Title: Las máscaras, vol. 2/2
Author: Ramón Pérez de Ayala
Release date: July 12, 2015 [eBook #49418]
Most recently updated: October 24, 2024
Language: Spanish
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OBRAS DE R. PÉREZ DE AYALA
Tinieblas en las Cumbres. Novela. Publicada con el seudónimo «Plotino Cuevas».
A. M. D. G. La vida en un colegio de jesuitas. Novela.
La pata de la raposa. Novela.
Troteras y Danzaderas. Novela.
La Paz del Sendero. El Sendero innumerable. Poemas.
Prometeo. Luz de domingo. La caída de los limones. Tres novelas poemáticas.
Herman, encadenado. Notas de un viaje al frente de guerra italiano.
Política y Toros. Ensayos.
Las Máscaras. Volumen II.
Las Máscaras. Volumen II.
RAMÓN PÉREZ DE AYALA
V O L U M E N II
LOPE DE VEGA, SHAKESPEARE,
IBSEN, WILDE, DON JUAN
MCMXIX
EDITORIAL “SATURNINO CALLEJA” S.A.
CASA FUNDADA EL AÑO 1879
MADRID
PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
———
COPYRIGHT 1919 BY
RAMÓN PÉREZ DE AYALA
Imprenta Clásica Española.—Madrid.
LAS MÁSCARAS
IENEN INGLESES y franceses una expresión usual y sobremanera significativa, que explica cumplidamente el carácter y conducta de ciertas personas: spoiled baby y enfant gaté. En castellano carecemos de un modismo que reproduzca con exactitud aquella expresión. Lo más aproximado, dentro de las locuciones acostumbradas que aluden a hechos cotidianos, sería niño mimado. Spoiled baby y enfant gaté son frases que las dos quieren decir lo mismo; valen tanto como «niño echado a perder». Aun suponiendo que nuestra expresión se corresponda en la realidad con las otras dos extranjeras, o sea, que todas tres designen el mismo fenómeno, es de advertir que nosotros, pecaminosamente especulativos allá hacia la época en que por último se formó nuestra habla, nos detuvimos a señalar la causa, el mimo, en tanto ingleses y franceses, más prácticos, se conforman con indicar el efecto o resultado: la perdición. Pero no designan las tres el mismo fenómeno, sino que entre la una y las otras dos hay notables diferencias.
Niño mimado se aplica literalmente a los niños; sólo por excepción y abusivamente a las personas talludas. Spoiled baby se predica indistintamente de chicos y grandes.
Niño mimado puede serlo un niño tonto y feo, porque el mimo sobrado viene de los progenitores, los cuales contadas veces reconocen tontería ni fealdad en los frutos de su amor. En el spoiled baby se presuponen ciertas cualidades anejas: rara hermosura o brillantez de inteligencia. El vino se echa a perder; no el vinagre. El niño o persona, en este caso, no ya se ha echado a perder por culpa de sus padres, mas también por obra de sus relaciones y amistades.
El niño mimado es odioso. El spoiled baby es amable; rinde la voluntad de cuantos le rodean.
Examinemos por lo sucinto algunos rasgos psicológicos del niño echado a perder. Puesto que está avezado a rendir voluntades, su voluntad se le representa soberana. Siéntese como entronizado en el centro del universo. Si por ventura quienes le acompañan se distraen de él un punto, requeridos por algún afán o preocupación, él ha de solicitarles a que no dejen de mirarle y oírle; como asimismo, por el medio que sea, y todos son excelentes si logran el fin, ha de provocar la curiosidad y atención de quienes no tuvieran noticia de él. Si habla, todos asienten; pero si él asintiese a lo que los demás se han adelantado en decir, ya no sería el centro del universo. Es, pues, el espíritu de contradicción, encarnado en un cuerpo favorecido y en una inteligencia privilegiada, porque el mundo no tolera la contradicción si no se presenta adobada de gracias e incentivo. El primer spoiled baby fué, sin duda, Lucifer, el ángel más hermoso y amado del Eterno. Cayó al tártaro negro e irreparable, porque a la postre, y a pesar del donaire con que vaya aparejada, ni Dios resiste la contradicción sistemática y activa, la rebeldía, con ser Dios infinitamente misericordioso.
El spoiled baby no toma la vida en serio, porque sólo a sí propio se toma en serio, que es la mayor falta de seriedad. Lo demás de la vida—hombres, cosas, ideas y sentimientos—no es sino un juguete. De su falta de seriedad no es siempre él responsable; antes bien, los semejantes con quienes fué tropezando y que se le doblegaron. Son circunstancias éstas que convienen también al carácter femenino. El hombre se pone serio por primera vez cuando echa de ver que el acto no corresponde necesariamente al deseo, por haber hallado resistencia, y comprende que entre el deseo y el acto es menester incluir el esfuerzo. Pero el spoiled baby no conoce el esfuerzo, por no haber conocido obstáculos. El leñador que descarga hachazos en un tronco, se pone serio, porque está esforzándose. La risa, espiritual y corporalmente, es incompatible con el esfuerzo. Si sobreviniese un hada y le diese la mágica varita con que tocando a los árboles se atierrasen por sí, de allí en adelante le parecía al leñador su oficio cosa de juego. El spoiled baby posee la varita mágica; su vida es un juego gracioso; toda la vida es un juego gracioso. Su corazón rezuma generosidad y simpatía, un poco frías desde luego, por todas las cosas. ¿Cómo ha de ser malo y avieso, ni creer en el mal, si no ha visto el mal de cerca, si nadie le ha hecho daño, ni siquiera en la vanidad? ¿Por qué ha de fruncir las cejas ante la vida, no habiendo recibido de ella sino halagos y sonrisas? Cuando más, insospechada vislumbre del ajeno dolor le herirá, con emoción sentimental y momentánea.
El espíritu contradictorio se manifiesta en la vida de relación adoptando de preferencia la vanidad y el cinismo como actitudes convencionales, y por convencionales, un tanto ingenuas.
Pasan los años. Aunque el niño se hace hombre corporalmente, tal vez prosigue porque el mundo le lisonjea y acata, siendo niño echado a perder. Y el escarmiento, al cabo, descarga sobre su enhiesta cabeza. El escarmiento acudirá, moroso acaso, pero es indefectible. Porque la impunidad en la contradicción de palabra induce a la contradicción de obra, y en esto termina, y el mundo, que tolera y aun festeja que un ser fuera de lo común se divierta y chancee a costa de las ideas comúnmente recibidas, no admite en cambio que un niño antojadizo quebrante de hecho las normas de convivencia que secular y penosamente se han ido adoptando; no admite la rebeldía individual, el escándalo. El escarmiento es indefectible. El pobre niño mimado pasa a ser un hombre despreciado. Y la vida, que antes juzgó fiesta liviana, ahora gravita sobre él a la manera de una gran tragedia. No hay tragedia semejante a la tribulación de un niño, porque siendo para él la propia voluntad todo el universo, rota su voluntad, el universo se desploma hechos añicos. Es la máxima sensación de lo irreparable.
Los fracasos y derrotas de los hombres provienen de que suele andar en ellos alterado el curso del tiempo y trocadas las edades. Unos han sido hombres prematuramente. No han tenido infancia en su debida sazón. Como nadie puede dejar de ser niño, siquiera sea una vez a lo largo de la vida, éstos se sienten niños a deshora, que es gran desdicha. Lo propio sucede con la mocedad. Otros no dejan jamás de ser niños, pero sin llegar a ser hombres. ¡Cuitados! Serán presa de los demás, y, bien que alcancen el reino de los cielos, un hemisferio terrena de la vida les permanecerá ignorado. La armonía de la vida redúcese a saber hacerse hombre sin dejar de ser niño; en tomar la vida en serio, sin perder la alegría.
Hemos esbozado aquí una de las formas del espíritu de contradicción, aquella que se engendra del haber vivido sin obstáculos. En el polo opuesto está otro espíritu contradictorio, que es forma de reacción contra el ambiente hostil, y se origina de la vanidad lastimada. Equidistante de una y otra manía de contradecir se mantiene la comezón negativa y espíritu de contradicción, que nace de mera estupidez. Lo primero, aunque impertinente es, por lo general, noble, ligero y optimista. Lo segundo, acre, mordaz y no menos impertinente. Ambos, divierten, a sus horas. Lo último, nada más inaguantable y nauseabundo.
Si alguien se ha ajustado al patrón ideal del spoiled baby, en todos sus perfiles, ha sido el escritor inglés Oscar Wilde, así en su vida como en sus obras. Favorecido con los más peregrinos dones de inteligencia y sensibilidad, personal prestancia y posición social, no le estorbó para ser un gran hombre sino el haber sido y haber continuado siendo un niño mimado y echado a perder. Nada tan bizarro como su vida voluntariosa y afectada; nada tan trágico como su escarmiento.
En su libro De Profundis, escrito en la cárcel, en los momentos más amargos de su escarmiento y caída, se expresa así Oscar Wilde: «Los dioses me lo habían dado casi todo. Pero yo me dejé extraviar y caer en largos encantamientos de ociosidad insensata y sensual. Me divertía ser un flaneur, un dandy, un hombre a la moda. Fuí pródigo de mi propio genio. Despilfarrar una eterna juventud me proporcionaba curiosa alegría. Cansado de estar en las alturas, descendí deliberadamente a los abismos, en busca de nuevas sensaciones. La perversidad en la esfera de la pasión fué para mí lo que la paradoja en la esfera del pensamiento. Más y más indiferente hacia la vida ajena, jugué con cuanto me placía, y seguí adelante... Acabé en horrible desgracia.»
Comenzó por no ver en el universo sino interesante juego de apariencias, que viene a ser como pensar que la vida es una mascarada alegre. «Los superficiales son los únicos que no juzgan por apariencias»—dijo—. «La estética sólo manipula apariencias agradables. La estética es independiente y superior a la ética. Es menester comenzar por hacer de la propia vida una obra de arte.»
Así, profesó ser, ante todo, un esteta. Veamos en qué consistió la obra de arte que hizo de la propia vida, conforme aquellos principios.
Conquistada ya sonora nombradía, hace un viaje al Norte de América (1882). Se lanza a pasear por las calles de Nueva York ataviado con este indumento: ondas de cabello castaño, cruzándole la frente, caían hasta los hombros; corbata chalina, de un verde fantástico; casaquín de terciopelo; calzones cortos, ceñidos; medias de seda y zapatos de hebilla. En la mano conducía un enorme girasol. Como para una alegre mascarada.
De vuelta en Europa, y visitando el museo del Louvre, le sorprende y fascina un busto de Nerón, a causa del insólito y sorprendente corte y rizado de los cabellos. Preséntase en Londres, ya con la testa aderezada según el tocado neroniano, e introduce la moda masculina de los claveles verdes en el ojal. Entonces escribe a su amigo Sherard (autor de La vida de Oscar Wilde, y El verdadero Oscar Wilde, de donde tomo los datos anecdóticos): «La sociedad necesita que se le cause maravilla, y mi tocado neroniano la ha maravillado. Casi nadie me reconoce, y todos aseguran que me hace muy joven, lo cual, desde luego, es delicioso.» Punch y otros periódicos cómicos publicaron caricaturas y sátiras sobre el «eminente esteta». Para Wilde, todo esto era delicioso; la alta sociedad inglesa le celebraba. Entre la alta sociedad, las cuestiones del traje no constituyen dogma. Se soporta toda arbitrariedad o descuido, a no ser en aquellas personas que no presentan otro título para el acceso al trato social sino la corrección en el vestir y la conformidad con los cánones de la moda. El linaje, la fortuna o la fama son prerrogativas exentas del rigor indumentario. Oscar Wilde poseía dos de estas prerrogativas: el nombre familiar y el renombre de su talento. Podían, pues, pasar su espíritu de contradicción en los atavíos y su paradójico cinismo intelectual. (En Lady Windermere’s fan, comedia de Oscar Wilde, hay estas dos frases: «Es absurdo dividir a la gente en buena y mala. La gente es o encantadora o tediosa.» «¿Qué es un cínico? Un hombre que conoce el precio de todo, pero no conoce el valor de nada.»)
De esta época son las cuatro comedias modernas de Oscar Wilde.
Pero el espíritu de contradicción de Oscar Wilde fué más lejos y se mostró en actos. Llamaba y hacíase llamar de sus amigos por el nombre de pila, y los abrazaba y besaba al encontrarlos y despedirlos, en lugar de darles la mano; costumbres que, aunque admitidas en otros países (la primera, en España; la otra, en Italia), escandalizaban a la sociedad inglesa. Añádase que sus amigos eran todos tiernos mozos.
Comenzaron a fraguarse graves sospechas sobre la limpieza de su conducta. Oscar Wilde, con afectada pomposidad y aquel su nativo donaire, desafiaba la pública opinión. Una carta suya a un amigo vino a parar en manos de unos desalmados, los cuales, habiéndola interpretado como les convenía, y después de enviar copia de ella a Beerbohm Tree, actor de las comedias de Wilde, consideraron que el documento podía valerles buen dinero. Esta carta fué la pieza de convicción más fuerte contra Wilde, en el proceso que le acarreó la prisión. El mismo Wilde refería, antes del proceso, el incidente de la carta, como dando a entender que era inofensiva. En el proceso habló del asunto en estos términos: «Se presentó un hombre en mi casa. Dije: supongo que viene usted con motivo de mi hermosa carta. Si usted, tontamente, no hubiese enviado una copia a mister Beerbohm Tree, yo hubiera pagado con gusto mucho dinero por tener esa carta, porque la considero una obra de arte. Y dijo él: de esa carta se pueden sacar muy curiosas consecuencias. Yo repliqué: el arte es muy difícil de entender para las clases criminales. El dijo: una persona me ha ofrecido por ella sesenta libras esterlinas. Dije: si usted se guía por mi consejo, véndasela. A mí mismo nunca me han pagado tanto por una obra de tan corta extensión. Pero me enorgullece saber que en Inglaterra hay quien considera que una carta mía vale sesenta libras.» Quedó el otro perplejo; concluyó confesando que no tenía un cuarto, y Wilde le dió unos chelines de limosna.
La carta estaba dirigida a lord Alfredo Douglas. El poeta francés Pierre Louys la tradujo, convirtiéndola en soneto, que se publicó en la revista titulada La Lámpara del Espíritu. He aquí el primer cuarteto y los dos tercetos: «Jacinto, corazón mío, dios joven, dulce y rubio; tus ojos son la luz del mar. Tu boca, la sangre roja de la tarde en que mi sol se pone. Te amo, zalamero joven, caro a los brazos de Apolo. Huyes de mí, a través de las puertas de Hércules. Ve. Refrigera tus manos en el claro crepúsculo de las cosas, en donde desciende el alma antigua, y vuelve, Jacinto adorado. ¡Jacinto, Jacinto! Porque quiero ver en los bosques siriacos tu bello cuerpo, siempre extendido sobre la rosa y la menta.» En oídos españoles, esto sonará con alarmantes sugestiones. Téngase en cuenta que es sólo literatura. Loores no menos desconcertantes y poéticos abundan en los sonetos de Shakespeare, dedicados a un amigo, y en la correspondencia entre Goethe y Schiller. La opinión más cuerda sobre aquella carta de Wilde la dió el juez Wills, presidente del tribunal: «No quiero—dijo—expresar el juicio que me merece el acusador, a causa del uso que hace de esa y otras cartas. Lo único que me atrevo a indicar es que, acaso porque soy un majadero en materias de arte, no acierto a ver en el lenguaje de esa carta la extrema belleza que pregonan.»
Era acusador de Wilde el hoy universalmente conocido gobernante sir Eduardo Carson. Preguntó Carson a Wilde si consideraba dentro de los términos ordinarios la carta a lord Alfredo Douglas. Wilde respondió: «Lo que yo escribo es todo extraordinario. ¡Cielos! Si precisamente he procurado siempre no caer en lo ordinario.» Otra pregunta de Carson: «¿Suele usted beber champaña?» Wilde: «Sí. Helado es una de mis bebidas favoritas, por cierto muy en contra de las prescripciones de mi médico.» Carson (malhumorado): «No hagamos caso ahora de las prescripciones de su médico.» Wilde: «Nunca he hecho caso de ellas.» Cada vez que se mencionaba alguna amistad de Wilde, Carson inquiría la edad. «¿Qué edad tenía?»—pregunta Carson por milésima vez—. Wilde responde, hastiado: «Realmente, yo no llevo un censo.» Carson insiste. Dice Wilde: «Calculo que unos veinte años. Era joven, y en esto se cifraba una de sus atracciones. Me deleita la compañía de los que son mucho más jóvenes que yo. No reconozco otra especie de distinción social. Para mí, el simple hecho de ser joven es tan admirable, que prefiero hablar media hora con uno de ellos antes que sufrir un largo interrogatorio, aunque sea tan hábil como el del señor acusador.» Más adelante declaraba que le atraía el trato de los jóvenes porque gustaba de que gustasen de él (I like to be liked), y le complacía pontificar y que le escuchasen religiosamente. Alma débil, necesitaba del calor de la lisonja, como el reumático necesita del calor de las bayetas.
A consecuencia del escandaloso proceso, hundióse la vida de Oscar Wilde. Le llegó el escarmiento; paró en la cárcel. Allí escribió su De Profundis, libro que pretende ser un acto de humildad y de contrición, pero que no es sino una nueva actitud afectada. Era ya demasiado tarde para que el niño echado a perder se trocase enteramente en hombre. Cuando apareció este libro, Ramiro de Maeztu me dijo: «Me hace el efecto de un dandy que, aun después de muerto, se presentase ante el eterno tribunal de Dios fumando con petulancia un cigarrillo de boquilla dorada y echando el humo en roscas.» Exacto. Ni en los paisajes más patéticos de este libro consigue Wilde desentenderse de sus fútiles preocupaciones y vanidades. Hablando de la muerte de su madre, acaecida en tanto él estaba en la prisión, escribe: «Yo, que fuí un tiempo señor del lenguaje, no encuentro palabras, etc., etc.» Fría retórica.
Algunos amigos procuraron defender a Wilde. Madame de Bremont, amiga de la madre de Wilde, hasta inventó una teoría al efecto, según la cual no sale en verdad muy bien parado Oscar Wilde. «Estando Esperanza (madre de Wilde) encinta de su infortunado hijo, deseaba ardientemente que fuese hembra. Para dar con la solución de la personalidad y genio paradójicos de Oscar Wilde, debemos mirar a su alma. Cuando la unión del cerebro y del alma es anormal, el producto es el genio. Esto se debe al estado híbrido en donde alma y cuerpo están atados en antítesis sexual. El alma femenina en el cerebro masculino crea el genio en el hombre; el alma masculina en cerebro femenino crea el genio en la mujer.» Y luego: «Su no secreta antipatía a las mujeres, como tales mujeres, y su ostentoso entusiasmo por el hombre, en cuanto hombre, es buena prueba del alma femenina de Oscar Wilde.» Por último: «Oscar Wilde hubiera sido una mujer buena y noble si su alma se hubiera alojado en un órgano acomodado, en un cerebro femenino.»
Mejor lo defienden Sherard y Gide. El primero escribe: «Nunca vi en él nada afeminado. La impresión que siempre me produjo fué la de ser todo un hombre, y su alma, asimismo masculina.» Y Gide dice: «Nada, desde que frecuenté a Wilde, me hizo sospechar nada.»
Salió de la cárcel y de Inglaterra; escondióse a las miradas del mundo y arrastró miserable existencia. Hubo momentos en que el más delicado agasajo con que le podía brindar alguno de sus amigos leales era una camisa limpia o un cuello postizo. ¡Un cuello postizo! Y ni aun siendo el hombre deshecho y echado a
perder, dejó de ser el niño echado
a perder, vanidoso, contradictor
y obsesionado por adoptar
actitudes teatrales.
N 1901, ANDRES Gide dedicaba amistosas páginas In Memoriam a Óscar Wilde, muerto un año antes. Allí se dice: «Cuando su escandaloso proceso, algunos escritores y artistas intentaron una especie de salvamento, apelando a la literatura y al arte. Confiaban excusar la conducta del hombre enalteciendo la obra del escritor. De donde se siguió un error; porque, ¡ay!, es preciso reconocerlo, Wilde no es un gran escritor. Sus obras, más bien que sostenerle a flote, no parece sino que se hundieron con él.» Y Gide consagra su pluma antes a vindicar al hombre que a encarecer al literato.
Al cabo de diez y seis años, se ha confirmado la validez del juicio de Gide.
Oscar Wilde es un escritor interesante, dotado de cierto hechizo intelectual y sensual que hará siempre gustosa la lectura de sus obras, un escritor gracioso y agraciado, esto es, favorecido por las Gracias; mas para ser un gran escritor le faltó concepto preciso del mundo y hondo sentido de la vida.
En época de boyancia y esplendor, decía él mismo que todas sus obras eran técnicamente perfectas. Si las ideas de «forma» y de «técnica» se restringen al mero escrúpulo de lenguaje, sin duda los escritos de Wilde se aproximan a la perfección. Pero la técnica literaria circunda y abarca materias más graves que la corrección del lenguaje. Wilde lo comprendió así en cuanto le dieron tiempo para pensar sobre el asunto con alguna circunspección, habiéndole encerrado en una cárcel. Declaró entonces que le repugnaban todas sus obras. Y algún tiempo después reiteraba su pensamiento con estas palabras: «Escribí cuando no conocía la vida. Ahora que conozco el sentido de la vida nada tengo que escribir; sí sólo vivir. Fuí feliz en mi prisión porque dentro de ella di con mi alma. Lo que antes había escrito, lo había escrito sin alma. Lo que he escrito luego, guiado por mi alma, día llegará en que el mundo lo lea.» Sin embargo, y a pesar del divino hallazgo de la propia alma, en los escritos posteriores a su confinamiento hasta el presente conocidos (pues se asegura que algunos permanecen todavía inéditos), en relación con los anteriores, se observa que lo que hubieron de perder en alacridad no consiguieron trocarlo en hondura y aplomo. Continuaba siendo Wilde niño echado a perder, hombre frustrado. No acertó a tomar la vida en serio antes ni después de estar preso; de ídolo ni de réprobo.
Huído de Inglaterra, hallábase Wilde en Argel, en donde por caso dió con él Gide, el cual refiere: «Una de las últimas noches de Argel parecía que Wilde se había propuesto no decir nada en serio. Yo llegué a irritarme un poco con sus paradojas, demasiado espirituales... De pronto, inclinándose bruscamente sobre mí—¿quiere usted saber, dijo, el gran drama de mi vida? Consiste en que he consumido todo mi genio en vivir, y en mis obras sólo he empleado mi talento.»
Oscar Wilde se ufanaba, con abusiva reiteración, de ser un genio; pertinacia, más que vituperable, sospechosa, porque indica una de dos, o que él no estaba muy seguro, o que los demás no lo estaban.
Aquella misma noche de Argel le confesaba Wilde a su amigo que no eran nada buenas sus comedias, que no las tenía en ninguna estima, y que casi todas las había escrito por apuesta. Afectaba desdén hacia sus producciones literarias, mostrando de esta suerte que había concentrado su genio en la vida por la vida misma, haciendo de ella una obra de arte. Si cabe hacer impecable obra de arte de la propia vida, el arquetipo o ideal de este género artístico, a pesar de que un personaje de Wilde afirme ser invención de nuestros días, lo trazó Platón hace siglos, y de entonces acá no ha mudado: «lo más hermoso es ser sano, rico, honrado entre los compatriotas hasta la extrema vejez, y ser enterrado con decoro por los hijos».
¿En qué reveló Wilde su genio, a través de su vida? El genio se revela necesariamente en las obras o en las acciones. En las obras: el genio de la mente, el genio creador, el genio artístico. En las acciones: el genio del carácter, el heroísmo y la santidad.
En cuanto á las obras, bien que Wilde no reputase geniales las suyas propias, ha habido quien le calificó de genio literario. ¿Lo fué realmente?
Un escritor inglés contemporáneo, John Bailey, estudiando la genialidad de Boswell, biógrafo del doctor Johnson, escribe: «Si el término genio se toma en su estricta acepción moderna, que vale tanto como trascendental potencia de espíritu, acepción en que lo aplicamos a un Miguel Angel, por ejemplo, es absurdo pretender que este título le conviene a Boswell. Pero úsase asimismo la palabra en otro sentido más laxo y añejo, significando definidamente el hombre que establece una originalidad importante y crea una manera nueva en algunas de las actividades serias de la vida, arte o literatura, política o guerra, y en tal caso, Boswell fué, sin disputa, un genio.» Boswell creó la forma moderna de la biografía.
Ni en la acepción estricta ni en el sentido laxo es admisible predicar la raridad de genio en Oscar Wilde, juzgando su obra. El don del ingenio sí que lo poseyó; ingenio fuera de lo común.
¿Acaso el genio literario es otra cosa distinta de aquellas dos categorías que establece John Bailey? Wilde definió a su modo, paradójicamente, el genio literario. Hay dos especies de escritores, decía: unos, que asientan respuestas; otros, que formulan preguntas. Es menester averiguar si se es de los que responden o de los que preguntan, porque el que pregunta nunca es el que responde. Hay obras que esperan; no se entienden durante largo tiempo. Es porque asientan respuestas a preguntas que todavía no se han formulado, pues a veces la pregunta sobreviene con terrible retraso respecto de la respuesta. Claro está que el genio literario es el que se anticipa a responder lo que preguntará la Humanidad futura.
La anterior paradoja nos parece sumamente ingeniosa, y al pronto nos aturde como si nos hubieran dado una gran sacudida. Eso es las más de las veces la paradoja: un razonamiento vertiginoso y capcioso, un volver el pensamiento cabeza abajo. Pero si nos detenemos un punto a aquilatar su verdad, el artificio se nos desbarata entre los dedos. Los grandes escritores no son los que de antemano dan respuesta a preguntas del porvenir, por la sencilla razón de que todas las preguntas esenciales están ya formuladas desde el orto de la conciencia humana. Lo que cambia en cada época y pueblo es el modo de la pregunta, su expresión circunstancial. Los grandes escritores son aquellos que mejor han sabido responder a las preguntas esenciales y eternas, según el modo y expresión de su tiempo y pueblo. Y en esto está el secreto de su universalidad, en el espacio, y de su perduración, en el tiempo. Oscar Wilde no es uno de los escritores contemporáneos que mejor han sabido responder a las preguntas eternas, tal como se han planteado en los últimos años.
Si en sus obras no se acredita de genio, por de contado que en sus acciones no fué héroe, ni mucho menos santo.
Ya que él mismo estigmatizaba sus obras, por deleznables, y su vida social fué tan desastrada como sabemos; entonces, ¿en qué sustentaba su jactancia de genialidad? En su conversación. ¡Peregrina vanagloria! Era un genio de la charla. «Wilde no hablaba, narraba», dice Gide. Así como algunas gentes deben su buena acogida en el trato de gentes a una copiosa summa de chascarrillos pornográficos, que vierten en el intercambio cuoloquial, venga o no a pelo, Oscar Wilde llevaba archivados en la memoria unos cuantos cuentos y apólogos, sobremanera poéticos, a veces hasta mistagógicos, y así que se le presentaba una coyuntura los recitaba con gran entonación. Sus conocidos afirman que cuando repetía una de sus fabulillas, las palabras eran las mismas exactamente. Así estas narraciones orales, como sus cuentos escritos, son deliciosas flores de la fantasía.
En resolución, se nos presenta Oscar Wilde, en su vida y en sus obras, como el niño a quien echaron a perder la inteligencia, por la exageración inconsiderada de las alabanzas; el carácter, por haberle dejado hacer siempre su voluntad; el corazón, por haberse ocupado de él con exceso, adorándole, idolatrándole.
De aquí su vanidad y su cinismo, su incapacidad para tomar la vida en serio, su impertinente espíritu de contradicción, que él involucraba, creyéndolo fuerza de originalidad. Escribe Saint-Beuve: «Hay dos maneras de no pensar por cuenta propia: repetir lo que los otros dicen o hacerse un género aparte, diciendo todo lo contrario de los demás. Después del calco nada hay más fácil que la contradicción.» Antes de haber leído estas líneas de Saint-Beuve, yo había escrito que alardear de renovador sin otro fundamento que la contradicción sistemática de las ideas comúnmente recibidas es como volver del revés un traje viejo y hacerse la ilusión de llevar un vestido flamante.
Pero en las contradicciones y paradojas de Oscar Wilde reluce siempre soberano ingenio. Adoptando una elocución feliz de Menandro, podríamos decir que los epigramas de Wilde son miel del Himeto embebida en ajenjo. No son simples expedientes o trucos al alcance de todo el mundo, como juzgaron, con ligero desdén, algunos críticos de sus comedias.
Bernard Shaw, en quien influyó no poco la manía paradójica de Wilde, escribía con ocasión del estreno de Un marido ideal (Dramatic opinions and essays): «La nueva comedia de mister Oscar Wilde constituye un tema peligroso, porque tiene la propiedad de entontecer a los críticos. Ríen coléricamente los epigramas de Wilde, como niño a quien se trata de distraer durante un acceso de rabia. Protestan de que el truco es demasiado transparente y que cualquiera persona lo suficientemente informal para condescender hasta semejante frivolidad pudiera hacer por docenas idénticos epigramas. Por lo visto yo soy la única persona en Londres que no es capaz de sentarse a escribir una comedia de Wilde cuando le apetece... En cierto sentido, Wilde es nuestro único escritor de comedias (playwright). Juega con todo; con el ingenio, con la filosofía, con el drama, con los actores, con el público, con el teatro entero.» La palabra play tiene un doble sentido; quiere decir comedia y juego. Por eso Shaw hace girar el vocablo, diciendo que Wilde en sus comedias juega con todo y nada toma en serio. Entiéndase rectamente la opinión de Shaw. No indica que Wilde fuera el mejor dramaturgo, pues la cualidad primordial del dramaturgo es la aptitud para tomar la vida en serio; sino el mejor jugador de ideas y sentimientos. Y el juego ya se sabe que es radicalmente una actividad destructora se destroza el juguete, por escudriñar su escondido resorte; y se le deja de lado después.
Las comedias modernas de Wilde poseen una de las virtudes teologales y necesarias para salvarse: que cada uno de sus personajes tiene razón. Wilde ha descubierto y mostrado con sagacidad intelectual el resorte de los muñecos. Pero esto no basta; porque siguen siendo muñecos. Wilde comprendió a cada uno de sus personajes, pero le faltó la simpatía humana con que vivificarlos; le faltó lirismo, el infundirse y apasionarse dentro de cada uno de ellos. Y sin este lirismo no hay caracteres; no hay drama verdadero. Y no habiendo drama verdadero, no se le presentaban situaciones al autor. Wilde hubo de inventarlas por los medios más falsos e ineficaces. Los caracteres de las comedias de Wilde son lo que el doctor Johnson denominaba caracteres de costumbre, por contraposición a los caracteres de naturaleza. «Los caracteres de costumbre, decía, son muy divertidos; los entiende un observador superficial. En tanto, para entender los caracteres de naturaleza es fuerza penetrar hasta los más oscuros recovecos del corazón humano.»
Las comedias de Wilde aparecen en la escena española tras largos años de estar condenadas al ostracismo en los teatros del extranjero. Llegan hasta nosotros, como nos llegan todas las ideas y obras del ancho mundo, en la extremidad de su peregrinación, avejetadas, deslustradas, cansadas.
La sombra del pobre Oscar Wilde no logra hallar reposo ni aun en la morada letárgica de las sombras, frío campo de asfódelos, más allá del bituminoso Leteo. Le persigue en la muerte el mismo sino adverso que en vida. Estando vivo, Themis, diosa de la Justicia, le desgarró con su espada el corazón. Al cabo de los años de haber fenecido, cuando su corazón es sólo ceniza, la propia Themis, severa, coge en un puñado las cenizas y las aventa al huracán del desprecio.
Pasemos del tono lamentoso y alegórico al acento moderado y narrativo.
Ello es que recientemente se ha visto en Londres un escandaloso proceso, y, por paradójico modo, regocijado cuanto escandaloso. El procesado se llama míster Pemberton Billing, diputado. La demandante, miss Maud Allan, bailarina. Los cargos en que se cimentaba la querella, eran: primero, la publicación de un artículo difamatorio contra la Allan y su empresario Grein, artículo publicado por Billing en su periódico Vigilante; segundo, la obscenidad del artículo.
Sin embargo, ni el diputado ni la bailarina fueron los verdaderos protagonistas. Igual que en algunas baladas, en este proceso hubo un embozado misterioso, que al abrir la capa vióse que era un muerto: el embozado aquí era Oscar Wilde. En el banquillo de los acusados yacía la triste memoria de Oscar Wilde.
Tratábase de fallar si la obra de Oscar Wilde cae dentro del fuero lícito de la estética, o, por el contrario, debe ser relegada a los penumbrosos suburbios en donde se acoge la libídine clandestina. Si los doce jurados—doce, como los apóstoles—absolvían a Billing, debía entenderse que el pueblo inglés repudiaba la obra de Oscar Wilde. Si le condenaban, significaba que sus compatriotas rendían un desagravio póstumo a Oscar Wilde. Tal es el sentido que unánimemente se dió en Inglaterra a este proceso. Al final, se pronunció la absolución de Billing, seguida de hurras del público, en la sala de audiencia, y luego de aclamaciones de la muchedumbre congregada en la calle.
Los periódicos ingleses publicaron a diario y al pie de la letra las vistas del proceso. En el último número del Mercure de France (I-VII-1918) aparecen los trozos más interesantes de él.
El párrafo de Billing en que fundó la bailarina su querella, dice: «Para asistir a las representaciones privadas en las cuales miss Maud Allan interpreta Salomé, de Oscar Wilde, se exige estar inscrito en casa de miss Valetta, calle Duque, 9, Adelphi. Si Scotland Yard (Oficina central de la policía secreta) se hiciese con la lista de los allí inscritos, averiguaría, sin duda, los nombres de muchos millares de los 47.000.» Estos incógnitos 47.000 componen, según Billing, una lista alemana, de hombres y mujeres, todos ingleses, personas influyentes, cuyos vicios y flaquezas les convierten en presuntos y aptos instrumentos a la merced de los espías y agentes alemanes.
El presidente del Tribunal fué el juez Darling; el acusador privado, por la bailarina, un míster Hume Williams; Billing ejerció su propia defensa.
He aquí algunos fragmentos del proceso. A lo último haremos los comentarios.
Maud Allan declara haber nacido en América, de padres ingleses; educóse en San Francisco, hasta los quince.
Billing.—Su hermano de usted, ¿fué ejecutado en San Francisco? ¿Por qué crimen?
M. A.—Ya lo ha contado usted.
B.—¿Por el asesinato de dos niñas?
M. A.—Sí.
B.—¿Y violación después de la muerte?
M. A.—Creo que eso último es una imputación falsa.
B. (Abriendo un libro).—Esta fotografía, ¿es el retrato de su hermano?
El juez.—¿Se considera usted obligado a hacer esa pregunta?
B.—Lo siento mucho, pero he de probar la influencia precisa de este hecho sobre la perversión sexual en general.
El juez.—¿Qué hecho?
B.—El que se analiza en este libro. He de demostrar que ciertos vicios son hereditarios; que en algunos seres el instinto de tales conduce al asesinato; pero que en la mayoría no determina sino una predisposición a figurarse y representar crímenes que no osan cometer en la vida real; esto es, a la pantomima. Así, me parece que la pasión por la cabeza de San Juan Bautista debe clasificarse en esta categoría.
La señora Villiers-Stuart, testigo, certifica la existencia de la lista de los 47.000.
El juez.—¿Puede usted dar su palabra?
V. S.—Sí. Era un libro grande, negro, impreso en Alemania.
Interviene Billing, con preguntas que el juez Darling considera ociosas. El juez alude a las reglas del procedimiento. Billing comienza a exasperarse.
B.—No sé nada de reglas ni de ley. He venido aquí, en justicia, a probar una cosa, y la he de probar.
El juez.—Pero pruébela usted observando las reglas.
Billing (colérico, dando un puñetazo y con voz aguda, pregunta a la testigo).—¿Está en la lista de personajes viciosos y sospechosos el nombre del juez Darling?
La testigo.—Sí.
Tumulto. Billing grita:
—¿Está en la lista el nombre de la señora de Asquith?
La testigo.—Sí.
B.—¿El de Asquith? ¿El de lord Haldane?
La testigo.—Sí, sí.
Aparece lord Alfredo Douglas, como testigo.
Douglas.—Autor, poeta, director de la Academia desde 1907 a 1910, he hecho un estudio escrupuloso de la obra de Oscar Wilde, al cual conocí íntimamente desde 1892 hasta su muerte. La reputación que alcanzó Oscar Wilde como crítico, autor o poeta, me parece muy exagerada. No tiene la mitad del talento que se le ha concedido. Habilidad técnica, eso sí. No se servía de las palabras a la ligera, y decía lo que quería decir. Cuando parece decir una cosa, es con toda intención. Los símbolos de Salomé son explícitos y no requieren comentarios. Este drama, construído en inglés y traducido, con la ayuda de algunos escritores franceses, en época en que Wilde no dominaba bastante esta lengua, fué luego nuevamente escrito en inglés por mí, bajo su dirección. De suerte que poseo especialísimo conocimiento de sus ideas íntimas.
B.—¿Cuáles son esas ideas, tales como él se las hubo de expresar a usted?
D.—Quería hacer la historia de una perversión sexual. Y aun hay más: un pasaje sodomítico, concebido con intención sodomítica.
B.—¿Se lo dijo así él mismo?
D.—Me lo dijo sin emplear, es verdad, la palabra sodomítico, porque tenía la costumbre de enmascarar sus abominaciones bajo un lenguaje florido. Ejerció la más diabólica influencia sobre cuantos se le aproximaron. Fué la más poderosa fuerza del mal en Europa, desde hace trescientos cincuenta años. (La exactitud de esta cifra, tres siglos y medio justos, ni año más ni año menos, no deja de sorprendernos.)
B.—¿Habla usted solamente de homosexualidad?
D.—No. Wilde era agente del demonio de todas las maneras imaginables. Su único objeto en la vida era atacar la virtud, denigrarla o presentarla ridícula.
B.—¿Qué edad tenía usted cuando le conoció?
D.—De veintiuno a veintidós años.
B.—¿Lamenta usted haberle conocido?
D.—Lo lamento amargamente.
B.—¿Considera usted Salomé como una obra clásica?
D.—No. Se ha hecho clásica a causa de los elogios insensatos de los críticos y de la notoriedad exagerada.
B.—¿Piensa usted que debe ser conservada por la nación?
D.—Ciertamente que no. Wilde jamás escribió sin intención nociva y sentimiento pervertido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
B.—¿Deplora usted haber colaborado en Salomé?
D.—Lo deploro profundamente. Es una obra abominable. Las personas normales sienten hacia ella honda repugnancia; los corrompidos, se deleitan; pero todo ser moralmente indeciso, es una víctima segura.
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B.—En su dictamen, ¿se sirvió Wilde de la luna al modo de pantalla en donde proyectar imágenes demasiado abominables para ser presentadas al desnudo?
D.—Sí.
B.—Según eso, ¿tiene la luna un sentido oculto?
D.—Sí; Wilde hablaba con frecuencia de la luna.
B.—¿Qué quería dar a entender?
D.—En realidad, designaba con ella el vicio contra natura.
B.—El nombre de Wilde, ¿tiene actualmente un sentido especial en nuestro país?
D.—Sí; decir de un hombre que es un Oscar Wilde, vale tanto como afirmar que es un pervertido.
Más adelante, agrega lord Alfredo:
—Wilde no despreciaba ni aun a las gentes que carecían de inteligencia para apreciar su obra. Era el hombre más fatuo que haya habido jamás... Desde luego, no quiero dar a entender que todos los que hablan del «arte por el arte» y otras bobadas semejantes sean también personas necesariamente corrompidas.
El juez.—Claro que no todos son gente mala; son simplemente cubistas o algo estúpido por el estilo. (Risas.)
La parte humorística del proceso corrió a cargo del juez Darling.
La última parte del testimonio de lord Alfredo Douglas es harto delicada y penosa, para que nos permitamos transcribirla.
Surge un nuevo testigo, un sacerdote, el padre Bernardo Vaughan. Su presencia mueve murmullos de extrañeza entre el público. El clérigo comienza anunciando que se expresará como patriota; pero, a pesar suyo, no puede reprimir el celo canónico que le anima.
Padre V.—De hablar el sacerdote, ¿qué no diría yo de esa abominación (Salomé), que considero deliberado ultraje a la majestad y santidad de Dios?
El juez.—Todo eso ya nos lo dirá usted mañana. (El día siguiente era domingo. El juez alude al sermón o prédica dominical). Ahora, procure usted ser concreto.
P. V.—Debiera prohibirse esa pieza. Si Salomé en vida hizo tanto daño a Herodes, ¿qué estragos no acarreará en estos tiempos una nueva Salomé, cuando los Herodes son legión? No me explico que ninguna mujer se atreva a representar ese personaje.
Incurre el testigo en algunas digresiones poco pertinentes, y, reconociéndolo así, se excusa ante el Tribunal y los oyentes.
El juez.—Si hubiera usted leído el Procedimiento judicial, en lugar de leer Salomé, hubiera usted hablado más a propósito.
El doctor Clark afirma que la obra de Wilde es un museo de todas las perversiones sexuales, y que la haría representar ante sus discípulos, a modo de exposición patológica, si no juzgase la lección demasiado nociva.
El doctor Cooke declara acerca del título que llevaba el artículo de Billing publicado en el periódico Vigilante. Uno de los fundamentos de la denuncia contra Billing estribaba en la obscenidad de dicho título. El título estaba en griego. Los periódicos ingleses no dicen cuál sea.
El doctor Cooke dice que la obscenidad supuesta no reside en el título del artículo, ni en el párrafo denunciado, sino en el drama Salomé, vituperado en el artículo.
El juez.—Cuando una obscenidad se dice en griego, ¿es por eso menos ofensiva?
El doctor.—Claro está.
El juez.—Salvo para los griegos, naturalmente.
El testigo hace protestas de adhesión al bien general. Asegura no tener malquerencia a nadie. Sobre todo, advierte que no ha acusado a míster Grein de sodomita. Lo único que ha dicho es que míster Grein hablaba la lengua de Sodoma.
El juez.—¿Y no reputó usted interesante oír hablar la lengua de Sodoma, una lengua muerta? (Risas.)
Billing (el energúmeno).—No admito, milord, que se trate tan grave asunto con chanzas semejantes.
Pongamos ahora unos someros comentarios
al margen de este
curioso proceso.
L PROCESADO y triunfante Billing quiso desarrollar su requisitoria con carácter científico, según se deduce de aquellas sus palabras primeras: «He de demostrar que ciertos vicios son hereditarios; que en algunos seres el instinto de tales vicios conduce al asesinato, pero que en la mayoría no determina sino una predisposición a figurarse y representar crímenes que no osan cometer en la vida real; esto es, a la pantomima.»
Billing no redujo esta categoría de crímenes imaginarios y frustrados a la mera pantomima, o acción dramática muda, sino que le concedió medidas mucho más anchas, dentro de las cuales cae un buen segmento de la estética pura. Según este criterio científico, o por mejor decir, pseudocientífico, algunas obras mal llamadas de arte tienen su origen en ciertas formas de hereditaria degeneración, y por consecuencia, deben prescribirse o a lo sumo considerarse como documentos clínicos. La primera parte de este criterio no parece aventurada ni anticientífica. Lo incoherente y atrevido comienza en los corolarios. Supuesto y concedido que algunas obras artísticas (bien llamadas o mal llamadas obras de arte, pero, al cabo y a la postre, llamadas de arte, porque en el propósito del autor estuvo realizar una obra artística); repetimos, supuesto y concedido que algunas obras artísticas tienen origen en ciertas formas de hereditaria degeneración del autor, la apreciación estética de dichas obras es independiente en absoluto de la relación entre el autor y la obra. La obra será estimable o no será estimable estéticamente, pero no a causa de que el autor sea equilibrado o desequilibrado, sino por cualidades o defectos intrínsecos a la misma obra. Un asesino, no ya un asesino imaginario y pantomímico, sino uno que haya verdaderamente escabechado una docena de personas, puede distraer sus ocios carcelarios pintando, o componiendo música, o pergeñando odas pindáricas en loor del asesinato. Y si el cuadro, o la canción, o la oda no resultasen artísticos, ciertamente que sería incongruente achacarlo a los asesinatos, teniendo tan a la mano la explicación; simplemente, que el asesino carece de sensibilidad y habilidad de pintor, músico o poeta.
La pseudociencia o falsa ciencia consiste siempre en un exceso de generalización. Aquí el exceso estriba en convertir la relación individual, sin duda necesaria, entre cada autor y cada obra, en una relación universal y fatal: toda persona que presenta síntomas de desequilibrio o degeneración está incapacitada radicalmente para la obra artística. De donde será igualmente cierta la proposición correlativa; toda persona de buena salud y conducta será necesariamente un gran artista. Comoquiera que no hay un solo ejemplo humano de perfecta normalidad y equilibrio, si para la génesis y licitud del arte se exige este postulado, habrá que negar todo género de arte.
Que la figuración o representación, bien sea imaginaria, bien plástica y dramática, es como sucedáneo o sustitutivo de la acción real, y que, por ejemplo, las personas inclinadas a cometer crímenes se satisfacen con ejecutarlos imaginariamente, viviéndolos, en lo íntimo, con todas sus patéticas peripecias, o bien por medio de la representación, esto parece cierto y no es ninguna novedad. Pero nada dice en contra del arte, antes en su favor. Es muy antigua la teoría que considera el arte como liberador o purgador de pasiones, justamente porque provoca una vida imaginaria con que descargar el cúmulo de energía para el mal, que de otra suerte se había de emplear en hacer el mal realmente. Goethe fué sacudiendo de su pecho, una tras otra, tantas pasiones como le asaltaron, y a cada sacudida brotaba una nueva obra de arte; tal es la historia de sus libros. ¿Qué otra cosa era la catarsis, el horror piadoso, la purificación por la vida imaginaria, sustancia de la tragedia griega?
Y sin embargo, hay obras literarias que, sin dejar de ser artísticas, son vitandas, y por ende, moral y socialmente execrables. Porque si, en efecto, el arte es una liberación de energía funesta, para que admitamos la licitud de obras de cierto linaje se nos impone como primera condición la certidumbre de que el autor se inspiró en aquel fin, y de que el espectador va animado del mismo propósito. La primera condición, pues, es la ejemplaridad. Sólo así cabe justificar aquellas obras de arte que encierran imágenes y acciones deshonestas, bárbaras o nefandas. En la tragedia griega, el coro, que encarnaba la razón humana, definía la ejemplaridad de los sucesos abominables que el espectador iba contemplando.
Pero si, por el contrario, así el designio del autor como la afición del espectador se alimentan de baja voluptuosidad y deleitación morosa, entonces la obra es por lo menos sucia, pornográfica, y siempre vitanda, execrable. Si verdadero es aquel fenómeno psicológico mediante el cual el horror experimentado por la imaginación y la ejemplaridad que el entendimiento deduce de este horror engendran en la voluntad motivos inhibitorios a la manera de normas de conducta que luego impiden en la realidad la comisión de aquellos mismos actos horribles, vividos ya y escarmentados de antemano imaginariamente, no menos verdadero es otro fenómeno psicológico semejante, a saber, que las imágenes horrendas, crueles o nada más que torpes, por sí solas y desamparadas de toda interpretación del entendimiento, lejos de apartar la voluntad del objeto de ellas y sugerir repulsión, van poco a poco creando el hábito, la idea fija, infundiendo la obsesión, que por último impele fatalmente a la voluntad a convertirlas en realidades efectivas, de realidades imaginarias que eran, señaladamente a la voluntad débil. Tales son los frutos de ciertas obras artísticas. ¿Cabe admitir o justificar estas obras porque son artísticas? Esta cuestión merece algún examen.
¿Cabe admitir o justificar ciertas obras, éticamente repulsivas, so pretexto de que son obras de arte? Este es ya pleito viejo. La mayoría de las opiniones se ha inclinado siempre por la respuesta negativa. Los menos propugnan la autonomía del arte, una especie de fuero exento estético, totalmente manumitido de los imperativos morales. Huelga añadir que estos escasos propugnadores son artistas, o que por tales a sí propios se reputan. La teoría que ha sustentado la escisión entre la ética y la estética se acostumbra denominar «del arte por el arte». De esta teoría derivó, a fines del pasado siglo, una escuela, llamada «esteticismo»; uno de sus más señalados corifeos fué Oscar Wilde.
Y así tenemos tres categorías de arte: el arte popular, para todo el mundo, arte sometido a la moral; el arte artístico—valga la redundancia—, que consiste en una especie de habilidad sólo justipreciable por aquellas personas que en alguna medida la poseen, esto es, artistas y deleitantes; arte, si independiente de la moral, no por eso en contradicción con ella; y el arte exquisito o esteticista, más difícil todavía de apreciar que el arte artístico, arte para unos pocos seres superiores, arte no ya indiferente sino enemigo de la moral.
El arte popular es trasunto y reflejo de la vida, pero con ciertas restricciones. En primer término, no reproduce pasivamente la vida, ni toda la vida a la manera como se nos ofrece en el curso monótono de los días, sino que selecciona ciertos elementos significativos, los funde, y, a la postre, infunde un sentido evidente a esta obra de síntesis; sentido que en la vida misma acaso no habíamos echado de ver. En segundo término, este sentido de la obra de arte popular se caracteriza por ser de naturaleza ejemplar, ética, conforme a los dictados de moral universalmente admitidos. (Entendemos por arte popular así el que por manera anónima nace del pueblo, como aquel otro, más copioso, que, aunque creado por un artista conocido, aspira a ser un fenómeno social y va enderezado a la muchedumbre, al pueblo.)
El arte artístico pretende ser trasunto de la vida, tanto de la vida externa como de la vida interior del artista; pero trasunto pasivo, impersonal, objetivo, fiel, sin cuidarse de seleccionar elementos estéticos ni de perseguir en la obra propósitos ejemplares. Lo esencial en el arte artístico es la habilidad—espiritual y técnica—para percibir con exactitud las cosas y los hechos de la vida y expresarlos con precisión. Para el arte por el arte, los actos morales o inmorales son, indistintamente, como los actos de valor o de cobardía, como el amor o el odio, parte de la vida, temas artísticos. ¿Se cometen en la vida actos inmorales? Si se cometen, ¿por qué no se ha de estrechar una obra de arte a reproducirlos impersonalmente? ¿Dejará por eso de ser obra de arte, si acredita aquellas cualidades esenciales de percepción y expresión imprescindibles en la obra de arte?
Aparte de que el arte artístico alcance mayor o menor popularidad, que puede alcanzar mucha, se supone que el artista o creador se ha propuesto realizar ante todo obra artística pura, bien que por añadidura descubra que además está realizando obra social.
Al pasar del arte artístico al esteticismo, ya nos hallamos en terreno difícil. El esteticismo no admite otro fin artístico sino la creación de la belleza. El arte popular selecciona los elementos significativos de la vida, los más inteligibles. El arte artístico recibe como tema o asunto todos los elementos de la vida y de la realidad, por ser materia viva y real. El esteticismo sostiene que la vida, en sí misma, no es sino fealdad y torpeza. Al arte compete inventar la belleza. La vida, para ser vivible y tolerable, debe estetizarse, asumir en la conducta diaria aquellas normas de belleza y exquisitez con que el arte la provee. En el esteticismo vemos trocados los términos usuales de las otras dos categorías de arte. Así el arte popular como el artístico se supone que provienen, por imitación, de la vida. Pero en el esteticismo, la vida debe provenir, por imitación, del arte, nada más que del arte. Ahora bien: como quiera que el esteticismo no se ajusta a otro patrón que el de la belleza, y, por otra parte, el esteticismo no se esfuerza en especular y definir teóricamente la belleza, sino que para los efectos prácticos da por sabido e indubitado que es bello todo lo exaltado o sutil, todo lo que no es acostumbrado, todo lo que está por fuera del nivel usadero, sea para bien, sea para mal; en general, todo lo que proporciona un intenso placer, ya intelectual, ya sensual (Salomé se supone que es una figura bella sólo a causa de su rara perversidad), y nada de lo atañedero a la vida normal humana es bello para el esteticismo; así resulta que la mayoría de las obras de arte exquisito contradicen flagrante y escandalosamente, no ya los usos éticos y sociales, sino, además, el mismo fundamento de la moral; y esto no por caso, sino de propósito.
El arte popular sigue los derroteros de la moral, bien que en ocasiones el artista, animado de puro celo social y amor del mejoramiento humano, parezca oponerse a ciertas ideas morales—en rigor, inmorales—de sus contemporáneos (por ejemplo, Tolstoy). El arte artístico, si no va del brazo de la moral, tampoco se enfrenta con ella, ni la contradice. Cabe aquí decir que la obra de arte, aunque su contenido esté compuesto de acciones calificadas de inmorales en la vida, no es moral ni inmoral, puesto que el artista no buscó sino dar artísticamente la sensación de la vida misma. Y aun podría añadirse que si el artista acertó a mantenerse impersonal en todo punto, sin incurrir en deleitación inmoral de simpatía o admiración por el acto inmoral, habiendo sabido penetrar en los motivos fatales de los actos reprobables, entonces, la obra de arte, aunque de traza inmoral, es verdaderamente moral, puesto que, resolviendo el instinto pecaminoso en conocimiento liberador, cumple en aquel elevado menester del arte trágico, generador de la piedad, expurgador de pasiones, extirpador de sombríos estímulos de conciencia.
¿Cabe semejante excusa en una obra de esas que arbitrariamente son consideradas como exquisitas? Su problemática exquisitez, ¿las limpia de pecado? ¿Será lícito establecer para ellas la distinción e independencia entre la moral y el arte? Claro está que no, puesto que la estética esteticista no establece esa distinción e independencia, sino que, por el contrario, se ha constituído en madrina de lo inmoral cuando lo juzga bello, y, lejos de mantenerse en este límite, defiende que ciertas formas de inmoralidad, celebradas artísticamente, se trasladen a la vida real, a fin de amenizarla y embellecerla. Adviértase la diferencia entre lo inmoral como tema artístico en el arte por el arte y en el arte esteticista. En el arte por el arte, lo inmoral no interviene por razón de su linaje inmoral, sino como uno de tantos motivos extraídos del innúmero repertorio de la vida; en tanto, en el arte esteticista lo inmoral se impone por virtud de una selección y por razón de su belleza; con que se asienta una jerarquía de superioridad a favor de ciertas acciones inmorales con daño de otras acciones morales. Es decir, que ciertas obras de arte esteticista son deliberadamente inmorales.
¿Y eso qué importa?, objetará alguno. ¿Es su inmoralidad impedimento para que alcancen el mismo punto de mérito artístico que otras obras acomodadas a la moral corriente? Procedamos con parsimonia en la respuesta.
¿Eso qué importa?, pregunta un exquisito. Y otro, que no es exquisito, replica: A usted, que no se sirve en la vida sino de un valor, el arte, no le importará; a mí, que poseo una compleja serie de valores, en lugar de uno solo, y que cotizo tan por alto la moral como el arte, sí me importa. La casi totalidad de los hombres computan y cotizan tan por alto, si no más, la moral como el arte. Luego un arte que voluntariamente se ajena de la humanidad casi entera, y de esta suerte renuncia a ejercer un ministerio artístico sobre la sociedad, adolece de cierta insensatez radical.
¿Es la inmoralidad impedimento de la excelencia artística? Sin duda. Los profesionales del arte y algunos aficionados, quizás a causa de encerrarse demasiadamente en el cultivo o estudio de un arte determinado, suelen incurrir en una aberración de aprecio que a la postre redunda en un error de concepto. Consiste en preterir, y últimamente en ignorar, uno de los elementos—el de mayor importancia—del arte. Estos son dos: el contenido y la técnica, ya se llame este último forma, estilo o factura. Por el contenido, el arte es un fenómeno humano. Por la factura, es una actividad profesional. Los artistas, como profesionales, caen, harto frecuentemente, en el vicio de juzgar las obras de arte por la factura, figurándose que la factura es todo el arte, cuando no es sino un elemento, supeditado al contenido, pues por sí nada vale. Ocurre que se encomia de artística una obra a causa de su factura. Pero si carece de contenido, que es por donde el arte se inserta en la naturaleza humana, o su contenido repugna a la naturaleza humana, esta obra, aun cuando algunos profesionales la tengan
en estima, a causa de la habilidad
o novedad de su factura, no es una
obra de arte. Y así, la inmoralidad
deliberada se erige
como impedimento
de la excelencia
artística.
OMPARADA EN cantidad y volumen, la obra de Shakespeare con la de Lope de Vega, resulta algo así como un grano de pimienta al lado de una poderosa sandía. Pero si la comparación se aplica a la calidad, el teatro del versátil, elocuente y amoroso Lope cede no pocos grados en jerarquía al teatro del dulce, jovial y temible William. Y tanto vale, para el caso, decir teatro de Lope y teatro de Shakespeare, como teatro español y teatro inglés. En Lope y en Shakespeare están cabalmente representadas las respectivas dramaturgias nacionales, con sus virtudes y flaquezas. Lope persiguió en sus obras la amenidad; Shakespeare, la humanidad. La materia dramática de las obras de Lope son los sucesos; la de Shakespeare, las acciones. Lope fué «monstruo de la naturaleza»; esto es, él mismo, más que sus propias obras, fué producto prodigioso de la naturaleza. Las obras de Shakespeare son ellas mismas como obras de naturaleza. Según esto, la obra de Lope es quizás un vasto museo, un microcosmos; pero la de Shakespeare es el cosmos. Las obras de Shakespeare son patrones o normas insuperables: se deben seguir e imitar, pero no es dable aventajarlas. Quienes en él osaron poner mano, salieron mohinos de la empresa. A Lope, en los mismos géneros y aun con los mismos temas, sobrepujaron en perfección otros autores españoles: Calderón, Moreto, Rojas, Alarcón. En esto reside justamente el valor de Lope, en haber desflorado todos los géneros y en haber roturado, aunque a veces corto trecho, todos los caminos, algunos de ellos que todavía pisamos los hombres de hoy.
Uno de los géneros teatrales predilectos de nuestro público contemporáneo es la comedia de bandidos y policías, de justicias y ladrones. Si investigamos los orígenes de este género tropezamos, desde luego, con Lope de Vega. Escribió Lope algunas comedias de bandoleros. ¿Cómo trató nuestro autor este escabroso asunto? Nada mejor, para averiguarlo, que separar una de sus comedias y seguirla paso a paso. Hemos elegido una, titulada Antonio Roca. Lope tomó pie de la realidad para su comedia. Antonio Roca fué, en efecto, un feroz bandido catalán de mediados del siglo XVI. Además, era clérigo: pintoresco contraste.
Lope nos presenta al protagonista, en la iniciación de la primera jornada, acabando de ordenarse de Epístola. Hablan Roca y su amigo Feliciano, vestidos de clérigos, y les acompaña Mendrugo, criado de Roca, de capigorrón. Excusado es añadir que Mendrugo hace el papel de gracioso y que se esforzará en movernos a risa con sus estupideces y salidas de tono. Estamos en Lérida. Nos informamos que Roca se ha ordenado con cierta premura, por consejo de Feliciano, que es muy piadoso y va a adoptar, de un momento a otro, el hábito de San Francisco, en Tarragona. Feliciano comunica a Roca, de parte del señor obispo:
Y añade que, en cortándoselo, vaya a Barcelona a visitar a sus padres. Barcelona, Tarragona, Lérida... La obra no puede tener más sabor regional.
¿A qué ha obedecido el precipitado consejo de Feliciano? Aludimos al de tomar las órdenes, no al de cortarse el cabello. El mismo nos lo dice:
Antonio no niega que la quería y tenía intento de desposarla. Interviene Mendrugo:
Pasa el señor obispo. Retírase Feliciano a hablarle. Quedan solos Antonio y su fámulo. Y he aquí que aparece Laura, seguida de su criada Juana. Natural sorpresa de Antonio. Escena de recriminaciones. Nos enteramos que Laura es viuda y que Antonio ha gozado de sus más recónditas mercedes:
No cabe duda. Y luego:
Mas ya la cosa no tiene remedio. Antonio responde con razones mesuradas y humildes. Sale Feliciano y se le encara Laura, achacándole la culpa de todo:
Sabia máxima, que debiera entenderse igualmente en cuanto atañe a la gobernación de los pueblos. Vase Laura, después de amenazar a Roca con el escándalo. Llega un correo de a pie con una epístola para Antonio. Viene de su madre, que le requiere al punto en Barcelona, porque «un caballero traidor me ha muerto a tu padre». Mendrugo, aparte, supone que el matador ha sido el barón Alverino, que cortejaba a la señora. Y para cohonestar—si es lícito aquí el uso de este verbo—que la atribulada dama sea madre de su amo, y al propio tiempo posea incentivo con que encalabrinar de tal suerte cortejadores, dice Mendrugo en voz alta, dirigiéndose a Antonio:
Extraña precocidad la de las catalanas de entonces. Roca y Mendrugo vanse por la posta.
Ya estamos en Barcelona. Escena entre el Virrey y el Justicia. El Virrey es un caballero y pide que se aplique rectamente la ley al barón. Pero el Justicia es un galopín y lagarto como él solo. Se ve que le han untado la mano y que al barón no le pasará nada. Mal ejemplo de justicia catalana.
Otra escena. Antonio y su madre. Julia. La madre pide al hijo venganza, con elevado acento. Refiere cómo el barón Alverino,
cómo la perseguía sin tregua y, de industria con una mala amiga, había querido forzarla, trance de donde por milagro libró, no sin haber recibido en el rostro una bofetada del barón; y cómo, por último, entre el barón y dos criados le mataron al marido. Roca responde paciente y resignado, como buen cristiano y buen sacerdote. Julia exclama:
Éntrase furiosa la madre, y a poco vuelve a salir con espada y daga, determinada en vengarse por su cuenta. Aquí Roca pierde los estribos, y no es para menos:
Replica Julia:
Antonio pregunta en qué prisión se halla el asesino.
Cuando se piensa que este mismo hombre se ha ordenado de epístola no ha mucho, y, enfervorizado de religioso sentimiento rompió las deleitosas ligaduras de la carne y rehuyó los señuelos del mundo, a fin de consagrar su vida entera a Dios, fuerza es considerar con maravilla de qué insospechados accidentes pende la voluntad y con ella el futuro de los mortales. Hace un instante, no más que un breve instante, el porvenir de Antonio estaba en suspenso impelido de contrarias fuerzas, unas interiores, exteriores las otras; la Vocación frente al Destino, la Libertad frente a la Predestinación. Venció lo de fuera a lo de dentro. De aquí en adelante, el porvenir de Antonio estará a merced de las circunstancias. Cuanta más violencia lleva la pelota, tanto más rebota sobre el muro. ¡Pobre Antonio! Apercíbete, triste clérigo, a darte de calabazadas contra la negra y dura pared que llaman Destino.
Así habla uno de los guardas, a las puertas, abiertas de par en par, de Atarazana. Llega Antonio, animado de cólera funesta. Pregunta cuál es el barón. «El que está de espaldas»—responde otro de los guardas—. «Buena es la ocasión»—murmura entre sí Antonio—. «Y los dos sus criados»—prosigue el guarda—. «No me pesa»—murmura Antonio—. Penetra en la cárcel, y, en menos que se santigua un cura loco, que no otra cosa es ahora Antonio, los mata a los tres. Acude el alcaide a prenderle y mata al alcaide. (Ya van cuatro.) Ábrese paso hasta la calle. Síguenle. La gente se arremolina. Ya llega la Justicia, gritando: «¡Matadle!» A lo cual, Antonio comenta sarcástico: «No es tan fácil como piensa.» Antonio ya es otro hombre. Se le revela una cualidad que hasta ahora nos era desconocida: la agudeza maliciosa.
El alboroto atrae al Virrey. El Justicia, fuera de sí, le da nuevas de lo ocurrido. El Virrey, después de culpar al Justicia por haber dejado desguarnecida la cárcel, dice:
Pase, pero «¿y la muerte del alcaide?»—objeta con cierto buen sentido el Justicia. Y el Virrey:
Entra un guarda, a quien se le escapa esta frase de admiración y entusiasmo: «¡Raro valor!» El nombre de Antonio Roca comienza a ser acariciado por el aura de la simpatía popular. El guardia relata que Antonio ha muerto a cinco hombres más (y ya van nueve) y ha herido a tres muy mal, según le perseguían. De huída robó un niño que estaba a la puerta de una casa principal, y con él en brazos fué a encerrarse, de acogida, en una vieja torre de iglesia. El Justicia ya lo da todo por resuelto; o se entrega Antonio, o le dejarán morir de hambre. Pero el Virrey no lo ve tan claro, a causa del niño, «porque no ha de perecer un ángel».
Y luego, el Virrey, rezonga aparte:
Preséntase la madre del niño, llorosa, y al brazo un canasto de mantenimiento, porque su hijo no pase necesidad. El Virrey le da palabra de no sitiar por hambre a los de la torre. En esto, asómase en lo alto de la torre Antonio, y, en un aparte, comunica que le aflige la sed. Sí, después de todo, debe de tener seca la boca. El Justicia niega el agua. Antonio asoma el niño, el cual grita: «¡Agua, agua!» La madre suspira: «¡Ay hijo de mi alma!» El niño pide, además, de comer. El Virrey ordena que se lo den. El Justicia, aparte: «No estoy en mí de furor.» Antonio inculpa de lo ocurrido al Justicia y repite que así pasó: «Por no hacer justicia vos.» La simpatía popular hacia Antonio va dilatándose y robusteciéndose.
A todo esto, Laura ha llegado a Barcelona, y, de acuerdo con los padres del niño, urde el escape de Antonio, el cual descuelga desde lo alto de la torre una cuerda, en donde atan la cesta de los mantenimientos, no sin haber metido en ella, de matute, una pistola y una carta con instrucciones. Por la carta viene Antonio en conocimiento de que en el puerto le aguarda, aparejado, un navío. A la noche, Antonio logra libertad. Al evadirse, mata a otro hombre. (Y ya van diez.)
Jornada segunda. Después de unas escenillas superfluas, nos trasladamos a bordo del navío. Antonio habla a solas:
No era baldía la escama de Antonio. El capitán del navío viene a prenderle. Antonio se lo afea:
Antonio se resiste a entregarse. El capitán requiere al alférez y soldados a que le prendan o le maten; pero el alférez se niega. No quiere cumplir en menesteres policíacos:
Y luego:
¡Lo que va de ayer a hoy! Aprovechando la discordia, Antonio se arroja al mar.
Cambio de decoración. Despoblado. Una casuca. Antonio, mojado. El húmedo prófugo llama a la puerta. En la casa no hay sino una temerosa mujer y un difunto. La mujer, por miedo del difunto, alberga a Antonio en el fúnebre aposento. Quedan en íntima compaña el clérigo criminal y el difunto. Habla el clérigo:
Abre el breviario: Domine labia mea aperies. Mas ¿qué es esto? Óyese ruido. La mujer, que conoce a Roca ya por fama, y desea ampararlo, le advierte que cuatro hombres armados vienen a prenderlo. Antonio, inmutable, responde:
Tapa al difunto y métese debajo de la cama. Precipítanse los cuatro a apuñalar al que yace en el lecho, tomándolo por Antonio. Danle por muerto, y siéntanse en el suelo a celebrar la hazaña, dejando las carabinas no lejos de la cama. Antonio las va retirando con tiento. Preséntase entonces armado y fuerza la salida, matando de paso a uno. (¿Cuántos van?) Ya está Antonio nuevamente en campo abierto. Da con Laura, Juana y Mendrugo, que venían en su busca, y todos juntos toman la derrota de Francia. Pero, no han caminado gran trecho, cuando les atajan el paso unos bandoleros, que les piden vestidos, armas, ropa, alhajas y dinero, amén de:
«No habéis pedido mucho—vocifera Antonio—, porque yo os voy a pedir, además, la vida, si no os valen los pies. Luchan.» Los bandoleros reconocen a Roca, se rinden y le aclaman por capitán. Antonio acepta. Hace el panegírico del bandolerismo en una larga tirada de versos. Los grandes reinos, ¿cómo se hicieron? Por el bandidaje y el robo. Los monarcas famosos, ¿qué fueron? Ladrones. En este punto hay en la comedia una indicación para los cómicos: Desnudándose el brazo, pica con el puñal una vejiga y va saliendo la sangre, de que ha de estar llena, que será clarete. Antonio quiere que sellen todos el pacto, bebiendo de su sangre, a la usanza de los lacedemonios.
Los otros sienten terror y repugnancia; pero concluyen bebiendo el clarete. Da fin la segunda jornada con los versos siguientes:
Esto nos hace recordar El Tenorio.
La tercera jornada desmerece notablemente de las dos primeras. Parece ser que esta última jornada fué corregida y estragada por don Pedro Lanini y Sagredo. La mayor parte de los versos son detestables y defectuosos; el desenlace de la acción, injustificado y desabrido. Antonio vive ya en la serranía, con Laura, su amante, ejerciendo de bandido generoso. Desvalija a los hacendados; pero siempre con muchísimo respeto y a título de préstamo, que promete satisfacer. Protege a los débiles y menesterosos. Hasta que viene a visitarle por aquellos andurriales el célebre Feliciano de marras, ya de fraile francisco. Y a Roca le entra de pronto tal arrepentimiento, que muere subitánea y ejemplarmente de dolor de haber ofendido a Dios. Lanini había puesto a la comedia un subtítulo: Antonio Roca o La muerte más venturosa. Lo cierto es que Roca, después de degradado por el obispo de Gerona, fue atenaceado, ahorcado y descuartizado, junto con un compañero suyo: Sebastián Corts. (Obras de Lope de Vega, publicadas por la Real Academia Española. Tomo I. Prólogo de don Emilio Cotarelo.)
Antonio Roca, adaptada a la moderna factura teatral y con un desenlace adecuado, resultaría una comedia deliciosa en el género de justicias y ladrones. Las condiciones de este género deben ser brío, trepidación y fantasía en los incidentes que constituyen la trama, y luego un fondo de humorismo con que corregir la impresión deprimente que nos señorea al considerar que tal vez la vida humana es juguete fútil del ciego acaso. Decía Pascal: «El hombre es como cañaheja, lo más débil del mundo, y cualquiera cosa le quita la vida; pero al morir sabe que muere, y por saberlo es superior a todo el universo.» Concedamos que el hombre es juguete de las circunstancias y víctima de la predestinación. Si sabe sonreír a tiempo, frente a las circunstancias y a expensas de la predestinación, se acredita en alguna manera como superior a ellas. Lope conocía el significado profundo de la sonrisa. Todo está escrito; pero lo que está escrito muda de sentido si le añadimos un comentario de buen humor. Una familia de cuáqueros vivía sola en una comarca desamparada. Los cuáqueros son enemigos de la violencia, que vale tanto como contradecir inútilmente la voluntad divina, porque lo que está escrito ha de ser. Son además los cuáqueros muy escrupulosos observantes. De aquí que la cuáquera de aquella familia no acertase jamás a comprender para qué quería el cuáquero un rifle que tenía en la casa. Cierto día, el cuáquero hubo de emprender larga y peligrosa caminata, con no floja congoja de la cuáquera. Antes de salir, dijo: «Dame acá el rifle.» «¿Para qué?, opuso la cuáquera; si te acomete
un forajido y está escrito que has de morir,
de nada te servirá el rifle.» «Claro
que no, dijo el cuáquero; pero
lo llevo por si está escrito
que muera el que se
me ponga por
delante.»
ESPUÉS DE HABER recibido una primera impresión de la comedia Antonio Roca, esto es, después de haber permanecido como sujetos pacientes, reaccionemos frente a ella, pasemos a ser sujetos activos, procedamos a examinarla. Lo primero que echamos de ver, lo más aparente y de forma superficial, es que la comedia está escrita en rengloncitos cortos, que suenan en medida unánime y concuerdan por las letras del cabo, de trecho en trecho. Nos las habemos, pues, con una obra escrita en verso. ¿A santo de qué, con qué propósito, bien sea práctico, bien artístico o estético, está escrita la obra en verso y no en prosa? ¿Qué condición le añade la forma métrica y ritmada? ¿Qué condición perdería si trasmutásemos el verso en prosa? Experimentemos. Dice la comedia:
Esto es lo que se llama una donosa y suelta redondilla. Ahora bien: sin quitar ni poner palabra, simplemente con alterar el orden de los vocablos, vertemos en prosa la redondilla: «Es permisión del cielo que el hijo a los tres mate, si al padre tres mataron, sobre ultrajar a su madre.» ¿Ha perdido algo la expresión, en claridad, energía o belleza? No. En tal caso, ¿en qué se distingue el verso de la prosa? Nada más que en el sonsonete. El concepto contenido en la redondilla, ¿era un concepto poético que ha degenerado en concepto prosaico, al ser enunciado en prosa? No. Tan prosaico era estando ataviado de la medida y de la rima, como despojado de esos atavíos.
1. Resultado de esta experimentación. En ocasiones, al transformarse el verso en prosa permanece sustancialmente lo mismo, a diferencia del sonsonete.
Probemos otra experimentación:
Mendrugo quiere decir a Antonio Roca: «A saber (Laura) el intento que trujiste, cuando partiste, ya la tuvieras en Lérida, y quizás no consiguieras haberte ordenado tan presto.» Pero, al hablar, Mendrugo introduce una pequeña alteración, y lo que dice le sale en verso:
Para combinar los versos, Mendrugo (o mejor, Lope de Vega) no ha tenido necesidad de introducir palabras superfluas, que es lo que vulgarmente se llama ripio. La prerrogativa de exención del ripio se suele denominar facilidad.
2. Resultado de esta experimentación.—En ocasiones, la prosa pasa a ser verso sin perder en concisión, pero permanece sustancialmente prosa, salvo el sonsonete.
Otra experimentación: En cierta comedia moderna aparece una vendedora de lotería, pregonando:
Preciosa redondilla. Traduzcámosla en prosa. «¡El 7.685!» En el trueco hemos convertido diez y siete palabras en una sola cifra, como quien cambia un puñado de calderilla por una pieza de plata. ¿Hemos salido ganando o perdiendo? Hemos salido ganando en concisión y en energía. Nos hemos desembarazado del ripio.
3. Resultado de esta experimentación.—En ocasiones, el verso se contrae a prosa, mejorando su condición.
Otra experimentación: En cierta comedia moderna, un caballero penetra en un jardín, y quiere decir: «Ameno jardín. Hermosa estatua»; pero como está determinado en producirse en verso, habla de la siguiente rodeada manera:
Las superfluidades o ripios con que, por obtener el sonsonete, se recarga la locución, nos hacen reír, por ridículos y fuera de propósito.
4. Resultado de esta experimentación.—En ocasiones, al disfrazarse de verso la prosa, se degrada cómicamente. Este linaje de cómica degradación abunda, con singular contumacia, en los dramas en verso del señor Villaespesa.
Otra experimentación: El Conde Lozano quiere decir a Peransules: «El que es honrado y de familia ilustre, debe procurar siempre acertar; pero, si se equivocase, debe sostener lo hecho antes que volverse atrás»; y, concentrándose por mejor explicarse, rompe a hablar así:
Prescindamos de lo desatentado e irracional del consejo.
He aquí una experimentación de nueva especie. La prosa, al cuajar en verso, se ha contraído, ha economizado voces, como si dijéramos, ha cristalizado. Los versos son como facetas, y las rimas como aristas. Pero, ¿ha adquirido aquí la prosa valor poético? No; solamente valor sentencioso.
5. Resultado de esta experimentación.—En ocasiones, la prosa difusa cristaliza en sentencias rimadas, aunque permanece sustancialmente prosa.
Otra experimentación: Justina, a solas en el jardín, siéntese dolorida y acongojada, sin saber cómo, y no es sino amor por Cipriano. Las fuerzas ocultas de la naturaleza la van envolviendo en languidez y desmayo. Óyense músicas y cánticos, cuyo estribillo repite: Amor, amor. Justina exclama suspirando:
¿Osaremos disolver el lazo que une a las palabras, como por afinidad o parentesco preestablecidos, y la combinaremos conforme nuevos e ingratos maridajes, a fin de que el verso se vuelva prosa? Intentémoslo, no sin reverencia y remordimiento: «Aquel ruiseñor amante es quien me da respuesta, enamorado constante a su consorte que está un ramo más adelante. Ruiseñor, calla; no me hagas aquí imaginar, por las quejas que te oí, cómo sentirá un hombre si así siente un pájaro.» ¿Qué ha sucedido después de la manipulación arbitraria a que hemos sometido los versos? Advirtamos que, no obstante haber repetido antes la misma manipulación, hasta ahora no se nos antojaba ser arbitraria. ¿Por qué? Porque ahora nos damos cuenta que hemos echado a perder unos verdaderos versos. Las frases de Justina eran, en la forma, versos; en la sustancia, poesía. Desfigurada la forma, roídas las aristas del cristal, la sustancia poética permanece incorruptible, saturando la prosa; pero echamos de menos algo que le es necesario, no ya el sonsonete, sino la musicalidad. Si un inglés traduce los anteriores versos a su idioma, pero en prosa, cuantos lean la traducción percibirán su valor poético. Pero si el traductor es un poeta, se verá como arrastrado a emplear el verso y musicalizar la emoción. Y así resultará:
6. Resultado de esta experiencia.—La poesía versificada permanece sustancialmente, aunque el verso se mude en prosa, salvo la musicalidad.
Con estas seis experimentaciones nos damos por satisfechos. Clasifiquémoslas ahora, sometiéndolas a diversos criterios.
Conforme al primor, a la conveniencia y a la necesidad.—En los dos primeros casos el verso no enaltece la prosa; pero le otorga cierto primor y fluidez graciosa. El sonsonete agrada y distrae. En los casos tercero y cuarto, el verso es fea prevaricación de la prosa. El sonsonete sobra, y cuando no da que reír, irrita. En el caso quinto, el verso, ya que no necesario, es conveniente, cuando menos para grabar distintamente la sentencia en la memoria. En el caso sexto el verso, en ministerio de música, es necesario.
Por lo cual, de aquí en adelante, prescindiremos de los casos tercero y cuarto, en los cuales no se trata de verso, ni de poesía, ni Cristo que lo fundó.
Conforme a la naturaleza de lo que se expresa.—En los casos primero, segundo y quinto, se expresan sucesos ordinarios, normales. En el caso sexto, un hecho de intensidad fuera de lo común. En los casos primero y segundo, se expresan juicios y observaciones acerca de lo que ha pasado y no se espera que vuelva a ocurrir. En el quinto, con ocasión de lo que ha pasado, y considerando que se repetirá otras muchas veces, el discurso se traduce como norma de conducta. En el caso sexto, ya no se expresa un juicio, una observación o una norma, sino una emoción profunda y perdurable. No ya lo que ha pasado o lo que se ha de repetir, sino lo que en el punto mismo se siente como que abarca la vida entera y se presume que ha de mantenerse igual toda la vida.
Derivemos algunos corolarios con relación al arte dramático.
Corifeos y propugnadores del teatro en prosa desdeñan, con aire de burla, el teatro en verso, fundándose en que el verso no es natural. Un hombre que está en sus cabales no pide en verso que le sirvan la sopa. En efecto, para pedir en verso la sopa hay que apelar a ciertos embolismos fútiles. Si es invierno:
Si es en estío:
Evidentemente, no es natural pedir en verso la sopa. Pero el conato de pedirla en verso nos ha servido para algo: nos hemos percatado de los diferentes efectos fisiológicos y psicológicos de la sopa, según la estación. Y sobre todo, al aceptar el verso como mera futilidad, nos hemos reído; porque todo lo fútil es cómico. Por donde se nos ocurre que se puede emplear el verso como artificio cómico deliberadamente. Ya tenemos una primera intuición de la poesía festiva. De aquí en adelante no juzgaremos irremisiblemente absurdo comer en verso. Y si no, veamos:
Luego parece natural que en el teatro cómico y humorístico se emplee el verso.
Dicen los enemigos del verso que no es natural. Los ingleses hacen versos; los franceses hacen versos, y los italianos, y los alemanes, y los suecos; y los hicieron griegos y romanos; y el verso es anterior a la escritura. Precisamente para esto se inventó el verso: para conservar en la memoria gestas, leyes y aforismos morales. Todo lo que existe es natural. El verso ha existido siempre y existe universalmente.
Cuando se repudia el verso, por antinatural, se quiere dar a entender que su existencia no es ordinaria, frecuente, cotidiana. Una persona está viviendo durante millones de segundos, y se muere sólo en un segundo; lo cual no significa que la muerte sea menos natural que la vida. Tampoco el verso es menos natural que la prosa.
Pero no deja de asistirles alguna razón a los enemigos personales del verso. Así como en la historia de un hombre lo natural es que la muerte sólo representa un solo instante frente a innumerables instantes de vida, si bien todos estos instantes gravitan hacia aquel instante único; de la propia suerte, durante el curso de la vida humana, y su correspondencia la expresión oral, la prosa prepondera, en proporción disforme, sobre el verso, si bien todo el caudal de prosa aspira ciegamente a manifestarse de vez en vez, en verso, y, mejor aún, en poesía.
De donde se infiere que, naturalmente, a ciertos géneros de teatro les cuadra, como forma de lenguaje, la prosa; a otros, el verso conciso y sentencioso; a otros, el verso poético.
Si la obra teatral se propone imitar, en todos sus pormenores y circunstancias, la realidad existente, el verso será inadecuado. (Teatro estrechamente realista, o, más bien, verista.)
Si de la experiencia y estudio del exterior el dramaturgo ha sacado algunos tipos genéricos y acciones ejemplares, éticas, el verso conciso y contencioso será lo más acomodado al diálogo. (Teatro latino. Alta comedia, en la manera de Ruiz de Alarcón y Molière. Alarcón es el autor más atildado y correcto de nuestros clásicos. Débese, entre otras razones, a que el verso de ocho sílabas es molde a propósito para el hablar sentencioso, y el hablar sentencioso es propio de las comedias ejemplares, que él con preferencia cultivaba.)
Si el autor elige para componer su obra aquellos excepcionales momentos de emoción y entusiasmo, ya sean de la vida de un hombre, ya de la de un pueblo, en que todo el resto de la vida difusa y prosaica se concentra y adquiere divino sentido, la expresión perfecta será el verso poético. (Tragedia. Drama romántico.)
Muchas veces, casi siempre, una sola obra se inspira, a retazos, en el criterio realista, en el moral y en el trágico y romántico. ¿Qué forma adoptar, entonces?
Lope estipuló ciertas formas métricas, como peculiarmente predispuestas a la diversidad de motivos y escenas de una misma obra; las décimas, para los lamentos; el romance (que es una estructura entre el verso y la prosa), para la exposición; la lira, para la declamación heroica; la redondilla, para los coloquios de amor. Los sucesores respetaron, en general, las disposiciones de Lope de Vega. Pero en nuestras comedias clásicas, casi nunca se admitió la prosa normal, ni para los pasajes normales y prosaicos. A lo sumo están en prosa algunas cartas que se reciben y se leen en escena. El verso obligatorio fué causa, sin duda, de garrulería y conceptismo: los dos defectos más notorios de nuestro teatro.
De todos los autores dramáticos, quien mejor comprendió la finalidad del verso y la prosa fué Shakespeare. En sus obras se mezclan abigarradamente, y siempre como mejor conviene, la prosa, el verso blanco, el verso dramático y el poema lírico.
En resolución, que no es lo mismo
teatro en verso que teatro
poético.
ROSEGUIMOS analizando Antonio Roca. Antonio es un hombre tierno, sanguíneo y temerario. Ha seducido a una viuda; pero de buena fe, bajo palabra formal de matrimonio. En esto se le interpone un amigacho, tocado de misticismo, que le inocula a Antonio la vocación canónica, y le persuade a que deje, por el servicio de Dios, el servicio de la viuda, en que no había cobrado primicias ni sido misacantano, sino mero acólito y segundón. Y Antonio se hace cura sin decirle nada a la viuda, claro está. Al llegar a este punto, y antes que nos enteremos de más, nuestra conciencia, con movimiento irrefrenable, nos interrumpe para someternos esta cuestión: ¿es Antonio un pillo, por haber burlado a la viuda, o es un santo, por haberse sobrepuesto a los halagos del amor, y seguido la disciplina eclesiástica? Antonio se consagra al servicio de Dios. Pues, determinado en servirle, lo primero era obedecerle y acatar sus preceptos, uno de los cuales nos ordena paladinamente no mentir, cumplir la palabra dada. Por lo tanto, debió casarse con la viuda cuanto antes, aunque por ciertas razones no le corriera mucha prisa, en rigor. Antonio, a nuestro entender, cometió una pillada, si bien con algunas atenuantes; unas, ajenas a su personal arbitrio, y otras, tocantes a la intención de su ánimo. De aquéllas, la más palmaria es la viudez de la amante; por donde se presume que el daño causado por Antonio no fué mucho ni irreparable. Distinto fuera si se tratara de una doncella. Respecto a la segunda categoría de atenuantes, reparemos que Antonio burla a su amante por lo mejor, considerando que más vale servir a Dios que a una viuda. Se equivocará, pero no es un mal intencionado.
El mismo día que Antonio toma las órdenes sacras, su padre muere asesinado alevosamente por un despechado cortejador de su madre. El matador es noble, rico y de recias aldabas. Conque el asesinato quedará impune. La madre de Antonio pide venganza a su hijo. El hijo, desde luego, y por hábito, encomienda la venganza a Dios, como le había encomendado la satisfacción de su amante la viuda. Pero así como antes le movió a ordenarse la persuasión de un amigo, ahora, y al cabo de un breve coloquio, la cólera y dolor de su madre le impelen a tomar la justicia por su mano. Penetra airado en la prisión, mata al matador y a dos sicarios serviles que le acompañan, procúrase la huida, matando a cuantos le cierran el paso, y en menos de veinticuatro horas tenemos al humildoso clérigo convertido en salteador de caminos, en bandido generoso.
Y aquí nuestra quisquillosa conciencia se entromete de nuevo. Antonio, ¿es un hombre bueno, o es un hombre malo? Él atribuye la culpa de sus desmanes al juez, por no haber hecho justicia. Piensa que sus crímenes los cometió obligado y contra su inclinación. Según eso, será un hombre bueno que ejecuta malas acciones. Como toda proposición, si es verdadera, admite ser vuelta por pasiva sin perder certidumbre, deduciremos que hay hombres que ejecutan buenas acciones y son, sin embargo, malos. Luego la bondad y la maldad no se muestran en la manera de obrar. ¿Qué son entonces el bien y el mal? ¿Qué son la virtud y el vicio?
Empleamos indistintamente, y en sinnúmero de ocasiones, las palabras bueno y malo, vicioso y virtuoso. Decimos de una comida que es buena o mala, lo decimos de un mueble, de un sentimiento, de un caballo. Sorprendente mezcolanza. Pero, bien que de un caballo decimos que es bueno o que es malo, entendiendo que la afirmación de lo uno implica la negación de lo otro; en cambio, decimos también de un caballo que está vicioso o que tiene un vicio, y en caso negativo no se nos ocurre decir que es virtuoso. Y, sin embargo, de un excelente instrumentista o cantante decimos que es un virtuoso, sin que jamás de los mediocres o torpes digamos que son viciosos. Y aun hay más: de un veneno se dice que posee virtud ponzoñosa; de un arma de fuego, que posee virtud mortífera; pero no decimos que un veneno adolece del vicio de no servir para hacer con él un par de pantalones, ni de un arma de fuego que no sirve para escarbar los dientes. El vicio de la ponzoña y del arma consistirá en que no sirven para matar, que es el fin para que existen. Como asimismo decimos de un instrumento o de un árbol que tiene vicio, cuando reiteradamente falla en un punto o se inclina de una parte.
Reflexionando sobre la precedente enumeración de objetos buenos y malos, virtuosos y viciosos, se advierte que, conforme su naturaleza, habría que separarlos en dos especies: de un lado, el sentimiento bueno o malo; del otro, todo lo demás bueno o malo. Así la bondad como la virtud de los seres y cosas que hemos enumerado, menos del sentimiento, la certificamos sólo en habiéndola comprobado. En todos aquellos ejemplos, la virtud viene a ser sinónimo de eficacia, y la bondad, lo mismo que utilidad. Lo eficaz es lo que tiene en sí mismo su propio fin y en el propio acto se satisface y acaba. Lo útil aprovecha a los demás; sus actos están enderezados al ajeno bienestar o beneficio. El matar un hombre, por lo común, no es nada útil; pero, puestos a matarlo, nos procuraremos un medio eficaz. Y así decimos que el veneno o el arma poseen virtud mortífera. El tocar el violín o el cantar una fermata no son actividades útiles; de aquí que a quienes señorean estas actividades en su máxima eficacia les llamamos virtuosos. Un caballo vicioso puede ser un buen caballo, un caballo útil, aunque no alcance suma eficacia, como es útil un árbol vicioso y un mecanismo vicioso. Lo útil y lo eficaz cumplen un fin, satisfacen un propósito, son maneras de obrar, y por ende, se supeditan a comprobación.
Pero un buen sentimiento, ¿cómo lo comprobamos? No a través de las acciones del sujeto, puesto que hemos concedido, y así es en efecto, que hay hombres buenos que cometen malas acciones y hombres malos que las ejecutan buenas. Luego hay dos morales humanas: una interior y otra exterior, una de conciencia y otra social, una de la intención y otra del acto. Un hombre que no empece ni mortifica a los demás, antes les es útil y conveniente, es un hombre socialmente bueno, aunque el forro de su alma sea más negro que el revés de un cazo. Un hombre que roba, viola, miente y asesina, es un hombre socialmente malo, aunque su alma sea «más pura que el aliento de los ángeles que rodean el trono del Altísimo», que dijo el poeta. ¿A cuál de los dos preferimos? Conteste cada lector por su cuenta. El vulgo, por lo regular, no se detiene a inquirir la génesis de las acciones, y del que comete una acción fea dice, sin más, que es un truhán, y al que hace ostentación de bondad, lo califica de santo. Esta regla no es absoluta; se nos ocurre una peregrina excepción: la del bandido generoso, y aun el simple bandido montaraz. El pueblo no reprueba ni aborrece al bandido. ¿Es acaso porque el bandido favorece a veces a los menesterosos y corta, siempre que hay coyuntura, la ración a los hartos? No; el sentimiento del pueblo hacia el bandido no es de anuencia moral, sino de admiración estética. Más adelante volveremos sobre este asunto.
Venimos hablando de bondad y maldad en el hombre, y aún no hemos aludido a la virtud y al vicio. ¿Decimos del hombre que posee cierta virtud, como del veneno y del arma de fuego, o que es vicioso, como de un caballo, un mecanismo o un árbol? Sí y no. Lo usual, al presente, es que no. Pero hubo un tiempo en que sí. El supremo ideal de la virtud para los griegos se llamó kalokagathia, palabra que en castellano suena bastante mal, y que aunque intraducible, viene a querer decir la perfección del cuerpo, la máxima eficacia del hombre para sí propio, no para el prójimo. Era una moral física. En su preceptuario, la lascivia, por ejemplo, no se consideraba vicio; la cojera, sí. Para los romanos, virtud, virtus, significaba valor, poder, facultad, fuerza, mérito; en suma, eficacia. Virtus verbi, dice Cicerón para expresar la fuerza de una frase. Esta acepción de la virtud reaparece en la Italia del Renacimiento. Maquiavelo, en su Príncipe, emplea con frecuencia el término virtú y exalta esta cualidad como indispensable en el gobernante, y en general, para todo el que quiera triunfar en la vida. Los italianos del Renacimiento entendían por virtú una aleación oportuna de la fuerza y la astucia; en suma, la eficacia. César Borja, a pesar de sus gatuperios y crímenes monstruosos, fué un hombre de mucha virtú, en el sentir de sus contemporáneos. Porque la prueba concluyente de la virtud, en este sentido pagano, es el éxito, el suceso feliz para el que acomete la acción, y no para los demás así como la prueba de la bondad se acredita por la utilidad del que la recibe más que del que la otorga.
Pero la virtud humana tiene otro sentido, que le infundió el cristianismo, y es en el que comúnmente la empleamos. El hombre bueno para sus semejantes, esto es, útil, se supone que no pierde su tiempo. La vida es una reciprocidad de utilidades. Obrar el bien es lo que conviene, lo que importa. La virtud cristiana es un grado más alto que la bondad, en el obrar el bien; es la bondad desinteresada. El hombre virtuoso no hace el bien para cobrarse en esta vida, sino que hace el bien por el bien mismo, para salvar su alma.
Incontables sistemas se han inventado a fin de aclarar el origen y fundamento de la moral. Todos ellos se reducen a dos. Uno sostiene que la moral viene de fuera, es adquirida. Otro, que viene de dentro y es innata. Según el primero, el hombre, por experiencia del trato social, ha ido adquiriendo ciertas normas útiles de convivencia en común, que son las ideas morales. Según el segundo, el hombre nace con esas mismas normas grabadas en el corazón, que son los sentimientos morales. Para el primero, el hombre inmoral, y por lo tanto, inútil, es un hombre deficiente, bien por falta de inteligencia, bien por cobardía, bien por falta de educación y trato de gentes. Para el segundo, el hombre inmoral es un pervertido que, libre y deliberadamente, obra contra los dictados de su corazón. El primero reputa los actos de morales e inmorales por sus efectos. El segundo, por la intención. Para el primero, la inmoralidad es una equivocación; para el segundo, un pecado.
Al referirnos, sea al uno sea al otro de estos dos sistemas, no disponemos sino de dos palabras de sentido idéntico: una, griega, ética; otra, latina, moral, que valen tanto como «arte de las costumbres». Juzguemos que viene de fuera, creamos que viene de dentro, la ética o la moral no concibe al hombre sino en sociedad, un hombre entre otros hombres y para otros hombres. Si se considera un hombre por sí mismo, como un ser de excepción y susceptible de afirmarse hasta el último límite de sí propio entre otros hombres, por normales de más estrecha capacidad y carácter, desaparece la moral. La virtud, sea a lo pagano, sea a lo cristiano, es una cualidad irreductible a lo moral, es un don de los Dioses o gracia de Dios, respectivamente; es el heroísmo o la santidad, la extremada soberbia o la extremada humildad. Es absurda, inconcebible como norma social, porque al punto perecería una sociedad compuesta de Césares Borjas o de Franciscos de Asís. La virtud imprime al que la posee un carácter dramático y estético, que no un carácter moral. La virtud es amoral. Son virtuosos los hombres extraordinarios y fuertes. De aquí que Nietzsche se explicase la moral como engendro torpe y vasta maquinación hipócrita de los débiles con que sacudir el yugo de los fuertes odiosos. Y de aquí también que el vulgo admire a los bandoleros, pues nada admiramos en tanta medida como lo que de todo punto nos es imposible.
Acaso desconcierte al lector esta larga digresión sobre moral. No nos hemos dilatado en ella por el útil placer de divagar. Al contemplar la escena del mundo y el mundo de la escena, colmados de confusas acciones, si no
queremos extraviarnos y aturdirnos, fuerza
es que, ante todo, veamos de darnos
cuenta y poner en orden nuestras
ideas. Al cabo de la
jornada, sabremos si
nuestro trabajo
ha sido en
balde.
S ANTONIO ROCA un melodrama? Apenas enunciamos esta pregunta, nos sella los labios y nos cohibe el discurso una perplejidad del pensamiento. Ante todo, murmura una vocecilla impertinente, ¿qué es melodrama? Todo el mundo parece conocer la diferencia entre un melodrama y un género teatral cualquiera, no de otra suerte que se distingue un huevo de una castaña. Pero si de estos desenfadados zahoríes solicitamos que nos definan qué es una castaña, no aciertan a responder sino que una castaña es una cosa que no es precisamente un huevo, como aquel otro que aseguraba asemejarse entre sí un cepillo y un elefante en que no trepan a los árboles.
Resignémonos a seguir, en el punto de partida, aquel procedimiento negativo. Melodrama, por lo pronto, no es lo que su nombre etimológicamente indica. Melodrama quiere decir drama melódico, drama musical, drama lírico, ópera dramática. La palabra fué empleada en este sentido durante el siglo XVIII. En el siglo XIX se desvió un tanto de su acepción literal. Se aplicó entonces para designar el libreto o drama en verso de una ópera, separándolo así de la parte musical o partitura. El más famoso melodramaturgo del siglo XIX fué el italiano Felice Romani. Otro italiano, el crítico Enrique Panzachi, escribe: «El alma de Romani parece compenetrada con la de Bellini. Fué en su tiempo opinión general que sin los versos del poeta genovés no hubieran manado, tan ligeras y paradisíacas, las melodías bellinianas.» En efecto: habiéndose separado ambos colaboradores, después de insolente trifulca, el músico declaraba, arrepentido y desesperado, que no atinaba a componer buena música sin los versos de Romani, ni conseguía inspirarse como con las situaciones dramáticas que su antiguo libretista inventaba. Las inventaba muy relativamente, pues, como advierte el mencionado crítico, «sus melodramas de más éxito, Norma, Sonámbula y Lucrecia Borja, están tomados, de punta a cabo, el primero, de una tragedia de Soumet; el segundo, de un baile pantomima de Aumer, y el tercero, de Víctor Hugo». Y, sin embargo, de ser ajenas, las obras adquirían a través de Romani carácter original. Recordemos, por lo somero, Sonámbula. La acción sucede en una aldehuela arcádica, entre sencillos labriegos. Hay honestos regocijos populares porque una pareja dichosa y enamorada acaba de firmar el contrato de esponsales. Santa alegría reina en todos los corazones, menos en uno, envidioso, que pertenece a una moza bastante agraciada y no menos desenvuelta. El cascabeleo de una silla de postas interrumpe cánticos y danzas. Llega un gran señor, que, informado de lo que pasa, hace votos por la venidera ventura de los novios y encomia la hermosura y candor de la novia, acariciándole paternalmente la barbeta, y, en consecuencia, haciéndole la barba, por decirlo así, al novio, el cual, como campesino, es cazurro y receloso. El señor queda a hacer posada en el mesón durante la noche. En el segundo acto estamos en un aposento del mesón. La moza desenvuelta tienta y provoca con dengues y melindres la ecuanimidad del gran señor, Dios sabe con qué fin. Oyese un ruido. La moza corre a esconderse. Ábrese una puerta y se adelanta la novia del primer acto. Viene en camisa. La moza liviana escapa furtivamente del escondrijo, e impelida de espíritu de venganza, corre a sobresaltar el pueblo y dar la triste nueva al novio. El gran señor advierte que la encamisada está dormida. Es una sonámbula. Se retira, dejándola acostada en un diván. Penetran los sencillos labriegos en el aposento y ven con sus propios ojos la mujer en camisa. ¡Pobre novio!, rezongan. En este punto irrumpe el novio dando voces. La sonámbula despierta y se sorprende de hallarse allí y en tal guisa. El novio la infama, le arrebata el anillo de pedida, rompe la promesa de matrimonio. La primera parte del acto tercero está dedicada, de un lado, a las lamentaciones de la inocente sonámbula, que no cesa de llorar sobre el seno materno; del otro lado, al dolor y despecho del burlado novio, al cual no se le ocurre cosa mejor, para desquitarse, que pedir la mano a la moza liviana y desenvuelta. El gran señor, entretanto, no se ha enterado de nada. Ve, con sorpresa, que el mozo se va a casar con la moza del mesón. ¿A qué motivo obedece la mudanza? Los labriegos sencillos le cuentan lo ocurrido. El gran señor pone en conocimiento del mozo que hay un extraño fenómeno llamado sonambulismo, y consiste en vivir y obrar dormido como despierto. El cazurro mozo no quiere creer en fenómenos. «¿No quieres creer? Pues mira», ordena el gran señor, señalando hacia el molino. El molino se comunica con el mesón por un angosto puente, que pasa a regular altura sobre la presa y la rueda voltaria. Todos se ladean a mirar de aquella parte. Saliendo del molino, surge la sonámbula, en camisa y con una vela encendida en la mano. ¿Se caerá? ¿No se caerá? Minutos de angustia. En los comedios del puente, la sonámbula da un traspiés y suelta la vela...
Cuéntase que las mujeres encinta no podían ver las tragedias de Esquilo, porque, a causa de la mucha emoción, abortaban. Este momento patético y congojoso de Sonámbula, no diremos que es como para precipitar el alumbramiento, pero sí para suspender el ánimo y oprimir la glotis del ingenuo espectador.
Afortunadamente, la sonámbula sale con bien del estrecho trance; desciende a la plaza, entre los embobados lugareños; despierta poco después, y el novio se abraza con ella, experimentando insólito deleite, o, como dijo el poeta francés, un escalofrío nuevo, por mor de la reconciliación y de la poca ropa de la novia.
Aquí, el pecho del ingenuo espectador se hinche de ternura, y a poco se desinfla en un suspiro desahogado y satisfactorio. Todo ha concluído a pedir de boca. ¿Todo? No, todavía no. Se ha verificado ya el triunfo de la inocencia. Falta el castigo del culpable, que aquí es ella, la moza liviana y desenvuelta. La madre de la sonámbula dice, dirigiéndose al pueblo: «¿Sabéis quién estaba con el señor aquella noche? Esa mujerzuela. Aquí tenéis la prueba: su pañuelo, que yo misma recogí cuando entramos en el aposento a instancias de ella.» El pueblo la increpa, y la moza huye más corrida que una mona. Il melodramma è finito.
¿Cuál es la impresión dominante con que esta pieza dramática afecta al espectador ingenuo? No vacilaremos en responder que es una impresión de sentimentalismo. He aquí que, como las sirenas de Ulises, nos atrae fuera de ruta esta palabra evasiva: sentimentalismo. Creemos tenerla asida y se nos escurre, como irisada anguila. De pasada y presto, extraviémonos, salgamos de la vía, a fin de precisar el concepto de aquella palabra. Sentimentalismo hace, desde luego, alusión al sentimiento. ¿A toda especie de sentimiento, o a un orden determinado de sentimiento? Del que posee fuertemente el sentimiento de su dignidad, o de sus méritos personales y alcurnia, o permite que le arrastre el sentimiento de venganza, o infunde en todos sus actos un sentimiento de concupiscencia y ambición, o siente con desapoderado vigor el deseo físico de una mujer de ninguno de éstos, ¿diremos que es un sentimental? Claro que no. En todos los ejemplos anteriores el sentimiento es, ya defensivo, ya agresivo, una afirmación del individuo; ora conservador, ora estimulante de la voluntad, es un requisito de la acción egoísta. En cambio, decimos que es un sentimental: del que se duele y abandona por la esquivez de la amada; del que se lastima, sin recobrarse, por la falsedad de un amigo; del que consiente que su alma se conturbe y su vida se perturbe habiendo averiguado que en el mundo hay huérfanos y doncellas desvalidos; del que ante la injusticia rompe a sollozar, con la cabeza entre las manos; de aquel cuyo corazón se quebranta con el dolor ajeno; del que derrama lágrimas porque suena un violín, o el sol se pone, o la luna se levanta. Las anteriores notas el vulgo acostumbra atribuirlas al romanticismo, confundiéndolo con el sentimentalismo, dos formas espirituales que, en verdad, nada tienen de común. En todos los ejemplos últimos el sentimiento es, en su origen, flaqueza de ánimo; en sus resultados, dejación de la voluntad. Así, pues, como hay un orden de sentimientos que afirman al individuo frente a la sociedad, la especie y la naturaleza, hay otros sentimientos que le enmollecen y abandonan a merced de la naturaleza, la especie y la sociedad. Los primeros son sentimientos de insolidaridad; los segundos, de solidaridad. Los primeros corresponden a los espíritus recios; los segundos, a los débiles. Sentimentalismo es el señorío que sobre el hombre ejercen estos sentimientos de exagerada solidaridad, acompañado de cierta deleitación en el que padece su servidumbre. Hemos visto en un ensayo previo cómo la solidaridad de las costumbres vale tanto como la ética o moral. Luego el sentimentalismo equivale a una percepción excesiva y emocionada de los agentes de cohesión moral que mantienen la fraternidad humana, a despecho de las infinitas camorras, malquerencias y rivalidades del trato continuo. Hemos visto también que uno de los sistemas morales considera la solidaridad humana como una federación de mutuas conveniencias. La ética y la utilidad vienen a ser lo mismo. Un acto bueno es un acto útil para el mayor número. Pero sólo una inteligencia cultivada discierne y compagina el aparente y momentáneo perjuicio que a uno se le sigue de algún acto útil para los demás, y la segura utilidad de este mismo acto para uno propio, a la larga, en una manera reduplicadamente retributiva. La mayor parte de las personas son morales por el sentimiento. Luego el sentimentalismo cumple al efecto un menester de iniciación y saturación moral.
Los espíritus recios, o que se figuran serlo, ríen despectivamente del sentimentalismo. Para ellos, Sonámbula es una pieza risible. No lo negaremos. Mas ha de repararse que Sonámbula y melodramas congéneres no fueron escritos para ellos.
Risible o llorable, separemos los elementos de que se compone esta pieza. Cuantos intervienen en ella son buenos, a excepción de la moza liviana. Uno de los personajes buenos es injustamente perseguido, pero al final resplandece su inocencia y la persona culpable recibe adecuada sanción. Los acontecimientos toman pie de un suceso fortuito, extraño a la voluntad de los personajes: el sonambulismo de una muchacha casadera. El autor de la obra no ha querido permanecer ajeno a las peripecias de sus personajes, sino que, por todos los medios, pintando a uno particularmente amable y a otro particularmente odioso, y haciendo padecer sin tasa al primero, ha pulsado aquellas cuerdas poco templadas que todos llevamos dentro del alma; ha dado con nuestro punto flaco; nos ha ido poco a poco persuadiendo a que nos abandonásemos a un sentimiento exagerado de compasión hacia las desdichas del prójimo. La debilidad del personaje perseguido ha captado la simpatía de nuestra propia debilidad. El personaje no acredita por propio esfuerzo su inocencia, sino que a última hora la casualidad viene a satisfacerle. Aquí se nos levanta el corazón. Pensamos, muy por lo hondo y sombrío, lo conveniente que será, si algún día nos persigue el infortunio, sentirnos acompañados de la simpatía de todos, y que los demás o el acaso acudan con la reparación. Es el fondo de timidez y pereza que Nietzsche echó de ver en la moral cristiana, moral de la compasión, moral para los débiles.
El autor de Sonámbula no ha tenido a bien insinuarnos en el fuero interno de sus personajes. Vemos lo que les pasa y de qué manera les pasa, como si se tratase de personas en la vida real; pero su secreto pensar y sentir lo desconocemos de todo punto.
Del mismo tipo de Sonámbula hay numerosos melodramas. Los caracteres del tipo son: acontecimientos desusados, sobrevenidos fortuitamente, que engendran un conflicto entre el bien y el mal, en el cual el bien lleva la de perder, incitando de esta suerte en el espectador un estado de penoso sentimentalismo, hasta el final, en que el bien triunfa. El contenido y el fin de este melodrama es exclusivamente moral; pero la moral en él está reducida a sus términos sentimentales más simples y patéticos, a propósito de ser asimilados por espíritus sencillos. Este tipo de melodrama dominó a fines del pasado siglo y comienzos del actual.
Ahora campea un nuevo tipo de melodrama: el de justicias y ladrones, de policías y bandidos. Excusado es puntualizar el argumento de uno de ellos; a diario se representan en algún escenario. El moderno tipo de melodrama participa de algunos de los caracteres formales del melodrama sentimental. Vemos lo que les pasa a los personajes y de qué manera les pasa; pero su carácter íntimo nos está vedado, como si todo sucediese en la vida real, si bien los sucesos son desusados y sobrevienen fortuitamente, dando lugar a que se opongan y contiendan, no ya el bien contra el mal, sino la fuerza y la astucia contra la fuerza y la astucia; y el triunfo es del más fuerte y del más astuto. Las vicisitudes forasteras hacen o deshacen a los hombres, según sean fuertes o flojos, así como la corpulenta ola anega al que no sabe nadar y encumbra al nadador. Antonio Roca era un clérigo manso y sufrido. Un acontecimiento insólito le sacude, despertándole en los adormecidos y estólidos limbos del ser un insospechado cúmulo de fuerza y astucia, de virtú, de eficacia para la acción. En un periquete despacha al otro mundo a quien le ataja el camino, y cátalo al instante erigido en rey de la serranía. Estos hombres de rara energía y eficacia, que no se amilanan en los trances adversos, antes salen de la prueba agigantados y triunfantes, inspiran al rebaño, a la masa, al pueblo, compuesto en su mayor parte de criaturas pusilánimes, menesterosas y sumisas, un sentimiento de entusiasmo, que en su tuétano es el rudimento estético de la emoción dramática.
Y así observamos que el mundo abigarrado de las relaciones humanas en la vida real está formado a la manera de nebulosa de miriadas de sucesos, inconexos y aleatorios para el espectador; nebulosa que gira en torno de un eje sutil e imaginario, cuyos dos patentes y opuestos polos son: a un extremo, el sentimentalismo, oscura conciencia del propio desvalimiento, intuición de lo útil, piedad hacia todas las víctimas, instinto de conservación de la especie; al otro, el amoralismo, anhelo de afirmación individual, complacencia en la sensación de esfuerzo que en sí mismo se satisface, fascinación de lo inútil, deleite de realizar con la imaginación los actos que nuestra flaqueza o cobardía nos tienen vedados. Estos dos aspectos esquemáticos y simplificados de las relaciones humanas, el uno de naturaleza ética, y estética el otro, constituyen la materia del melodrama; a veces cada cual de por sí, como en los tipos acusados de melodrama sentimental y melodrama amoral, pero con frecuencia envueltos y mezclados. El melodrama se corresponde, pues, con el nacimiento del drama y de la tragedia; es el zaguán del arte dramático, donde se instala la ingenua turba; es el teatro popular. Si es esto en cuanto a la materia, en cuanto a la forma escénica el melodrama está entretejido con sucesos, que no con acciones. La nota específica del melodrama estriba en que los sucesos desfilan ante nosotros tal como suceden en la vida real, sin las concomitancias y ligaduras entrañables que los fuerzan a ser así, y no de otra suerte; el melodrama presenta acontecimientos sucesivos. Pero ante los sucesos, cabe que indaguemos por qué suceden y qué sentido encierran. El porqué de los sucesos se esconde en la complejidad íntima de los caracteres, y los caracteres se definen por sus acciones. Hay, por tanto, una jerarquía más alta de arte dramático, que presenta, no ya acontecimientos sucesivos, sino acciones trabadas y necesarias, a cuya necesidad asentimos, habiendo penetrado, por ministerio del autor, en el íntimo santuario de la conciencia de cada personaje. Esta es la esencia del arte trágico, en todas sus variedades. Así como el melodrama se orienta hacia los dos polos opuestos de la vida de relación, el arte trágico abarca el entero volumen de la vida humana, en movimiento y equilibrio permanentes, con su eje, su ecuador y meridianos. Con los meros sucesos y la motivación (consiéntasenos esta palabra bárbara, pero expresiva) de los sucesos, no se agotan las posibilidades del arte dramático. Queda por explorar una región de la realidad. ¿Qué sentido tienen los sucesos? Los sucesos todos conspiran a un fin que se arreboza en las brumas de lo porvenir y no se echa de ver hasta mucho después de haber pasado los sucesos. Para adivinarlo, es menester ser adivino, vate, esto es, poeta. El teatro poético presenta sucesos libertados de contingencias, sacando a luz su oculto sentido. Es el reinado de la absoluta libertad, así como el arte trágico lo es de la absoluta fatalidad. Y como lo menos comprometido es adivinar las cosas pasadas y adornarlas de sentido y significación, los más de los poetas se sienten inclinados a situar sus obras en los siglos pretéritos.
El melodrama no provee, en rigor, en aquella obra de purificación de pasiones que Aristóteles adscribió al arte dramático. Su misión es de adoctrinamiento elemental, magistral, para la vida en comunidad. La misión purificadora compete al arte trágico.
Para más completa aclaración nos permitiremos transcribir unas líneas de una novela contemporánea, Troteras y danzaderas, en donde, al modo de síntesis explicativa de ciertos hechos narrados, se lee: «Aquella catarsis o purificación y limpieza de toda superfluidad espiritual que el espectador de una tragedia sufre, según Aristóteles, no es más, si bien se mira, que acto preparatorio del corazón para recibir dignamente el advenimiento de las dos más grandes virtudes, y estoy por decir que las únicas: la tolerancia y la justicia. Estas dos virtudes no se sienten, por lo tanto no se trasmiten, a no ser que el creador de la obra artística posea de consuno espíritu lírico y espíritu dramático, los cuales, fundidos, forman el espíritu trágico. El espíritu lírico equivale a la capacidad de subjetivación; esto es, a vivir, por cuenta propia y por entero, con ciego abandono de uno mismo y dadivosa plenitud, todas y cada una de las vidas ajenas. En la mayor o menor medida que se posea este don, se es más o menos tolerante. La suma posesión sería la suma tolerancia. Dios solamente lo posee en tal grado que en él viven todas las criaturas. El espíritu dramático, por el contrario, es la capacidad de impersonalidad, o sea, la mutilación de toda inclinación, simpatía o preferencia por un ser o una idea enfrente de otros, sino que se les ha de dejar, uncidos a la propia ley de su desarrollo, que ellos, con fuerte independencia, luchen, conflagren, de manera que no bien se ha solucionado el conflicto se vea por modo patente cuáles eran los seres e ideas útiles para los más y cuáles los nocivos. El campo de acción del espíritu lírico es el hombre; el del espíritu dramático, la humanidad. Y de la resolución de estos dos espíritus, que parecen antitéticos, brota la tragedia. Cuando el autor dramático inventa personajes amables y personajes odiosos, y conforme a este artificio inicial urde la acción, el resultado es un melodrama.» Y más adelante: «el autor dramático debe hacerse esta consideración: Supongamos que mis personajes asisten como espectadores a la representación de la obra en la cual intervienen, ¿pondrían en conciencia su firma al pie de los respectivos papeles, como los testigos de un proceso de buena fe al pie de sus atestados?»
En el melodrama, el espectador no es nada más que un espectador. En el drama y en la tragedia, el espectador es, al propio tiempo, actor, con todas sus potencias.
Con esto damos por concluídos nuestros comentos acerca de Antonio Roca. Hemos obtenido algún resultado: el descubrimiento de que esa forma peregrina y amoral del melodrama novísimo tiene ya sus antecedentes en aquel bullicioso microcosmos que fué la obra
de Lope de Vega. Quizás algún día se nos
antoje inquirir y mostrar cómo allí
mismo se animan los organismos
infantiles de la tragedia, el
drama y el teatro
poético.
A BIBLIOGRAFÍA sobre nuestro teatro clásico se ha enriquecido con una obra nueva y excelente. Aludo a la edición de las comedias y tragedias de Juan de la Cueva que ha hecho D. Francisco A. de Icaza y publicado la Sociedad de Bibliófilos Españoles. La edición comprende cuatro tragedias y diez comedias. Va precedida de un estudio del colector, trabajo no por compendioso nada deficiente, en el cual se patentizan aquellas cualidades de elevación en el propósito, fineza de percepción y amable sobriedad de forma que posee el Sr. Icaza, como poeta y como crítico.
Como advierte el Sr. Icaza, el de Juan de la Cueva no es un valor literario perenne, sino ocasional; no nos solicita a causa de su interés presente e intrínseco, sino por su interés histórico. Juan de la Cueva debe su partícula de inmortalidad a la circunstancia de haber nacido antes de Lope. Si se retrasa en nacer unos cuantos años, la posteridad erudita apenas si le hubiera mentado. Dicho en otras palabras: Juan de la Cueva figura en la historia literaria en concepto de precursor de Lope; algo así como el Bautista de nuestro teatro. El problema es: ¿está Cueva, respecto de Lope, en la relación de la flor y el fruto, que si la flor no se logra, el fruto no cuaja? De no haber existido Juan de la Cueva, ¿hubiera practicado Lope diferente arte de componer comedias? Más adelante responderemos a esta pregunta.
La circunstancia de ser Juan de la Cueva precursor de Lope ha ido desnaturalizándose en términos que recientemente se le ha llegado a considerar como definidor y creador de la dramaturgia hispana. Este fenómeno de estragamiento en la estimación de los valores literarios es harto frecuente y explicable. Es de suponer que el primero que intenta fijar el valor de una obra tiene conocimiento de ella. Pero viene luego un segundo, al cual ya no le importa aquella obra en particular, sino como tantas otras, puesto que desea trazar la historia de una época, y, en vez de acudir directamente a la obra, aprovecha el dictamen del primero, modificándolo un tanto y exagerando ora el loor, ora el menosprecio, porque parezca que habla por cuenta propia. Y surge un tercero, que tiene entre manos la historia de varias épocas, el cual toma disimuladamente la opinión del segundo y la exagera y modifica un poquito más, por amor de la originalidad. Y así sucesivamente hasta que ya nadie se entiende. Esto se llama hablar por boca de ganso, lo cual no tiene remedio mientras en la flaca naturaleza humana subsista la propensión a oficiar de enterado, sin noticias, ni juicio, ni comedimiento.
Algo semejante sucedió con Juan de la Cueva. Schack y Lista hablaron como por cuenta propia de Juan de la Cueva, y no hacían sino aderezar, a su modo, lo poco que Moratín, hijo, había dicho antes. «Y más inexplicable es aún—escribe el Sr. Icaza—que empiece a correr como valedera, y se repita de igual modo que antes se reproducían las observaciones de Moratín, cierta leyenda recién inventada, falsa de todo punto, que hace de Juan de la Cueva el más fervoroso propagandista, en la teoría y en la práctica, de un arte netamente español por la forma y por los asuntos, que hasta exigía fueran contemporáneos.» Añade el Sr. Icaza que para salir de este error bastaba con leer los resúmenes que Moratín hace de los argumentos de las comedias y tragedias de Juan de la Cueva. «Sólo tres de las catorce obras escénicas que hasta nosotros han llegado tienen asunto español.»
Un historiador reciente de la literatura española atribuye a Juan de la Cueva el siguiente designio: «Que no había que andar repitiendo fábulas griegas, latinas o italianas, que no nos importaban un bledo a los españoles.» Y como quiera que Juan de la Cueva, en El ejemplar poético, trató en verso la didascalia dramática, el referido historiador infiere que Cueva «llevó la teoría a la práctica», suponiendo que su obra didáctica es anterior a sus comedias y tragedias; hipótesis algo aventurada, que es como si supiéramos que Aquiles había sentido la vocación de héroe porque había leído la Ilíada, o que Esquilo aprendió a hacer tragedias en la Poética de Aristóteles. «El ejemplar poético—escribe el Sr. Icaza—es más de un cuarto de siglo posterior a las comedias y tragedias.» Mal pudo Juan de la Cueva llevar su teoría a la práctica. En arte, jamás la teoría antecede a la práctica, sin que esto signifique que el artista produzca ciegamente su obra, no de otra suerte que la nube se resquebraja y da de sí agua de lluvia. El artista—digo el artista, que no el confeccionador de pacotillas y de arte contrahecho—sabe lo que hace y cómo lo hace y para qué lo hace; pero lo sabe en el momento de estar haciéndolo, con un conocimiento tan profundo y activo que su manera más adecuada de expresión es la creación misma. En cada artista yace un sentimiento peculiar del Universo, acompañado de una visión propia de la realidad sensible. A este modo original de ver y de sentir, que necesariamente provoca un modo original de pensar, se le denomina temperamento o personalidad. Si un artista verdadero, original, con personalidad propia, en el momento de atravesar ese período indivisible de conocimiento teórico o intuición técnica y de necesidad de creación, se desdoblase y escindiese, dejando por el momento de producir, a fin de sólo enunciar sistemáticamente la teoría de arte que sintéticamente se le había revelado cuando se hallaba en trance de crear, resultaría: primero, que su teoría no sería inteligible para los demás; segundo, que luego, al producir, sus producciones serían artificiosas, insípidas, muertas. El artista realiza u objetiva en la misma obra de arte su personalidad, su teoría, su sistema. Más tarde, si se tercia, expone su sistema; pero este sistema nunca tiene un alcance universal, sino que es meramente la justificación o elucidación del propósito y procedimiento de la obra ya exteriorizada. Si la crítica tiene alguna utilidad o razón de ser, ha de esforzarse, ante cada personalidad artística, en justificar y elucidar el propósito y procedimiento de la obra, cuando el propio autor no lo haya hecho. Lo cual supone un viceversa correlativo; fijar lo artificioso y falso de una obra cuando, careciendo el productor de originalidad y personalidad propia, se ha conformado con seguir cánones preestablecidos, fingir en frío sensibilidad y emoción, y remedar peculiaridades ajenas.
Juan de la Cueva escribió comedias y tragedias a su modo. Andando el tiempo, pretendió justificarse en su Ejemplar poético, al cual pertenecen estos tercetos:
De lo copiado no es lícito deducir que Juan de la Cueva asentase la simpleza de que un teatro nacional debe versar sobre asuntos nacionales. Comenta el Sr. Icaza, y el comento es obvio: «Juan de la Cueva se refiere a los moldes del teatro español de su época, cuyo artificio alaba por más amplio, en contraposición del teatro griego, latino e italiano renacente, teatros extraños. Sujetos aquéllos a las unidades clásicas, paréncele monótonos y cansados, y su trama, maraña, no tiene a su juicio el suelto y a la vez intrincado enredo del teatro español. Jamás trata de limitar los motivos y argumentos, ni en tiempo, ni en lugar, ni en acción, ni mucho menos en asunto.»
Un teatro será nacional cuando se corresponde con el temperamento de una nación, como una obra es original cuando se corresponde con la personalidad de un individuo; y temperamento y personalidad se acreditan, no sólo en la vida nacional y doméstica, sino también, y principalmente, en la vida de relación con otros pueblos y otros individuos, tratando temas universales, que así es como se contrasta y define el carácter de cada cual. Shakespeare aprovechó asuntos de la historia inglesa para su teatro; pero el teatro inglés no se ensanchó a la categoría de teatro universal por virtud de los asuntos estrictamente ingleses, antes por el contrario, gracias a las obras no locales; Hamlet, Othelo, El mercader de Venecia, Romeo y Julieta, etc., etc.
Examinando en estos mismos ensayos una obra de Lope, hemos escrito: «En Lope y Shakespeare están cabalmente representadas las respectivas dramaturgias nacionales, con sus virtudes y flaquezas. Lope persiguió en sus obras la amenidad; Shakespeare, la humanidad. La materia dramática de las obras de Lope son los sucesos; la de Shakespeare, las acciones.» Dicho en los términos de Juan de la Cueva: el teatro español buscó ante todo la invención, la gracia y movimiento, la fábula enmarañada e intrincada, la abundancia de enredos.
Más arriba hemos calificado a Juan de la Cueva como el Bautista de nuestro teatro. No se interprete esta apelativo metafórico en un sentido literal, como si Juan de la Cueva fuese el primero en España que escribió obras teatrales. Nadie ignora que antes de él escribieron otros muchos. Pero en Cueva aparecen las cualidades características de nuestra dramaturgia ya robustas y a punto de adquirir forma definitiva, la cual recibió de las ágiles manos de Lope. Y estas cualidades son características, no ya de Cueva y Lope, sino del pueblo hispano. Todas ellas, ha poco mentadas, se resumen en una: falta de atención. La falta de atención en el autor le condujo a diluirse en su obra, adoptando, como más cómoda, la factura laxa y superficial. La falta de atención en el público necesita, como acicate del interés, la obra de factura
laxa y superficial, la maraña, la diversidad
ininterrumpida de escenas. En
suma: pereza de entendimiento
y sordidez de nervios. Sin
Juan de la Cueva, Lope
hubiera escrito lo
mismo que
escribió.
SÍ LA PALABRA entremés como la palabra sainete, las cuales en el uso figurado designan sendas especies dramáticas, hasta cierto punto semejantes entre sí, significan originalmente cosillas de comer. Aunque admitida secularmente en nuestra habla, y al parecer voz familiar y castiza, sin embargo, la verdad es que nos llegó de Francia, en donde se dijo entremets, o sea, entre vianda y vianda.
La palabra entremés viene ya desde la Edad Media. La «crónica de don Alvaro de Luna» dice del rey don Juan II: «Fué muy inventivo e mucho dado a fallar invenciones e sacar entremeses en fiestas.»
Sainete deriva de saín, que vale por la grosura de los animales. Era el pedacito de gordura de tuétano que los cazadores de volatería daban al halcón cuando lo cobraban. Díjose luego, por extensión, de cualquier bocadillo delicado y gustoso al paladar, o de la salsa con que se da buen sabor a las cosas, y, por último, de un a modo de postre en las representaciones teatrales.
Una representación clásica de nuestro teatro estaba aparejada en el estilo de una comida suculenta y copiosa. Primero, la loa o aperitivo. Luego, la comedia, con sus tres jornadas por lo menos, que hacían de platos fuertes. Entre jornada y jornada, como entre plato y plato, los entremeses. Y el sainete, de postre. Los españoles son de condición sobria, pero cuando se presenta la coyuntura de comer, no se detienen hasta el hartazgo.
Siendo los entremeses materia parva, considero incongruente hacerlos indigestos, adobándolos con una larga disquisición erudita. Sea este breve comentario un entremés más; entremés de entremeses.
Tres de estas menudas y sabrosas representaciones se nos ofrecen hoy: una de Lope de Rueda, otra de Cervantes, otra de los hermanos Quinteros. De los Quinteros, así como de Cervantes, ¿qué podré decir que vosotros no sepáis? Pero Lope de Rueda ya no es de todos igualmente conocido. Sea el propio Cervantes quien os lo presente.
Escribe Cervantes en el prólogo de sus comedias: «Los días pasados me hallé en una conversación de amigos, donde se trató de comedias y de las cosas a ellas concernientes. Tratóse también de quién fué el primero que en España las sacó de mantillas y las puso en toldo y vistió de gala y apariencia. Yo, como el más viejo que allí estaba, dije que me acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y en el entendimiento. Fué natural de Sevilla y de oficio batihoja. En el tiempo de este célebre español, todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal, y se cifraban en cuatro pellicos blancos, guarnecidos de guadamecí dorado, y cuatro cayados, poco más o menos. Las comedias eran unos coloquios como églogas. Aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo o ya de vizcaíno, que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope, con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse. No había en aquel tiempo tramoya. El adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos cantando sin guitarra algún romance antiguo.»
Por mi parte, sólo he de añadir unas consideraciones, concisas y someras, por ver de contrarrestar y esclarecer un error y un equívoco, ya bastante arraigados, sobre el teatro español y el entremés.
A veces se da por evidente que el entremés es una comedia comprimida o que la comedia es la dilatación de un entremés; y más aún, que el entremés fué como la célula germinativa, que, reproduciéndose y desarrollándose, dió de sí nada menos que todo el teatro español; y viceversa, que nuestro teatro clásico nace del entremés. Prescindo de argumentos documentales y me atengo al sentido común.
Supongamos que nos preguntan qué es una corbata y en qué relación está con el traje. Sería absurdo responder que una corbata es un traje comprimido, y un traje, una corbata dilatada; que la corbata es el origen del traje y que el traje nació de la corbata. Pero esto, que es absurdo de la corbata, ya no lo sería de... una hoja de parra. La hoja de parra sí es un traje comprimido, y correlativamente, el traje es una hoja de parra dilatada. Por eso, una vez que la hoja de parra ha henchido los últimos lindes de sus posibilidades utilitarias y se ha convertido en traje, ya no habemos menester de ella. No creo que nadie se ponga ahora hojas de parra. En cambio, todos nos ponemos corbata. Aquí está el toque. Cuando una cosa, sea en el orden que sea, ya en la evolución de los géneros de la naturaleza, ya en la evolución de los géneros literarios, cumple en el menester de germen, paso o estadio previo de un organismo superior y más perfecto, deja de existir por sí y permanece reabsorbida en el nuevo ser a que ha dado origen.
Cuéntase que entre el repertorio de santas reliquias, en una catedral andaluza, acostumbraban mostrar a los curiosos tres calaveras, las tres de San Palemón, que no fué tricípite; una, pequeñuela, de cuando era niño; otra, terciada, de cuando era mancebo; la otra, del tamaño acostumbrado, de cuando era hombre hecho y derecho. Puede pasar, tratándose de reliquias, que son vestigios de personas y sucesos sobrenaturales. Pero no es admisible semejante criterio cuando aplicamos a inquirir los fenómenos naturales.
La mejor prueba de que el entremés no es embrión de nuestro teatro, nos la proporciona el número crecido de entremesistas notables durante el siglo XVII, época de máximo esplendor para el teatro clásico español. Y ahora mismo el entremés continúa siendo literatura viva, como lo acreditan con sus obras los hermanos Quinteros, las cuales no ceden en primor y donaire a los mejores modelos de otras épocas.
Lejos de ser la comedia dilatación del entremés, Cervantes dice muy claro que el entremés sirvió para dilatar la comedia. «Las comedias eran unos coloquios como églogas. Aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses.»
Y en el Viaje entretenido, de Agustín de Rojas, leemos acerca de Lope de Rueda:
Por ende, los entremeses son pasos de risa, son chascarrillos, son ocurrencias de poco momento, y como tales, obligadamente breves. ¿Se concibe que del paso de Las aceitunas o de El viejo celoso, por mucho que se dilaten, lleguen a salir dos comedias?
Españoles, españolísimos son los entremeses, sobre todo por el lenguaje. Como dijo Sarmiento: «Nunca supe lo que era lengua castellana hasta que leí entremeses.» Por el asunto ya no siempre son tan españoles, sino que con frecuencia recuerdan las befas italianas y las chocarrerías de la Commedia del’Arte. Cervantes nos informa de cómo Lope de Rueda representaba con la mayor propiedad las figuras de bobo, negra y rufián. Por lo pronto, ya tenemos aquí un personaje del todo italiano y con nombre italiano: el rufián. Por otra parte, en los entremeses viejos bullen y zanganean los jocundos e irrisorios tipos del teatro italiano popular y profano: Arlequino, Truffaldiño, Capitano, Spavento, Rinoceronte, Francatripa, e tuti e cuanti, si bien al pasar a estas tierras se confirman con nombres castellanos.
Por lo tanto, el entremés puede ufanarse de su autonomía y razón de ser, al lado de otros géneros teatrales de más pompa y prosopopeya; posee carácter propio, dispone de tipos exclusivos suyos y se inspira en un fin peculiar, que es el de mover a risa; simplemente, hace reír. A la sazón que este género literario frisaba en su adultez, ocurría que el mundo de entonces no acertaba a reír sino a costa de personas viles y de condición baja, o con palabras y lances licenciosos. De aquí que los tipos del entremés están extraídos de entre la gente rahez, y sus agudezas son harto desenfadadas, cuando no torpes. Téngase en cuenta que de esa gran risa sana, libre y tumultuosa, que resuena en las postrimerías históricas del medioevo y aurora de la presente edad, participaban todos, grandes y chicos, hembras y hombres, religiosos y seglares. En su Tratado histórico del histrionismo en España, escribe Pellicer que «se representaban en templos y conventos de monjas comedias con entremeses y bailes indecentes». La corroboración se halla en muchos autores, entre otros, el P. Juan de Mariana.
Del linaje de asuntos y condición de los tipos del entremés, se ha querido deducir una categoría estética: la del realismo. Y aquí aparece el equívoco a que más arriba hube de eludir.
Yo he leído estas caprichosas afirmaciones: «La literatura española es la más realista. El entremés es eminentemente realista, y el teatro español, como nacido del entremés, es eminentemente realista.» Afirmaciones caprichosas y equívocas, en tanto no acordemos qué es realismo.
Sobre el realismo del teatro clásico español, escuchemos a Cervantes, el cual, en el Quijote, dice: «Estas (comedias) que ahora se usan, así las imaginadas como las de Historia, todas ellas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza.» «Los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes.» Escribía esto Cervantes a tiempo que, según sus propias palabras, «entró el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica, avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes». El propio Lope reconocía, en su arte de hacer comedias, ser el escritor más bárbaro.
No he de ponerme a escudriñar aquí lo que el realismo sea, o si el teatro español ocupa en justicia el solio de la eminencia a causa de ese pretendido realismo. No deseo sino prevenir a los incautos contra el equívoco ahora muy en boga, acerca del realismo. Se ha dado en estrechar la realidad humana a las funciones del sistema circulatorio, digestivo y de reproducción, excluyendo en absoluto las del sistema nervioso. Se quiere que la materia estética de la literatura sea aquello que el hombre tiene de común con los animales, y no aquello en que los aventaja. Conforme a este patrón de juicio, hay historiadores y críticos literarios que clasifican las obras en verdaderas y falsas, o realistas y cultas: son realistas y verdaderas las que muestran al hombre como un ser fisiológico y huyen de expresar ideas; son cultas y falsas, las que expresan ideas. Como si los pensamientos de un hombre fueran menos reales y verdaderos que sus uñas. En suma: se da por supuesto que realismo y lo vil son sinónimos. Y esta sinonimia la aplican al fondo de la obra y asimismo a la forma, al habla. Y al tropezar con un entremés extremadamente deslenguado, exclaman con fruición: ¡Qué realismo! Cierto: qué realismo. No hay por qué asustarse. Así debe ser el lenguaje, cuando se tercia, porque la condición del personaje lo pida. Pero no se olvide
que si hay realismo y verdad en lo vil, no
por eso deja de haber realismo y verdad
en lo noble. Pues qué, ¿son
acaso los suspiros de Don
Quijote menos reales y
verdaderos que los
regüeldos de
Sancho?
LOS COMIENZOS de la temporada teatral, se representó en Eslava La adúltera penitente, cuya paternidad el cartel atribuía exclusivamente a Moreto. Dolida la triste adúltera de la indiferencia del público, nuevo y mortificante género de penitencia con que tal vez no contaba, hubo de retirarse presto por el foro hacia la región de los bienaventurados, dejando afligidas a las almas piadosas, y contrariados a los espíritus que se gozan en el arte. A pesar de todo, la escenificación de La adúltera penitente ha sido uno de los acontecimientos dramáticos más señalados y dignos de comentario, hasta ahora. La cortedad de la estada de aquella antigua comedia sobre el moderno tablado de la farándula no es razón bastante para que se malogren las glosas que a su paso nos sugirió.
Algún erudito supone que sólo la segunda jornada de La adúltera penitente es de mano de Moreto. La primera y la tercera se presume que pertenecen, respectivamente, al acervo literario de Cancer y al de Matos Fragoso, ingenios segundones de la prole multitudinosa que don Pedro Calderón dejó en el mundo de la escena española. Sea de ello lo que quiera, La adúltera penitente puede valerse por sí y con independencia de sus procreantes.
En las relaciones de comedias de los tiempos viejos, La adúltera penitente va adornada con este perendengue: comedia de vidas de santos.
La clasificación de nuestro teatro clásico es de origen vulgar, que no erudito. Las denominaciones con que se conocen los diversos y ricos grupos de comedias las fué poco a poco inventando el público de los corrales; no revelan el concepto dramático del autor, sino que expresan la impresión en el pueblo, el cual se inclina a definir las cosas atendiendo antes a una circunstancia notoria que al carácter esencial, como lo prueban los apodos y remoquetes. Para el pueblo todo lo que vuela es ave; por ejemplo: el murciélago. Todo lo que nada, es pez; por ejemplo: la ballena. Lo que vuela y lo que anda, es carne; lo que nada, es pescado. Lo que no vuela, ni anda, ni nada, no es carne ni pescado; por ejemplo: una berza. El pueblo no podía admitir que dos comedias, una sobre San Isidro, labrador, y otra sobre Tolomeo, rey de Egipto, fuesen de la misma especie. Sería tan absurdo como emparejar de alguna suerte murciélago y ballena.
Así, se estableció, ante todo, una marcada divisoria entre las comedia a lo divino y todas las demás, urdidas con personajes de carne, hueso y cuero. La comedia a lo divino, por antonomasia, es el «auto sacramental». En la loa del auto de Lope El nombre de Jesús, a la pregunta «¿qué son autos?», se contesta:
Son los autos comedias en torno al sacramento de la Eucaristía, obras de divulgación teológica.
Como su mismo nombre indica, las comedias de vidas de santos toman a los santos en vida, cuando se mostraban como seres de carne, hueso y cuero. Son, por consiguiente, comedias humanas. Era costumbre dar estas comedias el día de la fiesta del protagonista, a fin de ejemplarizar con sus virtudes.
La comedia de vidas de santos viene a ser, en el fondo, una leyenda dramática con asunto piadoso. En cuanto al aparato, corresponde a lo que se llamó comedia de ruido, de teatro, o de cuerpo, por oposición a la comedia de capa y espada, o de ingenio y discreteo.
En las de capa y espada, los actores vestían trajes de la época. El tablado estaba circuído de tapices fijos. Las de teatro y ruido exigían más lujo de trajes, maquinaria y decoraciones.
Si arbitraria es la clasificación precedente, no lo era menos, en verdad, la que hicieron los romanos de sus comedias, según tenían asunto de Roma o asunto de Grecia, en Commediae Togatae y Commediae Palliatae; de toga, vestidura romana con que salían los actores en las primeras, y palio, traje nacional griego, atavío obligado en las últimas. Dintinguíase también la tragedia, con personas de elevada jerarquía, de la comedia, entre gente rahez.
La adúltera penitente es Santa Teodora de Alejandría. Da la casualidad que el 28 de agosto la Iglesia católica celebra la festividad de dos Santas Teodoras: la de Alejandría y otra, virgen y mártir; y las dos han salido a las tablas. La Santa Teodora virgen y mártir es la heroína de una de las tragedias de Corneille.
El venerable Jacobo Voragino, frailecico italiano del siglo XIII, hermano en religión y sentimiento del beato Angélico, nos cuenta, en su Lectura áurea, la vida de Santa Teodora de Alejandría.
«Teodora, mujer de ilustre casa, vivía en Alejandría, bajo el emperador Zenón. Estaba casada con un hombre rico y temeroso de Dios; pero el diablo, resentido de su santidad, excitó en el alma de otro ciudadano de Alejandría el deseo de poseerla.»
El seductor importuna en vano a la santa. Por fin, envía de mandadero a un mágico. Teodora responde que no cometerá pecado en presencia de Dios, que todo lo ve. A lo cual, el pícaro mágico responde con estas palabras, que el venerable Jacobo estampa, como si las estuviese oyendo: «Todo lo que se hace de día, Dios lo ve y lo sabe; pero lo que se hace por la noche, después de la puesta del sol, Dios lo ignora.» Y la dama, engañada por esta mentira y tocada de piedad por su enamorado, le envía a decir que le autoriza para que venga a verla, después de la puesta del sol. Y añade candorosamente el venerable Jacobo: «el enamorado tuvo buen cuidado de no faltar.» Apenas el amante abandona la casa, Teodora comienza a «volver en sí» y a darse cuenta de que ha pecado. Por salir de dudas, va la mañana siguiente a consultar con una madre abadesa sobre si Dios ve de noche. La madre abadesa responde, claro está, que sí. Entonces, Teodora termina de darse cuenta. De allí a pocos días se corta el cabello, se viste de hombre y se dirige a un convento de monjes, a ocho leguas de Alejandría.
En La adúltera penitente el esposo de Teodora se llama Natalio, y el amante, Filipo. La primera jornada comprende la caída de Teodora y su huída al convento. El episodio del mágico y la consulta con la madre abadesa, no tienen cabida en la comedia. El diablo toma mucha parte en esta primera jornada, si bien su papel es mudo, pantomímico.
Teodora, en el convento, pasa por hombre; es el hermano Teodoro. Hace dura y edificante vida de penitencia. El diablo está cada vez más resentido y rabioso. «Un día, refiere el venerable Jacobo, volviendo Teodoro de la ciudad, recibe hospitalidad en una casa en donde una muchacha se le acerca y le dice: ven a yacer conmigo. Y como el monje rehusase, la muchacha va a buscar otro hombre que vivía en la casa. Y cuando, andando el tiempo, le preguntaron de quién estaba encinta, respondió: del monje Teodoro.» En las anteriores líneas hemos modificado y preterido algunas expresiones harto cándidas, del venerable Jacobo. Prosigamos. El prior del monasterio reprimenda ásperamente al hermano Teodoro y le despide, con la criatura a cuestas. Tal es lo que sucede en la segunda jornada.
En la tercera jornada acrecen las penitencias del tierno monje; convierte al seductor, que andaba como forajido por el monte; retorna a las puertas del convento, conociendo que se aproxima su fin; satisface al marido; pónese en claro que no podía ser padre de ningún niño, y en la hora de la muerte los ángeles acuden a recoger su alma.
Esta es la deliciosa comedia, que los espectadores frívolos han desdeñado por pueril y disparatada.
Autos sacramentales y comedias de vidas de santos son derivaciones, intelectualmente elaboradas, de aquellas piezas de asunto religioso y propósito moral, aun cuando no siempre de procedimiento limpio y decoroso, milagros, misterios y moralidades, que durante la Edad Media se representaban en todos los pueblos de Europa, generalmente en las catedrales, iglesias y monasterios.
Prohibióse en España la representación de los autos sacramentales, a 9 de junio de 1765; la de las comedias de santos, algo antes. Debióse, como causa ocasional, la prohibición, a las impugnaciones de José Clavijo Fajardo, que ha dejado memoria, más que como escritor, como hombre, a causa de cierta aventura con una hermana de Beaumarchais, que aprovechó Goethe para su drama Clavijo.
Clavijo era uno de aquellos escritores hispanos que durante el siglo XVIII se esforzaron por corregir nuestros hábitos escénicos e implantar las normas austeras del teatro francés. Los ensayos polémicos y críticos, sobre arte dramático, de Clavijo, aparecieron en una publicación intitulada El pensador matritense, imitación de El espectador inglés. El ensayo o «pensamiento» III del volumen primero se rotula en el índice Crítica de nuestras comedias, y en el texto, Defensa de las comedias españolas. Versa sobre las comedias de ruido y bulto, entre las cuales se cuentan las de vidas de santos[A]. El asunto está desarrollado irónicamente. Comienza: «¡Que no ha de haber forma de reprimir la osadía con que a nuestras barbas se burlan de nosotros los extranjeros! Señores, ¿y dónde estamos? ¿Qué sufrimiento tan fuera de tiempo es el nuestro? Y luego, mucha bulla, mucha planta, mucho de
[A] Las comedias de capa y espada, de ingenio o de intriga se ajustan, por su naturaleza, a las exigencias unitarias de lugar, tiempo y acción.
Simula el autor que en un corro de conversación tropezó, entre muchos españoles, con dos extranjeros, los cuales «empezaron a burlarse a banderas desplegadas, ¿y de qué? De las niñas de nuestros ojos, de la alhaja preciosa de la España; en una palabra: de nuestras queridas comedias».
«El primer envite de los dos señoritos empezó por las tres unidades, que dicen deber observarse en la comedia: unidad de lugar, unidad de tiempo y unidad de acción.» Entonces el autor asume en chanza la defensa de nuestras comedias, y acumula de propósito en su alegato donosos desatinos. «Ahora bien: señores, les preguntó yo: ¿por qué y para qué se han de guardar? El porqué, ya veo que me dirán vuesas mercedes que es porque así lo establecieron los maestros del arte. ¿Y quiénes son estos maestros, estos doctores, cuyos documentos y lecciones debemos seguir ciegamente? Aristófanes, Menandro, Plauto, Terencio y otra cuadrilla de condenados. Lindos modelos, por cierto. Unos hombres que están ardiendo en los infiernos...» Y luego: «Si al señor don Terencio y al señor don Plauto se les hubiera antojado poner cinco, seis, veinte y cuarenta unidades en cada comedia, ¿el mismo número habíamos de conservar nosotros?» Siguen otras razones no menos estrambóticas. «Queda visto ser absurdo, tuerto y contrahecho, el porqué de las tres unidades, que vuesas mercedes nos vienen cantando a cada instante, como las tres ánades madre. Veamos ahora el para qué.» A esto se responde que para conservar la ilusión. Y el pensador exclama: «Que es lo mismo que el engaño, en buen castellano. ¿Y quién les ha dicho a vuesas mercedes que nosotros queremos engañar a las gentes? No, señores; muy al contrario. Nosotros somos hombres de buena fe, y de verdad, y no damos gato por liebre... Y si no, miren ustedes nuestros teatros y nuestros actores. Estos parecen alquilados, y a excepción de levantar un poco más o menos la voz en donde se les antoja, sin método ni discernimiento, y sin saber lo que se pescan, ellos no hacen sino el papel de papagayos, repitiendo lo que les dice el apuntador; pero esto bien y fielmente, sin que pueda quedar la menor duda, porque en lo más retirado de nuestros corrales (y búrlense vuesas mercedes del nombre), antes se oye al apuntador que a ellos.» Lo mismo que ahora. «Nuestros teatros no pueden engañar al más rústico». Noticias que en otros pasajes nos da el propio Clavijo, contradicen esta afirmación.
Entra a seguida el autor a criticar humorísticamente el famoso dístico de Boileau sobre las tres unidades; que, traducido al castellano, dice, poco más o menos:
Los extranjeros interpretan la unidad de lugar como alusiva a la acción de la obra dramática, de manera que «si la acción de la pieza principia en Viena, no tenga su medio en Babilonia, ni su fin en el Mogol... No, amigos; nosotros acomodamos esta regla mucho mejor, sin comparación, según su sentido literal, que se reduce a decir que en el mismo lugar donde se empieza la comedia, allí mismo, y no en otra parte, se concluya. Y esto sucede, y hubiera siempre sucedido, aunque Boileau no hubiera venido al mundo; porque sería muy incómodo después de oír la primera jornada en la Rambla, ir a ver la segunda al Encante, y la tercera a Barceloneta». Esta interpretación española de la unidad de lugar, aunque el pensador la juzgase risible y sandia, es, en rigor, la misma que adoptaron el doctor Johnson, en el prólogo a su edición de Shakespeare, y Lessing, en su Dramaturgia hamburguesa. Hoy en día no consideramos monstruoso que la acción de una obra comience en Viena, continúe en Babilonia y concluya en el Mogol.
«Pasemos a la segunda unidad. En un día. ¿Qué cosa más clara? Un niño de la escuela adivinará sin mucho trabajo que esto quiere decir que no dure dos o tres días la comedia... Antójaseme, por ejemplo, saber la vida da Matusalén. Quizás habrán vuesas mercedes oído decir que vivió novecientos sesenta y nueve años. Tomo, pues, un Flos Sanctorum. Apostemos que en menos de una hora me leo toda la vida. Aquí, pues, de la razón y del juicio. Si en una hora sé lo que ha pasado a Matusalén en novecientos años, en dos horas y media, que hemos de conceder, por lo menos, a la comedia, puedo saber lo sucedido en dos mil doscientos y cincuenta.»
«Una sola acción es la tercera y última unidad que se nos predica. ¿Y qué es esto? Vuélvome a mi tema: pobreza. Pobreza de ingenio, pobreza de invención y pobreza de gente.»
En cuanto al ingenio, el pensador se burla de la desatentada promiscuidad de metros en que están escritas las comedias españolas, fea y extravagante abundancia que los nacionales toman por riqueza de ingenio.
«Pobreza de invención. Porque los extranjeros han inventado el telescopio, las máquinas pneumática y eléctrica, y otras semejantes, ya les parece que no hay otras invenciones que las suyas, y que los españoles no saben lo que se inventan. Y a fe mía que se engañan de medio a medio; que mucho más difícil y mucho más gloriosa es la invención de hacer hablar un mono, y no le va en zaga el formar una voz sobre natural, y uno y otro se ve en la comedia famosa de Lope, intitulada El Pitágoras moderno. Y si esto les parece poco, ahí está la comedia del Rey Wamba, que no me dejará mentir, donde un niño recién nacido hace su papel como un hombre.» «En la comedia El triunfo de la virtud, de Lope, con sólo hacer el mágico Euristeo sobre el tablado varios círculos, se abre una boca de infierno, tan fea y tan hedionda que da miedo, y sale bailando, dando saltos y brincos una tropa de diablos de todos tamaños.»
«Pobreza de gente. Tómense las comedias de los extranjeros y se verá que en entrando en una comedia seis o siete personas, ya les parece que tienen el gasto hecho... Pues en la comedia citada de El Pitágoras moderno, excluyendo las guardas del rey de Marruecos, una tropa de marineros moros, un mono que habla, una estatua, dos pares de angelones y una voz sobrenatural, hay por lo menos veinticinco personajes.»
Los pensamientos XLII y XLIII del volumen cuarto contienen reflexiones y críticas sobre la representación de los autos sacramentales. El pensador procura desterrar de la escena estas obras, más por amor a la religión, a lo que él asegura, que por amor al arte.
«No pueden mirarse—dice—en unos teatros tan profanos, sin que tenga mucho que gemir el católico menos celoso.» Y más adelante: «Quieren elevar el teatro hasta una esfera muy distante y muy ajena de su institución, o rebajar el santuario, queriendo trasladar a un lugar inmundo la cátedra y el sacerdocio.» «No ha muchos años que en uno de nuestros teatros se vió ridiculizar al Papa y al Sacro Colegio, representado con la púrpura y demás insignias de sus dignidades, haciendo que al oír cantar la chacona perdiesen todos estos personajes la gravedad que les correspondía y empezasen a bailar descompasadamente.» Tendría que ver.
«Mi dictamen es que los autos sacramentales deberían prohibirse por el Soberano, como perniciosos y nocivos a la religión cristiana.»
A cuatro puntos reduce el pensador los motivos en que funda su demanda de prohibición: 1.º, el fin de los autos; 2.º, el lugar en que se representan; 3.º, las personas que los ejecutan; 4.º, el modo de representarlos.
«No obsta que digan algunos van a los autos para aprender teología y escolástica y la expositiva, y que aprenden más en una tarde de autos que en muchos meses de trabajo sobre libros.»
«Lo que se advierte continuamente es que la mayor parte de las gentes, y particularmente las de un cierto tono, están en conversación o dejan los aposentos y lunetas mientras dura el auto, y sólo asisten al entremés y sainete.»
Respecto a las personas que los ejecutan: «El pueblo, acostumbrado a ver representar a una comedianta los papeles de maja, de lavandera, de limera y otros, que, por más serios, no tienen menos indecencia, y en que no pocas veces se ven más atajados el recato y la honestidad, no puede engañarse cuando la ve hacer el papel de la Virgen purísima.»
«Al rey nuestro señor don Felipe II presentó un seglar de capa y espada un memorial en que había las cláusulas siguientes: el traje y representación de la reina de los ángeles ha sido profanado por los cómicos, representándose en esta corte una comedia de la vida de Nuestra Señora... El representante que hacía la persona de San José estaba amancebado con la mujer que representaba la persona de Nuestra Señora... En esta misma comedia, llegando al misterio del nacimiento de Nuestro Señor, este mismo representante reprendió en voz baja a la mujer, porque miraba, a su parecer, a un hombre de quien él tenía celos, llamándola con un nombre, el más deshonesto que se suele dar a las mujeres malas.» Y añade el memorial: «En su vestuario están bebiendo, jurando y jugando con el hábito y forma exterior de santos, de ángeles, de la Virgen y del mismo Dios, y después salen al público fingiendo lágrimas y haciendo juego de lo que siempre había de ser veras.» Esta manera de raciocinio carece de validez, ya se aplique al cumplimiento de los deberes religiosos, ya al ejercicio del arte escénico. Que sacristanes y monaguillos retocen, remangados los hábitos, en la sacristía, y profieran allí palabrotas irreverentes, no es fundamento para suprimir estos útiles acólitos en las ceremonias del culto. Mucho menos lógico sería acabar con el clero porque haya malos clérigos. Y en lo atañedero al arte escénico, la vida en el camarín y detrás de bastidores en nada se asemeja a la vida ideal del proscenio. Puede hacer un excelente Yago un actor que después de los mutis sea, en la vida civil, un pedazo de pan; un excelente Otelo, un marido burlado, noticioso de la burla y estoico, y una excelente Desdémona, una mujer corrompida y hastiada de amorosas experiencias.
En cuanto al modo de representarse los autos, el pensador vitupera los anacronismos en que abundaban. Pero el anacronismo podrá ser un defecto científico, mas no una falta de arte.
Las tachas que el pensador descubre en nuestro teatro clásico, fueron, a la vuelta de contados años después que él pensaba y escribía, enaltecidas como rasgos de belleza, alicientes de amenidad y condiciones de vida del drama, por los corifeos del teatro romántico en toda Europa. Y caso, no por frecuente en España, menos peregrino: cuando algunos escritores españoles ensayaron aclimatar entre nosotros el teatro romántico, el público y la crítica lo motejaban de insensato, desapacible, estúpido y extranjerizo.
Recientemente se observa en todo el mundo civilizado un renacimiento de los artes dramático y escénico, cuya orientación y sentido ha compendiado un tratadista en esta fórmula: reteatralización del teatro.
El vicio de origen del teatro clásico francés, y de sus sucedáneos e hijuelas, entre los cuales está, naturalmente, el teatro francés moderno, estriba en haber mermado la materia estética del arte dramático, restringiéndola a la imitación mecánica de la vida cotidiana. Lo esencial e imprescindible para preceptistas y autores franceses son la verdad y la realidad escénicas, las cuales, cierto que no son esenciales ni imprescindibles. La verdad y la realidad artísticas, sea en la escena, sea en el cuadro, sea en un instrumento músico, son verdades y realidades distintas de las verdades físicas con que, a troche y moche, tropezamos; son realidades y verdades imaginarias, que acaso conseguimos insertar en la vida cotidiana y acaso no. Si ha de existir un teatro artístico, vivo y bello, ha de nutrirse de verdades y realidades peculiarmente teatrales. Así ha sido siempre el teatro y así ha de ser, si quiere durar y prosperar. Esto quiere decir la reteatralización del teatro. Justo es declarar que de los directores de teatros actuales, el señor Martínez Sierra es el único que ha percibido las obligaciones que incumben al cargo.
Al aparecer en Eslava La adúltera penitente se dijo que obras de este jaez no interesan al alma contemporánea, que no cree en milagrerías ni diablos coronados. Precisamente por eso deben interesar artísticamente.
Las impugnaciones y críticas del pensador son disculpables, porque entonces el pueblo tomaba demasiado por lo serio, como si fuera la verdad misma de todos los días, las representaciones teatrales. El propio Clavijo cuenta que, en cierta ocasión, un espectador, fuera de sí, gritó: ¡Viva el demonio!, después de un parlamento afortunado de un actor que hacía de diablo.
Que yo no crea en centauros ni nada de la mitología griega, no me impide admirar el cuadro de Boticelli «Palas y el centauro».
Una obra de arte es un pedazo de materia bruta en donde han infundido su espíritu o su carácter un individuo o un pueblo. Tan artística, a su modo, es una bronca cerámica de Fajalauza, como una porcelana de Sèvres. El interés del arte no proviene tanto de la perfección imitativa cuanto del carácter acusado que posee
la obra. Y La adúltera penitente es una
comedia característica, muy española
y muy siglo XVII. Esperemos
que permanezcan en el
repertorio y se muestre
de cuando en
cuando.
I AGRUPAMOS los miembros de la Real Academia de la Lengua según el género literario que cultivan, tengo para mí que el núcleo más nutrido está representado por el arte dramático. Autores dramáticos, ya puros, ya injertos en otra autoridad literaria, creo que son los más en la Academia. Acaso les sigan los oradores políticos. Oratoria política y arte dramático; dos maneras retóricas que ofrecen entre sí estrecho parentesco y semejanza.
Si bien la pauta o canon con que, antes de acogerlos, talla, mide y coteja la Academia a los académicos aspirantes permanece incógnita e inviolada para quienes vivimos extramuros de aquel sacro recinto, con todo, se me figura que, en punto a la admisión de los autores dramáticos, la Academia emplea dos criterios: uno remuneratorio y otro punitivo. Así como en otras actividades literarias no es raro que la Academia se incline por las medianías, en lo tocante a la dramaturgia no acepta sino los extremos; bien sea los autores excelentes, que todo el mundo admira y aplaude, bien los autores depravados y execrables (artísticamente hablando, claro está), que todo el mundo toma a chanza. En el primer caso, la investidura académica es un galardón. En el segundo caso, como quiera que a la Academia le incumbe velar por los fueros de la literatura patria, finge otorgar un honor al vitando dramaturgo, no sin antes haberle exigido juramento de que no volverá a escribir para el teatro, y si, por desdicha suya y de los demás, cediera a la tentación de reincidir, se le recaba la promesa solemne de que, cuando menos, no consentirá que su obra se represente en un escenario importante. Si es esto cierto, como presumo, yo, por mí y en delegación de no pocos deleitantes del teatro, me atrevo a suplicar a la Academia que no desdeñe al señor Linares Rivas, el cual, a lo que se dice, presenta su candidatura para una vacante que ahora hay.
Una larga experiencia me ha enseñado, en efecto, que los dramaturgos académicos incursos en el sector penal se divorcian de Talía desde el instante que transpasan los umbrales de la Academia. De donde infiero que el criterio punitivo y prohibitorio no es un antojo de mi imaginación, sino cosa real, aunque recóndita. Dichos señores académicos y autores dramáticos a lo sumo celebran vergonzantes contubernios con la musa plebeya de algún antro escénico fuera de mano. Así ha sucedido estos últimos días. Un académico ha estrenado en Novedades, y otro, en Romea. Lo de Novedades no lo sé sino por referencia periodística. De lo de Romea he sido testigo presencial. Se trata de una obrilla en verso, escrita por el señor Cavestany para el beneficio de la gran bailarina gitana Pastora Imperio.
El apropósito del señor Cavestany no es sino un apropósito para que Pastora, la gitanaza, y otras varias gitanillas, en torno de ella, agiten todo el repertorio de danzas loquescas o graves en que la española gitanería siempre fué maestra. Pero, además de ser un apropósito: está profusamente aderezado de despropósitos que se revisten de variadas formas métricas, redondillas, quintillas, seguidillas y morcillas, que es como en la jerga de entre bastidores se llama al ripio o relleno. En puridad, poco montan apropósito y despropósitos del señor académico, porque la verdadera académica allí es Pastora Imperio.
Recuerdo la Pastora Imperio de hace quince años, primera vez que la vi. Bailaba en un teatrucho que había a la entrada de la calle de Alcalá. No gozaba todavía de renombre. Penetré, por ventura, una noche en el teatrucho. Fueron sucediéndose en el tablado varios números: una pareja italiana, hombre y mujer, que hacían infinitos gestos y cantaban canciones indecorosas, enseñando unas hortalizas naturales y alusivas; una cupletista voluminosa como un mamut... Y salió Pastora Imperio. Era entonces una mocita, casi una niña, cenceña y nerviosa. Salía vestida de rojo; traje, pantaloncillos, medias y zapatos. En el pelo, flores rojas. Una llamarada. Rompió a bailar, si aquello se podía decir baile: más bien lo que griegos y romanos querían que fuese el baile (orchestike, saltatio); esfuerzo dinámico y delirio saltante, ejercicio de todo el cuerpo, sentimiento, pasión, acción. La bailarina se retorcía, como posesa, con las convulsiones de las Mainades y los enarcamientos de las Sibilas (sibulla, que significa «voluntad de Dios»). Los negros cabellos en torno a la carátula contraída y acongojada ebullían de vida maligna, ondulaban, sacudíanse con frenesí, como sierpes de una testa medúsea. Todo era furor y vértigo; pero, al propio tiempo, todo era acompasado y medido. Y había en el centro de aquella vorágine de movimiento un a modo de eje estático, apoyado en dos puntos de fascinación, en dos piedras preciosas, en dos enormes y encendidas esmeraldas: los ojos de la bailarina. Los ojos verdes captaban y fijaban la mirada del espectador. Entre niebla y mareo, como en éxtasis báquico, daba vueltas el orbe de las cosas en redor de los ojos verdes.
Los bailes de Pastora Imperio, niña, imprimían en la memoria impresión indeleble. Cuando yo leía en autores clásicos o pseudoclásicos todo eso de los bailes sagrados y de las bacantes que llegaban a perder el seso haciendo zapatetas, pensaba que eran exageraciones, literatura y pamplina. Después de ver a Pastora Imperio en sus bailes apenas núbiles, comprendí que no todo era pamplina en algunas danzas clásicas.
De entonces acá, en el lapso transcurrido, Pastora no ha envejecido quince años, sino algunos siglos. No quiero decir que Pastora haya envejecido físicamente. Pastora está muy joven, entre otras razones, porque es muy joven. Me refiero al envejecimiento artístico; y el arte bueno, como los buenos libros, el buen vino y los buenos amigos, cuanto más antiguos, mejores. Ha envejecido Pastora, porque si en sus danzas de muchacha era Grecia, en las de ahora, ya mujer, es la India. Antes, el movimiento; ahora, el reposo: antes, el giro raudo; ahora, la actitud plástica: antes, la fuga de sus alados pies; ahora, la majestad de sus divinos brazos: antes, la flecha; ahora, el surtidor.
Pasemos a otro asunto. Generalmente se toma por cierto y averiguado que el baile gitano es el baile español por excelencia; tal vez hasta se oye afirmar que es el único baile castizo. Castizo; esta es la palabra que más a menudo suena para calificar lo concerniente al gitanismo. Cuando un extranjero llega a España y pregunta por las manifestaciones castizas de la vida española, se le conduce, lo primero, a que contemple bailadoras gitanas. No parece sino que el gitanismo es algo consustantivo con la casta española. Según eso, tanto valdría casticismo como gitanismo.
Sin embargo, los gitanos no hay cuenta que cayeran sobre España antes de la Edad Moderna. Hoy en día, llamar «gitana» a una mujer es rendimiento y loor. Hace tiempo, «gitano» era grave denuesto e injuria. Una pragmática de 1783 considera esta palabra como «denigrativa».
El Diccionario de autoridades define «gitano» en términos bastante irrisorios. «Cierta clase de gente que, afectando ser de Egipto, en ninguna parte tienen domicilio y andan siempre vagueando.» Con esto ya están cabalmente descritos los gitanos. La afectación de ser de Egipto la mantienen los gitanos todavía. Una gitana me decía: «A nosotros nos llaman gitanos porque venimos de Gito.» Luego me habló de los Faraones. Naturalmente, yo no pensé que fuera afectación, sino ignorancia de la etnografía, que nadie está obligado a conocer al dedillo, y menos una gitana. Aparte de que el cómo y de dónde han venido los gitanos no se sabe de cierto. Este tema del gitanismo en su relación con lo castizo merece tratarse con alguna extensión.
La única autoridad que cita el Diccionario de autoridades acerca de la voz «gitano» es la de Cervantes, del cual copia las primeras líneas de La gitanilla: «Los gitanos y gitanas parece que solamente nacieron en el mundo para ser ladrones.» Diríase que Cervantes tenía en poco a los gitanos. No hay tal. Sobre Cervantes, hombre andariego y ganoso de aventuras, «la vida ancha, libre y muy gustosa» (como él mismo dice) de los gitanos ejercía singular hechizo, y aun considero probable que experimentase, por lo personal e íntimo, las costumbres del aduar. Pruébalo la frecuencia con que alude a los gitanos y las circunstancias gitanescas que nos pinta en el Coloquio de los perros y en La gitanilla.
La ascendencia de Pastora hemos de buscarla en La gitanilla de Cervantes. La Preciosa de antaño es como la Pastora de hogaño. La mayor parte de los accidentes y pormenores, y todos los encarecimientos cervantinos sobre Preciosa, cuádranle bien asimismo a Pastora.
«Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo», escribe Cervantes.
«Salió Preciosa rica de coplas y otros versos, que los cantaba con especial donaire..., y no faltó poeta que se los diese: que también hay poetas que se acomodan con gitanos y les venden sus obras, como los hay para ciegos.»
Al cantar y bailar Preciosa, «unos decían: Dios te bendiga. Otros: Lástima que esta mozuela sea gitana; en verdad que merecía ser hija de un gran señor. Otros había más groseros, que decían: Dejen crecer la rapaza, que ella hará de las suyas; a fe que se va añudando en ella gentil red barredera para pescar corazones.» Pero no le decían: Bendita sea la madre que te parió, que es acaso un punto mas grosero que el precedente jaleillo de la red barredera.
«Preciosa quedó tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y de bailadora, que a corrillos se hablaba de ella en toda la corte», y en toda España.
«Estos sí que son ojos de esmeraldas.»
«Ceñores—dijo Preciosa, que, como gitana, hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza.» Esta observación cervantina sugiere algunos interrogantes. ¿Es que en tiempo de Cervantes el cecear era un defecto de pronunciación y no manera prosódica de ciertas regiones? ¿Es que el artificio lo tomaron los gitanos de los andaluces, o, por el contrario, los andaluces de los gitanos?
A última hora, averíguase que Preciosa no es tal gitana, sino una niña rica y noble; Costanza de Acevedo y Meneses, a quien una gitana había robado y puesto aquel gentil remoquete.
No me sorprendería que vinieran a
última hora con que tampoco
Pastora es tal gitana.
ROMETIMOS EN el ensayo anterior conceder algún espacio a este tema. He aquí unas ligeras disquisiciones.
Con harta frecuencia se leen en periódicos, revistas y libros, elucubraciones retóricas de escritores españolistas, de esos que llevan muchos dedos de rancia enjundia, en las cuales ora se canta, en tono de ditirambo, lo castizo, tradicional y típico, ora se vitupera, con amargura de treno jeremíaco, el desuso en que poco a poco va cayendo lo castizo tradicional y típico. Lo que comúnmente se entiende a veces por castizo, tradicional y típico, no es sino la indumentaria pintoresca. Pero la indumentaria pintoresca, en ocasiones, nada tiene de típica, ni de tradicional, ni de castiza. Por ejemplo: el mantón de Manila, atavío mujeril el más clásico y español, a lo que se asegura, sin reparar que no se introdujo en España hasta los comedios del pasado siglo. Si en el punto en que un tendero atrevido y unas hembras desenvueltas ensayaron establecer la moda del mantón de Manila hubiera prevalecido el criterio de los casticistas indumentarios de ahora, adiós esa prenda, si no la más clásica y española, desde luego muy graciosa y alegre.
No debemos entusiasmarnos con ciertos rasgos y circunstancias tradicionales, porque quizás no lo son. Ni hay razón tampoco para que nos amilanemos porque desaparecen ciertos usos y costumbres que desde nuestra infancia nos eran familiares; otros vienen, que, a su turno, serán tradición más pronto de lo que se piensa.
La vida del hombre está gobernada por dos fuerzas armónicas: una, impulsiva, afán de novedad, de donde nace la moda; otra, represiva, exigencia de continuidad, de donde nacen la rutina y la tradición. La vida del hombre atraviesa por dos períodos: en el primero, de juventud y plasticidad, domina la fuerza impulsiva, el anhelo de cambiar la faz del mundo; en el último período, el hombre quisiera que el mundo se inmovilizase y conservase sin mudanza, tal como se le aparecía cuando él era joven, y, de esta suerte, albergar la ilusión de seguir siéndolo. La mayor parte de los hombres, a los cincuenta años, son infinitamente más viejos de lo que la edad les acredita, porque asumen como propia la milenaria ancianidad del mundo, y se figuran que todo ha de concluir cuando ellos concluyan. Y la mayor parte de los jóvenes se figuran que el mundo es mozo, porque ellos son mozos. Por donde, al llegar a viejos, se aficionan a considerar como antiquísimas y necesarias las cosas que en la mocedad conocieron y que por caso perduran. De aquí esas llamadas tradiciones, que, en rigor, son mocedades de anteayer. Y así, en la sociedad, jóvenes y viejos andan encariñados con su tema; unos, con la moda; otros, con la tradición. Y las modas pasan a ser tradiciones.
Yo había oído que el fado es un canto inmemorial portugués. El verano pasado, estando en Portugal, leí, en una monografía sobre Música e instrumentos portugueses, por Luis de Freitas Branco: «En cuanto al fado, que hoy pasa por ser el canto nacional por excelencia, dice Miguel Angel Lambertini que en los Diccionarios anteriores a la última mitad del siglo XIX no se encuentra la palabra fado en sentido musical. Por lo tanto, no se pueden conceder fueros de nacionalidad a una canción popularizada en estos últimos cincuenta años.» Y como yo le expresase mi sorpresa a un portugués, me replicó: «No haga usted caso de las tonterías que ponen los libros. El fado se canta en Portugal de toda la vida. Yo recuerdo haberlos oído cantar cuando era muchacho.» Para este portugués la vida de Portugal era nada más que su propia vida.
Hoy nos parece muy chula la gorrilla de visera, picarescamente derribada a un lado y dejando en libertad un bucle por el lado opuesto. Pues la gorrilla chula no es sino la gorrilla inglesa, que no hace aún muchos años sólo se veía en algún escenario de género chico, caricaturizando un inglés de sainete. Por entonces la gorra chula era de tubo de chimenea, es decir, la gorra de los parisienses del pueblo bajo, a la sazón. Los tres ratas de La Gran Vía se presentaban con esa gorra, chaquetilla a la altura de los riñones y pantalones sobremanera angostos. Hoy los pantalones chulos son pantalones de odalisca, esto es, imitados de los que usan las mujeres en el harem. Y en cuanto a las ingeniosidades y fantasías capilares, ¿hay nada más chulo, más castizo, que ese bucle, de la forma y tamaño de una rosquilla de Reinosa? Sin embargo, no ha mucho lo castizo y chulesco era el peinado de chuletas, con el pelo atusado hacia delante, adherido a las sienes, hasta las cejas, y cortado al extremo en línea vertical.
Clemencín, en una nota al Quijote, nos refiere las vicisitudes históricas de barba y cabellos. «Entre los antiguos, escribe, hubo variedad acerca de la barba. A los judíos prohibía la ley el raerla. Por el contrario, los griegos y romanos se la quitaban, conservándola sólo entre los primeros algunos filósofos y personas que afectaban gravedad. Cicerón habla de las precauciones de Dionisio, el tirano de Siracusa, para afeitarse. Los romanos usaron barbas al principio; después, las quitaron, y el famoso Escipión Africano introdujo la costumbre de afeitarse diariamente. Entre nosotros se traían barbas en la Edad Media; pero las atusaban y componían, sin dejarlas crecer libremente. En Aragón se usaba también llevarlas en el siglo XIV, puesto que el rey don Pedro IV prohibió las postizas, que se ponían los atildados y petimetres. En Castilla se suprimieron por entonces las barbas. En el XVI, el rey de Francia Francisco I, para ocultar una cicatriz que le dejó una quemadura en el rostro, se dejó crecer la barba. Con esto las barbas se hicieron de moda; dejábanselas crecer los galanes, y las personas serias se afeitaban, por gravedad y por no parecerse a los pisaverdes. A principios del reinado de Carlos V, en España se introdujo la moda de las barbas largas, a la tudesca. Por entonces floreció un pintor flamenco llamado Juan de Barbalonga, porque la tenía de vara y media de largo (la barba, claro está). Fué costumbre general llevar barbas atusadas en el resto del siglo XVI y parte del siguiente, en que se incluye la época de Cervantes. Muy entrado ya el siglo XVII, las barbas se redujeron al bigote y perilla, que duraron hasta el XVIII, de que han quedado restos en los bigotes de los soldados. Al mismo tiempo que volvían a dejarse crecer las barbas, se introdujo también el cortarse la cabellera que antes traían larga los seglares. Carlos V se la cortó en Barcelona el año 1529, para curarse de los dolores de cabeza que padecía, y a su imitación se la cortaron también sus cortesanos. Los españoles llevaron cabellera sin barba hasta Carlos V; barbas sin caballera, hasta Felipe IV; bigotes y perilla con cabellera, hasta Felipe V.» Después de Felipe V pasó a España la moda francesa del rostro rasurado y la peluca.
Ahora bien: ¿qué es lo español y castizo, en punto a barba y cabellos?
Cuando algunos panegiristas de lo castizo preconizan la vuelta a lo tradicional y añejo, así en la indumentaria como en las costumbres y en el lenguaje, me pregunto: ¿hasta qué fecha hemos de retirarnos en el tiempo para dar con el prístino manantial de la tradición? Y concediendo que se fije una fecha, ¿por qué nos hemos de plantar ahí, en lugar de seguir retrocediendo? De esta suerte, llegaríamos a lo más tradicional y castizo: la hoja de parra, trepar a los árboles, el grito onomatopéyico.
Actualmente estamos asistiendo a una reviviscencia deliberada de lo castizo pintoresco. Por todos los medios se procura que seamos castizos, tradicionales. Pero ¿hasta dónde se alonga esta pretendida tradición? No más allá de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Entendida de esta suerte la tradición, el gitanismo es uno de los ingredientes esenciales de lo castizo. Otro ingrediente esencial es el versallismo. El casticismo a la moda es maridaje de dos influencias exóticas.
Desde la época de Felipe II los modos y maneras españoles eran rígidos, severos, adustos, formulistas. Los hombres vestían de negro; las mujeres, cuando no de negro, con sobriedad de colores. Los arreos de los menestrales eran asimismo apagados, sombríos. Guardábanse celosamente las jerarquías. El hidalgo miraba a lo alto y rehuía envolverse con la plebe, aunque anduviera tronado y muerto de hambre. Las grandes solemnidades públicas consistían en que los caballeros alanceaban a caballo toros en coso, y los togados quemaban herejes. Sobre aquel cortejo funerario de los atavíos de entonces contrastaba, como pandilla de máscaras en un entierro, el indumento amarillo y rojo de los tercios de Flandes y el más abigarrado aún de la gitanería, que desde poco más de un siglo se había metido por tierras de España. Carlos V, en una pragmática de 1539, mandaba salir del reino a los gitanos y personas que con ellos andan en su hábito y traje. Infiérese de aquí que, bien que los gitanos no fueran bienquistos de la mayoría de los españoles, no faltaba quien se dejara arrastrar por ellos a la vida errante, adoptando la traza gitanesca. Tal es el asunto de La gitanilla, de Cervantes. Inútiles fueron todas las ordenanzas reales encaminadas a la expulsión de los gitanos. Los gitanos que cayeron sobre España afincaron en ella para no abandonarla ya más. Otro caso de contumacia semejante, no ya de una clase de gentes, sino de una costumbre, lo ofrecen las fiestas de toros. Pontífices y prelados las condenaban. Isabel la Católica las aborrecía. Felipe II caviló en proscribirlas. Pero ni Isabel ni Felipe se juzgaron con fuerza bastante para tamaña empresa. En resolución, la España de los Austrias se nos representa como un pueblo enorme, empobrecido, espetado, picaresco, supersticioso, cruel y lúgubre. Dos notas de color flamean sobre este ambiente fuliginoso: los soldados y los gitanos.
En el siglo XVIII desvanécense del solio real los trágicos y lóbregos monigotes austriacos, y salta, como en un escenario de fantoches, un muñeco versallesco, disfrazado con peluca y sedas de mil brillantes colores. Este ligero trastrueque basta para desfigurar la fisonomía de España. Nuestra nación cuelga los enlutados tocas y mantos de dueña dolorida y se viste de colorines. Bajo el influjo de la corte de Versalles, que dirige y acompasa los movimientos de la Europa como un maestro de baile, el siglo XVIII es racionalista, epicúreo y danzante. España entra en la danza. Las mujeres de alto copete, que hasta entonces habían vivido encerradas bajo muchas llaves, dentro de casa, y encerradas dentro del guardainfante, faldamento aforrado de hierro como plaza fuerte, abren de golpe puertas y ventanas, rompen la afectada reserva, se arrojan a la calle, acortan la falda hasta más arriba del tobillo, van de tertulia en tertulia y de sarao en sarao, se pintan lunares, chapurrean francés y bailan gavotas. Los menestrales de la urbe remedan en el traje la policromía y porte de los encasacados lechuguinos. La luenga capa negra cede el puesto a la capa escarlata. El pardo chambergo se destierra por un gran sombrero redondo, de color gris perla; el castoreño que todavía usan los picadores de toros. En todo el Mediodía de España el pueblo se apropia los rasgos característicos de la gitanería; su estilo de vestir, sus bailes y algunas de sus expresiones. Carlos III otorga estado civil a los gitanos, y los caballeros e hidalgos cultivan su trato y amistad (véase la VII carta marrueca, de Cadalso). Al propio tiempo se inicia, y en un instante llega a su colmo, la moderna tauromaquia. «Como el señor Felipe V no gustó de estas funciones (alancear toros), las fué olvidando la nobleza; pero no faltando la afición a los españoles, sucedió la plebe a ejercitar su valor, matando los toros a pie, con la espada, lo cual es no menor atrevimiento y, sin disputa, por lo menos su perfección es hazaña de este siglo.» (Nicolás Fernández de Moratín: Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España.) Antes, correr toros era deporte y alarde de hombres principales. Con los Borbones, es profesión lucrativa de gente baja.
En el desarrollo de la fiesta de toros, tal como hoy se practica, no les cabe participación y honra a los gitanos. Seguiré copiando a Moratín, padre: «Francisco Romero, el de Ronda, fué de los primeros que perfeccionaron este arte, usando la muletilla» (invención sólo comparable a la de la imprenta). «En el tiempo de Francisco Romero, estoqueó también Potra, el de Talavera, y Godoy, un caballero extremeño. Después vino el fraile de Pinto, y luego el fraile del Rastro, y Lorencillo, que enseñó al famoso Cándido. Fué insigne el famoso Melchor y el célebre Martincho, como lo fué sin igual el diestrísimo licenciado de Falces.» Véase cómo en la creación de la tauromaquia moderna colaboraron el pueblo, el blasón, la cogulla y la muceta. El licenciado de Falces inventó plantar los garapullos o banderillas dos a dos.
Añade Moratín: «era una cierta ceremonia que los toreros de a pie llevaban calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas de terciopelo negro, para resistir a las cornadas. Hoy que los diestros ni aun las imaginan posibles, visten de tafetán (seda).» Y, como complemento, Estébanez Calderón, el Solitario, nos informa de que: «Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería.» Esto es, se rechazó el sórdido traje español del período austriaco por el traje galo; calzones, chupa y casaquilla recamados de oro, plata y pedrezuelas. En las corridas de toros perdura el alguacilillo, vestido de golilla de la época austriaca, sin duda a fin de marcar este contraste de que venimos hablando. Los toreros imitaron de los gitanos las patillas de «boca de hacha» y el traje de calle, que, al fin y al cabo, se había instituído como típico en Andalucía.
Instaurada la moderna tauromaquia, la nobleza, arrepentida de haber abandonado tan lozano juego, y no siéndole ya fácil volver a él, consuélase con mezclarse entre toreros y ponerlos par a par de sí. De este connubio irregular de aristocracia, torería y gitanismo, se engendra la majeza, lo flamenco. El majo es una mezcla de gitano, torero y señor. «El vestido de majo—escribe el inglés Ricardo Ford, a principios del siglo XIX—, lo mismo que un disfraz, autoriza la conducta licenciosa. Cualesquiera que sean la posición o sexo del que se lo pone, y se lo pone hasta la más alta nobleza[B], adquieren derecho a la insolencia.» Ford dice «requiebro»; pero por entendido que, en opinión de un inglés de entonces, el requiebro era pecaminosa insolencia.
[B] Lady Holland escribe desde Madrid: «Los matadores son una especie de toreros, particularmente admirados por las altas damas. Las duquesas de Alba y de Osuna rivalizaron en el amor de Pedro Romero.»
¿Se pretende que el flamenquismo y el gitanismo sean muy españoles y castizos? Conformes; siempre que se precise y agregue «muy siglo XVIII».
A pesar de todo, el problema del gitanismo queda en pie. Los gitanos están extendidos por todas partes en Europa. Repártense en doce grupos: Turquía, Rumania, Hungría, Bohemia, Moravia, Rusia, Alemania, Francia, Inglaterra, Grecia, Italia y España. El grupo más numeroso es el rumano (unos 300.000). No se conoce de cierto su origen. Según la conjetura más verosímil, pertenecen a una raza aborigen de la India. Ford, escribía hace años: «los gitanos españoles muestran decididas señales de sangre y hermosura indostánicas; los ojos grandes y casi cristalinos, la mirada de languidez, la blancura de los dientes, la frente evasiva, el frágil y elegante esqueleto». Investigaciones posteriores confirman esta presunción. El caló gitano es una lengua congénere de los siete idiomas neo-indos. La inmigración gitana en los países de la Europa occidental data del siglo XV. Tuvieron, a lo que parece, por centro primitivo, un país griego, probablemente Tracia (un autor francés, M. Bataillard, quiere que los gitanos sean un antiguo pueblo griego, los Syginnos), luego un país eslavo, y, por último, antes de desparramarse, acamparon y posaron en Rumania.
Lo curioso es que en ninguna de las naciones en donde fueron a dar, salvo en España, dejaron de ser casta intrusa, esclavizada o paria. A lo sumo se les tomó por instrumento de solaz y pasatiempo servil, como sucede con los tsiganos o gitanos de Bohemia. En ninguna parte, salvo en España, se fraternizó con los
cañís ni el gitanismo se consustantivó
con la tradición nacional, con el
casticismo. ¿A qué misteriosas
razones de afinidad obedece
este fenómeno?
Merece la pena
pensarlo.
L TITULO CASTELLANO que el señor Martínez Sierra ha puesto a la comedia de Shakespeare, The taming of the shrew, si no más exacto que el que acostumbraba llevar en otras traducciones italianas y españolas, es, desde luego, más gracioso y sugestivo. El verbo inglés to tame, y el nombre shrew, significan, literal y respectivamente, «desbravar» y «mujer de mal genio». Hasta ahora, la comedia de Shakespeare venía llamándose La fierecilla domada, lo cual no es del todo exacto, pues fierecilla lo mismo puede ser una moza que un mozo o un niño; en tanto, shrew no puede significar sino una hembra de rompe y rasga, una mujer bravía. No añade exactitud la sustitución de «tarasca» en vez de «fierecilla», pues la nueva palabra, ya se tome en sentido literal, ya en traslaticio, implica, no sólo mal carácter y desenvoltura de la mujer, sino también fealdad, falta de gracias físicas, lo cual no es verdad en lo que atañe a Catalina, la bravía de la comedia, sobre todo cuando esta Catalina es Catalina Bárcena. De todas suertes, es innegable que Domando la tarasca, hasta en la forma de acción presente, expresada por el gerundio «domando», es un título que estimula la fantasía, que es precisamente lo que se propuso Shakespeare, en The taming of the shrew.
La comedia ofrece muchos lados interesantes, así para el mero espectador como para el aficionado a penetrar un poco más seriamente en el sentido y desarrollo del arte dramático.
The taming of the shrew es una comedia dentro de una comedia. Los ingleses llaman a esta especie de enchufe dramático, «inducción».
La inducción es independiente de la comedia propiamente dicha. En la comedia de Shakespeare, los personajes de la inducción son: un lord, un calderero, de nombre Cristóbal Sly; una huéspeda o dueña de taberna, un paje, criados, cazadores y farsantes. Es el calderero un impenitente borracho, de abundante y villanesca vena cómica. A poco de levantarse la cortina, se desploma en escena, como un fardel. En esto llega un lord, que viene de caza con sus monteros y jauría; ve al borracho en tierra y se le ocurre, al punto, jugarle una burla. Llévase a casa consigo al calderero, hace que lo desnuden y acuesten en rica estancia, pone maestresala y criados a su servicio, de manera que, al recobrarse de la borrachera, imagine, por lo que todos en torno suyo aseguran, ser un gran señor que ha vivido muchos años fuera de seso y como en sueños, y que al cabo torna a la razón. Y como se previene, se ejecuta. Porque no falte detalle, una hermosa dama, que es el paje disfrazado, finge ser la mujer del tantos años insensato señor. A lo cual, el calderero, que lo acepta todo sin melindres, dice a la supuesta dama: «Puesto que sois mi esposa, aléjense los criados; desnudaos, señora, y venid conmigo a la cama.» La mujer responde que los médicos lo tienen prohibido, por el pronto, temerosos de una recaída del enfermo. No sin cierta contrariedad, el calderero se somete a la prescripción facultativa. Anuncia entonces un criado que algunos farsantes, que van de paso, entrarán en la estancia a representar una comedia. Y las últimas palabras de la inducción o prólogo le corresponden al calderero, que exclama: «Pues bien: veamos la comedia. Venid, señora esposa; sentaos muy cerca de mí. Que ruede el mundo. Nunca hemos de ser más jóvenes que en este instante.» He aquí al grosero borracho convertido en hombre delicado, gentil y un tanto filósofo.
A continuación, los actores de la inducción pasan a ser espectadores de la comedia. El señor Martínez Sierra ha suprimido este prólogo. Hoy por hoy, y para el público madrileño, la supresión es juiciosa.
Hay bastantes ejemplos de inducción en el teatro inglés. También en Hamlet unos cómicos andariegos representan una tragedia en el palacio del rey. Los espectadores y glosadores son, igualmente, cómicos que hacen su papel. Merced a este modo duplicado, echamos de ver el verdadero sentido del teatro y cómo fué en sus orígenes el drama moderno. El público era el pueblo. Los actores estaban tocando y percibiendo de continuo el temple del corazón popular, como un músico su instrumento. Tropas de farsantes iban, sin aparato ni tramoya, dando sus comedias de pueblo en pueblo, de posada en posada y aun de casa en casa. No faltan en nuestro teatro clásico comedias con inducción. El entremés cervantino El retablo de las maravillas es un ejemplo magistral de inducción.
La inducción teatral se ha mantenido hasta el presente. Las llamadas «revistas» están hechas, casi siempre, por el procedimiento de la inducción.
El prólogo de The taming of the shrew nos hace recordar, en cuanto al significado trascendental que encierra, y en algunas de sus frases, la idea matriz de La vida es sueño, de Calderón; y en cuanto a la intriga, se asemeja, en parte, a Los tres maridos burlados, de Tirso.
Bien que en la literatura inglesa ha influído la literatura española acaso más que ninguna otra literatura, sólo hay dos casos en que las fuentes de las obras de Shakespeare, el cual abundantemente bebió de todas las fuentes, se remonten a nuestras letras. Uno es The two gentlemen of Verona, que tiene puntos de contacto con el incidente de Felismena, en la Diana, de Montemayor. Otra es The taming of the shrew, cuya primera inspiración hallamos en el ejemplo XXXV del conde Lucanor. No es probable que Shakespeare conociese el ejemplo directamente, sino a través de traslados o referencias hechos en Italia o en Francia, por donde la obra de don Juan Manuel andaba muy difundida.
Titúlase el ejemplo de nuestro escritor: «De lo que aconteció a un mancebo que casó con una mujer muy fuerte y muy brava.» La moraleja del ejemplo va al final, en un dístico, que reza:
La historia pasa entre moros. Un mancebo de «buenas maneras» desea casar con una doncella rica, cuyas maneras eran «malas y revesadas, y, por ende, hombre del mundo no quería casar con aquel diablo». El padre del mozo pide la hija al padre de la moza, que eran buenos amigos, el cual respondió que sería falso amigo si se la diese, «porque tenéis muy buen hijo, y estoy cierto que, si con mi hija se casase, sería muerto o le valdría más la muerte que la vida». Pero el mozo, que estaba determinado en casarse con ella, la desposa sin escuchar advertimientos. Luego que se casaron, y estando en casa solos y sentados a la mesa, antes que ella pudiera decir nada, miró el novio en derredor, y, viendo «un su alano, díjole bravamente: Alano, dadnos agua a las manos. Y el alano no lo hizo. Y él se comenzó a ensañar, y díjole más bravamente que le diese agua a las manos. Y el perro no lo hizo. Y de que vió que no lo hacía, levantóse muy sañudo de la mesa y metió mano a la espada, y fué contra el alano, que comenzó a huir, y él en pos de él, saltando ambos por la ropa y por la mesa y por el fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza y las piernas y los brazos, y todo lo hizo pedazos, y ensangrentó toda la casa y la ropa y la mesa. Y así, muy sañudo y ensangrentado, tornóse a la mesa y miró alrededor y vió un gato». Y el novio hizo con el gato lo que con el perro, por no haberle obedecido, y luego con un caballo, el único que tenía. Volvióse a sentar con «la espada ensangrentada en el regazo». La mujer comprendió que aquello «no se hacía por juego», y desde aquel punto obedeció al marido en todo lo que le mandaba, y quedó mansa como una paloma duenda «et hobieron muy buena vida. Et dende a pocos días su suegro quiso facer así como ficiera su yerno, y por aquella manera mató un caballo, et díjole su mujer. A la fe, don Fulán, tarde vos acordastes, ca ya non vos valdrá nada si matásedes cient caballos, que antes los hobieredes comenzar, porque ya bien nos conocemos.»
El mozo del conde Lucanor pasa a ser Petruchio en la comedia de Shakespeare, y la moza, Catalina. En el ejemplo español, la ficción del mozo se desarrolla con aspecto trágico, bien que las víctimas fuesen seres irracionales, «animalías», como se decía en aquel entonces. La comedia inglesa es el arquetipo de la farsa. La entraña es sustancialmente humana; el aspecto es grotesco. Traducido en términos sencillos, la farsa consiste en tomar la vida en broma; pero en serio. La farsa es la antesala del humorismo, del humorismo genuino, que no es sólo donaire y visaje, sino cordialidad y nobleza. La señorita de Trevélez, de Arniches, cae dentro de este concepto de la vida y del teatro.
Un sesudo crítico de Shakespeare, Mr. Herfort, estudiando la cronología de las obras shakespeareanas, sitúa The taming of the shrew en lo que él denomina «el grupo Falstaff»: esto es, en la plenitud humorística, en la colmada jocundidad y maduro sentido de la vida en Shakespeare. Aun el más intenso sentimiento trágico, si se derrama por exceso de plétora, hace un son de carcajada saludable y optimista.
Petruchio, saturado de la intuición trágica de la vida cotidiana, no se manifiesta con actitudes trágicas; antes bien, bufonescas y humorísticas. No domina a la brava Catalina mediante el terror, sino mediante la seriedad burlesca o burla grave. «¿Que me habla con destemplada voz?», piensa entre sí Petruchio, «le diré, llanamente, que canta con tanta dulzura como el ruiseñor. ¿Que frunce el ceño? Le diré que su rostro está despejado como rosas empapadas en el rocío de la mañana. ¿Que permanece muda, sin decir palabra? Entonces encareceré la versatilidad de su penetrativa elocuencia.»
Poco a poco, merced a mentidas blanduras que disimulan provechosas asperezas; sin darle un gusto, fingiendo no moverse sino por darle gusto en todo; contrariando su voluntad a pretexto de acatársela, Petruchio va domando y desbravando a la caprichosa y mimada Catalina. This is a way to kill a wife with kindness, murmura quejumbrosa Catalina. Lo cual, en romance, significa: «He aquí una manera de matar a una mujer en fuerza de amabilidad.» Matar, sí, a la mujer bravía y dominante, por que nazca la mujer dulce y sumisa, la compañera, la esposa. Al final de la comedia, Catalina, con razones cortas, resume el ideal que nuestro fray Luis de León desarrolló en prolijo volumen: La perfecta casada. Sobre si la casada perfecta es lo que quieren la mujer de Petruchio y fray Luis, habría bastante que discutir, y no es esta la ocasión. Piénsese lo que se piense, ello no estorba a la excelencia y encanto de esta comedia como obra de arte.
Observemos, de pasada, que algunas escenas de Domando la tarasca, aquella en que Petruchio asegura que el sol es luna, y un viejo, bellísima doncella, y la mujer asiente, de buen o mal grado, recuerdan otro cuento del conde Lucanor.
Algún inglés ha dicho, según refiere Hazlitt, que toda luna de miel es un conflicto elegante entre una Catalina y un Petruchio. Esta ingeniosa definición merece meditarse seriamente. En los amores sin atadura legal o religiosa indisoluble—amor de novios y amor de amantes—, voluntad, designio, fuerza e iniciativa, pertenecen al que ama menos. El que ama más, sea el hombre, sea la mujer, cede siempre, porque tiene más que perder. En el matrimonio, establecido por atadura perdurable, ya no es cuestión de quién ama menos, sino de quién ha de mandar y de cuál ha de ser la voluntad imperativa. En el matrimonio, el que ama menos no cabe que imponga la amenaza tácita o expresa de romper, porque esta atadura no se rompe. Marido y mujer, recién casados, son como dos adversarios. Uno será el vencedor para lo venidero; otro, el vencido. El pensamiento germinal de Domando la tarasca ha reaparecido en una comedia francesa moderna muy conocida, que se titula, precisamente, El adversario. En este sentido, la luna de miel es un conflicto elegante entre una Catalina y un Petruchio.
The taming of the shrew es una comedia de técnica la más compleja y habilidosa. Amén de la inducción o prólogo y del conflicto entre Petruchio y Catalina hay una trama subsidiaria entre Blanca, hermana menor de Catalina, y tres pretendientes. Esta trama subsidiaria la tomó Shakespeare de I suppositti, de Ariosto, a través de una comedia inglesa del tiempo de la reina Isabel: Supposes. En su arreglo o versión castellana, el señor Martínez Sierra ha simplificado la trama subsidiaria, en mi sentir, con notable acierto y buen sentido. En el resto de la obra, el traductor ha seguido fidelísimamente el texto inglés, vistiéndolo con el más acomodado, elegante y gracioso ropaje castellano.
El decorado de la obra ha sido, que yo recuerde, lo más artístico que hasta el presente se haya visto en un escenario madrileño. La interpretación, en conjunto, muy buena; óptima, por parte del señor Hernández... Y en cuanto a la señora Bárcena... ¿Cómo encarecer bastantemente la incorporación, mejor dicho, la compenetración de Catalina Bárcena con la otra Catalina, el personaje imaginario de Shakespeare? Acaso no falte quien ponga reparos a su labor, y yo he escuchado algunos. Pero, en puridad, son reparos convertibles en extremadas lisonjas, así como se suele decir de ciertas personas que son demasiado ricas o sanas hasta la antipatía o que fastidian por muy talentosas. ¡Que Dios nos conceda esos que muchos
reputan como defectos, cuando son, si
no exceso, abundancia! Los defectos
que le ponían a Shakespeare en
el siglo XVIII eran, principalmente,
que incurría en
excesos de belleza
artística.
Ibsen
OTABLE MUESTRA de sagacidad y cultivado talento nos ha dado, entre otras muchas, el señor Martínez Sierra, director artístico del teatro de Eslava, al resucitar en la escena española, con un intersticio de pocos días, Domando la tarasca y Casa de muñecas, porque ambas obras son la misma cosa, aunque vista por diferentes lados; como si dijéramos el anverso y el reverso de una medalla. El tema de estas dos obras pudiera formularse así: «Valor de humanidad de la mujer, en cuanto mujer casada.» ¿Qué debe ser el matrimonio para la mujer? ¿Esclavitud, liberación o entronización? ¿Qué es la mujer casada junto a su marido; esclava, compañera o tirana? ¿Es la mujer un ser humano lo mismo que el hombre, o es un ser inferior, un animal de cabellos largos e inteligencia corta, como dijo Schopenhauer, si no estoy equivocado? Hombre y mujer, dos cuerpos y dos almas distintas, dos personalidades naturalmente contrarias, llegan a formar, mediante el matrimonio, un nuevo ser y persona de indisoluble unidad. Pero la unidad es meramente formal; impuesta por la costumbre y por la ley. ¿Cómo se ha de llegar a la unidad sustantiva, al goce aplaciente de la armonía verdadera? ¿Ha de lograrse merced a una igualdad y equilibrio perfecto de obligaciones y derechos y ecuación de responsabilidades? ¿O es cuestión de resolver prácticamente quién se ha de vestir los pantalones, como dice el vulgo?
Cuando la gente se desposa, el sacerdote lee a los contrayentes, entre otras cosas, me parece que el capítulo VII de la epístola de San Pablo a los de Corinto. Y es lástima que, cohibidos y casi ajenados por lo terrible del trance, los novios no presten la debida atención a la palabra del apóstol y la escuchen como monserga.
Desde luego, San Pablo no era partidario del matrimonio. El citado capítulo comienza así: «Por lo que hace a este asunto, bueno sería a un hombre no tocar mujer.» Que es como resolver el problema huyendo de él: lo mejor de los dados es no jugarlos. Prosigue: «Mas para evitar la fornicación (propter fornicationem), cada uno tenga su mujer y cada una su marido. La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido. Y asimismo, el marido no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer. Mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido. Y el marido tampoco deje a su mujer. Y, no el Señor, sino yo, digo que si alguno tiene mujer infiel y ella consiente morar con él, no la deje. Y si una mujer fiel tiene marido infiel, y él consiente morar con ella, no deje al marido.» Igualdad de derechos y obligaciones. El adulterio es tan grave y pecaminoso en la mujer como en el hombre. Y si al hombre se le perdona, debe perdonársele en la misma medida a la mujer; «porque el marido infiel es santificado por la mujer fiel; y santificada es la mujer infiel por el marido fiel. Porque si no, vuestros hijos no serán limpios». He aquí, en estas siete últimas palabras, condensada la más profunda doctrina moral sobre las relaciones entre marido y mujer: «porque si no, vuestros hijos no serán limpios». El problema del matrimonio es, en definitiva, el problema de la prole. La libertad individual, el derecho de exaltar la propia personalidad hasta el máximo, con menosprecio de todo reparo, ligadura o responsabilidad, no se pierde en el momento de casarse, sino en el momento de tener un hijo.
El que ha echado un hijo al mundo ya no es por entero dueño de sí mismo, so pena de dejar de ser honrado. El hombre es el centro del universo; pero, al ser padre, el hijo pasa a ser el centro del universo.
Por esto mismo de que hay una ley moral, muchas veces difícil de cumplir, el matrimonio induce a frecuentes conflictos de conciencia y empeñadas luchas entre la razón y el instinto, que también tiene sus leyes y a veces se erige en ley moral; y de aquí su virtualidad como tema dramático.
The taming of the shrew, cuya es protagonista Catalina, es la única obra de Shakespeare que tiene moraleja. En el punto de casarse, Catalina es una criatura hombruna, desapacible, imperiosa y cerril. Celando el amor bajo inflexible severidad, el marido la desbrava y hace de ella el ser más amoroso, aniñado, dulce y sumiso. La morada de Catalina será como una casa de muñecas. La comedia se cierra con un largo parlamento de Catalina, del cual entresaco algunos conceptos: «La esposa irritada es como agua removida, cenagosa, repulsiva, espesa y hedionda, que nadie, ni el más reseco y sediento, beberá una gota de ella. El marido es señor, es rey, es quien gobierna.» Y repite otra vez: «El marido es señor, vida, guardador, cabeza y soberano de la mujer. Por procurarle sustento padece sinnúmero de penalidades, en tanto ella se guarda dentro del templado hogar. La propia obediencia debe la esposa al esposo como el vasallo a su príncipe. Me avergüenza ver mujeres tan insensatas que riñen por el gobierno y la supremacía dentro de casa. Hemos nacido para servir, amar, obedecer. Por eso nuestro cuerpo es débil, suave y terso.» Allí donde concluye The taming of the shrew, comienza Et Dukkehjem, esto es, Casa de muñecas.
Catalina, la Catalina aniñada, dulce, jovial, ha mudado de nombre: se llama Leonor, Eleonora, pero le dicen siempre Nora, en abreviatura. Su cuerpo es débil, suave y terso, delicado regalo para los sentidos del esposo. Nora es ya madre, pero sigue siendo tan niña como sus propios hijos. Es hija de un hombre de dudosa hombría de bien. Ha sido educada frívolamente. Es derrochadora. Miente sin escrúpulo, por ligereza más que por malicia. Pero su corazón es hermoso. Los estímulos de su conducta se inspiran en un deseo de bondad, de ventura y firmísimo amor al marido. El marido, por su parte, no ve en Nora sino un hechizo de hermosura y de puerilidad. La trata como una niña, como un bebé. No comparte con ella las intimidades de su trabajo ni las hondas preocupaciones de su espíritu; apenas si le pone al tanto de las vicisitudes de su fortuna y se excusa de hablarle sobre asuntos serios. El hogar es para Nora una casa de muñecas. Nora, por salvar la vida del marido, en circunstancias difíciles, ha contraído temerariamente compromisos de dinero. Al descubrirlo, el marido se muestra árido, frío, egoísta, cruel, cobarde y temeroso de los respetos humanos, del «qué dirán», en lugar de agradecido y enamorado, como esperaba Nora. En un instante de intuición, de revelación, de clarividencia absoluta, Nora advierte que su matrimonio no ha sido tal matrimonio, que ha estado conviviendo con un extraño, y no con un esposo. Su alma niña atraviesa una trasustanciación y se trueca súbitamente en alma adulta. No juzgándose todavía apta para ser cabalmente madre de sus hijos, abandona la casa. ¿Para volver? «Los poetas noruegos—escribe Havelock Ellis, precisamente a propósito de Casa de muñecas—gustan de terminar sus dramas con un signo de interrogación, al modo que concluyen en la vida real.»
Domando la tarasca es la historia de la sumisión de la hembra. Casa de muñecas es la historia de la emancipación de la mujer. Una y otra obra son dos arquetipos dramáticos, en los cuales el tema de la mujer en el matrimonio se trata con dos técnicas dramáticas las más contrarias.—Shakespeare, con una farsa; Ibsen, con un drama de conciencia—, y el tema se resuelve con dos soluciones, las más opuestas también.
Como fiel de balanza, entre Catalina y Nora, está Casilda, la mujer de Peribáñez, en Peribáñez y el comendador de Ocaña, tragicomedia de Lope de Vega. El fondo de la obra de nuestro clásico no es propiamente el tema de la mujer en el matrimonio, si bien se toca de soslayo la cuestión de las obligaciones conyugales, que Lope llama agudamente el A B C del marido y el A B C de la mujer, y la toca con donosura tan peregrina que no resisto a la tentación de transcribir aquí el pasaje. Peribáñez recita el A B C de la casada: «Amar y honrar el marido—es letra de este abecé—, siendo buena por la B—que es todo el bien que te pido—. Haráte cuerda la C—, la D, dulce y entendida—; la E y la F en la vida—, firme, fuerte y de gran fe.—La G grave, y, para honrada—, la H, que con la I—te hará ilustre, si de ti—queda mi casa ilustrada—. Limpia serás por la L—y por la M, maestra—de tus hijos, cual lo muestra—quien de sus vicios se duele—. La N te enseña un no—a solicitudes locas—; que este no, que aprenden pocas—, está en la N y la O—. La P te hará pensativa—, la Q bien quista, la R—con tal razón, que destierre—toda locura excesiva—. Solícita te ha de hacer—de mi regalo la S—, la T tal que no pudiese—hallarse mejor mujer—. La V te hará verdadera—, la X buena cristiana—, letra que en la vida humana—has de aprender la primera—. Por la Z has de guardarte—de ser zelosa...»
Casilda dice el A B C del casado: «La primera letra es A—, que altanero no has de ser—; por la B no me has de hacer—burla para siempre ya—. La C te hará compañero—en mis trabajos; la D—dadivoso, por la fe—, con que regalarte espero—. La F de fácil trato—, la G galán para mí—, la H honesto, y la I—sin pensamiento de ingrato—. Por la L liberal—, y por la M mejor—marido que tuvo amor—, porque es el mayor caudal—. Por la N no serás—necio, que es fuerte castigo—, por la O sólo conmigo—todas las oras tendrás—. Por la P me has de hacer obras—de padre, porque quererme—por la Q será ponerme—en la obligación que cobras—. Por la R regalarme—, y por la S servirme—, por la T tenerme firme—, por la V verdad tratarme—, por la X, con abiertos—brazos imitarla así—(abrázale)—y como estamos aquí—estemos después de muertos.» La solución que Peribáñez y Casilda dan a la cuestión del matrimonio es sencilla, graciosa, tierna y honda. El hogar de Peribáñez no era casa de muñecas.
Casa de muñecas es, en el teatro moderno, como una de esas piedras miliarias que señalan una nueva jornada en el camino. Nora, como Werther, en el siglo XVIII, incitó a controversias ásperas e incontables imitaciones supersticiosas, en la literatura y en la vida. Por los tablados de la farándula castellana ha brujuleado, por fortuna fugazmente, una Nora un tanto caricaturizada, que respondía por el alias de La princesa Bebé, la cual, a su modo, también quiso emanciparse y «vivir su vida».
En cuanto a la técnica, Casa de muñecas señala la revolución teatral de los tiempos modernos. Una revolución que, como todas las revoluciones sinceras, consistió en la vuelta a las eternas normas de la cultura grecorromana. En efecto: la perfección técnica de Casa de muñecas y de las obras que inmediatamente le siguen en la producción ibseniana es tan acabada que, para hallarle adecuado parangón, es fuerza retraerse a los modelos de Sófocles, el más ducho de los trágicos griegos. No hay en Casa de muñecas ninguna frase brillante, pero tampoco hay una sola expresión baldía, o que no tenga íntima significación psicológica, o no esté estrechamente ligada a la acción dramática.
A nuestro juicio, la interpretación de Casa de muñecas por la compañía de Eslava es la más justa, cuidadosa y viva de cuantas obras hemos visto representar en aquel teatro o en cualquiera otro, durante esta temporada. La señora Catalá y los señores Hernández, París y Vega, están como deben estar, ni más ni menos, que es lo difícil.
Nora es, de todos los personajes de Ibsen, el más rico psicológicamente. Por eso ha seducido a las más famosas actrices. En la primera parte de la obra, Nora es como una niña; a propósito para ser representada por una actriz de las llamadas ingenuas. Huelga añadir que la señora Bárcena ha incorporado este preliminar del carácter de Nora con insuperable primor y encanto. Todos admiten unánimemente que este tipo de mujer es el que cuadra mejor con las particularidades físicas de la señora Bárcena y con su peculiar estilo escénico. Pero, sobreviene un instante supremo en el carácter de Nora: el tránsito del alma niña y atolondrada al alma adulta, recogida en sí misma y abarcando con estupor los ámbitos enormes de su conciencia y de su propio destino. En el instante de esta crisis espiritual, la señora Bárcena llegó a la plenitud de olvido de sí misma y de inmersión en el alma del personaje figurado. Puede decirse que aquella escena para la señora Bárcena, fundida con Nora, fué no tan sólo el tránsito del alma niña al alma adulta, sino también el tránsito del arte de la ingenua al arte de la gran actriz. Creo que este es el elogio más acendrado que se le puede hacer. Y presumo que la mayoría de los espectadores son de mi opinión.
La versión, excelente, de Casa de
muñecas al castellano, es del
señor Martínez
Sierra.
N LO QUE VA de temporada teatral, la musa escénica, en plena fecundidad y entre otros varios actos maternales, ha tenido un alumbramiento de tres mellizos, de los cuales el primero, nada viable, adoleció y desfalleció al salir a la luz de las candilejas; el segundo, algo alfeñicado y disforme, logró días contados de vida, y el tercero, clamoroso, pataleador y sanote hasta la antipatía, esta es la hora que continúa clamando y pataleando.
Con las anteriores expresiones figuradas, quiero aludir a los estrenos, casi sincrónicos, de En Ildaria, del señor Grau; Esperanza nuestra, del señor Martínez Sierra, y El pueblo dormido, del señor Oliver, comedias que considero mellizas por razón de la semejanza de sus rasgos y carácter. Las tres pertenecen a una misma norma o matriz, que denominaré «comedia política», a falta de otro mejor y aun a sabiendas de que este nombre encierra una antinomia o una redundancia.
¿Con qué se come eso de la comedia política, y por qué, ya en el punto de bautizarla, aparece la superfluidad o la antinomia y el absurdo?
El arte dramático, a diferencia de todas las demás artes, es un arte que no admite el individuo, ni la soledad. La poesía lírica, no sólo puede ser, sino que por naturaleza es solitaria. Está consagrada al individuo en cuanto individuo; va en derechura a llamar en las puertas de su recóndita alma personal. Lo mismo la pintura. Lo mismo la escultura. Lo mismo la música. Está el hombre, a solas con su unidad y autonomía, frente al libro que lee, el cuadro o estatua que contempla, el instrumento que suena o la voz que canta. Las obras de cada una de estas artes van encaminadas a un hombre solo, o a cada uno de los hombres, en soledad imaginaria. La relación de la obra y el espectador es siempre unilateral, aun cuando sean muchos los espectadores. Su eficacia se ejerce sobre la propia conciencia individual, afinando y elevando las cualidades superiores del espíritu.
Pero no se concibe un teatro para un solo espectador.
Cuando la poesía lírica deja de ser solitaria y unilateral para convertirse en coro, se desvanece la poesía lírica y brota la poesía dramática. Lo mismo con la música, la lírica y la dramática. Así nació la tragedia griega, y de ella nuestro teatro occidental. Cuando la pintura deja de ser solitaria, se trueca en pintura escénica.
El arte dramático no admite la soledad. El teatro es un espectáculo público. Supone la agrupación de hombres que viven civilmente. En este sentido, una obra teatral cualquiera ofrecerá por fuerza un aspecto político. El aditamento de política añadido al nombre de comedia, antes que precisión, trae redundancia.
Sin duda, el espectador que sale de ver una buena comedia, ya no es el mismo que entró; ha sufrido una modificación, habiendo pasado a través de nuevas experiencias, intensas y expresivas. No vale decir que el espectador no ha hecho sino divertirse. Aun siendo así, divertirse consiste en adquirir experiencias nuevas. Pero el espectador sale, después de la comedia, modificado muy de otra suerte que de un concierto, o de un museo, o después de haber leído un libro.
En el caso de las demás obras de arte, han sufrido una disciplina de mejoramiento aquellas facultades del espíritu que exaltan la personalidad y proporcionan una perspectiva única en la visión del mundo; como si dijéramos las facultades estéticas.
En el caso de la comedia, la disciplina de mejoramiento ha obrado sobre las facultades de relación, sobre las facultades morales, tomando lo moral en su acepción más capaz. El arte dramático no hace sino mostrar ejemplos de inadaptación a la armoniosa vida en común, bien sean graves y patéticos, como en la tragedia, ya sean ridículos y de menos fuste, como en la comedia y en la farsa. De aquí que en el frontispicio de la escena se acostumbrase inscribir estos rótulos: Speculum vitae. Castigat ridendo mores: Espejo de la vida. Corrige con risa las costumbres. De aquí que en el teatro nos repugne la inmoralidad deliberada, que acaso toleramos y aun celebramos en el libro o en las artes plásticas; porque la obra dramática cae bajo el fuero de la conciencia colectiva, menos fina, pero más segura que la conciencia individual, ya que en ella va infundido, por manera misteriosa, cierto sentido vital o espíritu de conservación de la especie. El espectador en el teatro deja de ser él mismo, en algún modo. Existe un contagio espiritual de la muchedumbre congregada, que va anulando a cada ser de por sí y los envuelve a todos en una masa homogénea, con un solo corazón.
Modernamente ha salido a plaza, conquistando rápida boga fuera de España, un tipo de teatro dicho «de tesis». ¿Qué es teatro de tesis? En las formas clásicas del teatro, la inadaptación a la vida, que es la materia del arte dramático, se engendraba por culpa del individuo; cuándo, a causa de sus pasiones, como en la tragedia; cuándo, a causa de sus flaquezas, como en la comedia. Pero puede suceder que la inadaptación no sea culpa del individuo, sino de la sociedad, por obra de alguna falsa idea reinante. El teatro de tesis muestra concretamente ejemplos de este linaje de inadaptación. Así, varias obras de Ibsen, de nuestro Galdós, de Bernard Shaw. Otras veces, la inadaptación proviene de caducidad y rigidez en alguna ley vigente o anquilosamiento de alguna institución. Tampoco aquí el inadaptado e inadaptable es el individuo, sino la ley, que no acierta a seguir la fluidez rítmica de la vida. Un ejemplo de esta segunda categoría de las obras de tesis: la tragedia Justice, de Galsworthy, que, sin predicaciones, sólo por la fuerza de los hechos, hubo de provocar la reforma de régimen carcelario inglés. El alcalde de Zalamea sería en este instante drama político de oportunidad.
Adviértase una nota señalada del teatro de tesis. En el propósito del autor no está demostrar la veracidad de un principio político, sino mostrar prácticamente la insuficiencia o perversidad de una norma imperante, costumbre o ley. En el punto en que una obra se propone demostrar o propagar un principio político cae sobre ella la mancha de un pecado original, que le impedirá ser propiamente obra dramática, y lo que es más triste, le estorbará que demuestre nada. En este sentido, la denominación comedia política yuxtapone dos términos que se destruyen.
Con una sola tecla que no rija, con una sola nota fuera de tono, se inutiliza un instrumento musical para sus fines más delicados. La mano que recorre el teclado y da con la tecla inerte o con la nota falsa no hace en aquel momento una disertación de mecánica ni de acústica, sino que pone de manifiesto el vacío melódico o la estridencia. De la propia suerte, el autor dramático anda pulsando la realidad, y allí donde al oprimir surte una disonancia dolorosa, es que hay un drama.
No se olvide que, en la obra de tesis, la inadaptación dramática no debe computarse a cargo del personaje, antes bien, en su descargo. La culpa acháquese al prejuicio social, a la ley, a la costumbre, a las circunstancias ajenas al personaje, así como de la inadaptación de una cabeza y de un sombrero la culpa será siempre del sombrero, que no de la cabeza. Esto es, que el personaje dramático no ha de ser sandio, porque si la inadaptación que padece no existe como conflicto real e irreductible, sino que, por el contrario, pudiera resolverse fácilmente con una pequeña dosis de sentido común por su parte, entonces el drama de tesis os dará más risa que angustia, que es lo que suele suceder con los del señor Linares Rivas. Ya no se trata de la cabeza y del sombrero, sino del payaso que se obstina en vestirse unos calzones como si fueran chaqueta. La realidad, al rozar las almas, despierta en cada una, según su calidad, movimientos varios y voces de timbre distinto. El drama se produce y se depura en la medida que un alma afronta la realidad con movimientos más nobles y con voz más elevada. Un bofetón origina diferentes situaciones dramáticas si el que lo recibe es un justo, o un caballero, o un tímido. Si justo, ofrece la otra mejilla. Si caballero, se desencadena la tragedia; así se inicia la del Cid. Si tímido, exclama como el personaje cómico:
Hay tan desmesurada proporción entre los medios sintéticos de que dispone el arte teatral y la complejidad casuística de un problema político cualquiera, que toda aspiración de un autor a realizar obra política, mediante la obra dramática, se nos figura tan extravagante y fútil como procurar cazar un rinoceronte con liga.
El teatro en general, y más señaladamente el teatro de tesis, tienen de suyo benéfico influjo político, en cuanto ambos son fenómenos sociales de divulgación estética e inducen al pueblo a sentimientos de solidaridad. El sustentáculo de la solidaridad es la igualdad; e igualdad implica libertad. Todas las obras de tesis son liberales. No cabe, dramáticamente, una tesis reaccionaria. Pero, así en las obras clásicas como en el teatro de tesis, se deduce la libertad como corolario lógico y fatal, como condición para la vida armoniosa del grupo, de suerte que la fallada de una tecla no descomponga el instrumento y lo inutilice para sus más delicadas funciones; en tanto ha habido otro linaje de teatro en el cual se ha predicado la absoluta libertad para el individuo, por amor de su plenitud personal. Esta manera de teatro es la romántica, caracterizada por el culto del «héroe»; el hombre a quien no le impiden adaptarse circunstancias adversas, sino su propia voluntad enérgica de no adaptarse, de descollar con eminencia sobre el medio, de asumir en sí la existencia universal. El arquetipo del teatro romántico lo fijó Schiller en Los bandidos, desentrañando la lógica inmanente a que obedece y el fracaso a que está destinado el héroe romántico.
El teatro, pues, acaso favorece la génesis de ciertos sentimientos políticos, pero es un vehículo angosto e imposible para las ideas políticas. El carro de Tespis no sirve de plataforma electoral.
Demanda, ante todo, el teatro la concentración del tema, una acción apretada y coherente. Cuando Ibsen, por razones privadas, quiso hacer una obra de sátira política, escribió El enemigo del pueblo, y eligió un asunto de traza trivial: las disputas locales, con ocasión de un establecimiento balneario. La intención política la dedujo el espectador, juzgando de las alusiones por similitud y correspondencia.
Nuestros autores dramáticos se han sentido con ánimos, no ya para encarar y vencer un problema político determinado, sino para dar al traste con todos, de una vez.
Se dice que en el fondo de cada español yace el inquisidor. Por encima del inquisidor, y más a flor de piel, asoma el arbitrista. En torno al velador de un café hay siempre un cónclave de arbitristas. Inquisidor y arbitrista son variaciones de una misma especie: el intelecto supersticioso. Las cosas malas vienen del enemigo malo. Con un solo hisopazo se ahuyentan los demonios. Y si no bastan los exorcismos, para eso está el garrote.
Las tres obras antes mencionadas ambicionan nada menos que resolver el problema político español, si bien la del señor Martínez Sierra estrecha el empeño dentro de límites mejor marcados, menos genéricos que las otras dos, dicho sea en homenaje de la discreción e instinto artístico del autor. Lo que sobre todo perjudica a la obra del señor Martínez Sierra es la interpolación de algunos temas y acciones de sentimentalidad débil y extraña al tema propio del drama. Por esta razón, al principio he acusado la obra de disforme.
Las tres obras producen desagradable impresión de falsedad, que en otra clase de obras nos pasaría inadvertida. Y es que en aquellas tres obras los autores exigen implícitamente del espectador que admita las peripecias escénicas como la representación exacta de la enojosa realidad cotidiana, y, además, le brinda con petulancia la panacea de todas las enojosidades por venir; por donde el espectador se ve constreñido a establecer términos de comparación, y concluye que aquello no es la realidad, sino imaginaria pamplina harto fácil de remediar. Basta con no ir al teatro.
Don Jacinto Benavente, en La ciudad alegre y confiada, primera de la serie reciente de obras políticas, obvió talentosamente el riesgo de falsedad, separando la fábula de todo accidente y pormenor histórico, y dando a sus personajes la personalidad fantástica de seres representativos. Pero erró en dos extremos. Uno, en no desarrollar la comedia por medio de una intriga ágil. Otro, en haber empleado en la sátira el discurso prolijo y enfático, en lugar de la frase concisa y volandera, a modo de venablo, en el estilo de las comedias de Beaumarchais, que tanto influyeron en la política, diríase que sin proponérselo.
Del protagonista de la obra del señor Benavente se supuso, lo mismo que en la del señor Grau, que quería incorporar a don Antonio Maura. No deja de ser sugestiva esta predilección por la personalidad del señor Maura. Sin duda por ser hombre enterizo, de una pieza, advierten en él algo así como el canon de los caracteres dramáticos, los cuales, según la fórmula rutinaria, deben ser sostenidos. Y, sin embargo, el señor Maura es la negación del carácter político y dramático. El señor Maura es irresponsable. Irresponsable en cierto sentido, nada hostil ni despectivo; al político no le bastan talento, entereza y honestidad si está al propio tiempo desamparado de otra cualidad inapreciable: la de hacerse cargo, esto es, reaccionar con rapidez a los más leves estímulos del momento, responder adecuadamente a los hechos que van pasando. Esta misma cualidad ha de resplandecer en el carácter dramático. Pero el señor Maura se cierne por encima de los estímulos y de los hechos. Él es él. O no responde, o responde siempre lo mismo, en monólogos, que es otra manera de no responder. Esto significa irresponsable. Ahora bien: la forma oral del teatro es el dialogo. El monólogo y el discurso se toleran por rara excepción. Lo cual han olvidado nuestros autores de comedias políticas.
Tal vez la predilección por el señor Maura estribe en la peculiar manera del intelecto supersticioso, que de ordinario se siente impelido hacia los hombres providenciales y las soluciones providenciales. Porque, ciertamente, en nuestro repertorio político pululan figuras más pintorescas y teatrales que el señor Maura. Por ejemplo: el conde de Romanones, que es el Catilina de nuestros días; el señor La Cierva, miles gloriosus, de Plauto; el marqués de Alhucemas, especie de M. Jourdain, de Le Bourgeois Gentilhomme, que a veces es presidente del Consejo sin enterarse; el señor Cambó, epiceno entre Yago y Gloucester; el señor Alcalá Zamora, con su facundia mazorral y su sonrisa satisfecha, reminiscencias del bobo de nuestras comedias antiguas, etc., etc.
Pero, no; nuestros autores no se satisfacen con poca cosa. Son buenos patriotas y les corre prisa salvar a España por cuenta propia y en un periquete. ¿Cómo? Esto es lo que no han tenido a bien explicarnos. El señor Oliver dice que con un periódico; pero si su periódico no
había de contener más ideas que las que se
exponen en El pueblo dormido, para
él no existía el problema del
papel, porque le bastaba
tirar un solo número
en un papel de
fumar.
L SEÑOR ARNICHES, autor hasta hace poco de piececillas compendiosas, tan pronto en el estilo del sainete, que es una mínima comedia de costumbres, como en el modo de la farsa, y aun del drama, si bien drama breve y frustrado, géneros los tres de buena ley artística, aunque no de alto coturno e hinchada prosopopeya, en cada uno de los cuales acertó el señor Arniches a producir verdaderos arquetipos u obras maestras, digo que este autor, justamente famoso en el género llamado chico, viene, durante las dos ultimas temporadas, ensayando explayar sus facultades en el género llamado grande.
Respetamos estos calificativos genéricos de grande y chico, ya que circulan como buenos así entre el público como en la crítica. Rara cosa es que, para juzgar una obra de arte, se empleen adjetivos que aluden al volumen y no a la materia o sustancia de la obra. Este criterio implica un hábito peculiar de la mente: el de clasificar en ordenación jerárquica las cosas según sus dimensiones. Y así resulta a veces que un kilo de lana pesa más en el aprecio, ya que no en la balanza, que un kilo de platino, porque abulta más. Cosas de España, en donde un discurso vacío, por ejemplo, vale, políticamente, más que una sentencia preñada de sentido.
Como el señor Arniches ha sido por largos años autor de género chico, y nuestro público es irreductiblemente afecto al encasillado, no es empresa sencilla conseguir que se le considere ya como autor de género grande, aunque escribiera varias tetralogías. Cuando más, se le otorgará una categoría intermedia: autor de chico en grande. Esto es, que se da por sentado que el señor Arniches, en sus obras de tres actos, continúa siendo autor del género chico, si bien, por medio de artificios ingeniosos, se las arregla estirándolo de suerte que alcanza la longitud del género grande. Lo cual encierra un orden de verdad, pero a la inversa. Las obras breves del señor Arniches, si no todas, muchas de ellas son del género grande, pero comprimido dentro de estrechos límites. Son del único género grande que hay en arte: el género de la verdad, la humanidad y el ingenio. Así como el niño juega con una joya sin sospechar su valor, tomándola por bujería, así el público y la crítica españoles han venido divirtiéndose con la producción del señor Arniches, tomándola de nimio pasatiempo y desestimándola, justamente por eso, por ser pasatiempo, sin advertir que lo más precioso en la vida es el buen pasatiempo. La religión, el arte, la política, la ciencia, ¿qué son sino pasatiempos? Mejores cuanto más intensos y trascendentales. La religión aspira a resolver el problema del pasatiempo para toda la eternidad, de manera que durante ella no nos aburramos ni lo pasemos mal; y cuidado que es problemático no aburrirse durante toda una eternidad... Como que, de aburridos con algo, decimos que dura una eternidad. Otro pasatiempo es el arte, y, por lo tanto, el arte dramático. En el breve lapso de una genuina obra dramática, pasamos, no ya nuestro tiempo, sino el tiempo de muchas vidas, las de todos los personajes, las cuales hemos vivido cabalmente por cuenta propia. Tal es la trascendencia del arte como pasatiempo. Y esta trascendencia existe en la mayor parte de las obras del señor Arniches.
En la temporada anterior, el señor Arniches dió al proscenio una comedia en tres actos: La señorita de Trevélez. Me complazco en recordar esta comedia, por varias circunstancias. Se supuso, con ocasión de su estreno, que era un sainete estirado, género chico en grande, y que sus alicientes reducíanse a la amenidad, la alegría y la gracia. Cierto en lo tocante a gracia y amenidad, que no es poco. Pero, por lo que atañe al resto del dictamen, nada más lejos de la verdad. La señorita de Trevélez es, en el fondo o intención, una de las comedias de costumbres más serias, más humanas y más cautivadoras de la reciente dramaturgia hispana, y, en consecuencia, una comedia hondamente triste, bien que con frecuencia provoque la risa. Es también una de las comedias que encierran y exponen una tesis real, patética y convincente, que persuade al espectador sin valerse de artilugios retóricos, nada más que por la fuerza suasoria y afectiva de un conjunto de hechos semejantes a otros muchos hechos de todos conocidos. Cuando, a la vuelta de los años, algún curioso de lo añejo quiera procurarse noticias de ese morbo radical del alma española de nuestros días, la crueldad engendrada por el tedio, la rastrera insensibilidad para el amor, para la justicia, para la belleza moral, para la elevación de espíritu, pocas obras literarias le darán ideal tan sutil, penetrativa, pudibunda, fiel e ingeniosa como La señorita de Trevélez; así como de la altiva, pagana y enérgica insensibilidad moral del renacimiento italiano, la idea más exacta la adquirimos a través de las befas y farsas que de entonces nos quedan. Hay, sobre todo, en esta obra un personaje, el señor Trevélez, que es una creación fuera de lo común, uno de los caracteres más vivos y amables, más fina y difícilmente artísticos del teatro español de estos últimos años. Menciono su dificultad artística, porque es éste un carácter humorístico, y el humorismo, manera enteramente personal y subjetiva de contemplar el mundo y la humanidad, fruto de tolerancia logrado solamente en espíritus adultos y perspicaces, no se compadece con el teatro, que es suma objetividad artística, y en el cual el autor debe dejar a sus personajes que se muevan y obren por sí, sin mostrarse él mismo un instante.
Citábamos en un ensayo anterior cierta observación de Bergson sobre lo cómico, y es que tan pronto como un personaje cómico inspira interés o simpatía, cesa el efecto risible, cesa lo cómico. Así es, en efecto. Cesa lo cómico, pero no nace necesariamente lo dramático sino cuando la interioridad del personaje externamente cómico en la cual penetramos es de naturaleza dramática, a causa de las pasiones o torturas que le atosigan y remueven. Pero si el alma, imbuída en cuerpo risible, se nos ofrece clara y desnuda, como un alma, no ya violenta y exaltada, sino de normal diapasón, tierna, sencilla y en servidumbre de flaquezas comunes y parvas contrariedades, que ella, en la estrechez de su conciencia a que ha reducido el vasto mundo, se las figura de aspecto desmesurado y trágico sentido, entonces se origina en nosotros un sentimiento equívoco, epiceno de serio y de cómico; con el corazón estamos al lado del alma cuitada, pero con la inteligencia analizamos su cuita y echamos de ver que la desproporción entre la causa y el resultado nos induce a una sonrisa de burla que la compasión nos reprime; no ha cesado ahora para nosotros el efecto cómico del exterior del personaje, pero lo cómico material se ha modificado, amalgamándose con lo cómico-psicológico y con la simpatía; no asoman las lágrimas a nuestros ojos, ni la sonrisa a nuestros labios, sino que permanecen dentro de nuestro pecho, derretidas y envueltas las unas en las otras, pugnando con tenue congoja por salir, aunque sin querer manifestarse. En suma, nace entonces una de las maneras de humorismo: lo cómico romántico.
El género apropiado para presentar el humorismo de los caracteres es la novela, puesto que, como hemos notado, los caracteres humorísticos se corresponden con almas de normal diapasón que a sí propias se definen, no mediante acciones extraordinarias, sino a lo largo de una copiosa sucesión de hechos menudos y débiles vislumbres psicológicos, los cuales recoge a su entero talante y con dilatada holgura el novelista, en tanto el dramaturgo no dispone sino de pocas y culminantes acciones. Dickens, en primer término; luego, Daudet, y, entre nosotros, Galdós y Palacio Valdés, son maestros en la concepción y desarrollo de esos caracteres humorísticos, cuerpos de ridícula traza y de entrañas sanas, de alma buena y un tanto ridícula al propio tiempo, criaturas conjuntamente bufas y adorables.
Galdós ha llevado alguna vez con éxito al teatro a estos personajes: don Pío Coronado, de El abuelo; don Pedro Infinito, de Celia en los infiernos. Pero deben advertirse dos circunstancias acerca del modo como Galdós saca a escena estos personajes, a diferencia de cómo ellos mismos, u otros de la familia, discurren a través de las novelas galdosianas. Primera: los caracteres humorísticos de Galdós, en la novela, están desarrollados con todo pormenor y deleitación; en el teatro, no más que insinuados. Segunda: en la novela, el pergenio físico de estos personajes abunda en trazos caricaturescos y agudos que punzan inmediatamente los músculos de la risa; en el teatro, la caricatura se mitiga hasta casi desaparecer, sin duda porque Galdós comprendía lo arriesgado que es reunir teatralmente lo ridículo con lo patético en todas las acciones y movimientos de un mismo personaje. Por consiguiente, estos caracteres humorísticos son personajes secundarios en el teatro de Galdós, en tanto el señor Trevélez es eje de la obra de Arniches, aunque otra cosa diga el título de ella, y su carácter va desarrollándose puntualmente en la experiencia espiritual del espectador, a tiempo que, ante la experiencia sensible, se le está mostrando, sin cesar, en caricatura. Por si acaso, traduciré este concepto con mayor claridad aún. El espectador, tal como advierte con sus sentidos al señor Trevélez, tal como le ve y le escucha, tal como le juzga, por la experiencia sensible y externa que de él tiene, halla un cúmulo de ridículas particularidades, que son otros tantos estímulos para que la malignidad burlesca, que yace ingénita como integrante del ser elemental humano, tome a chanza al señor Trevélez y se ría a su costa. Pero, al propio tiempo, el espectador, por ministerio artístico del dramaturgo, va pasando insensiblemente por otra experiencia de orden espiritual, va compenetrándose con el alma del señor Trevélez, hasta que se le aparece toda desnuda y delicada, y en este instante el personaje teatral es digno de veneración sin dejar de ser ridículo. Conservar en el fiel la balanza, con risas y lágrimas contrapuestas, es de extremada dificultad en el arte dramático. La risa suele sobreponerse, y, al desbordarse, la primera víctima es el autor. Añádase a la anterior dificultad otra, peculiar del carácter del señor Trevélez. La generalidad de los caracteres humorísticos son ridículos sin saberlo, y hasta, por un fenómeno de inversión psicológica, reputan como admirable lo que es ocasión de su ridiculez; por ejemplo, aquella señora de una novela de Dickens que se ufanaba de una nariz absolutamente ridícula, porque ella creía que era de clásico perfil, a lo Coriolano. El señor Trevélez, en cambio, es deliberadamente ridículo, en holocausto al amor fraternal; los que en torno de él giran y le dan vaya le imaginan ignorante de su propia ridiculez. Presentar en escena un carácter con tales matices y contradicciones aunadas era sobremanera expuesto. El señor
Arniches acertó a infundir tanto caudal de
humanidad en el señor Trevélez que
este personaje, una vez conocido,
permanece alojado en
las moradas de nuestra
memoria.
RNICHES CALIFICA su última obra, Que viene mi marido, de tragedia grotesca. ¿Qué nuevo concepto engendra este peregrino ayuntamiento de antiguos conceptos: lo trágico y lo grotesco? Para los que emplean las palabras sin ponderación ni examen, concediéndoles sólo un valor aproximativo, lo grotesco es lo cómico exagerado y lo trágico es lo dramático exagerado. Como quiera que el límite máximo y fatal de la tragedia es la muerte, infiérese, según este sumario método de discurrir, que la tragedia grotesca se reduce a comentar con bufonadas la muerte. Si se añade que esta actitud ante la muerte no es la usual, resulta que aquellos angostos, livianos y aproximativos entendimientos, para los cuales lo real es lo usual, ya que no alcanzan ni por ende admiten otra realidad que la acostumbrada, vienen a dar en que la tragedia grotesca por fuerza ha de ser una forma falsa, arbitraria y despreciable de arte. No pocos juicios de este linaje aparecieron con ocasión de la última obra de Arniches. Se dijo que era una astracanada lúgubre, una farsa macabra sin verosimilitud alguna. Esto de la verosimilitud me recuerda cierto sucedido. Un famoso ceramista español mostró a un su amigo, escritor, un ánfora que acababa de hacer, en la cual campeaba una gran águila heráldica. El escritor sonrió compasivamente ante aquel avechucho de dos cabezas, cuatro patas y plumas historiadas y simétricas, y aconsejó al ceramista que en lo sucesivo procurase hacer las águilas más verosímiles y conforme a naturaleza. Luego, por su cuenta, decía irritado el ceramista: «¡Qué bruto! No se ha enterado de que es un águila estilizada.» En efecto, el arte no siempre persigue la verosimilitud. A veces, la voluntad del artista se sobrepone a la realidad—que no otra cosa es el estilo, «el estilo es el hombre»—y deforma o transforma las formas naturales; por ejemplo, en las artes decorativas, y dentro de la dramaturgia, en la farsa.
La farsa macabra no es de desdeñar, y menos en España, en donde viene de tradición milenaria y acaso por idiosincrasia espiritual. Su origen patente se remonta a Séneca, a quien Nietzsche llamó, con expresión feliz, «el torero de la virtud». El estoicismo de Séneca se diferencia de las demás disciplinas de estoicismo por lo pronto en el tono, que así como en éstas es austero y enjuto, en aquél es socarrón y pingüe. El estoicismo tiene dos aspectos: uno positivo, la práctica de la virtud; otro negativo, la serenidad ante las adversidades y la muerte. El estoicismo ibérico se desentendió de lo positivo, y así se quedó en una moral negativa, compatible con toda inmoralidad activa. Séneca predicaba la virtud, pero la burlaba con ágiles quiebros y vivía muellemente. La picaresca española es la historia anecdótica del estoicismo senequista en acción. El pícaro era un estoico y un sinvergüenza. El pícaro se reía, con ánimo sereno, del hambre, del sufrimiento y de la muerte. En la literatura española hay innumerables testimonios de inversión de lo patético en bufo. En el último tercio del siglo XIX eran tipos cómicos obligados del sainete y de la caricatura el maestro de escuela y el cesante, desastrados y hambrientos. Lo que ahora denominan «el fresco», personaje imprescindible en las obras bufas, no es sino supervivencia del pícaro. La insensibilidad española se corresponde con el senequismo, esa sofisticación del estoicismo; porque el estoicismo persuade a la insensibilidad y entereza en las propias adversidades, pero no induce a la burla y dureza con las adversidades ajenas, antes al contrario; en tanto el español suele ser tan árido para el dolor de los demás como para el propio.
La aridez y sequedad de ternura de que adolece el pueblo español las puso Arniches de manifiesto en La señorita de Trevélez, contrastándolas con lo florido y tierno de dos almas, humanas verdaderamente, que se disimulaban bajo una envoltura corporal ridícula.
En la tragedia grotesca Que viene mi marido, Arniches realiza una obra de estilo, o, si se quiere, de estilización, sobre aquel rasgo característico de españoles: la insensibilidad. El autor ha tomado como punto de partida la insensibilidad (o senequismo, o picarismo) del carácter español, y la va desarrollando y perfilando, sin cuidarse de la aparente verosimilitud, y sí sólo de la expresión, hasta consumar un edificio imaginario, que, no por artificioso, deja de ser en el fondo más real y sugestivo que la copia mecánica y naturalista de un suceso cierto, pero fútil.
No olvidemos advertir que el picarismo, o senequismo rahez y anecdótico se define en la práctica por una nota intelectual, que es como su última diferencia, junto a todo el resto de normas de conducta. Es desde luego el picarismo un estoicismo o moral negativa que se compagina maravillosamente con la inmoralidad activa. Pero no basta ser estoico y sinvergüenza para ser pícaro, como no basta, según Quevedo y Chamfort, ser marido engañado para ser cornudo. El título diplomado de pícaro exige una certificación de aptitud intelectual específica: maliciosa agilidad con que burlar y torear a la virtud, inventiva de recursos con que salir campante de lances prietos, sutileza de ingenio con que industriarse a través de la vida. Los pícaros son caballeros, pero caballeros de industria. La escuela de picarismo es la necesidad, conforme aquella sentencia: «La necesidad aguza el ingenio». Pero no todos aprovechan la enseñanza de esta escuela. En definitiva, que el ingenio es la nota diferencial del picarismo; ingenio más de acción que de labia. Luego veremos cómo en la tragedia grotesca de Arniches resplandece rarísimo ingenio.
Y ahora puntualicemos el calificativo de tragedia grotesca.
Comencemos por lo grotesco. Conceder que lo grotesco es lo cómico exagerado es conformarse con poco; viene a ser como decir que una casa es un gabán de piedra o que un gabán es una casa de paño. Primeramente nos encontramos con que la palabra «grotesco» no es castellana, sino italiana, si bien le hemos suprimido una t. La voz italiana es grottesco, que viene de grotta: gruta. En castellano debiera decirse grutesco, y así se dijo. En una edición añeja del Diccionario de la Academia se describe así lo grotesco: «Adorno caprichoso de bichos, sabandijas, quimeras y follajes; llamado así por ser a imitación de los que se encontraron en las grutas o ruinas del palacio de Tito. Florum frondiumque et pomorum insectorum insuper deformiumque animalium implexus atque contextus.» Se refiere a la arquitectura y a la pintura. Es, por lo tanto, un procedimiento decorativo o de estilización, en que el designio del artista se sobrepone a la rutina de las formas naturales acostumbradas. Es lo grutesco, en su primera apariencia, arbitrariedad inverosímil; trátese de artes plásticas o ya se trate de literatura. Pero sólo en su primera apariencia, pues, como más arriba se ha dicho, estos artificios imaginarios son a veces más reales que la copia mecánica de la naturaleza. En este sentido: que la copia mecánica repite los resultados de la actividad de la naturaleza, sus obras acabadas, o sea, lo ya rígido, lo ya sobreseído, lo ya inerte, lo ya muerto; en tanto, la finalidad de esos artificios imaginarios de arte estriba en imitar a la naturaleza en su manera de obrar, en lo flúido, lo continuo, lo sensible y lo vivo. ¿Reproduce lo grutesco la naturaleza en su manera de obrar? Sin duda. Por lo grutesco, el arte se anticipó en adivinar una doctrina que la ciencia, al cabo de muchos años, se había de hacer la ilusión de descubrir: la doctrina de la evolución natural. Sostiene esta doctrina que la infinita diversidad de formas naturales no fueron creadas ab initio y de sopetón, sino que de la prístina e insensible materia fueron surgiendo, por evolución, las formas inorgánicas, las vegetales, las zoológicas y las humanas. La naturaleza está de continuo en vías de transformación, si bien los hombres en general no ven sino las transformaciones conseguidas y desconocen el nexo inequívoco entre una y otra, no de otra suerte que el espectador de un teatro ve salir en escena un actor como rey, y poco después el mismo actor como bufón; pero se le oculta aquel período en que el actor, en trance de transformarse dentro de su camarín, es a medias rey y a medias bufón. Lo grutesco imita plásticamente a la naturaleza en período de transformación y evolución; de aquí que sus manifestaciones sean monstruosas a la par que bellas.
Lo grutesco no está imitado de la gruta de Tito, como dice la Academia, sino de todas las grutas. Penetramos en una gruta, y las anfractuosidades de la roca, insinuadas a través de la penumbra y animadas de soslayo por la luz, fingen abigarrado hacinamiento de formas fantásticas: frondas, flores, frutos, insectos y mil deformes animales, como reza el texto latino antes citado.
Todas estas formas vegetales y animales no se presentan autónomas, separadas, distintas, sino envueltas, enredadas (implexus); y aun más, entretejidas y en continuidad no interrumpida (contextu); de suerte que las vegetales brotan de las minerales, sin emanciparse enteramente de la inercia, y las animales de las vegetales, sin eximirse del todo de la naturaleza vegetativa, estableciendo así una jerarquía de lo inferior a lo superior (insuper), de lo más sordo a lo más sensible. En el seno de la gruta se nos revela esa lucha latente y titánica del Universo por esclarecerse a sí propio, por humanizarse, por darse cuenta de sí mismo, ideal que se alcanza definitivamente en los más elevados vuelos del alma racional: la filosofía y la poesía, la comprensión intuitiva y la especulativa.
Huelga traer ejemplos de lo grutesco plástico, puesto que se emplea como ornamento en casi todos los estilos arquitectónicos y de mueblería. La poetización patética de la esencia de lo grutesco la expresó Rodin en su famosa escultura «El Pensamiento», en donde una delicada y evanescente cabeza femenina va surgiendo, angustiada y serena, de un bloque de piedra mármol. Porque, ciertamente, en el pensamiento más puro y desasido de lo concreto actúa una fuerza de gravitación hacia la materia bruta, como si la roca aspirase con ciega energía hacia el pensamiento, y el pensamiento, fatigado de conocer, sintiese en todo punto la nostalgia de ser roca. En España nos ufanamos de un extraordinario dibujante de lo grutesco deforme, un creador fecundísimo de formas fundidas e implicadas, pertenecientes a los tres reinos da la naturaleza: Bagaría.
Trasladando las observaciones anteriores a la motivación psicológica, que es el terreno de lo dramático, clasificaremos con almas grotescas aquellas en que las formas superiores de la conciencia aparecen implicadas, apenas nacientes y casi absorbidas en las formas inferiores del instinto; almas oscuras que en vano se afanan hacia la claridad; pequeños monstruos inofensivos, porque ni el instinto ni la inteligencia están lo bastante deslindados para determinar acciones violentas. En estas almas hay un asomo de conciencia, que es lo que de ellas sale al exterior; pero la conciencia está reintegrada en el instinto, que es el móvil recóndito y confuso de los actos que ejecutan. La mayor parte de los hombres poseen un alma grotesca. Arniches, en su última obra, nos presenta unas cuantas almas grotescas, y nos las presenta grotescamente, como es debido; unas cuantas almas que se juzgan libres, pero que están enraizadas en el bajo subsuelo del instinto de codicia.
Se levanta el telón. Una sala modestamente amueblada. Se oyen ayes y alaridos en aposentos interiores. Varios personajes salen y entran atraviesan aturdidos la escena. Acuden unos vecinos. ¿Qué pasa? Una madre y una hija que están accidentadas. ¿Por qué? Los personajes, en su aturdimiento, olvidan satisfacer nuestra curiosidad, que va subiendo de punto, aguijada por varios lances ridículos, hasta que, promediado el acto primero, nos informamos de todo. ¡Un drama terrible! La niña de la casa, Carita, tenía un padrino millonario, que la ha dejado heredera. Pero... según condición que impone el testador, la niña no podrá entrar en posesión de la fortuna sino al quedarse viuda. La carta del notario, con el testamento, se les ocurrió leerla estando presente el novio de la niña, Luis, que es estudiante de Medicina. La niña y su madre han caído con sendos patatuses. El novio se pone pálido, se apoya en el hombro de un tío de la niña, y exclama: «Ay, don Valeriano, qué infamia... Yo me muero.» Y el buen tío replica: «Hombre, todavía no; espera a ver, espera a ver...» Pero ¿cómo se le ocurrió al padrino semejante infamia? ¿Sabía que la niña tenía novio? Sí, lo sabía, y por celos, lo aborrecía. Había pretendido casarse con su ahijada, y como ésta se negase, él le había respondido, avieso y sentencioso: «Yo te prometo que algún día desearás la muerte de ese hombre.» Por evitar que llegue ese día, el estudiante no quiere casarse. Consternación en la familia. Examinan entre todos las posibilidades y contingencias futuras. No hay solución satisfactoria. El padrino les ha condenado a una vida amarga y desesperada. Se imagina uno al viejo, riéndose con faz sardónica de ultratumba. Por cuanto, he aquí que un compañero del novio da con una idea que anulará el pérfido conflicto póstumo promovido por el padrino. Este compañero, llamado Hidalgo, se explica así: «Hay en mi sala del hospital un enfermo que lleva allí dos meses. La afección que aqueja a este quídam se ha hecho incurable, según el pronóstico de las diez y ocho eminencias médicas que le han visitado. Ha entrado esta mañana en el período preagónico.» Hidalgo propone que Carita se case in articulo mortis con el enfermo; se quedará viuda al día siguiente, y, ya millonaria, se casará con su Luis. Después de cortas dubitaciones, la familia se somete al plan facultativo. La codicia les ha dado aliento y esperanza.
Este acto es delicioso de movimiento, comicidad y donaire. Pero hasta aquí no aparece la tragedia; cuando más, un drama conjurado a tiempo, a la picaresca, por industria del ingenio.
La tragedia grotesca comienza en el acto segundo. Realmente el modo de concebir Arniches la tragedia grotesca es de una penetración y agudeza asombrosas. Algunos revisteros teatrales se figuraron que el autor calificaba su obra de tragedia grotesca porque se disponía a tomar la muerte a chanza. Sorprendente miopía del entendimiento, cuando el concepto de tragedia grotesca se descubre tan paladino en Que viene mi marido.
Hemos visto que lo grotesco sorprende a la naturaleza en vías de transformación, y cómo en lugar de repetir servilmente las obras acabadas y rígidas de la naturaleza toma las formas naturales más superiores y nobles y las ofrece, desenvueltas, sin solución de continuidad, en varios antecedentes de formas inferiores. Así, en un mascarón de talla grutesca observamos algunas facciones cabalmente humanas y otras que degeneran hacia la animalidad, el mundo vegetal, y, por último, la materia inorgánica; acaso las orejas se retuercen y pasan a ser alas de dragón; quizás la lengua, que sale de la boca, es lengua al principio, luego penca de acanto, luego columna arquitectónica. Cabe en lo grutesco la posibilidad de subvertir el orden de la naturaleza a voluntad del hombre, comenzando por lo último para concluir por lo primero, como se hace, por ejemplo, con una cinta cinematográfica. ¿Habéis visto, por ventura, una cinta cinematográfica a la inversa? Todo va hacia atrás, todo se retrotrae. De una lisa superficie de agua surten al pronto sinnúmero de gotas que, trazando una curva gentil, van a reunirse en un punto, de donde sale disparado, cabeza abajo, un hombre con taparrabos, el cual se eleva prodigiosamente en el aire hasta caer de pie en lo más avanzado de un trampolín. Algo semejante a esto será lo grotesco, aplicado a la tragedia. Una tragedia grotesca será una tragedia desarrollada al revés.
¿Y qué es una tragedia al revés? Arniches lo ha resuelto, con certera perspicacia. En la tragedia, la fatalidad conduce ineluctablemente al héroe trágico a la muerte, a pesar de cuantos esfuerzos se realicen por impedir el desenlace funesto. El héroe trágico no tiene más remedio que morirse. Por el contrario, el héroe de la tragedia grotesca no hay manera de que se muera ni manera de matarlo, a pesar de cuantos esfuerzos se realicen por acarrear el desenlace funesto. Tal es el tema de los actos segundo y tercero de Que viene mi marido.
Bermejo, el moribundo del hospital, después de casado in artículo mortis, ha ido restableciéndose poco a poco y ya le han dado de alta. Los parientes y el novio de la desposada han ocultado a ésta el trágico desenlace. En el fondo de todas estas almas grotescas, penumbrosas, se insinúa el deseo de deshacerse del resucitado; pero como carecen de la determinación para las acciones violentas se conforman con preparar cepos en que el imprevisto esposo parezca morirse por cuenta propia, víctima de la fatalidad. Bermejo no tiene un cuarto al salir del hospital. Sus inopinados afines le proporcionan vestido y sustento, a condición de que no aparezca por la casa; vestido, un traje de alpaca delgadísimo, y estamos en el riguroso enero; sustento, en un restaurante barato, en donde, por rara casualidad, le sirven setas en todas las comidas. Pero la fatalidad protege a Bermejo. Carita se ausenta de su casa por unos días, a pasar en un pueblo, con unas amigas, la primera temporada del imaginario luto. Y ya puede Bermejo presentarse en la casa. Viene como un desenterrado. Se deshace en excusas: «Perdónenme que no me haya muerto; pero es que materialmente no me ha sido posible... ¡Ni con diez y ocho médicos! Todo ha sido inútil. No, no he sabido morirme.» Ya fuera del hospital, Bermejo ha hecho lo que ha podido por morirse. Inútil. «Atravieso todas las tardes la Puerta del Sol, de siete a ocho, y no sé qué hacen esos automóviles que ni me tropiezan. Me coloco intencionadamente ante los tranvías. Me tocan el timbre, y como si me tocaran El conde de Luxemburgo. Pues nada: me empujan con delicadeza, me apartan y pasan rápidos.» El tío Segundo dice: «Aceptamos sus disculpas. No ha podido usted realizar su propósito; ¡qué le vamos a hacer, paciencia!» Pero el tío Valeriano es más reacio en avenirse: «¡Paciencia!... Pero perdone que le digamos que, en cierto modo, lo que ha hecho usted es una informalidad.» Y replica Bermejo: «¿He podido yo hacer más para fallecer que tomarme todas las medicinas que me han dado? A mí se me ha inyectado cuarenta y seis clases de vacuna. Se me han administrado veinticuatro sueros y diez y siete caldos microbianos; a mí se me han administrado hasta los últimos Sacramentos... Y yo, tomándomelo todo... ¿He podido hacer más?» Bermejo comunica su resolución irrevocable de suicidarse allí mismo, lo cual, naturalmente, impiden los parientes. El tío Valeriano, demostrándole amoroso interés, le aconseja que, puesto que está decidido, busque un fondo a propósito donde el suicidio revista caracteres románticos: «Ahí tenemos el Retiro, la Moncloa, lugares de una belleza y amenidad que envuelven el suicidio en un ambiente de poesía que conmueve. Espronceda no los hubiera desdeñado. Y en otro caso, ahí tenemos también el Canalillo. No echemos el Canalillo en saco roto: una cinta de plata, álamos en las orillas...» Se aplaza el suicidio, por haber sobrevenido varias peripecias inesperadas, al cabo de las cuales Bermejo, en un acceso de arrebato, se arroja por el balcón a la calle. Gritos y lamentos. Reaparece a poco Bermejo, ileso. Ha caído sobre el toldo de una tienda que pertenece a unos parientes de su esposa; ha roto el toldo y luego ha venido a dar de rechazo sobre Hidalgo, aquel estudiante de Medicina que ideó lo del casamiento in articulo mortis, y le derrenga.
En el acto tercero, Bermejo está obeso como un cebón. Asistimos a varias asechanzas que los parientes e Hidalgo le tienden, por ver si al cabo revienta. En vano. El tío Valeriano llega a comprender el sentido trágico a la inversa que preside el curso de la vida de Bermejo. «A ese hombre—dice el tío Valeriano—le hacen la autopsia y engorda.»
El desenlace de la obra está hallado con notable agudeza.
Bermejo es un fresco, un pícaro, mezcla de estoico y sinvergüenza. Así como el estoico honrado se sobrepone a la fatalidad, aceptándola, el estoico pícaro se burla de ella, la torea y acaso llega a rendirla en su favor. Bermejo no es tal Bermejo; se llama Menacho. Los conatos de suicidio han sido contrahechos. Cuando se arrojó por el balcón, bien sabía que le amparaba el toldo... Faltándole qué comer y en dónde dormir, acostumbraba ingresar en los hospitales, simulando insólitas enfermedades. Cada vez que ponía en juego la combinación necesitaba una cédula falsa. Afortunadamente, la última cédula pertenecía a un individuo que ha muerto después de casarse sin saberlo, in extremis, con Carita. Conque ya tenemos a Carita viuda y millonaria.
Apuntemos ahora algunos defectos del teatro de Arniches. Cuando un escritor posee temperamento y cualidades sobresalientes de autor dramático—que tal es el caso de Arniches—, sus defectos suelen ser concesiones al gusto predominante de la época en que escribe: la inflazón del lenguaje de Shakespeare, el movimiento vertiginoso de las comedias de Lope, el ergotismo de los dramas de Calderón: la sentimentalidad de Racine.
Las preferencias y aversiones del espíritu español contemporáneo derivan de un sentimiento raíz, que difícilmente se hallará tan afirmado en ningún otro pueblo ni en ningún otro tiempo: el miedo a la verdad. La España de hoy (el hoy en la historia de un pueblo puede abarcar media centuria), se estremece con la sola presunción de tener que afrontar en algún momento la verdad. Quiere ignorar, lo quiere desesperadamente. Y como la función de patentizar la verdad corresponde a la inteligencia, España, que había comenzado por abdicar de la inteligencia, ha concluído por odiarla. El dicterio más apasionado es «intelectual».
El público teatral español pide a sus autores que satisfagan en alguna medida aquellas dos condiciones: primera, rehuir y rodear, con episodios y expedientes dilatorios, la emisión sincera y rotunda de la verdad; esquivar las situaciones extremas, distraer la atención de lo sustancial hacia lo accidental; en suma: lo que se llama habilidad comúnmente, y que ya hemos analizado en otro ensayo; segunda, respetar la abdicación que de su inteligencia ha hecho el público y darle gusto, abdicando también el autor de cuando en cuando, y no otra cosa es el retruécano o preferencia por la risa más plebeya y obtusa, la de origen fisiológico, con daño de la risa noble, de origen intelectual.
Los defectos de las obras de Arniches se ocasionan de la habilidad que muchos encarecen en este autor, y que las priva de plenitud, y del abuso del retruécano, que las priva de armonía. Hablo de las obras extensas, porque en las breves ha llegado con frecuencia a los aledaños de la perfección. Me queda por estudiar un punto importante: el astracanismo, plausible y artístico en Arniches, deplorable y vacío en sus imitadores.
Debo anticiparme a una probable objeción. Alguno de esos fiscales linces, atropellados y reparones, se adelantará a afirmar de ligero que las observaciones que aquí he explanado sobre la génesis y trascendencia de las dos obras extensas de Arniches, se las atribuyo, como claros y meditados propósitos artísticos, al autor, antes de aplicarse a escribir las obras. Lo rechazo. Tales inepcias no son de mi cosecha. El artista tiene la virtud de crear; el crítico está obligado a analizar. Encomiar la exquisitez de un melocotón no significa dar a entender que el árbol que lo ha producido ha estudiado química orgánica ni arboricultura. El hombre vulgar distingue un melocotón sabroso de uno insípido, o de uno de cera, con sólo tocarlo y probarlo. Luego, un químico analiza
la composición del fruto y un arboricultor
declara cuáles son las buenas cualidades
que residen en la condición
del árbol, y cuáles las malas,
que se deben a la condición
del ambiente
o al modo de
cultivo.
ON SU ULTIMA comedia, Don Juan, buena persona, los señores Alvarez Quintero han dado solución a un problema que hasta ahora se reputaba insoluble: han resuelto la cuadratura del círculo. No se vea en lo que decimos el menor asomo de ironía. Y aun añadimos que los señores Alvarez Quintero no han dado por chiripa con aquella peregrina solución, sino que adrede, en su nueva comedia, persiguieron compaginar lo que parecía irreductible, la bondad moral y el donjuanismo. No hay sino leer el título, que no puede ser obra de la casualidad. Don Juan, buena persona, es una antinomia, y viene a ser como decir la cuadratura del círculo. Hacer de un círculo un cuadrado no es cosa del otro jueves. Lo difícil es cuadrar el círculo sin despojarle de su naturaleza circular. De lo propia suerte, hacer de Don Juan una buena persona, es verosímil, sólo que al hacerse buena persona deja de ser Don Juan. Los señores Alvarez Quintero han querido trasmutar la esencia moral de Don Juan, sin por eso disiparle su legendaria esencia. Ambicioso empeño. ¿Lo consiguieron? Hemos comenzado por conceder que sí.
Recordemos ligeramente la genealogía literaria de Don Juan y algunos de los rasgos sobresalientes y perdurables con que se ha ido enriqueciendo su carácter. Comienza por apenas llamarse Pedro. La estirpe originaria de Don Juan no es noble, es plebeya, al contrario de Hamlet y Don Quijote, que uno era hijo de reyes y otro vástago de hidalgos. Y repárese que, dentro de un triángulo, cuyos ángulos fuesen estos tres personajes, acaso cupiera inscribir la incoercible infinitud y complejidad del tipo humano; Don Juan, la sensualidad, la ambición de conquistas palpables y de fama funesta, representa los sentidos, por eso es plebeyo; Don Quijote, la idealidad, la ambición de conquistas desinteresadas y de fama pulcra, representa el corazón, por eso es hidalgo; Hamlet, el examen crítico y trágico del valor último de cualquier conquista y acción, ya sea palpable, ya sea quimérica, de donde nace el desdén por la fama, representa la mente, por eso es príncipe. Don Juan, antes de llamarse Don Juan, es un ser anónimo que pulula en todas las literaturas populares de la Edad Media; es, simplemente, un hombre impío, alardoso de su impiedad, que por chanza convida a comer a un muerto o estatua. Tirso de Molina toma este individuo anónimo y con él forma su Don Juan Tenorio, burlador de Sevilla. El Don Juan, de Tirso, posee ya las cualidades donjuanescas definitivas. Nos encontramos, desde luego, con Don Juan en su plenitud, a modo de idea platónica, como arquetipo humano. Cada Don Juan posterior al de Tirso nada sustancial añade al arquetipo originario, sino que se distingue y define por la mayor notoriedad o simplificación de alguna de aquellas cualidades con que ya se nos mostró el de Tirso.
El Don Juan, de Tirso, es hermoso, apuesto y arrojado; aunque todavía mozo, ya corrido en años, y los años, colmados de aventuras y experiencia; impío, o lo que es lo mismo, despiadado, así para con lo divino como para con lo profano; es burlador profesional de hembras; mendaz de amor, artimañero, no solicita de la mujer sino los deleites efímeros de la carne, y, en habiéndolos gustado, olvídase de quien apasionadamente se los brindó. A pesar de todas estas cualidades, Don Juan no dejaría de ser un hombre reduplicadamente vulgar, puesto que no se mueve sino hacia la consumación del acto más vulgar de la existencia, acto que Don Juan jamás se cuida de ornamentar con arrequives y sutilezas estéticas ni espirituales; para él tanto monta la amorosa y pulida dama como la bronca y maloliente pescadora. Pero, en este copioso acarreo de vulgaridad, Tirso acertó a desentrañar un agente, un espíritu misterioso. Y así, Don Juan no sólo deja de ser vulgar, sino que representa una nueva interpretación de la vida humana y de las relaciones de los sexos. En otra parte (Las máscaras. Volumen I) hemos escrito: «La verdadera esencia del donjuanismo es el poder misterioso de fascinación, de embrujamiento por amor. El verdadero Don Juan es el de Tisbea, en Tirso de Molina, mujer brava y arisca con los hombres, pero que, apenas ve a Don Juan, se siente arder y pierde toda voluntad y freno; el Don Juan de Doña Inés en Zorrilla. Y en lo que aventaja Zorrilla a Tirso, es en haber exaltado poéticamente esta facultad diabólica de Don Juan. Don Juan no es Don Juan por haber ganado favores de infinitas mujeres con mentiras y promesas villanas, sino por haber arrebatado, aun cuando sea a una sola mujer, por seducción misteriosa, y empleo aquí la palabra seducción en su sentido propio, como enhechizo.»
En materias de amor, el arquetipo opuesto a Don Juan es Werther. Don Juan domina al amor. Werther es dominado por el amor. Mas no debe olvidarse que Werther no es un arquetipo creado por Goethe, ni representa una nueva interpretación de las relaciones de los sexos opuesta a otra preexistente: Don Juan, sí. El amor de Werther es el amor caballeresco y cristiano de la Edad Media europea, es el amor de Macías y Amadís, el amor sin carnaza, el amor puro, que mata al amador. Antes de Don Juan, era noción comúnmente recibida como evidente que el centro de la gravitación amorosa residía en la mujer; que el enhechizo o misterioso poder de fascinación y embrujamiento dimanaba de la mujer; que el varón iba a la hembra como van los ríos al mar (la Doña Inés, de Zorrilla, dice a Don Juan que se siente, arrastrada hacia él como va sorbido al mar un río), y por ende, que el primero en prendarse era el varón, y no aspiraba a ser correspondido sino después de acreditar altos merecimientos y fidelidad sin tacha. Donjuán viene a mudar los naturales términos de la mecánica del amor; el centro de gravitación y el fluido capcioso se oculta en él y de él dimana: Don Juan no ama, le aman. Y así resulta, curiosa paradoja, que el más varonil galán, galán de innumerables damas, pudiera asimismo decirse que es la dama indiferente de innumerables galanes, ya que ellas son quienes le buscan y siguen y se enamoran de él, que no él de ellas. Ninguna hace mella en su corazón ni en su recuerdo, y así a todas posee como esclavas (la servidumbre y rendimiento que cumple a todo fino amador, según el código amatorio caballeresco, los acoge para sí la dama frente a Don Juan, habiéndose manumitido Don Juan de tales preceptos; la amada pasa a ser amadora); pero de ninguna es poseído. Don Juan es como rey pródigo que va acuñando con su efigie monedas en metales diversos—oro, plata, cobre—, para luego despilfarrar el tesoro y olvidarse de cómo lo ha ido desparramando.
La hermosura y la impiedad, así religiosa como cordial, del Don Juan, de Tirso, se han perpetuado en todos los sucesores, a excepción del marqués de Bradomín, el cual, como se sabe, fué un Don Juan admirable y único: feo, católico y sentimental. Pero del marqués de Bradomín no es lícito afirmar que fué una buena persona, en el sentido corriente en que aplican este calificativo los señores Alvarez Quintero a su flamante Don Juan: buena persona, sinonimia de infeliz. En el marqués de Bradomín, a pesar de su catolicismo, acaso por eso mismo, lo diabólico del carácter donjuanesco adquiere señalada importancia y significación; porque, para ser diabólico, lo primero creer en el diablo. El marqués de Bradomín en cuanto católico creyente, es mucho más diabólico que el Don Juan de Zorrilla. Este último se mofa de las cosas invisibles de ultratumba porque no cree en ellas; luego su impiedad es fanfarronada gratuita ante un enemigo imaginario. Por eso, cuando a la postre ocurre que las cosas de ultratumba, abandonando el hermético reposo, vienen hacia él, a Don Juan se le eriza el cabello, cae de rodillas y encomienda su alma a Dios. Este Don Juan, de Zorrilla, con todas sus fanfarronadas y canallerías, en el fondo es un infeliz, una buena persona. Hasta en el ars amandi se delata de no muy docto, pues al habérselas por vez primera frente a la feminidad selecta y cándida adolescencia de Doña Inés se entrega como un doctrino, abomina de su mala vida pasada y quiere contraer matrimonio. Si en tal coyuntura el Don Juan, de Zorrilla, no ingresa en el apacible gremio de los casados, es por culpa del Comendador, que es un bruto, y no achaque ni tibieza de Don Juan. En lo que es sutilmente diabólico, aun sin él mismo proponérselo, el carácter del Don Juan, de Zorrilla, es en la facultad de seducción con que enhechiza a Doña Inés, en el encanto irresistible que de su persona se desprende y que, atravesando de claro los recios muros del convento, llega hasta la celda en donde vive, recoleta,
la novicia, y la envuelve, penetra y
enamora, de suerte que ya, antes de
haberlo contemplado con ojos
mortales, Doña Inés se entrega
a Don Juan en
pensamiento.
N SUS OJOS RESIDE el amor; por lo cual, cuantas mira le parecen hermosas y amables. Por donde él pasa todas las hembras se vuelven a contemplarle y pone miedo en el corazón de aquella a quien saluda.» ¿Es esto una pintura de Don Juan? No..., es la pintura de Beatriz por el Dante; claro está, con leves modificaciones, y trocados los géneros:
Hay en la declinación de los siglos medios europeos un menudo, soleado y florido trozo de la tierra, en el cual la visión y conducta de la vida alcanzaron sutilidad y pulcritud insuperadas. «Todas las cosas divinas de la existencia hanse propagado—escribe un poeta inglés moderno, Ford Madox Hueffer—desde aquel paraje en donde se alza el Castillo del Amor, entre Arlés y Avignon. De allí remontaron el curso del Ródano, cruzaron la Isla de Francia y el Paso de Calais, arribaron al puerto de Londres, a Oxford, a Edimburgo, a Dublin, y pasaron también, aunque corto trecho, allende el Rhin.» Las cosas divinas de la existencia, a que alude el poeta, los adorables ornamentos de nuestros días mortales, la finura y delicada susceptibilidad, así del ánima como de los sentidos, todo eso, que todavía hoy perdura y hace hermandad de cuantos hombres—dondequiera que hayan nacido—en ello fían y hacia ello anhelan, ese ideal supremo en lo humano, se realizó por vez primera en Provenza, jardín dilecto de la sapiencia elegante, terruño de Francia empapado en sustancia italiana, grecolatina. Olvida el poeta inglés añadir—y no es como para que nos enojemos—que la sonrisa provenzal, cabalgando la barrera áspera de los Pirineos, divagó, a lo largo de las calzadas romanas de Cantabria, con derrota a Compostela; prendió en los labios líricos del alma galaico portuguesa, y de allí pasó a Castilla, donde mostrarse con un gesto huidero, acaso mentido, a flor de piel.
Y ¿qué fué la Provenza de los postreros años medioevales y los presuntos años renacentistas? Fué el connubio perfecto, largos siglos presentido y a la postre consumado, del cristianismo y del paganismo, del culto del espíritu y del culto de la forma. Cientos de años antes, en Alejandría, cristianismo y paganismo se habían buscado, en cópula frustrada. Mas Provenza fué como una maravillosa trasustanciación; paganización del cristianismo o cristianización del paganismo, tanto monta.
En Provenza, el hombre se coloca al fin en una posición ecuánime frente al Universo. El pagano no veía en el mundo sino las actitudes formales de la materia, su necesidad, su equilibrio, su belleza sensible—mundus, en latín, quiere decir limpio y hermoso—. El cristiano desdeñaba la aplaciente corporeidad del mundo, como apariencia engañosa; para él no existía la materia, sino el principio creador, el espíritu arcano, la realidad moral de la conciencia. Funde el provenzal entrambas emociones, y exclama: el mundo es bello, amable y sin tacha, por ser expresión patente del espíritu, de la belleza increada. La Verdad, el Bien y la Belleza son uno y lo mismo, como quería Platón. Pero Verdad, Bien y Belleza, los más altos, los primordiales, residen, como atributos, sólo en Dios; y las cosas perecederas de aquí abajo, todas ellas creación y reflejo gradual del espíritu y voluntad divinos, desde la materia inerte hasta la materia más embebida de conocimiento—o sea, la criatura humana—, se van ordenando en una jerarquía ascendente de mayor Verdad, Bien y Belleza, según se aproximan más a su origen eterno y espejan más de cerca el rostro de Dios, incógnito si no es a través de sus obras terrenales. El agente del universo, la energía que todo mueve, propaga y muda, es Amor. Amor de mejores quilates y más subida progenie cuanto más digno es su objeto y más sus actos se emancipan de la tutela y halago de los sentidos. Y aquel último estadio del amor ideal se ha de llamar, a la griega, amor platónico. La vida, en Provenza, se exalta en su sentido religioso y ritual. La religión es la del Amor. Se codifica el amor y se teologiza sobre el amor. En el Código del Amor (siglo XII) constan estos artículos: Nemo duplici potest amore ligare, no cabe entregarse a dos amores; Verus amans nihil beatum credit, nisi quod cogitat amanti placere, el verdadero amador nada halla agradable sino en lo que presume que ha de agradar a la amada; Non solet amare quem nimia voluptatis abundanta vexat, estorba al amor el hábito de la baja voluptuosidad. Y Dante, gran teólogo de Amor, como Petrarca, inicia su alada canción de «La Vita Nova»: Donne, che avete intelletto d’amore. ¿Por qué el Amor ha de cobijarse ante todo en el entendimiento? Porque el verdadero Amor se orienta hacia la hermosura ideal, la cual percibe el entendimiento. En el epistolario de Lope de Vega al duque de Sessa, leemos: «Amor, definido de los filósofos, es deseo de hermosura; y de los que no lo somos es deleite añadido a la común naturaleza.» Vemos cómo Lope, creador de la dramaturgia hispana, burla discretamente el sentido filosófico del Amor y no advierte en él sino el deleite que apetece la común naturaleza.
¿Y cuál era, según la doctrina provenzal, objeto más digno de amor, hermosura más acrisolada y eminente, forma mortal más pareja del inmortal arquetipo: la belleza masculina o la belleza femenina? La mujer. Y así, la mujer ocupaba el solio de la belleza visible; era la reina de las Cortes de Amor, y el hombre su rendido cortesano. Dante va más allá: encumbra a Beatriz hasta el Paraíso, para que desde allí declare el orden del Universo.
Tal fué el concepto del amor trovadoril y caballeresco. La almendra de este árbol benigno y perfumado hay que ir a buscarla, centurias hacia atrás, en el sombroso y contemplativo huerto de Academo. Este concepto es una prerrogativa occidental y grecolatina.
Frente al concepto caballeresco del amor se yergue alardoso Don Juan, y desenvainando su espada de gavilanes, éntrase, hazañero y sin escrúpulo, por los dominios en donde la mujer imperaba como soberana, la destrona, la somete y proclama al varón rey del sexo. Don Juan es un revolucionario del amor tradicional, sin duda; pero su concepto del amor, ¿es acaso invención personal suya?
Así como el amor caballeresco es de origen occidental y grecolatino, el amor donjuanesco es de oriundez oriental y semita. Ya en la Biblia constan las proposiciones precisamente contrapuestas a los postulados amatorios de la doctrina provenzal, griega y romana. Platón llega hasta Dios por la vía intelectual y se lo representa como idea pura, todo armonía y serenidad. El hebreo necesita ver con los ojos a su Jehová, tremendo e iracundo, y a poco de no haberlo visto se olvida de él por el becerro de oro. El ser más vil y despreciado de la Biblia es la ramera—sacerdotisa del amor—; es, dice el Eclesiastés, como el estiércol de los caminos, que pisan todos los viandantes. Pero la ramera, en Atenas, es la hetaira, la cortesana por antonomasia, la flor de la feminidad, cuerpo adorable y mente deliciosa, solicitada amiga de filósofos y estadistas. El griego decía a la mujer, su esposa (Jenofonte, Economía): «dulcísima felicidad la mía, pues que tú, más perfecta que yo, me has hecho tu siervo». Para el hebreo, la mujer era el vaso paciente de la lujuria masculina. La Biblia, entre las cosas que pasan sin dejar rastro ni mancharse, enumera la sombra sobre el muro, la sierpe entre la hierba, el hombre por la mujer, significando, por analogía del último término con los otros dos, no que en realidad la mujer permanezca sin rastro (¡vaya si queda rastro!), sino que el hombre ha de entender que ha pasado sin mancharse.
Dos religiones han derivado del judaísmo: la cristiana y la mahometana; una occidental, otra oriental. Con decir que el cristianismo es una religión occidental va presupuesto que su esencia nada tiene de común con el judaísmo. Si en el acto carnal la mujer, según el judaísmo, comete abominación, en tanto el hombre sale sin mancharse, contrariamente el cristianismo comienza por hacer nacer a Dios hecho carne de una mujer que concibe sin pecado y sin obra de varón. El judaísmo, con su propensión sensual, luctuosa y materialista, se reproduce en su hijuela, el mahometismo; y en cuanto a la manera y usos del amor, el mahometismo exalta la precedencia del varón y exacerba el sometimiento de la mujer. El varón es el núcleo de un sistema; las hembras, innumerables, giran en torno, alampadas por un donativo de amor despectivo o quizás premioso.
Es de protocolo que, cuando un escritor español diserta sobre el tipo de Don Juan, afirme en un ditirambo de patrio orgullo que Don Juan no pudo ser sino español. Y las razones que se aducen son su gallardía, su generosidad, su valor, su vanagloria. Si Don Juan, junto con estas cualidades, no hubiera acreditado ciertos defectos peculiares suyos, cierto que no sería Don Juan. Revilla—un crítico olvidado—escribió: «Como carácter individual, es exclusivamente propio de España. Es la personificación acabada del carácter andaluz.» Concedido; lo es, no por alabancioso y alborotado; lo es por su concepto mahometano, semítico, del amor. En efecto: Don Juan no pudo ser sino español, porque de las comarcas occidentales sólo en España dominaron siglos los moros. Es seguro que por las venas de Don Juan corría sangre mora y judía. Como antecedentes literarios del tipo del Don Juan, de Tirso, se indican otros dos atropellados galanes: el Leónido, en Fianza satisfecha, de Lope; y el Lencino, en El Infamador, de Juan de la Cueva. En cuanto al Lencino, juzgo evidente la opinión de Hazañas la Rúa (Génesis y desarrollo de la leyenda de Don Juan Tenorio), y de Icaza (edición de Juan de la Cueva), los cuales niegan todo parentesco artístico entre ambos personajes, Lencino y Don Juan. Tampoco se echa de ver que Don Juan venga, literariamente, de Leónido. Pero, aunque no literariamente, es notorio que Don Juan se asemeja a casi todos los galanes del teatro de Lope en profesar y cumplir aquella noción semítica del amor, que el propio Lope profesaba y cumplía, y que con tan paladina sobriedad formula en su carta al duque de Sessa: amor, antes que deseo de hermosura, es deleite añadido a la común naturaleza. Ese amador medio cristiano y medio mahometano—así como el amador provenzal era medio cristiano y medio pagano—, frecuente e indeterminado antes de Tirso, cuájase, al cabo, con vida propia y rasgos definidos en el Don Juan Tenorio. Y acaso al hecho de ser Don Juan tan
distinto y encontrado con todos los demás
galanes de las literaturas europeas
(Don Juan es, come Beatriz, el que
declara un orden del universo)
debió su buena fortuna
por el mundo
el drama de
Tirso.
ECÍAMOS QUE Don Juan, en Tirso, aparece ya con todas sus cualidades características, o, si se nos permite la expresión, con todas sus cualidades biológicas. Y añadíamos que cada Don Juan posterior nada añade al Don Juan originario, sino que se distingue y define por la mayor notoriedad o simplificación de alguna de aquellas cualidades con que ya se nos había mostrado en Tirso.
En este veloz y esquemático análisis que venimos haciendo del carácter de Don Juan, hemos prescindido hasta ahora de sus cualidades llamativas y sobresalientes, entre tanto que parábamos cierta atención en aquella otra cualidad más peculiar y recóndita, de la cual, a nuestro entender, todas las demás se derivan. Buffon explica la extraña apariencia de la tortuga a causa de poseer un corazón de hechura extraña. En zoología, la gran división fundamental—por estribar en el hecho más recóndito y permanente—en animales vertebrados e invertebrados, es la última que aparece en el orden del tiempo. Antes de llegar a descubrirla, eran clasificados los animales conforme a ciertos rasgos externos y circunstanciales, que en rigor no denotaban ningún parentesco genealógico ni afinidad de caracteres. Fué menester prescindir de lo más obvio y superficial, de lo que ante todo se echaba de ver, y profundizar hasta descubrir lo que estaba encubierto, lo que no se veía, el esqueleto, lo que realmente diferencia a unos géneros de otros.
Hasta ahora nos hemos detenido a subrayar la cualidad intrínseca de Don Juan, o sea su obsesión carnal y procedimiento con que la satisface. El Don Juan, de Tirso, carece de todos los sentidos superiores: el sentido religioso, el sentido moral, el sentido social, el sentido estético. Los griegos querían que los sentidos estéticos fuesen el de la vista, que percibe la hermosura de las formas y colores, y el del oído, por donde penetra la armonía y el ritmo. Don Juan, huérfano de sensibilidad estética, no cuida si la mujer deseada es hermosa o fea; le basta que sea novia o mujer de un amigo. Es más: Don Juan procura el logro de sus ansias torpes haciéndose pasar por el amado de la mujer, para lo cual busca que al engaño le venga en ayuda la complicidad de la tiniebla, celadora de toda hermosura visible. Si del sentido de la audición se trata, a Don Juan no le hieren los trágicos gemidos de las víctimas ni las imprecaciones de los vengadores. Toda la susceptibilidad musical del Don Juan, de Zorrilla, por ejemplo, se contiene y agota en aquella estrofa inicial del drama:
Y en cuanto al sentido del olfato, es de presumir que Tisbea, zahareña pescadora, no olía a nardos y jazmines. Don Juan, desamparado o desdeñoso de los tres más finos sentidos, compensa la falta con el ejercicio infatigable de los dos que le restan: el del gusto y el del contacto, ministriles acreditados del amor sensual. Don Juan vive para el amor. Pero Don Juan no es encarnación representativa del Amor, tirano de la naturaleza. Cierto que el espíritu que impele al mundo en su fluir perdurable es el amor, puesto que todo tiende a reproducirse. Pero hay jerarquías de amor. En el mundo inorgánico, la formación de los cristales es una manera de reproducción; amor purísimo y asexual. En el reino de los seres organizados, de la cándida cópula de estambres y pistilos en el cáliz de la azucena, o de la contingencia sexual de la palmera macho y de la hembra, por delegación en el viento, al amor y voluptuosas bizarrías de Don Juan, hay notable diferencia. En el amor de los seres naturales privados de conciencia el acto es inocente y la finalidad notoria: la perpetuación. Don Juan es—enorme paradoja—el garañón estéril. No se sabe que Don Juan haya tenido hijos. Si Don Juan fuese todo esto, pero únicamente todo esto, que es lo externo y derivado, no pasaría de vulgar libertino. Pero Don Juan, esencialmente, es el enhechizo por amor, es una idea absoluta en la relación de los sexos, es la transferencia del centro de la gravitación amorosa desde la hembra al varón. En la idea occidental, la dinámica humana se sustenta en equilibrio alrededor del sol de la hermosura, figurado en la mujer. Pero Don Juan se nos presenta desde su nacimiento como la realización estética de aquel concepto oriental que Heliogábalo quiso importar a Roma desde Oriente con el culto de la sagrada piedra lunar, de cónico perfil, ruda simulación del falo, el cual los semitas imaginaron como eje donde rueda el Universo.
Trasladada la gravitación amorosa sobre el centro masculino, la iniciativa pasa automáticamente a la mujer. Ya no son los hombres quienes buscan la hembra, sino las mujeres quienes persiguen al varón. Sutilizando un poco más en esta interpretación de las relaciones sexuales, se advierte que ya no es la mujer juguete o víctima del hombre, sino viceversa. Dijérase, a lo primero, que Don Juan domeña y hace víctimas a las mujeres; mas, si bien se mira, él es la víctima y el domeñado. Por donde ya el Don Juan, de Tirso, es, sin darse cuenta, una buena persona, en el sentido de infeliz, que piensa estar obrando libremente y burlando mujeres, como un terrible y desatentado libertino, cuando el burlado es él y sus acciones le son dictadas por la fatalidad que consigo lleva.
Después del de Tirso se multiplican los Don Juanes. Pero estos primeros y numerosos Don Juanes de los siglos XVII y XVIII no reproducen del Don Juan auténtico sino las cualidades superficiales y derivadas. Son, ante todo, libertinos sin nobleza ni sensibilidad artística. En el Don Juan, de Molière, se manifiestan ya ciertas dotes elevadas: es un filósofo, un hombre refinado, psicólogo penetrante, buen discernidor de belleza.
Pero es menester llegar hasta el don Juan, de Byron, para hallar la esencia germinal del donjuanismo desarrollada con amplitud y en abundancia florecida. Comienza Byron por afirmar:
(El nombre del padre de Don Juan era José—Don, naturalmente—. Un hidalgo cabal, sin veta alguna de sangre mora ni judía.) En este particular Byron se equivoca. No cabe duda que Don Juan estaba infeccionado de morería y judaísmo. Mozalbillo, Don Juan es iniciado en los turbios misterios del amor carnal por una amiga de su madre. La primera amante del Don Juan, de Byron, llamada doña Julia, era de oriundez árabe; su tatarabuela, granadina de los tiempos de Boabdil. Como se supone, entre una dama ardiente y ducha en ardides de amor y un mancebo virgen e inexperto, el hombre es el sometido. Don Juan, en creciendo, conoce—in sensu bíblico—copioso repertorio de mujeres; pero ya para siempre permanece, respecto de ellas, en aquella situación de inferioridad con que fué iniciado. Los antecesores del Don Juan, de Byron, eran áridos para el amor cordial, no amaban nunca. El Don Juan, de Byron, ama siempre, se entrega todas las veces, adora como un niño, sin por eso dejar de gozarse como un adulto. Muda de amores, no por saciedad de lascivia y concupiscencia de diversidad, sino porque las mujeres se lo van arrebatando unas a otras.
Byron expone en su poema del Don Juan una filosofía amorosa cuyos extremos más simples son éstos: la Eva es eternamente débil; su fuerza estriba en su misma debilidad; es sacerdotisa del amor, y nada más; inferior al hombre en todo, le domina por la estratagema amorosa; Don Juan no es ave de rapiña, sino presa ignorante; no conquista; es conquistado; hombre y mujer son adversarios, a ver quién vence a quien; vence la mujer, porque el hombre procede más abiertamente, y, por tanto, con desventaja.
«¡Oh amor!—exclama Byron—, ¿por qué conviertes caso funesto el hecho de ser amado? ¿Por qué ciñes con guirnalda de ciprés las sienes de tus devotos, y has elegido el suspiro como tu mejor intérprete?» Y más adelante: «En su primera pasión, la mujer ama al amador; en todas las demás, ya no ama sino el amor. El amor se convierte para ella en una rutina, y va ajustándose los amores sucesivos con frágil indiferencia, como un guante holgado. Sólo un hombre agitó su corazón en un principio; luego prefiere del hombre el número plural. ¡Oh melancólico y temeroso signo de la fragilidad humana, de la humana locura, también del humano crimen! Amor y matrimonio, rara vez van de concierto, aunque uno y otro descienden del mismo origen; pero el matrimonio sale del amor, como el vinagre del vino.» He aquí la razón de que Don Juan no se case. Don Juan ama; más aún: Don Juan ama a todas las mujeres con quienes ha tropezado. Don Juan, en la pérfida liza del amor, se conduce como una buena persona.
El Don Juan, de los Quintero, es, en el conjunto de todos los Don Juanes, el más próximo al Don Juan, de Byron; así como la Amalia, de Don Juan, buena persona, se ajusta al tipo sintético de la Eva byroniana. En el poema de Byron consta—para que nada se eche de menos en el mujeril repertorio—el amor que Don Juan provoca en la mujer intelectual, en la bachillera. También en la comedia de los Quintero, una bachillera (a lo español, claro está) traza su órbita propia entre los satélites de Don Juan. Estas coincidencias, que nada tienen de baja imitación literaria, pueden ser obra, bien de un lícito propósito deliberado, o bien de la intuición artística de los Quintero. Si lo primero, demuestran maduro talento; si lo segundo, revelan rara sagacidad humana. En uno y otro caso, merecen admiración.
Otro día proseguiremos examinando más
Don Juanes célebres, y su reflejo o
correspondencia en la última
comedia de los
Quintero.
EMOS DICHO que la idea vertebral de Don Juan, la fuerza interior que le sustenta tan arrogante y erguido frente al mundo, recóndita la médula que se alberga en sus duros huesos, es aquella noción semítica de que el centro de gravedad sexual reside en el varón y no en la hembra. Presentábamos, como noción exactamente contrapuesta, el devoto culto grecolatino y occidental por la mujer, cuya liturgia más rica y poética se canonizó en la doctrina amatoria provenzal. Y atribuíamos la boga y pronto suceso de nuestro sevillano burlador al contraste insolente que ofrecía junto a los acostumbrados donceles caballerescos.
Hasta ahora nos hemos estrechado a describir la línea genealógica de aquellos Don Juanes que muestran, sobre todo, acusada la cualidad hereditaria más característica, o sea la de atraer el amor, en lugar de sentirse atraídos por el amor. Y de esta línea genealógica señalábamos como vástago conspicuo el Don Juan, de Byron. Pero en Byron, inglés y romántico, la medula de los huesos era caballeresca, que no semítica, y así, el Don Juan que engendró, aunque más Don Juan que casi todos los anteriores, siente bullir en sus entrañas el atavismo occidental y cae, no pocas veces, en flaquezas sentimentales a lo Amadís. El Don Juan, de Byron, aspira hacia el amor puro, platónico; se pasma, dolorido, de que amor y matrimonio no se compadezcan, porque el matrimonio se origina del amor, como el vinagre del vino. Así pensaban los exégetas y teólogos de amor en Provenza. Los testimonios que permanecen de las cortes de amor provenzales, compuestas y presididas por damas donosas y honestas, como la condesa de Champaña, hija de Leonor de Aquitania, y la vizcondesa Ermengarda de Narbona, determinan que el amor verdadero no cabe entre casados, y así, se recuerda que un tal Perdigón rehusó tomar en matrimonio a Isoarda de Roquefeuille, por temor a dejar de amarla, caso extraordinario de amorosa determinación, aunque no tanto como lo acaecido a Pons de Capdeuil, que perseveró en amar a Blanca de Flassens a pesar de haberse casado con ella.
El Don Juan byroniano, mestizo de inglés y andaluz, se purga de toda reliquia occidental y caballeresca, y aunque del todo inglés en lo episódico, es al propio tiempo del todo semítico en lo sustancial al rebrotar en uno de los más nuevos retoños del donjuanismo, el Don Juan, de Bernard Shaw.
El Don Juan, de Bernard Shaw, lleva por nombre Tanner, reminiscencia deliberada del Tenorio español; sólo se llama Don Juan en una expedición soñada que hace al infierno. La comedia en que figuran Tanner y Don Juan se titula Man and Superman.
Analizar esta obra dentro de la dramaturgia de Bernard Shaw nos alargaría demasiado lejos. Pero no será inoportuno insinuar lo más preciso acerca de su dramaturgia.
La originalidad de Bernard Shaw en la historia del arte dramático no consiste en una diferencia de manera o estilo, ni en la invención de un nuevo procedimiento, ni en la mayor intensidad de sus creaciones, ni en la asimilación de asuntos y temas que antes de él se reputasen irrepresentables. Es la suya una originalidad de concepto. Expliquemos este distingo. Todas las maneras, procedimientos y asuntos del arte dramático hasta Bernard Shaw, aun los más dispares y contrapuestos, tenían esto de común; el concepto de que la materia estética del arte dramático abarca únicamente la vida emocional de los individuos—sentimientos, afectos y pasiones—. El autor dramático se propone una empresa sobremanera dificultosa: amalgamar lo disperso, infundir homogeneidad en lo heterogéneo, fundir una muchedumbre de personas en una sola persona colectiva, unificar lo vario y discrepante. Para eso, el autor dramático lo primero que procura es despertar el interés, atraer la atención. Pero el autor dramático sabe, o debe saber, que la atención, en cuanto operación intelectual provocada por estímulos intelectuales, es aptitud rarísima, de que son capaces, por excepción, las inteligencias superiores y cultivadas. ¿Cuántos oyentes consiguen escuchar atentamente el curso de una conferencia, aunque no dure más de media hora? Escasísimos. Por eso, el interés intelectual no puede ser el agente de cohesión de un público. El público de una conferencia no está unificado, como lo está el público de una obra dramática. Si la atención intelectual es rara, la atención emocional es el más espontáneo raudo y general movimiento de la humana psicología. Trece mil espectadores hay en una plaza de toros—lo mismo da si fuesen ciento treinta mil—; están viendo siempre las mismas cosas, siempre con la misma atención. En una casa de vecindad se oye un grito lamentoso. Al instante, ventanas y corredores se pueblan de rostros expectantes. Se ha suscitado, al proviso, el interés emocional. «Algo grave ha pasado», piensan los curiosos. Justamente, la atención emocional se designa en el uso común como curiosidad. La curiosidad apetece acontecimientos graves e insólitos. Los sucesos graves e insólitos se engendran, o bien por casualidad, y es una desgracia que apenas sostiene unos instantes la atención de los curiosos, o bien por conflagración y choque de sentimientos y pasiones, como en un crimen, y entonces sirve de pábulo inagotable a la curiosidad. De aquí que el arte dramático, cuya finalidad inmediata siempre será unificar a las muchedumbres mediante el interés emocional, si bien con diversas fórmulas, procedimientos y asuntos, según cada autor, se ha ceñido constantemente a presentar en escena seres humanos muy individualizados que hubieran podido vivir en la vida real tales cuales son en la vida escénica, de suerte que el espectador asiste, como desde dentro de las almas, ya a los acontecimientos sucesivos por cuya virtud e influencia se van desarrollando en algunos de aquellos seres humanos de clara individualidad un sentimiento, un afecto o una pasión, en suma, un carácter, o ya a los acontecimientos insólitos, por lo cómicos o por lo graves, que sobrevienen a causa del choque de los afectos, sentimientos y pasiones con que aquellos mismos individuos se nos dan a conocer desde luego en el principio de la obra dramática como caracteres. La materia estética del arte dramático, hasta Bernard Shaw, encerraba exclusivamente la vida emocional de los individuos. ¿Y el teatro de ideas?, se nos objetará. El mal llamado teatro de ideas es asimismo teatro de emociones, teatro de acción. Recordemos la obra más conocida de Ibsen, Casa de Muñecas. Sus personajes centrales son un marido y una mujer, Torvaldo y Nora, fuertemente individualizados en su fisonomía y en sus sentimientos. Torvaldo no es el marido en abstracto, entelequia ideal de aquello en que son semejantes todos los maridos, ni es Nora la esposa en abstracto, uno y otro tales como los imaginaría el moralista y el legislador, a fin de persuadir y obligar a las normas y leyes por que ha de regirse la unión matrimonial, en abstracto. Nada de eso. Torvaldo es Torvaldo; Nora es Nora; él es él, y ella es ella; individuos concretos, diferentes de todos los maridos y mujeres habidos y por haber, aunque, como todos ellos, ligados por la atadura connubial, y sólo en este extremo semejantes a los demás matrimonios. Y sin embargo—quizás alguno prosiga objetando—, Casa de Muñecas es un drama de ideas, encierra una tesis y pretende demostrar un principio de conducta. Es un drama de ideas, sí. Pero ¿cómo? ¿Acaso porque su materia estética son las ideas en lugar de los afectos? No. La protagonista sostiene el derecho de la mujer a emanciparse. Cierto. Pero lo sostiene al final de la obra. En el resto de la obra hemos presenciado una serie de acontecimientos, motivados en la vida afectiva, por cuya virtud e influencia se han ido modificando los afectos de Nora, hasta alcanzar un climax tan intenso dentro de la conciencia, que exigen perentoriamente ser traducidos en una expresión precisa y absoluta, esto es, en una idea o sistema de ideas, y es lógico que en este punto concluya la obra. Así, es obra de ideas, dramáticamente, aquella en que el autor nos inicia en la misteriosa transformación de lo concreto en abstracto de lo emocional en intelectual; pero la materia estética no por eso deja de ser lo concreto y lo emocional, aunque su finalidad sea de linaje intelectual o ético, como una estatua no deja de perseverar en su naturaleza escultórica, esté destinada a un jardín, a un templo o a decorar un edificio. Dicho en otras palabras, el drama de ideas legitima las ideas haciéndonos asistir al acto de su nacimiento. El teatro de Shakespeare es, sin duda, un vasto almacén de ideas; pero las ideas aquí no son madres, como en un tratado de filosofía, sino hijas de una poderosa emoción o pasión, y su doloroso alumbramiento nos es visible y sensible porque participamos de aquella misma emoción o pasión. Esto en cuanto a las ideas. ¿Y en cuánto a que una obra dramática demuestra una tesis? Si la materia estética es lo concreto y emocional, el drama no puede demostrar una tesis, porque una tesis se demuestra, o por vía lógica, o por vía experimental: lo lógico contradice lo emocional; y en lo atañedero a lo experimental, la demostración procede por la acumulación de casos idénticos, y la obra dramática se halla circunscrita a uno solo. Cuando el autor dramático es, además, un pensador, y se inclina hacia una misión apostólica, entonces muestra una tesis, pero no la demuestra. La tesis es, o de orden moral, o de orden jurídico. La ética no se aviene con la demostración. La demostración viene a decir: «esto tiene que ser así, fatalmente». La ética se conforma con aconsejar: «esto debiera ser así». La tesis jurídica es tesis por estar en oposición con una ley establecida, pues, de estar en conformidad, nada habría ya que mostrar ni demostrar. La ley sólo es ley exacta y justa en tanto previene y comprende todos los casos, todas las posibilidades que le conciernen. El pensador—sea autor dramático, sea tratadista—muestra aquellos casos, quizás aquel caso único, en que la ley, por deficiente, causa quebranto y desdicha. No entra en el ánimo del pensador demostrar que aquel único caso se convierta necesariamente en ley general, sino mostrar que la ley, en un caso único, es injusta, y, por lo tanto, debe sufrir enmienda. Muy profundamente advierte Stuart Mill que en un país en donde todos los habitantes profesan la misma religión basta que uno solo comulgue en otra distinta para que se deba promulgar la ley de la libertad de cultos.
Pasemos ahora a examinar por lo somero el concepto dramático de Bernard Shaw. Este autor, lejos de entender que el dramaturgo persigue la unificación del público por la simpatía emocional, piensa que, por el contrario, la obra teatral cumple mejor sus fines cuanto más acremente diversifica, escinde y opone en varias y litigiosas partes al auditorio, y esto, mediante ásperos estímulos intelectuales. Si las pasiones, sentimientos y afectos engendran ideas, no es menos evidente que la ideas engendran afectos, sentimientos y pasiones. Luego es hacedero, a veces, despertar y mantener el interés de un público por motivos intelectuales, a condición que las ideas sean de linaje tan exaltado que provoquen reacciones apasionadas, ya de adhesión, ya de reprobación. Prueba de que esto es verdad nos la ofrece la vida cotidiana con sus infatigables disputas por cuestión de ideas. Pero no basta una idea cualquiera para ser materia dramática. Han de ser aquellas que Ganivet denominó «ideas picudas», ideas agresivas; las ideas ya desgajadas de la matriz emocional, viviendo por sí mismas y luchando por la vida y el imperio; las ideas en su período de belicosidad, y huelga agregar que serán ideas mozas y robustas. Así como en los demás autores dramáticos la cantera de donde se extraen los materiales artísticos es el corazón, en Bernard Shaw es el cerebro. Cada obra shawiana es una polémica. Los personajes son entes desencarnados de su individualidad, son criaturas genéricas. Si a Bernard Shaw se le hubiera ocurrido escribir Casa de Muñecas, Torvaldo sería la síntesis de todos los maridos, y Nora la síntesis de todas las mujeres casadas, y ya desde la primera escena comenzarían a discutir el problema del matrimonio: el uno, con ideología masculina; la otra, con ideología femenina. También los personajes de la comedia clásica son criaturas genéricas; Harpagón no es un avaro, sino el avaro, como Tartufo no es un hipócrita, sino el hipócrita. De aquí que las obras que produce Bernard Shaw son casi todas comedias, y de ahí la comicidad de su estilo. Pero repárese que los personajes de la comedia clásica simbolizan un vicio del ánimo, o perversión de afectos, sentimientos y pasiones, en tanto los de Bernard Shaw representan una manera de pensar, más que de obrar, o si se quiere, un vicio o defecto de la inteligencia; el de medir el mundo con escaso rasero. El de Bernard Shaw sí es teatro de ideas.
Quizás en lo venidero dediquemos a Bernard
Shaw un estudio más circunstanciado.
Por ahora excuse
el lector este
inciso.
AN AND SUPERMAN, la obra de Bernard Shaw, es una obra de ideas. Son ideas dramáticas, polémicas, activas; ideas sobre la relación de los sexos. No ya sobre la posible armonía o legal convivencia de varón y mujer, que esto sería ya la idea del matrimonio, sino sobre la posición originaria, biológica y fatal del hombre con respecto a la hembra y de la hembra frente al hombre. Y dado el concepto intrínseco de la dramaturgia shawiana, claro está que los dos protagonistas Tanner y Ann, esto es, Tenorio y Doña Ana, no son dos personajes individualizados, sino dos ideas genéricas; el eterno masculino y el eterno femenino. La acción de la comedia se simplifica así, de suerte que toda ella pudiera condensarse, como corolario de teorema, en términos no diferentes de éstos; el eterno femenino sigue, persigue, atosiga y acorrala al eterno masculino. No es Tenorio quien corteja y engaña a Doña Ana, sino al revés.
Los prefacios, a veces muy latos, con que Bernard Shaw acompaña sus obras dramáticas, suelen ser tan interesantes como la obra misma, y desde luego más inteligibles. Se explica. Las ideas que en la comedia se revisten de cuerpo y actúan como personas son ideas fragmentarias, visiones unilaterales del mundo. Pugnan entre sí, acaso una triunfa sobre las otras; mas no por eso triunfa con ellas la verdad absoluta, porque las ideas no son por sí la verdad, antes bien, eslabones de la verdad; no está todo el firmamento en una sola constelación. Y en los prefacios, Bernard Shaw nos ofrece un epítome concertado de aquellas ideas entre sí hostiles.
Hojearemos con brevedad el prefacio de Man and Superman.
Comienza por indicar que acaso «produzca desilusión una comedia de Don Juan en la cual no sale ninguna de las mille e tre aventuras del héroe». Y ya con esto queda dilucidado que para Bernard Shaw la sustancia o idea del donjuanismo no es cuestión del número de aventuras, sino del carácter de una sola de las aventuras.
Señala, a seguida, el autor que «el teatro inglés contemporáneo—y el de todas partes, añadiremos—parece como si estuviera constreñido a emplearse casi exclusivamente en casos de atracción sexual y amorosas intrigas, y al propio tiempo le fuera vedado descubrir los incidentes de dicha atracción o discutir su naturaleza». Por donde se adivina que, según Shaw, un drama sobre Don Juan debe ante todo descubrir los incidentes y revelar la naturaleza de la atracción de los sexos.
«Me he preguntado ¿qué es Don Juan? Vulgarmente, un libertino.» Pero, prosigue Shaw, ese es el lado vulgar de Don Juan, pues no hay carácter humano que adquiera universalidad si no se le compagina y anuncia con cierta dosis y algún aspecto de vulgaridad. El verdadero, el que Shaw busca, es el Don Juan «en su sentido filosófico».
Consagra Shaw un recuerdo al Don Juan de la tradición, tal como quisieron verlo ojos inquietos y superficiales. Comenzó Tirso con una pieza religiosa, cuya intención era mover espanto en los pecadores y persuadirles a arrepentirse con tiempo. El mundo no quiso escuchar el sabio consejo del fraile mercenario, ni acertó a convencerse de la urgencia inmediata del arrepentimiento, escarmentando en la cabeza del Burlador de Sevilla. Por el contrario, la osadía de Don Juan, declarándose poco menos que enemigo personal de Dios, cayó simpática y le granjeó la admiración de los hombres, al modo de un nuevo Prometeo. Sea en uno o en otro sentido, este Don Juan de la tradición lleva consigo una valuación moral y religiosa. Shaw considera el de Mozart como el último de estos Don Juanes tradicionales. Al cabo, en el siglo XIX, Don Juan se define «ha cambiado de sexo, se ha convertido en Doña Juana». Resultado: «el hombre ya no es, como lo fué Don Juan, el vencedor en el duelo del sexo. La enorme superioridad de la mujer a causa de su posición natural en asuntos de amor se robustece cada día con redoblada fuerza... Así, Don Juan nace ahora a la escena como figuración tragicómica de la caza amorosa que del hombre hace la mujer: Don Juan es la pieza, en lugar de ser el cazador. He aquí el verdadero Don Juan. La mujer necesita de él, no estando por sí sola capacitada para llevar a cabo la obra más apremiante de la naturaleza».
La misma idea del Don Juan perseguido por sus enamoradas reside en la última concepción de los hermanos Quintero. Al final del acto segundo, el propio Don Juan murmura: «¡Mísero Don Juan de la Vega! ¡Cuántas veces Doña Inés es Don Juan!»
Reparemos en dos frases del prefacio de Bernard Shaw. Una, tan ingenua en su misma petulancia: «Don Juan, en su sentido filosófico.» Otra: «La mujer necesita de él, no estando por sí sola capacitada para llevar a cabo la obra más apremiante de la naturaleza.»
Estas dos frases se avienen malamente una con otra. Veamos.
Como el lector habrá comprendido, lo que Shaw significa con el sonoro y alto calificativo de «la obra más apremiante de la naturaleza», es la perduración de sí misma, a través de la reproducción de las especies. Parece, según el contexto shawiano, como si la naturaleza poseyese una voluntad, enderezada con acuciamiento e impaciencia hacia ese fin imperioso: que seres y cosas se reproduzcan y perpetúen. No ya que la reproducción de las especies sea la obra más importante o necesaria en la economía natural, ni siquiera la más permanente, sino la más apremiante: como si dijéramos, empleando una locución del Don Juan, de Zorrilla, una obra a «plazo breve y perentorio». ¿Por qué la más apremiante? Este adjetivo nos induce a perplejidad. El apremio que Natura fija a los seres para reproducirse, o sea, el período de incubación y concepción, es tan relativo y elástico, que no hay tal apremio, a menos de incurrir en abuso de vocablo. Puesto que tratamos de asunto tan aventurado y propenso a generalizaciones capciosas o antojadizas, no han de holgar del todo algunas cifras que he leído en un almanaque.
Períodos de incubación: Gallinas, de veinte a veintidós días. Gansos, veintiocho a treinta y cuatro días. Patos, treinta y ocho días. Pavo común, veintisiete a veintinueve días. Gallinas guineas, veintiocho días. Faisanes, veinticinco días. Avestruces, cuarenta a cuarenta y dos días.
Períodos de gestación: Conejo, treinta días. Conejillo de Indias, sesenta y cinco días. Gato, ocho semanas. Perro, nueve semanas. Cerdo, tres y medio meses. Cabra, cinco meses. Oveja, cinco meses. Vaca, nueve meses. Yegua, once meses. Jumenta, doce meses. Camella, de once a doce meses. Elefante, dos años.
Evidentemente, la reproducción de las especies no es la obra más apremiante de la naturaleza, ni es breve y perentorio el plazo que para cumplir en este menester se toman las criaturas, sobre todo la hembra del elefante.
Volvamos a la ninguna avenencia entre las dos frases apuntadas de Bernard Shaw. «La mujer necesita de él (de Don Juan), no estando por sí sola capacitada para llevar a cabo la obra más apremiante de la naturaleza.» Llanamente: la mujer por sí sola no puede tener un hijo, claro está que no. Pero como la mujer se siente constreñida por la naturaleza a ejecutar esa obra apremiante, busca... a Don Juan. Peregrina consecuencia. Para eso no es menester precisamente Don Juan; basta un hombre cualquiera, en el pleno uso de sus facultades. Y aun iremos más lejos: es menester precisamente que no sea Don Juan, porque ya hubimos de observar en Don Juan la idiosincrasia contradictoria del garañón estéril. Ni Don Juan se sabe que haya tenido hijos de la carne, ni es de presumir que los llegue a tener. ¿Cómo puede, pues, consistir la esencia filosófica de Don Juan en su fecundidad, en ser instrumento de reproducción, subordinado a la concupiscencia femenina?
A Bernard Shaw se le ha echado a veces en cara haberse inspirado demasiadamente en ideas y principios de otros autores famosos: uno de ellos, Schopenhauer. Bernard Shaw ha sabido defenderse y justificarse con agudeza, desparpajo y buen sentido. ¿Por qué no se ha de inspirar un artista en ideas ajenas, señaladamente ideas de filosófico nutrimento?
Sí, el Tenorio y la Doña Ana, de Bernard Shaw; el eterno femenino y el eterno masculino, tales como se nos descubren en Man y Superman, buscándose, atrayéndose, persiguiéndose con incidentes varios, son encarnaciones teatrales, vivificaciones palmarias de ciertas ideas y principios que anteriormente conocíamos en un fragmento de Schopenhauer sobre
la Metafísica del amor y relación de
los sexos. Sin duda por eso Bernard
Shaw considera que
es el suyo un Don
Juan, en sentido
filosófico.
O POR NOCIÓN repetida y casi lugar común es excusado volver a las teorías de Schopenhauer sobre el amor, siquiera sea con la intención de desglosar de ellas aquello que ajusta con nuestro propósito.
Trató Schopenhauer de la relación y jerarquía de los sexos en dos pasajes: uno en las observaciones complementarias al cuarto libro de su gran obra Die Welt als Wille und Vorstellung, el mundo como voluntad y representación, y el dicho capítulo se titula: «Metaphysik der Geschlechtsliebe», o sea, Metafísica del amor sexual; el otro, en uno de los ensayos de «Parerga und Paraliponena», acerca de las mujeres, «Ueber die Weiber».
Hojeemos someramente la Metafísica del amor.
Por lo pronto, para Schopenhauer no existe sino el amor sexual: «El amor, por muy etéreas que sean sus trazas, alimenta sus raíces en el instinto sexual. Imaginad, por un instante, que el objeto que hoy os inspira sonetos y madrigales hubiera nacido diez y ocho años antes, y de seguro no merecería de vosotros una sola mirada.» La razón no es muy concluyente. Pero nos abstendremos de señalar reparos. Prestemos atención a la doctrina solamente.
Vaya una definición escueta del amor: «Se trata, en rigor, de que cada Hans encuentre su Gretche.» Como si dijésemos: de que cada Juan tropiece con su Juana. Y por si la definición no es bastante expresiva, Schopenhauer añade en una nota: «No he podido explicarme más abiertamente. Puede el lector, si así le place, traducir esta frase en términos aristofanescos.»
El amor no es sino «una estratagema de que la naturaleza se sirve para lograr sus fines», o sea la continuidad de la vida, la propagación de la especie.
«El amor del hombre disminuye sensiblemente luego de satisfecho. La mujer, por el contrario, ama más desde el punto de entregarse a un hombre. Resulta esto de los fines de la naturaleza, dirigidos de continuo hacia la conservación, y, de consiguiente, hacia la mayor multiplicación posible de la especie. Por lo tanto, la fidelidad conyugal es natural en la mujer y artificial en el hombre.»
«La mujer prefiere el hombre de treinta a treinta y cinco años sobre el adolescente, no obstante representar éste la perfecta belleza humana; y no es que la mujer se determine por su gusto, sino por instinto, adivinando plenitud de virilidad en el hombre que ha franqueado la adolescencia.» Esta observación es valiosa para nuestro asunto. En todas sus personificaciones literarias Don Juan representa un hombre hecho, acaso maduro: jamás un mancebo. A no ser transitoriamente en Byron, que refiere la vida de su Don Juan desde el momento de nacer.
En la Metafísica del amor, Schopenhauer inquiere menudamente en el porqué de la preferencia amorosa. «Estudiando el amor en sus grados diferentes, desde la más pasajera inclinación hasta la pasión más violenta, hallaremos que la diversidad resulta del grado de individualización que concurre en la preferencia.» Este teorema, un tanto equívoco, recibe más adelante cumplida aclaración. «Para que sobrevenga un amor apasionado, es necesario que se produzca cierto fenómeno, semejante a la combinación de algunos elementos químicos; las dos individualidades de los amantes deben neutralizarse recíprocamente como un ácido y un álcali se combinan para formar un neutro. Toda individualidad implica especialización del sexo. Esta especialización es más o menos acentuada y perfecta, según las personas; por donde cada cual se completará y neutralizará con un individuo determinado del otro sexo. Los fisiólogos saben que así la masculinidad como la feminidad se manifiestan a través de innumerables gradaciones. La neutralización recíproca de dos individualidades exige que el grado de masculinidad en el uno corresponde al grado preciso de feminidad en la otra, y de esta suerte las dos naturalezas unilaterales se anulan exactamente. Conforme a este principio, el hombre más viril busca la mujer más femenina, y viceversa, y todo individuo se afana en hallar aquel otro cuyo grado de potencia sexual corresponde al suyo propio.»
Esta sutil y sagaz teoría de la especialización individual nos trae a la memoria un recuerdo clásico, en que las mismas hipótesis se revisten de aparato metafórico y mítico. Aludimos al diálogo platónico conocido por el Symposion o Banquete. He aquí su asunto. A fin de celebrar el primer éxito escénico del joven poeta Agathon (año 416 antes de J. C.), un núcleo escogido de amigos, entre ellos Sócrates y Aristófanes, se reúnen en casa del poeta. Dedícanse durante un día a los deleites de la mesa; al día siguiente resuelven, estando congregados todavía, usar con templanza las libaciones y platicar de materias elevadas. Despiden a la flautista, y ya a solas eligen el amor como tema del coloquio. Cada uno pronuncia una breve plática sobre lo que él entiende por amor, y cuál sea el origen de este sentimiento. Tócale la mano a Aristófanes, el cual habla con vena abundante, grotesca y desenfadada. En el principio el género humano se componía de tres sexos: hombres, mujeres y andróginos. Todos poseían cuerpos dobles, y así, por virtud de su forma redondeada, estando provistos de cuatro brazos y cuatro piernas, se movían en todas direcciones con extraordinaria rapidez. Estaban dotados de fuerza enorme y desenfrenado orgullo, a tal extremo, que amenazaron la soberanía de los mismos dioses. Juntáronse los dioses en conciliábulo, acerca de lo que habían de hacer. Hubo división de pareceres, porque aniquilar el género humano equivalía a perder para siempre el culto que se les rendía y las ofrendas con que se les brindaba. Entonces Zeus ideó un procedimiento saludable: «Partamos los hombres por la mitad, de modo que sean más débiles, y al propio tiempo recibiremos dobladas ofrendas y sacrificios propiciatorios.» Como se verificó. Los hombres fueron partidos por la mitad, «al modo como se cortan con un hilo los huevos cocidos». Desde entonces, cada persona anda hostigada por el deseo amoroso de volver a unirse, siquiera sea momentáneamente, con la que fué su mitad. Y como quiera que en un principio unos hombres tenían doble sexo masculino, otros doble femenino y otros masculino y femenino juntamente (los andróginos), así se comprende que haya en el mundo tres linajes de amor: el homosexual, de hombre a hombre, el lésbico y el de hombre a mujer y mujer a hombre. Tal es la plática de Aristófanes.
Habla, al cabo, Sócrates, que dice haber sido iniciado en la esencia misteriosa del amor por una profetisa: Diótima de Mantinea. Plutos (el Dinero) y Penia (la Penuria) se encontraron en las fiestas con que se celebraba el nacimiento de Afrodita; se unieron por designio e industria de Penia, hallándose Plutos ebrio de néctar, y aquel mismo día fué concebido Eros, el amor. Eros es un filósofo o perseguidor de la verdad, porque no siendo rico ni pobre se mantiene a igual distancia de la sapiencia como de la insensatez. Y como concebido el día del nacimiento de Afrodita, diosa de la Belleza, enseña a los hombres a desear la hermosura. A seguida se extiende Sócrates a presentar como en una escala ascendente los órdenes del amor, desde el amor físico hasta el amor genuino y celeste, el cual es amor, puro y desinteresado, al arquetipo o manadero original de toda Belleza. La Belleza vive por sí; es un ser eterno que no nace ni perece, no crece ni decrece, sino que se sustenta sin mudanza; y las cosas y seres perecederos son hermosos por participar en algún reflejo nacido de la increada Hermosura, a los cuales el fino amador aprende a amar, no con bajos apetitos, antes por vislumbres e indicios de la oculta e inmortal Belleza. Tal es lo que de entonces acá se denominó «amor platónico», la más sublime poesía metafísica sobre el amor.
Estando en esto penetra en el recinto del Symposion un tropel de alegres mozos, capitaneados por Alcibiades, que conduce del brazo a una flautista, coronado de hiedra y violetas y el cabello sujeto con cintas. Comienza por decorar las sienes de Agathon con las flores y el follaje, y echando de ver que se halla Sócrates presente, traslada, no sin algún desconcierto, las cintas de su tocado a la cabeza de Sócrates. Crúzanse ciertas chanzas sospechosas, referentes al amor y a los celos, entre Alcibiades y Sócrates. Acerca del amor de Sócrates y Alcibiades hay otro pasaje en Platón, al principio del Protágoras, y dice: «¿De dónde vienes, Sócrates? Mas, qué pregunta. ¿De dónde has de venir, sino de perseguir la belleza de Alcibiades?» De aquí, que ese tipo de amor sospechoso (sospechoso para nosotros, pero no para los griegos) se conozca con el nombre de «amor socrático».
Sobre este particular del amor socrático, escuchemos las prudentes indicaciones de Goëthe: «Semejante aberración proviene de que estéticamente el hombre es más hermoso y perfecto que la mujer, dígase lo que se quiera. Pero este sentimiento degenera fácilmente en grosero materialismo y animalidad. Está en la naturaleza, aunque es contra la naturaleza; pero el sentido moral del hombre se ha sobrepuesto
a este instinto, y lo que la civilización
ha salvado de la ceguedad
natural, domeñando a la misma
naturaleza, debe conservarse
por todos los
medios.»
EPASEMOS ahora algunas opiniones de Schopenhauer sobre la mujer.
«Al formar a las jovencitas, la naturaleza ha preparado lo que en términos teatrales se llama un efectismo, porque les acumula en muy breves años, y con detrimento del resto de la vida, tan llamativa belleza y hechizo, que en este corto plazo fascinen la fantasía de un hombre al punto de hacerle afanarse en tomar a su cargo el mantenimiento de una esposa, ya para siempre; determinación que de seguro el hombre no tomaría si se parase a meditar acerca del trance.»
«La naturaleza ha destinado a las mujeres, como sexo débil, a valerse mediante la astucia. De aquí que el disimulo es innato en ellas, igual en las tontas que en las listas, y por eso desenmascaran tan rápidamente el disimulo ajeno.»
«En verdad, las mujeres existen solamente para la propagación de la especie, y con esto concluye su destino.»
«Únicamente el hombre, cuyo cerebro está enturbiado por el instinto sexual, puede llamar bello sexo a una raza achaparrada, hombriangosta, anquiboyuna y piernicorta. Más justo sería llamarle el sexo antiestético.»
«Los antiguos y los orientales supieron colocar a la mujer en su puesto, mejor que nuestras viejas ideas francesas de galantería, caballería y veneración, producto refinado de la estupidez cristiano-teutónica.»
Basta ya de Schopenhauer, que, dicho sea de paso, se pirraba por las hembras; lo cual en nada menoscaba la sinceridad de sus teorías. Claro está que el polígamo no estima espiritualmente a la mujer.
Gira, pues, la metafísica del amor de Schopenhauer en torno a unas pocas ideas cardinales: la naturaleza está animada de una voluntad constante de perduración; esta voluntad se infiltra en las especies como instinto sexual, y así, genio de la especie vale tanto como voluntad procreante; en la dualidad de los sexos, la mujer es instinto sexual, y nada más que instinto sexual; el varón es instinto sexual y algo más, y, en tanto la mujer sólo vive para procrear, el hombre sólo procrea accidentalmente; la naturaleza, para inducir al hombre a que procree, le excita con cierto cebo o incentivo, que es atracción carnal de la mujer (y así, «la mujer persigue al hombre, no estando capacitada ella por sí para llevar a cabo la obra más apremiante de la naturaleza», según las frases de Bernard Shaw); la mujer, como mero instrumento de la voluntad de la naturaleza, es un sexo inferior en todo al hombre, menos en las estratagemas del amor: como la naturaleza aspira a la perfección del tipo futuro, se esfuerza en juntar, por medio del genio de la especie, aquellos individuos que cabalmente se completan.
Surge una cuestión: si cada individuo masculino tiene acomodada especificación sexual o complemento en una mujer única, y viceversa; si no cabe que sea de otra suerte, ¿qué hombre es ese Don Juan a quien todas las mujeres desean y buscan? ¿Qué otra cosa será sino la especificación absoluta de la masculinidad y complemento teórico de todas las feminidades?
La filosofía de Schopenhauer nos induce a imaginar un mito del varón: el varón por excelencia. Mas ya antes el arte había creado este mito: el Don Juan. Y últimamente la ciencia tomó por su cuenta el mito, con propósito de convertirle en verdad demostrable.
El año de 1903 se suicidaba un joven doctor vienés, Otto Weininger, de edad de veintitrés años. Poco antes había publicado un libro voluminoso, Geschlecht und Charakter, sexo y carácter, acogido con extremada admiración y entusiasmo, en términos que hubo quien proclamó al autor como un nuevo Nietzsche.
En Sexo y Carácter parte Weininger de los dos principios amatorios de Shopenhauer: la especificación sexual y la neutralización recíproca, si bien asegura con ahinco que ignoraba las teorías del alemán hasta mucho después de haber descubierto por su cuenta y profundizado la ley de la atracción de los sexos.
Sostiene Weininger—con acopio de datos extraídos de los trabajos más recientes en las ciencias naturales, disciplina en que era muy docto—, que en ningún individuo (planta, animal, hombre) es completa la diferenciación sexual. «Todas las particularidades del sexo masculino se encuentran en cierta medida, aun cuando débilmente desenvueltas, en el sexo femenino; y asimismo, los caracteres sexuales de la mujer yacen todos, más o menos atenuados, en el hombre. «No hay hombre que sea totalmente masculino, ni mujer totalmente femenina y entre el varón y la hembra de sexos más determinados se extiende una variedad indeterminable de formas intermedias. La atracción sexual (y para Weininger es atracción sexual hasta la amistad y la simpatía entre hombres) depende de la proporción correlativa con que ambos sexos residen de consuno en dos individuos diferentes.» Pues si no existe en la vida la especificación absoluta de la masculinidad, ¿cómo la ciencia le ha de prestar atención? Responde Weininger: «La física habla de gases ideales, que siguen o deben seguir estrechamente las leyes de Gay Lussac (bien que en la práctica ninguno la sigue) y se parte de esa ley a fin de comprobar la divergencia del caso concreto. De la misma suerte, comenzamos por figurar idealmente un hombre y una mujer perfectos, aunque como tipos sexuales en verdad no existan. Tales tipos no ya pueden, sino que deben ser construídos idealmente. El tipo, la idea platónica, no sólo implica el objeto del arte, mas también de la ciencia.» Y más adelante: «La manía estadística estorba el progreso de la ciencia por querer llegar al promedio, en lugar del tipo, sin alcanzar que en la ciencia pura el tipo es lo que importa.»
La ley de la atracción sexual la formula Weininger expeditivamente: «Tienden siempre a la unión sexual un hombre completo (H) y una mujer completa (M), teniendo en cuenta que H y M se hallan repartidos en proporciones diferentes en cada uno de los dos individuos diversos.»
Es decir, que no hay hombre que lo sea enteramente, sino que encierra un tanto por ciento de sexo femenino; por ejemplo: ¾ de varón y ¼ de mujer. El ideal para este hombre será aquella mujer que encierre ¾ de mujer y ¼ de varón; porque, sumados y neutralizados los dos, producirán la unión perfecta del tipo puro H (hombre) y el tipo puro M (mujer): ¾ de hombre, más ¼ hombre de la mujer, igual un hombre completo. Y lo mismo respecto a los elementos femeninos. Weininger se dilata en largas demostraciones matemáticas de esta ley, y aun se apoya en la física y en la química. «Nuestra regla guarda exacta analogía con los fenómenos directos de la ley de los efectos de la masa. Un ácido muy fuerte se mezcla especialmente con una base muy fuerte, como un ser muy masculino con otro muy femenino.» Se observará palmaria semejanza de las ideas y aun de las expresiones de Weininger con las de Shopenhauer.
Pasemos ahora a examinar cuál es la relación de varón a hembra y cuáles son los tipos científicos del hombre y de la mujer, según Weininger.
«La función sexual representa para la mujer la actividad máxima de su vitalidad, la cual es siempre y únicamente sexual. La mujer se consume íntegramente en la vida sexual, en su doble aspecto de esposa y madre, mientras el hombre es un ser sexual y algo más. En tanto la mujer está ocupada y absorbida por su misión sexual, el hombre se emplea en una muchedumbre de otras ocupaciones e intereses: la lucha, el juego, la sociedad, la mesa, la discusión, la ciencia, los negocios, la política, la religión y el arte. La mujer no se preocupa de asuntos extrasexuales como no sea por hacerse agradable y atraer al hombre de quien desea ser amada. Una afición intrínseca por tales asuntos la falta en absoluto. La mujer es sexual en todo momento; el hombre, con intermitencias. El hombre limita su sexualidad, y es, según su inclinación, un Don Juan o un asceta.»
Y ascendemos al peldaño culminante de la síntesis de Weininger: la construcción de los tipos abstractos de hombre y mujer, H y M. El hombre es el bien absoluto; la mujer, el mal absoluto. El hombre es Omuz y la mujer Arimán. El principio cordial de toda moral sana: «robustece en ti los movimientos nobles, finos y fraternos, extirpa los apetitos de la materia y las pasiones caóticas», se traduce para Weininger en estos términos: «exalta los gérmenes masculinos que haya en tu organismo y ahoga los elementos femeninos».
«El fenómeno lógico y ético, unidos finalmente en un valor supremo de concepto de la verdad, constriñen a admitir la existencia de un Yo inteligible, o sea de un alma, una esencia que posee suma realidad, realidad hiperempírica. Pero tratándose de un ser como la mujer, que carece del fenómeno lógico y del ético, faltan razones suficientes para atribuirle un alma. La mujer está desposeída de toda personalidad suprasexual.»
Y no conforme con lo antecedente, Weininger acarrea en su favor varias autoridades ajenas.
«Los chinos, desde tiempos remotísimos, han negado alma a la mujer. Aristóteles propugna que en el acto de la procreación el principio masculino es la forma, principio activo, Koyos, y el femenino representa la materia pasiva. Los padres de la iglesia, señaladamente Tertuliano y Orígenes, no disimulan la más baja opinión de las mujeres», etc., etc.
Conviene indicar que Weininger era judío, y que de su libro salen los judíos peor parados aún que las mujeres.
Yo, como perteneciente a la gran comunión
de la estupidez ariocristiana, venero
a la mujer y le envío sahumerios
desde el ara de
mi corazón.
L ELABORAR Weininger la tipificación de la masculinidad, no dice que Don Juan sea su canon perfecto; por el contrario, advierte en su obra que rehuye afrontar el problema del donjuanismo. Esto no obstante, nosotros debemos extraer hasta los postreros corolarios de esa ley de atracción sexual que Weininger pretende haber sentado científica y definitivamente.
Cada hombre, según la antedicha ley, no puede atraer sino a una mujer determinada, en virtud de las proporciones recíprocas de masculinidad y feminidad que poseen él y ella. Pues ¿cómo admitir, y de admitirlo, cómo interpretar un hombre, Don Juan, que conviene con todas las proporciones imaginables de feminidad y a todas las mujeres atrae y enamora? Indudablemente este hombre es la masculinidad absoluta, y así como el alcohol absoluto encierra las cualidades y gradaciones diversas de todas las bebidas alcohólicas, así Don Juan resume en sí todas aquellas proporciones de hombredad que engendran la afinidad y atracción de otras tantas proporciones de feminidad, porque, donde hay lo más, hay lo menos. Todas las mujeres le buscan y persiguen fatalmente. Don Juan es el centro de gravitación amorosa para las mujeres. No así las mujeres para Don Juan, pues si bien él conviene en todas las proporciones de feminidad, con él no convendrá sino el tipo absoluto de mujer. De aquí que Don Juan pasa de una a otra, cada vez más desesperanzado y cada vez redobladamente enardecido, como jugador perdidoso, sin hallar su mujer tipo. Jugador perdidoso, sí, que siempre sale perdiendo en el juego del amor. De aquí, asimismo, que Don Juan esté condenado a no engendrar hijos; maldito garañón estéril. Y de aquí, en resolución, que en virtud del principio indefectible de la fusión de los contrarios, Don Juan, tan hombre aparentemente en los móviles e hitos de su conducta, es femenino. El doctor Marañón escribe en su reciente y admirable libro La edad crítica: «La misma atracción activa que el Don Juan ejerce sobre la mujer es un rasgo de sexualidad femenina, pues biológicamente el macho normal es el atraído por la hembra. El rasgo fundamental, la escasa varonilidad del tenorio, me parece muy importante para la comprensión del tipo. El examen objetivo, psicológico y patológico de dos o tres ejemplares muy caracterizados de tenorios me ha convencido de este hecho.»
En la tipificación masculina de Weininger es obligado distinguir dos haces: el psicológico y el orgánico.
Psicológicamente, el varón tipo es cifra de perfección espiritual. La masculinidad se manifiesta como la resultante del paralelógramo de todas las fuerzas ascendentes que laten en el alma humana: la inteligencia discursiva y creadora, el juicio ético y estético, el ansia de perfeccionamiento, el espíritu de justicia, el amor a la acción y a la especulación, la voluntad de poderío, la libertad, la rebeldía. Sólo el varón es susceptible de genialidad.
Y sucede que, en su evolución artística, el Don Juan se ha ido adornando y robusteciendo con todas esas fuerzas ascendentes del espíritu. ¿Y qué carácter teológico adscribiríamos a esas fuerzas incansables y soberbiosas? Permítaseme que cite un pasaje de uno de mis libros, El sendero innumerable, «Coloquio con Sant Agostino»:
Por consecuencia de su espíritu satánico, Don Juan lleva una tara latente que, tarde o temprano, le consumirá: el sentimentalismo. Dios, en su serenidad infinita, es invulnerable al tormento y a la tristeza. Está la quejumbrosa y multitudinosa creación fraguándose perdurablemente dentro del seno de Dios, sin herirle ni lastimarle, como el agua que hierve en la vasija. Pero el corazón de Satanás es la sede del gozo atormentado y del dolor sabroso: gozo de anhelar y de hacer, tormento de no lograr, sino con mezquindad, lo anhelado. Y, a la postre, melancolía sentimental.
En el excelente libro de G. Gendarme de Bevotte, La leyende de Don Juan, cabe seguir paso a paso la evolución artística del personaje.
España, en el siglo XVII, adivina confusamente en Don Juan «la expansión violenta de la sensualidad, burlando las regulaciones impuestas por la moral y la religión a las pasiones humanas».
Italia ve en Don Juan «la protesta de los derechos del individuo contra el imperio de las leyes estipuladas por la iglesia y la sociedad».
En Francia, por influjo de ciertas doctrinas filosóficas y éticas, se yergue Don Juan como «reivindicación del instinto de naturaleza sobre las restricciones dogmáticas e insubordinación del espíritu humano frente a Dios».
Todos los anteriores son rasgos y actitudes satánicas, si bien el satanismo no está del todo definido. El Don Juan propiamente y deliberadamente satánico es el de los románticos. Las concepciones del Sturm und Dranger, precursoras del romanticismo alemán, influyen sobre todas las interpretaciones posteriores de Don Juan. Comienza Don Juan esta fase de su evolución el mismo instante que por primera vez se le parangonó con Fausto. Ambos son hombres condenados por haber solicitado de la vida goces imposibles, por haberse obstinado en traspasar, así en la esfera de los sentidos como de la inteligencia, las lindes con que la naturaleza limitó y cercó la penetración humana. Doble rebeldía de la carne y del espíritu.
Gendarme de Bevotte opina que Hoffmann es el primero que infunde en Don Juan carácter diabólico. En este autor, Don Juan incorpora un doble ideal de belleza física y moral consumiéndose en una llamarada recóndita, de cuyo ardor no sospecha el hombre vulgar, y solicitado, acezado, con qué ahitar la inmensidad de sus deseos, hasta conocer a Doña Ana, imagen de pulcritud y pureza, destinada por el cielo a realizar el ideal de Don Juan, descubriéndole a flor de alma lo que oscuramente hay de divino en él. Tardío encuentro. Don Juan ya no se satisface sino en el goce diabólico de perder a Doña Ana.
Y el Don Juan sentimental por antonomía, un Don Juan sensitivo y femenino, es el de Musset.
Para Stendhal, Don Juan es «una víctima de la imaginación y de los deseos burlados por la vulgaridad de la vida. Egoísta orgulloso que cree haber hallado en su juventud el gran arte de vivir, y a lo mejor de su triunfo ilusorio se le escapa la vida».
Pedro Leroux (Primera carta sobre el furrierismo): «Don Juan, alma fuerte que desprecia las supersticiones y rompe con los impedimentos. Lo interesante no es el objeto hacia el cual endereza su carácter, o sea el amor, sino su mismo carácter, mezcla de grandeza y tenebrosidad, de arrojo y cobardía, de virtud y crimen.»
Peladan, en La decadencia latina, denomina a Don Juan «alquimista de la sensación, caballero de la pasión; consagrado a un gran empeño anímico, busca el crisol en donde depurar su deseo prodigioso».
Gautier (Historia del arte dramático en Francia) presenta así a Don Juan: «Pobre inocente que tiene el candor de creer en la duración del deleite; Titán que en vano procura apagar la sed de amor que abrasa sus anchas venas.»
Barrière, en El arte de las pasiones, exalta a Don Juan: «Admirable producto de la naturaleza, hombre tipo agraciado con las más felices cualidades físicas e intelectuales de la especie: guapo, fuerte, elegante, psicólogo sin par, artista exquisito, maravilloso evocador, summus artifex.»
Y Coleridge, en el prólogo al Don Juan de Byron, destila el vino embriagador del donjuanismo en un extracto quintaesenciado. Don Juan es, en última síntesis, egoísmo. Sagaz alquimia
psicológica. Egoísmo, radical levadura de
la materia y del espíritu, sal incorruptible,
agente de conservación,
sin el cual el orbe
caería de pronto convertido
en ceniza
letárgica.
ON JUAN TENORIO, como Palas de la sien flamígera de Zeus, brota de la testa tonsurada de un frailecico de la Merced, con ciertos rasgos peculiares e indelebles que le imprimen carácter. En la vasta dinastía de los Don Juanes, se distinguirá el Don Juan auténtico y de pura sangre del Don Juan bastardo y genízaro, según que en el individuo perseveren aquellos rasgos nativos.
La confusión más frecuente es entre el Tenorio y el libertino. Pero donjuanismo no es sinónimo de libertinaje. Don Juan fué sin duda un libertino, pero un libertino sui generis. Por otra parte, la mayor parte de los libertinos no son ni siquiera aspiran a ser Don Juanes. La diferencia es notoria. El donjuanismo está con respecto al libertinaje en la misma relación de la especie y el género. El género es la unidad común; la especie es la variedad y oposición dentro de aquella unidad común. Perro, verbi gracia, es el género; perro pachón, perdiguero, galgo, mastín, etc., etc., son las especies. Hay, pues, el género canino, y luego la especie de los pachones, la de los mastines, y así sucesivamente, todas las cuales se diversifican y aun oponen entre sí.
Libertinaje es desenfreno, falta de respeto a las leyes y a las costumbres, y sobre todo deseo inmoderado de goces para los sentidos. Pero hay infinitas especies de libertinaje: el crapuloso o borracho, el jugador, el tragón, el tronera, el danzante, todos ellos son libertinos. Los son asimismo, el charlatán o libertino de la oratoria; el poeta hebén, o libertino de la rima; el sofista, o libertino del pensamiento. El mujeriego es también una especie de libertino. Pero no basta ser mujeriego para ser tenorio. El mujeriego se conforma con la posesión de la mujer. Don Juan Tenorio es bastante más exigente y no se satisface sino con que la mujer se enamore de él. Sin embargo, esta comezón de enamorar mujeres no es sólo por sí uno de los rasgos peculiares del auténtico Don Juan, pura sangre, si bien es suficiente para constituir un Don Juan mestizo y bastardo, de esos en quienes destaca más la nota genérica del libertinaje que la específica del donjuanismo.
El Don Juan, pura sangre (pura sangre frailuna, en cuanto hijo espiritual de Tirso de Molina), cierto que no se satisface sino con que la mujer se enamore de él; pero él no hace nada por enamorarla. La mujer ha de enamorarse de él a la vista, como ciertas letras de cambio, de sopetón, porque sí, de flechazo, como si dijéramos, por obra y gracia del Espíritu Santo; y perdónese la irreverencia, que no es nuestra, sino del propio Don Juan, el hombre más irreverente y sacrílego que ha parido madre. Porque esta es la pura verdad y aquí reside la esencia del donjuanismo genuino; las mujeres se enamoran de él como por obra y gracia del Espíritu y Santo, sólo que es por obra y gracia del diablo. En Don Juan se encierra un agente diabólico, un enhechizo de amor, el diablo es seductor por excelencia, y a la máxima, primieva y sempiterna seducción del diablo se le llama pecado contra el espíritu santo. Por eso, los que más se parecen a los sucedidos por obra y gracia del Espíritu Santo son los sucedidos por obra y gracia del diablo. En el Flos sanctorum rara será la vida del santo que no haya padecido el torcedor de la duda ante ciertas inspiraciones que recibía, las cuales no acertaba a discriminar si provenía del Espíritu Santo o del diablo. ¿Y cuál es la máxima, primieva y sempiterna seducción del diablo? No es, no, el «¿qué importa comer esta manzana?»; esto es el pecado de flaqueza, el cual nunca afligió mayormente con remordimiento a los santos. El pecado contra el Espíritu Santo es el «seréis como dioses», la apetencia deliberada y voluntad engañosa de poseer el sumo bien. El hecho de comerse la manzana, por gusto, por capricho, por ligereza, sin conceder gravedad a la desobediencia, es un pecadillo. El pecado contra el Espíritu Santo es el del pensamiento, me han prohibido comer esta manzana porque en su caspia se esconde el sumo bien; precisamente por eso me la como. ¿Quién resistirá a semejante seducción? ¿Quién, teniendo la absoluta felicidad al alcance de la mano retraerá el brazo? El hecho de entregarse una o muchas mujeres a un hombre, por gusto, por capricho, por ligereza (y no digamos por vanidad), es mero pecadillo y no eleva al hombre a la categoría de Don Juan, de Don Juan auténtico y pura sangre. Pero si una sola mujer piensa: «yo no sé si es cosa de Dios o del diablo, mas ese hombre me arrebata; de sus labios manará mi elíxir de vida o mi sentencia de muerte; todo mi ser, a despecho de la voluntad, siento que cae y se precipita en el cerco de sus brazos»; entonces sí, se trata del Don Juan pristino e imperecedero, del Don Juan diabólico, que no pudo nacer sino de la cabeza de un fraile español del siglo XVII.
Junto a este Don Juan legítimo y español, el Don Juan francés, de Molière, descubre ciertos signos manifiestos de bastardía. En él, lo genérico del libertinaje, si bien libertinaje sutil y estético, aventaja y esfuma lo específico del donjuanismo. El Don Juan, de Molière, persigue que la mujer se enamore de él. Es cumplidísimo psicólogo, y hasta sospechamos que antes se complace en la propedéutica y táctica de la conquista femenina que en su consumación. Es casi un flirteador.
En rigor, el arte de este tipo de Don Juan, a lo Molière, no es muy exquisito ni muy dificultoso, siempre que no tercie un marido bravo. Más que el empeño del seductor coopera en el resultado feliz la vanidad de la dama, tanto la vanidad de saberse amada y requerida por un galán afamado o infamado de seductor de infinitas beldades, cuanto la vanidad de confiar demasiadamente en la propia fortaleza y honestidad.
En un libro raro (Dictionnaire historique des anecdotes de L’Amour contenant un grand nombre de faits curieux et interesants occassionés par la force, les caprices, les fureurs, les emportements de cette passion, etc., etc.) hallo un pasaje sobremanera instructivo y revelador, que viene muy al caso:
«El marqués de Anceny tenía una esposa que, por su mocedad y hermosura, bien podía ocasionarle alguna inquietud, y más en aquel tiempo en que la fidelidad de las casadas se consideraba infinitamente inverosímil. Pero fuese que él tenía el talento de agradar a su esposa, o bien que esta era lo bastante virtuosa para resistir al contagio general, llegó a consolidarse la reputación de la marquesa, de manera que se la mencionaba como modelo de esposas honradas. Era en ocasión que el duque de Richelieu, adorado por las mujeres más jóvenes y lindas, festejado y requerido de continuo, no tenía sino presentarse para triunfar. A pesar de su reconocida inconstancia, las señoras de la más alta prosapia y hasta princesas de la sangre se desvivían por agradarle. La marquesa de Anceny, que sabía todo esto, decía dondequiera, vanagloriosa de su virtud, que aquel hombre de tan brillante nombradía no le inspiraba ningún recelo, pues le conocía sobradamente para saber guardarse contra sus artes y que le desafiaba a que la obligase a sucumbir. Habiendo alcanzado esta fanfarronada los oídos del duque de Richelieu, le indujo a buscar a la dama que tan segura de sus fuerzas se mostraba. La encontró en casa de la mariscala de Villars, y al verla tan guapa se afirmó más en sus proyectos. Muy pronto la marquesa, que se creía tan cierta de humillarle, comenzó sin darse cuenta a tender sus brazos a que se los aherrojase. El duque había adoptado un tono tan persuasivo que él mismo llegó a figurarse que la marquesa podría ser su última y definitiva amante. La marquesa dudó mucho antes de otorgarle crédito. Por fin, el amor propio y la confianza en su belleza fueron la causa de que cayese. Lisonjeábase pensando llegar a ser la primera mujer que hiciese conocer la constancia a un hombre que, hasta entonces, sólo había gustado el cambio, y procuraba no enterarse de que otras muchas, antes que ella, habían acariciado la misma esperanza quimérica. En efecto: a poco, y ante sus propios ojos, Richelieu reanudó de pasada unas viejas relaciones íntimas con la mariscala, la cual le había jurado ser siempre su amiga y confidente; pero, de vez en cuando, quería representar el papel de protagonista.» Ante el don Juan bastardo, lo que principalmente pierde a las mujeres no es el amor, antes la ilusión vanidosa, la infatuación de ser la última y definitiva amante.
La virtualidad diabólica de enhechizo, que es la esencia íntima del donjuanismo, la posee evidentemente el Tenorio de Tirso, y donde por modo terrible y patético se pone de manifiesto es en el episodio con Tisbea. Asimismo, en la obra de Zorrilla, doña Inés recibe la diabólica contaminación amorosa de Don Juan, filtrándose a través de las paredes de la celda en donde está recoleta. Pero el autor que más delicadamente y en un pomo más gentil y transparente ha encerrado esta íntima esencia del donjuanismo, ha sido un francés: Barbey d’Aurevilly. Cierto que Barbey fué un magnífico deleitante del satanismo. Aludo a una novelita de la serie de Las diabólicas, cuyo título es El más bello amor de don Juan. Don Juan está en amores con una casada que tiene una hija apenas púber. La niña, que en su candor no acierta a sospechar aquellos amores, se acerca cierto día a su madre y a vuelta de infinitos balbuceos, rubores y angustias, le confiesa que se halla encinta de Don Juan. La madre, que reputa a Don Juan como hombre capaz de todas las infamias, escucha sobrecogida la confesión. Pero luego va descubriendo poco a poco, según habla la niña, que se trata de ilusiones peregrinas, engendradas por una imaginación inocente y pueril. La niña, ignorante de los turbios secretos sexuales, resumidos para ella en la milagrosa noción, aprendida en sus oraciones y en los libros piadosos, de que María Santísima había concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y viviendo conturbada por la emanación amorosa de Don Juan, refiere así el lance a su madre: «un día que me senté en una butaca, tibia aun del calor de Don Juan, que acababa de levantarse, me transió una emoción angustiosa, un hondo escalofrío, y comprendí que en aquel instante había concebido por obra y gracia de Don Juan». La madre contiene la risa a duras penas, sin penetrar aquel oscuro misterio del donjuanismo, tan cristalinamente revelado por la candorosa niña. (Hace muchos años que leí esta novelita. No respondo de los pormenores con que desarrollo mi referencia; de su sentido y sustancia, sí.)
Los Quintero, en su Don Juan, buena persona, no han preterido dotar a su personaje con el satánico don del enhechizo subitáneo. Al final del primer acto llega a casa de Don Juan, para alojarse en ella, Amalia, una protegida suya, hija de un antiguo amigo, ausente hace años. Don Juan y Amalia no se conocían. Amalia, apenas entra y a causa, según ella dice, del cansancio y mareo del viaje, cae sin sentido. Hállase presente a todo aquello Ricardita, una solterona bachillera que tiene puesto romántico
asedio al corazón de Don Juan. Ricardita,
con perspicacia y clarividencia de enamorada
celosa, interpretando en
solas dos palabras la causa
del soponcio, exclama:
«La
flechó.»
TRO DE LOS rasgos nativos del Don Juan es el cosmopolitismo. Tanto vale decir cosmopolitismo como universalidad; sólo que el cosmopolitismo atenúa y restringe la universalidad a ciertos accidentes frívolos y pasajeros. Lo universal es perdurable; en cambio, lo cosmopolita evoluciona conforme a la mudanza de los tiempos, de las costumbres y de los usos.
No juzgo improcedente cotejar por lo explícito el cosmopolitismo con lo universal. Ya lo hemos esbozado más arriba. Universalidad y cosmopolitismo están en la relación de la sustancia y el accidente. En todo momento de la cultura humana hay un algo esencial que es común a todos los hombres en todos los países; esto es la universalidad. Y hay, asimismo, en cualquiera época, ciertos pormenores fútiles, caprichosos, arbitrarios, comúnmente recibidos y aceptados por los habitantes de todas las comarcas civilizadas; esto es el cosmopolitismo. El cosmopolitismo atrae mediante el incentivo de la novedad. En cuanto un fenómeno de cosmopolitismo pierde el lustre de novedad, deja de existir. La universalidad, por el contrario, lejos de afirmarse a causa de nuevos visos y apariencias, con su misma novedad provoca el principal obstáculo donde tropieza antes de que los hombres se le rindan, bien que una vez afirmada, y en ocasiones se afirma con insólita prontitud, parece que ha existido de siempre y ha de perdurar ya para siempre. Así como el cosmopolitismo se cifra en la novedad, la universalidad se cifra en la tradición y gravita con pesadumbre de siglos.
Cosmopolitismo es voz de origen griego; viene de Kosmos, que es el mundo físico. Se refiere, pues, a ese fluir caprichoso, incansable en la diversidad de sus apariencias, continuamente distinto, de la materia, tal como la comprendieron algunos filósofos helénicos. Heráclito decía: «no podrás bañarte dos veces en el mismo río», porque, en efecto, las aguas huyen, brotan y discurren otras aguas, y en cada instante y en cada lugar son ríos distintos.
Universalidad viene de universo, y esta palabra de unus y verto, que significa volver, tornarse, convertirse en unidad. Esconde, por lo tanto, un concepto intelectual, espiritual. Será, pues, cosmopolita un hombre cuando se someta a la ley de le necesidad del cambio, formulada en normas generales o internacionales. Será universal cuando se someta a una ley constante de unidad del espíritu humano.
Depositemos la atención imaginariamente en una época determinada; por ejemplo: el final de la Edad Media. Había, por lo pronto, tres cosas heterogéneas comúnmente aceptadas en el viejo mundo: la filosofía de Santo Tomás de Aquino, la poesía del Dante y las calzas prietas a la italiana. Desde luego se advierte considerable diferencia entre las dos primeras cosas y la última. Las dos primeras eran universales; la última, cosmopolita. La misma diferencia que hay entre el teatro de Ibsen y el juego del diávolo.
Ahora bien: la aptitud de hombre moderno, así para la universalidad como para el cosmopolitismo, es mucho mayor que la del hombre medioeval o el antiguo. El estudiante en la Edad Media, para aprender medianamente algo, era fuerza que azotase muchas leguas de mal camino, trashumando de Universidad en Universidad, desde Salamanca a Bolonia, de Oxford a París. Y el anheloso de leer a Dante, debía también arriesgarse en aventurada peregrinación hasta topar con un manuscrito, pues entonces no había libros impresos. Igualmente, el deleitante del cosmopolitismo necesitaba estar animado de ansia migratoria y gran ánimo andariego, que es fundamental requisito en cuestiones de novedad ser los primeros en adoptarlas o en propagarlas, y si los hombres cosmopolitas de entonces aguardaban en su rincón a que las novedades acudiesen a ellos, jamás se hubieran salido con el gusto. Hoy, dichosamente, universalidad y cosmopolitismo se nos entran por las puertas sin que nos afanemos en perseguirlos. Todos somos un poco cosmopolitas, de grado o a regañadientes. Pero los hombres universales se cuentan por los dedos.
Don Juan es un hombre universal, por el carácter, en cuanto representa algo sustancial al sexo masculino, y que se halla más o menos desarrollado, acaso latente, tal vez activo, en todos los hombres. Además, es Don Juan un cosmopolita. Si Don Juan hubiese visto la primera luz en nuestros días, su cosmopolitismo no sería de notar mayormente. Pero, por los años en que Don Juan salió al mundo, cosmopolita era sinónimo de aventurero.
Fray Gabriel Téllez, en su Burlador de Sevilla, no nos presenta a Don Juan en la ciudad del Betis, sino en Nápoles, dándonos a entender, ante todo, que Don Juan es hombre inquieto y trotamundos, amigo de refrescar los ojos con visiones de gentes y lugares desacostumbrados y de gustar las rarezas y amenidades de lejanos parajes. Posteriormente al de Tirso, todos los Don Juanes han sido cosmopolitas y avezados viajeros.
El Don Juan de los Quintero, como hombre nacido en estos tiempos de cosmopolitismo inexcusable, suponemos—aunque los autores no nos lo dicen, y en puridad huelga que nos lo digan—que será ni más ni menos cosmopolita que la mayor parte de los caballeretes de la clase media madrileña. Irá de cuando en vez a ingurgitar té al Ritz; conocerá algún paso de tango argentino o de fox-trot; usará impermeable inglés; jugará al bridge; comerá macarrones... Pero la nota cosmopolita acusada no puede faltar en una obra dramática sobre Don Juan. Los Quintero se han dado cuenta de esta circunstancia. En Don Juan, buena persona, hay un episodio en el cual los autores rinden tributo al obligado cosmopolitismo de Don Juan. Se reduce a una escena, y es bastante, ya que dicha escena no peca de sobriedad excesiva, antes al contrario. Ello es que inopinadamente se presenta en el bufete de Don Juan una dama griega, nada menos, nacida en Creta, y por ende coterránea del gran pintor Theotocópuli, según se dice en la obra ¡ahí es nada! Se llama Helia, nombre con que tal vez los autores han querido denotar o sugerir la especie sutilísima y casi etérea de la dama, feminizando ese gas novísimo que en opinión de los técnicos resolverá la navegación aérea, el helio. En las acotaciones de su comedia los Quintero escriben: «Aunque griega, se expresa bien en castellano», observación que nos trae a la memoria el celebérrimo dístico de la zarzuela Marina:
No sabemos por qué los griegos no han de expresarse tan bien, si no es por excepción, en castellano, como los ukranios o los esquimales, por ejemplo. Y añaden: «pero conserva en su pronunciación un dejo extranjero». Vea usted qué rarezas le sucedan a esta señora, sólo por ser griega. Nosotros creíamos que esto mismo les sucedía a todos los extranjeros. Pero ¿se negará que todo ello contribuye a insinuarnos una exquisita emoción de exotismo? Don Juan había tropezado casualmente con esta dama semigaseosa («toda luz y espíritu, como si no fuera de carne humana», al decir de Don Juan) algunos años antes, en el Monasterio de Piedra. A pesar de ser luz y espíritu, había elegido para consorte a un «hotentote» (el calificativo es del propio Don Juan) y todo porque era muy rico. Don Juan, acechando un momento en que estaba sin su marido, se coló en el aposento de la dama. Oigamos a Donjuán: «Tenía yo veinticinco años en aquella fecha. Era un poco caballero andante» ¿Don Juan, caballero andante? «Tembló al verme, se estremeció como una luz.» Se ve que Don Juan entró bufando. «Caí a sus plantas, y le dije: Señora, si usted quiere la libertad, yo estoy pronto a dársela. Palideció, lloró... se dejó caer en mis brazos. Sentimos entonces al hotentote que llegaba, salté por la ventana al jardín... y hasta ahora.» Pues vaya con las caballerías andantes de Don Juan. Claro que la responsabilidad de esta desairada evasión no les corresponde a los Quintero, sino al fanfarrón de Don Juan, que solía mostrarse valiente hasta lo descomunal frente a los muertos; pero con los vivos, sobre todo si eran esposos ofendidos, prefería rehuir el encuentro. Años después, como acabamos de indicar, la señora Helia acude al bufete de Don Juan, con intención paladina de consumar aquella aventura que se había quedado a media miel. Por razones que no viene al caso puntualizar, la aventura se frustra nuevamente, y no pasa de un prolijo coloquio platónico, con sus pujos poéticos.
Algunos censores severos motejan de ridícula y cursi esta escena, insistiendo sobre la vieja y generalizada opinión de que cuantas veces los Quintero se ponen líricos y sentimentales cometen pifia y dan que reír, más que conmover. Que las facultades poéticas de los Quintero son de cierto orden subalterno y poco a propósito para afectar a los espíritus adultos y exigentes, estoy conforme. En lo que discrepo es en lo atañedero o esta escena. Yo me figuro que los Quintero, a sabiendas, han insertado en su obra esta escena, un tanto cuanto cursi, volviendo irónicamente por pasiva aquello de Mahoma: «pues la montaña no viene hacia mí, yo voy a la montaña», y ya que el Don Juan contemporáneo, aburguesado y fondón, no va a Grecia, como lo hubiera hecho el arriscado Don Juan clásico, que Grecia venga hasta Don Juan, encarnada en una pobre señora, que, aunque griega, se expresa bastante bien en castellano, pero con cierto dejo extranjero, y todo lo que sabe de Grecia se reduce a conocer su paisanaje con el Greco; no obstante lo cual, el infeliz Don Juan, ebrio de exotismo y cosmopolitismo, imagina estar corriendo la más exquisita, romántica y extraordinaria
aventura. Y los espectadores, contemplándole
con tierna conmiseración, adivinamos
confusamente que todos los Don Juanes
han sido unos infelices, unas buenas
personas, a pesar de sus
diabluras, follonerías,
arrogancias y
desatinos.
MAGINAIS UN buen ebanista que no sepa cómo aserrar, acepillar, encolar y ensamblar la madera? ¿De un buen pintor que no sepa dibujar ni coger el pincel, y, además, que sea ciego? ¿De un buen escritor que no sepa escribir, y, además, que no se entere, no ya de lo que ante sí tiene en la vida, sino tampoco de lo que formulado y expreso se le ofrece en un libro? Pues en España corre como moneda usual la noción de que no sólo huelga dominar los rudimentos del arte para ser un gran artista, sino que es necesario en absoluto ignorarlos.
En España, entre las personas que se ufanan de autorizadas en materias teatrales impera como dogma que el talento dramático es independiente del talento literario. Aun más: que es de cabo en cabo contradictorio.
Hace años, con ocasión que don Benito Pérez Galdós cometió la avilantez de profanar los fueros escénicos, sin más títulos que el ser un excelentísimo escritor, y algún tiempo después la condesa de Pardo Bazán incurría en la propia osadía, se suscitó una controversia, un tanto acre, sobre este punto: «¿Pueden los escritores que no son escritores dramáticos, especialmente los novelistas, escribir para el teatro?» En conclusión, los autorizados en la materia decidieron que los novelistas, y en general los escritores que saben escribir, están incapacitados, física, metafísica y literariamente para hacer obras de teatro.
¿Razón? Luego de cavilar no poco en ello, yo sólo he dado con una razón; aquella que Lope de Vega, tímidamente y a modo de excusa, adelantó en su tiempo:
A un público iletrado los autores que le cuadran son los autores iletrados. Pero... primeramente, si los autores no aventajan en un ápice la inteligencia y mal gusto de un público iletrado, el público continuará siendo siempre iletrado. Segundo: si los autores fueran cultos y de buen gusto, asistiría al teatro con más frecuencia el público culto y de buen gusto (que lo hay), y, a la postre, el nivel medio de todo el público ascendería notablemente.
¿Se concibe que un autor dramático no acierte a escribir un buen artículo? La proposición contraria sí se explica: que el autor de un buen artículo no puede escribir una buena comedia. Pero en España se da el caso de autores dramáticos insignes que en su vida han escrito ni un artículo mediocre, a pesar de haber escrito innumerables artículos. ¿Hemos de inferir de este hecho que el talento literario y el talento dramático son dos formas contradictorias de actividad intelectual? De ninguna manera. Los grandes autores dramáticos de todos los tiempos y en todos los países han sido, en otros géneros, grandes escritores. Y los grandes escritores de otros géneros han sido, cuando ensayaron la literatura dramática, grandes autores dramáticos. Digo los grandes escritores, no los escritores medianos.
Si desapareciesen todas las obras dramáticas de Lope, de Shakespeare, de Corneille, de Racine, de Schiller, de Goethe, les bastaría la obra lírica para ser los más altos poetas de su patria y de su tiempo. Asimismo, si desapareciese la obra novelesca y lírica de nuestro Cervantes, le bastaría su obra dramática para figurar en la más alta jerarquía literaria. Juan Pablo Richter considera la Numancia como uno de los más puros arquetipos del teatro universal.
Modernamente, refiriéndonos a los autores vivos; en Inglaterra, Bernard Shaw no necesita de sus obras dramáticas para asegurarse la fama póstuma; tiene bastante con los prólogos que les ha puesto, muchas veces más importantes que la misma obra, y con sus ensayos de crítica, y Bennet y Galsworthy ocupan los lugares más honrosos, así en la novela como en el teatro; en Italia, D’Annunzio se cierne en triple excelencia, como lírico, como novelista y como dramático; en España, Galdós es tan perfecto autor dramático como novelista, y Valle-Inclán no es dramaturgo inferior a novelista.
Las anteriores consideraciones me las ha sugerido un artículo del señor Linares Rivas, publicado en «Los lunes de El Imparcial». El artículo se titula «Del oficio literario». Parece inspirado en el propósito de justificar cierta culpa reciente: la de haber plagiado torpemente a Tolstoi, con la necia ambición nada menos que de enmendarle la plana y mejorarlo teatralmente. Tolstoi era novelista, y ¿qué sabía el pobre de teatro?
En el artículo se dice: «En estos días leí yo El niño Eyolf, de Ibsen, una de las obras maestras de la literatura. La idea de la obra...»
El señor Linares Rivas ha oído algo del teatro de ideas, y de Ibsen como su más señalado representante, y ha pensado: tate, lo que llaman esos modernistas idea es lo que antes se decía maraña, intriga, enredo, argumento. Así, pues, una obra debe escribirse con una sola idea. Prosigamos: «La idea de la obra es que una vieja hechicera—la mujer de los ratones—tiene el mágico poderío de atraer con sus cantos a esos bichejos. En cuanto la oyen, salen y la siguen irresistiblemente. Entonces ella se embarca, siempre cantando, y los ratones, siguiéndola por el mar, se ahogan... La hechicera, cruel, sugestiona también a El niño Eyolf...; la va siguiendo, mientras ella canta y se embarca..., y el niño, un pobrecito cojo, se ahoga...» Y añade con infinito e inconsciente desparpajo el señor Linares Rivas: «Esta es la obra mundial de Ibsen.»
Ante todo, ¡qué hermoso estilo! Advierto al lector que los puntos suspensivos son del propio señor Linares Rivas, muy afecto a este signo ortográfico, que es el que corresponde con un gesto insinuante de los actores cómicos. Y el público, ante los puntos suspensivos, exclama: ¡qué ingenioso!, ¡qué fino!, ¡qué talento!
Quien haya leído la obra de Ibsen se quedará anonadado ante la descripción que de su idea hace nuestro insigne dramaturgo. El que no la haya leído, pensará: este Ibsen era un majadero. ¿Cabe en cabeza humana que eso sea la idea de una obra dramática? Como que no lo es. Si yo ahora contase la idea de la obra, calcularía algún lector malicioso que yo la apañaba a mi modo. Prefiero utilizar un documento ajeno.
Una traducción de El niño Eyolf se representó en París, en el teatro de l’Œuvre. Julio Lemaître, con ocasión de su estreno, escribía: «En rigor, el drama se reduce a tres escenas, y nada más.—1. Estamos, naturalmente, en un fjord, en casa de Alfredo Allmers, propietario, escritor, antiguo profesor, enriquecido por el matrimonio. Su mujer, Rita, apasionada, enamorada del marido, nada maternal. Tienen un hijo de nueve años, Eyolf, cojo, por haberse caído de una mesa, de pequeñito. En el fondo no aman este niño. Les molesta verlo.»
«Al comenzar el drama, Allmers, que viene de la montaña, en donde ha vivido en aislamiento espiritual, dice a su mujer: He reflexionado allá arriba y he tomado buenas resoluciones. De aquí en adelante, seré un verdadero padre para Eyolf; le cuidaré, haré cuanto esté en mi mano para hacerle llevadera su deformidad, de suerte que llegue a ser un hombre distinguido, bueno y feliz. A lo cual Rita replica vehemente: ¿Y yo? Yo quiero que seas siempre todo mío, de mí sola. Dice Allmers: Mi deber es dividir mi amor entre los dos: tú y mi hijo.—¿Y si Eyolf no existiese?—Sería ya otra cosa. En tal caso, sólo te querría a ti.—Si es así, hubiera preferido no traerlo al mundo. Y algo más adelante, dice Rita: No puedes pronunciar el nombre de Eyolf, sin que tu voz tiemble. ¡Ah! Casi desearía que... Apenas pronuncia esta frase culpable se oyen gritos de la playa: un niño ahogado. Ha sido Eyolf, que cayó al agua. Los pilletes de la playa han visto su muleta flotando.—2. En la segunda escena, entre los dos esposos, desesperados y sombríos, y mediante una conversación dolorosa y casi odiosa, se plantea el balance de las responsabilidades recíprocas. El niño murió porque no sabía nadar; no sabía nadar porque estaba cojo; estaba cojo porque su padre, y sobre todo su madre, se amaban demasiado carnalmente. Todo, dice Allmers, es falta tuya, por haber dejado a la criatura sola sobre la mesa. Responde Rita: Dormía tranquilo en su edredón. Tú me habías prometido cuidar de él. Y Allmers: Sí, te lo había prometido. Pero volviste, me atrajiste, y lo olvidé todo... en tus brazos.»
Pero hay algo más (estoy resumiendo el resumen de Lemaître). Rita estaba entregada a su marido en cuerpo y alma. No así Allmers, el cual se había casado con Rita por su riqueza y para salvar de la miseria a Asta, hermanastra de Allmers, objeto el más puro y recóndito de su amor. El mismo nombre Eyolf era diminutivo que Allmers aplicaba a Asta, de pequeña. Sí, dice Rita celosa; llamabas Eyolf a tu Asta. Me acuerdo. Tú mismo me lo confesaste en un instante furtivo y ardoroso, en el instante en que tu hijo caía y quedaba deforme. En resumen: la muerte del niño es el castigo y, en cierto modo, la consecuencia del amor impuro y desordenado de Rita y de los sentimientos turbios y anormales del complejo Allmers, cuyo cuerpo está poseído por su mujer y el alma por su hermana. Ellos, los padres, son los que han matado al niño Eyolf, por haberse amado demasiado y mal. Y ahora le aman y ya no pueden amarse entre sí, porque se les interpone la imagen del cadáver del niño y de su flotante muleta.—3. La tercera escena es la de la expiación...», etc., etc. ¿A qué seguir copiando? Basta con lo precedente para que los lectores reciban una ligera impresión de lo que es El niño Eyolf. ¿Y lo de la vieja de los ratones? ¿Es que el señor Linares Rivas ha visto visiones? No, en efecto; la vieja de los ratones (tema frecuente en las literaturas populares del norte) sale en la obra, pero no tiene nada que ver con su idea.
Se encuentran dos gallegos. Uno ha estado
la noche anterior en el teatro. «¿Qué función
has visto?», le pregunta el otro. El primero
procura explicarse bien. «Verás. Subían una
cortina colorada. Luego salía gente... Luego,
bajaban otra vez la cortina.» Y el segundo, satisfecho,
afirma: «Entonces es la misma
obra que he visto yo.» ¿Quién no ha
oído alguna vez este chascarrillo?
Pues, indudablemente, uno
de estos gallegos era
el señor Linares
Rivas.
Los errores corregidos: |
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enfant gate=> enfant gate {pg 9} |
sus relacionos y amistades=> sus relaciones y amistades {pg 10} |
ni Dios reriste la contradicción=> ni Dios resiste la contradicción {pg 11} |
testa aderazada según el tocado=> testa aderezada según el tocado {pg 16} |
Y like to be liked=> I like to be liked {pg 21} |
Y Gilde dice=> Y Gide dice {pg 23} |
peregrinación, avenjetadas, deslustradas=> peregrinación, avejetadas, deslustradas {pg 34} |
dió en In6laterra=> dió en Inglaterra {pg 36} |
La reputación que alcanbó Oscar Wilde=> La reputación que alcanzó Oscar Wilde {pg 39} |
la historia de una perverversión=> la historia de una perversión {pg 40} |
Salome=> Salomé {pg 43} |
de la accion, injustificado=> de la acción, injustificado {pg 75} |
de pronto tal arrepentimiente=> de pronto tal arrepentimiento {pg 75} |
quería el euáquero=> quería el cuáquero {pg 77} |
infortunio, sentirnos acompaños=> infortunio, sentirnos acompañados {pg 112} |
El ejemplar poetico=> El ejemplar poético {pg 124} |
Poetica de Aristóteles.=> Poética de Aristóteles. {pg 124} |
bobo o ya de vízcaíno=> bobo o ya de vizcaíno {pg 133} |
contrarrestrar y esclarecer=> contrarrestar y esclarecer {pg 133} |
quién estaba encinta, responpió:=> quién estaba encinta, respondió: {pg 146} |
extravagante abundacia que los nacionales=> extravagante abundacia que los nacionales {pg 152} |
los ingredientes esenciales de la castizo=> los ingredientes esenciales de lo castizo {pg 177} |
providenciales y las soluciociones=> providenciales y las soluciones {pg 220} |
es uua creación fuera=> es una creación fuera {pg 227} |
acciones extrardinarias=> acciones extraordinarias {pg 228} |
El estoicismo tiene dos aspecto=> El estoicismo tiene dos aspectos {pg 235} |
la copia mecanica de la naturaleza=> la copia mecánica de la naturaleza {pg 238} |
la pristina e insensible=> la prístina e insensible {pg 239} |
vícma de la fatalidad=> víctima de la fatalidad {pg 246} |
del espiritu español=> del espíritu español {pg 250} |
desinte, resadas=> desinteresadas {pg 254} |
arrastrada hacia el como=> arrastrada hacia él como {pg 257} |
la finalldad notoria=> la finalidad notoria {pg 274} |
«plazo breve y perenterio»=> «plazo breve y perentorio» {pg 297} |
sea totalmemte masculino=> sea totalmente masculino {pg 312} |
aquella mujer que enciere=> aquella mujer que encierre {pg 314} |
de Don Juan, descucubriéndole=> de Don Juan, descubriéndole {pg 323} |
los autores que le caudran=> los autores que le cuadran {pg 346} |