Title: Socialismo y ciencia positiva (Darwin-Spencer-Marx)
Author: Enrico Ferri
Translator: Roberto Jorge Payró
Release date: March 4, 2017 [eBook #54282]
Most recently updated: October 23, 2024
Language: Spanish
Credits: Produced by Pedro Silvio Vivono
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BUENOS AIRES
IMPRENTA DE «LA NACIÓN» SAN MARTÍN 344
1895
Páginas
El traductor a los lectores argentinos…………………………V
Prefacio………………………………………………….XXI
Primera parte. Darwinismo y socialismo.
I. Virchow y Haeckel en el Congreso de Munich. Las tres pretendidas
contradicciones entre darwinismo y socialismo…………………..3
II. La igualdad de los hombres……………………………….10
III. Los vencidos en la lucha por la vida……………………..26
IV. La supervivencia de los más aptos…………………………41
V. Socialismo y creencias religiosas………………………….51
VI. El individuo y la especie………………………………..57
VII. La «lucha por la vida» y la «lucha de clase»………………64
Segunda parte. Evolución y socialismo. VIII. La tesis ortodoxa y la tesis socialista ante la teoría científica de la evolución…………………………………..87 IX. La ley de regresión aparente y la propiedad colectiva……….94
{IV}
X. La evolución social y la libertad individual……………….102
XI. Evolución, revolución, rebelión, violencia personal. Socialismo y
anarquía………………………………………………….121
Tercera parte. Sociología y socialismo. XII. El limbo estéril de la sociología……………………….153 XIII. Marx completa a Darwin y a Spencer. Conservadores y socialistas …………………………………………………………156
Obras citadas por el autor………………………………….171
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He aquí un libro que debe ser leído por cuantos se ocupan o preocupan de la cuestión social, por más que sólo sea un trabajo de polémica y propaganda, sin grandes pretensiones científicas ni largos desarrollos complementarios de las ideas en él expuestas.
Tiene otros méritos: es accesible a todas las inteligencias sin exigir preparación especial; da una clarísima explicación de lo que es el socialismo marxista; echa a rodar las conjeturas infundadas y las interesadas calumnias; rebate con éxito las objeciones que se hacen a éste y que muchas veces tienen todo el aspecto de sentencias inapelables; desvanece los temores que despierta en ciertos espíritus la creencia de que el socialismo marchará a la conquista de su ideal político con las armas en la mano, y demuestra de una manera clara, terminante y fructífera, que este movimiento que se inicia en el mundo entero, no es el espasmo epiléptico de una humanidad enferma, sino la marcha gradual, acusada por síntomas a veces sobresaltados, de una evolución inevitable y lógica, que podrá prolongarse, pero que llegará necesariamente a su fin.
{VI} Importa que estas ideas —que no son creadoras del hecho, sino derivadas de él y por él inspiradas—, tengan amplia difusión entre nosotros; el problema planteado tan categóricamente en Europa no puede dejarnos en la indiferencia, desde que sabemos cuán poderoso influjo ejerce aquí la evolución europea, cuya repercusión trajo la revolución de 1810, efecto indirecto pero innegable de la de 1789, y que ha seguido produciendo otros efectos reflejos que se acentuarán cada vez más.
Hemos podido observar, sin embargo, que en la mayoría de los argentinos —hasta entre los inteligentes y estudiosos— la idea del socialismo se refiere siempre al embrión romántico de principios de siglo, y permaneciendo en estado de nebulosa, se asocia al nombre de Blanc, de Proudhon, de Fourier, de Saint-Simon, se confunde con el comunismo, y viene a ser una amalgama informe de individualismo, socialismo y anarquía, sin que se siga siquiera con mediana atención la evolución poderosa y progresista que en él se efectúa a partir de Carlos Marx.
La propaganda ardiente y a veces calumniosa de sus adversarios, el sentimentalismo utópico de la mayoría de sus adeptos, la poca difusión de las obras socialistas en este país, las mayores facilidades y seguridades de vida que suelen encontrarse aquí, son otras tantas causas de esa indiferencia y de esa ignorancia, que hace encogerse de hombros a los más, diciéndose que no ha llegado el momento de preocuparse de la cuestión social.
La lectura de este trabajo del sociólogo italiano {VII} desvanecerá necesariamente este falso concepto que se tiene del socialismo, al presentar, con sólida argumentación y numerosos datos ilustrativos, un cuadro exacto de la situación actual de la evolución en el viejo mundo, los progresos realizados, la estrecha vinculación que el socialismo tiene con la ciencia positiva, etc., haciendo que el libro, de polémica en su propósito principal, sea al mismo tiempo de propaganda clara y eficaz.
Sin embargo, el lector tropezará con observaciones y afirmaciones que, exactas en el medio en que actúa el autor y para el cual escribe, cesan de serlo en este país y en otros países americanos, o pierden de su fuerza por no estar generalizadas las causas que las provocan: por ejemplo en las partes en que se refiere al enriquecimiento rápido, a las dificultades de la juventud para ilustrarse, al celibato forzoso del soldado, etc., etc., y que para aplicarse a nosotros tienen que ser modificadas hasta tal punto que se hace necesaria una observación personal y directa del medio, las costumbres, los habitantes, etc. Salvo estos puntos en que el lector tiene que juzgar con el criterio de Europa, suponiéndose en medio de sus viejas sociedades, el resto del libro generaliza, y sus premisas y conclusiones son perfectamente adaptables a nuestro país. Y aún más: esas observaciones hoy discutibles vendrán a ser perfectamente exactas más tarde, cuando haya ejecutado su completa evolución el capitalismo industrial, comercial y territorial que tan rápidamente nos invade.
Hemos querido hacer notar esto, por cuanto la {VIII} apariencia de inexactitud de algunos párrafos inaplicables al medio en que vivimos, pero reflejo de la verdad en el viejo mundo, daría asidero a la crítica, ya superficial ya malévola, proporcionando armas decisivas al parecer a los que asisten con desconfianza o temor al desarrollo y a la difusión de la idea socialista.
Y esta idea tiene que hacer mayor camino cada vez, aumentando de día en día el número de sus prosélitos, en razón del aumento del proletariado. Hace algunos años, el socialismo no tenía entre nosotros sino pocos partidarias aislados. Las cosas cambian rápidamente, y en este momento existen en Buenos Aires cinco agrupaciones socialistas, a saber: Centro Socialista Obrero, Centro Universitario Socialista, Fascio dei Lavoratori, Les Egaux y Vorwärts que acaba de inaugurar un hermoso edificio construido por su cuenta.
Además de la publicación de libros, folletos y artículos de los socialistas europeos, que toman incremento cada vez mayor, aparecen dos periódicos socialistas que tienen su existencia asegurada: Vorwärts fundado en 1886 y La Vanguardia en 1893, aparte de otras numerosas publicaciones de vida efímera, y de las que suele hacer La Nación de artículos y correspondencias de De Amicis, Reclus, Liebknecht, etc.
Pero otro síntoma señala claramente la evolución que se efectúa, y son las treinta y cuatro sociedades gremiales y de resistencia que hoy existen —entre las que figura una de mujeres— que cuentan con numerosos asociados y que sin duda no tardarán en adherirse al socialismo como pasa con las Trade Unions inglesas.
Y decimos que este movimiento se irá acentuando, {IX} porque todo se encarga de precipitar la evolución, hasta en esta misma ciudad, cuya gran masa de población ignora aún la idea socialista: desde la mayor unificación de los capitales, o sea el aumento de la propiedad individual, hasta el inesperado crecimiento del número de los asalariados en sus diversos nombres y categorías . . . ¿Qué importa para su realización que un fenómeno sea observado o no? ¿Acaso los gérmenes necesitan para su desarrollo del microscopio del sabio? ¿El mundo se ha detenido en su evolución progresiva por la indiferencia medieval? Si la causa existe ¿el no advertirla puede impedir sus efectos?
Sin detenerse a considerar hechos que ya no son aislados aunque sean insignificantes en relación a los análogos que se producen en Europa, y complaciéndose en la observación de los que triunfan, es decir, de las excepciones, se olvida generalmente que hay una enorme masa de población que puede calcularse en mucho más de la mitad del total que vive de un salario más o menos mezquino.
El censo que se prepara —si no sufre los usuales olvidos y enmendaturas para que todo aparezca muy bonito—, va a proporcionar datos bien curiosos y reveladores sobre el estado actual de las clases pobres. Mientras nos llega, para presentarnos, aun sin querer, un cuadro verdaderamente desolador de las provincias, no es inútil recorrer las páginas del censo de la capital levantado en 1887, tomando como buenas las primeras cifras, pues los mismos detalles presentan discordancias incomprensibles en los diversos capítulos de la obra en que se repiten.
{X} Por ese censo sabemos que sobre 423.996 habitantes, 38.904 eran empleados de comercio, 75.622 obreros, y 73.598 individuos dedicados al servicio personal. Contábanse también entonces 9137 empleados públicos y 1499 maestros . . . Es decir 198.760 individuos asalariados, fuera de muchos miles más cuya vida era de dependencia absoluta o relativa . . . Las circunstancias han variado, y después de la «crisis de progreso», muchos miembros de la clase media han descendido un escalón, yendo a engrosar el número de los asalariados, sea en una, sea en otra de las múltiples formas que asume el Proteo-jornal, mientras que ha continuado la inmigración, aunque en menor escala, y con la depreciación del papel moneda hemos asistido al fenómeno del encarecimiento de la vida con la baja de los salarios y el alza de los artículos de primera necesidad, desde el pan hasta la habitación. De tal modo que se ha hecho más difícil la existencia de los asalariados y al mismo tiempo ha aumentado su número . . .
Un diario argentino que se reputa serio y que leen las clases pobres, suponiendo en él una tendencia amplia que no tiene, se ocupa hace tiempo de estas cuestiones, y alarmado por la paralización de algunas industrias, que dejan sin trabajo a numerosos obreros, viene repitiendo que hacen falta consumidores y que, por consiguiente, hay que fomentar la inmigración del proletario productor . . . No nos detendremos a refutar esta enormidad, desprovista hasta de apariencias de sentido común; citamos el caso porque demuestra que hasta en este país, que aparece como privilegiado, la {XI} cuestión está planteada en términos análogos a los europeos, aun cuando se inicie apenas.
El simple examen de las cifras y de los apuntes que acabamos de exponer, teniendo en cuenta el enorme aumento de la población que hoy pasa de 600.000 habitantes, basta para darse cuenta de que la idea del socialismo tiene ya causa —aunque el efecto no se haya resentado en formas ostensibles y categóricas—, desde que —como lo demuestra Ferri en las páginas que van a leerse— se trata de una cuestión económica, aunque esté íntimamente ligada a la política.
Muchos son los síntomas precursores de un gran movimiento futuro: la fundación de las agrupaciones ya citadas, la propaganda cada vez mayor, las huelgas recientes reivindicando las 8 horas de trabajo y el aumento de salarios, etc., etc., como efecto; la carestía enorme de los alquileres, la depreciación de la moneda papel, la falta de trabajo en algunas industrias que se derrumbarían sin los derechos prohibitivos a pesar del precio del oro, y el individualismo industrial y territorial cada vez más acentuado, como causa.
No es esto un cuadro imaginario, y estamos satisfechos de poder ofrecer aquí el testimonio de un observador que no puede tacharse de apasionado —el doctor Francisco Latzina— quien en un estudio sobre los latifundios {[Nota al pie:] La Nación, núm. 7648, de 17 Marzo 1895, «La calamidad de los latifundios.»} decía lo siguiente, refiriéndose a nuestro país:
«La concentración de la tierra en pocas manos {XII} progresa con movimiento acelerado, e implica la degradación de los pequeños propietarios al papel de arrendatarios o peones. Esta misma tendencia de concentración de los capitales, reduce al artesano independiente a jornalero, al bolichero a peón, al pequeño comerciante a empleado de un negocio grande, y a las personas que han sido independientes en el régimen antiguo, a la dependencia de las grandes empresas.»
Esto no es metafísica; viene de la observación directa de los hechos, y otros escritores como E. Quesada, Lallemant, etc., han parado mientes en ello antes de ahora. Y no hay que demostrar —porque salta a la vista—, la agravación rápida del mal, agravación que resulta de nuestro sistema monetario y del proteccionismo a la industria que favorece a los menos en detrimento de los más, cuya vida se encarece en términos alarmantes, así como del drenaje de intereses enormes que van al extranjero, etc., etc.
Claro es que este estado de cosas se irá acentuando con el aumento de población y por la inevitable tendencia absorbente de los grandes propietarios territoriales.
Lo mismo que con el territorio, lo mismo que con la industria está sucediendo con el comercio. Las grandes casas como la Ciudad de Londres, el Progreso, etcétera, que cuentan con capitales crecidos y con los más variados artículos, realizando diariamente ventas importantísimas que les permiten competir con ventaja en el mercado, están siendo la sombra del manzanillo para el pequeño comercio, que tiene que vender más caro en razón de que no introduce directamente sus {XIII} mercaderías, de que siempre paga algo más a los intermediarios, y de que sus ventas son en menor escala. Muchos de los pequeños comerciantes son, pues, absorbidos, y no es extraño verlos ir a servir a esas mismas casas que indirectamente, en apariencia, han causado su ruina.
Pero esto pasa generalmente desapercibido, quizá porque no haya tomado aún los resueltos contornos que en Europa.
Para el no observador puede aún ser aplicable a la República Argentina la célebre frase de Pangloss, a pasar de la vida semisalvaje de los jornaleros criollos de nuestras provincias, de cuyo trabajo se abusa, y de las privaciones del obrero, que en las ciudades comienza ya a verse obligado a vivir en montón, en infectos tugurios.
La situación de los trabajadores argentinos en las provincias no puede ser más abyecta: descalzos, casi sin ropas, ignorantes hasta el grado sumo, no alcanzan muchas veces a ganar una mensualidad de diez pesos que gastan en alcohol, embriagándose y riñendo muy a menudo en luchas sangrientas, sin otra causa positiva que la borrachera y la ignorancia. En algunas provincias hemos podido ver estancias en que trabajaban tribus de indios reducidos, sin salario alguno, casi desnudos, por el trozo de carne de sus comidas y algunos vasos de aguardiente los días de fiesta. Pero aquellos que han salido de la vida salvaje no tienen una existencia mucho mejor, y viven miserables, no sólo en las estancias, sino en los ingenios, y en todas las industrias enriquecedoras de sus amos, que ostentan en {XIV} Buenos Aires o en las capitales de provincia el lujo que les proporciona el supertrabajo obtenido en su beneficio de la ignorancia y la semiesclavitud de sus peones y obreros.
En muchas provincias la ignorancia es, por decirlo así, fomentada por el capital, pues tiene la emancipación del obrero que, sabiendo algo, se negaría a la cuasi esclavitud actual.
Así en las antiguas Misiones, donde los trabajadores suelen vivir de mandioca y naranjas como en el Paraguay. Así en la misma provincia de Buenos Aires donde el gaucho, más apto, para las tareas de la ganadería, y sólo por ser gaucho, tiene mucho menor salario que el obrero europeo . . .
Esto no nos lo dicen los anteriores censos ni nos lo dirá el que se prepara, porque su compilación tiene siempre un propósito político más o menos consciente, y la estadística no se usa para mostrar males, sino para equilibrar fuerzas electorales o para aumentar el crédito exterior con riquezas que suelen no existir y poblaciones que amenudo sólo han sido engendradas por el cerebro del estadígrafo político. Ya daríamos ejemplos si no temiéramos extendernos demasiado.
Entretanto, y olvidándolo todo, se repite:
«No hay por qué pensar en el socialismo. No estamos en Europa donde escasean los medios de vida; aquí cualquiera se hace rico.»
Quizás la proporción de los que se enriquecen sea mayor aquí que en otras partes; pero una simple mirada a nuestro rededor nos demostrará que se trata de {XV} un pequeño tanto por mil, mientras que el resto continúa esclavizado al capital, más poderoso y más absorbente cada vez.
Lo que hay, sí, es que, todavía hoy, los remedios se presentan más fáciles que en el viejo mundo, porque aquí —donde se aplica a Spencer, vendiendo los ferrocarriles— hay aún mucha tierra fiscal improductiva, que podría servir de base para una evolución, acelerada por el impuesto a la renta, a los terrenos baldíos a las herencias, etc., etc., que necesariamente se realizará más tarde en medio de mayores sacudimientos que darán inmenso relieve a Rivadavia y su previsora ley de enfiteusis. Aquél profundo observador previó, en efecto, lo que iba a pasar, algo de lo que está pasando y mucho de lo que no ha pasado todavía, y es lástima que sus lecciones se hayan olvidado en estas épocas en que aún se espera una renovación de la «crisis de progreso» que nunca se repetirá en la misma forma, porque cada día se irán acentuando más las diferencias de clase que ya se diseñan tanto, así como el capitalismo absorbente y el derrumbe ya iniciado de las clases medias que van descendiendo escalón por escalón hasta que lleguen al proletariado y reaccionen entonces entrando de lleno en la lucha de clase.
Cabe observar aquí lo que ha pasado con los centros agrícolas de la provincia de Buenos Aires, con las colonias de Santa Fe, cuya gran parte está aún en manos de empresarios que se enriquecen, etc. etc., y lo que pasa en los territorios nacionales como en el Neuquén, por ejemplo, donde muchos labradores no pueden colonizar porque inmensas zonas, las mejores {XVI} y más feraces, están desde años atrás en poder de concesionarios que las dejan improductivas esperando una oportunidad feliz que les permita especular con el mayor valor de la tierra, artificialmente provocado, puesto que no habiendo sido trabajada no puede calcularse qué producto dará, único medio de señalar su valor real y positivo.
En este territorio —para no citar otros— hay un concesionario que posee, él solo, cuatrocientas leguas, que arrienda para pastoreo, sin haber hecho una construcción ni haber cumplido con ninguna de las prescripciones de la ley; otro encumbrado concesionario hace lo mismo con trescientas leguas, en que nada ha puesto y cuyos arrendamientos cobra, contándose por docenas los posesores de lotes de treinta y dos leguas, que en esos vastos y feraces terrenos no se han cuidado de levantar ni un rancho.
Y esto, poco más o menos, ocurre en todos los territorios condenados así a convertirse en puntos improductivos o a ser bombas aspirantes de lo que produzcan los trabajadores.
A pesar de las lecciones recibidas, el mal parece no tener remedio, tan generalizado está.
Pregúntese a los especuladores en tierras de Bahía Blanca y otras comarcas semiestériles o que exigen mucho esfuerzo para la producción, qué beneficio general o particular produjo a la larga la suba de los terrenos; pregúntese a los territorios más fértiles, qué beneficio les han traído los propietarios de grandes feudos abandonados y casi eriales mientras viene {XVII} —que no vendrá sino con la producción— el mayor valor de la tierra . . .
¿Dónde nos llevaría un examen aparentemente prolijo de todos los inagotables aspectos de la cuestión? . . . El prólogo rompería sus proporciones, para tomar las del libro, las del in folio, aquí donde no suelen resolverse con este criterio sino con el escolástico, todos los problemas económico-sociales, de tal manera que cuanto se dijese en este sentido sería nuevo e incitaría a grandes desarrollos hasta al escritor mediocre. Pocos, bien pocos —sobrarían para contarlos los dedos de una mano— son los que se libran de la lógica de factura, con premisas falsas o variables, del capitalismo, y pueden lanzarse a la observación directa de los hechos, sacados los anteojos de todos colores del prejuicio y de la tradición . . .
Así no se mira por su lado positivo nuestra dependencia del capital europeo, invertido en ferrocarriles, industrias, bancos, empréstitos —temas fecundos, y el último sobre todo, de muchos libros por escribir— cuyos productos e intereses, dobles y triples de los que rigen en el viejo mundo, no se invierten aquí, ni mejoran la situación de obreros y trabajadores, sino que vuelven al punto de partida del capital, a hacer más fácil la vida del que lo arriesgó, como es lógico, natural y justo en el sistema actual . . .
Y sin embargo, se sueña con muchas cosas, a las que debería haber dado golpe de muerte la frase fundada en cifras que en un informe al ministro de hacienda, doctor Terry, para acompañar su conocida memoria {XVIII} al Congreso sobre la conversión, lanzó el doctor Francisco Latzina y que nosotros recogemos aquí:
«El oro a la par es la ruina de la agricultura y de todas las industrias, y el agio a un tipo inferior de 300, significa la insolvencia del gobierno respecto de sus acreedores a oro».
¡Qué atolladero! Y lo más curioso es el sitio en que ha sido presentado a la pública atención, malbaratando el utópico andamiaje del ministro.
Se ve, pues, si hay o no tela en que cortar, si nos detuviéramos a examinar los males de que padecemos, incurables en el sistema económico actual.
Pero terminemos aquí estas líneas, que no pretenden sino dar una ligera idea del camino que el socialismo tiene que hacer entre nosotros.
Nuestros millonarios habrán sufrido a causa de la crisis natural e inevitable, una merma en su capital absoluto con la baja de la tierra, la depreciación de la moneda etc., etc., pero nadie que pare mientes en ello podrá negar que su capital relativo ha aumentado por la ley que Ferri expone de que los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres cada vez. Y algunos aún no habrán experimentado ni esa disminución absoluta, como los que colocaron su dinero en propiedades muebles que fueran susceptibles de convertirse siempre en oro.
Mientras tanto, las clases medias que vivieron fácilmente en aquel período de fiebre —que no ha de olvidar ninguno de los que lo han presenciado, y que a pesar de todo nos ha dejado adquisiciones que nadie {XIX} nos puede quitar—, ven cada vez más dificultada su existencia, y si no aciertan todavía con el remedio, los observadores tienen que ver en esas amargas penalidades de hoy, el punto de partida de una evolución inevitable, que tanto puede venir, como repercusión, del movimiento europeo, cuanto —a la larga— de los mismos gérmenes existentes en nuestro país.
Roberto J. Payró.
Mientras escribo la segunda edición de un ensayo ya antiguo sobre Socialismo y criminalidad (Turín, 1883) en el que, siguiendo la evolución progresiva de mi pensamiento científico, he de completar las ideas sociológicas de entonces con las ideas socialistas de hoy; quiero publicar este trabajo, el que ha sido, en parte, la conferencia dada en Milán el 1º de Mayo del año que corre.
Darwinista y spenceriano convencido, me propongo probar como el socialismo marxista —el único que tenga método y valor científicamente positivo, y por lo mismo el único que ahora inspira y dirige con unidad a los socialistas demócratas de todo el mundo civil— no es sino el complemento práctico y fecundo en la vida social de esa moderna revolución científica, preparada en los siglos pasados por la renovación italiana del método experimental en todos los ramos del saber humano, y ejecutada y disciplinada en nuestros días por las obras de Darwin y de Spencer.
Verdad es que Darwin, y sobre todo Spencer, se han quedado a la mitad del camino de las últimas {XXII} conclusiones de orden religioso- político-social, que derivan de sus indestructibles premisas de hecho.
Pero ese episodio personal que no puede detener el inevitable progreso de la ciencia regenerada y de sus consecuencias prácticas —en formidable acuerdo con las más dolorosas necesidades de la vida contemporánea—, no hace, por otra parte, sino evidenciar más la justicia histórica que debe recaer sobre la obra científica y política de Carlos Marx, en quien se completa la gran trinidad renovadora del pensamiento científico moderno.
* * *
El sentimiento y la idea son las dos inseparables fuerzas propulsoras de la vida individual y colectiva.
El socialismo, que hasta hace pocos años estaba a merced de las fluctuaciones vivaces pero indisciplinadas, y por lo tanto no concluyentes, del sentimiento humanitario, ha encontrado en la obra genial de Marx y de los que la han desarrollado y completado, su brújula científica y política. Esta la razón de sus conquistas cuotidianas en todas sus manifestaciones de la vida sentimental e intelectual.
La civilización, al mismo tiempo que representa el desenvolvimiento complicado, fecundo y bello de las energías humanas, es también un virus de terrible poder infeccioso. Al lado de los esplendores del trabajo artístico, científico, industrial, acumula los productos gangrenados del ocio, de la miseria, de la locura, del delito, del suicidio físico, y de ese suicidio moral que se llama el servilismo.
{XXIII} El pesimismo —síntoma doloroso de la vida sin ideales, y en gran manera efecto de agotamiento o de degeneración del sistema nervioso— preconiza el aniquilamiento final como cesación del dolor.
Nosotros, por el contrario, tenemos fe en la eterna «virtud medicinal de la naturaleza»; y el socialismo representa justamente ese íntimo hálito de vida nueva y mejor que libertará a la humanidad —aunque sea con un proceso febril— de los productos virulentos de la fase presente de la civilización, para conservar y rejuvenecer en una fase ulterior, las energías sanas y fecundas en bien para todos los humanos.
Roma, Junio de 1894.
Enrique Ferri.
{1} PRIMERA PARTE. DARWINISMO Y SOCIALISMO.
{3}
El 18 de Septiembre de 1877, en el congreso de naturalistas de Munich, Ernesto Haeckel, el famoso embriólogo de Jena, pronunció un elocuente discurso en defensa y como propaganda del darwinismo, que atravesaba entonces por su época más aguda y tempestuosa de polémica y de lucha.
Pocos días después, Virchow, el gran patólogo —que aunque milite ya en el partido parlamentario «progresista» es bastante misoneísta, tanto en la política como en la ciencia— combatía enérgicamente la teoría darwiniana de la evolución orgánica, contra la cual, con agudísima previsión, lanzaba el grito de alarma y el anatema político, diciendo que «el darwinismo conduce directamente al socialismo».
Protestaron de seguida los darwinistas capitaneados por Oscar Schmidt y por Haeckel; y para {4} que a tanta oposición de índole religiosa, filosófica y biológica levantada entonces contra el darwinismo, no se agregara también esta grave preocupación política, sostuvieron que, por el contrario, la teoría darwiniana estaba en abierta y absoluta contradicción con el socialismo.
«Si los socialistas fuesen pillos (escribía el profesor Oscar Schmidt en el Ausland de 27 de Noviembre de 1877), harían todo lo posible por sofocar en el silencio la teoría de la sucesión, porque esa doctrina proclama altamente que las ideas socialistas son inaplicables».
«En efecto, agregaba Hseckel, no hay doctrina científica que declare más abiertamente que la teoría darwiniana, que la igualdad de los individuos a que tiende el socialismo es un imposible, y que esa quimérica igualdad está en contradicción absoluta con la necesaria desigualdad de hecho que en todas partes existe entre los individuos.
»El socialismo pide para todos los ciudadanos derechos iguales, iguales deberes, bienes iguales e iguales goces; la teoría de la herencia establece, por el contrario, que la realización de estas aspiraciones es pura y simplemente imposible; que, en las sociedades humanas como en las animales, ni los derechos, ni los deberes, ni la propiedad, {5} ni los goces de todos los individuos asociados, son ni podrán nunca ser iguales.
»La gran ley diferencial enseña que, tanto en la teoría general de la evolución, cuanto en su parte biológica o teoría de la herencia, la variedad de los fenómenos surge de una unidad originaria, la diferencia de las funciones de una identidad primitiva, la complejidad del organismo de una sencillez primordial. Las condiciones de existencia son, desde el ingreso a la vida, desiguales para todos los individuos. Agréganse las cualidades hereditarias, las disposiciones innatas más o menos desemejantes, ¿cómo, pues, podrían ser iguales en todas partes, nuestras tareas en la vida y sus resultados consiguientes?
»Cuanto más desarrollada está la vida social, más importancia adquiere el gran principio de la división del trabajo, y la existencia duradera del estado exige más que sus miembros se dividan los deberes tan varios de la vida; y puesto que el trabajo que debe ser realizado por los individuos, así como el consumo de fuerza, de ingenio, de medios, etc., que demanda, difieren en el más alto grado, es natural, también, que la recompensa de ese trabajo sea proporcionalmente desigual.
»Estos son hechos tan sencillos y evidentes, {6} que todo hombre político, inteligente y culto, debería, según me parece, preconizar la teoría de la herencia y la doctrina general de la evolución, como el mejor contraveneno para las absurdas utopías igualitarias de los socialistas.
»¡Y es el darwinismo o teoría de la selección, lo que en su denuncia ha tomado Virchow como blanco, más que el transformismo o teoría de la herencia, siempre confundida con aquélla! El darwinismo es todo menos socialista.
»Si se quiere atribuir tendencias políticas a esta doctrina inglesa —lo que es lícito— esas tendencias no podrían ser sino aristocráticas, nunca democráticas, y menos socialistas.
»La teoría de la selección enseña que en la vida de la humanidad, como en la de las plantas y de los animales, siempre y en todas partes sólo una débil minoría arriba a vivir y a desarrollarse; la inmensa mayoría, por el contrario, sufre y sucumbe más o menos prematuramente. Innumerables son los gérmenes de todas las especies vegetales o animales, y los individuos jóvenes que no florecen; pero el número de los que tienen la suerte de desarrollarse hasta su completa madurez, y alcanzan al final de su existencia, es hasta cierto punto insignificante.
»La cruel y despiadada «lucha por la vida», {7} feroz en toda la naturaleza animada, y que tiene naturalmente que serlo, esa eterna e inexorable competencia de todo cuanto vive, es un hecho innegable. Sólo el número escaso de los electos, de los más fuertes y de los más aptos, está en condiciones de sostener victoriosamente esa competencia; la gran mayoría de los competidores desgraciados debe perecer necesariamente.
»Que se deplore esa fatalidad trágica, está bien; pero no se puede ni negarla ni variarla. ¡Todos son los llamados; pocos son los elegidos!
»La selección, la elección de estos elegidos está necesariamente ligada a la derrota o a la pérdida del gran número de seres que son sobrevividos. Por eso, otro hombre de ciencia inglés ha llamado al principio fundamental del darwinismo "la supervivencia de los más aptos, la victoria de los mejores".
»En todo caso, pues, el principio de la selección no es, en manera alguna, democrático; es más bien fundamentalmente aristocrático. Si entonces el darwinismo llevado a sus últimas consecuencias tiene, —según Virchow—, "un lado extremadamente peligroso" para el hombre político, consiste esto, sin duda, en que favorece las aspiraciones aristocráticas.»
* * *
{8} He copiado in extenso esta argumentación de Haeckel, porque es precisamente —con diverso tono y con expresiones más o menos precisas y elocuentes— la que repiten aquellos adversarios del socialismo que gustan de asumir actitudes científicas y se sirven —para comodidad en la polémica— de las frases hechas que, hasta en la ciencia misma, tienen más curso de lo que parece.
Sin embargo, es fácil demostrar cómo, en este debate, la mirada de Virchow ha sido más segura y más límpida, desde que la historia de los últimos veinte años ha venido a darle plenamente la razón.
Ha sucedido, en efecto, que el darwinismo y el socialismo han progresado juntos con una maravillosa fuerza de expansión, conquistando el uno para su doctrina fundamental la unanimidad de los naturalistas, y continuando el otro en su difusión —tanto en sus aspiraciones generales como en su disciplina política— por todos los poros de la conciencia social, como inundación torrencial de territorios enteros determinada por el aumento diario del malestar material y moral, o como infiltración lenta, capilar, irrevocable en los cerebros más despreocupados y menos serviles del interés personal de la ortodoxa ruindad.
{9} Ahora bien, así como las teorías políticas o científicas son fenómenos naturales como cualesquiera otros y no el adorno caprichoso y efímero del albedrío individual de quien las inicia y las propaga, así también es evidente que si ambas corrientes del pensamiento moderno han podido, juntas, vencer las primeras y más fuertes oposiciones del misoneísmo científico y político, y si juntas aumentan día a día la falange de sus conscientes partidarios, esto significa por sí solo —casi diré por una ley de simbiosis intelectual— que no son ni inconciliables ni contradictorias entre sí.
Pero, por otra parte, los tres argumentos principales a que, en substancia, se reduce el raciocinio antisocialista de Haeckel, no resisten ni a la crítica más elemental de las nociones científicas, ni a la observación más superficial de la vida ordinaria.
1º El socialismo tiende a una quimérica igualdad de todos y de todo, el darwinismo, por el contrario, no sólo comprueba, sino también explica las razones orgánicas de la natural desigualdad de los hombres en sus aptitudes, y por lo tanto, en sus necesidades.
2º En la vida de la humanidad, como en la de las plantas y de los animales, la inmensa mayoría {10} de los nacidos está destinada a sucumbir, porque sólo una pequeña minoría queda vencedora en la «lucha por la vida». El socialismo, por el contrario, pretende que todos deben vencer en esa lucha y nadie debe sucumbir en ella.
3º La lucha por la vida asegura «la supervivencia de los mejores y de los más aptos» y sigue más bien un procedimiento aristocrático de selección individualista, que la democrática nivelación colectivista del socialismo.
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La primera de estas objeciones opuestas al socialismo en nombre del darwinismo, carece en absoluto de base.
Si fuese cierto que el socialismo aspira a la igualdad de todos los hombres, nada sería más exacto: el darwinismo lo condenaría irrevocablemente.
Pero aun cuando, todavía hoy, muchos de buena fe, como oyentes que repiten las frases hechas, o de mala fe, por habilidad polemista, sostengan que socialismo es sinónimo de igualdad y de nivelación, la verdad es, por el contrario, que el {11} socialismo científico (es decir, aquel que se inspira en la teoría de Marx y que es el único que hoy merezca ser sostenido o atacado) no niega para nada la desigualdad de los hombres, ni la de los demás seres vivientes, desigualdad innata y adquirida, física y moral.
Sería como decir que el socialismo pretende, por ejemplo, que por decreto del rey o del pueblo se establezca que: «¡De hoy en adelante, todos los hombres tendrán un metro y setenta centímetros de estatura! . . . »
Pero el socialismo es algo más serio y menos fácil de combatir.
Y el socialismo dice: Los hombres son desiguales, pero son hombres.
Y así, aun cuando todo individuo humano nazca y se desarrolle de una manera más o menos distinta de los demás (porque así como en una selva no hay dos hojas idénticas, en todo el mundo no existen dos hombres perfectamente iguales), todo hombre, por el simple hecho de ser un hombre, debe tener asegurada una existencia de hombre y no de ilota o de bestia de carga.
Nosotros también sabemos que no todos los hombres pueden llevar a cabo el mismo trabajo, ahora que las desigualdades sociales aumentan las desigualdades naturales; ni lo podrán tampoco {12} bajo el régimen socialista, cuando la organización social tienda, al contrario, a atenuar las desigualdades congénitas.
Siempre habrá quien tenga un cerebro y una musculatura más aptos para la labor científica o artística y quien para un trabajo manual, o de precisión mecánica, o de esfuerzo agrícola, etc.
Pero lo que no debería haber y que no habrá, es hombres que no trabajen nada, y otros que trabajen mucho o muy mal recompensados.
No es esto sólo: el colmo de la injusticia y de lo absurdo es que, ahora, el que no trabaja tiene las recompensas mayores, que le asegura el monopolio individual de la riqueza, acumulable por transmisión hereditaria; riqueza que en el menor número de los casos se debe a los sacrificios de ahorro y de privaciones inhumanas del actual poseedor, o de algún antepasado laborioso; y que casi siempre es fruto secular de espoliaciones por conquista militar, por comercio poco decoroso o por favoritismo de los soberanos; siempre y de todos modos independiente de cualquier esfuerzo, de cualquier trabajo socialmente útil por parte del heredero, a menudo dilapidador veloz en las varias formas del ocio más o menos barnizado de una vida tan vacía cuanto brillante en apariencia.
{13} Y si no se trata de riqueza heredada, se trata de riqueza defraudada. Aparte del mecanismo económico de que hablaré después, revelado por Carlos Marx, y por el cual, aun fuera del fraude, el capitalista o propietario puede acumular normalmente, sin trabajar, una renta o una ganancia; aparte de esto, digo, es un hecho que los patrimonios más rápidamente acumulados o engrosados ante nuestros ojos, no son ni pueden ser fruto del trabajo honrado.
El trabajador realmente honrado, y por lo tanto infatigable y económico, que llega a elevarse de la condición de asalariado a la de jefe de fábrica o empresario, podrá acumular en una larga existencia de privaciones, cuando más algunos miles de liras. Por el contrario, aquellos que sin descubrimientos industriales debidos a su genio, reúnen millones en pocos años, no pueden ser más que negociantes poco escrupulosos, aparte algún caso excepcional de un honrado golpe de fortuna. Y esos son los que —parásitos de los Bancos y los negocios públicos— viven como señores, cubiertos de condecoraciones carnavalescas y de honores oficiales . . . premio a sus buenas acciones.
Y viceversa, los que trabajan, que son la inmensa mayoría, no tienen más recompensa que {14} un alimento y una habitación que bastan apenas para no dejarlos morir de hambre cruel, y cuyos fondines, cuyos desvanes, cuyas callejuelas infectas en las grandes ciudades, o cuyas casuchas en la campaña, no se admitirían ni para caballerizas ni para establos! . . .
Y esto sin agregar los desesperados espasmos de la desocupación forzada, que es uno de los tres síntomas más dolorosos y más crecientes de esa igualdad en la miseria que se propaga por el mundo económico en Italia y, más o menos, en todas partes.
Hablo del inmenso ejército de los desocupados entre los operarios agrícolas e industriales, de los abandonados entre la pequeña burguesía, de los expropiados por impuestos, deudas o usura entre la pequeña propiedad.
No es verdad, pues, que el socialismo pida para todos los ciudadanos una igualdad material y positiva de trabajo y de placeres.
La igualdad puede, solamente, asumir la forma de la obligación de todo hombre a trabajar para vivir, asegurándose a todo individuo las condiciones de existencia humana, en cambio de la labor dada a la sociedad.
La igualdad entre los hombres según el socialismo —como decía
Malon— debe entenderse por lo tanto en un doble sentido relativo.
{15} 1º Que todos los hombres, como tales, tengan aseguradas las condiciones de existencia humana.
2º Que, por consiguiente, los hombres sean iguales en el punto de partida de la lucha por la existencia, para que cada uno desarrolle libremente su personalidad, en igualdad de condiciones sociales.
* * *
Ahora, el niño que nace sano y robusto, pero pobre, tiene que sucumbir en la competencia con el niño nacido débil, pero rico.
Esta es precisamente la radical e inmensa transformación que no sólo pide el socialismo, sino que indica y prevé como evolución ya comenzada en la humanidad presente —y necesaria, fatal, en la humanidad próxima futura—.
Transformación que consiste en la conversión de la propiedad privada o individual de los medios de producción, es decir, de la base física de la vida humana (tierra, minas, casas, fábricas, máquinas, instrumentos de trabajo, medios de transporte) en propiedad colectiva o social, según los métodos y procedimientos de que debo ocuparme más adelante.
Entretanto, queda demostrado que la primera objeción del raciocinio antisocialista no tiene consistencia alguna, sencillamente porque parte {16} de una premisa que no existe: es decir, supone que el socialismo moderno afirma y quiere una quimérica igualdad física y moral de todos los hombres, en que el socialismo científico y positivo no sueña siquiera.
Por el contrario, el socialismo afirma que esta desigualdad entre los hombres (que en una organización social mejor deberá atenuarse inmensamente, suprimiendo todos los defectos orgánicos y físicos que la miseria viene acumulando de generación en generación) no podrá desaparecer todavía, precisamente por las razones que el darwinismo ha descubierto en el misterioso mecanismo de la vida y en la sucesión sin fin de los individuos y de las especies.
En cualquiera organización social, como quiera que se imagine, siempre habrá hombres altos y bajos, débiles y fuertes, sanguíneos y nerviosos, más o menos inteligentes, en quienes prevalezca la musculatura o el cerebro; es bien que así sea, y además es inevitable.
Y es bien que así sea porque de la variedad y desigualdad de las aptitudes individuales, nace espontáneamente esa división del trabajo que el darwinismo señala como una ley, tanto de la fisiología individual como de la economía social.
{17} Todos los hombres deben vivir trabajando: pero cada uno debe hacer el trabajo que responda mejor a sus aptitudes, para evitar desperdicios perjudiciales de fuerza y también para que el trabajo no repugne, y hasta llegue a ser placentero y necesario como condición de salud física y moral.
Los hombres que han dado a la sociedad el trabajo que responde mejor a sus aptitudes innatas y adquiridas, son igualmente meritorios porque concurren por igual a esa solidaridad de labor por la que se determina justamente la vida del conglomerado social y, solidariamente, la de cada individuo.
El campesino que labra la tierra hace un trabajo más modesto en apariencia pero no menos necesario, útil y meritorio que el del obrero que construye una locomotora o del ingeniero que la perfecciona o del hombre de ciencia que lucha contra lo desconocido en un gabinete de estudio o en un laboratorio.
Lo esencial es que todos trabajen en la sociedad, así como en el organismo individual todas las células realizan sus diversas funciones, más o menos modestas en apariencia —por ejemplo entre las células nerviosas y las musculares y óseas— pero funciones y trabajos biológicos {18} igualmente necesarios y útiles para la vida del organismo entero.
Y como en el organismo biológico ninguna célula viva está sin trabajo, sino que toma su nutrición de la recompensa material en cuanto trabaja, así en el organismo social ningún individuo debe vivir sin trabajo, en cualquier trabajo que sea.
Y he aquí, ahora, cómo se desvanecen muchas de las dificultades artificiales que al socialismo oponen sus adversarios.
—¿Quién lustrará los botines bajo el régimen socialista? pregunta Richter en aquel libro suyo tan linfático que llega a la grotesca suposición de que, en nombre de la igualdad social, «el Gran Canciller» de la sociedad socialista, se vea obligado, antes de ocuparse de la cosa pública, a lustrarse los zapatos y a remendarse la ropa! De veras que si los adversarios del socialismo no tuviesen mejores argumentos, sería perfectamente inútil la discusión.
—Pero todos querrán hacer los trabajos menos fatigosos y más agradables —se dice con mayor apariencia de seriedad.
Y bien, volvemos a contestar que lo misma sería referirse desde ahora a un decreto que dijese:
{19} Desde hoy en adelante todos los hombres nacerán pintores o cirujanos.
Pero, justamente las variedades antropológicas de temperamento y de carácter son las que distribuirán, sin necesidad de regularización monacal (otra infundada objeción contra el socialismo), las diversas tareas intelectuales y manuales.
Decidle a un campesino de constitución mediana que vaya a estudiar la anatomía o el código penal; por el contrario, decid a quien tenga más desarrollado el cerebro que los músculos, que vaya a arar en vez de observar con el microscopio: uno y otro preferirán el trabajo para el cual estén mejor dispuestos.
Tampoco será tan grande el desorden de las profesiones como muchos lo indican fantásticamente, cuando la sociedad está ordenada según el régimen colectivista. Suprimidas las industrias de mero lujo personal —que tantas veces representa un indecoroso sarcasmo a la miseria de los más— la suma y la variedad de los trabajos se adaptará gradualmente, es decir, naturalmente, a la fase de la civilización socialista, como corresponde ahora a la fase de la civilización burguesa.
En el régimen socialista, cada cual tendrá {20} mayor libertad de consolidar y aplicar sus aptitudes propias, y no sucederá como ahora, que por falta de medios pecuniarios muchos campesinos y ciudadanos y pequeños burgueses, dotados de natural inteligencia, permanecen atrofiados, y se ven obligados a ser labradores, obreros o empleados, cuando podrían dar a la sociedad un trabajo diferente y más fecundo, como más adaptado a sus cualidades particulares.
Lo esencial está únicamente en que tanto el labrador como el profesional que dan su trabajo a la sociedad, tengan por ella aseguradas las condiciones de una existencia digna de seres humanos. Así será también suprimido el indigno espectáculo de que, por ejemplo, una bailarina sólo con sus piruetas, en una noche, gane lo que un hombre de ciencia o un profesional recibe en todo un año de trabajo, cuando no encarna a la miseria de levita.
Las bellas artes vivirán bajo el régimen socialista, porque el socialismo quiere que la vida sea dulce para todos —y no, como ahora, para algunos privilegiados— y dará por lo tanto, grande, maravilloso impulso a todas las artes, aboliendo el lujo privado, pero favoreciendo el esplendor de los edificios y de las reuniones públicas.
Pero, entretanto, serán más respetadas las {21} proporciones de la recompensa asegurada a cada uno en razón de los trabajos realizados. Proporciones que también se disminuirán, disminuyendo el tiempo de trabajo en razón de su rudeza o de su peligro; así, si un campesino pudiera trabajar siete u ocho horas diarias al aire libre, un minero debería trabajar tres o cuatro. En efecto, cuando todos trabajen y se hayan suprimido muchos trabajos improductivos, la suma total de cuotidiana labor, repartida entre los hombres, será mucho menos pesada y más soportable (con la mejor alimentación y habitación y con la distracción asegurada) de lo que hoy lo es por aquellos que trabajan y que son tan mal recompensados; mas no hay que considerar esto sólo, sino también que los progresos de la ciencia aplicada a la industria, harán cada vez menos fatigosa la labor humana.
Por eso el trabajo mismo será buscado espontáneamente por todos, a pesar de la falta de salario o remuneración acumulable como riqueza privada; justamente porque el hombre sano, normal y bien alimentado, así como huye de un irabajo excesivo y mal recompensado, así también huye del ocio, sintiendo una verdadera y propia necesidad fisiológica y psíquica de diaria ocupación correspondiente a sus aptitudes.
{22} Lo vemos, en efecto, diariamente en la clase ociosa que busca en las varias formas, más o menos fatigosas, del sport, cómo sustituir el trabajo productivo, justamente como necesidad fisiológica para evitar los perjuicios del ocio absoluto y del aburrimiento.
El problema difícil consistirá, después, en proporcionar la recompensa del trabajo hecho por cada uno. Y es sabido que el colectivismo adopta la fórmula:
«A cada uno en relación con el trabajo realizado»
mientras que el comunismo adopta la otra:
«A cada uno según sus necesidades».
Nadie podrá decir á priori cómo será resuelto este problema en sus detalles prácticos; pero esta imposibilidad de profetizar el porvenir en sus detalles, se opone sin razón al socialismo para tratarlo de irrealizable utopía. Nadie habría podido profetizar á priori, en el alboreo de ninguna civilización, sus desenvolvimientos sucesivos, según lo diré después, al hablar de los métodos de renovación social.
Lo que, en cambio, podemos decir con plena seguridad, por las inducciones más acertadas de la psicología y de la sociología, es esto:
{23} Es innegable, como lo reconoció también Carlos Marx, que esta segunda fórmula —que para algunos es lo que distingue al anarquismo (teórico y platónico) del socialismo— representa un ideal ulterior y más complicado. Pero es también innegable que, de todas maneras, la fórmula del colectivismo representa una fase de evolución social y de disciplina individual que deberá necesariamente preceder a la del comunismo.
¡No hay que creer que con el socialismo la humanidad vaya a realizar completamente todos los ideales posibles, y que después no le quede nada que desear ni que conquistar! . . .
La posteridad estaría condenada al ocio y la vagancia si pretendiéramos agotar todos los posibles ideales humanos.
El individuo o la sociedad que no tienen ya un ideal por qué combatir, están muertos o moribundos. La fórmula del comunismo podrá, pues, ser un ideal ulterior que conquistar, cuando el colectivismo haya llegado a su completa acción por los procedimientos históricos de que me ocuparé más adelante.
Pero, por ahora, volviendo a Darwin, queda, pues, eliminada la pretendida contradicción entre el socialismo y el darwinismo, a propósito de la igualdad de todos los hombres en que no sueña {24} el socialismo y que tampoco quiere, darwinianamente.
Así se contesta también a la repetidísima objeción de que el socialismo quiere sofocar y suprimir la personalidad humana bajo la uniforme capa de plomo de la colectividad, reduciendo al individuo a la función monástica de una de tantas abejas de la colmena social.
Es precisamente lo contrario.
En efecto, es evidente que la atrofia y la pérdida de tantas personalidades que podrían surgir con mucha mayor ventaja propia y de los demás, ocurren ahora, en la actual organización burguesa, en que cada hombre —salvo raras excepciones de las individualidades más sobresalientes— cuenta por lo que tiene y no por lo que es.
El que nace pobre —claro que sin tener la culpa— puede haber salido de la naturaleza siendo un genio artístico o científico, pero si no tiene patrimonio propio que le facilite el modo de triunfar en las primeras batallas por la vida y de completar su cultura, o si el pastor Giotto no tiene la suerte de encontrarse con el rico Cimabue . . . entonces esa inteligencia tiene que ir a apagarse en la inmensa cárcel de los asalariados, y la misma sociedad pierde tesoros de fuerza intelectual.
En cambio, el que nace rico, sin que en ello {25} tenga parte, puede ser un microcéfalo o un fatuo cualquiera; pero está cierto de que llegará al escenario del teatro social, y que todos los serviles serán para él pródigos en elogios y caricias, y sólo porque tiene dinero, creerá ser diferente de lo que es.
Por el contrario, con la propiedad colectiva, es decir, bajo el régimen socialista —teniendo cada individuo aseguradas sus condiciones de vida— el trabajo diario no servirá sino para sacar a luz las aptitudes especiales, más o menos geniales de cada hombre, y los años mejores y más fecundos de la vida no serán, así, consumidos como ahora en la conquista desesperada, espasmódica y envilecedora del pan de cada día.
En el socialismo tendrán todos, con la seguridad de una existencia humana, la verdadera libertad de desarrollar y manifestar su propia personalidad física y moral, tal como se tuvo al nacer, en la infinita variedad y desigualdad antropológica, que el socialismo no niega pero que quiere ver mejor encaminada hacia el libre y fecundo desenvolvimiento de la vida humana.
* * * * *
La segunda contradicción que se señala entre socialismo y darwinismo es, que mientras por el darwinismo se demuestra cómo la inmensa mayoría de los nacidos —entre las plantas, los animales, los hombres— está destinada a sucumbir, porque sólo una pequeña minoría queda vencedora en la «lucha por la vida», por el socialismo se pretende al contrario que todos triunfen de esa lucha y nadie sucumba en ella.
Varias son las respuestas que pueden darse.
La primera es que en el mismo campo biológico de la lucha por la vida, la desproporción entre los individuos nacidos y los sobrevivientes va atenuándose progresivamente según se pasa de los vegetales a los animales y de los animales al hombre.
Además, esa ley de desproporción decreciente entre «llamados» y «elegidos» sirve también para las diversas especies de un mismo orden natural.
En efecto, en el orden vegetal, cada individuo genera cada año un número desmesurado de semillas, de las que sólo sobrevive una parte {27} infinitesimal. En el orden animal, disminuye el número de los que nacen de cada individuo, y aumenta el número de los sobrevivientes. En el orden humano, entretanto, es mínimo el número de nacidos que cada individuo puede generar, pero sobrevive la mayor parte.
No es esto sólo; en el orden vegetal como en el animal y en el humano, las especies inferiores y más sencillas, las razas y las clases menos elevadas, son las que tienen en sus individuos mayor abundancia generadora y más rápida generación en cambio de menor longevidad en los individuos.
Un helecho produce millones de esporos y vive poco tiempo, mientras que una palmera da pocas docenas de semillas por año, y tiene vida secular.
Un pez produce muchos millares de huevos, mientras que el elefante y el chimpancé tienen pocos hijos y viven muchos años.
Entre los hombres, las razas salvajes son más prolíficas y tienen escasa longevidad, mientras que las razas civilizadas tienen escasa natalidad y longevidad mayor.
De modo que, aun permaneciendo en el terreno exclusivamente biológico, es evidente que la proporción de los vencedores en la «lucha por la {28} vida» aumenta cada vez más sobre el total de los nacidos, según se pasa de los vegetales a los animales, de los animales a los hombres, y según se vaya de la especie o variedad inferior a las razas o variedades superiores.
La misma férrea ley de la lucha por la vida, va, pues, disminuyendo la hecatombe de los vencidos, tanto cuanto se elevan complicándose y perfeccionándose las formas de esa misma vida.
Sería, pues, un error oponer, sin más razón, el socialismo a la ley darwiniana de la selección natural, tal como se manifiesta en las formas primitivas de la vida, sin tener en cuenta su continua atenuación al pasar de los vegetales a los animales, de los animales al hombre, y en la misma humanidad, de las razas primitivas a las razas más adelantadas.
Así, pues, representando el socialismo una fase de progreso ulterior en la vida de la humanidad, no puede en manera alguna oponérsele una interpretación tan grosera e inexacta de la ley darwiniana.
* * *
Cierto es que los adversarios del socialismo han abusado de la ley darwiniana o mejor dicho de esa interpretación «brutal», para intentar una justificación a la moderna competencia {29} individualista, que demasiado a menudo se convierte en una forma disimulada de antropofagia, y hace propia del estado social presente, aquella condición del homo homini lupus que Hobbes colocaba por el contrario en el supuesto estado natural del hombre, antes del contrato de convivencia social.
Pero el abuso de un principio científico no es la prueba de su falsedad, pues más bien sirve de aguijón para precisar más su índole y sus términos, y obtener su más exacta y completa aplicación práctica, como estoy haciéndolo en esta explicación de perfecta armonía entre socialismo y darwinismo.
He ahí por qué, en la primera edición de mi Socialismo y criminalidad, he sostenido que la lucha por la vida es ley innata de la humanidad, como de todos los seres vivientes, aunque cambie y se atenúe continuamente en sus formas.
Tal es aún mi pensamiento, contra el de algunos socialistas que creyeron mejor vencer esa objeción opuesta en nombre del darwinismo, afirmando que en la humanidad la «lucha por la vida» es una ley que debe perder todo valor y toda aplicación una vez realizada la transformación que el socialismo desea. La señalaban, pues, como una ley que, tiránica dominadora de todos {30} los seres, desde el microbio hasta el mono antropoide, debería extinguirse y caer inerte a los pies del hombre, como si él no fuese un eslabón indisoluble de la gran cadena biológica.
Yo, por el contrario, sostuve y sostengo que la lucha por la vida es ley inseparable de la existencia, y por lo mismo, de la humanidad; pero que, siendo siempre ley inmanente y continua, va transformándose en su contenido y atenuándose en sus formas.
En la humanidad primitiva, la lucha por la vida casi no se distingue de la que sostienen los demás animales: es la lucha brutal por el alimento cuotidiano o por la hembra —desde que hambre y amor son las dos necesidades fundamentales y los dos polos de la vida— y esa lucha se traba con sólo la fuerza muscular. En una fase ulterior, se agrega la lucha por la supremacía política (en el clan, en la tribu, en la aldea, en la comuna, en el estado) y se combate cada vez menos con los músculos, cada vez más con el cerebro.
En el período histórico, la humanidad greco-latina combate por la igualdad civil (abolición de la esclavitud); vence, mas no reposa, porque la vida es lucha; la humanidad de la Edad Media lucha por la igualdad religiosa, y la conquista, pero no se detiene; al terminar el pasado siglo, {31} lucha por la igualdad política. Y ahora la humanidad lucha por la igualdad económica, no en el sentido de igualdad material y absoluta, sino en el más positivo, que he explicado antes; y todo hace prever, con seguridad matemática, que esta lucha también se terminará para ceder su lugar a nuevas conquistas y a ideales nuevos para nuestros sucesores.
Y con el cambio sucesivo del significado o de los ideales de la lucha por la vida, continúa la progresiva atenuación de los métodos de lucha, que de violenta y muscular se torna más pacífica e intelectual, a pesar de las regresiones atávicas o las manifestaciones psico-patológicas de las violencias personales del individuo contra la sociedad y de la sociedad contra el individuo.
Sobre esta concepción mía —que recientemente ha tenido espléndida demostración en la obra genial de Novicow, quien ha desmentido, sin embargo, la lucha sexual—, sobre esta concepción, digo, volveré más ampliamente en el capítulo que trata del Porvenir moral de la humanidad, en la segunda edición de Socialismo y criminalidad.
Por ahora bástame agregar una respuesta a la objeción antisocialista: no sólo disminuye siempre la desproporción entre nacidos y sobrevivientes, sino que también la misma «lucha por {32} la vida» cambia de significado y se atenúa en sus modalidades a cada fase sucesiva de la evolución biológica y social.
Así, pues, el socialismo puede afirmar muy bien que deben asegurarse a todos los hombres las condiciones de una existencia de hombre —a cambio del trabajo dado a la colectividad—, sin tropezar por eso contra la ley darwiniana de la supervivencia de los vencedores en la lucha por la vida, y desde que es necesario interpretarla y aplicarla exactamente en sus varias manifestaciones a la vida progresiva de la humanidad, en relación a las épocas primitivas de ésta y en relación al orden inferior de vivientes vegetales y animales.
* * *
Por otra parte, el mismo socialismo, científicamente comprendido, no impide y no puede impedir que haya siempre en la humanidad vencidos en la lucha por la vida.
Este argumento se refiere más directamente a las relaciones entre socialismo y criminalidad, porque justamente los que sostienen que la lucha por la vida es ley caduca de la humanidad, afirman en consecuencia que el delito (forma anormal y antisocial de la lucha por la vida, así como el trabajo es la forma normal y social) {33} deberá desaparecer de la Tierra, y por eso se cree encontrar cierta contradicción entre el socialismo y las doctrinas de la antropología criminal sobre el delincuente nato, que también se derivan del darwinismo.
Reservando para otro lugar el más amplio desarrollo de esta cuestión, puedo, entretanto, resumir así mi pensamiento de antropólogo criminalista y de socialista al mismo tiempo:
Ante todo, la escuela criminal positiva se ocupa de la vida presente, y su mérito es incontestable por haber aplicado el método experimental al estudio del fenómeno criminal, deduciendo de él lo absurdo e hipócrita de los actuales sistemas penales basados en el concepto del libre albedrío y de la culpa moral, y aplicados en las cárceles de sistema celular, que llamé y llamo «una de las aberraciones del siglo XIX», para sustituirle por la simple segregación de los individuos inaptos para la vida social por condiciones patológicas congénitas o adquiridas, permanentes o transitorias.
Pero decir que con el socialismo desaparecerán todas las formas del delito, es una afirmación inspirada por generoso idealismo sentimental, mas no fundada en rigurosa observación científica.
{34} La escuela criminal positiva demuestra que el delito es un fenómeno natural y social —como la locura y el suicidio— determinado por la anormal constitución orgánica y psíquica del delincuente, junto con las influencias del ambiente físico y del ambiente social. Factores antropológicos físicos y sociales concurren siempre unidos indisolublemente a determinar cualquier delito, del más leve al más grave —como pasa en resumen con todo acto humano—; sólo que para cualquier delincuente y para cualquier delito es diversa la intensidad determinante de cada orden de factores.
Por ejemplo: en el asesinato cometido por celos o por alucinación, la acción más poderosa pertenece al factor antropológico, sin que por eso pueda excluirse la acción del ambiente físico y del ambiente social. Por el contrario, en el delito contra la propiedad, o también contra las personas, por furor de muchedumbre amotinada, o por alcoholismo, etc., la intensidad mayor es del ambiente social, sin que por eso pueda excluirse la influencia del ambiente físico y del factor antropológico.
El mismo raciocinio —completando el examen de la objeción antisocialista hecha en nombre del darwinismo— puede repetirse para las {35} enfermedades comunes, aunque, por otra parte, el delito pertenece también a la patología humana.
Cualquier enfermedad aguda o crónica, infecciosa o no, grave o ligera, es la resultante de la constitución antropológica del individuo y de las influencias del ambiente físico y social. Solamente que en las diversas enfermedades varía la intensidad determinante de las condiciones personales o del ambiente; la tisis o la cardiopatía por ejemplo, son enfermedades que dependen en grandísima parte de la constitución orgánica individual, aunque concurriendo a ella la complicidad del ambiente; pero la gota, o el cólera, o el tifus, o la caquexia palustre etc., dependen, por el contrario, de las condiciones sociales y físicas del ambiente más que de otra cosa. He ahí por qué la tisis hace estragos hasta entre las gentes acomodadas y, por lo tanto, bien alimentadas y mejor alojadas; mientras que el cólera hace el máximum de víctimas entre los mal alimentados, es decir, entre los pobres.
Es, entonces, evidente que con el régimen socialista de la propiedad colectiva que asegura a cada hombre las condiciones de existencia de hombre, disminuirán muchísimo, y quizá desaparezcan —con la ayuda de los continuos descubrimientos científicos y de la progresiva {36} previsión higiénica— las enfermedades determinadas en gran parte por las condiciones del ambiente y por la insuficiente alimentación y abrigo contra la intemperie; pero no por eso desaparecerán las enfermedades por traumatismo, la locura, las pulmonitis, etc.
Lo mismo debe decirse del delito: suprimida la miseria y las inicuas desigualdades de condiciones económicas, seguro es que por la falta directa del estímulo del hambre, aguda y crónica, por la indirecta influencia benéfica, física y moral de la mejor alimentación, y por la falta de ocasiones de abusar del poder o la riqueza, disminuirán muchísimo y desaparecerán esos delitos en gran parte ocasionales y que toman su mayor intensidad determinante del ambiente social. Pero, sin embargo, no desaparecerán, por ejemplo, los atentados contra el pudor por inversión sexual patológica, o los homicidios por epilepsia, o los hurtos por degeneración psicopatológica etc., etc.
Del mismo modo, con el socialismo se hará más extensa e intensa la cultura popular, desaparecerán los analfabetos, todo ingenio tendrá como desenvolverse y consolidarse libremente; pero no por eso desaparecerán los idiotas y los imbéciles por condición patológica hereditaria, {37} por más que también tenga benéfica influencia preventiva y alejadora sobre las degeneraciones congénitas (enfermedades comunes, delincuencia, locura, neurosis), la mejor organización económica y social, unida a la guía cada vez más clarovidente de la biología experimental, y por lo tanto de las más frecuentes abstenciones personales de procreación en los casos de enfermedad hereditaria.
Vale decir, en conclusión, que también en el régimen socialista —aunque en proporciones infinitamente menores— habrá siempre vencidos en la lucha por la vida, bajo la forma de débiles, de enfermos, de locos, de neuróticos, de delincuentes, de suicidas, y por consiguiente que el socialismo no niega la ley darwiniana.
Pero con la inmensa superioridad de que las formas epidémicas o endémicas de la degeneración humana, física y moral, serán completamente suprimidas con la eliminación de su fuente principal, que es la miseria física, y por lo tanto moral, de los más.
Así pues, aunque la lucha por la vida continúe siendo la eterna fuerza propulsora de la existencia social, se desenvolverá en formas cada vez menos brutales y más humanas o intelectuales, y por ideales cada vez más elevados, es decir, {38} de perfeccionamiento fisiológico y psíquico, sobre la base fecunda del pan cuotidiano para el cuerpo y para la mente, asegurado a todos los hombres.
* * *
A propósito de la «lucha por la vida» es preciso no olvidar otra ley del darwinismo natural y social, a la que algunos socialistas han dado excesiva y unilateral importancia, mientras que, por el contrario, muchos individualistas la han condenado a erróneo olvido: hablo de la ley de solidaridad entre los seres vivientes o de la misma especie, como entre los animales que viven en sociedad por la abundancia del común alimento (herbívoros) o también entre especies diversas, por ese fenómeno que los naturalistas llaman hoy de simbiosis, de acuerdo en la vida.
Es excesivo afirmar que en la naturaleza y en la sociedad la única ley imperante sea la lucha por la vida, como es excesivo decir que esa ley no rige para la humanidad. La verdad positiva es que la lucha por la vida es también ley eterna en el mundo humano, aunque se atenúe en las formas y se eleve en los ideales; pero al lado suyo, y más que ella, como determinante progresivamente eficaz de la evolución social, está la ley de la solidaridad o cooperación entre los seres vivientes.
{39} En las mismas sociedades animales, la ayuda mutua contra las fuerzas naturales adversas o contra especies vivas enemigas, tiene manifestaciones constantes y cada vez más intensas, que se desarrollan más en la especie humana, comenzando por las mismas tribus salvajes; y máxime en aquellas que, por condiciones favorables del ambiente, o sea por seguridad y abundancia de medios de subsistencia, presentan el tipo industrial o pacífico de sociedad humana, antes que el militar o batallador que demasiado predomina (justamente por la falta de seguridad e insuficiencia de los medios de vida) en la humanidad primitiva y en las fases de la civilización menor o regresiva; aunque, como lo ha demostrado Spencer, ese tipo tienda continuamente a ser sustituido por el tipo industrial.
Por eso, para permanecer en el mundo humano, mientras en los albores de la evolución social el predominio pertenece más a la ley de la lucha por la vida que a la ley de la solidaridad, a medida que la división del trabajo y por ella la connecesidad entre las partes crece en el organismo social, la lucha se atenúa y se transforma, y la ley de solidaridad y de cooperación adquiere un imperio progresivamente intenso y extenso. Y todo esto, siempre por la razón fundamental que {40} indicó Carlos Marx y que constituye su verdadero y grande descubrimiento científico, es decir, por la seguridad o inseguridad de las condiciones de existencia, y en primer término, entre ellas, la seguridad de la alimentación.
Tanto en la vida de un individuo como en la de varios individuos o de varias sociedades, puede comprobarse que cuando los medios de alimentación, base física de la existencia, están asegurados, la ley de solidaridad predomina sobre la de lucha, y viceversa. El infanticidio y el parricidio se consideran acciones no sólo lícitas sino debidas en el mundo salvaje, si la tribu vive en islas donde los alimentos escasean (Polinesia, etc.) y se convierten en acciones inmorales y delictuosas en los continentes donde el alimento es más abundante y seguro. Así del mundo actual, la falta de seguridad en el pan de cada día para la mayor parte de los hombres, recrudece y embrutece también las manifestaciones de la lucha por la vida, o de la «libre competencia» como dicen los individualistas.
Apenas la propiedad colectiva asegure a cada hombre las condiciones de existencia, prevalecerá indudablemente la ley de solidaridad.
Lo que hoy sucede en pequeño y por excepción en la familia que, mientras sus negocios {41} marchan bien y tiene asegurado el pan cuotidiano, se halla en perfecto acuerdo y pronta a la mutua benevolencia, para dejar que intervengan el desacuerdo y la lucha, apenas la miseria asoma, sucede también en grande en la sociedad entera, y sucederá como regla constante en cualquier mejor organización futura.
Tal será la conquista, y tal, lo repito, es la interpretación más completa y más fecunda que debe darse con el socialismo a las inexorables leyes naturales descubiertas por el darwinismo.
* * * * *
La tercera y última objeción del raciocinio haeckeliano, mientras es exacta en sus términos técnicamente biológicos y darwinianos, carece de base en la aplicación que de ella quisiera hacerse en el campo social contra el socialismo.
Se dice: la lucha por la vida asegura la supervivencia de los mejores y de los más aptos, y sigue por lo tanto un procedimiento aristocrático de selección individualista antes que la democrática nivelación colectivista del socialismo.
Comencemos, una vez más, por precisar bien {42} en qué consiste la famosa selección natural, fruto innegable de la lucha por la vida.
La expresión repetida por Haeckel y por tantos otros de «supervivencia de los mejores y más aptos» debe ser corregida en el sentido de suprimir la palabra mejores. Esto representa un resto de aquella teología por la cual se admitía en la naturaleza y en la historia un punto final a que alcanzar mediante un mejoramiento continuo.
Por el contrario el socialismo, y más aún la teoría de la evolución universal, ha excluido todo finalismo del pensamiento moderno y de la interpretación de los fenómenos naturales: la evolución comprende también la involución y la disolución. Puede ser, y es, que en el resultado final, comparando los dos extremos del camino de la humanidad, se halle que realmente hubo una mejoría poderosa; pero de cualquier manera, esta no va en línea recta ascendente, si no, como dice Goethe, siguiendo una espiral, con ritmos parciales de progreso y de regreso, de evolución y de disolución.
Cualquier ciclo de evolución, tanto en la vida individual como en la vida colectiva, lleva consigo los gérmenes del correspondiente ciclo de disolución; y viceversa, con la putrefacción de la {43} forma ya agotada, se prepara en el laboratorio cierno nuevas evoluciones y nuevas formas de vida.
Por eso en el mundo social humano cada fase de civilización lleva consigo y desarrolla siempre los gérmenes de su propia disolución, de la que evoluciona una nueva fase de civilización —cambiando más o menos de asiento geográfico— en el ritmo eterno de la humanidad viviente. Las antiguas civilizaciones hieráticas del Oriente se disuelven y resurgen en el mundo greco-romano, reemplazado después por la civilización feudal y aristocrática de la Europa Central, disuelta a su vez por los excesos a que había llegado, como las civilizaciones anteriores, la sucede la civilización burguesa, más desarrollada en el mundo anglo-sajón. Pero ésta siente ya los calofríos de la fiebre de disolución, mientras nace y evoluciona la civilización socialista, que se esparcirá en mayor extensión del mundo que cada una de las civilizaciones anteriores.
* * *
No es, pues, exacto decir que la selección natural determinada por la lucha por la vida asegura la supervivencia de los mejores; la verdad es que asegura la supervivencia de los más aptos.
{44} Y la diferencia es grandísima, tanto en el darwinismo natural como en el social.
Indudablemente: la lucha por la vida determina la supervivencia de los individuos más adaptados al ambiente y al momento histórico en que viven.
Ahora bien, en el campo biológico natural, el libre juego de las fuerzas y de las condiciones cósmicas, determina precisamente una elevación de las formas vivas, desde el microbio al hombre.
En el campo humano, entretanto, de aquello que Spencer llama la cooperación superorgánica, la interferencia de otras fuerzas y de otras condiciones, determina a veces una selección al revés, disolutiva, que es siempre la supervivencia de los más aptos en un ambiente especial y en un momento histórico, pero que resiente justamente las condiciones viciadas —si lo son— de ese ambiente mismo.
Tal es la cuestión de las «selecciones naturales» que también interpretan inexactamente, de primera impresión, algunos socialistas y no socialistas, en el sentido de negar toda aplicabilidad de las teorías de Darwin a la sociedad humana.
Es sabido, en efecto, como se ha viciado la selección natural en la humanidad civil, con el {45} concurso de la selección militar, matrimonial y sobre todo económica.
El celibato que se impone hoy a los soldados, ejerce evidentemente una influencia perniciosa sobre la raza humana, porque deja en el hogar a los más débiles en la procreación, mientras expone a los jóvenes más sanos a la esterilidad transitoria, y, en las grandes ciudades, a los peligros de la sífilis, desgraciadamente no tan transitoria.
Así el matrimonio, perjudicado como está en la civilización presente por los intereses económicos, efectúa por regla general una selección sexual al revés, porque las mujeres defectuosas o degeneradas pero con buena dote, encuentran marido más fácilmente que las más robustas, del pueblo o burguesas, que están, sin dote, condenadas a esterilizarse en el celibato, o a perderse en la prostitución más o menos dorada.
En la vida social compleja es, pues, innegable la influencia de las actuales condiciones económicas, por las que el monopolio de la riqueza asegura a sus posesores el triunfo en la lucha por la vida, de tal modo que los ricos, aunque menos robustos, gozan de más larga existencia que los mal alimentados; mientras que por el trabajo inhumano, diurno y nocturno, impuesto a los hombres adultos y por el más desastroso {46} todavía que impone a las mujeres y a los niños el capitalismo moderno, se degradan cada vez más las condiciones biológicas de la gran masa de los proletarios.
A esto se agrega también ahora la selección moral al revés, por medio de la cual el capitalismo, en la lucha trabada con el proletariado, favorece la supervivencia de los serviles, mientras persigue y trata de extinguir a los individuos de carácter, menos dispuestos a soportar el juego de la actual organización económica.
La primera impresión determinada por la comprobación de estos hechos, conduce a negar que la ley darwiniana de la selección natural tenga aplicabilidad y valor alguno en el mundo humano.
Pero he sostenido y sostengo que esas selecciones sociales al revés, no sólo no contradicen la ley darwiniana, sino que constituyen un argumento ulterior en favor del socialismo, que, por ese lado, reclama precisamente, y determinará sin duda, un funcionamiento más benéfico de la misma ley inexorable de la selección natural.
En efecto, la ley darwiniana no es «la supervivencia de los mejores»; es solamente la de los «más aptos».
Ahora, es evidente que hasta los efectos {47} degenerativos producidos por la selección social, y especialmente por el más amplio campo de acción continua, en la organización económica actual, confirman hoy y siempre la supervivencia de los más adaptados a este mismo orden económico.
Si los vencedores en la lucha por la vida son los peores y los más débiles, no quiere decir que la ley darwiniana no encuentre aplicación; significa sólo que el ambiente está viciado, y en él, por lo tanto, sobreviven los que están más adaptados a él.
Así como en mis estudios de psicología criminal he tenido que comprobar muy a menudo que en las cárceles o en el mundo criminal quedan vencedores los delincuentes más feroces o más astutos, justamente porque son los más adaptados a ese ambiente viciado; así en el individualismo económico moderno vence quien menos escrúpulos tiene, y la lucha por la vida favorece a quien está más adaptado a un mundo en que el hombre vale por lo que tiene (sin que importe cómo lo ha tenido) y no por lo que es.
La ley darwiniana de la selección funciona, pues, en el mundo humano también; y el error de los que lo niegan proviene de confundir el actual ambiente y momento histórico (que toma el {48} nombre de burgués como el de la edad media se llamó feudal) con la historia entera de la humanidad, y no ver por lo tanto, que los innegables y desastrosos efectos de la actual selección social al revés, no son más que la confirmación de la ley darwiniana de la «supervivencia de los más aptos». La observación popular expresa ese hecho con el refrán de la botte da il vino che ha (la bota da el vino que tiene) y la observación científica lo explica con las necesarias relaciones biológicas entre un ambiente determinado y los individuos que nacen, luchan y sobreviven en él.
Pero esto, justamente, constituye un argumento decisivo en favor del socialismo. Salvándose el ambiente de los vicios que hoy lo enturbian a causa del desenfrenado individualismo económico, se corregirán también, necesariamente los efectos de la selección natural y social. En un ambiente física y moralmente sano, serán también sanos los individuos, más aptos y por lo mismo sobrevivientes.
La victoria en la lucha por la vida estará verdaderamente asegurada entonces a quien tenga mayores y más fecundas energías físicas y morales, y por lo tanto la organización económica colectivista, asegurando a cada hombre los {49} medios de subsistencia, deberá mejorar necesariamente la raza humana en lo físico y en lo moral.
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Pero se añade: aunque se admite que el socialismo y la selección darwiniana marchan de acuerdo ¿no se ve que la supervivencia de los más aptos constituye un procedimiento aristocrático individualista que va contra la nivelación socialista?
Tenemos la respuesta, por una parte en la observación hecha más atrás sobre la libertad asegurada por el socialismo a todos los individuos —y no sólo a pocos privilegiados o afortunados como ahora— para afianzar y desarrollar su propia personalidad. El efecto de la lucha por la vida será entonces, verdaderamente, la supervivencia de los mejores, justamente porque en un ambiente normal la victoria está asegurada a los individuos más normales. Y entonces el darwinismo social no hará sino continuar y hacer más fecundo en bienes el darwinismo natural.
Pero, por otra parte, y contra la afirmación de una indefinida selección aristocrática, es preciso recordar otra ley natural que viene a completar ese ritmo de acciones y reacciones que determina justamente el equilibrio de la vida.
Es necesario agregar a la ley darwiniana de {50} las desigualdades naturales, la correlativa e inseparable de ella, que después de Morel, Lucas, Galton, De Candolle, Ribot, Spencer, Madame Royer, Lombroso, etc., fue puesta en su mayor evidencia por Jacoby.
La misma naturaleza que hace de la «selección» y de la elevación aristocrática una condición de progreso vital, restablece en seguida el equilibrio con una ley niveladora y democrática.
«De la inmensidad humana surgen individuos, familias, razas que tienden a elevarse sobre el nivel común; trepan por las alturas escarpadas, llegan a la cumbre del poder, de la riqueza, de la inteligencia, del genio, y una vez llegados se precipitan abajo y desaparecen en los abismos de la locura o de la degeneración. La muerte es la gran niveladora; aniquilando todo cuanto se eleva, democratiza la humanidad».
Todo lo que tiende a constituir un monopolio de las fuerzas naturales, choca contra la ley suprema de la naturaleza que ha dado a todo viviente el uso y la disposición de los agentes naturales: el aire y la luz, como el agua y la tierra.
Todo lo que se aleja muy abajo o muy arriba del término medio humano —que varía elevándose de época en época, pero que tiene valor absoluto en cada momento histórico—, no es vivaz, y se apaga.
{51} Tanto el cretino como, el genio, el hambriento como el millonario, el enano como el gigante, son monstruos naturales o sociales, y la naturaleza los hiere inexorable con la degeneración o la esterilidad. Estirpes aristocráticas, dinastías de soberanos, familias de genios artísticos o científicos, prole de millonarios . . . todas siguen la ley común que viene a confirmar las inducciones, igualitarias en ese sentido, de la ciencia y del socialismo.
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Así, pues, ninguna de las tres pretendidas contradicciones entre darwinismo y socialismo, afirmadas por Haeckel y repetidas por tantos otros, resiste a un examen más sereno y sincero de las leyes naturales que toman su nombre del de Carlos Darwin.
Pero quiero agregar que el darwinismo no sólo no contradice al socialismo, sino que más bien constituye una de sus premisas científicas fundamentales, como también, según lo veía acertadamente Virchow, que el socialismo no es, por una parte, más que la lógica y vivaz filiación del darwinismo, como por otra parte lo es del evolucionismo spenceriano.
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{52} La teoría de Darwin, quiérase o no, al demostrar que el hombre desciende de los animales, ha dado un grave golpe a la creencia en Dios, creador del universo y del hombre con un fiat especial. Y es por eso que las más encarnizadas oposiciones y las únicas que sobreviven contra su inducción fundamental, han sido y son promovidas en nombre de la religión.
Cierto es que Darwin no se dice ateo y que no lo es Spencer; y en rigor, tanto la teoría de Darwin como la de Spencer pueden conciliarse con la creencia en Dios, porque se puede admitir que Dios haya creado la materia y la fuerza, y éstas se hayan desenvuelto luego en formas sucesivas, siguiendo el impulso creador inicial. Pero es innegable, sin embargo, que esas teorías que han hecho cada vez más inflexible y universal la idea de la causalidad natural, caen inevitablemente a la negación de Dios, porque contra esa idea queda siempre la pregunta de: —Y a Dios ¿quién lo ha creado? —Y a la respuesta de expediente de que Dios ha existido siempre, se le opone la misma, diciendo que siempre ha existido el universo. —Según la observación de Ardigó, el pensamiento humano no puede concebir que la cadena que va de los efectos a las causas pueda detenerse en un punto dado convencional.
{53} Dios, como decía Laplace, es una hipótesis de que no ha menester la ciencia positiva y que, cuando más, según Herzen, es una X que resume en sí, no ya lo incognoscible —como dicen Spencer y Dubois-Reymond— sino todo lo que no es conocido todavía por la humanidad. Y es, por lo tanto, una X variable, que se restringe y retrocede a medida que avanzan los descubrimientos de la ciencia.
Y he ahí por qué la ciencia y la religión proceden en razón inversa, la una debilitándose y atrofiándose tanto cuanto la otra se extiende y refuerza en la lucha contra lo desconocido.
Ahora bien, si éste es uno de los efectos del darwinismo, es evidentísima su repercusión sobre el desarrollo del socialismo.
Suprimida la fe en ultratumba, donde los pobres serían los elegidos del Señor, y la miseria de este «valle de lágrimas» encontraría eterna compensación en el paraíso, es natural que se reavive el deseo de un poco de «paraíso terrestre» también para los miserables y los menos afortunados, que son los más sobre la Tierra.
También fuera del socialismo, Hartmann y Guyau han notado que la evolución de las creencias religiosas se realiza en el sentido de {54} que mientras todas las religiones tienen en sí la promesa de la felicidad, las primitivas admiten la realización de esa felicidad en la vida misma del individuo, de donde las sucesivas la transportaron por exceso de reacción, a ultratumba, y en la fase definitiva esa realización de la felicidad se repone nuevamente en la vida humana, pero no ya en el breve instante de la existencia individual, sino en la permanente evolución de la humanidad entera.
Así, pues, el socialismo también por este lado, se acerca a la evolución religiosa y tiende a sustituirla, porque justamente quiere que la humanidad tenga en sí misma el «paraíso terrestre» sin esperarlo en un más allá que, cuando menos, es muy problemático.
Y he ahí por qué muchos han notado que el movimiento socialista tiene, por ejemplo, muchos caracteres semejantes a los del primitivo cristianismo, hasta por el ardor de la fe en el que ha desertado del árido campo del escepticismo burgués: tanto que varios hombres de ciencia, hasta no socialistas, como Wallace, Laveleye, De Roberty etc., admiten que el socialismo puede sustituir perfectamente con su fe humanitaria la fe ultraterrestre de las viejas religiones.
Pero las relaciones más directas y eficaces son {55} siempre, sin embargo, las que existen entre el socialismo y la creencia en Dios.
Cierto es que el socialismo marxista, después del Congreso de los socialistas en Erfurt (1891) declara justamente que las creencias religiosas son asunto de la conciencia privada, y que por lo tanto el partido socialista combate toda forma de intolerancia religiosa, sea contra católicos, sea contra judíos, como yo sostuve también en un artículo contra el antisemitismo. Pero esa superioridad de miras no es, en substancia, más que el efecto de la seguridad de la victoria final.
Justamente porque el socialismo sabe y prevé que las creencias religiosas, si no como fenómenos patológicos de la psicología humana, como las calificó Serbi, seguramente como inútiles fenómenos de incrustación moral, están destinadas a atrofiarse ante la divulgación de la cultura naturalista, aunque sólo sea elemental; justamente por eso el socialismo no siente la necesidad de combatir de una manera especial las mismas creencias religiosas, destinadas a perecer. Y eso aunque sepa que una de las fuerzas más poderosas en favor suyo, es justamente la falta o la disminución de la creencia en Dios, por medio de la cual los sacerdotes de todas las religiones y en todas las fases históricas, han sido los más {56} fuertes aliados de las clases dominantes, al mantener a las turbas subyugadas por la fascinación religiosa, como las fieras bajo el látigo del domador.
Y he ahí por qué los conservadores más clarovidentes, aunque sean ateos por su cuenta, lamentan que el sentimiento religioso —ese narcótico preciocísimo— vaya decayendo entre las masas, entendiéndolo ellos, utilitaria y farisaicamente (aunque no lo digan) como un instrumento de dominación política.
Desgraciadamente, sin embargo, —o afortunadamente— el sentimiento religioso no puede restablecerse por decreto de rey ni de presidente de república. Se va extinguiendo, no por culpa de éste o del otro, y sin necesidad de propaganda especial, porque está en el aire que respiramos —preñado de inducciones científicas experimentales— que no encuentre ya las condiciones de existencia que hallaba tan favorables en la ignorancia mística de los siglos pasados.
Y queda así demostrada la directa influencia de la ciencia positiva moderna —que sustituye el concepto de la causalidad natural al del milagro y de la divinidad—, en el desarrollo rapidísimo y en las bases experimentales del socialismo contemporáneo.
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{57}
El segundo punto que demuestra la filiación directa del socialismo científico del darwinismo, está en el diverso modo de concebir al individuo con relación a la especie.
El siglo XVIII se cerraba con la glorificación exclusiva del individuo, del hombre —como entidad por sí estante— y no era, en las obras de Rousseau, más que un benéfico exceso de reacción contra las tiranías política y sacerdotal de la Edad Media.
Es consecuencia directa de este individualismo, el artificialismo político de que he de ocuparme en seguida, al estudiar las relaciones de la teoría de la evolución con el socialismo, y que es común tanto a los gobernantes del sistema burgués cuanto a los anarquistas individualistas, desde que unos y otros creen que la organización social puede cambiarse de hoy a mañana por el golpe mágico de un artículo de ley o por la explosión más o menos homicida de una bomba.
Por el contrario, la biología moderna ha cambiado radicalmente ese concepto del individuo y ha demostrado en su campo y en el de la {58} sociología que, por una parte, el individuo no es más que el conjunto de elementos vitales más simples, y por otra parte que el individuo por sí estante (selbstwesen dirían los alemanes) no existe, sino que existe sólo en cuanto es parte de una sociedad (gliedwesen).
Todo lo que vive es una asociación; una colectividad.
La misma mónada, la misma célula viviente, que es la expresión irreductible de la individualidad biológica, es un compuesto de diversas partes, cada una de las cuales, a su vez, está compuesta de moléculas, que están compuestas de átomos.
El átomo sólo existe como individuo, pero el átomo es invisible e impalpable, y el átomo no vive.
Todo cuanto vive es una asociación, una colectividad.
Y a medida que se asciende en la serie zoológica hasta el hombre, aumenta más y más la complexidad del compuesto, la federación de las partes.
Porque así como a la metafísica del individualismo corresponde el artificialismo jacobino, unificador y uniformador, así a la positividad del socialismo corresponde el concepto del federalismo nacional e internacional.
{59} Como el organismo de un mamífero no es más que una federación de tejidos, de órganos, de aparatos, el organismo de una sociedad no puede ser sino una federación de comunas, de provincias, de regiones, y el organismo de la humanidad una federación de naciones.
Y como sería absurdo concebir un mamífero que debiera mover por ejemplo la cabeza uniformemente con las extremidades y éstas todas juntas, así también es absurda una organización política y administrativa en la que, por ejemplo, la última provincia del norte o de la montaña, debiese tenerlos mismos engranajes burocráticos, la misma red de leyes, los mismos movimientos de la última provincia del sur o de la llanura, por amor a la simétrica uniformidad que es la expresión patológica de la unidad.
Dejando de lado estas consideraciones políticas —según las cuales, como he dicho en otra parte, la única organización posible para Italia como para cualquier otro país, me parece ser la unidad política en el federalismo administrativo—, queda evidenciado que al final del siglo XIX, el individuo como entidad estante por sí, se encuentra destronado en el campo de la biología y en el de la sociología.
{60} El individuo existe; pero sólo en cuanto forma parte de un compuesto social.
Robinson Crusoe —la genuina expresión del individualismo— no puede ser sino una leyenda o un caso patológico.
La especie —esto es, el compuesto social— es la grande, viva y eterna realidad de la vida, como lo ha demostrado el socialismo y como lo confirman todas las ciencias positivas, desde la astronomía hasta la sociología.
Así, mientras al final del siglo XVIII Rousseau decía que sólo el individuo existe, y que la sociedad es un producto artificial del «contrato», y añadía —atribuyendo (como antes Aristóteles al hablar de la esclavitud) carácter humano permanente a las manifestaciones transitorias del momento histórico de putrefacción del antiguo régimen en que él vivió— que la causa de todos los males era la sociedad, pues todos los individuos nacían buenos e iguales; así, por el contrario, al fin del siglo XIX todas las ciencias positivas están acordes en decir que la sociedad, el compuesto, es un hecho natural e invencible de la vida, así en las especies vegetales como en las animales, desde las primeras «colonias animales» (zoófitos), hasta la sociedad de las mamíferos (herbívoros) y del hombre.
{61} Y todo aquello que el individuo tiene de mejor en sí, lo debe justamente a la vida social, por cuanto cada fase de evolución está caracterizada por condiciones patológicas y finales de putrefacción social que son, sin embargo, esencialmente transitorias y preludian fatalmente un nuevo ciclo de renovación social.
Si el individuo pudiera vivir como tal, viviría obedeciendo a una sola de las dos necesidades e instintos fundamentales de la existencia: la alimentación —esto es, la conservación egoísta del organismo propio, mediante esa primordial función que ya Aristóteles señalaba con el nombre de ctesis—, de conquista de la comida.
Pero todo individuo debe vivir en sociedad, justamente porque se le impone la segunda necesidad e instinto fundamental de la vida, la reproducción de seres semejantes a él, para conservación de la especie, y de esa vida de relación y reproducción (sexual y social) es que nace precisamente el sentido moral o social, por el cual aprende el individuo no solo a existir sino a coexistir con sus semejantes.
Puede decirse, pues, que estos dos instintos fundamentales de la vida —pan y amor— llenan una función de equilibrio social en la vida de los animales, y especialmente del hombre.
{62} El amor es, para el mayor número de los hombres, la principal dispersión fisiológica y primera de las fuerzas acumuladas, más o menos abundantes, con el pan cuotidiano, y economizadas en la diaria labor, o que han quedado intactas en la parasitaria ociosidad.
El amor es el único goce que tenga verdaderamente carácter universal e igualitario, tanto que el pueblo lo llama «el paraíso de los pobres», que, precisamente, son empujados por la religión a gozar de él sin limitación alguna —crescite et multiplicamini— porque el agotamiento erótico, sobre todo en el macho, mientras aminora o hace olvidar las torturas del trabajo o del hambre servil, enerva también la energía de la constante organización, y tiene por lo tanto una función útil a la clase dirigente.
Sin embargo, así como a este efecto del instinto sexual corresponde ineludiblemente el otro, de aumento de población, así la inmovilización de un orden social dado, es frustrada justamente por la presión de la población que en nuestro siglo se acentúa por el fenómeno característico del proletariado, y la evolución social procede por lo tanto, inexonerable y fatal.
Volviendo al argumento: de todas maneras es innegable que, mientras al final del siglo XVIII {63} se creía que la sociedad era hecha para el individuo —y de esto podría derivar como repercusión imprevista quizás, que millones de hombres pudiesen y debiesen vivir trabajando y sufriendo a beneficio de unos pocos individuos—, al fin del nuestro las ciencias positivas han demostrado que es el individuo el que vive para la especie, siendo ésta sola la realidad eterna de la vida.
De donde brota evidente toda la dirección del pensamiento científico moderno en el sentido sociológico o socialista, contra el exagerado individualismo, que dejó como herencia el siglo pasado.
Es verdad que la biología demuestra que no debe caerse en el opuesto extremo —en que caen algunas escuelas de socialismo utópico y de comunismo— de no ver después más que la sociedad, para olvidar completamente al individuo. En efecto, es otra ley biológica que la existencia del compuesto es la resultante de la vida de todos los individuos, como la existencia de un individuo es la resultante de la vida de las células de que se compone.
Pero de todas maneras queda demostrado que el socialismo científico que señala el fin de nuestro siglo y será el alba del siglo XX, está en acuerdo perfecto con la dirección del {64} pensamiento moderno, hasta en el punto fundamental del predominio dado a las exigencias vitales de la solidaridad colectiva y social, ante las exageraciones dogmáticas del individualismo, que señala un poderoso y fecundo despertar a fines del siglo pasado, pero que a través de las manifestaciones patológicas de la desenfrenada competencia, toca fatalmente a la explosión «libertista» del anarquismo que predica la acción individual con olvido completo de la solidaridad social y humana.
Y así es como se llega al último punto de contacto y de íntima conexión entre darwinismo y socialismo.
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El darwinismo ha demostrado que todo el mecanismo de la evolución animal, consiste en la lucha por la vida entre individuo e individuo de una misma especie, por una parte, y entre especie y especie en el mundo entero de los vivientes por otra.
Así, todo el mecanismo de la evolución social fue reducido por el socialismo marxista a la ley de la lucha de clase, concentrando en ella no sólo {65} la atención como secreto motor y única explicación positiva de la historia humana, sino también el ideal y la rígida norma disciplinaria del socialismo político, substrayéndolo así a todas las incertidumbres elásticas, vaporosas e inconcluyentes del socialismo sentimental.
La historia de la vida animal no ha encontrado su explicación positiva sino en la gran ley darwiniana de la lucha por la vida —por la que solamente se pueden determinar las causas naturales del nacimiento, el desarrollo y la extinción de las especies vegetales y animales, desde las épocas paleontológicas hasta hoy—. Así, la historia de la vida humana no ha encontrado su explicación sino en la gran ley marxista de la lucha de clase, para la que los anales de la humanidad primitiva, bárbara y civilizada, dejan de ser un caprichoso y superficial kaleidoscopio de episodios individuales, para convertirse en un drama determinado, grandioso y fatal —consciente o inconscientemente, tanto en los detalles nimios cuanto en las catástrofes gigantescas— por el motor fatal de las condiciones económicas que son la base física y por consiguiente imprescindible de la vida y de la lucha de clase por la conquista y conservación de la fuerza económica de que, necesariamente, dependen {66} todas las demás (la fuerza político-jurídico-social).
De este grandioso concepto, que constituye la gloria imperecedera de Carlos Marx —y le señalan en la sociología el puesto que Darwin tiene en la biología y Spencer en la filosofía natural— tendré ocasión de hablar más adelante, al delinear las relaciones que existen entre la sociología y el socialismo.
Por ahora me basta con señalar otra concordancia entre darwinismo y socialismo, consistente en que mientras la expresión lucha de clase puede causar una primera impresión de antipatía (que hasta yo confieso haber tenido cuando no había comprendido aún el espíritu científico de las teorías marxistas) encierra, entretanto, en su verdadero significado, la ley primera de la historia humana, y puede por consiguiente ser, ella sola la norma segura para el advenimiento de la nueva fase de evolución humana que el socialismo prevé y apresura.
Lucha de clase quiere decir que la sociedad humana, como cualquiera otro organismo viviente, no es un todo homogéneo, la suma indistinta de un número más o menos grande de individuos, sino por el contrario un organismo viviente, resultante de la agregación de partes {67} diversas y cada vez más diversas, cuanto más alto es el grado de la evolución social.
Así como un protozoo está casi solamente compuesto de gelatina albuminosa, mientras un mamífero está formado por tejidos diversísimos entre sí; así una tribu acéfala de los salvajes más primitivos está solamente compuesta de pocas familias que viven más bien en agregación de pura vecindad material, mientras que una sociedad privilegiada del mundo histórico o contemporáneo se compone de clases diversas entre sí, sea por la constitución fisio-psíquica de los mismos componentes, sea por lo complejo de las costumbres y de las tendencias de su existencia personal, familiar y social.
Estas clases diversas pueden ser rígidamente catalogadas como en la antigua India desde el bramino al sudra, y también en la Europa de la Edad Media, desde el emperador o el pontífice al feudatario, al vasallo, al artesano; de tal modo que no sea admitido entre una y otra clase el cambio de los individuos que por sólo el azar del nacimiento le pertenecen; o que pueden perder la etiqueta legal, como sucede en Europa y América después de la Revolución Francesa, y admitir por lo tanto, como rara excepción, el cambio y el pase de los individuos de una a otra —como las {68} moléculas químicas en los fenómenos de exósmosis y de endósmosis, o según la expresión de Dumont, por un fenómeno de «capilaridad social»—. Pero siempre, de todos modos, esas varias clases existen como realidad innegable y rebelde a toda nivelación de superficie jurídica, por cuanto persiste la razón fundamental de su variedad.
Carlos Marx es quien, más lúcidamente que cualquier otro, ha indicado, comprobado y confirmado esta razón en el crisol de la observación sociológica, por la diversidad de las condiciones económicas.
Variarán los nombres, las apariencias, los fenómenos de repercusión en cada fase de evolución social, pero siempre el fondo trágico de la vida humana estará en el contraste que existe entre quien tiene el monopolio de los medios de producción —y son los menos— y quien, por el contrario, está desposeído de ellos —y son los más—.
Guerreros y pastores, en la sociedad primitiva, apenas realizada la apropiación, primero familiar y luego individual, de la tierra bajo el colectivismo inicial; patricios y plebeyos; feudales y vasallos; nobles y pecheros; burgueses y proletarios . . . todas estas son indicaciones diversas de un hecho idéntico: el monopolio de la riqueza de un lado, el trabajo productor del otro.
{69} Ahora bien, la gran importancia de la ley marxista —lucha de clase— consiste precisamente en indicar con evidente precisión en qué está verdaderamente el punto vital de la cuestión social, y por qué método se puede arribar a resolverla.
Mientras la base económica de la vida política, jurídica y moral no se asentó con evidencia positiva, las aspiraciones de los más hacia un mejoramiento social vagaron inciertas entre la reclamación y la conquista parcial de algún instrumento accesorio, como libertad de culto, sufragio político, instrucción pública, etc., etc. Y no se niega que tales conquistas hayan sido de grande utilidad.
Pero el sancta sanctorum permanecía impenetrable siempre a los ojos de la multitud, y el poder económico, al persistir como el privilegio de los menos, hacía que cualquier conquista o concesión quedara edificada en el aire, sin raíces, arrancada del cimiento sólido y fecundo, único que puede dar vida y fuerza perennes.
Ahora que el socialismo —aun antes que Marx, pero no con tanta precisión científica— ha señalado en la apropiación individual, en la propiedad privada, de la tierra y de los medios de producción, el punto vital de la cuestión: ahora el {70} problema está planteado, preciso, claro, inexorable en la conciencia de la humanidad contemporánea.
* * *
¿Cuál es el método de abolir este monopolio del poder económico y su consiguiente serie de dolores, de males, de odios y de iniquidad?
Aquí está el método de la lucha de clase que partiendo del dato positivo de que toda clase tiende a conservar y acrecentar las ventajas y privilegios conquistados, enseña a la clase privada del poder económico, que para llegar a obtenerlo, la lucha (y de las modalidades de esta lucha nos ocuparemos en seguida) debe ser de clase a clase, no de persona a persona.
Odiar, ultrajar, suprimir a este o aquel individuo que pertenece a la clase dominante, no hace adelantar un segundo la solución del problema, y antes bien la retarda por la reacción del sentimiento común contra la violencia personal, desde que ofende el principio de respeto a la persona humana que el socialismo proclama bien alto para todos y contra todos. Y no coopera a la solución del problema, porque la anormal condición presente (que se ha hecho más aguda), miseria de muchos y satisfacción de pocos, no es efecto de la mala voluntad de este o aquel individuo.
{71} Hasta por ese lado, en efecto, el socialismo está en pleno y completo acuerdo con la ciencia positiva que niega el libre albedrío en el hombre y estudia la actividad humana, individual y colectiva, como el efecto necesariamente determinado por las condiciones de raza y de ambiente.
El delito, el suicidio, la locura, la miseria, no son el fruto del libre albedrío, de la culpa individual, como predica el espiritualismo metafísico; ni es fruto del libre albedrío ni culpa individual del capitalista, si el obrero está mal retribuido, sin trabajo, en la miseria.
Todo fenómeno social es la resultante necesaria de las condiciones históricas y del ambiente; y en el mundo moderno, la facilidad y la frecuencia de las relaciones por todas partes de la tierra, ha hecho más estrecha la dependencia de cada hecho —económico, político, jurídico, moral, artístico o científico— de las condiciones más lejanas y más indirectas de la vida universal.
Dada la organización actual de la propiedad privada, sin limitación de herencia familiar y de acumulación personal; dada la continua y cada vez más completa aplicación de los descubrimientos científicos al trabajo humano de transformación de la materia; dado el telégrafo y el vapor; dado el torrente cada vez más {72} desbordante de las migraciones humanas, es inevitable que la existencia de una familia de labradores, de operarios, o de pequeños comerciantes, etc., ligada a los hilos invisibles pero inexorables de la vida del mundo, por los que la cosecha del algodón, del café o del trigo en los países más lejanos, repercute por todas partes del mundo civil, así como el aumento o la diminución de las manchas solares es un coeficiente de las periódicas crisis agrícolas, e influye directamente sobre el destino de millones de hombres.
En este grandioso concepto científico de la «unidad de las fuerzas físicas», según la expresión del padre Secchi, o de la solidaridad universal ¿cómo puede admitirse aún el concepto mezquino e infantil del libre albedrío y del individuo como causa de los fenómenos humanos?
Si un socialista tuviese la idea —aun con miras de beneficencia— de fundar un taller industrial para dar trabajo a los desocupados, y produjese un artículo abandonado por la moda o por la necesidad del consumo general, se vería evidentemente obligado a quebrar, a pesar de sus intenciones filantrópicas, por el decreto mudo pero inevitable de las leyes económicas.
O si un socialista quisiese dar a los obreros de su establecimiento un salario doble o triple {73} que el corriente, tendría sin duda alguna la misma suerte, por la misma inexorable aplicación de las leyes económicas, porque tendría que vender sus mercaderías con pérdida, o que guardarlas en sus almacenes, sin venderlas mientras su precio —en igualdad de clase— fuese superior al del mercado.
Se vería reducido a la quiebra, y el mundo no le daría otro consuelo que llamarlo un buen hombre, palabra que en la actual fase de «moralidad mercantil» tiene doble sentido.
Aparte, pues, de las relaciones personales más o menos cordiales entre capitalista y obrero, su respectiva condición económica está fatalmente determinada por la ley del supertrabajo con la que Marx explica irrefutablemente cómo el capitalista puede acumular riquezas sin trabajar, sólo porque el obrero produce en cada jornada de trabajo un equivalente de riqueza superior al salario recibido, demasía de producto que naturalmente va a beneficio gratuito del capitalista, aun cuando se le quisiese deducir el salario de un trabajo suyo intelectual de dirección técnica y administrativa.
La tierra abandonada al sol y a la lluvia, no produce por sí sola ni trigo ni vino. Los minerales no salen por sí solos de las entrañas de la tierra.
{74} La producción de la riqueza no se efectúa sino por una transformación de la materia trabajada por la labor humana. Y sólo porque el campesino cultiva la tierra, el minero extrae los minerales, el obrero mueve las máquinas, el químico hace experimentos en su gabinete, el ingeniero inventa etc., etc., es que el propietario o el capitalista, sin haber hecho nada para heredar su patrimonio, y sin fatiga alguna si permanece ausente de su propiedad, puede tener cada año asegurado un producto que otros producen para él a cambio de pan escaso y miserable vivienda, envenenados las más de las veces por los miasmas de los arrozales o de los pantanos, por el gas de las minas o de los talleres, sin lograr nunca una existencia digna de criaturas humanas.
Y hasta en el régimen de la perfecta medianería —que se muestra como una fórmula de socialismo práctico— queda siempre que preguntar por qué milagro el propietario, que no trabaja, ve llegar a su casa el trigo, el aceite y el vino en cantidad suficiente para vivir con comodidad, mientras que el medianero da cada día su trabajo para arrancar a la Madre Tierra el alimento para sí y para los otros.
Lo que hay de menos doloroso en la {75} medianería es la seguridad tranquila de llegar a fin de año sin los espasmos de la desocupación a que están condenados los trabajadores adventicios de la campaña y de la ciudad. Pero, en substancia, el problema queda sin alteración y siempre hay uno que vive bien sin trabajar, porque diez viven mal, trabajando.
Tal es el engranaje de la propiedad privada y tales sus efectos, fuera y contra la misma voluntad de los individuos.
Así, resulta vana y estéril toda tentativa contra este o aquel individuo: lo que hay que cambiar es la orientación de la sociedad, lo que hay que abolir es la propiedad individual, no con la repartición, como vulgarmente se dice, y que sería forma más aguda y más mezquina de propiedad privada, mientras que un año después, persistiendo esa orientación individualista, se volvería al statu quo, sólo en beneficio de los más pillos y de los menos escrupulosos.
Pero la abolición de la propiedad privada o individual, sustituyéndola la propiedad colectiva y social de la tierra y de los medios de producción; sustitución que, por otra parte, mientras no puede hacerse por decreto, de hoy a mañana, como algunos nos acusan de querer, se va realizando de día en día, de hora en hora en forma directa y en forma indirecta.
{76} En forma directa: porque la civilización señala una continua sustitución de propiedades y funciones sociales, a las que antes eran propiedades y funciones individuales. Los caminos, los correos, los ferrocarriles, los museos, la iluminación urbana, la instrucción, etc., etc., que hasta hace pocas decenas de años eran propiedades o funciones privadas, se han hecho propiedades o funciones sociales; y sería absurdo pensar que este procedimiento directo de socialización deba detenerse justamente ahora, en vez de acelerarse progresivamente, como se va acelerando todo en la vida moderna.
En forma indirecta: como último efecto del individualismo económico que tomó el nombre de burgués, de los bravos lugareños que en la Edad Media vivían en los burgos sometidos al castillo feudal y a la iglesia parroquial —símbolos de la clase entonces dominante— y que preparados por un trabajo fecundo y consciente y por las condiciones históricas que cambiaron la orientación económica del mundo (como el descubrimiento de América) hicieron su revolución al final del siglo XVIII, conquistando con ella el poder, y escribiendo páginas de oro en la historia del mundo civil con las epopeyas nacionales y con los milagros de la ciencia aplicada a la industria . . . {77} pero que describen ahora la parábola descendente y presentan síntomas evidentes de una disolución sin la cual, por otra parte, no sería posible la inauguración de una nueva fase social.
El individualismo económico, llevado a sus últimas consecuencias, determina necesariamente la centralización progresiva de la propiedad en un número cada vez más restringido de personas. El «millonario» es palabra nueva, propia del siglo XIX, y expresa en proporciones más evidentes este fenómeno que George reducía a la ley histórica del individualismo económico, por la cual los ricos se hacen cada vez más ricos, y los pobres más pobres.
Ahora, es evidente que cuanto más restringido es el número de los detentadores de la tierra y de los medios de producción, tanto más fácil se hace su sustitución —con o sin indemnización personal— por parte de un solo propietario que es la sociedad y que no puede ser más que ella.
La tierra es la base física del organismo social. Es, por lo tanto, absurdo que pertenezca a pocos individuos y no a toda la colectividad social, como sería absurdo que perteneciese al monopolio de pocos propietarios, el aire que respiramos.
Y esta es la intención suprema del socialismo.
{78} Pero, es evidente que no se puede llegar a eso, tomando como punto de mira a este o aquel propietario, a este o aquel capitalista.
Ese es también un medio individualista de lucha, que está destinado a permanecer estéril o que por lo menos exige un desparramo inmenso de fuerzas para obtener escasos resultados parciales y provisionales.
Por eso es que cuando veo a los hombres políticos afanarse con protestas diarias o anecdóticas, en una lucha personalista —a la que, por otra parte, las asambleas y el público se acostumbran y amoldan por su misma monótona continuidad—, me parece ver a un higienista extravagante que quisiera hacer habitable un pantano, matando a tiros y uno por uno los mosquitos, en vez de proponerse como método y objetivo, el completo saneamiento de toda la zona miasmática . . .
¡Nada, pues, de luchas o violencias personales! Lucha de clase, en el sentido de dar a la inmensa clase de los trabajadores de cualquier arte o profesión, la conciencia de estas verdades fundamentales y por lo tanto de sus propios intereses de clase, contrapuestos a los intereses de la clase que retiene el poder económico, para llegar con la organización consciente a la conquista {79} de ese poder económico, por medio de los demás poderes públicos que la civilización actual ha asegurado a los pueblos libres.
Aunque pueda preverse que la clase dominante de todos los países, antes de ceder restringirá las libertades públicas que para ella eran inocuas cuando las usaban los trabajadores no constituidos en partido de clase, sino distraídos o hipnotizados en seguimiento de otros partidos políticos, tan radicales en las cuestiones accesorias cuanto profundamente conservadores en la cuestión fundamental de la organización económica y de la propiedad.
Lucha de clase, pues. Lucha de clase a clase.
Y lucha, se comprende, con los métodos de que hablaré en seguida, al ocuparme de los cuatro modos de transformación social: evolución, revolución, rebelión, violencia personal.
Pero, entretanto, lucha de clase en el sentido darwiniano, repitiéndose en la historia humana el drama grandioso de la lucha por la vida entre especie y especie, sin relajarse en el pugilato salvaje e insignificante de individuo a individuo.
* * *
Detengámonos en este punto, aunque el mismo argumento de las relaciones entre darwinismo y {80} socialismo podría ir más lejos, siempre en el sentido de eliminar toda pretendida contradicción entre una y otra corriente del pensamiento científico moderno, y de confirmar, por el contrario, el más íntimo, natural e indisoluble acuerdo.
Por eso, la aguda previsión de Virchow responde exactamente al paralelo histórico de Juan Jacoby.
«En el mismo año en que apareció el libro de Darwin (1859), de una dirección enteramente distinta hacia el mismo objetivo, dábase empuje a un importantísimo desarrollo de la ciencia social, por medio de un trabajo que permaneció mucho tiempo desconocido, trabajo que tiene por título Crítica de la economía política, por Carlos Marx, y que fue precursor de la obra El capital.
»Lo que el libro de Darwin sobre el Origen de las especies es para el génesis y la evolución de la naturaleza inconsciente llegando hasta el hombre, lo es la obra de Marx para el génesis y la evolución de la comunidad de los individuos humanos, de las naciones y de las formas sociales de la humanidad».
Y he ahí por qué la Alemania contemporánea, que ha sido el campo más fecundo para el desarrollo de las teorías darwinianas, lo es también {81} para la propaganda consciente, disciplinada, inconmovible, de las ideas socialistas.
Y he ahí por qué, justamente, en Berlín, en las vidrieras de las librerías de propaganda socialista, las obras de Carlos Darwin tienen su puesto de honor junto a las de Carlos Marx.
{83}
{85}
Aun ante la teoría de la evolución universal que —fuera de este o aquel detalle más o menos discutible— representa verdaderamente la orientación vital del pensamiento científico moderno, se ha creído razonable afirmar que contradice substancialmente las teorías y los ideales prácticos del socialismo.
Pero aquí hay error evidente.
Si por socialismo se entiende esa complicación fluctuante de aspiraciones sentimentales que muchas veces se ha cristalizado en las utópicas creaciones artificiales de un nuevo mundo humano, que por un golpe de varita mágica debía sustituir de un día para otro al viejo mundo en que vivimos, entonces es perfectamente cierto que la teoría científica de la evolución condena los prejuicios y las ilusiones del artificialismo político, reaccionario o revolucionario, pero romántico siempre.
{86} Pero la desgracia de nuestros adversarios está en que el socialismo actual es muy diferente del que precedió a la obra de Marx: y fuera del sentimiento animador de protestas contra las iniquidades presentes y de la aspiración de un porvenir mejor, nada tiene de común con aquel en su estructura lógica y en sus mismas inducciones, sino la visión clara, matemáticamente exacta, (en fuerza justamente de las teorías de la evolución) de la final organización social, basada en la propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción.
Esto se hará evidente en el examen de las tres pretendidas contradicciones principales que, según se afirma, existen entre el socialismo y el evolucionismo científico.
Entretanto es imposible no ver, desde ahora, la filiación directa del socialismo marxista, también, del evolucionismo científico, cuando se piensa que aquél no es, justamente, más que la aplicación lógica y consecuente de la teoría evolucionista en el campo económico.
* * * * *
{87}
En resumen ¿qué dice el socialismo? Que el mundo económico presente no puede ser inmutable y eterno, sino que por el contrario representa una fase transitoria de la evolución social, a la que debe suceder una fase ulterior y un mundo diferentemente organizado.
Que esta diversa organización venidera deba realizarse en sentido colectivista o socialista —o también individualista— es lo que resulta como conclusión última y positiva del estudio ya hecho sobre las relaciones entre darwinismo y socialismo.
Entretanto es necesario establecer aquí, que esa afirmación fundamental del socialismo —fuera de los detalles de la futura organización social de que hablaré más adelante— es coherente con la teoría experimental del evolucionismo.
¿Cuál es, pues, la contradicción substancial entre la economía política ortodoxa y el socialismo? Esto: que la economía política ha sostenido y sostiene que las leyes económicas por ella analizadas e ilustradas acerca de la producción y la {88} distribución de la riqueza son leyes naturales . . . no, sin embargo, en el sentido de que sean leyes determinadas naturalmente por las condiciones del organismo social (lo que sería exacto) sino en el sentido de que son leyes absolutas, es decir propias de toda la humanidad en todo tiempo y lugar, y por consiguiente inmutables en sus puntos principales aunque susceptibles de modificaciones parciales y accesorias en sus expresiones de detalle.
El socialismo científico sostiene, por el contrario, que las leyes establecidas por la economía política clásica, desde Adam Smith en adelante, son leyes propias del actual momento histórico de la humanidad civil, y que por lo tanto son leyes esencialmente relativas al instante en que fueron analizadas, y como ya no responden a la realidad de las cosas si se quieren hacer extensivas, por ejemplo, a la remota antigüedad histórica y más aún a los tiempos prehistóricos, no pueden representar una inmutable petrificación del porvenir social.
Ahora, de estas dos tesis fundamentales, la tesis ortodoxa y la tesis socialista ¿cuál es la más acorde con la teoría científica de la evolución universal?
La respuesta no es dudosa.
{89} La teoría de la evolución —cuyo genial creador ha sido verdaderamente Heriberto Spencer— desenvolviendo y fecundando en el terreno sociológico la dirección relativista ya señalada de la escuela histórica tanto del derecho como de la economía política (que era parcialmente heterodoxa), ha dado al pensamiento humano esta imprescindible brújula: que todo cambia, que el presente —tanto en el orden astronómico como en el biológico, como en el sociológico— no es más que la resultante de las transformaciones precedentes, naturales, necesarias e incesantes, mil veces milenarias, y que, en consecuencia, así como el presente es distinto del pasado, así también el porvenir será sin duda alguna distinto al presente.
Así, el spencerismo no ha hecho más que dar una provisión verdaderamente maravillosa de pruebas científicas en todos los ramos del saber humano, a los dos pensamientos abstractos de Leibnitz y de Hegel, de que «el presente es hijo del pasado, pero padre del porvenir» y de que «Nada es, pero todo llega»; lo que, desde Lyell la geología había, sobre todo, demostrado maravillosamente, sustituyendo al concepto tradicional de los cataclismos imprevistos, el concepto científico de la gradual y diaria transformación de la tierra.
{90} Verdad es que el enciclopédico saber de Heriberto Spencer es deficiente en economía política, o por lo menos no ha dado en ese terreno pruebas tan completas como en las ciencias naturales; pero eso no impide que el socialismo, después de todo, no sea otra cosa, en su concepto animador, que la aplicación lógica de la teoría científica de la evolución natural, al orden de los fenómenos económicos.
Justamente por esto es que Carlos Marx, primero (en 1859) con la Crítica de la economía política (y también con el famoso Manifiesto de 1847, escrito por él y Engels, casi diez años antes de los Primeros principios de Spencer, y maravilloso por su potencia y por su lucidez de síntesis) y después con el Capital (1867) ha venido a completar en el campo social la revolución científica provocada por Darwin y Spencer.
Mientras el viejo pensamiento metafísico concebía la moral, el derecho, la economía, como la combinación de leyes absolutas y eternas según el modo platónico de pensar, y limitando su observación al mundo histórico, sin usar otro instrumento de indagación que la lógica fantasía del filósofo, inoculaba en el cerebro de tantas generaciones ese concepto del absolutismo de las leyes naturales, debatiéndose en el dualismo {91} de la materia y del espíritu; la ciencia positiva, por el contrario, llegando a la síntesis grandiosa del monismo, es decir, de la única realidad fenoménica —materia y fuerza inseparables e indestructibles— desarrollándose de una manera continua, de forma en forma según normas relativas al tiempo y al lugar, ha cambiado radicalmente la orientación del pensamiento moderno justamente en el sentido de la evolución universal.
Moral, derecho, política, no son más que superestructuras más que reparaciones de la estructura económica, y varían con ésta de un paralelo a otro, de un siglo a otro siglo.
Esta es la grande, la genial intuición de Carlos Marx en la Crítica de la economía política de la que más adelante examinaré la parte que se refiere a la fuente única de las condiciones económicas, pero de la que importa ahora señalar lo referente a su continua e irrefrenable versatilidad, desde el mundo prehistórico al mundo histórico y en las varias épocas de éste.
Normas de la moral, creencias religiosas, sanciones jurídicas de leyes civiles o penales, organización política, todo cambia y todo está en relación con el ambiente histórico y telúrico en que se observa.
Asesinar a sus padres es el mayor de los {92} delitos en Europa y en América; matarlos es, por el contrario, una acción obligatoria y santificada por la religión en la isla de Sumatra, así como el canibalismo es lícito en el centro del Africa y lo fue en la Europa y en la América prehistóricas.
La familia que apenas se forma transitoriamente (como entre los animales) en el comunismo sexual primitivo, se organiza en la poliandria y el matriarcado allí donde los escasos alimentos exigen un escaso aumento de población, pero pasa a la poligamia y al patriarcado cuando está donde esa razón económica fundamental no domina tiránicamente, para asumir por último en el mundo histórico la forma monogámica que es, sin duda, la mejor y la más adelantada, aun cuando necesite ser libertada del convencionalismo absolutista del vínculo indisoluble y de la prostitución disfrazada y legalizada (por razones económicas) que la manchan en el mundo actual.
¿Y sólo la constitución de la propiedad debe continuar eterna, inmutable, en esta corriente oceánica de instituciones sociales y de reglas morales, sujetas a continuas y profundas evoluciones y transformaciones?
¡Sólo la propiedad debe permanecer imperturbable e inalterable en su forma de {93} monopolio privado de la tierra y de los medios de producción! . . .
Esa es la absurda pretensión de la ortodoxia económica y jurídica, con la única concesión a las irresistibles comprobaciones de la teoría evolucionista (hecha por los progresistas o radicales tanto en la ciencia como en la política), de que puedan variarle los ornamentos accesorios, atemperarle los abusos, pero quedando siempre intangible el principio de que unos pocos individuos puedan apropiarse la tierra y los instrumentos de producción, necesarios a la vida de todo organismo social, que debería así permanecer eternamente bajo el dominio más o menos eterno de esos detentadores de la base física de la vida.
Basta exponer así, en su límpida precisión, las dos tesis fundamentales —la ortodoxa del derecho y de la economía práctica y la heterodoxa del socialismo económico y científico—, para decidir sin necesidad de más este primer punto de controversia: que en todos los casos la teoría de la evolución está de acuerdo perfecto e irrefutable con las inducciones del socialismo, mientras que, por el contrario, contradice las afirmaciones contrapuestas del inmovilismo económico y jurídico.
* * * * *
{94}
Pero —dicen los adversarios— aun admitiendo que el socialismo, al invocar una transformación social, esté de acuerdo aparentemente con la teoría evolucionista, no se desprende de eso que sus conclusiones más precisas —entre las que figura la fundamental de la sustitución de la propiedad social o la propiedad individual— sean apoyadas por la misma teoría. Nosotros, por el contrario —se dice— sostenemos que justamente contra esa teoría científica chocan diametralmente esas conclusiones, y en consecuencia son, por lo menos, utópicas y absurdas.
Y la primera contradicción que se señala entre socialismo y evolucionismo, consistiría en que la vuelta a la propiedad colectiva de la tierra sería al mismo tiempo la vuelta a las edades primitivas y salvajes de la humanidad, y el socialismo, por lo tanto, sería en efecto una transformación, pero al revés; es decir, contra la corriente de la evolución social, que del primitivo colectivismo territorial ha llegado a la presente propiedad individual, índice de la adelantada civilización. El socialismo, por consiguiente, representaría en ese caso un regreso a la barbarie.
{95} También esta objeción tiene una parte de verdad que es innegable: la afirmación de que la propiedad colectiva (por lo menos, en las apariencias externas) será una vuelta hacia la primitiva organización social. Pero, la conclusión que de ahí se deriva, es absolutamente errónea y anticientífica, porque olvida una ley menos comúnmente observada pero no por eso menos verdadera y positiva que la evolución social.
Es una ley sociológica que un médico francés de mucho ingenio, muerto ya desgraciadamente, (Dramard) no ha hecho más que señalar a propósito de algunas afinidades entre transformismo y socialismo, y de la que me he ocupado reconociéndole toda su verdad e importancia, aun antes de inscribirme en el socialismo militante, en las páginas 420-424 de la tercera edición de mi Sociología criminal (1892) y sobre la que he insistido nuevamente en mi polémica con Morselli, a propósito del divorcio.
Esa ley de regresión aparente demuestra que es un hecho constante la vuelta de las instituciones sociales a las formas y a los caracteres primitivos.
Antes de presentar algunos ejemplos evidentes, quiero demostrar que Cognetti De Martiis, desde 1881, demostraba conocer intuitivamente {96} y de un modo vago esa ley sociológica, porque su libro sobre las Formas primitivas en la evolución económica (Turín 1881), tan notable por la abundancia, precisión y seguridad de sus datos positivos —aunque no llegara a conclusión alguna después de la riqueza de su análisis sociológico— se cerraba en las últimas líneas con una vaga referencia a la posible reaparición, en la futura evolución económica, de las formas primitivas que señalan el punto de partida.
Y recuerdo también que cuando, en la universidad de Bolonia, asistía a las lecciones de Carducci, varias veces le he oído indicar que en las formas y en el fondo de la literatura, el progreso último no es muchas veces más que la reproducción del fondo y de las formas de la literatura primitiva, greco-oriental; así como, en resumen, la teoría moderna del monismo, que es el alma misma de la evolución universal y que representa la última y definitiva disciplina positiva del pensamiento humano frente a la realidad del mundo, después del brillante vagabundear de la metafísica, no hace más que volver a los conceptos de los filósofos griegos y de Lucrecio, el gran poeta naturalista.
Pero también en el orden de las instituciones sociales son demasiado evidentes y numerosos {97} los ejemplos de este regreso a las formas primitivas.
Ya hablé de la evolución religiosa según Hartmann, por la cual, en las épocas infantiles de la humanidad, la felicidad se creía accesible en la existencia individual, después en la vida de ultratumba, y ahora tiende a volver a colocarla en la misma humanidad, pero en la serie de las generaciones por venir.
Así Spencer (Sociología, III, capítulo V) señalaba en política que la voluntad de todos —elemento soberano de la humanidad primitiva— cede paso a paso su lugar a la voluntad de uno solo y en seguida de pocos (por medio de diversas aristocracias: militares, de nacimiento, de profesión, de dinero) y tiende por último a volver a hacerse soberana con el procedimiento de la democracia (sufragio universal, referéndum, legislación directa popular, etc.)
El derecho de castigar, simple función de defensa en la humanidad primitiva, tiende a serlo de nuevo desprendiéndose de toda pretensión teológica de justicia retributiva, superpuesta por la ilusión del libre albedrío al fondo natural de la defensa, pero deshojado ahora por las observaciones típicas sobre el delito como fenómeno natural y social, que demuestran que es absurda {98} e imposible la omnisciente pretensión, del legislador o del juez, de pesar y medir «la culpa» del delincuente y equilibrar el castigo, en lugar de limitarse a segregar, temporal o perpetuamente del consorcio civil, a los individuos inaptos para él, como se hace con los locos o los atacados de enfermedades infecciosas.
Con el matrimonio pasó lo mismo: su fácil disolución en la humanidad primitiva cedió poco a poco a las imposiciones absolutas de la teología y del espiritualismo, que creen que el «libre albedrío» puede ligar eternamente el destino de una persona con un monosílabo pronunciado en momentos de tan inestable equilibrio psíquico como el período del noviazgo y de las bodas. Pero luego se impone la vuelta a la forma espontánea y primitiva del consentimiento, y la unión matrimonial, con el uso siempre creciente y cada vez más fácil del divorcio, retorna a sus orígenes, saneando la familia, que es la célula social.
Así es también con la organización de la sociedad, en la que el mismo Spencer ha tenido que reconocer la tendencia fatal de un regreso al primitivo colectivismo, después de la apropiación primero familiar y en seguida individual de la tierra —como lo ha demostrado él mismo— ha llegado a sus últimos extremos, tanto que en {99} algunos países (ley Torrens) la tierra se ha convertido en una especie de propiedad mueble, transmisible como una acción cualquiera de cualquier sociedad anónima.
He aquí, en efecto, a título de documento, lo que escribe el individualista Spencer:
«A primera vista parece poderse deducir que la propiedad de la tierra, a título absoluto, por parte de los particulares, deba ser el estado definitivo que está llamado a realizar el industrialismo. Sin embargo, aunque el industrialismo haya tenido hasta ahora por efecto la individualización de toda esta propiedad, puede discutirse que desde ahora se haya arribado al estado definitivo.
»En un tiempo se reconocían derechos de propiedad sobre seres humanos, y ahora no se admiten ya. Hace algunos siglos se hubiera podido creer que el principio de la propiedad del hombre sobre el hombre, estaba en camino de establecerse de un modo definitivo. Sin embargo, en época más avanzada de su curso, la civilización, derribando aquel procedimiento, ha destruido la propiedad del hombre sobre el hombre. De una manera análoga, en época más avanzada aún, podrá suceder que tenga que desaparecer la propiedad privada de la tierra».
{100} Y, por otra parte, este proceso de socialización de la propiedad, aunque ahora parcial y accesorio, es, sin embargo, tan evidente y continuo que sería negar lo innegable, sostener que la dirección económica y por lo tanto jurídica de la organización de la propiedad, no vaya en el sentido de una preponderancia cada vez mayor de los intereses y de los derechos de la colectividad sobre los del individuo; preponderancia que evidentemente se convertirá por una fatal evolución, en una sustitución completa en cuanto a la propiedad de la tierra y de los medios de la producción.
* * *
Así, pues, lo repetimos, la tesis fundamental del socialismo marcha de perfecto acuerdo con esa ley sociológica de regresión aparente cuyas razones naturales señalaba muy bien Loria, diciendo que la humanidad primitiva extrae de las primeras impresiones de la naturaleza circunstante, las líneas fundamentales y más sencillas de su pensamiento y de su vida; después, con el progreso de la inteligencia y la complicación creciente por ley de evolución, se tiene un desarrollo analítico de los principales elementos contenidos en los primeros gérmenes de cualquier institución; y una vez realizado este desarrollo analítico y a menudo antagónico, de un exceso al otro, de {101} los elementos particulares, la humanidad misma, llegada a un alto grado de evolución, recompone en una síntesis final esos varios elementos, y vuelve al primitivo punto de partida.
A esto, sin embargo, agrego yo que ese regreso a la forma primitiva no es una repetición pura y simple. Y he ahí por qué se dice ley de regresión aparente, y he ahí por qué la objeción de un «retroceso a la barbarie primitiva» es infundada. No es una repetición pura y simple sino la terminación de un ciclo, de un gran ritmo —como decía también recientemente Asturaro—, que no puede dejar de llevar consigo los efectos y las conquistas, irrevocables en lo que tienen de vital y de fecundo, de la larga evolución anterior; y es, por lo tanto, muy superior en la realidad objetiva y en la conciencia humana a aquel primitivo embrión.
El curso de la evolución social no está representado por el círculo cerrado que, como la serpiente mordiéndose la cola del símbolo antiguo, cierre los términos de un porvenir mejor, sino que, por el contrarío, y según la imagen de Goethe, se figura con una espiral que parece volver sobre sí misma y que, por el contrario, avanza y se eleva sin cesar.
* * * * *
{102}
Esta última observación sirve aquí para examinar también la segunda contradicción que, se afirma, existe entre el socialismo y la teoría de la evolución, diciendo y repitiendo en todos los tonos, que el socialismo será una nueva forma de tiranía y que suprimirá todos los beneficios de la libertad fatigosamente conquistada por nuestro siglo a costa de tantos martirios y sacrificios.
He dicho ya, hablando de las desigualdades antropológicas, como, por el contrario, el socialismo asegurará a todo hombre las condiciones de existencia humana y la base más libre y completa de su propia personalidad.
Aquí me basta recordar otra ley, establecida por la teoría científica de la evolución para demostrar en general (porque no es tarea de esta monografía entrar en pequeños detalles) cómo esa pretendida supresión de la parte viva y fecunda de la libertad personal y política, se toma sin razón como consecuencia del advenimiento del socialismo.
La siguiente es una ley de la evolución natural ilustrada por
Ardigó mejor que por cualquier otro:
{103} Toda fase subsiguiente de la evolución natural y social no destruye, no borra las manifestaciones vitales y fecundas de las fases precedentes, sino que las continúa en lo que tienen de vital mientras elimina, sin embargo, sus manifestaciones aberrantes o patológicas.
En la evolución biológica, las manifestaciones de la vida vegetal no borran los primeros albores de la vida que se encuentran en la cristalización de los minerales, como las manifestaciones de la vida animal no borran las de la vida mineral y vegetal; y la forma humana de la vida no borra las formas y los eslabones anteriores de la gran serie de los vivientes, sino que las formas últimas viven, por el contrario, en cuanto son el resultado de las formas primitivas, y coexisten con éstas.
Así sucede en la evolución social: y esta es, justamente, la interpretación que el evolucionismo científico da a las Edades Medias, que no borran las conquistas de las anteriores civilizaciones, sino que por el contrario las conservan en su parte vital, y las fecundan en un periodo de sosiego para el renacimiento de nuevas civilizaciones.
Y esta ley que domina por entero el grandioso desarrollo de la vida social, rige igualmente {104} el destino y la parábola de cada institución social.
La sucesión de una a otra fase de evolución social elimina, es cierto, las partes no vitales, los productos patológicos de las instituciones anteriores; pero conserva, vigoriza y desarrolla las partes sanas y fecundas, elevando cada vez más el nivel físico y moral de la humanidad.
Así, por ese procedimiento natural, el gran río de la humanidad salido de las selvas vírgenes de la vida salvaje, se ha extendido majestuoso en los períodos de la barbarie y en la presente civilización, que es, sin duda, superior por muchos conceptos, a las fases precedentes de la vida social, pero que por otros está emponzoñada con los productos virulentos de su propia degeneración, como lo he recordado a propósito de la selección social al revés.
Así, por ejemplo, es verdad que los trabajadores del período actual de civilización burguesa, tienen, en resumen, una existencia física y moral superior a la de los siglos pasados; pero, sin embargo, es innegable que su condición económica de asalariados libres, es peor bajo muchos aspectos, que la anterior condición de esclavos en la antigüedad, de siervos en la Edad Media.
En efecto, el esclavo antiguo era propiedad {105} absoluta del patrono, del hombre libre, y estaba condenado a una vida casi bestial; pero entretanto el patrono tenía interés, por lo menos, de asegurarle el pan cuotidiano, puesto que el esclavo formaba parte de su patrimonio, como los bueyes y los caballos.
Y el siervo de la gleba en la Edad Media, tenía en compensación ciertos derechos de costumbre, que lo arraigaban a la tierra y le aseguraban cuando menos —excepto en los casos de escasez— el pan de cada día.
Por el contrario, el asalariado libre del mundo moderno, está siempre condenado a un trabajo inhumano por su duración y calidad (y al cual se debe justamente la parcial reivindicación socialista de las ocho horas, que cuenta ya muchas victorias y está destinada a un triunfo seguro); pero no teniendo ninguna relación jurídica permanente ni con el propietario capitalista ni con la tierra, carece de toda seguridad de tener el pan cuotidiano, porque el propietario no tiene ya interés en alimentar y sostener a los trabajadores de su fábrica o de su campo, puesto que no sufre diminución alguna en su patrimonio, ni por su muerte ni por sus enfermedades, gracias a la fuente inagotable de proletarios que la falta de trabajo le ofrece en el mercado.
{106} Y he ahí cómo —no porque los propietarios de hoy sean más perversos que los de la antigüedad, sino solamente porque también los sentimientos morales son productos de la condición económica— si en el establo se enferma un buey, el propietario o su administrador llama al veterinario inmediatamente, para evitar la pérdida de un capital; mientras que si se enferma el hijo del boyero no se da tanta prisa para llamar el médico.
Verdad es que puede existir, como excepción más o menos frecuente, un propietario de buen corazón que desmienta esta regla, máxime cuando vive en contacto cuotidiano con los trabajadores; como no se niega que el espíritu de beneficencia tenga manifestaciones frecuentes y más o menos ruidosas —aun fuera del charity sport— por parte de las clases ricas que así también atenúan la voz interna del desagrado moral que la invade, pero la regla inexorable es ésta: en la forma de industrialismo moderno el trabajador ha conquistado la libertad política de voto, de asociación, etc. (de que se le deja gozar mientras no demuestre hacer uso de ella para formar un partido de clase que se encamine al punto substancial de la cuestión social), pero ha perdido la seguridad del pan y del domicilio cuotidiano.
El socialismo quiere llegar a esa seguridad para {107} todos los hombres —y demuestra su matemático positivismo con la sustitución de la propiedad social a la propiedad individual de los medios de producción— pero no por esto el socialismo ha de suprimir todas las conquistas útiles y realmente fecundas de la presente y de las anteriores fases de civilización.
Véase un ejemplo característico: la invención de tantas máquinas industriales y agrícolas, que es una aplicación genial de la ciencia a la transformación de las fuerzas naturales, y que por lo tanto, no debería ser sino fecunda en bienes —elevando el trabajo a dignidad humana, desde la abyección y postración de trabajo bestial— ha ocasionado y ocasiona, sin embargo, la miseria y la ruina de millares de trabajadores que, por reducción de personal sustituido por el trabajo de las máquinas, son inevitablemente condenados a las torturas de la desocupación, o a la ley de hierro del salario mínimo, que apenas basta para no morir de hambre aguda.
Y la primera e instintiva reacción de esos desventurados ha sido y es, en muchos casos, destruir las máquinas, maldiciéndolas como instrumento de perdición inmerecida y sangrienta.
Pero destruir las máquinas sería, realmente, un regreso puro y simple a la barbarie, y el {108} socialismo no lo quiere, el socialismo que representa una fase más elevada de la civilización humana.
Así es, entonces, que el socialismo es el único que da a la dolorosa dificultad una solución que no puede darle el individualismo económico, que continúa siempre aplicando nuevas máquinas, porque tal es la tendencia irresistible del capitalista.
Y la solución es que las máquinas se constituyan en propiedad colectiva o social. Entonces es evidente que su único efecto será disminuir la suma total de trabajo y de esfuerzo muscular para producir una suma dada de artículos, y por lo tanto se disminuirá la parte diaria de trabajo de cada obrero, y su existencia se elevará cada vez más a la dignidad de criatura humana.
Este efecto se produce ya parcialmente, por ejemplo, en aquellos lugares donde diversos pequeños propietarios se unen en sociedad para la adquisición, de una trilladora a vapor, por ejemplo y se la prestan por turno. Si se unieran también a los pequeños propietarios, en grande y fraternal cooperación, los obreros y los labradores (y esto sucedería sólo cuando la tierra fuese de propiedad social) y las máquinas fueran, por ejemplo, de propiedad municipal, como lo son las {109} bombas de incendio y se cediesen para el uso sucesivo de los trabajos campestres, es evidente que esas máquinas no producirían ninguna repercusión dolorosa y de miseria, sino que serían bendecidas por todos los hombres, por el mero hecho de ser propiedad colectiva.
Como el socialismo representa una fase más elevada de la evolución humana, no eliminaría, pues, de la fase presente, sino los productos infecciosos del excesivo individualismo económico actual, que crea por una parte los millonarios o los arrendatarios que se hacen millonarios en pocos años robando los dineros públicos —en una forma más o menos prevista por el Código Penal— y por otra parte, forma una acumulación gangrenosa de miserables criaturas en las bohardillas infectas de las grandes ciudades, o en las cabañas de paja y barro, que copian a las cabañas australianas en la Basilicata, en el Agro Romano o en el valle del Po.
Ningún socialista consciente ha soñado jamás en negar los grandes méritos de la burguesía para con la civilización humana, o de deslucir las páginas de oro por ella escritas en la historia del mundo civil con las epopeyas nacionales y las maravillosas aplicaciones de la ciencia a la industria y a los comercios ideales y mercantiles entre los pueblos.
{110} Esas son conquistas irrevocables del progreso humano, y el socialismo no sueña renegar de ellas ni suprimirlas, y tributa la justa admiración agradecida a los pioneers generosos que las han iniciado y realizado. Del mismo modo, por ejemplo, ni soñaría en destruir o en negar su admiración a un cuadro de Rafael o a una estatua de Miguel Ángel, sólo porque éstos transfiguraron y eternizaron con el arte las leyendas religiosas.
Pero el socialismo ve en la presente civilización burguesa, llegada a su pendiente final, los síntomas dolorosos de una disolución irremediable, y afirma que es necesario librar al organismo social del virus infeccioso, no limitándose a la curación sintomática e individualista de este o aquel quebrado, de este o aquel funcionario corrompido, de este o aquel empresario ladrón . . . sino llegando a la raíz del mal, a la fuente innegable de la infección virulenta. Cambiando radicalmente de régimen —con la sustitución de la propiedad social a la individual— es necesario renovar las fuerzas sanas y vitales de la sociedad humana para que pueda elevarse a una fase más alta de civilización, en la que no podrán unos pocos privilegiados vivir la vida del ocio, del lujo, de la orgía en que hoy viven, y tendrán que someterse a una existencia laboriosa y más modesta, pero {111} en que la inmensa mayoría de los hombres elevará la suya propia, a dignidad serena, tranquila seguridad, simpática y alegre fraternidad, en lugar de los dolores, de las ansias, de los rencores presentes.
* * *
Así, opóngase la banal objeción de que el socialismo suprimirá toda libertad, objeción demasiado repetida por aquellos que bajo la capa del liberalismo político ocultan las tendencias más o menos conscientes del conservatismo económico.
Esta repugnancia que sienten muchos en nombre de la libertad —hasta de buena fe—, no es más que el efecto de otra ley de la evolución humana, que Heriberto Spencer formulaba diciendo: todo progreso realizado es un obstáculo a los progresos venideros.
Tendencia psicológica natural, que podría llamarse fetichista, es la que se niega a considerar el ideal logrado y el realizado progreso como un simple instrumento antes que como un ídolo y a tomarlos como un punto de partida para otros ideales y para otros progresos antes que detenerse en la adoración fetichista de un punto de arribo que agote todo otro ideal, toda otra aspiración.
Así como el salvaje beneficiado por el árbol {112} frutal, adora al árbol por él mismo, no por los frutos que puede darle aún, y lo convierte en un fetiche, en un ídolo intangible, pero que por lo mismo se esteriliza; como el avaro que en el mundo individualista conoce el valor del dinero, concluye por adorar el dinero en sí y por sí, como fetiche y como ídolo, y lo deja sepultado en el cofre, esterilizándolo, en vez de usarlo como instrumento de nuevas ganancias; así el liberal sincero, hijo de la Revolución Francesa, se hace de la libertad un ídolo, término de ella misma, estéril fetiche, en lugar de emplearla como instrumento de nuevas conquistas, como medio de realización de nuevos ideales.
Se comprende que bajo la tiranía política el ideal primero, el más urgente, el febril, fuese la conquista de la libertad y de la soberanía política.
Y nosotros, los recién llegados, estamos por esta conquista agradecidos a los mártires y a los héroes que la han querido al precio de su sangre.
¡Pero la libertad no es y no puede ser el término de sí misma!
¿De qué sirve la libertad de reunión y de pensamiento si el estómago no tiene el pan cuotidiano y millones do individuos tienen paralizada toda fuerza moral por la anemia del cuerpo y del cerebro?
{113} ¿De qué sirve al pueblo tener una parte platónica de la soberanía política con el derecho de voto, si continúa bajo la esclavitud material de la miseria, de la desocupación, del hambre aguda o crónica?
La libertad por la libertad indica un progreso realizado que se opone a los progresos venideros, y es una especie de onanismo político, estéril por sí ante las nuevas necesidades de la vida.
El socialismo responde, por lo tanto, que así como la fase subsiguiente no borra las conquistas de las fases precedentes de la evolución social, así tampoco quiere suprimir la libertad gloriosamente conquistada por el mundo burgués con su revolución de 1789, sino que por el contrario quiere que, conquistando la conciencia de los intereses y de las necesidades de su clase frente a la clase de los capitalistas y propietarios, los trabajadores se sirvan de ella para avanzar hacia una organización social más equitativa y más humana.
Sin embargo, es innegable no sólo que, dada la propiedad individual y por lo tanto el monopolio del poder económico, la libertad dejada a quien no tiene ese monopolio, es un juguete impotente y platónico, sino también que cuando {114} los trabajadores demuestran querer valerse de esa libertad con conciencia clara de sus intereses de clase, los detentadores del poder económico y por lo tanto político, se apresuran a renegar de los grandes principios liberales «los principios del 89» y suprimen toda libertad pública, ¡soñando detener así la marcha fatal de la evolución humana!
Lo mismo puede decirse de una acusación semejante contra los socialistas: que renegarían de la patria en nombre del internacionalismo.
También esto es erróneo.
Las epopeyas nacionales con que la Italia o la Alemania reconquistaron en nuestro siglo la unidad y la independencia, fueron realmente un gran progreso, y estamos agradecidos, lo repetimos, a quien nos ha dado una patria libre.
Pero la Patria no puede convertirse por eso en obstáculo de los progresos venideros, que están indudablemente en la fraternidad de todos los pueblos, sin los odios de nacionalidad, que, o son un residuo de la barbarie, o son barnices que disimulan los intereses del capitalismo que, por su cuenta, sin embargo, ha sabido ejecutar el más estrecho internacionalismo universal.
Como haber dejado atrás la fase de las guerras comunales de Italia, para sentirse hermanos en {115} una misma nación, ha sido un verdadero progreso moral y social, así también lo será transponer la fase de las rivalidades «patrióticas», para sentirse todos hermanos de una misma humanidad.
Que sirva a las clases que están en el poder y que se hallan vinculadas en estrecha liga internacional (el banquero de Londres, con el telégrafo, domina el mercado de Pekín o de Nueva York) tener dividida la gran familia de los trabajadores de todo el mundo o también de la vieja Europa solamente —porque la división de los trabajadores hace posible el poder de los capitalistas— y que esa división se disimule y se mantenga viva, abusando del fondo primitivo y salvaje de los odios contra «el extranjero», todo esto se comprende y se explica claramente con la clave histórica de los intereses de clase.
Pero eso no quita que el socialismo intemacionalista constituya, también bajo ese aspecto, un innegable progreso moral y una fase inevitable de evolución humana.
* * *
Del mismo modo y por la misma ley sociológica no sería exacto decir que el socialismo llegará a suprimir con la propiedad colectiva toda o cualquiera propiedad individual.
{116} Estamos siempre en esto: una fase subsiguiente de evolución no puede borrar todo lo realizado en las fases anteriores, sino que suprime solamente aquellas manifestaciones que no son vitales porque están en contradicción con las nuevas condiciones de existencia de la nueva fase.
Sustituida la propiedad particular con la propiedad social de la tierra y de los medios de producción, es evidente por ejemplo que la propiedad de los alimentos necesarios para el individuo no podrá ser suprimida, como tampoco la de las ropas y objetos de uso personal, que se consumirán en bien exclusivo individual o familiar.
Esta forma de propiedad individual subsistirá siempre, pues, aun en el régimen colectivista, porque es inevitable y perfectamente compatible con la propiedad social de la tierra, de las minas, de las fábricas, de las casas, de las máquinas, de los instrumentos de trabajo, de los medios de transporte.
Como, por ejemplo, la propiedad colectiva de las bibliotecas —que existe y funciona a nuestra vista— no impide a los individuos el uso personal de libros raros o costosos que de otro modo no podrían tener, sino que acrecienta inmensamente su utilidad, en comparación con el mismo libro encerrado y sepultado en la biblioteca privada de {117} un bibliófilo estéril, así la propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción, al acordar a un individuo que deberá vivir trabajando el uso de una máquina, de un utensilio, de un campo, no hará más que centuplicar su utilidad.
Y no se diga que cuando los hombres no tengan la propiedad exclusiva, acumulable, y transmisible de la riqueza no estarán inclinados a trabajar por la falta del resorte egoísta del interés personal o familiar. Vemos, por ejemplo, también en el mundo individualista presente, que los residuos de propiedad colectiva de las tierras —que fueron tan estudiados desde que Laveleye llamó tan brillantemente sobre ellos la atención de los sociólogos— son cultivados y dan un rédito no inferior a los campos de propiedad privada, aun cuando los comunistas de tales «participaciones» o colectivistas agrarios, no tengan más que el derecho de uso y de goce de los mismos.
Y si algunos de estos residuos de propiedad colectiva —menos alejados del vórtice del individualismo mercantil— van desapareciendo y son mal administrados, el hecho no prueba nada contra el socialismo, porque se comprende que, en el orden económico actual, completamente orientado por el individualismo absoluto, esos {118} organismos no encuentran en nuestro ambiente las condiciones de una existencia posible.
Sería como pretender que un pez viva fuera del agua o un mamífero en una atmósfera privada de oxígeno.
Y he ahí por qué, entre paréntesis, son sencillamente fantásticos todos los famosos experimentos de colonias socialistas, comunistas o anarquistas que algunos intentan implantar aquí o allí como «experimento preventivo del socialismo», sin advertir que tales experimentos tienen fatalmente que abortar desde que habrían de desarrollarse rodeados de un ambiente económico y moral individualista que no les puede consentir las condiciones de desarrollo fisiológico que tendrán cuando toda la organización social se haya orientado colectivamente, es decir, cuando toda la sociedad esté socializada.
Entonces también las tendencias y las aptitudes psicológicas individuales se adaptarán al ambiente y lo reflejarán; desde que es natural que en un ambiente individualista, de libre competencia, en que todo hombre ve en su hermano, si no un adversario, cuando menos un competidor, el egoísmo antisocial tiene que ser la tendencia que fatalmente se desarrolla más, por necesidad del instinto de propia conservación, máxime {119} en estas últimas fases de una civilización lanzada a todo vapor en comparación con el individualismo pacífico y lento de los siglos pasados.
Pero en un ambiente donde, por el contrario, y en cambio del trabajo manual o intelectual dado a la sociedad, todo hombre tenga asegurado el pan cuotidiano del cuerpo y de la mente, y se vea substraído, por lo tanto, al ansia diaria de la propia existencia, es evidente que el egoísmo tendrá un número infinitamente menor de estímulos, de ocasiones y de manifestaciones, ante el sentido de la solidaridad, de la simpatía, del altruismo, y ya no será verdad la despiadada máxima homo homini lupus que, confesada o no, envenena tanto nuestra vida presente.
No pudiendo, sin embargo, detenerme más en estos detalles, concluyo el examen de esta segunda pretendida oposición entre la evolución y el socialismo, recordando que la ley sociológica —por la que la fase subsiguiente no borra las manifestaciones vitales y fecundas de las anteriores fases de evolución— da acerca de la organización social que ya está en vías de formación, una idea más positiva de lo que piensan nuestros adversarios, que creen siempre que están ante el socialismo romántico y sentimental de la primera mitad de este siglo.
{120} Y he ahí por qué, en fin, no tiene consistencia alguna esta objeción fundamental que recientemente oponía Tansú al socialismo, en nombre de un eclecticismo sociológico, erudito pero inconcluyente, a pesar del talento y los estudios de aquel eximio filósofo del derecho:
«El socialismo contemporáneo no se identifica con el individualismo, porque asienta como base de la organización social un principio que no es de autonomía del individuo, sino por el contrario, su negación. Si, no obstante, mantiene ideas individualistas que repugnan a ese principio, eso no implica que mude de naturaleza o cese de ser socialismo: significa, solamente, que éste vive de contradicciones.»
Ahora bien, no es que el socialismo, al admitir y hasta ampliar y asegurar, con las condiciones de existencia diaria, el fortalecimiento y el desarrollo de toda individualidad humana, caiga en una contradicción de principio; es que, por el contrario, el socialismo, fase ulterior de civilización humana, no puede suprimir ni borrar lo vital, lo compatible con la nueva forma social que existe en las formas anteriores.
Y, por lo tanto, así como el internacionalismo socialista no está en contradicción con la existencia de la patria porque admite su concepto {121} en lo que tiene de verdad, eliminándole, sin embargo, la parte patológica del chauvinismo, así también el socialismo no vive de contradicciones sino que sigue las leyes fundamentales de la evolución natural cuando conserva y desarrolla la parte vital del individualismo, suprimiendo, sin embargo, sus manifestaciones patológicas por las cuales, como decía Rampolini, se tiene en el mundo moderno un organismo social en que el noventa por ciento de las células están condenadas a la anemia, sólo porque el diez por ciento están enfermas de hiperemia y de consiguiente hipertrofia.
* * * * *
La última y más grave contradicción que muchos creen encontrar entre el socialismo y la teoría científica de la evolución, está en el cómo podrá realizarse prácticamente el socialismo.
Por una parte algunos pretenden que el socialismo debe presentar desde ahora, en todos y en sus más mínimos detalles, el cuadro preciso y simétrico de su positiva organización social. «Dadme una descripción práctica de la nueva {122} sociedad y entonces decidiré si la he de preferir a la presente».
Por otra parte —y como consecuencia de este primer concepto equivocado y artificialista— se cree que el socialismo pretende cambiar la faz del mundo de un día para otro, de tal manera, por ejemplo, que esta noche nos retiremos todos a dormir bajo el régimen burgués para despertarnos mañana en pleno mundo socialista.
Y entonces —se dice— cómo no ver que todo esto choca irremediablemente contra la ley de evolución, cuyas dos ideas fundamentales —que caracterizan justamente la nueva evolución del pensamiento positivo moderno, frente a la vieja metafísica— son precisamente la naturalidad y la gradualidad de todos los fenómenos en cualquier orden de vida universal, desde la astronomía hasta la sociología.
Es innegable que estas dos objeciones tenían mucha razón de ser contra aquello que Engels llamaba el «socialismo utópico», frente al «socialismo científico».
Cuando el socialismo, antes de Carlos Marx, no era más que la expresión sentimental de un humanitarismo tan generoso cuanto careciente de los más elementales principios del positivismo {128} científico, se comprende perfectamente que sus secuaces o defensores cedieran fácilmente a los impulsos del corazón, ya sea en las protestas ruidosas contra las iniquidades sociales evidentes, ya sea en la contemplación sonámbula de un mundo mejor al que la fantasía trataba de dar perfiles determinados, desde la República de Platón hasta el Looking backward (En el año 2000) de Bellamy.
Y se comprende también mejor que esas construcciones a priori debían dar asidero a las críticas, en parte erradas, porque son siempre dependientes de las costumbres mentales propias del ambiente moderno, y se olvida que serán distintas en un ambiente diverso, pero fundadas también en gran parte porque la complexidad enorme de los fenómenos sociales hace imposible cualquiera profecia de los detalles insignificantes de una vida social que será más radicalmente diversa de la nuestra que lo que la vida présentelo es de la Edad Media y de la antigüedad, por la razón de que el mundo burgués que ha sucedido a los anteriores, ha dejado la sociedad sobre los mismos puntos cardinales del individualismo; mientras que el mundo socialista tendrá una polarización fundamentalmente distinta.
{124} Esas construcciones anticipadas y proféticas de un nuevo orden social son, por otra parte, el designio genuino de ese artificialismo político y social, en que están embebidos hasta los individualistas más ortodoxos y jacobinos, que creen siempre, como observa el mismo Spencer, que la sociedad humana es una pasta a la que el artículo tot de una ley cualquiera puede dar una forma más que otra, fuera de las cualidades, tendencias y aptitudes orgánicas y psíquicas, étnicas e históricas de los diversos pueblos . . .
El socialismo continental ha dado muchos ensayos de construcción utópica; pero más ha dado y da el mundo político actual, con el fárrago absurdo y caótico de sus leyes y de sus códigos que (¡á propósito de la libertad! . . .) envuelven a todo hombre desde su nacimiento hasta su muerte y aun antes de que nazca y después de que muera, en una red inextricable de códigos, leyes, decretos, reglamentos, etc., sofocándolo como al gusano de seda en su capullo . . .
Y cada día la experiencia demuestra que nuestros legisladores, embebidos en este artificialismo político y social, no hacen más que copiarse recíprocamente las leyes de los pueblos más diversos según la moda esté por París y por Berlín, y divierten con ellas a sus países, en vez de {125} sacar de esos mismos paises los criterios positivos para adaptarles las leyes, que por eso y como sucede todos los días, siguen siendo letra muerta, puesto que la realidad de las cosas no les permite profundizar sus raíces, y regular y fecundar sus puntos vitales.
En cuanto a construcciones sociales artificiosas, los socialistas podrán repetirá los individualistas:
—¡El que esté sin pecado, que tire la primera piedra!
Pero la respuesta verdadera, irrefutable, es que el socialismo científico representa una fase mucho más avanzada de las ideas socialistas, de acuerdo precisamente con la ciencia positiva moderna, y ha abandonado por completo la fantástica idea de profetizar hoy lo que será la sociedad humana en la nueva organización colectivista.
Lo que el socialismo científico puede afirmar y afirma, con seguridad matemática, es que la dirección, la trayectoria de la evolución humana, marcha en el sentido general indicado y previsto por el socialismo, es decir, en el sentido de una continua y progresiva preponderancia de los intereses y las utilidades de la especie, sobre los intereses y las utilidades del individuo, y por {126} consiguiente en el sentido de la continua socialización de la vida económica y por ella de la vida jurídica, moral y política que de ella dependen.
En cuanto a los detalles nimios del nuevo edificio social, no podemos preverlos, justamente porque ese nuevo edificio social será y es un producto natural y espontáneo de la evolución humana, que está ya en vías de formación y cuyas líneas generales se esbozan ya en embrión, pero no es la construcción inmediata y artificial imaginada en el estudio de un utópico o de un metafísico.
Así sucede tanto en las ciencias sociales cuanto en las ciencias naturales.
Si a un biólogo le dais a observar un embrión humano que tenga sólo pocos días o pocas semanas de desarrollo, no sabrá deciros —por la conocida ley haeckeliana de que el desarrollo de todo embrión individual reproduce en conjunto las diversas formas de desarrollo de las especies que le han precedido en la serie zoológica— no sabrá deciros, repito, si será macho o hembra, ni mucho menos podrá prever si será un individuo robusto o débil, sanguíneo o nervioso, inteligente o nó.
Sabrá sólo deciros las líneas generales de la {127} evolución futura de ese individuo, dejando al tiempo la tarea de definir natural y espontáneamente —según las condiciones orgánicas hereditarias y las condiciones del ambiente en que vivirá— los detalles variadísimos de su personalidad.
Así puede y debe responder el socialista, justamente como lo hizo Bebel en el Reichstag germánico, contestando con un elocuente discurso a los que querían saber desde ahora, de los socialistas, cómo será en sus detalles el Estado futuro, y que aprovechando hábilmente la ingenuidad de los romanceros socialistas, critican sus anticipadas fantasías artificiales, verdaderas en las líneas generales, pero demasiado arbitrarias en sus detalles.
Lo mismo hubiera sucedido si antes de la Revolución Francesa —que determinó el florecimiento del mundo burgués, preparado y madurado en la evolución anterior— las clases aristocrática y clerical, en el poder entonces, hubiesen dicho a los representantes del tercer estado —burgueses de nacimiento o aristócratas y sacerdotes que abrazaban la causa de la burguesía contra los privilegios de su casta, como el marqués de Mirabeau y el abate Sieyes— hubiesen dicho, repito: «Pero ¿cómo será vuestro mundo nuevo? {128} Dadnos antes su plan preciso y luego decidiremos.»
El tercer estado, la burguesía, no hubiera sabido contestar entonces, ni hubiera podido prever el aspecto de la sociedad humana en el siglo XIX; y, sin embargo, eso no ha impedido que se realizara la revolución burguesa, porque representaba la fase ulterior, natural e inevitable de una evolución eterna, como ahora el socialismo se halla frente a frente con el mundo burgués. Y si ese mundo burgués, nacido hace poco más de un siglo, tiene un ciclo histórico mucho más breve que el mundo feudal (aristocrático-clerical), será solamente porque, habiendo los maravillosos progresos científicos del siglo XIX centuplicado la velocidad de la vida en el tiempo y en el espacio, hacen recorrer ahora a la humanidad civil en sólo diez años, el mismo camino que antes recorría en un siglo o dos de la Edad Media.
La velocidad continuamente acelerada de la evolución humana es justamente otra de las leyes establecidas y confirmadas por la ciencia social positiva.
Y de esas construcciones artificiales del socialismo sentimental es que se ha derivado y se ha radicado la impresión —justa en lo que a ellas {129} respecta— de que socialismo es sinónimo de tiranía.
Es natural: si entendéis el nuevo orden social no como la forma espontánea de la inmanente evolución humana, sino como la construcción artificial que brota del cerebro de un arquitecto social, es imposible que éste se sustraiga a la necesidad de disciplinar el nuevo engranaje con una infinidad de reglamentos y con el poder supremo de una mente directriz, individual o colectiva. Y se comprende entonces cómo semejante organización socialista deja en los adversarios —que sólo ven las ventajas de la libertad en el mundo individualista y olvidan las plagas que lo gangrenan libremente— la impresión de un convento, de una regimentación o cosa semejante.
Y otro producto artificial contemporáneo ha venido también a confirmar esta impresión —el socialismo de Estado— que es fundamentalmente lo mismo que el socialismo sentimental o utópico, y que sólo, como decía Liebknecht en el Congreso de Berlín de 1892 sería «un capitalismo de Estado que agregaría al usufructo económico la esclavitud política». El llamado Socialismo de Estado puede dar pruebas del poder irresistible de sugestión que tiene el socialismo científico y democrático —como demuestran los famosos {130} rescriptos del emperador Guillermo, convocando a una conferencia internacional— de resolver (hasta con la idea infantil del Decreto) los problemas del trabajo: o sino la famosa encíclica De conditione opificum del habilísimo papa León XIII, que da una en el clavo y otra en la herradura. Pero Rescriptos imperiales y Encíclicas papales —ya que las fases de la evolución ni se suprimen ni se saltan—, no podían sino abortar en pleno mundo burgués, individualista y liberista, al que no disgustaría destrozar el demasiado vigoroso socialismo contemporáneo en el amoroso abrazo del artificialismo oficial y del socialismo de Estado, desde que se ha comprobado en. Alemania y en otras partes, que no bastan contra aquél ni leyes ni represiones excepcionales.
Todo este arsenal de reglamentos y superintendencias no tiene nada que hacer con el socialismo científico que prevé clarísimamente que la dirección del nuevo orden social, necesaria para la administración de la propiedad colectiva, no será en manera alguna más complicada que la que ahora se necesita para la administración del Estado, de las Provincias y de las Comunas, y que por el contrario responderá mucho mejor a las utilidades sociales e individuales como producto natural —y no parasitario— del nuevo {131} organismo social; así como el sistema nervioso de un mamífero y aparato regulador de su organismo, es más complicado que el organismo de un pez o de un molusco, pero sin ninguna sofocación tiránica de la autonomía de los otros órganos y aparatos, hasta las células, en su confederación viviente.
Queda, pues, entendido, que si se quiere refutar seriamente el socialismo, no hay que repetir las acostumbradas objeciones que se refieren al socialismo artificialista y sentimental, que no niego que podrá continuar todavía en la masa nebulosa de las ideas populares, pero que cada día va perdiendo más terreno entre los partidarios conscientes —de origen popular, o burgués, o aristocrático— del socialismo científico que armado por el impulso genial de Carlos Marx de todas las más positivas inducciones de la ciencia moderna, se alza triunfante sobre las añejas objeciones repetidas todavía por nuestros adversarios sólo por costumbre mental, pero que han desaparecida ya de la conciencia contemporánea, junto con el mismo socialismo utópico que las había determinado.
* * *
La misma respuesta sirve para la segunda parte de la objeción relativa a la manera como se realizará el advenimiento del socialismo.
{132} Es consecuencia inevitable y lógica del socialismo utópico y artificialista, pensar que la construcción arquitectónica propuesta por este o aquel reformador, deba o pueda aplicarse de un día para otro por decreto de rey o de pueblo.
Y en este sentido la ilusión utópica del socialismo empírico se halla en oposición con la ley positiva de la evolución y es, por lo tanto, equivocada. Y justamente como tal, la combatí en mi Socialismo y criminalidad, porque todavía entonces (1883) no se habían divulgado en Italia las ideas del socialismo científico o marxista.
Un partido político o una teoría científica, son también productos naturales que deben pasar por las fases vitales de la infancia y la juventud antes de llegar a su desarrollo completo. Era inevitable, por lo tanto, que antes de ser científico y positivo, el socialismo en Italia y en otros países pasara también por las fases infantiles sea del exclusivismo corporativista (de los trabajadores manuales únicamente) sea del romanticismo nebuloso que, dando a la palabra revolución un significado restringido e incompleto, se ha mantenido siempre en la ilusión de que un organismo social puede cambiarse radicalmente de un día para otro, con cuatro descargas de {133} fusilería, así como un régimen monárquico puede cambiarse en régimen republicano.
Pero cambiar la cáscara política de un orden social es inmensamente más fácil —porque es menos concluyente y menos influyente en el fondo económico de la vida social— que la diferente orientación de esta vida social en su constitución económica.
Los procesos de transformación social son, como por otra parte lo son con otros nombres, los de toda transformación de los seres vivientes: la evolución, la revolución, la rebelión, la violencia personal.
Una especie mineral, vegetal, o animal, puede pasar en el ciclo de su existencia por estos mismos procesos de transformación.
Desde que el primer núcleo de cristalización, o el germen, o el embrión aumenta gradualmente en estructura y en volumen, tenemos un proceso gradual y continuo de evolución al que, de un modo ú otro debe suceder un proceso de revolución más o menos prolongado, representado por ejemplo por el destacamiento completo del cristal de la masa mineral circundante, o por ciertas fases revolucionarias de la vida vegetal o animal, como por ejemplo el momento de la reproducción sexual, etc.; y así puede {134} presentarse cualquier momento de rebelión, es decir de violencia individual asociada, como sucede tan frecuentemente entre las especies animales que viven en sociedad; y puede suceder también la violencia personal aislada como en las luchas por la conquista del alimento o de la hembra, entre animales de la misma especie, etc.
En el mundo humano se repiten los mismos procesos, entendiéndose por evolución la transformación diaria casi desapercibida pero continua e inevitable; por revolución el período crítico y resolutivo, más o menos prolongado, de una evolución arribada a su extremo; por rebelión la violencia parcialmente colectiva, que estalla por la provocación de esta o de aquella circunstancia particular en un punto y en un momento dado, y por violencia personal, la tentativa de un individuo contra uno o varios individuos y que puede ser: o el efecto de un arrebato de pasión fanática, o la explosión de instintos criminales, o la manifestación de desequilibrio mental —con vinculaciones a las ideas más en boga en un momento dado, político o religioso—.
Ahora, la primera observación que hay que hacer es ésta: que mientras la evolución y la revolución pertenecen a la fisiología social, la rebelión y la violencia personal son, por el contrario, síntomas de patología social.
{135} Verdad es que todos son procesos naturales y espontáneos desde que, según el concepto de Virchow, renovador en gran parte de la biología moderna, la patología no es más que la continuación de la fisiología, y hasta los síntomas patológicos tienen o deberían tener gran valor diagnóstico para las clases que están en el poder, que en toda época histórica, así en los momentos de crisis política como en los de crisis social, no saben idear otro remedio que la represión personal, guillotinando o encarcelando, y figurándose haber curado con eso la enfermedad constitucional y orgánica que trabaja al cuerpo social.
Pero es de todos modos irrefutable que los procesos normales —y por eso más fecundos y más seguros aun cuando en apariencia sean más lentos y menos eficaces—, de transformación social, son la evolución y la revolución, entendida esta última en el sentido exacto y positivo de fase última de una evolución anterior, y no convirtiéndola en sinónimo de una rebelión tumultuosa y violenta como por lo común se piensa equivocadamente.
En efecto, es evidentente que al finalizar el siglo XIX, Europa y América se encuentran ya en un período de revolución preparada por la {136} anterior evolución fecundada por la misma organización burguesa, y continuada por el socialismo primero utópico y después científico, por la cual no sólo estamos ahora en ese período crítico de vida social que Bagehot llamaba «la edad de la discusión» sino que se advierte ya aquello que Zola, en su maravilloso Germinal, llamó el estallido del armazón político-social, por todos los síntomas que casi con la mismas palabras describe Taine en su Ancien Régime, narrando los veinte años anteriores a 1789. Síntomas por los cuales —produciéndose aquí y allí por las grietas del terreno social, fugas parciales de vapores y gases volcánicos— se tiene indicio de que toda la corteza terrestre se rinde a la presión de una revolución interna, contra la cual de nada valdrán las medidas represivas sobre esta o aquella grieta, mientras que podrían ser eficasísimas y fecundas en bienes todas las sabias leyes de reforma y previsión que, aun cooperando al presente, hicieran menos doloroso «el parto de la nueva sociedad», como decía Marx.
Y he aquí por qué, entendidas en este sentido positivo, la evolución y la revolución se presentan como los procesos más fecundos y más seguros de metamorfosis social.
Justamente porque la sociedad humana es un {137} organismo natural y viviente, como cualquier otro no puede sufrir transformaciones inmediatas y de improviso, como lo imaginan aquellos que sostienen que se debe recurrir solamente, o en precedencia a la rebelión o a la violencia personal para la realización de un nuevo orden social. Sería como pretender que un niño o un joven pudieran llenar en un día una evolución biológica dada —aunque sea en el período revolucionario de la pubertad— para convertirse inmediatamente en adulto.
Se comprende, sin embargo, que el desocupado, bajo los espasmos del hambre o en el agotamiento cerebral por la falta de alimentación, o en los ensueños de la ignorancia, pueda imaginarse que dando un puñetazo a un guardia de seguridad, o arrojando una bomba, o haciendo una barricada o un motín, se acercará a la realización de un ideal de menor iniquidad social.
Y aun fuera de este caso, se comprende que la fuerza impulsiva del sentimiento, al prevalecer en ciertos hombres, pueda empujarlos por generosa impaciencia a cualquier tentativa, aunque sea real y no imaginaria como las que han presentado siempre las policías de todos los tiempos y de todos los lugares, a la represión de los tribunales —para secundar la manía o el terror {138} pánico de los que sienten escapárseles de las manos el poder político o económico—.
Pero la táctica del socialismo científico, especialmente en Alemania por la influencia más directa del marxismo, ha abandonado por completo estos viejos métodos del romanticismo revolucionario, que repetidos tantas veces han abortado siempre y son por eso, en sustancia, menos temidos por las clases dominantes porque son leves sacudimientos localizados contra una fortaleza que tiene todavía consistencia más que suficiente para quedar victoriosa de ellos, y asegurarse con la victoria del momento el retardo de la evolución, mediante la selección eliminadora de los adversarios más audaces y más fuertes.
El socialismo marxista es revolucionario en el sentido científico de la palabra, y se desenvuelve ahora en plena revolución social, porque nadie negará que el final del siglo XIX señala la fase crítica de la evolución burguesa lanzada a todo vapor, más en otras partes que en Italia, por el camino del capitalismo individualista.
Y el socialismo marxista tiene la franqueza de decir, por boca de sus representantes más cultos, a la gran falange dolorosa del proletariado moderno, que no tiene la varita mágica para {139} cambiar el mando de un día para otro cómo se cambian las decoraciones de teatro al levantar el telón; pero dice también, con el fatídico grito de reunión que Marx lanzaba al mundo de los trabajadores: ¡Uníos, proletarios del mundo entero!, dice que la revolución social no puede llegar a su término si antes no se ha madurado en la conciencia de los trabajadores mismos, con la visión clara de sus intereses de clase y de su fuerza inmanente cuando están unidos, y no con la creencia de poder despertar un día en pleno régimen socialista, sólo porque permaneciendo inertes y divididos 364 días del año se les pusiera en la cabeza el 365º, entregarse a cualquier rebelión o a cualquier violencia personal.
Esta es la psicología que yo llamo «terno a la lotería», por la que justamente, los trabajadores y todos los heridos por la miseria, sueñan —sin hacer nada por constituirse en partido consciente de clase—, en poder un bello día ganar el terno a la lotería de la revolución social, así como se dice, les cayó el maná del cielo a los judíos.
El socialismo científico demuestra, pues, cómo la potencia transformadora va menguando de uno a otro proceso: a medida que de la evolución se pasa a la revolución, de ésta a la rebelión y de ésta a la violencia personal. {140} Justamente porque se trata de una transformación de la sociedad entera en su base económica y por lo tanto en sus organizaciones jurídicas, políticas y morales, por eso también el proceso de transformación es más eficaz y adaptado cuanto más social y menos individual es.
Los partidos individualistas son también personalistas en la lucha diaria, el socialismo, por el contrario, es colectivista en esta misma, porque sabe que el orden actual no depende de éste o de aquel individuo, sinó de la sociedad entera. Y he ahí por qué, en el hecho opuesto, la beneficencia, siendo, aunque generosa, necesariamente personal o parcial, no puede ser un remedio a la cuestión social y por lo tanto colectiva, de la distribución de la riqueza.
En la cuestión política que deja intacta la base económico-social, se comprende cómo el destierro de Napoleón III o de D. Pedro II puede instaurar una república. Pero esa transformación superficial no tocará al fondo de la vida social y el Imperio Alemán o la monarquía italiana son socialmente burgueses como la República Francesa o los Estados Unidos; porque a pesar de las diferencias de barniz político pertenecen a la misma fase económico-social.
Por eso es que los procesos: evolución y {141} revolución, los únicos completamente sociales o colectivos, son los más eficaces, mientras que la rebelión parcial y mucho más la violencia personal no tienen en sí más que una alejadísima energía de transformación social, y por el contrario encierra tanta parte anti-social y anti-humana, despertando los instintos primitivos de la sangre y del fratricidio, y junto a la persona del herido ofenden al mismo principio en que se creen inspirados: el principio del respeto a la vida humana y de la solidaridad.
Poco importa hipnotizarse con las frases de la «propaganda de hecho» o de la «acción inmediata».
Como se sabe, los anarquistas que son individualistas o «amorfistas», admiten como medio de transformación social la violencia personal, que va del homicidio al hurto hasta entre compañeros, y que no es, entonces, evidentemente, más que un barniz político dado a instintos criminales que no es posible confundir con el fanatismo político que es un fenómeno muy diverso y común a los partidos extremos y románticos de todas las épocas. Y sólo el examen positivo de cada caso particular puede, con ayuda de la antropología y de la psicología, decidir si el autor de esta o aquella violencia personal es un {142} delincuente nato, un delincuente loco o un delincuente por pasión y fanatismo político.
En efecto, he sostenido siempre y sostengo hoy, que el «delincuente político» de quien algunos querrían hacer una categoría especial, no constituye una variedad antropológica, sino que puede pertenecer a cualquiera de las categorías antropológicas de delincuentes comunes y especialmente a una de estas tres: o delincuente nato por tendencia congénita, o delincuente loco, o delincuente por impulso de pasión fanática.
La historia del pasado y la de esta misma época nos ofrece ejemplos evidentes.
Así como en la Edad Media las creencias religiosas preocupaban la conciencia universal y daban color a los excesos criminales o dementes de muchos desequilibrados, o también determinaban realmente casos de «santidad» más o menos histérica, así al finalizar nuestro siglo, las cuestiones político-sociales que preocupan con mayor violencia la conciencia universal —que se exalta también con el mayor contagio universal producido por el periodismo con su gran réclame— son las que dan color a los excesos criminales o dementes de muchos desequilibrados, o determinan también casos de fanatismo en hombres verdaderamente honestos pero hiperestésicos.
{143} Y las cuestiones político-sociales en su forma extrema asumida en cada momento histórico, son naturalmente las que tienen con mayor intensidad esa energía sugestiva. Sesenta años ha, en Italia, era el mazzinianismo o el carbonarismo; hace veinte años el socialismo; ahora el anarquismo . . .
Y así se comprende cómo se han cometido violencias personales en todo tiempo y según el color del tiempo . . . Orsini, por ejemplo, figura entre los mártires de la revolución italiana.
Ahora, aparte de los juicios inevitablemente erróneos dictados por la emoción del momento, la decisión sobre cada caso de violencia personal, no debe ser sino el fruto de un examen fisio-psíquico sobre su autor, como para cualquier otro delito.
Orsini fue un delincuente político por impulso de pasión. Entre los anarquistas bombardeadores o apuñaleadores de nuestros días, puede encontrarse tanto el delincuente nato —que disfraza sin embargo su congénita carencia de sentido moral o social con el barniz político— cuanto el delincuente loco o matoide, que refiere su desequilibrio mental a las ideas políticas del momento, así como puede encontrarse también el delincuente por pasión política, verdaderamente {144} convencido y bastante normal, en quien se determina el acto violento sólo por el falso concepto (qué el socialismo combate) de una posible transformación social mediante la violencia personal.
Sea como sea, trátese de delincuente nato o loco, o también de delincuente político por impulso pasional, no deja de ser verdad que la violencia personal, adoptada por los anarquistas individualistas, al mismo tiempo que es el producto lógico del individualismo llegado a los extremos y lo es por lo tanto de la actual organización económica llegada a sus extremos —con el relativo «delirio del hambre» aguda o crónica— es el medio menos eficaz y más antihumano de transformación social.
Pero, además de los anarquistas individualistas, o amorfistas, o autonomistas, hay también los anarquistas comunistas.
Estos repudian la violencia personal como medio ordinario de transformación social (y hace poco lo declaraba, entre otros, Merlino en su opúsculo Necesidad y base de un acuerdo); sin embargo estos anarquistas comunistas disienten del socialismo marxista, no sólo en el ideal último, sino también y sobre todo en el método de transformación social, que combatiendo a los socialistas marxistas como «legalitarios» y {145} «parlamentaristas», sostienen que el medio más eficaz y seguro de transformación social es la rebelión.
Con estas afirmaciones que responden demasiado bien a la nebulosidad de los sentimientos e ideas de una crecidísima parte de los trabajadores y a la impaciencia de su situación miserable, podrán tener un inconsciente influjo momentáneo; pero su acción tiene que ser transitoria como espuma en el agua, así como el estallido de una bomba puede producir cierta momentánea emoción, pero no hace avanzar un paso la evolución de las conciencias hacia el socialismo, mientras que por el contrario determina una reacción del sentimiento, en gran parte sincera, pero también hábilmente fomentada y usada como pretexto de represión.
Decir a los trabajadores que deben rebelarse contra las clases que tienen el poder, sin preparación no sólo de medios materiales sino también de solidaridad y de conciencia moral, es más bien servir los intereses de esas clases dominantes, porque tienen la seguridad de la victoria material, puesto que la evolución no está madura y la revolución no está pronta.
Por eso, a pesar de todas las mentiras interesadas, se ha visto en los recientes movimientos {146} de Sicilia, que allí dónde el socialismo estaba más avanzado no han ocurrido ni violencias personales ni rebeliones, como entre los labriegos de Piana dei Greci, educados en el socialismo consciente por Nicolás Barbato; mientras que esos movimientos convulsivos se han presentado o fuera de la propaganda socialista como rebelión contra las vejaciones y las comunas municipales, o allí donde la propaganda socialista menos consciente fue ultrapasada por los impulsos del hambre y de la miseria.
La historia enseña que los países donde las rebeliones han sido más frecuentes, son aquellos cuyo progreso social está menos avanzado; justamente porque las energías populares se agitan y se despedazan en esos excesos febriles y convulsivos, y alternándose con períodos de enervación y de desconfianza —a que responde la teoría budista de la abstención del voto, tan cómoda para los partidos conservadores— no representan ninguna continuidad de esa acción consciente, en apariencia más lenta y menos eficaz, pero en realidad la única que sepa realizar esos que parecen los milagros de la historia.
Y por eso el socialismo marxista de todos los países ha proclamado que el medio principal de transformación social debe ser la conquista de los {147} poderes públicos (en las administraciones locales y en los parlamentos), como uno de los efectos de la organización consciente de los trabajadores en un solo partido de clase; mientras que a medida que se haga más intensa y extensa esa organización, otros serán sus efectos, verdaderamente revolucionarios en el sentido positivo ya explicado. Cuánto más progrese en los países civilizados la organización política de los trabajadores, tanto más verán realizarse, por evolución fatal, la organización socialista de la sociedad, primero con las concesiones parciales pero cada vez más amplias de la clase capitalista a la clase trabajadora (ejemplo elocuente: la ley de las 8 horas) y después la transformación completa de la propiedad individual en propiedad social.
Que esta transformación integral que, preparándose por evolución gradual, se acerca al momento crítico y resolutivo de la revolución social, pueda después realizarse con o sin el concurso de los demás medios de transformación —rebelión y violencia personal— es lo que nadie puede profetizar.
Nuestra sincera aspiración es que la revolución social se realice cuando esté madura la evolución, pacíficamente, como tantas otras {148} revoluciones que se han hecho en paz, sin derramar una gota de sangre: ejemplo: la Revolución inglesa que precedió un siglo con el Bill of Rights a la Revolución francesa; como la Revolución italiana hecha en Toscana en 1859; como se hizo la Revolución brasileña, con el destierro del emperador D. Pedro en 1892.
Y es evidente que la más difundida cultura del pueblo y su organización consciente en partido de clase bajo la bandera del socialismo, no hacen sino aumentar las probabilidades de esa aspiración nuestra, y desvanecer también las añejas previsiones de un período de reacción después del advenimiento del socialismo, que sólo tendrían razón de ser si el socialismo fuese todavía utópico en sus medios de acción, en lugar de ser, como es, la fase natural y espontánea y por lo tanto inevitable e irrevocable, de la evolución humana.
¿Y dónde comenzará esta revolución social?
Estoy firmemente convencido que mientras los pueblos latinos, como meridionales, tienen mayor facilidad para las rebeliones sobresaltadas y pueden lograr transformaciones puramente políticas, los pueblos septentrionales, alemanes o anglo-sajones, están más dispuestos a la disciplina tranquila pero inexorable de la verdadera {149} revolución, como fase crítica de anterior evolución orgánica y gradual, único proceso eficaz de una transformación verdaderamente social.
Y es en Alemania o en Inglaterra donde el mayor desarrollo del individualismo burgués acelera fatalmente sus inconvenientes y por lo tanto la necesidad del socialismo, es allí donde probablemente se realizará la gran metamorfosis social, iniciada ya también en todas partes, y de allí se propagará por la vieja Europa, como al fin del siglo pasado partió de Francia la señal de la revolución política y burguesa.
* * *
Queda, pues, una vez más demostrada la profunda diferencia que existe entre socialismo y anarquismo —que a nuestros adversarios y a la prensa servil agrada presentar confundidos a los ojos velados por la emoción o por la ignorancia— y queda de todos modos demostrado que el socialismo marxista representa una armonía vital y una continuación fecunda de la ciencia positiva, justamente porque ha hecho de la teoría de la evolución la savia y la sangre de sus propias inducciones y señala por lo tanto la fase verdaderamente vivaz y definitiva —y en consecuencia la única que desde ahora sobrevivirá en {150} la conciencia de la democracia colectivista— de ese socialismo que hasta hace poco había permanecido fluctuando en las nebulosidades del sentimentalismo, sin la brújula infalible del pensamiento científico renovado por las obras de Darwin y de Spencer.
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Fenómeno verdaderamente extraño en la historia del pensamiento, después de la primera mitad del siglo XIX, fue el siguiente:
La profunda revolución científica determinada por el darwinismo y el spencerismo había invadido, renovándolas con nueva juventud, todas las ramas de las ciencias físicas, biológicas y psicológicas; pero llegada al terreno de las ciencias sociales no había hecho más que encrespar superficialmente las ondas del tranquilo lago ortodoxo de la ciencia social por excelencia: la economía política.
Es verdad que por iniciativa de Augusto Comte —obscurecido en parte por los nombres de Darwin y de Spencer, pero que indudablemente fue uno de los cerebros más grandiosos y fecundos de nuestra época—, es verdad que por su iniciativa se creó una ciencia nueva: la sociología, {154} que hubiera debido ser con la historia natural de las sociedades humanas, el glorioso coronamiento del nuevo edificio científico levantado por el método experimental. Y no niego que la sociología en la parte de pura anatomía descriptiva del organismo social, haya traído grandes y fecundas novedades a la ciencia contemporánea, ramificándose también en varias sociologías especiales, uno de cuyos resultados más útiles y más vivos es la sociología criminal, creada por la escuela positiva italiana.
Pero cuando se abordaba la cuestión político-social, la nueva ciencia de la sociología era atacada por una especie de sueño hipnótico, y permaneciendo suspendida en un limbo incoloro e inodoro, permitía que los sociólogos fueran, tanto en economía pública como en política, ya conservadores, ya radicales, según su capricho y sus tendencias personales.
Y mientras la biología darwinista con el estudio de las relaciones entre el individuo y la especie, y la misma sociología evolucionista, al determinar en la sociedad humana los órganos y las funciones de un verdadero organismo viviente, reducían al individuo, en el organismo social a la proporción relativa de una célula en el organismo animal, Heriberto Spencer se declaraba {155} anglicanamente individualista, hasta el anarquismo teórico más absoluto.
Era por lo tanto inevitable una estagnación de la producción científica de la sociología, después de las primeras observaciones originales de anatomía social descriptiva y de historia natural de las sociedades humanas. La sociología representaba así una detención del desarrollo en el pensamiento científico experimental, porque sus cultores, consciente e inconscientemente, se retraían de las conclusiones lógicas y radicales que la revolución científica moderna debía llevar inevitablemenle al campo social —que es el que interesa más, si el positivismo quiere hacer la ciencia por la vida, antes que detenerse en la formula onanista de la ciencia por la ciencia—.
E1 fácil secreto de este fenómeno extraño, no sólo consiste, como apuntaba Malagodi, en que la sociología se encuentra en el período del análisis científico, antes de llegar a la síntesis, sino sobre todo en que las consecuencias lógicas del darwinismo y del evolucionismo científico, aplicadas al estudio de la sociedad humana, conducen inevitablemente al socialismo, como lo he demostrado en estas páginas.
* * * * *
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Sin embargo, el mérito de haber dado expresión científica a estas aplicaciones lógicas del experimentalismo científico en el terreno de la economía social, aunque envuelta en un fárrago de detalles técnicos y de fórmulas en apariencia dogmáticas —como por otra parte ocurre en los Primeros Principios de Spencer en que los luminosos párrafos sobre la evolución están envueltos por la niebla de las abstracciones sobre el tiempo, el espacio, lo incognoscible, etc.— pertenece a Carlos Marx. Y su obra científica ahogada hasta hace pocos años por una especie de conspiración del silencio de parte de la ciencia ortodoxa, resplandece ahora con luz inextinguible y lo coloca incontestablemente junto a Carlos Darwin y Heriberto Spencer, completando la trinidad de la revolución científica que agita en los extremecimientos de una nueva primavera intelectual, el pensamiento civil de la segunda mitad del siglo XIX.
Son especialmente tres las ideas geniales con que Carlos Marx completaba la revolución {157} provocada por la ciencia positiva en el terreno de la economía política.
El descubrimiento de la ley de la supervalía, en que, sin embargo, prevalece un carácter técnico —como explicación positiva de la acumulación de la propiedad privada desligada del trabajo—, sobre lo que no hay que insistir, pues se ha dado una idea elemental en las páginas anteriores.
Las otras dos teorías marxistas, son de mucho mayor interés para nuestras observaciones generales sobre el socialismo científico, porque dan verdaderamente la clave segura e infalible de todos los secretos de la vida social.
Aludo a la idea expresada desde 1859 en la Crítica de la economía política, de que el fenómeno económico es la base y la condición de toda manifestación humana y social; y que por lo tanto, la moral, el derecho, la política no son más que fenómenos derivados del factor económico, según las condiciones de cada pueblo en cada fase de la historia y en cada zona de la Tierra.
Y esta idea, que responde a la gran ley biológica por la cual la función es determinada por el órgano y por la que cada hombre es tal como resulta de las condiciones innatas y adquiridas {158} de su organismo fisiológico, viviendo en un ambiente dado, así como puede darse una extensión verdaderamente biológica a la famosa frase «dime como comes y te diré quien eres» —esta idea genial que realmente desarrolla ante nuestros ojos el grandioso drama de la vida humana, no ya como la caprichosa sucesión de los grandes hombres en el escenario del teatro social, sino como la resultante de las condiciones económicas de cada pueblo— ha sido, después de algunas aplicaciones parciales de Thorold Rogers, tan poderosamente explicada por Aquiles Soria que creo inútil agregarle nada mío.
Una sola idea creo necesaria para completar esa teoría marxista, como ya lo sostuve en la primera edición de Socialismo y criminalidad.
Esa teoría irrefutable tiene que ser despojada de esa especie de dogmatismo unilateral que ha venido asumiendo en Marx y más aún en Soria.
Es cierto que todo fenómeno e institución social, moral, jurídica o política, no es más que la repercusión del fenómeno y de las condiciones económicas en cada momento del ambiente físico e histórico.
Pero por la ley de causalidad natural, por la cual todo efecto es siempre la resultante de muchas causas enlazadas y nó de una sola, y todo {159} efecto se convierte a su vez en causa de otros fenómenos, es necesario completar esa forma demasiado esquemática de una idea verdadera.
Como todas las manifestaciones psíquicas del individuo son la resultante de sus condiciones orgánicas (temperamento) y del ambiente en que vive, así todas las manifestaciones sociales de un pueblo —morales, jurídicas, políticas—, son la resultante de sus condiciones orgánicas (raza) y del ambiente, en cuanto éstas determinan una organización económica dada, que es la base física de la vida.
Pero como en seguida y a su vez las resultantes condiciones psíquicas del individuo, influyen aunque con menor eficacia —de efecto convertido en causa— sobre sus condiciones orgánicas y sobre el éxito de su lucha por la vida, así también las instituciones morales, jurídicas y políticas, a su vez, de efecto se convierten en causa, (no existiendo para la ciencia positiva ninguna diferencia substancial entre causa y efecto, sino en que el efecto es subsiguiente constante de un fenómeno dado, y la causa es su precedente constante) y por lo tanto reaccionan con mucha menor eficacia sobre las condiciones económicas.
Por ejemplo, un individuo que sepa de higiene, puede influir sobre las imperfecciones de su {160} aparato digestivo, pero siempre dentro de los límites muy restringidos de su potencialidad orgánica —como un descubrimiento científico o una ley electoral puede influir sobre la industria o sobre las condiciones del trabajo, pero dentro de las líneas de la organización económica fundamental—. Así, las instituciones morales, jurídicas, políticas, determinan efectos bastante mayores en las relaciones de las varias categorías de la clase detentadora del poder económico (capitalistas, industriales y propietarios territoriales), que en las relaciones de los capitalista-propietarios por una parte y los trabajadores por otra.
De todas maneras —y enviando al sugestivo libro de Soria al lector que quiera ver cómo, con esa ley marxista, se explican positivamente todos los fenómenos, desde los mínimos hasta los grandiosos, de la vida social—, me basta por ahora con haberla recordado aquí, porque ella es verdaderamente la teoría sociológica más positiva, más fecunda, más genial que se haya presentado nunca, y por la cual, repito, tanto la historia social en sus más grandiosos dramas, cuanto la historia individual en sus episodios más nimios, obtienen una explicación positiva, fisiológica, experimental —en pleno acuerdo con la orientación, que fue llamada materialista, del pensamiento científico moderno—.
{161} La historia humana tuvo dos explicaciones unilaterales y por lo tanto incompletas aunque positivas y científicas —fuera de las anticientíficas del libre albedrío o de la providencia divina— y son el determinismo telúrico sostenido desde Montesquieu hasta Buckle y Metschnikoff, y el determinismo antropológico, sostenido por todos los etnólogos que limitaron a los caracteres orgánicos y psíquicos de raza la razón histórica de los acontecimientos.
Carlos Marx con el determinismo económico resume y completa las dos teorías haciéndolas verdaderamente psicológicas.
Las condiciones económicas —que son la resultante de las energías y aptitudes étnicas operando en un ambiente telúrico dado— son la base determinante de todas las demás manifestaciones —moral, jurídica, política— en la existencia humana, individual y social.
Tal es la genial teoría marxista, positiva y científica si las hay, apoyada como está por las más seguras indagaciones de la geología y de la biología, de la psicología y de la sociología.
Sólo por medio de ella pueden los filósofos del derecho y los sociólogos, determinar la verdadera naturaleza y las funciones del Estado, el cual, no siendo otra cosa que «la Sociedad {162} jurídica y políticamente organizada», no es evidentemente sino el brazo secular de que dispone la clase detentadora del poder económico —y por lo tanto del poder político, jurídico y administrativo—, para conservar y ceder lo menos y lo más tarde posible sus propios privilegios.
* * *
La otra teoría sociológica con que Carlos Marx ha enrarecido realmente las tinieblas que hasta ahora obscurecían el cielo de las aspiraciones socialista —que, sin embargo, por el solo hecho de su existencia secular tienen la confirmación de responder instintivamente a la verdad de las cosas— y ha dado al socialismo científico la brújula política para orientarse con plena seguridad en el debate de la vida diaria: es la ley histórica de la lucha de clase.
Una vez establecido que las condiciones económicas de los grupos sociales como de los individuos son el fundamento determinante de cualquier otra de sus manifestaciones morales, jurídicas, políticas; es evidente que cualquier grupo social como cualquier individuo será empujado a obrar según su utilidad económica, porque tal es la base física de la vida y las condiciones de cualquier otra existencia; y por lo tanto es evidente que, en el orden político, toda clase social {163} será empujada a hacer leyes, a establecer instituciones, a consagrar costumbres y creencias que respondan a su utilidad directa o indirecta.
Leyes, instituciones, creencias que después, por transmisión hereditaria y por tradición, velan y esconden su origen económico, y son por lo tanto, muy a menudo, sostenidas y defendidas por juristas y filósofos, o también por profanos, como verdad existente por sí misma, sin apercibir su fuente real; pero no deja de ser esa la única explicación positiva de esas leyes, instituciones y creencias. Y ahí justamente reside la potencia genial de la mirada de Carlos Marx.
Y ya que, en el mundo moderno, las clases son clara y substancialmente dos, a pesar de sus variedades accesorias —de un lado los trabajadores de cualquier categoría a que pertenezcan, y del otro los propietarios no trabajadores— en las conclusiones prácticas y en la disciplina política, la teoría socialista de Carlos Marx lleva a este resultado evidente: que así como los partidos políticos no son más que el eco y el portavoz de los intereses de clase, así también por más variedades superficiales o metódicas que puedan existir, los partidos políticos no pueden ser substancialmente más que dos: el partido socialista de los trabajadores y el partido individualista de la {164} clase detentadora de la tierra y de los demás medios de producción.
Las diferencias del monopolio económico pueden determinar cierta diversidad de colores políticos: y he dicho siempre que los grandes propietarios de la tierra, por ejemplo, representan las tendencias conservadoras del inmovilismo político, mientras que los detentadores del capital mueble o industrial representan a menudo el partido progresista, naturalmente llevado a las pequeñas innovaciones de forma y superficie, mientras que los detentadores sólo del capital intelectual, profesionales libres y sus similares, pueden también llegar hasta el radicalismo político.
Pero en la substancia vital de las cosas, es decir en la cuestión económica de la propiedad, conservadores, progresistas, radicales, todos son individualistas, carne y médula de la misma clase social, y por lo tanto están substancialmente divididos, a pesar de las simpatías sentimentales pero poco concluyentes, de la clase de los trabajadores y de aquellos que, aun perteneciendo por su cuna á la otra orilla, explícitamente abrazan y defienden el programa político que responde necesariamente a la primordial e imprescindible necesidad económica, esto es, la socialización de la tierra y de los medios de producción, {165} con todas las innumerables y radicales transformaciones morales, jurídicas y políticas, que determinará naturalmente en el mundo social.
Y he ahí, por consiguiente, cómo la vida política contemporánea no puede sino degenerar en el bizantinismo más estéril o en el comercialismo más corrompido, desde que se limita a las batallas superficiales de los partidos individualistas, divididos hoy, solamente, por el calor y la etiqueta formulista, pero de tal modo confusos en sus ideas que a menudo se ven radicales y progresistas menos modernos en las ideas sociales que muchos conservadores.
Sólo con la presentación y el fortalecimiento del partido socialista, es que la vida política se reavivará y saneará, porque —desaparecidas de la escena política las figuras históricas de los patriotas y las razones personales de discusión entre los representantes de las varias gradaciones políticas— será inevitable la formación de ese conglomerado de los partidos individualistas que anuncié en el parlamento italiano en la sesión del 20 de Diciembre de 1893, y cuyos síntomas de formación aumentan cada día.
Y el duelo histórico se empeñará entonces, y la lucha de clase desplegará entonces también, en el terreno político, su benéfica influencia, no {166} en el sentido mezquino de los pujilatos o de los ultrajes, de los rencores o de las violencias personales, sino en el significado grandioso de un drama social que con toda el alma deseamos tenga por la adelantada civilización y cultura, un desenlace sin convulsiones sangrientas, pero que de todos modos está establecido ya por la fatalidad histórica y no es dado ni a nosotros ni a nadie, impedirlo o retardarlo.
Como se ve, estas ideas del socialismo político llevan a esa misma tolerancia personal unida a la intransigencia en las ideas que es, también, efecto de la psicología positiva en el campo filosófico, y por las cuales, mientras podemos tener la mayor simpatía personal por este o aquel representante de la fracción radical del partido individualista (como, por otra parte, para cualquier representante honesto y sincero de cualquier opinión científica, religiosa o política), debemos sin embargo reconocer absolutamente que ante el socialismo no existen los llamados «partidos afines». O de este lado o del otro —o individualistas o socialistas— no hay camino del medio; y he tenido que convencerme cada vez más de que la única táctica útil para la formación de un partido socialista vital, es justamente esa intransigencia de las ideas y ese {167} rechazo de cualquiera de las llamadas «alianzas» con los partidos afines, los que no pueden representar para el socialismo otra cosa que una «falsa placenta» para un feto no viable.
Conservadores y socialistas son productos naturales del carácter individual y del ambiente social, porque se nace conservador o innovador, como se nace pintor o cirujano. Por consiguiente, los socialistas no tienen ningún desprecio ni rencor hacia los representantes sinceros de cualquier fracción del partido conservador, aunque combatan a todo trance sus ideas. Si algún socialista cae en la intolerancia o en el ultraje personal, es víctima de la emoción momentánea o de un temperamento poco equilibrado y sereno; y por lo tanto es muy excusable.
Lo que provoca sonrisa de compasión, es ver a ciertos conservadores «jóvenes de años pero viejos de pensamiento» —porque el conservatismo de los jóvenes, si no es cálculo de ganancia, es indicio de anemia psíquica— tomando cierto aire de suficiencia y casi de compasión hacia los socialistas conservadores cuando más, como «extraviados», sin advertir que si es normal que los viejos sean conservadores, los conservadores jóvenes, salvo pocas excepciones, no son más que egoístas temerosos de perder las ociosas {168} conveniencias de la vida en que han nacido, o las comodidades de grey ortodoxa. Es decir que son, si no microcéfalos, seguramente microcardíacos. El socialista, entretanto, que tiene todo que perder y nada que ganar sosteniendo abiertamente sus ideas, puede oponerles toda la superioridad de su altruismo desinteresado, máxime cuando, nacido de clase aristocrática o burguesa, se aparta de las lisonjas de la vida brillante y ociosa, para defender la causa de los miserables y de los oprimidos.
¡Pero —se dice— estos «socialistas burgueses» lo hacen por amor a la popularidad! Extraño egoísmo, de todas maneras el de aquél que al «individualismo burgués» de los estipendios y de las súbitas ganancias, prefiere el «idealismo socialista» de la simpatía popular, aun cuando ésta no le faltara después por otros caminos y con otros medios que lo comprometieran menos ante la clase que está en el poder.
De todos modos deseamos que cuando la burguesía tenga que ceder el poder económico y por lo tanto político, para que vaya a beneficio de todos en la nueva organización social —y vencedores y vencidos, como decía muy bien Berenini, se hagan verdaderamente humanos, sin distinciones de clase en la común seguridad de {169} una vida digna de criaturas humanas— deseamos, decía, que al ceder el poder, la burguesía dé pruebas de esa dignidad y respetabilidad de que ha dado y da la aristocracia en su despojo repentino como clase, obra de la misma burguesía triunfante con la Revolución Francesa.
De todas maneras, esta verdad substancial del socialismo marxista y su perfecta e íntima correspondencia con las inducciones más seguras de la ciencia positiva, explican hasta la saciedad los progresos inmensos, no sólo del proselitismo —que también podría ser el efecto puramente negativo de una incomunidad material y moral hecha aguda en un período de crisis social— sino sobre todo en la concorde unidad de disciplina y en la solidaridad consciente que en su manifestación universal y periódica del 1º de Mayo, presenta una grandiosidad de fenómeno moral cuyo parangón no se nos ofrece en la historia humana, si se exceptúa el movimiento del primitivo cristianismo que, sin embargo, tuvo un campo de acción mucho más estrecho que el socialismo contemporáneo.
Y desde hoy —fuera de los conatos histéricos o inconscientes de un regreso de la escéptica burguesía al misticismo como salvación de la crisis material y moral del momento, justamente {170} como la mujer licenciosa se hace devota a la vejez— y desde hoy, adversarios y partidarios están obligados a reconocer que el socialismo representa hoy, como el cristianismo al derrumbarse el mundo Romano, la única fuerza que devuelva a la vieja civilización humana, la esperanza en un porvenir mejor, en nombre de una fe, no ya nacida de los inconscientes ímpetus del sentimiento, sino de la consciente seguridad de la ciencia positiva.
{171}
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End of Project Gutenberg's Socialismo y ciencia positiva, by Enrique Ferri