo transcurrido, debe haber dejado gran oportunidad para diferencias en la narración; de manera que, desesperando de obtener verdad literal y absoluta, no he tenido escrúpulo alguno en hacer los cambios más conducentes para delectación y beneficio del lector.
En una de las recepciones dadas en la casa provincial, durante el último período del sitio de Boston, tuvo lugar un incidente que jamás ha podido explicarse satisfactoriamente. Los oficiales del ejército inglés y los leales habitantes de la provincia, elegidos en su mayor parte entre los bloqueados de la ciudad, habían sido invitados a un baile de máscaras; pues la diplomacia de Sir Wílliam Howe consistía en ocultar lo angustioso y expuesto de aquellos momentos y la condición desesperada del sitio, bajo la pompa desplegada en los saraos. El espectáculo de aquella noche, si ha de creerse a los miembros más ancianos del círculo de la corte provincial, era la fiesta más alegre y fastuosa que se registraba en los anales del gobierno. Los salones, brillantemente iluminados, estaban llenos de figuras que parecían desprendidas del obscuro lienzo de los retratos históricos, brotadas de las mágicas páginas del romance o escapadas, por lo menos, de algún teatro de Londres, sin tiempo para haber cambiado su atavío. Caballeros de la conquista, cubiertos de acero; barbados estadistas de la reina Elízabeth y damas de su corte con vestidos de altos volantes alternaban con personajes de comedia, como algún pintarrajado Merry Ándrew removiendo su gorro y cascabeles; algún Fálstaff casi tan cómico como su prototipo; o algún Don Quijote con una rama de judías en vez de lanza y una cobertera de olla en lugar de escudo.
Pero el mayor regocijo provenía de un grupo de figuras ridículamente vestidas de uniformes viejos, que parecían comprados en alguna feria de andrajos militares o hurtados de algún receptáculo de desechos del ejército tanto inglés como francés. Ciertas prendas de aquella vestimenta habríanse llevado con toda probabilidad en el sitio de Loúisburg, mientras las chaquetas de corte más moderno podían suponerse desgarradas y hechas jirones por las espadas, balas y bayonetas usadas en la época de la victoria de Wolfe. Uno de aquellos héroes, de figura alta y escuálida, blandiendo una mohosa espada de enorme longitud, pretendía ser nada menos que el general George Wáshington; y los demás altos oficiales del ejército americano, como Gates, Lee, Pútnam, Schúyler, Ward y Heath, aparecían representados por espantajos semejantes. Una entrevista entre los guerreros rebeldes y el general en jefe inglés, forjada en el mismo estilo burlesco, fué recibida con inmenso aplauso, más estrepitoso aún de parte de los leales de la colonia. Uno de los invitados, sin embargo, manteníase aparte mirando estas bufonerías con austero desdén y frunciendo de vez en cuando el ceño con amarga sonrisa.
Era un anciano de gran reputación y alta clase en otro tiempo en la provincia, y que había sido soldado famoso en sus días. Se demostraba cierta sorpresa de que una persona como el coronel Jóliffe, cuyos principios conservadores eran bien conocidos, aunque demasiado viejo entonces para tomar parte activa en la lucha, hubiera permanecido en Boston durante el sitio, y particularmente hubiera consentido en presentarse en la morada de Sir Wílliam Howe. Pero había venido, sin embargo, trayendo del brazo a una hermosa joven nieta suya; y erguía allí su austera figura entre el regocijo y la bufonería, caracterizando su tipo mejor que ningún otro en la mascarada, pues que encarnaba admirablemente el antiguo espíritu de su tierra natal. Los demás invitados afirmaban que el torvo ceño puritano del coronel Jóliffe arrojaba sombras a su alrededor; aun cuando, a despecho de esta nefasta influencia, la alegría rayaba cada vez más alto, semejando (¡siniestra comparación!) el brillo falaz de una lámpara que arroja sus últimos destellos. Haría más de media hora que el reloj de la Iglesia del Sur había dado once campanadas, cuando comenzó a circular entre la sociedad el rumor de que iba a ofrecerse un nuevo espectáculo o exhibición que cerraría de manera digna el espléndido festival de aquella noche.
—¿Qué nueva y jocosa invención trae vuecencia entre manos?—interrogó el reverendo Máther Byles, cuyos escrúpulos de ministro no habían sido suficientes para mantenerle alejado de la fiesta.—Creedme, señor, he reído ya más de lo que conviene a mi traje con vuestra homérica plática con el harapiento general de los rebeldes. Otro acceso de alegría semejante, y me veré obligado a despojarme de mi peluca y mi banda de clérigo.
—No tal, mi buen doctor Byles,—repuso Sir Wílliam Howe;—si el regocijo fuera un crimen, nunca habríais alcanzado el grado de doctor en teología. En cuanto a la nueva bufonada, no estoy más adelantado que vos mismo; quizá ni siquiera al mismo grado. Vamos, doctor, confesadlo, ¿no habéis incitado la austera imaginación de algunos de vuestros compatriotas para producir una escena de nuestra mascarada?
—Quizá,—hizo observar maliciosamente la nieta del coronel Jóliffe, cuyo elevado espíritu sentíase indignado por tantas burlas contra la Nueva Inglaterra;—quizá si tendremos una cuadrilla de figuras alegóricas. La Victoria, con los trofeos de Léxington y Búnker Hill; la Prosperidad, con su cuerno superabundante, para representar el actual bienestar de nuestra buena ciudad; y la Gloria, brindando una corona para las sienes de vuecencia.—
Sir Wílliam Howe sonrió a estas palabras, a las cuales habría respondido con su ceño más sombrío, a ser pronunciadas por labios bigotudos. Vióse libre de la necesidad de replicar por una singular interrupción. Escucháronse ecos de música fuera de la casa, como si procedieran de alguna banda militar completa, estacionada en la calle y tocando una lenta marcha fúnebre, en vez de los alegres sones requeridos por las circunstancias. Parecía que los tambores estuvieran ensordecidos y que las trompetas exhalaran gemidos, de manera que tales ecos apagaron inmediatamente el regocijo del auditorio, llenando a todos de sorpresa y a muchos de aprensión. Ocurrió a varios de los circunstantes la idea de que el cortejo de las exequias de algún elevado personaje se había detenido a las puertas de la casa provincial, o también que algún suntuoso ataúd, cubierto de terciopelo y lujosamente decorado, estaba a punto de ser sacado por el portal. Después de escuchar por un momento, llamó Sir Wílliam Howe con áspera entonación al director de orquesta que antes había animado la fiesta con alegres y risueñas melodías. Era tambor mayor de un regimiento inglés.
—Dighton,—interrogó el general,—¿qué significa esta farsa? ¡Haced callar inmediatamente a vuestra banda con su marcha funeraria, o palabra que tendrán motivo suficiente para su lúgubre vena! ¡Hacedlos callar, bribón!
—Con el perdón de vuestro honor—respondió el tambor mayor, cuyo rubicundo rostro había perdido por completo el color,—la culpa no es mía. Yo y mi banda estamos aquí todos reunidos; y dudo que ninguno de nosotros pudiera tocar esa marcha de memoria. Sólo la he oído una vez, en ocasión de los funerales del difunto rey su majestad George II.
—¡Bien, bien!—dijo Sir Wílliam Howe, recobrando su compostura.—Éste es el preludio de alguna extravagante mascarada. Dejadlo pasar.—
Una nueva figura apareció en aquel momento; mas, entre todas las máscaras fantásticas dispersas en los salones, ninguno pudo decir con certeza de dónde venía. Era un hombre con traje de sarga negra de moda antigua, y que tenía la apariencia de mayordomo o criado principal de la casa de algún noble o rico propietario rural inglés. Avanzó hacia la puerta exterior de la mansión y, abriendo por completo ambas hojas, se hizo a un lado y miró hacia atrás en dirección de la gran escalera, como si aguardase que alguien descendiera por allí. Al mismo tiempo, la música de la calle ejecutaba altas y dolientes llamadas. Sir Wílliam Howe y sus invitados dirigieron sus miradas a la escalera, donde aparecían, en el descanso más alto que podía distinguirse desde abajo, varios personajes que descendían hacia la puerta. El primero era un hombre de rostro austero, que llevaba sombrero de alta copa cubriendo un casquete; capa obscura, y grandes botas arrugadas que subían hasta el muslo. Traía bajo el brazo una bandera arrollada, que parecía ser la de Inglaterra, pero singularmente desgarrada y hecha jirones; y llevaba una espada en la mano derecha mientras sostenía una Biblia con la izquierda. La figura siguiente era de aspecto más suave aunque lleno de dignidad, y lucía cuello alechugado sobre el cual caía la barba, toga de terciopelo labrado y justillo y bragas de raso negro. Llevaba en la mano un rollo de manuscritos. Muy de cerca seguía a estos dos un joven de rostro y continente que atraían la atención, con frente profundamente pensadora y contemplativa y tal vez cierto rayo de entusiasmo en la mirada. Su atavío era antiguo, como el de sus predecesores, y tenía una mancha de sangre en su cuello alechugado. En el mismo grupo con los tres de que hemos hablado venían otros cuatro personajes, todos de aspecto majestuoso y habituado al mando, y ademanes de gente acostumbrada a las miradas de la multitud. Los circunstantes imaginaban que estos personajes iban a reunirse con el misterioso funeral que se había detenido frente a la casa provincial; sin embargo, esta suposición parecía desmentida por el aire de triunfo con que agitaban las manos al atravesar el dintel y desaparecer por el portal.
—¡Por el nombre del diablo! ¿qué significa esto?—murmuró Sir Wílliam Howe, dirigiéndose a un caballero que se encontraba a su lado;—¿es acaso una procesión de los regicidas jueces de Carlos el Mártir?
—Éstos,—dijo el coronel Jóliffe, rompiendo el silencio casi por primera vez aquella noche,—éstos, si interpreto bien, son los gobernadores puritanos, los jefes de la antigua y primitiva democracia de Massachusetts. Éndicott, con la bandera de la cual ha arrancado el símbolo de sumisión, y Wínthrop y Sir Henry Vane y Dúdley, Haynes, Béllingham y Léverett.
—¿Por qué tenía aquel joven una mancha de sangre en su gorguera?—preguntó Miss Jóliffe.
—Porque, años después,—respondió su abuelo,—separaba el tajo de su tronco la cabeza más hábil de toda Inglaterra, en aras de la causa de la libertad.
—¿No desea vuecencia ordenar la guardia?—musitó Lord Percy, que se había reunido con otros oficiales ingleses en torno del general.—Puede haber alguna conspiración bajo toda esta mojiganga.
—¡Psh! No tenemos nada que temer,—replicó indolentemente Sir Wílliam Howe.—No puede haber traición en este asunto, sino una simple farsa, y ésta es de las más insulsas. Y aun cuando fuera hiriente y amarga, reírnos de ella sería la mejor diplomacia. Mirad, aquí viene un poco más de esta gentuza.—
Otro grupo de personajes había descendido en parte la escalera. Venía primero un venerable patriarca de barba blanca, que tentaba cuidadosamente su camino con una vara. Siguiendo sus huellas con premura y extendiendo su mano cubierta del guantelete como para coger el hombro del anciano, adelantábase una figura alta y de aspecto marcial, con casco de acero empenachado de plumas, brillante escudo y larga espada cinto, que resonaba contra los peldaños. El que venía en seguida era un hombre robusto, ataviado con traje rico y de corte, pero dejando notar al instante, sin embargo, que no era un cortesano; su marcha tenía el movimiento oscilatorio que distingue a los marinos; y habiendo tropezado por azar en la escalera, púsose iracundo súbitamente y se le oyó mascullar un juramento. Inmediatamente detrás aparecía un personaje de noble continente, con peluca rizada como la que se ve en los retratos del tiempo de la reina Anne y en otros anteriores a aquella época; y ostentando una estrella bordada en la pechera de su casaca. Mientras avanzaba hacia la puerta, saludaba a derecha e izquierda de manera muy graciosa e insinuante; pero, a diferencia de los primeros gobernadores puritanos, llegando al dintel, pareció agitar las manos con pesar.
—Mi buen doctor Byles, haced la parte del coro, os ruego,—dijo Sir Wílliam Howe.—¿Quiénes son estos ilustres varones?
—Con el permiso de vuecencia,—respondió el doctor,—éstos florecieron un poco antes de mis días; pero, sin duda, nuestro amigo el coronel ha sido uña y carne con algunos de ellos.
—Nunca vi sus rostros en vida,—dijo gravemente el coronel Jóliffe; sin embargo de que he hablado frente a frente con muchos jefes de este país, y espero aun congratular a otro antes de morir con la bendición de un anciano. Mas ahora se trata de estos personajes. Supongo que el venerable patriarca represente a Brádstreet, el último de los puritanos, gobernador allá por el año noventa, más o menos. El otro es Sir Édmund Andros, un tirano, como os lo dirá cualquier chiquillo de escuela; y de consiguiente, el pueblo le precipitó de su alto puesto para encerrarle en una prisión. Luego viene Sir Wílliam Phipps, pastor, tonelero, capitán de marina y luego gobernador. ¡Ojalá muchos de sus compatriotas se elevaran a tanta altura desde tan modesto origen! Y el último que visteis era el benigno Earl de Béllamont, que nos gobernó bajo el reinado del rey Wílliam.
—Pero ¿qué significa todo esto?—interrogó Lord Percy.
—Si fuera yo un rebelde,—dijo Miss Jóliffe a media voz,—imaginaría que se ha citado a los espectros de los antiguos gobernadores para asistir a los funerales de la autoridad real en la Nueva Inglaterra.—
Varios otros personajes aparecían en la escalera. El que venía a la cabeza del grupo tenía cierta expresión preocupada, ansiosa y casi taimada; y, a despecho de su altanería, producida indudablemente por la ambición de su espíritu y por el desempeño continuado de altos puestos, no parecía incapaz de adular a los que se encontraban superiores a él. Algunos pasos más atrás veíase un oficial de rojo y bordado uniforme, de corte tan antiguo que perfectamente podía haberse llevado en tiempo del duque de Márlborough. Su nariz tenía un tinte rubicundo que, unido al trémulo parpadeo de uno de sus ojos, bastaba para sindicarle como adorador del vino y de la alegre compañía; a pesar de lo cual se mostraba inquieto y arrojaba frecuentes miradas en derredor, como temeroso de algún peligro oculto. Venía en seguida un rollizo caballero, con casaca de paño afelpado, forrada en sedoso terciopelo; mostraba inteligencia, astucia y buen humor en su semblante y llevaba un infolio bajo el brazo; pero su aspecto era el de un hombre vejado y atormentado más allá de su paciencia y acosado de fatiga mortal. Bajó las escaleras precipitadamente, seguido por un majestuoso personaje ataviado con traje de terciopelo púrpura ricamente bordado; su porte habría sido imponente, si un penoso ataque de gota no le hubiera obligado a cojear de peldaño en peldaño con contorsiones del cuerpo y del semblante. Cuando el doctor Byles pudo contemplar esta figura en la escalera, se estremeció febrilmente; pero siguió observándole con persistencia hasta que el gotoso caballero llegó al umbral, hizo un ademán de angustia y desesperación y se desvaneció entre la obscuridad exterior, desde donde le llamaba la música funeraria.
—¡Mirad! ¡El gobernador Bélcher! ¡mi antiguo jefe, en su misma figura y vestido!—profirió jadeante el doctor Byles.—¡Esto es una burla horrible!
—Una broma enfadosa, nada más,—dijo Sir Wílliam Howe, con aire de indiferencia. Mas ¿quiénes eran los tres que le precedían?
—El gobernador Dúdley, un astuto diplomático, pero a quien sus artificios llevaron a prisión,—replicó el coronel Jóliffe.—El gobernador Shute, antiguo coronel bajo Márlborough, y a quien obligó el pueblo a salir de la provincia; y el sabio gobernador Búrnet, a quien produjo su legislatura una fiebre mortal.
—Imagino que eran unos desgraciados estos gobernadores reales de Massachusetts,—observó Miss Jóliffe.—¡Cielos! ¡Cómo se obscurece la luz!
Era un hecho ciertamente que la luz de la gran lámpara que iluminaba la escalera tornábase ahora opaca y sombría; a tal punto que varias figuras, que bajaron rápidamente y atravesaron el pórtico, más parecían sombras que personas de carne y hueso. Sir Wílliam Howe y sus invitados se mantenían en la puerta de los salones contiguos observando el progreso de este espectáculo singular, con diversas emociones de ira, desdén y terror disimulado; pero, sin embargo, con ansiosa curiosidad. Las sombras, que parecían apresurarse ahora para unirse a la misteriosa procesión, demostraban su identidad por las notables peculiaridades de su atavío o por rasgos marcados de su manera de ser, más que por la semejanza de facciones con sus prototipos. Casi invariablemente, en verdad, conservaban sus rostros ocultos en profunda sombra. Pero oíase murmurar al doctor Byles y a algunos otros caballeros, que habían conocido por largo tiempo a los gobernadores sucesivos de la provincia, los nombres de Shírley, Pównall, de Sir Francés Bérnard, y el recordado Hútchinson; confesando de aquella manera que los actores, quienesquiera que fuesen, habían conseguido representar los rasgos característicos de los verdaderos personajes en su procesión de fantasmas de gobernadores. Al desaparecer por el portal, extendían sus brazos aquellas sombras hacia la obscuridad de la noche con formidable expresión de dolor. Tras de la forma que personificaba a Hútchinson aparecía una figura marcial sosteniendo delante de su rostro un sombrero de tres picos que había retirado de su empolvada cabeza; pero las charreteras y demás insignias de su clase eran las de un oficial general; y algo en su porte recordaba a los presentes la figura de un personaje que había sido recientemente el amo de la casa provincial y de toda la comarca.
—¡La figura de Gage, tan exacta como en un espejo!—exclamó Lord Percy, palideciendo.
—¡No, por cierto!—profirió Miss Jóliffe, riendo nerviosamente;—no puede ser Gage, puesto que Sir Wílliam habría saludado en este caso a su antiguo compañero de armas. ¡Quizá no dejará pasar al próximo sin desafiarle!
—Podéis estar segura de ello, señorita mía,—respondió Sir Wílliam Howe, fijando la mirada con marcada expresión en el semblante impasible de su abuelo.—He tardado demasiado en hacer los honores a los invitados que nos abandonan. El próximo que se retire recibirá la cortesía debida.—
Un salvaje e imponente estallido de la música dejóse escuchar en este momento a través de la puerta abierta. Parecía que la procesión, que había llenado sus filas gradualmente, estuviera a punto de proseguir, y que aquel vibrante alarido de las sollozantes trompetas y el resonar de los ensordecidos a tambores fuera la señal de apresurarse para algún rezagado. Las miradas se volvieron por irresistible impulso hacia Sir Wílliam, como si fuera él a quien convocaba la imponente música para asistir a los funerales de su poder desvanecido.
—¡Mirad! ¡aquí viene el último!—murmuró Miss Jóliffe, señalando con trémulo dedo la escalera.
Presentóse una figura a las miradas, conforme iba descendiendo la escalera; aunque tan sombrío estaba el lugar de donde emergió, que algunos de los espectadores imaginaron que la misma obscuridad se había moldeado súbitamente en forma humana. Descendió la figura con paso marcial e imponente; y al llegar a los peldaños inferiores, pudo verse que era la de un hombre alto, con botas, y embozado en una capa militar que cubría su rostro hasta reunirse con el ondulante borde de un sombrero galoneado. Las facciones, de consiguiente, quedaban ocultas por completo. Pero los oficiales ingleses imaginaban haber visto antes esta capa militar y hasta reconocían el desgastado bordado del cuello, así como la dorada vaina de una espada que asomaba entre los pliegues de la capa, reflejando vívidos destellos luminosos. Además de estos pequeños detalles, había ciertos rasgos del porte y de las maneras, que incitaron a los maravillados contertulios a separar sus miradas de la embozada figura para buscar a Sir Wílliam Howe, con el propósito de verificar si no había desaparecido de improviso de en medio de ellos. Vieron entonces al general tirar de su espada, con el rostro lleno de ira sombría, y avanzar hacia la figura encapada, antes de que ésta hubiera podido avanzar un solo paso.
—¡Descubríos, villano!—gritó.—¡No pasaréis más allá!—
La figura, sin retroceder un pelo ante la espada que amenazaba su pecho, hizo una pausa solemne y bajó en seguida la capa de su rostro, pero no lo bastante para que los espectadores alcanzaran a discernirlo. Mas indudablemente Sir Wílliam Howe había visto lo suficiente. La dureza de su continente se trocó en un aire de horror, mientras retrocedía varios pasos ante la aparición, dejando caer al suelo su espada. La figura de aspecto marcial cubrió de nuevo sus facciones con la capa y prosiguió su camino; pero al llegar al umbral, y de espaldas a los espectadores, se notó que golpeaba el suelo con el pie y sacudía sus crispadas manos en el aire. Asegurábase después que Sir Wílliam Howe había repetido el mismo desesperado ademán de rabia y de pesar cuando por última vez, y como el último de los gobernadores reales, atravesó el dintel del pórtico de la casa provincial.
—¡Mirad! El cortejo avanza,—dijo Miss Jóliffe.
La música moría en la calle, y sus tristes sones vinieron mezclados con el resonar de media noche en el campanario de la antigua Iglesia del Sur, y con el estruendo de la artillería que anunciaba que el ejército sitiador de Wáshington se había atrincherado en una colina más cercana. Cuando el sonido retumbante del cañón hirió sus oídos, irguióse el anciano coronel Jóliffe en toda su altura y sonrió austeramente al general inglés.
—¿Querría vuecencia investigar algo más acerca de este misterioso espectáculo?—preguntó.
—¡Cuidado con vuestra cabeza blanca! ¡Ha estado demasiado tiempo sobre los hombros de un traidor!—exclamó ferozmente Sir Wílliam Howe, aunque sus labios temblaban.
—¡Debéis entonces apresuraros a cortarla,—replicó tranquilamente el coronel;—porque dentro de pocas horas todo el poder de Sir Wílliam Howe y todo el poder de su amo serán impotentes para hacer caer uno solo de estos cabellos grises! ¡El imperio inglés en esta provincia, está dando esta noche sus últimas boqueadas; casi es ya cadáver mientras hablo; y pienso que las sombras de los antiguos gobernadores son cortejo adecuado para el funeral!—
A estas palabras el coronel Jóliffe se arrebozó en la capa y cogiendo el brazo de su nieta, abandonó los salones donde se había celebrado el último festival que gobernadores británicos ofrecieran en la antigua provincia de la bahía de Massachusetts. Se cree que el coronel y la joven dama poseían alguna secreta inteligencia respecto del misterioso espectáculo de aquella noche. Sea como quiera, este conocimiento jamás se hizo general. Los actores de esta escena se desvanecieron en sombras más profundas aún que aquella banda de indios salvajes que arrojó a las olas la carga de los buques de te, mereciendo así ocupar un puesto en la historia, aunque sus nombres quedaran ignorados. Mas refiere la superstición, entre otras leyendas respecto de esta morada, el maravilloso concepto de que en la noche del aniversario de la derrota inglesa, los espectros de los antiguos gobernadores de Massachusetts se deslizan aun a través del pórtico de la casa provincial, y que la última de las sombras, embozada en una capa militar, pasa levantando al aire sus manos crispadas e hiriendo con sus ferradas botas los anchos peldaños de piedra con ademán febril de desesperación, y sin que se deje percibir en lo menor el ruido de sus pasos.
Cuando dejaron de oírse los verídicos acentos de la narración del anciano caballero, respiré largamente y miré en torno de la habitación, tratando de arrojar con mente enérgica un tinte de romance y de grandeza histórica sobre las realidades de la escena. Pero mi olfato percibía la fragancia del humo del cigarro que el narrador había emitido en grandes nubes, visible emblema, me figuro, de la nebulosa obscuridad de su relato. Además, mi exuberante fantasía se distrajo con el repiqueteo de la cuchara en un vaso de ponche de whisky que Mr. Thomas Waite preparaba para un consumidor. Tampoco contribuía en mucho a la apariencia pintoresca de los muros ensamblados, la pizarra de la diligencia de Bróokline que pendía allí en vez del escudo armorial de algún gobernador de antiguo linaje. Un mayoral, sentado cerca de una de las ventanas y leyendo un diario de a centavo, el Times de Boston, ofrecía también un aspecto muy poco adecuado para reproducirse entre fotografías de “tiempos de Boston,” de setenta o cien años ha. En el hueco de la ventana había un paquete muy bien envuelto en papel obscuro, cuya dirección tuve la trivial curiosidad de leer: “Miss Susan Huggins, Province House.” Alguna linda camarera, indudablemente. En verdad, es labor terriblemente ardua querer arrojar el encanto de la pátina de antigüedad sobre localidades con las cuales tenga algo que ver el mundo viviente y los días que se deslizan apresuradamente sobre nuestras cabezas. Sin embargo, al contemplar la magnificente escalera, por la cual descendió la procesión de viejos gobernadores, y atravesar el venerable portal en el que su fantasma me había precedido, me llenó de gozo la conciencia de sentir un estremecimiento de pavor. Entonces, lanzándome por el estrecho pasillo abovedado, unos cuantos pasos me transportaron de nuevo en medio de la densa multitud de la calle de Wáshington.
El antiguo y tradicional contertulio de la Casa Provincial estuvo presente en mis recuerdos desde la mitad del verano hasta el mes de enero. Una tarde desocupada de invierno resolví hacerle otra visita, confiando en que le encontraría como de costumbre en el rincón más cómodo de la cantina, y creyendo, de otro lado, hacer obra meritoria para mi país al sacar del olvido cualquier otro hecho desconocido de la historia. La noche era cruda y fría, y volvíase casi borrascosa por efecto de una ráfaga de viento que soplaba a lo largo de la calle de Wáshington, haciendo que las luces de gas flotaran y vacilaran dentro de los faroles. Apresurábame en mi camino, mientras mi fantasía se ocupaba de comparar el aspecto presente de la calle con el que asumía probablemente cuando los gobernadores ingleses habitaban la mansión hacia la cual me dirigía. Los edificios de ladrillo eran escasos en aquellos tiempos, hasta que estalló una sucesión de incendios destructores, barriendo una y otra vez las casas y depósitos de madera de uno de los barrios más populosos de la ciudad. Las construcciones se hacían entonces aisladas e independientes, sin encerrar como ahora su existencia particular en hileras seguidas, con fachada de similitud fatigante; sino ostentando cada una, por el contrario, ciertos rasgos originales, como si el gusto individual de su propietario las hubiera delineado, y ofreciendo un conjunto de pintoresca irregularidad: pérdida que no puede compensarse con ninguno de los atractivos de nuestra arquitectura moderna. Este espectáculo, revelándose confusamente acá y allá a las miradas, a los rayos de alguna vela de sebo, que se filtraban bajo las pequeñas hojas de las diseminadas ventanas, formaba sombrío contraste con la calle tal como aparecía en aquel momento, con las luces de gas brillando de esquina a esquina, y con sus tiendas resplandecientes que arrojaban claridad diurna a través de las grandes vidrieras de cristal.
Mas volviendo hacia arriba las miradas, encontraba el mismo cielo obscuro y nebuloso que mostraba en otros tiempos su faz ceñuda a los habitantes de la época colonial. Las ráfagas invernales tenían el mismo silbido familiar a sus oídos. La antigua Iglesia del Sur lanzaba igualmente al espacio su viejo chapitel, que se perdía en la obscuridad entre el cielo y la tierra; y en tanto que yo pasaba, el mismo reloj que había advertido a tantas generaciones lo transitorio de esta existencia, me habló también pausada y sonoramente de esta misma filosofía tan olvidada. “Las siete solamente,” pensé. “Las leyendas de mi viejo amigo matarán apenas el tiempo entre esta hora y la de acostarse.”
Atravesando el estrecho pasillo, crucé el patio cuyo cercado recinto era visible a merced de una linterna colocada sobre el pórtico de la Casa Provincial. Entrando en la cantina, encontré como esperaba al viejo escudriñador de tradiciones, sentado ante un magnífico fuego de antracita, y lanzando nubes de humo de un enorme cigarro. Me reconoció con evidente satisfacción, debido a las raras cualidades de oyente atento que me hacen invariablemente el favorito de las damas y caballeros de edad, con propensiones narrativas. Acercando una silla al lado del fuego, pedí al hostelero que nos favoreciera a cada cual con un vaso de ponche de whisky, que fué prontamente servido, y se nos trajo arrojando su caliente vaho, con una raja de limón al fondo, una capa de oporto rojo obscuro en la superficie y su correspondiente polvillo de nuez moscada espolvoreado sobre el conjunto. Cuando levantamos nuestros vasos al mismo tiempo, mi amigo, el de las leyendas, se presentó como el señor Bela Tíffany; siendo para mí motivo de regocijo su exótico nombre, pues que daba a su figura y carácter cierta especie de individualidad, a mi entender. La bebida actuó como un disolvente en la memoria del viejo caballero, que fluyó innumerables cuentos y tradiciones, anécdotas de famosos personajes ya difuntos, y rasgos de costumbres antiguas, tan infantiles algunas como cantinela de nodrizas, y dignas otras de la pluma de un grave historiador. Nada me hizo más impresión que la historia de un cuadro negro y misterioso que pendía en aquellos tiempos en una de las habitaciones de la Casa Provincial, justamente sobre la pieza en que nos encontrábamos. La siguiente versión del hecho es tan correcta como la que verosímilmente podría obtener el lector de cualquiera otra fuente; aunque posee además, en verdad, cierto tinte novelesco que se acerca a lo maravilloso.
En uno de los salones de la casa provincial conservábase desde largo tiempo atrás un antiguo cuadro, de marco tan negro como el ébano, y cuya tela estaba tan obscura, por efecto de los años, el humo y la humedad, que no era posible distinguir una sola pincelada del artista. El tiempo había arrojado su velo impenetrable sobre aquel cuadro, dejando a la fábula, las conjeturas y la tradición, el trabajo de decir lo que alguna vez reflejó su lienzo. Durante la administración sucesiva de muchos gobernadores había colgado, por derecho propio e indiscutible, sobre la chimenea de la misma habitación; y continuaba todavía allí cuando el teniente gobernador Hútchinson asumió el mando de la provincia, a la separación de Sir Francis Bérnard.
El teniente gobernador hallábase una tarde sentado en su majestuoso sillón, descansando la cabeza en el tallado espaldar y mirando pensativo la vacua obscuridad del cuadro. No era tiempo oportuno, sin embargo, para esta inactiva contemplación, ya que asuntos de importancia trascendental requerían la decisión del gobernador; pues acababan de recibirse nuevas del arribo de una flota inglesa conduciendo tres regimientos de Hálifax para dominar la insubordinación del pueblo, y dicha tropa aguardaba la venia del gobernador para ocupar la fortaleza y la torre de Castle Wílliam. Mas, en lugar de estampar su firma en la orden oficial, permanecía sentado el teniente gobernador, examinando tan intensamente la negra vacuidad de la tela, que su continente atrajo la atención de dos jóvenes que le acompañaban. Uno de ellos, que vestía uniforme militar de ante, era su pariente, Francis Lincoln, capitán provincial de Castle Wílliam; la otra, sentada a su lado en un taburete bajo, era Alice Vane, su sobrina predilecta.
Vestía completamente de blanco; era una pálida y etérea criatura que, aun cuando nacida en la Nueva Inglaterra, se había educado fuera del país, y parecía no sólo una extranjera de lejanas tierras sino un ser de un mundo diferente. Varios años, hasta que quedó huérfana, había habitado con su padre la risueña Italia y adquirido allí un gusto delicado y una afición por la escultura y la pintura, que encontraba muy pocas satisfacciones en las moradas poco elegantes de la burguesía colonial. Decíase que las producciones de su lápiz manifestaban un talento superior, aunque la ruda atmósfera de la Nueva Inglaterra hubiera tal vez coartado sus impulsos, obscureciendo los brillantes tonos de su fantasía. Observando la persistente mirada de su tío clavada en el cuadro y tratando de descubrir a través de la bruma de los años el argumento desarrollado en el lienzo, su curiosidad se sintió excitada.
—¿Se sabe, querido tío—interrogó la joven,—lo que representaba este cuadro en otro tiempo? Quizá si pudiera restaurarse, encontraríamos que es la obra maestra de algún gran artista. ¿Por qué, si no, habría ocupado tanto tiempo este sitio preferente?
Como no contestó de pronto el tío, contra su costumbre, porque siempre se mostraba tan complaciente a los caprichos y fantasías de Alice como si hubiera sido su propia hija bien amada, el joven capitán tomó a su cargo la respuesta.
—Este negro y viejo cuadrado de lienzo, mi bella prima,—dijo,—ha venido heredándose en la casa provincial desde tiempo inmemorial. En cuanto al artista, nada sé decir; pero si ha de creerse la mitad de las historias que circulan acerca de este cuadro, ninguno de los grandes maestros italianos ha producido jamás obra de arte tan maravillosa como la que tenéis delante.—
Y el capitán Lincoln comenzó a relatar algunas de las extrañas fábulas y fantasías que se contaban respecto del viejo cuadro, las mismas que, vista la imposibilidad de refutarlas con demostraciones positivas, se habían convertido en populares artículos de fe. Una de las más extravagantes y, a la vez, más acreditadas versiones, aseguraba que el cuadro era el retrato auténtico y original de Satanás en persona, tomado en una reunión de brujos y brujas, que fueron juzgados en pleno tribunal. Afirmábase igualmente que un espíritu o demonio familiar habitaba tras de la negrura del cuadro y había aparecido en momentos de calamidad pública a más de uno de los gobernadores reales. Shírley, por ejemplo, había sido testigo de esta ominosa aparición la víspera de la vergonzosa y sangrienta derrota al pie de los muros de Ticonderoga. Muchos domésticos de la casa provincial habían percibido una torva faz que les observaba, en el crepúsculo matutino o vespertino o en la obscuridad de la noche, mientras avivaban el fuego que chisporroteaba abajo en el hogar; pero, si alguno era suficientemente intrépido para acercar una antorcha al lienzo, aparecía éste tan negro e indescifrable como siempre. El habitante más anciano de Boston recordaba que su padre—en cuyos días el retrato no se había borrado aún del todo—consiguió mirarlo una vez; pero nunca permitió que le interrogaran acerca del rostro que estaba allí representado. En relación con estas historias era curioso observar que sobre la parte superior del marco había algunos pedazos destrozados de seda negra, indicando que un velo había cubierto el retrato hasta que la pátina de los años lo ocultó por completo a las miradas. Pero, después de todo, la parte más original del asunto consistía en que tantos pomposos gobernadores de Massachusetts, hubieran permitido que el ennegrecido cuadro permaneciera en el salón de estado de la casa provincial.
—Algunas de estas historias son terribles en realidad,—observó Alice Vane, que se había estremecido a veces y sonreído otras, mientras su primo las relataba.—Casi sería mejor arrancar el negro lienzo, puesto que la pintura original nunca será tan formidable como aquellas que forja la fantasía.
—Pero, ¿sería posible—preguntó su primo,—devolver a esta obscura tela sus prístinos colores?
—Ese arte se conoce en Italia,—dijo Álice.—
El teniente gobernador había vuelto de su abstracción y escuchaba sonriendo la conversación de sus jóvenes parientes. Sin embargo, su voz tenía un timbre peculiar cuando hizo la explicación del misterio.
—Siento mucho, Álice, destruir tu fe en las leyendas a que eres tan aficionada,—observó;—pero mis investigaciones de anticuario me han hecho conocer hace largo tiempo el tema de este cuadro, si cuadro hemos de llamarle; el cual no es ya visible, ni lo será jamás, como jamás ha de verse de nuevo el rostro del hombre a quien representaba, enterrado largos años ha. Era el retrato de Édward Rándolph, fundador de esta casa, y personaje famoso en la historia de la Nueva Inglaterra.
—¿De aquel Édward Rándolph,—exclamó el capitán Lincoln,—que obtuvo la revocación de la primera carta constitucional de la provincia, bajo la cual nuestros antecesores habían gozado privilegios casi democráticos?
—Era el mismo Rándolph,—respondió Hútchinson, removiéndose inquieto en su silla.—¡Fué su destino saborear la amargura del odio popular!
—Nuestros anales refieren,—continuó el capitán de Castle Wílliam,—que las maldiciones del pueblo siguieron dondequiera a ese Rándolph, causándole daño en todos los acontecimientos posteriores de su vida, y mostrándose aún en cierta manera estos mismos efectos en las circunstancias de su muerte. Dicen también que la oculta pesadumbre de esta maldición hizo mella igualmente en su exterior, y podía percibirse en el semblante, horrible de mirar, de este hombre infortunado. Si esto era verdad, y el cuadro representaba verdaderamente su aspecto, es obra misericordiosa esta negra nube que se ha aglomerado sobre el retrato.
—Estas tradiciones son absurdas para quien, como yo, ha experimentado el escaso fondo de verdad que existe en todas ellas,—dijo el teniente gobernador.—Con respecto a la vida y carácter de Édward Rándolph, se ha dado implícita fe al doctor Cotton Máther, quien (debo decirlo, aunque algo de su sangre corra por mis venas) ha llenado nuestra historia primitiva de cuentos de viejas, tan fantásticos y extravagantes como los de Grecia o los de Roma.
—Y sin embargo,—murmuró Álice Vane—¿no tienen acaso su moral aquellas fábulas? Imagino que si era tan espantoso el rostro de este retrato, habría alguna razón para que permaneciera tan largo tiempo colocado en una habitación de la casa provincial. Cuando los gobernadores olvidan sus responsabilidades, sería bien que algo les recordara el horrible peso de la maldición de todo un pueblo.—
El teniente gobernador se estremeció y miró por un momento a su sobrina, como si las juveniles fantasías de Álice respondieran a algún sentimiento oculto en su pecho, que toda su política y sus principios no habían podido dominar completamente. Sabía, es verdad, que la joven, a despecho de su educación extranjera, alimentaba las simpatías de raza de cualquier muchacha de la Nueva Inglaterra.
—¡Silencio, necia chiquilla!—profirió al fin, más ásperamente de lo que jamás se dirigiera a la gentil Álice.—La censura de un rey es más terrible que el clamor de una salvaje y descarriada muchedumbre. Capitán Lincoln, está decidido. Las tropas reales ocuparán la fortaleza de Castle Wílliam. Los dos regimientos restantes se alojarán en la ciudad o acamparán en terrenos comunales. Es tiempo ya, después de tantos años turbulentos y casi de rebelión, que el gobierno de su majestad tenga un muro de fuerza para resguardarlo.
—¡Confiad, señor, confiad todavía un poco más en la lealtad del pueblo,—repuso el capitán.—No le enseñéis que puede estar con los soldados ingleses en otros términos que en los de la fraternidad más cordial, como cuando peleaban juntos en la guerra francesa. No convirtáis en campamento las calles de vuestra ciudad natal. ¡Pensadlo dos veces, antes de entregar a otras manos, que no sean las de los verdaderos naturales de la Nueva Inglaterra, el viejo Castle Wílliam, llave de la provincia!
—Joven, está decidido,—repitió Hútchinson, levantándose de su silla.—Un oficial estará de servicio esta noche para recibir las instrucciones necesarias para el acuartelamiento de las tropas. Vuestra presencia será también necesaria. ¡Hasta entonces, adiós!—
A estas palabras el teniente gobernador abandonó precipitadamente la habitación, mientras Álice y su primo seguían lentamente, conversando bajito y deteniéndose de vez en cuando para lanzar una ojeada al misterioso cuadro. El capitán de Castle Wílliam pensaba que el aire y continente de la joven podía compararse al que se atribuye a uno de aquellos espíritus fabulosos, hadas o personajes de la mitología antigua, que intervienen a veces en los asuntos de los mortales, mitad por capricho, mitad por un sentimiento de simpatía hacia la desgracia o la felicidad humana. Mientras sostenía el capitán la puerta abierta para que pasara Álice, hizo ella un signo con la cabeza al cuadro y sonrió.
—¡Preséntate, sombría y diabólica figura!—exclamó.—¡Tu hora ha llegado!—
Aquella noche se hallaba el teniente gobernador Hútchinson en la misma habitación donde tuvo lugar la escena que hemos narrado, rodeado de varias personas a quienes reunían diversos intereses. Encontrábanse allí los consejeros municipales de Boston, sencillos patriarcas, padres del pueblo y personificaciones admirables de los antiguos colonos puritanos, cuya energía austera imprimió tan hondo sello al carácter de la Nueva Inglaterra. Contrastando con ellos, veíase uno o dos miembros del consejo, ricamente ataviados con las blancas pelucas, las casacas bordadas y otras magnificencias de aquella época, y haciendo en cierto modo ostentación del ceremonial cortesano. Un mayor del ejército inglés, aparentemente de guardia, esperaba las órdenes del teniente gobernador para el desembarque de las tropas, que aun permanecían a bordo de los transportes. El capitán de Castle Wílliam se mantenía junto a la silla de Hútchinson, con los brazos cruzados y mirando con altanería al oficial inglés que pronto iba a reemplazarle en su puesto. Sobre una mesa colocada en el centro de la habitación había un candelabro de plata, cuyas seis bujías arrojaban su resplandor sobre un papel listo aparentemente para la firma del teniente gobernador.
Disimulada en parte entre los voluminosos pliegues de las cortinas de una de las ventanas, podía percibirse la blanca drapería de un vestido de mujer. Parecerá extraño que Álice Vane se encontrara allí en tales momentos; pero había algo tan infantil y caprichoso en su carácter original que siempre se apartaba de las reglas acostumbradas, que su presencia no sorprendió a los pocos que llegaron a notarla. En aquel momento, el presidente del municipio dirigía al teniente gobernador una larga y solemne arenga, protestando contra la introducción de tropas inglesas en la ciudad.
—Y si vuestro honor,—concluyó este excelente aunque enojoso anciano,—estima conveniente insistir en que espadachines y mosqueteros mercenarios sienten sus reales en nuestros barrios tranquilos, ¡que la responsabilidad de esta decisión no caiga sobre nuestras cabezas! ¡Pensad, señor, mientras es tiempo todavía, que si llega a derramarse una sola gota de sangre, será una mancha eterna sobre la memoria de vuestro honor! Habéis escrito, señor, con hábil pluma las hazañas de nuestros abuelos. De consiguiente, sería muy de desear que merezcáis a vuestro turno honrosa mención como verdadero patriota y recto gobernador cuando vuestros hechos sean consignados en la historia.
—No soy insensible, mi buen señor, al deseo natural de ocupar un alto puesto en los anales de mi país,—replicó Hútchinson, dominando su impaciencia hasta convertirla en cortesía;—ni conozco método mejor para alcanzar este fin que contrarrestar el pasajero espíritu de malevolencia que, con perdón vuestro, parece haber atacado a hombres aun más ancianos que yo. ¿Me aconsejaríais que aguarde hasta que la multitud asalte la casa provincial, como lo hicieron con mi casa particular? ¡Creedme, señor, puede llegar el tiempo en que os sintáis felices de buscar refugio bajo la bandera real, que tanto disgusto os causa ahora ver izar!
—Sí;—agregó el mayor inglés que aguardaba con impaciencia las órdenes del teniente gobernador.—Los demagogos de esta provincia han evocado al diablo y no pueden ahora deshacerse de él. Nosotros los exorcizaremos en el nombre de Dios y en el del rey.
—Si mezcláis al diablo en el asunto, ¡cuidado con sus garras!—replicó el capitán de Castle Wílliam, molesto por la burla que se hacía de sus compatriotas.
—Con perdón vuestro, mi joven señor,—dijo el venerable consejero,—no permitáis que un espíritu pernicioso inspire vuestras palabras. Lucharemos contra el opresor con ayunos y oraciones, como hubieran hecho nuestros antecesores. Pero también como ellos nos someteremos a la suerte que a la sabia Providencia plazca enviarnos, después de haber agotado nuestros mayores esfuerzos para remediarla.
—¡Ya asoman las garras del diablo!—murmuró Hútchinson, que comprendió perfectamente la naturaleza de esta puritana sumisión.—Este asunto se resolverá inmediatamente. Cuando haya un centinela en cada esquina y una guardia de corte delante de la casa consistorial, cualquier gentilhombre leal podrá aventurarse a salir. ¿Qué puede importarme el vocerío del populacho de esta remota provincia del reino? ¡El rey es mi señor y la Inglaterra es mi patria! Sostenido por la fuerza armada, sentaré el pie sobre la canalla, y la desafiaré!—
Cogió una pluma y estaba a punto de estampar su firma en el papel que yacía sobre la mesa cuando el capitán de Castle Wílliam colocó una mano en su hombro. La libertad de aquel acto, tan contrario al ceremonioso respeto que se consideraba entonces debido a la categoría y a la dignidad, despertó sorpresa general, mucho mayor en el mismo gobernador que en cualquier otro de los circunstantes. Al levantar la vista encolerizado, observó que su joven pariente señalaba con el dedo el muro opuesto. La mirada de Hútchinson siguió la dirección indicada, y vio algo que había pasado antes inadvertido a sus ojos: una cortina de seda negra suspendida sobre el misterioso cuadro, al que ocultaba por completo. Su pensamiento voló inmediatamente a la escena de la tarde precedente; y en su sorpresa y en el tumulto de emociones indefinidas que se apoderaban de su espíritu, entre las cuales adivinaba que su sobrina tenía alguna parte en tal fenómeno, llamóla en alta voz:
—¡Álice! ¡Ven acá, Álice!—
Apenas había pronunciado estas palabras cuando Álice, deslizándose de su sitio con rapidez y cubriéndose los ojos con una mano, descorrió con la otra la obscura cortina que ocultaba el retrato. Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los espectadores; mientras la voz del teniente gobernador tenía un timbre de horror.
—¡Por el cielo!—murmuró con voz baja y reconcentrada, hablando más bien consigo mismo que con los que le rodeaban;—si el espíritu de Édward Rándolph apareciera entre nosotros desde la región del tormento no llevaría seguramente más visibles en su rostro los terrores del infierno!
—Con algún fin especial,—dijo solemnemente el anciano consejero,—ha hecho desaparecer la Providencia el velo que ocultaba tanto tiempo esta espantosa efigie. ¡Hasta este momento nadie había podido ver lo que nosotros contemplamos!—
Dentro del antiguo cuadro, que hacía tan poco tiempo encerraba solamente una tela negra y vacua, aparecía ahora una figura, todavía obscura es verdad, en sus sombras y matices, pero destacándose en poderoso relieve. Era el retrato de un caballero con barba, vistiendo rico traje antiguo de terciopelo bordado, con ancha gorguera, y llevando un sombrero cuyo ancho borde sombreaba su frente. Bajo esta sombra los ojos tenían un brillo peculiar, casi de persona viviente.
Resaltaba la figura tan distintamente sobre el fondo, que hacía el efecto de una persona mirando desde el muro a los atónitos y despavoridos espectadores. A ser posible describir con palabras la expresión del rostro, diríase que era la de algún desgraciado, sorprendido en algún crimen repugnante y expuesto al odio acerbo, a la burla y al vergonzoso escarnio de una multitud que le rodease. Veíase la lucha de la altanería, vencida y subyugada por el peso opresor de la ignominia. La tortura del alma se revelaba plenamente en el semblante. Parecía que el retrato, oculto tras la nube de los años, hubiera ido adquiriendo expresión más lúgubre e intensa hasta dejarse ver de nuevo, arrojando su fatídico augurio sobre la hora presente. Tal era, si hemos de dar crédito a la leyenda, el retrato de Édward Rándolph cuando la maldición popular había impreso su nefasto sello en la personalidad del gobernador.
—¡Este espantoso rostro me enloquecerá!—dijo Hútchinson que parecía fascinado por aquella contemplación.
—¡Tened cuidado entonces!—murmuró Álice.—Él atropelló los derechos del pueblo. ¡Mirad su castigo, y evitaos un crimen semejante!—
El teniente gobernador tembló por un instante; mas apelando a toda su energía, que no era, sin embargo, uno de sus caracteres predominantes, consiguió librarse del hechizo que se desprendía del semblante de Rándolph.
—¡Niña!—exclamó riendo acerbamente y volviéndose hacia Álice,—¿has hecho uso de tu talento en la pintura, de tu intrigante espíritu italiano, de tus golpes de efecto escénicos, pretendiendo ejercer alguna influencia con artificios tan triviales sobre el consejo del gobernador y tratándose del interés de las naciones? ¡Mira!
—¡Deteneos un instante más,—dijo el consejero, mientras Hútchinson cogía de nuevo la pluma;—pues si algún mortal recibió jamás una advertencia de parte de un alma atormentada, vuestro honor es ese hombre!
—¡Basta!—repuso Hútchinson ferozmente.—Aun cuando aquella misma figura insensible me gritara, “¡deténte!,” no me conmovería.—
Y arrojando una torva mirada de desafío al retrato, que parecía expresar en aquel momento con mayor intensidad que nunca todo el horror de su miseria, rasgueó sobre el papel, con caracteres que demostraban hallarse empujado por la desesperación, el nombre de Thomas Hútchinson. En seguida se estremeció, dicen, como si esta firma hubiera sido su condenación eterna.
—¡Está hecho!—dijo; y colocó una mano delante de sus ojos.
—¡Quiera Dios perdonar este acto!—dijo Álice Vane, con voz suave y triste, como la de un espíritu bueno al huir muy lejos.
Al día siguiente circulaba entre la servidumbre de la casa un rumor persistente que se extendió por toda la ciudad, asegurando que el negro y misterioso retrato se había desprendido del muro y hablado frente a frente con el teniente gobernador Hútchinson. Si tal milagro se verificó, no quedaron trazas del suceso; pues nada pudo percibirse dentro del negro marco sino la nube impenetrable que le cubría desde el tiempo que era posible recordar. Si verdaderamente apareció la figura, había huído luego como un espíritu, al romper el día, ocultándose tras un siglo de tinieblas. Lo más probable es que el secreto de Álice para restaurar los colores del cuadro, había tenido solamente resultados pasajeros. Pero todos aquellos que pudieron contemplar en ese breve intervalo el espantoso rostro de Édward Rándolph, no deseaban repetición del espectáculo, y siempre temblaban más tarde al recordar aquella escena, como si hubiera sido el mismo espíritu del mal quien apareció ante sus miradas. En cuanto a Hútchinson, cuando llegó su última hora, allá lejos, sobre el océano, jadeante y sin respiración, quejábase de que se ahogaba en la sangre de los asesinatos de Boston; mientras Francis Lincoln, el antiguo capitán de Castle Wílliam, que se encontraba junto a su lecho de muerte, podía notar en el extravío de su mirada cierta expresión semejante a la de Édward Rándolph. ¿Sintió acaso su destrozado espíritu, en aquella hora suprema, el tremendo peso de la maldición de un pueblo?
A la terminación de esta milagrosa leyenda, pregunté a mi huésped si el cuadro se conservaba todavía en la habitación que estaba encima de nuestras cabezas; pero Mr. Tíffany me informó de que había sido retirado de allí hacía largo tiempo, y se suponía que estaba disimulado en cualquier rincón extraviado del Museo de la Nueva Inglaterra. Quizá si algún curioso anticuario pueda dar alguna luz sobre el asunto y, ayudado Mr. Hóworth, el reparador de cuadros, llegue a producir una prueba no del todo innecesaria con respecto a la autenticidad de los hechos arriba relatados. Durante el curso de esta historia, se había preparado una tempestad, que estalló con tanto estrépito y violencia tal, en la parte alta de la casa provincial, que parecía que todos los antiguos gobernadores y grandes hombres estuvieran alborotando arriba, mientras el señor Bela Tíffany murmuraba de ellos abajo. En el transcurso de las generaciones, cuando mucha gente ha vivido y muerto en una vieja casa, el silbido del viento colándose a través de sus grietas y el crujido de sus vigas y cabrios, semejan extraordinariamente el tono de la voz humana, o carcajadas, o pasos pesados hollando las desiertas habitaciones. Es como si revivieran los ecos de media centuria. Estos mismos fantásticos sonidos repercutían y murmuraban en nuestros oídos, cuando me despedí del círculo formado en torno del fuego de la casa provincial, y bajando los peldaños del pórtico, me dirigí a mi morada luchando contra una violenta tempestad de nieve.
DICKON!—gritó Mamá Rigby,—¡fuego para mi pipa!—
La vieja señora tenía la pipa en la boca cuando decía estas palabras. Las había lanzado después de llenarla de tabaco, sin tratar de encenderla en el hogar donde, en realidad, no había huellas de que se hubiera encendido fuego aquella mañana. Sin embargo, tan pronto como hubo dado la orden, brotó un rojo intenso en el hueco de la pipa y una bocanada de humo de los labios de Mamá Rigby. Nunca pude descubrir de dónde vino el fuego, ni qué mano invisible lo hizo encenderse allí.
—¡Bien!—dijo Mamá Rigby, con una inclinación de cabeza.—¡Gracias, Dickon! Ahora hagamos el espantajo. Quedad al alcance de la voz, Dickon, por si os necesito otra vez.—
Apenas amanecía; pero la buena mujer había madrugado aquella mañana con el objeto de hacer un espantajo que quería colocar en su sementera de maíz. Era la última semana de mayo, y ni los cuervos ni los mirlos habían descubierto aún las pequeñas hojas verdes y enrolladas del maíz que comenzaba justamente a brotar de la tierra. Así, había resuelto fabricar un espantajo que pareciera vivo por todos sus lados y terminarlo inmediatamente de pies a cabeza, de manera que comenzara aquella misma mañana sus deberes de centinela. Ahora bien; Mamá Rigby era, como todos sabemos, una de las brujas más hábiles y poderosas de la Nueva Inglaterra y podía hacer, en consecuencia, con muy pequeño esfuerzo, un espantajo suficientemente horrible para aterrorizar al mismísimo ministro de la iglesia protestante. Pero, habiendo despertado aquella mañana con disposición de espíritu extraordinariamente placentera, suavizada todavía más por su pipa de tabaco, resolvió producir algo fino, hermoso y espléndido, de preferencia a lo horrible y espantoso.
“No quiero colocar un duende grosero en mi propio campo de maíz y casi a mis puertas,” díjose a sí misma, lanzando una bocanada de humo; “podría hacerlo si quisiera, pero estoy cansada de cosas maravillosas y esta vez me quedaré dentro de los límites de la vida ordinaria, en obsequio a la variación. Además, no hay necesidad de espantar a los chiquillos a una milla a la redonda, aunque yo sea, como ellos dicen, bruja de verdad.”
Quedó sentado, de consiguiente, en la mente de Mamá Rigby, que el espantajo representaría un caballero elegante de la época, hasta donde lo permitieran los materiales de que podía disponer. Quizá será oportuno enumerar los principales artículos que entraron en la composición de la figura.
El más importante de todos indudablemente, aunque llegaba a apreciarse muy poco, era cierto palo de escoba en que Mamá Rigby había dado muchos nocturnos paseos aéreos a la media noche, y el cual servía ahora de columna vertebral al espantajo, o de espinazo, hablando en términos vulgares. Uno de los brazos estaba constituído por un mayal, inútil ahora, que acostumbraba manejar el buen Rigby antes de que su esposa le enviara fuera de este pícaro mundo; el otro, si no me equivoco, estaba compuesto del cabo de una escoba el travesaño roto de una silla, atados fuertemente a la altura del codo. En cuanto a las piernas, la derecha era el mango de un azadón y la izquierda un palo cogido en la miscelánea confusa del montón de maderas. Los pulmones, estómago y demás cosas por el estilo eran nada menos que un saco de harina relleno de paja. Tenemos así el esqueleto y la individualidad entera del espantajo, con excepción de la cabeza; la cual se suplió admirablemente con una calabaza seca y arrugada, donde abrió Mamá Rigby dos huecos para los ojos y una abertura para la boca, dejando que cierta azulada prominencia hiciera en el centro las veces de nariz. El conjunto constituía realmente un semblante del todo respetable.
“He visto muchos rostros peores sobre hombros humanos, seguramente,” pensó Mamá Rigby. “Y más de un fino caballero tiene cabeza de calabaza, lo mismo que mi espantajo.”
Pero en este caso los vestidos debían hacer al hombre. Así, la buena anciana cogió de una percha una casaca antigua color ciruela, hecha en Londres, y con restos de bordado en las costuras, puños, solapas de las faltriqueras y ojales; pero lamentablemente usada y descolorida, remendada en los codos, rasgada en los faldones y completamente raída. En la solapa izquierda veíase un agujero redondo, producido quizá por alguna placa nobiliaria arrancada violentamente, o por el corazón ardiente de alguno de los posesores de la prenda que la hubiera chamuscado. Los vecinos aseguraban que esta rica vestimenta pertenecía al guardarropa del Hombre Negro, quien la conservaba en la casa de Mamá Rigby por la comodidad de vestirse allí siempre que quería presentarse de gran parada a la mesa del gobernador. Para completar el atavío había un amplio chaleco de terciopelo, bordado primitivamente con follaje de dorado tan brillante como las hojas de arce en octubre, pero que se había apagado ya casi del todo sobre el terciopelo. Venía en seguida un par de calzas color escarlata, llevadas alguna vez por el gobernador francés de Loúisbourg, y cuyas rodillas habían tocado los escalones inferiores del trono de Louis el Grande. El francés regaló estas calzas a un indio curandero quien las dió a la vieja bruja a cambio de un vaso de aguardiente en una de sus danzas en la selva. Además, sacó Mamá Rigby un par de medias de seda y las calzó en las piernas del espantajo donde aparecían como una fantasía, mostrando la realidad de los palos al dejar percibir dolorosamente la madera a través de los agujeros. Colocó, por último, la peluca de su amado esposo en el pelado cráneo de la calabaza, y completó el conjunto con un empolvado sombrero de tres picos adornado con las más largas plumas de cola de gallo que se pudiera imaginar.
Tan luego que la vieja hubo terminado, colocó esta figura en un rincón de su cabaña, riendo al observar el amarillo rostro del espantajo con la pequeña naricilla picaresca levantada al aire. Tenía un cómico aspecto de satisfacción de sí mismo y parecía decir: “¡Pero, venid a admirarme!”
“¡Y es un hecho que sois digno de que se os admire!” murmuró Mamá Rigby, llena de maravilla ante su obra. “He fabricado muchos muñecos desde que soy bruja, pero se me figura que éste es el mejor de todos. Casi es demasiado magnífico para espantajo. Y ahora, llenaré primero mi pipa con tabaco fresco y lo llevaré en seguida a la sementera de maíz.”
Mientras llenaba su pipa, seguía mirando la anciana con cariño casi maternal al espantajo en su rincón. A decir verdad, sea casualidad o destreza, o quizá sólo hechicería, había algo maravillosamente humano en la ridícula figura acicalada con su harapiento esplendor, y que parecía arrugar su amarillo semblante en una mueca de curiosa expresión entre desdén y regocijo, como si comprendiera que representaba en sí misma una burla a la humanidad. Mientras más la contemplaba Mamá Rigby, más satisfecha se hallaba de su labor.
—¡Dickon!—gritó imperiosamente—¡fuego otra vez para mi pipa!—
Apenas había terminado, cuando apareció como antes una brasa enrojecida sobre el tabaco. Mamá Rigby aspiró una larga bocanada y la exhaló después hacia el rayo de luz matinal que luchaba por atravesar las empolvadas vidrieras de la ventana de su cabaña. Gustábale saborear su pipa con una brasa del fuego de la chimenea de donde había sido arrancado. Pero no puedo decir dónde estaba tal chimenea, ni quien aportaba el fuego, salvo aquel invisible mensajero que parecía responder al nombre de Dickon.
“Este muñeco,” pensaba Mamá Rigby, con los ojos fijos en el espantajo, “es trabajo demasiado artístico para dejarlo todo el verano en un campo de maíz espantando a los cuervos y a los mirlos. Es capaz de algo mejor. ¡Vaya que he danzado muchas veces con figuras más ridículas, cuando escaseaban las parejas en nuestras reuniones de hechicería en los bosques! ¿Qué sucederá si le dejo buscarse la vida entre los demás hombres de paja y gente vacía que andan alborotando por el mundo?”
La vieja bruja aspiró tres o cuatro bocanadas de humo de su pipa y sonrió.
“¡Encontrará una multitud de semejantes en cada esquina!” continuó. “Bien; no intento meterme hoy en brujerías, más allá de lo que dure mi pipa; pero soy maga y lo seré y de nada sirve querer disimularlo. ¡Haré un hombre de mi espantajo, siquiera sea por el placer de pegar un petardo!”
Mientras murmuraba estas palabras, Mamá Rigby retiró la pipa de su boca y la arrojó en la abertura que hacía de tal en el rostro de calabaza del espantajo.
—¡Fuma, querido mío, fuma!—dijo.—¡Fuma, elegante mozo! ¡tu vida depende de ello!—
Era indudablemente una exhortación original, dirigiéndose a un paquete de palos, paja y vestidos viejos, sin nada mejor que una arrugada calabaza por cabeza, como sabemos bien que estaba formado el espantajo. Sin embargo, debemos recordarlo muy especialmente, Mamá Rigby era una bruja de singular habilidad y poder; y teniendo presente este hecho, no habrá nada increíble en los notables incidentes de nuestra historia. A la verdad, la dificultad mayor quedará vencida al punto, si logramos llegar a la creencia de que tan pronto como la vieja le ordenó fumar, brotó una bocanada de humo de la boca del espantajo. Fué seguramente una bocanada muy ligera; pero a ésta siguió otra y otras más, cada una más decidida que las anteriores.
—¡Fuma, ángel mío! ¡fuma, lindo!—siguió diciendo Mamá Rigby con su sonrisa más graciosa.—Es hálito de vida para ti; te doy mi palabra.—
Queda fuera de duda que la pipa estaba encantada. Debía existir algún conjuro sea en el tabaco, o en el ardiente fuego que ardía misteriosamente en su hueco, o en el humo aromático que se exhalaba de las encendidas hojas. Después de varias tentativas vacilantes, la figura arrojó al fin una nube de humo que se extendió desde el obscuro rincón hasta la faja luminosa de la ventana. Allí se difundió y se desvaneció entre los átomos de polvo. Parecía haber sido un esfuerzo convulsivo, pues que las dos o tres bocanadas siguientes fueron más débiles, aunque el fuego ardía todavía y arrojaba sus reflejos sobre el rostro del espantajo. La vieja bruja aplaudió golpeando sus flacas manos una contra otra y sonrió a su muñeco de manera alentadora. Veía que el encanto obraba. La faz arrugada y amarilla, que hasta entonces no había ofrecido aspecto vital, comenzaba a mostrar una especie de fantástica y tenue atmósfera humana que parecía fluctuar a su alrededor, desvaneciéndose a veces completamente, y haciéndose otras más perceptible siguiendo las exhalaciones de la pipa. De igual manera asumía toda la figura una semblanza de vida, como la que prestamos a formas mal definidas de las nubes, engañándonos a medias con las divagaciones de nuestra propia fantasía.
Si hubiéremos de ahondar profundamente en la materia, podría dudarse si, después de todo, hubo algún cambio en la sórdida, raída, insignificante y mal pergeñada figura del espantajo; o si únicamente alguna ilusión fantasmagórica y cierto curioso efecto de luz y sombra la coloreaba y delineaba en forma de engañar los ojos de muchas personas. Los milagros de la brujería adolecen siempre de artificio muy superficial; y por último, si esta explicación no llega al fondo del proceso, no puedo ofrecer otra mejor.
—¡Muy bien, lindo mancebo!—exclamó de nuevo Mamá Rigby.—Vamos, otra buena y vigorosa inhalación, y lánzala con fuerza y violentamente. ¡Fuma, por tu vida, te lo digo! ¡Aspira desde el fondo de tu corazón, si corazón tienes, y si éste tiene fondo! ¡Bien, ahora! Aspira esta bocanada como si gozaras en hacerlo.—
Y la bruja hizo un ademán con la cabeza al espantajo, poniendo tal potencia magnética en su gesto que inevitablemente debía éste obedecer, como obedece el hierro a la misteriosa atracción del imán.
—¿Por qué te quedas holgazaneando en tu rincón, perezoso?—dijo Mamá Rigby.—¡Avanza! ¡Tienes el mundo delante de ti!—
Palabra, que si no hubiera oído yo mismo esta relación en el regazo de mi abuela y no hubiera quedado completamente establecida entre las cosas verosímiles cuando mi infantil credulidad no podía aún analizar su posibilidad, jamás habría tenido el atrevimiento de referirla ahora.
Obedeciendo a la voz de Mamá Rigby y alargando el brazo como para coger su mano extendida, la figura avanzó un paso, una especie de sacudimiento o salto más bien que paso; vaciló luego y casi perdió el equilibrio.
¿Qué más podía esperar la hechicera? No era nada, después de todo; solamente un espantajo de madera armado sobre dos estacas. Pero la enérgica bruja se enfadó, y sacudió la cabeza, y lanzó la fuerza de su voluntad tan poderosamente sobre aquella miserable combinación de madera podrida, paja mohosa y raída vestimenta, que se vió obligado el espantajo a mostrarse hombre, a despecho de la realidad de las cosas. Así avanzó hasta la faja luminosa. Detúvose allí ¡pobre diablo de invención! revestido solamente de una capa ligerísima de apariencia humana, a través de la cual era visible la rígida, desvencijada, incongruente, vieja, harapienta, múltiple e inútil combinación de su esencia, pronta a desplomarse en tierra en un montón de residuos, por la conciencia de su propia indignidad para erguirse. ¿Confesaré la verdad? En este punto de vivificación, el espantajo me hace recordar ciertos caracteres indefinidos y anormales, compuestos de elementos heterogéneos y empleados mil veces, a despecho de su insignificancia, por los escritores de novelas (yo también como los demás) que han poblado con ellos superabundantemente el mundo de la fantasía.
Mas la feroz bruja comenzaba ya a encolerizarse y a mostrar los rasgos de su naturaleza diabólica, que asomaba sibilante como una cabeza de serpiente desde el fondo de su pecho, ante el comportamiento pusilánime de la cosa que ella se había tomado la molestia de componer.
—¡Fuma, miserable!—gritó con ira.—¡Fuma, fuma, fuma, tú, criatura de paja y vacuidad! ¡tú, andrajo! ¡tú, saco de harina! ¡tú, cabeza de calabaza! ¡tú, nada! ¿Dónde encontraré una palabra suficientemente vil para calificarte? ¡Fuma, te digo, y aspira tu vida fantástica junto con el humo; o si no, arrancaré la pipa de tu boca y te arrojaré al lugar de donde ha venido aquella brasa ardiente!—
Amenazado así, el infeliz espantajo no tenía más remedio que inhalar aquella peligrosa vida. Haciendo de necesidad virtud, aplicóse vigorosamente a la pipa, arrancando nubes de humo tan espeso que la pequeña cocina de la choza estaba envuelta por completo en los vapores del tabaco. Un rayo de sol luchaba por atravesar esta niebla y podía apenas reflejar vagamente la imagen de la hendida y empolvada vidriera de la ventana sobre el muro opuesto. Entretanto Mamá Rigby, con un brazo en jarras y el otro extendido hacia la figura, se destacaba ferozmente en medio de la obscuridad, con el mismo porte y expresión que cuando provocaba alguna terrible pesadilla en sus víctimas y permanecía al lado del lecho para saborear su agonía. El pobre espantajo fumaba y fumaba, trémulo y lleno de terror. Mas es preciso reconocer que sus esfuerzos servían perfectamente para el objeto; pues a cada sucesiva exhalación, perdía la figura visiblemente su aspecto informe y confuso y parecía condensar su esencia. Aun la misma vestimenta participaba de este mágico cambio, brillando con reflejos de novedad y resplandeciendo con el bello bordado de oro que por tan largo tiempo había estado opacado sobre el terciopelo. Y, revelándose apenas entre el humo, un rostro amarillo dirigía hacia Mamá Rigby sus ojos sin expresión.
Al fin la vieja bruja cerró el puño crispado, sacudiéndolo en dirección a la figura. No estaba iracunda verdaderamente; mas procedía bajo el principio, falso quizá pero profundo, como todos los que profesara persona de las cualidades de Mamá Rigby, de que las naturalezas débiles y entorpecidas, incapaces de sentir mejor inspiración, deben aguijonearse por medio del terror. En caso de que fracasara lo que ella intentaba, tenía el inhumano propósito de desparpajar al miserable simulacro en sus primitivos elementos.
—Tienes el aspecto de un hombre,—dijo la bruja severamente.—¿Tienes también, por acaso, algún eco o remedo de voz? ¡Te ordeno hablar!—
El espantajo abrió la boca, hizo algunos esfuerzos y emitió al fin un murmullo tan entremezclado con el humoso aliento, que apenas podría decirse si era voz en realidad o solamente una bocanada del humo del tabaco. Algunos narradores opinan que los conjuros de Mamá Rigby y la fuerza de su voluntad habían evocado un espíritu familiar dentro de la figura y que ésta era la voz que respondía.
—¡Madre,—murmuró la pobre voz ahogada,—no seáis tan cruel conmigo! Yo bien desearía hablar; pero ¿qué puedo decir, careciendo de sesos?
—¿Que no puedes hablar, querido mío? ¿que no puedes hablar, tú?-exclamó Mamá Rigby, suavizando con una sonrisa la dureza de su continente.—Y ¿qué podrías decir, preguntas? ¡Vaya, en verdad! Perteneces a la confraternidad de los cráneos vacíos, y ¿preguntas lo que habrías de decir? ¡Dirás mil cosas, y repitiéndolas mil y mil veces más, no habrás dicho nada todavía! ¡No tengas miedo, te digo! Cuando entres en el mundo donde me propongo lanzarte, no te faltará lo necesario para poder hablar. ¡Habla! ¡Vamos! Hablarás tanto como un murmurador arroyo de molino, si tú quieres. ¡Tienes suficiente talento para eso, estoy segura!
—A vuestras órdenes, madre,—respondió la figura.
—Eso ha estado muy bien dicho, tesoro mío, respondió Mamá Rigby.—Entonces, habla como se te ocurra y no te preocupes. Encontrarás un centenar de frases hechas y quinientas personas que las aprovechan. Y ahora, querido mío, me he tomado tanto trabajo por ti, y eres tan hermoso que, a fe mía, te amo más que a cualquier otro muñeco de brujería en todo el mundo; y los he hecho de todas clases: de yeso, de cera, de paja, de palos, de niebla nocturna, rocío de la mañana, espuma del mar y humo de las chimeneas. Pero tú eres el mejor de todos. Así, atiende a lo que voy a decirte.
—¡Sí, bondadosa madre,—dijo la figura;—con todo el corazón!
—¡Con todo el corazón!—exclamó la bruja, dejando caer las manos sobre los costados y riendo estrepitosamente.—Tienes una linda manera de expresarte. ¡Con todo el corazón! ¡Y pusiste la mano sobre el lado izquierdo de tu chaleco, como si realmente tuvieras corazón!—
De excelente humor por su fantástica invención, Mamá Rigby dijo al espantajo que debía ir a representar su papel en el gran mundo, donde ni un hombre entre ciento, aseguraba ella, estaba dotado de esencia más refinada que su propia creación. Y para que pudiera mantener muy alta la cabeza entre los mejores, dotóle al punto de incalculables riquezas. Consistían, parte en una mina de oro en Eldorado, y parte en diez mil acciones en una bancarrota fraudulenta; medio millón de acres de viñedos en el polo norte; un castillo en el aire y un castillo en España; agregado a la renta que todo aquello pudiera producir. Hízole donación asimismo del cargamento de sal de Cádiz que llevaba cierto buque al cual hizo naufragar la hechicera diez años atrás en mitad del océano por medio de sus artes nigrománticas. Si la sal no se hubiera disuelto y pudiera introducirse en el mercado, permitiría levantar una bonita suma entre los pescadores. Para que no careciera de dinero en efectivo, le dió un cuarto de penique de cobre, sellado en Bírmingham, que era todo lo que poseía; y, además, muchísima calderilla[37] que al aplicarse sobre la frente, la volvía más y más refractaria a colorearse.
—Con esta clase de moneda solamente,—dijo Mamá Rigby,—puedes hacer carrera en el mundo. ¡Bésame, tesoro mío! He hecho por ti lo más que me ha sido posible.—
Además, con el objeto de que tuviera el aventurero todas las ventajas necesarias para un bello ingreso en la vida, la excelente anciana le dió una contraseña que le haría reconocer por cierto magistrado, miembro del consejo, mercader, y funcionario eclesiástico: cuatro dignidades que constituían un solo hombre que se encontraba a la cabeza de la sociedad en la metrópoli vecina. La contraseña era ni más ni menos que una sola palabra que Mamá Rigby murmuró al oído del espantajo y que éste debía murmurar a su vez al oído de mercader.
—Gotoso y todo como es este viejo camarada, hará por ti cualquiera correría tan pronto como hayas pronunciado esta palabra en sus oídos,—dijo la vieja bruja.—¡Mamá Rigby conoce muy bien al digno juez Gookin, y el digno juez conoce bien a Mamá Rigby!—
A estas palabras la bruja acercó su arrugada faz a la del muñeco, riendo inconteniblemente y estremeciéndose con deleite de pies a cabeza a la idea de lo que iba a comunicarle.
—El digno magistrado Gookin,—murmuró,—tiene por hija una donosa doncella. Y ¡escucha bien, mi favorito! Tú tienes bello continente y bastante ingenio natural. ¡Sí, bastante viveza de entendimiento! Lo comprenderás mejor cuando hayas podido apreciar el ingenio de los demás. Ahora bien; con ese exterior e interior tuyos, eres el hombre llamado a conquistar el corazón de una joven. ¡No lo dudes jamás! Te garantizo que así será. Pon solamente de tu parte bastante aplomo en el asunto, suspira, sonríe, agita tu sombrero, adelanta el pie como un maestro de baile, coloca la mano derecha sobre el lado izquierdo de tu chaleco, y la linda Polly Gookin será tuya.—
Todo este tiempo la nueva criatura había estado inhalando y exhalando la vaporosa fragancia de su pipa y parecía ahora continuar en esta ocupación por propio placer y no como condición indispensable para su existencia. Era maravilloso observar cuán extraordinariamente se asemejaba ahora a un ser humano. Sus ojos—que a este tiempo parecía ya tenerlos—estaban fijos en Mamá Rigby, y movía o inclinaba siempre la cabeza en el momento oportuno. Tampoco dejaban de acudir a sus labios las palabras propias para la ocasión: “¿Realmente? ¿En verdad? ¡Dígame, se lo ruego! ¿Es posible? ¡Palabra de honor! ¡De ninguna manera! ¡Oh! ¡Ah! ¡Jem!” y muchas otras exclamaciones de rigor que implican atención, interrogación, asentimiento o disentimiento de parte del oyente. Aun después de haberse encontrado por allí y haber visto fabricar desde el principio al espantajo, era difícil resistirse a la convicción de que el sujeto comprendía perfectamente el alcance de los astutos consejos que la vieja bruja depositaba en su remedo de oído. Mientras aplicaba con mayor entusiasmo sus labios a la pipa, su expresión se volvía más sagaz, sus gestos y ademanes adquirían mayor vida y su voz resonaba de manera más inteligible. Sus vestidos lucían también más y más con ilusoria magnificencia. La misma pipa en que ardía el conjuro de toda esta obra maestra, dejó de aparecer como un pesado artefacto de tierra ennegrecida para convertirse en un artístico objeto de espuma de mar con cabeza pintada y boquilla de ámbar.
Podría temerse, sin embargo, que dependiendo del vapor de la pipa la vida de esta ilusión, hubiera de terminar simultáneamente con la reducción del tabaco a cenizas. Pero la bruja había previsto esta dificultad.—Sostén la pipa, hermoso mío,—dijo,—mientras la lleno de nuevo para ti.—
Era penoso ver cómo el elegante caballero comenzaba a retroceder hasta espantajo mientras Mamá Rigby sacudía las cenizas de la pipa y procedía a llenarla otra vez con el tabaco de su caja.
—¡Dickon!—exclamó con su voz fuerte e imperiosa,—¡más fuego para esta pipa!—
Apenas lo había dicho, cuando la partícula de rojo intenso brillaba dentro de la cabeza de la pipa; y el espantajo, sin aguardar las órdenes de la bruja, aplicando el tubo a sus labios, comenzaba a arrancar cortas y convulsivas bocanadas que pronto, sin embargo, se convirtieron en más iguales y regulares.
—Ahora, chiquillo de mi corazón,—dijo Mamá Rigby,—suceda lo que quiera debes adherirte a tu pipa. Tu vida reside allí; y esto lo sabes bien, aun cuando no sepas mucho más fuera de esto. ¡No te desprendas de tu pipa, te digo! Fuma, aspira, lanza nubes de humo, y si alguien te pregunta, di a la gente que es por salud, que tu médico lo ha recomendado así. Y cuando tu pipa esté concluyéndose, ve, delicia mía, a cualquier rincón y, penetrándote primero bien de humo, exclama con imperio: “¡Dickon! ¡una nueva pipa de tabaco! ¡Dickon! ¡fuego para mi pipa!” y fúmala tan pronto como sea posible. De lo contrario, en lugar de un galano caballero con casaca bordada de oro, te convertirás en un haz de palos y vestidos destrozados, un saco de paja y una arrugada calabaza. ¡Ahora parte, tesoro mío, y la dicha sea contigo!
—¡Nada temáis, madre!—dijo la figura con voz sonora, lanzando una vigorosa bocanada.—¡Yo arribaré, si esto es dado a un caballero y a un hombre honrado!
—¡Oh, tú me harás morir!—exclamó la vieja bruja, en una carcajada convulsiva.—Eso estuvo muy bien dicho. ¡Si es dado a un caballero y a un hombre honrado! Representas tu papel a la perfección. Continúa siendo un elegante caballero; y yo apostaré en tu cabeza como hombre de meollo y de substancia, provisto de talento y de lo que llaman corazón, y de todo aquello que debe poseer un hombre, contra cualquier otro animal de dos pies. Por ti me creo yo ahora hechicera más hábil que antes. ¿No te he formado acaso? ¡Y desafío a hacer cosa parecida a la mejor bruja de la Nueva Inglaterra! ¡Mira, llévate mi vara!—
La vara, que era un simple palo de roble, tomó inmediatamente la apariencia de un bastón con puño de oro.
—Esta cabeza de oro tiene tanto talento como la tuya,—dijo Mamá Rigby,—y te guiará directamente a la casa del digno magistrado Gookin. Ve allá, mi lindo, querido, precioso, tesoro mío; y cuando pregunten tu nombre, di que te llamas Feathertop (Cabeza Emplumada). Llevas plumas en el sombrero, y arrojé todo un manojo en el hueco vacío de tu cabeza; tu peluca es también del estilo llamado Feathertop. ¡Así, Feathertop será tu nombre!—
Saliendo de la cabaña, Feathertop marchó virilmente hacia la ciudad. Mamá Rigby permaneció en el dintel, profundamente complacida de ver los rayos del sol reflejándose en su obra, como si toda aquella magnificencia fuera real; y observando cuán empeñosa y amorosamente fumaba su pipa Feathertop, y con qué elegancia marchaba, a pesar de cierta ligera rigidez en las piernas. Le miró alejarse hasta que se perdió de vista y envió su bendición a su favorito cuando una revuelta del camino le ocultó completamente a sus ojos.
Cerca del mediodía, cuando la calle principal de la vecina ciudad se encontraba en el colmo del bullicio y animación, seguía la acera un extranjero de aspecto muy distinguido. Su porte y sus vestidos estaban llenos de nobleza. Llevaba casaca color ciruela ricamente bordada, chaleco de suntuoso terciopelo magníficamente adornado de hojas doradas, un espléndido par de calzas encarnadas y las más bellas y brillantes medias de seda. Su cabeza estaba cubierta con una peluca tan lindamente arreglada y empolvada que habría sido un sacrilegio desordenarla con el sombrero de encaje dorado y adornado de una pluma nevada, que el caballero llevaba bajo el brazo. En el pecho de la casaca resplandecía una estrella. Manejaba este personaje su bastón de puño dorado con la gracia peculiar de los gentilhombres de aquella época; y, para completar su atavío, llevaba en los puños volantes de encaje de delicadeza etérea, delatando a las claras cuán ociosas y aristocráticas debían ser las manos que ocultaban a medias.
Circunstancia digna de notarse en el continente de este brillante personaje, era que llevaba en la mano izquierda una pipa fantástica, con cabeza deliciosamente pintada y boquilla de ámbar. Aplicábala a sus labios cada cinco o seis pasos e inhalaba una profunda bocanada de humo que, después de retener un momento en sus pulmones, arrojaba en graciosos remolinos por la boca y la nariz.
Como es fácil imaginar, en toda la calle se trataba activamente de conocer el nombre del extranjero.
—Es, sin duda, algún gentilhombre de elevada alcurnia,—decía un vecino de la ciudad.—¿Veis la estrella que lleva sobre el pecho?
—¡No; vaya que es poco brillante para verse!—decía otro.—Sí; debe ser forzosamente un gentilhombre, como decís. Mas ¿qué ruta imagináis que su señoría haya tomado para venir acá? No ha llegado barco del viejo mundo desde el mes pasado; y si hubiera venido del sur por tierra, ¿queréis decirme dónde están sus criados y su equipaje?
—No necesita equipaje para establecer su alcurnia,—hizo observar un tercero.—Así se presentara en harapos, brillaría su nobleza a través de los agujeros de sus codos. Jamás he visto semejante dignidad de aspecto. Tiene la antigua sangre normanda en sus venas, lo juraría.
—Mas bien le tomaría por un holandés o un alemán de sangre noble,—dijo otro de los ciudadanos.—Los hombres de aquellas regiones tienen siempre la pipa en la boca!
—Así son también los turcos,—respondió su compañero.—Pero, a mi juicio, este extranjero ha nacido en la corte francesa y aprendido allí la cortesanía y dignidad de maneras que en ninguna parte se despliegan como entre la nobleza de Francia. ¡Aquel modo de andar también! Un espectador vulgar lo juzgaría algo rígido, lo calificaría quizá de sacudimiento o trote; pero a mis ojos tiene indecible majestad, y debe haberlo adquirido por la observación constante de las maneras del gran monarca. El carácter y profesión del extranjero están bastante evidentes. Es algún embajador francés que ha venido a conferenciar con nuestros gobernadores sobre la cesión del Canadá.
—Verosímilmente es un español,—dijo otro,—y de allí viene su tez amarillenta; o más bien es de la Habana o de algún otro puerto de los dominios españoles, y viene a investigar las piraterías con las cuales se dice que contemporiza nuestro gobernador. Aquellos colonizadores del Perú y Méjico tienen la piel tan amarilla como el oro que extraen de sus minas.
—¡Amarillo o no, es un hombre muy hermoso! protestó una señora;—¡tan alto, tan esbelto! con un semblante tan fino y distinguido, una nariz tan bien delineada y una boca tan deliciosamente expresiva! Y ¡Dios me bendiga, qué estrella más brillante! ¡Positivamente arroja llamas!
—Lo mismo que vuestros ojos, hermosa dama,—dijo el extranjero, haciendo una reverencia y agitando su pipa; pues pasaba justamente en aquel instante.—¡Por mi honor, casi me han deslumbrado!
—¿Se ha oído alguna vez cumplimiento más exquisito y original?—murmuró la dama, en éxtasis de delectación.
En medio de la admiración general que excitaba el extranjero, sólo se escucharon dos voces discordantes. Una de ellas fué la de un impertinente can que después de olfatear los talones del resplandeciente personaje, metió la cola entre las piernas y se lanzó al corral de su amo, vociferando un execrable aullido. El otro ser en desacuerdo con la opinión pública fué un chico que lanzó un chillido con toda la fuerza de sus pulmones, balbuceando no sé qué ininteligible tontería acerca de calabazas.
Entretanto Feathertop seguía su camino por la calle. Con excepción de las pocas palabras corteses que dirigió a la dama y una que otra ligera inclinación de cabeza correspondiendo profundas reverencias de los espectadores, parecía completamente absorbido en su pipa. No era necesaria mayor prueba de su alcurnia e importancia que la perfecta ecuanimidad con que se manejaba mientras la admiración de la ciudad crecía hasta convertirse casi en clamor en torno suyo. Con una multitud congregada tras de sus huellas, llegó el extranjero finalmente a la casa del digno juez Gookin, atravesó la reja, subió los peldaños de la escalera central y llamó a la puerta. Pudo notarse que, en el intervalo entre su llamada y la respuesta, sacudía el extranjero las cenizas de su pipa.
—¿Qué dijo con aquella voz tan imperiosa?—preguntó uno de los espectadores.
—No sé, no podría decirlo,—respondió su amigo.—Pero el sol me deslumbra de manera extraña. ¡Qué ajado y descolorido se ha puesto repentinamente su señoría! ¡Dios me bendiga! ¿Qué es lo que me pasa?
—Lo maravilloso es que su pipa, apagada hace un momento, aparece otra vez encendida y con el fuego más intenso que he visto en mi vida. Hay algo misterioso en este extranjero. ¡Qué bocanada de humo más espesa! ¿Decíais que estaba ajado y descolorido? ¡Mirad! Cuando se vuelve, brilla la estrella en su pecho como una llamarada.
—Así es, en verdad,—dijo su compañero;—y deslumbrará probablemente a la linda Polly Gookin a quien veo asomándose a la ventana de aquella habitación.—
Tan luego que se abrió la puerta, volvióse Feathertop hacia la multitud, inclinóse majestuosamente, como un gran hombre que reconociera los homenajes en la forma más estricta, y desapareció en la casa. Brillaba en su semblante una especie de sonrisa misteriosa, una mueca, mejor dicho; pero entre la muchedumbre que le contemplaba, nadie tuvo la penetración suficiente para descubrir su ilusoria personalidad, salvo un chiquillo y un miserable can.
Nuestra leyenda pierde aquí algo de continuidad, y saltando sobre las explicaciones preliminares entre Feathertop y el comerciante, pasa en busca de la linda Polly Gookin. Era ésta una damisela de suaves y redondeadas formas, cabello rubio, ojos azules y bello rostro sonrosado, ni demasiado ingenuo, ni demasiado perspicaz. La joven descubrió por la ventana al brillante extranjero que se encontraba a la puerta y, preparándose para la entrevista, se acicaló inmediatamente con una cofia de encajes, un collar de cuentas, su pañuelo más hermoso y su falda de damasco de la mejor calidad. Mientras se apresuraba a bajar de su aposento al salón, mirábase en los grandes espejos ensayando lindos modales, ya una sonrisa, ya cierta dignidad ceremoniosa, ya una sonrisa más dulce que la primera, mientras besaba su mano, moviendo la cabeza y manejando el abanico; en tanto que, dentro del espejo, una insignificante doncellica repetía todos sus ademanes y gestos ridículos sin lograr que Polly se avergonzara de ellos. En suma, si la linda Polly no llegaba a producir ilusión tan completa como el ilustre Feathertop, era culpa de su poca habilidad y no de su poca voluntad para conseguirlo; de manera que al demostrar así su simplicidad, no era aventurado suponer que el fantasma creado por la hechicera pudiera conquistarla.
Apenas oyó Polly el ruido de los pasos gotosos de su padre, aproximándose a la puerta del salón acompañados del rígido resonar de los zapatos de altos tacones de Feathertop, sentóse recta como una flecha y comenzó inocentemente a entonar una canción.
—¡Polly! ¡Polly, hija mía!—gritó el viejo mercader.—Ven acá, chiquilla.—
El continente del magistrado aparecía turbado e indeciso cuando abrió la puerta.
—Este gentilhombre,—continuó, presentando al extranjero,—es el caballero Feathertop, no, perdonadme, es Lord Feathertop, que me trae un recuerdo de una antigua amiga. Cumplid vuestros deberes sociales con su señoría, niña, y honradle como su calidad merece.—
Después de estas pocas palabras de presentación, el magistrado abandonó el salón. Mas si en este breve instante hubiera mirado Polly a su padre en vez de dedicarse por entero a la contemplación del brillante caballero, habría podido comprender que algún peligro se cernía a la inmediación. El viejo estaba nervioso, inquieto y muy pálido. Tratando de esbozar una sonrisa cortés deformaba su rostro en una mueca galvánica, que se convirtió en ceño feroz tan pronto como Feathertop hubo vuelto las espaldas; al mismo tiempo que amenazaba con el puño cerrado y golpeaba el suelo con su pie gotoso; falta de cortesía que trajo consigo su inevitable y doloroso resultado. Parece, en verdad, que la palabra de introducción de Mamá Rigby, sea cual fuere, actuaba más por el temor que por la voluntad sobre el rico mercader. Siendo además hombre de extraordinaria sagacidad y penetración, advirtió que las figuras pintadas en la pipa de Feathertop estaban dotadas de movimiento. Mirando con mayor atención, pudo convencerse de que aquellas figuras eran una partida de diablillos debidamente provistos de cuernos y cola, y danzando con las manos enlazadas y gestos de regocijo diabólico en toda la circunferencia de la cabeza de la pipa. Para confirmar sus sospechas, mientras guiaba Master Gookin a su huésped a través de un obscuro pasadizo desde su despacho particular hasta el salón, la estrella que Feathertop llevaba al pecho arrojó verdaderas llamas, reflejando trémulos rayos sobre los muros, el techo y el pavimento.
Con tales siniestros pronósticos que se manifestaban de maneras tan diversas, no es sorprendente que el mercader pensara que comprometía a su hija en relaciones muy dudosas. Maldecía en el fondo de su alma la elegancia insinuante de los modales de Feathertop cuando este atrayente personaje se inclinaba, sonreía, posaba la mano sobre el corazón, inhalaba una profunda bocanada de su pipa y enriquecía la atmósfera con el aliento vaporoso de un suspiro fragante y visible. Alegremente habría puesto en la puerta el pobre Master Gookin a su peligroso visitante; pero había de por medio cierto grave terror que le constreñía.
Este respetable anciano, se había dejado arrastrar algo en mal camino en su temprana juventud, lo tememos, y quizá se veía ahora obligado a redimirlo por el sacrificio de su hija.
La puerta del salón era en parte de cristales cubiertos por una cortina de seda, cuyos pliegues quedaban un poquillo al sesgo. Tan vivo interés acosaba al comerciante por presenciar lo que iba a acontecer entre la bella Polly y el galante Feathertop que, después de abandonar el aposento no pudo impedirse de mirar por la abertura de la cortina.
Mas nada de milagroso le fué dado observar; nada, fuera de las bagatelas antes enunciadas, que le confirmaron en la idea de que algún peligro sobrenatural amenazaba a la bonita Polly. El extranjero era indudablemente hombre de mundo, práctico, metódico y dueño de sí mismo; y, de consiguiente, el personaje preciso a quien un padre no debe confiar sin la debida precaución una ingenua y sencilla muchacha. El digno magistrado que conocía la humanidad en cualquiera esfera o condición, no podía menos de advertir que todos los gestos y ademanes del distinguido Feathertop respondían en absoluto a las conveniencias del momento: nada de rudeza natural había quedado en él; las convenciones sociales estaban tan adaptadas y asimiladas a su naturaleza íntima, que le transformaban en una obra de arte. Quizá si esta misma peculiaridad era lo que le prestaba cierto aire pavoroso y fantasmagórico. Todo lo que es consumado y perfectamente artificial en el hombre le hace aparecer sobrenatural ante nuestros ojos, algo así como si su individualidad bastara apenas para dibujar en el suelo una sombra. Tratándose de Feathertop, esta impresión se confundía en un sentimiento extravagante, fantástico y original, como si su vida y esencia dependieran del humo rizado que se escapaba de su pipa.
Pero la linda Polly Gookin no pensaba de esta manera. La pareja paseaba entonces a través de la habitación: Feathertop, con su andar distinguido y su no menos distinguido semblante; la joven con cierta gracia femenina natural, realzada por un toque ligero de afectación que no la perjudicaba y que parecía aprendido del arte perfecto de su compañero. Mientras más se prolongaba la entrevista más encantada estaba la linda Polly; hasta que, pasado un cuarto de hora, la joven comenzó positivamente a sentirse enamorada, como pudo notarlo el viejo magistrado desde su escondite. No era necesaria magia alguna para provocar este rápido resultado; el corazón de la pobre niña era sin duda tan apasionado que se fundía a su propio calor, reflejado en la hueca semblanza de un amante. Nada importaba lo que Feathertop dijera: sus palabras levantaban profundo eco y repercutían en los oídos de la joven; nada importaba lo que hiciera: sus acciones revestían siempre caracteres heroicos ante los ojos de Polly. Y puede suponerse que en aquellos momentos se encendían las mejillas de la joven y brillaba en sus labios tierna sonrisa, y húmeda dulzura en sus miradas; mientras la estrella chispeaba en el pecho de Feathertop y los pequeños demonios corrían con regocijo más y más frenético alrededor de la cabeza de la pipa. ¡Oh, linda Polly Gookin! ¿Por qué se regocijan tan locamente aquellos diablillos de que una necia doncella esté a punto de dar su corazón a una sombra? ¿Es acaso una desgracia tan inusitada, un triunfo tan raro?
De pronto se detuvo Feathertop y adoptando una actitud majestuosa pareció imponer a la joven la contemplación de su figura y desafiarla a que resistiera su atractivo si esto era posible. La estrella, los bordados, las hebillas, brillaban en aquel momento con esplendor indecible; los matices pictóricos de su atavío tomaron mayor riqueza de colorido; desprendíase de toda su persona el lustre y cortesanía que traduce el encanto de modales refinados. La doncella levantó los ojos y los fijo en su compañero con expresión tímida y maravillada. Luego, como deseosa de juzgar por sí misma el valor que su sencilla belleza pudiera tener al lado de tal esplendor, lanzó una mirada al espejo de grandes dimensiones enfrente del cual se hallaban incidentalmente. Era una lámina de las más claras e incapaz de lisonja. Apenas tropezaron los ojos de Polly con las imágenes allí reflejadas, lanzó un agudo grito, alejóse del extranjero, le miró un momento con desordenado espanto, y se desplomó insensible sobre el pavimento. Feathertop, siguiendo la dirección de su mirada en el espejo, contempló también, no el brillante remedo que su exterior aparentaba, sino la imagen del sórdido conjunto de su composición real, despojada de toda hechicería.
¡Miserable simulacro! Casi debiéramos compadecerle. Levantó los brazos con expresión desesperada, más intensa que todas sus manifestaciones anteriores para vindicar sus pretensiones de considerarse humano; pues quizá por primera vez desde que inició la vida mortal, tan a menudo vacía y decepcionada, se había forjado y aceptado plenamente la ilusión de su propia personalidad.
Mamá Rigby estaba sentada al fondo de su cocina hacia el crepúsculo de este día tan lleno de acontecimientos, y sacudía justamente las cenizas de una pipa nueva, cuando escuchó un paso precipitado a lo largo de la carretera. No se asemejaba mucho al ruido de pasos humanos, sino que parecía más bien el golpeteo de leños o el chocar de huesos descarnados.
“¡Ah!” pensó la vieja bruja, “¿qué pasos son éstos? ¿Qué esqueleto ha salido fuera de su tumba?”
Una figura se precipitó por la puerta de la cabaña. ¡Era Feathertop! Su pipa estaba todavía encendida; la estrella flameaba aún sobre su pecho; los bordados brillaban todavía en su atavío; y tampoco había perdido aún, en forma apreciable, el aspecto que le hacía asemejarse a los mortales. Sin embargo, por algo indescriptible en su continente, como sucede en todos los casos en que el desengaño se ha apoderado por completo de nosotros, la triste realidad, se discernía bajo el hábil artificio.
—¿Qué cosa salió mal?—preguntó la bruja.—¿Olfateó el hipócrita juez más de lo preciso y arrojó a mi niño de su casa? ¡Infame! Enviaré veinte demonios para atormentarle hasta que te ofrezca su hija de rodillas!
—No, madre,—dijo Feathertop desesperadamente;—no es eso.
—¿La chica desdeñó a mi precioso?—preguntó Mamá Rigby lanzando rayos feroces de sus ojos, semejantes a dos brasas de Tóphet.—¡Cubriré su rostro de barros! ¡Volveré su nariz tan roja como el fuego de tu pipa! ¡Haré caer sus dientes delanteros! ¡Dentro de una semana no será ya digna de ti!
—Dejadla tranquila, madre,—respondió el pobre Feathertop;—la doncella estaba casi vencida; y creo que un beso de sus dulces labios me habría hecho sentirme completamente humano. Pero,—añadió tras breve pausa y con un grito de desprecio para sí mismo,—¡me he visto, madre! ¡He visto la miserable, harapienta y vacía criatura que soy! ¡No quiero vivir más!—
Arrancando la pipa de su boca, la estrelló con toda su fuerza contra la chimenea, y se desplomó en el mismo instante convertido en una mezcla de paja y andrajos con algunos palos sobresaliendo del montón y una arrugada calabaza en el centro. Los huecos de los ojos carecían ya de luz; pero la abertura toscamente rasgada, que había hecho las veces de boca, parecía retorcerse aún en desesperada mueca y tenía aspecto casi humano.
“¡Pobre chico!—exclamó Mamá Rigby, lamentándose ante los restos de su desventurada creación.—¡Pobre querido mío, lindo Feathertop! Hay millares y millares de mequetrefes y charlatanes en el mundo, formados de la misma mescolanza de desechos, andrajos y cosas inútiles que entraban en su composición. Gozan, sin embargo, de buena fama y jamás se aprecian a sí mismos en lo que valen. ¿Por qué mi pobre muñeco había de ser el único en conocerse y en sufrir y perecer por ello?—
Murmurando estas palabras, había llenado la bruja una nueva pipa de tabaco, y sostenía el tubo entre sus dedos vacilando entre colocarla en sus propios labios o en los de Feathertop.
—¡Pobre Feathertop!—continuó.—Podría darle fácilmente ocasión de ensayar una nueva vida haciéndole salir mañana al mundo. Pero no; es demasiado tierno, demasiado exquisitamente sensible. Tiene demasiado corazón para manejarse con provecho en este mundo tan vacío e indiferente. ¡Vaya! ¡vaya! Le haremos servir de espantajo, después de todo. Es un oficio inocente y útil, y vendrá bien a mi protegido. Si todos sus semejantes encontraran ocupación tan adecuada, sería un gran bien para la humanidad. Y en cuanto a la pipa, yo la necesito más que él.—
Diciendo así, Mamá Rigby llevó el tubo a sus labios.
—¡Dickon!—gritó con su aguda e imperiosa voz,—fuego para mi pipa!
LA EXPEDICIÓN proyectada el año 1725 en defensa de las fronteras, y que terminó en la renombrada “batalla de Lóvell,” es uno de los pocos incidentes de la guerra india susceptibles de la luz fantástica del romance. Dejando a la sombra judiciaria ciertas circunstancias, la imaginación encuentra mucho que admirar en el heroísmo de una pequeña banda que presentó batalla a enemigo dos veces superior, en el corazón de su propio país. La valentía desplegada por ambas partes estuvo de acuerdo con las ideas civilizadas sobre el valor; y aun la caballería andante no se avergonzaría de registrar en sus anales las hazañas individuales de uno o dos de aquellos combatientes. La batalla a que nos referimos, aunque fatal para los beligerantes, no tuvo consecuencias funestas para la nación, porque derrocó el poderío de una tribu y condujo a la paz que subsistió durante varios años consecutivos. La historia y la tradición son minuciosas en sus crónicas sobre este asunto; y el capitán de una partida de exploradores en la frontera adquiría renombre militar tan positivo como el del jefe que condujera millares de hombres a la victoria. A pesar de la substitución de nombres ficticios por los verdaderos, será fácil reconocer algunos de los incidentes que se refieren en las páginas siguientes, como el mismo relato escuchado de labios de los ancianos sobre la suerte de los pocos combatientes que sobrevivieron en la retirada de la “batalla de Lóvell.”
Brillaban alegremente los primeros rayos del sol sobre la copa de los árboles a cuyo pie reposaron la noche anterior dos hombres, sus miembros fatigados y heridos. Habían preparado su lecho de hojas secas de roble sobre el pequeño plano que se extendía al pie de una roca situada cerca del punto prominente de una de aquellas ondulaciones del terreno que prestan tan variado aspecto a la comarca. La masa de granito, elevando su bruñida y lisa superficie a quince o veinte pies sobre sus cabezas, semejaba una gigantesca piedra tumularia, en que las venas naturales parecían formar una inscripción en caracteres olvidados. En una extensión de varios acres en torno de esta roca, los robles y otros árboles de madera dura habían reemplazado a los pinos, producto ordinario del terreno, y un joven y vigoroso renuevo de roble se erguía inmediatamente detrás de los viajeros.
Las graves heridas del hombre más anciano le habían privado del sueño evidentemente; pues apenas se posó el primer rayo del sol en la copa del árbol más elevado, enderezóse penosamente de su posición yacente y se sentó. Las líneas profundas de su rostro y algunas hebras grises en sus cabellos acusaban que había pasado de la edad mediana; pero su musculoso cuerpo habría sido capaz de resistir la fatiga como en la fuerza de la juventud, a no ser por el efecto de sus heridas. La languidez y el agotamiento se revelaban en sus macilentas facciones; y la mirada desolada que arrojó a las profundidades de la selva manifestaba la íntima convicción de que su peregrinaje había terminado. Volvió en seguida los ojos al compañero que estaba acostado al lado suyo. Era un joven que apenas habría alcanzado la edad viril, y yacía, con la cabeza sobre el brazo, entregado a un sueño intranquilo, que un estremecimiento causado por el dolor de sus heridas parecía a cada instante a punto de romper. Su mano derecha asía un fusil; y a juzgar por el juego violento de sus facciones, su sueño le mostraba de nuevo la visión del conflicto del cual era uno de los escasos sobrevivientes. Un grito, agudo y fuerte sin duda en su soñadora fantasía, llegó a sus labios en vago murmullo; y, estremeciéndose a este ligero eco de su propia voz, despertó repentinamente. Su primera preocupación al recobrar sus sentidos fué preguntar ansiosamente por el estado de su compañero herido. Éste sacudió la cabeza.
—Rubén, hijo mío,—dijo,—esta roca tras de la cual nos encontramos servirá de piedra tumularia a un viejo cazador. Hay todavía largas millas de tétrica soledad ante nosotros; y sería lo mismo para mí aun cuando el humo de la propia chimenea de mi casa estuviera al extremo de esta ondulación del terreno. Las balas indias son más mortíferas de lo que yo pensaba.
—Estáis débil por efecto de nuestra caminata de tres días,—replicó el joven,—y un poco de descanso os devolverá la fuerzas. Quedad aquí mientras busco en el bosque las hierbas y raíces que deben sustentarnos; y después de haber comido, apoyándoos en mí, emprenderemos la vuelta al hogar. No dudo de que con mi ayuda podréis llegar hasta una de las guarniciones de la frontera.
—No tengo dos días de vida, Rubén,—dijo el otro, serenamente,—y mi cuerpo inútil no debe ser más tiempo una carga para ti, que con dificultad puedes sostenerte a ti mismo. Tus heridas son profundas y tus fuerzas decaen rápidamente; sin embargo, puedes salvarte aún, si te apresuras a avanzar solo. Para mí no hay esperanza, y aguardaré aquí la muerte.
—Si es así, permaneceré a vuestro lado y velaré por vos,—dijo Rubén con resolución.
—No, hijo mío, no,—insistió su compañero.—Deja que se imponga la voluntad de un moribundo; dame tu mano, que yo la estreche, y parte. ¿Piensas que mis últimos momentos serían más tranquilos con la idea de que te condenaba a morir de muerte más lenta? Te he amado como un padre, Rubén; y en momentos como éste debo tener la autoridad de un padre. ¡Te ordeno marchar, para que yo pueda morir en paz!
—Y porque habéis sido un padre para mí, ¿he de dejaros perecer y quedar insepulto en esta soledad?—exclamó el joven.—No; si vuestro fin se aproxima en verdad, velaré a vuestro lado y recibiré vuestra eterna despedida. Cavaré una tumba aquí, bajo la roca, en la cual descansaremos juntos, si la debilidad me hace desfallecer; o si el Cielo me da fuerzas, buscaré el camino de mi hogar.
—En las ciudades y en cualquiera parte donde viven los hombres,—replicó el otro,—se acostumbra enterrar a los muertos. Ocúltanlos así a la vista de los vivos; pero aquí, donde ningún ser humano pasará quizá en cien años, ¿por qué no habría de descansar bajo el cielo, cubierto únicamente por las hojas de roble cuando las hagan caer las ráfagas de otoño? Y si de monumento se trata, aquí tenemos esta roca gris, donde mi mano moribunda esculpirá el nombre de Róger Malvin, para que los viajeros futuros sepan que reposa aquí un cazador y un guerrero. No te retardes, por consiguiente, sino apresúrate al contrario, ya que no por ti mismo, ¡por ella, que quedaría desolada!—
Malvin pronunció con voz trémula las últimas palabras que produjeron visiblemente hondo efecto en su compañero. Hiciéronle recordar que existen deberes menos cuestionables que el de compartir la suerte de un hombre a quien la muerte de su camarada no iba a beneficiar. No podría afirmarse si algún sentimiento egoísta se abrió paso en el corazón de Rubén, a quien su conciencia hizo aun resistir obstinadamente las súplicas de su compañero.
—¡Cuán terrible sería aguardar la muerte en esta soledad!—exclamó el joven.—Un hombre valiente no tiembla en el campo de batalla; y aun la mujer puede morir valerosamente cuando los amigos rodean su lecho; pero aquí...
—Tampoco temblaré aquí, Rubén Bourne,—interrumpió Malvin.—Soy hombre de corazón; y aunque no lo fuera, hay una fuerza superior a la que pueden prestar todos los amigos del mundo. Eres joven y amas la vida. Tus últimos momentos necesitan comodidades que mi naturaleza no reclama; y cuando me hayas depositado en tierra y te encuentres solo, y la noche caiga sobre la selva, sentirás toda la amargura de la muerte a que ahora podías haber escapado. Mas no daré razones egoístas a tu generoso corazón. Abandóname por mi propia conveniencia, para que, después de haber murmurado una plegaria por tu salvación, tenga tiempo de arreglar mis cuentas sin sentirme perturbado por pesares terrenales.
—¿Y vuestra hija! ¿Cómo me atreveré a afrontar sus miradas?—exclamó Rubén.—¡Me interrogará sobre la suerte de su padre, cuya vida juré defender con la mía propia! ¿He de decirla que marchasteis tres días conmigo desde el campo de batalla y que os abandoné luego, dejándoos perecer, solo, en el desierto? ¿No es preferible que me acueste en la tierra y perezca al lado vuestro, antes que regresar salvo y verme obligado a decir esto a Dorcas?
—Dirás a mi hija,—repuso Róger Malvin,—que, a pesar de encontrarte dolorosamente herido, débil y fatigado, sostuviste por muchas millas mis pasos vacilantes y te separaste de mí sólo a mis ruegos, porque no quise yo que tu muerte pesara sobre mi alma. Le dirás que fuiste fiel en medio del sufrimiento y los peligros, y que si tu sangre hubiera podido salvarme, la habrías derramado hasta la última gota; y dile también que serás para ella algo más querido que un padre, y que os bendigo a ambos y que mis ojos moribundos pueden vislumbrar una vía larga y placentera que recorreréis juntos.—
Mientras hablaba, habíase erguido Malvin, y la energía de sus últimas palabras pareció llenar la selva solitaria con una visión de felicidad; mas, al caer exhausto de nuevo sobre su lecho de hojas de roble, se apagó la luz que por un momento había brillado en los ojos de Rubén. Sintióse loco y culpable de pensar en la dicha en momentos semejantes. Su compañero espiaba su movible fisonomía, tratando de arrastrarle con arte generoso a procurar su propio interés.
—Quizá me equivoco respecto al tiempo que me resta de vida,—prosiguió.—Es posible que con pronta asistencia llegara a recobrarme de mis heridas. Los primeros fugitivos deben haber llevado ya a la frontera las nuevas de nuestro desastroso encuentro, y probablemente recorren el campo partidas para recoger a los que se hallan en condiciones semejantes a las nuestras. Si tropezaras con una de estas partidas y la guiaras a este sitio, ¿quién puede asegurar que no me vería otra vez sentado al fuego de mi hogar?—
Una dolorosa sonrisa vagó por las facciones del moribundo al insinuar esta infundada esperanza que, sin embargo, produjo efecto en Rubén. Ningún motivo puramente egoísta, ni siquiera la situación desolada de Dorcas le habría inducido jamás a abandonar a su compañero en momentos semejantes; pero sus deseos acogieron la idea de que era posible salvar la vida de Malvin, y su entusiasta naturaleza llegó casi a posesionarse de la remota posibilidad de encontrar ayuda humana en aquella soledad.
—Seguramente que hay razones, y razones poderosas para esperar que nuestros amigos no se encuentran muy distantes,—dijo a media voz.—Un cobarde huyó en salvo al comienzo de la pelea y es probable que haya ido bien de prisa. Todos los fieles de la frontera han empuñado sin duda el fusil a tales nuevas; y, a pesar de que ninguna partida se aventuraría tan adentro de los bosques, puedo encontrarla quizá después de un día de marcha. Aconsejadme escrupulosamente,—añadió, volviéndose a Malvin, desconfiado de su propio criterio.—Si estuvierais en mi lugar, ¿me abandonaríais mientras tuviera vida?
—Hace veinte años,—replicó Róger Malvin, suspirando, sin embargo, al reconocer íntimamente la disimilitud de ambos casos,—hace veinte años que escapé con un amigo muy querido del cautiverio de los indios cerca de Montreal. Vagamos durante muchos días entre los bosques, hasta que al fin, desfallecidos por el hambre y el cansancio, mi amigo se desplomó y trató de persuadirme que le abandonase, porque sabía que al permanecer pereceríamos ambos; y con muy poca esperanza de encontrar socorro, amontoné una almohada de hojas secas bajo su cabeza y me apresuré a partir.
—¿Y volvisteis a tiempo para salvarlo?—preguntó Rubén, pendiente de las palabras de Malvin como si fueran el profético anuncio de su propio éxito.
—Sí;—respondió el otro.—Llegué al campamento de una partida de cazadores el mismo día antes del ocaso. Los guié hasta el paraje donde mi amigo aguardaba la muerte; y ahora es un hombre sano y vigoroso que trabaja en sus propias tierras muy lejos de la frontera, mientras que yo estoy herido aquí pereciendo en las profundidades del desierto.—
Este ejemplo, actuando poderosamente sobre la decisión de Rubén, se fortalecía inconscientemente con muchos otros motivos en el alma del joven. Róger Malvin comprendió que el triunfo estaba cerca.
—¡Ahora ve, hijo mío, y que el cielo te proteja!—dijo.—Vuelve con nuestros amigos tan pronto como puedas encontrarlos, a menos que las heridas y el cansancio te hagan desfallecer; pero en este caso, envía dos o tres, los que sea posible, en busca mía; y créeme, Rubén, mi corazón se sentirá más ligero a cada paso que te acerque al hogar.—
Mas podía quizá observarse cierto cambio en su voz y en su fisonomía mientras hablaba así; porque era, en verdad, suerte horrible verse abandonado para expirar en la soledad.
Rubén Bourne, convencido sólo a medias de que procedía con rectitud, alzóse y se preparó para la partida. Pero antes, aunque contrariando los deseos de Malvin, reunió un montón de las hierbas y raíces que habían sido su único alimento en los dos últimos días. Colocó la inútil provisión al alcance del moribundo, para quien dispuso igualmente un lecho fresco de hojas secas de roble. Subiendo entonces al ápice de la roca, que era áspera y rugosa por uno de sus lados, inclinó el joven roble y ató su pañuelo en la rama más alta. La precaución no era innecesaria para guiar a cualquiera que pudiese venir en busca de Malvin; porque los costados de la roca, salvo el ancho y bruñido frente, quedaban ocultos a poca distancia por la densa vegetación de la selva. El pañuelo era el vendaje de la herida del brazo de Rubén; y al atarlo en el árbol juró, por la sangre de que estaba manchado, que regresaría, ya fuera para salvar la vida de su compañero o para depositar su cuerpo en la tumba. Bajó después y se mantuvo con los ojos bajos, escuchando las últimas palabras de Malvin.
La experiencia de éste le sugería numerosos y detallados consejos respecto al viaje del joven a través de la intrincada selva. Habló de ello con serena gravedad, como si enviara al joven de caza o a la guerra mientras quedaba él en seguridad; y de ningún modo como si el rostro humano que contemplaba en aquellos momentos fuera el último que había de ver en su vida. Pero su firmeza se conmovió antes de concluir.
—Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última plegaria será por ella y por ti. Encarécele de mi parte no conservar amargos sentimientos por tu abandono—aquí palpitó dolorosamente el corazón de Rubén—porque sé que si tu vida hubiera pesado en favor mío, la habrías sacrificado sin vacilar. Ella se casará contigo después de haber llorado algún tiempo a su padre; y ¡quiera el Cielo concederos largos y felices días, y puedan los hijos de vuestros hijos rodear vuestro lecho de muerte! Y vuelve, Rubén,—añadió, pues la debilidad de la muerte le vencía al fin,—cuando tus heridas estén curadas y tu cansancio haya pasado; vuelve a esta roca solitaria, a depositar mis huesos en la tumba y a murmurar una plegaria sobre mis restos.—
Los habitantes de la frontera prestaban atención casi supersticiosa a los ritos de la sepultura; lo cual se originaba quizá en las costumbres de los indios que hacían la guerra tanto a los muertos como a los vivos; presentándose muchos casos en que se sacrificaba la vida por el propósito de enterrar a los que habían perecido “en las fauces del desierto.” Rubén comprendía, por consiguiente, toda la importancia de la solemne promesa que hizo de volver y de llevar a cabo las exequias de Malvin. Era digno de notarse que éste, al hablar a corazón abierto en sus palabras de despedida, no trataba ya de persuadir al joven de que quizá un rápido socorro podría salvarle. Rubén estaba íntimamente convencido de que era la última vez que veía vivo el rostro de Malvin. Su naturaleza generosa le impulsaba a quedarse a cualquier riesgo hasta que todo hubiera terminado; pero el ansia de vivir y la esperanza de la felicidad se habían fortalecido en su corazón, y fué incapaz de resistir.
—Es suficiente,—dijo Róger Malvin, después de escuchar la promesa de Rubén.—¡Ve, y que Dios te guíe!—
El joven oprimió su mano silenciosamente, volvióse y partió. Sus débiles y vacilantes pasos le habían conducido muy poco trecho, sin embargo, cuando la voz de Malvin le llamó de nuevo.
—¡Rubén, Rubén!—dijo débilmente; y Rubén regresó, y arrodillándose junto al moribundo.
—Levántame y déjame reclinado contra la roca,—fué su última petición.—Mi semblante se dirigirá así hacia mi hogar, y podré divisarte un instante más cuando desaparezcas bajo los árboles.—
Habiendo satisfecho Rubén el deseo de cambiar de postura al moribundo, comenzó otra vez su solitaria peregrinación. Avanzaba al principio más rápidamente de lo que correspondía sus fuerzas porque una especie de remordimiento, que atormenta a veces al hombre en sus actos más justificados, le incitaba a ocultarse cuanto antes a los ojos de Malvin; mas, después de avanzar bastante lejos sobre las crujientes hojas, retrocedió agazapándose, empujado por una ardiente y dolorosa curiosidad, y oculto por las raíces medio enterradas de un árbol caído, miró ansiosamente al hombre abandonado. El sol matinal estaba claro y los árboles y arbustos inhalaban el suave ambiente de mayo; pero había, sin embargo, cierta melancolía en el aspecto de la naturaleza, como si simpatizara con los dolores y sufrimientos de la muerte. Las manos de Róger Malvin se elevaban unidas en ferviente plegaria, de la cual pudo percibir Rubén en medio de la tranquilidad de la selva algunas palabras que penetraron en su corazón torturándole con sufrimiento intolerable. Eran acentos interrumpidos que imploraban por la felicidad del joven y de Dorcas; y al escucharlos, su conciencia o algún sentimiento análogo, luchó fuertemente para persuadirle a volver y reposar de nuevo junto a la roca. Sintió todo el horror del destino del noble y generoso ser a quien había abandonado en tal extremidad. La muerte llegaría lentamente como un fantasma, avanzando poco a poco hasta él a través de la selva, y mostrando de árbol en árbol, cada vez más cerca, su faz horrenda e implacable. Mas el destino de Rubén le impulsaba probablemente a no retardarse un día más; y ¿quién le reprocharía haberse retraído de sacrificio tan inútil? Cuando lanzaba en derredor la postrera mirada, la brisa hizo ondear la pequeña bandera en la copa del roble, recordando a Rubén su juramento.
Muchas circunstancias contribuyeron a retardar al viajero herido en su marcha a la frontera. El segundo día las nubes, densamente apretadas sobre el horizonte, descartaron la posibilidad de regular su camino por la posición del sol; y el joven ignoraba si los esfuerzos de su naturaleza casi exhausta le llevaban más cerca o más lejos del fin apetecido. Proveían escasamente a su subsistencia las bayas y otros productos naturales del bosque. Rebaños de ciervos pasaban, es verdad, muy cerca de su lado y las perdices se levantaban ante su paso; pero había consumido sus municiones en la batalla y no podía siquiera intentar la caza. Sus heridas, inflamadas por el constante esfuerzo de que dependía su sola esperanza de vida, disminuían sus fuerzas y muchas veces perturbaban su razón. Pero, aun en medio de su desvarío, el joven corazón de Rubén se aferraba fuertemente a la existencia; hasta que, incapaz absolutamente de movimiento, desfalleció al fin bajo un árbol, viéndose obligado a esperar allí la muerte.
En tal situación fue descubierto por una partida despachada en socorro de los sobrevivientes, a las primeras nuevas de la batalla. Lleváronle a la colonia más cercana, que resultó por azar su propia residencia.
Dorcas, con la sencillez de los tiempos primitivos, velaba al lado del lecho de su amante herido prodigándole aquellos cuidados que son privilegio exclusivo del corazón y las manos de la mujer. Durante varios días los recuerdos de Rubén vagaron pesadamente entre los peligros y obstáculos que había tenido que vencer, y el joven fué incapaz de dar respuesta definida a las preguntas con que muchas personas se apresuraban a fatigarle. No habían circulado aún detalles auténticos del combate; ni era dado tampoco a las madres, esposas e hijos saber si los seres amados de su corazón estaban cautivos o yacían entre las cadenas inquebrantables de la muerte. Dorcas guardaba en silencio sus temores hasta que una tarde, despertando Rubén de un sueño intranquilo, pareció reconocerla más claramente que las veces anteriores. Observó que el joven había reconquistado por completo sus sentidos y no pudo dominar más largo tiempo su ansiedad filial.
—¿Y mi padre, Rubén?—comenzó; mas el cambio de la fisonomía de su amante la obligó a detenerse.
El joven se estremeció como a impulsos de agudo dolor y la sangre subió violentamente a sus descoloridas y flacas mejillas. Su primer impulso fue ocultar el rostro; pero, con desesperado esfuerzo se enderezó y habló con vehemencia defendiéndose contra una imaginaria acusación.
—Tu padre quedó mal herido en la batalla, Dorcas; y me prohibió embarazarme con el peso de su compañía, permitiéndome solamente acompañarlo hasta la orilla del lago para que pudiera saciar su sed y morir en paz. Pero yo no quería abandonar al anciano en tal situación; y, aunque herido yo mismo, le sostuve prestándole la mitad de mis fuerzas, y le llevé conmigo. Durante tres días vagamos juntos, y tu padre resistió mucho más de lo que yo esperaba; pero al despertar del cuarto día, le encontré desfallecido y exhausto; no podía proseguir; la vida se le escapaba; y...
—¡Murió!—exclamó Dorcas débilmente.
Rubén sintió cuán imposible era confesar que su egoísta amor a la vida le había obligado a partir antes que la suerte del padre de la joven se hubiera decidido. No habló; solamente inclinó la cabeza, y se desplomó, desfallecido y avergonzado, ocultando, el rostro entre las almohadas. Dorcas sollozó al ver confirmados sus temores; pero como se había anticipado este golpe largo tiempo, pudo rehacerse mejor contra su violencia.
—¿Abriste una fosa para mi padre en el desierto?—fué la pregunta que expresó inmediatamente su piedad filial.
—Mis brazos estaban débiles; pero hice lo que pude,—replicó el joven en voz baja.—Elévase una magnífica piedra tumularia sobre su cabeza y, ¡pluguiera al cielo que me sea dado reposar tan tranquilamente como él!—
Observando Dorcas el extravío de sus últimas palabras, no inquirió más en aquella ocasión; pero su corazón se tranquilizó a la idea de que Róger Malvin no había carecido de los ritos funerarios que era posible procurar. La historia del valor y la fidelidad de Rubén no perdió nada de su fuerza cuando Dorcas la refirió a sus amigos; y el pobre joven, al dejar con vacilante paso su cuarto de enfermo para respirar la brisa soleada, hubo de sufrir la miserable y humillante tortura del inmerecido elogio general. Todos reconocían que era digno de solicitar la mano de la hermosa doncella a cuyo padre había sido fiel “hasta la muerte;” y como mi cuento no es de amor, baste decir que pasados algunos meses Rubén llegó a ser el esposo de Dorcas Malvin. Durante la ceremonia nupcial el rostro de la desposada brillaba con reflejos sonrosados; pero el semblante del esposo estaba pálido.
Atormentaba ahora el corazón de Rubén Bourne un sentimiento incomunicable; algo que debía ocultar cuidadosamente a la persona que más amaba y en quien más confiaba en el mundo. Deploraba amarga y profundamente la cobardía moral que había retenido sus palabras cuando estuvo a punto de confesar la verdad a Dorcas; pero el orgullo, el temor de perder su cariño, la obsesión del desprecio general, impidiéronle rectificar la falsedad. Comprendía que no era acreedor a censura alguna por haberse separado de Róger Malvin. Su presencia, el sacrificio gratuito de su vida, habría agregado solamente una nueva angustia a los últimos momentos del moribundo; pero al disimular este hecho justificable, le había prestado la apariencia misteriosa de una falta; de manera que Rubén, a quien su razón decía haber procedido honradamente, experimentaba, sin embargo, en alto grado los terrores mentales que constituyen la expiación de todo aquel que ha perpetrado un crimen oculto. Por efecto de cierta asociación de ideas llegaba hasta considerarse a veces casi un asesino. Durante muchos años, también, le asaltaba de repente una idea que no podía arrojar por completo de su mente aun cuando comprendía toda su insensatez y extravagancia. Tenía la obsesión torturadora de que su suegro permanecía aún sentado al pie de la roca, sobre las marchitas hojas, vivo y aguardando el socorro que había implorado. Estas alucinaciones mentales, aparecían y desaparecían sin que, a pesar de todo, jamás las hubiera tomado Rubén por realidades; pero cuando su ánimo estaba tranquilo y despejado, sentíase consciente de haber faltado a una promesa solemne, y de que un cuerpo insepulto clamaba por él desde el desierto. Mas, a consecuencia de su prevaricación, veíase en la imposibilidad de obedecer a la llamada. Era demasiado tarde para invocar la asistencia de los amigos de Róger Malvin para llevar a cabo el entierro diferido por tanto tiempo; y el supersticioso temor a que eran dados más que nadie los colonos extranjeros, retraía a Rubén de aventurarse solo en esta empresa. No sabía siquiera hacia qué lado de la inmensa selva debía buscar la bruñida roca con sus fantásticos caracteres, a cuya base yacía el insepulto cadáver: sus recuerdos de todo el viaje eran muy indistintos, y la última parte no había dejado impresión alguna en su memoria. Sentía, sin embargo, un impulso constante, una voz perceptible sólo a sus oídos, que le ordenaba volver y redimir su promesa; y tenía la convicción extraordinaria de que, al tratar de efectuarlo, llegaría directamente hasta los restos de Malvin. Mas año tras año seguía desobedeciendo esta intimación desoída aunque sentida. Este único y secreto pensamiento llegó a convertirse en una cadena que liaba su espíritu y roía su corazón como una serpiente, transformándole poco a poco en un hombre irritable, melancólico y abatido.
En el transcurso de algunos años de matrimonio, se presentaron notables cambios en la prosperidad de Rubén y Dorcas. Toda la riqueza del primero había consistido en su corazón sano y sus brazos robustos, mientras Dorcas, única heredera de su padre, hizo dueño a su esposo de una granja cultivada de antiguo, más extensa y mejor provista que la mayor parte de los establecimientos de la frontera. Rubén Bourne era, sin embargo, un propietario descuidado: en tanto que las tierras de los otros fructificaban anualmente cada vez más, las suyas se arruinaban en igual proporción. El desaliento por la agricultura había disminuído con la terminación de la guerra india, durante la cual viéronse los hombres obligados a manejar con una mano el arado y el mosquete con la otra, juzgándose afortunados si los salvajes no destruían el producto de su arriesgada labor, ya en las sementeras o en los graneros. Pero Rubén no aprovechó de las nuevas condiciones del país; ni tuvieron éxito sus escasos intervalos de aplicación industriosa a sus negocios. La irritabilidad por la cual había llegado a distinguirse era otra de las causas de su decreciente prosperidad, ocasionándole continuos disgustos en sus inevitables relaciones con los colonos vecinos. El resultado de todo esto fueron juicios innumerables; porque el pueblo de la Nueva Inglaterra, en los primeros tiempos y en medio de las salvajes condiciones del país, adoptaba siempre que le era posible el método legal para zanjar sus diferencias. En una palabra, la gente no simpatizaba con Rubén Bourne; y, completamente arruinado algunos años después de su matrimonio, restábale un sólo recurso para luchar contra la mala suerte que venía persiguiéndole: abrirse paso entre los rincones más escondidos de la selva y procurarse la subsistencia en algún paraje virgen del desierto.
Rubén y Dorcas tenían un hijo de su matrimonio, llegado ya a la edad de quince años, hermoso adolescente que prometía gloriosa virilidad. Estaba especialmente dotado para las salvajes proezas de la vida de la frontera, en las cuales empezaba ya a sobresalir. Tenía el pie ligero, la puntería exacta, rápida comprensión y corazón animoso y jovial; de manera que todos los que preveían la repetición de la guerra india, hablaban de Cyrus Bourne como de un jefe futuro para la colonia. Rubén amaba al mancebo con profundo y reconcentrado ardor, como si todo lo que había de bueno y feliz en su naturaleza se hubiera transmitido a su hijo con la fuerza de su afección. Aun Dorcas, amante y amada, le era mucho menos cara que el joven; porque los secretos pensamientos y emociones solitarias de Rubén habíanle vuelto egoísta poco a poco, y sólo era capaz de amar profundamente aquello que representaba, o que él imaginaba, un reflejo o renovamiento de su propia naturaleza. Se reconocía en Cyrus, como había sido en sus lejanos días; y parecía a veces compartir el espíritu del mancebo y revivir a una vida nueva y feliz. Rubén partió acompañado de su hijo a la expedición emprendida con el objeto de elegir el trozo de terreno que deberían cultivar, y derribar y quemar los árboles; labor necesariamente preliminar al transporte de sus enseres domésticos. Transcurrieron así dos meses del otoño; pasados los cuales Rubén Bourne y el joven cazador regresaron a pasar el último invierno en las colonias.
A principios del mes de mayo la pequeña familia, cortando los vínculos de afecto que la encadenaban a los objetos inanimados, se despidió de los pocos que aún se apellidaban sus amigos a despecho de la ruina de su fortuna. La tristeza de la partida mitigábase en diversas formas en cada uno de los peregrinos. Rubén, hombre caprichoso y misántropo a causa de su desdicha, partió con su severa fisonomía habitual y con los ojos bajos, sintiendo poca pesadumbre y desdeñando reconocerla. Dorcas, sollozando fuertemente por el desgarramiento de los lazos con que su naturaleza sencilla y afectuosa se había unido al lugar, sentíase de otro lado confortada a la idea de que los seres queridos de su corazón marchaban con ella y que estarían reunidos dondequiera que se dirigiesen. Y el mancebo, a la vez que enjugaba una lágrima en sus ojos, pensaba en el placer de las aventuras que le brindaba la selva jamás hollada.
¡Oh! ¿quién no ha deseado, en el entusiasmo de un ensueño a ojos abiertos, vagar en la inmensidad de un desierto estival, sintiendo en el brazo el peso ligero de una criatura dulce y bella? Los jóvenes no encontrarían más barrera a su paso libre y triunfante que el bullente océano o las montañas coronadas de nieve; el hombre tranquilo elegiría su hogar allá donde la naturaleza ha provisto doble riqueza, en el valle de algún transparente arroyuelo; y cuando la edad provecta le alcanzara allí, tras largos años de esta pura existencia, encontraríale convertido en el padre de una raza, en el patriarca de un pueblo, en el fundador de lo que estaba llamado a ser una nación. Y cuando la muerte llegara hasta él, como el dulce sueño que invocamos tras un día de felicidad, sus numerosos descendientes llorarían sobre sus venerados restos. Envuelto por la tradición en misteriosos atributos, sería semejante a un dios para las generaciones venideras; y su posteridad más remota le miraría en un pedestal, dominando el valle milenario en el esplendor de su gloria.
La intrincada y sombría selva a través de la cual vagaban los personajes de mi cuento era completamente diferente de la tierra fantástica del soñador. Posesionábase de su existencia la naturaleza, a pesar de todo; y las aflictivas preocupaciones traídas del mundo exterior eran lo único que se oponía ahora a su felicidad. Una robusta y peluda caballería, que conducía todas sus riquezas, no protestaba por el pequeño peso de Dorcas que se le agregaba a veces; ya que generalmente el vigor de su raza la sostenía al lado de su marido durante la última parte de la jornada diaria. Rubén y su hijo, con el mosquete al hombro y el hacha colgada a la espalda, conservaban su paso infatigable, espiando con ojos de cazador las piezas que servían para su sustento. Cuando el hambre se dejaba sentir, deteníanse y preparaban su alimento en el bosque, en el margen de algún inmaculado arroyo que protestaba con dulce murmullo, como una doncella al primer beso de amor, cuando se arrodillaban para beber rozándolo con sus labios sedientos. Dormían en una choza fabricada de ramas y despertaban al brotar la aurora, frescos para emprender las tareas del nuevo día. Dorcas y el mancebo viajaban alegremente, y aun el espíritu de Rubén brillaba a intervalos con muestras exteriores de placer; pero interiormente le agobiaba un pesar frío, tan frío que lo comparaba a las masas de nieve acumuladas en las profundidades de los valles y en las hondonadas de los riachuelos, mientras arriba se ostentan las hojas de verde brillante.
Cyrus Bourne tenía suficiente conocimiento de la selva para advertir que su padre no seguía el mismo rumbo que tomaron en su expedición del pasado otoño. Dirigíanse ahora más hacia el norte, abandonando la dirección de las colonias y penetrando en una región de que bestias y hombres salvajes eran los únicos posesores. El joven hizo alusión algunas veces a esta materia, y Rubén le escuchaba atentamente, llegando a cambiar una o dos veces la dirección de su marcha siguiendo los consejos de su hijo; mas apenas lo había hecho, parecía encontrarse intranquilo. Lanzaba hacia adelante miradas rápidas y escudriñadoras, buscando aparentemente enemigos ocultos detrás de los troncos de los árboles; y no encontrando nada peligroso por aquel lado, tornábalas atrás como si temiera ser perseguido. Observando Cyrus que su padre volvía gradualmente a su primera dirección, no trató ya de intervenir: no permitiéndole su naturaleza aventurera lamentar la mayor extensión y misterio de su ruta, aunque sentía involuntariamente oprimírsele el corazón.
En la tarde del quinto día, hicieron alto y armaron su sencillo campamento una hora antes del ocaso. El aspecto del país en las últimas millas aparecía diverso a causa de las ondulaciones del terreno que semejaban las olas enormes de algún mar petrificado; en una de cuyas depresiones, paraje romántico y agreste, levantó la familia su tienda y encendió su hogar. Había algo que estremecía y emocionaba a la par en el espectáculo de aquellos tres seres, unidos por los fuertes lazos del amor y aislados de toda otra criatura humana. Los obscuros y tétricos pinos se inclinaban sobre ellos y cuando el viento barría sus altas ramas, un rumor misericordioso escuchábase en el bosque; ¿o quizá se lamentaban aquellos viejos árboles, temiendo que los hombres intentaran al fin destrozar sus raíces con el hacha? Rubén y su hijo se propusieron marchar en busca de caza, de la cual no tenían provisión aquel día, mientras Dorcas preparaba la cena. El mancebo, después de prometer que no se alejaría mucho del campamento, partió con paso tan ligero y elástico como el ciervo que se proponía derribar; mientras su padre, sintiendo pasajera felicidad al mirarle, pensaba enderezar sus pasos en dirección opuesta. Dorcas, entretanto, sentóse cerca del fuego de secas ramas, sobre un tronco de árbol caído hacía largos años, enmohecido ahora y cubierto de musgo. Su ocupación, alternada con una mirada incidental al puchero que comenzaba a hervir sobre el fuego, era la lectura del almanaque de Massachusetts del año en curso que, con excepción de una vieja Biblia en gótico, constituía toda la riqueza literaria de la familia. Nadie presta mayor atención a la división arbitraría del tiempo que aquéllos que se encuentran excluídos de toda sociedad; y así Dorcas hizo notar como dato de importancia que era el doce de mayo. Su marido se estremeció.
—¡El doce de mayo! ¡Debería recordarlo bien!—murmuró, mientras un torrente de pensamientos ocasionaba cierta confusión momentánea en su mente.—¿Dónde estoy? ¿Dónde me encuentro vagando? ¿En dónde le he dejado?—
Dorcas, demasiado acostumbrada a las maneras inciertas de su marido para notar especialmente esta nueva peculiaridad, dejó el almanaque a un lado y se dirigió a él con aquel tono melancólico que los corazones tiernos dedican a los pesares largo tiempo enfriados y desvanecidos.
—Por estos días, en este mismo mes, hace dieciocho años, mi pobre padre abandonó este mundo por otro mejor. Tuvo un brazo cariñoso para sostener su cabeza y una tierna voz para alentarle en sus últimos momentos, Rubén; y el pensamiento de los afectuosos cuidados que le prodigaste me ha consolado muchas veces desde aquel tiempo. ¡Oh! ¡La muerte sería horrible para un hombre solitario en un lugar tan abandonado como éste!
—¡Ruega al Cielo, Dorcas,—dijo Rubén con voz interrumpida,—ruega al Cielo que ninguno de nosotros muera solitario y quede insepulto en esta triste soledad!—Y se apresuró a alejarse, dejándola cuidar del fuego bajo los tétricos pinos.
La rapidez de la marcha de Rubén Bourne disminuyó poco a poco conforme se hacía menos sensible el dolor que las inocentes palabras de Dorcas le habían producido. Mil extrañas reflexiones se apoderaron, sin embargo, de su mente; y, avanzando más bien con paso de somnámbulo que de cazador, no podía atribuirse a precaución alguna de su parte que su tortuosa marcha no le arrastrara muy lejos del campamento. Sus pasos se encaminaban maquinalmente casi en círculo; y no observó siquiera que se encontraba en el margen de un trozo de terreno cubierto de espesa arboleda, entre la cual no había ya pinos. En vez de éstos, veíanse aquí robles y otras clases de árboles de madera dura; y en torno de sus raíces brotaba densa y apretada maleza dejando, sin embargo, espacios vacíos y cubiertos de gruesas capas de hojas secas. Cada vez que el roce de las ramas o el crujido de los troncos producía algún rumor, como si la selva despertara de un sueño, Rubén levantaba instintivamente el mosquete que reposaba en su brazo y lanzaba una mirada rápida y escrutadora por todos lados; mas, convencido por su ligera observación de que ninguna pieza se aproximaba, entregábase de nuevo a sus pensamientos. Meditaba sobre la extraña influencia que le había arrastrado tan lejos en las profundidades del desierto y fuera de su rumbo premeditado. Incapaz de penetrar hasta los secretos repliegues de su alma, donde el motivo yacía oculto, creyó que una voz sobrenatural le había hecho adelantar y que una potencia sobrenatural había impedido su regreso. Confiaba en que la Providencia le procuraría la ocasión de expiar su pecado; esperaba encontrar los huesos tan largo tiempo insepultos; y que, una vez depositados bajo tierra, la paz arrojaría sus resplandores sobre el sepulcro de su corazón. Distrájole de estas ideas un rumor en el bosque a corta distancia del sitio a que había llegado. Observando el movimiento de algún objeto detrás de la espesa cortina de maleza, hizo fuego con el instinto del cazador y la seguridad del buen tirador. Un suave quejido, que decía de su certeza, y con el cual aun los animales pueden expresar su agonía mortal, pasó inadvertido para Rubén Bourne. ¿Qué recuerdos se atropellaban en su mente?
La espesura en cuya dirección había hecho fuego crecía cerca de la cima de una ondulación del terreno, apretándose en torno de la base de una roca que por la forma y pulido de uno de sus lados, no estaba lejos de asemejarse a una gigantesca piedra tumularia. Como reflejada en un espejo se reproducía la imagen de esta roca en la memoria de Rubén: reconocía hasta las venas que parecían formar una inscripción en olvidados caracteres. Todo continuaba igual, excepto una densa maleza que envolvía la parte baja de la roca, y habría ocultado a Róger Malvin en caso que permaneciera todavía sentado en aquel sitio. En este momento las miradas de Rubén advirtieron otro cambio que el tiempo había efectuado desde que se encontró por última vez en el mismo lugar que ahora ocupaba, detrás de las raíces enterradas del árbol caído. El árbol joven en cuya copa había atado el sangriento símbolo de su juramento, había crecido y, desarrolládose hasta convertirse en un gran roble, lejos todavía de su madurez, pero abundantemente provisto de umbrosas ramas. Pero había en este árbol una particularidad que hizo temblar a Rubén. El centro y las ramas inferiores mostraban vida exuberante, y el exceso de vegetación cubría el tronco casi hasta la tierra; pero alguna circunstancia había esterilizado la parte superior del roble, y su rama más alta aparecía marchita, sin savia y tristemente muerta. Rubén recordaba cómo había flotado la pequeña bandera al tope de aquella rama cuando estaba verde y fresca, dieciocho años atrás. ¿Qué crimen pues la había marchitado?
Después de la partida de ambos cazadores, Dorcas continuó sus preparativos para la cena. Su mesa silvestre era el gran tronco de un árbol caído y cubierto de musgo, en cuya parte más ancha había extendido un mantel blanco como la nieve y dispuesto toda la vajilla de brillante metal que les restaba de lo que había sido su orgullo en la colonia. Era algo extraño encontrar aquel rincón de lujo doméstico en el seno desolado de la naturaleza. El sol lanzaba todavía sus resplandores sobre las ramas altas de los árboles que crecían en terreno elevado; pero las sombras de la tarde obscurecían ya la hondonada donde habían acampado, y el fuego comenzaba a enrojecerse reflejándose en los negros troncos de los pinos o revoloteando sobre la densa y obscura masa de follaje que circundaba aquel paraje. Dorcas no estaba triste; porque sentía que era preferible viajar en el desierto con los amados de su corazón, que vivir aislada en medio de una multitud que no se interesara por ella. Mientras se ocupaba en arreglar asientos de trozos de madera cubiertos de hojas para Rubén y su hijo, flotaba su voz en la selva sombría siguiendo el ritmo de una canción aprendida en la juventud. La ruda melodía, producción de un bardo que no conquistó la gloria, describía una noche de invierno en una cabaña de la frontera, cuando la familia, asegurada contra las irrupciones de los salvajes por las avalanchas de nieve, se regocijaba al fuego de su hogar. Toda la canción poseía el indecible hechizo peculiar de la idea original; pero cuatro líneas, insistentemente repetidas, brillaban entre el conjunto como el fuego de los corazones cuya alegría celebraban. En ellas, con la magia de unas cuantas palabras, había destilado el poeta la verdadera esencia del amor de la familia y de la felicidad doméstica, y eran un cuadro y un poema a la par. Mientras Dorcas cantaba, los muros de su casa abandonada parecían rodearla; no veía ya los tétricos pinos, ni escuchaba el rumor del viento que enviaba, sin embargo, su fuerte hálito a través de las ramas con cada verso, a morir allá lejos en hondo lamento cargado de los ecos de la canción. Sobrecogióse al ruido de un disparo en las cercanías del campamento; y, sea a causa del repentino estallido o de su soledad al lado del fuego, comenzó a temblar violentamente. Mas en seguida rió con todo el orgullo de su corazón maternal.
—¡Mi bello cazador! ¡Mi hijo ha derribado algún ciervo!—exclamó, recordando que Cyrus había partido a cazar en la dirección hacia donde resonó el tiro.
Aguardó un espacio razonable de tiempo creyendo escuchar sobre las crujientes hojas el paso ligero de su hijo que volvía a referir sus proezas. Pero el joven no apareció inmediatamente; y entonces ella lanzó su alegre voz a encontrarle entre los árboles.
—¡Cyrus! ¡Cyrus!—
Aun se retardaba su aparición; y Dorcas decidió ir personalmente a su encuentro, ya que el disparo había sido muy cerca al parecer. Quizá si su ayuda era también necesaria para traer al campamento el venado que se lisonjeaba haber derribado su hijo. Se adelantó, de consiguiente, enderezando sus pasos en la dirección del ya lejano disparo, y cantando mientras avanzaba para que el mancebo pudiera advertir su llegada y correr a su encuentro. Tras cada tronco de árbol y cada sitio que podía servir de escondite creía descubrir el semblante de su hijo riendo con la malicia jovial que nace de la afección. El sol estaba ya muy bajo en el horizonte y la luz que atravesaba los árboles era suficientemente indecisa para crear muchas ilusiones en su bien preparada fantasía. Varias veces creyó vagamente ver su rostro mirándola entre las hojas; y una vez imaginó que la hacía señas desde la base de una escarpada roca. Mirando este objeto con más atención, encontró que no era más que el tronco de un roble cubierto hasta el suelo de pequeñas ramas, una de las cuales, más saliente que las otras, movíase a impulsos de la brisa. Rodeando la base de la roca, se encontró súbitamente junto a su marido que había llegado por otra dirección. Inclinando el cañón de su fusil cuya culata descansaba en las hojas marchitas, Rubén parecía absorto en la contemplación de cierto objeto que yacía a sus pies.
—¿Qué es eso, Rubén? ¿Derribaste al ciervo y te quedaste dormido sobre él?—exclamó Dorcas, riendo alegremente al observar a la ligera la posición y aspecto de su marido.
Él no se movió, ni volvió los ojos hacia ella; y cierto horror frío y siniestro, indefinible en su origen y en su objeto, comenzó a apoderarse de la sangre de Dorcas. Advertía ahora que el rostro de su marido tenía palidez mortal y que sus facciones estaban rígidas, como si fueran incapaces de asumir otra expresión que la de la horrible desesperación que las petrificaba. No dió el más ligero signo de haber notado su presencia.
—¡Por el amor del cielo, háblame, Rubén!—exclamó Dorcas, y el eco extraño de su propia voz la aterrorizó más aún que el silencio de muerte.
Su marido se estremeció, la miró en el rostro, condújola al frente de la roca y señaló con el dedo.
¡Oh! ¡Allí yacía el mancebo, dormido, pero sin sueños, sobre las hojas caídas de la selva! Descansaba la mejilla sobre el brazo; sus suaves rizos caían echados hacia atrás sobre su frente; sus miembros estaban ligeramente laxos. ¿Algún súbito desfallecimiento había acometido al joven cazador? ¿Despertaríale la voz de su madre? ¡Dorcas sabía bien que aquello era la muerte!
—Esta inmensa roca es la piedra tumularia de tu familia más cercana, Dorcas,—dijo su marido.—Tus lágrimas regarán a la vez la tumba de tu padre y la de tu hijo.—
Ella no le oyó. Con un alarido salvaje, que pareció brotar de lo más hondo de su alma dolorida, se desplomó insensible junto al cuerpo de su amado hijo. En el mismo instante la rama marchita en la copa del roble se deshizo en el ambiente tranquilo y cayó en ligeros y suaves fragmentos sobre la roca, sobre las hojas, sobre Rubén, sobre su mujer y su hijo y sobre los huesos de Róger Malvin. Entonces se conmovió el corazón de Rubén y brotaron lágrimas de sus ojos como el agua de una roca. El hombre abatido por la desgracia redimió la solemne promesa del mancebo herido. Su crimen quedaba expiado; la maldición se apartaba de su lado; y después de haber vertido sangre más querida a su corazón que la suya propia, subió a los cielos por primera vez en largos años una plegaria de labios de Rubén Bourne.
Édward Éverett Hale nació en Boston, Massachusetts, el 3 de abril de 1822; murió en la misma ciudad el 10 de junio de 1909. Procedía de una familia distinguida de patriotas y hombres importantes en intelectualidad y en moral. Se educó en la Boston Latín School y en Harvard University, graduándose en la universidad a la temprana edad de diecisiete años. Comenzó su carrera enseñando latín por corto tiempo, dedicándose luego al estudio de la teología, y más tarde fue ministro unitario, ejerciendo el ministerio de pastor en varias iglesias principales de Wórcester y Boston, Massachusetts. Desde 1903 hasta 1909, época de su fallecimiento, fué capellán del senado nacional. Fué abolicionista ardiente, caudillo en varios movimientos de reforma, famoso conferenciante, anticuario, naturalista, sociólogo y filántropo. Colaboraba en muchos diarios y revistas y escribió sobre temas muy diversos. Entre sus obras pueden mencionarse: History of Kansas and Nebraska (1854); Ninety Days’ Worth of Europe (1861); A Man without a Country (1861); Puritan Politics in England and New England (1869); The Ingham Papers (1870); Ten Times One Is Ten (1870); His Level Best (1872); Philip Nolan’s Friends (1876); A New England Boyhood (1892); How to Live (1902); Memories of a Hundred Years (1902); We, the People (1903); Foundation of the Republic (1907); y muchos volúmenes de sermones, libros para niños, etc.
SUPONGO que pocos lectores del New York Herald del 13 de agosto de 1863 observarían por casualidad en una humilde esquina, entre las defunciones, el anuncio siguiente:
NOLAN: Fallecido el 11 de mayo, a bordo de la corbeta Levant de los Estados Unidos. Lat., 2° 11´ S. Long., 131° O., PHÍLIP NOLAN.
Por mi parte lo advertí, debido a la circunstancia de encontrarme desamparado en la antigua casa de la misión en Máckinac, aguardando un vaporcito del lago Superior que nunca se decidía a llegar; y devoraba, por consiguiente, cuanta lectura podía acaparar, hasta las defunciones y matrimonios anunciados en el Herald. Tengo buena memoria para nombres y personas, y el lector echará de ver conforme avance que tenía razones suficientes para recordar a Phílip Nolan. Muchas personas, en cambio, se habrían interesado en este anuncio, si el oficial del Levant que lo redactó, hubiéralo hecho en esta forma: “Falleció, mayo 11, El hombre sin patria”. Pues bajo el nombre de “El hombre sin patria” había sido generalmente conocido este pobre Phílip Nolan por todos los oficiales de marina que le tenían bajo custodia hacía cosa de cincuenta años y, a la verdad, por todos los marineros de la armada. Hasta podría decir que muchos de los hombres que acostumbraban beber con él un vaso de vino una vez a la quincena durante viajes de tres años, nunca supieron que su nombre era Nolan, y ni siquiera si el infeliz tenía nombre alguno.
No hay ningún mal en referir la historia de este ser infortunado. Hasta hoy ha habido razón para guardar secreto absoluto, aun cuando terminó la administración de Mádison en 1817; secreto de honor entre los oficiales de la armada que tenían sucesivamente bajo custodia a Nolan. Y dice muy alto ciertamente del esprit de corps de la profesión y del honor personal de sus miembros que la historia de este hombre haya sido totalmente desconocida a la prensa y, según creo, a toda la nación. Por ciertas investigaciones hechas en los archivos navales, cuando fuí agregado al despacho de los astilleros, me inclino a pensar que los informes oficiales a su respecto se quemaron cuando el incendio de los edificios públicos en Wáshington. Uno de los Túcker, o quizá uno de los Watson, estuvo a cargo de Nolan a la terminación de la guerra; y cuando, al regresar del viaje, presentó su informe en Wáshington a uno de los Crówninshield, que se encontraba entonces en el departamento de marina, descubrió que en las oficinas de estado se ignoraba por completo tal historia. No sabría decir si era desconocida en realidad o si la política adoptada consistía en un “Non mi ricordo.” Pero lo que sé es que, desde 1817 y quizá antes, ningún oficial de marina ha mencionado a Nolan en sus informes de viaje.
Como dije antes, no existe ahora la necesidad de misterio. Y ya que ha muerto la desgraciada criatura, paréceme interesante referir un poquillo de su historia, siquiera sea para enseñar a los jóvenes americanos del día lo que significa ser un hombre sin patria.
Phílip Nolan era un joven oficial de los más distinguidos en la “Legión del Oeste,” como se llamaba entonces la división de nuestro ejército originaria del oeste. Cuando Aarón Burr realizó su primera y arrojada expedición a Nueva Órleans en 1805,[38] encontró en el fuerte de Mássac o en algún otro punto de la ribera, como cosa dispuesta por el diablo, a aquel alegre, intrépido y brillante joven, en, alguna cena, imagino. Burr le observó, conversó con él, paseó con él, llevóle uno o dos días a navegar en su barco y le fascinó, en una palabra. Al año siguiente la vida de cuartel era demasiado insípida para el pobre Nolan. Hizo uso del permiso de escribirle que le había concedido el gran hombre. El pobre mozo escribió una tras otra largas, floridas y pomposas cartas, y volvió a escribir, y envió las copias, sin que jamás viniera una línea de respuesta del fastuoso impostor. Los demás jóvenes de la guarnición se burlaban de él porque, en su afección mal recompensada por un político, había sacrificado en escribirle el tiempo que ellos dedicaban al monongahela,[39] al sledge y al high-low-jack.[40] El bourbon,[39] el euchre y el poker,[40] eran aun desconocidos. Pero un día Nolan tuvo su desquite. Aquella vez descendió Burr el río, no como abogado en busca de lugar adecuado para establecer sus reales, sino como conquistador disfrazado. Había derrotado a no sé cuántos procuradores, había asistido a no sé cuántos banquetes públicos; su nombre había salido en letras de molde en no sé cuántas revistas semanales; y se rumoraba que tenía un ejército a sus espaldas y un imperio delante de él. El día de su llegada fué un gran día para el pobre Nolan. No haría una hora que se encontraba Burr en el fuerte cuando ya había enviado a buscarle. Aquella noche pidió a Nolan que le acompañara en su esquife para mostrarle un cañaveral o un árbol de algodón, según decía; en realidad, para seducirle; y cuando arriaron la vela, Nolan estaba ya alistado en cuerpo y alma. Desde entonces, aun cuando él todavía lo ignoraba, se convirtió en un hombre sin patria.
Lo que Burr proyectaba lo sé tanto como vos, querido lector. No nos interesa, de otro lado. Solamente, cuando estalló la gran catástrofe, y Jéfferson y los partidarios de la casa de Virginia[41] de aquel entonces se propusieron enrodar a todos los Clárence posibles de la Casa de York[42] con motivo del juicio de alta traición en Ríchmond, algunos de los acalorados de segundo orden en aquel distante valle del Misisipí, más alejado entonces de nosotros de lo que hoy se encuentra la sonda de Púget, introdujeron la novedad en su escenario provincial; y para disipar la monotonía del verano en el fuerte de Adams, se dieron como espectáculo una serie de juicios militares de los oficiales. Varios coroneles y mayores fueron enjuiciados, y para completar la lista entró también Nolan contra quien existían indicios más que suficientes, Dios lo sabe: que estaba aburrido del servicio, que había querido abandonarlo, que habría obedecido gustoso la orden de marchar a cualquier lado con todo el que quisiera seguirle, siempre que la orden apareciera firmada: “Por mandato de Su Excelencia, A. Burr.” La corte marcial proseguía sus tareas. Pero los pájaros gordos volaban, a lo que yo me sé. La culpabilidad de Nolan quedó suficientemente establecida, como decía; sin embargo, ni vos lector ni yo hubiéramos sabido nunca de él, si no fuera porque al preguntarle el presidente del tribunal, momentos antes de terminar si deseaba decir algo para probar su lealtad constante a los Estados Unidos, en un frenesí de rabia gritó:
“¡Al diablo los Estados Unidos! ¡No quisiera oír hablar jamás de los Estados Unidos!”
Supongo que Nolan no imaginó hasta qué punto iban a herir sus palabras al viejo coronel Morgan que presidía la corte marcial. La mitad, por lo menos, de los oficiales presentes había servido bajo la revolución, arriesgando la vida, por no decir el cuello, en obsequio a los ideales que él zahería tan desdeñosamente en su locura. Phílip Nolan, por su parte, había crecido en el oeste[43] de aquellos días, en medio de la “conspiración española,” y la “conspiración de Órleans,” y todo lo demás. Habíase educado en una colonia cuya mejor sociedad estaba formada por uno que otro oficial español o algún mercader francés de Órleans. Su educación, tal como era en la actualidad, se había perfeccionado en sus expediciones industriales a Veracruz, y creo que me dijo alguna vez que su padre tomó a un inglés como ayo suyo durante un invierno en la colonia. Había pasado la mitad de su juventud con un hermano mayor persiguiendo caballos salvajes en Tejas; en una palabra, los “Estados Unidos” apenas pasaban de una idea vaga para él. Sin embargo, había vivido a costa de los “Estados Unidos,” todo el tiempo que estaba en el ejército. Había jurado, por su fe de cristiano, ser leal a los “Estados Unidos.” Los “Estados Unidos” le habían dado el uniforme que vestía y la espada que llevaba al costado. Nada, mi pobre Nolan; solamente porque los “Estados Unidos” os habían aceptado entre los primeros como uno de sus leales hombres de honor, aquel “A. Burr” se preocupaba de vos un pelo más que de los hombres de su chata que izaban la vela de la embarcación.
No excuso a Nolan; explico simplemente al lector por qué enviaba al diablo a su patria y deseaba no volver a oír hablar de ella jamás.
Sólo volvió a oír el nombre de su patria una vez después de aquellas palabras. Desde aquel instante, el 23 de septiembre de 1807, hasta el día en que murió, 11 de mayo de 1863, jamás oyó nombrar de nuevo a los Estados Unidos. Durante este largo medio siglo fué un hombre sin patria.
El viejo Morgan, como he dicho, sintióse terriblemente ofendido. Si Nolan hubiera comparado a George Wáshington con Bénedict Árnold, o gritado “¡Dios guarde al rey George!” no habría quedado Morgan más dolorosamente impresionado. Transladó la corte marcial a sus habitaciones particulares, y volvió al cabo de quince minutos con el rostro más blanco que un sudario, para decir:
“¡Prisionero, escuchad la sentencia del tribunal! El tribunal decide, sujeto a la aprobación del presidente, que jamás volváis a oír el nombre de los Estados Unidos.”
Nolan soltó una carcajada. Pero nadie le imitó. El tono del viejo Morgan había sido demasiado solemne, y todo el cuarto quedó en silencio mortal durante un minuto. Aun Nolan perdió su fanfarronería pasado un momento. Entonces Morgan añadió:—“Señor mariscal, llevad al prisionero a Órleans en un buque de guerra y entregadlo allí al jefe naval.”
El preboste dió sus órdenes, y sacaron al prisionero de la sala del tribunal.
“Señor preboste,” continuó el viejo Morgan, “cuidad de que nadie mencione los Estados Unidos en presencia del prisionero. Señor preboste, ofreced mis respetos al teniente Mítchel en Órleans, y pedidle que nadie nombre a los Estados Unidos mientras el prisionero se encuentre a bordo del buque. Recibiréis órdenes escritas del oficial de servicio esta noche. La corte se suspende sin día determinado.”
Siempre he creído que el coronel Morgan llevó a Wáshington los procedimientos de la corte marcial, explicando a Jéfferson lo que había pasado. Lo cierto es que el presidente aprobó la resolución; es decir, a creerse a las personas que aseguran haber visto su firma. Antes de que el Nautilus diera la vuelta de Nueva Órleans por la costa septentrional del Atlántico llevando a su bordo al prisionero, la sentencia quedaba aprobada y él era un hombre sin patria.
El plan adoptado fué más o menos el mismo que se siguió siempre. Quizá nació de la necesidad de enviarle por agua desde el fuerte de Adams y de Órleans. Se solicitó del secretario de marina,—probablemente el primer Crówninshield, aun cuando no estoy seguro de la persona,—que pusiera a Nolan a bordo de algún buque del gobierno aparejado para larga travesía, ordenando que se le confinara de tal suerte que jamás volviese a oír hablar de su patria ni a volverla a ver. Pocas travesías largas se realizaban en aquel tiempo, y la marina no gozaba de gran favor; de manera que, siendo casi todo tradición en esta historia, como ya lo he explicado, no podría decir con certidumbre cuál fué su primer viaje. Pero el capitán a quien fué entregado Nolan—probablemente Tíngey o Shaw, aunque también pudo ser alguno de los jóvenes de aquel tiempo que, como yo, son viejos en la actualidad—el capitán, decía, reguló la forma y las precauciones necesarias para el caso, las mismas que, de acuerdo con aquel programa, se llevaron a cabo hasta la muerte del prisionero.
Treinta años después, cuando era yo oficial segundo del Intrepid, vi el pliego original que contenía las instrucciones. Siempre he lamentado no haber sacado entonces copia exacta de este papel. Decía, sin embargo, más o menos lo siguiente:
Wáshington (y la fecha,
que debe haber sido a
fines del 1807).
Señor: El teniente Neale os entregará la persona de Phílip Nolan, ex teniente en el ejército de los Estados Unidos.
En el transcurso de su juicio por la corte marcial, manifestó dicha persona, acompañado de un voto, el deseo de no volver a oír hablar jamás de los Estados Unidos.
La sentencia del tribunal fué que este deseo quedara satisfecho.
Por ahora ha confiado el presidente la ejecución de la sentencia a este departamento.
Tomaréis al prisionero a bordo de vuestro buque, y le guardaréis con toda clase de precauciones para impedir su fuga.
Le procuraréis alojamiento, mesa y vestidos en relación con el grado de oficial que había alcanzado en el ejército, como si fuera a bordo un pasajero por asuntos del gobierno.
Los caballeros pueden hacer a bordo cualquier arreglo que juzguen conveniente con respecto a su sociedad. No debe exponérsele a ninguna falta de cortesía, ni es necesario recordarle que se encuentra prisionero.
Pero bajo ningún concepto oirá hablar de su patria ni leerá la menor noticia concerniente a los Estados Unidos; y recomendaréis especialmente a los oficiales a vuestras órdenes que, en las diversas concesiones que dicha persona pueda obtener, cuiden de que se mantenga esta regla que envuelve su expiación.
La intención del gobierno es que jamás vuelva a ver el país de que ha renegado. Antes de la terminación de vuestro viaje, recibiréis órdenes acerca de la forma en que esto debe verificarse.
Respetuosamente,
Por el Departamento de Marina,
W. Sóuthard.
Si hubiera conservado yo en la memoria esta orden completa, no habría solución de continuidad al principio de mi historia. Por lo que respecta al capitán Shaw, siempre que fuera él, pasó la orden a su sucesor en el puesto, y éste, a su vez, al que le siguió; y supongo que el capitán del Levant la conserva hasta hoy como documento para probar su derecho de conservar a aquel hombre bajo su indulgente custodia.
La regla adoptada a bordo del buque en el cual conocí al “hombre sin patria” era la misma que se había observado desde el principio, según creo. En ninguna mesa agradaba tenerle de continuo, porque su presencia cortaba toda conversación sobre la patria o el regreso futuro, sobre política y literatura, paz o guerra; suprimiendo, en fin, más de la mitad de los temas que agrada tratar a los hombres durante una navegación. Pero se creyó siempre demasiado duro que le estuviera vedado reunirse siquiera alguna vez con nosotros más allá de un simple saludo; y adoptamos, por último, cierto sistema definido. No se le permitía conversar con los tripulantes a menos que hubiese algún oficial de por medio. Con los oficiales no existía restricción, naturalmente, hasta donde él y los otros quisieran extenderlo. Pero él se volvía más y más tímido, aunque tenía sus favoritos: yo era uno de ellos. Entonces el capitán le invitó a su mesa todos los lunes, y cada mesa le tomó un día por turno. Según las proporciones del barco, cada uno le tenía a su mesa con mayor o menor frecuencia. Tomaba el almuerzo en su camarote—siempre tenía su camarote particular—donde había un centinela o alguien de guardia para vigilar la puerta. Y todo lo demás que comía o bebía, lo tomaba solo. En ciertas ocasiones, cuando los marinos o la tripulación tenían algún día de fiesta, se les permitía invitar a “Plain Buttons” (Botones llanos), como le llamaban. Entonces enviaban a Nolan con algún oficial, y mientras se encontraba con ellos, tenían los hombres prohibición de hablar de la patria. Tengo para mí que el espectáculo de su castigo era moralizador. Llamábanle “Plain Buttons,” porque aun cuando él prefería vestir el uniforme regular del ejército, no se le permitía usar los botones que llevaban las iniciales o la insignia del país que había desconocido.
Recuerdo que poco tiempo después de haberme agregado a la marina, me encontraba una vez en tierra con algunos de los oficiales más antiguos de nuestro buque, y los del Brandywine con quienes nos reunimos en Alejandría. Teníamos licencia para hacer una excursión al Cairo y a las Pirámides. Mientras nos zangoloteábamos a lomo de burro en aquella dirección, algunos de estos caballeros (los jóvenes les llamábamos “Dons” entonces, pero la frase cambió hace largo tiempo) comenzaron a hablar de Nolan, y uno de ellos manifestó el sistema que se seguía con respecto a sus libros y a sus lecturas. Como casi nunca se le permitía desembarcar aunque el buque estuviera fondeado en el puerto largos meses, el tiempo se le hacía pesado con frecuencia, y cualquiera estaba autorizado para prestarle libros siempre que no fueran publicados en América, ni hicieran mención de este país. Esta clase de libros era muy común en aquel tiempo, en que la gente del otro hemisferio se preocupaba de los Estados Unidos tanto como nosotros del Paraguay. Recibía así, pronto o tarde, todos los periódicos extranjeros que llegaban al buque; solamente que alguien los revisaba primero y recortaba cualquier aviso o capítulo en que se aludiera por incidencia a la América del Norte. Esto resultaba un poco cruel a veces, cuando lo escrito detrás de lo cortado era tan inocente como el Hesiodo. En la mitad de alguna relación sobre las batallas napoleónicas, por ejemplo, o de cierto discurso de Cánning, encontraba de repente el pobre Nolan un gran vacío porque a la vuelta de la página venía el aviso de algún paquebote para Nueva York, o cualquier trozo insignificante del mensaje del presidente. Aquélla fué la primera vez, digo, que llegaba a mi conocimiento algo de este sistema, con el cual tanto y tanto tuve que hacer después. Lo recuerdo, porque apenas se hizo alusión a las lecturas, el pobre Phillips, que era de la partida, nos refirió algo acontecido a Nolan en su primer viaje al cabo de Buena Esperanza; siendo esto todo lo que alcancé a saber de tal viaje. Habían tocado en el cabo, y después de cumplir los deberes de cortesía con el almirantazgo y la marina ingleses, se preparaban a partir para una larga travesía en el océano Índico. En previsión del pesado viaje, Phillips consiguió que un oficial le prestara una colección de libros ingleses, lo cual entonces como en nuestros tiempos significaba una suerte inesperada. Entre ellos, como si el diablo lo hubiese preparado, contábase The Lay of the Last Minstrel (El canto del último trovador), poema del cual más o menos todos habían oído hablar, pero que ninguno conocía a fondo. Creo que no haría mucho que se había publicado. Bien; nadie pensó que hubiera riesgo de encontrar allí nada nacional, aunque Phillips juraba que el viejo Shaw había arrancado la Tempestad de Shákespeare antes de dársela a Nolan porque decía, “las islas de Bermuda deben ser nuestras y, por Júpiter, algún día lo serán.” Así, permitióse a Nolan que se reuniera a la compañía cierta tarde en que un grupo fumaba y leía en voz alta en el puente. Ahora no se hace esto a menudo, pero cuando yo era joven matábamos así el tiempo con mucha frecuencia. Bien; sucedió que llegó el turno a Nolan de leer para los demás; y leía muy bien, por lo que me sé. Ninguno de los presentes conocía una palabra del poema; solamente que trataba de magia y caballería, y que pasaba hacía diez mil años. El pobre Nolan leyó de seguido el canto quinto, detúvose un minuto, bebió un trago, y comenzó de nuevo, sin la menor idea de lo que venía a continuación:
Parece imposible que ninguno de nosotros hubiera oído antes aquel poema; pero así era, y el pobre Nolan prosiguió, inconsciente o mecánicamente:
Entonces todos advirtieron que algo doloroso se acercaba; mas Nolan, esperando pasar pronto, supongo, empalideció un poco, pero siguió adelante:
En este momento todos deseaban en sus adentros que hubiera forma de saltar dos páginas del poema; pero Nolan no tuvo presencia de ánimo para esto; tartamudeó un poco, volvióse color de escarlata y balbuceó:
Y aquí se ahogó el desgraciado; no pudo continuar; y levantándose precipitadamente, arrojó el libro al mar, desapareció en su camarote, “y ¡por Júpiter!” decía Phillips, “no le vimos más por espacio de dos meses. Y yo tuve que inventar una triste historia para explicar al cirujano inglés por qué me era imposible devolverle su Wálter Scott.”
Esta anécdota revela más o menos el tiempo en que la fanfarronería de Nolan se había venido abajo. Al principio, decían, era altanero, consideraba una farsa su prisión, afectaba gozar con el viaje, y así en lo demás; pero, dice Phillips, que cuando volvió a salir de su camarote no era ya el mismo hombre. Jamás leyó en voz alta otra vez, a menos que fuera la Biblia o algo de Shákespeare o cualquiera otra cosa de que estuviese muy seguro. Pero no fué esto solamente. Jamás volvió a mostrar con los jóvenes el compañerismo de otros tiempos. Siempre era tímido después cuando yo le conocí, hablaba rara vez y sólo para contestar, excepto con unos pocos amigos. Entusiasmábase en contadas ocasiones—recuerdo haberle oído expresarse con bella elocuencia en los últimos años de su vida, sobre tema inspirado en uno de los sermones de Fléchier—pero generalmente tenía el aspecto fatigado y nervioso de un hombre herido en el corazón.
Cuando efectuaba su viaje de regreso el capitán Shaw, siempre que fuera Shaw, como he supuesto, abordó con sorpresa general a una de las islas Windward o Antillas menores, permaneciendo allí casi una semana. Los marineros decían que los oficiales estaban hartos de carne salada y querían probar sopa de tortuga antes de regresar a la patria. Mas después de algunos días llegó el Warren al mismo fondeadero; cambiaron señales; enviaron cartas y documentos a Phillips y a todos aquellos hombres que estaban de retorno al hogar, y dijeron que el Warren zarpaba para el extranjero, quizás hasta el Mediterráneo, y que tomaba a bordo al pobre Nolan y sus petates para la segunda travesía. Él empalideció profundamente cuando recibió la orden de alistarse para el transbordo. Sabía bastante de astronomía para comprender que hasta aquel momento seguían rumbo a “la patria.” Esto era prueba evidente de algo en que no había pensado, de que quizá nunca regresaría a su país, ni siquiera para estar en prisión. Y fué éste el primero de los veinte o más transbordos, que le llevaron a habitar pronto o tarde, más de la mitad de nuestros mejores buques; manteniéndole durante su vida entera a cien millas de distancia más o menos de la patria de la cual manifestó una vez el deseo de no volver a oír hablar.
Quizá sí fué durante esta segunda travesía—pues que ello aconteció en el Mediterráneo—cuando tuvo ocasión de bailar con Mrs. Graff, famosa belleza del sur en aquella época. Habían estado fondeados largo tiempo en la bahía de Nápoles donde los oficiales intimaron mucho con la marina inglesa que les ofreció grandes fiestas; por lo cual pensaron nuestros hombres corresponder las atenciones dando un suntuoso baile a bordo del buque. Cómo pudo realizarse esto a bordo del Warren, no sabría decirlo. Tal vez no era el Warren, o tal vez las damas de aquel tiempo no necesitaban tanto espacio como las de hoy. Precisaba a los oficiales disponer con algún fin del camarote de Nolan, y les disgustaba pedírselo sin invitarle para el baile; de manera que el capitán autorizó la invitación, siempre que ellos aceptaran la responsabilidad de evitar que conversara con personas inconvenientes “que pudieran darle noticias.” Así, el baile se verificó, siendo la fiesta más hermosa de la temporada, me atrevo a decir; pues jamás he sabido que no lo fueran los saraos de la gente de guerra. Entre las damas contábase la familia del cónsul de los Estados Unidos, una o dos viajeras que se habían aventurado hasta allí y un lindo grupo de señoritas y señoras inglesas, quizá si hasta la misma Lady Hámilton.
Bien; diferentes oficiales se turnaban conversando amistosamente con Nolan en forma de evitar que otra persona le hablase. La fiesta transcurría alegremente; y después de las primeras horas los mismos camaradas que montaban la guardia honoraria con Nolan dejaron de temer que ocurriera ningún contratiempo. Solamente cuando una dama inglesa, quizá Lady Hámilton como dije antes, pidió “las danzas americanas de figuras,” sucedió algo muy original. Todos bailaban contradanzas en aquella época. La banda negra, muy entusiasta, convino en lo que serían “las danzas americanas de figuras,” y se abrió con Virginia Reel, continuando con Money-Musk, al cual debía seguir The Old Thirteen según el orden cronológico. Mas, precisamente en el momento en que Dick, el director de orquesta, golpeaba la batuta para que comenzaran los violines, y se inclinaba hacia adelante para decir con todo el ceremonial negro: “¡The Old Thirteen, señoras y caballeros!” como había dicho, “¡Virginny Reel, si gustáis!” y “Money-Musk, si gustáis!” el asistente del capitán le tocó en el hombro, y murmuró algo en su oído que le impidió anunciar el nombre de la danza; se inclinó simplemente, comenzó el aire, y todos le siguieron; enseñando los oficiales las figuras a las jóvenes inglesas sin decirlas por qué la danza no tenía nombre.
Mas no era ésta la historia que iba yo a referir. En tanto que se deslizaba la fiesta, Nolan y los camaradas habían recobrado su aplomo, como digo, a tal punto que pareció enteramente natural que, inclinándose ante la arrogante Mrs. Graff, dijera el primero:
—Espero que no me habréis olvidado, Miss Rútledge. ¿Puedo aspirar al honor de teneros por pareja?—
Hizo esto tan impensadamente que Shúbrick, que estaba a su lado, no pudo impedírselo. Ella rió y dijo:
—Ya no puedo llamarme Miss Rútledge, Mr. Nolan; pero bailaré con vos lo mismo que si lo fuera;—e hizo una seña con la cabeza a Shúbrick como diciendo que le confiara a Nolan, a quien condujo al lugar donde se formaba la cuadrilla.
Nolan pensó que al fin le llegaba su vez. Había conocido a la dama en Filadelfia y se había encontrado con ella en otras partes, y pensó que era una enviada de Dios. No es fácil conversar en contradanzas como se hace en el cotillón y aun en los intervalos del vals; pero allí había oportunidad para la voz y los sonidos lo mismo que para las miradas y los sonrojos. Comenzó hablando de sus viajes y de Europa y el Vesubio y los franceses; y luego, cuando terminaron la figura, y tenían bastante tiempo de conversar mientras los demás desempeñaban su turno, dijo él con intrepidez, aunque algo pálido, afirmaba ella cuando me refirió la anécdota años después:
—Y ¿qué habéis sabido de la patria, Mrs. Graff?—
Entonces la arrogante criatura le miró con ojos penetrantes. ¡Júpiter! ¡Qué mirada más penetrante debió lanzarle!
—¡La patria?? ¡Mr. Nolan!!! ¡Yo creía que erais vos el hombre que no deseaba volver jamás a oír hablar de su patria—y subió inmediatamente al puente en busca de su marido, dejando al pobre Nolan solo, como estaba de ordinario. Nunca volvió él a bailar.
No podría referir una historia ordenada de su vida: nadie sería capaz de hacerlo ahora; y a la verdad, tampoco trato yo de hacerlo. Ésta es la tradición que he arreglado, porque es lo que creo entre las fábulas que han circulado acerca de este hombre durante cuarenta años. Las mentiras que se cuentan de él son innumerables. La gente acostumbraba decir que era el “hombre de la máscara de hierro;” y el pobre George Pons fué a la tumba con el convencimiento de que era el autor de “Junius,” castigado por su famoso libelo contra Thomas Jéfferson. Pons no era muy fuerte en materia de historia.
Anécdota más feliz que todas las que he referido, es la que se refiere a la guerra. Esto sucedió poco después. He oído contar la historia en tres o cuatro formas diferentes, y quizá haya pasado más de una vez. Pero no sabría decir en cuál de los buques tuvo lugar. Sin embargo, en uno de los grandes duelos de fragata con los ingleses, en los cuales recibió realmente el bautismo de fuego nuestra armada, aconteció que un proyectil redondo del enemigo cogió de lleno una de nuestras baterías, llevándose al oficial y a casi todos los hombres de artillería. Podéis decir cuanto queráis acerca del valor; pero seguramente no era espectáculo muy agradable aquél. Mientras los hombres que estaban solamente heridos trataban de levantarse, y los sanos ayudaban a los asistentes del cirujano a retirar los cuerpos, apareció Nolan en mangas de camisa, con la baqueta de un fusil en la mano; y, como si hubiera sido el oficial de mando, expresó con autoridad quiénes debían ir al sollado con los heridos y quiénes debían permanecer con él; completamente tranquilo y con aquel aire de seguridad que hace sentir a los demás que todo marcha perfectamente. Cargó en seguida el cañón con sus propias manos, apuntó y dió la orden de fuego. Permaneció allí, capitán de aquella batería, levantando el espíritu de sus hombres hasta la destrucción del enemigo; sentado en la cureña mientras el cañón se enfriaba, aunque estaba expuesto en todo instante; explicando la manera más sencilla de preparar las descargas pesadas; haciendo que los inexpertos rieran de sus propias chambonadas; y cuando el cañón estaba frío, cargándolo de nuevo y disparando con rapidez dos veces mayor que cualquiera otra batería del buque. El capitán rondaba para alentar a sus hombres, y Nolan, tocando su sombrero, dijo:
—Estoy aquí enseñándoles cómo hacemos esto en la artillería, señor.—
Y en esta parte de la historia concuerdan todas las leyendas; que el comodoro dijo:
—Ya lo veo y os lo agradezco, señor; y nunca olvidaré este día, señor, ni vos tampoco lo olvidaréis.—
Y después que todo hubo pasado y que recibió la espada del inglés, en medio del fausto y ceremonia del alcázar, el comodoro exclamó:
—¿Dónde está Mr. Nolan? Decid al señor Nolan que venga acá.—
Y cuando vino Nolan, dijo el capitán:
—Mr. Nolan, todos tenemos mucho que agradeceros hoy; hoy sois uno de los nuestros; seréis nombrado en el parte oficial de la batalla.—
Y entonces el anciano, desciñéndose su propia espada de ceremonia, la dió a Nolan e hizo que éste la ciñera. El hombre que me lo contó fué testigo ocular de la escena. Nolan lloraba como un niño y tenía, en verdad, razón de hacerlo. No había ceñido espada desde aquel infernal día en el fuerte de Adams. Pero después, en ocasiones de ceremonial, llevaba siempre aquella antigua espada francesa, primorosamente cincelada, del viejo comodoro.
El capitán le mencionó en el parte oficial. Siempre se ha dicho que pidió entonces la gracia de Nolan. Escribió una carta particular al secretario de guerra; pero nada resultó. Como he dicho antes, sucedía esto cuando comenzaba a ignorarse en Wáshington todo el asunto y cuando la prisión de Nolan continuaba simplemente porque nadie había capaz de ordenar que se suspendiera sin nuevas órdenes del gobierno. He oído decir que estuvo con Pórter cuando tomó posesión de las islas de Nukahiwa. No este Pórter, comprendéis, sino el viejo Pórter, su padre, Éssex Pórter; quiero decir, el viejo Éssex, no el Éssex de nuestros días. Como oficial de artillería que había servido en el oeste, Nolan sabía más que todos ellos de fortificaciones, troneras, revellines, empalizadas y todo lo demás; y trabajó con la mejor voluntad para fijar convenientemente la batería. He pensado siempre que fué una lástima que Pórter no le dejara el mando en unión de Gamble. Esto habría arreglado el asunto con respecto a su castigo. Habríamos conservado las islas y tendríamos ahora un puerto en el océano Pacífico. Y cuando nuestros amigos los franceses pretendieron esta pequeña bahía, habrían encontrado que se hallaba ya ocupada de antemano. Pero Mádison y sus partidarios los virginianos descartaron por completo esta posibilidad.
Todo esto sucedía hace cincuenta años. Si Nolan tenía treinta entonces, debió contar cerca de ochenta a su fallecimiento. Parecía un hombre de sesenta cuando solamente contaba cuarenta. Pero después de aquella época me parece que no cambió una línea su fisonomía. Según imagino yo su vida, por lo que he sabido, debe haber recorrido todos los mares sin desembarcar casi nunca. Debe haber conocido mejor que nadie a todos los jefes de nuestro servicio naval. Me dijo una vez, con grave sonrisa, que ningún hombre llevaba vida tan metódica como la suya.—Sabréis que la gente me llama el “hombre de la máscara de hierro,” y no ignoráis cuán ocupado vivía este personaje.—Acostumbraba decir que no aconsejaría a nadie leer continuamente, como no es posible dedicarse de continuo a ninguna ocupación; pero que él leía precisamente cinco horas diarias.—“Luego,” añadía,—pongo al día mis anotaciones, escribiendo a determinadas horas los comentarios sobre mis lecturas e incluyendo en ellas mi colección de recortes.—Esta colección era muy interesante a la verdad. Tenía seis u ocho libros sobre temas diferentes. Uno de historia, otro de ciencias naturales y otro que él llamaba “Misceláneas.” Mas no eran simplemente colecciones de recortes de periódicos. Había además ejemplares de plantas y gramíneas, conchas cerradas y trozos cincelados de huesos y madera que él mismo había enseñado a labrar a los marineros y que figuraban hermosamente como ilustraciones en su colección. Dibujaba admirablemente. Tenía algunos cuadros sumamente divertidos y otros de lo más patéticos que he visto en mi vida. Quisiera saber quién conserva las colecciones de Nolan.
Bien; acostumbraba decir que sus lecturas y apuntes constituían su profesión, y les dedicaba cinco y dos horas diarias, respectivamente.—Luego,—proseguía,—todo hombre necesita alguna distracción tanto como una profesión. La historia natural es mi distracción.—Esto le tomaba dos horas más todos los días. Los marineros acostumbraban traerle pájaros y peces; pero en las largas travesías tenía que conformarse con ciempiés, cucarachas y otros menudos ejemplares de este estilo. Era el único naturalista que he conocido que hubiera observado algo de las costumbres de la mosca casera y del mosquito. Todos os dirán si son lepidópteros o estrepsíteros; pero en cuanto a la manera de librarse de ellos o a la forma en que estos bichos escapan cuando se les golpea, ¡vamos! Linneus sabía tanto acerca de esto como el idiota John Foy. Estas nueve horas formaban la “ocupación” diaria y regular de Nolan. El resto del tiempo conversaba o paseaba. Hasta que envejeció, subía a cubierta con frecuencia. Hacia siempre bastante ejercicio, y nunca supe que hubiera estado enfermo. Si alguna otra persona experimentaba algún malestar en el buque, convertíase en el enfermero más atento y afectuoso y sabía más que muchos cirujanos. Así, siempre que alguien estaba enfermo o moría a bordo, o siempre que el capitán requiriese sus servicios en estos casos, Nolan estaba dispuesto a recitar las oraciones. He dicho que leía admirablemente.
Mis relaciones con Phílip Nolan comenzaron seis u ocho años después de la guerra con Inglaterra, en ocasión de mi primer viaje cuando fuí nombrado guardia marina. Eran los primeros tiempos del tratado sobre el mercado de esclavos, cuando la casa reinante que era aún la casa de Virginia,[44] experimentaba cierto sentimentalismo provocado por los horrores del tráfico de esclavos, e hizo algo entonces en favor de su supresión. Nos encontrábamos por este motivo al sur del Atlántico.[45] Por el tiempo en que yo me agregué al buque, creía que Nolan era una especie de clérigo secular, un clérigo de levita azul. Nunca pregunté nada acerca de él. Todo en el barco me resultaba extraño. Yo sabía que era de novatos el preguntar y se me figura que pensé que debía haber un “Plain Buttons” en todas las naves. Le teníamos a comer en nuestra mesa una vez por semana, y se nos recomendaba que aquel día no habláramos una sola palabra acerca de la patria. Pero si nos hubieran dicho que no debíamos hablar del planeta Marte o del Deuteronomio, tampoco habría preguntado la causa. Tan desprovistas de razón como ésta había muchas otras cosas, a mi entender. Llegué a comprender algo por primera vez acerca del hombre sin patria en cierta ocasión en que dimos caza a una sórdida goleta que llevaba esclavos a bordo. Enviaron un oficial al abordaje, y pasados algunos minutos, regresó el bote pidiendo que se enviara a alguien que hablara portugués. Mirábamos todos desde la barandilla cuando llegó el mensaje, y cada uno deseaba poder adivinarlo, cuando preguntó el capitán si alguno de nosotros sabía hablar portugués. Pero ninguno de los oficiales conocía este idioma; y en momentos en que el capitán trataba de averiguar si alguien de la tripulación era capaz de hacerlo, se adelantó Nolan y dijo que, si el capitán lo deseaba, podía servir de intérprete puesto que conocía el portugués. El capitán le dió las gracias, hizo preparar otro bote para él, y allí tuve la suerte de acompañarle. Cuando abordamos la goleta, se presentó a nuestra vista una escena que rara vez es posible contemplar y que, por otra parte, nunca se experimentaría tampoco el deseo de hacerlo. La suciedad y la confusión más espantosas reinaban sobre cubierta. No había muchos negros; mas con el objeto de que comprendieran que se hallaban libres, habíales hecho quitar Vaughan los grillos y esposas que llevaban, los cuales en obsequio a la ocasión se colocaron a los bribones que componían la tripulación de la goleta. Los negros, libres ahora en su mayor parte, hormigueaban en el sucio puente, amontonándose en torno de Vaughan, a quien se dirigían en todos los dialectos imaginables, y en el patois de cada dialecto, desde las modulaciones zulúes hasta el dialecto de Beled-el-jerid.
Cuando llegamos al puente, Vaughan miraba desde lo alto de un gran barril donde se había encaramado en su desesperación, y exclamaba:—¡Por el amor de Dios! ¿Hay alguien que pueda hacer entender algo a estos infelices? La gente les ha dado ron, pero eso no los ha aquietado. He aporreado dos veces a ese grandullón, pero tampoco ha servido de nada. Luego, les hablé en choctaw; pero ¡que me cuelguen si entendieron esto mejor que el inglés!—
Nolan dijo que podía hablar portugués, y entonces hicieron salir de las filas a dos hermosos africanos de la tribu de Kroo, que según se había puesto en limpio anteriormente, trabajaron alguna vez con colonos portugueses en la costa de Fernando Po.
—Explicadles que están libres,—dijo Vaughan;—y que estos bribones serán ahorcados tan pronto como tengamos cuerda suficiente para todos ellos.—
Nolan “dijo esto en español;” es decir, lo explicó en portugués inteligible para los negros de Kroo, quienes a su vez lo transmitieron a los demás negros en idioma que todos fueran capaces de comprender. Hubo entonces un grito salvaje de delectación, un apretar los puños y saltar y danzar y besar los pies de Nolan; y un precipitarse general hacia el barril en adoración espontánea a Vaughan, el deus ex machina de la ocasión.
—Decidles,—continuó Vaughan, muy complacido,—que los llevaré a todos al Cabo de Palmas.—
Esto no hizo ya tan buen efecto. El Cabo de Palmas estaba realmente tan alejado de su patria como Nueva Órleans o Río de Janeiro, lo cual significaba que quedarían allí eternamente separados de su hogar. Y como comprenderéis, los intérpretes dijeron inmediatamente,—¡Ah, Palmas no!—y comenzaron a proponer multitud de expedientes diversos con la mayor volubilidad. Vaughan parecía decepcionado por el resultado de su magnanimidad, y preguntó seriamente a Nolan lo que decían. Gotas de sudor perlaban en la pálida frente del pobre Nolan cuando hizo callar a los hombres y repitió:
—Dicen que a Palmas no. Dicen que se les lleve a su patria, a su propia tierra, a su propia casa; que se les lleve adonde están sus propios chiquillos y sus propias mujeres. Dice uno que tiene padre y madre ancianos que morirán si no le ven. Y este otro dice que dejó a todos enfermos en su casa, y que remaba con dirección a Fernando para rogar al médico blanco que les socorriese, cuando estos demonios le cogieron en la bahía justamente enfrente de su hogar, y que desde entonces no ha vuelto a ver a nadie de su familia. Y este otro dice,—se atragantó Nolan,—que no ha sabido una sola palabra de su tierra durante seis meses que ha pasado encerrado en una barraca infernal.—
Vaughan decía después que se sentía envejecer mientras Nolan bregaba para dar la traducción. Yo mismo, que no comprendía todo el alcance de aquello, podía observar que hasta los elementos parecían fundirse a algún ardiente calor, y que alguien sufría los resultados. Hasta los negros dejaron de aullar al ver la agonía de Nolan y la agonía de Vaughan, casi tan intensa por simpatía. Tan pronto como éste pudo encontrar palabras exclamó:
—¡Decidles que sí, que sí, que sí! Decidles que irán a las montañas de la luna, si lo desean. ¡Si yo oriento el rumbo a través del gran desierto blanco, ellos volverán a su hogar!—
Y después de algún esfuerzo, Nolan lo repitió. Entonces se lanzaron todos a besarle otra vez, y querían que frotara su nariz contra las suyas.
Pero Nolan no pudo soportar más tiempo; y, logrando que Vaughan le diera autorización para regresar, me arrastró hacia el bote. Cuando estuvimos instalados a popa y los hombres comenzaron a remar, me dijo:
—¡Joven, que esto os enseñe lo que es estar sin familia, sin hogar y sin patria! Y si alguna vez os sentís tentado a decir una palabra o a hacer algo que pueda levantar una barrera entre vos y vuestra familia, vuestro hogar y vuestra patria, ¡pedid a Dios la gracia de que en aquel mismo instante os lleve a su propia casa, el cielo! Uníos estrechamente a vuestra familia, joven; olvidaos a vos mismo cuando laboréis para ella. Pensad en vuestro hogar, joven; escribid, enviad mensajes, hablad de los vuestros. Conservad vuestro hogar más cerca de vuestro corazón mientras más lejos os encontréis; y apresuraos a volver en cuanto estéis libre, como lo hacen ahora estos infelices esclavos. Y con respecto a vuestra patria, joven,—y las palabras se ahogaban en su garganta,—y por esta bandera,—y señalaba a la del barco,—nunca tengáis otro anhelo que servirla como ella lo exige, aunque el servicio os procure mil infiernos. Cualquiera cosa que os suceda, quienquiera que os lisonjee o que os seduzca, nunca miréis otra bandera, nunca paséis una noche sin rogar a Dios que bendiga este emblema. ¡Recordad, joven, que detrás de todos aquellos hombres con quienes tratáis, detrás de los oficiales y del gobierno, y aun del pueblo, existe la Patria misma, vuestra patria, y que le pertenecéis como pertenecéis a vuestra madre! ¡Defendedla siempre, joven, como defenderíais a vuestra madre, si estos demonios se hubieran hoy apoderado de ella!—
Yo estaba mortalmente aterrorizado por su calma cargada de pasión; mas, casi sin darme cuenta, protesté por lo más sagrado que así lo haría y que jamás había pensado en hacer lo contrario. Apenas parecía oírme; pero así era, sin embargo, porque casi en un murmullo profirió:—¡Oh! ¡si alguien me hubiera hablado así cuando tenía vuestra edad!—
Creo que esta confidencia a medias, de la cual jamás abusé, siendo ésta la primera vez que hago referencia a ella, fué lo que nos hizo después tan buenos amigos. Él se manifestaba siempre muy bondadoso para conmigo. Sentábase a menudo a mi lado, y aun se levantaba muchas veces por la noche para pasear conmigo en el puente cuando me tocaba la guardia. Me enseñó muchísimo de matemáticas, y a él debo mi afición por esta ciencia. Prestábame libros y me ayudaba a comprenderlos. Jamás aludió otra vez directamente a su historia; pero durante treinta años supe por diversos oficiales todo lo que voy refiriendo. Cuando terminada nuestra travesía, nos separamos en el puerto de Santo Tomás, estaba yo más triste de lo que podría expresar. Tuve el placer de encontrarle otra vez en 1830; y más tarde, cuando creí tener alguna influencia en Wáshington, removí cielo y tierra para obtener su gracia. Pero, fuera de su prisión, se había convertido en una especie de fantasma. Pretendían que no existía tal individuo, que jamás había existido. ¡Probablemente dirán lo mismo ahora en el departamento de marina! Quizá si lo ignoran en realidad. ¡No sería el primer asunto del servicio que parece ignorar el departamento del ramo!
Se cuenta que Nolan encontró una vez a Burr en uno de nuestros buques, cuando una partida de norteamericanos vino a bordo en el Mediterráneo. Pero creo que esto es falso; o más bien una fábula ben trovata acerca del tremebundo golpe que asestó a Burr preguntándole si le agradaba mucho encontrarse “sin patria.” A juzgar por la vida de Burr, nada de esto puede haber sucedido, por supuesto; y lo menciono únicamente como ilustración de las innumerables historias que circulan cuando existe un pequeño misterio en el fondo.
Así vió cumplido su deseo el infeliz Nolan. Sólo considero suerte más horrible que la suya, la de aquellos hombres que tienen un día para abandonar su patria por el destierro en castigo de haber intentado su ruina, y pueden comprobar al mismo tiempo la prosperidad que alcanza después de verse depurada de ellos y de sus iniquidades. El deseo del pobre Nolan, como todos aprendimos a llamarle, no porque su expiación fuera demasiado grande sino porque su arrepentimiento era tan visible, fué sin duda el mismo de los Bragg y Beáuregard, que faltaron a su juramento de soldados hace dos años, y el de los Maury y Barrón, que faltaron al suyo de marinos. No sé si ellos se habrán arrepentido a menudo. Sé que hicieron todo lo posible para destruir la patria; para convertir en átomos y arrojar a los vientos todos los honores, vínculos, recuerdos y esperanzas que constituyen la patria. Sé también que mientras vegetan por todo el resto de su vida en sitios miserables, como Boulogne y Léicester Square, dedicados a vituperarse mutuamente hasta la muerte, su expiación tendrá la misma punzante agonía que la de Nolan, agregada al tormento de que todo aquel que les conozca podrá verles despreciados y execrados. ¡Habrán satisfecho su deseo, lo mismo que Nolan!
En cuanto a éste, ¡infeliz! se arrepintió de su locura y se sometió valerosamente a la suerte que había invocado. Nunca agravó intencionalmente la dificultad o delicadeza de la misión de quienes le tenían bajo custodia. Sucedieron algunos incidentes; mas nunca fueron provocados por su culpa. El teniente Truxton me refería que cuando la anexión de Tejas hubo acalorada discusión entre los oficiales acerca de la conveniencia de arrancar este estado de la hermosa colección de mapas que tenía Nolan; del mapa universal y del mapa de Méjico, conforme arrancaron el de los Estados Unidos cuando compraron un atlas para él. Pero se decidió, con bastante buen criterio, que hacerlo así sería revelarle virtualmente lo que había sucedido, o como decía Harry Cole, hacerle pensar que el viejo Burr había llegado a triunfar al fin. Así, no fué culpa de Nolan que tuviera lugar un gran contratiempo en mi propia mesa, cuando me encontré por pocos meses al mando de la corbeta George Washington en un viaje a la América del Sur. Estábamos anclados en la bahía de La Plata, y algunos de los oficiales que desembarcaron y volvían justamente a bordo nos entretenían con la relación de sus malaventuras montando los caballos bravios de Buenos Aires. Nolan estaba a la mesa con nosotros, y de humor inusitadamente jovial y comunicativo. La historia de cierta caída hízole recordar una de sus aventuras cuando era todavía adolescente y cogía caballos salvajes en Tejas con su hermano Stephen. Refirió la anécdota con muchísima gracia, tanto que él mismo rompió el silencio de un instante que sigue generalmente a las historias interesantes, preguntando sin darse cuenta:
—Decidme ¿qué ha sido de Tejas? Después que Méjico proclamó su independencia, creía yo que Tejas le seguiría muy pronto. Es verdaderamente una de las regiones más hermosas de la tierra; es la Italia de este continente. Pero no he sabido una palabra de Tejas durante casi veinte años.—
Había en la mesa dos oficiales de Tejas. La razon por la cual ignoraba Nolan todo lo que se relacionaba con esa zona era que se habían cortado lastimosamente de sus periódicos todas las noticias desde que Austin inició la colonización; de manera que aun cuando leía de Honduras y de Tamaulipas, y hasta últimamente de California, aquella virgen provincia que tanto había recorrido, y donde había muerto su hermano según creo, no existía ya para Nolan. Waters y Williams, los dos tejanos, miráronse ferozmente tratando de no reír; Édward Morris parecía absorto en la contemplación del tercer eslabón de la cadena de la lámpara del capitán. Watrous tuvo una convulsión de estornudos. Nolan comprendió que algo había en el aire, no sabía qué. Y yo, como dueño de la fiesta, me vi obligado a decir:
—Tejas está fuera del mapa, Mr. Nolan. ¿Habéis visto la curiosa relación de la bienvenida a Sir Thomas Roe, por el capitán Back?—
Después de este viaje no volví a ver a Nolan. Escribíale por lo menos dos veces al año porque en aquella travesía intimamos muchísimo; pero él jamás me contestó. Los compañeros me contaron que envejeció muy rápidamente en los últimos quince años, para lo que había motivo, en verdad; pero que siempre era el mismo suave, estoico y silencioso sufridor, soportando lo mejor posible la pena impuesta por su propio deseo; menos sociable quizá con la gente nueva a quien no conocía, pero más ansioso que nunca al parecer, de hacerse util, de ayudar y enseñar a los jóvenes que sentían por él una especie de adoración. Y ahora parece que ha muerto este querido y viejo compañero. ¡Ha encontrado al fin una patria y un hogar!
Después de haber escrito estas líneas, y mientras dudaba si las haría publicar como enseñanza a los jóvenes Nolan y Vallándigham y Fátnall de nuestros días, recibí una carta de Dánforth, a bordo del Levant, con la relación de las últimas horas de Nolan. Esto ha venido a desvanecer todos mis escrúpulos con respecto a la publicación de su historia.
Para comprender las primeras palabras de esta carta, debe recordar el lector profano que desde 1817 era sumamente delicada la posición de los oficiales que conservaban a Nolan bajo su custodia. El gobierno no había renovado las instrucciones de 1807 a su respecto. ¿Qué debían hacer en esta situación? ¿Dejaríanle marchar? Y ¿qué responderían en caso de que el departamento de marina les pidiera cuentas por haber violado las órdenes de 1807? ¿Seguirían guardándole? ¿Qué sucedería, si alguna vez llegaba la liberación de Nolan, y entablaba él juicio criminal por falsa prisión o secuestro contra todos los que le habían tenido prisionero? Yo hice presente e insistí con Soúthard sobre todas estas circunstancias, y tengo mis razones de creer que los demás oficiales procedieron de igual manera. Pero el secretario contestaba siempre, como sucede en Wáshington con bastante frecuencia, que no había órdenes especiales que dar y que debíamos resolver según nuestro propio criterio. Lo que significaba, “Si tenéis suerte, seréis sostenido; si fracasáis, seréis abandonado.” Bien; como dice Dánforth, todo ha pasado ahora, aun cuando no sé si me expongo a ser perseguido criminalmente por las revelaciones que vengo haciendo.
He aquí la carta:
Levant, 2° 2´ S. a 131° O.
Querido Fred:
Estoy tratando de reunir mi valor para deciros que todo ha terminado para nuestro viejo y querido Nolan. Durante esta travesía he estado con él más que nunca y he podido comprender ampliamente la forma en que acostumbrabais expresaros acerca de este viejo camarada. Pude advertir que no andaba muy fuerte en los últimos tiempos, pero no tenía la menor idea de que su fin estuviese tan cercano. El médico le atendía con gran esmero, y ayer por la mañana vino a decirme que Nolan no se sentía muy bien y que no había podido dejar su camarote; algo que yo no recordaba haber sucedido jamás. Permitió que le visitara el doctor mientras él permanecía acostado—primera vez que el médico había entrado en su camarote—y manifestó deseos de verme. ¡Oh, amigo mío! ¿Recordáis las historias misteriosas que inventaban los marineros a propósito de su camarote, en los lejanos días del Intrepid? Bien; acudí, y allí yacía el pobre hombre en su lecho, sonriendo plácidamente al darme la mano, pero con aspecto muy débil. No pude evitarme de lanzar una mirada en torno, la cual me mostró el pequeño santuario que se había formado en el hueco que habitaba. Las estrellas y las rayas lucían rodeando un retrato de Wáshington, y había pintado un águila majestuosa, arrojando rayos por el pico y sujetando con las garras el globo que sus alas cubrían. El querido y antiguo compañero sorprendió mi ojeada y dijo con triste sonrisa: “Como veis, ¡aquí tengo patria!” Y señaló entonces a los pies de su lecho, donde yo no había dirigido antes la mirada, un gran mapa de los Estados Unidos, dibujado de memoria, y que había colocado en aquel sitio para mirarlo mientras yacía acostado. Veíanse allí en grandes letras nombres originales y anticuados: Indiana Territory, Mississippi Territory y Louisiana Territory, como supongo que aprenderían la geografía nuestros padres; pero el viejo camarada había agregado también Tejas, llevando la frontera occidental hasta el Pacífico; sólo que en estas costas no había nada definido.
“¡Oh, Dánforth! Sé que me muero. No volveré a ver mi patria!” dijo. “¡Espero que querréis decirme algo ahora? ¡Aguardad, aguardad! No pronunciéis una palabra hasta que yo haya dicho lo que estoy seguro que sabéis: que no hay en este buque, que no hay en los Estados Unidos ¡Dios los guarde! hombre más leal que yo. ¡No puede haber hombre que ame tanto como yo nuestro pabellón, que ore por él como yo lo hago, o invoque para él porvenir tan brillante como yo! Cuenta ahora treinta y cuatro estrellas, Dánforth. Doy gracias a Dios por ello, aunque ignoro sus nombres. Jamás se ha arrancado ninguna de sus estrellas; ¡doy gracias a Dios por ello! De allí deduzco que ningún Burr ha triunfado. ¡Oh, Dánforth, Dánforth!—suspiró—¡qué espantosa pesadilla parece la idea juvenil de gloria personal o de soberanía independiente, cuando uno la recuerda tras vida semejante a la mía! Pero ¡decidme algo, que yo sepa todo, Dánforth, antes de morir!”
Íngham, os juro que me sentí un monstruo por no haberle dicho todo desde antes. Hubiera o no peligro en hacerlo, fuera o no delicadeza, ¿quién era yo, para haber tiranizado todo este tiempo a aquel querido y santo anciano que había expiado largos años, en toda la fuerza de su virilidad, la locura de traición de un adolescente!
“Mr. Nolan,” exclamé, “os diré todo lo que deseéis saber mas, ¿por dónde he de comenzar?”
¡Oh, la bienaventurada sonrisa que iluminó su pálido semblante! Estrechó mi mano y dijo: “¡Dios os bendiga! Decidme sus nombres,” añadió, señalando las estrellas del pabellón. “La última que conozco es Ohío. Mi padre vivía en Kentucky. Pero he adivinado Míchigan, Indiana y Misisipí; allí estaba el fuerte de Adams. Esto suma veinte. ¿Cuáles son las otras catorce? ¡Espero que no habréis quitado ninguna de las antiguas?”
Bueno, no era mal examen éste; y yo le dije los nombres en el mejor orden que me fué posible, y él me pidió que bajara su hermoso mapa y que las dibujara al lápiz lo mejor que pudiese. Estaba loco de alegría a propósito de Tejas y me dijo que allí había muerto su hermano. Tenía marcada una cruz dorada en el sitio en que suponía encontrarse su tumba; y había conjeturado que Tejas pertenecía a la Unión. Luego se extasió al ver California y Óregon; esto, decía, lo había sospechado en parte porque jamás se le permitió desembarcar en dichas playas, aun cuando los buques se dirigían allá a menudo. Y los marineros—agregaba riendo—traían muchas otras cosas además de peletería. Luego retrocedió ¡cuán lejos, Dios mío! para averiguar de la Chesapeake[46] y lo que sucedió a Barron por rendirse al Leopard; y si Burr había hecho alguna nueva tentativa—rechinando los dientes con el único impulso de ira que demostró. Pero pronto lo hubo dominado, y exclamó: “¡Dios me perdone, como estoy cierto de haberle perdonado!” Luego me preguntó acerca de la antigua guerra, y refiriéndome la verdadera historia de sus proezas con el cañón el día en que tomamos el Java, inquirió por el querido viejo David Pórter, como le llamaba. Y después, tranquilizándose algo y demostrando sentir gran felicidad, me escuchó referir en una hora la historia de cincuenta años.
¡Cuánto deseaba yo que hubiera otro que supiera más! Pero hice lo mejor que pude. Hablé de la guerra inglesa. Le conté de Fulton y de los comienzos de la navegación a vapor. Le hablé del viejo Scott y de Jackson; le dije todo lo que sabía acerca de Misisipí, Nueva Órleans, Tejas y su tierra natal, el antiguo Kentucky. Y pensad, me preguntó quién estaba al mando de la Legión del Oeste. Díjele que era un bizarro oficial llamado Grant que, según las últimas noticias, iba a establecer su cuartel general en Vícksburg. Entonces, “¿dónde está Vícksburg?” dijo. Se lo dibujé en el mapa; está a cien millas más o menos de su viejo fuerte de Adams; y creo que el fuerte de Adams será una ruina en la actualidad. “Probablemente está situado en la antigua colonia de Vick,” dijo, “¡vaya, qué cambio!”
Os aseguro, Íngham, que era tarea bien difícil condensar la historia de medio siglo en aquella conversación con un enfermo. No sé todo lo que le dije acerca de la inmigración y la manera de realizarla; de vapores, ferrocarriles y telégrafos; de inventos, libros y literatura; del colegio militar de West Point y de la escuela naval de Annápolis; todo esto con las interrupciones más originales que podáis imaginar. ¡Figuraos a Róbinson Crusoe haciendo las preguntas acumuladas en cincuenta y seis años!
Recuerdo que preguntó de improviso quién era presidente ahora; y cuando se lo dije, inquirió si el Viejo Abe era hijo del general Benjamín Lincoln. Decía que cuando era aun muy joven había conocido al viejo general Lincoln en cierta negociación llevada a cabo con los indios. Díjele que no, que el Viejo Abe era de Kentucky, como él; pero no pude decirle a qué familia pertenecía; había salido de esfera baja. “¡Bravo!” gritó Nolan. “Me alegro. Meditando y rumiando todo esto, he llegado a la conclusión de que nuestro mayor peligro consistía en la sucesión regular al mando, de nuestras primeras familias.” Entonces hablé de mi visita a Wáshington. Le conté cómo había conocido al diputado por Óregon, Hárding; le hablé de la Smithsonian Institution[47] y las expediciones exploradoras; le conté del Capitolio y de las estatuas del frontón y de la Libertad de Cráwford en la cúpula; y del Wáshington de Gréenough. Íngham, díjele cuanto pude recordar que demostrara la grandeza y la prosperidad del país; pero ¡no me fué posible forzar mis labios para decirle una palabra acerca de la infernal sublevación!
Y él bebía mis palabras y gozaba con ellas hasta un extremo indecible. Iba quedando poco a poco más silencioso, pero no se me ocurrió que estuviera fatigado o desfalleciente. Le alcancé un vaso de agua en que apenas humedeció sus labios, y me dijo que permaneciera a su lado. Entonces me pidió que le trajera el libro presbiteriano de Oraciones generales que estaba cerca, y me anunció con una sonrisa que se abriría por sí solo en el sitio deseado, como efectivamente sucedió. Había una doble marca roja en el extremo inferior de la página; yo me arrodillé y leí, mientras él repetía conmigo: Por nosotros y por nuestra patria, te damos gracias, Dios misericordioso porque, a pesar de nuestras repetidas transgresiones a tu santa ley, has continuado dispensándonos tu bondad maravillosa—y así hasta terminar la acción de gracias. Entonces volvió las páginas hasta el final del mismo libro, y leyó palabras más familiares a mis oídos:—Desde el fondo del corazón te suplicamos, Señor, sostener con tu gracia y bendecir a tu siervo el presidente de los Estados Unidos, a todas las demás autoridades, . . . y el resto de la oración episcopal.
“Dánforth,” dijo, “he repetido estas oraciones mañana y noche hace cincuenta y cinco años.” Y luego, expresó el deseo de dormir. Hízome inclinar sobre él, y me besó; entonces dijo: “Abrid mi Biblia, Dánforth, cuando haya muerto.” Salí.
No tenía idea de que aquello fuera el fin. Imaginé que estaba fatigado y quería dormir. Sabía que era feliz, y quise dejarle solo.
Pero una hora más tarde, entrando suavemente el doctor, encontró que Nolan había entregado su alma en una sonrisa. Oprimía algo contra sus labios. Era la banda de la Orden de Cincinnati, de su padre.
Abriendo su Biblia, encontramos una tira de papel en una página donde había subrayado el texto:
Desean patria, una patria celestial; allí donde Dios no se avergüence de llamarse su Dios: porque Él ha preparado una ciudad para ellos.
En la tira de papel había escrito:
Sepultadme en el mar; ha sido mi hogar, y le amo. Pero ¿querrá alguien colocar una piedra a mi memoria en el fuerte de Adams o en Órleans, para que mi desgracia no sea mayor de la que estaba condenado a sobrellevar? Decid allí:
En memoria de
PHÍLIP NOLAN
Teniente del Ejército de los Estados Unidos
Amó su patria más que ninguno; pero ninguno como él
fué indigno de su patria.
FOOTNOTES:
[1] Wílliam Cártwright, 1611-1643, fué amigo y discípulo de Ben Jonson.
[2] La History of New York ofendió a muchos neoyorquinos a causa del uso atrevido de algunos nombres tenidos hasta entonces en veneración como tronco de antiguas familias, y por su sátira burlesca del carácter holandés. Entre los críticos se contaba un entusiasta amigo de Írving, Gulian C. Verplanck, quien declaró terminantemente en un discurso pronunciado ante la Sociedad Histórica de Nueva York: “Lastima ver que un talento admirable por su exquisita percepción de lo bello y por su rápida apreciación del ridículo, derroche su rica fantasía en un tema ingrato, y su sátira exuberante en una vulgar caricatura.” Írving tomó la crítica por el buen lado y, como leía las palabras de Verplanck justamente al terminar su historia de Rip Van Winkle, dió la jocosa nueva en su introducción.
[3] Pastel oblongo de semillas aromáticas que se hace todavía en Nueva York para el Año Nuevo, y es de origen holandés.
[4] Existía una tradición popular que aseguraba que sólo se habían acuñado tres peniques en el reinado de la reina Ana; que dos de ellos se conservaban bajo la custodia pública; y que nadie sabía donde se hallaba el tercero, pero que la persona bastante feliz para encontrarlo podría obtener por él un precio enorme. Diremos de paso que hubo ocho monedas de penique en el reinado de la reina Ana y que los numismáticos no consideran de gran valor estos ejemplares.
[5] Hábil toque para preparar el espíritu del lector a recibir el cuento.
[6] Stúyvesant fué gobernador de los Nuevos Países Bajos desde 1647 hasta 1664. Desempeña papel muy importante en la Knickerbocker’s History of New York, como sucedió en la vida real. Hasta muy recientemente se mostraba en el Bówery un peral que se decía haber sido plantado por él.
[7] Los Van Winkle figuran en el ilustre catálogo de héroes que acompañaron a Péter Stúyvesant al fuerte Christina y estaban
Véase la History of New York, libro VI, capítulo VIII.
[8] Sobre el Hudson. Esta fortaleza es famosa por el atrevido asalto del “loco” Anthony Wayne, el 15 de julio de 1779.
[9] Algunas millas arriba de Stony Point se encuentra el promontorio de Ánthony’s Nose (La nariz de Antonio). Si hemos de dar crédito a Díedrich Kníckerbocker, este promontorio fué llamado así en memoria de Anthony Van Córlear, trompeta de Stúyvesant. “Debe saberse que la nariz de Ánthony el trompeta era de tamaño muy desarrollado, elevándose atrevidamente en su rostro como una montaña de Golconda.... Ahora, sucedió que cierta brillante mañana muy temprano, habiendo lavado cuidadosamente su voluminoso semblante el buen Anthony, estaba inclinado sobre el entrepaño de la galera contemplándose en las claras ondas. En este preciso momento el ilustre sol, rompiendo en todo su esplendor detrás de un alto risco de las montañas, lanzó uno de sus rayos más fulgentes sobre la bruñida nariz del trompeta; y la refracción de este rayo cayendo directamente al fondo del agua como ardiente proyectil fué a matar a un enorme cocodrilo que se solazaba cerca del buque.... Cuando este prodigioso milagro llegó a oídos de Péter Stúyvesant, le causó... extraordinaria maravilla; y como monumento a tal suceso, dió el nombre de Ánthony’s Nose a un macizo promontorio de las cercanías que ha continuado llamandose así desde aquellos tiempos.”—History of New York, libro VI. capítulo IV.
[10] Adrián Vánderdonk.
[11] Se decía que Federico I de Alemania, 1121-1190, llamado der Róthbart (Barbarroja o Rufus), no había muerto sino que estaba sumido en profundo sueño del cual despertará tan pronto como Alemania le necesite. Igual leyenda refieren los daneses con respecto de su Hólger.
[12] Poema exquisito de James Thomson, poeta inglés que floreció de 1700 a 1748. Describe allí un hermoso palacio con arboledas y prados y campos floridos, donde todo tendía a la molicie y al lujo de sus habitantes que se alimentaban de lotos. Parece haber tomado el argumento del Tasso, poeta italiano del siglo dieciséis, y la inspiración de Spénser, poeta inglés de la misma centuria y autor de “The Faerie Queene”.
[13] El “Mediterráneo” del río, como Írving se complacía en llamarlo: cuenta diez millas de longitud por cuatro de anchura aproximadamente.
[14] Posteriormente compró Írving la pequeña casita que se decía haber sido la morada de los Van Tássel; la ensanchó y mejoró, dándole el nombre de “Sunnyside.” Allí transcurrieron sus últimos años, cumpliéndose así el deseo manifestado por el autor.
[15] Conocido más generalmente como Henry Hudson. Era un navegante inglés emigrado que, buscando un pasaje al noroeste para la India, descubrió el río y la bahía que llevan su nombre, el primero en 1609, y la segunda en 1610. En 1611 se amotinó su tripulación, obligándole a entrar con otros ocho hombres en un pequeño bote y abandonando a todos a su suerte. Jamás se volvió a saber de ellos.
[16] “He met the night-mare and her ninefold.”—King Lear.
[17] Soldados mercenarios empleados por el gobierno británico en la guerra de la revolución.
[18] Se dice que aun se conserva esta pequeña iglesia holandesa, construída en 1699.
[19] Trampa con abertura en forma de embudo, que favorece la entrada, pero dificulta la salida de la caza.
[20] Alusión a un grabado y versos chabacanos de un texto antiguo de primera enseñanza.
[21] Cotton Máther era un clérigo de Nueva Inglaterra, estudiante aprovechado y escritor fecundo, habiendo llegado a cerca de cuatrocientos sus trabajos publicados. Como la mayoría de la gente en aquella época, creía en la existencia de los brujos, y pensaba realizar obra meritoria para el servicio de Dios procurando exterminarlos. Falleció en 1728.
[22] L’Allegro, de Milton.
[23] Alusión a la antigua y extendida creencia de que los espectros, duendes y brujos eran solamente los obedientes vasallos y emisarios del genio de las tinieblas.
[24] Alegre reunión de los vecinos y amigos para hacer colchas de dibujos caprichosos con los retazos de diversas formas y colores traídos a la fiesta por todos los concurrentes.—La Redacción.
“Ahora se han establecido quilting-bees, husking-bees y otras reuniones campestres para desempeñar determinada labor, en las cuales bajo la influencia inspiradora del violín la tarea se aligera con la alegría, terminando generalmente en baile.” History of New York, por Írving.
[25] Buñuelo.—La Redacción.
[26] Pasta dulces de amasijo.—La Redacción.
[27] Título ordinario entre los holandeses que corresponde a señor en español; de consiguiente, un holandés.—La Redacción.
[29] Existía la supersticiosa creencia de que los brujos no podían atravesar un arroyo.
[30] Tribunal autorizado a fallar en los juicios en que el dinero en cuestión no exceda de la suma de diez libras.
[31] La ciudad de Nueva York, como se la nombra en la History of New York, por Díedrich Kníckerbocker (Írving).
[32] Sitio notable en Londres en tiempo de la reina María por ser el lugar donde levantaban la pira para quemar a los heréticos.—La Redacción.
[33] Clérigo protestante inglés. Después de la exaltación de la reina María al trono predicó contra los dogmas del catolicismo en Paul’s Cross; siendo arrestado, juzgado y quemado como hereje.—La Redacción.
[34] Apodo dado comúnmente a Óliver Crómwell—La Redacción.
[35] Dejamos en inglés el nombre de May-Pole (Árbol de Mayo) porque al traducirlo, en la relación llena de poesía a que sirve de tema, creeríamos despojarlo de su clásico sello de leyenda.—La Redacción.
[36] Si el gobernador Éndicott no hubiera hablado con tal seguridad, juzgaríamos que aquí existía error. Aun cuando el reverendo Mr. Bláckstone era un excéntrico, nunca se le conoció como hombre inmoral. Más bien nos permitimos dudar de su identidad con el sacerdote de Merry Mount.
[37] Juego de palabras intraducible. Brass, con referencia a moneda, significa calderilla, numerario de cobre o bronce; y en otro sentido, descaro, desvergüenza.—La Redacción.
[38] Burr nació en 1756 y murió en 1836. Se distinguió al servicio de la revolución, llegando a ser senador por Nueva York, y luego vicepresidente de los Estados Unidos de 1801 a 1805. En 1804 mató en duelo a Alexánder Hámilton, lo cual le atrajo el odio general de la nación. Parece que su traición data de aquel tiempo. En 1805 formó el plan de conquistar Tejas y quizá Méjico, creando una república de la cual sería presidente, fijando la capital en Nueva Órleans. Con el apoyo de Blennerhásset, compró una vasta extensión de terreno en las riberas del Wáshita que debía servir de punto de partida a la expedición. Mas, por abandono de varias personas de quienes dependía Burr para los recursos, el plan fracasó, y el conspirador fué arrestado en Misisipí el 14 de enero de 1807. Fué juzgado como traidor en mayo del mismo año; pero después de uno de los juicios más famosos en la historia fué declarado al fin inocente en septiembre. Esta sentencia fué debida, sin embargo, a falta de pruebas materiales de su culpabilidad. Ni entonces, ni nunca, se puso jamás en duda la deslealtad de Burr. Después de este juicio, su vida estuvo llena de fracasos, decepciones y desgracias. Su proyectada traición ha formado el tema de muchas historias y novelas, y representa uno de los incidentes más dramáticos de la historia americana.
[39] Una especie de whisky.—La Redacción.
[40] Juegos de naipes.—La Redacción.
[41] El presidente Jéfferson era de aquel estado, y sus partidarios constituían lo que el autor, adoptando la fraseología de Shákespeare, llama la “Casa de Virginia.”
[42] La “casa de York” se refiere al partido federal.
[43] En la América del Norte existe una supuesta linea divisoria de los estados según su posición geográfica, y se alude frecuentemente al oeste, este, norte o sur para indicar los estados comprendidos en aquella zona.—La Redacción.
[44] Se refiere a que Wáshington, Jéfferson, Mádison y Monroe, cuatro de los primeros cinco presidentes de los Estados Unidos, eran originarios de Virginia.
[45] Los buques de los Estados Unidos vigilaban constantemente para evitar el tráfico de esclavos.
[46] En junio de 1807, oponiéndose la fragata Chesapeake de los EE. UU. al “derecho de registro,” fué atacada por el buque inglés Leopard. James Barron, comodoro del buque americano, se vió obligado a rendirse; siendo juzgado por este hecho bajo el cargo de negligencia en sus deberes y, encontrándosele culpable, fué suspendido del servicio, sin sueldo, durante cinco años.
[47] La Smithsonian Institution se estableció en Wáshington en 1846. Es debida a la iniciativa y legado de James Smithson “para difundir los conocimientos entre los hombres” y funciona bajo lo dirección del gobierno, dedicándose especialmente a investigaciones científicas.—La Redacción.
La lista de los errores corregidos por el transcriptor: |
---|
Jamás se volvó => Jamás se volvió {pg 47 n.} |
nocturna de las brujerias=> nocturna de las brujerías {pg 84 n.} |
La ciudad de Neuva York=> La ciudad de Nueva York {pg 94 n.} |
al servicio de a revolución=> al servicio de la revolución {pg 269 n.} |
fué arrestado en Misisipí el 14 de enero de 1907=> fué arrestado en Misisipí el 14 de enero de 1807 {pg 269 n.} |
frenta=> frente {pg 5} |
Wensday (miércoles)=> Wednesday (miércoles) {pg 11} |
Todo aquel que haya=> Todo aquél que haya {pg 13} |
todo la comarca=> toda la comarca {pg 17} |
del soldado en el cementario=> del soldado en el cementerio {pg 48} |
las mesas de te=> las mesas de té {pg 54} |
discurría entre ellas=> discurrían entre ellas {pg 54} |
podía oirse=> podía oírse {pg 72} |
visperas del triunfo=> vísperas del triunfo {pg 83} |
se divisiba aquí y allí=> se divisaba aquí y allí {pg 84} |
no hagais nada=> no hagáis nada {pg 103} |
en que se cambinaban la santidad=> en que se combinaban la santidad {pg 107} |
El coronel Kíllegrew=> El coronel Kílligrew {pg 146} |
un patiecillo pequeño=> un patiocillo pequeño {pg 155} |
de una balustrada de hierro=> de una balaustrada de hierro {pg 156} |
de antigüedads obre=> de antigüedad sobre {pg 177} |
la guerra india suceptibles=> la guerra india susceptibles {pg 233} |
se proposieron enrodar=> se propusieron enrodar {pg 271} |
Quizá si fué durante esta segunda travesía=> Quizá sí fué durante esta segunda travesía {pg 283} |
él permanecía acosado=> él permanecía acostado {pg 302} |