Title: De Sobremesa; crónicas, Tercera Parte (de 5)
Author: Jacinto Benavente
Release date: March 18, 2018 [eBook #56770]
Language: Spanish
Credits: Produced by Josep Cols Canals, Carlos Colón, the University
of Toronto and the Online Distributed Proofreading Team
at http://www.pgdp.net (This file was produced from images
generously made available by The Internet Archive/Canadian
Libraries)
Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
Jacinto Benavente
CRÓNICAS
TERCERA SERIE
MADRID
PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
SUCESORES DE HERNANDO
Arenal, 11 y Quintana, 31 y 33
1912
ES PROPIEDAD.—DERECHOS RESERVADOS
Artes Gráficas MATEU.—Paseo del Prado, 30.—Madrid.
De sobremesa
Si la propaganda cunde, pueden regocijarse los padres, los maridos y todos los paganos de lujos femeninos, cualquiera que sea su grado de aproximación masculina. Las damas de los Estados Unidos patrocinan, protegen y alientan una huelga de modistas. Tendría que ver, ¡ya lo creo!, que un exceso de civilización volviera á las refinadas norteamericanas al primitivo atavío de la hoja de parra, y que, por evitar la desnudez de las obreras, llegasen sus distinguidas clientes á la suya propia. No podía perdirse mayor altruísmo. Pero si[6] contra toda moda, con procurar siempre el mejor parecer de la mayoría, hay siempre resistencias y rebeldías por parte de las no agraciadas con ella, ¡figúrense ustedes si vestidura tan difícil para las feas y las mal formadas, como el natural físico, no ha de encontrar protestas!
De temer es que la huelga, alentada en público por las damas, sea contrarrestada en privado por ellas mismas, como aquella famosa huelga de Lysistrata, tan graciosamente dramatizada por Aristófanes. Es también un peligro que esta huelga modistil traiga otras muchas huelgas de mayor transcendencia. Huelga de señoras: porque ¿en qué han de ocuparse muchas de ellas si no se ocupan en andar de modista en modista y de tienda en tienda, eligiendo, revolviendo y comprando trapos y moños? Huelga de maridos y de amantes: porque ¿parecerán lo mismo muchas mujeres sin los encantos artificiales de la toilette? Huelga de autores dramáticos: porque si las actrices dan en vestir con sencillez, ¿qué defensa tendrán muchas comedias? Sabido es que cuando en el teatro se llega á la des[7]nudez, sobra toda literatura, con un poco de baile basta. Cuando hay mucho que ver, el oído no está para nada y el entendimiento mucho menos. Huelga general, en fin, con cierre y quiebra de balnearios, hoteles, playas á la moda, teatros, iglesias, etc., etc.: porque si las señoras no podían lucir trajes en todos estos sitios, sostenidos por ellas, ¿para qué habían de asistir á ninguno de ellos?
Véase cómo una sencilla huelga de modistas, que en su origen puede parecer cosa de broma, podría ser el principio de una revolución social.
El comienzo de año nos llena siempre de melancolía. ¿Un año más? ¿Un año menos? Depende del estado de ánimo. De cualquier modo, es otro año; y lo que nos entristece es que, con ser otro, será lo mismo. Los días nacen unos de otros, y el nuevo día no amanece nunca. Los que no se resignan á vivir sin esperanza la ponen más allá del sol, más allá de la vida. Su[8] año nuevo, no es vida nueva; es otra vida.
¡No pensemos en qué nos traerás, año nuevo; ya nos contentaremos con que no te lleves algo!
El año pasado nos trajo algunas glorias, ¡bien pagadas con muchas inquietudes y tristezas! Se despidió con inundaciones, lo mismo que el partido conservador. Bien puede ser generosidad, para que luzca más el sol del año nuevo. Hay calamidades fertilizadoras.
Los autores noveles protestan contra la precipitación, reserva y sorpresa con que se ha declarado cerrado el concurso de sainetes para el teatro Español. Prueba de ello es el escaso número de obras presentadas, cuando en cualquier otro concurso, anunciado con la necesaria publicidad, se cuentan por millares. ¡Díganmelo á mí, que llegué á leerme, en algunos de ellos, «noventa y cuatro comedias»!
Lo mejor que puede hacerse es ampliar el plazo y no dar ocasión, de ningún modo,[9] á que nadie pueda sospechar que hubo mala fe en lo que sólo pudo haber ligereza. Considérese que estos concursos, con todas sus deficiencias, son la esperanza de muchos autores inéditos y la mayor probabilidad de verse atendidos y juzgados imparcialmente. Si la atención y la justicia de los que han de juzgar se bambolean ó se tuercen en ocasiones, culpa es de los propios concursantes, que suelen mover una de recomendaciones, influencias y hasta intriguillas á las que sólo con gran energía, y á riesgo de enemistarse con muchos, puede uno sustraerse. Esto de la recomendación para todo es achaque muy nacional. El donoso escritor que en peligro de muerte, al ir uno de sus allegados á pedir los últimos Sacramentos, le recomendaba: «Di que son para mí; que los traigan buenos», satirizaba esta arraigada costumbre española de creer que la recomendación alcanza para todo, hasta en lo divino. ¿No es este el país en que más se reza y se pide á una multitud de vírgenes, santos, abogados y abogadas celestiales, que á Dios, uno y trino; en que se cree necesario pedir por[10] favor lo que es más de justicia; en que hasta para comprar en una tienda, por su dinero, se cree uno en el caso de decir: «Vengo aquí recomendado por don Fulano, que le compra á usted mucho»; en que hasta para morirse le confortan á uno con lo que se llama «recomendación del alma»?... Y no digamos, después de muertos, la de recomendaciones que son precisas para que le entierren á uno en buen sitio y lo más arreglado posible.
Por todo esto, yo me permito recomendar que se atienda la justa queja de los autores. En cambio, me comprometo á no recomendar á ninguno en particular.
Parece ser que ahora va de veras: Madrid será agrandado y... ¿embellecido? Como en las casas cursis, tendremos sala y gabinete decentemente amueblados, y lo demás ¿qué importa? Lo demás es para vivir. Gran tocado y chico recado. Si la nueva Gran Vía y cuanto se mejore y ensanche ha de verse tan mal barrido, tan mal pavimentado, tan puerco como lo que ahora tenemos, más valiera dejarlo todo como está. ¿Pasan ustedes alguna vez por la calle del Barquillo? ¿Y por la de...? ¿Para qué enumerar? ¿Andan ustedes por esas calles? En las aceras no hay losa en su sitio; el arroyo lo es de polvo y papeles y todo género de suciedades; ir en coche es ir botando como pelota; ir á pie es ir votando como ciudadano. El sistema de barrer las calles es para optar á un premio en cualquier Exposición de higiene. ¡Y[12] qué admirable orden en la circulación! Carromatos con siete mulas de reata interceptan el tránsito á cada paso. ¡Pobres traficantes, no es cosa de molestarles con ordenanzas que fijen horas á propósito para sus acarreos! La molestia libre en el Estado libre.
Bien está que aplaudamos todas las grandes iniciativas del alcalde y del Municipio, pero entretanto tuvieran algunas pequeñas iniciativas... Verdad es que la mayor parte de la gente vive tan á gusto. Las malas casas les han acostumbrado á las malas calles. ¡Digo! Si las calles fueran agradables... Como son, hay quien se pasa la vida trotando por ellas, sólo por no estar en su casa.
No puede creerse en la indignación de Rostand al ver destripado su gallo por las indiscreciones del Secolo, cuando, por indiscreciones parciales, muchos sabíamos ya el argumento y aun los chistes y cantables que tiene la obra. Aparte de esto, poco tiene que perder una obra que todo lo ha[13] perdido con la publicación de su asunto. ¡Pobre de nuestro Don Juan Tenorio entonces! ¿Quién iría á verlo, si la novedad de su trama fuera su único atractivo? En el mismo París, tan novelero en apariencia, sostienen mejor su cartel muchas obras clásicas de Corneille, Racine y Molière, que algunas flamantes comedias, más viejas al nacer que las otras antiguas. Chantecler ha logrado ya categoría de obra clásica, en que el asunto es lo de menos. Muchos que ahora asistirán al estreno, tal vez como críticos, no habían nacido cuando empezó á hablarse de Chantecler.
De las actrices y actores que estrenaron anteriores obras de Rostand, sólo por Sarah inmortal, no han pasado los años. ¡Hagan las Musas que tan esperada obra interese por tanto tiempo á la posteridad, como á la anterioridad ha interesado! Después de todo, la gloria anticipada es la más segura, y la cera que va delante es la que alumbra. Y en este particular de la luz, parece ser que para el gallo de Rostand amaneció hace mucho tiempo. Tal vez ya no quedaba más resquicio por donde percibir[14]la que esas indemnizaciones exigidas á los periódicos indiscretos. De este modo sí que el gallo no puede ser nunca un albur. Todo va copado. ¡Que al estrenarse no le cambien una letra! ¡Pobre gallo entonces!
No hay nada más peligroso que un incensario en manos indiscretas. Representación de algo divino ó humano, los golpes más peligrosos para los ídolos son los de sus fervorosos adoradores. Cuando todo el mundo dice: «Está bien», ¿para qué empeñarse en que todos digan: «Está mejor que bien». El deber cumplido tiene en sí mismo la mejor recompensa, y cuando el deber es tan propio del cargo y por lo elevado de la posición trae consigo el conocimiento y la admiración de todos, ¿qué se le añade con una recompensa que, por estar tan al alcance de la mano de quien ha de obtenerla, pierde todo su valor en este caso? El reconocimiento oficial nada añade al reconocimiento nacional. Sería, como dijo Shakespeare: «Pintar al lirio, dorar el oro, endulzar lo dulce.»
El periódico de Buenos Aires Caras y Caretas, en circular dirigida á personas significadas, solicita un pensamiento con motivo del centenario de la Independencia argentina. La circular viene en francés. Ya sabemos que por ser el idioma usual en relaciones diplomáticas universales, puede serlo también en las literarias. Pero en este caso, y tratándose de una República en que nuestro idioma es y será por mucho tiempo el oficial, el literario y el vulgar, ¿no hubiera estado mejor en castellano la circular dirigida á España? Yo, por mí, sé decir que nunca entendí peor un idioma extranjero, y no sabré contestar á lo que se me pregunta.
No ya consolarnos, enorgullecernos debemos de la independencia de todas las Repúblicas americanas que fueron colonias españolas, mientras en ellas impere nuestra[16] lengua, y con ella mucho de nuestro espíritu. Comunicarnos en lenguaje extraño, más que independencia nos dice desvío. Nuestras relaciones deben ser más que diplomáticas; y esa circular en francés tiene toda la frialdad de una nota de Estado. ¿Le agradaría al simpático semanario porteño que saludáramos en francés la conmemoración de la Independencia argentina?
Los sucesos culminantes de estos días entran en la clasificación de podencos, tan respetados por el escarmentado loco de que nos habla Cervantes. ¡Guarda, que es podenco! No entremos ni salgamos en pláticas de familia, aunque la familia nos sea muy allegada, que siempre llevaremos la de perder, mientras no caigamos en la cuenta de que, civiles ó militares, todos llevamos el mismo uniforme: el de ciudadanos españoles, y á todos nos interesa por igual el respectivo prestigio de unos y otros. Malo es dividirse en castas. Todos hemos de ser paisanos, en el amplio sentido de[17] compatriotas; todos hemos de ser soldados, en paz y en guerra, cada uno en su puesto, para responder siempre al ¿quién vive? de todo ¡alerta!: ¡España!
¡Oh, admirable público nuestro! Se acostumbra á lo malo; tolera indefinidamente lo mediano, y sólo ante lo bueno se cansa su admiración y hasta se irrita si alguien se obstina en pretender sostenerla. Este es el caso de Titta Ruffo en la actual temporada. Nada en la voz ni en el arte del gran barítono justifica un cambio de actitud en el público. El artista es el mismo, y eso es lo que parece sentir el público, obligado á seguir admirándole todavía. ¡Oh, niño caprichoso, á quien hay que retirarle las golosinas antes del enfado y los juguetes antes del destrozo! ¡Pocos poseen, como el Guerra, el difícil arte de retirarse á tiempo, único recurso del artista que no quiera sentir tus rigores!
En ningún público, como en el nuestro, se advierte esa actitud defensiva contra la[18] admiración; esos gestos malhumorados al soportarla. En cualquier espectáculo parece como si el público fuera violentado, por fuerza mayor y no por gusto, á distraerse un rato. El autor es como un enemigo personal; el artista, como un acreedor molesto. En ninguna parte puede hablarse con tanta razón de «batallas» al tratarse de arte.
Por mucho que moralistas y sociólogos prediquen contra el suicidio, mientras el ridículo no se atreva con él, por respetos que siempre impone la muerte, seguirá siendo poético final de muchas historias vulgares. El solo basta para dar grandeza trágica en un momento al más chocarrero sainete. ¿Cuántos no habrán reído al ver pasar en vida el idilio amoroso del viejo cojo y la niña lozana? Y aquella unión, que en vida acaso sólo en el interés tenía explicación para las gentes, con la muerte es algo inexplicable, con todos los prestigios del amor y de la muerte; deidades po[19]derosas á inmortalizar á sus elegidos, como los dioses paganos á sus amadas mortales. Los vulgares amantes, que en vida tal vez dieron que reir á las gentes, hoy van en la divina poética teoría inmortal de Hero y Leandro, Píramo y Tisbe, Romeo y Julieta, Francesca y Paolo, Isabel y Marsilla; sin olvidar á aquellos otros amantes madrileños que inmortalizaron la frase suprema: ¡Que los entierren juntos! ¡Hallen todos un Ovidio, un Dante, un Shakespeare! Y á no poder ser otra cosa, un buen romance de plazuela. Hay que poetizar la muerte por amor todo lo posible. Es el mejor medio de evitar muchos matrimonios desgraciados.
Los empresarios de music-halls están consternados. Ante la amenaza de la subida de la carne, algunas artistas han pedido aumento de sueldo. Lo que dirían ellas, si conocieran la célebre canción de La camisa, de Hood—pero ¿cómo han de conocerla, si las pobres hasta habrán olvidado[20] que hay camisas?:—¡Que la carne de vaca sea tan cara y la carne humana tan barata!
Por fortuna para los empresarios y traficantes en carne humana, la carestía de la primera trae por la mano la baratura de la segunda.
A poca costa podríamos traer buena carne de América cuando aquí nos faltara. Preferimos enviar allá carne humana. Dentro de poco sólo quedarán aquí los que puedan pagar el solomillo. ¡Qué agradable será no ver más que gente bien alimentada por esas calles! ¡Cómo van á dulcificarse las relaciones sociales, y sobre todo las políticas!
Para los espíritus abatidos, propensos al decaimiento, como nuestro espíritu nacional, no importa tanto saber si hay causa para tanta alegría como saber que el efecto fué el de una alegría verdadera. Cuando hay tales tristezas sin motivo, ¿por qué no entregarnos sin discusión á una alegría, que, desde hace mucho tiempo, con ningún pretexto hubiéramos podido justificar? En otros tiempos, tan ricos éramos en glorias, que, acaso éstas de ahora nos hubieran parecido mezquinas. Hoy... bien venidas sean, y mejor si sabemos apreciarlas con serenidad y más que de envanecimiento nos sirven de estímulo para glorias mayores. De tremenda crisis triunfó el espíritu nacional en los principios de la campaña. Por el mundo no faltó quien se apresurara á cantar nuestros funerales. El Ejército español ha sabido extendernos nueva fe de vida[22] ante el mundo. Tal vez pocas veces fué tan depositario del honor y la vida de España como en esta ocasión. No quede todo en aclamaciones de entusiasmo. No olvidemos nuestro deber en la paz, si queremos tener el derecho de exigirle todo su deber en la guerra. Es triste cosa resignarse á tener mártires cuando se puede tener héroes. Hoy sustituyamos el grito de ¡Viva España!, que puede parecer un deseo, con este otro más afirmativo: ¡Vive España!
Por dichosa casualidad, al mismo tiempo que nuestras armas victoriosas, llega de la República Argentina, en la persona de Belisario Roldán, mucho de nuestro espíritu triunfante á decirnos cuánto queda en América todavía de nuestro Verbo glorioso. Siempre leal amigo de España, no puede considerarse ni ser considerado en ella como extranjero. La fogosa elocuencia de nuestros grandes oradores, la que fué admiración de todo el mundo español, alienta vigorosa en el joven orador argentino.
[23] En los oradores de casa, tal vez nos pareciera demasiado vehemente. ¡Hemos bajado tanto el diapasón para todo! El grito, el rugido, el apóstrofe nos asustan. Amamos la discreción sobre todas las cosas en política, en arte, en el trato social, ¡La discreción! Triste cosa es un pueblo que no tiene mayores glorias que las de sus locuras.
Amable lectora, la que en discretísima carta me consulta sobre el mejor sistema de educar á los hijos; sin duda sabe que nadie los educa mejor que los que nunca los hemos tenido. ¿Severidad? ¿Dulzura? ¿Proporcionarles toda la alegría posible ó prepararles con privaciones á soportar las tristezas futuras? Hoy... son los padres; pero los padres no viven siempre. Mañana... son los extraños sin cariño, ó con otro cariño que nada se parece al de los padres... Pero, ¿no será, por lo mismo, crueldad en los padres anticipar tristeza á la tristeza? ¿Y si el hijo muriera antes? Ma[24]ñana es la vida, pero también es la muerte. Los juguetes comprados serán entonces recuerdo triste; pero los juguetes que el niño deseó y que le negamos serán un remordimiento constante... ¡Oh, sí; dulzura, dulzura para vuestros hijos, que la vida es madrastra terrible, como las de los cuentos de hadas; esas madrastras que encierran en torres á las princesas delicadas ó las envían al bosque á guardar gansos. Peor la vida, que suele traerlas, no á guardarlos, sino á casarse con alguno de ellos. Pero, ¿y si acostumbrados al mucho mimo no hay fuerza en ellos después para conllevar las contrariedades?
La vida es la mejor educadora, y ella sola se basta para enmendar errores de educación en los padres... Todos, menos la falta de besos, de caricias, de juguetes en los primeros años... La vida puede ser madrastra, puede ser maestra, pero no es madre...
En los primeros años del mundo, cuando Adán y Eva, arrojados del Paraíso, luchaban contra los rigores de la naturaleza primitiva, Eva lloraba por sus hijos, al verlos[25] muchas veces heridos por las fieras, desgarradas sus carnes por las asperezas de los troncos y de las piedras... ¡Mis hijos! ¡Qué horrible vida! Para ellos no ha habido un Paraíso terrenal, como para nosotros... Ellos no sabrán nunca de sus delicias... ¡Nosotros hemos sido más felices!
—Sí—dijo el primer hombre.—Ellos no han tenido, como yo, un Paraíso; pero, ¡yo no he tenido una madre, como ellos! Y al verlos acariciados por la madre, en su amor paternal había algo de envidia. ¡Y era el hombre que había sido formado por Dios mismo!
El mes de Enero suele ser fecundo en calamidades. Para que sepamos á qué atenernos durante todo el año. Es un modo de anunciarse. Queda la duda, en estas primeras calamidades del año, de si pertenecen al año entrante ó serán saldo del anterior, que no quiso marcharse sin soltarlas. Lo cierto es que la Naturaleza, como una gata cualquiera, anda fuera de sí y desatinada en este primer mes del año. Tempestades, inundaciones, lluvias torrenciales de gracias, condecoraciones y entorchados, y el cometa apocalíptico, y Chantecler en puerta. ¡Vaya un añito!
La inundación de París retrasa una vez más el acontecimiento que sólo pudiera consolarnos: el estreno de Chantecler, antes retrasado por la discusión que pudiéramos llamar del huevo de Mme. Simone. Se comprende en una actriz recién divor[28]ciada y recién vuelta á casarse el escrúpulo en poner un huevo, sobre cuya pertenencia pudiera haber dudas.
Por fortuna, el poeta no peleó por el huevo ni por el fuero, y la postura se supondrá entre bastidores, lugar más conveniente para posturas difíciles, en la vida como en el teatro.
Luego diremos que aquí no hay libertades y que el clericalismo nos domina. En Inglaterra, la nación traída siempre á cuento, cuando de libertades se trata, no pudo representarse, hasta ahora, la ópera de Saint-Saens Sansón y Dalila porque su asunto bíblico escandalizaba los sentimientos religiosos. Sobre la Salomé, de Strauss y de Wilde, creo que todavía pesa la prohibición. Los ingleses sólo han consentido en ver la danza de Salomé separada del texto y de la partitura. ¡Parecen tontos! ¿Verdad?
Aquí, donde nos quejamos á todas horas de la presión clerical, triunfa La corte de[29] Faraón, opereta del todo bíblica, sin protestas de nadie. Yo he visto en primera fila á muchos graves señores de los que suelen ser ornato de cofradías y procesiones. En Inglaterra se enseña ahora á los niños la Historia por medio de representaciones teatrales. ¿Por qué no ha de enseñarse la Biblia por el mismo sistema? No hay en La corte de Faraón mayores atrevimientos que en el Sagrado libro. Los autores han estado muy hábiles en quitar crudezas. A las artistas nadie les agradecería que ocultaran las suyas. ¡Admiremos al Señor en sus obras! No será tan difícil hallar un sentido místico á la canción babilónica, que pronto oiremos en labios de muchos senadores; como al Cantar de los cantares y á otros pasajes no menos escabrosos.
Lo malo es que la Iglesia católica haya perdido aquel buen humor y aquel sentido artístico que fueron todo el espíritu del Renacimiento. ¡Ah, el bribón de Lutero, que la obligó á volver á tomar en serio su divino papel, que ya empezaba á ser humano!
Ahora llueven imprecaciones y anatemas sobre el Arte y sobre los artistas. Los tiempos son difíciles. La competencia comercial es muy dura. No hay bastante público para todos. ¡Y el Teatro y la Iglesia son espectáculos tan caros! Por fuerza tienen que perjudicarse mutuamente.
Pérez Galdós, el maestro glorioso, consagrado por el monumento inmortal de toda su obra, y Ricardo León, escritor joven, con razón estimado entre los buenos, coinciden, no en lo exterior, sí en lo interno, en sus dos últimas novelas: El caballero encantado y Alcalá de los Zegríes. Novelas de símbolo, de alegorías, que nos hablan de España, de sus glorias pasadas y de su futura gloria posible. Quizás ¡señales de los tiempos! con mayor fe en la del viejo maestro que en la del poeta joven.
Son los dos libros precioso documento para el estudio de nuestra psicología nacional.
Limítome al acuse de recibo y á mi par[31]ticular aplauso, sin invadir la sección «Revista literaria», en la que escritor de toda mi consideración y respeto sabe, con admirable acierto y con respeto á las personas, que cada vez va siendo más raro, distribuir elogios y censuras.
De la excelente acogida al Teatro para los niños y del interés con que un público, si no tan numeroso como fuera de desear, todo lo selecto que puede pedirse, sigue sus representaciones, nada me satisface tanto como el buen éxito obtenido por las lecturas de poesías. ¡Versos, poesía! Eran una especie de coco para las empresas teatrales. Hoy ya empieza á creerse en ellos, y todo hace presumir un glorioso renacimiento de la poesía en el teatro.
¿Por qué en el teatro Español, en el de la Princesa, que cuentan con admirables intérpretes de los poetas, no inaugurar una serie de veladas poéticas, que seguramente tendrían su público?
Oímos muchas veces quejarse á unos y[32] á otros de que el público no está educado; esto sirve de pretexto para rechazar muchas obras de indudable mérito. Corriente, el público no está educado; pero ¡si nadie se toma el trabajo de educarle! Es mucho más cómodo y provechoso llevarle el humor y no luchar con él. Pero los que pueden permitirse ese lujo con menos riesgo están más obligado á ello. A todos nos toca un pedacito del mundo en que podemos hacer algo útil y provechoso, y no es desde un escenario donde menos puede hacerse por la cultura y la educación, que es hacer por la Patria.
Mariano de Cávia me propone un Teatro para los viejos, que vendría á ser, no contraposición, sino complemento del Teatro para los niños. Los extremos se tocan, y acaso viniera á suceder, por el humano y natural prurito de aniñarse en los ancianos y de hombrear en los infantes, que el Teatro dedicado á los primeros fuera el favorito de los segundos, y viceversa. Pero ¡ay! ¿es tan necesario el teatro para los viejos? ¿Llenaríamos con él algún vacío, ni siquiera el del teatro mismo? Si el teatro pretendía ser educativo, ya en el más amplio sentido moral ó en el puramente artístico, ¿qué provechosa enmienda podría esperarse en nuestros venerables? Ninguna. Ya dice la vulgar sabiduría que el árbol ha de enderezarse desde pequeñito, y ¿quién es capaz de enderezar, en todo ó en parte, á los que ya se rinden al peso de[34] los años? Ni La corte de Faraón ni el «Royal Kursaal», con esas admirables artistas, cuyo mejor anuncio es el de la pérdida de su equipaje, podrían realizar el milagro.
¿Teatro de puro entretenimiento? Basta asistir á los antes citados y á otros del mismo género para comprender que nuestros viejos no necesitan de un teatro especial en donde solazarse. No de los viejos, de los decrépitos, pudieran llamarse esos teatros en que reverdece el chiste de Instituto y de café estudiantil, para regocijo de viejos más verdes que los chistes. Y no os engañen algunas caras juveniles de los espectadores; no está en la cara la edad, sino en el espíritu, y por esos teatros, como por los meetings clericales de estos días, no busquéis jóvenes de espíritu; el de aspecto más infantil lleva por dentro la vetustez de diez siglos.
Grave error es clasificar por edades en jóvenes y viejos. Niños seremos tú y yo, querido Mariano, aunque muchos niños viejos ya nos echen del corro; porque siempre será para nosotros la vida un buen campo de recreo en que saltar, brincar y[35] jugar á todo, por pura expansión de nuestro espíritu, sin ninguna utilidad práctica. Jugando y saltando no se llega á parte alguna; si bien puede servirnos de consuelo que hay partes á las que más conviene no llegar nunca. Para llegar á muchas de ellas, suprema ambición de todo hombre serio, ya sabemos que, en España, no hay medio mejor que ser viejo ó aparentar serlo. Con nuestros doctores Faustos, aquí, Mefistófeles obraría la transformación contraria. Hay quien le vendería el alma por transformarse en viejo, no en joven. Y en vez de cantar: ¡A mí la juventud, á mí los delirios del primer amor!, cantaría: ¡A mí las prebendas y á mí los cargos oficiales; á mí las Academias y la respetabilidad, y... llévese el demonio mi alma y mi alegría!
Dejemos, pues, á los viejos, que para nada necesitan teatros, cuando todo el mundo es teatro, de moda y lucimiento para ellos. Pensemos en los niños, en los verdaderos niños, hijos de padres verdaderos jóvenes, que sólo de ellos puede esperarse la nueva vida por la nueva escuela.[36] ¿Religiosa? ¿Laica? Allá unos y otros. El Arte es religión neutral. ¿No es en el Vaticano donde se guardan las más bellas reliquias del Paganismo? ¡Quién sabe si no será en un templo pagano de Arte donde se guardará lo más bello del Arte cristiano! Nunca fueron las ideas viejas tan respetuosas con las nuevas, como las nuevas lo serán siempre de las viejas. Y ¡vive Dios! que hay entre nosotros vejestorios, en todos los órdenes de la vida, que no son dignos de ningún respeto.
Fué Balbina Valverde una actriz de la más pura cepa española, y si la vanidad regional no temiera empequeñecer su castizo arte, diríamos mejor de la más pura cepa madrileña. A la falsa luz de las candilejas, en el falseado ambiente de muchas comedias mediocres, nadie supo dar tan artística realidad, tan humano aire al tipo de la mujer española de nuestra clase media, que viene á ser el tipo medio de la mujer española, con su sentido práctico, sanchopan[37]cesco, sus vanidades, sus ambiciones, su vulgar sentimentalismo... Llegó á tanto la verdad en su arte, que llegamos á verlo copiado en la vida. ¡Cuántas veces no habremos dicho: Esta señora es una Balbina Valverde! Para los yernos, este nombre era como una amenaza joco-seria.
Su dicción era del más puro castellano; inimitable su arte de subrayar; única en producir efecto cómico con la sola enunciación de una palabra insignificante, que en su boca adquiría el valor de un chiste. ¿Quién no recuerda cualquier ¡Mi yerno!, pronunciado por ella? Era el presagio de una tormenta familiar.
Fué con todo esto de un amor por su arte, de un celo en el cumplimiento de sus deberes artísticos, que ha de recordársela siempre, no sólo como ejemplo para las de su profesión, sino como gloria del sexo femenino, al que muchos suponen incapacitado para toda profesión seria. ¡Si en otras esferas de actividad hubieran cumplido muchos hombres con sus deberes como Balbina Valverde cumplió siempre los de su profesión!
[38] Gravemente enferma, durante una temporada en Bilbao, se hizo llevar una cama al teatro, y en el cuarto del teatro vivía, levantándose de la cama para salir á representar las comedias.
Casi á la fuerza tuvo que obligarla la empresa á regresar á Madrid.
¡Descanse en paz la inolvidable artista! Madrid pierde con ella una de las más sanas y castizas notas de su risa.
A este público, que tanto la quiso y al que ella amaba tanto, le ha hecho llorar por vez primera. ¿No es esto una envidiable gloria?
La carambola no ha sido mala. Esperemos, sin desconfiar de la intención, que, por los efectos, no venga á ser de retroceso.
Malo es no salir de nuestro paso, pero... ¡tomar carrerilla tan de pronto! No es que dudemos de las energías y buena voluntad de los corredores, sino de la firmeza y seguridad del camino. Aun no hace mucho tiempo hubo que desandarlo, y no sabemos que se haya trabajado en él después lo bastante para conseguir ahora lo que entonces apenas pudo intentarse.
El mal camino andarlo pronto, pensará acaso alguien interesado en echar por el atajo, para volver pronto al verdadero camino real. Miren bien, los que por el atajo andan, de no levantar un pie sin haber afirmado antes el otro; no avancen un solo paso sin haberle desbrozado cuidadosa, cautelosamente. ¡Cuidado con los trope[40]zones! Considerad que tal vez se espera el primero para gritar: ¡Veis cómo ese camino es imposible! ¡Nada de prisas, nada de impaciencias! Estábamos dispuestos á esperar un quinquenio en el estanque. ¿No podremos esperar otro tanto en el agua corriente, por suave que sea su curso?
Sí; Chantecler es todo un símbolo. Es el gallo francés, el mismísimo gallo de las Galias que, como el protagonista del poema de Rostand, cree orgulloso al lanzar su ¡quiquiriquí! á cada aurora que el Sol sale á iluminar al mundo entero, obediente á su evocación. Y no es lo malo que él lo cree; son muchos los pobres animales que aun juzgan los quiquiriquíes del gallo francés prestigioso encanto, sin el cual el Sol no alumbraría la Tierra.
Bien cantó el gallo francés, no hay duda, y si no llega á su poder á que el Sol le obedezca, sí llegó muchas veces á despertar á la Humanidad con sus gloriosos cantos de libertad, de justicia, de arte... No nos tra[41]jo el Sol, pero nos avisó siempre de su salida. Por todo ello le debemos gratitud y cariño; pero sin olvidar al Sol, que es antes que el gallo... y sin despreciar á los humildes gallitos de nuestros corrales, que, á su modo, también saben anunciar la aurora.
¡Qué brutos somos, ¿verdad?, podrán decir, como el personaje del Patinillo, los millonarios yankis, acostumbrados á que por bárbaros los tenga la culta y refinada Europa! Es verdad que alguna vez apedrean con su dinerazo y otras veces insultan; pero... ¡ay! ya quisiéramos por aquí, en justas proporciones, millonarios de esos que fundan Universidades y Escuelas y Museos, y como éstos que ahora acaban de construir un magnífico teatro en Nueva York. ¡Un teatro! ¡Habrá empecatados! ¡Si hubiera sido una iglesia ó un convento? Pues, sí, señores; un teatro modelo, un verdadero templo, inaugurado con la representación de una obra de Shakes[42]peare: Antonio y Cleopatra. ¡Qué brutos son! ¿Verdad?
Aquí, alguna vez, se ha reunido gente de dinero para empresas teatrales, y el resultado ha sido... un baile de máscaras, un espectáculo de varietés indecentes; algo por el estilo en fantasía y en Arte. ¿Se figuran ustedes á nuestros millonarios edificando el Teatro Nacional ó un teatro para la música española? ¿Cómo han de comprender que el Arte puede ser una religión los que han hecho de la religión un arte?
La empresa del teatro Real está tratando á Wágner, en esta temporada, poco más ó menos, como por la vecindad están tratando al partido liberal: así como si quisieran quitársele de delante lo más pronto posible. Todos los cuidados son para el repertorio antiguo; para él Titta Ruffo, Anselmi... A Wágner que lo parta un gallo.
Todo se relaciona: naturalmente, la resurrección de Lucía había de traer por consecuencia una crisis del mismo tiempo y á[43] la misma usanza. A viejas óperas, divos jóvenes. Todo el arte de Anselmi no ha bastado á dar apariencias de vida á la momia de Lammermoor. Veremos si el otro joven divo tiene mejor fortuna en la vieja ópera de nuestra política, tan necesitada de nuevo repertorio como de nuevos cantantes. España Brunilda espera á su Sigfredo. Los admiradores de Wágner también le esperan. No se dé pretexto á que nadie dude de la buena fe de las respectivas empresas. Puede que no haya para el repertorio moderno; pero el público no quiere Lucias ni con Anselmi... ¡Qué disparate! ¿No iba á decir ni con Maura?...
Es la ópera de Strauss, Salomé, portentosa obra de arte musical. Ahora, pensemos en todo lo que ha sido necesario para que pueda serlo. Primeramente, el gran talento de Strauss, no hay duda; después, un público que, extrañado ó aburrido, tal vez, en las primeras audiciones, prefiere desconfiar de su propia impresión á echar por el camino fácil de la chacota y el desprecio y enterrar la obra entre flores de ingenio, sin posible apelación. Después, empresas decididas á imponer la obra; después, una crítica capaz de hacer también obra creadora, inventando... lo que acaso el autor no puso en ella; formando de este modo una conciencia de lo inconsciente, que siempre anima en toda obra de arte. Después... el Ejército alemán con su formidable poderío.
Ya dijo D. Juan Valera, con su inteligen[46]te, supremo humorismo, cómo las flotas de la Gran Bretaña habían podido contribuir á la gloria de Shakespeare. No hay idea de lo que puede influir el Ejército y la Marina, lo mismo para vender agua de Colonia en el Paraguay, que para imponer á la admiración de las más recónditas tierras el nombre de un poeta.
He aquí por qué vuestra hija es muda, como dice el falso doctor de El médico á palos al afligido padre. He aquí por qué nuestros músicos no cantan por el mundo. ¿Se figura nadie á Salomé nacida entre nosotros? ¿Cuál hubiera sido su vida? ¿Quién la hubiera impuesto al respeto? ¿Quién la hubiera salvado de morir á chistes?
Pero nos la envían dos grandes potencias: el genio de su autor... y Alemania. Los que menos la entienden procuran irse enterando; los que más se aburren, se aburren con respeto. ¡Ah! ¡Si fuera de alguien de casa!
Nuestro indisciplinado individualismo no comprenderá nunca que la obra de arte es obra de todos, y que su inmortalidad[47] más depende de todos que de la obra misma.
En España, cada uno quisiéramos ser el único grande hombre de un país de imbéciles; el único honrado entre una caterva de pillos. ¿Qué buena planta puede arraigar en terreno donde las moléculas de la tierra se disgregan al recibirla? Ya dice el Evangelio: «¡Ay de la casa desunida!»
Nunca mejor ocasión de mostrarnos unidos, con solidaridad de la grande, que en el próximo Centenario de Cervantes. Acabamos de dar lucida fe de vida en guerra. Nada valen las funciones bélicas, por gloriosas que sean, si no las consolidan inmediatamente fiestas de paz. En recientes cuchipandas hispanoamericanas hemos traído y llevado el Verbo y... ¡ay, también el adjetivo de la raza y de la lengua! ¡Vamos á verlo!, como dicen los taurófilos, mejor dicho, los torerófilos, sobre todo al llegar la hora llamada de la verdad. ¿Podrá ser esa hora la del Centenario de Cervantes?
¡Oh, mi gran D. Mariano, tenéis razón!, inútil es dirigirse á los políticos, porque en tal solicitud, empezada á redactar en lunes, habrá que raspar cinco nombres antes de llegar á entregarla el sábado. Pero si los Gobiernos pasan, otras cosas quedan. El Ejército y los artistas españoles deben bastarse, y por derecho propio, á monopolizar para sí toda la gloria de unas fiestas nunca igualadas. Es preciso borrar el recuerdo de aquellas lastimosas del Centenario del Quijote; es preciso... resignarnos á que nos llamen lateros, hasta conseguir levantar los espíritus. Contad, D. Mariano, con mi humilde cooperación para organizar funciones teatrales, para lo que de mi negociado dependa. Tiempo hay sobrado; pero el tiempo español vuela. Naturalmente: el tiempo nos gobierna y pasa... como nuestros Gobiernos.
El maestro D. José Serrano solicita opiniones en el pleito entablado por la Sociedad de Autores sobre el libre aprovechamiento de obras extranjeras no garantiza[49]das por tratados internacionales. Voto con el maestro Serrano. Por lo mismo que la ley no las ampara, razón de más para respetarlas. ¿Con qué razón podremos quejarnos de algunos empresarios y editores americanos, si nosotros justificamos su conducta con nuestro ejemplo?
Bien está preocuparse por los intereses materiales y saber de sumar y multiplicar, y que letras y números no anden divorciados; pero la Sociedad de Autores, por honor de su nombre, debe comprender que hay también intereses morales que también tienen su valor en una suma total. Verdad es que una Sociedad de Autores en donde el dinero decide de las votaciones... Claro es que el dinero representa trabajo. ¿Representa siempre arte? Pero hay quien prefiere ser considerado como artista á la hora de estrenar y como negociante á la hora de cobrar... ¡Véase, cómo en estos tiempos del sufragio universal y del voto obligatorio, adónde demonios ha ido á refugiarse el voto restringido y el triunfo de la plutocracia!
El buen gusto del público de París no se avenía con la presentación escénica de Chantecler, ridícula y poco artística, digan lo que quieran los reclamos. El afán de realidad en la presentación de una obra poética y fantástica ha llevado, como suele suceder, á falsedades que una fantasía de artista hubiera evitado. ¡Qué diferencia de esta mise en scene á la de El pájaro azul, de Maeterlink, representado en Londres! Pero la amable crítica francesa para todo tiene remedio, hasta para los fracasos menos disimulables. Alguien ha encontrado el medio de idealizar, mejor dicho, de realizar las falsedades de presentación en Chantecler y las desproporciones evidentes entre lo representado y su representación. Mirar al escenario por el revés de los gemelos. De este modo, empequeñecidos personajes y decoraciones, todo parece la verdad misma. El gran Guitry parece todo lo más un gallo cochinchino; Simone, una faisana al natural, y Coquelin hijo, un perrillo de buen tamaño.
Achicándolo todo por este procedimiento, la obra quizás se agrande.
Lo contrario de lo que nos sucede aquí con nuestros políticos: ellos nos parecen muy grandes, y la obra cada vez más pequeña.
Siempre es peligroso ir contra las corrientes populares. En el programa del nuevo Gobierno figura, para ser ley muy pronto, el servicio obligatorio. Indiscutible en teoría, dentro de esa igualdad que las leyes nos reconocen á todos como ciudadanos, aunque la Naturaleza la desmienta á cada paso; más atenta que á la igualdad, á la armonía, que no es lo mismo; pues á ella contribuyen, como en música bien compuesta, tanto como los acordes, las discordancias; ¿es tan indiscutible en la práctica? Por acercamos al ideal bruscamente, ¿no tropezaremos con duras realidades, cuyo choque, no sólo destruye el ideal, sino realidades positivas que debemos alejar de todo peligro cuidadosamente? No basta mejorar los cuarteles; no son cuerpos mortales solamente los que han de alojarse en ellos y han de acomodarse á[54] su disciplina; son espíritus también, que no se disponen tan pronto ni tan fielmente como los materiales: alojamientos y provisiones. La Religión y la Milicia: «Religión de hombres honrados», que dijo Calderón de la Barca, no pueden existir sin una fe ciega, cuyo más sólido fundamento sólo puede hallarse en una humilde ignorancia ó en una superior filosofía, aparte los casos de predestinada vocación. Pero entre las humildes inteligencias y los entendimientos superiores capaces de crear objetividades de su propia subjetividad, existen en gran mayoría esas inteligencias medias que han dejado de ignorar y no han llegado á saber. Estas serían las dominantes en el Ejército con el servicio obligatorio; éstas las que llevarían á él todos los fermentos de una cultura mal reforzada. En ella abunda la moderna generación intelectual, y de ello se resiente todo el organismo social. ¿Tendría virtud el servicio obligatorio para disciplinar á esa masa, ó no sería ella la que llegaría á contaminar el sano organismo del Ejército?
La ejemplar conducta de distinguidos[55] voluntarios en la última guerra de Melilla ha influído, sin duda, en la opinión y en los gobernantes para confiar en la virtud del servicio obligatorio. ¡Hermosa es la fraternidad de todas las clases sociales en defensa de la Patria y en los peligros de una guerra! Pero no son los tiempos de guerra norma para presumir las ventajas ó los inconvenientes del servicio obligatorio. Lleva la guerra en sus peligros y en sus actividades, virtud moralizadora con la que no puede contarse en tiempos de paz.
No olvidemos tampoco, en el país de las recomendaciones y las influencias, que la desigualdad, más sensible que palpable de hoy, sería la desigualdad que salta á la vista á todas horas, y es más irritante.
¿El ejemplo de otras naciones? ¡Ay, si la voz de algunos sabios sociólogos lograra sobreponerse á la voz, más clamorosa, de los halagadores de muchedumbres!
Preguntadles á los primeros, preguntad á las estadísticas las ventajas comerciales, industriales, sociales, en fin, que ha conseguido Francia con el servicio obligatorio. Enteraos, ¡oh bien intencionados legislado[56]res!, cómo leyes tan democráticas, tan generosas, tan animadas de nobles propósitos, como la del servicio obligatorio y la de reglamentación del trabajo de los menores, han desatado sobre París y otras ciudades de Francia esas bandas de apaches, que no son signo, ciertamente, de civilización ni de progreso.
No hay nada más peligroso en la realidad que el noble juego de los ideales.
Bueno es atender á la opinión popular, para satisfacerla en lo justo; pero sobresalga sobre ella la opinión de los contempladores desinteresados. Cuando todos crean llegada la hora, ellos sólo sabrán decir: «Aun no es tiempo».
Admiremos la dificultad vencida por la señora Bellincioni en su danza de Salomé. Es todo lo que puede danzarse ante nuestro público, cuando ese público asiste á nuestro Teatro Real. Admirado el arte de la señora Bellincioni, convengamos en que si Salomé no danzó de otro modo ante el Te[57]trarca, ó éste era hombre de buen contentar, ó tenía más ganas de perder de vista la cabeza del Precursor que Salomé de conseguir la del uno y trastornar la del otro.
Me figuro á Pastora Imperio bailando por instinto lo que la señora Bellincioni baila por arte. ¿No son nuestro vulgarizado tango y nuestro popular garrotín, más propia evocación de lo que debió ser la danza de Salomé? ¡Lástima que haya perdido toda nobleza con el roce plebeyo! Hay que confesar, ¡oh amplitud de los escenarios populares!, que La Corte de Faraón, con su garrotín, está más cerca de la verdad bíblica que la Salomé, de Strauss, con su danza de los siete velos. Y ¡los «entradones» que se ha perdido la empresa! Salomé, con su buen garrotín hubiera llevado á todo el público de Eslava, sin perder el del Teatro Real por eso. El pudor de nuestro público está siempre dispuesto á dejarse violar. Pero, ¡vale la pena tan pocas veces! Y luego, que uno también tiene su pudor y no tan violable.
Francisco de Curel, uno de los pocos autores dramáticos franceses sin ribetes de negociante, aseguraba, en reciente indagatoria sobre la llamada «crisis» del teatro, que el teatro, en fuerza de tanto querer ser negocio, va dejando de serlo, y acabará por arruinar á cuantos empresarios sean ó fueren.
Ya no basta para satisfacer las exigencias del negocio teatral con la obra razonable, la obra razonablemente aplaudida y celebrada; es preciso la «gran atracción», como en número de circo; la obra que avive todas las curiosidades, como crimen misterioso; la obra de «gran público», público que pueda llenar durante cien representaciones un teatro.
¿Fueron así las tragedias de Esquilo y de Sófloques? ¿Las obras de Shakespeare? ¿Las de Lope y Calderón, obligados á una[60] fecundidad sólo disculpable por la efímera vida de cada obra en su tiempo? ¿Es posible hacer obra de arte sincera, sentida, «nueva», con esa preocupación comercial del gran número de representaciones, consecuencia de no reparar en los medios de llamar la atención? Mujer y obra de arte que andan por el mundo á llamar la atención, ¿no merecen el mismo nombre?
¡Cuánta noble idea de comedia malograda por la consideración: «No será obra de público, no dará dinero... No será obra simpática!... ¿Adónde voy yo con esta obra?» ¡Oh, autores noveles! ¡Envidiáis á los que vosotros llamáis consagrados! Vosotros, por lo mismo que las empresas no confían en vosotros, podéis atreveros á todo. Si alguna obra os admiten, tened por seguro que la empresa ensayará otra al mismo tiempo, para sustituir á la vuestra en el caso probable de un fracaso. No gastará en ponerla, ni las actrices encargarán á París trajes y sombreros, ni los actores esperarán revelarse en la creación de sus papeles... Para los autores consagrados, ¡qué enorme responsabilidad la suya! ¡La obra[61] de las esperanzas, de las ilusiones, la clave fundamental de una temporada, ó por lo menos de gran parte de la temporada!... La equivocación de un autor consagrado es la ruina para una empresa, la desilusión de actrices y actores, el descrédito de un modisto, la zozobra en muchos humildes hogares de tramoyistas, acomodadores, etcétera. ¡Legión pavorosa de espectros, presente al concebir la obra, al planearla, al escribirla!... ¿Esa frase?... no; es peligrosa. ¿Ese chiste?... ¡tremendo! ¿Ese final?... ¡de poco efecto! ¡Eso es atrevido! ¡Eso no está garantizado por el aplauso! ¡Oh, la gloriosa inconsciencia de las primeras obras, las que un empresario recibía con displicente desconfianza!...—Tenemos ahí una obra de un chico que empieza... Una cosita; no está mal... Allá veremos... Mientras llega la obra de...—aquí un gran nombre.—¡La obra de la temporada!
¿Comprendéis el lucido papel que podía hacerse cuando, por azares de la fortuna, la «cosita» sin importancia pasaba á ser la obra de la temporada? ¿Comprendéis la grave responsabilidad cuando la obra de la[62] temporada es... una cosa de mucha importancia, que no le importa al público? ¿Sabéis de la tristeza de las cumbres, cuando se mira á un lado ó al otro y todo es cuesta abajo?
¡Juventud, divino tesoro!, más divino porque puede ser derrochado pródigamente, porque es sólo nuestro... En la vejez, nuestro dinero, nuestro arte, nuestra vida, todo, ya no es sólo nuestro; hay quien puede pedirnos cuenta de todo ello... ¿Es posible un artista con consejo de administración? ¿Comprendéis que, por no soportarlo, pueda romperse la pluma á lo mejor de la vida, como dirán muchos de los que, unos por admirar, por envidiar otros, no supieron nunca compadecer al que vieron en alto?
¡Oh, maestro! Leí vuestra carta, en la que adivino toda vuestra tristeza. Es la tristeza de Jesús, cuando al aconsejar al joven neófito que repartiera toda su hacienda entre los pobres, si pretendía seguirle, vió cómo el joven le volvía la espalda, incapaz[63] del sacrificio. Así visteis llegar á muchos presuntos discípulos; grandes admiradores, á los que abrísteis el raudal de vuestro corazón y de vuestra inteligencia... Y los visteis después alejarse desdeñosos, malcontentos, murmuradores, porque en vuestra bondad, ellos sólo buscaban un elogio, un «bombito» en forma de prólogo ó juicio crítico; de vuestro entendimiento, que se hiciera traición para celebrar sus errores y sus tonterías, y le ayudáseis al «buen parecer», que basta para andar entre las gentes... Ellos, como Esaú, vendieron su primogenitura por un plato de lentejas...
¡Cada vez más solo, maestro¡ ¡Es verdad! ¿Quién no ha sentido esa gran tristeza de ofrecer lo que mucho valía, y ver cómo ellos preferían lo de ningún valor?
Ofrece uno toda la vida, y ellos sólo piden una recomendación, un elogio—algo del momento—. Ofrece uno la verdad de su corazón: ellos sólo querían una mentira.
Próximo el primer aniversario de la muerte del maestro Chapí, no es de temer[64] que empresarios, artistas, la Sociedad de Autores, España entera, en fin, necesiten de mejor estímulo que la proximidad de esa fecha para conmemorarla de un modo digno. La deuda es grande. Suspendida quedó, por la muerte, la función proyectada en honor del maestro; contratiempos de todo género impidieron las representaciones en esta temporada de Margarita la Tornera... Es empeño de honra vencer á tanta fatalidad, á la misma inexorable de la muerte, que sólo el amor vence... cuando el olvido no es segunda muerte. Pero ¿habremos olvidado tan pronto? O ¿será la envidia la única que recuerde? Cosa sería entonces de admirarla como una virtud, si ella sola logra vencer á la admiración y al cariño de cuantos decían admirar y querer al gran artista, al hombre honrado, al que, en tierra de bien nacidos, no es posible que hubiera dejado una sombra de odio ni de envidia.
Pasó Marta Regnier con su compañía y su ligero repertorio, por el escenario de la Comedia, sin dejarnos honda emoción de arte ni de belleza. Nos sentimos un poco orgullosos, porque ni actores ni autores españoles podíamos temer la comparación. Sólo envidiamos lo selecto de la concurrencia y sus manifestaciones de agrado, no tan fáciles de obtener para los de casa.
Marta Regnier es... un bonito artículo de París; de esos que entre directores de teatro, autores y críticos suelen fabricar allí para admiración de provincianos y de extranjeros. Además, en París les parece joven, y lo es, comparada con Sarah, la Bartet, la Rèjane, la Hayding y demás grandes estrellas del Teatro francés, admirable museo de antigüedades.
Los actores franceses tienen el defecto general de ser demasiado actores. Todo es[66] estudio y composición en ellos. No os sorprenderán nunca con una incorrección, con un desentono. En las actrices es también defecto empachoso que siempre han de parecer cocottes. Sólo Mme. Bartet y Mlle. Reichenberg han tenido aires de gran señora y de señorita en la escena. Algo también la Brandés, y en la extraordinaria Sarah, el arte supremo lo idealiza todo, dándonos la sensación, como dijo Lemaitre, de una mujer extranjera en todas partes, una mujer de raro exotismo, que viene nadie sabe de dónde y vuelve á otra región que ignoramos. Las demás, la cocotte, la eterna cocotte, creación artificial de una literatura dramática que necesita para sus combinaciones, figuras femeninas convencionales, como lo fueron la cortesana del teatro latino y la dama de nuestras comedias del teatro antiguo.
Al mismo género pertenecen la jeune fille de los ingenuos descocos, la casadita de los peligrosos flirts, la divorciada andariega y la viudita joven y experimentada de casi todas las comedias francesas modernas. Triste idea darían de una sociedad,[67] si no supiéramos que el teatro fué siempre, en arte, la última y más irreductible trinchera de lo falso y lo convencional. Ni Francia, ni París mismo, ni su sociedad, ni sus mujeres, ni sus maridos, son eso ni pudieran serlo.
Consolémonos, con la imagen falseada que sus escritores nos ofrecen, de la que suelen presentar de nosotros. No es extraño que se equivoquen al hablar de lo ajeno, los que se equivocan al hablar de lo propio.
Más que nuestros actores y nuestros autores de los extranjeros, tendría que aprender nuestro público en cuanto á consideración y respeto al espectáculo y á los espectadores. En una de las últimas representaciones de El oro del Rhin era materialmente imposible enterarse de la obra, salvo en la parte visible. ¡Y habrá quien diga que la música de Wágner es estruendosa! Sí, sí: ¡ya pueden echar los compositores trompas, timbales, bombos y plati[68]llos á competir con la graciosa cháchara de los abonados! ¡Y se tendrán por muy distinguidos! No saben que lo más distinguido es... tener educación y que si entre todo el numeroso público hubiera un solo espectador, uno sólo, que hubiera pagado por oir la ópera y no por contribuir á la general algazara, ese solo espectador merece el silencio de todo el público; no hablo ya de los artistas y de la obra. Pero ¡sí!, este es el país de: «Para eso hemos pagado, para estar como nos convenga.» Váyase la poca educación de los que charlan, por la exagerada de los que, habiendo pagado para oir la ópera, no protestan ruidosamente y en cualquier forma de la mala educación de los charladores. A descortesía, descortesía y media. Nunca estaría más justificada. En ningún teatro del mundo se toleraría cosa semejante. ¡Y esa es la gente que viaja por el extranjero! Verdad es que cuando viaja va á los circos, á los music-halls. ¡Lástima de dinero, que estaría tan bien empleado en los que no se atreven ni á respirar, allá en el paraíso!
[69] En Juventud de príncipe, traducción de la comedia alemana Alte Heidelberg, hay algo que desconcierta al espectador y, sobre todo, á la espectadora, en nuestro público: las relaciones del príncipe y de Catalina, camarera de una cervecería.
Cuestión de latitud y de razas. Un público latino ¡el latino es pillín! no comprende ese buen amor que tiene tanto de buena amistad. Aquella muchacha sencilla quiere y se deja querer sin hablar de matrimonio, ni de honra... ni siquiera de dinero. ¿Qué especie de mujer es ésta?—se diría más de una espectadora.—¿Es buena? ¿Es mala? Es tonta, por de contado. Grave defecto en una mujer. Nuestras mujeres no temen nada tanto como pasar por tontas. ¡Así es tan raro que las engañe nadie! A buen seguro que un príncipe latino, ¡qué un príncipe!, cualquier muchacho de regular posición, no encontraría una ganga como la moza de Heidelberg. Una muchacha joven, bonita, que ni ama demasiado hasta el punto de destrozar el corazón al príncipe, ni de estorbarle siquiera en sus estudios, ni le explota hábilmente, hacién[70]dose señalar una pensión vitalicia. ¡Un buen camarada de bromas y de excursiones! Mujer... cuando es preciso y nada más... ¡Lo ideal para todo hombre de ocupaciones! Con mujeres así, no es extraño que los alemanes progresen tanto. Los pobres latinos, en cuanto tropiezan con una mujer en su camino ¡hombres perdidos! Por eso Juventud de príncipe fué más celebrada en su estreno por los espectadores que por las espectadoras.
Por nuestra vida y por nuestras comedias sólo se comprende el amor causando estragos. Y sólo así convence á nuestras mujeres.
Un distinguido escritor, al patrocinar también el debido homenaje al maestro Chapí, lleva su escepticismo hasta dudar de la sinceridad de mi admiración por el insigne músico; todo porque olvidé que en esta temporada se había representado, por fin, Margarita la Tornera en el Teatro Real. Cuatro representaciones, después de tantos aplazamientos y suspensiones, no son muchas, y nada tiene de particular que puedan pasar inadvertidas para cualquiera, á poco preocupado ó distraído que ande uno con sus particulares asuntos.
No soy yo tampoco muy amigo de asistir á representaciones de las obras que admiro. Las representaciones son siempre peligrosas para la admiración, y si esas representaciones son de óperas españolas y en nuestro teatro Real, doblemente. Claro es que una obra musical no puede ser admirada[72] en su integridad, como una obra literaria, sin pasar por la interpretación, más ó menos edificante. Pero, en este caso, es preferible admirar y creer... por fe, ó, si la fe nos falta, aceptando como buena la autoridad de los competentes. Después de todo, por fe ó por autoridad, creemos en muchas cosas de más importancia: en materias de Religión, de Ciencia, etc., etc.
Yo no me permitiría jamás dudar de la ciencia de un Ramón y Cajal, aunque nunca haya asistido á sus experimentos. Me basta con que personas de gran autoridad científica los den por buenos. ¿Estimaríamos muchas cosas en el mundo si á cada una hubiéramos de aplicar la propia, casi siempre ignorante, y muchas veces impertinente, investigación? El propio juicio ¡es tan falible! y ¡tan variable! Cualquier alteración en los humores, en la temperatura, en el bolsillo, basta á trastornarle. ¿De qué viven las grandes instituciones sociales más que de este abandono del criterio individual al criterio social, única suma que nunca es resultado de los sumandos?
Si la admiración nacional fuera la suma de admiraciones individuales, ¿habría español que fuera admirado? Si el catolicismo dependiera del número de verdaderos católicos, ¿sería España el país católico por excelencia? Aunque sea el país en que haya más excelencias por católicos.
Del criterio y de los gustos artísticos de nuestros empresarios puede dar idea el que, obras como Aguila de blasón y Romance de lobos, las admirables tragedias bárbaras de Valle-Inclán, no hayan encontrado todavía escenario en que puedan ser, no más admiradas, pero sí admiradas por más, como debieran serlo.
Ahora, á fines de temporada—de lo bueno poco,—se nos ofrece Cuento de Abril. Gentil ofrecimiento de la gentil actriz Matilde Moreno, que nunca empleó mejor su estudio y su talento como en esta buena obra de purificar el ambiente teatral con aires de poesía.
Es Cuento de Abril todo poesía y arte[74] verdaderos, no de esas sobredoradas imitaciones que andan por ahí desacreditando el género.
Me aseguran que Cuento de Abril pasó por otros teatros, en donde sólo halló indiferencia ó extrañeza. Extrañeza lo comprendo, por lo raro del caso. La indiferencia, ya es menos explicable. No hay razón para lamentarse de la falta de obras y de autores, cuando se deja marchar una obra como Cuento de Abril y Aguila de blasón y Romance de lobos, ésta sin representarse.
¡Eterno vaivén de las cosas del mundo! El rompecabezas, el arrinconado juguete de los tiempos de nuestra infancia, es ahora el juguete á la moda, y no para niños, sino para mayores, y muy mayores, y en tertulias de gran señorío y respetabilidad. Verdad es que el juguete viene ahora de Inglaterra con el nombre de Puzzles.
Yo no sé si será muy divertido, ni de qué otra diversión podrá ser pretexto;[75] porque yo no me fío de estos juegos de sociedad, casi siempre de carambola y por tabla. Parece que se divierten con una cosa y es con otra.
Lo que sí sabré decir es que, este juego del rompecabezas, es de un gran simbolismo. ¿Es otra la tarea de nuestra vida, que ésta de ir juntando, para componer algo, los pedazos de nuestro corazón, de nuestra inteligencia?
Los antiguos rompecabezas llevaban el modelo para facilitar la composición; estos de ahora son imprevistos. Y hasta en eso se ve cómo procuran simbolizar la vida moderna. Va uno juntando pedazos y pedazos, sin saber si será una marina ó un paisaje, un apacible cuadro de familia ó una terrible batalla, lo que al fin resulte. La sorpresa es el mayor encanto. Así vivimos: juntando pedacitos de nuestra vida, sin saber lo que será el cuadro de nuestra vida; sin modelo que pueda orientarnos. Rompecabezas es el juguete: si ponemos en él toda nuestra ilusión, bien pudiera llamarse ¡rompecorazones!
Somos los españoles como nuestros vinos: ganamos transportados. El que aquí malgasta lo mejor de sus energías en luchar contra el medio ambiente, fuera de aquí, aun contra las dificultades que á todo extranjero se oponen en todas partes, logra vencer y afirmar su personalidad. Por eso fuimos pueblo de conquistadores, y si perdimos todas nuestras conquistas, no fué por no haber sabido hacer nuestras las tierras conquistadas, sino tal vez por haberlas hecho demasiado nuestras. Parece paradoja, pero es lo cierto que América dejó de pertenecer á España por haberla hecho demasiado española. Somos gente poco de casa. Cuando no aspiramos á conquistar el mundo, aspiramos á ganar el cielo. De nosotros pude decirse, como en aquella antigua canción tan nuestra:
[78] Buen ejemplo de este nuestro espíritu conquistador y buena compensación de otras conquistas materiales, hoy más difíciles de emprender, tenemos en Pepe Lasalle, quien salió de España, hará unos diez años, diciendo: «Seré director de orquesta», y ha realizado su propósito tan cumplidamente que, al saludarle de nuevo por esta su tierra, á su nombre y su cargo añadimos, por aclamación, todos los adjetivos que su modestia callaba al despedirse, pero á los que, sin duda, pretendía en su noble ambición de artista. Gran director de una gran orquesta. No puede cumplirse mejor el propio vaticinio. Desde los tiempos del Gran Emperador, no se unieron Alemania y España en más gloriosa empresa.
Ahora bien, ó, ahora mal, mejor dicho: con el mismo talento, con la misma energía, con todo lo personal, en fin; si entre nosotros se hubiera propuesto Pepe Lasalle realizar su propósito, ¿hubiera llegado á conseguirlo? Contesten tantos verdaderos artistas músicos como andan por ahí desperdigados por cafés y orquestas de teatrillo; responda nuestro público aristocráti[79]co, llenando los palcos del Circo en los días de moda y dejando poner en la taquilla de billetes para los conciertos: «Sólo quedan palcos y butacas»; hablen el Cuarteto Francés y el Cuarteto Vela, luchando contra la indiferencia del público, sólo sostenidos por el aplauso de algunos inteligentes que ¡ay! son justamente los que van de gorra, y aun hay que agradecérselo. Por eso, bien esta que aplaudamos con el mayor entusiasmo á los de fuera, y mucho más cuando los dirige uno tan nuestro y que tan alto pone el nombre de España en el mundo del Arte; pero estimemos en cuanto merecen á los de casa, que, sobre las dificultades de su arte, han de vencer las del medio, hostil ó indiferente. El Arte, que es todo simpatía, sólo en ambiente de simpatía florece.
¿Quién se atreverá á poner en duda el desinterés de nuestros escritores? Cada dos ó tres años, el ministerio de Instrucción pública, cuidadoso tutor y curador de los menores y pródigos, que son nuestros litera[80]tos, ha de conceder graciosamente ampliación del plazo para inscribir obras en el Registro de la Propiedad. ¿Es desinterés, ignorancia de estas formalidades legales ó triste convencimiento de que, para lo poco que ha de producir, no vale la pena de tomarse molestia alguna? En los dos últimos casos sería muy triste; en el primero sería muy laudable, si ese desprendimiento no redundara siempre en beneficio de algún editor vivo, siempre dispuesto á levantar muertos al amparo de una ley que, por fortuna, no se cumple con inexorable rigor. Para todos los efectos de responsabilidad, la condición de escritor debiera equipararse en nuestros Códigos á la de los menores ó incapacitados. ¿Por qué han de estar tan reñidos números y letras que, hasta cuando la realidad de los números se impone al escritor, ha de venir en letras... de cambio, aceptadas por él con la más divina inconsciencia de números y de fechas?
El descubrimiento del doctor Doyen, prometiéndonos más larga vida, no dejará de[81] regocijar á cuantos van á gusto en el machito; para ellos lujoso carruaje ó automóvil. A los de á pie nos es indiferente. ¡Alargar la vida!
¡Como no sea por la ilusioncilla de ver terminadas las obras de la Gran Vía; ó por ver si los aeroplanos llegan á establecerse con servicio regular, como los transatlánticos; ó por saber del estreno de una obra nueva de Rostand; ó por ver las calles de Madrid sin pordioseros!... Aunque es de temer que la virtud del descubrimiento del doctor Doyen no alcance á la realización de todas estas esperanzas. Entonces, para seguir con la misma historia de la vida, «Este cuento de la vida, dos veces contado», como dijo Shakespeare, ó «contado por un idiota», que dijo el mismo... El descubrimiento del buen doctor no vale lo que una botella de buen vino, un poco de morfina, un buen cigarro, una buena música ó una buena mentira; de esas mentiras dulces, que parecen amor ó gloria... Todo lo que es olvido de esa implacable verdad, cuyo nombre más cierto es muerte.
Son las próximas elecciones la mayor preocupación en estos días. No—esto es lo triste—por el gran interés que inspiren, en cuanto pudieran influir en los destinos futuros de España, sino por los muchos pequeños intereses que en ellas se fundan y contra el interés general conspiran.
Líbrenos la diosa Democracia de hablar mal del sufragio universal, ni del voto obligatorio, preciadas conquistas suyas. Antes era posible que un Gobierno regalara, lo que se dice regalar, un distrito á cualquiera de sus patrocinados; pero, por lo mismo que se trataba de un regalo, los Gobiernos cuidaban, para no dar que murmurar demasiado, que el candidato fuera persona de merecimiento. Ahora, como todo el apoyo y la protección oficiales no bastan á librar al protegido de ciertos gastos indispensables, es preciso buscar ante[84] todo gente de dinero ó que sepa sacarlo de donde lo haya. Antes solía decirse: «A Fulano le apoya el Gobierno», ó «Cuenta con la protección de éste ó del otro, mayores ó menores caciques.» Ahora, las protecciones no significan nada. La única probabilidad de triunfo es decir: «Fulano piensa gastarse tanto en la elección; Menganito se gastará cuanto.»
Las gentes sencillas, tan incapaces de grandes abnegaciones patrióticas como de ambiciosas vanidades, no hayan compensación en el cargo de diputado á tan crecidos sacrificios pecuniarios, y con la natural desconfianza que despiertan siempre las acciones heroicas, cuando su móvil no tiene equivalente, por lo menos «potencial», en nuestro espíritu, dan á recelar, con esa suspicacia propia de las gentes sencillas, que en lo de ser diputado ha de haber algunas ventajillas más que la de sacrificarse por la patria, la de chupar caramelos, la franquicia postal y la misma inmunidad parlamentaria.
Esa desconfianza hace que, obligadas al voto, las gentes sencillas vayan á la vota[85]ción con la misma indiferencia con que antes se quedaban en casa. Al «qué más da votar que no votar» ha sustituido el «qué más da votar á unos que á otros». La consecuencia en uno y otro caso es la misma: no triunfa el que triunfa por importarle á muchos, sino por no importarle á nadie. Así podemos vanagloriarnos de constituir unas Cámaras que no representan la opinión del país, como en otros países, sino su falta de opinión.
A consecuencia de una polémica entre autores y críticos, se ha discutido en París, entre autores, críticos y actores, sobre la eficacia de la crítica, sobre sus derechos y deberes y hasta sobre la conveniencia de su desaparición. Los autores y los actores artistas han opinado, como era natural, que la supresión de la crítica literaria sería tanto como relegar el teatro al terreno puramente industrial de especulación. Pero ¿es otra cosa el teatro moderno? ¿No es fantasear á costa de la realidad—fantasía muy[86] cara—considerarle de otro modo? A no ser en teatros subvencionados con esplendidez, donde los directores puedan permitirse el lujo de ofrecer verdaderas obras de arte, ¿qué empresario ni qué autor pueden aceptar la responsabilidad de comprometer intereses respetables por entregarse á nobles juegos de arte?
Hoy se le da al teatro una importancia comercial que nunca tuvo. Exigencias del público, de la crítica, de autores y actores—no hablemos de los propietarios,—han convertido en negocio arriesgadísimo, más propio de capitalistas que de verdaderos aficionados al arte, la explotación de un teatro. En estas condiciones, ¿puede depender del criterio artístico, de la crítica, el éxito de una obra? Dejémonos de vanidades. El teatro moderno tiene muy poco que ver con el arte. No se interponga ninguna consideración artística entre el público y la taquilla, como no se interpone entre el comprador y el comerciante una crítica del escaparate. ¿Que esto será el fin de la literatura dramática? No, al contrario; quedarán mejor deslindados los campos. A un[87] lado el arte y la literatura; al otro lado el teatro. Un teatro que sólo aspira al dinero no debe tener más sanción penal que la falta de dinero. La crítica literaria es demasiado honor para él. La mejor crítica de muchas obras es haber llenado el teatro durante 200 noches, y que el autor, para curarse de toda vanidad, llegara á conocer personalmente á los 200.000 espectadores que le han aplaudido, ¡Ay del artista que, cuando más clamoroso oye el aplauso de todos, no sabe percibir la voz de la propia censura!
En Berlín se ha fundado una Sociedad, llamada de Calderón, con el objeto de representar obras de nuestro autor y algunas de otros autores, no menos admirables, nunca representadas en los teatros ordinarios. En dicha Sociedad figuran ilustres personajes, y en la primera función, con el concurso de los mejores actores de los teatros berlineses, se representará La devoción de la Cruz.
[88] Esto en Berlín, donde todos los años se representa mayor número de obras de Calderón y de Lope de Vega que en nuestros teatros. En cambio, nosotros no dejaremos de representar opereta alemana, ni austriaca, en justa correspondencia. Schiller y Gœthe y el moderno Hauptman bien están en su casa. Y que se lleven á Calderón y á Lope. ¡Para lo que van á divertirse con ellos! Mejor sería proponerles, ya que en tan buena disposición se hallan, que se encargaran de celebrar en Berlín el centenario de Cervantes. ¡Fuera cuidados! De aquí les mandaríamos una lucida Comisión y todos los toreros que hicieran falta para una buena corrida de toros.
¡A cualquier hora nos la dan á nosotros de primos! Nos hemos dislocado de risa con una porción de vaudevilles sin gracia y sin fantasía; nos hemos extasiado ante unos cuantos melodramas policíacos sin novedad y sin interés; hemos acogido como armonías celestiales la organillesca musiquilla de cuantas operetas vienesas han querido ofrecernos... Todo ello por venir de fuera y venir consagrado. Pero esto no podía continuar. ¿Qué se diría? ¿Qué éramos público para contentarnos con cualquier cosa? Nada, nada de dejarse sugestionar... A la primera ocasión... Y la primera ocasión ha sido Chantecler. Diríase que, á falta de mayores solemnidades, habíamos querido conmemorar en él la fecha próxima del Dos de Mayo. Lo que no consiguieron bombos y reclamos previos, acabará por conseguirlo la desconsideración[90] de algunos públicos con una obra de noble y elevado arte: imponerla, por fin, á la admiración de todos. ¡Ya quisiéramos que gallos como ese nos cantaran todos los días en nuestros corrales! ¡Para una vez que nos hemos sentido carabineros del arte... de las pocas veces que no venía contrabando!
La palabra de Dios es el silencio, y, si alguna vez comprendemos en toda su grandeza esa divina palabra del silencio, es cuando una mujer linda y graciosa nos dice ó nos canta tonterías desde un escenario. Para admirar una linda hechura de Dios, ¿qué necesidad hay de molestarnos con idioteces? ¿No bastaría con una bien compuesta danza para mostrarnos la gracia de las actitudes? ¿No bastaría con pasar y sonreir? ¿Es preciso más para que una mujer bella enamore? Y, si algo ha de decirnos, sea en una lengua extraña, sólo comprensible como una música... No quiebre el ritmo de una bella armonía el desen[91]tono de las palabras chabacanas. No es la belleza la que ha de acercarse á nosotros; somos nosotros los que hemos de acercarnos á ella, alejándonos de la realidad... Y no es el mejor puente la letra de algún couplet que, sólo se salva de lo canallesco, para caer en lo insulso.
Hasta ahora estuvo considerado el grajo como una de las aves beneméritas de la agricultura, por la gran cantidad de insectos y de alimañas, perjudiciales á los campos, de que se alimentaba. Pero ¡no somos nadie! Ni los estómagos, ni las conciencias, ni ¡ay! los bolsillos—gran estómago de los racionales civilizados—resisten á un minucioso examen. Después de registrado el buche de unos cuantos grajos—los bastantes para dar autoridad á la estadística,—el implacable análisis viene en exonerar á toda la casta de sus preeminencias y consideración sociales como protectora de la agricultura. La cantidad de animalitos dañosos engullidos por el grajo no guarda[92] proporción con la gran cantidad de semillas y de granos que devora. Por lo tanto, no hay para qué respetarle, y, en adelante, pasará á la triste categoría de los perseguidos y cazados sin tregua.
Aplicado este mismo análisis estomacal á muchos grandes personajes y respetables Corporaciones, hasta ahora considerados y respetadas como de utilidad social, ¿no tendríamos el mismo resultado? Lo que protegen por una parte, ¿estará compensado por lo que dañan de otra? ¿No tragarán más grano provechoso que animalillos perjudiciales? ¡Cuánto grajo no estará viviendo por esos campos, de un respeto mal fundamentado! Se impone la autopsia de unos cuantos, á la hora plácida de la digestión, para saber á qué atenernos.
Como siempre que se proyectan grandes festejos, de lo proyectado á lo realizado va... la distancia que hay de las necesidades de Madrid á los cuidados de su Ayuntamiento. No; aquí ni comemos ni nos re[93]ímos. Como festejo extraordinario, ya nos contentaríamos con que nos lavaran un poco.
El problema de la mendicidad—grandes problemas son siempre aquellos para cuya resolución hace falta mucho dinero: el problema de la vida, el problema de las subsistencias, el problema de la enseñanza, etc...—sigue en estudio. Textos en que estudiarle no faltan. Dentro de poco, para poder andar tranquilamente por Madrid, habrá que vestirse de harapos. Será el único modo de que le dejen á uno tranquilo. Añadan ustedes en estos días, á los mendigos de siempre, los electorales: ¡El voto, por amor de Dios! ¡Esta candidatura, que no he comido en todo el año! Ya no sabe uno á quién dice: ¡Perdón, hermano, ó: Estoy comprometido con los socialistas.
¡Grandes días estos para disponer de un aeroplano! ¡Feliz el conde de Romanones, único español á quien no le preocupan los asuntos electorales!
Salvo el género de tropelías, mudanza que los siglos van trayendo, pudo compararse al difunto rey Eduardo VII con aquel otro rey de Inglaterra, Enrique V, héroe de la batalla de Argincourt, protagonista en varios dramas historiales de Shakespeare. Como el alegre y despreocupado amigo de Falstaf y Pistol, supo ser, como rey en su día, muy otro que como príncipe de Gales.
No podría decirse de él que fué el príncipe que todo lo aprendió en los libros. Mucho aprendió en la vida, y no fué desaprovechada la enseñanza. Una buena Prensa le prodiga elogios, que no le regateará la Historia. Estímanse las virtudes de los grandes, y es justo que así sea, por comparación con sus iguales; así no es de extrañar que, con las cualidades que apenas librarían á un señor particular, en la[96] hora de su muerte, del piadoso comentario de alguna buena amiga: ¡Qué descansada se habrá quedado la familia!, la Historia se dé por contenta para proclamar: ¡Era un gran rey!
Si en la satisfacción del triunfo cabe siempre una gota de amargura, ¿habrá dejado de saborear su provechosa medicina el gran D. Benito Pérez Galdós? ¿Cómo puede escapar á su observación lo fácil de una carrera política y lo difícil de una carrera literaria? La primera serie de sus Episodios Nacionales y muchas de sus admirables novelas llevaba publicadas don Benito y no podía contar con el número de lectores con que, sólo en dos años de republicano, ha podido contar de electores.
De lectores á electores hay una sola letra de diferencia; pero ¡qué gran diferencia en números!
Y ¿cómo comparar el mérito de la labor literaria de toda una vida con los merecimientos de dos años de republicano, aun[97]que contemos como literatura y como republicanismo el sinnúmero de cartas de adhesión á todas las paellas tricolores, en torno á las cuales se haya reunido siquiera media docena de republicanos?
¡Cuarenta mil votos! Una duda: de la primera novela que publique, ¿venderá tan fácilmente D. Benito 40.000 ejemplares?
Siempre que un Gobierno sale malparado de unas elecciones, le queda el consuelo que á las mujeres feas y pobres: atribuir á su honradez toda su desgracia. ¡Si yo hubiera sido como otras! ¡Esto me pasa á mí por ser honrada! Ninguna dice: ¡Esto me pasa á mí por ser fea! Que era el caso de la candidatura monárquica en Madrid. Claro es que ser diputado por Madrid significa poco; aquí no hay mangoneo ni caciqueo. Las grandes figuras de la política prefieren sus feudos provincianos. Para Madrid quedan unos cuantos señores de buena voluntad y mejor fe, dis[98]puestos á gastarse muy buenos cuartos. Pero ¡ay! Madrid tiene otras teclas que tocar que los distritos rurales. Aquí se fuma y se bebe todo el año y no se le asusta á nadie con un apremio, ni con un recibo... ¿Será verdad que los electores monárquicos hayan andado despegadillos? Como entre ellos hay gente de dinero y muchos tienen automóvil y el día estaba bueno... Por eso, no será malo, para otra vez, confiar menos en los electores y algo más en los elegibles.
Muchas personas de viso, de esas que se abstendrían, por comodidad ó por abandono, de votar la candidatura monárquica, han andado en estos días poco menos que á media asta con motivo del fallecimiento del rey de Inglaterra. Bueno está vestir á la inglesa y vivir á la inglesa y pagar á la inglesa, pero ¡entristecerse á la inglesa también! Mucho se había divertido el noble difunto, pero no hasta el extremo de que tanta y tan buena gente le llore como á un padre.
[99] Los actores franceses son los que han tenido una ocasión más de exhibirse. No hay uno que no haya sido gran amigo del rey Eduardo y no tenga que contarnos alguna chispeante anécdota. A Febvre, ex socio de la Comedia Francesa, le regaló un bastón; á Réjane, una sortija; Sarah ¡oh, Sarah! le reprendió una vez severamente porque se acercó á ella sin quitarse el sombrero. Siempre fué el teatro la mejor escuela de buena crianza. Pero todos están inconsolables. Le querían mucho.
Menos mal. Ya dijo Hamlet, príncipe muy aficionado al teatro, que más nos valiera tener un mal epitafio que una mala reputación entre los comediantes.
Ya nos ha salido el susto del cuerpo. Es posible que á muchos, sobre todo á muchas, de las que más se regocijaran en la noche de la temida fin del mundo, no les haya salido todavía ó les salga de aquí á unos meses, á mayor gloria y perpetuidad de este pícaro mundo.
Si es cierto lo que asegura Renán en su Abadesa de Juarre, que, ante la muerte próxima, el amor se envalentona y se deja de miramientos hasta decir ¡Fuera cuidados!, esperemos que el cometa Halley, en vez de acabar con el mundo y sus habitantes, nos habrá dado cuerda para mucho tiempo.
La verdad es que, para lo atrasadillos que andamos, según dicen, no hemos sido de los que más se han puesto en ridículo por esos mundos. ¡Estamos tan hechos á pronósticos de nuestro fin! Y siempre es[102] preferible que el mundo se acabe para todos á acabarse uno para el mundo. Mundo tenemos en general, y ojalá tuviéramos vida en particular hasta la llegada de otro cometa, y aun es posible que hasta la terminación de la Gran Vía, y, exagerando un poco, hasta el advenimiento de la República. Las revoluciones, lo mismo en las celestiales que en las terrenales esferas, nunca las traen cometas andariegos y revoltosos, por mucha cola que aparenten. Es preciso algún astro de primera magnitud, y por ahora... todo es vía láctea en las celestiales y en las terrenales esferas.
Para los que se pagan de nombres—República, Monarquía,—ahí tienen á la República Argentina y á su Gobierno viéndose obligados, en plena apoteosis de su engrandecimiento y prosperidad, á declarar el estado de guerra; medida que, con el interés de los más, acaso baste á conseguir una tregua de fiestas patrióticas. Pero el problema queda en pie. Y el problema allí es[103] del mundo entero. Digan unos: Patria; otros: Humanidad, siempre sientan bien estos nombres sonoros y nobles. En realidad, riqueza de un lado, miseria de otro. Más peligroso es el conflicto en esos pueblos jóvenes, adonde llegan todos los días miles de conquistadores de todas las razas y de todos los pueblos. Y conquistadores sin bandera, desarraigados de su patria, á luchar por sí, á enriquecerse, si es posible, en provecho propio... ¿Cómo exigir á tanto egoísmo humano el sacrificio por una idea nacional? No bastan los intereses materiales, opuestos de clase á clase, cuando no de individuo á individuo, á unir voluntades y sentimientos en ese algo inexplicable que se llama ideal nacional. Es ley fatal humana que, en las causas de nuestra grandeza, esté el mayor peligro de nuestra ruina. El talento, el valor, la riqueza, la hermosura tienen en sí mismos su mayor enemigo. La República Argentina es inmensamente rica y generosa. Pero si todos quieren ser inmensamente ricos en ella, ¿bastará toda su generosidad? ¿No tendrá á cada paso un conflicto entro su in[104]terés nacional y tantos intereses de tantos, por desligados de su patria, más desligados de una patria extranjera? He aquí el peligro y he aquí el problema de la República Argentina. ¿Lo que hoy es un gran pueblo, llegará á ser una gran nación? ¿Llegarán á sumarse tantos intereses egoístas en un solo egoísmo ideal? Gran cosa es que en un pueblo todos procuren ser ricos, á condición de que todos también estén dispuestos á morirse de hambre en un día. Con la primera cualidad, dominante en la República Argentina, y la segunda, dominante en España... ¡gran nación!
Millones de flores, que representan millones de pesetas, cubrirán la tumba del rey Eduardo de Inglaterra. Los economistas republicanos, que hallan sus mejores argumentos contra la Monarquía en publicar lo que cuesta el sostenimiento diario de unas caballerizas reales, no dejarán de filosofar ante ese derroche de flores. No pensarán lo mismo las floristas ni los floricul[105]tores. Y siempre que un señor de esos que, por alardear de modestia, deja dispuesto en su última voluntad que no se deposite coronas ni flores sobre su cadáver y que se le entierre con la mayor sencillez, pienso en la oración fúnebre que han de dedicarle los empresarios de pompas fúnebres y los fabricantes de coronas: ¡Vaya con el hombre, á qué hora ha ido á acordarse de ser modesto! Yo creo que la mayor modestia es no disponer nada y dejar á los ricos que hagan su gusto y su voluntad y á los funerarios su negocio. El que uno se muera no es razón para que no vivan los demás. A mí me parece muy bien todas esas flores y ese dinero que se gastan los ingleses. Las flores nunca son caras. Además, los vivos son lo bastante vivos para no dedicar flores al muerto; las flores son á los que quedan.
Recuerdo que á un gran personaje se le murió un sobrinito, y la casa se llenó de coronas y de flores y el entierro llevó el más lucido y numeroso acompañamiento, y decían los familiares de la casa: Si esto es por el sobrino, ¡cuando el señor muera![106] Pero el señor, al morir, no dejaba familia de importancia, ni, de ella, nadie que pudiera dar destinos ni dispensar favores, y al entierro... dos peseteros y los precisos operarios. Señores muertos: nada de consideración con los vivos; admitan ustedes coronas y flores, y á la familia dejarle encargado el entierro de primera y con mucho clero: que vivan todos. Siempre hace bien ver caras alegres en un entierro.
Todo Gobierno, al emitir su respectivo discurso de la Corona, bien puede disculparse, como el aldeano de Molière:—Si digo siempre lo mismo, es porque siempre es lo mismo; que si no fuera siempre lo mismo, no diría siempre lo mismo.
Si los anteriores Gobiernos hubieran realizado todas las bellas y grandes cosas prometidas en sus sendos discursos, nada quedaría por realizar, ni siquiera por prometer, y holgaría un nuevo discurso de discursos (revista de revistas).
Si de la vida dijo Shakespeare que era fastidiosa como un cuento oído dos veces, ¿qué serán estos discursos tantas veces oídos? Así nos hemos acostumbrado á oírlos con el más consecuente escepticismo, reflejo tal vez del escepticismo que suele dictarlos.
En fin, como el escepticismo es puerta[108] entornada, ¿por qué no hemos de conceder á estos discursos siquiera la confianza que ponemos en la lotería? Alguna vez puede tocar. No aspiremos al premio gordo.—El programa ideal. ¿No es eso?—¡Si tocara una aproximación!
En lo que no cabe por esta vez escepticismo es en lo del «vigoroso llamamiento al crédito». Esa es la eterna subida del vino: que nunca mejora de calidad, aunque suba de precio.
Por si no bastaba con un discurso, hemos tenido dos: el de la Corona y el de la coronilla, á cargo del jefe del partido conservador, muy empeñado en llevar vela en este entierro, que bien puede serlo si no hay á tiempo un capirotazo enérgico que apague esas velas y cirios que ya han «deslucido» bastante.
Entre los dos discursos nos quedamos... con el Mensaje de la Asamblea agrícola; de menor resonancia, pero de más sólida y aplicable doctrina.
Próximas á terminar las representacio[109]nes de Novelli en Lara, cerrados muchos teatros de invierno—algunos más propios de verano por la frescura de obras y artistas,—no queda en Madrid más espectáculo atractivo que las sesiones del Congreso y alguna cómica, especial, del Senado, que cuenta para el género con eminentes y acreditados característicos.
Las distinguidas aficionadas al Parlamento, en todas sus manifestaciones, particulares y públicas, ya tienen dónde pasar la tarde y en dónde distraerse hasta el veraneo, retrasado, como siempre por los deberes políticos de los maridos, padres, etc.
El elemento femenino ha de interesarse mucho en la actual legislatura. Hay que evitar la condenación de más de cuatro amigos arriesgados en alguna votación peligrosa. ¡Sería una lástima no poder encontrarse con ellos en celestiales moradas, como ahora en las más elegantes casas, por culpa de un proyecto de ley! Hay liberales muy simpáticos, y hasta con dinero; el partido conservador no tiene monopolizadas estas dos bellas cualidades para brillar en sociedad.
[110] Yo sé que á estas horas hay quien eleva plegarias y hace ofrecimientos por la salvación de algunos ministeriales. No teman las distinguidas intercesoras; llegado el caso, todos han de salvarse, más que por vuestra intercesión, por propia iniciativa, al grito dispersador de: «¡Sálvese el que pueda!» No roguéis por ellos; rogad por vosotras y por vuestros hijos, diremos parafraseando palabras de Jesús. Porque si pudierais ver, como El, en lo venidero, veríais lo que mejor os estaba y les estaba á todos para evitar mayores males. Verdad es que si vosotras tuvierais inteligencia y cultura para comprender estas cosas, hace mucho tiempo que estarían resueltos muchos problemas por sí solos.
El orgullo nacional de los franceses, irreductible, sobre todo tratándose de su arte, se halla muy resignado con ver su París invadido por toda clase de espectáculos extranjeros. Opera italiana, comedia belga, baile ruso; sin contar innumerables artis[111]tas, autores y músicos de diferentes nacionalidades repartidos por diferentes teatros.
A mal tiempo amable sonrisa, y ellos venden por generosa hospitalidad lo que á regañadientes soportan. Claro es que los comediantes belgas son una pobre gente sin pizca de chic, aunque sean más espontáneos y naturales que los amaneradísimos actores franceses, apestantes á Conservatorio y á Comedie Française; que Caruso no puede compararse con los admirables tenores de la Gran Opera, con sus voces de gato pisado... Sólo ante los bailarines rusos humillan su superioridad, y eso porque, según ellos, todo su arte es de la más pura tradición francesa.
Como espectáculo propio no han ofrecido, autores y actores franceses, en estos últimos tiempos, nada más interesante que la pelotera entre Bataille—el nombre obliga, y él se encarga de justificarlo—y la gran Sarah, sólo comparable á la guardia napoleónica en lo de dar que hablar hasta sucumbir.
En París, como en todas partes, se perecen por estos chismes teatrales. Hasta que[112] los Tribunales dieron la razón á Bataille, todo el mundo estaba de su parte; en cuanto tuvo á la justicia por suya, consideraron que ya tenía bastante, y todo el mundo se puso de parte de Sarah. Cuando se atrevió á embargarla sus muebles y los ingresos de su teatro... ¡no se diga! Los mayores enemigos de la actriz se aprestaron á defenderla contra el autor. Se llegó á decir que Bataille había insultado á Francia en la persona de Sarah.
Aquí, por fortuna, no se llevan á punta de embargo estas cosas de teatro, que no valen la pena. Sólo sabemos de un empresario capaz de embargar á sus autores; pero con el mayor cariño y sin dejar por eso de representarles sus obras, para mejor garantía del embargo... Los demás, todos buenas personas. Nos peleamos, hacemos las paces, nos odiamos, volvemos á querernos; pero todo con la mayor modestia, sin indemnizaciones y sin reclamos.
Las mujeres son, por lo general, conservadoras, muy respetuosas con lo tradicional y establecido; pero cuando una mujer da en revolucionaria... Nada menos que todo el sistema planetario nos ha trastornado una distinguida dama, miss Craig, en interesantísima conferencia dada en el Ateneo.
No era la flor que más se había presentado hasta ahora, en el ramo de la sabiduría femenina, ésta de la astronomía. Bueno es que la mujer se vaya poniendo en comunicación con el cielo de mejor modo que con importunas plegarias petitorias. La aparición, mejor dicho, la desaparición, y para nosotros ¡ay! despedida, sin beneficio, del cometa de Halley, á más de su cola natural, se ha traído otra muy larga de discusiones entre los astrónomos. A consecuencia de todas ellas, se inicia el descrédito de algu[114]nas verdades, que ya habían durado lo bastante, para obtener, sin que nadie pueda molestarse, su jubilación y pase á la escala de reserva. Todo nuestro respeto para estas mentiras de hoy, que fueron las verdades de ayer, y aprendamos por ellas á respetar las mentiras de hoy, que tal vez sean las verdades de mañana.
Los estudios de miss Craig son muy serios y no deben tomarse á broma. Sin llegar á las atrevidas afirmaciones de la conferenciante, otros astrónomos de gran renombre han coincidido recientemente en negar las teorías de Newton sobre las leyes de gravitación y de atracción universales.
Por mi parte, celebraría mucho que se salieran con la suya; porque, con todo el respeto á Newton, eso de que cuando uno cae, cae por atracción, me pareció siempre una tontería. Es para escamarse el que á Newton se le ocurriera viendo caer una manzana; desde los primeros días del mundo la manzana fué siempre fruta ocasionada á funestas equivocaciones.
En este caso nada se ha perdido; todo es que los pobres muchachos estudiantes del[115] bachillerato tengan que aprenderse una nueva teoría... hasta otra. Los licenciados y doctores pueden seguir sirviéndose de la que estudiaron en sus libros. Más se ha adelantado en otras materias, de aplicación más inmediata, y hay quien se anda en el Fuero Juzgo y sus equivalentes.
Entre las afirmaciones de miss Craig, la más alarmante es la de que el sol nos ha estado engañando miserablemente. La luz que nos alumbra no es cosa suya. Yo no se cómo no habíamos caído antes en ello, cuando en el Génesis se habla de la creación del sol y de las estrellas, por una parte, y por otra se dice que la luz fué hecha. Con la nueva explicación no hay, pues, que temer un nuevo conflicto entre la Religión y la Ciencia. Más vale así; que bastantes hemos tenido, sin contar con los que esperan al Gobierno con la Nunciatura. Quedan, en cambio, inservibles todos los embustes y ponderaciones:—¡Tan verdad como el sol que nos alumbra!—Inservibles también una porción de odas y de comparaciones. Pero ya verán ustedes cómo el sol continúa viviendo del crédito durante[116] mucho tiempo. Hasta en eso va á parecernos más español: en vivir de las apariencias.
Ríanse ustedes de imperiales cortejos en Roma, triunfos carnavalescos de los Médicis en Florencia, tramoyas del Buen Retiro y pastorales de Versalles. Todo es pobretería en parangón con la admirable carrozada que nos han presentado. Menos mal que sólo estábamos la familia y los amigos, como en función casera, y apenas había entre los espectadores quien no tuviera en la cabalgata un pedazo de su corazón ó una prenda de su guardatrapos.
¿Qué mal aficionado á representar comedias no habrá saludado con emoción aquellas trusas y aquellas pelucas? La intención era buena; pero ya sabemos que de buenas intenciones está pavimentado el infierno y de peores debe estarlo Madrid, según el aspecto de sus calles.
Organizar una cabalgata, presentable á plena luz del día, es cosa que requiere mu[117]cho dinero y mucho arte. Otro hubiera sido el efecto amparándose de las sombras protectoras de la noche y al favorable engaño de antorchas y bengalas. Sin contar con que las fiestas nocturnas son más agradecidas; como que en ellas sí que puede decirse que el espectáculo está en el espectador, mejor dicho, en la espectadora, y lo que se ve es lo de menos. Hay función de fuegos artificiales que no se olvida nunca, y bien sabe Dios que no es por los cohetes. En todo festejo popular hay que atender á estas emociones reconcentradas, por si fallan las exteriorizables.
Con excepciones muy contadas, es tan general como deplorable la afición de los buenos actores á representar malas comedias. ¡Lo que ellos gozan entregándose en cuerpo y alma á la ingrata tarea de levantar muertos! ¡La de esperpentos dramáticos que gozan honores de obras inmortales gracias á la interpretación de algún gran comediante!
[118] Buena prueba es el repertorio que se ha traído Novelli, como para examinar de paciencia á sus muchos admiradores. No hay idea de lo satisfechos que se quedan algunos actores cuando el público sale del teatro diciendo:—Todo muy malo, todo; pero ¡él! ¡El solo! ¡Sólo él! El peligro de este inmoderado afán solitario está en que el público se canse de decir:—¡El solo! ¡El solo!, y se decida á ponerlo en práctica, dejándole solo en efecto. No merece otra cosa la vanidad de algunos comediantes que llegan á creerse que ellos solos son una obra y un teatro.
Para tranquilizar á los cortadores de cupones, los más alarmados al menor síntoma republicano—¡si habrá confianza en la cuadrilla!,—se apresta D. Jaime á estrenar un caprichoso uniforme, regalo de sus esperanzados creyentes. Es de suponer que al regalito acompañe su buen paquete de alcanfor ó su naftalina. De airearse el uniforme habría que convenir en que se ha[119]bían apolillado otras muchas cosas. Que hay polvareda es indudable. Confiemos en que el Sr. Canalejas sabrá servirse del plumero propio y en ningún modo de los zorros que alguien pueda ofrecerle; considere que la opinión está con la escoba levantada y en alguna parte tal vez la tengan pajas arriba y detrás de la puerta, como se usa entre supersticiosos para despedir visitas molestas.
Me preguntan algunos amigos si no diré nada del discurso de D. Alejandro Pidal, en contestación al discurso de D. Leopoldo Cano, de todas mis simpatías, como autor y como persona. ¿Para qué decir nada? Toda la elocuente diatriba contra el teatro moderno, sin demostrar otra cosa que no haberse tomado el trabajo de conocerlo, ¿no es la misma con que ilustres correligionarios de D. Alejandro Pidal, y quizás él mismo, anatematizaron el teatro de Echegaray, el de Sellés y el de Cano? El de este último con mayor ensañamiento. ¿Quién no recuerda la crítica de La Pasionaria, escrita por el buen D. Manuel Cañete, cabeza parlante del grupo ultramontano de la Academia Española? ¿Cómo habían de perdonarle aquello:
[122] Y aquello otro (cito de memoria; pero no es muy mala, á Dios gracias):
Así como así, D. Leopoldo Cano, cuando otros méritos no tuviera, y téngole en muy alto concepto, fué, y esperamos que siga siéndolo, de los autores más valientes y más sinceros de la escena española.
Así lo ha reconocido D. Alejandro Pidal, con todas las cualidades que en otro tiempo parecieran graves defectos. ¡Oh! La Academia no es rencorosa. Basta con dejar de escribir por algún tiempo para que los atrevimientos parezcan moralidades, el «verismo», idealidad y la cáscara amarga hueso dulce. ¿No sabemos todos que á la Academia no llevan las obras que se han escrito, sino las que se han dejado de escribir?
Con tantas graves y grandes preocupa[123]ciones, no es de extrañar que á lo mejor pase inadvertida alguna pequeña enormidad, como la de declarar contrabando un encendedor automático, sin más razón ni fundamento que el perjuicio á un monopolio del Estado. Ya sabíamos que todo monopolio, los hay de muchas formas y clases, era siempre un obstáculo á todo progreso; pero nunca se había declarado tan descaradamente. Según eso, cada vez que encienda usted su cigarro á una llama que no sea la legal de la cerilla monopolizada es usted más contrabandista que los de Carmen. Los encendedores eléctricos de los Casinos y otros Círculos, los mismos aparatos denunciados que, en otra forma, se usan para encender los cigarros de sobremesa, contrabando también; cuando pide usted lumbre á un transeunte, aparte la impertinencia, incurre usted en delito... Con la misma razón pudo declararse contrabando el gas cuando vino á sustituir al aceite y al petróleo, y la luz eléctrica después... Y las empresas de ferrocarriles debieran declarar contrabando el automóvil, porque mucha gente lo prefiere al tren para[124] viajar, con perjuicio de las Compañías... Y, por este sistema, también pueden tener razón los protestantes, aunque les moleste el nombre, contra la ley de los signos exteriores, que también ellos venían disfrutando de un monopolio tan respetable como el de las cerillas.
No sabemos si habrán protestado los fabricantes y expendedores del aparatito en cuestión; pero no sólo ellos, todo el mundo debiera protestar contra esa pequeña enormidad, expresiva muestra de otras enormidades cometidas en nombre de trusts y monopolios...
Nuestro Ayuntamiento, con miras más altas que las aceras y arroyos, se propone limpiar los rótulos anunciadores de toda incorrección gramatical. Por lo pronto, ha ido á fijarse en lo de «carnecería», que les parece anticuado. ¿Anticuado? ¿Por qué? El movimiento se demuestra andando, y el mismo uso constante demuestra que no hay tal antigüedad. Ya sé yo que[125] suena más fino carnicería, sólo que es otra cosa. Ya basta, para los que venden la carne en malas condiciones, hacer carnicería en nuestro estómago, sin anunciarlo por adelantado. Bien está lo de carnecería cuando de vender carne se trata, y déjese la carnicería para luchas de fieras, campos de batalla, operaciones quirúrgicas y otros destrozos en carne viva ó muerta. ¿Qué opina el Chico del Instituto, á cuya autoridad me someto por adelantado?
En cuanto al uso del infinitivo por el imperativo, sí es cosa fea; pero yo, que siempre prefiero lo ordinario á lo cursi y creo que el vulgo tiene siempre razón al hablar, estoy por decir que hasta cuando dice «haiga», hallo el imperativo tan redicho y con un sabor á mandato de rey de teatro: «¡Salid! ¡Llegad! ¡Teneos!», que estoy por preferir el infinitivo, incorrecto y todo. Lo de «Llevar la izquierda», ya sabemos todos que es un modo abreviado de decir: «Hay que llevar la izquierda». No es tan grave falta que no llegue á entenderse lo que se quiere decir. Escritores de muchas letras, y académico alguno, ha escrito:[126] «No reírse, no asustarse». Y, en efecto, nadie se ha reído y nadie se ha asustado. Bien están la corrección y limpieza del idioma por esas calles, mientras llega la limpieza de las calles mismas; pero no vayamos á ponernos tan finos como aquella damisela que, por no usar términos vulgares, solía decir: «Mamá, haga usted la vista gruesa».
Saludemos á dos autores noveles, no desconocidos: los Sres. Godoy y Alberti, triunfadores en el concurso de obras dramáticas abierto, con excelente acuerdo, por el Ayuntamiento y por la empresa del teatro Español. El nombre de los autores, vigoroso poeta el uno, literato de gran cultura el otro, tanto como el nombre de los jurados, garantiza el acierto. Razón hay para esperar la más favorable confirmación por parte del público; aunque un público del que han de formar parte muchos de los concursantes no favorecidos, no es para deseársele á nadie. El teatro Español, por su carácter oficial, por disfrutar de una subvención, es el que menos puede excusarse de admitir obras de autores noveles. Quédese para los empresarios industriales el creer que sólo conviene á su negocio representar obras de autores consagrados,[128] que, á veces, en una sola equivocación perjudican más que favorecieron con diez aciertos. Hay que convenir en que el público, rutinario siempre, es cómplice de las empresas en esto de no interesarse más que por las obras de un limitado número de autores. Si el público mostrara mayor interés por conocer obras nuevas de nuevos autores, yo creo que las empresas procurarían complacerle. Tanto, pues, como vencer la resistencia de las empresas y de los autores monopolizadores, importa vencer la desconfianza del público. Esto sólo ha de lograrse en fuerza de grandes aciertos. Pero es preciso dar facilidades para que sean posibles. Según las mejores referencias, á la obra premiada hay que añadir otras muy estimables entre las presentadas al concurso. Las empresas de los diferentes teatros, en justa proporción, deben admitirlas para su representación en la temporada próxima. Conveniente sería establecer por costumbre, ya que sobre ello fuera algo tiránico legislar, que un mismo autor no pudiera estrenar más de una obra por temporada en el mismo teatro. Nadie[129] iría perdiendo. El público hallaría mayor novedad, los actores evitarían el amaneramiento que trae, sin darse cuenta, el representar obras del mismo corte, y los autores más admirados el peligro de fatigar la admiración, lo más fatigable que existe.
Siempre que asisto que á un banquete, sea de homenaje, sea de confraternidad, aparte la lubina á la mayonesa, que, por lo inmutable, representa el elemento filosófico, la figura más interesante para mi atención es la del camarero. El camarero también es filosófico. ¡Han pasado tantas lubinas patrióticas, políticas y artísticas por sus manos! El camarero y la lubina no tienen convicciones. Saben que hay un mismo menu de homenaje para todos. ¡Qué indiferencia la suya ante las lubinas oratorias, á la hora del Champagne, que tampoco tiene secretos para él! La cocina y las atenciones del servicio, como los bastidores del escenario á los tramoyistas, le han quitado toda ilusión sobre lo que se[130] come y lo que se representa. Suenan magníficas las grandes frases de los discursos, y el camarero, mientras pregunta con voz discreta por su jurisdicción: ¿Cognac ó Chartreuse?, percibe el comentario malicioso de los comensales, que es como el pizzicato burlón que acompaña en sordina la frase apasionada en la serenata del Don Juan, de Mozart.—¡Qué gran batata!—oye el camarero.—¿Decía usted?—¡Ah! Nada... No es á ti... Chartreuse. Y suena un ¡bravo! y no suenan las risitas, ahogadas en un sorbo del licor estomacal. Pero el camarero piensa:—¿A quién se engaña aquí?—No; no es á él, ciertamente, simbólico y significativo en aquel momento; representación de todos los que no tienen puesto en esos banquetes, en donde la más brillante representación de las llamadas clases directoras, sin engañarse ellos mismos, creen haber convencido á los demás.
No hace muchos días indicaba que el ídolo de oro acaso tenía los pies de barro.
[131] El viajero superficial suele deslumbrarse con las brillantes apariencias. Dura y tenaz ha de ser la lucha de los Gobiernos en la República Argentina para vencer al anarquismo; acaso más de una vez peligren en ella sus instituciones democráticas y su generoso humanitarismo. Días de prueba aguardan al ilustre hombre que marcha á presidir los destinos de un pueblo joven, por transfusión de tanta vieja sangre, acaso envejecido antes de tiempo. Salaverría, en su admirable libro Tierra argentina—tan justo de observación y tan artísticamente desapasionado,—celebra y admira la fuerte dignidad del trabajador de allá en los más humildes oficios, tan opuestos á su servilismo, rastrero en ocasiones, de nuestras viejas tierras. Bien estaría esa dignidad si no tocara en desabrimiento. Yo no he conocido nada más desagradable que la gente—mal puede llamarse humilde—de Buenos Aires. Muy impuestos en sus derechos, eso sí; ni toleran una reprensión destemplada ni agradecen tampoco una atención cariñosa. Con lo que se les debe les basta. Pero, como dice Bernar[132]do Shaw, ¿qué sería del mundo si todos nos diéramos á hacer lo justo?
Con esa violenta disposición de espíritu en los de abajo, causa ó efecto de violenta disposición en los de arriba, las ideas anarquistas prenden con facilidad y se propagan con rapidez. ¡Cómo andará ello, que muchas familias distinguidas de Buenos Aires habían decidido quitar casa y hacer vida de hotel por serles imposible tolerar las exigencias de los criados! Durante los treinta ó cuarenta días que permanecí en un hotel conocí veinte criados distintos sólo en en el servicio de mi habitación. En el comedor todos los días veíamos caras nuevas. Un día hubo huelga general; no quedó un solo criado en el hotel; en todos sucedía lo mismo. En uno de ellos no se contentaron con abandonar el servicio, sino que, para causar mayor trastorno, antes de despedirse deshicieron las camas, desarreglaron las habitaciones y estropearon la comida preparada. Todo en uso de su perfecto derecho. Las huelgas de los diferentes gremios no pueden contarse. Ahora empiezan las bombas. A la violencia responde[133]rá la violencia... Ya verán los que murmuran de las Monarquías lo que hace una República cuando llega el caso. Creo que el espectáculo y la lección han de ser interesantes, aunque tal vez no sean provechosos ni aprovechables.
—¿Ha visto usted el sombrero de las mil pesetas?—Aquí no puede decirse del ala, suponemos que entrará todo en el precio.
—¿Mil pesetas un sombrero? Será una tiara.
Aquí sólo algunas señoras de esas que andan ahora tan ajetreadas y todo el año tan trajeadas, puede gastarlos parecidos. Los célebres sombreros de la Maison Virot—hoy dividida en dos razones sociales,—una monada de sombreros, se han cotizado siempre entre los 300 y 500 francos. De esto sé yo una barbaridad; si supiera tanto de otras cosas, hubiera llegado á ser algo. Con el tamaño sobrenatural de los de ahora, no es extraño que suban el precio. Sólo de plumas hay sombrero que se lleva en el adorno[134] un avestruz entero. De modo que, para pagarlo, hay que desplumar por lo menos otro ó poner á contribución toda una manada: á este una pluma, al de más allá otra... Pero ¡si estaremos desquiciados! El otro día, mientras dos señoras iban hablando por la calle, muy acaloradas, de las cuestiones políticas y religiosas de actualidad, pasaron dos curas, y ¿de qué creen ustedes que iban tratando? Del sombrero de Ursula López. ¿Se convencen ustedes, señoras mías, de que no peligra nada fundamental?
No es cualidad española el proselitismo. Nos damos tan mala maña al sostener nuestras ideas y doctrinas, que sólo sabemos exponer lo esquinado con toda su hiriente dureza, en vez de suavizar las aristas con blandas redondeces. Más prontos al brusco ataque que á la serena defensa, aún no hemos llamado con nuestra voz cuando ya hemos espantado con nuestros gritos. Hablamos para los nuestros, que son los que menos necesitan oírnos. No es á los que piensan como nosotros á los que importa convencer, sino á los que piensan del modo contrario.
Tuvo su mayor enemigo el socialismo en la vulgar opinión obstinada en confundirle con el anarquismo. Empezaba á desvanecerse la confusión; los más temerosos iban perdiendo el miedo; se presentaba la ocasión para no dejar sombra de esos infun[136]dados temores. Al socialismo podrá faltarle en mucho tiempo, para ser realidad posible, la base de bondad humana que presupone su soñada organización social. Esta es su mayor equivocación: suponer que una nueva organización social pueda ser causa de una nueva condición humana, cuando sin duda es todo lo contrario. Sin mejorar al hombre, ¿cómo es posible mejorar la sociedad? Ni las instituciones ni las leyes son varas mágicas de virtudes. Pero, en fin, cuando los hombres sean mejores, por selección natural ó por cultura artificial y científica, el socialismo se impondrá por sí solo, que es el modo mejor de imponerse sin imposición. Entretanto, y hay tiempo para ello, más conviene que crean en nuestra bondad que en la bondad de la idea. El guía de los socialistas en España, al sentarse por primera vez en el Congreso, debió procurar ante todo que el enemigo, el contrario, esto es, el buen burgués, acabara de perder el miedo, tranquilizándose, en comunicación directa con el fantasma, que no es cosa del otro mundo, aunque puede serlo de otro mundo... Porque, si el buen[137] burgués no se convence, ¿qué piensan hacer con él los socialistas en el día del triunfo? ¿Aniquilarle? ¿Someterle como á siervo ó esclavo? Siempre vendríamos á parar entonces en que media humanidad seguiría fastidiada por la otra media; y el ideal socialista es la felicidad para todos, que lo de ser unos felices y otros desgraciados, y cada uno á ratos, es ya cosa resuelta desde que se organizó la primera tribu. Al socialismo hemos de ir todos sin violencia, por inclinación natural; su doctrina ha de ser de amor, y no de odio; atrayente, y no repulsiva. Bien está descubrir nuestras humanas debilidades ante los amigos y los convencidos. Para algo son amigos y están convencidos. Pero ante los contrarios hay que mostrarse en la más divina apariencia; de otro modo, más vale seguir oculto entre nubes. El socialismo iba ya pareciendo al medroso burgués cosa distinta del anarquismo. ¿No ha sido una imprudencia volver á la confusión y al equívoco? Mal predicador el que sólo consigue hacerse oir de los creyentes; á los descreídos, á los descreídos es á los que hay que llamar[138] y convencer. Pero ¡ay!, ya lo dije, el proselitismo no es cualidad española.
Un nuevo libro del doctor Gustavo Le Bon—La Psicología política y la Defensa social—es libro que todos los políticos debieran leer con detenimiento. De muy provechosa enseñanza y de más provechosa meditación.
«La psicología política—dice Le Bon—enseña á resolver los problemas planteados diariamente, á discernir cuándo se debe ceder y cuándo oponerse á las exigencias populares. Los hombres de estado, por lo general, ceden ó resisten según su temperamento.» Detestable proceder. Es preciso resistir ó ceder según las circunstancias. No hay nada más difícil ni de más graves consecuencias en la psicología política.
Y más adelante: «¿Es más fácil transformar una sociedad que cualquier otro organismo viviente?» La respuesta afirmativa á esta pregunta ha dirigido toda nuestra política desde hace un siglo y continúa[139] dirigiéndola. La posibilidad de rehacer las sociedades por medio de nuevas instituciones fué siempre evidente para los revolucionarios de todos los tiempos, para los de nuestra gran revolución sobre todo; lo es también para los socialistas. Todos aspiran á reconstruir la sociedad según planos trazados por la razón pura. Cuanto más progresa la ciencia, más contradice esta doctrina. Apoyándose en la biología, en la psicología y en la historia, nos dice «que nuestros límites de acción sobre la sociedad son muy restringidos; que ninguna transformación profunda se realiza jamás sin la acción del tiempo; que las instituciones son la envoltura exterior de un alma interior, y toda institución, lejos de ser el punto de partida de una evolución política, es solamente el término. La debilidad de los pueblos latinos consiste en creer, como dogma, que basta con cambiar las instituciones para modificar el espíritu de un pueblo».
Todo ello, y mucho más que trae el libro, no será de gran novedad, y de puro sabido, lo tendrán olvidado nuestros políticos[140] y gobernantes; pero no vendrá mal un repasillo; el buen doctor Le Bon tiene para todos, porque la Ciencia no se casa con nadie, y la Verdad nunca fué de una sola pieza: hoy es monárquica, mañana republicana, puede ser socialista, puede ser individualista... Por eso los hombres de ciencia, son siempre de cuidado en un partido político. Ya se convencerá el doctor Salillas, digo, ya le convencerán sus correligionarios, si no procura ir olvidando en sus futuros discursos que es hombre de ciencia antes que republicano.
Hay crímenes que, en su misma monstruosidad inexplicable, llevan quizás la única posible atenuación... No obstante, todos han querido arrojar su piedra sobre la madre enloquecida que arrojó á su hijo recién nacido por el balcón. ¡Horrible! ¡horrible! Pero todas esas buenas vecinas que, llenas de noble indignación, hubieran llegado á arrastrarla al salir, después de haber matado á su hijo, ¿están seguras de[141] no haberla atormentado con burlas y rechiflas si, unos días después, la hubieran visto salir con él en brazos? ¿Saben ellas lo que pudo pesar en la infeliz deshonrada, á la hora del delito, la imagen de esas buenas vecinas, pequeño mundo, pero ¡un mundo en fin! murmurador y maldiciente.
¡La honra de las mujeres! ¡Pobre honra, que puede olvidarse en el beso de un amante y no puede olvidarse con el beso de un hijo!
Han surgido algunas dificultades para la reedificación del teatro de la Zarzuela. Por una vez—una vez no hace costumbre—quiere llevarse á punta de lanza lo ordenado sobre construcción de teatros. Aparte de que en este caso sólo se trata de reconstruir, reciente está la edificación del teatro Lírico, hoy Gran Teatro, sin ajustarse á las rigurosas Ordenanzas. No hablemos del sin fin de teatrillos que, á sombra y entre sombras, de estar destinados á exhibiciones cinematográficas, donde, entre paréntesis, son mayores los riesgos de incendio, han venido á parar, por exigencias del negocio, en verdaderos teatros, sin más condiciones de seguridad que falta de concurrencia.
Como decía un empresario de un teatro provinciano al gobernador, que le ordenaba toda clase de reformas en el teatro,[144] según oficio, «para evitar todo peligro ocasionado por las grandes aglomeraciones...»:—¡Ay, señor gobernador; deme vuecencia primero esas grandes aglomeraciones, y yo haré las reformas!—En efecto, la marcha de los negocios teatrales no da para pedir muchas gollerías. Exigir que un teatro presente sus cuatro fachadas libres de toda vecindad es tanto como prohibir que se edifique ningún nuevo teatro en sitio céntrico de las grandes poblaciones. Al precio que están los terrenos, sólo más allá de la Ciudad Lineal puede levantarse un teatro con ese requisito.
No son los teatros los únicos locales peligrosos, para que con ellos se extremen las precauciones. Su mayor peligro está en la aglomeración de que antes hablábamos; peligro, para desgracia de los empresarios, tan poco frecuente. Y, dados la aglomeración y el peligro, sin la serenidad y cordura del público todas las seguridades y precauciones son inútiles. Alocado por un peligro, real ó imaginario, el público, tanto vale una puerta como dos docenas, si todos quieren escapar por la misma.
[145] Un teatro como la Zarzuela, reedificado con materiales modernos, puede ofrecer la suficiente seguridad, en lo humano, sin la condición dificultosa de las cuatro fachadas. Con una buena, y con vistas al verdadero Arte nacional, podemos contentarnos. Cuatro tiene el teatro Real, propiedad del Estado, y de ellas, tres dan á Italia, una á Alemania... y la ópera española en el sotabanco.
Si los trompis entre el boxeador negro y el blanco, con el triunfo del colosal negrazo por remate, no tuvieran su significación simbólica, sería para reir ó para indignarse, según temperamentos ó estado de fondos, la agitación promovida en los Estados Unidos á consecuencia de la interesante lucha. Pero ¡ay! que esa lucha entre dos campeones de las distintas razas puede ser mañana sangrienta lucha general de las dos razas. Es natural que el anticipo triunfal del negrazo les haya sentado tan mal á los blancos. Malo, si los negros dan en civili[146]zarse; peor, si dan en dedicarse á brutos. Cultivando la inteligencia, aun podían tardar algunos años en igualarse con los blancos; pero si sólo cultivan los puños, pueden adelantarse en muy poco tiempo. Y si continúan pagándoles tan bien los puñetazos, reunirán muy pronto dos grandes fuerzas: los puños y el dinero. Confiemos en que algún gran banquero ó negociante de los Estados Unidos se dé buena maña para estafar al negro vencedor el dineral premio de su hazaña, y podremos afirmar todavía orgullosos la superioridad de la raza blanca.
En esto de las barbaridades nacionales sucede como con los vicios y las ridiculeces: las peores son las de los otros. Para el aficionado á toros no hay nada tan estúpidamente cruel como una riña de gallos, y viceversa; nosotros nos escandalizamos ante los boxeadores, y por ahí se espantan de nuestras corridas de toros. De esa diferencia de apreciaciones viven los moralistas, mientras el mundo vive de la precisa[147] moral que le basta para no concluirse, que es á lo que se tira, y vamos viviendo. Los artistas han convenido en que lo más pintoresco y característico de cada pueblo es la roña, sea material ó espiritual. Extasis ante unas piedras viejas, transporte místico ante una capa parda, deliquio supremo ante una salvajada con mucho carácter. Que tienen mucho carácter suele decirse de los que lo tienen malo. En los pueblos es lo mismo que en las personas. ¿Un pueblo de mucho carácter? Ya saben ustedes lo que les espera: comer mal, dormir peor y alguna pedrada. ¡Oh! ¡Pero cómo perdería carácter si la civilización descolorida y niveladora llegara hasta allí!...
Por fortuna, hay carácter para mucho tiempo en todas partes, y no somos nosotros de los menos favorecidos.
Esta eterna lucha entre un Arte que prefiere para su inspiración lo característico tradicional, como si quisiera perpetuarlo, á despecho de la misma vida, con un Arte,[148] por más atento á nueva luz quizás mas desorientado, sostiene y sostendrá por mucho tiempo en interesante actualidad la llamada «cuestión Zuloaga». Sobre ella, como toda gran obra de Arte, camino de esa eterna actualidad que se llama inmortalidad, está la obra del pintor insigne, cuya gloria nada puede temer de las discusiones. Pero entre el Arte que nos dice: «Esto ha sido», y aun el que nos dice: «Esto es», y el Arte que nos dice, visionario y profético: «Esto será», si los dos pueden ser igualmente admirables como Arte, como obra social, ¿cuál será preferible? Sí; aun hay otro más admirable y fecundo: el Arte todo voluntad, todo acción, de la voz creadora, como voz de Dios, la que sabe y puede decir: «¡Sea!»
Ha sido un brillante torneo oratorio, más cañas que lanzas, la contestación al Mensaje de la Corona. Como sucede tantas veces en estas discusiones, los árboles no han dejado ver el bosque y las frondas y floreos oratorios no han dejado oir la contestación al Mensaje, que, siendo de lo que debía tratarse, es de lo que menos se ha tratado.
El Gobierno ha podido decir en esta ocasión: «A salvo está el que repica». Los tiros más certeros han pasado sobre su cabeza para ir á caer sobre los conservadores. Sólo algún ligero achuchón ha menoscabado su flor de azahar. Si los obispos, los rifeños y los huelguistas no se alborotan demasiado durante las vacaciones, tenemos virginidad hasta la reapertura del Parlamento.
[150] Un corresponsal en Madrid del periódico parisiense Comedia, á propósito de una velada musical celebrada en el Ateneo, en que, según parece, se aplaudió mucho la música española y no tanto la francesa, se lamenta de la creciente galofobia de los españoles. Una distinguida dama francesa me escribe quejándose de lo mismo; dice que ha ido coleccionando en estos últimos tiempos infinidad de textos de escritores españoles, patente muestra de nuestra animadversión hacia los franceses. Tal vez sea muy voluminosa esa colección de recortes galófobos; pero; ¡vamos! que si algún español se hubiera entretenido en anotar y recortar textos franceses en que se nos ridiculiza, zahiere y calumnia... sí que hubiera levantado un buen proceso.
La imaginación de los franceses ve enemigos y espías por todas partes.
No es para tanto nuestra supuesta galofobia. De esos mismos escritores, citados por mi quejosa dama, podría yo recordar grandes elogios y ditirambos de admiración por Francia y por los franceses. Yo mismo he defendido el Chantecler, como[151] verdadera obra de arte, del injusto desprecio con que fué tratado por el público madrileño. Y hay que convenir en que las más violentas y despreciativas críticas vinieron de París. En más de una ocasión he defendido también á la mujer francesa en general, y á la parisiense en particular, de las calumnias de sus mismos novelistas y autores dramáticos. ¿Son también galófobos? Sabido es que el batallador Brieux escribió La francesa para protestar contra esa falsa atmósfera creada á la mujer por una literatura más literaria que verdadera.
Cierto es que las censuras del extraño molestan más que las del compatriota, pero no se dirá que aquí hemos llegado nunca á la intervención enojosa ni á la invención sin fundamento.
Por mucho que digamos, cronistas y escritores de costumbres, de los extranjeros, más decimos de nosotros mismos. No podrá acusársenos de parcialidad ni apasionamiento. Tal vez pequemos de exagerar nuestros defectos y debilidades, y acaso demos con ello lugar á que el extranjero los agrande y divulgue, por aquello de:[152] «¡Cuando ellos lo dicen!...» Por lo demás, censuremos á propios ó á extraños, loca vanidad sería la del escritor que creyera en la eficacia de sus censuras. Como dice Regnard—ya ve usted cómo conozco y admiro á sus clásicos:
Y quien dice París, dice el mundo entero.
Todos los años, al terminar el concurso para adjudicación de premios en el Conservatorio de París, vuelve á plantearse la discusión sobre las reformas necesarias, tanto en el sistema de enseñanza como en el de concursos. Y de nuestro Conservatorio, ¿no podía decirse algo? Nada entiendo de música y no seré tan atrevido para despeñarme por el disparate libre, en cuanto á la enseñanza musical se refiere. Doctores, licenciados, y aun bachilleres, tiene la Iglesia que sabrán solfear y armonizar donde hiciere falta.
Pero la enseñanza de la mal llamada—es decir, por desgracia, bien llamada—declamación, no puede ser más deficiente. A gritos, más ó menos declamatorios, está pidiendo una reforma. Cualquiera es buena; desde la radical de la supresión, por inútil, hasta una nueva y completa organización, con vistas á la utilidad y mejor aprovechamiento del dinero; supongo que poco, pero hasta ahora mucho, por mal empleado.
Bien sabemos que un Conservatorio, como ningún Centro docente, por sabia que sea su organización, no es incubadora de genios, si falta la primera materia en la calidad del huevo. Pero como el genio es ave rara y él solo se basta para «levantarse, crecer, tocar las nubes», hay que pensar—aparte de que al genio tampoco le sienta mal un poco de disciplina y artificial cultura—en los talentos modestos, en las medianías discretas, que de ser bien dirigidas á no serlo ó á serlo viciosamente, puede ir la diferencia de la absoluta nulidad á una perfecta imitación del mismo genio, con la ventaja de ser su talento más reposado y consciente; condiciones de gran importan[154]cia en un arte de interpretación como el arte escénico.
¡El genio es tan peligroso en el teatro que yo me atrevería decir que es temible! De los genios me libre Dios, que de los malos cómicos me libraré yo.
Ante todo, se impone la selección física. Por espiritualistas que seamos, hay que atender á la belleza corporal. Nada de piernas cortas y cabezas gordas, por mucha luz intelectual que las ilumine. Nada de voces chillonas y gangosas, por mucho que prometan «hacernos de reir» en grotescas farsas. Después, cultura general; más que cátedras, conferencias variadas de literatura nacional y extranjera, de pintura, escultura, elegancia social, etc. Después, práctica, práctica y práctica. Nada de maestros actores, que sólo enseñan sus defectos y amaneramientos; un buen director de escena, persona competente, de buen gusto, y á estudiar y á representar obras. El teatro Español como teatro de ensayo, donde los alumnos, en funciones populares, de convite ó con rebaja de precios, representen obras del teatro antiguo y moderno.
Al estudio de nuestro teatro antiguo debe concedérsele la mayor importancia. Nunca se estudiará bastante. Da grima ver que la mayor parte de nuestros modernos actores no saben decir un verso con sentido del ritmo; y como el ritmo es todo, en arte, en verso, en prosa, en lo espiritual y en lo físico, sólo son capaces de decir chuladas y vulgaridades.
Ya sé que el ministro de Instrucción pública tiene asuntos más importantes á que atender; pero yo sé que el Arte tiene en él un enamorado. Si la política le permite algún descanso en este verano... acuérdese de sus amores.
De plañideras y de Casandras de pan llevar han motejado conspicuos conservadores á los espíritus compasivos que se permitieron llorar por los muertos de la última campaña. Y no habían terminado de fulminar su indignación contra los compasivos, cuando, á propósito del atentado de que ha sido víctima su ilustre jefe, ¡ríanse ustedes de Casandra, de Jeremías y de cuantos lloraron calamidades y profetizaron desdichas! Esto demuestra que todos somos plañideros á nuestra hora y cuando nos duele, y nada más fácil que hacer de héroe impasible cuando los almendrazos no son en nuestro barrio.
El Estado sólo tiene un nombre terrible y amenazador para estos pueblos: el Fisco.[158] Faltan carreteras y caminos vecinales, faltan escuelas, falta higiene, falta policía; pero el Estado exige siempre: es la quinta, es la contribución con sus apremios y sus embargos y la miseria y la ruina...
Llega el Fisco implacable á coronar el trabajo de la penosa recolección. El que nada dejó, se lo lleva todo. ¿Llamaremos también á estas madres, llorosas por el pan de sus hijos, Casandras de pan llevar? Por fortuna, aquí no amenazan... todavía. Pagan, como trabajan y como viven, resignados. Hasta la fuerza necesaria para cobrar lo debido le es barata al Estado.
Nos asustamos una vez al año de lo que sucede siempre sin que nadie se asuste ni lo advierta. Los buenos burgueses disfrutan de su veraneo protegidos por los mausers. Los fusiles protectores y la protesta amenazadora están ahora á la vista y frente á frente. Pero ¿es nunca otra cosa? Ese el estado natural y permanente de esta sociedad humana. Por suerte de los buenos burgue[159]ses, la carlanca basta para que unos cuantos lobos desconozcan á sus semejantes y se crean perros al servicio del amo. ¿Qué piden los huelguistas? Gollerías, de seguro; puede que hasta quieran veranear.
El Estado permanece neutral, no cruzado de brazos, sino armas al brazo, que es una neutralidad especial. Su papel no es muy airoso. Me recuerda á un filosófico sereno que, presenciando á altas horas de la noche una acalorada disputa entre una Venus y un Marte, por no sé qué tratos y contratos amorosos, sólo les aconsejaba paternalmente á la luz del farol colgante de su chuzo: «¡Arreglarsus, chicos, arreglarsus!»
Emilio del Villar, desde las columnas de Nuevo Mundo clama una vez más—esperemos que no siempre sea en vano—contra lo que pudiéramos llamar obstáculos tradicionales de nuestra Biblioteca Nacional. Defendida como fortaleza contra los naturales ataques del ansia de cultura y el deseo de ilustración, el denodado asaltante es trata[160]do como enemigo, sin consideración alguna. Hay que terminar de una vez con tanta rutina y tanta corruptela. ¿Qué significa eso, en pleno siglo xx, de dividir las obras en obras de estudio y en obras literarias? ¿Y el ocultar los índices, como nefando secreto, y las malas caras y los peores modales?...
Ahí tiene ancho y fácil campo donde laborar el ministro de Instrucción pública, con aplauso de todos y sin gravar el presupuesto. Las buenas maneras van baratas. Y ahora que una Sociedad bienhechora nos abarata la luz, ¿no será hora de que la Biblioteca esté abierta por la noche? Más se conseguiría con esto, en bien de la cultura y de las costumbres, que con la creación del Teatro Nacional, por ejemplo. Pero modernícese esa Biblioteca; sea un verdadero salón de lectura á la moderna: con periódicos, revistas; todo asequible, todo fácil...
¿Falta personal y al existente sería injusto pedirle más horas de trabajo? Yo sé de muchos señoritos, tan intelectuales como desocupados y aburridos, que con mucho gusto prestarían servicio voluntario, con el[161] mayor gusto y no menor inteligencia. No es menos glorioso ser soldado de un ejército de paz y de cultura, que serlo en el campo de batalla.
Son tantos los jóvenes de todas las clases sociales á los que oigo lamentarse de continuo: «¡Si la Biblioteca estuviera abierta por las noches!» ¿Será más difícil que abrir un nuevo cine?
Estamos de una castidad escandalosa. ¡Si todo fuera virtud y no falta de dinero! Nada menos que ola hay quien llama á la docena de novelas, algo subidas de tono, que se publica por término medio un año con otro. No es para tanto, y hay que confesar que, hasta ahora, la ciénaga es muy vadeable. Como sucede siempre, los mejores propagandistas del género son los escandalizados, que vienen á ser los verdaderos escandalizadores. Lo malo es que hay quien no distingue y confunde las obras esencialmente pornográficas con otras muy estimables en que la pornografía es sólo un accidente artístico y necesario.
Con la reputación de las novelas modernas es imposible acompañarse de ellas para lectura de viaje, de playa ó balneario. Y es lástima; porque no hay nada como un libro para iniciar una conversación, y con una de estas novelas siempre hay tema indicado.
Las preferencias literarias, cuando son sinceras, y cuando no lo son, doblemente, nos abren de par en par á nuestro interlocutor ó interlocutora. Con una viajera que haya leído ciertos libros, se puede hablar de todo. Si ha leído los de Felipe Trigo... pues no hay más que hablar. Si ha leído á Gabriel D'Annunzio... más vale callarse; ella se lo dirá todo. Desconfiad de las señoritas que leen la «Biblioteca Rosa» en público; son las mismas que tienen empezada una labor desde hace cinco años y sólo dan puntada cuando hay visita de novio probable.
¡Ah! Cuando regaléis un libro á una joven, que sea un libro que pueda interesar á su mamá ó á su institutriz.
El espíritu público es infantilmente novelero; agradece cuanto le divierte, le conmueve, le apasiona y hasta le atemoriza por unos días; pero no conviene pretender usufructuar su atención durante mucho tiempo. Hay que evitar la frase desdeñosa, muestra inequívoca de su desvío: «¡Ya es una lata!» Todo esfuerzo para reconquistar después la atención es en vano. Aun los espíritus que se juzgan más inquietos tienden á la quietud y, más que los accidentes que alteran la monotonía de su vida, agradecen esa misma monotonía, que justifica mejor sus lamentaciones, por verse obligados á soportar una vida sin accidentes y sin inquietudes.
Los huelguistas de Bilbao no han tenido en cuenta, al ejercitar su propia resistencia, la escasa resistencia de la atención pública. ¿Es que no se iba á hablar de otra[164] cosa durante el verano? Es mucha pretensión. Por el pudor de los contrastes, teníamos olvidada á la mejor sociedad que veranea y luce por esas playas sin otra esperanza de mejor recompensa que nuestra envidiosa admiración. Dejen, dejen ya los huelguistas su triste papel de aguafiestas ó acabarán por perder hasta la simpatía de los más sentimentales. Las bellas y elegantes damas ya no dirán: «¡Pobre gente!», los gobernantes empezarán á juzgaros como perturbadores, el honrado comercio os culpará de sus pérdidas, molestaréis á los buenos aficionados á toros. Recordad la frase de Shakespeare: «¡Qué hermoso es tener las fuerzas de un coloso y no usar de ellas!» Vosotros diréis que, por ahora, son los patronos los que tienen esa fuerza y ellos son los que mejor pueden aplicarse la frase.
El verano es la estación de los milagros financieros más sorprendentes, por venir después de los milagros del invierno, ya[165] bastante incomprensibles. No es extraño que viaje mucha gente; pero ¡alguna!, ¡tanta! ¿No podrían hacer el favor de comunicarnos el secreto, como esos filántropos que ofrecen un remedio maravilloso con sólo enviar un sello para la contestación? ¿De dónde saca el dinero mucha gente? El viajar cuesta cada día más caro; los multimillonarios americanos, al desperdigarse por este viejo mundo, han vuelto locos á los hosteleros, alquiladores de coches, sastres, modistas, joyeros y toda clase de comerciantes en frivolidades. Regiones tranquilas, como la pastoral Suiza, famosa antes por sus razonables precios, se han puesto, con la invasión de los dollars, por las cumbres de sus montañas. De Francia, de Inglaterra, de Bélgica, no hablemos. En los hoteles todo es extraordinario; en los trenes, lo mismo; en los espectáculos, no se diga; en cualquier barraca más ó menos decorada con los sonoros títulos de Kursaal, Music-Hall, Luna-Park, etcétera, cuesta la entrada tanto como costaba en otros tiempos oir á la Patti ó la Lind; eso la entrada, que, después, entre[166] guardarropa, programa, propina por aquí y socaliñas por todas partes, con sacar dinero durante el espectáculo no hay tiempo ni manos para aplaudir, por mucho que nos complazca. Y donde no han llegado los americanos, los presienten. Han llegado los automovilistas, que es lo mismo para los efectos de ir soltando dinero con bocina. ¿Dónde están ya aquellas Arcadias veraniegas que hicieron las delicias de nuestros abuelos y adonde llegaban los aldeanos, como los pastorcillos de Belén, á ofrecer al forastero toda clase de caza y pesca, huevos y laticinios, frutas y hortalizas, por lo que tuvieran voluntad ó algo menos? Verdad es que entonces sólo veraneaban las gentes en mediana posición. Los ricos se recogían en sus fincas de campo ó casas solariegas... Pero ahora los que viajan y corretean por el mundo son los que no tienen mucho dinero y los que no tienen dos pesetas, que, naturalmente, son los que dan menos importancia al dinero. Así lo han puesto todo imposible para las personas modestas. Ya es triste vivir; pero viajar sólo con lo preciso, es verdaderamente ver[167]gonzoso. ¡Eche usted lujo! Menos mal que, si por cada dos familias hay una que se arruina, por cada tres hay algún miembro dedicado á la usura, que, después, por combinaciones de herencias ó de matrimonios, vuelve á hacer la felicidad de dos familias. En el mundo no se pierde nada. Donde se hunde una casa suele levantarse una manzana. Es toda la amable filosofía de muchos veraneos incomprensibles.
Nunca ha justificado una Exposición su nombre como la de Bruselas. ¡Vaya si ha sido exposición! Era lo único que necesitaban las Exposiciones para acabar de desacreditarse. Los que de cualquier suceso casual deducen rotundas afirmaciones, no dejarán de categorizar toda Exposición entre los grandes peligros. ¡No más Exposiciones! Siempre nos sucede lo mismo, ahora que andamos en Madrid preparando una, al cabo de los años. Los mayores progresos son atrasos cuando llegan á nosotros. ¡Es mucho sino! Implantamos instituciones, leyes y reformas cuando están desacreditadas por esos mundos. Venimos á ser las Américas de Europa—en el mal sentido de la palabra Américas.—Verán ustedes; ahora que hemos dado en irreligiosos, es cuando la religión está más á la moda en todas partes. En los Estados Uni[170]dos se hace gran consumo; en algo se ha de conocer el dinero. Con eso y con que el mejor día empiecen á encargar Comunidades desde el Japón como antes encargaban acorazados... Y es que no debe desecharse nada; todo debe conservarse, como los sombreros de copa; las modas vuelven cuando menos se piensa. ¿Creen ustedes que no volveremos á ver miriñaques?
Algo significativo es que el incendio de Bruselas haya respetado la instalación de España. El fuego no es rencoroso. ¡Buena ocasión para haberse vengado de las muchas hogueras por nosotros encendidas en Flandes! Hogueras con las que pretendimos prolongar el ocaso del sol, que se ocultaba ya para España en aquellos dominios... En Flandes se ha puesto el sol. ¿No es verdad, amigo Marquina? Pero antes ¡cómo pusimos nosotros á Flandes!
Ahora ha sido la electricidad el Felipe II. La civilización es también un gran tirano. Ello es que los buenos flamencos, por no perderlo todo, se aprestan á reedificar lo destruído; y, si no les fuera posible, ya ponderan como gran atractivo la[171] contemplación de las ruinas. Acaso tengan razón. ¡De tantas cosas, lo mejor es las ruinas! Sólo que las ruinas de los edificios modernos suelen llamarse escombros. Para ser admirado como ruina hay que haber tenido vida durante mucho tiempo. Esta consideración es de mucho consuelo para algunas naciones y para muchas señoras.
Entre los chismes teatrales, precursores de toda temporada cómica, el más sabroso es, sin duda alguna, el referente á la rescisión del contrato del teatro Español, solicitada por varios concejales y fundada en supuesto incumplimiento de algunas bases. Muy loable es el celo del Municipio en esta ocasión, y no me atrevo á calificarlo de excepcional porque supongo le aplicará con el mismo rigor á todos sus contratistas. Pero en este asunto del teatro Español no parece que las raspaduras al contrato hayan sido de tanta monta en la temporada última como en otras de mangas y capirotes, con mensaje final de gracias y todo, de[172] parte del Ayuntamiento complacido. ¿Qué puede decirse? ¿Que las obras del teatro antiguo no fueron presentadas tal y como se escribieron? ¿Tanta prisa corre desacreditarlas? ¿Que no todas las obras clásicas representadas fueron precedidas de una conferencia, como se había ofrecido? Y ¿para qué vamos á engañarnos? Eso de las conferencias es molestar á los vivos sin honrar gran cosa á los muertos. Lo cierto es que la temporada, contra los pronósticos de muchos, fué provechosa y brillante. Téngase en cuenta que el teatro fué adjudicado con sólo un mes de anticipación á su apertura; cualquier falta sería muy disculpable en esas condiciones. Fueron estrenadas obras muy estimables, decorosamente presentadas; entre ellas, Casandra, con la que no se hubiera atrevido ninguna otra empresa de las de abono aristocrático. Bueno fuera que, después del gran servicio prestado á la causa democrática con las representaciones de dicha obra, pudiera decir la empresa, con un Ayuntamiento tan republicano y tan socialista, que así paga el diablo á quien bien le sirve. Fueron también[173] representadas obras de autores jóvenes, como López Pinillos y los hermanos Cuevas; Borras obtuvo grandes triunfos en obras de muy distintos géneros. ¿Qué más puede pedirse? Mi opinión no puede ser más apasionada. Ni allí estrené obras, ni he de estrenarlas en esta temporada, ni la compañía cuenta con muchas obras mías en su repertorio. Pero bien está San Pedro en Roma—con Merry y todo,—y bien están la Cobeña y Oliver en el Español mientras más desapasionada. Ni allí estrené obras, ni he de estrenarlas esta temporada, ni la empresario dispuesto á realizar maravillas de arte, dígase con franqueza y rómpase el contrato, sin buscar más pretexto ni fundamento que la municipalísima gana. Pero si no es así, y cuando apenas falta un mes para comenzar la temporada, deben moderarse los impacientes y templarse los rigurosos.
Y aunque en algo se hubiera faltado al contrato, recuerde el Municipio, al tratar con sus contratistas, las sentidas palabras que pronuncian los reyes en el indulto del Viernes Santo, y digan parafraseándolos:[174] «¡Los perdono para que Madrid me perdone!»
El correo nuestro de cada día nos trae ruegos y peticiones—diríase el conde de Casa Valencia en el Senado.—Diga usted esto, hable usted lo otro, proponga usted lo de más allá... No, mis amables sugeridores; es muy desagradable el papel de soplón y «acusica», y no es cosa tampoco de que el cronista ande hecho siempre un guardia de policía urbana. En España todo se espera y para todo se confía en el Gobierno y en la Prensa, sin perjuicio de achacar á uno y otra, según sopla el viento, la culpa de todos los males. Con el sufragio universal y el voto obligatorio, todos tenemos nuestros diputados y nuestros ediles á quien dirigir peticiones y quejas. Sin contar con que todos tenemos en la lengua un rotativo de tirada ilimitada. Esto de servir de libro de reclamaciones sólo ocasiona disgustos y antipatías. Además, cuando cree uno haber complacido á la generalidad, ha[175]ciéndose eco de sus pretensiones, como estamos en época de espíritus originales y hay que distinguirse á todo trance, saltan en seguida los ofendidos en su originalidad. Quéjanse unos vecinos de que en su calle hay un charco, foco de infecciones; y cuando se consigue llamar la atención á quien corresponde para que desaparezca el charco, no falta un vecino que salga protestando; porque, miren ustedes por dónde, aquel charco era todo su encanto y, como dice la copla, el espejito en que él se miraba. Y en todo, por este orden. Ya ven ustedes: ahora resulta que la Biblioteca Nacional era un modelo de organización y es gana de chinchorrear el proponer mejoras. Por mi parte todo está bien. Así como así, entre personas, animales y cosas, harán docena y media las que me interesan particularmente. ¡Y comparándome con la mayoría de las gentes, me tengo por altruísta!
Es peligroso entregar juguetes á los hombres. Los chicos se contentan con destrozar el juguete, manifestándose como grandes protectores de la industria y del comercio. Pero los hombres sólo gozan pensando en lo que podrán destrozar con el nuevo juguete.—Ahí tenéis un nuevo explosivo—se les dice—para que voléis montañas que separan á unos pueblos de otros y podáis comunicaros y relacionaros con ellos más fácilmente... Y para volar edificios y pueblos enteros—responden y piensan.—Ahí tenéis el automóvil: utilidad, ilustración, higiene y recreo. Y emocionante peligro y satisfacción de la vanidad y atropellos, y caiga el que caiga.—Ahí tenéis el aeroplano, el más glorioso triunfo del hombre sobre la materia. ¡Qué servicios puede prestar á la civilización y al progreso! ¡Y sobre todo en la guerra! ¡Podremos aniquilar ejércitos enteros; seremos invencibles!
Si, ante la armoniosa serenidad de la Naturaleza, pensaba el poeta Wordsworth tristemente en lo que el hombre ha hecho del hombre, con más razón puede pensarse ante cada una de estas conquistas de su inteligencia, que debieran significar amor y significan odio. Las aclamaciones de Francia á la gloria de sus aeronautas no son un saludo á la Humanidad, ofrecimiento de la buena nueva; son un reto á Alemania. Para satisfacción del orgullo de raza no les basta con la revancha espiritual; es preciso la material revancha. Nada vale el aeroplano si no es símbolo del águila imperial, invencible y amenazadora, sobre los aires. Los alemanes pondrán toda su inteligencia en lograr nuevas perfecciones en los aeroplanos. El odio también es fecundo. Y, por el afán de conquistar la tierra, llegaremos á la conquista definitiva del cielo. ¿No es esta toda la historia de la Humanidad?
Cristóbal de Castro se lamenta y nos culpa porque entre tantos escritores españoles[179] como hemos visitado la República Argentina no hallamos logrado obtener lo que monsieur Clemenceau en una sola visita: un tratado de propiedad literaria con aquella República. Supone Cristóbal de Castro que hemos sido unos egoístas, más atentos al lucimiento y al provecho propios que á la general conveniencia. Conste que sólo me creo aludido por haber estado en Buenos Aires, no por alturas de dramaturgo que el Sr. Castro compara con las del Himalaya. No; por mi parte, Cerrillo de los Angeles, y gracias. Nuestra pobre tierra no consiente mayores alturas; y si alguien pretendiera locamente levantarse hasta ellas, no tardarían en hacerle polvo; y como, al fin, en eso hemos de parar todos—Pulvis eris, etcétera,—¿qué más da un poco antes que un poco después?
No tiene en cuenta Cristóbal de Castro que nuestra misma condición de interesados nos obliga á no parecerlo. Monsieur Clemenceau, que podrá ser escritor insignificante, pero que tiene gran significación política—y no todo ha de ser literatura en el mundo,—podía con mayor desinterés[180] particular entablar esas negociaciones. Además, todos sabemos, aunque nos pese, que un político goza de mayor prestigio entre los políticos que un escritor, por grande que sea. Yo de mí sé decir que ni saludé al presidente de la República, ni traté con ministros, ni lo procuré tampoco. Fuí de viajero, no todo lo ignorado que yo hubiera querido para volver ignorando menos. Así y todo, vi lo bastante para no quedar muy ilusionado con las ventajas de un tratado de propiedad literaria. No es aquello la mina inexplotada que muchos creen. Poco se lee en España, pero allí se lee menos. Existe, como en todas partes, el núcleo intelectual al corriente de lo más «nuevo», no siempre lo más interesante, que se publica. Hay afán—no es lo mismo que amor—por la cultura. Una cultura sin agrado, por aquello de «hay que saber»; no porque gocemos con saber. Pero público, lo que se llama público de lectores... En primer lugar, hay poca gente desocupada, desde las señoras y señoritas que leen novelas francesas, inglesas: las inglesas para imponerse en el idioma; las francesas por[181]que... ¡cómo ha de ser! son más entretenidas para el que lee por distraerse que ningunas otras. De lo español se lee... lo que debe leerse, ni más ni menos. Hay que convenir en que libros muy interesantes para nosotros, á pesar de su mérito no pueden interesar allí en absoluto. No es culpa de los autores; es culpa del ambiente. En cuanto á ediciones de libros españoles publicados allí, se ha exagerado mucho. Saldrían más caros. Con decir que la mayor parte de los autores argentinos edita sus libros en París ó en Madrid... Algo más podía venderse, desde luego, con una activa propaganda por parte de nuestros editores; pero con tratados ó sin ellos, sería lo mismo. Por lo que al teatro se refiere... ¡ay! tampoco es la tierra de promisión. Alguna obra de género chico llega á un crecido número de representaciones—nunca tanto como en Madrid.—En cuanto á las obras grandes, con excepción de alguna de autor nacional, como las de Laferrere, con su media docena de representaciones van muy bien servidas. El Odeón, en donde representan María Guerrero y Fernando[182] Díaz de Mendoza, vive del abono aristocrático en los días de moda. En los días quebrados hay sus medias entradas y sus vacíos, como en cualquier teatro de por acá. Los demás teatros están á precios reducidos: tres pesos, dos pesos la butaca. Y como el peso, aunque suene á duro, representa allí lo que nuestra peseta, resulta que el teatro es allí más barato que en España. Todos conocemos á los empresarios y actores que se han hecho ricos por aquellas tierras. La compañía de Serrador representa todas las obras extranjeras, sobre todo francesas, estrenadas. Es la compañía de más extenso repertorio. Las traducciones se pagan á tanto alzado, y, naturalmente, no se pagan derechos de traducción. Con el tratado con Francia... no se representarán tantas obras francesas, y eso iremos ganando... espiritualmente. Bien estaría el tratado... por decoro suyo, más que para provecho nuestro. A los políticos corresponde negociarlo. A los escritores nos sienta muy bien el desprendimiento de los bienes terrenales.
Del veraneo.—En el Casino:
—Oye: ¿tú sabes quien es esa rubia que va todas las noches con ese extranjero?
—No sé; pero me la encuentro en todas partes. El año pasado, en Niza, con un ruso; después, en París, con un americano; luego, en Ostende, con un turco. En Biarritz con un inglés, y aquí con este que parece alemán... Debe ser mujer de historia.
—Y de Geografía, por lo visto.
En la sala de recreo.—Entre dos amigos:
—Toda la noche estoy perdiendo. No acierto una. (Galante.) Voy á hacer el juego de esta señorita, que tiene mucha suerte.
El amigo (aparte).—Se va á enfadar el señor de enfrente.
—¿Por qué?
—Porque el verdadero juego de esta señorita es... «timarse» con él toda la noche.
Si en la mesa y en el juego es donde mejor se conoce, según dicen, la educación de las personas, en las calamidades es donde mejor se revela la cultura de un pueblo. Los aldeanos de Rusia y de Italia que, ante la invasión del cólera, renuevan episodios de las más terribles pestes de la Edad Media, con sus terrores, sus supersticiones, su desconfianza en la ciencia y su fe en cualquier brujería, nos dicen claramente que hay en las naciones modernas, aunque los salven trenes y automóviles, menos kilómetros de distancia de la civilización á la barbarie que siglos en la historia de la humanidad. Unas horas de camino valen por muchos libros de historia. Sin andar mucho, no es difícil encontrarse todavía con el hombre de las cavernas. Cuando el cantor de la civilización está más ilusionado, creyendo que ya sólo es cuestión de expulsar[186] á los frailes y, dos ó tres pasitos más por este orden, para llegar á la reconquista del Paraíso terrenal... ¡cataplum! por donde menos se piensa, un retroceso al salvajismo, que si no destruye de golpe, deja por lo menos tambaleándose lo mejor de nuestras ilusiones.
Y es que estas epidemias, como tienen su origen en regiones incivilizadas, no sólo se traen para acá el microbio de la enfermedad, sino el de la barbarie, que aun prende más pronto. Aquí bien puede decirse: «Bien vengas mal si vienes solo.» Mejor será que no venga ni solo ni acompañado; pero, si como es de temer, aunque no sea más que por molestar al Gobierno, como epidemia reaccionaria, nos desfavorece con su visita, ¿qué se traerá esta vez por lo de asiático, á más de lo que se traiga por lo de morbo?
¿Cómo saldremos del examen? Porque algo de examinador tiene el señor cólera. El llega á un punto, se asoma con cierta respetuosa timidez primero; pregunta: «¿Cómo están ustedes de higiene, cultura, valor cívico y doméstico, etc., etc?... ¿Me[187]dianamente? ¡Vaya! Como en mi última visita; no han adelantado ustedes nada. Habrá que darles otro repasito. La letra con sangre entra...» La verdad es que lo mejor que tenemos en material de sanidad á él hay que agradecérselo y á la solicitud de sus visitas. El día en que, al asomarse por Europa y al enunciar su preguntita, le respondan de todas partes la cultura, la higiene, la confianza de todos con un: «Vea usted, amigo, si hemos aprovechado sus lecciones», habrán terminado sus visitas.
Al Emperador de Alemania le ha aprovechado por poco tiempo la última y sonada reprimenda de su canciller, por irse de la lengua con deplorable facilidad. Otra vez ha vuelto á ponerse la imperial corona por montera, y terciadita á lo jaque, para decir á sus asombrados súbditos que á nadie tiene que agradecerle nada, más que á Dios, que, en sus altos designios, le ciñó la corona. De suerte que no le vengan con le[188]yes constitucionales, discusiones parlamentarias, ni oposición á sus proyectos; que él ha de seguir impertérrito la senda trazada por la Providencia, toda de cañones y fusiles. Bien está ¡oh, sir!; pero el último de nuestros súbditos tiene también su montera que ponerse por corona y las mismas razones para creer en su misión providencial.
¿Es que sólo los emperadores traen misión á este mundo? Como le decía el labriego del Toboso á Don Quijote, cuando éste le preguntaba por la princesa de aquel lugar: «Yo no sé de ninguna princesa; señoras sí hay, y muy principales, que cada una puede ser princesa en su casa». ¿Quién no puede ser emperador en la suya? Y si cada uno diera en sentirse inspirado por la Providencia para obrar como le conviniere, ¡malo iba á ser el gobernar con tantas misiones providenciales! Además, como los teólogos están conformes en admitir que hay voces del diablo que pueden tomarse por voz de Dios, en la duda bueno es atenerse á las leyes humanas; que, por mucho que el demonio quiera enredar en ellas,[189] nunca enredará tanto como en la voluntad soberana de un emperador, por muy providencial que sea. ¡Dios sobre todo, pero la Constitución al quite!
Mauricio Maeterlink, en el prólogo de unos Cuentos y leyendas de su amigo Jorge Maurevert, asegura la bondad del libro por haberlo sometido á la «prueba del jardín». Esta prueba consiste en leer á pleno sol y en pleno aire; «á la implacable luz de una espléndida primavera», dice M. Maeterlink. Y añade: «Esta prueba es siempre decisiva para un libro, y muchas veces más dolorosa y desconcertadora que las pruebas del agua y del fuego de los antiguos torturadores. Pocos libros la resisten, y yo no me atrevo á someter á ella más que los versos ó la prosa que desde las primeras líneas me han inspirado confianza. ¿Para qué hacer padecer á un pobre libro que, aun con no ser muy bueno, es siempre una obra de buena voluntad?» ¡Ay, y qué bien dice M. Maeterlink! La prueba del jardín es te[190]rrible. ¿Ha probado M. Maeterlink con sus obras? Yo sí: con su Aglavanne y Selysette. Y el jardín no era un jardín urbanamente cultivado; era un jardín rústico, rodeado de un campo de trabajo y de pena. La prueba se agravaba. Como en una Exposición de pinturas basta la proximidad de una planta cualquiera para destruir el efecto del paisaje mejor pintado, pocas obras literarias resisten el contacto directo con la Naturaleza. Son obras cerebrales y necesitan ir de cerebro á cerebro, sin airearse al pasar, como plantas delicadas de invernadero. Libros que en la ciudad, en aquella vida artificiosa, parecen la misma vida, en el campo no son más que flores de trapo. ¡La vida es tan sencilla! Lo que ella pone es lo que no envejece nunca en la obra de arte... Lo demás... es literatura, como dijo Verlaine. Yo no aconsejaría á M. Maeterlink que sometiera sus obras á la prueba del jardín, excelente para las obras de los amigos.
Estamos á primeros de Septiembre y nada se sabe del arrendamiento del teatro Español. Y siempre lo mismo. La temporada debe dar comienzo en Octubre. En tan poco tiempo, ¿cómo puede formarse una compañía aceptable, ni cómo preparar obras ni organizar un plan de trabajo? ¿Qué razón tendrá después para quejarse el Ayuntamiento si el contrato no se cumple como es debido? ¿No habrá llegado la hora ó de cedérselo al Estado para ensayar el Teatro Nacional, ó de arrendarlo buenamente como un teatro cualquiera, donde la empresa, con pagar puntualmente su arrendamiento, puede hacer lo que mejor le acomode? Por muchas vueltas que quieran darle, por lo menos hasta la fundación de un Teatro Nacional, el verdadero teatro Español será, por ahora, el teatro de la Princesa, y donde estén María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza estará la cabecera. Del teatro Español podía hacerse un teatro popular, con una compañía modesta y bien dirigida, que permitiera baratura en los precios; un teatro de ensayo para autores y actores jóvenes. Lo que no puede ser[192] es adjudicarle de prisa y corriendo quince días antes de la apertura y pedir que sea una Comedia Francesa. En esas condiciones en la temporada pasada se hicieron milagros, y ya hemos visto cómo han sido agradecidos. Tan agradecidos por parte del Ayuntamiento como ésta y otras defensas por parte de la empresa. ¡Son tan interesadas, que no hay para qué agradecerlas!
No sería malo que en los dramas de la vida, como en los del teatro, pudiera alguno de los actores dirigirse al público, como era uso y costumbre, para suplicarle que reservara su juicio hasta el final de la obra. Con la diferencia de que la vida, en sus dramas y en sus novelas, lo primero que nos ofrece es el desenlace, y, al contrario que en el teatro y en los folletines, el interés no está en saber cómo acabará aquello, sino en cómo habrá empezado. La solución es el principio del problema. Los antecedentes es lo que importa. Pero si el que más y el que menos, uno por uno, somos todo curvas, en cuanto nos reunimos como espectadores no entendemos más que de rectas. Para bueno ó para malo, el público sólo comprende los caracteres de una pieza, como suele decirse, que respondan á una lógica teatral y novelesca. Pero ¡ay![194] que la lógica de la vida, en su aparente complicación, es mucho más sencilla. Los locos y los héroes saben solamente de líneas rectas. Los demás vamos serpenteando por caminos de luz unas veces, de sombra otras; el que parecía más obscurecido, resplandece de pronto; el que iba como vestido de sol, se pierde en la sombra. Y todo sin pizca de lógica. Esa lógica que necesitamos para explicarnos satisfactoriamente las acciones... de los demás. Pero ¡ay tantas lógicas! Los maridos calderonianos matan, celosos de su honor. Seguros de la virtud de su esposa, les basta con que alguien pueda poner sospecha en ella, para condenarla á muerte. A Otelo, más humano, nada le importaría que todos sus soldados hubieran compartido el lecho de Desdémona, con tal de no saberlo. Es celoso por amor, y por amor mata. Hoy comprendemos mejor al moro de Venecia que al médico de su honra. La solidaridad del honor en el matrimonio y en la familia ha pasado á la historia, si es que alguna vez pasó de la poesía.
En aquella misma época, los escritores[195] satíricos, más inspirados siempre en la realidad, nos muestran claramente que no todos los maridos eran médicos de su honra. Hoy nadie pone en duda que se pueda ser un perfecto caballero aunque se haya tenido la desgracia de casarse con una loca. Queda sólo la pasión de los celos como justificante de cualquier arrebato sanguinario. Y en esto el buen público es intransigente: pide unos celos... de una vez, sin blanduras, sin desfallecimientos, sin vacilaciones. No sabe comprender que el corazón se subleva en una hora contra lo que toleró muchos años; que se mata, se perdona, que se insulta y se besa... ¡Pobre corazón humano, sometido á esa lógica de espectador de teatro!
Ya se sabe que el público sólo juzga por sentimiento. Ni sería el más noble el de la ociosa curiosidad, si no llevara envuelto, aunque en menor grado, el de la justicia. Pero á éste, único respetable, sólo la justicia puede dar satisfacción cumplida. ¿Será mucho pedir al respetable público que suspenda su fallo hasta que la justicia dé el suyo?
Los supersticiosos no dejarán de apuntarse un tanto á su favor. Tres lidiadores del mismo nombre han sucumbido en las plazas; dos de ellos en circunstancias muy parecidas. Extraño es que la gente de coleta, que por más insignificantes agüeros suele preocuparse, no haya temido la fatalidad de ese nombre: Pepete. Verdad es que por si solo ya es un cartel. El torero que quiera llenar las plazas, no tiene más que atreverse nuevamente con el nombre fatídico. Un Pepete y seis Miuras, y á robar el dinero. Piénsenlo bien los postergados. Aunque más de uno ya lo habrá pensado á estas horas, recordando la filosófica sentencia: «Más cornadas da el hambre». Añádase á esto la emoción de quebrar juego, tan saboreada por los jugadores. Si es verdad que á la tercera va la vencida, ese nombre puede ser una seguridad. ¡A él, valientes! Ya veis lo que dicen los buenos aficionados. La corrida de Murcia se recordará siempre como un acontecimiento. Corridas así son las que sostienen el fuego sagrado de la afición durante muchos años. Harán bien las señoras católicas en no protestar con[197]tra ese espectáculo, como contra la política del actual Gobierno. El clericalismo, los toros, tienen intereses comunes. Vienen de lo mismo.
Escritores distinguidos lamentan, con sentidas razones, la decadencia de la literatura en el periodismo. ¿En el periodismo? Y en todas partes. La literatura está llamada á desaparecer, si Apolo (no el teatro) no lo remedia. El público tiene sus buenos dientes, y hasta sus colmillos bien retorcidos, y no necesita para nada de masticadores artificiales, que es lo que venimos á ser los literatos en resumidas cuentas. Ni siquiera nos consiente como cocineros, para aliñarle la realidad con un poco de fantasía. El se lo guisa y él se lo come, como Juan Palomo. Ha aprendido, se lo figura, por lo menos, á pensar por sí mismo, y no tolera que nadie se le imponga. Así, en el periódico, sólo quiere hechos, hechos como aquel maestro de Dickens. Informaciones escuetas, sin comentarios; noticias, tele[198]gramas... Ya lo comentará todo en el café ó en casa. Aceptemos la realidad, seamos modestos y agradezcamos todavía que nos consientan ir viviendo. Por mí sé decir que me avergüenza el dinero que cobro de la literatura. Quisiera ser muy rico algún día, para descargar mi conciencia devolviéndolo todo religiosamente. Sólo vale dinero lo que produce, á su vez, algún dinero. Y ¿qué produce la literatura? El periódico no se vende más por ella. El periódico... es él, es su nombre, sus informaciones, sus noticias, sus anuncios. ¿Qué supone para su venta y su ganancia una firma más ó menos? Es la firma la que goza del prestigio del periódico, no al contrario. Pruebe el escritor que se juzgue más leído á cambiar de sitio.
Lo mismo en el teatro: el teatro es la noche, el abono, las actrices bellas y bien vestidas, los actores favoritos del público. ¿Qué significa la obra? Un poco más ó un poco menos de literatura. Pruebe también el autor que se crea más estimado por sí propio á cambiar de teatro. En la Princesa, por ejemplo, todas las obras son lo mis[199]mo. ¿Qué más da una que otra? Hay que salir un poco de los Círculos literarios, en donde á fuerza de despellejarnos parece que tenemos alguna importancia, para comprender lo poco que significamos. No hay vanidad que resista á una de estas enérgicas curaciones al aire libre. La vida moderna funciona por una poderosa maquinaria para la que cualquier obrero es bueno. Vamos al socialismo más de prisa de lo que parece. El mundo será una gran máquina productora de felicidad social. ¡Hermosa máquina!
Andará sola. Los hombres se habrán muerto todos de hambre ó de fastidio.
Cuando el doctor Lombroso, en los buenos tiempos de su escuela antropológica, se propuso demostrar que todo hombre de talento—de genio decía él—tenía sus buenas puntas y collar de loco, no había detalle insignificante en la vida de un hombre célebre que no fuera para el buen doctor señal evidente de chifladura. Yo creo que, aplicado el mismo sistema á cualquier individuo, tan locos parecerían los tontos como los hombres de talento, salvo el talento.
Del mismo modo es peligroso investigar en preocupaciones de escuela, cuando de averiguar culpabilidades se trata. ¿Qué vida de santo resistiría la implacable investigación de algunos infatigables averiguadores, obstinados en que han de ser tijeretas? Que si los padres, que si su abuelo, que si allá por el año 58... Y es que á lo mejor, nos creemos asomados á nuestro[202] buen balcón con vistas á Europa, y resulta que es al corredor de un patio de vecindad. ¡Tenemos tan pocas cosas serias en qué ocuparnos! Pero ¿quién podrá decir que tiene una vida privada? Como en danza de la muerte, no hay quien escape de hacer su mudanza al son de la moderna publicidad, que cual la muerte á todas partes llega y á nadie olvida. ¡Desgraciados de los primos segundos de nuestros cuñados si algún día tenemos nuestra hora de notoriedad! Desnudados se verán en público para regocijo de las gentes. Y no hay que culpar demasiado á los que, en apariencia, pudieran parecer los únicos culpables. No puede una enfermedad tan fácilmente con un organismo sano. La publicidad tal vez abusa; pero hay que confesar con cuánta complacencia nos prestamos al abuso...—Por Dios, no diga usted nada de esto... Y lo decimos todo...—No quiero que me retraten ustedes. Y llevamos estudiada la postura en que ha de sorprendernos el objetivo. Padecemos todos de «exhibicionismo», y quizá no andamos descaminados. No hay nada que desarme tanto la[203] indignación como la curiosidad satisfecha. Conviene, además, cultivar la amable flor de la tolerancia mutua, sin la cual no habría vida de relación posible. Hoy me escandalizas tú, mañana te escandalizaré yo; bueno será que no nos escandalicemos demasiado.
Por todo esto, no opinaré como los graves señores que ahora una vez más van clamando: «¡Qué indignidad! ¿Han visto ustedes á lo que hemos llegado?» Sí, señores míos; y la lástima será no ver adónde llegarán los que nos sigan, porque no todos son malos. Nunca hubo tiempos mejores que los presentes, y es de presumir que aún han de aventajarlos los futuros. Siempre habrá más seguridades en estos procesos de plaza pública, á la luz y al aire, que en las tenebrosas actuaciones inquisitoriales entre negras paredes y bajo obscuras bóvedas. No haya miedo, aunque entre el clamoreo de las gentes parezca zozobrar la verdad, que pueda anegarse la justicia. Hay una rectitud en la conciencia de las multitudes que no le impide rectificar sus juicios. No tiene que velar por los[204] prestigios de Cuerpo, como otros Tribunales, que alguna vez también se equivocan, pero no pueden confesar nunca que se han equivocado.
La lógica de los tablajeros es admirable. Como son muchos y tocan á poco, han decidido subir el precio de la carne. Es una lógica carnicera. No vamos á devorarnos unos á otros: es preferible devorar al consumidor.
«¡Quién pudiera también subir los precios!» Así decía una expendedora del mismo enemigo del alma, aunque en otro ramo, donde también es mucha la competencia.
Para resolver el conflicto, el Ayuntamiento debe ponerse al habla con los patronos de Bilbao, y aun con los de otras partes, por si puede aplicarse á la carne animal el sistema por ellos empleado para abaratar la carne humana. «¡Oh Dios!—decía Tomás Hood en su Canción de la camisa.—¡Que la carne de vaca valga tanto y la de hombre tan poco!»
Sólo nos queda el consuelo de los tontos: lo universal del malestar. ¿Quién podrá vivir al precio á que se va poniendo la vida? ¡Admirable modo! donde, como en la isla encantada de Próspero, con todo lo necesario para la vida no hay modo de vivir.
De la pintoresca galería de veraneantes, el más digno de nuestra gratitud es el veraneante Robinsón, el descubridor de rincones ignorados que tendrán en él propagandista infatigable. ¡Un Paraíso! ¡La Suiza de España!
La última ilusión que perderemos será esta de los paisajes. Es incalculable el número de Suizas que tenemos en España. Con unos peñascos, dos docenas de pinos y un chorro de agua, ya está una Suiza. Lo malo es que aquí no sabemos explotarlas. Nuestra tierra es un Paraíso. Pero ¡somos tan adanes! Desengáñense los admiradores de nuestras bellezas naturales: no hay paisaje posible sin una buena fonda.
El viajar no es un apostolado. Bellezas naturales y bellezas artísticas son un buen pretexto para pasarlo bien en confortables hoteles, entre gentes adineradas y con toda clase de diversiones, por si los paisajes y las catedrales fallan. Y no fallan nunca cuando los contemplamos después de bien comidos y bien dormidos. En cambio, échese usted por malos caminos; llegue usted á una posada, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo asiento su incomodidad, y tírese usted después su buen repechito para ver salir el sol por donde acostumbra ó suba usted y baje del coro al campanario, y viceversa, para extasiarse ante los santos desnarigados de la gótica catedral, y regresará usted para que no vuelvan á mentarle paisajes ni catedrales, como no sea en cinematógrafo ó en postales, único modo de admirar bellezas sin fatigas y sin desilusiones.
El Robinsón dirá que somos criaturas artificiales, que tenemos atrofiado el sentido de la Naturaleza... No tome usted muy en serio á los robinsones, que, á lo mejor van á descubrir bellezas naturales muy[207] bien acompañados de alguna belleza urbana, y..., naturalmente, ¿qué les importa el duro lecho, ni la mala comida, ni las bellezas naturales tampoco? Pero el que de buena fe cae en el lazo de la propaganda, volverá renegando y creyendo para toda su vida que las mejores creaciones de la Naturaleza y del Arte son obra de los fondistas y hosteleros, y que en España no tendremos paisajes y catedrales mientras no tengamos buenos hoteles y lujosos casinos y... amables bellezas, en que se armonicen la Naturaleza y el Arte.
Preguntad á los habituales y acaudalados concurrentes á Niza, Ostende, Biarritz, San Sebastián mismo, por las bellezas naturales de los respectivos puntos. «Se pasa muy bien», es lo que sabrán deciros.
Para justificar el actual estado de las calles de Madrid, el alcalde ha exhibido unas fotografías de las principales vías de París para que en nada tengamos que envidiarles. En efecto; allí, con motivo de las obras del metropolitano, han padecido, como nosotros, las inevitables molestias que la civilización trae consigo, y allí, como aquí, levantamientos y excavaciones en calles y plazas han sido tema inagotable de chistes, caricaturas, escenas de revistas, coplillas de café-concierto y demás desahogos inofensivos. No tiene por qué preocuparse el señor alcalde. A todo lo que podemos aspirar en este bajo mundo es á hacer algo bueno; pero á que parezca bien, es loca aspiración. Como aquí, por cada uno que hace algo, aunque no sea más que jugar al billar ó al tresillo, hay cien mirones, en algo han de entretenerse.
Quisiéramos tener una Gran Vía por arte de magia y que la baratura de la luz eléctrica no costara la más pequeña molestia. Queremos que todo nos lo den hecho; tan hecho... que no haya que hacerlo antes. Pero, amigo, como no hay medio de hacer tortillas sin romper huevos, como dicen en Francia, y tampoco nos gustan los huevos pasados por agua, hay que resignarse con nuestra triste suerte y dejar que los mismos que en París habrán admirado los trabajos del metropolitano, como obra de progreso, al regresar ahora de su excursión otoñal renieguen aquí de todo y por todo. En casa somos de un sibaritismo oriental: no toleramos ninguna incomodidad. Verdad es que la mayor parte de las viviendas son inhabitables, unas por culpa de los caseros y otras por culpa de los mismos vecinos y de sus apreciables familias. ¡Si tampoco podemos vivir en la calle! Individuos hay para quien levantarles las losas de una acera equivale á un desahucio del propio domicilio. ¿En dónde despacharán ahora sus asuntos y recibirán sus visitas? Pueden consolarse admirando[211] los planos de la futura gran plaza de España. Ellos se encargarán de justificar su nombre, paseando por ella sus desocupaciones, perturbadas ahora por una falta de consideración imperdonable. En cambio, un respetable jefe de familia, que por obsequiar á los suyos con las delicias de un veraneo aristocrático tuvo que acudir á la bondad de esa noble institución de los prestamistas, decía con gran filosofía, contemplando el estado de nuestras calles:—Así como así, yo tendré ahora que andar por los tejados.
Su Santidad ha recomendado encarecidamente á los prelados y sacerdotes la más activa predicación contra las actuales modas femeninas, por deshonestas y provocativas á deshonestidad, que es lo peor de todo. No confiamos mucho en la eficacia de esas predicaciones; que no es tan fácil hallar docilidad y obediencia en la grey femenil cuando se trata de cosas que le importan particular y directamente, como[212] cuando se trata de cosas que en realidad le tienen sin cuidado. No es tan fácil derribar una moda como un Gobierno liberal. Sin contar con que, en esto de manifestarse contra los Gobiernos liberales, entra por mucho también la moda. ¿No son las más á la última trabadas las que más se destraban de pies y de lengua cuando hay que bullir y danzar en juntas, protestas y manifestaciones? Pero ¡ay! en cuestión de modas, como ellas se encuentren á su gusto...
Poco conoce á las mujeres el que se las figure dominadas por las predicaciones del clero. ¡Buenas son ellas para dejarse dominar por nadie! ¡Pobre clero! El sí que, en la mayoría de los casos, es el dominado, el zarandeado y el molestado por el indiscreto fervor de las devotas. Cuando á ellas les conviene, lo mismo se entran por el ritual, que por los cánones, que por la Suma Teológica, atropellándolo todo. ¡Hay cada papisa Juana y cada antipapa Luna entre ellas!
Yo sé de cierta junta de señoras, reunida en cierto palacio episcopal, bajo la pre[213]sidencia del señor obispo; y como el buen prelado, con muy buenas razones, procuraba convencerlas de la imposibilidad de algo que ellas pretendían, en la ordenación de una festividad religiosa, una de las más voceadoras no sabía más que repetir: «Pues perdone S. I., pero siempre se ha hecho así, siempre se ha hecho así.» A lo que el prelado, bondadoso, replicó todavía: «En efecto, era un abuso tolerado; pero ahora Su Santidad ha dispuesto que no se permita.» «Pues que me perdone Su Santidad, pero á mí me parece un disparate»—fué la contestación. El buen obispo se quedó haciéndose cruces; por fortuna, las cruces de los obispos son de oro y piedras finas y suelen ser regalo de las mismas señoras que tanto les desazonan. Claro es que ellas lo pagan, pero como se abonan al teatro, para que las comedias no las molesten. Sí, ¡qué van ellas á pagar para oir cosas desagradables!
Por todo esto y otras cosas, verán ustedes cómo por muchos anatemas que caigan sobre la moda, como ellas se encuentren á su gusto, sobre sus monumentales sombre[214]ros se pondrán todavía la cúpula de San Pedro en Roma, por montera.
¡El 606! Parece el número del premio gordo en la Lotería de Navidad. No se habla de otra cosa. Hasta los niños han dejado sus charlas sobre el adulterio y otros sucesos de actualidad, para hacer toda clase de preguntas indiscretas sobre el numerito. Ahora nos enteramos de que hay más gente interesada en el descubrimiento de la que podía suponerse. El reuma que don Fulano, los dolorcillos de don Zutano y hasta el fueguecillo de doña Perengana, todas personas muy respetables. ¡Que el 606 ó el 909, según se lea por arriba ó por abajo, os sea propicio! Los médicos son el demonio: un castigo menos para contener á la Humanidad en sus depravaciones. Con el 606 y cualquier otro numerito por el estilo, esto va á ser el desate.
Admiremos á la clase médica, única en el mundo que trabaja en contra de sus in[215]tereses, suprimiendo padecimientos. ¡Si muchas otras clases sociales encontraran su 606, que nos hiciera innecesarios, ó simplificara, por lo menos, sus servicios!
Esto de las embajadas de moros parece la procesión del niño perdido; llegan unas detrás de otras, y ni el niño parece ni la madre del cordero, que este es el toque de la diplomacia morisca: que no parezca nunca nada de lo que se ha perdido. De modo que es muy posible que haya que ir á buscarlo, y allá iremos con nuestro duro á recuperar la peseta. Ante el peligro de posibles y desagradables discrepancias, llegado el caso, se invoca, para «hacer opinión», como suele decirse, el patriotismo de cuantos pueden influir sobre ella. Bien está si ello no puede ser por menos y se quiere que en su día sean muchos á repartirse las glorias ó las responsabilidades. No es como hacer propaganda de una Exposición ó de un viaje de recreo, cosa en que á todos se favorece y á nadie se perjudica.
Pero... pero en esta ocasión el que since[218]ramente y honradamente no crea en la necesidad ó en la conveniencia de nuevas demostraciones bélicas, mal haría en pactar con su conciencia por consideraciones dudosas. ¡Cualquiera sabe dónde está el verdadero patriotismo en estos tiempos! Eso sí; tampoco vale guardarse la malilla para salir después, si el asunto se tuerce, con aquello de: «¡Ya lo sabía yo! ¡A mí siempre me pareció mal; pero cualquiera va contra la opinión general!» Sobre que nunca hay opinión general y sobre que muchas veces la opinión y los que influyen en ella se engañan mutuamente por mutuo desconocimiento, y luego tenemos aquello de: «Yo hablé así porque creí que era la opinión de ustedes» y «Yo creí deber opinar así porque ustedes lo decían».
Sólo hablando cada uno con arreglo á su conciencia puede formarse la verdadera conciencia nacional; nacional, sin vistas á humanitarismos «inter» ó supernacionales. Nosotros no podemos permitirnos aún esos lujos. Eso, como los dramas de Ibsen, según Ramiro de Maeztu, es para los que ya tienen resuelto el problema de la mante[219]nencia. Nosotros estamos en el caso de ir á buscarlo donde lo haya.
El chiste, la humorada, la ironía, la paradoja, la amenidad, todo lo que indigna á muchos graves varones al encontrarlo en artículos periodísticos, pueden hallarlo ahora nada menos que en un documento oficial; que como documento oficial puede considerarse la medalla acuñada para conmemorar el centenario de las Cortes de Cádiz.
Ustedes verán si no es humorismo el de la medallita. Por una cara ostenta las consabidas figuras alegóricas en toda su clásica desnudez, un par de mundos, que de entonces acá han venido á quedar en uno, y alguna otra friolera decorativa. Por esta cara nada de particular. Pero por la otra... ¿á quién sino á un gran humorista pudo ocurrírsele esculpir y grabar la dulce efigie de Fernando VII en un recuerdo de aquellas Cortes y de aquella Constitución que tuvieron en él su más encarnizado ene[220]migo? ¿Qué puede hacer en esta galería aquel tan deseado antes como después aborrecido, sino dar que reir al discreto contemplador? Al que ni supo antes defender su trono ni después agradecerlo; al que volvió á llamar á los franceses para sacudirse de Constituciones y libertades; á uno de los más siniestros mamarrachos que han visto los siglos coronado, y abundan en la serie, ¿qué Shakespeare de la ironía ha sabido clavarle en la picota de esta medalla conmemorativa? No queremos sospechar en ello la menor sombra de adulación monárquica. Hay adulaciones ofensivas para la discreción de los que están demasiado altos, para no estar sobre tan burdas adulaciones. Preferimos atenernos al humorismo, tan desusado en gubernamentales esferas, donde toda seriedad y todo empaque tienen asiento. Pero el espíritu de aquel gran socarrón no habrá dejado de apreciar la ironía de este «trágala» póstumo. «Al que no quiere caldo, la taza llena». Al que que odió la Constitución, medallitas conmemorativas. La idea ha sido genial y merece el más sincero aplauso.
Terminó el preciso veraneo de los que no disponen de tiempo ni de fondos para mayores ausencias. Quede la otoñada para los que de todo disponen en abundancia y todo es veranear para ellos.
Vuelven tonificados por los baños de mar, de luz... y de ilusiones. El veraneo nos eleva siempre unos grados sobre nuestra ordinaria condición social. Las playas, los Casinos, los vestidillos claros y de telas ligeras son niveladores. Las amistades y los amores son fáciles, aunque ligeros como los vestidos. No suelen llegar al invierno. En Madrid vuelve cada uno á estar en su sitio. Ofrecimientos de amistad y juramentos de amor se olvidan apenas llegamos. ¡Felices los que logran conservar á la marquesa entre sus relaciones y la que no suelta al empleado con 3.000 pesetas de sueldo, que en San Sebastián parecían 20.000 de renta! Verdad es que allí también papá parecía un accionista del Banco. ¡Oh, sueños de una temporada de verano! Nunca muy costosos, que nunca se paga bastante un poco de ilusión y el hallar á la vuelta más sabroso el familiar cocido.
El Teatro Nacional va camino adelante. Ya sólo falta teatro, compañía y suponemos que no faltará dinero en el momento oportuno. Ahora, con toda seriedad. Dadas las condiciones del teatro en España, ¿conviene hacer del Teatro Nacional un teatro museo, sólo para la representación de obras consagradas, ó un teatro de ensayo, un teatro juvenil, para estrenar obras de autores noveles ó desconocidos? ¿Conviene formar una compañía de eminentes, ó una modesta, estudiosa compañía de conjunto? ¿Conviene que el teatro sea aristocrático, literario ó popular? Yo creo que todo es compatible y para todo hay días y para todo debe haber autores y actores. Ni debe prescindirse de la aristocracia, ni de la intelectualidad, ni del pueblo. Pongan unos el dinero, otros la orientación, otros el entusiasmo. Condición primordial: la baratura. No es solo cuestión de arte, es cuestión de higiene. No es en el terreno artístico, es en el terreno económico en el que hay que combatir contra la chabacanería y la suciedad de un teatro que mancha las bocas y las almas de los niños y de las[223] mujeres. Es preciso que «la órdiga» y «el pálpala» no sean ingeniosidades de salón y bailar el garrotín una gracia infantil. Y es preciso que las mismas señoras que en el Español, en la Princesa ó en la Comedia se asustan por muy poco, no vayan después con sus hijos á la sección vespertina de cualquier teatrillo con el pretexto de que los niños se divierten viendo las decoraciones y lo demás... Ellos no lo entienden, los pobrecitos. ¡Ni á ustedes tampoco hay quien las entienda, señoras mías!
Ante el triunfo de la República en Portugal, yo no pienso en si será el camino más corto para apresurar la vuelta del dictador Juan Franco, ni en la suerte del rey joven, víctima del sino fatal de una familia condenada á ser eterno Tántalo de tronos y coronas. ¡Triste rey! Con las mejores intenciones y deseos, sin duda; pero al que nunca llegó la luz ni el aire de la calle, como á tantos reyes, sino al través de aduladores, de ambiciosos y de intrigantes. A los reyes modernos no les faltan bufones á su alrededor; pero entre sus cascabeles no suena el cascabel de oro de la verdad, como solía en los antiguos hombres de placer sonar atrevido sobre los donaires y las chocarrerías. Pero, ya digo, en nada de esto pienso: sólo pienso en la alegría de un poeta. ¡Qué feliz será á estas horas Guerra Junqueiro! Altísimo poeta, que has logra[226]do lo que pocos poetas logran: ver realizado en la vida alguno de sus sueños; ¡que la realidad de esa República se inspire en tu poesía, oración á la luz, al pan, á los humildes de la tierra, al amor y á la Humanidad! Pero ¡ay, poeta! ¿No será la realidad el principio de la desilusión? Los hombres no se juntan para obras de belleza tan dócilmente como las rimas. Verdad es que cuando las rimas son bellas, es porque obedecen á un gran poeta, que es un dictador de genio.
Enrique Becque, el autor de La parisienne y de Los cuervos y de esos Polichinelas tan traídos y tan llevados en estos días, como Chantecler en los suyos, pasa por ser uno de los autores más desgraciados en su vida y sus obras. No lo creo yo así; antes me parece que ha habido pocos tan bien afortunados. Después de algunas obras insignificantes—un Miguel Pauper, que es un mal melodrama,—estrena La parisienne, que fué, en su estreno, lo que allí llaman[227] un four y por acá un fracaso. Pero había que molestar á Sardou, á Dumas hijo, á los autores por entonces señores del teatro, y La parisienne fué obra de lucha, alrededor de la cual se agruparon todos los autores fracasados y todos los que ni fracasar habían conseguido. No había autor silbado que no se condoliera diciendo: «¡También fracasó La parisienne!» No había aspirante á autor que, al serle rechazada una obra, no pensara: «¡Es claro: como fracasó La parisienne, las empresas no se atreven con una verdadera obra de arte!» Llegó á imponerse una reaparición de La parisienne. Los actores que habían estrenado la obra no habían acertado con el carácter del personaje; ahora es cuando se iba á ver la obra. En efecto; la representaron la Réjane, después la Després, después ¡qué sé yo! La parisienne llegó á ser obra de concurso. La crítica ya no la discutía; daba por sentado que se trataba de una obra maestra, una obra clásica; el público se aburría siempre y las entradas no eran cosa mayor. En efecto; La parisienne, cuyo título ya es una calumnia que debiera ofender á[228] las mujeres de París, no pasa de ser un buñuelo inflado; un asunto y unos personajes de comedianta, tratados con una prosopopeya y un empaque como quien dice: «Esto es ahondar en el corazón». Y toda la hondura es que una señora tiene tranquilamente un marido y dos amantes; para lo cual no hace falta ser la parisienne. En cualquier villorrio las hay más frescas y todavía dan menos importancia á esas alternativas.
Con Los cuervos, dos cuartos de lo mismo. Otra obra maestra para los juramentados y otra tabarra para el público. Los intérpretes siempre de víctimas, porque siempre consiste en ellos que las pícaras obras no acaben de entrar y de imponerse á la admiración. ¡Digo, á la admiración! ¡Obras más admiradas! Dígase ahora si autor que con ese bagaje consigue ser indiscutible, tener estatua, que todos los años le representen las dos joyas—y ¿qué será el día en que, hartos los empresarios de probaturas, renuncien á representarlas y sólo por fe se le admire? ¡Qué Molière, ni que Racine!—puede llamarse desgraciado.[229] Yo no conozco suerte literaria como la suya. Para que nada le falte, es casi seguro que, por fin, no se representa Los polichinelass. Con lo que todos irán ganando: los empresarios, el público y la gloria del autor.
Apuntando, apuntando, como los de Lumbiaque templaban, á unas Asociaciones, el Gobierno ha disparado sobre otras. Mientras de una parte todo son mitins, aplechs, procesiones y rogativas—no sabemos por qué motivos, pues los más impacientes por determinadas medidas bien pueden decir, como el personaje de la comedia: «¿Dónde me han besado, que no lo he sentido?»,—sin ruidos y sin amenazas previas, todo el rigor ha venido á caer sobre las Asociaciones que pudiéramos llamar pecaminosas. Quedan disueltas las comunidades femeninas. Desde ahora cada mochuelo á su olivo y un solo mochuelo en cada olivo. Pero ¿habrá en Madrid bastantes cuartos desalquilados? Si agrupándose, para mayor facilidad de la existen[230]cia, ya no eran palacios las ordinarias viviendas de esas cofradías, ¿dónde irán á refugiarse ahora por sus pecados? Mal está el vicio en planta baja; pero mucho peor en guardillas y sotabancos. ¡Pobres mujeres! Se pretende librarlas de un mal y se las entrega, indefensas, á otros peligros.
El matonismo, el robo, hasta el asesinato, hallarán ahora más facilidades para hacer sus víctimas entre esas desventuradas. Se invoca el ejemplo de otras grandes capitales. Pero en otras grandes capitales esas mujeres gozan de cierta consideración social. Aquí, gracias que muchas juntas pudieran defenderse. Aquí, donde no se respeta á las mujeres honradas, ¿qué será con esas infelices? El chulo, lo mismo que el señorito, tienen por gracia maltratarlas, burlarse de ellas; la autoridad siempre está en contra suya. ¡Valor necesita aquí la mujer para ser mala! La asociación era para ellas necesaria. Sin contar con que la virtud, como la inteligencia, á sí mismas se bastan; pero los malos y los tontos son los que necesitan agruparse. ¡Consuela tanto ver otros peores y otros más tontos!
Todas las huelgas mayores ó menores, tan menudeadas en estos últimos tiempos por todo el mundo, no son más que ensayos parciales de la huelga general que tendremos más tarde ó más temprano y quizás cuando menos se piense. Es difícil saberse poseedores de una fuerza y resistir al deseo de ejercitarla y de probar hasta dónde alcanza. Unase á esto la infantil curiosidad, poderoso móvil de tantas acciones humanas; el «¿A ver qué pasa?», capaz por sí solo á desafiar y arrostrar todos los peligros que puedan amenazarnos y todos los males que puedan sobrevenirnos.
Los síntomas son de que, tanto los amenazadores como los amenazados, unos por hacer alarde de su fuerza y otros de su resistencia, están deseando saber lo que pasa si la huelga general se declara. Tanto harán unos y otros que por fin se saldrán[232] con la suya, y no tardaremos en enterarnos. ¡Triste tarea la de los gobernantes modernos, edificando sobre terreno movedizo, haciendo cuentas sin contar con lo imprevisto, previsores de guerras exteriores y sorprendidos por la guerra íntima! Y no hay duda: las huelgas son las guerras modernas, y de ellas deben preocuparse los Gobiernos más que de las dudosas conflagraciones internacionales. Las luchas futuras serán de clase, no de naciones. Un obrero chino será más compatriota de un obrero alemán que de un capitalista ó de un letrado de su nación. Un hombre de ciencia francés estará más cerca de un sabio japonés que de cualquier espíritu grosero entre sus compatriotas. Los espíritus se saludan por afinidades espirituales, no por la proximidad material. Como el beso de la dolora de Campoamor, injusticias y males repercuten muy lejos y unen en el mismo sentimiento de agravio y de dolor á los más distantes. Por eso los que aun crean que hay algo que defender, contra los que creen que todo hay que destruirlo, deben unirse espiritual y materialmente[233] sobre naciones y fronteras; porque el enemigo está en todas partes. La idea de patria es valor que caduca, y pronto será tan anacrónico como el valor de las ideas religiosas. Razones sentimentales los sostendrán todavía sin virtud y sin eficacia. ¡Ay de los que no comprendan á tiempo la necesidad de sustituir esos valores por otros más eficaces para la defensa social! Suponiendo que la defensa social tenga valor alguno.
De las discusiones, protestas, querellas y disgustos promovidos por la distribución de premios en la Exposición de Bellas Artes, sólo puede deducirse una consecuencia: que las obras de arte no son para calificadas y premiadas como niños de colegio.—Por de contado que los niños tampoco debieran serlo como los cuadros en las Exposiciones.—¿Hay nada más ridículo? Fulanito, el primero; Menganito, el segundo de los primeros; después el segundo, el segundo de los segundos... ¿Hay[234] quien crea que las obras de arte pueden calificarse tan rotundamente? ¿Se figuran ustedes el Museo del Prado sometido á una distribución de premios por el estilo? Y no vale argumentar con que el mérito extraordinario de casi todos los cuadros haría difícil la calificación; porque si es difícil calificar entre iguales por alto, tan difícil es calificar entre iguales por bajo. ¡Y no digamos entre medianos!
Se dirá que sin esa formalidad de los premios sería difícil conseguir el objeto principal de las Exposiciones, que es el de señalar al Estado los cuadros que debe adquirir, si la protección á los artistas ha de ser efectiva. Yo creo que con las manifestaciones del público y de la crítica bastarían para una razonable orientación. En todo caso, sería preferible el sorteo; todo menos eso de los primeros, los segundos de los primeros y el primero de los segundos. Ya sé que es muy humano y satisface mucho á los entendimientos mediocres eso de que nos lo den todo numerado por orden de mérito. Hay quien pregunta: «¿Qué obra de Shakespeare es la mejor? ¿Cuál es el[235] mejor cuadro de Velázquez?» Y ¿qué pensarían ustedes del que se atreviera á señalar una sola obra de Shakespeare, un solo cuadro de Velázquez como superior en absoluto?
De cualquier modo, y aun aceptando como mal menor ó necesario la calificación y numeración por un Jurado inteligente, probo y sincero, como lo son todos los Jurados hasta el día, de la adjudicación de premios, bueno sería que los jueces se atuvieran al mérito de las obras, dejando fuera de juicio las tendencias, el procedimiento y los medios de ejecución de las mismas. ¡Bueno fuera que en un concurso de obras dramáticas, por ejemplo, entre una mala obra realista y una excelentísima obra romántica ó imitación de nuestro teatro clásico, se premiara la mala obra por parecer más de nuestro tiempo ó por antipatía de escuela! Si la emoción y el sentimiento que inspiran al artista son sinceros, ¿ha de censurársele porque aun pretenda espiritualizar su obra, desligándola del tiempo y del espacio? ¿Es tan pronto para renegar de una tendencia artística[236] que es la mitad del arte moderno? Mæterlink, Ibsen mismo, en la dramática; D'Annunzio y Anatole France, en la novela; Puvis de Chavannes y los prerrafaelistas ingleses, en la pintura... ¿Y en música? Debussy va á inspirarse en la música griega, y ya no hay música bastante antigua que pueda servir de refugio á los que reniegan de la música moderna.
El Ayuntamiento, como el corazón, según los franceses, tiene razones que la razón no explica. Entre tres proposiciones para la concesión del teatro Español, ha votado por la que menos esperaba todo el mundo. El espectáculo ha sido edificante; solicitado el teatro por el Estado, el Ayuntamiento desestima su pretensión, le trata de tramposo y declara que no se fía de él para nada. «Dijo la sartén al cazo...» ¡Qué buen efecto producirán en el país pagano esta armonía de relaciones y esta confianza mutua entre el Estado y el Ayuntamiento! Si el Ayuntamiento desconfía del Estado,[237] ¿qué haremos los demás mortales? El que quiere honra, que la gane. ¿No es eso? Aparte esta pequeña desconsideración al Estado y á las buenas intenciones del ministro de Instrucción pública, sabemos que el teatro Español está en buenas manos. Se trata de una empresa artística con orientaciones modernas, abierta á la juventud; como debe estarlo el teatro Español, de donde debemos alejarnos los autores viejos y cansados para dejar paso franco á los que llegan.
Quede á salvo la buena intención del Congreso contra la trata de blancas. Pero ¿qué podrá una sola institución social para reprimir lo que tantas otras instituciones sociales son á fomentar? Medicinaremos lo sintomático y la enfermedad esencial continuará consumiendo el organismo.
Para combatir la llamada trata de blancas hay que afrontar cara á cara la trata de negras, que es la trata de la mujer en general, por todas las leyes, instituciones y costumbres sociales. Quizás la trata de blancas sea la más dulce y favorable de todas ellas. ¿Qué ofrecemos á la mujer que mejor sea? ¿Trabajo? Que emancipe á la mujer de toda esclavitud económica, único medio de lograr su emancipación moral, sólo hay uno: el trabajo artístico, y para esto es preciso ¡ahí es nada! un gran talento y una gran voluntad. Aun así, ¿estamos[240] seguros de que nuestro respeto y nuestra admiración acompañen siempre al triunfo del talento femenino? Sólo las grandes artistas del teatro consiguen ser admiradas por completo; y ¡cuántas veces la admiración á la belleza nos hace ser injustos con el talento! ¿No suelen estar mejor pagadas una cara bonita y unas lindas piernas que una clara inteligencia y un gran corazón?
En las demás profesiones, en la misma profesión artística, cuando un poderoso talento no basta á imponerse por sí mismo, ¿qué llega á conseguir la mujer por sí sola, sin el favor y la protección del hombre, no siempre generoso, más bien tacaño, al remunerar con una colocación, á costa ajena, lo que hubiera debido pagar á su propia costa? ¿Cuántas serán las mujeres que hayan llegado á la independencia de una profesión lucrativa sin haber tenido que pagar servidumbre al antojo de un hombre?
¿El matrimonio? Pero ¿quién dirá que se trata de un Sacramento de la Iglesia, instituído por Dios, cuando en sociedades que se dicen cristianas le vemos per[241]seguido por todos los medios, como un vicio ó como un delito?
A él se oponen leyes militares, prohibiendo el matrimonio de millares de hombres en lo mejor de su vida, en nombre de conveniencias sociales; á él se oponen leyes económicas, que mantienen en pobreza ó en escasez á los jóvenes en la edad más conveniente para el matrimonio; á él se oponen todos los egoísmos individuales engendrados por el gran egoísmo colectivo. Y salvadas estas dificultades, ¿qué es la mujer, con raras excepciones para cuentos y comedias morales, en el matrimonio? Animal de lujo en las clases altas; animal de cría en la clase media; animal de cría, de trabajo y de carga en la clase baja.
¿Y quieren ustedes oponerse á la trata de blancas?
¿En nombre de qué? ¿Qué ofrecen ustedes en cambio? La máquina de coser, la aguja y la plancha.
—Gracias—dirán las favorecidas.
¿El matrimonio con el empleado con 1.500 pesetas ó el jornalero con tres pesetas?
—Muchísimas gracias—volverán á decir.
Lo mejor que pueden ustedes ofrecerlas es un convento, como Hamlet á Ofelia.
Y estos pícaros Gobiernos democráticos, con eso del «candado», no se preocupan más que de cerrar puertas sin abrir otras para dar salida á las pobres mujeres. Lo que dirá alguna, parodiando la altiva divisa de las Rohan: «Casada no puedo; trabajar no quiero... «blanca» me quedo.» Pero se están poniendo las cosas de un modo, que ni ese recurso les va á quedar á las pobrecillas.
El Ayuntamiento de Valencia ha desairado á los poetas, oponiéndose á la celebración del Congreso de la Poesía. ¡Gran injusticia! Pues no sabemos que ese Congreso reuniera menos condiciones de inutilidad que cualquiera otro de tantos Congresos como se reunen, á todas horas por esos mundos. Y ¿no es la inutilidad la primera y más estimable condición de estas juntas?
¡Quién sabe si de éste hubiera salido algo[243] práctico, por andar todo al revés en estos tiempos! ¡Tantos Congresos, de los que se esperaban grandes resultados prácticos, han venido á diluirse en la más vaporosa poesía!
Pero bien empleado os está ¡oh, poetas! ¿Quién os manda poneros al habla con Corporaciones oficiales de ninguna clase? Y ¿qué íbais á hacer en Valencia, después de los cortesanos? ¿No sabéis que por donde ellos pasan ya no quedan flores, ni halagos, ni atenciones para los poetas? ¿Sabéis guiar un automóvil? No; porque ni habéis tenido nunca dinero para comprar uno, ni tenéis amigos que los posean. La gente adinerada no se trata con los poetas. Entonces... ¿qué íbais á pintar en Valencia? Ya iréis cuando tengáis más dinero. Para eso, dejaros por algún tiempo de hacer versos; haced algo más, como los poetas de... otras partes.
A la mayor parte de nuestras Juntas benéficas, ya sean de damas ó de caballeros, les sucede lo que al devoto del cuento en sus méritos para con Dios: lo que ganan por delante lo pierden por detrás. ¿Por qué reglamento rigorista ha de ser la Inclusa barrera infranqueable entre las madres y los hijos? ¿No debiera ser más bien lazo de unión, apartado de las miradas del mundo? No el alejamiento, la proximidad de las madres debiera solicitarse. El abandono del hijo es alguna vez, por monstruosa sequedad del corazón, cerrado á un instinto que hasta en los animales parece con delicadezas de sentimiento espiritual. Pero ¡cuántas veces es miseria, vergüenza, miedo!... Y ¿no debe ser la sociedad entonces, y las Juntas de damas benéficas sobre todo, las que, en vez de apartar á la madre como indigna, porque cedió á esas conside[246]raciones sociales, procuren ser piadosos intermediarios, no como secuestradores, sino como guardianes de los pobres niños, que no serían entonces abandonados del todo y para siempre por sus madres? En vez de decirles: «Aquí dejas á tu hijo; no vuelvas á acordarte de él», decid: «Aquí tienes á tu hijo; acuérdate siempre; ven cuando quieras; defiende tu vida como puedas, nosotras defendemos la de tu hijo.» Sea la caridad nodriza, educadora; pero no pretenda ser madre mientras la verdadera madre no haya renunciado á serlo por monstruosa perversidad. No digáis á los pobres niños: «Vuestras madres fueron tan malas mujeres, que no supieron ser madres.» Decidles: «Vuestras madres eran tan pobres, que no podían teneros á su lado; compadecedlas mucho, como nosotras las compadecimos.» ¿Creéis que no sería mayor su gratitud y que no podrán fundarse mayores virtudes si ellos ven que, no sólo los guardasteis la vida, sino el amor de la madre? Reformad esos reglamentos, nobles señoras; un reglamento de un asilo benéfico no debe ser como un Có[247]digo penal, en que siempre se mira al hombre como un presunto delincuente. No todas las madres que dejan sus hijos en la Inclusa son malas madres; muchas son madres pobres, y, en la duda, todas son ¡pobres madres! Tan difícil como hacer leyes desde los salones de un ministerio es difícil hacer reglamentos desde gabinetes perfumados. Sobre todo, leyes y reglamentos para los pobres y miserables de la tierra, por los que nunca supieron de pobrezas ni de miserias.
Las obras de la Gran Vía adelantan hasta el punto de permitirnos á los que nacimos á mediados del siglo pasado la esperanza de verlas terminadas. Pero he aquí que, al comienzo, surge el primer obstáculo. Entre los derribos yérguese altiva, desafiadora y elocuente como un símbolo nacional, una pequeña iglesia: la conocida vulgarmente por el nombre de Niñas de Leganés. No hay quien pueda con esas niñas. La piqueta derriba casas y casas, y el[248] campanario de la iglesia cada vez más insolente y fanfarrón. Parece ser que no hay persona apta para tomar el dinero precio de la expropiación. ¡Por vida del inconveniente! Que se tratara de alguna manda ó donación, y veríamos si había personas aptas para embolsarse los cuartos. ¿Para qué están los señores jueces, más que para ser depositarios de los dineros dudosos? ¿Van á detenerse las obras por ese monumento nacional? A bien que se queda Madrid sin iglesias. Nuestros ricachones, por no imitar á los norteamericanos, que suelen dejar cuantiosas herencias á Universidades y escuelas, no saben cosa mejor que legarnos iglesias. A ninguno se le ocurre dejar unos cuantos millones para fundar un buen periódico de la buena Prensa, atendiendo las exhortaciones del señor obispo de Jaca, que sabe muy bien dónde le aprieta la mitra y que á Dios rogando y con el rotativo dando. Además, el mayor número de iglesias no contribuye en nada á la conversión de incrédulos; mientras que un buen periódico que diera buenos sueldos á los redactores, contribuiría gran[249]demente. Ya sabemos que aquí nadie tiene sueldo por tener estas ideas ó las otras; pero ¡ideas por tener un sueldo!...
El arte moderno se desvive por la originalidad; la acusación más ofensiva para un artista es la de plagiario: Il nous faut du nouveau n'en fut il plus au monde. Y, sin embargo, las novedades apenas llaman un día la atención y las obras que se perpetúan son menos que plagios: plagios de plagios, imitación de imitaciones. La humanidad, como los niños, prefiere el cuento cien veces oído. Las obras inmortales son aquellas en que sus autores acertaron á contar del mejor modo las dos docenas de cuentos que interesan á todos. ¿Es otro secreto de la gloria de Shakespeare? Cuentos sabidos, de una sencillez de asunto y de una psicología primitivas. Obras que pueden representarse ante el auditorio más ignorante como ante el más docto.
Y nuestro Don Juan Tenorio, el de Zorrilla, que acertó á contar el cuento al gus[250]to español y popular, ¿no es el mejor ejemplo y la mejor lección para los originales y noveleros? Hoy tememos demasiado á tocar esos asuntos universales vulgarizados, y renunciamos tal vez á escribir las mejores obras. ¿Quién se atreve á escribir otro Don Juan, otro Fausto, otro Romeo y Julieta? Verdad es que la crítica, interponiéndose á cada paso del arte entre el artista y el público, opone la terrible acusación de plagio ó de osadía. Pero hay que tener todas las osadías, la del plagio en primer lugar, y la de pasar por encima de la crítica, para llegar directamente al alma del público. Esta fué la mayor hazaña de Don Juan Tenorio; por ella le vemos todos los años en escena triunfar de muchas novedades originales, y, cuando todas ellas hayan caído en el olvido, Don Juan Tenorio, plagio de plagios, imitación de imitaciones, sobrevivirá como uno de los pocos cuentos interesantes que un gran poeta se atrevió á contar nuevamente sin el temor de parecer plagiario.
Es sabido que, á la entrada de todos los inviernos, las señoras hablan de los vestidos que han de encargarse; los empresarios de teatros, de las obras con que cuentan, y los gobernadores de Madrid, de la extinción de la mendicidad. De todos estos programas, el único que suele cumplirse, y con creces, es el de la indumentaria femenina, dicho sea en honor de la mayor constancia del sexo débil en sus propósitos y determinaciones. Los empresarios estrenan lo que pueden, que no es siempre lo que quisieran; en cuanto á la extinción de la mendicidad... no pasa de conversación en que luce el ingenio de unos cuantos arbitristas, verdaderos ángeles de la caridad... con el dinero ajeno. Y he aquí la primera dificultad en estas andanzas benéficas: que todos piensan el mejor modo de sacar los cuartos á los demás y nadie quie[252]re sacar un céntimo de su bolsillo. Por lo pronto, el señor gobernador había pensado en añadir un nuevo impuesto sobre las localidades de los teatros, por ser cosa de lujo y nada necesaria, en opinión de dicha autoridad. En efecto, así como indispensables para la vida... Pero si argumentamos en lo necesario, ¿son tantas las cosas, en verdad, necesarias? Tal vez no lleguen á la media docena, y tal vez no estén entre ellas los gobernadores civiles. Considerando el teatro por la parte del público, sí que es un lujo bien innecesario, como tantas otras industrias, si sólo atendemos á los que se gastan el dinero en disfrutar de los productos y no á los que se ganan la vida trabajando para producirlos. De un lado está el lujo; de otro la necesidad... ¡Habría que ver los apuros del señor gobernador si en un día todos los empresarios de Madrid acordaran suprimir ese lujo, cerrando todos los teatros! No serían las damas elegantes ni los caballeros distinguidos, ciertamente, los que irían en manifestación lujosa á pedirle solución al conflicto; la gente adinerada es la que mejor[253] puede pasarse sin teatros. La sorpresa del señor gobernador sería muy grande al ver miles de hombres y mujeres humildes clamando por el pan de sus hijos. Es achaque de los grandes hacendistas que nos gobiernan creer que los impuestos sobre los artículos de lujo los pagan los ricos. «Aquí, que no peco», se dicen... Los impuestos los paga siempre el que trabaja y produce. No es al que gasta y emplea su dinero en lujos ó en caprichos al que habéis de castigar con nuevas contribuciones; que esos, al fin, dan de comer á mucha gente y hacen circular el dinero, sino á los que guardan y atesoran dinero, improductivo y cobarde; dinero antisocial y antipatriótico; dinero de vagos, que deben ser tan perseguidos como los otros vagos de la mendicidad callejera.
La familia y los admiradores de Tolstoi no ganan para sustos. ¡La guerra que dan estos apóstoles! Tantos disgustos trae á las familias la extremada virtud de uno de[254] sus miembros, como el vicio más desordenado. Cierto que es de mucho gusto para los descendientes contar con un santo de la familia en el calendario; pero los infelices parientes contemporáneos pasan el sino. Vean ustedes este venerable conde de Tolstoi, que acaba su vida como la empezó aquel perdulario de Verlaine, escapándose con un amigo. Claro es que los motivos son muy diferentes; pero el disgusto para la familia es el mismo. ¡La pobre condesa! Ya le decía ella á cierto escritor inglés que fué á visitar al conde con intención de escribir un estudio sobre su persona y sus obras: «¿Quiere usted saber lo que piensa mi marido? Pues ya tiene usted trabajo, porque cada día piensa una cosa.» Y la posteridad será tan injusta que acaso cuente en el número de los santos al conde y se olvide de la pobre condesa.
Ni el triunfo de una obra de cierto género supone el triunfo de todas las obras del mismo género, ni mucho menos el fracaso[255] de todas las obras de un género contrario. El Arte es furiosamente individualista, y en él sí cada palo aguanta su vela. Hoy ríe el público con una obra cómica y mañana llorará con un drama. Lo de «El público lo que quiere es reir ó lo que quiere es llorar, ó quiere obras de tesis, ó quiere obras ligeras, ó que no quiere el verso, etc., etc.», son otras tantas vulgaridades. El público quiere obras de todas clases, cuando le divierten ó le emocionan. Ni es una novedad que alternen obras serias con obras regocijadas en los carteles. El teatro de la Comedia fué siempre de los más eclécticos. Allí se estrenaron los más caricaturescos vaudevilles franceses y las obras de Dumas y Sardou, última palabra, en sus tiempos, del teatro «serio». Después hemos alternado en la mejor armonía autores de las más opuestas tendencias, y el público nunca tuvo preferencia por géneros ni por autores, sino por obras. Es de esperar que todo seguirá lo mismo. El público aplaude y ríe con Genio y figura porque la obra lo merece, y volverá á aplaudir y á reírse cuantas veces acierten los[256] autores cómicos, como bostezará ó se estará en casa cuando no acierten á interesarle los autores serios. Los fracasados son los que creen que cuando su obra ha fracasado ha fracasado todo un género... Nada de eso; en Arte no hay solidaridad que valga. Cada uno es cada uno. El público no sabe de nombres genéricos; sólo sabe de nombres propios. No hay, pues, por qué gritar: «¡Al arma, al arma!», y dejen los bien intencionados de meter cizaña entre los autores; haga cada cual lo que sepa y pueda, sin preocuparse de lo que hace el vecino. El verdadero vecino de enfrente es el público. En la Comedia francesa, el teatro más serio del mundo, después de una grave tragedia de Corneille, se representa el Monsieur de Pourcegnag, de Molière, la más grotesca farsa que puede darse, con sus boticarios jeringa en ristre corriendo por el patio de las butacas, y nadie se alarma y todo está bien, y ni Corneille ni Molière ni la seriedad de la Comedia francesa desmerecen por ello.
Discusión digna de los mejores tiempos de Bizancio ha sido la originada por el aumento del impuesto sobre legados á favor del propio testador; sobre todo, si son en provecho de su alma; que si algo deja para vanidades corporales, como embalsamamiento, entierro de lujo, mausoleo ó erección de cuanto cabe erigírsele á un difunto, allá el demonio ó la Hacienda con ello, que eso importa poco; al fin, todo será economizar un poco en estas materialidades póstumas. Pero si se trata de misas, oraciones y preces, ¡qué terrible responsabilidad la del señor ministro de Hacienda si, por disminuir con el impuesto la cantidad que debió aplicarse á los sufragios, el alma de algún difunto se ve privada del descanso eterno! Nadie mejor que el interesado puede saber el número de misas y de responsos que necesita, y es gran maldad entrometerse en esta ad[258]ministración que sólo corresponde á lo eclesiástico; que por algo cuando se deja á un moribundo bien dispuesto para el último trance, suele decirse que le han administrado. Y ahora cuántas almas, como la de Garibay famosa, vagarán sin reposo á falta de ese dinerillo interceptado por el Fisco. ¡Ay del señor ministro de Hacienda si dan en aparecérsele y en atormentarle tantas almas en pena! Ya, por lo pronto, anticipándose á los muertos, claman los vivos, precisos intermediarios en estas operaciones de salvamento de almas. Es triste cosa que todo negociado espiritual haya de traducirse en algo material y palpable. Por eso el señor ministro de Hacienda debe tranquilizar su conciencia, pensando que todo es cosa de almas, y que el alma de España, ese alma tan cantada en discursos y poesías, también tiene sus necesidades y que su espiritualidad sólo puede mostrarse por medio de organismos materiales que cuesta mucho dinero sostener. Y ¿de dónde sacarlo que menos duela que de las almas pecadoras? ¿Qué son unos años más de purgatorio ante la eternidad? Sobre que en[259] muchos casos, al cobrar la Hacienda el impuesto de estos muertos piadosos, acaso no hará más que reparar un olvido de restitución y todo será para bien de las almas. En cuanto á los intermediarios, si tanto se preocupan por la salvación del difunto, no tienen más que rebajar los precios; después de todo, las oraciones no cuestan tanto trabajo. Todo menos que los muertos anden por el ministerio de Hacienda; porque los hay que, muertos y todo, harían inútiles las habilidades financieras del señor ministro para sacarles los cuartos.
Una frase poco meditada, de una obra teatral, ha indignado á los estudiantes de Medicina. La frase mortificante era injusta sobremanera, y los autores han sido los primeros en declararlo lealmente, apresurándose á retirarla de la obra en cuestión. Es de esas frases que sólo tienen disculpa en el natural deseo en todo autor de halagar al auditorio á quien se dirige. Cierto que más debían meditarse cuando es me[260]nos ilustrado y menos puede pesar el pro y el contra. Justamente la clase médica es la más altruísta y desinteresada. En ninguna profesión se prodiga tanto la asistencia gratuita, y no hay médico, alto ni bajo, que al cabo del año no haya asistido á mayor número de enfermos, por amor á la humanidad, sin estipendio alguno, que á ricos clientes, buenos pagadores. Esto sin contar á los médicos de partido, verdadero apostolado de la Ciencia, indignamente retribuído. De modo que esos cadáveres destrozados no aprovechan solamente á los ricos, ni ¡qué mejor empleo puede tener un cuerpo muerto que servir al estudio y á los progresos de la Ciencia! Poco tiempo hace que un ilustre profesor de la Facultad, con admiración de todos, legó su cuerpo para tan altos fines.
Ahora, que los estudiantes, una vez retirada la frase, no debieron extremar su protesta. La frase era poco razonada; bastaba protestar contra ella con razones. No es conveniente sentar precedentes para otras protestas, que harían imposible toda crítica social en el teatro, en el libro y en el[261] periódico. Ello ha sido que el incidente ha venido á parar en recordarnos uno de los más graciosos lances de Don Quijote: los autores arremetían contra los estudiantes, los estudiantes contra la Policía, y el señor Méndez Alanís contra el Gobierno. Por fortuna, no hemos llegado á la conflagración europea.
En estos tiempos de mal entendida democracia, en que á duras penas se tolera que nadie se distinga, ni sobresalga, ni tenga iniciativa propia, y todos pedimos esa modestia que es el uniforme gris de los que no pueden ir mejor vestidos, nadie sabe el valor que supone la decisión de los hermanos Quintero al proponerse por su cuenta, á costa de su trabajo y sin otra cooperación que la del público, levantar un monumento al poeta de la Juventud y del Amor; que, por ser el poeta de una edad que es de todas las vidas, ha de ser un poeta de todas las edades del mundo.
Los que alguna vez hemos proyectado[262] alguna idea generosa y pronto nos arrepentimos de ella como de una falta, desalentados ante la hostilidad de los unos, la indiferencia de los otros, el comentario burlón ó malicioso, que no dejan de suponer miras interesadas ó, por lo menos, afán de notoriedad—¡gran pecado para los que no pueden significarse á no ser en clase de mosquitos ó cualquier otro insecto molesto!,—sabemos lo que supone la ilusión, la valentía de los hermanos Quintero en su noble empresa.
El público ha respondido y responderá generosamente en todas partes. Alguna lamentable abstención pudiera notarse; esperemos que se enmendará á tiempo.
Sólo deseo á los aplaudidos autores que esa fe y esas ilusiones de su juventud no les falten nunca y no lleguen á sentir jamás, ante las ruindades de tantos tristes del bien ajeno, la tristeza incurable, por ser más noble, que produce en los espíritus generosos el mal ajeno.
La conferencia de Ramiro de Maeztu, en el Ateneo, ha sido, y será por muchos días, tema preferente de discusiones. Inequívoca señal de su mérito y de su importancia. Vibrante síntesis de nuestra vida nacional fué la conferencia; tal vez con más apasionamiento que serenidad; pero ¡dice tan bien un noble apasionamiento cuando de algo que mucho nos importa se trata! Quede la plena serenidad intelectual para cuando hayamos de ser árbitros ó jueces en extraños asuntos; pero ¿cómo no poner calor del corazón en asunto tan propio?
Fueron las palabras de Maeztu el mejor espoleo para los espíritus dormidos, tardos ó cobardes: el mejor lazo para unir á los que, despiertos y fuertes, malogran, no obstante, sus alientos en el soberbio individualismo solitario. A los españoles, más que á nadie, conviene tener presente aquel[264] apólogo oriental en que un padre muestra á sus hijos cómo un haz de mimbres apretado no puede romperse y qué fácilmente se quiebra cada mimbre, separado del haz, uno por uno.
Aunque á ratos pudiera dolernos y aunque algo en el fondo de nuestra conciencia protestara, bien hizo Ramiro de Maeztu en cargar la mano sobre los intelectuales, ya que á ellos se dirigía desde la tribuna del Ateneo. Hubiera sido flaqueza impropia de su espíritu independiente y concesión que no hubiera admitido su auditorio, incurrir en la fácil complacencia de esos predicadores que truenan contra los vicios del siglo; pero tienen la dulce oportunidad de tronar contra los pobres en iglesia de ricos, y al contrario. Ellos no faltan á la verdad en ningún sitio; pero les falta la verdad del sitio, que es un modo de faltar á la verdad como si se mintiera.
Los intelectuales oyeron sus verdades, y muy duras verdades. Algo puede decirse, y alguien lo dirá, en descargo suyo. Ahora, justo es también que los obreros oigan las suyas, y las mujeres, y la aristocracia, y[265] que las palabras de verdad no sean perdidas; porque palabras nos vienen de todas partes, pero ¿de dónde vendrá el ejemplo? ¿Qué serían los Evangelios sin Pasión y sin Muerte? Oratoria, poesía... bellas palabras.
El Manzanares es digno río de la capital de España. Como la vida española, no tiene término medio: ó no se le siente vivir, ó da fe de vida turbulenta. Los Gobiernos pueden aprender en los ríos el mejor modo de gobernar á los pueblos. Canalizar es la mejor política. En lo espiritual y en lo material, tan dañosa es la sequía, por infecunda, como la inundación, por destructora. La inundación siquiera, como las revoluciones, si destruye al pronto, tal vez fecundiza para más tarde. Pero ¡pobres tierras las que todo lo esperan de la inundación ó de las revoluciones! ¡Dichosas las que ven regar sus campos regularmente por encauzadas y tranquilas aguas!
Me parece muy bien que algunos críticos, fervientes devotos de la amable bagatela, dediquen columnas de encomiástica prosa á la tiple de sus simpatías y al garrotín de sus aspiraciones. Pero no me parecería mal, porque no creyéramos tan pronto que el instinto del pudor había desaparecido aunque haya venido muy á menos, que á la representación de La vida es sueño, en el teatro Español, se le concediera un poco de atención entretanto.
Se protesta, con la boca chica, contra la invasión de la ola verde y la ola que pasa de castaño oscuro, y de si aquí no se hace arte como se debe, y de si acá se debe porque se hizo arte; y, para una vez que se presenta ocasión de celebrar una noble tentativa artística, silencio ó discreción con sordina parecida al silencio.
La vida es sueño, no representada en el teatro Español con frecuencia desde los tiempos de Rafael Calvo, ha sido ahora muy decorosamente presentada, revelando una cuidadosa dirección escénica. Ricardo Calvo es el mejor Segismundo que hemos visto, después del inolvidable Rafael Cal[267]vo, el actor de nuestra juventud y de nuestros entusiasmos. Los demás actores componen un excelente y armónico conjunto. La obra... no es para morirse de risa; pero puede oirse todavía. Algunas de antes de ayer están más viejas. En fin, que por mucho menos, pero muchísimo menos, hemos leído sartas de elogios que siempre quisiéramos ver más justificados que la parquedad de ellos en esta ocasión.
Nos extrañaba que las calles de Madrid estuvieran tan sucias. Ahora nos extrañará verlas alguna vez medio limpias. Nos hemos enterado de que, para poner remedio á la suciedad, cuenta el Ayuntamiento con 80 barrenderos... para todo Madrid. ¡Eso es lujo! ¡Vaya, que si no se puede comer sopas en esas calles!... ¿Para cuándo esa subvención á la capital? ¿Cuándo se convencerán los Gobiernos de que con calles limpias y carreteras bien cuidadas y bonitos paseos, estaríamos tan á gusto, aunque nos suprimieran las garantías constitu[268]cionales, que no son de uso tan constante y necesario?
¡Estas calles de Madrid!... Créalo el Gobierno: hoy por hoy, es la única oposición seria con que cuenta. Una vez arregladas y limpias ¡ríase el Sr. Canalejas de los quinquenios conservadores!
Cuenta Gracián en su Criticón—perdone Azorín que me entre por sus dominios—que, cuando españoles, portugueses, ingleses y holandeses descubrían y se posesionaban de vastos territorios en el Nuevo Mundo, acudió Francia en queja al supremo tribunal de la justicia divina, lamentándose de haber sido olvidada en el reparto. Y el alto tribunal contestó á la querella: «¿Y qué necesidad tienes, ¡oh, Francia! de unas Indias? ¿No tienes ya bastantes Indias con España? Toda su riqueza y la de sus Indias viene, al fin, á ser tuya; que los españoles te la ofrecen gustosos, á cambio de tus baratijas.»
Aparte de que Francia no se halla hoy tan desprovista de territorios coloniales, nuestra situación tributaria no ha cambiado mucho, y aun somos unas ricas Indias para nuestra buena vecina y no tan buena[270] aliada. Hasta el premio «gordo» de Navidad aprendió el camino, y este año se pasó á los franceses. ¡Hay para armar otro Dos de Mayo! Tal vez más justificado que el otro, que, al fin, entre unos buenos millones y unos infantes simples no hay comparación posible. ¡De salud sirvan! ¡Bon profit, messieurs! Y á ver si alguna de nuestras Oteros de exportación es la alcaldesa de Mostóles de esos milloncejos, y algún maquereau de casa, que también los exportamos excelentes, se encarga de reintegrarnos, en todo ó en parte, de ese renegado premio. Pero ya verán ustedes como lo único que nos llega, en compensación, es algún artículo de costumbres españolas poniéndonos de vuelta y media por la inmoralidad de nuestra lotería.
Nadie más obligado que los tradicionalistas á celebrar las fiestas tradicionales, y así la minoría parlamentaria, representante de las viejas ideas, no ha querido que se suspendieran las sesiones de Cortes sin ha[271]cer la Pascua y sin dar su inocentada. La sesión permanente ha tenido de una cosa y de otra. Por fortuna, los señores diputados son gente de buen humor y se han divertido en la sesión nocturna más que un hortera en baile de máscaras. Chirigotas, cuchipanda, amiguitas en la tribuna; no han faltado más que las serpentinas. Y los de la obstrucción, ¡Jesús, qué graciosos! De público, muy bien: todo el de las últimas secciones de los cines. Con sesiones nocturnas tan divertidas se acababa con la inmoralidad de esos espectáculos, corruptores de la ancianidad y que tantas falsas alarmas pueden producir en algunos apacibles tálamos. Los de fuera, que en este caso es el público que paga, pensando, aunque la ley del «candado» sea muy conveniente, que tal vez no fuera malo una ampliación aplicable á ciertas agrupaciones y á algunos oradores.
A propósito de inmoralidad y de candados. Distinguidas señoras pretenden que los[272] Poderes públicos intervengan en la moralización del teatro. ¡Ay, señoras mías! Y ¿quién tiene la culpa de eso que ustedes llaman licencia y escándalo? Pues la educación que dan ustedes á sus hijos. ¡Cómo!—exclamarán ustedes, indignadas.—¡Una educación cristiana, en colegio de Padres religiosos! ¿A eso llama usted mala educación? ¿Esa puede ser la causa de que una señora decente no pueda siquiera leer los anuncios de la sección de espectáculos? Sí, señoras mías, nobles y honestas damas: la Iglesia, que en otro tiempo tuvo manga muy ancha con el Arte y era maestra y depositaria de buena literatura, hoy más que nunca, asustadiza de la funesta manía de pensar, no educa el gusto ni el sentimiento artístico de los jóvenes encomendados á sus enseñanzas; anatematiza todo arte, toda literatura que no sea de propaganda en favor de sus ideas, cada vez menos amplias, más intransigentes. En sus clases de literatura se habla más del Padre Coloma que de Cervantes; no se inspira afición y respeto, sino horror y desconfianza á los nombres más ilustres y gloriosos. Mientras la sujeción y[273] la tutela de los maestros dura... menos mal: no leen á Pérez Galdós; pero tampoco van á recrearse con una de esas empecatadas obrillas de título equívoco y de inequívoco mal gusto. Pero al verse libres, ¿qué tendrá mayor atracción para ellos? ¿Una obra de verdadero arte, que no sabrán apreciar porque no les educaron el gusto para ello, ó el espectáculo grosero, el de los chistes á su alcance, del que nadie les apartó con energía porque una blanda absolución les tranquilizó antes por este pecadillo que por la lectura de una obra enemiga? ¿Qué importa que la carne se turbe si no se turba el pensamiento? Lo que los buenos Padres quieren son almas y pensamientos... lo demás ¿qué importa? Lo demás se lava y se plancha y queda como nuevo para un matrimonio ventajoso, para un alto cargo y, sobre todo, para un ejemplar testamento con especiales mandas y legados piadosos.
Hay una juventud incapaz de sentir emociones de arte, porque no la educaron en el sentimiento de sus delicadezas. No os quejéis á los Poderes públicos, señoras[274] mías: tenéis los hijos que os merecéis, y vuestros hijos tienen los espectáculos que se merecen. El Arte en general, el teatro en particular, no son causa de nada; son el efecto natural de muchas causas.
¡Ah! El año pasado tuve, con el concurso de otros autores, el costoso capricho de iniciar un teatro para niños. No solicitamos licencia del ordinario, ni pedimos el visto bueno de ninguna cofradía, porque no hay conciencia, por enlodada que estuviera al roce de las miserias humanas, que no sepa por sí misma, bien claramente, el respeto que se debe al alma de un niño. Acudieron madres y niños de la clase media y de las clases populares... A la sociedad elegante no tuve el gusto de verla por allí. Sus automóviles y sus coches lujosos estaban á la puerta de otros teatros de garrotín y desvergüenza. Se comprende que acudan á que la autoridad les moralice el teatro los que no saben contenerse en su curiosidad por las inmoralidades.
Si por bohemia se entiende independencia de nuestro espíritu, amplitud de nuestra vida, nunca subordinada á un solo medio social; personalidad tan enérgica que pueda comprender mil distintas personalidades, sin que nuestra propia personalidad se pierda hasta desaparecer entre todas ellas; simpatía por cuanto existe, sin resignación á que todo siga existiendo lo mismo, si la bohemia es lucha y rebeldía y fuerza y vida... cierto es su encanto. Pero si la bohemia es sólo necesidad hecha vicio, que nunca de la necesidad se pudo hacer virtud; si es limitación de nuestra vida á un solo medio miserable, desordenadamente ordenado en la monotonía de vagar por los mismos lugares, entre las mismas gentes; si es flojedad y desmayo y sumisión y abdicaciones y miseria, en fin, espiritual y física, no habrá quien nos persuada de sus[276] encantos, ni en prosa, ni en verso, ni con música.
Si la realidad es pobreza y fealdad, no es de alma artista someterse á ella. Los artistas están obligados á la lucha, á influir sobre la realidad hasta transformarla, infundiendo en ella el espíritu de sus ideales. Deber es del artista conquistar la riqueza. La vida sólo será lo que debe ser cuando la riqueza sea de los poetas. La poesía será entonces acción y vida y entonará sus estrofas en ciudades de arte, limpias, sanas, alegres, risueñas; en jardines de encanto, en monumentos de gloria, con bellas criaturas de selección espiritual y física. No despreciéis la riqueza ¡oh, artistas!, que harto tiempo ha sido de los bárbaros, muy satisfechos con que vosotros ponderéis los encantos de la bohemia mientras ellos gozan de todo, sin compartir sus goces más que con unos cuantos artistas domesticados, que se complacen en enseñar á sus amigos para darse tono de protectores del Arte. Y mientras vosotros no tengáis palacios, ni deis fiestas en ellos, ¿cómo vais á convencer á nadie de que no son ellos los[277] que no quieren recibiros á vosotros, sino vosotros los que no os dignáis recibirlos á ellos?
No recuerdo si lo soñé ó me lo contaron. Fué un escritor, muy discutido en sus comienzos, que, por lo mismo, tuvo muchos admiradores: unos, jóvenes animosos como él; otros... esos que hallan en lo infructuoso de una labor combatida el mejor pretexto para no hacer ellos nada; otros, los muchos fracasados, que pretenden justificar con el fracaso de una obra ajena el fracaso de toda su obra. Todos estos admiradores admiraban más al escritor cuanto más combatido era. Cuando, por su trabajo y su constancia, llegó á tener verdadero público, los admiradores se desilusionaron: ¡Cómo! ¿Es posible? ¿Le gusta al público? ¡Qué indignidad! Es que ha caído en la bajeza de hacerle concesiones; ya no es el mismo. Y los admiradores le increparon por haberles hecho traición. Si era para todos, ya no podían ellos presumir de su[278]periores al admirarlo. Ya no tuvo admiradores fieles más que en sus fracasos; cuando no hacía concesiones al público. Si alguna vez, por descanso ó por capricho ó por necesidad, escribía una obra, sin más pretensiones que la de ganar algún dinero, aunque en ella no ofendiera gravemente su sentimiento del arte, los fieles admiradores no podían consentirlo y eran los primeros en protestar iracundos: ¡Qué indignidad! ¡Viene á buscar dinero! Y ellos, con sus protestas, eran los primeros en impedir que tan natural propósito, y por tan inocente medio, se lograra. Así, tuvo que resignarse á no tener dinero en su vida, para satisfacción de sus admiradores. ¿Buscarlo por otros medios? Menos aún; sus admiradores no lo consentirían: su deber era hacer Arte, Arte puro... Cuando murió... los admiradores acordaron costearle un monumento; se reunió poco dinero, y los admiradores acordaron que aquello era una indignidad. Para hacer mal las cosas, más valía no hacerlas. El monumento había de ser magnífico, ó no sería... Y no fué, en efecto. Los admirado[279]res velaban fielmente su gloria póstuma como la velaron en vida.
No sé si lo soñé ó me lo contaron; pero siempre que recibo alguna carta firmada por «Un admirador», me echo á temblar recordando la historia de aquella víctima de sus admiradores. Todas las cartas así firmadas son de alguien que pretende administrarnos la hacienda, la moral, el buen humor, lo que ellos llaman nuestros prestigios, nuestra vida pública y nuestra vida privada... No ¡por Dios!, señores; yo no quiero ser admirado á todas horas ni en todos los actos de mi vida; que descanse vuestra admiración y que me deje descansar. No me escriban ustedes cartas; porque desde ahora no leeré ninguna que traiga por firma el consabido «Un admirador» como no incluya un billete de 1.000 pesetas; única prueba de verdadera admiración que me ofrece alguna garantía y justa compensación del dinero que me habrán ustedes impedido ganar por admirarme demasiado.
Cuando creemos haber hecho todo lo posible por remediar las mayores miserias, siempre nos queda el desconsuelo de no haber remediado una: la ingratitud. Los bienhechores deben contar con ella y compadecer doblemente al ingrato. ¡Qué horrible debe ser la pobreza, cuando así llega á entumecer el corazón!
La regia munificencia ha dado una oportuna lección á la Real Academia Española. Arbitro, administradora y dispensadora de premios, padece la ilustre Corporación, como vieja tacaña, la manía de hacer comiditas con las cantidades confiadas por gentes respetuosas de los prestigios oficiales, á los buenos oficios y mejor voluntad, de la sabia y la docta del esplendor, el brillo y la fijeza.
¡Dos mil pesetas para un solo escritor!—habrá pensado la vieja rica.—¿Para qué necesita tanto dinero un hombre solo? Y ¡literato y poeta! Para que se acostumbre mal ó lo eche en vicios, como adquisición de libros, viajes ó cualquier otra perturbación de la inteligencia. Nada, nada; con 1.000 pesetitas á cada uno, podemos hacer á dos felices. Y mucho es que no han repartido la cantidad en bonos de á peseta para dar[282] un día feliz á toda la bohemia literaria. Bien está que, entre los académicos, haya quien disfrute, por diferentes conceptos y prebendas, pingües beneficios, sin pensar en repartir de ellos; pero esos otros escritores de la calle... ¿para qué quieren el dinero? El dinero embota el entendimiento; lo saben bien muchos académicos. La necesidad sirve de espuela al ingenio; el dinero, tal vez sólo de albarda.
Recuerda Parmeno en el Heraldo que los académicos están encargados también de conceder algunos premios á las mejores obras dramáticas escritas ó publicadas cada año, y que este premio no se ha concedido desde muy larga fecha. ¿Por qué? La suspicacia de Parmeno señala los motivos probables. Fuera ridículo no recoger la alusión á mi persona, por la modestia de no aceptar un adjetivo laudatorio. Pero yo creo que Parmeno está equivocado. Para optar á esos premios es condición precisa que el autor, por sí mismo ó por otra persona, la presente y someta al juicio de la Academia. Ni por mí, ni por persona autorizada por mí, he presentado yo nunca una obra mía[283] á ese concurso. Primero, porque no tuve nunca la presunción de que una obra mía fuera la mejor de las representadas en temporada alguna. Después, porque al día siguiente de obtener el premio, la obra valdría lo mismo. Ya sabemos que los premios oficiales, con muy buen acuerdo, han de atender sobre todo á la ortodoxia de la obra. Esos premios han de ser siempre para los poetas—como dijo Heine,—que no tienen de poetas más que el ser virtuosos. Claro es que se puede ser virtuoso y ser buen poeta; pero también se puede lo contrario; porque yo creo que la virtud del poeta es... ser poeta. De otro modo, borraríamos de la lista á Cervantes, á Lope, á Shakespeare, á Byron, á Shelley—dejo á otros, y no de los peores,—todos gente poco disciplinada en su vida y en sus opiniones, difíciles de encasillar en partidos políticos, que pueden hacer gloria de su fama.
El artista que campa por sus respetos no espera nunca protección oficial. Con ese no pueden atarse dos cuartos de cominos—piensa el dispensador de mercedes.—Los cintajos y las distinciones son para el so[284]metido. ¿Fulano?—dicen.—Sí, gran talento. ¡Si sentara la cabeza! Fulano tal vez sienta la cabeza, y aquel día quizás deja de tener talento, que el talento no es para sentado.
Cuenta Plutarco, de no sé qué general griego ó romano, quien, viendo combatir con furioso denuedo á uno de sus soldados, acercósele al terminar de la batalla y, admirado de su valor, quiso informarse de quién era. Supo entonces que aquel valiente era el hombre más desgraciado del mundo, por carecer de todo, y, que tan desesperada era su vida, que sólo buscaba la muerte. Concedióle el general riqueza y galardones, dióle mando y honores; y en otra batalla, á pocos días, vió cómo, en cobarde fuga, arrojaba las armas y corría á esconderse en lugar seguro. Acudió el general á reprenderle por su cobardía, y él entonces: ¿Qué te admira?—le dijo.—Ayer estaba desesperado; nada tenía que perder, nada me importaba la vida... Hoy soy feliz, soy rico... La muerte me asusta.
Y es que todo combatiente, soldado ó poeta, bien está sin premio. El valor y la[285] inteligencia han de ser indomables, y las golosinas son grandes domesticadoras.
A despecho de los verdaderos aficionados á la buena música, el intérprete se sobrepondrá siempre á la obra, y S. M. el Divo se alzará sobre Wagner en alas de Pussini. Mejor dicho, Puccini se alzará sobre Wagner en alas del divo. Ni estos falsos dioses tendrán nunca su ocaso, mientras vayan unidos, ni el Ocaso hallará nunca sus dioses mientras divas y divos prefieran la gloria personal á la pura gloria de someterse á no brillar como astros teatrales.
¿Por qué esa afición de los grandes actores y de los grandes cantantes á las malas comedias y á las malas óperas? ¿Es que su vanidad queda más satisfecha no consintiendo que la obra se sobreponga al intérprete? ¿No será posible hallar un gran artista que se resigne á interpretar verdadero arte? Mientras Wagner padece su ocaso, el tenor Anselmi impone á la admi[286]ración la Tosca y Romeo y Julieta. Las abonadas sueñan con Mario Cavaradossi, con Romeo, con Des Grieux. Algunas sueñan con que Anselmi cante el dúo de los besos de El conde de Luxemburgo. Pueden pedirle que lo cante en la noche de su beneficio. El beneficio del tenor, naturalmente.
Una historieta que refiere un periódico francés. Un padre acaudalado satisfacía con esplendidez todos los gastos de su primogénito; pero sorprendíale que, sobre la cantidad entregada mensualmente, el mozo le pidiera siempre un importante suplemento.
—¿No lo tienes todo pagado? ¿Qué significa esto?
—Esto significa, papá, que hay gastos... gastos, en fin, cuya justificación no debo detallarte, aunque tú debes comprenderla.
—Sí, lo comprendo; pero mira, para saber á qué atenerme, me pides lo que necesitas y, para justificarlo, me dices: «Gas[287]tos de caza, tanto», y no hay más que hablar.
—Convenido.
La partida quedó desde luego asentada en esta forma mensualmente. El respeto quedaba á salvo.
Con gran sorpresa observó el padre que la partida dejó de figurar en cuenta durante dos ó tres meses.
—Vaya—pensó.—¿Dónde cazará ahora mi hijo, que no me cuesta nada?
Pero cuál no sería su desencanto al leer, al cabo de cierto tiempo, esta nota de gastos suplementarios: «Al armero, 2.000 pesetas».
Un niño, por travesura ó por desgracia, cae en la fuente de una plaza pública y muere ahogado, bajo muy poca agua, en presencia de numerosos curiosos y de dos agentes de la autoridad, representación, no por modesta menos respetable, del Estado tutelar y protector. Sobre los dos infelices guardas han caído todo el rigor de los superiores y todas las recriminaciones de la opinión. El señor presidente del Consejo dijo muy bien que no debieran ser sólo los guardias los castigados. Pero aunque para el Código penal sean delitos las omisiones tanto como las acciones, ¿qué medio hay en la ley para hacer efectiva la responsabilidad de una multitud indiferente? Y si miramos á nuestra conciencia, ¿no hallaremos en la impune omisión de los curiosos, lo mismo que en la punible de los guardias, síntomas de un esta[290]do de conciencia social del que todos participamos? ¡Era tan poca el agua! El niño, sin duda, podría levantarse y salir por sí solo. Tal vez si alguien se hubiera precipitado á socorrerle los curiosos se hubieran reído al verle chapotear en el agua; el regocijo hubiera subido de punto si era uno de los guardias. ¡Qué escena de película cinematográfica! ¡Estamos tan hechos á reímos de los agentes de la autoridad en sainetes y revistas llenas de gracia! Como el salvamento se hubiera logrado á poca costa, ¡cuánto nos hubiéramos burlado del salvador, si hubiera pretendido hacer valer su pobre hazaña! ¡Salvamento de náufragos en el pilón de una fuente! Chistes, caricaturas, ingenio... Las tragedias son así: necesitan un final trágico para que parezcan tragedias. Cuando se empieza á morir, hay que morirse; de otro modo, ¿quién cree que era tanto el peligro? No culpemos demasiado á los espectadores y á los guardias, más temerosos del ridículo que de un remojón insignificante, ¡Los pantalones de la autoridad enfangados! ¡El uniforme prestigioso cho[291]rreando! ¿No tendremos todos en nuestra vida alguna culpable omisión de que acusarnos? ¿No habremos dejado también que alguna criatura, tal vez indiferente, tal vez querida, se haya ahogado ante nosotros, en muy poca agua, sin que nuestra mano se tendiera protectora, sin que diéramos el paso que corre á sostener, sin que de nuestros labios saliera la palabra precisa de compasión ó de esperanza? Agua ó llanto ¡parecían tan poco! Cuando el agua ó el llanto ahogaron, ya era tarde. El heroísmo pide grandes empresas: mares embravecidos, batallas, dolores trágicos. Ante el peligro de la fuente, ¿no es ridículo el gesto heroico? ¡El agua era tan poca! ¡Las fuerzas del niño eran menos! ¿Cuántas almas de niño no habremos dejado así ahogar, en muy poca agua, por no afrontar el heroísmo del ridículo? ¡Si diéramos siempre el paso que debemos dar! ¡Si dijéramos siempre la palabra que debemos decir!
La Academia de la Poesía se dispone á festejar el centenario de Cervantes, sin ol[292]vidar el de Shakespeare; pues tampoco los ingleses, según noticias, se olvidarán de nuestro manco, que no lo era para poder muy bien andar de mano con su contemporáneo glorioso. Aquí no puede decirse que baza mayor quita menor, y nunca estuvo tan en su punto lo de «región de los iguales».
Si atendemos al calendario parecerá que se toma con tiempo y que, del 1911 al 16, hay días sobrados. Pero el tiempo español, entre lo perdido y lo matado, y lo que se echa á perder y á morir, entre discusiones y discurseos, pasa sin enterarnos. La Academia cuenta con el apoyo de los Gobiernos. Digo de los Gobiernos, porque de aquí al 1916—perdone el Sr. Canalejas la desconfianza, que no es por él precisamente—¡sabe Dios cuántos Gobiernos se habrán sucedido! Es de esperar, no obstante, que todos se muestren por igual bien dispuestos á celebrar con todo esplendor y esplendidez tan señalada fecha. No es cosa de que se haga cuestión política, ni de que unos pretendan ensalzar á Cervantes por reaccionario y otros por liberal, y unos miren[293] á Shakespeare como católico romano y otros le consideren como protestante. Nos gobiernen para entonces el Sr. Maura ó el Sr. Canalejas, creemos que, honras fúnebres más ó menos, con sermón del Padre Calpena ó del obispo de Sión ó del Padre Maestre ó del doctor Zacarías, lo demás todo será como esté proyectado, sin que haya un Sr. Rodríguez Sampedro que procure escatimar gasto alguno.
Desde luego ha de procurarse que el festejo sea de todos y para todos. Bien están los actos académicos, las ceremonias oficiales; pero sol, aire y plaza pública, sobre todo. Cabalgatas espléndidas, en que tomen parte nobleza, Ejército, artistas, sin temor al pícaro ridículo del disfraz ni de la exhibición. Representaciones callejeras de algunos entremeses de Cervantes, representación entre las frondas de la Moncloa ó de Aranjuez de alguna comedia de Shakespeare: El sueño de una noche de verano ó Como gustéis. ¡Tanto puede hacerse con buen gusto y con arte! Debe pensarse que, cuanto mejor sea todo ello, será más productivo. En estas cosas la tacañe[294]ría es lo más ruinoso. ¡A fantasear, poetas! Y sea la primera fantasía ver cómo se saca el dinero á los que lo tienen. No os detengáis ante ningún ditirambo adulador. Cervantes y Shakespeare eran los que eran y, ¡ay!, también adularon á los poderosos.
Los primeros pantalones femeninos, en su aspecto callejero y visible, han tenido un ruidoso fracaso; pero los modistos y modistas franceses, como si obedecieran á un alto mandato de la Divinidad, insisten en que nada podrá oponerse al triunfo definitivo de los calzones. Peores principios tuvieron otras modas, al fin universalmente aceptadas. Los primeros miriñaques, los primeros sombreros de copa, no lograron mejor éxito en sus comienzos. No podrá decirse que esta moda es señal de los tiempos modernos, ni uso impuesto por la vida en los pueblos civilizados; pues más que un avance hacia lo porvenir, trae á nuestra imaginación el recuerdo de Turquía y de Marruecos, y, ya más cerca de nosotros, la evocación teatral de La conquista de Madrid y El tributo de las cien doncellas, memorias de los buenos tiempos zarzueleros,[296] que no son ¡ay! para rejuvenecer á nadie.
Todo será que la vista se acostumbre. La caricatura y el teatro, pretendiendo ridiculizar la nueva moda, serán sus mejores propagandistas. Después las pastorales de algunos obispos y las predicaciones anatematizadoras, acabarán por decidir el éxito. En cuanto las mujeres crean que la moda es invención del demonio, no dudarán en aceptarla, seguras de que el demonio es muy inteligente en tentaciones.
En realidad, la moda nada tiene de impúdica. El aire y la lluvia pierden su imperio sobre ella; acabaron los graciosos efectos de falda recogida. Es una moda que, por su nombre, pantalones, promete más que cumple. Es más; que ha de dejar muchas promesas incumplidas, por dificultades de tiempo y de ocasión. A no ser, por lo que tiene de ley la moda, que pueda también decirse de ella: «Hecha la ley, hecha la trampa». Pero, hasta ahora, la trampa no parece por ninguna parte. Los modelos lucidos hasta hoy son de tanta seguridad como una caja de caudales. Quizás sea ésta la más clara señal de su moderni[297]dad. O acaso estén próximos los días, pronosticados por San Pablo, en que los hombres se subirán á los árboles por huir de las mujeres; y si ellas dan en trepar para perseguirlos, claro está que el pantalón es necesario.
Los sastres también pretenden, por su parte, dar algún golpe de efecto en la indumentaria masculina. Unos vuelven los ojos al año 30, otros reniegan de toda tradición y abren concursos entre dibujantes para hallar algo nuevo. Pero lo nuevo no parece; es casi seguro que volveremos á las modas del año 30; por lo menos, en los trajes de sociedad. Para los trajines de la vida diaria, el automóvil, la caza, el aeroplano, impondrán la moda con sus necesidades. Seremos de un siglo por el día y de otro por la noche. ¿No es así toda la vida moderna? ¿En quién de nosotros no vive, no piensa, no se agita la vida de cien generaciones futuras, que nos dice sin cesar: «¡Adelante, adelante!»? ¿Sobre quién no pesa la muerte de otras tantas generaciones pasadas, que nos dicen: «¿Por qué luchar, por qué inquietarse?» Por fortu[298]na, la acción contradice á cada paso á nuestro pensamiento y nuestro pensamiento es constante contradicción de nuestras acciones.
El doctor Decref ha informado, con gran conocimiento de causa, en la Sociedad de Higiene, sobre la higiene en el teatro. Si grandes deficiencias puede advertirse en los teatros mejor acondicionados, en la parte destinada al público, que, al fin, es el que paga y puede gritar, aunque no grite lo que debiera, ¿qué no será en la parte destinada á los artistas y dependencias, que nada pagan y si gritaran no cobrarían? De éstos principalmente se ha cuidado el doctor Decref en su información, y bien pueden estarle agradecidos los interesados.
Ahora que, si la intención es buena, nunca la mala práctica puede oponerse con mayor razón á la generosa teoría. Los teatros por dentro son lugares en que toda infección debe tener su natural microbio; pero sin duda los que, por necesidad ó por gusto,[299] pasamos lo mejor de nuestra vida en ellos, hemos logrado, por el mismo procedimiento, la inmunidad que logró Mitridates contra los venenos.
Casos de longevidad extraordinaria, muy frecuentes entre los actores dramáticos, son un verdadero escarnio contra todos los preceptos higiénicos. Y en cuanto á conservación y buen parecer, ¿en qué otra profesión puede llegarse á nada parecido? No ya entre mujeres del pueblo, envejecidas á los treinta años, aun entre damas de la aristocracia, muy cuidadas y muy bien prendidas, no se observa lo que es natural y corriente entre las actrices: una apariencia de juventud que llega á confundirse con la juventud misma. Hay actrices que le hacen á uno dudar de su fe de bautismo. Y ¡cómo se complacen y se recrean en humillarnos, con su invencible naturaleza y un poco de colorete por cómplices! Cuantos más años vienen sobre ellas, más los desafían invulnerables. Con un vestido blanco de lo más vaporoso y una pamelita de paja ornada de capullos de rosa, triscando por la escena, con la boquita frunci[300]da y los ojos entornados, ¡cómo saben conmovernos llorando sus amores contrariados! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Primito! ¡Tiíta!
¿Y los galanes? ¿No es también admirable su estado de conservación?
Sólo en el teatro y en la política se es joven á los cincuenta años. Lo que prueba que nada significa el aire que se respira y el ambiente en que se vive. Acaso unos teatros muy higienizados y una atmósfera política muy purificada no permitieran esas perpetuas juventudes que son gala de tantos escenarios y de tantos Gobiernos.
FIN