The Project Gutenberg eBook of La vuelta al mundo de un novelista; vol. 3/3 This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: La vuelta al mundo de un novelista; vol. 3/3 Author: Vicente Blasco Ibáñez Release date: April 24, 2022 [eBook #67917] Language: Spanish Original publication: Spain: Prometeo Credits: Chuck Greif, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA VUELTA AL MUNDO DE UN NOVELISTA; VOL. 3/3 *** LA VUELTA AL MUNDO, DE UN NOVELISTA VICENTE BLASCO IBAÑEZ LA VUELTA AL MUNDO, DE UN NOVELISTA TOMO III INDIA.--CEILÁN.--SUDÁN.--NUBIA.--EGIPTO PROMETEO Germanías, 33.--VALENCIA (Published in Spain) 1925 ES PROPIEDAD.--Reservados todos los derechos de reproducción, traducción y adaptación. Copyright 1925, by V. Blasco Ibáñez. LA VUELTA AL MUNDO, DE UN NOVELISTA I LA CAPITAL DE BENGALA Servidumbre de los hoteles de Calcuta.--Cuervos y chacales.--El «Agujero Negro».--Las vacas sagradas.--El toro, igual al hombre.--Casamientos infantiles.--Devotos de Siva y sacrificio sangriento á Kali «la Negra».--El árbol-bosque.--La fiesta anual de las serpientes.--Los «sapwallas» de Calcuta.--El faquir color de vino y sus juegos extraordinarios.--Lo que sacó de una de mis solapas, haciéndome saltar atrás, con gran parte del público. El Gran Hotel de Calcuta es enorme, complicado y feo como un cuartel. Sus dueños sucesivos han ido abriendo puertas y lanzando galerías hasta posesionarse de todas las casas de la manzana. Sus habitantes tenemos que orientarnos para ir de un extremo á otro, subiendo y bajando escaleras, atravesando salones interminables de altísimo techo, perdiéndonos á continuación en un laberinto de piezas, exiguas y tortuosas. En su piso bajo hay bazares, abundantes en ricas telas indostánicas, pieles de tigre real, muebles de nácar y maderas preciosas. Los comedores son amplios y sonoros como naves de iglesia. Para llegar á la remota ala donde tengo mi habitación debo atravesar varios patios, cuyo centro está ocupado por kioscos. Arriba, dormitorios y corredores, con paredes enjalbegadas de cal amarillenta, tienen un aspecto miserable y triste de cárcel. Dichos corredores se hallan habitados por una población indígena, que come, vive y duerme sin salir de ellos con pretexto de servir á los huéspedes. Todos los que residen en Calcuta largo tiempo mantienen criados propios, para su servicio, además de los del hotel. La domesticidad es floja en su trabajo, pero en cambio, cuesta poco á los amos. El criado recibe quince rupias al mes y se procura á su modo el alimento y la cama. Todos duermen en los pasillos, ante las puertas de sus dueños, en compañía de los otros servidores que pertenecen al establecimiento. De noche, para llegar á mi dormitorio, paso entre dos filas de indostánicos negruzcos, con grandes turbantes y ojos de brasa, que miran con una fijeza enigmática. Algunos, cansados de dormir en cuclillas, acaban por tenderse á través del pasillo, y hay que ir saltando sobre sus cuerpos. La domesticidad femenina, igualmente numerosa, se refugia en lugares menos frecuentados y duerme conservando su traje, parecido al de las Madonas de la pintura italiana, larga túnica con ribetes de galón plateado y un velo de idéntico adorno que las envuelve todo el cuerpo y acaba cubriendo su cabeza. Aunque sean pobres, llevan cargados los brazos con múltiples pulseras de pesado metal blanco y un botón de plata incrustado en la nariz ó una mejilla. Estas hembras de tez obscura, ojos enormes y exagerada delgadez que hace pensar en la línea escurridiza de la anguila, apenas las ve el viajero mientras vive en el hotel; mas así que intenta marcharse, empiezan á surgir de corredores y puertas. Forman en dos alas, uniéndose á la otra tropa de domésticos masculinos, todos sin zapatos, con calzoncillos blancos y gran turbante; se inclinan llevándose una mano á la frente, murmuran saludos que parecen oraciones, y hay que ir repartiendo monedas de níquel á un lado y á otro, pues las hospederías indostánicas, por importantes que sean, más bien parecen asilos, donde cada cliente debe costear el sustento de numerosos criados inútiles. Cuando llega el lavandero para entregar la ropa, ó se presenta un vendedor de objetos del país, toda la chusma instalada en el pasillo se cuela tranquilamente en la habitación, dando sus opiniones, como si alguien les hubiese llamado, hablando á un tiempo en su lengua, con algunas palabras inglesas que resultan igualmente ininteligibles. Tal vez son buenas gentes, pero su aspecto resulta inquietante. El misterio del alma indostánica, tan confusa para nosotros, brilla en sus pupilas, que son negras y saltonas, sobre córneas amarillentas. Gritan, manotean, se echan encima del viajero con el impulso de su vehemencia verbal, y éste acaba casi siempre por enfadarse, empujándolos al pasillo, donde continúan vociferando. Abajo, en comedores y salones á estilo occidental, el doméstico lleva levitón blanco, faja roja y turbante igualmente inmaculado, aproximándose con discreta elegancia á los huéspedes merced al resbalador silencio de sus pies descalzos. Arriba, en los diversos pisos, pulula la servidumbre á estilo indígena, con calzoncillos astrosos y un trapo arrollado á la cabeza por toda vestidura, la cara hollinada, cobriza, de palidez amarillenta ó blanca como la nuestra, y todos ellos mirando en torno ávidamente, cual si esperasen un descuido del viajero para llevarse algo. Otros parásitos tienen los hoteles de Calcuta: los cuervos. He dicho repetidas veces que este volátil es el eterno habitante de todos los cielos de Asia, pero en Calcuta se ve más protegido y respetado que en las otras ciudades del viejo mundo. Su crocitar estridente resuena en patios y tejados desde la aurora á la puesta del sol. Todos los cuartos del hotel tienen ventanas enormes. Más que ventanas son vidrieras iguales á las de un estudio de pintor, y ante su muro transparente pasan y repasan las sombras de centenares de alas negras imitando el jugueteo de una banda de palomas. Al instalarse el viajero, lo primero que le advierten es que no deje sobre las mesas su reloj, su anillo, los gemelos de su camisa y otros objetos brillantes. Los cuervos penetran en las habitaciones, lo mismo que la población doméstica acampada en los pasillos, y se llevan en el pico ó las garras todas las cosas metálicas, indistintamente. El lector pensará que contra este peligro hay el simple remedio de tener cerrada la vidriera, pero ignora que los indostánicos desean evitar molestias á todo animal, hasta á los más pequeños, y para que el cuervo no sufra el tormento de dar empujones inútiles á esta pared luminosa y dura, han tenido la previsión de dejar sin cristal uno de los cuadros superiores de la ventana. De este modo, el pajarraco que se nutre en los campos de animales muertos y otras inmundicias entra y sale en vuestro dormitorio graciosamente, lo mismo que un loro ó un ave del Paraíso. Mientras estoy en el baño, sigo las evoluciones de cierto cuervo pardo, ágil, no muy grande, que pasea por mi habitación como en terreno propio. Deben haberse repartido equitativamente el disfrute de las piezas del hotel todas estas bestias poco atractivas que aletean en torno al patio ó descansan formando hileras sobre el filo de los tejados. El que monopoliza mi habitación se ha colocado en el rectángulo sin cristal, con las garras sobre el borde de madera, medio cuerpo hacia el exterior, para platicar con sus compañeros desafinadamente, mientras su mitad posterior eriza las plumas y deja caer rítmicamente dentro de mi cuarto las superfluidades hediondas de su digestión. El indo que dormita en cuclillas al otro lado de la puerta se encargará de borrar este ultraje, gracias al sagrado respeto que le inspiran todos los seres vivientes. Estos servidores son incapaces de matar los parásitos albergados en la cama, y si encuentran debajo de ella un escorpión, una araña peluda ó una serpiente, se apartarán para abrirles paso, rogándoles que se vayan con palabras corteses. Todos somos hijos de Brahma, y nos debemos mutuo respeto. Más de una vez se han llevado los cuervos sortijas y otras alhajas femeninas mientras sus dueñas estaban en el baño. Cuando ocurre esto, los criados más expertos del hotel celebran consejo; adivinan por la habitación qué cuervo puede haber realizado el robo y en qué árbol de la inmediata avenida acostumbra á refugiarse cuando se siente aburrido de su vida en los tejados. Y lo extraordinario es que casi siempre acaban estos adivinos descalzos y con turbante por encontrar el objeto robado en alguno de dichos escondrijos. Resulta más visible aquí que en otras ciudades de la India el rudo contraste entre los adelantos de la colonización inglesa, superficiales y brillantes como una capa de barniz, y las tradiciones del pueblo indostánico, que llevan una existencia de miles de años. El virreinato británico, establecido en Calcuta hasta hace poco, llenó la capital bengalí de edificios oficiales y paseos á imitación de los de Inglaterra. Con motivo del jubileo de la reina Victoria fué construído el «Victoria Memorial», palacio de mármol blanco, á imitación del famoso Taj Maal de Agra, que parece de lejos una pequeña montaña de estearina flanqueada de arboledas. Todos los jardines tienen extensos prados de césped, como los de Londres, siendo difícil y costoso mantener su frescura en esta tierra solar. Los ingleses de Calcuta, olvidando las diferencias geográficas, se entregan en estos jardines á sus deportes nacionales, á las mismas horas que sus compatriotas de Europa, sin miedo á una insolación fulminante. El lugar histórico más célebre de Calcuta es el llamado _Black-Hole_ («Agujero Negro»). En 1756 un nabab de Bengala se sublevó contra los ingleses para librar á su país de la rapaz Compañía de las Indias (la «vieja dama de Londres», como la llamaban sus víctimas), consiguiendo apoderarse de Calcuta. Ciento cuarenta y siete defensores de la ciudad, al rendirse después de largo combate, quedaron encerrados por los vencedores en un pequeño subterráneo. Esto fué á las ocho de la noche y en verano. El calabozo de piedra tenía dos ventanillos nada más, con espesas rejas que sólo dejaban filtrar una cantidad mezquina de aire. A las dos horas de permanecer hacinados en dicha prisión, los ciento cuarenta y siete ingleses empezaron á pedir socorro. Todos sentían los tormentos de la asfixia y la sed. Se desnudaron para librarse del calor de este encierro tropical; bebieron el propio sudor para apagar su sed. Los que se dejaban caer en el suelo morían sofocados minutos después. Los más fuertes se abrieron paso para situarse junto á los ventanillos, disminuyendo con ello la escasa entrada de aire. Tan alta era la temperatura, que los cadáveres de los caídos entraban inmediatamente en putrefacción. Las cabezas aglomeradas en los respiraderos proferían insultos contra los centinelas indostánicos y sus jefes, con la esperanza de recibir un balazo que diese fin á sus angustias. Toda la noche duró tal suplicio. Cuando al amanecer entraron en el «Agujero Negro» los oficiales del nabab, solamente vieron veintitrés prisioneros con vida de los ciento cuarenta y siete encerrados ocho horas antes, pereciendo á los pocos días la mayor parte de los supervivientes. Al reconquistar Calcuta los ingleses, el _Black-Hole_ fué demolido, y ahora en su antiguo solar se alza un edificio que conmemora este episodio horripilante. En ciertos barrios, la forma de las calles, el indumento de los transeuntes, las fachadas de los edificios, nos hacen pensar que vivimos en una capital de provincia inglesa. Mas así que cierra la noche, la más grande de las ciudades de la India pierde su cáscara europea y la yungla vecina vuelve á invadirla hasta que resurge el sol. Durante mi primera noche en el Gran Hotel, situado frente al más céntrico de los jardines de Calcuta, fué interrumpido mi sueño muchas veces por el continuo ladrar de numerosos perros vagabundos. Era un ladrido nuevo para mí, que me hizo suponer la existencia de una raza de perros indostánicos completamente desconocida fuera del país. A la mañana siguiente, mis amigos calcutanos rieron cuando les pedí explicaciones sobre estos animales de incansable aullido. Los chacales se introducen por la noche en la ciudad, para buscar su alimento en los montones de basura, disputándose luego las presas. Un joven comerciante español, residente hace años en Calcuta, vino algunas veces á conversar conmigo hasta pasada la media noche, y siempre encontró al marcharse, en las inmediaciones del hotel, alguno de estos chacales urbanos, lo que no representa para los que conocen el país una vecindad inquietante. Los trasnochadores de Calcuta tropiezan frecuentemente con estos perros salvajes, que gruñen de sorpresa ante el europeo y acaban por huir. Saben que el blanco no siente por ellos el respeto del indostánico y puede agredirles aunque se muestren algo domesticados por sus frecuentes visitas á la ciudad. De día otras bestias dificultan el tránsito en las calles populares. Son los toros y vacas sagrados, que viven á expensas del vecindario y nadie puede molestar. Los habitantes de una calle poseen uno ó varios de dichos animales, viendo con cierta vanidad cómo se pasean lentamente por sus dominios. Son gordos, lustrosos, se mueven con una torpeza majestuosa, y parecen animados de maligna inteligencia para hacer sentir á las personas su calidad de animales santos. Doblando sus patas para descansar, se atraviesan en la acera y no dejan sitio al transeunte, obligándolo á descender al arroyo. Otras veces quedan inmóviles en medio de la calle, y automóviles y carretas detienen su marcha hasta que la bestia sagrada, casi siempre de pelaje blanco y cuernos breves, se decide á apartarse, convencida por los gritos cariñosos y los razonamientos de sus adoradores. Nadie se atreve á empujar á dichos animales. Estando en Calcuta, leí la sentencia contra un chófer culpable de haber golpeado con su vehículo á una de estas bestias inmovilizada insolentemente en medio de la calle. El juez municipal, indostánico de casta superior, afirmó en sus conclusiones que el toro posee un derecho absoluto de transitar por las calles igual al del hombre, siendo su vida tan importante como la de éste, por todo lo cual impuso al chófer varios días de cárcel. Al mismo tiempo que los indostánicos mantienen á las bestias sagradas de su barrio opíparamente, á costa de la propia alimentación, rodeándolas de cuidados divinos, los demás toros que no han sido consagrados pasan por las calles sucios de fango y de boñiga, con la cornamenta astillada, los costillares angulosos por su flacura, tirando de carretas excesivamente cargadas, cuyas ruedas de disco sólido chirrían sobre un adoquinado desigual. La inverosímil sentencia del juez indostánico y los exagerados honores á los toros y vacas de Siva empiezan á comprenderse al poco tiempo de vivir en Calcuta. Palacios y paseos á la inglesa parecen esfumarse, perder su realidad, al mismo tiempo que nuestra observación hace nuevos descubrimientos en la masa indígena que circula por avenidas y callejuelas. Entre soldados británicos de calzones cortos y casco blanco, entre funcionarios coloniales con elegancia de _gentleman_ y opulentos mestizos que dan el brazo á damas de su familia vestidas á la moda de Europa, pasan faquires andrajosos, de una delgadez esquelética, la cara pintada de blanco lívido, lo mismo que Pierrot. Sus máscaras son un amasijo de ceniza y excremento de vaca sagrada. En las horas próximas al mediodía, los más de los transeuntes indostánicos sostienen en la palma de su diestra un vaso de bronce lleno de agua. Es el líquido necesario para las purificaciones, y lo llevan á sus hogares á través de las avenidas modernas, sorteando el encuentro con tranvías y automóviles, fingiendo no verlos, lo mismo que si cumpliesen un rito sagrado en la soledad de las selvas. Deben evitar todo roce con los transeuntes, para que conserve su pureza el agua recogida en el río sagrado. Si un indígena de casta inferior ó un blanco toca al pasar su vaso de barro ó de vidrio, es preciso que lo rompan inmediatamente. Cuando la vasija es de metal, basta con lavarla repetidas veces para su completa purificación, yendo en busca de agua nueva al brazo del Ganges. La chiquillería juega desnuda en medio de las calles populares. Es frecuente oir una música que tiene por base los truenos del bombo y el choque metálico de los címbalos. Detrás de ella desfilan los sacerdotes induístas como figurantes de ópera, una punta del manto blanco echada sobre el hombro izquierdo, la negra cabellera bien peinada y lustrosa de aceite de clavel. Los niños corren hacia la procesión y forman una escolta de cuerpecitos sin tapujos en torno á los sagrados personajes. Esta infancia de carnes al aire lleva casi siempre una cadenita en las caderas, de la que pende un objeto metálico tapando los rudimentarios órganos genitales. Una rodaja de metal golpea suavemente el pubis femenino, todavía sin vegetación. Los niños, en vez de esta medalla, llevan una ó dos llavecitas extraplanas, de las que sirven para las maletas. Tales adornos parecen en el primer momento un convencionalismo pudoroso de la moral, como la famosa hoja de parra. Luego resultan signos matrimoniales. Las llavecitas del futuro varón y la medalla de la hembra equivalen á un aviso de que estos dos pequeños cuerpos ya tienen dueño. Los matrimonios infantiles son frecuentes en la vida indostánica. Los padres acuerdan entre ellos el casamiento de sus hijos cuando tienen dos ó tres años, y á veces menos. En una ciudad del interior de la India presencié el cortejo de tres matrimonios celebrados á la vez. Los novios iban en un automóvil, rodeados de jinetes que disparaban sus pistolas y de músicos alborotadores. Los tres llevaban el distintivo nupcial: una franja de pequeños madroños, semejantes á los de un cubrecama, que les caía sobre el rostro á modo de visera, y tenían una edad entre cinco y nueve años. A continuación, en otro automóvil, pasaron las tres esposas, envueltas en velos de plata. Todavía eran más tiernas, y la muchedumbre anunciaba con regocijo que la menor no había cumplido año y medio. Después de sus bodas, los cónyuges se despojan de las galas nupciales, y colgándoles sobre el sexo la medalla ó las llavecitas por toda vestimenta, vuelven á reanudar sus juegos con otros niños que viven en una situación semejante. Sólo cuando llega la pubertad para el esposo y la esposa, que han estado jugando cada cual por su lado, se van á vivir juntos, obedeciendo á sus familias. La religión marca el rostro cobrizo de las personas mayores. En esta ciudad, tan próxima á los lugares donde vivió Buda, hay pocos budistas. Tampoco la gran masa indostánica profesa el brahmanismo, como se cree generalmente. Esta religión pertenece á la casta superior; exige la lectura de los libros védicos, y sólo pueden profesarla los bracmanes. El llamado induísmo es la religión general de los indostánicos, grupo confuso de sectas que tiene por base el politeísmo y la magia. El pueblo se convirtió al brahmanismo en otros siglos de un modo superficial, y los bracmanes, por su parte, para vencer á los budistas, buscaron la alianza con los cultos primitivos y degradados de la India, contentándose con que su autoridad personal fuese respetada. Se halla dividido el induísmo en numerosas sectas pobladas de dioses, diosas y demonios, con desbordante exuberancia. Ídolos y fetiches reciben culto de los sacerdotes induístas, con gran derroche de iluminaciones, derramamiento de flores, repiques de campanas, música de gaitas y tamboriles, danzas de bayaderas. Es creencia general que el induísmo adora á la _Trimurti_ ó Trinidad indostánica, compuesta de Brahma, espíritu creador; Siva, espíritu destructor, y Visnú, espíritu conservador; pero en realidad estos personajes celestiales se reparten muy desigualmente la devoción de los fieles. Brahma, dios abstracto, sólo comprendido por los hombres de clase superior, dedicados al estudio de los libros santos, jamás ha sido popular ni tiene adoradores en la muchedumbre. Siva y Visnú son dioses célebres, venciendo el primero en popularidad al segundo. Siva significa «el Misericordioso», mas no le impide tal nombre ser un dios temible, y así se muestra en los altares con un collar de cráneos sobre el pecho, varias serpientes arrolladas al tronco y un tercer ojo en medio de la frente, lo mismo que los cíclopes de la mitología griega. Sus tres esposas Kali (la Negra), Durga (la Inaccesible) y Parvati (la Hija de la Montaña) resultan también divinidades complejas y contradictorias, unas veces amorosas y otras pidiendo sangre y muerte. Siva, creador y destructor al mismo tiempo, es el símbolo de la vida que nace y muere sin descanso. Los toros y vacas consagrados á él como ídolos ambulantes vagan por las calles, como ya he dicho. Los adoradores de Siva revelan su devoción particular trazándose entre las cejas unas rayas verticales en forma de tridente, arma del mencionado dios. Las cofradías de Visnú, menos numerosas, se distinguen por otros signos, pintados también en el entrecejo. Después del terrible Siva es Kali, la primera de sus esposas, la que reúne más devotos. Visito una tarde el templo de Kali en Calcuta para presenciar un sacrificio. La diosa sólo admite sangre. Sus sacerdotes, medio desnudos, entran en el templo varias cabras y las van degollando ante el altar de la diosa negra. Corre la sangre en arroyuelos sobre las baldosas de mármol, salpicando nuestros trajes blancos. Todos los niños de las calles próximas han acudido á presenciar esta ceremonia extraordinaria, organizada para un grupo de occidentales. Las puertas del templo están obstruídas por el oleaje de estos cuerpecitos desnudos con su colgajo metálico debajo del vientre. Se empujan para ver mejor el borboteo de la sangre, el jadear de unos costillajes moribundos cubiertos de pelos blancos ó rojizos, y sofocan con sus voces el lamento de los balidos... Luego, cuando sean hombres, todos ellos se negarán á aplastar un insecto. Huímos del templo de Kali y su cálido ambiente de matadero, para ir en busca del plácido Jardín Botánico, á orillas del río. Es célebre por sus avenidas de palmeras gigantescas y su bananio reproductor, árbol que vimos en los maravillosos jardines de Java. Aquí, un solo bananio cubre cerca de un kilómetro cuadrado. Las ramas salidas del tronco primitivo buscaron el suelo, para convertirse á su vez en nuevos troncos, haciendo del árbol único todo un bosque. Contemplamos á distancia este gigante, que al mismo tiempo que invade el espacio verticalmente estira sus brazos con una expansión que parece sin límites, multiplicando sus apoyos en el suelo. Una fila de automóviles, al deslizarse ante sus troncos numerosos, resulta tan diminuta como un rosario de hormigas siguiendo los bordes de un arriate de jardín. Todas las variedades de la flora tropical se aglomeran en torno á las plazas y avenidas de esta ciudad silenciosa de árboles. El suelo de aluvión aportado por el Ganges, en tiempos remotos, es elástico y esponjoso bajo el pie. El agua muerta de las lagunas, con su costra verde y sus hojas flotantes, del tamaño de escudos, inspira inquietud. Su profundidad misteriosa hace pensar en el caimán del río inmediato, bestia propensa á los cambios de refugio; en la boa redonda como un tronco, que no posee el arma fulminante del veneno, pero quiebra animales y hombres con el apretón de sus anillos, haciendo crujir costillas y vértebras. Además, vivimos en Bengala, y sobre el suelo de este jardín limpio y bien cuidado marcó numerosas veces sus patas uñosas el famoso tigre que lleva el mismo nombre de la provincia. Aún podría volver. Las bocas del Ganges, con su espesa yungla, sólo están á una distancia relativamente breve, aumentada por las revueltas que traza el río antes de perderse en la bahía del Diamante. El veloz tigre de Bengala lograría salvar esta distancia en poco tiempo, pero la colonización inglesa ha tendido las múltiples barreras de sus fábricas de yute y sus poblaciones de obreros indígenas entre Calcuta y el mar. El tigre hay que buscarlo ahora en plena yungla ó en el interior de la India, donde los rajás favorecen su reproducción para las cacerías. En cambio, las serpientes venenosas son cada vez más abundantes, ó sus víctimas aumentan en número, debido á su pasividad é imprevisión. Yo había leído que anualmente mueren en la India 20.000 personas á causa de las mordeduras de los reptiles. Cuando menciono dicha cifra, los conocedores del país hacen un gesto negativo. Eso era antes; ahora la mortalidad ha progresado, y se calcula que en los últimos años mataron las serpientes venenosas un promedio de 35.000 personas. Por ir el indostánico siempre descalzo, es mordido fácilmente en sus extremidades cuando trabaja los campos encharcados que producen el arroz ó al caminar por senderos orlados de traidora vegetación. Además, el indígena puede matar á un hombre, pero teme hacer daño á los demás seres con vida, y la _naja_, ó sea la serpiente de anteojos, que los portugueses llamaron _cobra de capello_, le inspira un respeto tradicional. Antes que matarla, prefiere dejarse morder por ella y perecer si tal es su destino. Los _sapwallas_, encantadores de serpientes, gozan de cierta consideración religiosa como sacerdotes degenerados de un culto que desapareció. En Bombay y otras provincias se celebra la _Naja Pantchami_, fiesta anual de las serpientes en honor del dios Krichna, matador de una enorme pitón que desolaba las orillas del rio Jumna. Se reunen en la plaza más grande del pueblo ó de la ciudad varios cientos de _sapwallas_, cada uno con una cesta que contiene numerosas cobras. Los indos piadosos traen jarros de leche de búfala, líquido amado por estos reptiles, y cada vasija queda rodeada de un círculo de serpientes que con la cabeza sumergida beben y beben en absoluta inmovilidad. El _sapwalla_ tira de las que están hartas, dejando sitio á las otras en ayunas; pero necesita una gran destreza para librarse del reptil desposeído, que se alza con la gorguera hinchada de furor y muerde cuanto encuentra á su alcance. Esta fiesta dura un día y una noche. Dos mil ó tres mil cobras se hartan de leche hasta no poder moverse, y á la mañana siguiente los encantadores abandonan el pueblo, dejando caritativamente suelta en la yungla á toda su colección. Abundan los _sapwallas_ en las calles de Calcuta, siendo admirados por muchos de sus compatriotas que nacieron en países montañosos y helados, donde no existen serpientes. Los encantadores de Birmania se limitan á hacer bailar los reptiles al son de su gaita. En Calcuta, todo _sapwalla_ lleva con él una mangosta, pequeño cuadrúpedo carnicero, especie de hurón, que se alimenta con reptiles y parece dispuesto en todo momento á pelear con las serpientes, por grandes que sean. Como la autoridad británica, respetuosa para todas las religiones de los indos, se muestra igualmente tolerante con sus diversiones tradicionales, pueden los serpenteros desembalar sobre la acera de asfalto de una avenida ó la arena suave de un jardín público el contenido de sus cestos, preparando el mencionado duelo. La serpiente envuelve rápidamente con sus anillos al pequeño cuadrúpedo, pero éste acaba por vencerla mordiendo su cabeza. Otros _sapwallas_ son prestidigitadores que emplean para sus juegos reptiles domesticados. Cada vez que me cruzo en la calle con uno de dichos juglares rehuyo su contacto. Van medio desnudos, pero nadie sabe qué puede ocultar su escasa ropa. Tal vez llevan, á estilo de faja debajo del corto taparrabos, ó arrollada en el interior de su turbante, una de sus _najas_ favoritas. Una mañana, al salir del Gran Hotel, encontramos bajo las arcadas de la avenida principal de Calcuta al más atrayente de los _sapwallas_. La gente de la ciudad lo mira con interés por ser extranjero. Pertenece á la raza blanca. Tiene bronceados por el sol los miembros que no tapan sus andrajos, pero más allá de los bordes de esta vestimenta astrosa se columbra la delicada palidez de su epidermis. Muestra la flacura, las barbas alborotadas y los ojos exaltados de un profeta. Hace recordar al áspero Juan, cuya cabeza pidió Salomé. Su turbante, sus calzones cortos y una especie de escapulario de tela que cubre su pecho tienen el color de las heces del vino. Es alto, con la esbeltez descarnada de los árabes del desierto. Lleva un palo sobre un hombro, y de sus extremos penden dos sacos del mismo rojo obscuro de sus ropas. Es indudable que en el interior de dichas bolsas van dormidas ó se agitan agresivamente dos marañas de cables vivos, con la piel moteada y tricolor, la cabeza chata y venenosa. El faquir rojizo guiña un ojo invitándonos á que le sigamos á una calle lateral, donde los transeuntes son menos numerosos, y sobre el asfalto de la acera, ante la puerta cerrada de una casa á estilo europeo, descarga sus dos sacos, los abre y empieza á extraer el «género». Serpientes, toda clase de serpientes: unas verdes, estrechas y largas, con la cabeza más pequeña que el cuerpo, reptiles de lagunas y arrozales; otras gruesas, cuadriculadas, multicolores, con dos círculos en forma de anteojos en la parte del dorso que corresponde á nuestro cogote, el cuello hinchado como una gorguera, y el hocico triangular saliendo de este capuchón para escupir fríos bufidos. Vemos inmediatamente la diferencia característica entre la _naja_ y las demás serpientes. Éstas apenas se levantan del suelo. Son «el animal maldito entre todos los animales, arrastrándose sobre el vientre y mordiendo el polvo», como dice el _Génesis_. La cobra de cuello hinchado se yergue con audacia, apoyando únicamente en el suelo el último tercio de su cuerpo cilíndrico, y mira al hombre frente á frente cuando éste se pone en cuclillas, lo que contribuye á la sugestión que parece ejercer sobre ella el encantador. Indudablemente, á las más de las cobras les han arrancado los colmillos venenosos. Otras no han sufrido tal operación, pero evitan morder á sus amos después que éstos las ofrecieron muchas veces su diestra cubierta con placas de hierro, en las que se rompieron sus dientes. A pesar de esto, no es raro que los _sapwallas_ mueran mordidos por sus pupilas. Algo extraordinario debe ofrecer este juglar color de vino, pues inmediatamente acuden y forman círculo numerosos indígenas que parecen admirarle. Dos soldados indos se ponen en cuclillas junto á las serpientes para verlas de más cerca. Brillan sus ojos con un resplandor de chispa metálica, murmuran palabras en su idioma, parecen entusiasmados de encontrar en una calle de Calcuta á estas amigas que les recuerdan su país. Mientras tanto, el faquir rojizo va desarrollando su espectáculo. La mangosta combate con una serpiente verde en mitad de la acera. Luego pelean dos reptiles. El director de los juegos saca y saca nuevos «artistas» de sus sacos, que parecen inagotables. No sé por qué, ha fijado su atención en mí. Estoy en la primera fila del corro, y de buena gana retrocedería á segundo término, cediendo á otro mi lugar. En el interior del redondel, donde se mantiene solo el encantador, van y vienen reptiles, obedeciendo sus combinaciones, mientras otros se enrollan y quedan fijos, con la inmovilidad del cansancio. Cada vez que termina uno de sus juegos me habla, me saluda con su diestra, como si me lo dedicase. Presiento que tal predilección, que va acentuándose, acabará por proporcionarme algo desagradable. Aumenta mi deseo de retroceder modestamente; pero no me atrevo á hacerlo. Temo las risas de varias americanas que se hallan á mi lado. El faquir viene hacia mí y empieza á hablarme, sin que pueda entenderle. Todos los indígenas del corro me miran ahora con interés, como si fuese yo un compañero del encantador. Finge éste que se arranca un pelo de su barba y lo coloca sobre mi solapa izquierda. Luego aprieta sobre el mismo lugar donde puso el pelo imaginario una especie de pañuelo, trapucho algo obscuro, sobre el que han pasado varios años de suciedad. Aprieta el harapo contra mi pecho, como si restañase un chorro de sangre. Es sin duda para que no se escape el pelo maravilloso. De pronto separa el trapo, da un paso atrás, lanza un grito... Me doy cuenta de que una cosa pesada cae á lo largo de mi cuerpo, desde el pecho á los pies: ¡chap!... Algo ha golpeado el asfalto, con la gravitación elástica de los objetos duros y húmedos... Inmediatamente surge del suelo una cobra extraordinariamente gruesa, levantándose cuanto le es posible sobre el extremo de su cola, con el cuello cartilaginoso hinchado y temblón, lanzando bufidos por su hocico triangular, furiosa á causa de su caída y de los trabajos abusivos á que la somete su amo. El pelo de barba puesto sobre mi pecho se ha convertido en una _naja_ enorme, por el poder mágico del faquir. Nadie ha podido ver el escamoteo. ¿Dónde guardaba la serpiente?... ¿En la cintura?... ¿en el turbante?... Esto me lo pregunto ahora, pues al ver la cobra irguiéndose junto á mis pies, con el hocico agresivo al nivel de mis rodillas, sólo pienso en dar un salto atrás, y casi derribo con mis espaldas á los curiosos que avanzaban su cabeza poco antes por encima de mis hombros para ver mejor. No me detengo en dicha retirada hasta quedar á respetable distancia del reptil salido de mi pecho. Muchos indígenas ríen, pero debo añadir que son los del otro lado del corro. Los que están á mis espaldas saltan tanto ó más que yo para alejarse de un encantador que se permite tales confianzas con su público. II EL PADRE GANGES Cómo se duerme en los vagones-camas de la India.--Aparición del Ganges.--La sagrada ciudad de Benarés.--La orilla derecha y la orilla izquierda del río santo.--Buda y su «Sermón bajo el árbol».--La fiesta primaveral del «Sivarat».--Navegación por el Ganges.--El baño de los peregrinos.--Los palacios de Benarés.--Olas de flores y cadáveres flotantes ó quemados.--El templo caído en piezas.--Las honras fúnebres del santo bracmán.--Un tenor mahometano canta las glorias del padre Ganges. Pasamos una mala noche en el tren. La dirección de los ferrocarriles indostánicos se ha preocupado minuciosamente del bienestar de los viajeros. Cuatro de éstos ocupan en los trenes expresos un compartimento amplio, casi un salón. Los vidrios de las ventanas son obscuros como los anteojos que se usan para amortiguar la luz solar, y á través de ellos parece suavizarse el paisaje en las ardientes horas meridianas. Un cuarto con ducha y otros aparatos higiénicos completan la habitación rodante. Cada uno de dichos salones tiene un criado especial, indostánico de cara cobriza, boca azulada y muda, pies descalzos, larga levita blanca, abultado turbante. Este servidor se oculta horas enteras, como si hubiese abandonado el tren, y aparece de pronto, lo mismo que un fantasma surgido de las ruedas. Todo lo ha previsto la administración en tales dormitorios. Sólo falta una cosa en ellos, una sola... las camas. El doméstico enseña dos divanes, que sirven de asientos durante el día, y cuando llega la noche tienen sus respaldos de madera y gutapercha subidos horizontalmente sobre los goznes. Si el extranjero muestra asombro ante esta desnudez, el servidor le da la noticia de que en los ferrocarriles de la India inglesa la cama debe traerla el viajero. A los que viven en el país, comerciantes mestizos, empleados y militares británicos, les es fácil remediar dicha falta. Les place llevar su propio lecho al ferrocarril. En sus viajes, que duran á veces tres ó cuatro días, de un lado á otro de la India, ellos y sus familias convierten el cuarto ambulante en una prolongación de la propia casa. Hasta guisan sus comidas ó hierven el té en un hornillo portátil. Los que atravesamos simplemente el país debemos ir á un bazar de Calcuta donde se venden camas de viaje. Son fardos de fácil transporte, que entristecen al que los abre, como un augurio de mala noche. El colchón equivale por su espesor á unas cuantas hojas de papel superpuestas; la almohada-oblea hay que levantarla con una maletita colocada debajo. La manta, por su delgadez, resultaría ilusoria en otras regiones de la India. Afortunadamente, de Calcuta á Benarés, la noche será calurosa. Transcurren para nosotros las horas nocturnas cambiando de postura en el lecho y deseando la aparición del sol. Al hacer alto en las estaciones, escuchamos el lento conversar de nuestro servidor con otros domésticos del tren, inmóviles ante las portezuelas de los compartimentos. Las más de las ventanillas tienen sus vidrios á medio bajar, á causa del ardor de la atmósfera. El espacio abierto resulta infranqueable para un blanco; pero en este país de hombres flacos y escurridizos, representa un peligro. Muchas veces, á pesar de la vigilancia de los criados del tren, se deslizan los ladrones dentro de los coches como si fuesen _najas_, con un silencio reptilesco, robando á los viajeros mientras duermen. Todas las molestias de la noche, lecho duro, calor asfixiante, mangas de polvo por las ventanillas entreabiertas, ronquidos angustiosos de los compañeros, se desvanecen al llegar el día. Atravesamos un puente larguísimo, y este tránsito fluvial nos proporciona el regalo de uno de los paisajes más extraordinarios de la India, el que se agarra con mayor tenacidad á la memoria. El río que acabamos de pasar es el Ganges, el verdadero Ganges, único y compacto, engrosado ya por sus principales afluentes, que atraviesa así el corazón de Bengala, antes de partirse en brazos caudalosos cerca del mar. Traza una curva majestuosa el río sagrado, ensanchando sus aguas de un verde blanquecino semejante al color del ajenjo, hasta formar una bahía. Y en la parte convexa de esta bahía, que recuerda la de Nápoles, se extiende una ciudad de altísimos edificios, hundiendo casi verticalmente en el curso fluvial sus murallas y escalinatas. Dicha ciudad, cuya longitud sobre el río pasa de un kilómetro, es Benarés, la metrópoli indostánica de las religiones. En el censo de la India figura como la novena ó la décima población. Su vecindario, compuesto de sacerdotes, servidores de templos, imagineros y mercaderes que viven de los fieles, resulta poco importante, comparado con el de otras capitales; pero en días de peregrinación aumenta de modo inaudito. Hoy tal vez lleguemos á un millón los seres vivientes aglomerados en sus tortuosas callejuelas ó sobre la lámina de su río golfo. Benarés, más antigua que la historia de la India, tiene perdido su origen en las brumas de la leyenda. Si los bracmanes saben que nació en el mismo sitio que ahora ocupa, es por haber señalado su solar el divino Siva con las puntas de su tridente. Se esparce la ciudad por la orilla derecha del Ganges. Enfrente, la ribera es arenosa y desierta. En su amarillento declive rara vez se ven seres humanos y nadie se ha atrevido á construir una vivienda. El creyente que muere en la orilla derecha, ó sea en la santa Benarés, queda libre de nuevas transmigraciones y su espíritu goza las delicias de no existir, fundiéndose en la esencia de Brahma. Si fué gran pecador, su alma se encarna en el cuerpo de un futuro bracmán, y al finalizar esta última transmigración, logra la suerte de los buenos, ya mencionada. En cambio, los que mueren en la orilla izquierda dan un salto atrás en su carrera transmigratoria, naciendo de nuevo en forma de asno ú otro animal de esencia vil y esclavitud fatigosa. Únicamente el rajá de Benarés ha osado construir su palacio en la orilla izquierda, pero á cierta distancia de la ciudad, río arriba. La suprema ilusión del indostánico es morir en Benarés, ser quemado en su _gath_ fúnebre y que sus cenizas las arrojen al Ganges. Los pobres hacen economías para este viaje final. Todos los príncipes de la India poseen palacios en Benarés. Los olvidan años y años, mientras se mantiene firme su salud, y vienen á habitarlos al sentir la proximidad de la muerte. Aquí se ven los funerales más fastuosos de la India, las incineraciones en piras de sándalo y otras maderas perfumadas. Dichos ritos fúnebres, reservados á príncipes y nababs, atraen incalculables muchedumbres, ganosas de aspirar los olores de un brasero cuya preparación costó una fortuna. El frente de la ciudad vecino al río es el monumental, el que constituye la verdadera fisonomía de Benarés. Como el Ganges sufre aquí desniveles de ocho á diez metros entre su corriente ordinaria y las crecientes periódicas, todos los edificios inmediatos á él se hallan asentados sobre gruesas murallas que se remontan á considerable altura, sin una ventana, sin el menor orificio, semejantes á los malecones de los puertos. En dichos acantilados, obra del hombre, sólo á quince ó veinte metros empieza el verdadero edificio, abriendo sus filas de ventanas y el arquerío de sus galerías cubiertas sobre el río profundísimo. Se cortan las calles flanqueadas de palacios y templos al llegar al río, derrumbándose ribera abajo en forma de escalinatas con más de cien peldaños que se van ensanchando hasta tocar el Ganges. La curva de la ciudad es una sucesión de malecones en rápido talud, sobre cuyo lomo se alzan palacios, verdes, azules, rojos, con arcadas de alabastro y torres en forma de piñón. Entre estos edificios parecen los _gaths_ pirámides descendentes, con su graderío siempre ocupado por una muchedumbre de vestiduras colorinescas. Esta capital religiosa del mundo brahmánico vió nacer dentro de ella el budismo. Es la Roma de la India, pero una Roma tan antigua como muchas ciudades del viejo Egipto, y que aún no ha muerto, como éstas. Sigue viviendo vigorosamente después de treinta siglos de historia conocida y prolongará su existencia en un futuro que hasta ahora parece sin límites. Hace 3.500 años, cuando Benarés se llamaba Kaci, la historia de la ludia, casi fabulosa, habló ya de sus sacerdotes. Novecientos años antes de la era cristiana, Benarés era un gran centro de estudios filosóficos y teológicos. Dos escuelas rivales, la de los bracmanes y la de los suastikas, divididas en innumerables sectas, llenaban la ciudad con sus monasterios, sus templos, sus escuelas y sus disputas. Los bracmanes predicaban el predominio del espíritu sobre la materia, y los suastikas, materialistas, no admitían la inmortalidad del alma. En medio de estas discusiones que duraron cientos de años, allá por el 595 antes de Jesucristo, apareció en Benarés un joven noble, hijo de una familia de guerreros, llamado Gautama, que había abandonado sus riquezas para dedicarse á la devoción y el estudio. Este príncipe, el futuro Buda, procedió como un anticlerical de su época, atacando en sus predicaciones á las dos especies de sacerdotes que monopolizaban la religión. El Buda salió de Benarés después de haber estudiado durante cuatro años, y deteniéndose en uno de sus arrabales, empezó á predicar, al pie de un árbol, ante un auditorio de mendigos, atacando las castas privilegiadas de bracmanes y suastikas, proclamando la igualdad de los seres humanos, varón y mujer, esclavo y magnate, sacerdote y pordiosero, ante Dios creador de todas las cosas. También afirmó que la existencia terrestre no es mas que una prueba impuesta al alma inmortal, y los hombres pueden emanciparse de las ligaduras de la materia, conquistando una vida infinita por medio de la caridad, del amor al prójimo y de costumbres virtuosas. Las predicaciones del Buda conquistaron rápidamente á los pueblos de la India. Gautama, al contrario de otros fundadores de religiones que murieron jóvenes, llegó á vivir ochenta años, y su muerte, según la tradición, fué á causa de haber olvidado su frugalidad habitual, comiendo, á instancias de sus discípulos, un arroz con cerdo. Benarés, ciudad santa del budismo, se cubrió rápidamente de templos y monasterios. Durante muchos siglos llegaron á ella peregrinaciones, no solamente de las diversas naciones indostánicas, sino también de la China, la Mongolia, la Malasia y otros países que aún se conservan fieles al budismo. Hace mil años, en el siglo IX de nuestra era, ocurrió la gran revolución religiosa de la India. Los bracmanes, vencidos por Buda, tomaron su desquite, apoderándose otra vez de las muchedumbres del país, y el budismo se derrumbó, volviendo á ser Benarés la capital del brahmanismo. Hoy, en toda la ciudad santa donde Gautama predicó su célebre «Sermón bajo el árbol», que equivale al «Sermón de la Montaña» del cristianismo, no queda mas que un templo budista, el que edificaron los rajás de la provincia de Nepal, fieles á dicha religión. En la India, donde todas las grandes ciudades han tenido su hora de hegemonía, y se cambia la capitalidad cada quinientos anos, jamás conoció Benarés un momento de dominación política. Su influencia y su fama han sido puramente religiosas. Otra de las particularidades de Benarés es no tener edificios que cuenten más allá de tres ó cuatro siglos. Las guerras religiosas arrasaron numerosas veces esta ciudad de tres mil años, sin dejar el más pequeño recuerdo de las creencias vencidas. Hoy, sobre la capital del brahmanismo, el edificio más alto y vistoso es una mezquita construída por los príncipes indostánicos del Norte, los Grandes Mogoles, de religión musulmana, que llegaron en sus conquistas al Sur de la India. La cúpula de este monumento y sus dos minaretes estrechos, que parecen sostenerse contra todas las leyes del equilibrio, asoman siempre sobre Benarés, así se contemple la ciudad desde el río ó tierra adentro. Hemos llegado en día de gran peregrinación. Es el _Sivarat_, la fiesta de Siva, que marca el principio de la primavera indostánica. Casas y templos desbordan de gentío. En las calles hay que abrirse paso con los codos. Los _gaths_ tienen orlados sus peldaños de filas humanas multicolores, que permanecen inmóviles, contemplando el Ganges. Al bajar del tren encontramos automóviles, que nos llevan por las avenidas del Benarés moderno, donde viven los ingleses. Después seguimos caminos polvorientos, hasta llegar á los arrabales de la ciudad vieja. La estación del ferrocarril está lejos. Nuestro tren, después de atravesar el puente, ha hecho una curva de varios kilómetros, sin detenerse. Hay que echar pie á tierra en la entrada del viejo Benarés. Ninguna de sus calles tiene más de cuatro metros de anchura, y hoy están obstruídas por la muchedumbre. En días normales tampoco puede circular por ellas ningún vehículo. Avanzamos lentamente por las callejuelas que conducen al río. Todos marchan hacia el Ganges. Los vecinos de la ciudad, acostumbrados á ver extranjeros, apenas se fijan en nosotros; pero los más de los transeuntes son peregrinos venidos á la fiesta desde provincias remotas, y nos acosan con su curiosidad y sus demandas. Una turba de mujeres cobrizas como gitanas, de reptilesca delgadez, ostentando botones de plata en la nariz ó las mejillas, los brazos cargados de pulseras de plomo brillante y un velo de colores arrollado desde las rótulas á la cabeza, nos colocan ante el rostro su diestra pegajosa y fría para que les demos dinero. Grupos de niños desnudos se unen á esta demanda insistente, cortándonos el paso, agarrándose á nuestras rodillas, repitiendo la melopea de su petición. Para librarme de tales estorbos, los empujo y me echo á un lado, abriéndome paso á través de un grupo de indostánicos inmóviles. Un alarido junto á mis pies; una cara achocolatada que me grita de abajo á arriba con expresión de alarma. Quedo en medroso equilibrio, con una rodilla en alto, junto á un cesto redondo del que se elevan varios cables obscuros y balanceantes. El que me grita es un _sapwalla_, para evitar que introduzca uno de mis pies, calzados con zapatos de lona, en el cesto de sus cobras. Me echo atrás; un policía indígena me toma bajo su protección, y gracias al camino que va abriendo con la porra que empuña su diestra, consigo llegar á los _gaths_ del Ganges. Aprecio aquí la importancia religiosa de Benarés, mejor que en sus callejuelas. Puedo abarcar en una sola mirada la grandeza de este río divino y los miles y miles de seres humanos hundidos hasta el cuello en sus aguas ribereñas, con los ojos en oración. Toda la India inmóvil en su ensueño religioso, la India del quietismo contemplativo, que resulta incomprensible al ser estudiada en los libros, se revela de golpe con la majestuosa aparición del Ganges. En lo más alto del _gath_ me siento zarandeado por la muchedumbre que se derrama poco á poco por las tres caras de su graderío. Es una muchedumbre multicolor, como no la he visto en ningún pueblo del Extremo Oriente, como jamás volveré á verla en otro país. Por un azar, la mayor parte del gentío de las callejuelas iba vestido de blanco, contrastando el albo color con sus carnes de bronce. Aquí, las mujeres se cubren con velos escarlata, azafrán, rojo, amarillo, verde, morado ó color de fuego. Muchos hombres llevan fajas y turbantes de iguales tintas: el turbante indostánico terminado en punta, con un extremo que cuelga sobre el pescuezo. Varones y hembras son de exagerada delgadez, que da á sus movimientos silenciosos una agilidad y una soltura extraordinarias, haciendo pensar al mismo tiempo en la extenuación del hambre. Cuando alguno de estos seres es obeso, su gordura resulta igualmente exagerada, con la hinchazón elefantíaca de ciertos ídolos. Los bracmanes, vestidos de blanco ó rojo, descienden impasibles hacia el río, como si marchasen á través de la soledad. Otros sacerdotes de sectas incomprensibles para nosotros nos rozan al pasar con repulsivo contacto. Algunos llevan la cara pintada de ceniza y boñiga, como payasos grises. Otros, más pequeños, tienen aspecto de bufones sagrados y ostentan un gorro en forma de campánula invertida, cubierto de flores artificiales, con faldellines de la misma especie sobre las caderas. Los hay pintados igualmente con pasta de cenicienta palidez, los ojos perdidos en la profundidad de sus órbitas, los brazos óseos, el costillaje saliente por la flacura, cubiertos con una especie de sudario quemado y deshilachado, que parecen cadáveres recién expelidos por la tierra. Descendemos un centenar de escalones, percibiendo á la vez la respiración húmeda del Ganges, el olor sudoroso de la muchedumbre que aún no se ha bañado y un perfume primaveral. En los últimos peldaños, los vendedores de flores agitan sus brazos cargados de guirnaldas. Todos los peregrinos, hasta los más miserables, compran un collar florido para ofrecérselo al padre Ganges. Flores, flores por todas partes, rojas, amarillas, azules. El río tiene cubierto de pétalos su remanso frente á Benarés. Hasta diez ó doce metros de la orilla existe un banco flotante, color de sangre, de cielo y de oro, que sube y baja con las palpitaciones de la corriente ó el paso de las barcas, choca contra la orilla, se despega formando islas y vuelve á soldarse con la piedra de los peldaños. La luz alegre de un sol adolescente saca destellos de esta muchedumbre apretada á lo largo del Ganges, pone resplandores en los pesados brazaletes femeniles, chisporrotea en los botones de plata ó los diamantes incrustados en mejillas y narices, hace relucir como pequeños soles los vasos de bronce que los devotos sostienen en una mano para llevarse á su vivienda el agua sagrada. Lo extraordinario en este amontonamiento de gente oriental es la abundancia de mujeres. En ninguno de los pueblos asiáticos son presenciadas las ceremonias religiosas por tal muchedumbre femenina. La mayor parte de los fieles profesa el induísmo, y sus mujeres van á cara descubierta, sin más que un velo sobre la cabellera. Todas se han puesto sus mejores joyas para la fiesta del _Sivarat_. Muchas, además de los botones y piedras preciosas incrustados en el rostro, ostentan grandes aros de oro y esmeraldas pendientes del tabique central de su nariz. Como los induístas no llevan turbante, la mayor parte de esta aglomeración devota se compone de cabezas descubiertas recién esquiladas para que resulte más eficaz la inmersión en el río sagrado. Salto á una de las barcazas que llevan viajeros por la curva del Ganges, de un extremo á otro del caserío. Son embarcaciones pesadísimas, en las que se atendió á la estabilidad más que á la rapidez. Sobre su casco existe una casa de madera pintada, cuya techumbre sirve de terraza. Subimos varios á esta azotea fluvial, tomando asiento en sillones de junco ennegrecidos y con patas vacilantes, restos del mueblaje de algún funcionario británico. Junto á la proa bogan dos muchachos casi desnudos, que soplan de cansancio al mover sus remos enormes. Arriba, en la parte trasera de la terraza va el «capitán», indígena tostado é igualmente desnudo, que empuña á guisa de timón un remo todavía más grande. Nos deslizamos lentamente aguas arriba, á pocos metros de la ribera. Ahora podemos apreciar la cara gangética de Benarés, la altura enorme de sus muros sin ventanas, los palacios, cuyos dueños sólo vienen para morir. Las cornisas de estos edificios tienen filas de palomas blancas ó de color metálico, inmóviles, en un quietismo medroso. Sobre el cristal del cielo se balancean buitres y aguiluchos, como borrones con alas. Las galerías de afiligranado arquerío dejan ver gasas multicolores y tapices venerables puestos á secar. En otros palacios, los salones han sido transformados en pajares, asomando por el hueco de sus dobles ojivas el amontonamiento de los haces. Algunas techumbres sustentan el aditamento de cabañas negruzcas, que sirven de vivienda á una servidumbre parásita y olvidada. Monos rojizos, de azogada inquietud, trepan por los salientes de las fachadas, desaparecen en los tragaderos de los ventanales y vuelven á surgir poco después. Rozamos al pasar grandes barcos pintarrajeados, con uno ó dos mástiles: yates indígenas de príncipes y nababs, anclados frente á sus palacios, que sólo navegan cuando se celebra una fiesta acuática en honor del padre Ganges. Estas galeras, mayores que la nuestra, sustentan igualmente una amplia casa sobre su casco y una terraza en su techumbre, pero están pintadas, á partir de la línea de flotación, con más abigarrados colores. Unas son rayadas como el tigre ó la cebra, otras blancas con guirnaldas de flores enormes; algunas tienen ojos y una proa fisonómica, lo que les da aspecto de bestias fabulosas. No hay una sección de la orilla sin su capa flotante de pétalos y su muchedumbre que se baña ó hace oración. En algunos recodos desaparece el agua enteramente bajo las cabezas y no se sabe dónde empieza la orilla. Una hilera de quitasoles que parecen techumbres de chozas sigue las sinuosidades de la ribera. Estos hongos colosales son de paja trenzada y tienen inscripciones en indostano pintadas de negro con grandes caracteres. Debajo de cada uno de ellos existe un santo bracmán, un sacerdote de nombre célebre, que lleva años y años viniendo á ocupar todos los días, á la salida del sol, el mismo lugar, y así continuará mientras exista. Veo á uno de estos personajes que llega tarde á su puesto y se coloca bajo la cúpula del quitasol en una postura que guardará hasta el ocaso. Se sienta con las piernas cruzadas sobre una tarima que avanza unos cuantos palmos sobre el río. Tuerce su cúpula amarillenta para que la sombra le cubra mejor, se balancea á un lado y á otro hasta quedar cómodamente sobre sus pantorrillas en aspa, y una vez que ha tomado esta posición, semejante á la del Buda, queda inmóvil, mirando la corriente del Ganges con meditativa fijeza. Estos santos varones tienen su fama y su clientela. Los fieles vienen á visitarlos desde enormes distancias, trayéndoles presentes á cambio de certificados que acrediten su viaje al Ganges, de recetas milagrosas, de oraciones escritas y de fetiches. Todos poseen arriba, en el viejo Benarés, casa propia, y la frescura de sus trajes inmaculados ó de ardientes colores contrasta con la miseria de sus devotos. Entre nuestra embarcación y la orilla van pasando, aunque permanecen inmóviles, nuevas masas de hombres metidos en el río hasta los hombros, insensibles á la frialdad de su corriente, los ojos en alto ó mirando el propio pecho con religiosa tenacidad. No hacen el más leve movimiento curioso ante el buque que pasa junto á ellos y les bate los pectorales con las ondas de su desplazamiento. Están en oración, una oración rutinaria y monótona que absorbe sus sentidos. La ribera baja del Ganges es insegura para las edificaciones. Crecidas frecuentes y la flojedad de un suelo de aluvión parecen burlarse de los esfuerzos del hombre. Pasamos ante los restos de un templo grandioso, que se amontonan, parte en la orilla y parte dentro del río. Este monumento de arquitectura indostánica no se ha desmenuzado al derrumbarse. Cayó en secciones, partido en piezas, como los edificios que sirven de juguetes á los niños, yéndose cada fragmento por su lado. Hay cúpulas que permanecen enteras con su base en el fango, ladeadas sobre el agua. Escalinatas de una sola pieza, caídas sobre una de sus caras laterales, tienen los peldaños derechos lo mismo que un muro que se hubiese plegado en ángulos de acordeón. Algunas galerías, al desplomarse, hundieron sus arcos en el Ganges, quedando en forma de puentes. Los remates de torre erguidos sobre la lámina fluvial resultan habitaciones acuáticas en las que penetran los nadadores. Columnas completas emergen como palmeras desmochadas. Sobre sus capiteles hay faquires andrajosos, que prefieren para su oración estas islas de piedra, altas y vistosas, donde apenas pueden moverse. El mismo instinto hizo instalarse en el remate de las columnas faraónicas á los «estigiritas», santos y huraños derviches del cristianismo egipcio. Nadie ha hecho el menor esfuerzo por pescar las piezas gigantescas de este monumento caído en el río y reconstruirlo. Para el indostánico, lo mismo valen las intenciones que los hechos. El templo ya fué levantado; el padre Ganges lo ha querido en esta nueva forma, y no hay que contrariarle. La divinidad ya conoce las intenciones de sus constructores. Más allá, una nube fuliginosa y un olor de grasa anuncian el gran crematorio de Benarés. Navegamos lentamente ante las plataformas y escalinatas de este lugar donde vienen á consumirse los personajes más poderosos de la India. Varias hogueras arden á la vez. Una cúpula de humo azulado esfuma las fachadas de templos y palacios que se alzan en el fondo, haciendo temblar las líneas de sus remates. Hombres negros de hollín van y vienen entre las hogueras, derramando cazos de aceite para animarlas. Otros golpean con barrotes de hierro á los cadáveres y los parten, acelerando de este modo su cremación. Aunque los restos son arrojados al Ganges, queda en estas plataformas una gruesa capa de cenizas siempre tibias. Los cuerpos recién quemados calientan las escorias de las incineraciones anteriores. No queriendo ver de más cerca esta operación, permanecemos en el río. Evitamos tropezar con esqueletos calcinados que aún guardan su forma; meter el pie en los restos de un cadáver; aspirar á corta distancia el humo humano. Arden ocho piras á la vez, y los que están junto á ellas son mendigos induístas, lisiados, leprosos, paralíticos cubiertos de llagas, horrible colección de esbozos de hombres, que al presenciar el espectáculo de la muerte se consuelan de su miseria y sienten el orgullo de vivir. Adivinamos desde lejos la casta social de los que arden en el quemadero. Hoy son cadáveres de pobres, á juzgar por su escasa leña. Uno se tuesta con las piernas fuera del brasero, y estas piernas, hinchadas y ennegrecidas por las llamas, toman la forma de morcillas chorreantes de grasa. Los operadores fúnebres las parten con dos golpes de tridente; luego las pinchan en el suelo, para arrojarlas á continuación en el centro de la hoguera. El incendio fúnebre envía hasta el río telarañas de hollín; otras veces expele un sacudimiento de plumitas negras, que nos obliga á alejarnos. Además, nuestro «capitán» quiere que presenciemos una ceremonia extraordinaria que se está desarrollando en el último peldaño de otro _gath_. Una procesión cubre su graderío. El navegante gangético nos explica que el día anterior ha muerto en Benarés un santo varón, célebre por sus virtudes y milagros, y van á echarle al agua. A los personajes sacerdotales de Benarés no los queman al morir. Gozan el mismo privilegio que los niños de corta edad, los cuales tampoco son incinerados. Sus cadáveres los llevan al río para que permanezcan eternamente en las profundas y pacíficas entrañas del Ganges. La paz del Ganges es simplemente una figura poética de sus devotos. El santo río está infestado de caimanes enormes, caimanes que llevan siglos de existencia, y esperan que muera un santo ó una epidemia se cebe en los niños para comer con abundancia. Vemos desde el buque al venerable bracmán, que parece vivo. Su cadáver ocupa una silla dorada, está envuelto en velos blancos y una barba alba y sedosa desciende hasta la mitad de su pecho. Suenan músicas y cánticos. Cuatro devotos levantan la silla y se meten con ella en el río, hasta que el agua toca sus hombros. Allí sueltan el sagrado depósito, y asiento y cadáver flotan un momento en la corriente, acabando por desaparecer. ¡Carne santa á los caimanes!... Nos aproximamos luego á otro _gath_ que tiene aspecto de feria. Hay gimnastas á varios metros del suelo, que voltean sobre bambúes sostenidos por sus camaradas, con el vientre hundido en el remate de dicha percha y los cuatro miembros abiertos en aspa. El eterno encantador de serpientes toca su gaita ante el redondo cesto de reptiles balanceantes. Prestidigitadores sin más traje que un taparrabos sacan de su cuerpo pajarillos, ramilletes de rosas, transforman serpientes en varas, repiten la misma operación á la inversa y mantienen una cuerda en sus manos recta y rígida como si fuese un palo. El interminable banco de pétalos y guirnaldas que flota junto á la orilla empieza á descomponerse bajo el ardor solar, exhalando un perfume semejante al de las flores de cementerio. El Ganges, color de ajenjo, esparce á la vez olores de jardín húmedo, de madera quemada, de hollín de cadáver, de cuerpo de mujer ungido con jazmines, uniéndose á esto el hedor de las letrinas de la ciudad que descienden á perderse en el río santo, imagen de la vida y de la muerte. Miles y miles de hombres continúan inmóviles dentro de él, como una humanidad quimérica compuesta de bustos flotantes. Olvidan al caimán que se mueve una docena de metros más allá, en las aguas profundas, masticando su presa fresca. Están absorbidos por la oración, y si inclinan su cabeza es para beber á buches el agua cargada de zumo de flores y zumos humanos. Un canto vibrante, que tiene el dulce temblor del cristal, corta el espacio y parece imponer silencio á los mil ruidos de la muchedumbre. Es una voz de tenor, ardorosa, impulsiva, autoritaria, lanzando gorjeos complicados, semejantes á los de las canciones tirolesas. Veo al cantor, grandote, musculoso, destacándose por su robustez sobre la flaca muchedumbre indostánica. Su rostro cobrizo está partido por la barra de unos bigotes negros. Lleva sobre su cabeza un turbante verde, puntiagudo y con rabo, como el de todos los musulmanes. Juzgamos inexplicable el canto de este tenor infiel, enemigo del brahmanismo. El guía mestizo que nos acompaña le escucha con deleite, y cuando su voz hace una pausa, contesta á nuestras preguntas: --Es un himno en honor del padre Ganges. Los musulmanes han acabado por adorar la santidad de nuestro río. III LA SAGRADA BENARÉS Bañistas casi desnudas en el Ganges.--Frisos lascivos de una pagoda.--Las mujeres en la realidad y como las imaginaron los artistas indostánicos.--El baño de las viudas y sus horribles vecindades.--El «Templo de Oro».--La «Fuente de la Sabiduría».--Tolerancia religiosa de los fanáticos.--Las bayaderas, que nadie llama aquí bayaderas.--El «Templo de los Monos».--Lo que dijo Mark Twain.--El chófer musulmán y sus zapatazos.--Odio religioso explotado por los dominadores.--La obra generosa y difícil de Gandy.--Tantas Indias como religiones. Vamos ahora río abajo, frente á la otra mitad de Benarés, que dejamos á nuestra derecha al embarcarnos. Un _gath_ de piedra blanca tiene llenos de mujeres sus últimos peldaños. Suben y bajan por él otras mujeres, rojas, azules, violetas, según el color de sus velos, yendo unas en busca de la envolvente caricia del Ganges, retirándose otras con la perezosa lentitud que acompaña la salida de un largo baño. Se agita la muchedumbre femenina lo mismo que un colegio en libertad, rasgando la calma majestuosa del río con sus gritos y risas. Unas matronas de gordura elefantíaca guardan sentadas en los últimos peldaños las ropas de las nadadoras. Éstas descienden por los escalones sumergidos sin otra vestidura que una túnica sutil, que adquiere al mojarse imprudentes transparencias, plegándose á todas las oquedades y curvas del cuerpo, aclarando con tonos sonrosados la carne de suave color canela. Pasa nuestra barca entre estos grupos de náyades, pero ellas fingen no vernos. La costumbre ha levantado un muro invisible frente al _gath_ de las mujeres. Ningún varón de su raza puede acercarse á ellas durante el baño sagrado, y por eso ignoran la presencia de otros hombres que, por el privilegio de ser blancos, violan el obstáculo tradicional. Nuestra embarcación se detiene ante un camino tortuoso, que es en unos tramos sendero y más arriba escalera, ascendiendo entre huertecitas hasta un santuario negruzco. El guía mestizo, bajando los ojos con pudibunda expresión que revela su paso por una escuela inglesa, nos anuncia que este santuario budista depende de la Pagoda Nepalense y tiene unos relieves muy... curiosos. Los caballeros que deseen verlos pueden seguirle. Las señoras deben quedarse en el buque: prohibida la visita para ellas. Desciendo de la techumbre del camarote, y de peñasco en peñasco llego á la orilla. Otros viajeros me han seguido, dos _gentlemen_ corpulentos, de rostro grave, que se atreven á esta decisión después de consultar con los ojos á sus esposas. Éstas les despiden murmurando algunas palabras misteriosamente. Adivino lo que dicen. Les dan permiso con la condición de contar á la vuelta lo que vieron. Caminamos los tres siguiendo al guía, con el mismo encogimiento silencioso de los señores que abandonan su hotel en plena noche detrás de un individuo que les prometió espectáculos interesantes y reprobados. En mitad de la ascensión se une á nosotros una vaquita blanca, salida de una pradera inmediata, con sus breves cuernos laqueados de verde. Este animal sagrado nos acompaña en nuestra visita al santuario y continúa siguiéndonos hasta que lo abandonamos, en nuestro regreso á la orilla del río. El pequeño templo tiene una techumbre doble en forma de caballete, con remates cornudos, y de sus aleros penden campanillas de bronce que el viento y la humedad han cubierto de óxido verde. Debajo de los aleros hay un friso ancho de madera tallada, dividido en cuadros. Después de varios siglos la madera se ha hecho negra, densamente negra, y sus imágenes parecen esculpidas en hulla... Es lo que el guía prometió enseñarnos. Nuestros ojos no alcanzan á ver algo interesante en estas tallas lóbregas, pero un hombre ha salido del santuario, un anciano fuerte y hermoso, de pura raza aria, más blanco tal vez que nosotros. Su cráneo calvo, con una aureola de albos cabellos, su barba abundante y aborrascada, una tela ceñida á su cuerpo lo mismo que una toga, le dan cierto parecido con San Pedro tal como aparece en los cuadros de la pintura cristiana. Lleva un largo bambú en la diestra, y cumpliendo automáticamente unas funciones tantas veces repetidas, señala las diversas escenas del friso, mientras el guía sigue declamando sus explicaciones en inglés. Empezamos á descubrir el significado de las tallas; distinguimos la desnudez inconveniente de sus figuras. Es la historia de un príncipe, no sé si verdadero ó mitológico, con varias damas indostánicas, que al principio aparecen convenientemente trajeadas, llevando cestos de flores sobre la cabeza, y algunas casillas más allá sólo conservan las sandalias y el gorro, mostrándose con el majestuoso galán en posiciones que nos convencen, una vez más, de que nada hay nuevo bajo el sol. Varios chicuelos de las casas inmediatas se han acercado, atraídos por nuestra presencia. Balancea la brisa matinal las campanillas verdosas, sacando de su bronce centenario melodías lejanas y débiles, semejantes á las de un reloj con música. La vaquita de los cuernos verdes muge al sentirse olvidada y olisquea nuestras manos con la esperanza de un regalo. El «San Pedro» indostánico, como si conociese de pronto las preocupaciones pudorosas del mundo occidental, intenta alejar á los muchachos. Les habla, les grita, pero como ellos no pueden comprender tales escrúpulos, siguen contemplando lo que han visto toda su vida, y el guardián desiste de su severidad. Algunos indígenas, vendedores de fotografías, surgen de las callejuelas inmediatas para ofrecernos sus colecciones que representan las diversas escenas del friso. Noto la diferencia entre el desnudo indostánico tal como aparece en las obras artísticas y como es en la realidad. Hemos visto abajo, minutos antes, las mujeres de Benarés y las peregrinas venidas de lejanas provincias sumergiéndose en el río sin más traje que sus velos mojados y transparentes. Todas son de una delgadez exagerada, de un escurrimiento de formas que apenas respeta un tenue principio de curva en los miembros, lo preciso nada más para que se reconozca su carácter femenino. En las escenas mitológicas de este friso, así como en todas las pinturas y relieves indostánicos, lo mismo las hembras humanas que las diosas y los ángeles femeninos--bailarinas celestes llamadas _apsarasas_--, todas tienen el busto delgado, mas con redondas protuberancias mamilares, y á partir de la cintura, embebida y estrecha como si la hubiese deformado un corsé, empiezan las curvas de unas caderas soberbias, siendo lo que viene á continuación de una robustez amplificada, pomposa, exuberante. Los poetas indostánicos, siempre que hablan del muslo femenil, lo comparan por su redondez y dureza con la trompa del elefante. Estatuarios y poetas imaginaron indudablemente lo contrario de la realidad visible. También en la antigua Grecia, donde las beldades de ojos negros y cabellera retinta tenían una palidez verdosa, labios de rojo azulado y las puntas de los pechos obscuras, pintaron ó policromaron los artistas á las diosas con cabellera rubia. Volvemos á nuestro barco acompañados por la vaquita de los cuernos verdes. Los chicuelos nos abandonan para seguir al hombre del bambú, que sale al encuentro de otro guía con un grupo de viajeros. Al contemplar el santuario desde abajo, nos arrepentimos de la ruda ascensión, comparando sus fatigas con lo poco que hemos visto. Según nos alejamos de la ciudad, va tomando la ribera un aspecto más rudo y silvestre. Ya no hay edificios en su lomo. Sólo se ven cabañas aisladas, vertederos de inmundicias, animales muertos, mangas giratorias de cuervos atraídos por la podredumbre. A pesar de esta desolación, se prolongan ante la orilla baja las filas de bañistas. Son hombres de casta inferior, sudras miserables, que únicamente pueden buscar el agua sagrada en este lugar apartado, donde ya no hay bracmanes con las piernas encogidas bajo grandes quitasoles que exijan donativos á los fieles. Mocetones que parecen hechos de bronce hunden los amplios pectorales en el agua y elevan sus brazos abultados por labores fatigosas. El río, al llegar al final de su curva, se muestra más sucio. Flotan en él muchos bultos negros: cadáveres de animales, tal vez de personas. Un buitre revolotea sobre el cuerpo de un niño, se posa en él, arranca tiras de su costillaje, se aleja engulléndolas, vuelve luego á alcanzarlo, siguiendo la corriente. En este rincón de las castas inferiores deben pulular los caimanes. Más allá de los sudras, ante los peldaños torcidos de un _gath_ ruinoso, toman el baño muchos hombres puestos en cuclillas, extremadamente gordos, de carnes relucientes por la humedad. Lanzan gritos agudos de placer y se mueven cosquilleados por la frialdad del río. Sus amplias espaldas, partidas por una raya vertical, así como los rollizos hemisferios de su continuación, que surgen y se ocultan rítmicamente en el agua, tienen un color rosado de carne femenina á través del velo transparente que se pega á su piel. Todos llevan el cabello muy corto, con una especie de cresta ó cepillo en la cúspide del cráneo. Cuando se vuelven, sin mirar á nuestro buque, para hacer los gestos rituales frente al sol, vemos un doble abultamiento colgante sobre su pecho, y más abajo, á través de la tela que parece vidrio flexible, una mancha negra que no continúa. Son las viudas de Benarés, y únicamente pueden bañarse en este sitio, más allá de los hombres de las castas viles. La autoridad británica puso fin á la bárbara costumbre de que la viuda se quemase viva en la pira funeral del esposo, pero su existencia presente se prolonga en el más horrible de los olvidos. La viuda muere en vida: ningún hombre se casa con ella, ni busca su trato. Su propia familia y la del muerto no vuelven á acordarse de que existe. Se mantienen en absoluta pobreza, al margen de las otras mujeres, aguardando como una liberación el momento de la muerte. Sólo en días de gran fiesta, como el de hoy, osan bajar al Ganges, lejos, muy lejos de los _gaths_ que ocupa la muchedumbre. Viendo tal abandono se comprende que muchas indostánicas sean partidarias de morir quemadas con el cadáver del esposo. Es una muerte gloriosa, que las libra al mismo tiempo de esta viudez abominable. Cuando los ingleses suprimieron la horrible tradición, muchas esposas de nababs se rebelaron contra la ley, organizando la ceremonia de su quema. Al celebrarse los funerales de un personaje famoso, llegaban sus diversas esposas procesionalmente á morir en su hoguera, contestando con saludos de artista á los aplausos de la muchedumbre. Aun hoy, de tarde en tarde, en algunas provincias del interior, hay viudas que se arrojan en el brasero del esposo, y cuando viene á enterarse la policía colonial ya es tarde. Miro con interés y conmiseración á estas pobres jamonas, peinadas en forma de cepillo, que suben y bajan sus abultamientos sonrosados sobre el lomo del Ganges, haciendo chapotear el agua y suspirando nostálgicamente. Por encima de sus cabezas, varios perros hirsutos, con ojos de fiera, siguen la costa fluvial, disputándose las carroñas que abandonó la última crecida. Uno de estos animales trota paralelamente á nuestra barca, llevando en su boca algo que parece de cartón. Es una especie de bacalao enorme y negruzco, y en su parte alta se balancea una bola amarilla y blanca. El perro costroso y famélico roe su presa, la deja en el suelo, vuelve á tomarla entre sus colmillos, arrastrándola más allá. Al fin nos damos cuenta de que es un costillaje humano con restos de brazos y piernas, un cadáver tal vez de santo bracmán, cuyas partes más apetitosas fueron devoradas por los caimanes y el Ganges abandonó en su orilla al bajar de nivel. La bola es un cráneo, pegado todavía al sólido engranaje de las vértebras, con la blancura del marfil y la suciedad del barro... Y abajo, las viudas, contentas de este día de fiesta y de carnes lavadas, siguen abriendo círculos en el líquido sagrado con el vaivén de sus hemisferios inferiores. Volvemos hacia Benarés, repelidos por la presencia de otros perros que pelean con los buitres, disputándose la posesión de cadáveres invisibles. Desembarcamos en uno de los _gaths_ centrales y subimos á la ciudad, perdiendo de vista el río. Volvemos á internarnos en las calles sin vehículos, donde sólo circulan animales sagrados, muchas veces pequeños búfalos de blanda y torcida giba. Vamos en busca de los famosos templos de Benarés. Un devoto indostánico necesitaría meses para visitarlos todos. Creo que existen en la ciudad y sus arrabales unos cinco mil, con veinte mil sacerdotes y siervos del culto. Estos templos más bien son santuarios por su pequeñez. Sus muros de piedra están cubiertos de esculturas y tallas, pero las múltiples labores resultan poco visibles, por estar embadurnados aquéllos con un color litúrgico, rojo sangre. Todos tienen un pórtico sostenido por columnas y una flecha final dorada ó blanca. La muchedumbre es todavía más numerosa en las calles que al empezar la mañana. Caminan graciosamente las mujeres, envueltas en velos que transparentan aros de plata y bronce en brazos y tobillos, así como las joyas de pedrería que adornan su pecho. Las más llevan sobre la cabeza grandes platos de metal con montones de flores dedicadas á las divinidades. Un perfume de sándalo y de jazmín sigue sus pasos. En estas callejuelas estrechas como pasillos, los balcones de las casas avanzan hasta tocarse. Debajo de sus salidizos toda puerta sirve de escaparate á un comercio. Como las muchedumbres devotas venidas en peregrinación necesitan llevarse un objeto que les recuerde la ciudad santa, los tenderos viven prósperamente. Es un comercio que recuerda el de los árabes en _Las mil y una noches_. Pequeñas tiendas de zapatería sirven de punto de reunión á los ociosos. Abundan los imagineros, con sus dioses de múltiples brazos alineados en los anaqueles. Los vendedores de telas extienden ante sus puertas un empavesado multicolor de velos, túnicas y alfombras. Mujeres y niños ofrecen coronas de flores para los dioses. Todas las callejuelas huelen á jazmín, á pimienta, á almizcle, á sándalo, á lugar húmedo donde nunca llega el sol, y esparcen al mismo tiempo un hedor de letrina. Sin embargo, su enlosado igual y sin aceras está limpio. No se ven montones de basura ni animales muertos, como ocurriría seguramente si Benarés fuese una ciudad musulmana. Su carácter induísta se revela también en la abundancia de mujeres, todas con el rostro descubierto, ligeras de ropa, hablando y riendo en plena calle. Vamos al templo donde está la piedra de Siva, fetiche tal vez de los remotos habitantes de la yungla salvaje. Lo llaman los peregrinos «Templo de Oro» porque se yergue sobre él una flecha piramidal recubierta de placas doradas. Dicho templo, relativamente pequeño, es célebre en toda la India. Una muchedumbre se estruja en la plazoleta abierta ante su entrada principal. Los hombres que la componen inspiran cierta inquietud al extranjero, á causa de sus carnes tatuadas y los signos de color sangriento pintados en la frente. Todo devoto que consigue penetrar en el mencionado templo y cumple los ritos sagrados ante la piedra-ídolo va después de su muerte á Kailas, el paraíso brahmánico. Así se explica el apresuramiento de las turbas creyentes. Para hacer más grande la confusión, vacas y búfalos sagrados se entretienen, con insolente tenacidad, en entrar y salir á través del gentío, oprimiéndolo contra los muros. En un vasto corral cerrado por columnatas, vemos los establos de otras bestias cornudas y santas, las cuales se mantienen majestuosamente aparte de los ruidos de la fiesta. Cerca hay un pozo de escasa profundidad, cuya agua dormida y verdosa exhala fétido olor. Los peregrinos, después de contemplar la piedra de Siva, se agolpan aquí, disputándose el repugnante líquido que un bracmán les ofrece en vaso de plata á cambio de dinero. Este pozo, llamado «Fuente de la Sabiduría», se formó, según la leyenda, cuando las divinidades del Olimpo indostánico se disputaban la posesión del brebaje de la Inmortalidad. Para resolver la querella, Siva se apoderó de la enorme copa, apurándola de un trago, pero dejó escapar en su precipitación algunas gotas del prodigioso líquido, y éstas cayeron sobre la tierra, llenando la cisterna de Benarés. Un poco más lejos hay otro pozo, llamado Mankarnika, cuya agua, no menos hedionda, proviene del lavado de las imágenes de los templos vecinos. Con frecuencia llega una procesión llevando su ídolo en un palanquín, y los fieles lo rocían con el agua del mencionado pozo, bebiéndola después ávidamente. Esta muchedumbre de ojos agresivos y emblemas sangrientos en el rostro muestra, sin embargo, una admirable tolerancia religiosa. Misioneros americanos y británicos, conocedores de la lengua indostana, predican muchas veces en la plazoleta del «Templo de Oro» para propagar el cristianismo. Insultan la idolatría, maldicen á Siva, se esfuerzan por demostrar la falsedad de las tradiciones religiosas de Benarés. Los indos les escuchan con silenciosa atención; algunos permanecen inmóviles horas enteras para que no les tachen de descorteses con el extranjero, y finalmente, entran todos en el templo para adorar la piedra de Siva. «Con esta gente dulce, tolerante, respetuosa--dice un obispo anglicano conocedor del país--, resulta imposible obtener una sola conversión.» Hacemos alto ante otro templo, pintado interiormente de rojo. La piedra de sus muros, labrada con la minuciosidad de la arquitectura indostánica en forma de cupulitas, figurillas y lianas, resulta uniforme bajo esta costra que parece de sangre seca. Entra en él una procesión de peregrinos, todos con ropas cortas y turbante de color azafrán, apoyándose en varas que tienen una calabaza en su remate. Los sacerdotes salen á recibirles, conduciéndolos luego ante un altar de cuatro frentes en el centro del santuario. No podemos ver más. La muchedumbre que circula apretadamente por el callejón, pegándose á los muros para dejar paso á las vacas sagradas, nos impide permanecer ante las puertas de los templos. Un personaje sacerdotal viene á ofrecernos el balcón de su casa. Es de madera, semejante á los miradores turcos, y desde él podemos abarcar con la vista los patios interiores de varios santuarios y el río de cabezas que discurre incesantemente por la callejuela. Se reconoce á los judíos indostánicos por sus gorritos negros y redondos. Varios faquires mendicantes agitan campanillas, cadenas, tridentes, y entonan cánticos sagrados para implorar la limosna de los devotos. Ascienden sobre las terrazas, cortando la atmósfera intensamente azul, numerosas flechas de templos, blancas y doradas. Pasean por sus aleros pavos reales con la cola abierta, loros saltones, tropas de monos, que parecen dueños de todas las techumbres de la ciudad. Nos van enseñando, entre las mujeres que pasan, á las servidoras de los templos ó bayaderas, las cuales se dan á conocer por ciertos detalles de su vestimenta. Este título de «bayadera», usado por los europeos, no es indostánico. Se debe á los portugueses, que tantos nombres crearon para designar cosas y personas de Asia. Al ver, en sus primeros avances por la India, á las bailarinas de las pagodas, las llamaron _baladheiras_, y de ahí la designación europea de bayaderas. El nombre indostánico verdadero es _debadasi_, que significa «esclava de los dioses». Así como las divinidades indostánicas tienen en sus cielos tropas domésticas de _apsarasas_ ó ángeles femeninos, los bracmanes, siguiendo tal ejemplo, crearon para el servicio de sus pagodas á las _debadasi_. Todo indostánico puede consagrar una de sus hijas al servicio divino; pero hasta hace pocos años esto pesaba como obligación imprescriptible sobre la clase de los tejedores. No había en dicho oficio quien se librase de entregar á los bracmanes su quinta hija, y si tenía menos de cinco, la más joven. Nos parece ahora irritante este honor triste y cruel; pero oportuno es recordar que, hace menos de un siglo, las familias ricas y nobles de los países católicos todavía destinaban una ó varias de sus hijas á la vida religiosa, sin pedirles consentimiento, sin preocuparse de si tenían ó no vocación para la vida claustral. No son tan numerosas las bayaderas como en otros tiempos, pero aún reciben la misma educación desde su infancia, ejercitándose en el baile, el canto, los juegos mímicos, la lectura de los libros sagrados y el arte de escribir. En algunas regiones de la India ejercen la prostitución con un carácter sacerdotal, entregando parte de su producto al templo de que dependen. Sus hijos quedan en él como músicos y sus hijas las suceden en su profesión. Las _debadasi_ de la India meridional tienen la tez muy obscura y la frotan con azafrán para aclararla, lo que no aumenta los encantos de su cuerpo bronceado. Las del Norte, más famosas, por pertenecer casi todas á la raza blanca, son las que crearon el renombre misterioso de la bayadera, tan agrandado y desfigurado por la poesía. Salimos al caer la tarde del centro de la ciudad, para correr sus suburbios. Aquí encontramos calles más anchas, mejor dicho, caminos polvorientos orlados de pequeños edificios, y podemos montar en automóvil para ir al templo de la Fuente de Durga, llamado también «Templo de los Monos» á causa de las numerosas bandas de estos animales que viven en sus techumbres. Resulta enorme, comparado con los santuarios del viejo Benarés. Los constructores pudieron esparcirse aquí en amplios terrenos, y el templo y sus patios tienen además, como murallas defensivas, cuatro alas de edificios que ocupan los sacerdotes. Subimos á las terrazas de este cuadrilátero que rodea el santuario de la diosa. No sentimos deseo alguno de penetrar en la residencia de la terrible mujer de Siva. Sabemos que su culto consiste en el degüello de cabras para que su sangre corra por las baldosas. Preferimos pasear entre los monos, viendo de arriba á abajo los patios y el vestíbulo, donde están en cuclillas varios sacerdotes. Algunas cabras blancas, de cuernos en espiral, balan y corretean, sin presentir cuál será su suerte al día siguiente. Una niña como de doce años, gorda, descocada, casi desnuda, se entretiene en cabalgar á estas cabras, una tras otra, azuzándolas con gritos y golpes para que troten. Es de raza blanca; lleva al aire sus abultadas pantorrillas de ambarino color, y una camisa recogida entre los muslos, su única vestimenta, se entreabre sobre el busto, dejando ver un pecho carnoso, en el cual la pubertad no ha hinchado aún los suaves abultamientos del sexo. Por debajo del turbante blanco asoma su rostro mofletudo, con ojos negros y crueles. Debe ser hija de alguno de estos sacerdotes de cabeza rapada y vestiduras color de azafrán que contemplan sonriendo sus juegos varoniles. Los monos de las terrazas acaparan nuestra atención. Se aproximan chillando y tendiendo sus manos de palmas violáceas. Antes de subir hemos comprado en la puerta del templo varios cucuruchos de papel llenos de maíz tostado, manjar predilecto de estos animales, cortos de piernas, rechonchos, con una pelambrera rojiza. Son innumerables; trepan por los muros; marchan balanceándose como beodos sobre el filo de las balaustradas. Las hembras dejan de espulgar á sus pequeñuelos para venir igualmente hacia nosotros, atraídas por el maíz. Abajo continúan sonando los gritos de la niña gorda y sus violentas cabalgadas á lomos de los pobres animales, que se resisten á tal deporte. Mi guía me habla, otra vez con los ojos bajos, sobre la identidad de esta amazona ruidosa. No pertenece al sexo que yo me imagino. Es un muchacho rollizo, al que miman los sacerdotes, dejándole hacer cuanto quiere... ¡Ah! Uno de estos personajes ha subido á la terraza para darnos explicaciones sobre el templo y la divinidad sanguinaria que lo habita. Alguien le ha hecho saber mi profesión, y me habla en una mezcla ininteligible de inglés é indostano. Al mismo tiempo pretende abarcar con los movimientos de sus brazos todo el templo rojo y sus dependencias, que van tomando un color de naranja bajo el sol poniente. Sólo puedo entender dos palabras que repite con tenacidad y suenan en mis oídos: «Mark Twain...» ¿Qué puede hacer aquí el famoso humorista americano?... Mi intérprete aclara al fin lo que viene repitiendo con tanta insistencia el bracmán. --Dice que á usted le interesará saber que mister Mark Twain estuvo aquí, y después de un largo examen declaró que todo estaba en regla. Hago que me repitan la incomprensible noticia, y el bracmán obedece, sin añadir nada nuevo. Al fin desisto de pedir nuevas aclaraciones. ¡Ah, burlón serio y glacial!... ¿Qué es lo que estaba en regla?... ¿Los sacerdotes de la diosa?... ¿Los monos de los tejados?... ¿El gordinflón de equívoco sexo que hace trotar á las cabras antes de que las degüellen?... Ha empezado el anochecer. Volvemos á la parte inglesa de Benarés, donde están los hoteles europeos y el campamento de las tropas. En los caminos polvorientos nos cruzamos con muchos carritos indígenas, de los que tiran bueyes pequeños como asnos. Sus conductores ocupan una de las varas, con las piernas colgantes. Al atravesar un arrabal, algunos chicuelos induístas arrojan una piedra contra la caja del automóvil. Es un accidente insignificante; lo mismo ó peor ocurre con frecuencia en los caminos de Europa. Pero nuestro chófer, mahometano joven y arrogante, de tez color canela, ojos ardientes, bigote erguido y batallador, no lo cree así. Parece orgulloso de su turbante verde y del apéndice franjeado que le cae sobre la nuca. Se adivina que debe ocultar en su faja un puñal curvo. Apenas oye la pedrada, detiene el vehículo y se echa abajo del pescante. ¡Atreverse unos brahmanistas á tal insolencia con un musulmán!... Empieza á distribuir bofetadas entre los muchachos, y éstos huyen despavoridos, gritando y llorando. Salen hombres medio desnudos de las casas inmediatas. Son induístas altos, enjutos, con sólo un lienzo blanco anudado á sus caderas y la cabeza esquilada. Miran con curiosidad, sin decir una palabra; pero el mahometano, previsoramente, por si pudiera ocurrírseles el agredirle, se quita uno de sus zapatos, con gruesa suela de madera, y empieza á repartir golpes igualmente entre los hombres. Creo necesario bajar del automóvil, temiendo por la suerte de este chófer que sólo conozco desde la mañana. Lo van á matar. ¡Son tantos contra él!... Con gran asombro veo que los induístas vuelven las espaldas y acaban por meterse en sus casas, perseguidos por los zapatazos del compatriota musulmán. El chófer vuelve á su vehículo sonriendo como un triunfador, y reanudamos la marcha. Esta es la India. Unos miles de ingleses bastan para dominar á más de trescientos millones de indígenas. Las diferentes religiones del país, escrupulosamente respetadas por aquéllos, mantienen su autoridad. En vano el generoso Gandy (un San Francisco de Asís indostánico) viene sufriendo y esforzándose por unir las voluntades de todos sus compatriotas en una acción común. Los brahmanistas son 218 millones, y los musulmanes indostánicos 67 millones nada más. Pero el musulmán, hombre de cuchillo y de venganza, aficionado á la guerra, predispuesto á la vida de soldado, compensa con su audacia agresiva esta inferioridad numérica. Si musulmanes y brahmanistas olvidasen sus odios religiosos, se verían obligados los ingleses á retirarse de la India, tal vez sin disparar un tiro, vencidos por la resistencia pasiva de centenares de millones de seres. Pero apenas se inicia una tregua religiosa y los indostánicos de diversos ritos parecen entenderse, al abrir los musulmanes, una mañana, cualquiera de sus mezquitas, la encuentran profanada por huesos de cerdo arrojados en su interior, y esto basta para que se echen inmediatamente á la calle á matar brahmanistas. Otras veces son los adoradores de Siva los que sienten la tentación de atacar á los musulmanes, si los ven inferiores en número. De todos modos, el que lleva turbante mahometano se cree infinitamente superior á sus compatriotas de cabeza rapada y no vacila en agredirlos, uno contra doce, como mi chófer de Benarés. La unidad de la India es hasta ahora una vana expresión geográfica. Existen tantas Indias como religiones. Y las religiones son los grupos humanos que más difícilmente llegan á entenderse para marchar juntos. IV LA ÍNSULA DE TAPROBANA Viaje á Darjeeling.--La India fría.--Visión del majestuoso Himalaya, llamado ahora Everest.--Salimos de la bahía del Diamante.--Otra vez el mar tropical.--Los infortunios del heroico Rama.--Cómo el rey de los monos le prestó ayuda, construyendo un puente de la India á Ceilán con todo su ejército de cuadrumanos.--La ínsula de Taprobana y sus maravillosas riquezas.--El «Pico de Adán».--Los grandes hoteles de Colombo.--«¿Viene usted á cazar tigres?».--La avenida central de la ciudad y sus transformaciones políglotas.--Hombres con peineta y faldas.--Indos con apellido portugués.--Budistas y brahmanistas.--Por qué los ingleses procuran que los indostánicos sigan llevando los pies descalzos. Volvemos á la bahía del Diamante, donde nos espera el _Franconia_. Desde Calcuta hemos hecho un viaje igual al de Benarés, pero hacia el Norte, en busca de la fría ciudad de Darjeeling, donde el indostánico no puede vivir medio desnudo, como sus compatriotas del Ganges inferior y los Estados del Sur. No hemos ido á Darjeeling para ver sus plantaciones de té, sus callejuelas y sus bazares donde pueden adquirirse tapices de pelo de cabra con flores bordadas. El principal atractivo de esta ciudad, construída á considerable altura, es poder contemplar la famosa cumbre llamada vulgarmente Himalaya, y á la que han dado los ingleses el nombre de Everest, un inspector general de las Indias. Inútil es decir que Everest no puso jamás sus pies en la altura hasta ahora inaccesible que lleva su apellido, como tampoco los numerosos exploradores que intentaron luego escalarla. Llega el ferrocarril hasta la mencionada ciudad remontando una sucesión de curvas audaces, siguiendo el borde de precipicios, atravesando selvas húmedas, eternamente verdes, compuestas de diversos árboles gigantescos á cuyo pie crecen los helechos. Cerca de fuentes y arroyos, tienen los matorrales, como en el Japón, bandas enrolladas de papel conteniendo oraciones. Los rododendros se cubren de flores al lado de cedros, sicomoros y palmeras. Las orquídeas semejan pájaros, balanceándose agarradas á los troncos. Según vamos subiendo, las plantas tropicales se rarifican, reemplazándolas abetos, musgos y florecillas de las montañas de Europa. A no ser por los trajes de los vendedores que acuden á las estaciones, resultaría difícil imaginar que estamos en la India. Usan casacas hechas con pieles de animales, pero llevando el pelo adentro y bordado de colores el cuero exterior. Hombres y mujeres van calzados con botas de fieltro que les hacen marchar de un modo titubeante. En Darjeeling, á la salida del sol, vemos de una manera vaga la cumbre famosa que nos ha hecho venir hasta aquí. El antiguo Himalaya está muy lejos y enormemente alto; casi parece una nube á través de la escotadura que forman dos cumbres más próximas. Su cúspide cubierta de nieve nos parece de una majestad aplastante, tal vez porque estamos enterados de su altura excepcional, 8.840 metros, la mayor del mundo. En realidad, tiene demasiadas montañas en torno para que podamos darnos cuenta de su grandeza desde este lugar. De todos modos, nos proporciona cierta satisfacción vanidosa el ver desde las afueras de Darjeeling esta montaña blanca que cubre gran parte del horizonte. --Ya conozco el Himalaya--podemos decir--, aunque sea de lejos. Todo aficionado á la lectura prefiere usar el antiguo nombre que dieron poetas y viajeros á la montaña más alta de la tierra. El Himalaya (llamado por los indígenas Gaurisánkar) pierde mucho de su prestigio fabuloso, de las leyendas terroríficas unidas al misterio de su cumbre nunca pisada por los humanos, y en la que residen dioses misteriosos y diabólicos, cuando se la da el nombre del funcionario británico Everest. Al salir el _Franconia_ de la bahía del Diamante, va tomando ésta el aspecto de una cola abierta de pavo real. Se aclara el agua rojiza con las masas oceánicas que envía á su encuentro la marea. Las luces del sol matinal extienden sobre la superficie del estuario praderas verdes, lagos azules y rojizos, senderos que parecen cubiertos de temblonas violetas. Toda esta variedad de tintas va disolviéndose según se esfuman y desaparecen, á ambos lados del buque, las riberas de la yungla. Se estrechan y prolongan como filamentos las manchas amarillas de barro líquido. Los redondeles color de sangre coagulada que reflejan fondos de cieno son cada vez más reducidos, y al final flotan como escudos sueltos, aleteando sobre su círculo las aves de presa. El azul compacto y sereno disuelve este desorden colorinesco, absorbiéndolo finalmente en su grandeza oceánica. Terminaron las aguas medio dulces con sus aportes orgánicos; ya estamos más allá de la zona influenciada por el enorme caudal del Ganges. De nuevo viene hacia nuestra proa el mar del Trópico, color de zafiro. Cinco veces lo abandonamos en nuestro viaje para meternos en ríos y estuarios, y nos vuelve á acoger con la calma de siempre, lleno de fosforescencias en la noche, rayado por enjambres de peces voladores durante las horas meridianas. Cuatro días navegamos por la parte occidental del golfo de Bengala, hasta la isla de Ceilán, que, según los poetas indostánicos, cuelga sobre el pecho del Océano Índico como una esmeralda engarzada en plata. Se cruzan con nosotros, el último día de esta navegación, veleros que parecen de otros siglos, goletas y fragatas de la marina malaya con arboladura europea, pero conservando las líneas principales de la antigua construcción, la popa más alta que la proa. Estos descendientes de los nautas remotos que corrieron el Pacífico y tal vez llegaron á América, todavía explotan, á pesar de su decadencia, la navegación entre las tierras aisladas vecinas al Asia, que la nueva geografía llama Insulandia. Nos aproximamos á Ceilán. Mar y cielo parecen anunciarnos con su calma luminosa la vecindad de una isla celebrada siempre por su eterna primavera, donde exploradores remotos colocaron el emplazamiento del Paraíso terrenal. Vemos el Océano terso y blanco como el interior de una concha-perla. Parece que el exceso de luz haya absorbido todo su azul. Los peces voladores son los únicos que alteran esta inmensidad con el arañazo ligero y rapidísimo de su vuelo á flor de agua. Vamos en busca de Colombo siguiendo la costa oriental de Ceilán. En su parte opuesta existe una cadena de escollos, igual á las ruinas de un puente gigantesco, que ha dado origen á numerosas leyendas poéticas y religiosas. Indudablemente Ceilán era una península de la India, pero el mar rompió su istmo, dejando como restos catastróficos la actual línea de islotes y peñascos submarinos. Por este puente pasó Rama, hijo de dioses descendido á la tierra para ser simplemente héroe, símbolo tal vez de la invasión de la India por los arios. Un demonio repugnante, llamado Ravena, que tenía su reino en la isla de Ceilán, aprovechó una ausencia de Rama para robarle su bella esposa, Sita, llevándosela por los aires hasta su palacio, donde la guardó cautiva. Como el pobre Rama, al descender á la tierra, se había despojado de sus poderes celestes, carecía de buques para atravesar el estrecho y de ejércitos para combatir al raptor de su esposa. En tan angustiosa situación, Hanuman, el rey de los monos, vino á socorrerle. Ayudado por su lugarteniente el heroico cuadrumano Nala, movilizó Hanuman todos los monos de la península, empezando este ejército de muchos millones de combatientes por transportar á través de la India entera rocas y troncos arrancados de las vertientes del Himalaya, materiales que sirvieron para construir en cinco días un puente entre la tierra firme y Ceilán. De este modo, el divino Rama, encarnación de Visnú, pudo marchar contra su enemigo al frente de los mencionados auxiliares. Tales eran los chillidos de los monos al atravesar el puente, que apagaban el ruido de las olas. En vano el diabólico Ravena intentó cortarles el paso; los monos acabaron con él y sus tropas en una batalla que duró varios días, y al fin Rama pudo recobrar á su dulce Sita. Como hijo de los dioses, preguntó á Hanuman qué recompensa extraordinaria deseaba por sus servicios, y el simiesco rey le pidió vivir todo el tiempo que las hazañas de Rama fuesen cantadas en la India. Y como estas hazañas figuran en el _Ramayana_, poema épico y sagrado que los bracmanes consideran inmortal, por ser lo que la Biblia en las tierras de Occidente, el heroico mono vive aún y seguirá viviendo, oculto en las profundidades misteriosas de la yungla. Los indostánicos han hecho de él un dios, y su imagen figura en los templos. Posee también santuarios propios, siempre en las selvas, con sacerdotes que gozan fama de brujos y pueden convertir á los hombres en animales. Respeta el induísta al mono como animal sagrado, viendo en él una reencarnación de Hanuman. Cuando el hambre reina en la India, las gentes mueren á miles, pero jamás les falta comida á los cuadrumanos que vagan en torno á los templos. Todas las riquezas y exuberancias de la naturaleza indostánica parecen haberse concentrado en la isla de Ceilán. Los bracmanes la titularon «estanque cubierto de lirios rojos», los chinos «tierra sin penas», los griegos «país del jacinto y del rubí», y los poetas budistas «perla eternamente fresca sobre el pecho de la India». Muchos siglos después, al establecerse los mahometanos en Ceilán, la llamaron «consuelo de los padres de la humanidad, después de haber perdido el Paraíso». Tanta era la fama de esta isla, que los antiguos geógrafos, entre ellos Ptolomeo, la supusieron quince ó veinte veces más grande. Durante miles de años la imaginación concentró en ella todas las maravillas de la India. Tenía playas de piedras preciosas desmenuzadas por las olas. Una de sus ciudades poseía un templo con la cúpula rematada por un carbunclo color de fuego, y esta gema enorme iluminaba las noches, lo mismo que un faro. Ceilán es la isla de Simbad el Marino. Los navegantes de su tiempo hablaban de una montaña toda de piedra imán, que atraía los clavos y cuantos hierros llevaban las naves, desuniendo su tablazón, sumergiéndolas en plena bonanza y obligando á sus tripulaciones á ganar á nado la costa. Esta montaña-imán era el símbolo de una tierra que atrajo con sus riquezas á tantos hombres de mar, guardándolos para siempre, seducidos por la dulzura de su clima y su vegetación maravillosa. Primeramente los árabes y luego los portugueses, vinieron á esta isla en busca de la pimienta, la canela y otras especias, encontrando gran abundancia de zafiros, topacios, rubíes, piedras de luna, aguasmarinas y sobre todo perlas. Ceilán es la famosa isla ó ínsula de Taprobana que figura en los libros de caballerías, tierra de inauditos tesoros guardados por enanos feroces, tropas de monos y desaforados gigantes. Don Quijote, en la biblioteca de su caserón manchego, soñó muchas veces con la conquista de uno de los reinos de la lejanísima Taprobana[1], donde abundaban perlas y diamantes, como si fuesen guijarros. Por encima de las montañas inmediatas á Colombo vemos un cono casi vertical, un pitón que parece inaccesible, al que llaman «Pico de Adán». Situado á diez y seis leguas en el interior de la isla, sólo las gentes del país llegan á su cumbre, cuando van en peregrinación, durante los meses de verano. En la meseta terminal existe una oquedad, abierta en la roca, que tiene la forma de un pie enorme. Esta huella, según los budistas, la dejó Buda antes de ascender á los cielos. Los brahmanistas aseguran que es la huella de Siva, y los musulmanes, al establecerse como mercaderes en la isla y propagar su religión, afirmaron que la había abierto el pie de Adán, padre de toda la humanidad. Éste, al verse arrojado del Paraíso, situado en Ceilán, pasó varios años llorando sus culpas sobre dicha cumbre, mientras Eva vivía desterrada cerca de la Meca. De este modo cada una de las tres religiones se apropia la montaña, y todas la envían sus peregrinos en los meses que resulta accesible. Sólo devotos de gran fe pueden emprender tan peligrosa ascensión. En la última parte del camino hay que trepar verticalmente, agarrándose á cadenas, que algunas veces se han roto, cayendo los peregrinos en una profundidad mortal de centenares de metros. Varios oficiales ingleses, aburridos de su larga permanencia en la isla, han efectuado la ascensión al «Pico de Adán», examinando la informe oquedad que los devotos toman por la huella de un pie gigantesco, así como un altar que levantan los bonzos en la mencionada plataforma mientras duran los meses del verano. La periferia de la isla recibe un contacto frecuente de la civilización occidental. El interior es más primitivo, y sus poblaciones viven rodeadas de una naturaleza tan exuberante, que algunas veces las obliga á defenderse. El tigre abunda en dichas regiones. El elefante salvaje resulta para el explorador de las selvas el animal más temible. Los periódicos de Colombo publican con alguna frecuencia relatos de muertes causadas por la mordedura de las _najas_. Hay también boas enormes. En mi viaje á Kandy por carretera, pude ver cómo marchaba una tranquilamente á corta distancia de nuestro automóvil. El gobierno de la isla ha normalizado y reglamentado la cacería de bestias salvajes. Existe una tarifa indicadora de lo que se debe pagar por cada animal cazado en las tierras del interior. Un elefante cuesta diez libras; un tigre, menos. Algunos de los que vienen á invernar á Ceilán hacen el viaje por conocer las emociones de estas cacerías. No puedo disimular mi extrañeza cuando los periodistas de Colombo, al subir al buque, me preguntan con naturalidad, como si se tratase de algo ordinario en mi existencia: --¿Viene usted á cazar tigres ó elefantes salvajes?... ¿Yo?... ¿Qué mal me han hecho esos animales?... Deseo ver otras cosas más interesantes para mí. Pasamos al entrar en el puerto ante grandes hoteles rodeados de jardines. El desarrollo de los medios de comunicación ha empequeñecido la tierra, ensanchando considerablemente el espacio en que se mueven las personas adineradas. Hace unas docenas de años nada más, los ricos de Europa, al trasladarse en invierno á la Costa Azul, creían mostrar con ello una audacia aventurera. Luego, la moda convirtió en estaciones invernales Argelia y Egipto. Ahora estos viajes resultan mezquinos y sin novedad. Lo _chic_ para las gentes ricas y de humor vagabundo es embarcarse en un paquebote del Extremo Oriente y pasar los meses de frío en Ceilán. A causa de la afluencia de clientes opulentos, los hoteles de las cercanías de Colombo son ahora tan grandes como los de América del Norte. Su numerosa servidumbre no lleva zapatos, pero es muy limpia y tiene cierta elegancia exótica vestida con túnicas siempre inmaculadas y tocada con turbantes color de fuego. En torno á estos edificios, verdaderos cuarteles de la riqueza, los jardineros improvisan edenes, sometiendo á las disciplinas de su invención todas las exuberancias y variedades de la flora tropical. Colombo es lugar de obligado descanso para los buques que van al Extremo Oriente ó vuelven á Europa. Imposible hacer uno de ambos viajes sin echar el ancla en su puerto, depósito enorme de combustible. La avenida central de esta ciudad de paso cambia varias veces de aspecto en el curso de un solo día. Repentinamente, los vendedores ambulantes agrupados bajo las arcadas, los que están á la puerta de su tienda, los que tiran de _ricshas_, los niños que piden limosna, dejan de hablar inglés y empiezan á gritar á su modo palabras francesas. Es que un trasatlántico procedente de la Indo-China acaba de anclar en el puerto. Los grupos de viajeros llevan el uniforme militar de las colonias ó el casco blanco, con traje de igual color, cerrado hasta el cuello, que usan funcionarios y comerciantes. Las señoras tienen un aspecto nostálgico y distinguido de parisinas en el destierro. Pasadas unas horas, nadie habla francés. Los viajeros han regresado á su buque. Ahora llena la ciudad otro alud de gentes que se expresan en inglés, y sin embargo parecen hallarse en casa ajena. Pertenecen á un paquebote llegado de Australia. Y así sucesivamente van pasando por Colombo grandes buques de todos los países, que vuelcan por unas horas su población fugaz. Entre la muchedumbre cobriza y políglota que grita ante las puertas de los establecimientos pugnando por atraer á una clientela que se embarcará horas después, para no volver nunca, hay muchos que hablan español. Todos empiezan á ser viejos y realizan un esfuerzo mental para evocar palabras que sabían perfectamente y han olvidado por falta de uso. Cuando el archipiélago filipino pertenecía á España, era frecuente el paso de españoles por Colombo, y sus mercaderes consideraban necesaria nuestra lengua. Ahora sólo de tarde en tarde, al pasar el vapor-correo de Manila, se acuerdan los tenderos cingaleses de que existe nuestro país. El lector conoce seguramente los adornos masculinos de esta isla. Todo europeo, al desembarcar, se siente desorientado y necesita tiempo para establecer una diferencia indispensable entre los machos y las hembras de Colombo. Deja crecer el hombre sus cabellos y los lleva en forma de rodete, sujetos con un peine ó caídos sobre el cogote, á estilo de «castaña», como se decía en otro tiempo. Además, usa una pieza de tela arrollada á las piernas en forma de falda. Su lujo es llevar pintadas boca y mejillas, los ojos agrandados con líneas negras, y usar pulseras, pendientes y collares. El bigote, que se dejan crecer los más, es lo único que distingue al hombre de la mujer. Hasta los criados, en hoteles y cafés modestos, llevan faldas blancas y una peineta sobre su cabellera anudada á estilo femenil. El uso de la peineta resulta general en Colombo, y hasta la conservan los cingaleses que adoptaron el traje europeo. Es una media corona de carey puesta al revés, de modo que sus extremos quedan á ambos lados de la frente, pareciendo de lejos sus puntas dos cuernecitos. Así va la marinería que se agrupa en los muelles, cerca de sus barcos larguísimos, estrechos, y sin embargo con velas grandes y audaces, pudiendo navegar estas piraguas sin volcarse, gracias al balancín sostenido paralelamente á uno de sus costados por gruesos bambúes. Así también, la muchedumbre pedigüeña y pegajosa, igual á la de todos los grandes puertos, que pasa el día en medio de la calle y sigue al viajero de tienda en tienda, esperando á la puerta para ofrecer sus servicios. En las vías secundarias las casas están pintadas de azul, blanco ó rosa. Los hombres que salen de las tiendas para mostrar sus géneros, así como los vendedores ambulantes y los vagabundos, saludan á todo el que llega llamándole «capitán». Es tal vez un recuerdo de la dominación portuguesa. También resulta verosímil que en este puerto, siempre lleno de buques, el título más honorífico que puede discurrir un cingalés es el de «capitán». Los niños ofrecen á las viajeras flores de estanque, enormes, con intenso perfume. Otros granujas bronceados y completamente desnudos llaman «papá» y «mamá» á los europeos, con un balido humilde de bestezuela desamparada, mientras guardan sus ojos ardientes cierta expresión de picardía. Muestran estos pilluelos un conocimiento algo retrasado de las modas de Europa, y para halagar á los blancos, cantan á coro _Tipperary_, la canción inglesa de la guerra, al mismo tiempo que se meten una mano en el sobaco opuesto y dan golpes de codo para apoyar su cántico con un acompañamiento de ruidos inconvenientes. Se nota en las calles la escasez de caballos. En Ceilán no existen otros que los del ejército y los de algunos ricos. Los animales del país son el elefante, dedicado aquí á las faenas agrícolas, el toro y el búfalo. Pero estos últimos sólo merecen su nombre en diminutivo. En ninguna parte del mundo pueden encontrarse toritos como los de Ceilán. Tienen aire de viejos, y sin embargo su alzada no va más allá de la de un asno. Parecen creados para una humanidad de pigmeos. Los búfalos, á causa de su giba, aún resultan más grotescos en su pequeñez. Estos animales tiran valerosamente de carretas y vehículos de recreo. Se les ve á veces muy peinados y limpios, con los cuernecitos rojos ó verdes, enganchados á un tílburi ú otro carruaje de lujo. El pasado de Colombo nos sale al encuentro al transitar por sus calles populares, lejos de la avenida central, donde sólo existen almacenes ingleses. Los comerciantes del país se muestran orgullosos de sus apellidos, colocándolos en letras doradas sobre las puertas de sus tiendas. No hay calle en que no viva algún Silva, Fonseca, Costa, Gómez, Fernando ó Perera. Todos cuentan con orgullo que son portugueses, como si se hubiesen embarcado años antes en el puerto de Lisboa; pero basta mirar sus caras cobrizas, sus ojos asiáticos, para poner en duda tal origen. Descienden de remotos soldados de Portugal que se cruzaron con hembras del país. También pueden ser nietos de esclavos que tomaron el apellido de su señor. Los conquistadores portugueses fundaron Colombo, estableciendo aquí las primeras bases de la civilización europea. Cuando Portugal fué anexionada á España por Felipe II, los holandeses, en continua agresión contra las colonias españolas, se adueñaron de Ceilán, conservando esta isla, que puede llamarse gemela de Java por sus productos y su hermosura, hasta que á su vez los ingleses les arrojaron de ella. Todos estos hombres con cabellera de mujer, rostro pintado, mirada inquietante, una chaqueta blanca abrochada sobre la epidermis y una pieza de tela inglesa arrollada á las piernas, tienen ennegrecida su dentadura y las encías hinchadas, de color sanguinolento. Las mujeres, feas é indolentes, que llevan por todo vestido una tela obscura á guisa de falda y un _sari_ ó blusa muy corta, dejando visible la morcilla circular de su carne entre los bordes de ambas prendas, muestran una boca igualmente negra y ensangrentada. Todos mascan betel. Hasta los niños de corta edad tienen una sonrisa repugnante. En medio de la muchedumbre cobriza se ven ancianos de tez puramente blanca. Deben pertenecer á una tribu medio extinguida, de las muchas que fueron superponiéndose en esta tierra considerablemente poblada por los aluviones de la civilización y la conquista. Algunos de estos arios, con barba blanca y un pedazo de tela por toda vestidura, recuerdan la estatua de Víctor Hugo desnudo cincelada por Rodín. Lo mismo que Rangoon, es Ceilán un gran centro del budismo. En ambas regiones indostánicas dominan las doctrinas de Gautama. Vencidas hace mil años por los bracmanes en el resto de la India, tienen fuera de ella tantos millones de adeptos, que el budismo figura aún como la más numerosa de las religiones. Se encuentran aquí los mismos bonzos de manto azafranado que en Rangoon; pero los sacerdotes budistas de Ceilán son mendicantes, viven de la caridad de los fieles, y sus envolturas deshilachadas ya no guardan el hermoso color primitivo á causa de su vejez. Todos llevan la olla de cobre debajo del manto, lo que les da, vistos de lejos, un aspecto de mujeres encinta. Se detienen ante los vendedores callejeros, abren su capa, avanzan la olla, reciben la limosna, y vuelven á cerrar la envoltura, prosiguiendo su camino. Triunfante el brahmanismo en el resto de la India, vino á Ceilán en busca de su adversario. Los reyes de la isla, convertidos al budismo en los mejores tiempos de dicha religión, se mantuvieron fieles á ella, y todo el país es budista con cierta vanidad religiosa, considerándose superior á Birmania. Esto no impide que los bracmanes tengan varios templos en Colombo, extremando las ceremonias de su culto con un fervor propagandista. Sus pagodas están cubiertas exteriormente de cartelones colorinescos representando las _apsarasas_ y otras divinidades del cielo induísta, todas ligeras de ropa, con desnudeces tentadoras. Unos sacerdotes voltean campanas en el atrio de estos pequeños templos; otros tañen dulzainas ó golpean tambores con ambas manos. Su estrépito para atraer creyentes recuerda el de los barracones de las ferias. Algunos bracmanes más jóvenes salen al medio de la calle para regalar guirnaldas de flores rojas y amarillas á los que pasan, invitándoles á que visiten su santuario. Hasta en los jardines más céntricos de Colombo están los árboles cargados de cuervos. Duermen ó graznan sobre sus ramas; aletean por las avenidas, lo mismo que las palomas en los jardines de Europa. Un olor complejo de pimienta, de jazmín, de clavel, de sándalo y de murciélago vampiro, eternos perfumes de la India, sale á nuestro encuentro bajo todas las frondas. Es famoso Ceilán por sus jardines botánicos. En el de Colombo admiramos las dimensiones de sus grupos de bambúes. El hombre resulta un insecto al lado de estas cañas que se remontan en el espacio hasta alturas sólo conocidas por los árboles colosos. Algunos de estos árboles abarcan con su raigambre á flor de tierra espacios tan extensos como sus copas, y el visitante, para llegar hasta el tronco, tiene que ascender por una sucesión de raíces exteriores, escalinata de peldaños torcidos y obscuros como trompas de elefante. Cerca de este jardín botánico, poco considerado por los cingaleses cuando lo comparan con el de Paradenya, han construído los ricos de Ceilán toda una ciudad nueva de palacios. En sus avenidas es frecuente ver indígenas viejos elegantemente vestidos de blanco, como un funcionario recién llegado de Londres. Llevan, sin embargo, los pies desnudos y la peineta de los dos cuernecitos sobre su cabeza, tradicionalismo que no les impide ocupar un automóvil propio. Son los millonarios del país, los dueños de las plantaciones de té. Por conveniencia nacional propagan los ingleses en toda la tierra el té de su isla, pretendiendo establecer rivalidades entre Ceilán y la China. Son infinitamente superiores en número los que prefieren el brebaje chino, pero esto no obsta para que muchos cingaleses cultivadores de la citada hierba posean fortunas enormes. El vecindario indígena de Colombo parece ocuparse del porvenir político de la India más que el de otras ciudades. Casi todas las tiendas ostentan el retrato de Gandy en lugar preferente. Es un retrato melodramático, que muestra al famoso agitador casi desnudo, sentado con las piernas cruzadas sobre las losas de su calabozo, y una reja á sus espaldas. Gandy está en la cárcel desde hace meses á causa de su propaganda en favor de la independencia de la India, pero lo van á libertar de un momento á otro. Muchos comerciantes han colocado un anuncio sobre el mostrador declarando que venderán con rebaja de cincuenta por ciento el día que Gandy salga de su encierro. Todos los que poseen tienda abierta y los que ofrecen géneros como vendedores ambulantes bajo las arcadas de la gran avenida usan zapatos. Consideran oportuno ir calzados para presentar á los viajeros las piedras de luna y las aguasmarinas que sacan á puñados de sus bolsillos envueltas en papel de seda, así como los zafiros más hermosos del mundo. Pero yo creo que al anochecer, cuando se retiran á sus viviendas, les falta el tiempo para descalzarse. Afirman los ingleses que el indostánico abomina de los zapatos, y á causa de esto han establecido en sus casas particulares y en los hoteles que todo el que tiene rostro cobrizo debe marchar con los pies desnudos, sin distinción de categorías. Los recaderos de los «Palaces» de Colombo visten con una elegancia europea, extremadamente vistosa: dolmán escarlata de cinco filas de botones, gorro redondo inclinado sobre una oreja, á estilo de los soldados de la Guardia, placa de plata en el costado izquierdo, pantalones hasta la rodilla... y á partir de aquí las piernas desnudas. En los comedores de los grandes hoteles ya he dicho que los domésticos, uniformados á usanza oriental, llevan los pies desnudos, deslizándose silenciosamente en torno á las mesas que ocupan señoras y señores vestidos de ceremonia. Cuando el _maître d'hôtel_ es indostánico, van de frac, con inmaculada pechera, corbata blanca, pantalón negro basta los pies, y sin zapatos. --Hay que respetar las costumbres--dicen los ingleses establecidos en la India--. El nativo no quiere ir calzado, y sería una crueldad imponerle tal tormento. Tengo un amigo en Bombay, doctor portugués que lleva más de veinte años en el país, y es hombre de ingenio, algo aficionado á las paradojas. --No los crea usted--me dice--; pura hipocresía británica. Fingen respeto á las costumbres, pero lo que desean verdaderamente es que el indígena no se aficione á usar zapatos. Si los trescientos millones de indostánicos se calzasen, no quedarían suela ni cuero en el país para hacer envíos á las Islas Británicas. Y entre que lleven zapatos los vecinos de Londres ó los súbditos de la India, resuelven la cuestión afirmando que el indostánico sólo puede vivir descalzo y es preciso respetar sus aficiones. V POR EL INTERIOR DE CEILAN Mujeres que trabajan en los caminos.--Los campos bajos de Ceilán.--Plantaciones de té y de canela.--Una boa junto al automóvil.--Jardín zoológico sin jaulas.--Tigre real sobre el camino.--La vegetación de las montañas.--Elefantes que aran.--Nuestro encuentro con uno de ellos, asustado por el automóvil.--Actuación militar de los elefantes.--Los maravillosos jardines de Peradenya.--El lago de Kandy.--Templo del Diente de Buda.--Procesión de elefantes con la divina reliquia.--El arzobispo de Goa, la Inquisición portuguesa y el diente sagrado.--Ineficacia de las medidas violentas contra la fe. En las inmediaciones de Colombo tienen que ser reparados frecuentemente los caminos de tierra roja y suelta, ejecutando mujeres dicho trabajo. Ninguna de ellas es de Ceilán. Las hembras de la isla procuran imitar la existencia perezosa de sus hombres. No quiere decir esto que los cingaleses viven todo el año alejados del trabajo, pero procuran evitarlo cuanto pueden, y esta tierra fértil, de una germinación rápida y generosa, no exige grandes fatigas para ser explotada. La mujer ayuda algunas veces al hombre en sus ocupaciones, pero se esfuerza menos que él. Son hembras de la península indostánica, casi siempre de la Presidencia de Madrás, las que vienen contratadas para las obras públicas, en calles y caminos. Vamos á visitar Kandy, ciudad veraniega del gobernador de la isla y de los ricos, donde está el famoso monasterio guardador del diente de Buda. Son cuatro horas de viaje en automóvil por la parte más hermosa de la isla, y el regreso lo haremos en ferrocarril. Esta excursión nos permitirá conocer la llanura, abundante en plantaciones de té y de caucho; después la montaña, con sus arboledas gigantescas, y el famoso jardín botánico de Peradenya, en las inmediaciones de Kandy. Al salir de Ceilán pasamos entre un centenar de mujeres que trabajan como peones camineros, recomponiendo unas avenidas de tierra carmesí, con jardines á ambos lados y «villas» de color rosa. Las cingalesas, que permanecen inactivas en las puertas de sus cabañas ó van al mercado en esta hora matinal, se muestran medio desnudas, con la cabellera adornada por una peineta menos vistosa que la de los hombres. En cambio, las indostánicas de tierra firme, que manejan el pico, tiran del cilindro apisonador ó llevan sobre la cabeza espuertas de yeso, van envueltas en un velo desde la frente á las rodillas, llevan aros de metal blanco en los tobillos y el tintineo de numerosas pulseras acompaña los movimientos de sus brazos. Trabajan silenciosas, con gesto enfurruñado y constante tenacidad. Causa cierta fatiga ver cómo ejecutan estos trabajos hombrunos con vestiduras y adornos que dificultan sus movimientos. Al extender un brazo, dejan visible todo un costado de su tronco y la taza carnosa del pecho, algunas veces virginal. Cuando se doblegan sobre la tierra, su cuerpo parece transparentarse con indiscretos relieves á través de sus vestidos ligeros. Viven como bestias de trabajo, y sin embargo, por sus envoltorios y sus gestos tienen algo de mujeres de leyenda, mostrándose altivas y misteriosas para los varones que pasan junto á ellas. Los cingaleses, adornados como hembras, no atraerán nunca sus miradas. Estas jornaleras de macizas ajorcas, cuando reúnen una pequeña dote trabajando en los caminos de Ceilán, vuelven á Madrás ú otras provincias de la costa oriental para casarse con un compatriota. Nos damos cuenta, marchando por caminos siempre rojos, de lo que es la vida campestre en Ceilán, mezcla de civilización europea y de costumbres milenarias todavía vigorosas. En las plantaciones trabajan muchos hombres, desnudos, sin más que un pañizuelo entre las piernas, guiando parejas de pequeños búfalos. De vez en cuando surge la chimenea de una máquina de vapor junto á las agujas blancas ó doradas de un templo budista. En estos campos se cultiva el té de Ceilán y otro producto que ha hecho famoso el nombre de la isla desde hace siglos: la canela. Existen vastísimas extensiones plantadas de caneleros, ó más exactamente «cinamomos cingaleses», árboles cuyas pequeñas ramas proporcionan el oloroso producto. Los agricultores del país desistieron hace tiempo de cultivar la quinina, para dedicarse en absoluto á la producción de la famosa canela de Ceilán. Algunas veces encontramos un caserón junto al camino, de cuyo interior se escapan abejorreos infantiles, cánticos de voces delgadas y chillonas. Es una escuela. La colonización británica se preocupa de hacer aprender el inglés á los cingaleses é infundirles un respeto casi supersticioso por el omnipotente personaje que ciñe la corona imperial de las Indias, como si fuese Buda, Siva ó Mahoma. Muchos de los cánticos escolares loan á la graciosa majestad que reside en Londres. Otras plantaciones inmediatas al camino son de caucho, y sus maquinarias, dirigidas por europeos ó mestizos, funcionan incesantemente para convertir el zumo de dicho árbol en la materia sólida y elástica, preciosa para la industria. Hay extensos arrozales, unos en amplia laguna horizontal, otros en escalinata, como los de Java, y allí donde el trabajo del hombre no ha modificado la fisonomía de la Naturaleza, ésta se muestra con exuberancia y desorden. Las charcas ocultan sus aguas, abundantes en prolífica vida verdosa, bajo apretados broqueles de una vegetación de terciopelo obscuro. Grupos de helechos arborescentes, de bambúes gigantescos, de cocoteros y palmas con penachos color de oro, bordean nuestra ruta. A sus troncos y ramajes se agarran las plantas trepadoras, lanzando bóvedas sobre un suelo eternamente verde, al que sólo llega el sol en forma de gotas de luz. Vuelan los cuervos en bandas sobre los prados ó se dejan caer en ellos, cubriéndolos con una sábana negra y ondeante. Los búfalos, al descansar sobre sus patas encogidas, mantienen en el lomo un pajarraco de esta especie, que hunde el pico en su pelambrera, buscando los parásitos incubados por la fecundidad tropical. Tiemblan las ramas de los árboles y resuenan sus hojas con el estrépito de carreras invisibles. Poco después, vemos descender por el tronco un lagarto de luenga cola, casi del tamaño de un gato, con el lomo partido en dos filas de verrugas negras y verdes. Nuestro chófer indígena desvía de pronto su vehículo para evitar un obstáculo que sólo él ha podido distinguir. Siguiendo sus indicaciones, vemos la segunda mitad de una boa que debe tener cuatro metros de longitud y cuya redondez de tronco viviente está cubierta por una piel cuadriculada y tricolor. Este reptil extraordinario acaba de atravesar el camino y continúa deslizándose por uno de sus lados. Durante algunos segundos, marchan en igual dirección la boa y el automóvil. Puedo observar el resbalamiento de la bestia sin ver su cabeza, que se hunde en las ramas secas y en todos los obstáculos del suelo cortados por su arrastre. La tierra parece abrirse ante el zigzag de su cuerpo. Al avanzar levanta un susurro de hierbas dobladas, un crujir de hojas. De pronto le infunde inquietud nuestra compañía, tuerce su marcha á la izquierda, y remontando un pequeño ribazo, se pierde en la tupida vegetación. Por la otra orilla del camino han pasado al mismo tiempo varias mujeres que llevan fardos ó vasijas sobre sus cabezas. No han hecho un gesto al ver á la serpiente ó no se han tomado el trabajo de enterarse de su presencia. La boa es una compañera de los habitantes del campo; no la temen como á la cobra, que mata casi instantáneamente con su mordedura. Sólo se atreve á enroscarse al hombre cuando lo encuentra dormido en la selva, y le rompe los huesos con el estrujamiento de sus anillos, que son su única arma agresiva. Todas las viviendas, sueltas ó formando pueblos, tienen una columnata anterior, adornada con vasos colgantes de flores, y entre columna y columna vemos fuertes celosías hechas de una madera dura, casi tan resistente como el metal. Gracias á estos obstáculos que impiden el acceso á la casa y dejan pasar al mismo tiempo el aire de la noche á través de sus pequeños agujeros, los cingaleses consiguen dormir seguros y frescos en este país de calores sofocantes. Así no puede penetrar hasta su cama la serpiente, animal de gustos domésticos, que se siente atraída por la vivienda del hombre y acude á ella desde enormes distancias. También el tigre ronda junto á las celosías, seducido por la luz que filtran sus orificios, pero acaba por alejarse, creyendo tal obstáculo más fuerte que sus garras. Nos encontramos frente al tigre una hora después de habernos tropezado con la boa. El gobierno de Ceilán ha construído en el camino de Kandy un jardín zoológico como no existe otro en ninguna parte de la tierra. Carece de edificios y los animales ignoran la estrechez de la jaula. Considerables espacios de selva están limitados por una alambrada de varios metros de altura, cuyos hilos metálicos tienen el grosor de un dedo. En estos compartimentos que ocupan centenares de metros cuadrados y carecen de techo, las fieras cingalesas saltan, corren, rugen, se suben á los árboles con toda libertad, como si estuviesen en campo libre. Vemos muchos de estos animales sin abandonar nuestro camino. Los tigres, al darse cuenta de que pasan viandantes, avanzan hacia el borde de aquél con una cautela agresiva, preparándose para atacar, hasta que tropiezan con el enrejado. Aunque esta alambrada es fuerte examinada de cerca, parece mediocre desde lejos, al compararla con los árboles, los animales y las rocas que pueden contemplarse á través de su tejido. Hasta se duda de la existencia de dicho obstáculo, llegando en ciertos momentos á no verlo. Pasamos una revuelta, verdosa y sombría bajo la cúpula que forman varios árboles al juntarse, y al otro lado de ella vemos de pronto un tigre casi encima de nosotros: un animal majestuoso por su tamaño, la piel rayada de blanco y oro, la cabeza tan enorme, que resulta en desproporción con el resto de su cuerpo. Este tigre real descansa en el brazo de un árbol de copa gigantesca, pero queda dentro de la red metálica, que ahora nos parece tan insignificante como una telaraña. Unos cuantos tigres más pequeños, indudablemente sus hijos, juguetean al pie del tronco, semejante por su anchura á un torreón negro. El terrible padre guarda la misma actitud de sus mocedades, cuando cazaba con toda libertad al hombre en las selvas, poniéndose al acecho en lo alto de los árboles para dejarse caer sobre los descuidados cingaleses. Todos hemos visto tigres á través de los hierros de una jaula, animales entumecidos por la estrechez del espacio y una forzosa inmovilidad. Además, los hemos contemplado estando en el mismo plano. Aquí existe frente á nosotros un tigre majestuoso, con toda la robustez de la vida libre, y lo vemos de abajo á arriba, subido en un árbol, como un gato que toma el sol en un alero, sin más obstáculo intermediario que una especie de red que nos imaginamos fácil de saltar para una bestia de patas vigorosas, lo que resulta un espectáculo nuevo y poco tranquilizador. El chófer ha detenido instintivamente su automóvil, interesado por dicha aparición. No es suceso ordinario que un animal de talla tan enorme abandone sus frondosidades predilectas para venir á curiosear en la orilla del camino. Lo tenemos casi encima de nosotros. Hemos de echar atrás nuestras cabezas para verle bien. La magnífica bestia deja caer de las esmeraldas de sus ojos dos chispas verdosas sobre las presas insolentes que la contemplan desde abajo. De tarde en tarde parpadea, entreabre las quijadas para dar salida á un mudo bostezo, y vuelve á mirarnos con despectiva fijeza. Sus pupilas color de mar tienen ahora dos redondeles amarillos como monedas de oro. Indudablemente estos ojos nos hablan: --Miradme bien; aprovechad la ocasión. ¡Ay, si no existiese nada entre nosotros! Sé lo que pasaría en tal caso; echaríamos á correr, muertos de miedo. Pero aun contando con el obstáculo que nos defiende, empezamos á encontrar un poco largo este mutuo cruzamiento de miradas. Permanecemos solos en medio del camino, sin saber dónde están los otros automóviles que hacen el mismo viaje. El silencio de la selva nos envuelve en su calma profunda, repleta de latidos misteriosos. Nos vemos entre altas murallas de vegetación que sólo dejan filtrar redondeles de sol. A los perfumes pimentosos de la flora tropical ha sucedido un hedor de fiera. En el mismo plano que nosotros hay varios tigres. Unos son cachorros. Los demás, que pueden llamarse adolescentes, vienen con la insolencia ávida de la juventud á engañar sus uñas en el enrejado. Y encima el padre, el terrible patriarca, que debe haber comido hombre muchas veces, y nos contempla con un silencio peor que los rugidos, como si estuviese tramando algo detrás de su aparente calma. ¡Vámonos! No hay por qué seguir aquí. Debe pensar lo mismo el chófer, y por esto pone su máquina en movimiento al mismo tiempo que le doy la orden. A partir de aquí, nuestro camino empieza á ascender con rapidez. Es un continuo zigzag que escala las montañas, y muchas veces resulta invisible algunos metros más allá á causa de las apretadas filas de árboles que orlan sus flancos. Pasamos entre magnolieros y palmeras empavesadas con penachos rojos y amarillos. Vemos los árboles que producen el mango y la papaya, admirables frutas tropicales. Continuamos subiendo. El aire es más fresco, y flotan ahora en sus vivas ondas olores de musgo y de pequeñas flores de montaña: un perfume igual al de las cumbres de los Alpes. Corre el agua bajo bóvedas de lianas. En los recovecos de los barrancos se aglomeran árboles gigantes disputándose el suelo y el aire. Los banianos multiplicadores alinean las columnatas de sus troncos, como edificios ruinosos invadidos en su parte alta por vegetaciones parásitas, y al amparo de ellos ondean los helechos sus plumas temblonas de jugoso verde. Hay árboles de ébano, y las orquídeas asoman sus colores entre las hojas como pájaros inmóviles. Un entrecruzamiento de lianas y ramajes sólo deja visible el camino á corta distancia. De pronto una sucesión de árboles derribados abre espacios libres, radiantes de luz solar. Luego se restablece la penumbra verdosa, impregnada de olor de pimienta y otros perfumes calientes. Los montañeses de Ceilán emplean el elefante para sus trabajos agrícolas. Lo vemos ir y venir por algunos campos talados en la selva, llevando sobre su testuz un hombre de carnes cobrizas y calzoncillo blanco, que guía sus movimientos. Unas cadenas penden de sus flancos, y á ellas se engancha el arado, que dirige otro indígena igualmente semidesnudo. Encontramos hermosos mocetones de cabeza rapada, que no tienen el aspecto afeminado de los cingaleses de Colombo. Rezuma agua la montaña por todas sus oquedades. Las rocas parecen temblar á causa del chorreo sutil y claro que barniza incesantemente sus aristas y superficies. Algunos de estos montañeses se bañan junto al camino, hundiendo sus cubos en las fuentes y echándose el líquido por la cabeza. Las señoras que ocupan los automóviles vuelven su cara á otro lado y fingen distracción cuando, al pasar un recodo del camino, tropiezan sus ojos con la desnudez integral de estos Adanes. Nuestro carruaje tiene que cortar su marcha bruscamente para no estrellarse contra varios elefantes que, terminada su labor, vuelven al establo. Son animales de color pizarra, con rojizas costras de suciedad; bestias de trabajo, con los colmillos cortados, sin el aspecto inteligente de sus congéneres que viven en las ciudades. Al pasar junto á nosotros me fijo en sus orejas, abiertas como abanicos, cuyo interior es de rosa pálido veteado por redes de venas negras. Nos detenemos en plena subida, junto á la cabaña de un mocetón que debe ser musulmán. No quiere acercarse á su vivienda; nos habla de lejos, á causa de su desnudez. Está junto al tazón rocoso de una fuente, y sus carnes brillan como rojizo cristal debido á los continuos chaparrones que se echa por la cabeza. Dos niños nos ofrecen cocos recién arrancados de la plantación de su choza, y los agujerean con rápida habilidad para que bebamos como refresco el líquido frío y azucarado de su interior. En lo más alto del camino, un elefante asustadizo nos pone en peligro de morir. Todas las bestias de su especie que hemos encontrado estaban habituadas al automóvil, y pasaron junto á nosotros con cierta alarma, pero sin alterar su marcha, obedeciendo al cornac montado en su testuz. De un campo recién arado sale un elefante, que parece joven y menos dócil que los otros. Lleva su conductor sobre la cabeza y le van siguiendo varios labriegos bronceados, con un harapo blanco en las vergüenzas. Como el automóvil tiene que vencer la última parte de una áspera cuesta, jadea angustiosamente, y su ruido asusta al animal. El terror le hace darse vuelta para ocultar su cara, y nos presenta la grupa, reculando sobre nosotros, que estamos al borde de un precipicio. Yergue su trompa, dando resoplidos de miedo, y al mismo tiempo la emoción le hace levantar la cola, bufando igualmente por debajo de ella. Al peligro de vernos despeñados por su retroceso se une algo cómico y repugnante. Su emoción gaseosa ha pasado á ser sólida, y como su grupa está casi encima de nosotros, tenemos que echarnos al otro lado del vehículo y poner un codo ante la cara, precaviéndonos así de la lluvia con que nos amenaza su terror. Al fin, los gritos de su _cornac_ y los esfuerzos de los otros cingaleses, que se agarran á su trompa y acarician sus patas, consiguen que se decida á pasar lentamente junto al automóvil, continuando su marcha cuesta abajo. Este animal, que ayuda al cingalés en sus labores, fué su mejor arma de guerra en otro tiempo, antes de que llegasen los portugueses con sus arcabuces. Los reyes de la isla se consideraban poderosos según el número de elefantes, con torres y flecheros, que podían agregar á sus tropas. El primer gobernador portugués de Colombo tuvo que hacer frente á una confederación de monarcas del país, que le atacaron con numerosa tropa de elefantes. Dejó aproximarse el hábil capitán su fila arrolladora, y cuando los tuvo cerca, hizo que los lusitanos disparasen á un tiempo sus armas de fuego, lo que bastó para que se desbandasen, atropellando á las huestes cingalesas que marchaban detrás. Su miedo al ruido los hizo finalmente inutilizables para la guerra. En las batallas entre príncipes de la India, los guerreros del país acabaron por descubrir que el gruñido del cerdo no puede soportarlo con tranquilidad el elefante, y cuando un monarca hacía avanzar, como si fuese su artillería gruesa, las varias filas de estos animales, llevando el testuz acorazado de bronce y dos enormes cuchillas atadas á sus colmillos, los contrarios lanzaban á su encuentro una piara de cerdos embadurnados de azufre, luego de prenderles fuego, y sus chillidos desesperados bastaban para desordenar á los temibles paquidermos. Antes de Kandy echamos pie á tierra para pasear por las calles de árboles que forman el Jardín Botánico de Peradenya. Todos describen á Ceilán como una selva que surge del mar, siendo tan densa su vegetación que no deja ver el suelo; pero no obstante la riqueza general de esta flora, los jardines de Peradenya resultan algo aparte, por su exuberancia y su belleza. Se entra en ellos por una avenida de árboles de caucho que ascienden á más de treinta metros. Numerosos colibrís y otros pájaros-joyas aletean en torno á las innumerables variedades de la arborescencia tropical. Los macizos de bambúes llegan á inauditas alturas, y tal es el grueso de estas cañas, que en otro país serían consideradas como árboles respetables. El _Dendro-calamus_, árbol de la isla, alcanza á 40 metros, y los que lo han estudiado afirman que en cierta época del año llega á crecer 90 centímetros en veinticuatro horas. Llegamos á Kandy, viendo inmediatamente la laguna que existe en el centro de la ciudad y tanto admiran los habitantes de Colombo cuando viven aquí en verano. Un paseo orla sus orillas, y á través de las aguas algo amarillentas vemos pasar, como una procesión de sombras chinescas, grandes bandadas de peces. Más de una vez, á las siluetas ovales y de inquieto coleo se unen largas cintas que flotan como algas. Son culebras acuáticas, que llegan á un desarrollo extraordinario. En la India, el reptil es tan inevitable en la tierra y en el agua como el cuervo en el aire. Deseamos visitar en seguida el famoso _Dalada Maligawa_, ó sea el templo del Diente de Buda. Este monasterio tiene más pinturas que esculturas, lo que resulta poco frecuente en los monumentos budistas. Debieron existir en Kandy familias de pintores dedicados al arte religioso, que interpretaron las concepciones sobradamente materiales del budismo en decadencia, con su cielo, su infierno, sus milagros y sus reglas supersticiosas, tan alejado todo ello de las primitivas y elevadas doctrinas del fundador. En uno de los claustros enseñan los bonzos una sucesión de frescos tremebundos representando los múltiples castigos de los pecadores en el infierno. Estas pinturas ingenuas nos hacen recordar las del Camposanto de Pisa, con la diferencia enorme que existe entre la obra de arte y los balbuceos de una concepción tosca y confusa. Pero en ambas se encuentra la misma emoción religiosa, igual deseo de expresar el más allá de la muerte. Dentro de un arca que tiene forma de pagoda guardan los bonzos el famoso diente de Buda. En realidad, para llegar hasta él hay que abrir seis arquillas más existentes en su interior, y es en la última donde está el diente, erguido sobre un ramillete de oro. Cuando el Buda murió en Benarés y su cadáver fué quemado, uno de sus discípulos recogió el diente entre las cenizas, llevándoselo al rey de su país. Son incalculables las aventuras por que pasó esta reliquia extraordinaria y las guerras á que dió motivo. El título de «extraordinaria» no puede ser más exacto, ya que el tal diente tiene una longitud de dos pulgadas y es algo curvo, como un colmillo de caimán. A juzgar por él, Buda debió ser hombre de cuatro ó cinco metros de estatura... Pero conviene olvidar la lógica cuando se trata de asuntos de fe. Por odio al budismo, los brahmanistas se apoderaron de la reliquia, colocándola sobre un yunque para hacerla polvo. Pero al primer martillazo, en vez de romperse se hundió en el yunque, y sólo años después, cuando lo juzgó oportuno, saltó fuera de su encierro de metal. Una princesa llevó el diente á Ceilán oculto en su cabellera, y desde entonces es considerada la isla como uno de los lugares santos del budismo. De tarde en tarde, los bonzos del monasterio de Kandy anuncian que el santo diente va á ser expuesto á los fieles, y con tal motivo llegan peregrinaciones de toda la isla y hasta de los países del Extremo Oriente fieles al budismo. En esta festividad, los elefantes desempeñan un papel tan importante como los sacerdotes. Dos filas de dichos animales, cubiertos con gualdrapas de terciopelo rojo, una máscara de plata hasta la mitad de la trompa y un templete de cúpula dorada sobre los lomos, se extienden ante la puerta del monasterio. Un elefante designado por los sacerdotes, el más precioso á causa de su color blanco, es el que goza el honor de llevar á cuestas la envoltura de la sagrada reliquia. De las diversas cajas que la defienden sólo quedan tres, y éstas son colocadas en el templete del elefante sagrado. Cuando aparece éste, las dos filas de paquidermos doblan sus patas delanteras y el majestuoso portador del diente pasa ante sus compañeros arrodillados. Luego los elefantes se levantan para unirse á la procesión, y ésta se dirige á las afueras de Kandy, donde se ha elevado como templo provisional una tienda de campaña de más de ochenta metros cuadrados. Allí se abren las tres últimas arquillas y se expone sobre un altar el ramillete de oro con la reliquia de Buda. Las fiestas duran varios días y el santo recuerdo vuelve otra vez á su encierro, para no resurgir en mucho tiempo. Antes de la dominación europea, dicha ceremonia se celebraba todos los años, siendo un motivo de gloria y de riqueza para Kandy. Ahora es menos frecuente, y los cingaleses que han pasado por la escuela inglesa y leen los periódicos del país hasta empiezan á dudar un poco de la autenticidad de este hueso. Parece indiscutible que el primer diente de Buda fué destruido por los portugueses. El arzobispo de Goa no podía dormir tranquilo pensando que en Ceilán, posesión lusitana, los habitantes rendían honores divinos á una reliquia no católica. Esto ocurrió en el siglo XVI, cuando la Inquisición era más poderosa, así en Portugal como en España. El diente de Buda fué arrebatado á viva fuerza por los soldados portugueses, obedeciendo las órdenes del mencionado arzobispo, á pesar de las súplicas y llantos de la muchedumbre. Luego lo quemaron en la plaza pública y lo machacaron á martillazos, aventando su polvo. En aquellos tiempos, portugueses y españoles colonizaban así. Fué defecto de la época más que de los pueblos, pues las otras naciones de entonces no procedían con un espíritu de mayor libertad. La existencia actual del diente de Buda y la continuación de su culto demuestran la poca eficacia de las medidas violentas en asuntos de fe. Cuando los portugueses fueron expulsados de Ceilán, un rey cingalés devolvió á Kandy el diente sagrado. Abundan las explicaciones de dicha restitución. Unos afirman que antes de la llegada de los comisarios del arzobispo habían ocultado el diente los bonzos, colocando en su lugar otro falso. Ciertos sacerdotes maliciosos insinúan que los nababs del país sobornaron al gobernador con una suma enorme para que fingiese la destrucción de la reliquia. Una mayoría de cingaleses devotos ríen del arzobispo portugués como de un vencido, y repiten que el diente de Buda nunca pudo ser quemado, nunca pudo ser roto, á pesar de los esfuerzos de los inquisidores. Se salvó milagrosamente, lo mismo que cuando se mantuvo oculto en el yunque, burlándose de los bracmanes, y así continuará existiendo por los siglos de los siglos en su monasterio de Kandy. Los ingleses se marcharán algún día de la isla, como se marcharon los portugueses y los holandeses; y mientras tanto, la reliquia seguirá inmóvil y adorada dentro de sus siete pagoditas de oro superpuestas. VI LA OPULENTA BOMBAY Los portugueses en la costa de Malabar.--Alburquerque y sus grandiosos proyectos.--Cómo los tesoros de la India entristecieron durante un siglo á los reyes de España, dueños de América.--La vieja ciudad de Goa y el cuerpo de San Francisco Javier.--Modo de hacer dinero usado por el gobernador de Goa.--Bombay vendido á los ingleses por diez libras al año, que nunca fueron pagadas.--Las castas de Bombay.--Los mercaderes opulentos de sus bazares.--El gran «krac» del algodón.--Las epidemias.--El «Mercado de los ladrones».--Mujeres en jaulas y mahometanas que se afeitan.--Un cónsul que acaba por ceder su casa á una inquilina más antigua instalada en el jardín. Navegamos por el mar de Ornar, ante las costas occidentales de la India, que hace cuatro siglos sirvieron de escenario á una de las empresas más audaces de la historia humana. Aquí desarrolló el pueblo portugués su epopeya, cantada luego por Camoens en versos inmortales, gesta ultramarina que únicamente puede compararse con los descubrimientos y hazañas de los españoles en las Indias Occidentales. Vemos en el horizonte montañas esfumadas que parecen neblinas, y estas alturas evocan en nuestra memoria los lugares más célebres de la conquista portuguesa. Pasamos ante Calicut, la metrópoli de la costa llamada de Malabar, primer país indo descubierto por Vasco de Gama. Los navegantes y soldados de Portugal tuvieron que luchar con pueblos de vieja civilización. Algunos de los reyes indostánicos poseían marina fuerte y ejércitos disciplinados. Además, los mareantes árabes, temiendo perder sus mercados en la India con la llegada de los portugueses, prestaron valiosa ayuda á los soberanos del país. Y sin embargo, salieron vencedores aquéllos de los más desiguales combates, acabando por sojuzgar una gran parte de la península indostánica. Sus galeones se batieron solos muchas veces contra toda una flota de buques indos y árabes; sus reducidas tropas de desembarco hicieron frente á ejércitos de majestad teatral, con lorigas doradas y cascos incrustados de piedras preciosas. Vencieron á rajás que iban á la guerra con aparato de dioses, lanzando sobre el invasor jaurías de tigres desencadenados, manadas arrolladoras de elefantes. Esta epopeya lusitana tuvo un héroe, el famoso Alburquerque, grande por sus condiciones de capitán y por las virtudes de su carácter. En nuestra historia, únicamente Hernán Cortés puede ser comparado con él. Su mirada certera supo desentrañar el porvenir con tres siglos de anticipación. Se apoderó de Malaca, adivinando en ella la puerta del Extremo Oriente, presintiendo la importancia del actual Singapore. Tuvo en sus proyectos la audacia desconcertante del genio. Los soldanes de Egipto, monopolizadores del tráfico por tierra con la India, se irritaron al ver que los portugueses, siguiendo el contorno del continente africano, habían encontrado una nueva ruta para ir en busca de la especiería asiática. Por esto apoyaron á los príncipes indos en su resistencia, enviando flotas contra los lusitanos. Alburquerque las desbarató, entrando después con sus naves en el mar Rojo, que era entonces un camino sin salida, para hacer la guerra á los soldanes en sus propios dominios. Ningún caudillo célebre, desde Alejandro á Napoleón, ha osado imaginar un proyecto como el de Alburquerque. Quiso desembarcar en la costa del Sudán, y avanzando hasta donde existe ahora Kartum, torcer, de acuerdo con el emperador de Abisinia, la corriente del Nilo, para que se perdiese en el mar Rojo. Este intento, horriblemente audaz, pensado después por otros guerreros, representaba la muerte instantánea del Egipto, la sequía absoluta, el aniquilamiento de un país que sólo vive de las dos fajas de aluvión que el río bienhechor refresca con sus sangrías. Su segundo propósito era hacer un desembarco en la orilla opuesta del mar Rojo, frente á la Meca y Medina, incendiar las dos ciudades santas, destruir la famosa Caaba y llevarse el cadáver de Mahoma para pasearlo por Europa, con lo cual infligiría un tremendo golpe al fanatismo musulmán, tan temible en aquellos tiempos. Vencido Alburquerque por los años y por la ingratitud de su rey, no pudo ejecutar estos magnos proyectos; pero aún tuvo Portugal en sus posesiones de la India otros capitanes gloriosos. A semejanza de los de la conquista española en América, parecen secundarios estos caudillos si se les compara con sus mayores, pero de haber actuado solos en otro país, su historia resultaría inaudita. Los tesoros indostánicos fueron durante medio siglo un motivo de tristeza y celos para los reyes de España. Fondeaban en el río de Lisboa las naves llegadas de la India, con cargamentos de perlas, oro, marfil, sederías, especias, todo el esplendor de Oriente, tal como lo describían los libros santos al hablar de las flotas legendarias del rey Salomón. Aún no habían empezado las llamadas Indias Occidentales á dar el producto de sus minas. El oro de Méjico y el Perú se mantenía oculto en el misterio de la tierra, y los conquistadores españoles no habían encontrado otras riquezas que las del botín guerrero al apoderarse de los Imperios de aztecas é incas. Fué casi un siglo después cuando empezó normalmente la exportación de la minería americana. Durante el período de mayor florecimiento de Portugal, cuando toda flota llegada al Tajo parecía venir de un país fabuloso, España, poseedora de la mayor parte de América, sólo recibía magros productos de sus conquistas, despojándose en cambio de lo mejor de su raza para enviarlo al otro lado del mar. No echó Portugal en la India las profundas raíces que España en América. Un siglo después de la gran conquista asiática, se vió arrebatar por los holandeses lo más rico de su dominio indostánico. Hoy, de todo el vasto Imperio descubierto por Vasco de Gama y dominado por Alburquerque y Almeida, sólo conserva la ciudad de Goa y dos pueblos costeros de vida lánguida. Pasamos ante Goa, metrópoli católica, que sólo data de cuatrocientos años y tiene un ambiente de antigüedad semejante al de las capitales indostánicas que cuentan docenas de siglos. Para los católicos de la India, insignificantes en número si se les compara con brahmanistas y mahometanos, pero que de todos modos ascienden á algunos millones, Goa es la ciudad santa, como Benarés lo es para induístas y budistas y Delhi para los musulmanes. De su pasado esplendor sólo guarda la importancia religiosa. El arzobispo de Goa es el primado de toda Asia, y en torno á su vieja catedral vegeta un clero de tez obscura, canónigos, beneficiados, seminaristas. Todos los naturales de la ciudad son fervorosos católicos y esparcen su fe por la India. El indígena de Goa resulta superior por su aspecto y sus costumbres á los otros indostánicos de clase popular. Recibe en las escuelas una educación ceremoniosa y extremadamente amable, que recuerda la cortesía de los antiguos hidalgos portugueses. Se acostumbra desde niño á llevar zapatos, viste á la europea, y es preferido en Bombay y otras ciudades para ocupar empleos inferiores en las oficinas públicas ó para mayordomo de casa rica. En todos los grandes hoteles de Bombay y en los comedores de los trenes, los domésticos más importantes son mestizos de Goa, que se titulan «portugueses» con cierta vanidad. Todos ellos, al preguntarles por su país, hablan de San Francisco Javier. El cuerpo del célebre misionero es apreciado como lo más importante de la ciudad. Muerto en una isla portuguesa de la bahía de Hong-Kong, lo trajeron á Goa, y ocupa una de las capillas de su catedral. Este templo, de mediocre arquitectura, se enorgullece de poseer la tumba del andariego evangelizador. La costeó un gran duque de Toscana y es un monumento de más riqueza que buen gusto. Viven en la costa occidental de la India casi todos los católicos indostánicos, dedicados los más á la pesca y la navegación de cabotaje. El apóstol Francisco Javier es el santo más adorado é implorado por ellos. Un portugués, antiguo vecino de Goa, me cuenta que hasta hace poco tiempo se valían de él los gobernadores de la colonia para salir de apuros monetarios. Cuando les eran precisos nuevos ingresos para la vida de la ciudad, anunciaban que el cuerpo del misionero español iba á ser expuesto á la adoración de los fieles, y esto bastaba para que miles y miles de indostánicos, católicos á su modo, acudiesen en peregrinación de diversas ciudades de la costa, reanimándose los negocios de la capital durante los meses que permanecía visible el santo cadáver. Bombay también fué fundada por los portugueses. Era una factoría establecida al Sur de la llamada isla de Salsette. Al recobrar Portugal su independencia separándose de España, en tiempos de Felipe IV, necesitaron sus gobernantes buscar alianzas poderosas que les defendiesen de una posible reconquista de los españoles, y para conseguirlo se valieron del matrimonio, casando á doña Catalina de Braganza con Carlos II, rey de Inglaterra. Uno de los bienes que la portuguesa llevó en dote fué la naciente colonia de Bombay. Su regio marido entregó la ciudad á la Compañía de las Indias con la obligación de pagar todos los años un censo de diez libras, cantidad insignificante, consignada únicamente para perpetuar los derechos de doña Catalina sobre la isla. Inútil es decir que los ingleses se quedaron para siempre con Bombay y ni una sola vez pagaron las diez libras. En toda la India es la población de mayor actividad mercantil y riquezas más enormes. Sólo cuenta Bombay cien mil habitantes menos que Calcuta, lo que la da categoría de tercera población del Imperio británico, y su prosperidad resulta superior á la de la capital de Bengala. Dominan en ella el mercader y el rico. Los príncipes indos que gobiernan aparentemente las provincias del interior y los nababs de extensas propiedades gustan de Bombay y tienen en ella sus palacios. Cansados del lujo indostánico de sus viviendas solariegas, se hacen construir en esta ciudad edificios que son copias de los de Londres, y llenan sus salones de muebles costosos con tal abundancia, que parecen de un mercader de antigüedades. Esta decoración exuberante es sólo para que la admiren las visitas. Los propietarios, cuando nadie puede sorprenderles, viven en la parte más modesta y oculta de su lujoso edificio. Son más numerosos en el vecindario de Bombay los brahmanistas que los musulmanes, quedando comprendidos en aquéllos todos los devotos de las numerosas y opuestas sectas del llamado induísmo, que reconocen el sistema de castas y la supremacía de los bracmanes. A pesar de la influencia inglesa, persiste aquí, más que en el resto de la India, la división en castas. Los bracmanes se mantienen separados de sus compatriotas, y marchan solos, con majestuosa altivez, vestidos de blanco y tocados con pesado turbante. Su alimento es estrictamente vegetal, y consideran un oprobio el uso del tabaco y el alcohol. Los _purbus_, casta inmediatamente inferior, ocupan por su actividad y su honradez todos los empleos en las aduanas y las oficinas administrativas, así como en los Bancos y demás establecimientos comerciales. Se les reconoce por su turbante de un abultamiento exagerado. Algunos de ellos llegaron á posiciones muy elevadas, reuniendo fortunas cuantiosas. Uno fué miembro del Consejo de gobierno y tiene estatua en Bombay. La casta de los _kayeths_, ó sea de los escribanos, viene después. Son pequeños de cuerpo, débiles, con los rasgos fisonómicos muy finos, y gozan reputación de inteligentes, astutos y tramposos, igual á la de los leguleyos de Occidente. En Bombay han sido repelidos por los _purbus_, que ocupan ahora sus empleos cerca de los ingleses, pero fuera de la ciudad y en gran parte de la India siguen gozando enorme influencia sobre el populacho, por su conocimiento de las leyes y porque saben leer y escribir en varios idiomas. Entre los indígenas que pueblan la isla de Salsette, los más influyentes son los mercaderes, procedentes en su mayoría de Guzarate. Unidos á todas horas por la solidaridad de sus intereses, forman una corporación omnipotente. Se encuentran entre ellos los especuladores de algodones y tejidos indostánicos, materias que han dado al comercio de Bombay enorme importancia. Los bazares revelan en seguida su opulencia á un observador atento. Las tiendas, repletas de toda especie de géneros asiáticos, no son distintas de las que existen en otros bazares de Oriente. Sólo se nota en ellas mayor abundancia de géneros. Lo extraordinario de los bazares de Bombay se encuentra en ciertas calles que no tienen almacenes y más bien parecen galerías de un vasto café. Ante la puerta de todas sus casas hay un tabladillo cubierto de tapices, y sobre dicho estrado tres divanes con forros color de perla, siempre limpios. Gran número de mercaderes, obesos los más de ellos, con turbante y larga túnica, ó vestidos de blanco, á la europea, con guerrera de botones de oro y en la cabeza un gorrito negro, hablan, fuman, beben refrescos perfumados con flores, mientras otros circulan, de tertulia en tertulia, comunicando noticias. Aquí está el alto comercio de Bombay, el mercado indígena, en perpetuo contacto con la _Cité_ de Londres. Muchos de estos negociantes, que tienen su tabladillo en el bazar, como los mercaderes de los cuentos árabes, reciben saludos de profundo respeto cuando entran en los palacios góticos donde están las sucursales de los primeros Bancos de la tierra. Bombay ha sufrido hondas crisis comerciales, lo mismo que las metrópolis de la América del Norte y del Sur, crecidas de convulsión en convulsión, arruinándose estrepitosamente, para ser más ricas años después. Cuando los Estados Unidos se vieron amenazados de muerte á causa de la guerra civil entre las provincias del Norte y del Sur, quedó Europa sin uno de los elementos más necesarios para su vida industrial: el algodón. Comprendieron los indostánicos la importancia de este momento, dedicándose con enérgica actividad á producir un artículo tan necesario para el alimento de las manufacturas de Inglaterra, y el depósito de todos los algodones del país fué Bombay, creando tal monopolio en poco tiempo fortunas prodigiosas. Además, los indígenas, arrastrados por la locura de especulación que mostraban los blancos, desenterraron sus tesoros, guardados improductivamente durante siglos, y Bombay se mostró desbordante de dinero. El algodón no fué al fin más que un pretexto para especulaciones quiméricas. Todos los días se fundaba una Sociedad por acciones con capitales extravagantes. Más de setenta Bancos fueron establecidos en pocos meses. Bombay se dedicó en masa á comprar y vender acciones, siendo éstas muchas veces simples pedazos de papel sin fundamento alguno en la realidad. Hasta las damas indostánicas y europeas, al pasear por la orilla del puerto, hablaban acaloradamente en sus carruajes de las fluctuaciones de la Bolsa. Domésticos y obreros llevaban sus ahorros á los especuladores para que los hiciesen prosperar. Fué en los años 1864 y 1865 el período culminante de esta locura. Todos contaban con que la guerra de Secesión de los Estados Unidos duraría indefinidamente; y cuando el Norte dió fin á esta lucha venciendo al Sur, todos los Bancos nuevos de Bombay quebraron al mismo tiempo, siendo general la ruina. Desde entonces, la ciudad ha ido reponiéndose, llegando finalmente á ser la metrópoli comercial de la India gracias á procedimientos más sensatos y prudentes. También es la ciudad de las grandes epidemias. ¿Quién no ha oído hablar de las mortandades que el cólera y la peste bubónica causaron en las muchedumbres de Bombay?... Los relatos de algunos viajeros estremecen, á pesar de su laconismo, cuando describen las noches de Bombay en plena epidemia, con un cielo rojo de aurora boreal. Este resplandor de sangre en el horizonte era el reflejo de numerosas hogueras que iban consumiendo los cadáveres de los apestados. En el momento que lo visitamos no está amenazado por ninguna de estas calamidades, pero viendo los barrios donde vive el pueblo se adivina lo que puede ser aquí una epidemia. Las calles más importantes, cercanas á la orilla del mar, tienen un aspecto monumental, superior al de Calcuta. Los Bancos han construído palacios á la americana ó imitando el gótico negruzco de Londres. Potentados indos y parsis legaron á la ciudad cuantiosas sumas para la construcción de escuelas y hospitales. En algunas plazas hay estatuas de benefactores públicos vestidos á lo indostánico. Son visibles en este Bombay europeo la limpieza y el orden. Hasta causa extrañeza encontrar en sus amplias aceras gentes medio desnudas. También se ven mujeres indígenas, con manto rojo de virgen y pulseras de metal, subiendo ladrillos ó espuertas de yeso por los andamios de los edificios en construcción. Pero estos detalles, que recuerdan el carácter indo de la ciudad, parecen borrarse con la gran afluencia de gentes europeas ó vestidas á la europea que circulan por sus avenidas modernas. Es en los barrios populares donde se nota, más que en Calcuta, el amontonamiento y el hervidero de la vida oriental. Tal vez se debe esto á que en Bombay son muchos los musulmanes, y con su individualidad violenta y sus costumbres más depravadas que las de los indos extreman la fisonomía asiática de la ciudad. Hay un barrio de bazares sórdidos, con tiendecitas que ofrecen los más heteróclitos objetos, al que llaman «Mercado de los ladrones», por ser procedentes de robos las más de las cosas que se venden en él. En otros barrios de igual aspecto, los transeuntes habituales llevan oculto en la faja un puñal corvo, y abundan peleas y muertes. Las musulmanas, con el rostro más tapado que en ninguna ciudad de Oriente, disimulan su cuerpo bajo tantas envolturas, que en vez de seres humanos parecen fardos de ropa marchando solos. La celosa pasión del indo mahometano ha impuesto sus exigencias á los cocheros de alquiler. Todos guardan en su carruaje una pieza de tela colorinesca, y cuando llevan damas mahometanas, á pesar de que éstas continúan ocultas bajo sus múltiples vestimentas y mantos, colocan dicha cortina entre el pescante y el borde de la capota, convirtiendo de este modo su vehículo en harén ambulativo. Esta ciudad, con tantos palacios principescos, Bancos poderosos, bazares influyentes en los mercados del resto de la tierra, escuelas creadas por la munificencia privada y misiones sostenidas por las diversas agrupaciones del cristianismo, es al mismo tiempo un puerto de mar, el primero de la India, y contiene las barriadas viciosas de todos los grandes puertos, extremadas aquí por las singularidades de la vida oriental. Visitamos de noche algunas calles únicamente frecuentadas por los que vienen de las provincias del interior y la marinería extranjera ó indostánica. Vemos casas de japonesas y chinas, con músicas discordantes y guirnaldas de farolillos. Entramos en varias salas de concierto, llenas de mujeres pintarrajeadas y con mesas de juego. Luego nos asomamos á un antro mal alumbrado, que es un burdel del país. Las mujeres viven en jaulas, en verdaderas jaulas de fiera, con gruesos barrotes y una cerradura, cuya llave recibe el cliente después de haber pagado al dueño del cubil. Tal encierro lo juzgan necesario para que las pobres indostánicas no huyan, volviendo á su país, de donde tal vez las trajeron con engaño. Dentro de la jaula sólo existe un tapiz deshilachado, y los acoplamientos se realizan sobre el duro suelo: una cópula de fieras, en armonía con los barrotes del jaulón. Vemos en otras calles hembras musulmanas, pero con el rostro descubierto, lo que resulta inexplicable. Estas mujeres se muestran libremente en las puertas de sus casas, ó pasean ante ellas con movimientos exagerados de feminidad. Tienen la voz un poco ronca. A algunas de ellas se les nota á través del colorete de sus mejillas la sombra azulada de una barba algo fuerte. Al fin nos enteramos de que son hombres, jóvenes musulmanes vestidos de mujer, que sólo reciben la visita de sus correligionarios. Considera el mahometismo indostánico pecado grave que los creyentes puedan tener hijos con mujeres que no sean de su religión y su tribu. Y para evitarlo, cuando vienen á Bombay para sus negocios, frecuentan estas calles, de las que nos alejamos nosotros con apresuramiento para no ver más. También es Bombay, entre todas las ciudades indostánicas, la más abundante en encantadores de reptiles. Aquí se celebra la fiesta anual, ya descrita, en honor de Krisnah, el matador de la gran pitón, con el aparato de una gran solemnidad religiosa. El viajero que llega de Europa, al desembarcar en Bombay encuentra al término de la escalinata de honor, construída para los virreyes, gran número de muchachos que le reciben enseñando con ambas manos toda su colección de _najas_ cabezudas ó serpientes delgadas y verdes. Algunas veces las dejan en el suelo para que bajen de escalón en escalón al encuentro del recién llegado. Mi amigo Laguardia, cónsul de España, que vive aquí varios años, me cuenta por qué tuvo que abandonar en los alrededores de Bombay una casa con hermoso jardín que había alquilado para los meses veraniegos. A los pocos días de estar en ella vió á uno de sus niños inmóvil en el jardín, mirando fijamente una especie de pequeño tronco erguido entre las flores. Era una cobra. Agarró el cónsul á su hijo apresuradamente para meterlo en la casa, alarmado por tal compañía. Su servidumbre indígena no mostró la misma inquietud; antes bien, pareció extrañada de su asombro. Todos los domésticos de pies descalzos conocían á la _naja_ como algo familiar, digno de respeto. Llevaba varios años viviendo en el jardín, como si fuese propiedad suya. Durante las noches invernales tal vez buscaba refugio en las habitaciones inferiores de la casa. Como Laguardia les propuso que matasen á la serpiente, todos sonrieron con una expresión de lástima. La vida es sagrada, sea cual sea la forma que revista. Además, una _naja_ tiene cierto prestigio divino. Por algo aparecen los dioses en las pinturas de los templos rodeados de ellas. En vano aumentó mi amigo la futura recompensa. Ni por cincuenta rupias ni por mil puede un indostánico matar á una serpiente. Buscó entonces á un musulmán, por ser todos ellos gentes de cuchillo, sin respeto á la vida ajena, sin miedo á la sangre: lo contrario de sus flojos compatriotas los brahmanistas. Pero el musulmán, al enterarse de lo que pretendían de él, movió la cabeza negativamente. Teniéndose por hombre de coraje como el que más, no vacilaba en declarar su miedo. Las _najas_ viven siempre en parejas, y si mataba á ésta estaba seguro de que su compañera le acecharía años y años hasta encontrar ocasión de vengarse, mordiéndole. Todos los hombres que él había conocido matadores de tales reptiles acababan por morir á su vez envenenados por uno de ellos. En vano le explicó mi amigo que esto no era extraordinario, pues quien repite una operación peligrosa termina por ser víctima de ella. Además, él le pedía que matase una _naja_, una nada más. --No puedo--insistió el musulmán--. Si mato la que usted ha visto, la otra que no ha visto se vengará matándome á mí. Y no hubo quien atacase á la serpiente del jardín. La cobra continuó paseándose por las avenidas, y hasta tomó confianza con los nuevos inquilinos de la casa, irguiéndose al pie de la escalinata, metiéndose en el piso inferior, habitado por la servidumbre. Laguardia, aburrido de tanta familiaridad, disparó contra ella varios tiros de revólver. Los domésticos se sublevaron ante este acto impío, declarando que les era imposible seguir en una casa cuyo dueño pretendía dar muerte á seres amigos de los dioses. Al fin tuvo que adoptar la única resolución posible: marcharse. Y con gran contento de sus servidores cobrizos, se volvió á la ciudad, renunciando á la casa veraniega. Los indos consideraron lógica su retirada y equitativa la pérdida del dinero pagado por el arriendo. La verdadera dueña de la finca era la _naja_. Los demás seres instalados en ella, algo pasajero, indigno de respeto y obediencia. VII EL GRAN MOGOL Camino de Delhi.--Su historia remotísima.--Ciento veintiséis kilómetros de ruinas históricas.--Las numerosas ciudades anteriores á Delhi.--El famoso Timur-Lank, «Cojo de hierro».--Enrique III de Castilla envía embajadas á Tamorlán.--Las dos odaliscas bautizadas.--Rui González de Clavijo y su viaje á Samarcanda.--Sus relatos sobre las particularidades de los «marfiles», vulgo elefantes.--El anillo de Tamorlán y las «metáforas» de Clavijo.--Los Grandes Mogoles herederos de Tamorlán.--El soberano más rico del mundo.--Los palacios portátiles del Gran Mogol y sus caravanas de elefantes y camellos cargados de riquezas.--El trono del Pavo Real y los otros siete tronos.--Montones de perlas, diamantes, esmeraldas y rubíes.--El famoso brillante «Gran Mogol».--Decadencia de Delhi.--Saqueo y degüellos ordenados por el conquistador persa.--Los Grandes Mogoles del siglo XIX pensionados por los ingleses.--Miseria de la corte de Delhi y supervivencia grotesca del antiguo fausto.--El último Gran Mogol cobrando en secreto sus aparentes munificencias. Atravesamos una parte considerable de la India del Norte para visitar las ciudades más célebres del antiguo Imperio del Gran Mogol. Vamos á pasar seis días en un vagón, durmiendo sobre la flaca colchoneta que hemos comprado y sufriendo otras molestias especiales de los ferrocarriles indostánicos. Primeramente iremos á Delhi, capital ahora de la India, cuya importancia gubernativa, de fecha reciente, no es más que una resurrección de sus antiguos tiempos Imperiales. Delhi figura como la ciudad más antigua de la India, aunque su nombre actual sea relativamente moderno. Treinta siglos antes de nuestra era, en tiempos fabulosos, suenan ya los nombres de tres ciudades, Madhanti, Hastinapura é Indrapechta, que se suceden sobre la planicie ocupada ahora por Delhi. Los reyes de dichas ciudades son mencionados entre los héroes del _Mahabarata_, la gran epopeya indostánica. Diez ciudades nacen, se desarrollan y caen en escombros sobre el solar de Delhi, cuyo nombre sólo aparece medio siglo antes de Jesucristo. En ningún lugar de la tierra pueden encontrarse juntos tantos monumentos ruinosos. La campiña de Roma, única ciudad de Europa que tiene cierta semejanza con Delhi, resulta exigua comparada con la llanura que rodea á esta metrópoli indostánica. Los restos de las ciudades anteriores á ella ocupan una superficie de 126 kilómetros cuadrados. Puede ser considerada esta llanura como un museo arqueológico. Todos los estilos se encuentran confundidos, desde los primeros ensayos de construcción intentados por las tribus errantes, hasta los mayores refinamientos de la arquitectura brahmanista y musulmana. Pasamos un día y dos noches en el tren, de Bombay á Delhi. Acabamos por acostumbrarnos á la vida en esta alcoba rodante. Sus ventanillas tienen vidrieras ahumadas, que dulcifican la luz cegadora del sol, pero durante la noche los tejidos vegetales que hacen oficio de cortinas dejan pasar, al mismo tiempo que el aire, resplandores de focos luminosos, cuando hacemos alto en las estaciones. Gritan y cantan los musulmanes en los andenes. Muchos tienden una alfombrita, se sientan en ella con las piernas cruzadas, y así permanecen inmóviles, horas y horas, esperando el paso de un tren, para contemplar silenciosamente á los viajeros, sin pedirles nada. Cuando nuestro vagón vuelve á rodar, como la noche es de luna, vemos sin movernos del lecho toda la campiña de color lácteo, con sombras macizas que parecen de ébano. Por los caminos inmediatos á las poblaciones circulan como fantasmas filas de hombres que llevan casaquines y turbantes blancos. Al día siguiente, poco después de amanecer, los indostánicos que vienen en el tren descienden en las estaciones para cumplir los actos rituales de su religión. Se purifican los induístas en el primer arroyo que encuentran, sin más vestiduras que un trapo blanco sobre las caderas, llevando en su diestra el vaso de bronce. Los musulmanes se despojan del turbante y hacen sus abluciones, seguidas de una oración gesticuladora, frente al sol. Toda la fauna de la India parece acompañarnos durante las horas matinales. Vemos en las arboledas tropas de monos colilargos, que saltan entre las ramas ó se deslizan tronco abajo con una curiosidad infantil para ver de más cerca el paso del tren. En cambio, jabalíes, ciervos y gamos huyen de la vía, en ciega carrera que troncha ramas y derriba cuanto encuentra. Los chacales galopan como perros junto á los rieles, pretendiendo seguir nuestro rápido deslizamiento. Esta animación se paraliza en las horas meridianas. Los campos parecen desiertos. Hombres y bestias se mantienen pegados á la sombra de los árboles. Sólo hay vida en la atmósfera. Nubes de mariposas blancas y amarillas se balancean ebrias de calor. Nuestro tren va ascendiendo. No es visible esta subida, pero se nota en la dulzura de la atmósfera, menos asfixiante que en Bombay á orillas del mar, y en el aspecto de la vegetación, más ordenada, más trabajada y útil. Los campos hábilmente cultivados nos hacen pensar en la antigüedad de esta agricultura indostánica, madre de la de Europa. Indos y chinos nos dieron gran parte de los productos que sirven para nuestra alimentación. Pasamos por las capitales de varios principados, cuyos rajás, aunque feudatarios de Inglaterra, mantienen el mismo boato de sus tiempos de independencia. En la estación de Gwalior vemos de lejos el castillo de su soberano, vasta fortaleza que ocupa toda la cúspide de una montaña, con muros pintados de rojo sangre y torres cuyas cúpulas están cubiertas de tejas multicolores. Como vamos á Delhi y Agra, donde existen las famosas fortalezas-palacios del Gran Mogol, no consideramos necesaria la visita á la de Gwalior, abandonada hace muchos años. Sería importante en otro país, pero aquí parece disminuída por sus vecinas. Podemos apreciar desde el tren, al aproximarnos á Delhi, en el amanecer del segundo día, toda su majestad ruinosa. Surgen á lo lejos varias mesetas cubiertas de torres y muros atravesados por arcadas triunfales. En el interior de dichos recintos se alzan palacios, cúpulas, minaretes, todo abandonado... Es el viejo Delhi. En la parte opuesta vemos igualmente poblaciones con baluartes de aspecto ruinoso, grandes templos, torres desmochadas, arcos rotos... También es Delhi. Continúa marchando el tren kilómetros y kilómetros. Pasan ante nosotros mezquitas semejantes á pueblos, campos cubiertos de escombros, mausoleos agrietados, fortalezas partidas y tapizadas de musgo, que sirven de aduares á muchedumbres haraposas, palacios sin puertas entre jardines que tienen la verde melancolía del abandono. Todo es Delhi... Pero aún no hemos llegado al Delhi moderno; nos falta mucho para entrar en él. Como ya dije, no existe en el mundo ciudad alguna que muestre en tan vastas proporciones su grandeza muerta. Nada de esta grandeza tuvo relación con nuestra vida de Occidente. Los apasionamientos y los intereses de su historia fueron ajenos á los nuestros. La Europa no intervino en la primera época de los Grandes Mogoles. Sin embargo, cuando entramos en Delhi, un recuerdo español empieza á tomar forma en mi memoria. El Imperio de los Grandes Mogoles fué la obra de los nietos de Tamorlán. Este guerrero «azote de Dios», espanto de su época, conquistó á Delhi en una de sus incursiones que hacían temblar al mundo oriental, y los únicos embajadores europeos que le visitaron para felicitarle por sus grandes victorias fueron los enviados del rey de Castilla. Tamorlán es una corrupción de Timur-Lank, que significa en mogol «Cojo de hierro». Descendiente de Gengis-Khan, que un siglo antes había sido el espanto de Europa, reorganizó Timur otra vez á los mogoles como máquina de guerra, venciendo á todos los enemigos de su pueblo, no tolerando en Asia ningún soberano que pudiera discutir su autoridad, llevando la destrucción hasta Rusia y Polonia. En punto á horrores, ningún conquistador llegó jamás á superarle. Cuando los sitiados de una ciudad le enviaban miles de niños para inspirarle conmiseración, hacía cargar la caballería sobre ellos, hasta despedazarlos. Otra vez, cerca de Delhi, hizo degollar cien mil prisioneros porque le estorbaban. Dejó detrás de él torres de cráneos, empleando éstos como piedras, con una trabazón de argamasa, para que tan horribles monumentos durasen muchos siglos. Después de prolongar sus correrías sangrientas cinco años y hasta siete, el bárbaro conquistador regresaba á Samarcanda, donde había establecido su capital. Su orgullo y sus conveniencias políticas le hicieron pasar por encima de los escrúpulos religiosos. Aunque musulmán, se puso de acuerdo con el emperador de Bizancio, que le halagaba y le temía, para combatir á sus correligionarios los turcos, haciendo sufrir al sultán Bayaceto una derrota famosa que retardó medio siglo la caída de Constantinopla. Enrique III, rey de Castilla, se quiso procurar una influencia internacional poniéndose en contacto con los grandes monarcas de Asia, personajes casi fabulosos en aquella época, y algunos enteramente fantásticos. Para ello, envió embajadores á los países orientales, ordenándoles que visitasen: «las cortes del Preste Juan, señor de la India Oriental, del soldán de Babilonia, del Gran Turco Bayaceto y del gran Tamurbec, por común nombre llamado el Tamorlán». Dos caballeros de su corte, Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, arrostrando peligrosas aventuras de mar y tierra, llegaron hasta la corte errante de Tamorlán, precisamente cuando acababa el caudillo mogol de dar la gran batalla á Bayaceto, haciéndolo prisionero. El Gran Turco, vencido, fué encerrado en una jaula, sirviendo ésta de poyo al Tamorlán para montar á caballo. Recibió el vencedor á los dos emisarios castellanos con verdadera curiosidad. El monarca español resultaba á sus ojos un soberano interesante por su lejanía, como él lo era para los pueblos occidentales. Deseoso de corresponder dignamente á la embajada de don Enrique, entregó á sus enviados una carta, varias joyas adquiridas en el saqueo del campamento turco y dos circasianas ó griegas pertenecientes al harén de Bayaceto. Estas odaliscas fueron bautizadas en Castilla; una se llamó doña Angelina de Grecia y la otra doña María Gómez. En Sevilla, nobles señores anduvieron alborotados por ambas, escribiendo canciones amorosas en su honor. Doña Angelina de Grecia casó con un rico vecino de Segovia; doña María Gómez acabó por unirse con Payo Gómez de Sotomayor, y las dos dieron origen á una descendencia de guerreros, jurisconsultos y hombres de Iglesia. Animado por el éxito de su primera embajada al Tamorlán, envió el rey de Castilla una segunda, la más notable de las dos por haber dado origen á uno de los libros de mayor interés geográfico que produjo la Edad Media: el _Itinerario de Rui González de Clavijo_. Dicho hidalgo, natural de Madrid, emprendió en compañía de otro caballero y de un fraile el viaje á la corte de Tamorlán, saliendo de España en Mayo de 1403, para volver en Marzo de 1406. Relata Clavijo ingenuamente en su libro la penosa navegación por el Mediterráneo, tan abundante en tempestades y agresiones de piratas para los pobres buques de aquella época; la visita á Bizancio y sus innumerables iglesias; la marcha larguísima por montes y valles á través del continente asiático hasta llegar á Samarcanda, donde encontraron á Timur. Describe las vestiduras y costumbres del fiero conquistador, las ceremonias de su corte, que sólo de tarde en tarde vivía bajo techo, pasando la mayor parte del tiempo en campamentos más grandes que ciudades, y las bárbaras comilongas de unos guerreros de apetito insaciable, que preferían la carne de caballo, devorándola en cantidades inauditas. Cuando llegó Clavijo á Samarcanda ya había sometido Timur á Delhi, avanzando hasta el Ganges, luego de derrotar á cuantos príncipes indos pretendieron impedir sus conquistas. En estas guerras, los monarcas de la India habían hecho marchar contra su caballería tropas de elefantes. Timur, viendo inquietos á sus guerreros por tal novedad, les aconsejó dos medios agresivos: hacer gran estrépito con alaridos y choque de armas para infundir espanto á dichos animales, y en el momento del encuentro partirles de un golpe de cimitarra la punta de la trompa, lo más carnoso y sensible de su cuerpo. Esta táctica dió por resultado la fuga de los elefantes á través de los guerreros indos, poniéndolos en dispersión. Trajo el vencedor á Samarcanda como testimonios de victoria muchos elefantes, y Clavijo relata sus particularidades, por ser entonces poco conocidos en Occidente y atribuírseles un sinnúmero de cosas fabulosas. El hidalgo castellano designa á los elefantes con el nombre de «marfiles», y cuenta cómo el «marfil» va á la guerra llevando en el lomo una torre repleta de flecheros, cómo si recibe una herida grave cura de ella siempre que le dejen de noche á la intemperie, ó muere si lo meten bajo techado, con otras historietas inverosímiles y á la vez curiosas, que demuestran la credulidad y el candor geográfico de aquellos tiempos. Tuvo que volverse á toda prisa la embajada de Castilla por haber ocurrido repentinamente la muerte de Tamorlán, cuando se preparaba á invadir el Imperio chino, empezando las disensiones entre sus herederos. Pero Clavijo logró conversar repetidas veces con el célebre devastador, dando origen tales pláticas á varias anécdotas que luego se contaron en España para halago de la vanidad nacional. «El Tamorlán--dice un antiguo autor español--tenía un anillo con una piedra de tal propiedad, que si alguno decía mentira en su presencia la piedra mudaba de color; y teniendo Rui González de Clavijo noticias de este anillo, hablaba al Tamorlán muchas cosas de la grandeza de España por metáforas, y como lo que le decía era verdad y el Tamorlán veía la piedra en su verdadero color, admirábase de las cosas que oía. »Entre otras, refiere Clavijo haberle dicho que el rey de Castilla, su señor, tenía tres vasallos de tal linaje, que traían á la guerra seis mil caballeros de espuela dorada; esto era por los maestres de Santiago, Alcántara y Calatrava. Que tenía una puente de cuarenta millas en largo, sobre la cual pacían doscientas mil cabezas de ganado, refiriéndose al espacio de tierra que hay donde se esconde el río Guadiana hasta el lugar donde torna á aparecer. Que tenía una villa cercada de fuego y armada sobre agua, por la villa de Madrid, abundosa en fuentes y cercada de un muro de pedernales.» Y así continuaba el embajador castellano sus «metáforas», sin que Timur viese en su anillo el color turbio de la mentira. Después de muerto, las disensiones entre sus herederos favorecieron la guerra de reconquista emprendida por los príncipes indos. Delhi volvió á ser de sus primitivos monarcas; pero un nieto de Timur, que había heredado su talento militar, inició una ofensiva contra aquéllos, obteniendo asombrosas victorias. De este modo empezó el período de los Grandes Mogoles, cuya celebridad fué á la vez odiosa y brillante, por abundar en su dinastía acciones crueles y habilidades notorias para el engrandecimiento del Imperio. Ningún soberano llegó á poseer riquezas comparables á las de los primeros Grandes Mogoles. Estos emperadores mahometanos acumularon todos los tesoros de Asia, lo que les permitió construir sus maravillosos alcázares, que son aún el ornato principal de la India del Norte. Impulsados por su espíritu conquistador á llevar la guerra á través de la península indostánica, desde Cachemira á Golconda, gustaron de vivir, como su ascendiente Timur, en campamentos movibles que tenían apariencia de ciudades populosas, rodeados de un fausto desconocido hasta entonces. Tres palacios de madera, que se armaban y desarmaban con toda facilidad, servían de vivienda al Gran Mogol en sus excursiones. Cada uno de tales edificios era transportado por doscientos camellos y cincuenta elefantes, marchando los tres convoyes con el intervalo de un día, para que de este modo el emperador encontrase siempre un palacio armado, al cerrar la noche, esperando su llegada. La artillería iba delante y á continuación los camellos cargados con el Tesoro imperial. Cien de estos animales llevaban las rupias de oro y doscientos las rupias de plata. Detrás del Tesoro pasaban jaurías de perros y panteras domesticadas para la caza de gacelas y ciervos, así como numerosos toros amaestrados para batirse con el tigre. Ochenta camellos, treinta elefantes y veinte carros servían para el transporte de los libros de cuentas y archivos del Imperio. El agua del Ganges para uso de la comitiva imperial la transportaban cincuenta camellos, y otros cincuenta las provisiones de boca para sólo un día. Cien cocineros cabalgaban en el regio cortejo, y cada uno de ellos estaba encargado de preparar un plato único ó un postre. El guardarropa ocupaba cincuenta camellos y cien carros. Treinta elefantes llevaban solamente á cuestas joyas y armas. Estas últimas eran sables y yataganes de rica labor, que el Gran Mogol regalaba á los principales jefes de su ejército á guisa de condecoraciones. A la cabeza de la artillería y el bagaje, marchaban como vanguardia dos mil zapadores para arreglar los caminos, y otros dos mil á la cola de la enorme columna encargados de borrar las huellas de elefantes, camellos y carromatos. Treinta mil jinetes y diez mil infantes componían la escolta del Gran Mogol. La retaguardia era una muchedumbre de habitantes de las ciudades que seguían al soberano en sus viajes, y domésticos encargados de cuidar los elefantes, camellos y corceles de los señores de la corte. Se escogía siempre para establecer el campo alguna llanura extensa, quedando en el centro uno de los palacios movibles del emperador, rodeado de las tiendas de los magnates, que formaban calles en torno de él. Costaban estos viajes sumas inauditas, mas el Gran Mogol podía realizar cuantos caprichos se le ocurriesen. Los tributos de los veintiún gobiernos sometidos á su autoridad proporcionaban, todavía en el siglo XVIII, mil millones de francos oro, lo que representaría hoy, en el mismo metal, una suma ocho ó diez veces mayor. Sus tesoros se componían de enormes masas de oro y plata, procedentes de sus minas. Nadie tuvo en su poder veneros tan preciosos. El célebre diamante encontrado en Golconda en 1550, que lleva el nombre de «Gran Mogol», fué llevado á Delhi por un caudillo de dicho país que era su tributario. Poseyeron montones de diamantes, todos de primera calidad, y no sabiendo qué hacer de tantas perlas, esmeraldas y rubíes, las incrustaron en los muebles de sus palacios, las cosieron á los cortinajes, adornaron con ellas sus vestiduras, compuestas de las más ricas estofas. El adorno más famoso del palacio de Delhi fué un trono de oro macizo, llamado del «Pavo Real». Tavernier, audaz comerciante de pedrerías, que corrió gran parte de Asia en el siglo XVII, vió este trono, así como otras riquezas del Gran Mogol. Su calidad de experto le hizo ser bien recibido por estos monarcas que poseían las mejores joyas de la tierra. Tenían además siete tronos secundarios, unos ornados solamente de diamantes, otros de diamantes con rubíes, otros de esmeraldas, de perlas, etc. Oportuno es recordar que los tronos orientales son muy anchos, en forma de sofá, para que el soberano pueda sentarse en ellos con las piernas cruzadas. Era el trono del Pavo Real el más grande de todos. Tenía un dosel cubierto de perlas y diamantes. Sobre su remate habían colocado un pavo real de oro macizo, cubierto de piedras preciosas, llevando en su pecho un gran rubí, del que descendía, balanceándose, una perla de cincuenta quilates. Cuando el Gran Mogol tomaba asiento en dicho trono, colocaban ante su rostro una enorme joya transparente, para que su brillo le acariciase los ojos. Doce columnas incrustadas de perlas sostenían el dosel. Otras veces adornaban dicho trono con un loro de esmeraldas, de tamaño natural. Para explicarse el origen de un amontonamiento tan inaudito de tesoros, hay que pensar que los herederos de Timur robaron durante dos siglos á todos los príncipes de la India, despojando además á los templos induístas de cuantas joyas ornaban sus imágenes. Los reyes de Bidjapur y de Golconda, países famosos por sus riquezas, no pudiendo hacer frente á los Grandes Mogoles, compraban la paz entregándoles sus tesoros guardados y los productos anuales de sus minas. Los gobernadores de provincias y los jefes de ejército, enriquecidos por la rapiña, nunca se presentaban en la corte sin llevar por delante presentes valiosísimos. Como todos los grandes Imperios de la Historia, el de los Grandes Mogoles tuvo una larga y triste agonía. En 1730, Nadir Schah, rey de Persia, invadió la Rajputana, avanzando sin resistencia hasta los muros de Delhi. El ejército del Gran Mogol intentó oponerse, pero ya no era el de los nietos de Timar. En un momento fué batido, y Nadir entró triunfante en la capital al frente de sus soldados. Delhi ha conocido las matanzas más enormes de la India. El vencedor persa repitió las terribles hazañas de Tamorlán. En los primeros días respetó á los vencidos. Luego se arrepintió, ordenando el degüello de éstos. Tomó asiento el persa en las gradas de una pequeña mezquita situada cerca de la calle principal de Delhi, y desnudando su sable, se mantuvo inmóvil, como la imagen de un dios vengador. Así estuvo de la mañana á la noche, escuchando sin emoción los alaridos del vecindario asesinado, mirando sin piedad cómo se deslizaba la sangre por el centro de la calle. Un día entero se dedicaron los persas á la matanza, exterminando más de cincuenta mil habitantes de Delhi. Al cerrar la noche, el Gran Mogol y los nobles de su corte vinieron á prosternarse á los pies del vencedor pidiendo misericordia, y sólo entonces se decidió á envainar su cimitarra, cesando con esta señal la horrible carnicería. Después de un castigo tan atroz Nadir Schah abandonó á Delhi, apropiándose como botín de guerra el trono del Pavo Real y todas las riquezas que el Gran Mogol no pudo esconder. Se calcula el valor de lo que se llevó á Persia en más de mil millones. Empezó á acelerarse la decadencia del Imperio mogol después de tan enorme derrota. Los administradores de la Compañía de las Indias acabaron por tomar bajo su protección á estos monarcas que habían sido los más ricos del mundo, y finalmente, al no ejercer autoridad más allá de los muros de Delhi, tuvieron que mendigar las subvenciones de los ingleses. Durante un siglo se esforzó el Gran Mogol por conservar la antigua pompa exterior, pero á través de los restos de su lujo envejecido y polvoriento, sólo se veía debilidad y pobreza. Cuando los ingleses, á mediados del siglo XIX, destronaron al último de ellos por haber favorecido la famosa insurrección de los cipayos, su autoridad ya había muerto mucho antes, y el monarca desposeído no era más que un fantasma. En 1824, Heber, obispo británico, fué recibido aún por el emperador con grandes ceremonias en su palacio desmantelado y robado. Intentaba resucitar el majestuoso lujo de otros siglos con la vana esperanza de que le admirasen los escasos personajes europeos que podían llegar hasta Delhi. Sus cortesanos, decadentes y trémulos, al anunciar la presencia del Gran Mogol y descorrer los cortinajes, gritaban: «¡Aquí viene el ornamento del mundo! ¡He aquí el asilo de las naciones, el soberano de los soberanos, el emperador justo, afortunado y siempre victorioso!» El monarca hizo regalo á Heber de una vestidura de honor, que equivalía á una gran condecoración, y durante la audiencia procedió con la misma majestad que si aún estuviese sentado en el trono del Pavo Real. Para mostrarle nuevamente su afecto, le entregó luego un caballo, é inmediatamente sus cortesanos volvieron á pregonar con voces ruidosas la munificencia de su emperador, «el más generoso del mundo». Terminada la entrevista, estos mismos chambelanes presentaron al prelado inglés dos cuentas de muchas rupias: una por la vestidura de honor, otra por el caballo regalado. El Gran Mogol era pobre y había que pagarle con discreción sus munificencias. Además, todo viajero, al ser presentado á él, avanzaba su diestra envuelta en un pañuelo para ocultar la bolsa de monedas de oro que debía regalarle forzosamente. Hay que añadir que á los visitantes no les era gravosa tal contribución. El agente de la Compañía de las Indias, encargado de conseguir las presentaciones á la corte, era el que lo pagaba todo. Después, este funcionario británico sabía cómo resarcirse con creces de los pequeños tributos al Gran Mogol, administrando los restos de su Imperio. VIII PALACIOS, TESOROS Y TUMBAS Las calles rectas de Delhi.--El ruidoso movimiento de su vía central.--Riquezas y suciedades.--Los joyeros de Delhi y sus maravillosas maletitas.--Prestigio de la moneda americana.--La Gran Mezquita.--El palacio-fortaleza de los Grandes Mogoles.--Mármoles incrustados de joyas.--«Si el cielo ha descendido alguna vez sobre la tierra... es aquí.»--Vestigios de saqueo.--El palacio afeado por los ingleses.--Huída del último Gran Mogol.--Revolución de los cipayos.--Las ciudades abuelas de Delhi.--El minarete de Kutab.--Mausoleos por todas partes.--Un clavo de quince metros.--Cómo el rey Anang-Pal inmovilizó á la serpiente del pecado en las entrañas de la tierra, y después la dejó escapar. El Delhi moderno fué fundado hace cuatro siglos por Sha-Jehan, el Gran Mogol de las magnificencias, constructor de los edificios más célebres de la Rajputana, y lo pobló con una parte de los vecinos del viejo Delhi, cuyos palacios aún se mantienen en pie. Los otros habitantes, por razones de seguridad, se acogieron poco á poco al amparo de las murallas de la reciente población, y así se formó el nuevo Delhi, llamado oficialmente Shajehan-Coul, «Ciudad del rey del mundo». Pero el antiguo nombre de Delhi siguió usándose en las conversaciones y en todos los documentos que no debía firmar el emperador. Esta ciudad musulmana no se parece á ninguna otra de las metrópolis orientales. Sus calles son rectas, largas, de considerable anchura; sus edificios no se componen exteriormente, como en El Cairo ó el viejo Estambul, de muros macizos y uniformes, sin más que alguna pequeña abertura enrejada. Las casas, de varios pisos, tienen amplios miradores, en los que pasan sus habitantes la mayor parte del día. La gran calle central, llamada Chandy-Choqué, es la mayor que se conoce de todas las ciudades musulmanas, con una milla de longitud y una anchura correspondiente á dicha extensión. En los miradores, cuyas celosías están abiertas casi siempre, se muestran los dueños de las casas, magníficamente vestidos, fumando sus largas pipas. Las mujeres, libres de los prejuicios de las otras mahometanas, no temen dejarse ver sin velos, al lado de sus esposos ó padres. Es tan complejo y enorme el ruido de la gran calle de Delhi, que resulta indescriptible. Todos los pisos bajos están ocupados por tiendas y talleres. Cada edificio parece una colmena. La vida industrial y privada se desarrolla en público. Conversa á gritos la multitud; otras veces se pelea y se injuria con el más leve pretexto. Por el centro de la amplia calle discurren los más contradictorios cortejos. Se confunden las manifestaciones de una vida contemporánea de los primeros soberanos de Delhi con los adelantos más recientes de la civilización occidental. Relinchan y caracolean yeguas árabes montadas por jinetes de vestiduras rojas; desfilan rebaños bajo los báculos de pastores medio desnudos y feroces; chirrían las ruedas macizas de las carretas; y á este estrépito de circulación antigua se unen las bocinas de los automóviles y el trotar de la caballería británica, mandada por oficiales de casco blanco. Los repujadores de cobre golpean el metal con sus martillos ante las puertas de sus tiendas. Todo establecimiento tiene el taller en su entrada, y en este taller sólo se ven dos ó tres obreros, á más de un mahometano viejo y silencioso que fuma con las piernas cruzadas, fijas sus pupilas en los que trabajan. De vez en cuando se espantan caballos y rebaños. Es un elefante que llega y se asusta á su vez del pavor que difunde ante sus pasos, retrocediendo con la trompa alta, dando bufidos. Gruñen camellos, alarmados por los ruidos de la ciudad, que les sorprenden después de un viaje á través de arenales desiertos. Corren repentinamente los transeuntes para engrosar un corro del que surgen rugidos feroces. Unos hombres de la montaña llevan con bozales, como si fuesen perros, leopardos y tigres amaestrados para cazar gacelas ó pelearse con bestias de su misma especie, ofreciéndolos á los aficionados á tales deportes. Grupos de músicos ambulantes hacen sonar agudos caramillos ó rascan violas campestres. Penden de puertas y ventanas cortinas de diversas tintas. Los miradores tienen esterillas de junco policromas, y en las azoteas están puestas á secar vestiduras y gasas, azules, amarillas, verdes, violeta, lo que da á muchos edificios aspecto de buques empavesados en día de gran fiesta. Esta es la parte hermosa y brillante de la ciudad; pero Delhi, como todas las poblaciones orientales, tiene un reverso, incómodo y repugnante. Bodegones y pastelerías, con sus hornillos al aire libre, atraen nubes de moscas. Todo vecino respetable lleva tras él un servidor encargado de mover un abanico enorme para espantar los insectos. Fuera de las calles principales, el piso es de tierra suelta, levantando camellos y caballos bajo su paso una niebla rojiza. Huelen las mujeres á almizcle y jazmín, pero este perfume constante se confunde con el hedor rancio de los alimentos guisados en plena calle, de las pieles adobadas, de los velos recién teñidos. Muchos de los comerciantes de Delhi carecen de tienda y venden sus mercancías en plena calle, pregonándolas á gritos. En bazares de aspecto modesto ve el visitante extenderse ante sus ojos las producciones más diversas del planeta. Dentro de la misma tienda le ofrecen chales de Cachemira y trajes de lana tejidos en Inglaterra; corales del mar Rojo, ágatas de Guzarata, piedras preciosas de Ceilán, gomas y especias de Arabia, agua de rosas de Persia, relojes fabricados en Suiza, perfumes de París, conservas de la China, salsas británicas. Cuando se celebran en Delhi ferias de animales, los compradores encuentran caballos de diversas partes del mundo, elefantes, camellos, búfalos, toda clase de perros, gatos y monos, leopardos, osos, ciervos de las más variadas especies, y sobre todo, tigres, desde los recién nacidos, con toda su gracia inquietante de cachorros feroces, hasta la bestia majestuosa y sanguinaria que ostenta el título de tigre real. Los orfebres de Delhi son famosos, y á sus bordadores los aprecian en todo el Oriente. La ciudad de Cachemira, relativamente próxima, exporta á Delhi gran cantidad de chales de preciosa lana, y estos bordadores-artistas los realzan con adornos de oro y plata, siendo después de tal operación muy buscados por los naturales del país. Las mujeres de Cachemira se trasladan á Delhi para trabajar en sus talleres. Se las conoce por ser más altas y opulentas en carnes que las del resto de la India. Llevan sobre el velo un turbante, y en sus movimientos tienen cierta voluptuosidad, que las distingue de las otras, enjutas y con aspecto escurridizo. Una nube de joyeros cae sobre los hoteles de la ciudad así que les avisan la llegada de excursionistas occidentales. Son indostánicos todos ellos, vestidos de blanco, á la europea, con un gorrito negro y redondo. Parecen empleados de hotel, y sólo se diferencian de éstos por las maletas de cuero que sostienen con cierta negligencia, como si contuviesen objetos sin valor. Se sientan sobre el mármol del _hall_, abren dichas maletas y empiezan á mostrar maravillas deslumbrantes, cual si fuesen magos capaces de extraer de las entrañas de la tierra los más inauditos tesoros. La joyería oriental, de más aparato y brillantez que la de nuestros países, sin duda porque en la India los hombres usan más alhajas que las mujeres, tiene una bizarría ostentosa de adorno guerrero, un esplendor semejante al de las condecoraciones y los uniformes. Estos mercaderes de _Las mil y una noches_, con rostro de canela y trajecito blanco, nos enseñan, puestos en cuclillas, collares de perlas enormes, divididos en cinco ó seis ristras y alternados con esmeraldas y zafiros; flores de brillantes que tienen en su centro corolas de otras piedras preciosas; penachos de garza para remate de turbante, sostenidos por joyeles que centellean como un astro sobre el terciopelo de la noche; alhajas todas ellas de rajás para días de gran gala. Estos vendedores circulan por las calles de la antigua capital del Gran Mogol llevando con descuido sus maletillas de cuero rojo, que en una de nuestras metrópolis civilizadas les pondrían en peligro de morir asesinados. Fingen la confianza y la generosidad mentirosa de los orientales al ofrecer sus artículos. Se diría que piensan regalarlos. Entregan uno de los collares de príncipe asiático á cualquiera de las viajeras y la aprietan ambas manos como si temiesen que fuera á rehusarlo. --Quédatelo--suplican con su tuteo tradicional--. Es para ti. Me darás lo que quieras. Admiran ciegamente dichos mercaderes de leyenda á un pueblo del que han oído contar las más inauditas riquezas: los Estados Unidos. Todos los que vienen de allá sólo pueden ser multimillonarios... Como estoy rodeado de señoras en su mayor parte norteamericanas, un joyero me toma por marido de una de ellas, á la que pretende vender un collar de nabab. Sus cortesías y sonrisas son enteramente para mí. Me trata con la confianza que inspira un amigo antiguo, y al mismo tiempo me venera, viendo en mí á uno de los magnates del otro lado del mar. --Sacas el cuaderno de cheques--me insinúa con acento persuasivo--y pones una firmita... una nada más. Treinta mil dólares... pero en moneda americana. ¿Qué te cuesta eso? ¡Es tan poco para ti! Y todos ellos parecen ingenuamente asombrados al ver que transcurren las horas sin que nadie saque el cuaderno de cheques y firme por la insignificante suma de treinta mil dólares. El edificio de mayor magnificencia dentro de la ciudad es la Gran Mezquita, construída sobre una roca, y á cuya plataforma se llega por dos amplias escalinatas. Después de la famosa mezquita de la Meca, la _Djemma Masjid_ de Delhi es la más importante del mundo musulmán. Toda su meseta y el patio enorme tienen un pavimento de mármol, y en el centro se abre un estanque alimentado por una fuente. La mezquita es de granito rojo, como el palacio del Gran Mogol, con fajas de mármol blanco intercaladas, combinación bicolor que parece aligerar su masa enorme. Al pie de la meseta existe durante el día una especie de feria, con el movimiento, los gritos y la curiosidad vagabunda de toda muchedumbre oriental. En el graderío de las escalinatas se sientan los mendigos, y en la plataforma del templo, sobre el mármol caliente, duermen los viajeros ó permanecen erguidos en la inmovilidad de la plegaria. Durante el Ramadán, á las horas de oración, resalta un espectáculo emocionante--según relatos de los que lo presenciaron--ver miles de creyentes, en filas simétricas, sobre este vastísimo enlosado blanco, prosternándose á un tiempo y volviendo á levantarse con los brazos extendidos, las manos abiertas, la mirada extática. La devoción musulmana ha esparcido en los alrededores de la ciudad numerosas tumbas, que parecen construídas únicamente para regalo del viajero. Los creyentes ricos y caritativos prolongan su generosidad más allá de la muerte. Todos dejan una manda en su testamento para abrir un pozo, elevar una fuente y plantar árboles junto á su propio sepulcro, considerando obra pía dar un poco de sombra y de frescura á los que caminan por esta tierra ardiente. Entre Delhi y Agra, las dos capitales del antiguo Imperio del Gran Mogol, siguiendo la ribera derecha del Jumna, río de ambas ciudades, cada diez millas se encuentra un pozo, cuya perforación pagó la bella princesa Nour-Jehan. Una ruina curiosa, que estuvo hasta hace poco fuera de Delhi y ha quedado ahora rodeada por el ensanche de la ciudad, es el Observatorio astronómico, construído á principios del siglo XVIII por uno de los Grandes Mogoles. Todavía existen dos circos de piedra y unas escaleras, cada una de setenta peldaños, á cuyo final estaban las plataformas desde las cuales observaban los astrónomos del emperador las rotaciones de los planetas y las fases de la luna. Este Observatorio, que sólo puede ser comparado con las retortas de los alquimistas, fué en otros tiempos el establecimiento científico más importante de la India, ordenando, reinos y principados, sus almanaques y ceremonias religiosas de acuerdo con las tablas astronómicas redactadas aquí. En realidad, el edificio más importante de la capital es el castillo que guarda en su interior el palacio de los Grandes Mogoles. Muchos viajeros, para describir su grandeza, lo comparan con el Kremlín de Moscou. Es una ciudad aparte junto á Delhi, con dobles murallas de granito rojo y torres rematadas en cúpula. Como demostración de las enormes dimensiones de este palacio fortificado, basta decir que en sus cuadras había espacio para diez mil caballos. Estas cuadras son ahora cuarteles de las tropas indostánicas al servicio de Inglaterra. Además de los caballos de su guardia, tenían los descendientes de Tamorlán dentro del palacio numerosos elefantes de lujo que figuraban en sus majestuosos cortejos y otros á los que habían amaestrado para la pelea, batiéndose entre ellos en los fosos de la fortaleza ó entablando combates singulares con tigres. La antigua residencia de los Grandes Mogoles ha sido transformada y afeada por los ingleses al establecer en Delhi la capital de toda la India. En los jardines, al lado de palacios y kioscos de mármol maravillosamente cincelado, se encuentran edificios sin estilo, cubos de albañilería con ventanas cuadradas, que ocupan las oficinas del virrey y sus consejeros. Atravesamos las murallas color de vino, siguiendo el suelo pendiente de una portada que es un verdadero túnel. Tan profundo resulta el espesor del muro, que en mitad del pasaje abovedado hay un patio á cielo abierto, para que la luz disipe su lobreguez. Más allá encontramos otra muralla con un nuevo túnel, y en las dos galerías se abren puertas laterales y profundas que dan acceso á las antiguas dependencias del palacio imperial. Por aquí entraban, montados en elefantes con gualdrapas rojas, los viajeros privilegiados que el Gran Mogol quería recibir. Aquí desfilaban los cortejos de los grandes personajes, trémulos de emoción al pensar que iban á verse en presencia de su amo el emperador. Esclavos medio desnudos y armados con puñales les precedían gritando su nombre, y ellos, tendidos en un palanquín, precedían á su vez á los dromedarios y elefantes cargados de presentes para el más poderoso de los soberanos de la India. Toda visita al Gran Mogol era, como ya dijimos, una entrega de regalos, cuya valía estaba graduada por la importancia del visitante. Los saludos al monarca resultaban interminables. En ningún país llegó á tales exageraciones la cortesía oriental. Todo el que hablaba al Gran Mogol, funcionario, visitante ó simple doméstico del palacio, antes de exponer su deseo, empezaba por decir: «Sol de la felicidad y del poder; esplendor de la magnificencia imperial; perla única del mar de la soberanía; estrella del cielo del Imperio que brilla con incomparable esplendor, cuyo estandarte es el sol y cuyo satélite es la luna; emperador que desciendes de una larga raza de reyes; sombra de Dios, triunfador siempre de las batallas...» Y así continuaba, considerándose dichoso si podía inventar y añadir una nueva hipérbole á la letanía de saludos. Ahora, en las poternas del palacio sólo se ven soldados _sikhs_ de barba negra y turbante gris, ó suboficiales británicos que leen periódicos de Londres sentados ante el cuerpo de guardia, con aspecto nostálgico, pensando en la isla lejana. Todo lo que del antiguo palacio queda aún en pie está en los jardines, dando sus ventanas y galerías sobre una llanura algo yerma y abundante en paredones derruídos que corta el Jumna con serpenteos de metal blanco. Este palacio, como la Alhambra y todas las construcciones musulmanas, consta de un piso único, y sólo excepcionalmente algunos de sus pabellones poseen un piso superior, de techo muy bajo. Mas en Granada y otras ciudades de Asia y África, el arquitecto mahometano tuvo que levantar sus construcciones empleando como únicos materiales el yeso, el alabastro, alguna que otra columnilla de mármol ó jaspe, y sobre todo el azulejo, principal elemento decorativo. Generalmente, la llamada arquitectura árabe es brillante y al mismo tiempo pobre y frágil. Dispusieron los Grandes Mogoles de mármoles en abundancia, y sus edificios de Agra, Delhi y otras ciudades de la Rajputana son de esta rica piedra, empleándola hasta en techumbres y cúpulas. El mármol con transparencias de gema preciosa reemplaza al metal en dichos monumentos. Las celosías de puertas y ventanas, las verjas que rodean tronos, baños y tumbas, son también de mármol tan primorosamente trabajado, con tantas ramificaciones y flores, que parecen telarañas pétreas, filtrándose una luz suave á través de sus innumerables orificios. Los metales preciosos y las joyas de sus tesoros los reservaron estos monarcas para incrustaciones en las paredes. Necesitaron animar la blancura láctea del mármol para que no resultase uniforme y frío, y esparcieron una flora de ensueño en los salones de su palacio. Desde el pavimento á un tercio de los muros fueron remontándose las varillas de una vegetación creada por orfebres. Estas varillas eran de oro, con hojas de esmeraldas y otras piedras preciosas. Al final se abrían las flores, unas redondas como las rosas, con pétalos de rubíes y granates; otras blancas, lirios y azucenas, con puntiagudos cogollos cubiertos de brillantes, mientras corrían por las cornisas nuevas guirnaldas de esta jardinería inverosímil. Sólo quedan ahora los moldes de tales esplendores, nunca vistos después. Los soldados del conquistador persa rompieron con las puntas de sus cimitarras una primavera que parecía eterna, de gemas y de oro, ocultándola en sus sacos de piel de camello. Fué el botín menudo de la horda vencedora. Su jefe se llevó el trono y las joyas más célebres del Gran Mogol. Todavía se ven en los muros de mármol las huellas de estas plantas incrustadas, cada una de las cuales valía una fortuna. En algunos de los bajos relieves, el perfil se mantiene limpio, y hasta queda en el fondo de la oquedad un resplandor metálico, recuerdo del oro que lo cubrió. En otros, la piedra está rota, con rudas muescas que revelan el esfuerzo de los saqueadores. Pasamos de salón en salón, con una mezcla de respeto admirativo y de lástima. Recuerdo la frase vanidosa y justa que los constructores de este palacio grabaron en lengua persa sobre el trono del Gran Mogol. «Si el cielo ha descendido alguna vez á la superficie de la tierra, es aquí, es aquí, es aquí.» El palacio de Delhi fué cielo esplendoroso para sus dueños durante una centuria ó dos. Ahora parece un jardín tronchado y barrido por el huracán. Hay puertas que aún guardan en sus cuarterones vestigios de oro junto á los huecos ocupados antes por gemas preciosas, pero se hallan torcidas sobre sus goznes ó penden solamente de uno de ellos, sin que nadie se cuide de repararlas. Un arroyo con riberas de mármol pasa de salón en salón. El fondo de su lecho, cincelado en forma de ondas, debió proporcionar una sonrisa rumorosa á las aguas cuando corrían por el interior del palacio, en las tardes veraniegas. Los caños están obstruídos ó rotos desde hace machos años y el viento ha depositado una línea de polvo detrás de cada arruga marmórea del arroyo. Primeramente vemos la sala del Diván, donde recibía el Gran Mogol á dignatarios y solicitantes, teniendo acurrucado á sus pies al primer ministro, encargado de contestar por él. Es toda roja, color de vino, así como la escalinata que sube hasta el estrado de mármol del emperador. Encima hay unos mosaicos que representan á Orfeo rodeado de fieras, trabajo florentino de alguno de los artistas vagabundos y renegados que de aventura en aventura llegaban hasta Delhi para ofrecer sus servicios al Gran Mogol, famoso en toda la tierra por sus riquezas. En otro salón, el de las grandes recepciones, guardan los muros en su parte alta rótulos dorados árabes y persas. La parte baja conserva las huellas tristes del jardín de oro y piedras preciosas, destrozado y robado por los invasores. En el centro está la mesa de mármol que servía de base al trono del Pavo Real. Como en todos los palacios orientales, se entremezclan aquí la voluptuosidad, los esplendores de un lujo majestuoso y las crueldades del despotismo. Arriba se asombra el visitante al encontrar tanto salón con adornos de oro, tanta galería cuyos arcos tienen una delgada lámina de mármol á modo de cristal, que da á la luz ambarinas transparencias, tantos baños en voluptuosa penumbra, con un ambiente hermético y tibio que parece oler á carne de odalisca ungida con jazmín, y cuyas cúpulas filtran un resplandor sonrosado, semejante á la coloración de las desnudeces femeninas. Abajo hay mazmorras donde los soberanos de Delhi encerraban para siempre á sus enemigos, gozándose en escuchar durante sus magníficas fiestas los profundos lamentos de estos vivos sepultados; pozos con fondo de puñales ó de reptiles venenosos; galerías subterráneas que iban hasta el Jumna, permitiendo á todas horas un escape rápido y secreto de este palacio de esplendores y atrocidades. Se muestran los jardines tan abandonados como el palacio. Sólo se encuentra en ellos una vulgar floración roja y amarilla, y en algunos rincones grupos olvidados de violetas. Se puede abarcar visualmente desde estos jardines una parte nada más del extenso palacio: pabellones con cúpulas blancas, tan prolongadas que casi forman un círculo, siendo á modo de bulbos partidos en su base, sobre los cuales se yerguen flechas de oro empañadas por el tiempo. Todas estas cúpulas se sostienen sobre unas columnas tan esbeltas que su equilibrio parece algo milagroso. La barbarie del dominador actual revela menos violencia que la del persa, pero no es menos ciega. Entre los salones de mármol y la magnífica puerta roja de la muralla que da acceso al palacio, han levantado los ingleses una especie de cuartel, que corta la antigua perspectiva y disminuye el encanto de lo que aún queda en pie. Hay ahora en los jardines del Gran Mogol antenas de telegrafía inalámbrica, y cada vez que las oficinas del virrey necesitan un local nuevo, lo construyen, sin preocuparse de si con dicha obra anulan un punto de vista. Los dominadores británicos parecen ignorar la terrible discordancia que representa un edificio de ladrillo amarillento, sin ningún ornato artístico, junto á salas de mármol cuyas ventanas tienen celosías maravillosamente caladas en la misma piedra. Los mahometanos de rostro impasible no parecen enterarse de tales profanaciones, que deshonran la mansión de sus antiguos emperadores. La visitan con frecuencia, sin duda porque esto les reconforta interiormente, haciéndoles evocar los tiempos de grandeza nacional. Encontramos varios grupos de ellos contemplando las huellas de las flores robadas, la mesa donde estuvo el trono del Pavo Real y la Mezquita Perla. Para no tener que ir hasta el centro de la ciudad, donde está la mezquita principal, el Gran Mogol hizo construir en su palacio otra pequeña, toda de mármol blanco, pero de tal pureza y brillo que parece el interior de una caracola marina, y por eso le dieron el citado nombre. En ella estaba la gran joya colgante y transparente que robó el soberano persa. Todavía permanecen fijos en la cornisa los ganchos que servían para sostener una enorme red de oro con flores de perlas cada vez que el emperador visitaba la mezquita para hacer su plegaria. También el techo del salón del trono, que ahora es de madera dorada, fué de plata maciza hasta la invasión y saqueo de los persas. Se tropieza por todas partes en este palacio con el recuerdo de los tesoros que amontonaron los nietos de Tamorlán. Pero el guía, como triste resumen de tanto esplendor, nos muestra una ventana: --Por aquí escapó el último Gran Mogol. El lector conoce indudablemente la famosa sublevación de los cipayos, que puso en peligro la dominación inglesa, en 1857. Vivía entonces el país regido aún por los directores de la célebre Compañía de las Indias. Este gobierno mercantil realizaba el prodigio de mantener sometida á la inmensa península indostánica con sólo varios miles de soldados ingleses, núcleo de otro ejército más grande compuesto de soldados indígenas, á los que llamaban cipayos. Una conspiración lenta de indos audaces fué preparando la rebeldía de los batallones de cipayos. Además explotaron las supersticiones religiosas, afirmando que Inglaterra, por desprecio á los hijos del país, daba á los soldados de religión brahmanista cartuchos untados con manteca de vaca y á los mahometanos cartuchos con grasa de cerdo. Como entonces, para cargar el fusil, había que morder el cartucho, representaba esto un ultraje sacrílego para unos y otros. La mayor parte del ejército indígena se sublevó contra los ingleses, viéndose éstos próximos á perder su inmenso dominio. Afortunadamente para ellos, pudieron conservar á su lado á los _sikhs_, valerosos soldados de Lahore, los mejores de la India. Delhi fué el centro de la insurrección. Como los sublevados necesitaban un personaje tradicional para agrupar en torno á él su resistencia, escogieron al último Gran Mogol, pálida sombra de su dinastía, pobre fantasma histórico. Desde muchos años antes había muerto. Su autoridad no llegaba más allá de los muros de Delhi. Cuando el general en jefe de las tropas inglesas de la Compañía le visitó por primera vez en 1824, y al entrar en el salón del trono tomó asiento tranquilamente frente á él, tratándolo como á un igual, el heredero de Timur no pudo contener su emoción, y lloró pidiendo una muerte inmediata, para no conocer más tal afrenta. Aún guarda Delhi recuerdos de la terrible guerra de los cipayos. Las puertas de Cachemira y de Lahore tienen su granito rojo perforado por huellas profundas de bomba y viruelas de fusilería. Cerca de una de estas puertas existe una iglesia, donde los ingleses, sorprendidos por la insurrección, se refugiaron con sus mujeres é hijos, batiéndose desesperadamente. La estatua de un general británico perpetúa el glorioso tesón con que se defendió muchas semanas, aislado, sin esperanzas de auxilio, contra todo el país en plena revuelta. Cometieron los cipayos con sus prisioneros las atrocidades de todas las muchedumbres primitivas, ansiosas de celebrar su libertad con venganzas. La disciplina de los ingleses y su método tenaz acabaron por vencer la resistencia de un ejército feroz y desorganizado. A su vez, los vencedores, para infundir el respeto del miedo, mostraron una crueldad fría en el castigo de los vencidos. Muchos insurrectos fueron amarrados á las bocas de los cañones británicos, ordenándose el disparo de éstos á continuación. Cuando las tropas inglesas tomaron por asalto la ciudad, el pobre Gran Mogol, figurón decorativo que los rebeldes no habían consultado nunca, creyó necesario huir, y con el auxilio de varios domésticos se deslizó por esta ventana, yendo á refugiarse en uno de los mausoleos imperiales que tanto abundan cerca de Delhi. Los vencedores lo encontraron en su tumba-refugio, y el primer virrey de la India, que acababa de reemplazar á la famosa Compañía, lo despojó para siempre de su majestad tradicional, deportándolo á Birmania, donde se fué extinguiendo, enteramente olvidado. Las numerosas ciudades muertas de las cuales es nieta la Delhi actual cubren toda la llanura de templos y mausoleos, cuya piedra ha roído el sol más que las lluvias. Resultaría interminable hablar de las ocho ó nueve ciudades indostánicas ó musulmanas que han venido sucediéndose en las riberas del Jumna. La más cercana históricamente, ó sea el antiguo Delhi, guarda aún las murallas de su fortaleza central, que es casi tan grande como el último palacio de los soberanos mogoles. De los profundos arcos de sus puertas cuelgan panales cónicos de avispas. Sus primitivos jardines y plazas de armas son ahora praderas naturales. Los muros, que aún conservan sus fajas rojas y blancas, tienen fuentes de azulejos que hace siglos olvidaron la frescura del agua. En los claustros de muchos palacios sin techo cuelgan hiedras y otras plantas trepadoras salidas de las murallas, con racimos de flores bermejas. Kutab figura como la más famosa y monumental de las ciudades anteriores á Delhi. Hace más de dos mil años la fundaron monarcas de religión brahmanista, y en ella se establecieron los primeros conquistadores musulmanes. Su monumento más célebre es un minarete de cinco pisos altísimos y de longitud desigual, acanalado de la base á la cima, como un manojo de bambúes colosales, sin zócalo alguno y adelgazándose según se remonta. Este haz figurado de cañas parece sostenerse gracias á unos aros de piedra con inscripciones en relieve. Los balconajes de sus cinco mesetas se apoyan en ligeras consolas. El minarete de Kutab, la más audaz de las torres existentes, fué levantado por uno de los primeros soberanos musulmanes de Delhi para celebrar el triunfo del Islam sobre el brahmanismo. Su escalera consta de varios centenares de peldaños, y desde su último balcón puede abarcarse la llanura, asiento de tantas ciudades, viéndose palacios, nuevos palacios, más palacios, y todos ellos son tumbas... siempre tumbas. Innumerables reyes se sucedieron en el mismo alcázar-fortaleza, sin modificarlo, ó agrandándolo cuando más con alguna construcción anexa. En cambio, cada uno de ellos necesitó construirse una tumba aparte, rivalizando en magnificencia con sus antecesores. La hora meridiana está próxima, y desde lo alto del minarete rojo y acanalado parece que estas innumerables construcciones sean todas de cartón. La excesiva luz solar ha dejado inánimes palacios y jardines. Es en el atardecer cuando esta Naturaleza despierta, adquiriendo relieve y vida. Al salir del minarete de Kutab pasamos bajo algunos pórticos aislados. El mármol, con la pátina del sol, tiene color de oro. Unas portadas ostentan inscripciones islámicas; en otras, más antiguas, la lengua empleada es el sánscrito, con figuras de dioses y hembras celestiales. Dentro de un mausoleo vasto como un palacio vemos la tumba de cierto Gran Mogol que exigió ser enterrado bajo la bóveda del cielo. Para cumplir su voluntad, la sala carece de techo, mientras los muros guardan trazas de pinturas ostentosas. Otro mausoleo contiene los restos de una hija de emperador que pidió «dormir su último sueño bajo la tierra común, de la que surge la hierba en primavera». Los padres de la poética princesa, para no contrariarla y respetar al mismo tiempo su rango después de la muerte, colocaron en la parte superior del sepulcro una jardinera de mármol, en la que crecen hierbas y flores. Más allá encontramos la tumba del poeta Kushru, siempre cubierta de guirnaldas frescas. Este tributo lo renuevan fielmente las generaciones que vienen repitiendo sus versos hace mil años. En cambio, muchos sarcófagos de emperadores se muestran en completo abandono y las salas mortuorias sólo de tarde en tarde son holladas por los viajeros, sirviendo de refugio á buitres y lechuzas. En las cercanías del minarete de Kutab existe un templo de pilastras cuadradas que parecen hechas con dados superpuestos. Sus cuatro superficies han sido cubiertas de innumerables figurillas y lianas entrecruzadas, con la profusa minuciosidad de los escultores indostánicos. Frente á este templo se levanta una columna de hierro que tiene ocho metros de altura y otros siete hundidos en el suelo. Esta aguja de quince metros fué erigida en el año 317 de nuestra era, cuando gran parte de Europa no sabía trabajar el hierro y las naciones más adelantadas eran incapaces de fundir una pieza tan enorme. La inscripción grabada en ella dice que la erigió el rey Dhaba, adorador de Visnú, para conmemorar una de sus victorias. En torno hay siempre grupos de musulmanes que ignoran el verdadero significado de tan original monumento. Según ellos, todo el que se coloca con la espalda apoyada en la columna y, echando los brazos atrás, llega á juntar las manos abarcando su redondez, tiene derecho á que la suerte le conceda un don valioso. Los que profesan la religión induísta atribuyen una leyenda á dicha columna, haciéndola llegar á las entrañas más recónditas de la tierra. Su verdadero autor es, según ellos, el rey Anang-Pal, que quiso purificarse de sus faltas y librar al mundo del pecado. Siguiendo los consejos de un santo bracmán, encargó á varios gigantes fundidores la construcción de este clavo larguísimo para hundirlo en la tierra hasta atravesar con su punta á la serpiente Sechnaga, que soporta al mundo sobre su lomo. Algunos escépticos se negaron á creer en la esclavitud del monstruo, y el rey, para convencerles, ordenó que extrajeran el colosal punzón, viéndose su extremo enrojecido por una gran mancha de sangre. Volvió el clavo á perforar la tierra, pero la bestia, ya escarmentada, había huído para que no la cautivasen otra vez. Este fracaso anunció la próxima ruina de la dinastía de Anang. Y la serpiente, libre del barrote puntiagudo que la tuvo sujeta en las entradas de nuestro globo, continúa su obra maléfica, corriendo el mundo para esparcir el pecado. IX EL TAJ-MAAL Shah-Jehan, el Gran Mogol de las obras maravillosas.--Riquezas del palacio de Agra.--El místico monumento del amor.--Historia de Shah-Jehan y su esposa Arjumand Banu.--Romántico final del emperador artista.--Una montaña blanca de mármol sobre la tumba de dos enamorados.--El Jardín del Taj-Maal visto de día.--La ruinosa ciudad de Sikandra y el subterráneo de Akbar «el Victorioso».--Prestidigitadores, mercaderes y faquires ante la terraza del hotel.--El Taj-Maal bajo la lluvia láctea de la luna.--Voces acuáticas en la noche.--Y este prodigio se repetirá para otros en el curso de los siglos... y yo no lo veré más. De los descendientes de Tamorlán, el más famoso fué Akbar, conquistador de gran parte de la India. Nunca se vió tan poderosa y respetada la dinastía de los Grandes Mogoles como bajo su reinado, y la residencia favorita de Akbar «el Victorioso» fué Agra. Gracias á esta predilección y á la actividad constructora de su nieto Shah-Jehan, el emperador artista, Agra rivalizó en el siglo XVII con Delhi, y hasta la sobrepasó al ser erigido en sus alrededores el célebre monumento fúnebre llamado Taj-Maal. Actualmente, el palacio-fortaleza de los Grandes Mogoles en Agra se conserva mejor que el de la antigua metrópoli del Imperio. Los ingleses no han instalado en él centros administrativos, como en la capital del virreinato, dejando á jardines y pabellones su melancolía de alcázares abandonados, algo ruinosos, pero sin aditamentos anacrónicos que los deshonren. Las mezquitas y las calles de la ciudad conservan igualmente gran parte de la fisonomía que tuvieron hace tres siglos. Los vecinos de Agra viven más apartados de la influencia inglesa que los de Delhi. Fuera de la ciudad existe un barrio puramente británico, como ocurre en todas las metrópolis importantes de la India. Es el llamado «campamento», donde se aglomeran los cuarteles de la guarnición, los edificios ocupados por las autoridades y los hoteles. Como la fortaleza-palacio de Agra fué olvidada por los ingleses, su exterior revela ruina y abandono, más que la de Delhi, pero al mismo tiempo evoca con mayor intensidad la época esplendorosa de los soberanos mogoles. Los fosos están llenos de agua verde. En su doble muralla rojiza, las almenas de forma ojival y los remates de los palacios muestran hondas roeduras del tiempo, pero no han sufrido ninguna profanación. Las fachadas, partidas por fajas horizontales de rojo tostado y amarillo sombrío, tienen como remates cúpulas blancas y doradas. Sobre cada almena hay un cuervo que grazna como si conversase con sus otros congéneres alineados sobre los aleros. En lo alto de las portadas se agitan familias de monos, que parecen dar la bienvenida al visitante con sus cabriolas y chillidos. Por las planicies enlosadas inmediatas á las puertas corretean ardillas ó saltan confiadamente bandas de pequeños pájaros buscando briznas para los nidos que fabricaron en lo alto de las murallas. Ninguno de ellos huye ante el paso del hombre. Se dejan agarrar inocentemente, como si su instinto defensivo ignorase la maldad humana. El respeto de los indostánicos para todos los seres vivientes ha acabado por suprimir, en el curso de los siglos, la alarma natural de los animales. Tiene la fortaleza de Agra una Mezquita Perla, más famosa que la de Delhi, la _Moti Masjid_, levantada por Shah-Jehan. El nombre de este Gran Mogol suena inevitablemente en todos los lugares interesantes de Agra. Él mandó construir los mejores salones del palacio, las mezquitas y tumbas más ostentosas de los alrededores, y sobre todo, el Taj-Maal. Hasta el trono del Pavo Real, empezado siglos antes, en tiempos de Tamorlán, recibió de él su forma definitiva. Pasó la existencia construyendo, llevando á la realidad todos sus ensueños de déspota sentimental y poético. Al principio disipó alegremente las riquezas atesoradas por los Grandes Mogoles; en los últimos años de su vida, su hijo y sus cortesanos se sublevaron contra él, asustados de tanta prodigalidad. La Mezquita Perla de Agra no asombra como la Gran Mezquita de Delhi á causa de sus enormes proporciones. Es bella por su simplicidad y la armonía de sus diversas partes; toda ella de mármol, pues Shah-Jehan no empleó otra materia en sus obras. Sólo tiene tres muros, y el frente principal está abierto, apoyándose su techumbre en las pilastras de los arcos, múltiplemente trebolados. Estas pilastras son de una sola pieza, y resulta difícil explicarse cómo pudieron ser extraídas de las canteras masas tan enormes y de tan armónicas formas, sin una grieta, sin una muesca reveladora del colosal trabajo que les dió vida, y las trajo hasta aquí. Frente al espacio abierto de la Mezquita Perla se extiende un gran patio, que tiene una pila de abluciones en el centro. Como el edificio fué construído con su fachada al Oriente, en el momento que lo visitamos proyecta el sol matinal sobre su pavimento blanquísimo las fajas de sombra algo oblicuas de sus pilastras y sus arcos lobulados. Después vamos avanzando de salón en salón por el palacio de Shah-Jehan. No hay aquí azulejos ni alicatados de alabastro, como en otros monumentos musulmanes. Todo es mármol, siempre mármol. Los Grandes Mogoles no admitieron otro material constructivo. El signo de Salomón se repite en las portadas, como si fuese el sello de la dinastía mogola. Sólo un patio de estilo indostánico está pintado de rojo. El resto del palacio es blanco, con vegetaciones de mármoles policromos y metales. En algunos sitios vemos huellas de flores de joyería, como las de Delhi, que también fueron robadas. Influenciado Shah-Jehan por la lejana arquitectura de Occidente, construyó algunos de sus pabellones con dos pisos. La fama de su corte atrajo á varios artistas vagabundos de Europa, arquitectos y pintores, entre ellos un renegado, Agustín de Burdeos, que trabajó en este edificio y tal vez en el Taj-Maal. Los pisos altos tienen balconajes de piedra. El ala del palacio dedicada á las mujeres guarda aún intactas sus galerías superiores, dando sobre un gran patio cuadrado. Todos los joyeros de la India venían en determinados días á exponer sus tesoros sobre el suelo de este patio, y las esposas y favoritas del Gran Mogol, asomadas á los ventanales, examinaban de lejos sus alhajas, designando las que eran de su agrado para que las adquiriese el emperador. Los baños conservan su techo de bronce. Las paredes de mármol están vaciadas, brillando láminas de cristal á través de los complicados dibujos de su blonda pétrea. Caminamos por la primera sección de unos subterráneos, cuyas escaleras bajan hasta el río. Estas galerías de escape servían á los déspotas magnificentes para vivir algunas horas en humilde incógnito, bajando disfrazados á la inmediata ciudad; pero hace muchos años que fueron cegadas por el desplome de sus bóvedas. Visitamos otros baños, en los que apenas logra penetrar un ligero rayo de luz por la bóveda altísima. Avanzamos á obscuras; nuestros guías encienden lámparas de magnesio, y á su breve resplandor vemos que las paredes son de mármol y oro, una magnificencia destinada á permanecer la mayor parte del tiempo muerta en la sombra, y que únicamente podía resucitar á capricho del Gran Mogol. Es asombroso el vaciado del mármol en los palacios y mausoleos de Agra. No se comprende cómo la delgada lámina de piedra ha podido soportar tantas y tan complicadas perforaciones sin partirse. Las ventanas, los arcos de los miradores, los tragaluces, tienen cortinajes de mármol, pues en justicia tales cierres merecen más este nombre que el de rejas. Ofrece el mármol los sutiles dibujos del encaje, se extiende ante la luz del sol como una cortina de blondas, y tal es su ligereza, que hasta parece que el viento va á hacerlo ondear. Construyó el Gran Mogol su sala del Diván, lo mismo que en Delhi, para recibir á los solicitantes y resolver los asuntos públicos; pero el atractivo de la Naturaleza aconsejó al poético Shah-Jehan establecer otro Diván en lo alto de la muralla, teniendo á sus espaldas la campiña y frente á él un patio con dos pisos de arcadas, en el que se mantenía de pie la muchedumbre de sus cortesanos y los visitantes de las provincias. Desde aquí vemos á nuestros pies los fosos de agua verde siguiendo el contorno del primer recinto de murallas rojas con torreones salientes rematados por cúpulas. Sobre el camino de esta primera cortina defensiva se alza la segunda muralla, en cuyo lomo estamos, y más alto una sucesión de cúpulas doradas sostenidas por columnitas blancas, que rematan el exterior de la fortaleza. A partir de los fosos se extiende la vega de Agra, que corta el Jumna con sus revueltas. Destilan por los caminos caravanas de camellos, que parecen desde esta altura rosarios de hormigas rojas. En el fondo del paisaje, junto á la última curva del río, se levanta algo vaporoso, blanquísimo, como una vedija de nube caída en el suelo, una cosa irreal, un copo enorme de jabón que se mantiene erguido contra todas las leyes de la gravedad, formando una burbuja hemisférica flanqueada de cuatro puntas agudas. Es el Taj-Maal, el místico monumento del amor. Todos los que visitan Agra sienten cierta impaciencia durante su correría por el palacio de los Grandes Mogoles, examinando con rapidez sus esplendideces, y cuando pasan ante las ventanas miran instintivamente á la campiña, buscando una silueta vaporosa en el último término de los serpenteos del Jumna. Es que desean ver el Taj-Maal. De no existir este monumento, los más de los viajeros olvidarían la existencia de Agra. Un interés sentimental, una atracción romántica parece desprenderse del citado monumento. Más que su belleza arquitectónica, admiran los visitantes la intención de su constructor. No existe nada en el mundo que pueda compararse con el Taj-Maal. Todos los grandes amorosos que vivieron en la realidad ó fueron creados por la poesía nos han dejado la historia de su pasión, pero no un palacio de ensueño que la perpetúe. Shah-Jehan es el único que pudo crear un monumento gigantesco como testimonio de su amor. Ofrecen los vendedores de Agra pequeños retratos, pintados sobre marfil, de este Gran Mogol que representó dentro de su dinastía las más nobles pasiones, y de su bella esposa Arjumand Banu. Ella tiene los mismos ojos rasgados en forma de almendra de todas las beldades orientales, y un cutis de leche y rosas. El emperador artista es un guerrero de elegancia árabe, con sedosa barba, nariz aguileña, el pecho cubierto de collares de perlas y un turbante á fajas de diversos colores rematado por un diamante enorme que sostiene varias plumas blancas. Cuando Shah-Jehan no era más que un príncipe con pocas esperanzas de reinar, se casó por amor con Arjumand Banu, doce años antes de subir al trono de Delhi. La princesa murió sin conocer las dulzuras y honores gozados por las emperatrices mogolas, y su viudo quiso ofrecer á su memoria un testimonio de amor inaudito, algo nunca visto en la historia de ningún pueblo. Para ello, ordenó á su gran arquitecto Ustud-Isa la construcción de este monumento, todo de mármol, enorme como las catedrales de Occidente, sin otro destino que el de albergar un pequeño cadáver cuyo recuerdo llenaba su vida. Veinte años se invirtieron en la ejecución de tal prodigio. El valor de sus materiales no fué calculado nunca. El salario de los obreros ascendió á diez y ocho millones de francos oro, y hay que tener en cuenta el valor de la moneda en aquellos tiempos, considerablemente superior al de la época presente, y la baratura de la mano de obra en las naciones asiáticas. Muchos años después, el romántico Shah-Jehan, que había vivido siempre entre esplendores, conoció la desgracia como ninguno de los soberanos orientales. El país se alzó contra él, asustado de sus caprichos artísticos, de sus construcciones interminables, de la generosidad con que esparcía las riquezas. Uno de sus hijos se puso al frente de la insurrección, arrojándole del trono. Viejo y enfermo, se defendió Shah-Jehan cuanto pudo en la ciudadela de Agra, y al morir, su cuerpo fué colocado en el Taj-Maal, junto al de su primera esposa, cuya imagen había perdurado siempre en su memoria. Tal fué el respeto inspirado por este amor, que su hijo y sus adversarios obedecieron la última recomendación del Gran Mogol sentimental y vencido. Es el Taj-Maal un monumento de arquitectura árabe, una mezquita más alta que todas las mezquitas existentes, cuadrada, con gran cúpula y cuatro minaretes ocupando los ángulos de la enorme plataforma que le sirve de base. Y sin embargo, difiere completamente de las construcciones de la citada arquitectura á causa del carácter especial que le da el mármol, única materia empleada en su construcción. Parece asentarse en el suelo con más pesadez que los edificios brillantes y frágiles de azulejos y alabastro. Al mismo tiempo resulta más ligero y vaporoso que éstos, cuyas techumbres se componen de gruesas tejas barnizadas. Resulta imposible expresar con palabras la blancura del monumento, una blancura nítida, irreal, sólo comparable á la de las nubes en el cielo del mar Mediterráneo, á la de la leche recién ordeñada, á la de la espuma de las olas, á la de la luna en las noches invernales. Existe en torno al monumento una ciudad desierta, toda ella de edificios rojos, que contrastan con la nitidez del monumento central. Son hospederías que ocupaban en otro tiempo los peregrinos venidos á admirar la tumba de la amada emperatriz, mezquitas construídas para las tribus de obreros que trabajaron en el Taj-Maal, tumbas secundarias de personajes mogoles que suplicaron ser enterrados cerca de su romántico emperador. Un edificio rojo, con arabescos de diversas tintas, que en realidad no es más que una puerta gigantesca, da entrada á los jardines del Taj-Maal. A ambos lados de dicha portada se extienden los claustros rojos de esta ciudad desierta, abundante en ecos, que sirve de escolta muda al monumento y hace recordar las enormes muchedumbres que se agitaron y trabajaron aquí para levantar la montaña blanca. Al otro lado de la portada vemos un jardín largo y rectangular, con avenidas y sendas pavimentadas de mármol, en el cual tiene el agua un valor decorativo equivalente al de la vegetación. El centro lo ocupa un gran arroyo, extendiendo su recta lámina entre orillas marmóreas hasta la escalinata terminal que asciende á la meseta del monumento. La gigantesca masa blanca con su cúpula y sus cuatro minaretes se refleja invertida en él con entera fidelidad. Cuando la brisa hace ondear este espejo acuático, la obra de Shah-Jehan tiembla en su fondo con la nacarada luminosidad de una boca que sonríe, alejando toda idea de muerte. A ambos lados del pequeño río veo arroyos secundarlos orlados de la misma piedra, entre platabandas de flores, y las arboledas predilectas de la jardinería oriental, arrayanes, laureles, álamos. De lejos, la blancura del Taj-Maal es absoluta, y esto le da por exceso de nitidez una apariencia vulgar. Evoca el recuerdo molesto de ciertos juguetes hechos con pasta de mármol artificial ó con estearina. Pero según avanzamos por el jardín, se van destacando sobre sus muros incrustaciones de ramajes policromos, arabescos de vegetación, hechos igualmente con mármoles de colores. Puertas y ventanales tienen en torno á sus arcos de herradura inscripciones árabes, que parecen pintadas con tinta y son de mármol negro admirablemente acoplado en el otro mármol de láctea blancura. Este mausoleo gigantesco, dedicado á un cadáver único, está construído de modo que sólo tiene en su parte central, debajo de la cúpula, una capilla para la tumba. El resto no existe, forma un macizo, por haber creído su arquitecto superflua é irreverente la existencia de todo otro hueco junto al sepulcro de la emperatriz. En muchos países considerarían lóbrego el interior del Taj-Maal, pero aquí su cúpula está bajo el cielo de la India, y la luz llega hábilmente cernida por las celosías de piedra, envolviendo en una penumbra dulce y continua el sepulcro de los dos esposos. Alrededor de éste existen las balaustradas de mármol, mejor dicho, las paredes de mármol vaciado más prodigiosas de todo el Indostán. El hierro forjado, el bronce, cuantas materias maleables se conocen, no pueden prestarse á un trabajo más prodigioso que el de este mármol blanco incrustado de pedrerías, que ofrece la misma labor de las verjas de ciertas catedrales. Sobre la tumba de los dos enamorados arde día y noche una gran lámpara de plata, cuyos adornos son imitación de la labor pétrea de la verja, regalo que costearon numerosos admiradores modernos, británicos é indos, de esta pareja amorosa. Pienso en ella y en la fuerza arrolladora del amor al salir de esta penumbra color de ámbar gris que desciende de la bóveda. Shah-Jehan, príncipe mahometano, era polígamo. Tuvo cuantas mujeres quiso. El harén del Gran Mogol recibía hembras de todas las provincias indostánicas y de lejanas naciones. Además, la infortunada princesa Arjumand-Banu fué una insistente madre de familia. Al morir creo que dejó ocho ó nueve hijos. Y no obstante todo esto, el hermoso Shah-Jehan la amó en vida sobre todas las mujeres, y aún la amó más luego de muerta, levantando en su honor esta maravilla arquitectónica. Ninguna mujer podrá aspirar nunca á un homenaje más grande. Hay algo de místico en esta glorificación costosa é imperecedera. Shah-Jehan vivió el resto de su existencia como un Gran Mogol; visitó normalmente su harén, poseyó mujeres á centenares, conociendo cuantos deleites puede proporcionarse un déspota asiático; pero ¡ay, la dulce compañera de los años juveniles!... Y como símbolo de la pasión suprema de su vida, quiso que el monumento fuese del color que parece más alejado de la materia, del que representa los sentimientos más puros. Nos alejamos del Taj-Maal. Ya lo hemos visto bajo el sol. Volveremos á las nueve de la noche, y como estamos en un período de luna llena, nuestros guías hablan con entusiasmo de esta segunda visita. Además, las autoridades de Agra van á hacer correr esta noche las fuentes y arroyos del jardín en honor de nosotros, espectáculo extraordinario que sólo se repite de tarde en tarde. Visitamos en la campiña de Agra varias poblaciones muertas y numerosos mausoleos. Es más feraz que la de Delhi; su tierra roja sustenta copudos huertos de naranjos y los caminos tienen árboles frondosos. Pero también abundan aquí las ruinas, aunque no tanto como en las inmediaciones de Delhi. Vemos Sikandra, ciudad moribunda, á veinte kilómetros de Agra, donde fué enterrado Akbar «el Victorioso», abuelo de Shah-Jehan. Sobre sus casas agrietadas ó en escombros se alza una mezquita roja, lo único notable de Sikandra. Dentro de ella existe la tumba figurada de Akbar, que visitan los peregrinos; pero el cadáver está abajo, en una cripta débilmente iluminada, como la bóveda del Taj-Maal. Aquí, la decoración fúnebre es más ruda y terrorífica que en el gran mausoleo blanco. El cadáver de «el Victorioso» lo dejaron en dicho subterráneo provisionalmente, mientras se construía una tumba digna de su fama, y así ha quedado desde hace siglos. El féretro, cubierto con tapices, tiene encima un pequeño farol, que arde día y noche, y parece no esparcir luz, marcándose en las tinieblas como débil pincelada roja. No hay nada más en la última morada de este conquistador que se creyó dueño del mundo. Un agujero que parece de chimenea sube hasta el atrio del templo, y por este orificio se desliza la luz azulada de un eterno anochecer. Lechuzas y murciélagos descienden por dicho respiradero y aletean asustados cuando alguien penetra en la fúnebre mazmorra, asustándolo á su vez con su ruidosa alarma. Pasamos el resto de la tarde y las primeras horas de la noche en nuestro hotel, situado en el «campamento», fuera de Agra. Todos los que viven de las curiosidades del forastero han invadido el jardín al enterarse de la llegada de nuestro grupo. Se alinean frente á la escalinata con ruido discordante de feria. Suenan gaitas de encantadores de serpientes; un viejo habla sin cesar en indostano, agitando un pandero, y en torno de él danzan varios monos. Enjuto y de mirada ardiente, un faquir hace evolucionar con sus mandatos á una banda de pajarillos. Los despide uno á uno, como si arrojase piedras, luego los llama moviendo simplemente un dedo, y la turba aleteante vuelve, cual si comprendiese tal lenguaje. Llegan dos niños, de ocho á diez años de edad, llevando un palo en sus hombros, del que penden dos bolsas rojizas, cuyo peso apenas pueden sostener. Son aprendices de _sapwallas_. Su padre ha muerto, dejándoles como única herencia estas bolsas de reptiles. Y los dos chicuelos de ojos negros y piel de color canela, hermosos con la belleza graciosa de la infancia oriental, van extrayendo de sus sacos unas serpientes más grandes que ellos. Pretenden hacerlas bailar, sin éxito, y acaban por levantarlas del suelo con ambas manos y pasearlas erguidas, cual si fuesen candelabros. Una mujer seca y escurridiza, que tiene ojos de bruja, los contempla con aire de simple espectadora. Es la madre, que les acompaña de lejos para incautarse de la colecta. Han acudido varios faquires andrajosos, con cabellera sucia y encrespada en forma de bola, tan flacos, que la piel de su tronco se introduce entre costilla y costilla, formando líneas de sombra. Este nombre de faquir es árabe, y significa «pobre»; mas el faquir indio ha existido numerosos siglos antes de la invasión musulmana, con el título de _djoghi_, ó «contemplativo». Muchos de ellos viven entregados á la austeridad y los sufrimientos, imponiéndose horribles maceraciones, pero los más son vagabundos mendicantes que van por toda la India, de santuario en santuario, confiando su nutrición al respeto con que les mira la muchedumbre, predispuesta á creer en sus acciones prodigiosas. Las maravillas de los faquires son generalmente falsas. Ninguno de ellos se ha atrevido á repetirlas ante comisiones preparadas para una vigilancia severa. Sus prodigios son únicamente para los del país y para ciertos extranjeros inclinados á admirarles. Los hay, no obstante, que saben ejecutar algunas cosas extraordinarias, más del dominio de la prestidigitación que del milagro. En lo único que los faquires santos resultan admirables es en austeridades y privaciones. Hay _djoghi_ que ha estado doce años de pie, sin sentarse ni acostarse. Otros permanecieron igual número de años con los brazos unidos sobre la cabeza. Sus uñas, después de este tiempo, eran tan largas que acabaron por atravesar como estiletes la carne de sus manos. El juglar indio es el que asombra al viajero muchas veces con juegos inexplicables. Mientras los faquires contemplativos permanecen invisibles en un lugar desierto, otros van de ciudad en ciudad como vagabundos místicos. Se imponen grandes privaciones, viven en los muladares con el perro y el chacal, desean la muerte como una liberación, hacen suertes de prestidigitador para que los devotos crean en ellos, pero no realizan los milagros que suponen muchos occidentales, por afición á lo maravilloso. Los mercaderes ambulantes extienden sobre la terraza del hotel tapices, velos, armas, joyas indígenas, figurillas de dioses y reproducciones en mármol del Taj-Maal, flanqueado por sus cuatro minaretes y con una luz eléctrica en su interior. Estos comerciantes de Agra, cuando venden un objeto y el viajero desea llevárselo empaquetado, muestran azoramiento y piden auxilio á sus colegas. Ninguno tiene papel para envolver, ni cuerda para atar, ni la más leve idea de que existe en el mundo el arte del embalaje, tan amado por los japoneses. Al fin, cuando después de correr varios de ellos hacia la ciudad regresan con periódicos viejos é hilos usados, discuten todos en asamblea gremial cómo deben ser envueltos los objetos. La importancia del asunto atrae á los vecinos de las casas próximas; los que están al pie de la terraza abandonan sus monos, sus pájaros, sus serpientes, para exponer amigablemente su opinión; alguno de los faquires se une al grupo, por curiosidad, sin decir palabra, como si despreciase los afanes de unas gentes que sólo se preocupan de ganar dinero, y al fin, el embalaje del pequeño Taj-Maal acaba por hacerse de una manera torpe, que le prepara irremisiblemente para ser roto y desmenuzado apenas emprenda el viaje. Cierra la noche. Terminada la comida en el hotel, ruedan nuestros automóviles por los caminos de las afueras de Agra. No sabemos por qué causa hay en ellos más polvo al llegar la noche que durante el día. Una neblina roja empaña los focos eléctricos del ensanche de la ciudad. Después no tenemos más luz que la de la luna, y los caminos parecen más frescos y claros. El Taj-Maal está á varios kilómetros de Agra, y por ambos lados de la ruta desfilan hileras de personajes blancos, que aún parecen más blancos bajo el selenítico resplandor. Dejamos atrás algunas carrozas indostánicas ocupadas por mujeres. Ha circulado la noticia de que esta noche van á correr las aguas del Taj-Maal, y son muchos los que acuden de Agra para presenciar el espectáculo. Descendemos de nuestro vehículo en la plaza de claustros rojos, frente á la primera portada del mausoleo. Una muchedumbre silenciosa se introduce por ella con el mismo recogimiento que si penetrase en una catedral. Al otro lado de la gigantesca arcada se nos muestra esplendoroso el jardín, y en último término, el monumento del amor, con una blancura más irreal, más extraordinaria que la de las horas diurnas. Es una construcción de otro planeta. La luna parece chorrear lluvia luminosa por su cúpula y sus paredes. Imposible concebir que este palacio de ensueño sea un panteón. Luego, al pensar en la historia de los dos muertos que lo ocupan, se admite sin esfuerzo alguno la presencia de sus cadáveres. Fueron dos enamorados, y la noche ofrece una decoración de amor, algo amanerada por exceso de belleza, algo banal en fuerza de ser repetida; pero también se repiten la primavera y las cosas más hermosas de nuestra existencia, ofreciéndonos embriagadora novedad mientras no llega la vejez. Todo el jardín hace pensar en el amor. Siento extrañeza al ver que hombres y mujeres discurren por los caminos de mármol mansamente, sin enlazarse sus talles con los brazos, sin cambiar besos. Influenciados por la belleza mágica de la noche, se mueven con pasos lentos y quedos, como si estuviesen en la habitación de un enfermo; hablan en voz baja sin que alguien se lo haya ordenado, y sus conversaciones, compuestas de susurros, se cortan con largos silencios. Una música celeste, que evoca el recuerdo de las armonías planetarias de los pitagóricos, va llenando el jardín. Es el aria acuática del río central al deslizarse, arrugando en su fondo de mármol la cara redonda de la luna; es el coro de los arroyos laterales, que contestan riendo en las entrañas de la noche, ocultos entre árboles que tienen su base intensamente negra y su cúspide charolada de blanco por la lluvia de luz láctea. Esta melodía líquida, pueril é infinita, que nada dice y lo dice todo, como la voz de la mujer amada, nos adormece y nos impulsa á buscar un banco, imponiéndonos silencio y reposo. Un perfume excitante y múltiple impregna personas y objetos: olor de agua corriente, de carne limpia, de rosas, de arrayanes, de pimienta. Pasan ante nuestros ojos fragmentos de gasa transparente y negra, con silencioso aleteo. Son vampiros que parecen embriagados por el licor de la luna y abandonan sus refugios lóbregos. Cuando se alejan, vuelvo á fijar la mirada en la inmensa mole blanca que llena el fondo. Me subyuga con una atracción semejante á la del fuego del hogar en las noches invernales. Los que transcurren aún por las avenidas de mármol parecen seres irreales. Sus pasos carecen de eco. Sus bocas no tienen voz. La noche resbala sobre nuestros cuerpos sus húmedas caricias. Sentimos en las ropas y en la epidermis el beso untuoso y nacarado de una luna que no conocíamos: la luna de la India. Creemos flotar en una atmósfera más densa que la de nuestro planeta. Y la música del agua continúa sonando con una adormecedora monotonía que provoca en los oídos engañosos caprichos. Unas veces aumenta, como un _crescendo_ orquestal; otras cae y se adelgaza, siendo una romanza de violas de amor que se aleja... se aleja. Inolvidable noche del Taj-Maal... ¡Y no pondré otra noche mis pies en estos senderos de mármol!... Me alejo mañana, para no volver nunca. Nuevos viajeros vendrán detrás de mí, y cuando yo no sea más que un poco de tierra en la inmensa tierra, seguirán llegando otros y otros. Los enamorados pasan, y el amor no muere nunca. Mientras los humanos se busquen, queriendo dar un ambiente poético á la expansión de sus afinidades electivas, no le faltarán visitantes á este místico monumento de la más eterna de las pasiones. Soñaré toda mi vida al otro lado del mundo con el palacio blanco y sus jardines donde canta el agua bajo la luna... Y esta noche, que parece de otra existencia y no quisiera ver terminada nunca, sólo será un pobre recuerdo. X LAS TORRES DEL SILENCIO Los parsis y su mitra charolada.--El fuego sagrado.--Los magos de Zaratustra y sus purificaciones.--El jardín de la muerte.--Entierros sin tierra.--Los buitres devoradores.--Desfile de hombres blancos.--La isla de Elefanta y sus templos subterráneos.--Monumentos construídos con la piqueta en Ellora.--Las tribus perforadoras de montañas. En las calles principales de Bombay, en los salones de los hoteles, en los cafés donde se reúnen comerciantes y en las puertas de los Bancos, se ven con frecuencia unos hombres pálidos, de tez amarillenta, levita blanca y una pequeña mitra forrada de hule, cuya parte delantera es más alta que la opuesta. Son los parsis, que practican la más antigua de las religiones existentes, últimos devotos del mazdeísmo, fieles á las enseñanzas y ritos de los magos y del fabuloso Zaratustra, llamado Zoroastro por un error de los traductores griegos. No pasan de cien mil en Bombay y las poblaciones inmediatas, pero su importancia social y su prestigio se hallan muy por encima de su valor numérico. Hay muchos parsis millonarios. Algunos fueron ennoblecidos por la reina Victoria de Inglaterra con el título de _baronet_, desempeñando cargos importantes en el gobierno de las Indias. A uno de ellos, célebre por sus donativos y fundaciones filantrópicas, le han erigido una estatua en el centro de Bombay, y figura en dicho monumento con el morrioncito que sirve de distintivo á su raza. Según cuentan, este tocado se lo impuso á los parsis, hace siglos, uno de los reyes indostánicos como signo de infamia. Fué algo semejante al sombrero amarillo que los reyes de Europa obligaron á usar durante varios siglos á los Judíos. Los parsis, ahora que son ricos y libres, ostentan con orgullo el tocado servil de sus abuelos. La pequeña mitra tiene la figura de un casco de caballo visto por delante, símbolo del corcel del monarca, que oprimía con su pata á estos vencidos. Los parsis son los persas que no quisieron someterse á la dominación musulmana cuando los mahometanos, en su expansión victoriosa por el mundo de entonces, se apoderaron de la Persia. Una gran parte del país abjuró el mazdeísmo, su religión milenaria, sustituyendo á Zaratustra con Mahoma. Los ascendientes de los actuales parsis de Bombay huyeron de su patria para conservarse fieles á la religión de los magos, y durante muchos siglos fueron cambiando de residencia en las orillas del golfo Pérsico y del mar de Omán, según la acogida benévola ó las persecuciones de los soberanos indígenas, hasta que finalmente el mayor núcleo se radicó en la naciente ciudad de Bombay, interviniendo en su desarrollo comercial y enriqueciéndose con sus progresos. Se mantienen fieles á las prácticas de su religión antiquísima, y al mismo tiempo muestran un espíritu emprendedor y ágil, plegándose á todos los adelantos para explotarlos. En Bombay son banqueros y fabricantes, dirigen toda clase de establecimientos comerciales, desde los grandes almacenes á las pequeñas tiendas, y conquistan celebridad como médicos y abogados. Las mujeres parsis se dedican, desde hace años, á las profesiones intelectuales. Muchas de ellas colaboran en los periódicos de la India, publicando novelas y versos. Como las hembras del país, así induístas como mahometanas, no quieren dejarse examinar por los médicos, el gobierno británico ha establecido en sus centros de enseñanza el estudio de la Medicina por las mujeres, y casi todas las doctoras que existen en la India son parsis. Al mismo tiempo que estos mazdeístas se enriquecen ó adquieren un nombre ejerciendo las profesiones modernas, guardan su traje nacional como si fuese el distintivo de una casta superior. Hay jóvenes parsis que son oficiales del ejército inglés, y cuando dejan su uniforme visten el mismo traje que sus padres. Los banqueros de Bombay reciben á sus clientes tocados con la pata de caballo forrada de hule. Las mujeres, aunque siguen la moda de Londres, no por eso abandonan los trajes parsis. Muchas van vestidas á la europea durante el día, y cuando asisten de noche á un banquete ó una recepción ostentan las mismas galas que sus remotas abuelas. Este traje es semejante al de las damas indostánicas, pero de mayor delicadeza en sus colores y con la originalidad de ser todo él de una sola pieza. Consiste en varios metros de seda blanca, violeta ó rosa, que tiene los bordes galoneados de plata ú oro, y todas ellas saben envolverse con heredada maestría en esta pieza de tela, que se arrolla á sus piernas como una falda, luego envuelve el busto y acaba por cubrir la cabeza en forma de manto, descansando su extremo sobre el hombro derecho. En realidad, lo último es lo que las distingue en la calle de las damas indostánicas, pues éstas colocan el extremo final de su manto en el hombro izquierdo. Para no ser infieles completamente á los adornos occidentales, llevan las parsis medias de seda y zapatos de alto tacón, dándoles tal anacronismo de su indumento un aire de europeas disfrazadas con traje oriental. Estas gentes, casi siempre ricas, educadas en colegios modernos, que pasaron parte de su juventud en Londres ó París, conocedoras de los últimos adelantos y que poseen en sus viviendas cuantas comodidades inventó el ansia de bienestar, siguen fieles á su religión, observando las mismas prácticas que los mazdeístas de hace cuatro mil años. Sabido es que el mazdeísmo, ó sea el culto del fuego, impone una serie de purificaciones, tan numerosas y tan largas, que resulta lógico preguntarse si los parsis las cumplen con rigor, pues su observancia absoluta parece reñida con el trabajo. El parsi debe purificarse de cuantos contactos impuros sufre durante su jornada, y de hacerlo así exactamente, no le quedaría tiempo para otra cosa. Declara la religión mazdeísta el fuego, la tierra y el agua elementos sagrados, considerando un sacrilegio atentar contra ellos con la más leve suciedad. Cuenta Plinio que en los tiempos mejores de Roma un mago no quiso ir embarcado á la capital del mundo por miedo á ensuciar las aguas marinas con sus deyecciones. Las mujeres parsis, al llegar el momento de su impureza mensual, son relegadas á la pieza más obscura de la casa, no osando ponerse en contacto con su familia sin haber realizado antes largas y complicadas purificaciones, é iguales ceremonias de higiene religiosa deben observar minuciosamente luego de sus partos. Quemar, sumergir ó enterrar los cadáveres representa para su religión la mayor de las abominaciones, pues con ello se ensucia el fuego, el agua ó la tierra. Por eso exponen sus muertos al aire en las famosas Torres del Silencio, para que los buitres los devoren, dejando únicamente los huesos, que acaban por disolverse en un pozo especial. Son innumerables las precauciones religiosas que han de observar los parsis cuando muere un individuo de su familia. Tienen que luchar con la mosca, que toca el cadáver y después se posa en los vivos; deben combatir igualmente toda clase de roces impuros. Poco antes de la muerte, el sacerdote parsi, heredero de los antiguos magos, hace recitar al moribundo una confesión de sus culpas, y derrama el _haoma_ ó bálsamo divino en su boca y sus orejas, extremaunción que data de miles de años, siendo tal vez una de las fuentes del mismo rito cristiano. Al volver á Bombay nos permiten visitar el jardín donde se levantan las Torres del Silencio. Nadie penetra en su interior, exceptuando á los parsis inferiores que trasladan los cadáveres. Cuando el futuro Eduardo VII visitó el Imperio de las Indias como príncipe de Gales, los sacerdotes parsis ordenaron la fabricación de un pequeño modelo representando dichas torres interiormente, pero sin permitir que se acercase á ellas. Este modelo ha quedado expuesto en una plazoleta del jardín, y gracias á él podemos imaginar cómo son por dentro tales circos fúnebres. El jardín mortuorio ofrece un aspecto alegre. Sus bancos de azulejos, sus arriates floridos, sus árboles obscuros con guirnaldas de rosas, le dan cierto aire de jardín andaluz. Pero basta levantar la cabeza para que se desvanezca tal parecido. En todas las ramas gruesas descansa algún buitre enorme, hinchado por su excesiva alimentación. Otras aves de presa de igual especie, con la misma gordura odiosa, se dejan ver á lo lejos, formando una cornisa viviente sobre el filo circular de las Torres del Silencio. Los buitres son los amos del vasto jardín. Descansan esperando los cortejos fúnebres, y apenas ven avanzar la columna de hombres vestidos de blanco por un camino cercano, todos se reaniman, mueven sus alas potentes y vuelan hacia las torres para satisfacer por breves horas una voracidad insaciable. Pasamos entre flores, por senderos enlosados de ladrillos rojos. Un perfume primaveral surgido de los arriates multicolores nos hace detener el paso para aspirarlo. Luego, la presencia de un buitre en una rama baja nos obliga á reanudar la marcha. Parece dormido, pero tememos que conserve en el pico alguna piltrafa de su reciente y horrible comilonga y la deje caer sobre nuestra cabeza. Un mago de levita negra, cerrada hasta el cuello como una media sotana, con la pequeña mitra de charol y gafas de oro, sale á recibirnos. Tiene la sonrisa excesivamente amable, la palabra untuosa, la falsa modestia que parecen ser propiedad común de los servidores de todos los cultos, y nos explica el ceremonial de estos entierros, en los que para nada figura la tierra. Existe junto á la entrada del jardín un edificio desprovisto de signos exteriores. Es un templo mazdeísta en honor del fuego. Arde en su interior una pequeña hoguera de combustibles preparados por los magos, cuyo tizón original fué traído hace muchos siglos de la Persia, siguiendo á la tribu errante de los parsis en su éxodo de aventuras y persecuciones. El fuego de los templos mazdeístas sólo puede ser preparado por los sacerdotes, y éstos apelan á las más minuciosas precauciones para que conserve su pureza, tocándolo con las manos enguantadas, conteniendo la respiración para que no reciba ningún miasma humano. Los camilleros que llevan los cadáveres al circo del devoramiento viven aquí, aislados de sus correligionarios, no pudiendo pasar más allá de la verja del jardín. Si necesitan bajar á Bombay, deben entregarse antes á purificaciones que exigen varios días. Vemos de lejos las Torres del Silencio. Avanzamos hasta donde nos lo permite el mago de levita. Son cinco las torres, y una de ellas, la más pequeña, está destinada á los cadáveres de los suicidas. Todas son más extensas que altas. El muro exterior asciende sólo unos metros, y no tiene más abertura que la de su puerta única, que es pequeña, y está situada muy por encima del nivel del suelo, casi en la mitad de su altura, llegándose á ella por una rampa. Examinamos su interior en el modelo construído para el futuro monarca inglés. Son iguales á un circo. El lugar del graderío lo ocupan tres fajas de nichos horizontales, semejantes á los alvéolos de un panal, y estos tres peldaños de sepulcros descienden como un embudo hasta el centro de la torre, donde se abre un pozo. El círculo más alto, que por su posición resulta el más extenso, tiene los alvéolos mayores. En ellos se depositan los cadáveres de los hombres. El segundo círculo es para las mujeres, y el tercero, junto al foso, ó sea el más reducido y de oquedades más pequeñas, se destina á los niños. Después de las ceremonias religiosas en el templo del fuego, junto á la entrada del jardín, el cadáver es despojado de sus ropas, y la familia y los amigos se despiden de él, confiándolo á los portadores especiales de la necrópolis parsi. Éstos, que son cuatro, se lo llevan por los senderos floridos. Tiemblan las copas de los árboles; suena la atmósfera como una tela inmensa sacudida violentamente; nubes obscuras surgen de las frondosidades; un batir de alas doblega los grupos de arbustos. Toda la ciudad de los buitres ha despertado y sigue á los cuatro conductores vestidos de blanco y á su parihuela cubierta con un sudario de igual color que oculta el cadáver. La ruda muchedumbre alada se balancea en el aire, dudando entre las varias torres, hasta que la marcha de los sepultureros les indica dónde será el lugar de su banquete. Se ennegrece la torre elegida bajo el tropel de pajarracos que pliegan sus alas cayendo sobre el borde del muro. Los cuatro hombres blancos penetran en el circo del silencio, depositan el cuerpo en uno de los huecos del triple graderío y se retiran, cerrando la puerta. Apenas suena la hoja de madera ajustándose otra vez al quicio, toda la horda voladora de picos de hierro alineada en el filo de la torre se deja caer en su interior para suprimir el cadáver, haciéndolo pasar por sus estómagos. Uno de los empleados del jardín de la muerte nos cuenta cómo estos colaboradores feroces sólo necesitan tres cuartos de hora para dejar un esqueleto completamente mondo. Lo primero que atacan son los ojos. Se baten entre ellos por conseguir esta presa preciosa. Luego, su mejor suerte es abrir un desgarrón en el abdomen, metiendo la cabeza por el final del costillaje. Penetran en las torres todas las mañanas los portadores de cadáveres para barrer los huesos escuetos y amarillos, arrojándolos en el pozo central. La humedad y el sol de la India ayudan poderosamente á la desaparición de los residuos calcáreos, disgregándolos de tal modo, que transcurren muchos años sin que suba gran cosa el nivel de este depósito de osamentas. El sacerdote de sonrisa untuosa nos invita de pronto á abandonar el jardín cuanto antes. Han venido á avisarle que un cortejo fúnebre sube por la cuesta de la avenida inmediata. Los que no pertenecen á la religión parsi deben alejarse. Nos cruzamos fuera del jardín con la fúnebre procesión. Carece de aspecto terrorífico, á causa tal vez de que el color negro no existe en ella. Todos van vestidos de blanco, y el mortuorio cortejo, visto á cierta distancia, parece un desfile de cocineros. Los portadores del cadáver visten igualmente de blanco, y blanca es también la parihuela que llevan en hombros. Detrás marchan de dos en dos parientes y amigos, manteniéndose unida cada pareja por un pañuelo que va de mano á mano como símbolo de alianza... Y nada más. Ningún emblema que recuerde á la muerte. Resulta difícil imaginarse que algunos metros más arriba, al final del paredón rojizo, sobre cuyo borde asoman árboles y flores, cientos de pajarracos voraces, hinchados de carne humana, empiezan á despertar avisados por su instinto del próximo banquete. Los del cortejo fúnebre verán los buitres unos momentos solamente, alejándose luego; pero todos, siguiendo un turno fatal, volverán algún día, como el que ocupa ahora la camilla blanca. Su destino religioso es desaparecer en los estómagos de estos pajarracos, que devoran familias enteras, el abuelo, el padre, el hijo, y mueren á su vez, dando vida á otras aves para que consuman los parsis que irán naciendo. Me cuentan que ciertos mazdeístas jóvenes, cruelmente obsesionados por esta práctica mortuoria, han creado un partido que pide la cremación de los cadáveres como la realizan los indos; pero los más ricos é influyentes de su raza siguen fieles á las tradiciones de una religión que les hizo abandonar hace siglos la tierra madre, arrostrando peligros y dolores, y se niegan enérgicamente á dicha reforma. Toda religión que transige se expone á morir. Por eso las Torres del Silencio seguirán existiendo, y sus gordos y repugnantes pensionistas no corren peligro por ahora de que una modificación de las costumbres les prive de su pasto. En la rada de Bombay visitamos á Elefanta, la isla de los templos tallados en la roca. Hay que subir una ruda escalera para llegar al famoso subterráneo sagrado, vasta sala de granito sostenida por columnas macizas labradas en la misma piedra. Una luz suave se desliza por los agujeros de la montaña á través de la arboleda exterior. Los muros están cincelados con la profusión del arte induísta, repitiéndose los motivos indefinidamente. Aparte de estos relieves, quedan casi intactas varias esculturas religiosas: un Siva gigantesco, con tiara monumental, teniendo apoyada en su pecho á Parvati, la más dulce de sus esposas; la triple figura de la Trimurti, Brahma creador, Visnú clemente, Siva destructor, y en el lugar más sombrío la figura de Ganesa, el dios de la Sabiduría, con cara y trompa de elefante, al que rodean varios grupos de mujeres. Otro templo más pequeño, cuya entrada tiene un cortinaje natural de lianas, está flanqueado por dos leones de piedra en hierático reposo. Dentro de él varias estatuas mutiladas guardan una expresión de vida intensa. Para explicar los guías esta rotura de imágenes, dicen que fué obra de los portugueses acuartelados en la pequeña isla de Elefanta, cuando fundaron á Bombay, por considerarla punto de mejor defensa que la tierra firme. Tal vez sea verdad que la pasión religiosa aconsejó á soldados ignorantes esta mutilación de ídolos, pero más verosímil parece que el tiempo y la desagregación natural de la roca han causado muchos de los actuales desperfectos. Lo más asombroso en los templos de Elefanta es el colosal esfuerzo realizado por la arquitectura indostánica troglodita. En la época fabulosa de la India, prefirieron los constructores perforar los edificios á levantarlos, convirtiendo las montañas en templos. Elefanta y Ellora representan las dos obras más admirables de esta arquitectura realizada á golpes de piqueta. El templo de Ellora en el Nizam fué en su origen una sucesión de celdas abiertas por un pueblo de eremitas en el seno de la montaña. Estas células rocosas acabaron por ornarse con adornos escultóricos. Al sucederse las generaciones de faquires incansables, el excavador se convirtió en estatuario. Durante siglos y siglos la roca fué roída, no dejándola más que el espesor preciso para murallas y tabiques, y finalmente se convirtió en un edificio como los que se levantan sobre cimientos. La montaña de Ellora, transformada de esta suerte por miles y miles de artistas pacientes, no tuvo al fin una pulgada de roca que no hubiese recibido la caricia del cincel, creándose infinitas muchedumbres de dioses y sirvientes celestiales. Hoy el templo es un monolito colosal, una montaña agujereada como una colmena, y todas las celdas guardan en sus paredes la tenaz labor de incontables generaciones, que, con el pensamiento puesto en sus dioses, los hicieron vivir de nuevo sobre la piedra. Esta arquitectura subterránea fué tal vez un resultado de la vida llena de aventuras y peligros que una naturaleza cruelmente virgen y hostilmente exuberante hizo sufrir á los primeros pobladores de la India. Los grandes desbordamientos de los ríos, el miedo á las bandas de tigres y á las serpientes gigantescas, la necesidad de mantenerse en lugar seguro y nutridor para no arrostrar las torturas del hambre, obligaron á muchas tribus á vivir al pie de cordilleras casi verticales. Y para dar forma material á su misticismo religioso, perforaron la roca durante siglos y siglos, hasta que de santuario en santuario acabaron por salir á la luz, al otro lado del obstáculo, encontrando nuevas tierras, nuevos horizontes. XI AL PARTIR DE LA INDIA Embarque en Bombay.--El error de Colón y los indios de América, que no son indios.--Los rajás, su decadencia y su lujo.--Una pieza de artillería, toda de oro.--Ansia de los indostánicos por las distinciones.--Sus innumerables castas.--La feroz hambre de la India.--Vegetarismo excesivo del indígena.--Los valerosos «sikhs» y el heroico rey de Lahore.--Volvemos á las comodidades occidentales.--El «Franconia» entra en el mar Rojo, que es intensamente azul.--Barcos de peregrinos á la Meca.--La lluvia invisible del mar Rojo y sus fosforescencias. Estamos en la escalinata real del puerto de Bombay, esperando el vaporcito que ha de llevarnos al _Franconia_. Nuestro paquebote se halla á una distancia de dos millas. Lo vemos en el fondo de la extensa bahía con otros buques grandes, de su mismo calado. Bombay debe su nombre, según la tradición, á los navegantes portugueses, que lo llamaron _Bom-Bahía_ (Buena Bahía) por la amplitud de su pequeño mar, casi cerrado. Pero los buques de nuestra época calan más que los galeones del siglo XVI, y la «Buena Bahía» no ofrece bastante fondo en sus orillas para los trasatlánticos que llegan de Europa y América. Una bruma rojiza flota sobre las aguas amarillentas. Es semejante al vaho ardoroso que extrae el calor de los desiertos de arena. Vemos venir hacia nosotros por este mar de color fangoso el vaporcito esperado. Sólo nos quedan unos minutos de permanencia sobre el suelo de la India, y durante la corta espera se aglomeran en nuestra memoria impresiones recientes y anteriores, como una síntesis de la tierra que vamos á perder de vista. A semejanza del Japón y la China, el nombre de este país sólo fué conocido en tiempos relativamente modernos por los trescientos millones de seres que lo pueblan. La India no es más que una expresión geográfica. Los pueblos antiguos de Europa le dieron este nombre por el Indus ó Indo, río que le sirve de límite al Oeste y sólo baña una parte extrema de su suelo. El Ganges ó el Brahmaputra merecían más dicho honor, ya que sus aguas atraviesan el corazón del país. Mientras los habitantes de la península indostánica ignoraban el nombre «India» dado á su tierra, exaltaba ésta durante varios siglos las imaginaciones en Europa. Sus soberanos eran el Preste Juan y otros personajes no menos fabulosos, poseedores de incalculables riquezas. Colón, al navegar hacia Occidente con una concepción errónea del verdadero tamaño de nuestro planeta, creyó haber llegado á la India tantas veces como tocó en las islas y costas de América, y á causa de ello los indígenas americanos fueron llamados indios desde el primer momento, ó Indias Occidentales todas las tierras descubiertas por los conquistadores españoles. Por un capricho de la Historia los indígenas americanos son ahora indios, y para evitar confusiones, á los nacidos en la verdadera India los llamamos unas veces indos y otras indostánicos, resultando lo último igualmente erróneo, pues el verdadero Indostán no es más que una parte de la mencionada península. Además, como los españoles llamaron á América Indias Occidentales, en plural, la India legítima se ha pluralizado igualmente en el lenguaje moderno, dándosela el título de Indias Orientales. Ningún pueblo de Asia ofrece una mezcla tan extraordinaria de civilización avanzada y tradicionalismo milenario. Una parte considerable de la India está bajo el gobierno directo del virrey inglés. Hay en ella provincias, como la de Bengala, con una superficie mucho más grande que la de las Islas Británicas, y cuya población era hasta hace pocos años igual en número á la de los Estados Unidos. Este simple detalle basta para hacer ver la grandeza del mundo indostánico. Otra parte de la India, la de los Estados indígenas, se halla regida en apariencia por las dinastías de sus antiguos príncipes, pero cada uno de ellos tiene á su lado un residente inglés, que le aconseja en todos los asuntos y procede como verdadero gobernante. Los rajás ó príncipes soberanos se contentan con fingir una autoridad que no poseen y se consuelan de su decadencia llevando una vida suntuosa, gracias á las enormes rentas que les proporcionan sus dominios. Los más poderosos mantienen ejércitos particulares, cuyo número y calidad quedaron sometidos á la vigilancia de las autoridades inglesas luego de la sublevación de los cipayos, ó sea cuando la Compañía de las Indias dejó de gobernar y lord Canning organizó nuevamente el país como primer virrey. Hacen los rajás de sus pequeños ejércitos un objeto de lujo y ostentación, que les sirve para alardear de inmensas riquezas. En uno de los principados me enseñaron un cañón de campaña todo de oro, con las ruedas del mismo metal, así como los arneses de los cuatro caballos que tiran de él. Inútil es decir que el tal cañón no ha disparado jamás proyectil alguno. No todos los príncipes de la India son ricos y poderosos. Apresurémonos á añadir que en la península indostánica existen nada menos que 690 Estados indígenas, con sus correspondientes soberanos. Los hay que reinan sobre una superficie de más de 200.000 kilómetros cuadrados, con 12 millones de habitantes, mientras otros rajás poseen solamente una ó dos aldeas y no llegan á reunir mil súbditos. Todos estos reyezuelos han olvidado la altivez y la independencia de sus antiguas familias, viviendo sometidos al virrey. Además, el gobierno británico los hace educar en Londres cuando son príncipes herederos, para que se amolden á las ideas y costumbres británicas. Hoy, los más de ellos se preocupan únicamente de obtener nuevos honores que les coloquen por encima de los príncipes vecinos. Una de las mayores distinciones de los rajás consiste en el número de cañonazos que les corresponde de derecho cuando reciben salvas en las ceremonias públicas ó en sus visitas al virrey. Recientemente, los grandes príncipes indígenas que ayudaron á la Gran Bretaña en la última guerra, enviando á Europa los batallones de sus ejércitos particulares, han sido agraciados con dos ó tres cañonazos más que pueden añadir á sus salvas honoríficas. Este afán de alcanzar distinciones superiores á las del vecino caracteriza á todos los indostánicos, desde el rajá hasta el paria, y su consecuencia es la división en castas, tan antigua como la historia de la India. Teóricamente existen cuatro castas, que conoce el lector: la de los bracmanes, que puede llamarse intelectual y religiosa; la de los guerreros, la de los comerciantes y agricultores, que equivale á nuestra clase media, y la del populacho ó de los parias, que engloba á todas las tribus vencidas. Pero en la vida corriente el número de castas resulta incontable, tan infinita es su variedad. Se han subdividido las cuatro primitivas, seccionándose luego con una variedad interminable, según los oficios y las maneras de vivir. Todo indígena algo ambicioso forma un nuevo grupo dentro de su clase, para obtener de tal modo cierto prestigio que le coloque sobre los demás. Es una actividad semejante al interminable seccionamiento de la célula. El indostánico de las ciudades del interior, cuando conoce á un funcionario inglés ó se imagina que cualquier viajero es personaje importante en su país, le ruega inmediatamente que le proporcione un título, un simple papel autorizándolo á usar el nombre, por ejemplo, de «Luminar de la sabiduría», «Árbol de la prudencia», etc. Para él lo interesante es poder mostrar dicho diploma á sus amigos, considerándose gracias á esto por encima de ellos. La abundancia de príncipes soberanos, la tendencia del pueblo á dividirse y subdividirse en nuevas castas, necesariamente hostiles, la ambición de imaginarias distinciones y los profundos odios religiosos, impiden la existencia de una acción común y un pensamiento único en los trescientos millones de seres que pueblan la India, los cuales jamás, durante su historia milenaria, se mostraron un momento de acuerdo. Otra impresión profunda que el viajero se lleva de este país de riquezas abrumadoras, tan desigualmente repartidas, es el hambre, la feroz hambre de la India. Puede decirse que el indostánico es el único hombre de la tierra que ha realizado el milagro de vivir casi sin comer. Los japoneses comen mal, pero comen. En la China se han conocido grandes hambres, y aún se repite esta calamidad en algunos de sus distritos, vastos como naciones. Pero cuando el chino encuentra la ocasión de comer, absorbe todo lo que halla á su alcance, hasta cosas para nosotros inmundas, sin que ningún escrúpulo religioso dificulte su hartazgo. El hambre en la India es epidémica. Todos los años se ceba esta calamidad en algunos de sus territorios, destruyendo centenares de miles de seres. Al pasar junto á una de las provincias azotadas por el hambre vi un campamento de esqueletos todavía vivientes. Sus piernas eran dos cañas apoyadas en el grueso de las rótulas; las aristas de su costillaje y de su cráneo se marcaban como filos de cuchillo en la flácida envoltura de una piel seca, sin vestigios de los antiguos rellenos vitales. La autoridad británica aprisca á estos rebaños humanos que huyen del espectro amarillo del hambre; hace lo que puede por sustentarlos, pero muchas veces no puede nada, y cada veinticuatro horas mueren extenuados mujeres, niños y viejos, con la misma horrible profusión que si hubiese caído sobre ellos el cólera ó la peste. Sin embargo, no hay gente en el mundo que cueste menos de alimentar; ¡pero son tantos y se reproducen con tan inagotable rapidez!... En las calles de Bombay, donde siempre hay grandes edificios en construcción, he observado á los albañiles cuando llega el mediodía y puestos en cuclillas comen su almuerzo. Éste consiste en unos cuantos cacahuetes ó un puñadito de arroz, que sostienen en la palma de su mano izquierda. Y para hacer durar el placer de la comida, el pobre indígena va tomando con los dedos su arroz, uno á uno, ó pasea por su boca con lenta masticación el grano oleaginoso y tostado del maní. Esto es todo. Su jornal suele consistir en varios _anas_, moneda que equivale á nuestras piezas de cobre. ¡Y si pudiese trabajar todos los días!... En la India nunca se halla en relación la abundancia de brazos con la demanda de trabajadores, y los más de éstos pasan varios días de la semana sin ocupación, lo que les obliga á reservar la mayor parte de su jornal, insuficiente muchas veces para las necesidades del día en que lo ganaron. Desconocen los pueblos de Occidente una miseria como la del populacho de la India. Los pobres más pobres de nuestros campos, los mendigos más astrosos de nuestras ciudades, no podrían vivir una semana la sobria existencia del indostánico. Es demasiada hambre para un blanco. Pero estos indígenas, amenazados por toda clase de enfermedades epidémicas, mordidos por los reptiles venenosos en sus pies desnudos, explotados eternamente por sus rajás, ignorados por las autoridades británicas y sin medios de subsistencia, insisten en vivir, se han acostumbrado al hambre, yendo en aumento su cantidad de centenares de millones... Y todavía el escrúpulo religioso les prohibe nutrirse con alimentos animales, condenándolos á un escaso vegetarismo. Tal vez sea el hambre la causa principal de que este pueblo haya vivido eternamente esclavo en el curso de su historia. El viajero Tavernier, al visitar en el siglo XVII la corte del Gran Mogol, luego de haber admirado sus fabulosas alhajas, se fijó en la guardia del soberano, ricamente vestida. Los cuatrocientos mosqueteros y los lanceros que daban escolta al esplendoroso Shah-Jehan le parecieron destinados á correr ante unas cuantas docenas de soldados de Europa. Cuando presenció su comida en las dependencias del suntuoso palacio de Delhi, pudo explicarse tal flojedad. Un poco de arroz hervido era su alimento diario, y por su condición de musulmanes, osaban añadirle grasa caliente de vaca, pero con ridícula parquedad, hundiendo los dedos en una escudilla de dicho líquido antes de coger la bolita de arroz. Así se comprende que, pasado medio siglo, cayesen los persas sobre Delhi, quebrantando sin grandes esfuerzos al Imperio de los Grandes Mogoles. Los guerreros de Tamorlán, que fundaron en la India el Imperio turcomano, eran grandes devoradores de carne de yegua. Luego de perderse la hegemonía de Delhi, los únicos guerreros indostánicos fueron los habitantes del Pendjab, los _sikhs_ de Lahore, que prolongaron bajo nueva forma el poderío de los Grande Mogoles. Akbar «el Victorioso», á pesar de que era musulmán, intentó conciliar todas las religiones de la India, incluso el cristianismo y el judaísmo, dentro de una fórmula monoteísta, más filosófica que religiosa. Un comerciante de Lahore, llamado Nanak, fundó después una religión semejante, la de los _sikhs_ ó «discípulos». Esta secta, musulmana realmente, tomó una organización militar, lo que era desconocido en la India, donde las numerosas divisiones del induísmo y los devotos del budismo abominan de la guerra y todo derramamiento de sangre. Los _sikhs_, admirables soldados, crearon y sostuvieron un reino independiente en el Pendjab, que se defendió de 1800 á 1839. La Compañía de las Indias tuvo que luchar mucho para someter al famoso rey de Lahore, que había nombrado generales de sus tropas á tres oficiales franceses procedentes del ejército de Napoleón. Aún figuran los _sikhs_ como los mejores guerreros de la India, por no decir los únicos, y sus condiciones belicosas se deben tal vez á que prescinden del estricto vegetarismo de los brahmanistas y comen carne; pero debe ser de cabra, respetando la vaca y el cerdo, como lo hacen sus compatriotas induístas y mahometanos. Inglaterra trajo á Europa sus batallones durante la última guerra, y la administración militar se vió en grandes apuros para reunir todas las cabras exigidas por la manutención de tantos miles de _sikhs_. La llegada del vaporcito que va á llevarnos al _Franconia_ interrumpe mis reflexiones. ¡Adiós á la India! Vamos á empezar dentro de media hora una vida completamente nueva. Al poner el pie en la cubierta de nuestra ciudad flotante entraremos en plena civilización occidental, con sus refinamientos de higiene y bienestar. Hemos pasado varios días sin beber agua pura. La botella de soda inglesa, las más de las veces recalentada por una atmósfera ardorosa, era lo único que podía apagar nuestra sed durante las excursiones por unas tierras donde nunca se sabe cuándo termina el cólera, la peste bubónica ó la lepra, calamidades que fingen desaparecer y siguen ocultas hipócritamente para resucitar con ruidosa mortalidad. Ya no tendremos que dormir en una banqueta de vagón, con las narices obstruídas y la garganta seca á causa de las mangas de polvo que entran por las ventanillas, forzosamente abiertas en un ambiente ardoroso. No más inquietud á la hora de acostarse viendo correr por los muros escorpiones ó arañas enormes y temiendo que debajo de la cama esté oculta una de las _najas_ que horas antes se balanceaban ante la escalinata del hotel. Nos esperan en el _Franconia_ el hielo abundante y los ventiladores poderosos que ahuyentan el calor, el baño de agua purísima extraída de las profundidades oceánicas. Vamos á ignorar durante una semana la existencia de la tierra suelta en la atmósfera, que mancha y asfixia. Nos abren los brazos para recibirnos la frescura y la limpieza. Ya estamos en la ciudad blanca, toda blanca, de un blanco deslumbrador hasta en los lugares más secretos adonde vamos impulsados por groseras necesidades, que hacían dudar todas las mañanas al gran Alejandro de que realmente fuese dios, como decían sus aduladores. Nos libertamos al fin del majestuoso sillón agujereado y con brazos que aún conservan en la mayor parte de los hoteles ingleses de la India, con un indígena de gran turbante junto á la puerta dispuesto á retirar la entraña de loza apenas sale el cliente. Cinco días se prolonga esta vida blanca, limpia, higiénica, sin otros olores que los de la ropa recién lavada y los ramilletes frescos colocados en las mesas del comedor. Marchamos con rapidez, y al impulso de las máquinas se une el dulce empujón de un mar de popa que nos ayuda con el incansable y dulce asalto de sus olas. Pasan á lo lejos buques con rumbo opuesto al nuestro, luchando por abrirse paso á través de los muros azules que un mar de proa envía á su encuentro. Una mañana vemos tierra á ambos lados del buque. Estamos en el mar Rojo. Por una ironía geográfica, es el mar más densamente azul que hemos encontrado en nuestro viaje. Su título de Rojo debieron inventarlo los egipcios que vivían al término de él, junto al istmo, á causa del desagüe del gran canal del Nilo. Como es un mar estrecho, bajo el cielo del Trópico y entre riberas que parecen arder por exceso de sol, sufre una gran evaporación, lo que concentra extraordinariamente la sal de sus aguas. Entramos en uno de los dos canales que forma la isla volcánica de Perim, fortificada por los ingleses, la cual estrecha todavía más la boca angosta de este mar. Luego, á nuestra derecha, en la costa asiática, que es la del Yemen, vemos una ciudad árabe, toda blanca. Los minaretes de sus mezquitas cortan el cielo, intensamente azul, sin una nube, ascendiendo en rivalidad con una torre moderna de metal que debe ser un faro. Estamos ante la famosa ciudad de Moka. Algún tiempo después vamos pasando junto á dos islotes altos y angostos, uno de los cuales tiene un faro en su cumbre. Ambos pitones se muestran agujereados como un panal; parecen enormes esponjas petrificadas; desde su cintura de espumas hasta su cúspide tienen el mismo aspecto de la piedra pómez. Los navegantes, por su proximidad y semejanza los llaman «los Dos Hermanos». Nos cruzamos frecuentemente en este mar-callejón con grandes paquebotes que se dirigen á la India, Java ó Australia. Van quedando detrás del _Franconia_ dos vapores despintados y viejísimos, mendigos del mar, que se arrastran tosiendo humo por su asmática chimenea. Varios galeones de velamen obscuro, casco redondo é incesante balanceo parecen acompañar á los vapores inválidos. Estos buques árabes pertenecen al cabotaje del mar Rojo, y pasan muchas veces en unas horas, con un simple cambio de vela, de los puertos de Asia á los puertos de África. Los vetustos vapores llevan sus cubiertas repletas de gentío, como si transportasen rebaños humanos. Son peregrinaciones musulmanas procedentes de la India ó de los puertos del África intertropical que van á visitar la Meca, desembarcando un poco más arriba de Port Sudán, donde bajaré yo mañana. Estas peregrinaciones marítimas á la Meca y los veleros árabes dan al mar Rojo un aspecto extraordinariamente exótico para los viajeros que vienen de Europa. Un mundo nuevo empieza para ellos. Nosotros venimos de dar la vuelta á la tierra, nos acercamos al término del viaje, y el mar Rojo nos parece algo ordinario que vimos muchas veces, como si estuviese unido á nuestro pasado. Es tal vez porque al final de este callejón marítimo está el Mediterráneo, toda la vida europea, que encontraremos en el término de unas semanas, y podríamos ver antes de cinco días si continuásemos marchando en línea recta. La noche en el Sur del mar Rojo, entre la costa africana y la de la Arabia Feliz, ofrece una novedad inolvidable. El brusco salto del calor solar á la frescura nocturna produce una evaporación extraordinaria. El ambiente está impregnado de olores de sal recalentada y de marisco. Grandes peces de luminosidad azul, como si estuviesen untados de fósforo, corren junto á la proa, rivalizando en velocidad con el buque. Luego quedan atrás, entrecruzándose en sus jugueteos caprichosos. Va aumentando la evaporación según avanza la noche, y moja las cubiertas lo mismo que una lluvia. La vasta plaza triangular de la proa brilla como un espejo; toldos y tabiques barnizados chorrean bajo el aguacero invisible. Brillan las luces eléctricas envueltas en un halo de humedad, mientras encima de la chimenea y los mástiles parpadean los astros en un cielo ardoroso de verano. Mañana estaremos entre la Arabia Pétrea y la costa del Sudán. Mañana pisaré el suelo de África. XII EL PAÍS DE LOS AROMAS Las «tierras celestiales».--El «triángulo» de la protohistoria.--Civilización de los remotos hymiaritas ó sabeos.--Balkis ó Makeda, la reina de Saba.--Cómo su hijo robó las Tablas de la Ley, llevándolas de Jerusalén á la capital de Abisinia.--Las leyendas del País de los Aromas.--Port Sudán.--Los vendedores de marfil.--«Vaya usted á Kartum.»--Las calles de Port Sudán.--El ferrocarril del desierto.--Las primeras gacelas.--Aldeas sudanesas.--La biografía escrita en el rostro á cuchilladas.--Kartum la misteriosa. Vamos á desembarcar en Port Sudán, y contemplo por última vez las costas que venimos siguiendo en los dos últimos días, desde que atravesamos el estrecho de Bab-el-Mandeb pasando junto á la isla de Perim, portería fortificada del mar Rojo. Estas riberas del lado de Asia y de África pertenecieron al famoso País de los Aromas, tan admirado hace cincuenta siglos. Los egipcios le dieron también el título de «tierras celestiales» por sus ricos productos, y en otras ocasiones los navegantes faraónicos lo llamaron el Punt. Las «tierras celestiales» son hoy costas ardorosas de piedra y arena, completamente áridas, con extensos bancos de coral, pero sin duda en una remota antigüedad fueron mejores sus condiciones climatéricas. Aparte de esto, las costas bajas, de asfixiante temperatura, sólo sirvieron para el embarque y desembarque de los navegantes que mantenían la comunicación entre las poblaciones de los dos macizos montañosos del mar Rojo: el de África, ó sea la actual Abisinia con parte del Sudán, y el de Asia, poblado por los hymiaritas ó sabeos en el Yemen ó Arabia Feliz. La ciencia histórica sabe poco del pasado de estos países, guiándose por conjeturas más que por realidades, pero no es aventurado creer que presenciaron una civilización floreciente, anterior á todas las europeas y tal vez á la misma egipcia, que algunos tienen por la más antigua de las conocidas. Varios autores afirman que un centro activo de civilización se formó remotamente en la entrada del mar Rojo, sobre los grupos montañosos que se alzan en sus dos costas. Según ellos, los tiempos más antiguos de la historia humana pueden simbolizarse por medio de un triángulo ideal, cuyos puntos paralelos corresponden á Babilonia y Egipto, ocupando el ángulo inferior lo que hoy se llama Arabia Feliz. Cuando aún no existía el pueblo fenicio y ningún hombre había osado navegar sobre las aguas del Mediterráneo, gran número de mercaderes, terrestres y marítimos, traficaban siguiendo las tres líneas de dicho triángulo. Tal vez los primeros trueques comerciales é intelectuales de la protohistoria humana se realizaron en este «trípode» geográfico. El país de los hymiaritas producía las materias más preciosas de aquella época, las que representaban el mayor de los lujos, el incienso, otras gomas olorosas, y las especias que miles de años después hubo que buscar en Asia. La altura de las cordilleras y sus frecuentes brumas favorecieron dicho cultivo. Además, la industria humana creó pantanos para el riego, cuyos restos milenarios se encuentran aún en las montañas de Arabia. Dichas obras se arruinaron con el tiempo, y nuevas generaciones, decadentes y faltas de libertad, carecieron de energía para rehacerlas. Esto, unido á un cambio de las condiciones climatéricas, borró la remota civilización de los hymiaritas, convirtiéndose las antiguas plantaciones en arenales y montañas escuetas. Todavía en Abisinia y en las altas planicies de la Arabia Feliz subsiste un recuerdo de la antigua prosperidad con la abundancia de ganadería y campos cultivables, pero los terrenos profundos y ardientes entre estos dos macizos situados á orillas del mar Rojo no recuerdan en nada el famoso País de los Aromas. Hace siglos que las dos riberas de este mar cayeron en un período de extrema regresión. Ya no producían aromas ni especias, y los comerciantes, al buscar tales productos en la India, preferían traerlos por medio de caravanas á través del istmo de Suez, transporte más rápido, no obstante sus dilaciones y peligros, que el marítimo. Los navegantes del mar Rojo no osaban en los tiempos primitivos apartarse de las costas, anclando todas las noches, y un viaje á la India costaba dos ó tres años. Sólo bajo la última dinastía faraónica descubrió uno de estos navegantes la periodicidad de los vientos monzones, que soplan durante seis meses en una dirección y seis meses en la opuesta, pudiendo lanzarse los buques á las travesías en alta mar, seguros de su llegada á la India y su regreso. Actualmente, á pesar de hallarse tan próximas las dos costas del mar Rojo, sólo los barcos musulmanes realizan un tráfico insignificante entre los puertos moribundos de la orilla asiática y la orilla africana. Todo el movimiento de este mar es longitudinal desde Suez á Perim, y los miles de buques que pasan por año no se preocupan de las montañas de ambas riberas, que probablemente sirvieron de solar á la primera civilización conocida. Tal vez de la costa asiática que se extiende hasta el golfo Pérsico y de la africana que va hasta el cabo Guardafuí--llamado en otra época cabo de los Aromas--partieron agricultores hymiaritas para colonizar de Sur á Norte las riberas del Nilo hasta su desembocadura en el Mediterráneo. Poco se sabe de su pasado, pero muchos suponen que además de agricultores fueron mineros, explotando hace miles de años las famosas minas de oro del territorio de Sofala, cuyos productos buscó doce ó quince siglos después el rey Salomón. No se conocen las ciudades que seguramente existieron del lado de la Arabia Feliz y en los montes africanos donde nace el Nilo Azul. Lo más antiguo que se ha descubierto de esta civilización desaparecida es la existencia de Hammurabi, conquistador y legislador surgido del pueblo hymiarita, y dicha existencia la conocen los arqueólogos por los textos cuneiformes de varias piedras tumulares encontradas en el país. Este caudillo del mar Rojo, avanzando por las orillas del golfo Pérsico, se enseñoreó de toda la Mesopotamia y acabó siendo dueño de Babilonia. La riqueza y el comercio de su país hicieron posible tal conquista. Diez ú once siglos después de él menciona la leyenda á la fastuosa reina de Saba. Sin duda, se llamó Saba la capital floreciente de los hymiaritas, proporcionando á éstos su segundo título de sabeos. Todavía son llamados sabeos los adoradores de los astros que atribuyen al cielo una influencia planetaria sobre el destino de personas y ciudades. Esta astrología sabea fué una ciencia que los comerciantes hymiaritas ó de Saba esparcieron en la antigüedad «de factoría en factoría, de oasis en oasis, de pueblo en pueblo, contribuyendo á dar un carácter casi sacerdotal á una nación de la Arabia Feliz poco conocida». El mundo de entonces admitió con facilidad que una alta potencia mágica debía corresponder lógicamente á la riqueza y los excelentes géneros vendidos por los hombres del mar Rojo. La esplendorosa Balkis, nombre oriental de la reina de Saba, nació en dicho país, á un lado ó á otro del mar Rojo, pues la nación sabea ocupaba ambas costas. Como es sabido, Balkis visitó á Salomón atraída por su renombre y le «expuso varios problemas difíciles», como dice la Biblia, que el inteligente sultán del pueblo judío resolvió con facilidad. Después de premiarle con el regalo de su cuerpo, volvió la reina de Saba á su tierra, dejándole un presente de «ciento veinte talentos de oro, gran abundancia de especias y no menos cantidad de piedras preciosas». Esta visita de Balkis á Salomón ha sido recordada siempre en Arabia y Abisinia. Muchas familias creen descender del encuentro amoroso del rey de Judea con la reina del País de los Aromas, siendo la más principal de todas ellas la familia reinante en Abisinia. El emperador ó Negus de Abisinia se titula «rey de los reyes» por considerarse heredero directo de Salomón. Mi amigo el eminente escritor francés Hugues Le Roux pasó varios años de su juventud al lado de Menelik, victorioso emperador de Abisinia, y gracias á tal intimidad pudo conocer las tradiciones de su dinastía, guardadas siempre en absoluto secreto. Los abisinios no llaman Balkis á la reina de Saba, nombre usado por judíos y árabes, que adoptaron finalmente los pueblos de Europa. El nombre abisinio de la célebre reina es Makeda, y las crónicas imperiales cuentan que al volver á Saba tuvo un hijo de Salomón, llamado Baina-Lekhem, «el hijo del sabio». Cuando este príncipe de Etiopía llegó á los veinte años quiso conocer á su padre, y se encaminó á Jerusalén, llevando como identificación de su persona una sortija usada por su madre, recuerdo de amor que le había entregado el rey de Judea en el momento de su partida. No necesitó Salomón examinar el anillo para reconocer á su hijo. Al ver entrar á éste en su palacio se levantó del trono, tendiéndole los brazos, y dijo á su corte: --He aquí mi padre, el rey David, tal como era en su juventud. Ha resucitado entre los muertos para venir á visitarme. Durante algunos meses se sucedieron grandes fiestas en Jerusalén, y el sabio monarca fué concediendo á su hijo toda clase de honores. Mas en esto, un ángel se apareció en sueños varias noches al hijo de Makeda y á los principales etíopes de su séquito, ordenándoles que penetrasen en el Templo para robar las Tablas de la Ley, guardadas en el Arca Santa, y se las llevasen á su país. Así lo hicieron; y cuando Baina-Lekhem volvió al lado de su madre con dicho objeto divino, los sabeos lo aclamaron llamándole «rey David», nombre que usó el resto de su vida. De este modo pasaron las Tablas de la Ley á ser guardadas por los emperadores de Abisinia descendientes de la reina de Saba, pero las ocultan y no quieren que sea conocida la existencia de tan valioso depósito, por miedo á que las roben los judíos. Son los griegos los primeros autores que mencionan el País de los Aromas, pero llegaron á Egipto y conocieron el mar Rojo cuando ya habían terminado las dinastías faraónicas y el dominio del Nilo estaba en manos de los emperadores persas. Herodoto consagra á la deliciosa «tierra de los perfumes» una de sus _Historias_, afirmando que «esparce un olor divino». El país de Saba era abundante en gomas de rara virtud, como la mirra, el incienso y otras cuyo nombre no se ha podido identificar con los productos actuales. Además daba el kat, hierba que se emplea como el café y embriaga lo mismo que el _hachich_. Herodoto escuchó en Egipto todas las leyendas que los navegantes fenicios habían inventado sobre el País de los Aromas para asombro de sus oyentes, y que á su vez los mercaderes gustaban de difundir, con objeto de aumentar el precio de los productos de esta tierra lejana y que nuevos rivales no vinieran á abaratar su negocio. Pequeñas serpientes de cuerpo pintarrajeado y con alas volaban en densas nubes alrededor de los árboles del incienso. Murciélagos feroces de grito estridente y uñas ponzoñosas defendían las plantaciones de canela. Pájaros gigantescos arrebataban á los hombres hasta las nubes, dejándolos caer como pasto dentro de sus nidos fabricados con varitas de cinamomo. Venir al País de los Aromas era empresa temeraria. Una pintura egipcia representa el viaje de la flota del faraón al oloroso reino de Punt, viéndose en sus diversas escenas cómo las tripulaciones trasladan á las naves árboles de incienso metidos en cestas para replantarlos en su patria. «Los marinos imaginativos del mar Rojo--dice Elíseo Reclús--es casi seguro que navegaron hasta el golfo Pérsico y las costas de la India, creándose de este modo, en el curso de los siglos, una enorme ola de fábulas griegas, egipcias, asirias, iranias é indostánicas, que rodó por el inmenso espacio comprendido entre el desierto de Sahara y el desierto de Goby, entre el Brahmaputra y el Guadalquivir, enriqueciéndose incesantemente la facilidad inventiva de cada narrador, hasta que al fin tomó forma concreta bajo la pluma de los escribas árabes, formando la maravillosa colección de _Las mil y una noches_ en la Arabia mulsumana, el _Javidan Khirad_ en la Persia y el _Pantcha Tantra_ en la India.» Como todos los grandes trasatlánticos siguen longitudinalmente su navegación por el mar Rojo, la entrada del _Franconia_ en Port Sudán causa una verdadera emoción en los habitantes de dicho puerto. Pocas veces han visto un buque de tan considerable tonelaje. Port Sudán tiene unos treinta años de existencia, habiendo sido creado como punto de partida del ferrocarril estratégico que va á Kartum. Al penetrar en su plaza acuática vemos un pequeño vapor italiano que hace escala antes de llegar á la vecina Eritrea, colonia de Italia. Nuestro paquebote, por un alarde maniobrero de su capitán, en vez de anclar en el centro del puerto, ya que sólo debe permanecer aquí un par de horas, consigue situarse pegado al muelle, lo que aumenta el asombro de las gentes del país. Parece más pequeño este nuevo puerto cuando la muralla de metal con sus filas de ventanos redondos queda junto al malecón, como si continuase el suelo. Casi todos los pasajeros siguen el viaje hasta Port Tewfik, en el canal de Suez, ansiosos de ver Egipto. Sólo unos cuantos descendemos aquí para internarnos en Sudán hasta la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul, atravesar luego el desierto de Nubia, salvando la línea de obstáculos fluviales que existe entre la sexta catarata y la segunda, y bajar el célebre río entre dicha catarata y la primera. De este modo llegaremos á Assuan, último límite para la mayoría de los visitantes de Egipto que suben el Nilo desde El Cairo, avanzando de Norte á Sur. Abandonamos el _Franconia_ en el mar Rojo, pero volveremos á encontrarlo en el puerto mediterráneo de Alejandría. Vamos ligeros de equipaje. Hemos de viajar en tren especial por el ferrocarril sudanés que construyó el gobierno británico y en vapores nilóticos del gobierno de Kartum, atravesando tres antiguas nacionalidades, el Sudán, la Nubia y el Egipto, este último en toda su longitud, desde su extrema frontera de Wady-Halfa, en el desierto nubio, hasta el delta. Al pisar el muelle caemos en un mundo nuevo. Los cambios geográficos y étnicos son más bruscos en los viajes por mar que en los terrestres, donde el observador puede habituarse por gradaciones á las diferencias de personas, edificios y paisajes, entre una nación y otra. Más allá de los barracones del puerto veo arena, arena por todas partes, arena hasta la línea del horizonte: el desierto tal como aparece en los cuadros, con raros grupos de palmeras macilentas. El calor es ardiente, punza la piel apenas nos alejamos de la tibia humedad del mar. Hace siete días los indígenas que nos rodeaban eran indostánicos sonrientes, tímidos, bien educados. Ahora nos vemos entre negros atléticos, de jeta bestial, con los miembros de ébano surcados por rayas profundas, cicatrices de bárbaras heridas. Llevan faldellines de fibras colorinescas y á modo de bastón se apoyan en una jabalina que puede servir de lanza. Otros son beduínos de astroso albornoz, con una cuerda de pelo de camello atada á las sienes y la barba tan larga que parece un adorno postizo adherido al enjuto y picudo rostro. Estos musulmanes de tez pálida ó rojiza recuerdan los personajes de ciertas láminas en las ediciones románticas de la Sagrada Escritura. Todos ellos van horriblemente sucios y son al mismo tiempo bellamente majestuosos. Algunos milicianos del país encargados de la policía del puerto llevan al cinto una bayoneta de cubo, reveladora de la antigüedad del fusil que dejaron en su cuartel. El uniforme de estos guerreros negros al servicio del gobernador del Sudán es de color kaki, como el de cualquier soldado inglés. Lo más original es su tocado, un turbante azul obscuro en forma de pan de azúcar, llevando delante, á guisa de escarapela, el sello dorado de Salomón. Las damas que vienen en el buque y van á continuar su viaje á Suez han despertado antes de salir el sol, lanzándose á tierra atraídas por el pequeño mercado que acaban de instalar algunos beduínos. Todo lo que venden es de marfil, collares, pulseras, chapas de cepillo, peines, etc. Estamos en África y es difícil resistirse á la tentación de hacer compras en el país del marfil. Veo cómo los artículos ofrecidos en los diversos puestos van disminuyendo con rapidez entre las manos ávidas de las pasajeras, especialmente los collares. Y estos «hijos del desierto», que no saben leer y abominan de otra intelectualidad que la de escuchar con la cabeza baja el recitado del Corán hecho por algún santón de negra túnica, conocen muy bien la existencia del dólar así como su importancia monetaria. Todo lo ofrecen en dólares y se niegan á admitir otro signo de cambio. Los collares de marfil son vendidos sin regateo á tres ó cuatro dólares. Las americanas se entusiasman pensando en los regalos que podrán hacer á sus amigas cuando vuelvan á Nueva York. Precisamente ahora están de moda dichos collares. Sigo contemplando la blancura inmaculada del marfil y aprecio mentalmente la cantidad de dicha materia invertida en los objetos que ofrecen estos vendedores. El contenido de sus cajas representa media docena de colmillos de elefante viejo, y bien sabido es la rareza creciente de este animal en África y el precioso valor de sus defensas, enviadas inmediatamente á Londres y otras plazas comerciales para la producción de obras artísticas que exigen marfil puro, sin falsificación alguna. Además, ¿en qué talleres fabrican estos indígenas tanto collar, tantos objetos de tocador, cuyo uso desconocen seguramente?... Pienso en el celuloide, en la caseína, en otras materias que desde hace años sirven para las enormes cantidades de falso marfil que usamos, sin preocuparnos de su legitimidad. El _Franconia_ empieza á separarse de la orilla. Todas las pasajeras asomadas á las cubiertas saludan á nuestro pequeño grupo, que parece en medio del muelle una cuadrilla de desterrados. Tal vez ofrecemos desde lo alto del buque un aspecto de prisioneros, á causa de los negros armados de lanzas y los beduínos con aspecto de ladrones que nos rodean. Algunas americanas agitan, como pañuelos, los manojos de collares que acaban de adquirir, alegres y orgullosas de su negocio. Empiezan los vendedores á guardar el sobrante de sus géneros, considerando terminado el mercadillo. En buena regla comercial, creo llegado el momento de intervenir ofreciendo precios muy rebajados, ya que sólo quedo yo como comprador. Pero negros y beduínos me contestan con desprecio. Ó venden en dólares y al mismo tipo que á las damas, ó no venden. Y siguen guardando en las cajas sus preciosidades. Ofendido por esta desdeñosa testarudez, suelto la verdad, guardada hasta ahora. Todo su marfil es falso. ¿Dónde se encuentran elefantes en esta tierra? Hay que ir á buscarlos al centro del Sudán, y cada día son menos numerosos. Me huelen sus artículos á fabricación alemana remitida desde Hamburgo para que la ofrezcan los indígenas con el prestigio de un decorado exótico. Mis afirmaciones escandalizan á los empleados del puerto, á los milicianos, á todos los curiosos de Port Sudán que han acudido para ver el _Franconia_. Se indignan como si oyesen un sacrilegio, como si atentase yo contra el honor del país. No hay quien dude de la legitimidad del marfil, cual si esto fuese un dogma, y cuando vuelvo á preguntar dónde están las fábricas, uno que va vestido á la europea, con casco blanco, interpreta el pensamiento de sus convecinos diciendo con una voz autoritaria que no admite réplica: --Aquí no hay fábricas de objetos de marfil; pero cuando llegue usted á Kartum las verá á docenas, y le enseñarán, además, verdaderas montañas de colmillos. Se alejan los mercaderes con sus cajas, y yo debo seguir á mis compañeros de viaje, que se dirigen á la población de Port Sudán, situada al final del puerto. Cruzamos éste en una lancha para descansar en el hotel hasta las diez de la mañana, hora de la salida de nuestro tren para Kartum. La ciudad es un arenal con edificios esparcidos. Desembarcamos frente á la casa del gobernador, única construcción de dos pisos, que tiene ante su puerta una batería de piezas de campaña. La calle consiste en un entarimado de tres metros de anchura, y gracias á él nos libramos de hundir los pies en la arena. En esta avenida de tablones nos cruzamos con varios oficiales italianos y otros pasajeros de igual nacionalidad que vuelven al vapor para continuar su viaje á la próxima Eritrea. Cerca del hotel vamos pasando entre dos filas de presos negros, vestidos de gris, con una cadena del pie á la cintura, que acarrean á hombros grandes vasijas de agua. Un miliciano de rostro simiesco, carabina corta y mitra negra de persa con el sello de Salomón basta para vigilar esta doble hilera de veinticinco ó treinta presidiarios. En la puerta del hotel algunos marineros árabes nos ofrecen hermosos peces de color de plata, casi tan grandes como sus congéneres de brillo fosfórico que han corrido dos noches junto á la proa de nuestro vapor. Visitamos con rápida curiosidad las calles de Port Sudán habitadas por los indígenas. Como el terreno debe costar muy poco, estas calles merecen por su anchura el título de plazas estiradas. De un edificio á otro puede soplar el viento libremente, arremolinando la arena del suelo. Muchas casas parecen de piedra, pero vistas de cerca, sus bloques resultan de coral. Todas son con soportales y la mayor parte están ocupadas por cafés. No se comprende cómo tienen dinero para pagar sus clientes de sucio alquicel, careciendo este país de campos y rebaños. Deben vivir todos ellos del tráfico del puerto ó del comercio de las caravanas. Algunas puertas empavesadas con trapos de abigarrados colorines revelan la existencia de bazares indígenas. Las mujeres usan mantos rojos, y á pesar de ser musulmanas, llevan el rostro descubierto, con joyas bárbaras de cobre en la frente, las orejas y la nariz. Después de vagar por las tres ó cuatro calles de la pequeña ciudad, nos encontramos en el campo. Arena por todos lados, el desierto con algunos grupos de plantas espinosas. Los camellos, hundidos en dichos matorrales, rumian trabajosamente, con el cuello muy estirado. Blanquean sobre el suelo huesos esparcidos, costillares curvos como aros de tonel, todo lo que resta del esqueleto de una de estas bestias. Cambia un poco el paisaje al alejarnos de Port Sudán. Los ingleses tuvieron que construir la población en esta llanura arenosa para aprovechar un puerto natural. En las costas del mar Rojo abundan los arrecifes coralinos, son frecuentes los naufragios cuando se navega cerca de la orilla, y la existencia de un buen puerto resulta inapreciable. Vemos desde el tren cauces de ríos completamente secos y muy anchos. Sólo deben estar llenos unas cuantas horas durante el año, cuando llueve en las montañas de Abisinia y el agua que no recoge el Nilo Azul corre hacia el mar por caminos supletorios. Estos cauces tienen una arena más fina, más próxima á la contextura de la tierra vegetal. A trechos surgen de sus entrañas plantas de un verde más claro y jugoso que el polvoriento de los matorrales. Junto á esta vegetación extraordinaria y tentadoramente comestible descubrimos unos venados de formas esbeltas, ligeros en sus movimientos, con patitas largas sutiles como agujas, que, al galopar, tienen la vertiginosa actividad de un volante ó una rueda de maquinaria. Son las primeras gacelas que encontramos en este país donde tanto abundan. Pasa el tren ante varias aldeas rodeadas de árboles. En todas se adivina la presencia invisible de algún exiguo curso de agua. Hay rectángulos de verdura, pequeños campos de plantas comestibles, junto á chozas de techo cónico, que me recuerdan los ranchos de algunos países de la América del Sur. En las estaciones donde hacemos alto para que la locomotora tome agua, apreciamos de cerca el aspecto de los sudaneses. Hombres y muchachos ostentan un puñal corvo atravesado en la cintura y un garrote de madera blanca en su diestra. La especialidad de estas gentes es que, varones, mujeres y niños, llevan todos la cara surcada de tajos en forma de letras misteriosas ó de jeroglíficos. Sus padres les hicieron estas heridas en su infancia. Son las marcas de la tribu, del pueblo, de la tradición familiar. Un sudanés se consideraría abandonado sin esta historia escrita en su rostro para siempre. Visten túnica blanca, que ondea detrás de ellos con el aire que levanta su marcha, y ciertos jóvenes de porte audaz, satisfechos de su persona, indudablemente los elegantes del país, llevan colgando sobre el cogote una melena dividida en numerosos tirabuzones. Permanecen las camellas inmóviles en los campos, rodeadas de sus pequeñuelos, que inician sus primeros galopes con grotesca violencia. Los niños, que sólo ven pasar el tren tres veces en el curso de la semana, regocijados por este convoy extraordinario, todo de vagones lujosos y con un comedor á la cola, desean prolongar su examen, y cuando parte de la estación trotan junto á él, siguiendo el borde de la vía, sin perder terreno, revelando la solidez de sus pulmones, hasta que al fin empiezan á quedar rezagados. La gente sudanesa parece poco habituada al uso del metal. No conocen otro que el de sus armas. Sus instrumentos agrícolas son de madera dura, como en tiempo de los faraones. Las joyas de mujeres y hombres consisten en collares de pelo de camello trenzado con piedras azules. Los tejidos que usan son igualmente de pelo de camello. Vamos entrando en el enorme reino--todo el continente africano--de esta bestia ruda y útil, que sirve de navío en los mares de arena, da con su leche la única alimentación animal que ordinariamente conocen estas gentes, y con su pelo y su piel sustenta la rudimentaria industria del país. A nuestra izquierda, por la parte del mar Rojo, vemos un grupo de montañas de diversos colores, bermejas, pardas ó muy negras, como si las hubiesen quemado recientemente. Se inicia el crepúsculo sobre sus cumbres. Algunas nubecillas reflejan los últimos resplandores del sol, que se hunde al otro lado de nuestro vagón, en el horizonte rectilíneo de una llanura monótona. Dormiremos en el tren, rodando sobre una línea férrea que nunca hubiese existido de no ocurrir la famosa sublevación del Mahdí y la toma de Kartum por los fanáticos de este profeta. Necesitó Inglaterra construir esta línea estratégica para dominar sólidamente el Sudán y afirmarse en la confluencia de los dos Nilos, el Azul y el Blanco. Mañana estaré en Kartum, viendo realizada una de las mayores ilusiones de mi viaje. Todos hemos tenido en nuestra juventud una ciudad predilecta y misteriosa, que nos interesaba extraordinariamente por lo mismo que estábamos seguros de que jamás iríamos á ella. Para mí, antes de los veinte años, esta ciudad fué Kartum. XIII NILO BLANCO Y NILO AZUL Mohamed-Alí, tirano progresivo, y su civilización violenta.--Fundación de Kartum.--Aparece el Mahdí.--La guerra de los derviches.--El novelesco general Gordon.--Famoso sitio de Kartum.--El ferrocarril estratégico desde Port Sudán que venció al Califa.--Mis recuerdos juveniles de la época de Gordon.--Ruinas de Meroe.--Los etíopes agrupados en las estaciones.--Van pasando caravanas.--El asno y el camello.--En Kartum.--Hombres con camisa de mujer.--Yates alquilados para cazar hipopótamos y leones en el Nilo Blanco.--Otra vez el marfil.--«Vaya usted á Omdurmán.»--Los coptos.--El Nilo Azul en la noche.--La fresca canción del agua. Cuando las tropas de la primera República francesa tuvieron que abandonar Egipto después de la huída de Bonaparte y del asesinato de Kleber, quedaron frente á frente disputándose la posesión del país los mamelucos, especie de guerreros feudales, á los que habían batido los franceses, y los caudillos del sultán de Turquía, poseedor de esta tierra desde siglos antes. Entre los jefes secundarios del ejército turco figuraba un macedonio, un griego musulmán, llamado Mohamed-Alí, coronel de mil albaneses. El general del ejército turco intentó matarlo por creerle autor de una de sus derrotas, y Mohamed-Alí pasó al lado de los mamelucos, batiendo á sus antiguos amigos en todos los combates. Dotado de raras condiciones de militar y de gobernante, se apoderó en poco tiempo del Egipto, expulsando á los turcos y suprimiendo á los mamelucos, sus nuevos compañeros. Al quedar solo, fué señor absoluto de todo el país, como cualquiera de los faraones de las dinastías más gloriosas. Por intervención de Inglaterra y otras potencias, se allanó á pagar al emperador de Turquía un tributo en señal de vasallaje, pero aparte de ello dispuso del valle nilótico como un soberano independiente. Este Mohamed-Alí, fundador de la dinastía que aún gobierna Egipto en la actualidad, es el personaje más eminente que produjo dicho país en el pasado siglo. Quiso sacar al pueblo de su apatía secular, creó un ejército y una flota, intentó instruir al _fellah_ y hacer de él un europeo, mejoró la agricultura, abrió escuelas, creó industrias nacionales, trajo de Europa numerosos instructores y maestros. Muchas de sus creaciones perecieron poco después, como ocurre casi siempre con las obras rápidas, de precipitada ejecución. Pretendió en unos cuantos años resarcir á su país de un quietismo de veinte siglos. Pero de todos modos su impulso violento sirvió para despertar á Egipto, y aún subsiste una mínima parte de las fundaciones de este dictador que difundía el progreso á golpes. Una vez dueño del Nilo clásico, quiso extender sus conquistas por la Nubia y el Sudán. Como Egipto es una creación del Nilo, procuró, lo mismo que muchos faraones, someter á su gobierno las remotas fuentes de la gran vía acuática nutridora del país. Su hijo Ismail-pachá, en 1820, avanzó por las riberas nilóticas de la Nubia y la parte del Sudán llamada Etiopía Baja, conquistando todas las tierras comprendidas entre la primera y la sexta catarata hasta llegar á la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul. En este cruzamiento, que es donde verdaderamente empieza el Nilo sin sobrenombre, encontró un pequeño grupo de cabañas, llamado Ras-el-Kartum, y dos años después Kartum (en árabe, «Trompa de Elefante») se transformó en una ciudad fortificada, capital del Sudán. Bajo el reinado de Mohamed-Alí y sus inmediatos descendientes, continuó el desarrollo de Kartum á causa de su posición geográfica, hasta convertirse en un importante centro comercial. La autoridad egipcia sólo se hacía sentir desde El Cairo, á 2.700 kilómetros de distancia, por medio de gobernadores cuya firmeza y conducta moral dejaban mucho que desear. Todos ellos se enriquecían con el tráfico de esclavos, realizado descaradamente á pesar de las reclamaciones formuladas por los diplomáticos extranjeros residentes en Egipto. En 1881, habitaba la isla de Abba sobre el Nilo un sudanés de origen humilde, un tal Mohamed-Ahmed, de cuarenta y siete años, doméstico en su juventud de un médico francés al servicio del gobierno egipcio. Este Mohamed-Ahmed empezó á gozar entre sus correligionarios gran reputación de santidad. Todos los indígenas, al descender ó remontar el Nilo, se detenían en la isla para entregar ofrendas al milagroso derviche y escuchar su palabra. Cuando juzgó suficientemente numerosa su corte de fanáticos, se declaró Mahdí, título que significa «el Dirigido». Según la tradición musulmana, el Mahdí es un enviado de Dios, dirigido por él, que debe venir algún día, pues así lo anunció el mismo Mahoma, para completar la obra del Profeta, regenerar el islamismo y someter el mundo entero á la media luna. Los discípulos predilectos del Mahdí y los que después le sirvieron como lugartenientes se llamaron derviches, indicando de tal modo el carácter religioso de su campaña. Como la isla de Abba empezaba á ser un centro de agitación para el Sudán, el gobernador egipcio de Kartum resolvió prender al santo personaje y enviarlo al Cairo á disposición de su gobierno. Para esto expidió doscientos cincuenta soldados de un regimiento negro, con dos cañones, dando á su jefe la orden de capturar al profeta por sorpresa ó á viva fuerza. Los negros desembarcaron en Abba, inquietos y temerosos á causa del carácter sagrado del Mahdí. Los más de ellos sabían por los sudaneses que bastaba una palabra suya para que la pólvora se convirtiese en agua. Cuando estos soldados temblorosos se presentaron ante la vivienda del santo derviche, los fanáticos cayeron sobre la tropa egipcia, matando á una tercera parte, mientras el resto se embarcaba en desorden y á toda prisa para llevar á Kartum la noticia de su derrota. El efecto moral de este primer triunfo fué inmenso en todo el Sudán, apreciándolo las gentes como un milagro indiscutible. Pero el profeta no quiso aguardar sus homenajes y abandonó la isla de Abba para refugiarse en los bosques del Kordofan, afluyendo á él sectarios de todos los territorios cercanos. En poco tiempo se vió al frente de una horda de muchos miles de guerreros, y como á la vez se desarrollaba en Egipto la revuelta nacionalista del coronel Arabi-pachá contra la influencia extranjera, el gobierno egipcio no pudo reprimir inmediatamente la insurrección de los derviches. Al fin, la insistencia de los representantes de Inglaterra consiguió que Egipto enviase un ejército de 12.000 hombres contra el Mahdí, mandado por un jefe británico á su servicio. La muchedumbre sudanesa, armada solamente de lanzas y azagayas, pero enardecida por la temeridad del musulmán fanático que desea morir para verse en el paraíso ofrecido por el Profeta, arrolló al ejército anglo-egipcio, á pesar de sus cañones y fusiles, aplastándolo completamente. Luego el Mahdí derrotó otras dos columnas egipcias, apoderándose de la mayor parte del Sudán, hasta cortar las comunicaciones entre Kartum y el mar Rojo, ó sea el camino que seguimos nosotros ahora en ferrocarril. Así empezó en 1883 el sitio de Kartum, episodio que durante un año preocupó á todas las naciones, con inquietudes semejantes á las inspiradas por la suerte de Port-Arthur durante la guerra ruso-japonesa, ó la de Verdún en la gran guerra europea. Un personaje de raza blanca, tan interesante y novelesco como el Mahdí, se irguió de pronto frente al sitiador. Inglaterra tuvo en la segunda mitad del siglo XIX una especie de cruzado de la colonización británica: el general Carlos Jorge Gordon. Sus compatriotas, orgullosos de su gloria, lo consideraban al mismo tiempo un tipo exótico, llamándole comúnmente Gordon «el Chino» ó Gordon-pachá. Había mandado el ejército chino en 1870 para combatir á los enemigos del Imperio, llamados Tai-Ping ó «revoltosos de los cabellos largos». Con unos cuantos europeos reorganizó las tropas chinas, salvó á Shanghai y acabó por vencer á los insurrectos. Era un personaje algo místico, que tenía gran confianza en su influencia espiritual. En realidad, su energía serena le proporcionaba un gran ascendiente sobre las razas inferiores. Hacía la guerra sin armas, con un simple bastoncito en la diestra, pero marchaba á la cabeza de sus soldados cuando éstos cargaban á la bayoneta, colocándose el primero en los lugares de mayor peligro. Los chinos estaban convencidos de que ninguna bala podía tocarle. Después de salvar á la dinastía manchur no quiso ser más tiempo generalísimo de su ejército y regresó á Inglaterra como simple teniente coronel. En 1874 entró al servicio de Egipto y fué nombrado gobernador del África ecuatorial, extendiendo las fronteras egipcias considerablemente. Cinco años después presentó la dimisión por divergencias con Tewfik, el nuevo kedive, pasando á la India, donde obtuvo el grado de mayor general. Al quedar sitiado Kartum, el gobierno del Cairo pensó en él. Los soldados egipcios lo adoraban como un guerrero sobrenatural, lo mismo que los chinos. Era el único caudillo capaz de batir á un personaje milagroso como el Mahdí. Gordon volvió á Egipto, iniciando su campaña con una decisión novelesca que sólo él podía adoptar. En vez de pedir que le diesen tropas, montó en un camello, y sin otro séquito que un guía, emprendió la marcha desde la costa del mar Rojo, deslizándose entre las hordas del Mahdí hasta penetrar en Kartum. Se asombró el mundo al ver cómo este hombre, completamente solo, iba á encerrarse en una ciudad que todos veían próxima á rendirse. Durante trescientos diez y siete días se defendió Kartum, y la atención de Europa estuvo pendiente de la suerte de esta capital, desconocida hasta poco antes, que todos buscaban en el mapa. La energía mística de Gordon, su fe en las influencias sobrenaturales, parecían haber contagiado á gran parte de la tierra. Además, como en aquel momento no ocurría ningún suceso más importante, la atención general se concentró en la lejanísima ciudad, interesándose todos por la suerte de este guerrero de leyenda, convencido de que luchaba por la civilización. Esto ocurrió entre 1884 y 1885, cuando era yo estudiante. Todas las mañanas repetíamos en la Universidad las mismas preguntas que en aquel momento formulaba el resto de Europa: --¿Qué dicen los diarios?... ¿Qué se sabe de Gordon?... ¿Continúa defendiéndose?... Cerca de un año duró esta inquietud. Al fin, los mahdistas penetraron en Kartum aprovechando la traición de ciertos correligionarios suyos residentes en ella, y Gordon fué hecho pedazos por los fanáticos ante la puerta de su palacio de gobernador, donde los esperaba con intrépida serenidad. Como Kartum era para el Mahdí la ciudad de la abominación, después de saquearla ordenó que destruyesen sus edificios y trasladaran los escombros á la vecina población de Omdurmán, creada durante el sitio. También se llevaron cautivos á los habitantes que no habían sido asesinados, familias de ingleses, austríacos y otros europeos al servicio del gobierno egipcio ó de griegos é italianos que monopolizaban el comercio de dicha plaza. Murió el Mahdí á los cinco meses de su victoria; hubo una corta guerra civil entre sus principales discípulos, y al fin tomó el título de Califa su teniente Abdullah, quien intentó dar carácter de nación á las hordas de Nubia, Sudán y el África ecuatorial, atraídas al sitio de la metrópoli sudanesa como á una peregrinación guerrera. Este gobierno de los derviches triunfantes duró quince años. Inglaterra, para salvar á Gordon, había enviado un ejército anglo-egipcio al mando de lord Wolseley, pero cuando éste, á costa de penosos esfuerzos, pudo llegar á las cercanías de Kartum, la ciudad ya no existía, Gordon había muerto, y consideró prudente retirarse, temiendo una gran derrota. El Sudán fué abandonado á sus destinos después de este fracaso, é Inglaterra pensó únicamente en los asuntos del verdadero Egipto. Sólo en 1899 consiguió su reconquista un ejército anglo-egipcio, del cual era _sirdar_ ó generalísimo lord Kitchener, el mismo que figuró en la guerra europea y pereció en el mar del Norte por haber sido torpedeado el buque que le llevaba á Rusia. Avanzar contra los derviches siguiendo el Nilo aguas arriba, como lo había intentado lord Wolseley, resultaba difícil y peligroso como operación única. Pero Inglaterra construyó este ferrocarril en el que viajo ahora, y pudo enviar desde el mar Rojo otro ejército para que batiese de flanco á los derviches. Así logró apoderarse del Sudán, que ya no fué provincia egipcia, pasando á figurar como posesión británica. Cuando despierto en el vagón-dormitorio recuerdo al Mahdí y á Gordon, personajes históricos de mi juventud, que inspiraron á los de mi época el mismo interés que si fuesen héroes de novela. Nunca se me ocurrió entonces la posibilidad de ver algún día directamente este país tantas veces contemplado en las publicaciones ilustradas de aquel tiempo. ¿Por qué motivo iba yo á conocer Kartum? ¿Cómo llegar á un sitio tan apartado de mi país, tan al margen de los viajes corrientes que realizan la mayoría de los europeos?... Y sin embargo, antes de que se ponga el sol estaré en la misteriosa ciudad africana que imaginé tantas veces como algo exótico y quimérico. Voy notando desde la ventanilla de mi compartimento que el paisaje matinal, aunque no es fértil, revela en su vegetación áspera y compacta la existencia de cierta humedad. Nuestro tren ha cambiado de rumbo, y en vez de ir de Este á Oeste cruzando el desierto, como lo hizo durante la noche, rueda de Norte á Sur, paralelo al Nilo, con dirección á Kartum. Nos mantenemos á cierta distancia del gran río. Algunas veces nos aproximamos á él. Es una enorme faja verde con peñascos de basalto orlados de espuma, entre los cuales hierven los rápidos, formando pequeñas cascadas. Estamos en el Nilo de las famosas cataratas, entre la segunda y la sexta, donde resulta imposible una larga navegación. Pero estas visiones fluviales son casi instantáneas. Unas veces el río se aleja, otras es el ferrocarril quien se aparta, interponiéndose entre ambos una cadena de dunas ó barreras de espinosa vegetación. Surgen por el Este pequeñas montañas de asombrosa regularidad en sus aristas y superficies. Necesitamos que un empleado del tren nos afirme que dichas montañas son una ciudad en ruinas. Desorientados por los espejismos y el exceso de luz de estas tierras desiertas, nuestros ojos sufren continuos errores. La ciudad es Meroe, capital de reino durante varios siglos, período que puede llamarse corto en relación con los miles de años de la historia egipcia. Este reino de Meroe fué teocrático. El monarca, creado por los sacerdotes, debía obedecerles ciegamente. Vemos pirámides, columnatas de templos, esfinges medio sumidas en la arena, los restos de una metrópoli, iguales á las ruinas del Bajo Egipto tantas veces contempladas en los libros. Consideramos inaudito que el tren no se detenga en Meroe para ponernos en contacto con esta primera muestra del Egipto clásico. Semanas después, al conocer los monumentos del Nilo Bajo, tan explorados y estudiados, comprendemos dicha preterición. No existe ningún pueblo junto á la ciudad muerta: sólo el desierto en torno á sus ruinas. Estos monumentos cubiertos de arena empiezan á ser excavados y los sabios que los estudian se hallan aún al principio de sus investigaciones. Perdemos de vista las ruinas gigantescas de Meroe. En las aldeas sudanesas donde nos detenemos después, se nota la influencia de esta vecindad histórica. Junto á las estaciones se alzan casas de adobes que tienen forma de pilón, ó sea de pirámide truncada. Algunas de ellas ostentan en sus fachadas columnas de barro, cortas y gruesas, semejantes á las de granito en los templos faraónicos. Las mujeres usan mantos de azul añil y las niñas van peinadas en menudas trencitas que les caen á ambos lados del rostro, como las antiguas egipcias. Veo algunas viejas picudas, que tienen epidermis de cuero hondamente arrugado y ojos mates y malignos, lo mismo que si fuesen momias vivientes. Algunas recuerdan la cara de Ramsés II dentro de su ataúd de cristal en el Museo del Cairo. A la sombra de la estación hay siempre algún derviche de manto negro y turbante verde que lee el Corán y tiene acurrucado ante sus pies un semicírculo de silenciosos oyentes. Estos sacerdotes de mirada hostil nos hacen pensar en el Mahdí. La mayor parte de la gente que se agolpa en las estaciones, atraída por el paso de un tren especial, es negra, intensamente negra. Estamos en la Baja Etiopía, país de los famosos esclavos. Muchos pequeñuelos van desnudos por completo, con un botón saliente en mitad de la barriga y otro más prolongado que cuelga al final de ésta. Todos tienen un rostro tan graciosamente feo, que es imposible mirarlo sin reir. Sólo una minoría de etíopes son cobrizos, mejor dicho, de una palidez sucia, que les hizo denominarse «rojos». Siempre se dividió la humanidad que habita junto al Nilo en estos dos grupos, desde hace miles de años: hombres negros y hombres rojos. Lo de «rojos» fué un eufemismo, una exageración, para distanciarse de los negros. En realidad son de bronce, y sin embargo es posible que el título de mar Rojo dado al más azul de los mares se deba á que los habitantes de sus costas se llamaron «hombres rojos». Entre las estaciones, vemos marchar por una pista cercana al tren las primeras caravanas de camellos. Cada uno de dichos animales lleva dos fardos á ambos lados de su giba, y tiene atado el hocico por una cuerda sutil al rabo del precedente. De este modo, en las caravanas cortas, el único conductor, marchando delante, no teme que le roben un camello ó que retarde su paso, acabando por extraviarse. Casi siempre, en estas caravanas modestas, el dueño abre la marcha montado en un asno. Esto parece atentar contra las leyes de lo pintoresco, pero así es. El arriero del Sudán no se preocupa de poetizar el paisaje; busca su comodidad, y los «navíos del desierto», con las violentas ondulaciones de su espinazo, acaban por marear á los jinetes novicios y fatigan hasta á los más acostumbrados á tal medio de locomoción. Además, los que acarrean mercancías á través del desierto nubio prefieren montar en burro, pues esto les permite apearse con más facilidad para atender á la vigilancia de su caravana. Debo añadir que el camello, tan difundido en África, no es africano. El viejo Egipto sólo lo conoció, importado de Asia, en las últimas dinastías faraónicas. En cambio, el asno es del Sudán, y de esta tierra lo tomó Egipto, siendo durante miles de años el fiel compañero del _fellah_. Según las tradiciones etíopes, la hermosa reina de Saba montaba habitualmente en asno. Volvemos á ver colinas rojas y puntiagudas, sucediéndose en el horizonte como pirámides. Pero ahora son simplemente colinas. En esta tierra de continuos espejismos, sol rojizo y arena reverberante, se acaba por no distinguir las obras de la Naturaleza y las del hombre. Todo tiene el mismo color é idénticas líneas. Atravesamos campos cultivados, en los que trabajan mujeres con la cabellera aceitosa partida en trencitas faraónicas y hombres sin más traje que una larga camisa blanca y solideo del mismo color. Estas plantaciones de algodón las riegan los canales de un río que se deja ver unos instantes, desaparece y vuelve á mostrarse más lejos. No es el Nilo grande que hemos entrevisto durante la mañana; se llama el Atbara, y desciende de los montes de Abisinia, como un hijo emancipado del Nilo Azul. Son las dos de la tarde. Llevamos ya veintiocho horas de viaje. Debemos estar cerca de su término. Los algodonales han desaparecido. Rodamos nuevamente sobre la aridez del desierto. De pronto vemos la arboleda de un gran oasis, casas en forma de cubo ó de blocao que se levantan en los límites del interminable arenal, luego un río anchísimo con una flota anclada de veleros, todos de forma arcaica, y vaporcitos que son casas flotantes partidas por dos ó tres balconajes. En la orilla opuesta de este río hay paseos umbrosos, pequeños palacios rodeados de jardines, todo verde, todo fresco, extremándose verdura y humedad por el rudo contraste con el desierto que se extiende como un mar amarillo en torno al oasis. Ya estamos en Kartum. El cochero que nos conduce al hotel lleva por todo indumento una camisa blanca hasta los pies y un turbante. La cara la tiene cubierta de tajos reveladores de su origen. En el brazo derecho ostenta un brazalete de cuero con dos cartuchos que contienen oraciones del Corán. Este es el traje de los sudaneses más elegantes, y parecido lo vamos á ver, Nilo abajo, á lo largo del Egipto. Todo hombre nilótico es un varón con camisa de mujer. Si quiere añadir tela á su sencilla vestimenta la arrolla en torno á su cabeza, para aumentar el volumen del turbante. Cuando sopla el huracán, levantando trombas del suelo, las viajeras pudibundas tienen que cubrirse los ojos, no por la arena precisamente, sino por la ligereza de las camisas masculinas, que se hinchan y remontan, haciendo ver que los egipcios actuales ni siquiera usan vendajes como las momias. Kartum es de ayer. La arrasó el Mahdí, como ya dije, utilizando los escombros aprovechables en su ciudad de Omdurmán. El gobernador inglés goza de amplia autonomía, y las distintas personalidades que han ocupado dicho gobierno procuraron embellecer la reciente capital con nuevos edificios. Hay numerosos centros de enseñanza, oficinas públicas, cuarteles, rodeados siempre de jardines, junto á calles de frondosa arboleda. El agua es abundante y activa los progresos de esta vegetación excitada á la vez por la humedad de sus raíces y el ardor de la luz que barniza sus hojas. Muchos edificios públicos llevan el nombre de Gordon. En el centro de la ciudad se alza el monumento del héroe, estatua original, única tal vez en el mundo. Gordon se muestra jinete en un camello, que es el caballo de guerra de los sudaneses. A pesar del cuello largo y la giba de dicha montura algo ridícula, conserva el monumento un aspecto noble, digno de este guerrero místico y visionario. Bajo el dominio de los ingleses, el caserío se ha ensanchado considerablemente. Frente al antiguo Kartum, en la otra orilla del Nilo Azul, se formó una ciudad industrial, llamada Kartum del Norte, y los dos centros urbanos con el cercano Omdurmán representan más de cien mil habitantes. Los vecinos del Kartum actual proceden de igual origen que los del antiguo, degollados por el Mahdí ó conducidos como esclavos á su campamento. Hay muchos italianos, pero la mayoría son griegos. Abunda el griego en Egipto desde hace veinticinco siglos, y actualmente, para huir de la rivalidad comercial con sus compatriotas, va avanzando río arriba, hasta el corazón del África nilótica. En todas las factorías sudanesas, si existe algún mercader de Europa es siempre un griego. La suprema ambición comercial de la mayor parte de los helenos establecidos en Egipto consiste en llegar algún día á poseer un café. Tal vez á causa de ello abundan tanto en Kartum los establecimientos de dicha especie. Todas las casas tienen arcadas en su piso bajo, y al amparo de estos soportales de azulada sombra hay siempre mesas y sillas, periódicos arrugados, é interminables enjambres de moscas que esperan zumbando la llegada de los consumidores. Me instalo en el Gran Hotel, frente al Nilo Azul, en la avenida principal de la ciudad. Famosos personajes de Europa y América, herederos de trono, multimillonarios de la industria y del comercio, celebridades militares, han vivido en este hotel, que no es más que una gran casa colonial de frescos patios pavimentados con baldosas europeas y altísimos techos. Imposible compararlo con los suntuosos establecimientos de igual clase que vamos á encontrar en Egipto. Aquí descansan, á la ida y al regreso, los que van á cazar en el corazón de África. Frente al hotel hay anclados algunos vapores blancos, yates de forma graciosa al servicio del gobierno autónomo del Sudán. Éste los alquila á todo el que quiera hacer un viaje por el Nilo Blanco, atravesando el África todavía misteriosa, donde es posible cazar hipopótamos, rinocerontes, elefantes y leones. El yate se toma por semanas, con su tripulación, su capitán y hasta su cocinero. En el precio entra la alimentación, y sólo hay que preocuparse para hacer dicho viaje de pagar la cantidad convenida. Con el entusiasmo inspirado por tales facilidades, que me explican algunos funcionarios británicos y el director del hotel--joven suizo, oficial de caballería en su país--, prometo volver el año próximo para realizar una expedición hasta el lago Nianza, donde nace el Nilo, buscando luego salida por el lado del mar, en un pequeño ferrocarril que va á Mozambique. Todo esto lo digo de buena fe porque estoy en Kartum, lo que significa tener hecha ya una parte considerable del viaje. Ahora sonrío pensando en mi entusiasmo. Para alquilar uno de los yates del gobierno del Sudán, hay que empezar por ir á Kartum, ¡y está tan lejos!... Encuentro en la terraza del hotel una nube de vendedores ofreciendo los mismos objetos de marfil vistos en Port Sudán. Éstos no son beduínos de ropas astrosas. Tienen un aspecto internacional; parecen indostánicos venidos desde un puerto del mar Rojo, egipcios que huyeron del Cairo ó de Luxor, negros vestidos á la europea, todos parlanchines, osados, valiéndose de su confianza á estilo oriental para contestar desvergonzadamente, pidiendo el céntuplo del valor de los objetos y acordando á continuación escandalosas rebajas. Surge de ellos un coro de indignación y protesta cuando dudo de la autenticidad de su marfil. Uno afirma que el gobernador del Sudán los metería en la cárcel si vendiesen marfil falso. Cuando le pregunto dónde puedo ver las fábricas de dichos objetos y los depósitos de colmillos, duda, se rasca la cabeza por debajo de un gorrito redondo bordado de oro, y al fin responde con autoridad: --Aquí no hay fábricas ni depósitos; pero si va usted mañana á Omdurmán, verá los talleres donde se fabrica todo esto, y montones de colmillos de elefantes así... ¡así!... Y levanta los brazos, estirándolos con grandes esfuerzos, para indicarme la altura inconmensurable de los montones de colmillos que puedo ver mañana. Empieza el crepúsculo; el Nilo Azul se va sumiendo en la obscuridad. Surgen de sus flotillas al ancla los mismos ruidos de los puertos poco frecuentados cuando se aproxima la noche: choques de maderas, voces de tripulantes llamándose, chirridos de garruchas lejanas, chapoteos acuáticos bajo remos invisibles, canciones lentas, nostálgicas. La avenida principal de Kartum, que es al mismo tiempo el muelle más importante de la ciudad, tiene dos filas de álamos gigantescos, con la exageración lujuriante de este árbol cuando sus raíces se hallan próximas al agua corriente. Encuentro junto al hotel la fachada de un templo modesto con una cruz en su remate. Es la iglesia copta. El lector sabe sin duda que los coptos son los cristianos egipcios. Después de perder su religión nacional hace dos mil años, el pueblo egipcio no tuvo tiempo para aceptar las creencias de sus dominadores los romanos, y el cristianismo fué su nuevo dogma, adoptándolo con reconcentrado entusiasmo. Muchos santos fueron egipcios, y en los desiertos de la Tebaida, junto á las ruinas menospreciadas de la antigua Tebas, surgieron los eremitas y se crearon las primeras órdenes religiosas. Cuando Egipto fué invadido por los musulmanes, la gran masa de los _fellahs_ cambió de religión, aceptando la de los vencedores, por considerar que su eterno destino consiste en seguir las creencias de todo amo que puede pegarles. Una parte del país se mantuvo fiel á las ideas cristianas, y este cristianismo primitivo, que conserva sus ceremonias de culto iguales á las de las primeras asociaciones creadas por los apóstoles, es la llamada religión copta. Ha cerrado la noche. Un canto de voces infantiles, que suenan desacordes por el aislamiento y muy separadas unas de otras, atrae mi atención. Al ir hacia ellas, noto que más allá de la línea exterior de álamos, en la misma ribera del Nilo, existe una serie de pozos ó excavaciones verticales sobre la corriente acuática. Hay en cada uno de estos pozos una noria de madera, con cangilones que son pequeñas tinajas de barro. Un burro enano y animoso marcha en círculo haciendo rodar este mecanismo primitivo, inventado tal vez hace cincuenta siglos. El animal, al dar su vuelta, pisa un segmento de círculo formado con ramas y tierra apisonada, balconaje rústico debajo del cual se abre la profundidad del Nilo Azul. La bestia laboriosa pasa y repasa sobre este suelo tembloroso sin darse cuenta de que sus patas trotadoras tienen debajo el vacío. Un muchacho cobrizo, de ojos de gacela, camisa larga y blanco solideo, lo anima cantando una estrofa temblona, con cierta languidez sentimental. Es la canción del agua, que hace miles de años entonan los ribereños del Nilo en una orilla doble de tres mil kilómetros. Así la cantaban indudablemente en los tiempos faraónicos; y como un rasgueo de guitarras invisibles que acompañasen en sordina esta romanza fresca, suenan los murmullos del líquido al caer de los cangilones y huir saltando por un riachuelo para refrescar las huertas inmediatas. Un hálito caliente llega de la otra orilla del río, del desierto amarillento, oculto ahora en las tinieblas. Son bocanadas del ardor acumulado en sus entrañas durante las horas solares. Respiro con delicia el vaho húmedo que sale de las norias. Me imagino la tierra con las fuentes cegadas, los cauces de los ríos secos, las muchedumbres aullantes de sed. Recuerdo los desiertos atravesados hace unas horas, donde se puede viajar mucho tiempo en ferrocarril sin ver una persona ó un animal y los pequeños grupos humanos aglomeran sus viviendas junto al más insignificante riachuelo. El murmullo del agua, la voz de la mujer querida y el retintín del oro son las tres músicas más dulces, según los poetas árabes. ¡Ah, la divina y fresca canción del agua, primera melodía conocida por los hombres, bajo cuyo arrullo, favorecedor del ensueño, empezaron á pensar!... XIV LA CIUDAD DEL MAHDÍ El despertar en el oasis.--Un harén en tranvía.--Campamento convertido en ciudad.--Los descendientes de los mahdistas.--El palacio de los Califas.--Las ametralladoras, el landó y el piano del heredero del Mahdí.--La tumba del «Dirigido por Dios».--Un fantasma alimentado con dátiles.--El mercado de Omdurmán.--Pierdo la pista del marfil.--Hacia la frontera egipcia á través del desierto.--Pirámides que se transforman en montañas y lagos que no existen.--Las olas de arena.--Cómo desapareció una compañía de soldados egipcios.--Estaciones sin nombre.--Los viajes de las gacelas para beber.--Llegada al Nilo.--Un hotel blanco de tres pisos.--Dulzuras de la atmósfera húmeda.--El hotel se despega de la orilla. Apenas se difunden las claridades del amanecer, me veo obligado á saltar del lecho. Mi habitación está en el piso bajo del hotel y sus ventanas dan á un jardín de frondosidad tropical. Palmeras, eucaliptos y sicomoros, como tienen sus raíces al nivel de los rezumamientos del Nilo, son enormes. Los pájaros se amontonan y reproducen en este oasis, sin aventurar sus vuelos sobre el mar de arena que lo rodea, y cada árbol parece temblar, envuelto en un estremecimiento de aleteos y cánticos. Puede decirse que hay en ellos tantos pájaros como hojas. Nunca he oído un concierto animal tan regocijado y tan hostil para el sueño. En el hotel de Kartum, son pocos los que pueden dormir después de la aurora. Antes de que salga el sol llegamos en un carruaje de caballos al sitio donde se inicia la confluencia de los dos Nilos, para tomar el primer vapor que vaya á Omdurmán. Se ve con claridad el encuentro de las dos corrientes. En el momento de la crecida anual, las aguas del Nilo Azul son las rojas, las cargadas de limo, pues las lluvias de la meseta abisinia arrastran la tierra volcánica de sus laderas. En cambio, las del Nilo Blanco se muestran verdes en los primeros días de la inundación, por acarrear grandes masas de vegetación acuática. Ahora el Nilo tiene un nivel muy bajo. Han quedado al descubierto bancos de arena é islotes de piedra que permanecen invisibles una gran parte del año. La época presente es la seca, y sólo en Junio se iniciará el aumento de nivel que anuncia la nutridora inundación. Las aguas del Nilo Azul son en este momento azules y claras, mientras las del Nilo Blanco ruedan hasta aquí rojas y fangosas, marcándose con una raya larguísima el lugar donde chocan y se confunden los dos aportes líquidos de distinto color. Mientras llega nuestro buque examino la marina de cabotaje de los dos Nilos, que sube por el Azul hasta los primeros contrafuertes del macizo abisinio y por el Blanco navega hasta el corazón del África ecuatorial, á través de estepas y selvas, comerciando con tribus que aún se hallan en los primeros titubeos de la civilización. Estos barcos son idénticos á los que figuran en las pinturas sepulcrales de Egipto. Recuerdan las flotas faraónicas que hace cuatro mil años exploraban las orillas hostiles de la Nubia y la Etiopía ó los puertos del País de los Aromas. Su casco largo y de poca altura hace pensar en el caparazón del cocodrilo nadando á flor de agua. Lo más extraordinario es su timón, tan prolongado que equivale á una cuarta parte de la nave y de una altura doble que la del casco. Su barra queda al nivel del piloto, que va de pie en la popa, y éste la apoya en un hombro para imprimirle movimiento. El mástil único está sujetado por ocho cuerdas en cada banda, y su verga, con la vela recogida, no descansa sobre la embarcación; permanece izada en las horas de calma al final del palo. Como Kartum se extiende á lo largo del río, un tranvía de vapor circula por el muelle más importante, desde la estación del ferrocarril, por donde vinimos ayer, hasta el embarcadero para Omdurmán. Llegan casi al mismo tiempo el vapor procedente de dicha ciudad y el tranvía con locomotora que partió del otro extremo de Kartum. Desembarcan los primeros viajeros que recibe hoy la capital del Sudán, procedentes de la ciudad fundada por el Mahdí. Son personajes árabes que pasan junto á nosotros sin mirarnos, derviches y escribas que protestan con su afectada indiferencia de la dominación británica, y muchos trabajadores negros. Luego vemos cómo toman asiento en los vagones abiertos del tranvía varias damas árabes procedentes del harén de algún vecino rico de Omdurmán, para visitar á sus parientas ó amigas en otros harenes de Kartum. Parecen gozar de cierta importancia social y no van con el rostro descubierto, como las mahometanas pobres vistas por nosotros en las estaciones del ferrocarril. Visten á la moda egipcia, tapadas de cabeza á pies por una especie de dominó de raso negro. Además llevan otra pieza de seda colgando desde la mitad de su nariz hasta sus rodillas, á modo de máscara. Sólo quedan visibles los ojos, y como todas los tienen pintados con una aureola azul y agrandados por rayas negras, resultan hermosas é interesantes. Algunas ostentan un canuto de oro cincelado puesto verticalmente entre los dos ojos, desde el filo de la capacha que cubre su cabeza al borde de la especie de delantal que tapa su rostro, y esta separación metálica aumenta el interés exótico de sus miradas. Aprovechando que los buenos musulmanes han emprendido á pie su marcha hacia Kartum, estas máscaras negras miran á cristianas y cristianos con un atrevimiento de colegialas en libertad, comentando en voz baja las modas occidentales. Nosotros las miramos igualmente, y al poco rato de examinar sus ojos misteriosos vamos encontrando en ellos, á través de pinturas y agrandamientos, una fijeza bovina, una enormidad sin expresión, algo bestial. Entramos en el vaporcito. Varios soldados indígenas nos siguen con sus caballos. Presiento que esta media docena de jinetes va á Omdurmán con motivo de nuestro viaje. La ciudad del Mahdí vive ahora resignada á la dominación británica, pero una gran parte de sus vecinos, todos los de edad madura, fueron mahdistas, hicieron la guerra dirigidos por los derviches, y puede resucitar su antiguo fanatismo al ver en las calles un grupo extraordinario de infieles. Ya he dicho que Omdurmán nació durante el sitio de Kartum. Era un fortín en la orilla izquierda del Nilo Blanco, dominando el curso del Nilo Azul que desemboca frente á él y la continuación de las dos corrientes, ó sea el Nilo único. Este fortín se hallaba al lado de la miserable aldea de Omdurmán, nombre que significa «Madre de Durmán». Como el sitio se prolongó un año, fueron llegando refuerzos de media África, y las hordas negras tuvieron que levantar numerosas chozas y casitas de adobes, convirtiéndose el campamento en una ciudad desordenada que ocupa enorme espacio. Al triunfar el Mahdí, arrasó los principales edificios de Kartum para construir los de su nueva capital. Cuando murió, cinco meses después, su heredero Abdullah tuvo la ambición de convertir el antiguo campamento en metrópoli digna de su Imperio religioso, edificando un caserón extenso y bajo para alcázar de los califas, una mezquita principal, cuyas obras dirigieron alarifes musulmanes venidos de fuera, y la tumba del Mahdí. La navegación es corta y á los quince minutos descendemos en una ribera arenosa. Como el Nilo cambia de nivel en este punto hasta diez metros, dicha orilla resulta muy escarpada; pero la ciudad negra ha hecho sus progresos, y vemos con asombro un tranvía inmediato al desembarcadero. Consiste simplemente en unos vagones-jardineras destartalados, con ruido de ferretería vieja apenas se ponen en movimiento, y de los que tiran varias mulas guiadas por negros. Este tranvía sube en zigzag la ribera, atraviesa varias calles de casas hechas de barro y se detiene en una plaza, cerca de la mezquita principal. La ciudad del Mahdí es una reproducción de la misma calle, hasta el infinito. Todas las construcciones resultan iguales: paredes de adobes, con techos de troncos de palmera. Dichas casas se alinean en el centro de la ciudad y al alejarse no guardan formación alguna. Abandonan la fila, se esparcen como guerreros indisciplinados, colocándose cada una á su capricho. En las calles con aceras son éstas de tierra apisonada, sostenidas por tablas, y quedan á veces á gran altura sobre el centro de la vía, desmenuzándose por abajo de su tablazón. Las lluvias y el paso de las caravanas han ahondado las calles, convirtiéndolas en barrancos, de los que surgen columnas de polvo rojo al menor soplo de viento. Lo más interesante en Omdurmán son los habitantes. Su diversidad de aspectos y razas hace recordar á las tropas heterogéneas del Mahdí. Todos tienen un aire belicoso; son antiguos combatientes ó hijos de combatientes. Las cicatrices que ostentan en el rostro ó en los brazos aumentan su expresión guerrera. Hay muchos beduínos de origen árabe, que tienen una tez pálida, barbillas negras, y usan luengos trajes musulmanes á pesar del calor; pero los más son negros y van medio desnudos. Unos proceden del África ecuatorial. Vinieron atraídos por el prestigio del profeta sudanés para batirse contra los incrédulos. También, mientras duró el califato del sucesor del Mahdí, fué Omdurmán un lugar de peregrinaciones, y las muchedumbres pasajeras dejaron como sedimento religioso muchos devotos junto á la tumba del santo derviche. Además abundan los nubios, hijos de los guerreros preferidos del profeta, hermosos negros de cuerpo atlético, con la melena recortada sobre los hombros y fija en las sienes por una trenza de fibras, tocado semejante al de los egipcios milenarios en las pinturas sepulcrales. Son los famosos _baggaras_ (en nubio, «boyeros»), descendientes de los pastores nómadas del Sudán que formaron la caballería del ejército mahdista. Estos jinetes, con escudo redondo de cuero de hipopótamo y lanza de ancho hierro, no montaban caballos. Iban sobre camellos más ágiles é inteligentes que los de las caravanas, y sus cargas resultaron decisivas en la primera guerra del Mahdí contra las tropas anglo-egipcias. Existen también en Omdurmán sirios, armenios y griegos. Unos llegaron atraídos por el comercio africano que afluye á dicha población. Otros tal vez son hijos de los habitantes del Kartum de Gordon, encarcelados en Omdurmán, los cuales sólo recobraron su libertad catorce años después, cuando ya se habían acostumbrado al lugar de su esclavitud. Intento detenerme ante una puerta de la gran mezquita. Es el momento de la oración matinal. Veo su interior con escuetos arcos enjalbegados y una multitud vestida de rojo, de azul, de amarillo oro. Entre los turbantes blancos se destacan otros de honorable verde, el color de los tantos personajes que hicieron su viaje á la Meca. Aquí abundan mucho, por ser dicha peregrinación relativamente fácil, pues basta con pasar á la orilla opuesta del mar Rojo. Mi guía se alarma y me tira de un brazo antes de que vuelvan su cabeza algunos de los devotos que permanecen erguidos, de espaldas á nosotros. Luego me explica que Omdurmán no es Constantinopla, El Cairo ó Argel, donde los europeos pueden entrar en las mezquitas. La fe musulmana continúa siendo agresiva en la ciudad del Mahdí y no admite contactos con los enemigos. Estos fieles guardan un alma semejante á la de los primeros guerreros de Mahoma. Vamos á visitar los dos únicos «monumentos» de esta capital de cabañas: el palacio del Califa y la tumba del profeta. El tal palacio consiste en una sucesión de casitas de un solo piso, con las paredes revestidas de cal. Los salones del monarca sudanés y sus baños á la turca son piezas enormes y destartaladas, sin otro detalle arquitectónico que el arco de herradura en que terminan puertas y ventanas, dando todas ellas sobre patios semejantes á corrales. En una de las salas vemos montones de hierro viejo y de madera, ametralladoras y fusiles comprados hace treinta años en Europa, cuando ya eran restos de armamento, bueno solamente para moros y negros. En otra habitación están los recuerdos del Califa que pueden llamarse «civilizados». Una vez tomada Kartum, los vencedores--según relato de los prisioneros europeos--se entregaron á las más bárbaras orgías en Omdurmán, para celebrar su triunfo. El sucesor del profeta fué recibiendo en el curso de catorce años las visitas de audaces viajantes de comercio y aventureros de Europa, encargándoles compras para la civilización de su metrópoli y comodidad de su palacio. Como recuerdo de tal época encontramos en un corral las ruedas y parte de la caja de un landó fabricado en París. El carruaje de gala del Califa se va desmenuzando al aire libre. En otro lugar vemos un piano con sus maderas rotas y cuyas entrañas contienen montoncitos de arena depositados por el viento. Cuando llegan visitantes, uno de los guardianes sudaneses encargados de vigilar estas ruinas toca á capricho las teclas con sus dedazos y sonríe, mostrando el marfil feroz de sus dientes. Una musiquita débil, temblorosa, sale del fondo del instrumento despanzurrado, y por breves momentos da cierto ambiente melancólico á esta mansión de monarca derviche obedecido por hordas de fanáticos. Algunos metros más allá del bárbaro alcázar existe todavía la cárcel donde vivieron en una esclavitud de bestias las familias europeas capturadas en Kartum. Llegamos á la tumba del Mahdí, la construcción más alta de Omdurmán. Esta mezquita cuadrada tuvo una cúpula blanca de veinte metros, lo que la hizo descollar sobre una ciudad de chozas como edificio maravilloso, viéndosela á enorme distancia. El califato madhista pereció en la derrota que lord Kitchener, _sirdar_ del ejército anglo-egipcio, hizo sufrir á los derviches junto á Omdurmán en Septiembre de 1898. Los vencedores, temiendo el fanatismo de los mahdistas, se preocuparon ante todo de suprimir la veneración religiosa del profeta muerto. La tumba del Mahdí fué demolida en gran parte á cañonazos y su cadáver arrojado al Nilo, para que no recibiese más adoraciones. Aún existe el mausoleo, pero en ruinas. La bóveda, por ser la parte más frágil, se derrumbó casi enteramente. El edificio ha sido rellenado con tierra, y ahora se escapan por los arcos de sus ventanas cegadas las verdes cabelleras de una vegetación parásita. En el momento de nuestra visita se hallan cubiertas de flores, lo mismo que la hierba del abandonado jardín. Un sudanés al servicio de los ingleses nos abre la verja de hierro que rodea la capilla. Esta verja es igualmente del tiempo del califato, y la colocó un arquitecto árabe venido de fuera para dirigir la construcción del sepulcro. Al avanzar hacia el macizo de tierra que fué un panteón, notamos esparcidos en el suelo gran cantidad de dátiles. Algunos de ellos aún se mantienen frescos, y resulta incomprensible cómo las gentes del país pueden malgastar un fruto tan apreciado, arrojándolo por encima de la verja. Me explica el guía que para muchos vecinos de Omdurmán el Mahdí no ha muerto. Siempre es «el Dirigido por Dios», y permanece oculto hasta que llegue la hora de su segunda aparición, decisiva y victoriosa. Como su espíritu vaga errante en torno á la antigua sepultura, los devotos le arrojan dátiles, el manjar más caro y rico del país, para que se mantenga vigoroso en su destierro de ultratumba. Mientras escucho tales explicaciones, algo cae junto á nosotros. Dos dátiles han cortado el aire, pasando sobre la verja. Volvemos los ojos á tiempo para ver cómo huye un muchacho y desaparece en una callejuela inmediata. Guardo como recuerdo este par de dátiles destinados á la alimentación del fantasma del «Dirigido». No sé lo que ocurrirá en lo futuro. Tal vez los ingleses acaben por borrar la influencia del Mahdí, pero en el momento presente, los nietos de sus guerreros se privan de comer golosinas para arrojárselas á su sombra. Atravesamos el zoco de Omdurmán, vasta plaza entre cuatro filas de tiendas instaladas en casitas de adobes. El centro del mercado lo ocupan toldajes de cuero ó de tela haraposa, á cuya sombra se acogen los vendedores sin domicilio. Tiene gran importancia la ciudad del Mahdí para el comercio de los sudaneses. Equivale á un puerto seco abierto continuamente á las flotas de las caravanas. La influencia religiosa de su fundador, la fama de sus victorias, abrieron en los desiertos nuevos rumbos que siguen confluyendo á Omdurmán. Aquí se encuentran mercaderes de las costas del mar Rojo, del África ecuatorial, de los oasis del Sahara y del desierto Líbico. Es el centro de una estrella mahometana de numerosas puntas. En este zoco se ofrecen diversos productos del suelo africano y otras especies de tierras remotas, todo revuelto, como es costumbre en los mercados orientales: sedas, vasijas de cobre repujado á martillo, drogas, perfumes, salitre, sal sosa, betel, opio, estatuitas talladas por negros representando divinidades grotescas, escudos de piel de hipopótamo, venablos y lanzas, puñales pendientes de un brazalete para llevarlos en la muñeca izquierda, á estilo del país, espadas cortas, más anchas en su punta que en la empuñadura, con vaina de cuero rojo, cajones pintarrajeados, ornamentos bárbaros, quesos de cabra y de camella, cascos de cuero endurecido, con un enrejado de metal que defiende el rostro. Las vendedoras se envuelven en mantos rojos ó azules, pero conservan descubierta la cara negra, mofletuda, de nariz achatada, con grietas profundas por el curtimiento de la tez. Venden el pan en piezas redondas y obscuras de gran peso; guisan al aire libre para las gentes que acudieron al mercado, dejando sus camellos y borricos en las calles próximas. Dentro de las tiendas permanentes, instaladas en las casas, se encuentran los tipos de todo mercado oriental: judíos iguales á los de los puertos de Levante, griegos, armenios, indostánicos. Pero todos ellos, á pesar de la importancia de sus establecimientos, parecen perdidos en esta concurrencia enorme de negros y árabes. Compro un escudo de cuero de hipopótamo, manojos de dardos, varias dagas y espadas sudanesas, pero en vano busco las fábricas de objetos de marfil y las montañas de colmillos de elefante que me prometieron en Kartum. Un griego, dueño de una de las tiendas más ricas, me muestra cuatro colmillos de elefante joven, defensas pequeñas que trajo una caravana desde el interior del Sudán. Dicha compra la ha hecho para enviarla á uno de sus corresponsales en Egipto. El comercio del marfil era abundante en otro tiempo, cuando se cazaban todos los años miles de elefantes. Ahora escasean éstos cada vez más. Pregunto por los talleres de marfil en Omdurmán, y el mercader parece no comprenderme. Aquí no hay otra industria que algunos tallercitos de herrería, donde se fabrican espadas y lanzas sudanesas para ofrecerlas á los viajeros. Me convenzo de que he perdido definitivamente la pista del marfil y deberé renunciar á las fábricas que vengo buscando desde Port Sudán. Al día siguiente salimos de Kartum para Wady-Halfa, donde termina el Sudán gobernado por los ingleses y empieza el Egipto independiente. La primera parte de dicho viaje no es más que una repetición del que realizamos hace tres días. Vemos otra vez las ruinas de Meroe, y en Berber deja el tren á su derecha la línea á Port Sudán, continuando su marcha hacia el Norte, en dirección á Egipto. Costeamos el Nilo mucho tiempo, pero en la quinta catarata nos separamos de él. Se aleja el río hacia el Oeste, trazando una curva enorme, que obligó siempre á las caravanas á correr los peligros de un viaje por el desierto de Nubia, desde Abuamed á Wady-Halfa. El paisaje conocido en nuestra travesía de Port Sudán á Kartum nos parece ahora un jardín, comparado con el que vemos, después de haber pasado la noche en el vagón. Estamos en el desierto, en el verdadero desierto, arenal amarillento, monótono, sin la más leve vegetación, sin vestigio alguno de madera leñosa, sin otras alteraciones que las numerosas colinas amontonadas á capricho del viento, las cuales volverán á cambiar de sitio al primer huracán. Luego la línea del desierto se va haciendo sinuosa, y vemos montañas completamente peladas, de color rosa obscuro, agudas y regulares como pirámides. Dichas montañas, que parecen absorber la luz sin devolverla, nos entretienen y desorientan al mismo tiempo con los caprichos del miraje. Al pie de todas ellas hay un lago, en cuyas aguas inmóviles y cristalinas se refleja la cumbre invertida. Hemos oído hablar del espejismo del desierto, sabemos hasta dónde puede llegar el engaño de tal ilusión óptica, mas estas lagunas son tan claras que consiguen hacernos creer en su existencia, reconociéndolas como algo excepcional. Deben ser depósitos de agua espesa y salobre; pero indudablemente existen, sería temerario dudar de su realidad. Sólo cuando el ferrocarril se aproxima á las mencionadas montañas vemos cómo el lago va desapareciendo, cual si la arena absorbiese sus aguas, cómo el desierto invade con su ola amarilla y seca la fantástica cavidad líquida... Poco después, cuando reímos del engaño, surgen ante nuestros ojos nuevas montañas y nuevas lagunas, que nos hacen dudar otra vez y repiten la misma ilusión mentirosa. Muchas estaciones no tienen nombre. Ostentan simplemente un número. Se componen de una casita única de ladrillo, en torno á la cual parecen agazapadas las chozas de los empleados subalternos, cuatro ó cinco. Más allá, la arena, el desierto. Para la media docena de hombres blancos, cobrizos ó negros instalados aquí, lo más precioso es el enorme receptáculo de metal semejante á un gasómetro que guarda la provisión de agua traída en vagones especiales. Este tesoro líquido sirve para el consumo del grupo de solitarios y alimento de las locomotoras. En algunas de las estaciones las chozas se muestran caídas, y los pedazos de muro que aún se mantienen derechos parecen cortados por un cuchillo enorme. Es la obra del viento del desierto que sopló hace pocas semanas. Los criados de los coches-dormitorios son unos buenos mozos, cuya estatura se aproxima á dos metros, y aún parecen más grandes á causa de su túnica blanca hasta los pies, con faja roja, y un _tarbuch_ de igual color, muy erguido y alto, á la moda egipcia. El destinado á mi compartimento me cuenta las leyendas del desierto de Nubia que oyó siendo pequeño. Cuando el Sudán pertenecía á Egipto, una compañía de soldados que iba á Kartum (tal vez en tiempo de Mohamed-Alí) tuvo que desembarcar en Wady-Halfa para hacer la travesía de este mar de arena, siguiendo la pista de los camelleros hasta Abuamed. De este modo evitaban el larguísimo rodeo por la ribera del Nilo entre la segunda catarata y la quinta. Sopló el viento del desierto, que alza olas más grandes que las del Océano, y la tropa desapareció instantáneamente. Nadie la ha visto más: se la tragó la arena. Tal vez se han creado aquí muchas leyendas falsas, como ocurre en todos los lugares peligrosos del planeta, especialmente á orillas del mar. Pero las exageraciones de la tradición tienen siempre una verdad por base. A pesar de las comodidades del tren, de las bebidas frígidas que sirven sus criados, del vagón-comedor, cuyas mesas elegantes son preparadas tres veces al día, toda persona con un poco de imaginación siente cierta angustia en su pecho cada vez que mira por las ventanillas. Con frecuencia vemos esqueletos de camellos, blanqueados como marfil por el fuego solar y el pulimento de la arena. Desde que la vía férrea atraviesa el desierto, las caravanas siguen su trazado, pues de este modo se ahorran el trabajo de orientarse. Algunos montoncitos de boñiga seca indican el tránsito reciente de una caravana. El sol tuesta con rapidez este excremento, que sirve á los camelleros de combustible cuando hacen alto, al cerrar la noche. En otros lugares vemos junto á la vía unas cuantas piedras amontonadas. Las trajeron de muy lejos los arrieros del desierto para señalar la fosa de un camarada desaparecido para siempre en la arena. Aquí se aprecia en todo su valor la importancia del agua. Se reconoce, sin necesidad de imágenes, que la vida únicamente es tolerable y dulce bajo la caricia de la humedad en las riberas del mar ó á orillas de ríos y lagos. Admiro en las estaciones sin nombre á los funcionarios egipcios ó sudaneses del ferrocarril. Los de origen europeo llevan casco blanco para defenderse del calor, gafas azuladas, camisas sin mangas, pantalones cortos, de bañista. Los del país, orgullosos de su traje europeo, que parece colocarlos en una casta superior, no se despojan nunca de la corbata, del cuello de la camisa, del chaleco y del _tarbuch_ ó fez rojo, de duro fieltro, muy alto y angosto, que es el característico de los egipcios. No se comprende en esta llanura de horno cómo los empleados humildes conservan en la cabeza el turbante ó el mencionado gorro, que debe tirar de sus cráneos como una ventosa. Además, desconocen el uso de anteojos ahumados y tampoco necesitan la sombra de una visera. Miran de frente la llamarada cegadora del sol y reciben en sus pupilas los latigazos cortantes de un viento arenoso. Así se explica que Egipto sea el país de las oftalmías y las muchedumbres de los países orientales abunden en ciegos purulentos, con las cuencas rojas y huecas. Empieza el atardecer del segundo día de viaje. Nos aproximamos á su término. Nuestra llegada á Wady-Halfa será poco después de haber cerrado la noche. Surge otra cadena de montañas, cinco ó seis de las cuales son de líneas tan perfectamente geométricas, que parecen obra del hombre. Las creemos algún tiempo pirámides perdidas en el desierto, de las que nadie habla. Tal vez estas obras caprichosas de la Naturaleza obsesionaron á las tribus emigrantes en su descenso hacia el Nilo Bajo, repitiéndolas por tradición junto al delta para tumbas de los faraones. Tiene la llanura amarillenta color de camello, y las montañas, cada vez más ensombrecidas, recuerdan el color del elefante. Vemos correr numerosas gacelas que van cortando el desierto de Este á Oeste y forman ángulo con la marcha de nuestro tren. Es imposible describir la velocidad de una gacela asustada. Se la ve, y al mismo tiempo no puede decirse cómo es. Una de ellas se aproxima trotando suavemente; pero alarmada por el tren, salta la vía con vuelo de acróbata, trazando un arco ante la locomotora. Luego corre por el lado opuesto como un bulto indeciso, mezcla de blanco y de oro, acompañada de una nubecilla roja que surge incesantemente bajo sus patas finas é incansables. Bastan unos segundos para que sea un punto obscuro en el horizonte. Otros segundos después ya ha desaparecido. Este animal, que se alimenta con la vegetación leñosa de montes lejanos, desciende al Nilo para beber, realizando un viaje de muchos kilómetros, y cuando apaga su sed vuelve al punto de partida. La asombrosa ligereza de sus patas le permite tal lujo de velocidad. Cierra la noche. Llega hasta el tren una caricia húmeda y fresca. Después de la jornada ardorosa nos parecen empapadas las tinieblas por una lluvia invisible. Todos creemos oler el Nilo; lo adivinamos en la sombra. Nos detenemos en una estación más grande que las otras, con nombre propio, sin un simple número por título. Es Wady-Halfa. Seguimos unas pasarelas con barandilla para bajar el rudo declive de la ribera nilótica. Los enormes cambios de nivel que sufre el río obligan á estos descensos en la estación seca. Unos jóvenes con alto gorro rojo, chaleco de seda listada y chaqué europeo nos preguntan si llevamos algo que pueda defraudar los aranceles de la monarquía egipcia, contentándose con una simple negativa. Son los aduaneros del antiguo kedive, ahora rey independiente de Egipto. Pasamos sobre varias tablas horizontales á un edificio de tres pisos, todo blanco, con largos balconajes y deslumbradora abundancia de luces eléctricas. Es un hotel que tiene una chimenea en su centro. Además, los criados que salen á recoger nuestras maletas llevan uniforme de marinero, rematado por el inevitable gorro egipcio. Este hotel, en el que vamos á vivir dos días, flota, y pasados unos minutos se despegará de la ribera. A pesar de su movilidad, resultaría impropio compararlo con un buque. Su casco se levanta muy poco sobre el agua. Es simplemente la base de tres pisos de viviendas construídos encima de su plataforma. En el más bajo de ellos se puede tocar el agua sólo con inclinarse sobre la borda. Dentro de sus habitaciones hay que concentrar la atención para saber con certeza si avanza ó permanece inmóvil. Únicamente el ruido de la gran rueda adosada á su popa, funcionando igual que la de un molino, puede denunciar su marcha. Sobre este río de aguas mansas, los vapores-hoteles permiten á sus huéspedes vivir y dormir sin el más leve balanceo. Me instalo en el comedor, vasto salón blanco, donde encontramos camareros egipcios, iguales á los del tren. Una agradable humedad penetra por las ventanas. El buque se pone en movimiento lentamente, y empieza el servicio de la comida. Creemos haber caído en otro mundo, un paraíso de divina frescura. Nos acordamos de las interminables horas en vagones lujosos pero de rudo movimiento, teniendo que luchar con la arena que, á pesar de las precauciones empleadas en la construcción de dichos vehículos, ennegrece los platos del restorán, las sábanas de las camas, el agua de los lavabos, obstruye narices y garganta, hiere los ojos, haciéndolos lagrimear, y en mitad de la noche despierta al durmiente con angustias de pesadilla, cortando su respiración. Prolongamos nuestra sobremesa en este comedor, que parece de porcelana por su blancura, y á través de cuyos respiraderos se desliza una brisa cargada de perfumes vegetales, aliento de las verdes é invisibles orillas nilóticas. Navegamos con voluntaria lentitud. El buque sólo va á realizar un viaje de dos ó tres horas, y anclará á media noche para no turbar el sueño de sus pasajeros. Han salido á nuestro encuentro varios platos y bebidas de Europa. Algunos domésticos se expresan en italiano y en francés. Todo nos impulsa á seguir aquí para desquitarnos del viaje al través del desierto; pero nos recomiendan la conveniencia de irnos pronto á la cama. Debemos levantarnos en plena noche, antes que apunte el alba, si queremos presenciar el más hermoso espectáculo que puede verse en el verdadero Nilo Alto, mucho más arriba de Assuan y el lago de Filaé, que es adonde llegan únicamente la mayor parte de los viajeros procedentes de Europa. XV LOS COLOSOS DE ABU-SIMBEL El despertar antes del alba.--La muralla de ébano.--Vemos el primer templo egipcio á la luz de una linterna.--Amanecer en el Nilo.--Los cuatro gigantes rojos surgen de la sombra.--El flechazo del sol naciente en las entrañas del templo.--Los cuatro dioses del santuario crepuscular.--Mentiras y fanfarronadas de Ramsés II, llamado el Gran Sesostris por los griegos.--La Historia, estafada por dicho monarca.--Aparición del «bacshis».--Un monstruo legendario que traga monedas de plata.--Navegación Nilo abajo.--Campos donde cazaban á los esclavos nubios.--Las «fellahinas».--Efectos del gran embalsamiento de Filaé.--Mirajes del Nilo.--La hora de cristal.--Cae la noche. Es todavía de noche cuando los criados del buque empiezan á golpear las puertas de los camarotes dando gritos para que despertemos. Unos sorbos de café y unos pedazos de pan del día anterior nos sirven de desayuno. Luego pasamos sobre dos tablas tendidas entre la orilla y la cubierta más baja. Tenemos enfrente un muro lóbrego, de un negro denso y pesado, semejante al del ébano. Por encima de esta muralla, que es la ribera occidental del Nilo, vemos un pedazo de cielo sereno, en el que resbala una media luna sutil próxima á ocultarse. Las últimas claridades de esta noche tranquila se detienen en el filo de la meseta negra, sin atreverse á descender hasta las aguas ribereñas. Al otro lado del buque, en el centro del Nilo, la superficie acuática cabrillea reflejando la luna moribunda y los puntos temblones de los astros. Los marineros del buque nos llevan de la mano por un sendero arenoso cuesta arriba. Ladran perros invisibles en míseras huertecitas que vamos entreviendo junto á nuestro camino. Según avanzamos, el obstáculo negro proyecta una obscuridad más densa sobre lo que nos rodea. A la cabeza de nuestra columna, varios marineros han encendido faroles. Se mezclan con nosotros algunos indígenas embozados en sus astrosos alquiceles y estremecidos por el frío del amanecer. Lo que nos parece un fresco agradable, compensador de las angustias sofocantes sufridas en el desierto, es para estos nubios un frío que les hace temblar. De pronto las luces de nuestros guías cesan de subir y se esparcen horizontalmente. Hemos llegado á una meseta cortada por el obstáculo. Ya no hay más allá. Estamos al pie de la muralla negra. Las luces se multiplican. Todos los marineros que nos acompañan encienden linternas, y siguiendo cada uno de nosotros su llamita preferida, va aproximándose á una boca de cueva que tiene forma rectangular. Vista de cerca ofrece la sorpresa de un umbral precedido de varios peldaños y un dintel en el que se columbran figuras talladas. Presiento que á ambos lados de esta puerta subterránea existe algo colosal, sorprendente. La roca parece tener formas humanas, monstruosas, nunca vistas. Pero la densa tiniebla continúa guardando su secreto, y debemos seguir adelante, guiados por las luces. Hemos entrado en una caverna de piedra tallada. Los pilares que sostienen la bóveda tienen en sus bases pies humanos de gigantescas dimensiones. Mi marinero de _tarbuch_ rojo y cuello azul con anclas estira un brazo todo lo que puede y la luz de su farol va sacando de la lobreguez del techo una nariz, unos ojos sin pupilas, una mitra de faraón, un rostro majestuoso é inexpresivo, rematado por la barba egipcia en forma de perilla. Cada pilastra es un coloso esculpido en la roca. Luego me doy cuenta de que todos representan á Ramsés II con la diadema y las galas del omnipotente Osiris. En los muros hay bajos relieves con escenas de guerra, triunfos del faraón ó inscripciones aduladoras para su gloria. Estamos en un templo egipcio, el más lejano de todos los construídos á orillas del Nilo. Para los que vienen de Europa, es el último monumento de tal especie que pueden visitar; para nosotros que llegamos de Asia, el templo subterráneo de Abu-Simbel significa nuestro primer encuentro con el arte egipcio. La luz rojiza va extrayendo de la obscuridad aglomerada en los santuarios laterales muchos relieves profundamente grabados en los muros, estatuas de diversas divinidades, todas con el rostro del mencionado faraón. Atravesamos las tres salas que se suceden en esta lobreguez y llegamos al santuario más profundo, viendo los cuatro dioses de piedra que lo ocupan, sentados, los pies descansando en el suelo, sin pedestal alguno, con un tamaño mayor que el natural. Estas cuatro divinidades fueron imágenes policromas y guardan cierta parte de los colores con que las adornaron hace tres mil años. Una tiene las piernas rojas, otra azules completamente; las dos restantes sólo conservan harapos vagamente dorados de su antigua vestimenta. El templo no va más allá. Hemos conocido sus diversas naves fragmentariamente siguiendo las secciones de luz rojiza que trazan las linternas, como el que pasa un álbum de grabados hoja por hoja. Vemos Egipto por primera vez, lo mismo que se ven las cosas en una pesadilla, á saltos, sin continuidad lógica. Pero esta visita es preliminar. Ahora lo más interesante se halla fuera, y nos apresuramos á salir del templo, dejándolo hundido otra vez en su atmósfera de tinieblas. Todas las luces se escapan por la puerta y se extinguen, considerándolas innecesarias, al llegar á la meseta exterior. Conozco la historia del monumento. Una gran roca calcárea sumerge aquí su pared verticalmente en el Nilo cuando éste sube durante su crecida anual. Hace siglos tenía el río en este mismo lugar un rápido que dificultaba la navegación, obligando á los viajeros á suspender momentáneamente su marcha. Esto dió origen á varios santuarios, y Ramsés II, que sufrió un ansia continua de nuevas construcciones, labró el único de sus templos subterráneos aprovechando la existencia de la mencionada roca. Tan soberbia obra la consagró al Sol Naciente, y sus arquitectos se preocuparon de que la divinidad á quien estaba dedicada pudiese penetrar hasta su extremo más recóndito. Nos sentamos en pedazos de piedra que tal vez son fragmentos de fachada caídos en la arena. Tenemos fijos los ojos en la muralla gigantesca, todavía negra, sobre cuyo lomo va ocultándose el segmento de la luna. Lentamente, con gradaciones de luz cuyos cambios mortecinos no puede apreciar nuestra visualidad, se aclara el lóbrego obstáculo. Primeramente es gris; después, de un vago azul; á continuación este azul se convierte en rosa, color de aurora; y vemos surgir de la penumbra cuatro gigantes sentados, cuatro varones colosales, con los pies sobre un pedestal del tamaño de una casa y las cabezas en mitad del declive de una montaña de asperón rojo. Una de las cuatro imágenes no tiene cabeza, sólo conserva parte del pecho y las piernas. Otras dos muestran profundas heridas en su torso, agujeros abiertos expresamente para derribarlas, por orden tal vez de algún faraón posterior á Ramsés, ganoso de que figurasen en sus templos. Los soberanos de Egipto, siempre dispuestos á construir para perpetuar su nombre, se robaban unos á otros. Con Ramsés II el robo arquitectónico resultaba acción compensadora, pues ningún monarca egipcio abusó como él de sus antecesores, borrando el nombre de ellos en los monumentos que construyeron, para grabar el suyo, engañando á la posteridad. El coloso sin cabeza no fué desfigurado por los hombres. Su enorme amputación es obra del viento, del calor que disgrega la roca, de alguna grieta que dejó entrar las lluvias, poco frecuentes pero torrenciales, en el interior de esta piedra con forma humana. No obstante sus lacras, los cuatro gigantes rojizos ofrecen un conjunto majestuoso. En el Egipto clásico que vamos á ver días después, no queda nada, estatuariamente, que pueda compararse con los colosos de Abu-Simbel. Los dos célebres de Memnón resultan monstruos informes al lado de estos cuatro faraones con atributos divinos que guardan la entrada del primer templo anunciador de la gloria egipcia, para los que vienen del Sur. Se agrupan entre las piernas de los colosos graciosas figuritas de princesas y pequeños príncipes en actitud de adorar al rey, hecho dios. Su pequeñez es relativa. Resultan insignificantes al pie de los cuatro Ramsés, no llegan á la mitad de sus pantorrillas, pero algunos beduínos y marineros trepan á los pedestales que sirven de taburetes á sus pies monstruosos, y esto nos permite ver que un hombre resulta diminuto al lado de las figuras que considerábamos pequeñísimas. Apunta el día. El Nilo es de nácar bajo los fuegos lejanos de la aurora. Empiezan á enrojecerse los colosos, como si transparentasen una luz interior. Va á salir el sol, como surge siempre en los cielos tropicales, con una rapidez casi instantánea, sin nubes que velen su aparición, asomando primeramente una ceja de fuego, luego una cúpula, y redondeándose al final como una cereza gigantesca, para despegarse con rudo tirón de la línea pegajosa del horizonte. Este momento es el famoso de Abu-Simbel. Va á realizarse el milagro de la luz, el flechazo de oro disparado por el sol naciente, y para presenciar tal espectáculo abandonamos el lecho en plena noche. Un coro inmenso de pájaros ocultos en la orilla verde del Nilo, ó que ascienden desde las huertecitas á la plaza de arena y piedras en que estamos, abre la gran sinfonía matinal. Ya ha salido el sol. Los arquitectos egipcios construyeron el templo con rigurosa orientación, de modo que los primeros rayos horizontales del dios diurno penetrasen hasta lo más hondo de aquél. Ramsés quiso que su obra gigantesca fuese para una hora única, la primera de la mañana, cuando despierta la Naturaleza y surge Osiris, el astro deificado por los egipcios. Vemos cómo un rayo del sol recién nacido se arrastra por la escalinata roja lo mismo que un niño de paso vacilante, cómo se desliza por la portada, cómo invade á saltos las salas interiores. Se desvanecen las tinieblas en el sagrado subterráneo. La luz penetra ahora como una lanza disparada, haciendo huir delante de su punta de oro á la vencida noche. Corremos hacia el interior del templo, pero alguien nos precede: nuestras propias sombras. Como tenemos el sol á la espalda, proyectamos unas manchas negras y larguísimas hasta el fondo del santuario. Cada uno es por algunos segundos tan enorme como las imágenes del interior que sirven de pilastras. Agrupados en torno á los cuatro dioses policromos de la capilla final, presenciamos el milagro de todos los días. El templo entero se ha cubierto con esplendorosas colgaduras de oro. Repelen sus vestiduras de sombra los pilares colosos, las batallas y pompas reales grabadas en los muros, las imágenes con diademas puntiagudas de dioses. Y á través de las tres salas vemos--como podríamos verlo por el cañón de un telescopio--la gran puerta rectangular, más allá el río, que parece hervir seccionado por una faja vertical de fuego, encima la orilla opuesta, y unos barquitos egipcios, todo negro, como pintado con tinta china, y sobre el panorama nilótico un sol color de sangre fresca, que nos envía directamente su puñado de jabalinas luminosas, obligándonos á desviar los ojos. Dura unos minutos este espectáculo mágico. Luego el sol asciende y va desapareciendo cortado por el filo pétreo del umbral de la puerta. Se oculta á la inversa de su aparición y de su ocaso. Pierde su casquete superior, luego no es más que una especie de caldero incandescente y al final una media luna roja. El templo que fué de oro durante unos minutos se torna azul. Como el astro solar se ha ocultado sobre su portada, ya no tendrá en todo el día otra luz que una penumbra de subterráneo, volviendo á esfumarse sus adornos arquitectónicos. Todos los visitantes se marchan al desaparecer el globo del sol. A mí me interesa permanecer solo, completamente solo en este subterráneo milenario, abierto por hombres de los cuales no queda ni el polvo. Ahora, la gran puerta, única entrada de luz, encuadra hasta su mitad una sección del Nilo, color gris de estaño. Mis pasos suenan con nuevo eco en la profunda soledad. Avanzo con cierto temor religioso hasta el fondo del templo, obscura cueva donde permanecen los cuatro dioses, rojos y azules, con tocados diferentes, tiaras, cuernos y discos solares. Puedo examinarlos de cerca y hasta tocarlos. Sus rostros de piedra están roídos de viruelas y tienen las narices achatadas. Como la luz llega hasta aquí igual que llegaría al fondo de un pozo, á través de los templos sucesivos, parecen animarse los cuatro dioses en la penumbra con una vida misteriosa. Siento humildad y admiración al pensar que estos hombres de piedra han vivido tres mil años y seguirán viviendo tal vez más, mientras yo, hombre de carne y sangre, seré dentro de poco un paquete de materia putrefacta, luego un esqueleto blanco, después un puñado de cal que no bastará para pintar tres metros de pared, y finalmente nada. La evolución destructiva del cadáver puede durar cien ó doscientos años, y estos compañeros míos del momento llevan una existencia de treinta siglos en su cueva crepuscular. Me consuelo de mi insignificancia examinando las victorias prodigiosas de Ramsés II grabadas en los muros. Veo al faraón en dichos relieves con estatura de gigante y á sus enemigos representados en forma tan diminuta que no alcanzan á sus rodillas. Todos ellos tienen los mismos rostros de los nubios y etíopes actuales. El rey vencedor los agarra de los pelos, formando racimos, y con un palo los golpea, mientras los que ya fueron vapuleados se prosternan medrosos á sus pies. Son un motivo de regocijo para mí las hazañas de Ramsés II, comediante milenario, fanfarrón coronado, el primero de los reyes que logró engañar á la posteridad dando como hechos verdaderos las mentiras de sus aduladores y las jactancias de su ambición y su orgullo. Hasta hace pocos años fué llamado Ramsés el Grande, siendo además el glorioso Sesostris del que tanto hablaron los griegos. Los egiptólogos han descubierto después la verdad, mostrándolo como un farsante que engañó al mundo y á la Historia durante treinta siglos. Al penetrar los griegos en Egipto vieron tantos monumentos á la gloria de Ramsés, tantos templos con su nombre, tantos relieves ensalzando sus conquistas, que acabaron por transmitir á las generaciones posteriores un Sesostris completamente falso. Fué ciertamente un hombre ávido de acciones gloriosas, pero su orgullo y su fatuidad resultaban superiores á sus virtudes. Siendo príncipe heredero realizó una expedición Nilo arriba, como generalísimo de su padre, batiendo á las tribus nubias y etíopes con las ventajas de todo ejército que posee los medios agresivos de una civilización superior, y para eterna memoria de esta campaña colonial, elevó el templo en que ahora estamos. Llevó la guerra á Asia siendo ya faraón, ganoso de ensanchar las fronteras de su Imperio, y aunque no obtuvo éxitos duraderos, se dedicó á sí mismo tantos monumentos religiosos, tantos pilones conmemorativos, tantas estatuas colosales, que consiguió «engañar á la Historia», ó sea á los autores griegos, que lo describen de buena fe en sus relatos como el más grande de los reyes de Egipto. Su afán de notoriedad no admitía escrúpulos, y raspó el nombre de otros faraones en monumentos anteriores á su reinado para inscribir el suyo. No hay relato heroicamente absurdo de los antiguos libros de caballería que pueda compararse con las hazañas que este monarca se atribuye en las inscripciones dictadas por él. En uno de sus combates afirma Ramsés II que, abandonado de sus guerreros, se vió envuelto por dos mil quinientos carros de guerra y varios millones de enemigos; pero él, completamente solo, gracias á la fuerza de su brazo, obligó á huir á muchos y mató á los demás. Su historia verdadera es otra. Lo que hizo fué venir varios años á Nubia y Etiopía para capturar miles y miles de negros, llevándolos encadenados á trabajar en sus canteras. No obstante haber levantado tantos templos, su reinado marca una regresión en la ciencia y las artes egipcias. Además, el vanidoso Sesostris se hizo modelar en todas sus estatuas como «el más hermoso de los hombres», título inventado por sus cortesanos. Los cuatro dioses colosales de Abu-Simbel tienen, efectivamente, un rostro tranquilo y correcto, con la belleza hierática que los escultores egipcios de la decadencia daban á sus dioses. Mas por una singular ironía de la suerte, la momia de este falsificador de la gloria ha sido conservada hasta nuestros días. La guardan en el museo del Cairo y podremos verla antes de dos semanas. Todo el que ha hojeado historias de Egipto conoce la fisonomía de este Sesostris exhumado de la tumba, su rostro de momia «poco inteligente», conservando una expresión de brutalidad, de orgullo terco, de insolencia de rey. En la plaza arenisca dominada por los cuatro colosos se agrupan algunos beduínos sedentarios, que cultivan las huertecitas cercanas mientras las aguas están bajas. Los más jóvenes se aproximan para repetir una palabra que oiremos continuamente durante nuestra permanencia en Egipto. Con una mano sostienen su garrote de madera blanca en forma de porra, y tienden la otra diciendo: «_Bacshis, bacshis_». Esta demanda de propina, pues en realidad el oriental no pide limosna--aunque _bacshis_ significa en árabe «limosna»--, nos sale al encuentro ante este primer templo egipcio y no nos abandonará hasta nuestro embarque en Alejandría. Un grupo de muchachos, más hábiles y graciosos que los grandes, procura sacarnos el dinero con espectáculos de su invención. Uno de ellos, de ocho ó diez años de edad, se pone en cuatro patas y sus compañeros empiezan á echarle arena sobre el lomo con ambas manos. A los pocos minutos está enterrado y sólo conserva al aire su cabeza. Luego colocan en su dorso arenisco muchas ramas leñosas, verticalmente. Se adivina por la gravedad con que realizan su obra que ésta obedece á un modelo fijo, á algo que oyeron, y que tal vez perturba con medrosas pesadillas sus sueños infantiles. Están formando un monstruo, un animal quimérico engendrado por las leyendas del desierto, tal vez simplemente un cocodrilo centenario de los que existían antes en este gran curso fluvial y la navegación á vapor ha ido repeliendo más allá de las cataratas y la confluencia, de donde venimos nosotros. El muchacho enterrado ayuda á esta evocación grotescamente pavorosa. Convencido de su papel, mueve la cabeza con gestos amenazantes y ruge. Algunas damas ríen y dan monedas de plata á los chicuelos que han asumido la dirección del espectáculo. Noto las miradas de desesperación que lanza el pobre monstruo. Revelan la certeza de no ver jamás ni una sola de dichas monedas. Pero al mismo tiempo se siente prisionero de la montaña de arena, no puede librarse sin el auxilio de los amigos de su envoltura pesadísima, y si protesta nosotros no entenderemos su lenguaje. Me acerco á él como si fuese á darle la comunión, é introduzco una piastra egipcia en su boca. Rugido de entusiasmo. Otros viajeros deslizan más piastras entre sus labios tostados, y el pequeño monstruo, con la boca llena de plata, hace esfuerzos para no tragarse una de las monedas y signe moviendo su cabeza de hidra del desierto, entre gritos y bufidos. El sol está ya muy alto y la arena empieza á reverberar un calor que punza la epidermis cáusticamente. Volvemos á nuestro buque, ansiando la fresca brisa que levanta al deslizarse por el río. Bajo el ardor solar adquiere el suelo un brillo metálico. A un lado del templo de Abu-Simbel, la pared de roca desaparece bajo un derrumbamiento de arena. Fué arrastrada por el huracán desde la meseta que sirve de techo al monumento, y quedó así, como cascada inmóvil. Un muro de dos metros de espesor, pero de simples adobes, se levanta ante la arena para contenerla, y gracias á tal obstáculo permanece libre la entrada del templo. Al avanzar río abajo, encontramos frecuentemente estos derrumbamientos arenosos cortando el verdor de la orilla. A veces nos engañan, y tomamos por campos de trigo recién segado lo que son playas infecundas. Su color hace recordar el de los rastrojos. Pasamos un día entero navegando por el Nilo de Nubia, hasta llegar al lago artificial de Filaé, donde empieza el Egipto clásico. Vemos á un lado y á otro algunas aldeas. El Nilo no se halla tan poblado en Nubia como después de Filaé, por ser aquí las riberas cultivables más angostas que las del antiguo Egipto. Las casas, hechas con barro, tienen canales salientes para la lluvia, fabricadas con medio tronco de palmera hueco. Junto á los pueblos existen siempre grupos compactos ó dobles filas de dicho árbol. Otras veces se muestra sumergido hasta un tercio de su tronco. En ciertos lugares donde la corriente se estrecha entre dos promontorios, vemos castillos en ruinas, antiguas fortalezas romanas, que fueron los puntos más avanzados del Imperio en el mundo de entonces. Estas fortalezas las aprovecharon después bizantinos y musulmanes, reconociendo su valor estratégico. Las orillas nilóticas tienen en Nubia un aspecto militar que evoca las violencias del pasado. Se muestran aún completamente distintas á las del Bajo Egipto, cuyos resignados pueblos de _fellahs_ fueron incapaces de resistirse al vencedor. La Nubia figuró durante miles de años como un campo de caza para los explotadores de la esclavitud. Ser nubio fué en tiempo de los faraones sinónimo de esclavo. Cuando el rey de Egipto no enviaba tropas para capturar trabajadores destinados á sus canteras, ciertos mercaderes organizaban expediciones particulares para adquirir "carne de ébano". Hasta el último tercio del siglo XIX los gobernadores egipcios de este país toleraron el comercio de esclavos. Unas veces la orilla es baja y pantanosa, manteniéndose las aldeas sobre pedestales de barro seco que han ido fabricando sus habitantes á secciones, según el ensanche de la población. En otros sitios, una cadena de montañas de color de elefante avanza hasta el río sus estribaciones, en cuyos lomos se alzan pueblos. Estas montañas de un gris negruzco llevan á veces gualdrapas amarillas. Son grandes sabanas de arena que el _kamsin_[2] ha arrojado caprichosamente sobre sus flancos, y algún día volverá á llevarse. Hace miles y miles de años que el mencionado huracán parece entretenerse en tal juego. Sorbe por medio de sus torbellinos la arena del desierto, aglomerándola contra las montañas en olas ó cascadas inmóviles, como un testimonio de su fuerza, hasta que sopla otra vez, pero en sentido inverso, y arrebatando dichas reservas, las traslada á las llanuras, cubriendo los campos con una mortaja de infecundidad. Vemos pobres villorios que parecen encogidos junto á ciudades extensas y abandonadas. Aún quedan en ellas bosques de columnas que sostuvieron techumbres de templos, estatuas colosales hechas pedazos y esparcidas en el suelo, avenidas con esfinges mutiladas por los siglos, hasta no conservar más que una vaga forma escultural. Lo que mejor se mantiene en estos cadáveres de ciudades son los «pilones», pirámides truncadas y macizas con la piedra de sus cuatro superficies cubierta de jeroglíficos. Otros pueblos nilóticos, de aspecto próspero, carecen de ruinas. Su desarrollo lo deben á que la ribera fluvial se ensancha en el lugar que ocupan, y sus vecinos pueden disponer de más tierra para el cultivo. En todo grupo de población, el principal edificio es la mezquita, cuadrada y hecha de barro, como las demás casas, con una cúpula pintada de blanco. Rumian muchas cabras, en las orillas, la vegetación nilótica. Filas de mujeres marchan entre sicomoros y palmeras llevando un cántaro erguido sobre su cabeza. Estas _fellahinas_, cuando trabajan en la puerta de sus casas, no temen echarse atrás el _yabrah_, manto de algodón azul, y muestran su rostro á pesar de ser musulmanas. Lo único que tapa el manto es su cabellera, dividida en trencitas y untada con aceite de ricino. Se pintan los ojos cuando son jóvenes, igual que las mujeres de las ciudades, se tatúan las mejillas y el entrecejo con azul índigo y usan una túnica, apretada debajo de los senos, que les arrastra por detrás. Sólo cuando terminan sus trabajos domésticos y bajan al Nilo en busca de agua colocan ante su rostro la luenga máscara negra. Las vemos caminar en fila por ambas riberas, con sus largas vestiduras obscuras ó azules, cuyas colas levantan nubecillas rojas detrás de sus pasos. Esta cola debe ser algo tradicional que las enorgullece, colocándolas muy por encima de las mujeres de las dos mesetas paralelas al río, hembras de beduínos errantes, sin otra fortuna que sus camellos, eternamente envidiosos de las cosechas que proporciona el limo de la inundación. Algunos pueblos son completamente negros á causa del color de este limo empleado en sus edificios, y se confunden con las rocas basálticas amontonadas detrás de ellos. Es necesario mirar con anteojos para que las casas se despeguen de las peñas, viéndose en sus azoteas mujeres azules que siguen con inmóvil curiosidad el paso de nuestro vapor. Se notan los efectos del embalsamiento del Nilo en Filaé. El dique moderno retiene las aguas después de la inundación, para distribuirlas oportunamente, y esta reserva enorme refluye Nilo arriba, haciendo subir el nivel ordinario. Casas y norias están en algunos sitios debajo del agua, asomando sólo sus extremidades superiores. Bosques de palmeras surgen también del río, convertidas para siempre en árboles acuáticos por el mencionado embalsamiento. Pasamos ante Derr, la ciudad más importante de esta sección del Nilo. En realidad, es un villorio musulmán; pero ciertas casas de adobes tienen piso superior, y los ricos del país las han adornado con columnas de igual materia que imitan groseramente las de la antigua arquitectura egipcia. Junto á Derr se extienden las ruinas de otro gran templo de Ramsés II. ¡Siempre el vanidoso Sesostris! Nuestra navegación, dulce, reposada, sin incidentes, nos hace sufrir un continuo engaño visual, comparable al de los mirajes del desierto. Creemos deslizarnos por una sucesión de lagos. Nuestros ojos no nos dan nunca la convicción de que estamos en un río. Se van extendiendo ante la proa grandes láminas acuáticas, pero todas ellas tienen siempre una faja de terreno cerrando el horizonte. En los lugares donde el Nilo forma un recodo, la tierra fronteriza está muy próxima. Cuando el río se desarrolla recto, las dos orillas, avanzando paralelas, acaban por tocarse y cierran igualmente la perspectiva. A cada cambio de paisaje nuestra observación silenciosa formula la misma pregunta: «¿Por dónde saldremos de este encierro?» Nunca se parte el horizonte con una lámina infinita de agua. Siempre tenemos en último término una colina, un acantilado, una banda de vegetación. En realidad, no se sabe cómo vamos pasando de unos paisajes á otros, y persiste el engaño de creer que atravesamos una serie de lagos comunicantes. Empieza el anochecer. Cielo y río son de nácar, con un resplandor suave de arco iris, característico de las tierras cuya atmósfera está saturada de humedad. En torno á los pequeños pueblos se inicia la atracción del crepúsculo, la marea regresiva de la jornada. Por ambas riberas pasan filas de borriquillos llevando á lomos á sus dueños, de vuelta de los campos. Adivinamos con anticipación la existencia de las aldeas todavía invisibles, por las procesiones humanas que afluyen á ellas. Mujeres de larga cola bajan á llenar en el borde nilótico el último cántaro del día. Las norias lanzan sus postreros chirridos. El _fellah_ entona con voz melancólica las estrofas finales del cántico del agua. Todavía suben y bajan en las riberas los brazos innumerables de los _chadufs_, norias á mano de cangilón único, largas perchas en forma de balancín, que el campesino egipcio maneja con rápida habilidad, sacando cubos llenos para hacerlos caer en la pequeña acequia situada dos metros más arriba. Suenan en la atmósfera azul los últimos estremecimientos de un trabajo que viene repitiéndose, junto al Nilo, hace ocho mil ó diez mil años, siempre en la misma forma, con igual resignación fatalista ante la Naturaleza y el Destino. Del fondo de este curso acuático eternamente nutridor va surgiendo un vaho que envuelve personas y cosas, dando un temblor fantasmagórico á sus líneas y una pátina violeta á sus colores. La hora es de cristal, y todo vibra, comunicando á la atmósfera sonoridades que vencen los obstáculos de la distancia. Oímos con claridad voces de hombres que marchan por las riberas, pequeños como hormigas; ladridos de perros invisibles en el interior de aldeas lejanísimas que parecen escapadas de una caja de juguetes. Suenan cercanos, como ruidos de nuestro propio buque, la caída de un remo en una barca oculta entre las cañas, el relincho de un caballo hundido hasta el vientre en las vegetaciones de un pantano. Nos cruzamos con un vapor semejante al nuestro, que lleva ya encendidas todas las luces eléctricas de sus salones. Cae la noche con la instantaneidad violenta de los países tropicales. Mañana, al salir el sol, estaremos en Filaé. XVI EL LAGO DE FILAÉ El Nilo clásico y el mecanismo de sus inundaciones.--Ceremonias populares al elevarse las aguas.--Inconvenientes y ventajas del gran dique de Assuan, que forma el lago de Filaé.--Las cataratas del Nilo no existen.--La barca, sus remeros y el hermoso fetiche cantor.--Inquietudes de los padres musulmanes.--El trabajo egipcio hecho á coro.--Los templos sumergidos de la isla de Filaé.--Aspecto relativamente europeo de Assuan.--Creemos estar ya en nuestra casa.--Los espantamoscas y la más terrible de las plagas de Egipto.--La noche en Luxor.--Vuelvo á encontrar la exuberante abundancia de marfil y resuelvo definitivamente mis dudas. Si el Nilo no existiese, sería Egipto una continuación del desierto de Sahara hasta la costa del mar Rojo. Gracias al río nutridor ha podido decirse, desde los tiempos de Herodoto, que «Egipto es un don del Nilo». Esta nación milenaria consiste en un larguísimo oasis entre dos mares de arena. A su derecha se extiende el desierto Arábigo, llamado así por resultar una prolongación de la Arabia Pétrea, situada en la orilla opuesta del mar Rojo. A su izquierda el desierto de Libia, en el que se alzan las célebres Pirámides de Gizéh, es llano como una mesa, y los oasis que existen en su superficie tabular ofrecen la particularidad de estar tallados en hueco, hallándose algunas veces sus hondonadas de campos feraces más abajo del nivel del Mediterráneo. Casi toda la población egipcia vive aglomerada en el valle nilótico, espacio que apenas representa el cuatro por ciento de los territorios del actual reino de Egipto. El noventa y seis restante puede decirse que está casi inhabitado, pues sólo mantiene bandas errantes y poco numerosas de beduínos. Siete millones y medio de egipcios se hallan establecidos á lo largo del río, siendo sus dos orillas un doble oasis de gran feracidad que ocupa 1.200 kilómetros de Assuan al Mediterráneo. La anchura de este valle es enorme en el delta, ó sea en su término, extendiendo sobre el Mediterráneo un frente de doscientos kilómetros. El Nilo afecta la forma de un árbol, siendo el delta su copa. El tronco, representado por todo el curso del río, no tiene más que una anchura media de diez kilómetros, y en algunos sitios menos. Resulta de ello que la población de Egipto, aglomerada en un espacio superior apenas al de Bélgica, ofrece una densidad sólo comparable á la de las regiones más habitadas de China ó la India. No bastaría la corriente ordinaria del Nilo para mantener á esta población enorme, pero proporciona además los beneficios anuales de su inundación. El clima de Egipto es de una sequedad extrema, y su caudal de lluvia resulta poco importante en unas regiones, y en otras completamente nulo. Para los autores antiguos fué un secreto milagroso el mecanismo de estas crecidas, que se repiten todos los años con una regularidad cronométrica. El Nilo Blanco aporta el agua de los grandes lagos ecuatoriales, manteniéndose invariable su volumen gracias á las grandes lluvias del África intertropical. El Nilo Azul, originario de las montañas de Abisinia, crece enormemente, como ya dijimos, cuando llueve en dichas montañas, de Junio á Agosto, y además, su arrastre es muy impetuoso, pues desciende 1.400 metros desde su nacimiento hasta su desembocadura en Kartum. Este equilibrio de los dos afluentes origina y sostiene la prosperidad egipcia. Si el Nilo Azul fuese el único creador del Nilo de Egipto, éste recibiría un gran caudal de agua de Julio á Septiembre, quedando casi seco el resto del año. Si el Nilo Blanco fuese igualmente su único generador, le daría una corriente anual continua, pero de pobre nivel, no alcanzando á regar los campos situados sobre sus dos orillas escarpadas. Como se ha dicho muchas veces, el Nilo Blanco «hace el Nilo» y el Nilo Azul «hace el Egipto». En los meses de Abril y Mayo, mientras Europa conoce los esplendores de la primavera, Egipto tiene un aspecto de desolación. El Nilo está muy bajo. Las ciudades quedan en las cumbres de las riberas, alejadas del río, con gran escasez de agua. Es también la época en que sopla, durante siete semanas, el viento sofocante del desierto, el terrible _kamsin_, que esparce la arena y arruina muchas veces toda una región. La gente sufre enfermedades á causa de la sequedad del ambiente. Es la época de las «plagas de Egipto», conocida y lamentada desde hace miles de años. En Junio cambia felizmente el régimen atmosférico. El caldeamiento de la tierra atrae los vientos del Mediterráneo, tan esperados por los egipcios que los llaman «vientos del Norte». En los monumentos fúnebres de la antigüedad hay inscripciones alabando «los soplos deliciosos de los vientos etéreos ó del Norte, que refrescan y purifican la atmósfera», y los poetas los comparan á una lágrima de Isis caída en el río. Se inicia la inundación con una lenta subida de las aguas. Luego toman éstas un color verde, que dura algunos días, y es debido á los grandes bancos vegetales que obstruyeron durante el invierno los afluentes del río Blanco en el África intertropical. Dicha agua es dañosa para la salud de los que la beben y da origen á grandes perturbaciones estomacales. Luego el Nilo toma un color de sangre y empieza la verdadera crecida, que va en aumento hasta Septiembre. Esta agua es la que llega cargada de tierra de las montañas de Abisinia, dejando sobre los campos una capa de limo fecundante. Se calcula que toda crecida nilótica deposita en el valle veinticinco millones de toneladas de barro abonador. El agua del Nilo Rojo, á pesar de ser terrosa, resulta más sana y agradable para beber que la del llamado Nilo Verde. La bajada de las aguas es más rápida que la subida. Se inicia á mitad de Octubre y termina á fines de Noviembre. En Diciembre queda limitado el Nilo á su propio lecho y su caudal acuático es semejante al que tiene en este momento bajo la quilla de nuestro buque-hotel. Aún transcurrirán cuatro meses antes de que vuelva á hincharse y subir bajo el impulso de su poderoso afluente el Azul. A medida que se va retirando el Nilo empiezan las siembras de invierno, y durante los meses de Diciembre, Enero y Febrero, cuando la tierra de Europa parece dormir, Egipto está todo verde. A un lado y á otro del río vemos ahora trigales muy altos, que madurarán en el mes inmediato, ó sea en Abril. Los relatos de los escribas egipcios, á pesar de sus descripciones fragmentarias, nos permiten imaginar con qué ansiedad esperaron los habitantes de este valle durante miles de años la subida de unas aguas de las que dependía su existencia. La primera alegría del pueblo era ver el pequeño cocodrilo llamado _ack_, divino precursor que venía Nilo abajo desde las ignoradas fuentes con la primera oleada de la inundación. Ahora ya no hay cocodrilos en el Nilo Bajo. Llegaron á tener en la antigüedad hasta seis metros de longitud; pero la navegación á vapor y los diques del riego moderno los han hecho huir, como ya dije, más allá de la primera catarata. Quedan algunos en Nubia, mas únicamente se les ve en abundancia arriba de la sexta catarata, ó sea á partir de Kartum. Después de la aparición del _ack_, los egipcios antiguos seguían atentamente los diversos fenómenos de la crecida: el empuje de las aguas verdes arrastrando la vegetación corrupta de los lagos pantanosos vecinos al Nilo Blanco, la presencia de las aguas «rojas» teñidas por el barro de los torrentes etiópicos; y cuando la corriente empezaba á humedecer las crestas de los diques llegaba el momento más solemne. Grupos de _fellahs_ cortaban los baluartes de tierra que habían servido de compuertas impidiendo hasta el instante oportuno la entrada del agua fangosa en los canales de riego. Los sacerdotes alzaban sus brazos, quedando en hierática postura, para gritar: «Salud, ¡oh Nilo! tú que vienes á dar su vida al Egipto.» Bailaba la gente lanzando gritos de alegría. Al cortar los malecones de tierra se dejaba un pedazo de dicha compuerta en medio del canal, para que la corriente lo royese, derrumbándolo á los pocos momentos entre aplausos de la muchedumbre. A este mojón de barro lo apodaban «la novia», y según opinión de Reclús, dicho simbolismo obedecía á la idea popular de que todo don de los dioses debe ser compensado por una inmolación. También arrojaban una muñeca en el agua fangosa, tal vez como recuerdo de víctimas verdaderas que habían sacrificado muchos siglos antes para que el divino Nilo no les retirase sus favores. En la actualidad no se recibe con fiestas religiosas la llegada de la inundación, pero todavía representa el suceso más interesante del año y provoca un regocijo popular. Apenas crece el río, hombres, niños, búfalos y caballos se meten en el agua refrescante y chapotean junto á las orillas horas enteras. Las olas arrastran grandes bancos de peces, y las aves silvestres, así como las de corral, forman bandas sobre la corriente para pescarlos con sus picos. Debo añadir que cuando la tierra, seca y ardorosa durante cuatro meses, empieza á humedecerse con el crecimiento de las aguas, da vida á enjambres infinitos de insectos que sólo los egipcios pueden resistir y justifican la antigua leyenda de las plagas. El año egipcio figura dividido por los diversos niveles del curso nilótico, que tanto influyó igualmente en la historia del país. Egipto sólo tiene tres estaciones de cuatro meses: la de siembras y crecimiento de las plantas, entre Noviembre y Febrero; la de las cosechas, de Marzo á Junio, y la de inundación, de Junio á Noviembre. El nivel de la crecida fluctúa entre siete y ocho metros, pero tal diferencia, que parece poco importante, determina la abundancia ó el hambre. Si pasa de ocho metros en El Cairo, resulta excesiva y perjudicial; si llega á menos de siete, es insuficiente y la cosecha queda comprometida ó se pierde. Para evitar tal peligro, se abandonó el sistema de sumersión que usaban los antiguos, dejando confiado el éxito agrícola del año al azar de un nivel mayor ó menor de la corriente inundadora. Ahora el riego se regulariza con ayuda de diques guardadores de poderosas reservas acuáticas, y por medio de canales que las reparten según las necesidades de los campos. Mohamed-Alí, el déspota progresivo que tantas cosas quiso hacer rápidamente para la civilización de su país, empezó la construcción en el delta de la gran barrera del Nilo, dique que abarca los dos brazos de su desembocadura y eleva el agua, distribuyéndola. Ha influído más en la riqueza de Egipto la barrera de Assuan, que veremos mañana, dique de mil novecientos metros de longitud, con ciento ochenta compuertas que sirven para distribuir las aguas del Nilo de Nubia por el que venimos navegando. Esta reserva se acumula en el antiguo valle de Filaé, convertido en lago durante los meses de sequía. Como ocurre en todas las obras enormes de la industria moderna, el lago de Filaé es culpable de varios atentados contra el arte, y mantiene además sumergidos algunos pueblos que sus vecinos tuvieron que abandonar. Pero justo es añadir que al mismo tiempo que perpetró estos «crímenes» ha realizado el milagro de doblar ó triplicar la riqueza del país. Acumulando las aguas del Nilo nubio en su gigantesco recipiente para que no vayan á perderse en el mar, puede distribuirlas con metódica oportunidad á todo el valle bajo del Nilo egipcio durante los meses en que es más pobre su caudal. Gracias á este dique, miles y miles de agricultores pueden cultivar todo el año y en vez de una cosecha dan sus campos dos y tres. En verano, muchas tierras, antes tostadas y estériles, se cubren ahora de cultivos ricos, como la caña de azúcar y el algodón, y en otoño dan el sorgo, alimento del pueblo, que sólo necesita setenta ú ochenta días para madurar. Se muestran orgullosos los ingleses de esta obra gigantesca realizada bajo su inspiración, mas no por eso debe olvidarse al Nilo, gran benefactor del país. Su agua resultará siempre la creadora del Egipto, sean cuales sean los progresos que realice el hombre en su economía y distribución. Todos los pasajeros del hotel flotante sentimos gran interés por conocer el embalsamiento de Filaé, y á causa de ello nos encontramos en las diversas cubiertas antes de la salida del sol. Surge éste como una bola de sangre coagulada y sombría, y se enrojece según va elevándose. Las riberas nilóticas huyen de nuestro buque por ambos lados, y ante la proa se extiende una llanura líquida orlada de colinas rocosas. De pronto este lago se cubre de peces purpúreos é inquietos, que se trasladan de una banda del buque á la opuesta, como si nadasen bajo su quilla. Son simplemente los reflejos de un sol egipcio que hemos visto nacer casi obscuro hace pocos minutos y ahora nos obliga á bajar los ojos. El caprichoso movimiento de las miríadas de peces ígneos creados por él se debe á las evoluciones de nuestro vapor, que va buscando un sitio favorable para fondear. Acuden en semicírculo unas cuantas lanchas, muy largas, con numerosos remeros nubios. Cada una lleva un piloto de camisa blanca y gorro escarlata, el cual, de pie junto al timón, grita palabras en diversos idiomas, alabando la hermosura de los templos sumergidos y la colosal grandeza del dique. Abandonamos el buque para siempre. Este hotel flotante sólo navega entre la barrera fluvial de Assuan y la segunda catarata de Wady-Halfa, dependiendo del gobierno sudanés. Le es imposible ir más lejos. Bajo á una de las barcas, movida por ocho remeros. Además lleva un gracioso y pequeño beduíno en la proa, como si fuese el fetiche de la embarcación. Corta ésta con rapidez las aguas tranquilas y profundas de un depósito de riego que parece un pequeño mar. Costeamos riberas altísimas de peñascos, que obscurecen la brillante superficie con la proyección de su sombra; doblamos colinas angulosas que en otros meses tienen campos de sorgo al pie de ellas y ahora son promontorios y cabos. Desembarcamos junto al arranque del dique de Assuan, y como tiene cerca de dos kilómetros de longitud, creemos oportuno tomar asiento en una de las vagonetas que se deslizan sobre rieles en el lomo de dicha barrera. Es una muralla ancha como un paseo, una obra de albañilería colosal, algo semejante á las Pirámides faraónicas, pero acostado en el río, con arcos lo mismo que un puente, para que el agua prisionera salga en cascadas cuando se levantan sus compuertas. Repetidas veces saltamos de nuestro vehículo al darnos cuenta de que abajo está funcionando una de las caídas acuáticas. Permanecemos de codos en el parapeto, inmovilizados por la atracción contemplativa del agua corriente, igual á la del fuego del hogar. No podemos huir nuestros ojos de estas masas espumosas que escapan por un lado del dique, mientras en la cara opuesta brilla el vasto embalsamiento con una tersura de lago dormido. Aprovecho la ocasión para decir que estas cascadas artificiales son las primeras que he visto en el Nilo, á pesar de que venimos siguiendo sus cataratas desde la sexta á la primera. Las famosas cataratas del Nilo no existen. Tal vez fueron ciertas en una remota antigüedad, al poseer este río un caudal mayor y existir barreras naturales de rocas que el tiempo ha ido royendo y rebajando. Las llamadas cataratas son simplemente unos rápidos. El agua del Nilo no se desploma de grandes alturas, como la del Niágara ó el Iguazú; salta con gran estrépito y vaporosos hervores entre las peñas que obstruyen su curso, se parte en numerosos brazos durante varios kilómetros, pero nunca llegan á formar sus caídas cataratas ni enormes cascadas. Volvemos en nuestra vagoneta al lugar del embarque. La empujan varios nubios de luenga camisa, pero se ha agregado á ellos una nube de chiquillos, que fingen ayudarles ó corren sin objeto al lado del vehículo, repitiendo á gritos la misma palabra: _Bacshis_, _bacshis_. Todos piden propina, aunque no han hecho nada. Es á modo de un saludo nacional. Por primera vez nos ponemos en contacto con la muchedumbre egipcia, que luego vamos á encontrar en todas las poblaciones y lugares históricos, tan diferente del grave y modoso _fellah_, cultivador de la tierra nilótica. Estos parásitos del invernante y de cuantos visitan los monumentos ruinosos, guías, cocheros, borriqueros, vendedores de antigüedades falsas, etc., muestran una insolencia y una audacia que casi resultan inocentes en fuerza de ser insólitas. Miran con descaro, protestan por sistema de lo que se les da, jamás se consideran satisfechos, y se burlan del viajero cara á cara, con un cinismo franco, cruzando entre ellos palabras en su idioma acompañadas de gestos que no dejan duda sobre su intención. Cuantos servidores encuentra el extranjero en el resto del mundo, japoneses, chinos, javaneses, malayos ó indios, resultan de un trato delicioso comparados con sus congéneres de Egipto. Ahora la barca nos lleva á ver los templos de Filaé. Su tripulación empieza un rito preparador del inevitable _bacshis_. Reman todos, exagerando su esfuerzo, mirándonos con fijeza para que nos demos cuenta exacta de la importancia de su trabajo. El que lleva el timón lanza un grito, y en seguida los remeros rompen á cantar. Desde Assuan á las bocas del Nilo, todos los egipcios que hacen algún trabajo juntos deben cantar á coro. Dicha costumbre tal vez data de seis mil años. Ya he dicho que el _fellah_ no puede extraer agua del Nilo sin entonar una canción, y también canta cuando se lo permiten los trabajos de la tierra. Hay pueblos en Europa, especialmente Italia y España, donde el campesino necesita cantar mientras trabaja, pero esto lo hace de un modo individual, y la particularidad del pueblo egipcio consiste en que necesita el canto ó la música para toda labor común. Tal vez procede esto de la época en que se levantaron las Pirámides y otras obras semejantes, cuando las muchedumbres convocadas por el faraón subían masas enormes de roca por planos inclinados, obedeciendo sus impulsos al ritmo de un canto que excitaba y reglamentaba el esfuerzo de todos. En las obras de albañilería, en las navegaciones nilóticas, en todo acto de laboriosidad colectivo, cantan los trabajadores, y muchas veces da medida á la actividad de sus manos una flauta con acompañamiento de tamboril. Nuestros remeros cantan, y de otras barcas que cruzan el lago á lo lejos y parecen navegar por el aire de un modo irreal, á causa de la claridad de las aguas que las sostienen, nos llegan nuevos cánticos como respuesta. Cada estrofa la inicia el muchacho bonito que va sentado en la proa, y los ocho remeros contestan con una música que carece de palabras y no es más que una onomatopeya melódica. Su árabe nubio suena con rimas perceptibles para nuestro oído, y el piloto se esfuerza por traducirnos lo que dicen los versos. Es una canción en la que tal vez tiene más importancia la sonoridad de las palabras que el pensamiento poético expresado con ellas. «Una bella muchacha ha bajado al jardín», gorjea el adolescente de la proa con su voz dulce de mujer. Y todos los bogadores contestan en diversos tonos, armonizados por su instinto: «¡Oh!... ¡oh! ¡Oh!... ¡oh!» Describe el pequeño cantor cómo la bella recoge flores, cómo piensa en su amante, etc., y los remeros nubios repiten su "¡oh!" con entusiasmo, temblándoles los párpados, cual si viesen á la hermosa doncella y la tuvieran al alcance de sus manazas, en este país donde las hembras cuestan muy caras y las que no son bestias de trabajo sólo se dejan ver de los hombres cubiertas con un dominó negro. Únicamente los ricos pueden gozar la sociedad de mujeres verdaderas, dignas de tal nombre por los cuidados de su cuerpo y los hermoseamientos del lujo. La fealdad algo bestial de estos remeros, su rudeza de musulmanes pobres, contrasta con la rara hermosura del muchachito que inicia el cántico. Uno de los bogadores, el único viejo y barbudo, es sin duda su padre. El niño no trabaja. Tal vez á causa de su buen aspecto lo destinan á entrar como servidor en algún hotel elegante, emancipándose así de los duros trabajos que siempre pesaron sobre su familia. Va vestido lujosamente, con alquicel blanco y chaleco rayado de colores. El padre es el bogavante, el primer remero junto á la proa, para tenerle más cerca. Se adivina que ni por un minuto lo deja solo, temiendo la inquietante sociedad con sus compañeros de trabajo. En los países orientales la madre no necesita preocuparse de sus hijas; las tienen seguras en su casa, haciendo vida de harén, y cuando salen llevan el rostro cubierto. Los padres sufren mayores inquietudes. Si van á trabajar, llevan al hijo á su lado, lo tienen siempre á la vista, y sólo cuando es hombre y perdió las gracias de la adolescencia se libran del tormento de una vigilancia recelosa. Empezamos á navegar entre templos sumergidos que sólo muestran sobre el agua un tercio de sus columnatas y las robustas cornisas de piedra. Nuestra lancha está sobre una isla que no vemos, la de Filaé ó Filé. Antes de construirse el gran dique de Assuan, esta isla quedaba siempre por encima del nivel de las inundaciones. Ahora desaparece durante algunos meses todos los años y los templos que la cubren se convierten en un archipiélago de islotes arquitectónicos. En el Egipto milenario, donde la antigüedad de los monumentos asciende hasta á ochenta siglos, los templos de Filaé pueden llamarse modernos. El más antiguo es de 350 años antes de nuestra era, cuando gobernaba Nectanebo II, último rey indígena de Egipto. Los otros, de asperón blanco, que aún conservan muros con imágenes y capiteles policromos, fueron erigidos por los Ptolomeos y diversos emperadores romanos, ganosos de imitar el arte egipcio para hacerse simpáticos á las gentes del país. No tienen la majestad robusta de los edificios de Tebas y Memfis; en cambio, parecen más ligeros y agradables á la vista. Son monumentos decadentes creados por la imitación; tienen el atractivo de las obras inspiradas por la moda. Causa cierta angustia ver sumidos en el agua estos templos á la gloria de Isis, que fueron convertidos después en iglesias por el cristianismo bizantino y en mezquitas por los vencedores musulmanes; pero como todos ellos son de piedra y han resistido el peso de los siglos, afirman los ingleses y los egipcios interesados en el embalsamiento de Filaé que la inmersión anual no puede acelerar su ruina. ¡Así sea! Desembarcamos en un pequeño muelle de barro junto á la estación de Assuan. Vemos á lo lejos grandes hoteles europeos. En los andenes nos cruzamos con los últimos invernantes que empiezan á retirarse hacia El Cairo á causa del calor. Ha empezado ya la mala época en la parte alta del valle del Nilo, y pasadas unas semanas se iniciará igualmente la fuga de los que viven en El Cairo. Muchos visitantes de Egipto, cuando llegan á Assuan, se imaginan estar en lo más remoto del Nilo habitable. Más allá es para ellos el África tenebrosa, el misterioso Kartum, la confluencia de los dos Nilos, etc. Nosotros, en cambio, al llegar á Assuan creemos estar ya en Europa... Históricamente nos consideramos en nuestra casa después de haber vivido entre japoneses, chinos é indostánicos, pueblos que jamás tuvieron relación alguna con la vida mediterránea. Los egipcios fueron maestros en muchas cosas de griegos y romanos, y resultan algo así como remotísimos abuelos de la gran familia latina. Además, ayuda á esta ilusión lo que vamos viendo en torno á nosotros. Los criados llevan zapatos; en los hoteles hay domésticos franceses é italianos; en todo comedor se encuentra un _maître d'hôtel_ que ha trabajado en la Costa Azul. Después de nuestro largo viaje apreciamos como una excursión insignificante bajar el resto del Nilo, hasta Alejandría, y cruzar el Mediterráneo. Nos parecen máscaras incomprensibles los hombres del país con sus luengas camisas, las mujeres arrastrando la cola del vestido, tapadas con su antifaz negro y colgante, y ciertos europeos de indumento exótico. Ya podemos decir que hemos terminado nuestro viaje. Lo único que nos hace dudar de ello es la abundancia de moscas. A partir del mes de Febrero, esta plaga de Egipto resulta indescriptible. El egipcio no parece enterarse de ella. Como la conoce desde que nació, se resigna. Durante los meses malos viven las gentes del pueblo con un redondel de moscas inmóviles en torno de los ojos, otro círculo más grande alrededor de la boca y unas cuantas que revolotean junto á la nariz, disputándose el sitio. No se toman el trabajo de sacudirlas... ¿para qué? Llegarían otras y otras, más ávidas, más agresivas, por el incentivo de la novedad. Resulta preferible conservar las que ya están instaladas. Y cada ribereño nilótico sale de su vivienda, se dirige al campo ó á sus quehaceres, si vive en poblado, y regresa al domicilio conservando la misma nube de moscas propias. Hasta en los hoteles lujosos hay que batallar con esta calamidad milenaria. Los invernantes y las gentes distinguidas del país van á todas partes llevando un espantamoscas en la mano. Es una particularidad de Egipto que usan todas las personas acomodadas. Consiste en un manojo de crines blancas, semejante á una cola de caballo, y sujeto á un agarrador de marfil. Veo en la estación de Assuan á un príncipe de la familia real italiana con todo su séquito de cónsules y agregados de legación, que le acompañan en su viaje por el país. Este grupo y los demás que esperan el tren agitan maquinalmente, mientras conversan, sus colas de caballo, dándose disciplinazos en el rostro y las espaldas. Ni aun así pueden librarse de estas moscas egipcias, hinchadas, pegajosas, incapaces de espantarse ni de huir, que pican hasta el último momento de su existencia. Esta noche duermo en Luxor, sobre el solar de la antigua Tebas, y antes de acostarme resuelvo definitivamente una duda que me preocupa desde que pisé el suelo de África. Vuelve á salirme al paso en Assuan el marfil abundante y vistoso, cuya pista perdí en la ciudad del profeta. Ya he dicho que todos los espantamoscas tienen un largo puño de marfil. En la estación hay tiendas que ofrecen los mismos objetos de Port Sudán y de Kartum, pero dentro de escaparates elegantes, en mayores cantidades y con precios marcados. ¡Qué de colmillos debe poseer cada elefante de África para dar abasto á tal producción!... Por la noche, después de la comida en el Gran Hotel de Luxor, salgo á visitar las tiendas inmediatas que se extienden frente al Nilo. La más grande é iluminada de todas sólo vende objetos de marfil. Además de los que llevo vistos, encuentro cortapapeles, objetos de escritorio, copas, cuantos artículos necesarios para la vida pueden tallarse en las ricas defensas de un paquidermo. El dueño, mezcla de griego, indostánico y judío, un verdadero comerciante de la temporada invernal, como si presintiese mis dudas, me da explicaciones profesionales sobre el marfil. Hay muchos vendedores sin conciencia que engañan al público dándole género falsificado; pero él no figura entre ellos. Cuanto tiene en su tienda es puro. La prueba puede ofrecerla inmediatamente. Y me muestra en un rincón de su establecimiento una tarima cubierta de esteras egipcias, un taller á estilo oriental, con un beduíno sentado sobre sus piernas cruzadas, que mueve una pequeña sierra mecánica. Al mismo tiempo aplica á la cinta de acero un legítimo colmillo de elefante, pero de elefante desgraciado, de elefante párvulo, pues el tal colmillo no llega á la longitud ni al grueso de un brazo de hombre. Acaba de entrar en la tienda un viejo matrimonio inglés, y se une á mí para escuchar esta explicación, contemplando curiosamente el trabajo. Cae del mísero colmillo una redondela amarillenta, y el árabe nos la muestra, sonriéndonos con todo el verdadero marfil de sus dientes. Tiene el mismo aire de un prestidigitador cuando acaba de realizar un juego maravilloso y saluda, esperando un aplauso. No veo en toda la tienda otro colmillo que éste que acaba de perder su rodaja más gruesa. ¡Los cientos, los miles iguales á él que se necesitarían para fabricar todas las obras que llenan anaqueles y escaparates!... Mientras la pareja británica habla con el dueño, deseosa de hacer compras después de una demostración tan convincente, tomo en mis manos la pieza recién aserrada que me ofrece el artífice indígena. ¡Completamente fría, no obstante la fricción violenta de la sierra!... Después de vagar media hora frente á los otros establecimientos que reflejan sus luces en el Nilo, vuelvo á situarme junto á un escaparate de la tienda de los marfiles. Veo á través de los vidrios cómo el comerciante da explicaciones á otros viajeros. Luego les muestra el árabe en cuclillas, ante el aparato aserratorio, con el mismo colmillo en la mano. Y cuando los curiosos se acercan, ¡paf!, vuelve á caer la redondela. Juraría que es la misma, ligeramente pegada para el simulacro de aserramiento... Hay que economizar el colmillo. XVII TEBAS, LA DE LAS CIEN PUERTAS El papiro y el loto.--Memfis y Tebas.--Los faraones del Alto Egipto.--Tebas, la de los cien pilones.--Falta de edificios civiles en las ruinas egipcias.--Cómo vivía el pueblo.--La lluvia, más temible que un temblor de tierra.--Decadencia de Tebas originada por sus reyes.--Cortejos esplendorosos de los faraones.--Alianza estrecha de los monarcas y los sacerdotes.--El palo, batuta directora de la vida egipcia.--Los hijos actuales de los «fellahs».--La admirable columnata de Karnak.--Cómo eran los templos egipcios.--La soledad de Tebas durante largos siglos.--Eremitas cristianos de la Tebaida.--Las tentaciones de San Antonio.--Ruinas de Tebas animadas por el diablo.--Nuevos siglos de soledad.--Los soldados de la República aplauden la más asombrosa de las decoraciones. Abro el balcón de mi dormitorio y, aunque la hora es muy temprana, penetra un chorro de sol cegador, en el que aletean numerosas moscas. Al sacudir la torpeza del sueño me doy cuenta de que vivo en la antigua Tebas, capital donde se concentraron las mayores grandezas históricas de Egipto. Estas riberas del Nilo son las clásicas, las que empezaron á describir poetas y viajeros hace dos mil años. El esplendor de la luz resulta aquí una riqueza y un tormento. Como han dicho algunos, el sol de Egipto no es radioso, es rutilante, y el suelo parece devorado por los fuegos del día. No carecen de árboles las riberas nilóticas, y sin embargo es difícil encontrar en ellas un poco de sombra. Sus pequeñas arboledas se componen de acacias que dan la llamada goma arábiga, de tamariscos, cuyo débil follaje ha sido cantado por los poetas árabes, y sobre todo de palmeras, hermosas visualmente pero de sombra mediocre. Dos ciudades se reparten la milenaria historia de Egipto: Memfis, en el Nilo Bajo, cerca del Cairo actual, y Tebas, metrópoli del llamado Nilo Alto, en tiempos que la influencia egipcia no iba más allá de la primera catarata. Los faraones usaban dos coronas, para representar su autoridad sobre los dos Egiptos. En todos los documentos y en las inscripciones lapidarias, dos plantas del Nilo simbolizaban jeroglíficamente las dos secciones del Imperio faraónico: el papiro y el loto. El papiro, planta característica del Bajo Egipto, lo cultivaban los agricultores del delta á causa de su valor industrial. Daba su médula nutritiva para alimento de la familia; sus hojas ligeras y flexibles las empleaban los cesteros, y sobre todo era buscado por su epidermis, con la que se fabricaba una especie de cartón que sirvió de papel á los antiguos. El loto, símbolo del Alto Egipto, ó sea de Tebas, se cubría de flores blancas, azules ó encarnadas, siendo comestible su semilla, llamada por los extranjeros «haba de Egipto». Hoy apenas se encuentran en todo el curso del Nilo estas dos plantas que sirvieron de emblemas nacionales. El cultivo moderno ha hecho suceder una nueva flora á la antigua, que ya no es más que un recuerdo histórico. Contemplo desde mi balcón el muelle inmediato, un poco más lejos el Nilo brillante bajo el sol matinal, enfrente la ribera izquierda con sus campos verdes de cereales, y en el fondo las montañas desnudas y rojizas del desierto Líbico. A mis espaldas, más allá del hotel y las construcciones cercanas, existen igualmente una faja de campos nilóticos y las montañas secas y rojizas del otro desierto, que es el Arábigo. Se comprende que las primeras tribus pobladoras del Nilo, al ver su dirección linearia de Sur á Norte, igual á un meridiano, imaginasen que el resto del mundo estaba dividido por su río en dos partes iguales, y esto les hizo creer en la serpiente mítica enrollada en torno de nuestro globo mordiéndose la cola. Siento un vehemente deseo de conocer los restos de la capital tebana. Sin ella se hubieran perdido las mejores obras del arte egipcio y gran parte de su historia. Memfis desapareció casi enteramente. Sólo quedan de ella las Pirámides, la Esfinge y los templos salvados por la marea arenosa del desierto. Situada cerca del delta, por donde entraron todas las invasiones, sufrió más que las ciudades del interior. Los musulmanes, al crear El Cairo en sus cercanías, la explotaron como una simple cantera. Sus templos ruinosos, pero todavía en pie, fueron cayendo bajo la piqueta de los alarifes árabes, y en las mezquitas del Cairo se encuentran muchas piedras procedentes de Memfis y Heliópolis empleadas como sillares, sin respeto para sus inscripciones jeroglíficas. Hicsos, persas, macedonios, romanos y árabes, todos los invasores de Egipto, permanecieron en el delta, estableciéndose cerca de Memfis y aprovechando como materiales de construcción las obras faraónicas. Tebas, situada en lo alto del Nilo, lejos del núcleo invasor, pudo conservarse durante muchos siglos lo mismo que en sus mejores tiempos. Si sus edificios milenarios sufrieron grandes quebrantos, fué por obra de la Naturaleza más que del hombre. Varios temblores de tierra en los últimos años de la edad antigua destruyeron una parte de sus templos, pero las piedras derrumbadas quedaron al pie de los muros, y han sido relativamente fáciles las restauraciones. El origen de Tebas resulta obscuro y modesto. En los tiempos más gloriosos de Memfis los príncipes de Tebas eran unos feudatarios sin importancia. A partir de la XII dinastía suplantaron á los soberanos memfitas, pero les fué necesario mucho tiempo para hacerse reconocer por todo el país. No cuentan las crónicas egipcias cómo lo consiguieron, ni se sabe gran cosa de la primera dinastía tebana. Durante su reinado empezaron las guerras de los egipcios con los pueblos vecinos, veintiocho ó treinta siglos antes de nuestra era. Habían llegado los egipcios de entonces á una civilización culminante. Puede decirse que sólo avanzaron después muy lentamente. En las tumbas de los personajes de dicha época hay pinturas que representan las operaciones agrícolas tal como se realizan aún en muchos pueblos modernos, especialmente la recolección de las mieses y la vendimia. Se ven escultores que tallan piedras, vidrieros que inflan botellas, alfareros que moldean vasijas y las cuecen, carpinteros, ebanistas, tejedores, la mayor parte de los oficios existentes en la actualidad. Estos primeros monarcas de Tebas reinaron en paz sobre Egipto durante quinientos años; pero el peligro para ellos vino de fuera, y al final de la XIV dinastía no pudieron defender el territorio nacional. Vivían entonces entre Egipto y Siria unas tribus de pastores, guerreros nómadas y ladrones, que viajaban incesantemente por el desierto Arábigo, en busca de hierba para sus rebaños de terneros y camellos. Eran semejantes á los actuales beduínos de Arabia. Un jefe indígena los agrupó excitando su codicia con la descripción de las riquezas de los faraones, y atravesando el istmo, cayeron sobre Egipto lo mismo que una nube de langosta. Incendiaron muchas ciudades, exterminaron á los hombres, esclavizaron mujeres y niños, y luego de conquistar todo el delta eligieron un rey. Doscientos años gobernó el país la dinastía de los monarcas hicsos. Los vencidos le daban este nombre, que significa «reyes de ladrones». Otros llaman á los hicsos «reyes pastores». Ellos y sus guerreros son tratados en las inscripciones egipcias de «malditos, impuros, leprosos y pestíferos». Los hicsos, á semejanza de otros invasores del Egipto, acabaron por adoptar las mismas costumbres de los faraones, edificando templos y palacios, aconsejándose, como ellos, de escribas conocedores del espíritu nacional. Los príncipes de Tebas, considerándose sin fuerzas para combatirlos, permanecieron sometidos doscientos años, pero al fin se sublevaron, y después de otro siglo de guerras consiguieron libertar á Egipto. A continuación de este triunfo empezó el verdadero período glorioso de los faraones de Tebas, el de su influencia exterior. Tuvieron más soldados que nunca y realizaron expediciones militares por la Siria, llegando Tutmosis I hasta las orillas del Eufrates. Todos los egipcios, bajo las dinastías tebanas, fueron soldados ú obreros, y como recuerdo de un esfuerzo constructor que duró muchos siglos, quedan los monumentos de esta vasta llanura. Homero, al hablar de Tebas en la _Ilíada_, dice que sería tan difícil enumerar sus riquezas como ir contando las arenas del mar. Él fué quien la dió su título, que ha conservado hasta nuestros días: «Tebas, la de las cien puertas». Dicha frase no es rigurosamente exacta. Tebas no tuvo jamás puertas, pues esto significaría que tuvo murallas, y todas las ciudades egipcias fueron completamente abiertas. Los faraones, siempre agitados por un ansia constructiva para eternizar su nombre, jamás levantaron recintos fortificados en sus poblaciones. Se consideraban inútiles, ya que ningún enemigo próximo podía amenazarlas. Hubo invasiones de pueblos extranjeros, pero muy pocas, teniendo en cuenta que se sucedieron en un período de cuatro mil años. Transcurrían cinco ó seis siglos sin que la menor alteración turbase la paz del valle del Nilo. Los habitantes de los dos desiertos inmediatos eran pobres nómadas, temibles únicamente para el que fuese á buscarlos en su territorio, pero incapaces de bajar al rico valle, donde las poblaciones casi se tocaban unas con otras. La frase de Homero debe traducirse con exactitud: «Tebas, la de los cien pilones», pues «pilón», en griego, aunque significa «puerta», corresponde á entrada de templo y no de muralla. Sabido es que todo templo egipcio, al final de su avenida de esfinges, tenía el pilón, dos pirámides truncadas flanqueando una portada cuadrangular. El padre Homero tal vez se quedó corto al atribuir cien templos á Tebas, pues seguramente pasaban de dicha cifra sus majestuosas entradas. Esta capital, cuya importancia duró más de mil años, ocupaba una extensión enorme, como las otras metrópolis egipcias, pero de su pasado glorioso sólo quedan en la orilla derecha, donde estuvo la verdadera ciudad, dos grupos de templos, y en la orilla izquierda numerosos hipogeos, cavernas fúnebres, tumbas perforadas en una cadena de colinas áridas, el sepulcral Valle de los Reyes y el menos conocido Valle de las Reinas. En las ruinas de Tebas no se encuentran edificios civiles. Los palacios de los faraones han desaparecido. Tal vez estos monarcas orientales prefirieron la frescura de la edificación ligera hecha de adobes y revestida de adornos policromos; tal vez se instalaban simplemente en su templo predilecto. Sólo se han conservado en pie las casas de los dioses, construídas para la inmortalidad, con bosques de columnas tan anchas como el espacio comprendido entre ellas, monumentos imponentes, sombríos, gigantescos, levantados para que los habitasen concepciones ideales, no seres humanos. De las barriadas donde vivía el pueblo es inútil hablar. El egipcio, en realidad, nunca tuvo casa. Ésta era una simple cabaña de barro con techo de troncos de palmera, y si algunas veces la añadía un piso superior, resultaba frágil y necesitado de continuas recomposiciones. Siendo la atmósfera de entonces más seca que la de ahora, dichas ciudades de barro podían existir, sin grandes desperfectos, treinta ó cuarenta años. Dos veces por siglo llovía torrencialmente, y uno de estos aguaceros inesperados cambiaba la faz de Egipto lo mismo que un temblor de tierra ó una erupción volcánica. Ciudades enteras quedaban arrasadas. Los edificios se convertían en simples montones de fango y estacas rotas. Pero el pueblo egipcio, que no podía poseer la tierra cultivada por él ni ser dueño de nada permanente, con su fatalismo resignado empezaba á fabricar nuevos adobes, cortaba nuevas palmeras y construía en quince días otra vivienda sobre las ruinas de la anterior, que le servían de pedestal. A causa de esto, la mayor parte de los pueblos del valle del Nilo se hallan situados encima de colinas artificiales, formadas con escombros de las casas que fueron superponiéndose durante seis mil años. Tebas perdió su importancia por obra de los faraones más gloriosos de las varias dinastías tebanas. La XIX dió dos conquistadores, cuyas victorias exageraron con hipérboles inauditas sus tropeles de cortesanos y aun ellos mismos: Seti I y su hijo Ramsés II, el Sesostris de que ya hablamos. Obtuvieron estos reyes guerreros fáciles victorias atacando y cazando á las tribus negras de la Nubia. Pero otros enemigos más temibles vinieron á amenazarles: los que designan las inscripciones egipcias con el título de «Pueblos del mar» porque llegaban siempre embarcados ó por el istmo; hombres de tez blanca, con sus grandes cuerpos tatuados, llevando en sus cabezas cascos de metal ó testuces de fiera, cuyas pieles les caían por los hombros. Estos invasores sentían inmediatamente las seducciones de la rica civilización egipcia, y como su número era escaso para dominar tan vasto Imperio, acababan por someterse al faraón, agregándose á sus tropas mercenarias. La vigilancia de las fronteras obligó á los reyes tebanos á instalarse en el delta, creando en él poblaciones que adquirieron poco á poco una importancia de capitales transitorias, Tanis, Bubaste y Sais. Por igual motivo, las dinastías sucesivas se establecieron definitivamente en el Norte, viendo sólo en Tebas una capital religiosa, el centro del culto de Ammón, dios particular de la ciudad, que había ascendido á ser el de todo Egipto, y cuyos grandes sacerdotes se convirtieron muchas veces en reyes. Al perder Tebas su hegemonía terminó el Egipto más glorioso, el que todos conocemos, el que figura en los relatos literarios y las evocaciones históricas. La vida se fué retirando de ella poco á poco, decreció la población aglomerada en torno á sus templos, y al fin sólo la apreciaron como «una gran decoración del pasado». Las invasiones asirias y persas exterminaron gran parte de sus habitantes. En tiempos de los Ptolomeos una revolución local originó la última matanza sufrida por su vecindario, y un temblor de tierra hizo aún más horrible la obra destructiva de los hombres. En los primeros siglos del cristianismo era ya una ruina gigantesca, que los viajeros griegos y romanos venían á contemplar con la misma curiosidad que llegan ahora los invernantes á las Pirámides y la Esfinge. Diodoro de Sicilia, en su excursión por Egipto, describe á Tebas, la de los cien pilones, como un campo de ruinas. Tan desierta estaba, que los anacoretas cristianos, ansiosos de soledad, se establecieron en sus escombros, haciendo famoso el nombre de la Tebaida. Después que los ascetas abandonaron la ciudad muerta, los humildes _fellahs_, para cultivar los campos inmediatos al Nilo, fundaron en la Edad Media dos aldeas: Luxor y Karnak, situadas á dos kilómetros la una de la otra, y comprendidas, sin embargo, en el mismo solar de la enorme metrópoli antigua. Estas aldeítas de barro son ahora poblaciones con lujosos hoteles, y se comunican por una avenida que sirvió antiguamente para las procesiones entre sus dos templos más famosos. Aún guarda dicha avenida su pavimento de losas de granito y la bordean dos filas de esfinges con cabeza de cierva. Muchas se mantienen relativamente completas, algunas están rotas, otras han desaparecido, dejando sobre el pedestal sus garras de león. Por esta avenida pasaban los sagrados cortejos del dios tebano convertido en dios de todo Egipto, el poderoso Ammón, cuyo trono era una barca llevada en hombros por sacerdotes. El pontífice de Ammón pasó á ser rey muchas veces, y durante las invasiones llegadas por el Norte, él y sus sacerdotes se refugiaron en la Nubia, creando las monarquías teocráticas de Meroe y de Napata. Aquí desfilaban igualmente los brillantes séquitos de los reyes tebanos. Nietos de simples príncipes, feudatarios de Memfis, se habían transformado en hijos del dios Sol, y el pueblo llamaba á cada uno de ellos «Poderoso Horus», prosternándose en su presencia y erigiéndole templos. Tal era su orgullo, que algunas veces se reverenciaban á sí mismos. Ramsés II aparece en una pintura haciendo oración ante otro Ramsés II sentado entre dos divinidades. Estos dioses monárquicos, dueños absolutos de sus reinos, poseedores de todos los campos cultivados por el _fellah_, disponían igualmente de los habitantes, pudiendo ordenarles el trabajo que mejor les placiese. Una dominación sin límites les permitió edificar tantos monumentos, destinados en apariencia á los dioses, pero en realidad á mantener vivo el recuerdo de sus personas. En las grandes ceremonias abandonaban su palacio, donde vivían rodeados de su harén y una muchedumbre de servidores. Entre sus altos dignatarios los dos más principales eran los espantamoscas, que se mantenían á su derecha y su izquierda moviendo los abanicos de plumas para ahuyentar á dichos insectos. Como el faraón necesitaba tenerlos siempre á su lado para que le librasen de las moscas, estos dos cortesanos acababan por conocer todos sus secretos, siendo sus favoritos más íntimos. Luego venían el portaquitasol, el depositario del arco real, el jefe de la Guardia, el intendente de los palacios, el de las construcciones, el encargado de los caballos, el de los libros, el de la música, el inspector de los graneros, el de los rebaños reales y el tesorero. Además tenía siempre pronta en el Nilo una flota de barcas con los cascos dorados y las velas bordadas de colores. Ante él marchaban veintidós sacerdotes llevando á hombros la barca del dios Ammón, otro con un incensario para perfumar al rey, y un escriba con una proclama ensalzando las glorias del faraón, que iba leyendo al pueblo. Salía siempre el monarca en un trono con dosel, llevado por doce próceres ricamente vestidos, en torno á su persona marchaban los altos palaciegos ya mencionados, y detrás los príncipes y las tropas de la escolta real. Todos los reyes tebanos protegían á los sacerdotes y éstos á su vez los apoyaban á ellos, considerando necesaria la alianza de la religión y la monarquía. Algunas veces, en el curso de la historia egipcia--la más larga de todas las conocidas--, surgieron conflictos entre lo que podríamos llamar hoy la Iglesia y el Estado, venciendo alternativamente una ú otra de las dos instituciones. Los sacerdotes encargados de cuidar los templos de los dioses y ofrecerles sacrificios vivían de las extensas tierras que los faraones donaban á las divinidades. Todos los campos del valle del Nilo trabajados por los _fellahs_ eran de los dioses ó del faraón. Cada templo tenía un gran sacerdote, un inspector del edificio, un escriba administrador de los numerosos bienes, un encargado de las vestiduras sagradas, otro de los sacrificios, un astrólogo, médicos, embalsamadores, guardias armados y domésticos para dar de comer á los animales sacros. El sacerdote debía lavarse dos veces de día y dos de noche, afeitarse cada tres días todo el cuerpo, incluso las cejas, vestir únicamente ropas de lino, calzar sandalias de papiro y no comer carnero, cerdo, pescado ni judías. Necesitaba estar puro á todas horas para comparecer ante su dios, ayunaba con frecuencia, y no tenía más que una mujer. El pueblo, que se arrodillaba ante el faraón y los sacerdotes, cultivando los campos de todos ellos para entregarles la mayor parte del producto, estaba aguardando á todas horas algún llamamiento del gobernador de su provincia, pregonado de aldea en aldea. El rey, según dicho pregón, deseaba para su mayor gloria construir un templo, abrir un canal, levantar un dique, y á las veinticuatro horas todos los hombres debían partir hacia la cantera con provisiones para quince días ó un mes, consistentes en unos cuantos panes y un puñado de cebollas y habas. Arquitectos y capataces se distinguían de los trabajadores por el garrote que llevaban en la diestra, empleándolo á cada momento. La batuta directora de la actividad egipcia fué el palo. Muchas pinturas sepulcrales contienen escenas de campesinos ú obreros, y en ellas siempre se ve algún funcionario que da garrotazos á un hombre del pueblo tendido de bruces, sujeto de pies y manos por otros camaradas para que no escape al vapuleo. Recibir palos era accidente ordinario en la vida egipcia. Los soldados llevaban marcado todo el cuerpo con las señales de las palizas recibidas, y sus oficiales no se libraban de tan bárbara corrección. Un libro egipcio llegado hasta nuestra época, en el cual, un escriba, para convencer á su discípulo de que su profesión es la mejor, le pinta las penalidades de las otras profesiones, cuenta que el oficial de infantería tiene las cejas partidas y le han abierto varias veces la cabeza á palos, viviendo tan golpeado «como si fuese un papiro». Cuando los _fellahs_ convocados para un trabajo recibían licencia finalmente por la llegada de una nueva remesa de hombres, nunca volvían á sus casas en igual número; siempre quedaban algunos enterrados al pie de la obra. Gracias á un clima cálido y seco, el pueblo egipcio podía vivir al aire libre, contentándose para dormir con sus chozas frágiles. Tampoco necesitaba vestido. Los más de los trabajadores sólo llevaban un lienzo de la cintura á las rodillas y las mujeres una simple camisa, tales como aparecen en las pinturas de los hipogeos. Los niños iban completamente desnudos, siendo su único adorno una trenza de pelo caída sobre una oreja. El alimento general consistía en legumbres, tallos de papiro y sorgo. Todos los años debían llevar la mayor parte de su cosecha á los graneros del rey, y el escriba autor del libro de consejos describe á su discípulo la suerte del labriego al comparecer ante el recaudador faraónico. En torno á su temible persona había agentes armados de palos ó ejecutores negros con varas de palmera cortantes. Si el _fellah_ no presentaba la cantidad de granos mencionada en el libro del cobrador, lo tendían en el suelo, lo ataban, arrastrándolo hasta el canal más inmediato para meter su cabeza en el agua, y en los intermedios del tormento de la inmersión le iban dando palizas. Otras veces cortaban la nariz ó las orejas á los malos pagadores. Vive mejor el _fellah_ de ahora, aunque la suerte de los que siguen cultivando la tierra nilótica no sea extraordinariamente dichosa. Los hijos de muchos de ellos han abandonado el cultivo en los últimos años para vivir á costa de los invernantes. En los dos primeros tercios del siglo XIX, el progresivo déspota Mohamed-Alí y sus herederos imitaron á los faraones, tiranizando al _fellah_ para que trabajase á golpes en obras civilizadoras. Luego la oleada de viajeros que todos los inviernos se extiende sobre Egipto ha ido libertando y elevando á los indígenas en los lugares visitados por tan rica inmigración. Los habitantes de Luxor, Karnak y la orilla de enfrente, llena de tumbas y ruinas, viven de los miles y miles de curiosos que vienen á conocer el vasto emplazamiento de la antigua Tebas. Son domésticos en los hoteles, borriqueros, cocheros, guías. Los más jóvenes aspiran á la gloria de guiar un automóvil y todos ejercen el comercio de antigüedades falsificadas. Ofrecen con misterio escarabajos sagrados de piedra verde, diosecillos de fingido basalto, un sinnúmero de objetos «históricos», que fabrican á centenares otros egipcios, simples _fellahs_ como ellos. Únicamente en Karnak, alejado del Nilo un kilómetro, cultivan los indígenas los campos de esta sección de la ribera. Visito durante un día entero los monumentos de la orilla derecha comprendidos entre las dos antiguas aldeas árabes, que hoy son poblaciones modernas, habiendo acabado por juntar su caserío. No voy á describir la famosa sala hipóstila del templo de Karnak, cuyas ciento treinta y cuatro columnas son tan gruesas como la columna Vendôme de París, con una altura de veintitrés metros, lo que las hace parecer aún más robustas. Cada una de ellas es una torre cubierta de relieves y jeroglíficos. Esta sala, que tiene más de cien metros de longitud, permanece como estaba hace tres mil años, con todas las columnas erguidas, conservando en algunos sitios sus vigas de granito, pues los egipcios, aunque conocían el arco, cubrieron siempre sus monumentos con superficies lisas de piedra. Este templo y el que existe en Luxor imponen respeto y admiración á causa de sus proporciones colosales. El visitante se siente humillado por su pequeñez al pasar junto á estas columnas-torres que forman un bosque compacto de granito. Sin embargo, esto no es más que un esqueleto, y hay que darle carne y epidermis con un esfuerzo imaginativo. Sólo se ve el color rojo y amarillento de la piedra. Jeroglíficos y figuras se marcan con un relieve obscuro en las columnas y los pilones. El arte egipcio fué policromo. Toda esta piedra estuvo cubierta de estucos y los relieves humanos ó de bestias los animaron los artistas remotos con tintas brillantes. Cada templo fué un libro de páginas de alabastro, con figuras que sirven de letras y escenas de la vida ordinaria graciosamente coloridas. Las murallas que faltaron siempre á las ciudades egipcias existieron en torno á sus templos. Un muro de ladrillo, alto y muy grueso, ponía la morada del dios á cubierto de ladrones é impuros. Junto á estas murallas estaban los almacenes de granos, frutas, aceite y cerveza destinados al personal del templo, las panaderías que fabricaban pan para los sacerdotes y tortas sagradas para los dioses, los talleres de vestidos y otros adornos, los laboratorios de perfumes dedicados á la divinidad local. Una avenida enlosada de granito, con dos filas de esfinges, casi siempre leones rematados por cabezas humanas, conducía á la puerta del templo. Esta puerta, de forma cuadrangular, tenía á ambos lados dos torres enormes y macizas, dos pirámides truncadas cubiertas de relieves é inscripciones: el famoso pilón. Ante él se alzaban dos agujas de granito, los obeliscos, de veinte á treinta metros de altura, con un casquete metálico en su remate, que muchos creyeron simple adorno y otros han supuesto de gran valor científico, como diré más adelante. Dos colosos sentados en las jambas de la puerta representaban al monarca que había ordenado la construcción del monumento. Atravesando la puerta del pilón se entraba en el patio, dedicado á las procesiones durante las grandes fiestas. En el fondo, otra puerta de madera preciosa con chapas de oro daba acceso al verdadero templo. La primera sala era llamada de «la Aparición», y las columnas cubiertas de pinturas que sostenían la techumbre afectaban en sus capiteles la forma de la flor del loto ó de las hojas de la palmera. Una luz difusa, favorable á las visiones extraordinarias, se introducía por el techo. Los fieles depositaban aquí sus ofrendas y los sacerdotes hacían sus sacrificios. Más allá se abría la «Cámara del misterio», donde sólo podían entrar los sacerdotes importantes, y en ella reposaba la imagen del dios, muchas veces sobre una barca de madera con adornos de oro. Desde el pilón hasta el santuario final, cada una de las salas era más alta que la anterior, de modo que el visitante iba subiendo siempre entre columnas rojas, azules y doradas. Los techos estaban adornados con estrellas y enormes gavilanes de alas abiertas. Raro era el templo que no poseía animales vivos, á los cuales se tributaban por tradición honores sagrados, cual si fuesen dioses. Desde el buey Apis, divinidad nacional, hasta pequeñas bestias caseras, todos eran mantenidos por los sacerdotes y adorados y regalados con presentes alimenticios por parte de los devotos. Muchas de las actuales ruinas sagradas, al mismo tiempo que evocan los períodos de mayor esplendor egipcio, hacen recordar sus épocas de completo abandono, cuando aún no existían las dos aldeas árabes de Luxor y Karnak. Habían acabado por huir los cultivadores de estas riberas del Nilo tan abundantes en bosques de columnas, en colosos sentados que miran con terrorífica insistencia, en tumbas subterráneas, en ídolos de testa humana y cuerpo de león, ó al contrario, iguales al hombre desde el cuello á los pies y con cabeza de gavilán, de tigre ó de león. Los chacales vivían tranquilamente en edificios levantados por faraones ávidos de gloria, como Ramsés II y otros. El desierto se extendía por las dos riberas del Nilo. La arena de las mesetas, trasladada por el soplo ardiente del _kamsin_, se iba depositando sobre los monumentos de granito, subía á las rodillas de los colosos, ocultaba bajo su amarillento sudario las inscripciones jeroglíficas. Durante los primeros tiempos del cristianismo, la soledad fué absoluta. Un día, la metrópoli muerta de piedra volvió á ver hombres, pero aislados, avanzando por las avenidas orladas de esfinges, como supervivientes de un mundo desaparecido ó como avanzadas de una humanidad nueva. Iban casi desnudos, crecidas en salvaje libertad sus barbas y cabelleras, insensibles á las crueldades de la temperatura, encontrando su sustento en lugares donde no podían mantenerse las bestias más acostumbradas á privaciones. Eran los primeros eremitas, los cristianos, ansiosos de soledad y sufrimientos, que iban á imitar, sin saberlo, lo que hacían desde muchos siglos antes los contemplativos de la India, llamados después faquires, y otros santos asiáticos. Necesitaban huir del mundo por un deseo de sacrificio, por libertarse de la esclavitud de las conveniencias sociales, para no presenciar la abominación que ofrecían las grandes poblaciones egipcias, como Alejandría y otras, donde el cristianismo triunfante se había corrompido, viviendo en alegre transigencia con el paganismo, opulento y todavía poderoso por la fuerza de la tradición. Aquí, San Pablo de Tebas, el primero de los eremitas, pasó, según la leyenda piadosa, noventa y siete años metido en una gruta solo con Dios, y para que no muriese de hambre, un cuervo le traía todos los días un pan en el pico. Aquí también, según la misma leyenda, vivió Santa María de Egipto, célebre solitaria, que encontró Zozimas después de cuarenta y ocho años de aislamiento, con el cuerpo quemado por el sol y vestida solamente de sus largos cabellos blancos. Pero el héroe de la Tebas abandonada fué San Antonio. Deseoso de mayor soledad, avanzaba por los páramos de la Tebaida, internándose cada vez más en el desierto, y una muchedumbre de ascetas jóvenes, atraídos por la fama de sus virtudes, seguía sus pasos para instalarse en torno á su refugio. Dormían en los sarcófagos de los antiguos idólatras; evitaban todo contacto con las esfinges porque tenían cara y pechos de mujer; los dioses tebanos y los colosos faraónicos perturbaban sus noches como apariciones del diablo. Algunos de estos anacoretas, para aislarse de un mundo infernal que parecía hablar á las horas meridianas, cuando el sol dilata la piedra, ó gesticulaba en la noche azul por obra de la luna, que hace contraerse los rostros de las estatuas, se instalaron en lo más alto de columnas solitarias, y puestos de rodillas sobre el capitel en forma de loto, permanecían en oración, lo mismo que un faquir. La inmensa ciudad inmóvil, con su pueblo de imágenes colosales y sus muros cubiertos de figuras y bestias, ofrecía un ambiente de hechizo, favorable á los mayores extravíos imaginativos. Aquí se comprenden las tentaciones de San Antonio--ridiculizadas luego por la ingenua devoción popular y los cuadros de los pintores cristianos--, las astucias inútiles del demonio corruptor, relatadas de buena fe por otros santos entusiastas del célebre anacoreta. Tan numerosos fueron los solitarios en la Tebaida, que acabaron por juntarse en grupos, levantando á guisa de templo una cabaña y sometiéndose á una disciplina para las necesidades generales. De esta suerte, los anacoretas que buscaban la soledad terminaron por ser cenobitas, formando asociaciones. Pacomio, antiguo soldado recluído voluntariamente en el desierto por consejo de un discípulo de San Antonio, dió á los miles de anacoretas una organización militar, ordenando sus chozas ó celdas bajo el mismo plan que el campamento de las legiones romanas, sometiendo á los solitarios á una disciplina guerrera basada en la obediencia absoluta. Así se fundó el primer monasterio. Los ascetas venidos á las ruinas de Tebas por odio á las cosas mundanales, por librarse de las imposiciones de la sociedad, volvieron al mundo y á la sociedad, pero en masa, organizados como una fuerza que desde el desierto egipcio se desparramó por todo el mundo de entonces, y aún hace sentir su influencia en algunos pueblos después de transcurridos más de mil quinientos años. Al retirarse los eremitas, cayó Tebas otra vez en el abandono y el silencio. Pasaron siglos sin que sus ruinas viesen otros hombres que los barqueros del Nilo navegando de largo ante ellas. Después, varios labriegos egipcios hechos musulmanes vinieron en busca de tierras y de vida libre, lejos de los califas del Cairo, y fundaron los dos pueblos de Karnak y Luxor. Otros siglos más de olvido y silencio. Un día llegaron Nilo arriba grandes barcazas llenas de combatientes. Iban tocados con sombreros de dos picos, y sobre sus fusiles el sol egipcio hacía arder las bayonetas lo mismo que llamas. Al desembarcar se desplegó sobre ellos una bandera de tres colores, y algunos, para hacer más viva su marcha, entonaron un canto llamado la _Marsellesa_. Eran los soldados de Bonaparte y de Kleber. Al ver de pronto la columnata gigantesca de Karnak enmudecieron. Un estremecimiento de emoción circuló por las filas, y los guerreros de la República francesa, apoyando el fusil en su pecho para tener libres las manos, empezaron á aplaudir lo mismo que si estuviesen en un teatro de París... El decorado escénico merecía la ovación. XVIII EL VALLE DE LOS REYES La Tebas de la orilla izquierda.--Cuatro kilómetros de sepulturas.--El cadáver y su «doble».--Cómo los embalsamadores preparaban las momias.--Arquitectura de los hipogeos.--Astucias de los constructores para desorientar á los ladrones de tumbas.--La comida del muerto y de su «doble».--Los egipcios añaden el alma á estos dos seres encerrados en la tumba.--El tribunal de Osiris y la balanza para pesar las almas.--La primera concepción del Infierno y del Purgatorio.--Una aristocracia intelectual guardando en el misterio su monoteísmo.--El Valle de los Reyes.--El «snobismo» esperando ante la puerta del faraón puesto de moda.--La tumba del padre de Ramsés.--Amenofis II obligado á recibir diariamente una muchedumbre irrespetuosa.--Las horribles momias de cabellera bermeja.--Los colosos de Memnón, que nunca representaron á este personaje mitológico.--Cómo les dieron tal nombre, y el saludo musical de Memnón á su madre.--Arando con un camello y un asno.--Lo que me dijo el dueño de esta yunta extraordinaria. El segundo día de mi permanencia en Luxor, atravieso el Nilo para visitar las ruinas de su orilla izquierda, llamada por los viajeros ingleses «la ribera del Oeste». Entro en un lanchón movido por ocho remeros y con la vela plegada en lo alto del mástil. Algo mayores que él, y con una cámara baja en la popa, eran los barcos que remontaban el río desde El Cairo antes de que se estableciese la navegación á vapor, deteniéndose en los numerosos lugares de ambas orillas merecedores de interés. Este viaje, unas veces á remo y otras á vela, consumía seis ú ocho semanas entre la ida y el regreso, igualándose la excursión por el Nilo á una travesía de alta mar. Ahora varias agencias ofrecen al público un servicio continuo de vapores-hoteles, semejantes al que nos trajo de la segunda á la primera catarata. Estas flotillas del Nilo clásico, entre la primera catarata y el delta, siempre tienen algún buque amarrado en el muelle de Luxor, acabado de llegar ó que se dispone á partir. Se desliza nuestra lancha entre dichas naves, que parecen casas, con el casco casi á ras del agua y varios pisos superpuestos. Apenas salimos al río libre, los remeros entonan su cántico ritual. La travesía es muy corta, pero necesitan cantar como una justificación de lo que va á ocurrir así que nos aproximemos á la otra orilla. Uno de ellos abandonará el remo para presentar su gorro rojo como un platillo: _Bacshis_. La barca ha sido alquilada; su dueño, que está en tierra, cobrará el precio á la vuelta. No importa: _Bacshis_. En estos países orientales, desmoralizados por la afluencia de visitantes, las cosas hay que pagarlas dos veces y todo empleo se aprecia más por el _bacshis_ que por su sueldo fijo. Al saltar á tierra subo por un declive de barro seco y ocupo un carruaje de dos caballos, que guía un beduíno de altísimo _tarbuch_. Esto sólo lo consigo después de librarme de la horda de cocheros, borriqueros, vendedores de escarabajos sagrados é idolillos que está acechando desde el amanecer á los grupos de excursionistas que pasan el Nilo para visitar los colosos de Memnón, el Valle de los Reyes, las estatuas del Ramaseum y otras ruinas milenarias. Siento cierta emoción al verme en la antigua Tebas de la orilla izquierda. Como Egipto vivió con el pensamiento puesto en la muerte, sus habitantes se ingeniaron para hacer durar los cadáveres de un modo inaudito, amontonando por millones de millones las momias en el reducido espacio de las dos riberas nilóticas, de tal modo que en algunos lugares la tierra que se pisa es en realidad polvo humano. No hay un rincón en el antiguo valle del Nilo que no sea tierra sagrada. Frente á la antigua Tebas ya he dicho que se extiende el desierto Líbico, con una cadena de montañas cuyas paredes abruptas forman anfiteatros paralelos al Nilo. Entre estos baluartes calcáreos y la ribera descienden muchas colinas rojas, y es en ellas donde los habitantes de la antigua Tebas depositaron sus muertos, extendiéndose la montañosa necrópolis cuatro kilómetros á vuelo de pájaro. Los reyes imitaron á los particulares que podían pagar una tumba y un embalsamamiento y abrieron sus hipogeos en los mismos declives. No intentaron los monarcas tebanos levantar pirámides sobre sus tumbas, como lo hicieron los reyes de Memfis dos mil años antes. La vida egipcia había cambiado. Los monarcas ya no podían dedicar todos los hombres y las riquezas del país á la construcción de su sepultura, igual que en tiempos de Kheops. Y como las Pirámides no son en realidad otra cosa que montañas artificiales en cuyas entrañas se ha abierto un pasadizo terminado por una cámara sepulcral, los reyes de Tebas perforaron las mismas habitaciones en la roca de las montañas naturales. Así se fué extendiendo, siglo tras siglo, el enorme panteón faraónico, disimulado exteriormente y repleto en sus salas interiores de imágenes, objetos sagrados y muebles lujosos, que se conoce con el nombre de Valle de los Reyes. En los desfiladeros de estas colinas rojas no existen solamente tumbas reales. Las hay en número infinito de sacerdotes, altos funcionarios, jefes del ejército y gentes de la clase media. Para combatir la destrucción del cuerpo y sobrevivir ficticiamente á la muerte, todos los egipcios desearon ser potentados. Hasta los menestrales pasaban su vida haciendo economías para que los herederos pudiesen pagar su entierro y su tumba. La momificación de un cadáver de rico costaba un talento, cantidad que representa muchos miles de francos oro en la moneda actual. Los cadáveres de pobres eran tratados con menos atención, pero aun así consumía su embalsamamiento casi toda la herencia legada por el muerto. Los indigentes, incapaces de satisfacer los precios exigidos por los embalsamadores y de adquirir unos cuantos palmos de tierra en la necrópolis común, debían renunciar á la esperanza de conocer una vida más feliz, pereciendo por entero y para siempre. El gran arte nacional fué el del embalsamamiento, y todos se preocupaban de él. Creyeron primeramente los egipcios que cuando una persona muere, algo de ella continúa viviendo, y á esta supervivencia le dieron el nombre de «doble», imaginándola como una especie de sombra ó fantasma, igual al cuerpo en sus líneas y colores, visible para los vivos, pero completamente impalpable. Durante miles de años creyeron igualmente que el «doble» sólo podía existir mientras el cadáver no sufriese descomposición, y de aquí los cuidados que dedicaron al embalsamamiento, consiguiendo que la momia se conservase entera siglos y siglos. Luego triplicaron dicha concepción, reconociendo tres partes en cada persona fallecida: el cadáver, el «doble» y el alma. El «doble» quedaba dentro de la tumba viviendo al lado del cadáver, y el alma vagaba muy lejos, en el llamado «reino del Oeste», después de probar ante Osiris que merecía tal honor por las acciones benéficas y justas realizadas durante su existencia terrenal. Herodoto y otros viajeros antiguos relatan los trabajos de los embalsamadores, presenciados por ellos, para impedir la descomposición de los muertos. Cuando eran ricos les extraían, valiéndose de ganchos, el cerebro y los intestinos, rellenando su interior con mirra, canela y otros perfumes. Después de coser al cadáver lo bañaban en sal sosa durante sesenta días, fajándolo últimamente con vendas de tela untadas de goma. En los embalsamamientos de segunda clase se abstenían de sacar las entrañas, poniendo tapones al cadáver para impedir la salida de sus líquidos, y lo metían igualmente dos meses en sal sosa para que ésta devorase sus carnes, no dejando más que la piel y los huesos. En este embalsamamiento, y en el de tercera clase para los más pobres, no quedaban los cadáveres envueltos en vendas, como las momias de los ricos. Eran cientos de miles los obreros que trabajaban en todo Egipto preparando los muertos para que se mantuviesen sin deterioro en sus tumbas. Esta industria empleaba grandes cantidades de estofas preciosas, telas comunes, líquidos perfumados y antisépticos, substancias químicas, gomas, materias bituminosas, sin contar los amuletos preciosos y los ricos objetos sagrados cosidos á las vestiduras de los cadáveres. Las vendas de tela fina que envuelven algunas momias de faraones tienen á veces un kilómetro de extensión, siendo varias las empleadas en un solo cadáver, y todas ellas fueron sumergidas previamente en líquidos perfumados con aromas de la Arabia Feliz. Según dicen algunos egiptólogos, la preparación y el cuidado de los muertos ocupaba en Egipto á una mitad de los vivos. Como la tumba iba á ser la casa del «doble» durante miles de años, todos procuraban que resultase más amplia y rica que la poseída en vida por el difunto, dedicando á ello la mayor parte de sus bienes. El «doble» necesitaba ser alimentado, vestido y alojado lo mismo que el muerto durante su existencia. Empiezan las tumbas subterráneas por una capillita que tiene en el fondo una losa de granito puesta verticalmente, á imitación de una puerta cerrada. Delante de ella, una mesa baja servía para recibir las ofrendas dedicadas al muerto. Esta capilla era la única parte del hipogeo donde podían entrar los visitantes. Todo el resto pertenecía al difunto y á su «doble», y por eso la puerta resultaba un simple adorno. Detrás del muro infranqueable, partía un corredor estrecho y obscurísimo extendiéndose hasta la verdadera tumba. Estas galerías fúnebres eran tan angostas, que los griegos, comparándolas con un tubo de flauta, las llamaron _siringas_, y con igual nombre las designan los egiptólogos. Se colocaban en la primera _siringa_ las estatuas del muerto, que á veces eran veinte. De este modo, si la momia quedaba destruída, la reemplazaban las estatuas, y el «doble» podía seguir existiendo. Al extremo del primer pasillo se abría un pozo en la roca, de quince metros de profundidad ó de treinta, y en su fondo empezaba otra _siringa_ conduciendo á la verdadera mansión del muerto, cripta abierta en la roca. El sarcófago se alzaba en su centro, de piedra bermeja, negra ó blanca. Los sepultureros, al descender el cadáver, dejaban en torno de él grandes vasijas de barro, con agua, dátiles, trigo ó pedazos de buey. Luego levantaban un muro en la entrada del pasillo y rellenaban todo el pozo con piedras y arena, abundantemente regadas para que formasen una masa compacta, ocultando á los ladrones el modo de bajar á la tumba. Teniendo en cuenta que las provisiones depositadas junto al sarcófago sólo podían mantener durante unos meses al «doble», la familia visitaba con frecuencia la capillita superior, quemando sobre la mesa frutas, grasa y otros alimentos, para que sus olores llegasen á las estatuas colocadas al otro lado del muro. Con el transcurso de los siglos fueron modificando los egipcios sus ideas sobre los alimentos materiales, y creyeron que bastaba dar á la momia la imagen de aquéllos. Por esto las paredes de las tumbas aparecen cubiertas de pinturas á fajas horizontales, que representan por medio de figurillas todo lo que se quiere hacer llegar al muerto. Para que tuviese pan en abundancia, se ven en dichas pinturas _fellahs_ medio desnudos que labran, siembran y cogen el trigo; menestrales que cosen vestidos y fabrican zapatos; bailarinas y juglares que divierten al difunto con sus juegos; matarifes que sacrifican un buey, cazadores que persiguen venados en el desierto, pescadores que sacan peces enormes de lagunas cubiertas de papiros, todo destinado á su mesa. Hasta en algunas tumbas se preocuparon de proveer con otra clase de pinturas la satisfacción de ciertas necesidades carnales que siguen á las gastronómicas. Muchas de las momias, á causa de algún defecto de su embalsamamiento, corrían el peligro de pulverizarse, roídas por una especie de carcoma que perfora los cuerpos como si fuesen madera. Para evitar tal accidente, se colocaba junto al cadáver un repuesto de vendas nuevas y de ungüentos. De tal modo, el muerto podía curarse dentro de la tumba los desperfectos de su momia, volviendo á sumirse en su reposo milenario. Como ya he dicho, llegó un tiempo en que los egipcios dejaron olvidados en su sepulcro al cadáver y á su «doble», creando el alma que se aleja del cuerpo después de la muerte y va en busca de la divinidad. Inútil es insistir sobre la importancia de esta innovación de los egipcios, que tanto ha influído en las religiones nacidas después. El alma iba á reunirse con las otras almas en el lugar por donde se oculta el sol, país subterráneo llamado «reino del Oeste», del cual era monarca Osiris. Este viaje lo hacía en barco por un río tenebroso, encontrando al paso horribles demonios que intentaban despedazarla; pero el dios Anubis, con cabeza de chacal, y Thot, con cabeza de ibis, la protegían, llevándola ante una especie de jurado de cuarenta y dos dioses presidido por el omnipotente Osiris. Estos jueces preguntaban al muerto si había cometido alguno de los cuarenta y dos pecados abominables para el egipcio; luego colocaban sus acciones en una balanza, y según fuesen pesadas ó ligeras, el alma era condenada ó absuelta. En caso de condena la arrojaban á un abismo, donde recibía azotes y dentelladas de escorpiones y serpientes; una tempestad la hacía pedazos, y al fin perecía aniquilada. Este era el infierno egipcio. Si sus acciones se consideraban meritorias, pasaba aún por las pruebas de una especie de purgatorio. Tomaba la forma de un gavilán con alas doradas, y había de escapar de los malos genios que la perseguían disfrazados de cocodrilos ó serpientes. Cuando al fin era admitida cerca de los dioses, llevaba una eterna existencia de felicidad, viviendo á la sombra de los sicomoros, el árbol más frondoso del Nilo, en un ambiente refrescado perpetuamente por las brisas del Norte, las más gratas del Egipto, comiendo en la misma mesa que Osiris y respirando perfumes celestiales. Para que el difunto no se turbase en presencia de Osiris y pudiera defender su causa ante los cuarenta y dos jueces, colocaban al lado de su cadáver un ejemplar de _El libro de los muertos_, en el que se indica todo lo que un alma ha de decir y hacer. Ante todo debía alegar como propias las principales virtudes de un egipcio: no haber cometido fraudes contra los hombres, ni dicho mentiras; no haber matado, no haber atormentado á la viuda, no haber quitado las provisiones y vendas á los muertos, ni alterado las medidas de grano, ni usurpado la tierra, ni vendido con pesas falsas, ni cortado un canal, etc. Todos los muertos pretendían haber sido buenos y justos, y algunos, en las inscripciones de sus tumbas, afirman á Osiris que defendieron siempre á los débiles contra los fuertes. Resulta indudable que los más de estos epitafios fueron audaces mentiras, como lo son igualmente las relevantes virtudes y méritos que figuran en letras de oro sobre muchas de las tumbas en los cementerios modernos. Pero tales epitafios sirven para demostrar que los egipcios tenían ya una moral semejante á la de los pueblos actuales y una conciencia de lo que es noble, equitativo y bueno. Añadamos que este pueblo, politeísta en apariencia y deificador de toda clase de animales, llegó á poseer en el curso de los siglos una concepción monoteísta. El pueblo y las clases ricas poco ilustradas siguieron fieles al conjunto de supersticiones que constituían su religión nacional. La gran masa de los sacerdotes fomentó igualmente las diversas adoraciones del politeísmo egipcio, gracias á las cuales pudo continuar poseyendo las mejores tierras del Nilo. Pero ciertos faraones cultos y algunos sacerdotes de alta categoría guardaron entre ellos, como si fuesen misterios, las concepciones de su mentalidad superior, y los egiptólogos han encontrado en documentos de aquella época lo más hermoso que se ha dicho por los antiguos sobre la existencia de Dios, único y omnipotente. Siento las molestias de una temperatura muy elevada cuando el carruaje empieza á rodar por los desfiladeros que conducen al Valle de los Reyes. Seguimos un camino de arena rojiza que apenas tiene la anchura necesaria para que pasen dos vehículos á la vez. Las paredes en pendiente de las colinas son igualmente rojas, con un tono de sangre seca. Parecen absorber la luz y no devolverla; la transforman en un calor semejante al de los carbones sin llama, que secan el ambiente de una habitación y no añaden ninguna claridad. Estos pasadizos de las colinas líbicas se van ensanchando hasta formar una especie de olla roja, que es el llamado Valle de los Reyes. Ni un árbol ni una planta; peñas nada más; derrumbamientos de piedra suelta desde los filos de las colinas. Unos gendarmes egipcios siguen con ojos vigilantes el trabajo de varios obreros. Elevan éstos un estrado de madera, adornándolo con percalinas floreadas y banderas nacionales. Mi cochero me explica que dentro de unos días, ó de una semana, y bien pudiera ser pasado un mes, vendrán altos funcionarios del Cairo para proceder á la apertura de una nueva sala en la famosa tumba de Tutankhamen. Después añade que tal vez no vengan nunca, á pesar del gran número de viajeros que llenan á estas horas los hoteles de Luxor. El «snobismo» les ha hecho volver luego de terminada la estación invernal, arrostrando el calor creciente. Hasta príncipes reales y grandes personajes viven en Luxor esperando esta segunda apertura de la tumba. Creo que á la mayoría de ellos nada les importa Tutankhamen, rey de una de las últimas dinastías tebanas, cuyo nombre ignoraban hace unos meses. Pero ahora no se habla de otra cosa, y como el faraón está de moda, se disputan el honor de entrar en su sepultura y esperan en Luxor, aventándose las moscas, á que el gobierno egipcio decida una nueva exploración para poder decir: «Yo estaba allí.» Me enseñan la puerta de la célebre tumba: una boca de cueva dando acceso á una _siringa_ en pendiente; ni más ni menos que las entradas de los otros hipogeos. Lo extraordinario de ella hasta el presente son los muebles encontrados, mas éstos se hallan ya en el Museo del Cairo y podré verlos antes de transcurrida una semana. Seguimos adelante, para conocer otras tumbas no menos completas y famosas. La de Seti I, padre de Ramsés II, es el tipo perfecto del hipogeo real. Sus _siringas_ oblicuas llegan á una gran profundidad. Hay que pasar por puentecitos de madera sobre abismos abiertos intencionadamente para que los exploradores se equivocasen y descendiesen á ellos creyendo encontrar á su término la cámara mortuoria. Todas las tumbas del Valle de los Reyes son ahora fáciles de visitar. La luz eléctrica brilla en los techos de salas y galerías; el camino desde la entrada al final resulta directo; pero hay que imaginarse los titubeos y desorientaciones que debieron sufrir los egiptólogos del pasado siglo antes de poseer el secreto de estas sepulturas subterráneas, cuyos constructores inventaron toda suerte de engaños y obstáculos. Son admirables las pinturas murales que adornan el hipogeo del padre de Ramsés. Se alinean en ellas centenares de figurillas, con sus cabezas siempre de perfil, representando ceremonias religiosas y funciones de la vida ordinaria. El hipogeo está iluminado ahora con bombillas eléctricas; pero los artistas que trazaron en el muro tales pinturas no tuvieron para realizar su obra otra luz que la de las antorchas. Justo es añadir que los pintores de las últimas dinastías tebanas, ó sea el período en que Egipto apareció más rico y poderoso, eran artistas rutinarios y trabajaban de un modo casi maquinal. Escultores y pintores empezaron copiando directamente la Naturaleza. Luego sus discípulos imitaron con minuciosidad lo que ellos habían hecho, y de copia en copia se fué estilizando la representación de las cosas. Las obras más antiguas de Egipto son las más notables, las que verdaderamente interpretaron el tipo nacional. La célebre estatua _Cheik-el-Beled_ debe tal nombre á que en el acto de ser descubierta por unos _fellahs_, éstos lanzaron gritos de asombro viendo su exacto parecido con el alcalde ó _cheik_ de su pueblo. Por esto se da el nombre de «Alcalde del pueblo» á dicha imagen de madera, la más antigua que se conoce en el mundo. Después de varios miles de años, la semejanza resulta perfecta entre un funcionario de las remotas dinastías faraónicas y un _cheik_ de aldea de los modernos kedives. Lo mismo puede decirse de otras estatuas de igual época que existen en diversos museos de Europa. En cambio, las imágenes colosales de piedra de los grandes faraones de Tebas, esculpidas veinte siglos después, y las estatuas que representan sacerdotes y altos funcionarios, son tan rígidas y monótonas que apenas si se distinguen entre ellas. El arte bajo la influencia teocrática se había hecho hierático, sin expresión natural, obedeciendo á un canon rutinario. Los visitantes de la tumba de Seti I la encuentran vacía. Su momia está en el Museo del Cairo junto á la de su hijo Ramsés II. El cadáver de éste y los de otros monarcas fueron descubiertos en un escondrijo, donde los habían depositado muchos siglos antes, por miedo á los beduínos ladrones que se dedicaban al saqueo de hipogeos en el Valle de los Reyes. La única tumba «habitada» es la de Amenofis II. Está la momia en el centro de la cámara sepulcral y su sarcófago de piedra tiene una tapadera de vidrio, para que se pueda ver el cadáver tendido de espaldas. Una bombilla eléctrica pende de lo alto, junto al rostro del faraón. Todos los días, en las horas fijadas para las visitas por el director de Monumentos históricos del Cairo, este monarca del Alto y el Bajo Egipto, deificado por sus sacerdotes, señor absoluto de sus súbditos, dueño de sus tierras, constructor de templos, tiene que sufrir la luz extraña y blanca que arde sin calor sobre su rostro, exponiéndolo á la curiosidad de tantos miles de transeuntes de otras razas, que le miran, sonríen, hacen comentarios, muchas veces irreverentes, y se alejan siguiendo al guía, con un libro bajo el brazo y los gemelos en bandolera. Para un hombre-dios que dió órdenes á millones de esclavos, ésta es la más cruel é inesperada de las esclavitudes. Su «doble», afrentado de tal profanación, debe haber huido para siempre de la caverna mortuoria, que ya no está cerrada por la losa de una puerta fingida. No por esto se encuentra solo el pobre faraón en sus horas de obscuridad. Se llega hasta su sepulcro pasando por varios corredores, y en uno de ellos vemos una capilla lateral con varias momias tendidas sobre el pavimento, sin sarcófago, sin un ataúd siquiera de los que imitan el contorno del cuerpo humano. Fueron encontradas al descubrirse el hipogeo real y las dejaron en el lugar que ocupan. Unos las creen de la familia del faraón; otros las aprecian como de altos funcionarios de su servidumbre que quisieron acompañarle en la muerte. Lo único indiscutible es que no pertenecen al pueblo. Estos cadáveres tienen los cabellos largos como una mujer y teñidos de rojo chillón. El rubio y el rojo fueron los colores de pelo preferidos por la aristocracia egipcia. Estos hombres cobrizos que se llamaban «rojos» querían tener sus cabellos como los «Pueblos del mar», guerreros rubios, de tez blanca, que desembarcaron algunas veces en el delta, y para ello embadurnaban con pastas bermejas sus melenas intensamente obscuras, de un negro casi azulado. Entre los sudaneses y en ciertas tribus del África ecuatorial aún persiste esta costumbre del tiempo de los faraones. Muchos guerreros negros cubren su cabeza crespa con una peluca roja, que en días de gran calor esparce gotas sangrientas sobre su tez de ébano pulido. Lo que más sorprende en las momias es su pequeñez. Parecen cuerpos de adolescentes y algunas veces de niño, si el difunto fué de baja estatura. El embalsamamiento achica y adelgaza. Ramsés II, que conserva en su féretro las dimensiones de un hombre de nuestra época, medianamente alto, fué sin duda enorme. Amenofis II, en cuya tumba estamos, también debió ser de aventajada estatura, aunque algo más pequeño que el jactancioso Sesostris. Su rostro, á pesar de la tirantez inexpresiva del embalsamamiento, tiene cierta serenidad majestuosa y benévola. Las momias caídas en la cripta próxima y resguardadas por una simple lámina de cristal resultan horribles. Sus cabelleras teñidas de color de fuego, que persisten después de tres mil años como madejas de polvo endurecido, sus ojos con las cuencas vacías, que se conservan abiertos y parecen mirar, la risa inmóvil de sus bocas con labios de herida tumefacta, su estatura infantil, incompatible con unos rostros de ancianos milenarios, hacen de ellas verdaderos demonios de pesadilla. Seguramente han perseguido á muchos visitantes hasta el otro lado de la tierra, reapareciendo en sus ensueños. Acaba el viajero por fatigarse en el Valle de los Reyes bajando tantas galerías en pendiente para remontarlas poco después. Las paredes de siringas y salas fúnebres han sido libros abiertos para egiptólogos y artistas. Muchas de las pinturas representan fragmentos de _Las letanías del Sol_, _El libro de la abertura de la boca_, _El libro del que está en el infierno_, _El libro de las puertas_, obras religiosas cuyos papiros se colocaban junto á las momias. En ciertas tumbas de reyes se ven pintadas escenas del mundo infernal, que contrastan con los risueños episodios de los hipogeos particulares. Una vez visitadas tres ó cuatro de estas tumbas faraónicas, el viajero ansía nuevos espectáculos para su curiosidad. El calor hace agradable al principio la permanencia en los hipogeos, palacios frescos y silenciosos. Luego causan malestar este ambiente subterráneo que huele á momia, esta luz blanca de lámparas eléctricas brillando en pleno día, y se desea volver á las refracciones solares del valle líbico, comparable por su color y su alta temperatura á un caldero de bronce rojo. Renunciamos al Valle de las Reinas, para correr por la llanura cultivada que se extiende entre las colinas y el Nilo. De esta llanura, ahora verde por los trigales próximos á madurar, surgen columnatas y colosos. Vemos el Ramaseum, templo que Ramsés II se erigió á sí mismo, depósito de numerosas estatuas con el rostro de hermosura convencional que quiso atribuirse. En el suelo hay otra estatua suya de proporciones gigantescas, tal vez la más enorme de Egipto. Los temblores de tierra sufridos por Tebas poco antes de la era cristiana, en su época de mayor abandono, derribaron la efigie de este faraón insaciable de gloria, que en los templos de la orilla derecha borró muchas veces el cartucho heráldico de otros monarcas para grabar el suyo. Existió igualmente en esta llanura el Amenofium, templo funerario de Amenofis III. Sólo quedan de él dos colosos de piedra obscura que flanqueaban la puerta de su pilón. Nada más ha sobrevivido de obra tan enorme. Los _fellahs_ llevan centenares de años arando el limo de su solar. No consiguió siquiera el faraón autor del Amenofium que conservasen su nombre los dos gigantes de piedra hechos á su imagen. Todo el mundo los llama los colosos de Memnón. Este guerrero mitológico, hijo del rey de los etíopes, marchó á Troya para socorrerla, y se batió con Aquiles, sucumbiendo después de largo combate. Cuando los viajeros griegos empezaron á explorar Egipto, ya estaba despoblada Tebas y de este templo de Amenofis sólo quedaban en pie los colosos. Se les ocurrió á algunos de aquéllos dar el nombre de Memnón, personaje homérico, á una de las estatuas del rey olvidado, y la otra estatua fué, por deducción lógica, su madre Eos ó la Aurora, la cual pidió á Júpiter concediese á su hijo la inmortalidad. Desde entonces fueron llamadas las dos imágenes de Amenofis «los colosos de Memnón», y con igual nombre las conocieron los romanos. La corriente de turistas que enriquece á Egipto actualmente no es una novedad. Hace más de dos mil años venían aquí habitantes de Atenas y de Roma para admirar las Pirámides, la Esfinge y los colosos de Memnón, lo mismo que ahora. Una leyenda se fué esparciendo por el mundo pagano. Rajó un temblor de tierra la cabeza y el pecho de la estatua que representaba á Memnón, y á partir de tal accidente se produjo un fenómeno asombroso para los antiguos. Cuando los primeros rayos solares empezaban á dorar la estatua, ésta resonaba, emitiendo el ruido de una lira que se rompe... Era Memnón contestando al saludo de su madre. El coloso fué restaurado después con argamasa, quedando en la forma que aún conserva actualmente, y desde entonces cesó el fenómeno. Éste era originado, según se ha dicho, por el paso del aire á través de los poros y las roturas de la piedra. El caldeamiento de la atmósfera bajo la primera luz del sol producía las vibraciones melodiosas. Hasta hace pocos años, los dos colosos de Memnón se reflejaban en una laguna que el Nilo dejaba en torno de ellos, al retirarse, después de su crecida. Ahora el terreno ha sido levantado por los agricultores, y para llegar hasta los colosos necesito abrirme paso á través de un campo de trigo. Las varillas verdes agitan sus espigas todavía sin granar á la altura de sus pies. De cerca son dos gigantes heridos en las piernas y el torso con profundos tajos. Sus caras parecen quemadas, y son tantas sus cicatrices, que nada guardan ya de humano. Hacen recordar las figuras monstruosas é informes que, por capricho de la Naturaleza, afectan desde lejos algunos peñascos, en montañas y costas. Tienen grabadas en sus piernas inscripciones y versos, pero no en inglés, como se encuentran en todos los monumentos egipcios. Son en griego y latín, y las trazaron hace veinte siglos excursionistas que pasaban por aquí sin casco blanco, vistiendo túnicas de lino con grecas de púrpura, cubriendo su cabeza, para librarse de una insolación, con la punta de la clámide ó la toga. Salgo del campo de trigo y me detengo para observar á un _fellah_ que labra su pedazo de tierra negra, preparando una segunda cosecha. Es un beduíno de los que se dedicaron á agricultores en tiempos de Mohamed-Alí. Lleva túnica á rayas, algo sucia, pero todavía de vivos colores, y en la cabeza el _tarbuch_ rojo con una tela blanca arrollada en forma de turbante. Su yunta no puede ser más extraordinaria. Un asno grande, huesudo, y un camello viejo, zanquilargo, con la joroba blanda, forman pareja tirando del arado. Esta yunta es digna de los colosos sedentes, que la contemplan ir y venir, emergiendo como escollos sobre el mar verdoso del trigo. Tengo ante mí una visión clásica del Egipto: Memnón, estatua famosa que cantaba hace dos mil años, y este beduíno que abandonó la vida errante de sus abuelos para hacer germinar el limo nilótico, lo mismo que hicieron las generaciones de hace treinta ó cuarenta siglos, cuyo polvo forma parte de la tierra arcillosa pegada á nuestros pies. ¡Sencillo labriego egipcio, insensible á los cambios de gobierno y de religión, atento únicamente al suelo de barro que lo sustenta!... Contemplo con simpatía á este arador que aún guarda en su trabajo la altivez y la elegancia natural del árabe. Le veo venir hacia mí siguiendo al camello y al burro, empuñando la esteva, sereno el rostro, con la noble gravedad del musulmán. Quisiera saber su lengua para hablarle... Siento deseos de estrechar su mano callosa. Él, como si adivinase mi pensamiento, inmoviliza su yunta, abandona el arado, se aproxima, me saluda á estilo oriental, llevándose una mano á la frente, abre la boca, y con voz algo bronca dice: --_¡Bacshis!_ XIX LAS PIRÁMIDES Y LA ESFINGE Las ruinas de Memfis.--Camellos para retratarse.--«¡Al fin te veo!»--Las pirámides de Gizéh.--Otras pirámides más antiguas.--La Esfinge y su rostro enigmático.--Ponemos en lo que nos rodea el misterio que llevamos dentro de nosotros.--Remotísima antigüedad de estos monumentos.--La civilización todavía más remota que los produjo.--Diversa duración de la historia egipcia y la historia judía.--Imposibilidad de colocar la una dentro de la otra.--Las Pirámides, saqueadas hace miles de años.--Inutilidad de estos monumentos orgullosos.--Dos leyendas de la tercera pirámide.--Nitokris, «la bella de las mejillas de rosa».--El incesto faraónico.--Cómo Nitokris vengó á su esposo y luego se dió muerte.--La cortesana Rodopis.--Su ascensión á faraona gracias á una sandalia de papiro.--La novela, hermana mayor de la historia. Vamos en automóvil por un camino ancho que tiene á ambos lados tierras bajas, con el color negruzco del barro nilótico. Veo ante mí la línea donde terminan los campos fértiles del valle y empieza el declive arenoso del desierto Líbico. Este desierto no tiene aquí montañas. Presenta un borde horizontal y regular, una arista de meseta interminable. Únicamente á un lado de ella se alzan aisladas tres montañas blancas, tan blancas, que á esta hora temprana parecen de sal ó de nieve. Las tres, de vértices desiguales, forman escalones según se alejan, y se adivina que esto no es sólo un efecto de óptica. La más grande de las montañas en triángulo es en realidad la más próxima, la que se alza á continuación la mediana, y la última la de menos altura. A nuestra espalda queda El Cairo. Hemos llegado á él con las primeras luces del día, después de un viaje de veinte horas desde Luxor. Estos campos, verdes de trigo ó negros y recién arados en espera de una nueva siembra, sirvieron de solar hasta hace once siglos á Memfis, la más antigua de las capitales egipcias y la que vivió más siglos. En la época romana los viajeros iban ya á visitar Tebas como un lugar solitario de ruinas interesantes, y en ese tiempo todavía existía Memfis, sobreviviéndose ocho siglos más. Fueron los musulmanes los que en el siglo II de su era, al fundar la ciudad del Cairo, acabaron con Memfis, borrándola completamente de la superficie de Egipto. Los restos de sus templos fueron llevados á la nueva capital para construir mezquitas y palacios. Sólo se salvaron los edificios mortuorios situados en el vecino desierto de Gizéh, unos por ser macizos como las Pirámides y de larga demolición, otros por haberlos cubierto la arena. Memfis fué la ciudad más antigua de Egipto. Su fundación se pierde en tinieblas remotísimas, seis mil años antes de nuestra era, cuando se inicia confusamente la historia de este país y los relatos fabulosos sólo hablan de gobiernos de dioses y de héroes. La historia egipcia cambió de rumbo según la situación de su capital y la hegemonía del Bajo ó el Alto Egipto. La inmovilidad que se atribuye á este pueblo durante siglos y siglos es simplemente un error de los griegos. Cuando llegaron por primera vez á Egipto lo vieron en decadencia, dominado por los sacerdotes, sometido al faraón, dueño absoluto de tierras y vidas, con una historia guardada en secreto para que el pueblo no conociera su pasado, é imaginaron que siempre había sido así. Como todas las naciones, Egipto sufrió sacudimientos revolucionarios y guerras de invasión, que cambiaron el emplazamiento de su capital, dando orientaciones diferentes á su política y su cultura. Siempre que dominaba Tebas, ciudad del Alto Nilo perdida en el interior del país, Egipto era un mundo cerrado, refractario á las influencias exteriores, oprimido por la presión teocrática, y su preponderancia política iba acompañada de una regresión material y moral. Cuando dominó Memfis al principio de la vida egipcia y otras ciudades del delta en los últimos siglos de su independencia, Egipto estuvo en comunicación con el resto del mundo por hallarse más cerca del mar, iniciándose períodos de progreso y mayor libertad en las costumbres. Empieza á rarificarse la vegetación á ambos lados de nuestro camino. Vemos desmoronamientos de piedras rojizas procedentes de los acantilados del desierto y capas de arena que el _kamsin_ dejó caer sobre los campos alejados del Nilo. Se detiene el automóvil en una especie de plaza, ensanchamiento de la carretera rodeado de edificios. Aquí terminan los rieles de un tranvía que hemos venido siguiendo desde El Cairo. Nos asalta una muchedumbre igual á la que se encuentra en todos los lugares con ruinas célebres: vendedores de fotografías, de escarabajos sagrados ó estatuillas funerarias, guías, borriqueros y camelleros. Cerca del Hotel Semíramis (¿por qué tal nombre en este lugar?) hay una doble fila de camellos, más de cien, con la joroba oculta bajo el paño rojo que cubre su silla. Se agolpan los camelleros en torno al automóvil, enalteciendo cada uno á gritos las condiciones de su bestia y su propia experiencia como guía. Los más de los visitantes de las Pirámides consideran obligación ritual instalarse aquí sobre la giba de un camello manso para subir la corta pendiente que les separa de aquéllas. Saben que al pie de la Gran Pirámide aguarda un enjambre de fotógrafos, prontos á retratarlos montados lo mismo que si fuesen audaces exploradores del desierto, y estas fotografías circulan después como documentos interesantísimos por Europa y América. En el momento de mi llegada veo muchos grupos de clientes de la Agencia Cook en tratos con los camelleros. Se deshace la doble y larga fila de animales pacienzudos y cuellilargos. Las familias se distribuyen estas monturas exóticas, escogiéndolas con el pensamiento puesto en el retratista. El padre ocupa una, la madre otra, y siguen tras ellos los diversos hijos, riendo y dando gritos de entusiasmo á causa de esta novedad ambulatoria. Varias _misses_ ríen también como niñas, mientras los camelleros de ojos ardientes aprovechan la ocasión para ayudarlas á montar, apoyando sus manos más abajo de las femeninas espaldas. Alemanas de casco blanco, anteojos redondos y mechones de un rubio pálido acompañan los movimientos de su camello balanceándose isócronamente al compás de su cuello rojizo y su cabeza chata, que parten el aire como una proa. Prescindo de esta farsa «turística». No quiero hacerme retratar en lo alto de uno de estos animales, ocupado solamente durante algunos minutos. He montado por necesidad en camello más de una vez, y declaro que su andadura resulta molesta, hasta el punto de dar un mareo peor que el de los viajes marítimos á los que no estamos acostumbrados á tal género de locomoción. Además, un escrúpulo que puede llamarse de respeto histórico me impulsa á llegar hasta las Pirámides á pie, como los viajeros de Atenas y de Roma que empezaron á visitarlas y á propagar su fama en el mundo, hace veinticuatro siglos. Subo en automóvil la cuesta que existe entre los postreros campos del valle y la meseta líbica. En la última revuelta algo se interpone entre mis ojos y el cielo blanquecino de luz: un cono inmenso, que parece cubrir con su compacta solidez todo el horizonte. Las ruedas delanteras del vehículo se hunden en la arena y continúan volteando entre nubecillas rojas sin poder avanzar más. Abandono el carruaje y doy unos pasos sobre el suelo caliente y blando. Tropiezo con piedras ásperas y cortantes como la lava, pero á pesar de ello no miro abajo ni miro tampoco horizontalmente ante mí. He echado mi cabeza atrás. --¡Al fin te veo!... Tengo ante mis ojos la Gran Pirámide. Para todos, este primer encuentro representa una emoción inevitable, no por lo que se ve, sino porque al fin se ha conseguido verlo. Desde que nuestra razón empieza á formarse en la escuela de primeras letras, nos enseñan á admirar ciertas maravillas, unas existentes, otras que desaparecieron, pero igualmente célebres: las Pirámides, el Coloso de Rodas, el Partenón, el Coliseo, etc. ¿Quién no ha pasado una parte de su vida deseando ver, sea cuando sea, estas construcciones que admiramos desde niños en los grabados de los libros y nos son tan familiares como la casa de nuestros padres?... Vuelvo á repetir mentalmente mi exclamación: «¡Al fin te veo!...», pero camino con la prisa de un espectador que tiene conciencia de que se halla mal colocado y desea cambiar de sitio. Estoy á espaldas de la Gran Pirámide, en la cara donde se abre el pequeñísimo túnel, á unos quince metros de altura, por el que se penetra hasta la única cámara mortuoria que existe en sus entrañas. Desde aquí sólo veo uno de los lados, y su masa oculta á las otras pirámides. Hay que bordearla, pasando á la cara opuesta, que es donde se desarrolla el verdadero paisaje clásico que todos conocemos: las tres pirámides, alineadas por orden de altura, y delante de ellas, como si emergiese de una excavación de arena, la colosal y misteriosa Esfinge. Marcho unos minutos por el suelo movedizo y pasan junto á mí filas de camellos con sus arrogantes jinetes de ocasión, así como muchas abonadas de Cook montadas en borricos, lo mismo que la reina de Saba. Dos _fellahs_ de larga camisa color añil se agregan á mí en espera del _bacshis_. Me toman de los brazos como si fuese á caerme; uno me espanta las moscas pegajosas con una rama de palmera; el otro saca mi pañuelo de un bolsillo del pecho, me quita el casco y enjuga mi frente. ¡Simpáticos ayudantes!... ¡Pensar que á la hora del _bacshis_, aunque les dé la propina más inaudita, fingirán desilusión y enfado, corriendo inmediatamente en busca de otros viajeros!... Dejo atrás un ángulo de la pirámide, doblo luego un segundo ángulo, y veo de pronto en la realidad lo que tantas veces contemplé en libros y cuadros. La pirámide más grande, á cuyo pie estoy, es la de Kheops; más allá se alza la de Khefren, y en último término la de Micerino. Estos nombres de los reyes que ordenaron tales construcciones no son exactos, pues los desfiguró la traducción griega. En realidad, los tres monarcas de la cuarta dinastía se llamaron Khufu, Khafra y Menkara. Esta masa enorme, edificada por Kheops, tenía antes 144 metros de altura y trabajaron en ella cien mil hombres á la vez, renovados cada tres meses por un ejército de trabajadores de igual número. La obra duró treinta años. Hubo que buscar bloques al otro lado del Nilo, en las canteras del desierto Arábigo, construir caminos en rampa para su arrastre basta la orilla fluvial, embarcarlos, traerlos en balsas á las cercanías de Memfis, echarlos á tierra y empujarlos de nuevo á lo alto de la meseta líbica. Para su colocación en esta montaña artificial se construyó una calzada de suave pendiente, que iba ascendiendo por las caras de la pirámide á medida que aumentaba su altura, y terminada aquélla, hubo que demoler el camino arrollado á sus cuatro superficies como una cinta ascendente. Las tres pirámides de Gizéh resultan las más conocidas, las más populares, pero existen muchas otras en el desierto paralelas al Nilo. Estas tres son las obras más antiguas de piedra que existen en Egipto, pero no por esto debe tenérselas por las más remotas de las construcciones, como se cree generalmente. Antes de que á los mencionados faraones se les ocurriese la edificación de unas tumbas tan absurdas por su costo, otros reyes habían levantado ya pirámides para sus cadáveres. Es la pirámide una concepción primaria de los pueblos. A todos los grupos humanos se les ha ocurrido colocar un montón de piedras sobre las tumbas, y los egipcios pasaron de esto á la construcción de la pirámide tal como la conocemos. Los remotos monarcas de la protohistoria egipcia levantaron pirámides de ladrillos y en escalones, como las de los sumerianos, los asirios y otros pueblos de la Mesopotamia. Indudablemente existió una influencia sumeriana, tal vez ochenta ó noventa siglos antes de nuestra era, en un período obscurísimo, más allá de los datos presentes de la Historia, y los reyezuelos del Egipto Bajo, deseosos de engrandecer la majestad faraónica, imitaron con ladrillos, ó sea con lo que tenían más á mano, los monumentos de la civilización mesopotámica, á la que dan algunos historiadores de diez mil á once mil años de antigüedad. Cuando los monarcas egipcios se vieron poderosos, gozando una autoridad absoluta sobre su pueblo, consiguieron realizar las mismas obras, pero en piedra, trayendo sobre trineos y balsas la calcárea del desierto Arábigo y el granito rojo de más arriba de Assuan. Debo confesar que las Pirámides, en el primer momento de su aparición, no conmueven al visitante. ¡Las hemos visto tantas veces en libros, en cuadros y hasta en pisapapeles antes de contemplarlas en la realidad!... Sólo sabemos repetir en nuestro interior que son muy grandes, absurdamente grandes. Además, vista de cerca, la Gran Pirámide parece un simple amontonamiento de piedras, formando escalones de unos setenta centímetros de profundidad. En otro tiempo estaban recubiertos estos peldaños con sillares de granito pulimentado, tan lisos que era imposible subir por su pendiente y tan bien unidos que no se lograba introducir un palo entre dos de ellos. Este revestimiento de piedra pulida fué arrancado para emplearlo en otras construcciones, y sólo queda su enorme macizo de albañilería completamente descubierto, lo que hace pensar en un organismo monstruoso al que hubiesen arrancado la epidermis. Los beduínos que ganan su vida como guías de la Gran Pirámide imitan á los montañeses de los Alpes siempre que acompañan viajeros hasta la cúspide de la montaña artificial. Tiran de sus brazos, los empujan por las asentaderas ayudándolos á subir, y cuando llegan á la cumbre, hacen rodar alguna de las piedras para que se aprecie su altura. Esto último fué prohibido; pero el juego aún se repite, á pesar de que achicó á la Gran Pirámide en más de siete metros. Actualmente sólo tiene ciento treinta y siete, pero aún figura entre los monumentos de piedra como uno de los más altos del mundo. Las tres habían sido ya visitadas y robadas, hacía siglos, cuando los primeros egiptólogos consiguieron, en nuestra época, descubrir las angostas galerías que conducen á sus cámaras mortuorias. Durante la Edad Media los soldanes del Cairo supieron desentrañar cuantos secretos habían amontonado los faraones, dando finalmente con sus escondrijos fúnebres para apoderarse de joyas y otros ornatos. Ninguno de los tres reyes egipcios fué hallado en el interior de su montaña de piedra. Los saqueadores, después de robar sus momias, las dejaron perder tal vez en las arenas del desierto ó las hicieron pedazos. «Muy grande, absurdamente grande», seguimos pensando; pero la grandeza de las tres montañas blancas acaba por infundir admiración cuando se piensa en los ejércitos de trabajadores que se movieron aquí durante treinta años, bajo la amenaza del palo, para levantar una de dichas pirámides. Asombra también la apreciación de las prodigiosas cantidades de piedra acumuladas. Solamente la Gran Pirámide tiene una masa de veinticinco millones de metros cúbicos, cantidad que bastaría para construir un muro más alto que un hombre y largo de cuatro mil kilómetros. El paisaje piramidista causa una impresión más honda cuando se bajan los ojos, y olvidando momentáneamente las tres montañas triangulares, se concentra la mirada en la Esfinge, enorme cabeza de piedra que emerge de la arena como surgiría un monstruo prehistórico entre las espumas amarillas del Océano en formación. Es en realidad esta figura misteriosa la imagen del dios Harmakhis, símbolo del sol naciente. El resto de su cuerpo está hundido en la arena, pero las excavaciones revelan su contorno. La cabeza humana tiene un cuerpo de león, tallado en la roca, descansando sobre las patas encogidas. No trajeron de lejos su piedra, como la de las Pirámides. Era un peñasco perdido en el desierto, que tal vez por su rareza mereció honores sagrados. En el lomo de la Esfinge existe una sepultura de incalculable antigüedad, anterior indudablemente al tallado de dicha imagen. Su cabeza tiene diez y nueve metros de altura, la de una casa de cinco pisos, y la oreja todavía visible mide un metro. Excavaciones hechas en el pasado siglo permitieron descubrir un templete colocado entre sus dos garras. Ahora el templete ha vuelto á desaparecer bajo la arena, y en realidad sólo vemos de la misteriosa imagen el pecho, la cabeza y una parte de su lomo. Las olas de este mar seco y ardiente muestran una tenaz voluntad de recobrarla. Varias excavaciones la han sacado á la luz y poco después ha vuelto la arena á ocultarla bajo sus mareas encrespadas por los soplos del _kamsin_. El rostro de la Esfinge es de una fealdad monstruosa. Le falta la nariz, y esto parece dar á sus ojos, que se conservan enteros y son de una fijeza perturbadora, cierto aire de ferocidad, semejante al de los guerreros tártaros, de cara achatada. Una larga contemplación va desentrañando su gesto enigmático y hostil. El rostro del dios Sol fué hermoso. Colocando en él imaginariamente la nariz que le falta y rellenando las oquedades de sus cicatrices, cambian de forma los ojos de la divinidad solar, son largos y pensativos, reflejando un espíritu interior de bondad y tolerancia. Hace dos mil años que poetas y filósofos desfilan ante la figura enigmática, y cada uno interpreta su gesto con arreglo á sus creencias. Tal vez esta roca no es más que un ídolo gigantesco y mutilado, como creen algunos; también podría ser que guardase el gran secreto de nuestro destino, como imaginan otros... ¿Quién sabe? Las más de las cosas sólo contienen en realidad aquello que deseamos colocar en ellas. Nuestro desdoblamiento puebla lo que nos rodea con partículas de nosotros mismos y luego las admiramos como verdades exteriores. La gran angustia de los hombres es saber de dónde venimos, por qué estamos aquí, adónde iremos después; y como estas preguntas no las contestarán nunca de un modo lógico y satisfactorio religiones ni filosofías, necesita la debilidad humana creer que alguien posee dicho secreto, y deposita tal esperanza en todas las imágenes revestidas de profundo misterio por su remota antigüedad. Esta antigüedad incalculable que se pierde en las brumas del amanecer protohistórico se va apoderando de nuestro pensamiento y reemplaza la primera y vulgar admiración de las dimensiones brutalmente grandes. Las tres pirámides que se alzan ante mis ojos fueron construídas cuatro mil años antes de nuestra era, y añadiendo mil novecientos después de Jesucristo, resulta que estos monumentos los levantaron los hombres hace sesenta siglos aproximadamente... Y la Esfinge es sin duda alguna anterior á la construcción de las Pirámides, lo mismo que un templo subterráneo encontrado cerca de ella. Son anteriores también al rey Menés, personaje del que habla la tradición como fundador de Memfis, contando que lo mató un hipopótamo en el Nilo luego de reinar sesenta y un años. Este Menés, el más remoto de los faraones, imperó sobre un Egipto que conocía ya las labores agrícolas, las artes mecánicas necesarias para la vida y era capaz de construir ciertos monumentos anteriores á las Pirámides, cuyas ruinas acaban de descubrirse, así como diques para el aprovechamiento del Nilo. Como ha dicho el sabio orientalista Guimet, «la civilización del rey Menés no es un principio, es un apogeo, y debe haber sido precedida forzosamente de numerosos siglos de ensayos y progresos muy lentos. La gran Esfinge es anterior al rey Menés, así como las pirámides de Sakkara». (Dichas pirámides son las construídas en forma de gradas, copiando la arquitectura de la civilización mesopotámica.) Resulta, pues, que esta Esfinge tiene más de siete mil años. Los hombres que la tallaron en la roca eran ya verdaderos artistas, y las artes sólo aparecen y se desarrollan en los pueblos después que han realizado éstos durante siglos y siglos todos los progresos necesarios para el mantenimiento de la vida y conseguido las comodidades que favorecen el pensamiento ó el ensueño. Alguien ha comparado el desarrollo de una nación á la lentitud con que se eleva un roble, extendiendo á lo lejos sus raíces en las profundidades del suelo. Todo esto me hace pensar en los miles de años que debieron transcurrir antes de los setenta ú ochenta siglos de vida que lleva la Esfinge, y experimento la misma turbación, aunque en menor escala, que causan las cifras astronómicas al fijar la lejanía de los astros ó la velocidad de la luz. Cada egiptólogo ha ido empujando ante él las fronteras de la historia. Hay un límite entre el período histórico y el período mítico. La historia egipcia abarca cerca de cinco mil años antes de nuestra era, ó sea unos siete mil hasta el presente, pero en el período mítico (antes de Menés) existía ya una gran civilización; las civilizaciones no se crean de un golpe, son muy lentas, y esto da á la protohistoria egipcia nuevos miles de años, sin límite visible. Digamos de paso, para el lector que lo ignore, que esta historia egipcia de tantos miles de años se apoya en textos antiguos, siendo los más importantes de ellos las listas de Manethon y el llamado «papiro de Turín». Manethon fué un gran sacerdote de Heliópolis, que por encargo de Ptolomeo Filadelfo, uno de los faraones egipcio-griegos de la XXXIII dinastía, hizo las listas de las treinta y dos dinastías anteriores, ó sea de toda la historia de Egipto á partir del rey Menés (primera dinastía), cinco mil ochocientos años anteriores á nuestra era, unos setenta siglos antes de nosotros. La historia egipcia, con su amplitud enorme, mal conocida hasta hace un siglo, ha puesto en penosa situación á muchos historiadores deseosos de armonizar dicha cronología con la historia del pueblo judío, declarada sagrada. El _Pentateuco_ no da más que tres mil ó cuatro mil años, según los diversos comentaristas, á la vida de la humanidad entre el Diluvio y el nacimiento del Mesías, principio de nuestra era. ¿Cómo explicar la existencia histórica de las dinastías egipcias durante cinco mil ochocientos años? Los primeros faraones resultan muy anteriores al Diluvio, y como en sus tiempos el pueblo egipcio había ya llegado á una civilización que exige miles de años para su desarrollo, debemos admitir que cuando los escultores nilóticos habían tallado ya esta Esfinge que ahora contemplo, Adán y Eva aún no estaban en el Paraíso ni habían empezado á desarrollarse en Asia los demás episodios preliminares de la interesante leyenda de los hebreos. Algunos autores llevan realizados grandes esfuerzos para justificar esta incoherencia histórica, pero resultan tan inútiles como pretender vestir á la Esfinge con mezquinas ropas humanas. Lo primero que se les ocurrió fué declarar errónea la cronología de Manethon. Efectivamente, las tablas del gran sacerdote de Heliópolis contienen inexactitudes, como todas las obras que abarcan períodos de miles de años; pero tales equivocaciones, si por un lado dan mayor duración á ciertas dinastías, disminuyen en cambio los años de otras, que recientes descubrimientos arqueológicos hacen más extensas. Estos errores sólo significan una diferencia de quinientos años para los observadores imparciales. Mas los que desean á toda costa encerrar la inmensa historia egipcia dentro de los tres mil ó cuatro mil años de la historia de los judíos, sin otra razón que la de haber sido declarado sagrado este pequeño y obscuro pueblo de la antigüedad, llegan á suprimir catorce siglos en la cronología de Manethon con argumentos arbitrarios, desmentidos continuamente por los descubrimientos de la arqueología. Pero aunque la crónica de Manethon resultase en realidad mil cuatrocientos años más corta, no por esto dejaría de ser la historia egipcia infinitamente más larga que la del pueblo judío. Antes de las dinastías consignadas por Manethon existe el período mítico, los miles y miles de años que fueron necesarios para que los cultivadores del Nilo modificasen las tierras pantanosas y crearan una civilización capaz de producir la Esfinge y las Pirámides. Este período prehistórico tiene un testimonio: el «papiro de Turín», llamado así porque lo guardan en la Biblioteca de dicha ciudad. Dicho papiro divide el Egipto remotísimo en tres períodos, que abarcan juntos diez mil años, época mitológica de dioses y héroes, simbolizando los trabajos y penalidades de los primitivos egipcios al cultivar y civilizar lentamente el valle del Nilo. Las Pirámides impresionaron algunas imaginaciones á causa de sus masas y el esfuerzo inexplicable representado por ellas, hasta el punto de dar origen á una especie de culto religioso. Hombres de espíritu elevado quisieron atribuir una significación espiritual y misteriosa á estas piedras amontonadas por el «inepto orgullo» de varios faraones. En Inglaterra ha existido una escuela «piramidista» con hombres de verdadero mérito, que pretendieron encontrar en las Pirámides secretos matemáticos, astronómicos y religiosos. Para ellos, cada una de dichas tumbas gigantescas guardaba una gran lección de la misteriosa ciencia egipcia. En realidad, los creadores de estas obras absurdas é imponentes sólo buscaron satisfacer su inmenso orgullo, siguiendo á la vez los instintos de todo déspota, inclinado á sospechar de cuanto le rodea. Quisieron que sus monumentos fúnebres se viesen de muy lejos á causa de la potencia de su masa, aumentando su esplendor con templos secundarlos, avenidas de esfinges y pilones triunfales. Al mismo tiempo desearon que su cadáver, divinizado, quedase tan hábilmente oculto que nadie pudiera descubrirlo. Así se explica la absurda invención, que tanto desorientó á los comentaristas de las Pirámides, de construir toda una montaña maciza para abrigar una estrecha galería, casi comparable por su pequeñez á un tubo de chimenea, conduciendo á una cámara funeraria igualmente insignificante en parangón con el inmenso resto de la obra. La cripta para el cadáver de Kheops en la Gran Pirámide representa como relación de tamaños menos que la pepita de una manzana en el interior de dicha fruta. El miedo á que profanasen sus tumbas les hizo adoptar tan exageradas precauciones. Era grande en Egipto el respeto á la muerte, pero aún era mayor la miseria del pueblo, y durante miles de años muchedumbres famélicas miraron con envidia las tumbas de unos reyes cuyos nombres habían olvidado, y en cuyo interior existían tesoros perdidos rodeando á sus momias. Se hablaba, por tradición, de «salas de oro» donde los sacerdotes y las concubinas de los faraones habían depositado todo lo que les perteneció en vida, armas, joyas, muebles y trajes. En ciertos períodos de hambre, cuando por una crecida defectuosa del Nilo resultaba mala la cosecha, bandas armadas asaltaron dichas tumbas, descubriendo con husmeos hábiles de indígena todos los secretos de su entrada. Antiguos papiros hablan de muchos robos de sepulturas reales. En tiempos de Estrabón ya habían sido saqueados cuarenta sepulcros de faraones y desaparecido sus cadáveres, quedando abiertas á todo el mundo las galerías minuciosamente disimuladas durante miles de años. Los turistas de Grecia y de Roma entraban en ellas con toda libertad para cubrir sus muros de inscripciones, lo mismo que los visitantes actuales. Al penetrar por primera vez los exploradores de nuestra época en la Gran Pirámide la encontraron vacía. Muchos siglos antes, los musulmanes habían descubierto su entrada. Lo único que vieron en su interior fué el nombre de Kheops marcado en los sillares con tinta roja. En la segunda pirámide, ó sea la de Khefren, descubierta en 1818, la exploración de su interior tampoco dió resultado. Sólo encontraron un sarcófago vacío, y en los muros de la cámara sepulcral una inscripción árabe declarando que ya había sido visitada por un soldán del Cairo, sucesor de Saladino, sin descubrir nada digno de consideración. Esto fué sin duda porque la habían registrado y robado muchos siglos antes los bandoleros indígenas. La tercera y más pequeña de las Pirámides, la del faraón Micerino, es superior á las otras por la finura del trabajo y guarda una parte de su bello revestimiento. Cuando fué descubierta su entrada por un explorador italiano y un coronel inglés, éstos se convencieron inmediatamente de que también la habían robado los antiguos egipcios. Sin embargo, todavía encontraron en ella un hermoso sarcófago de piedra y un ataúd de momia hecho de cedro, con el nombre de Menkara, que es, como ya dijimos, el de Micerino. Este hallazgo único de las Pirámides tuvo mala suerte. Lo embarcaron para Inglaterra, y el buque naufragó frente á las costas de España, á la altura de Cartagena. Como el sarcófago pesaba tres toneladas, se fué al fondo del mar. El ataúd del faraón, con su cubierta imitando la forma de la momia, flotó sobre las aguas y lo recogieron algunos días después, figurando actualmente en el Museo Británico. Esta pirámide de Micerino es la única que tiene su leyenda. Las otras dos son mudas. Micerino fué un héroe de novela gracias á la mujer que le acompañó en el trono, durante su corta existencia. Dos historias van unidas á su nombre y á la tercera pirámide. En una de ellas Micerino figura casado con su hermana Nitokris, unión que nada tiene de extraordinaria. Casi todos los faraones fueron incestuosos. La etiqueta real exigió durante miles de años que el rey de Egipto se casase con una hermana suya, para que no viniesen hembras extrañas á profanar la pureza de la dinastía. También el dios Osiris estaba casado con su hermana la diosa Isis. El incesto se encuentra al principio de todas las historias religiosas, absolutamente de todas. Oportuno es recordar que los hijos de Adán se casaron con sus hermanas las hijas de Eva. Nitokris, «la bella de las mejillas de rosa»--tal es el significado de su nombre--, recibió un día la noticia de que su fraternal esposo Micerino había sido asesinado por orden de los principales personajes de la corte. Éstos, deseosos de gobernar el país indirectamente, ofrecieron el trono á Nitokris, y ella lo aceptó pensando en su venganza. Hizo edificar una sala subterránea cerca del Nilo y con el pretexto de inaugurarla invitó á un gran banquete á cuantos próceres habían tramado el asesinato de su esposo. Todos acudieron, y los ahogó derrumbando sobre el banquete las aguas de un canal abierto ocultamente. Añade la leyenda que en los siete años de su reinado hizo construir esta pirámide, dándola su costoso revestimiento de sienita, que tanto admiraron después griegos, romanos y árabes. Cuando hubo terminado la obra depositó en su cámara central el cadáver de Micerino, y juzgando sin finalidad su existencia, se dió la muerte arrojándose á un subterráneo lleno de cenizas. El recuerdo de la faraona Nitokris, indiscutiblemente bella, pues todos los documentos del Egipto de entonces hablan de sus «mejillas de rosa», va tan unido á la tercera pirámide, que durante muchos siglos se la designó con su nombre y no con el de su esposo. Los árabes han creído durante mil años, casi hasta nuestra época, que la hermosa Nitokris habita su pirámide y se aparece algunas veces en lo alto de ella, atrayendo á los hombres con sus cantos y su desnudez. Pero el bello fantasma, después de enloquecerlos de amor, les quita la vida. La otra leyenda es menos lúgubre. En ella Nitokris se llama Rodopis, nombre de cortesana que le dieron los griegos. Rodopis era una hermosa joven del pueblo, una especie de almea de la antigua Memfis, y mientras estaba bañándose en el Nilo, un águila arrebató una de sus sandalias. Luego de volar con ella mucho tiempo, la dejó caer en las rodillas del faraón Micerino, ocupado en administrar justicia al aire libre. Fué tal su asombro ante la pequeñez de dicha sandalia, que dió orden para que buscasen á su dueña por todo Egipto; y cuando trajeron la joven á su presencia la encontró tan interesante como su ligero calzado de papiro, acabando por casarse con ella. El joven Micerino murió al poco tiempo, y la reina mostró su amor y su desesperación levantando la más graciosa de las tres pirámides. Como se ha dicho muchas veces, la historia es una novela que fué y la novela una historia que pudo ser. Pero en todas partes la novela aparece antes que la historia, dando un ambiente poético á los tiempos en que ésta no ha nacido aún. Los hombres prefieren instintivamente la novela á la historia, y hacen bien. Es su hermana mayor. XX EL MUSEO DEL CAIRO Cómo nació la egiptología.--El joven Champollion y la famosa piedra de Rosetta.--Los descubrimientos de Mariette.--Trabajos de Maspero.--La policromía egipcia.--Setenta siglos encerrados en un palacio blanco.--La escultura, superior á la pintura.--Nunca existió una religión egipcia.--Infinita variedad de dioses y cultos.--Los dioses triunfando ó decayendo según la suerte política de la ciudad en que nacieron.--Los animales sagrados.--Vida compleja y contradictoria de los egipcios, falsamente tenidos por un pueblo inmóvil.--El misterio científico de los sacerdotes.--Pararrayos en los templos.--Vuelta á la alegría de la vida, después del período tebano.--La momia de Ramsés II viejo y de su padre joven.--Cómo Sesostris resucitó, después de tres mil quinientos años, para dar á los empleados del Museo el mayor susto de su vida. La egiptología es una ciencia moderna, de origen francés. Hasta principios del siglo XIX sólo podía saberse del antiguo Egipto lo que habían contado los griegos á partir de Herodoto, y éstos conocieron el país bajo la dominación de los persas, después de extinguidas las dinastías faraónicas. Además, ninguno de ellos consiguió leer la escritura egipcia, y todo lo que dijeron fué por relatos orales, incurriendo en grandes errores que han llegado hasta nuestra época. Un ejército de la República francesa, mandado por el joven general Bonaparte, conquistó á Egipto en 1798. Varios sabios agregados á dicha expedición trajeron á Europa descripciones y dibujos de las ruinas egipcias, pero ninguno pudo descifrar los _jeroglíficos_, palabra griega equivalente á «escritura sagrada». La escritura egipcia era un muro de misterio contra el cual venían chocando inútilmente las hipótesis de los hombres de estudio. Fueron tres en realidad las escrituras creadas en diversas épocas, recibiendo los nombres de jeroglífica, hierática y demótica. La más antigua ó jeroglífica consistía en la representación de los objetos mismos que se deseaba mencionar, dibujando un hombre para escribir hombre, una silla por silla, lo que hizo de todo escrito una serie de pequeños dibujos. Más adelante, para dar mayor extensión y flexibilidad al lenguaje, las figuritas representaron letras. Un gavilán significaba E, un león L, etcétera, y algunos dibujos equivalían á palabras enteras. Así se formó la escritura llamada hierática. A partir de la XXI dinastía, las necesidades comerciales de los egipcios les obligaron á abandonar estas dos escrituras representadas por bestias, personas y objetos, é inventaron una tercera, de mayor sencillez para su contabilidad, formada con letras, que se tituló demótica, más fácil de escribir que la jeroglífica, y más abundante en dificultades para su lectura. Cierto joven francés llamado Champollion se sintió repentinamente interesado por todo lo referente al Egipto misterioso, y estudiando, á los catorce años, en el Liceo de Grenoble, adquirió una gramática de la lengua copta, derivación del antiguo egipcio, que aún se hablaba en todo el valle del Nilo por ser el idioma de los cristianos. En 1807, antes de su salida del Liceo, este joven de diez y siete años escribió un trabajo histórico sobre Egipto, trasladándose luego á París para estudiar las piedras é imágenes depositadas en el Museo del Louvre por los sabios de la expedición de Bonaparte. Un oficial de artillería de la mencionada expedición había encontrado en Rosetta, junto á la desembocadura occidental del Nilo, una piedra triangular conteniendo tres inscripciones: en griego, en lengua demótica y en lengua jeroglífica. Los sabios, valiéndose del griego, habían llegado á traducir la inscripción demótica, pero no pudieron entender una sola frase de la jeroglífica. Champollion se dedicó á descifrar la piedra de Rosetta en 1821, con la firme voluntad de no desistir de dicho trabajo hasta obtener completo éxito. Primeramente estudió los nombres rodeados de un cartucho, por ser bien sabido que los que tenían por adorno tal emblema heráldico eran de reyes, y cuando los hubo desentrañado, le dieron todo el alfabeto jeroglífico. Además se convenció de que la lengua jeroglífica se parecía mucho á la copta, aprendida por él. Como les ocurre á todos los innovadores, algunos sabios viejos, representantes de la ciencia oficial, pusieron en duda los descubrimientos de Champollion. Éste hizo un viaje á Egipto, escribió una gramática jeroglífica, y extenuado por su inmenso trabajo mental murió á los cuarenta y un años de edad, en 1832. Al conocer las reglas para la lectura de los jeroglíficos, muchos se consagraron al estudio de las antigüedades faraónicas, y gracias á Champollion nació la ciencia de la egiptología. La piedra de Rosetta fué la llave mágica que abrió una puerta inaccesible durante veinticinco siglos. Surgieron egiptólogos en varias naciones, yendo todos al valle del Nilo para desenterrar monumentos, explorar pirámides é hipogeos, ir descifrando una historia nueva en piedras y papiros. Hoy pueden leerse con exactitud los textos egipcios, y los niños de las escuelas conocen una historia de este pueblo más cierta que la que relataban los sabios hace menos de un siglo. La egiptología, nacida en Francia, siguió recibiendo de ella sus hombres más importantes. Franceses han sido Saulcy, Rougé, Mariette y Maspero. Tranquilo profesor en el Liceo de Boulogne, su ciudad natal, Mariette se sintió tentado por el misterio del Egipto en fuerza de contemplar una momia que existía en la biblioteca de dicho centro de enseñanza. Sus primeros estudios los hizo como Champollion, examinando las antigüedades egipcias del Louvre. Después consiguió que el gobierno de Francia le enviase á hacer excavaciones en Egipto. Una buena suerte, siempre fiel, acompañó sus trabajos. Al poco tiempo de iniciarlos descubrió el Serapeum de Memfis, panteón donde se guardaban las momias de los bueyes Apis. Este hallazgo le hizo célebre, y el kedive de Egipto, luego de darle el título de bey, le encargó la dirección de todas las excavaciones arqueológicas del país. Durante treinta años, Mariette-bey exploró el Egipto en varias direcciones, limpiando de arena los monumentos de Memfis y de escombros los grandes templos tebanos. Con todos sus hallazgos creó cerca del Cairo el Museo de Boulaq, extraordinario para su época, pero que después ha resultado malsano por su emplazamiento junto al Nilo y pequeño para contener los hallazgos de sus sucesores. Mariette-bey murió en 1881, siendo enterrado como un egipcio del tiempo de los faraones, á la entrada del Museo de Boulaq, en un sarcófago de granito, entre dos esfinges. Otro francés continuó su obra, Gastón Maspero, antiguo profesor del Colegio de Francia, que acabó por ser director general de las Antigüedades de Egipto, con toda clase de facultades concedidas por el gobierno del país. Bajo su dirección, hasta hace pocos años, en que ocurrió su muerte, y bajo la de su sucesor, continúan sin descanso las excavaciones, saliendo á luz nuevos monumentos y papiros. Hoy, todo el producto de la cosecha milenaria, realizada por los egiptólogos, ya no está en el Museo de Boulaq. Maspero creó en pleno Cairo el llamado Museo Egipcio, vastísimo palacio rodeado de jardines, que tiene frente á su fachada un monumento á Mariette. Este museo del Cairo es la construcción más extensa y hermosa de dicha capital. En ninguno de los de Europa se preocuparon los arquitectos de la comodidad de los visitantes y buenas condiciones para su respiración como en este edificio, casi reciente. A pesar de que existen en su interior tantos cadáveres, tantos objetos que permanecieron miles de años en la lobreguez de las tumbas, no se nota el más leve hedor. Su ambiente es más puro que el de los museos de cuadros y de estatuas. Sin embargo, la elegante é higiénica blancura de sus escalinatas y la aireada amplitud de sus salones únicamente se aprecian en los primeros momentos, al entrar en el museo. En seguida nos asalta el pasado, nos envuelve el misterioso encanto de este país que se resistió á dejarse conocer durante el curso de dos milenarios, y ahora, repentinamente, en menos de un siglo, entrega con una prontitud que puede llamarse violenta todo el secreto de su pasado. Ya dije al hablar de Tebas que las ruinas actuales dan una falsa idea de lo que fueron las construcciones antiguas. No se ve en aquéllas más que la piedra, algunas veces áspera porque la labraron para mantenerse oculta bajo suave revestimiento. La mayor parte de los edificios del antiguo Egipto fueron multicolores. Las columnas estaban pintadas y sus capiteles de loto tenían cubiertas las hojas de diversas tintas y de oro. Es en este museo donde puede conocerse directamente el arte multicolor de los egipcios. Junto al Nilo, en las ruinas de templos y pirámides, perdura el esqueleto de su civilización; aquí, bajo techo, se guardan sus músculos, su carne, sobre todo su epidermis maravillosa. Vemos por todas partes oro y colores. Hasta las estatuas de madera ó alabastro están pintadas, con una frescura de tintas tan maravillosa que hace dudar de su origen remoto. Casi todas las cabezas tienen ojos de vidrio, con un redondel de ébano y metal que imita la pupila, dándola una fijeza enigmática é inquietante. Parece que estos personajes de sesenta ó setenta siglos guardan aún fragmentos de un alma que ha podido presenciar la mayor parte de la historia humana. Menciono tal cantidad de siglos porque las figuras más expresivas, más cerca de la realidad, son las antiguas, las de la época memfita, contemporáneas de las Pirámides y de los primeros faraones. Además de la policromía de estatuas, muebles y joyeles, la piedra empleada por los antiguos artistas da una variada gradación de colores naturales á este museo de siete mil años, que guarda desde el punzón de oro tallado perteneciente al tocador de una dama de Memfis, hasta colosos de varios metros que tocan con su mitra faraónica el techo de los salones. La diorita, el alabastro, la calcárea blanca y amarilla, el asperón rojo, los granitos rosa y gris, el esquisto verde, extraídos de las diversas canteras vecinas al Nilo Alto, al Nilo del Sudán ó las costas del mar Rojo, alternan con el alabastro y la madera como materias estatuarias. Encontramos sarcófagos en abundancia: unos pesadísimos, de sobria ornamentación, imponentes por las toneladas que representa su masa de una sola pieza; estelas con estatuas destinadas á guardar la puerta fingida de todo hipogeo egipcio; bajos relieves con centenares de personas siguiendo al faraón triunfante--el monarca siempre gigantesco y los simples mortales tan pequeños que apenas le llegan al tobillo--; columnas de floridos capiteles imitando al loto y á la palmera; escribas leyendo ó arrodillados, en actitud de estenógrafo; servidores amasando el pan, vigilando el asador, llevando las sandalias de su amo; escenas cinceladas en el granito que representan las flotas egipcias en sus avances por el mar Rojo, ó á la princesa negra Ponuit, de grotescas posaderas, saliendo al frente de sus tribus para ofrecer árboles de incienso á los marinos faraónicos; y esfinges, muchas esfinges, con rostro de mujer y cuerpo de león. Resulta interminable la asamblea de faraones y princesas reunida en estos salones blancos. Hasta hay estatuas de enanos que indudablemente hicieron reir con tristes bufonadas á reyes y reinas en los tiempos que aún estaba empezando la historia del pueblo hebreo. Vemos dioses fluviales con los pies apoyados en cocodrilos; episodios de guerra, burilados con una paciencia admirable en las piedras más duras y difíciles de ser trabajadas; sangrientos choques, que deben llamarse de «carretería», pues en ellos los adversarios no van á caballo y se lanzan flechas desde lo alto de sus carros de combate. Admiramos los muebles recién salidos de la tumba de Tutankhamen. Tienen la misma brillantez y frescura que si fuesen imitaciones modernas. La permanencia de varias docenas de siglos en la lobreguez de una tumba parece haber rejuvenecido sus oros. Examinamos numerosos sillones que fueron tronos, igualmente dorados, con el cuero cubierto de figuras multicolores y los brazos en forma de pantera; cofres que tienen en sus cuatro superficies y su tapa cóncava interminables historias representadas por un mundo de figurillas; lechos por cuyos costados desfilan también procesiones de hombres y animales diminutos. Alineada en armarios de cristal existe toda una humanidad de estatuitas talladas en madera. Egipcios rechonchos, de cara jocunda, celebran banquetes al aire libre y se divierten con varios juegos; filas de mujeres llevan ofrendas á los dioses; pequeñas barcas, exactamente parecidas á las del Nilo, permanecen inmóviles en mitad de las vitrinas, con la vela izada, los bogadores encorvados sobre los remos y un niño en la proa que tiene los brazos en alto y la boca abierta en actitud de gritar. Los personajes caricaturescos se mezclan en este mundo de muñecos egipcios con plañideras de trágica actitud. Más allá vemos paisajes ingenuos pintados en láminas de alabastro ó de barro. La pintura no progresó en Egipto como la escultura. Cortó su desarrollo la influencia sacerdotal, exigiendo una actitud hierática al cuerpo humano, un convencionalismo de pintura sagrada en las escenas de la vida ordinaria. Todos los personajes están en fila, tienen la cara de perfil, el tronco de frente, con los dos hombros iguales, y brazos y piernas igualmente perfilados. Hay carros faraónicos en estos salones que aún se mantienen sobre sus ruedas, mesas de ofrendas dedicadas á los muertos, estatuas para prolongar la vida del «doble», tumbas sostenidas por gacelas de piedra, cuya forma ligera contrasta con la mole de granito rojo convertida en sarcófago, y una variedad desconcertante de ataúdes antropomórficos, cajas de madera pintada, que todos hemos visto en los museos de Europa, imitando el contorno del cuerpo humano y en la parte correspondiente á la cabeza una copia policroma de la cara del difunto. Pero aquí estos féretros son de faraones ó altos personajes de su corte, resultando admirable la frescura de sus colores y dorados. Las joyas de ciertas reinas llenan vitrinas enteras: collares de ristras múltiples, sortijas, pendientes, anchos brazaletes. Los faraones también usaban alhajas, y algunas de las más admirables pertenecieron al fastuoso Ramsés II. Abundan platos y copas de oro. El Egipto antiguo apenas conoció la plata, no habiéndose encontrado hasta ahora ningún objeto de dicho metal. Todo es oro y bronce, y los artífices del país llegaron á forjar puñales y espadas con una flexibilidad comparable á la de las hojas de acero. El Egipto posterior á los faraones, el sometido á la influencia de griegos y romanos, está en las salas del piso bajo. Descendiendo á ellas se cree haber saltado en unos minutos numerosos siglos. La momia, la estela, el faraón sentado, el dios con cara de animal, quedan lejísimos. Aquí encontramos sirenas pulsando liras, la imagen de Serapis, la de Afrodita, cabezas de prisioneros gálatas, estelas del cristianismo egipcio, vírgenes coptas de un tallado ingenuo y rudo, capillas que recuerdan el arte bizantino, con más rudeza en sus trazos; todo lo que los anticuarios descubrieron en el convento de San Apolo, en Baouit, fundado durante los primeros tiempos del cristianismo triunfante. Pero la historia cristiana del Egipto sólo tiene un interés secundario para los que visitan el país. Esta tierra es la de los faraones, y todos desean conocer lo que se mantuvo en el misterio hasta mitad del siglo pasado, la historia del Egipto clásico remontándose desde la dinastía XXIII á la protohistoria, vagorosa entre las nieblas de la fábula. En ningún otro sitio puede abarcarse como aquí la interminable y confusa variedad de las divinidades egipcias. Verdaderamente no ha existido una religión egipcia, organizada y única, como es por ejemplo el catolicismo. Durante cuarenta siglos sólo hubo numerosos cultos locales. Unos adquirieron importancia según la protección de los faraones ó sus propios milagros; otros fueron eliminados por una selección religiosa. Los egipcios, conservadores por naturaleza, se preocuparon más de guardar todos los cultos que de escoger entre ellos para formar una religión única. Por su parte, los sacerdotes, en vez de trabajar para suprimir dicha confusión religiosa, sólo pensaron en establecer una jerarquía entre los numerosos dioses, respetándolos á todos. Cada uno procedió así por el interés de su provincia y de su dios especial. Los sacerdotes de inteligencia elevada vieron en los innumerables dioses una emanación particular de un dios único, más poderoso que todos; pero tal concepción monoteísta solamente la poseyeron los egipcios de casta superior. De esta masa de dioses, confusa é imposible de describir minuciosamente, se elevaron con triunfante superioridad, por ser divinidades particulares de pueblos dominantes en la historia de Egipto: Horus, Ra y Osiris. Cuando Tebas prevaleció sobre Memfis, el dios tebano Ammón recibió culto en todo Egipto bajo el nombre de Ammón-Ra, para identificarlo con el dios particular de Heliópolis, que era Ra, el Sol. Otro dios nacido en una provincia se extendió por todo el Egipto: el ya mencionado Osiris, dios de la luz, enemigo de su hermano Set ó Tifón, demonio de las tinieblas. Brilla durante el día, y Set lo mata á traición y lo despedaza todas las noches. Su mujer Isis llora sobre su cadáver mientras Set reina en la tierra y la cubre de sombras. Pero el triunfo de la iniquidad dura poco. Horus surge en el horizonte y venga á su padre. En realidad, Osiris, símbolo de la luz, acabó por ser el más popular de los dioses egipcios. El hierro era considerado vil porque Set había matado á Osiris con un arma de dicho metal. Cuando se oxidaba el hierro, cubriéndose de manchas rojas, los egipcios creían ver en ellas la sangre de Osiris. Los diversos cultos locales empezaron á representar sus primeros dioses con cuerpo de animal y cabeza humana, como en la gran Esfinge. Siglos después, fué más frecuente que los dioses se mostrasen representados con cuerpo humano y cabeza de animal. Horus aparece con cabeza de gavilán, Isis con cabeza de vaca, y los demás dioses con cabeza de ibis, chacal, leona, etc. Como lógica deducción de esta manera de representar á sus dioses, acabaron los egipcios por rendir culto á ciertos animales. Los consideraron divinos por el hecho de que sus cabezas servían para las imágenes. Estos animales divinizados fueron el león, el cocodrilo, el buey, el carnero, el chacal, el gato, el gavilán, el ibis y el escarabajo. Unos pocos de ellos nada más consiguieron ser adorados en todo el Egipto. Los restantes sólo eran tenidos por dioses en determinadas ciudades, mientras recibían en otras los peores tratos, por rivalidad provincial. En Tebas, por ejemplo, tributaban honores divinos á los cocodrilos, y en la isla de Elefantina, situada á corta distancia, los mataban. Era peligroso tocar á un animal sagrado dentro de la población que le rendía culto. En Alejandría, ciudad casi griega, bajo el reinado de los Ptolomeos, faraones mestizos de heleno, la muchedumbre ejecutó á un soldado romano, cien años antes de nuestra era, por haber matado á un gato sin intención preconcebida, sólo porque el gato era sagrado en dicha ciudad. Mantenían los templos animales vivos, que los fieles adoraban, ofreciéndoles comida y adornos, dando motivo dicho totemismo á grandes burlas de los primeros escritores de la Iglesia cristiana. En Shodú, donde eran tan abundantes los cocodrilos sagrados que los griegos la llamaban Crocodilópolis, así como en los templos de Tebas, guardaban los sacerdotes muchas bestias de tal especie, adornando sus orejas con anillos de oro y sus patas con brazaletes. En Heliópolis adoraban á un ave de paso, que los griegos llamaron en su lengua fénix, inventando acerca de ella varias fábulas que han llegado hasta nosotros y hecho popular el nombre del ave fénix. De todos los animales sagrados, el más famoso fué el buey Apis. Vivía en Memfis y necesitaba condiciones muy especiales para ser promovido al rango de dios. Debía ser negro, con una mancha blanca sobre la frente en forma de triángulo, la figura de un águila en el lomo, una marca en la lengua semejante á un ala de escarabajo, y los pelos de su cola dobles. Los sacerdotes le creían engendrado por un rayo caído junto á una vaca. Cuando encontraban á este animal extraordinario, luego de convencerse de la existencia de todas las señales mencionadas, lo instalaban en su capilla, mostrándolo al pueblo. Su reinado divino sólo duraba veinticinco años. Si vivía más, los sacerdotes lo ahogaban en una fuente sagrada, buscando á otro. Todos los Apis eran embalsamados, y Ramsés II dedicó á sus cuerpos una gruta excavada en la roca, el Serapeum. Por espacio de dos mil años recibió este panteón las momias de los Apis, siendo al fin cubierto por la arena y olvidado cuando Egipto aceptó el cristianismo, hasta que Mariette-bey lo descubrió en 1851, perfectamente intacto. Como el período de mayor dominación faraónica fué el de las dinastías tebanas, Ammón, dios de Tebas, ascendió de simple divinidad provincial á figurar como el primero de todos los dioses, poseyendo los templos más enormes. Sus sacerdotes le llamaron «padre de los padres y madre de las madres», perfecto, eterno y todopoderoso, habiéndolo creado todo y no habiendo sido creado jamás. Los otros dioses eran el mismo con diverso nombre, y lo representaban navegando por el cielo en una barca, un dios secundario en la proa armado de lanza, otro dios en el timón, y moviendo los remos las almas de los hombres más virtuosos y eminentes. Pero todo esto no es más que una síntesis ligera de la gran masa de religiones egipcias, que nunca constituyeron una creencia homogénea; selva tropical, enmarañada y obscura de dioses y diosas, animales deificados, demonios y magias. Este pueblo de tantos miles de años tuvo una existencia más compleja que la imaginada por los sabios cuando aún les era imposible leer su escritura. Abundan contrastes y contradicciones en su historia religiosa. Adoraban los animales, les daban muerte cuando habían cumplido cierta edad, y á continuación los embalsamaban, convirtiéndolos en dioses. Durante los faraones de origen egipcio, los diversos cultos se mantuvieron en las orillas del Nilo; luego mostraron una extraordinaria fuerza de expansión, en la época griega de los Ptolomeos y bajo el Imperio romano. Desde las costas del Asia Menor hasta las Galias y las Islas Británicas se han encontrado estatuillas de dioses egipcios ó imitaciones locales de dichas imágenes. Sacerdotes vagabundos de Isis llevaban á todos los pueblos los cultos de su diosa, de Serapis y de Anubis. Dichos sacerdotes de Isis--poco recomendables á causa de sus costumbres--ofrecían el engañoso consuelo del milagro que ha deseado siempre la pobre humanidad desde sus primeros tiempos, siendo con ello simples precursores de imágenes omnipotentes creadas después por otros cultos más modernos. Curaban valiéndose de prodigios; eran adivinos y exorcistas, y las cofradías formadas por ellos en muchos lugares de Europa lloraban una vez al año la muerte de Osiris, celebrando con gran estrépito su resurrección. Empezaba á extenderse el cristianismo por el mundo, precisamente en el momento de la mayor expansión religiosa de los egipcios, y miró con odio especial á estos sacerdotes de Isis, curanderos y milagreros, que pretendían rivalizar con la nueva doctrina. A fines del siglo IV, Teófilo, patriarca cristiano de Alejandría, impulsó á las turbas á quemar el Serapeum de dicha ciudad, gran centro de las creencias egipcias. El animismo del antiguo Egipto, que dió importancia de dioses á todas las cosas naturales, «desde los cuerpos celestes y el Nilo, hasta los más humildes sicomoros de sus orillas», proporcionó al mismo tiempo á los hombres la noción de la inmortalidad del alma, noción que ha servido de base á todas las religiones posteriores. Por un lado, parece que los egipcios pensaban mucho en la muerte. Un escritor romano dijo de ellos que consideraban sus viviendas como moradas de paso y sus tumbas como moradas eternas. En sus banquetes, fué costumbre presentar á los comensales un pequeño féretro, para que no olvidasen en medio de su regocijo que debían morir. Pero á la vez amaban no menos la vida, como observa Salomón Reynach, y tal era su pasión por ella, que desearon conservarla más allá de la muerte, guardando, gracias al «doble», en el interior de su tumba las mismas sensualidades y apetitos que los vivos. Resulta indudable la existencia en Egipto de una aristocracia intelectual, poseedora de conocimientos guardados en el misterio para que no los adquiriese la muchedumbre. Se han exagerado mucho estos conocimientos, pero con mayor ó menor amplitud es cierto que existieron. Algunos templos estaban construídos de un modo que facilitase la observación de las estrellas, pudiendo notar sus posiciones relativas. Ciertos pasillos y puertas eran empleados, á causa de su orientación, como tubos de telescopio para estudiar el cielo. De sus descubrimientos, el más indiscutible es el uso del pararrayos. Esto no quita ningún mérito á Franklin. La autenticidad de su invención nadie la pone en duda; pero como ha ocurrido muchas veces en la historia de la ciencia, lo que él descubrió lo habían descubierto miles de años antes los sabios egipcios. En el pilón de todos los templos, las dos torres macizas que lo componen estaban rayadas por dos huecos verticales, adaptándose á cada uno de ellos un mástil que se remontaba muy por encima del edificio. Al fin de este mástil ondeaban cuatro banderolas con los colores sagrados: rojo, blanco, azul y verde. Según escritos de la época, dichos mástiles, que se ven en todas las representaciones de portadas elevándose hasta treinta metros, y que muchos creyeron simples portabanderas, tenían su punta final forrada de cobre. También los obeliscos de piedra erguidos ante los templos guardaban su punta bajo un casquete del mismo metal. Los textos egipcios dicen expresamente que dichos palos eran elevados para «cortar la tempestad en las alturas del cielo». Otros escritos añaden en forma simbólica que eran las dos hermanas divinas Isis y Nepthys, las cuales con sus grandes alas protegían á su hermano Osiris contra las violencias de Tifón, dios de las sombras, deseoso de darle muerte. Fué la ciencia en Egipto un monopolio de los sacerdotes; pero á semejanza de lo ocurrido en otros pueblos, acabó por salir del secreto de los templos, se hizo laica durante las últimas dinastías y ejerció una influencia benéfica sobre los conocimientos del pueblo griego. Y como los griegos fueron los maestros del mundo actual, debemos indudablemente una parte de nuestros conocimientos y nuestra manera de apreciar la vida á remotos sacerdotes egipcios, cuyos nombres probablemente no conoceremos nunca. La inmovilidad milenaria de Egipto resulta una falsa apreciación de los escritores helenos. Este pueblo ha tenido avances y reacciones, como todos. Bajo las primeras dinastías llevó una vida patriarcal. Los faraones no habían acaparado aún la tierra del país y poseían los labriegos la independencia y el decoro que proporciona un régimen de pequeña propiedad. El período tebano fué el del apogeo faraónico, y al mismo tiempo el de más despotismo político y mayor influencia teocrática. Los sacerdotes de Ammón acabaron por ser reyes ó creadores de reyes. Las pinturas de las tumbas eran horripilantes. La presión del sacerdote se extendía hasta más allá de la muerte. Luego, al perecer el Imperio tebano y filtrarse en el valle del Nilo ideas exteriores con la llegada de pueblos navegantes, empieza á hablarse una lengua olvidada, la de los tiempos de la protohistoria egipcia. Ansias de vida gozosa y libre se mezclan con la antigua preocupación de la muerte, penetrando hasta en los hipogeos como un rayo de sol. Así se comprende, dice Reclús, que poco antes de la conquista romana un gran sacerdote que había perdido á su esposa grabase una inscripción solemne en su tumba, semejante á las antiguas, pero añadiendo como exhortación final: «No te canses en la otra vida de comer, de beber, de embriagarte, de hacer el amor; no dejes que la pena penetre en tu corazón.» Buscan todos los visitantes del Museo Egipcio la momia de Ramsés II. No es solamente por las glorias exageradas y sonoras que se atribuyeron al gran Sesostris; tal predilección tiene por origen una leyenda terrorífica formada en torno á su cadáver. Este gran fabricante de templos y toda clase de construcciones laudatorias para los dioses y para él, que en una inscripción llama «piedras eternas» á las de sus edificios, no ha conocido el respeto eterno para su gloria, hábilmente falsificada, pues la crítica histórica la desmenuzó, restableciendo la verdad. Tampoco ha conocido el respeto eterno para su cadáver. Muchos siglos después de su muerte, alarmados los sacerdotes por los frecuentes saqueos de tumbas reales, juntaron cierto número de momias faraónicas, entre ellas la de Ramsés II, para ocultarlas en un escondrijo. Pero el mencionado depósito fué descubierto por los egiptólogos hace algunos años, viniendo á parar aquí el cadáver embetunado y cubierto de vendas del gran Sesostris. Se halla tendido en un ataúd que tiene por cubierta una lámina de cristal. Dicho féretro está colocado horizontalmente á la altura de una mesa, y el visitante puede inclinarse sobre él, examinando su contenido á pocos centímetros de distancia. Al lado de Ramsés, en otra caja de cristal, vemos á su padre, Seti I. Murió más joven que Sesostris, era de menos estatura, y al contemplarlos juntos parece imposible que el jovenzuelo momificado pueda ser padre del otro, viejo feroz, extremadamente narigudo, que murió á los noventa años y guarda una expresión de altivez jactanciosa, de vanidad real. Treinta y un siglos y medio después de su muerte, todavía se dió el gusto de asustar una vez más á los egipcios. Su cadáver fué colocado por orden de Maspero en esta caja de cristal. Tenía los dos brazos, con sus envoltorios de vendas, cruzados en aspa sobre el pecho y las manos tocando sus hombros. No se sabe cómo se realizó el prodigio. La explicación más verosímil es suponer que, después de un encierro de tres mil años, en absoluta obscuridad, los brazos del cadáver, cubiertos de una capa de betún, al recibir un rayo solar á través del vidrio, sufrieron la dilatación que produce el calor sobre ciertas materias, moviéndose espasmódicamente uno de ellos. Lo cierto es que la momia de Ramsés II, sin perder su inmovilidad yacente, levantó una de sus manos, dando una bofetada á la cubierta de cristal. Se la ve todavía con el desarreglo de dicho movimiento: un brazo cruzado sobre el pecho, con la mano junto al hombro; el otro brazo separado del tronco, la mano levantada y los dedos vendados junto al vidrio. Todos los guardianes egipcios del museo, que habían mirado con cierta alarma la llegada del terrible personaje, no perdiéndole de vista un momento en su nueva instalación, se dieron cuenta inmediatamente del despertar de Sesostris. Estaban seguros de que al fin haría una de las suyas; pero tal convicción no les impidió sufrir el susto más grande de su vida. Corrieron despavoridos hacia las puertas, luchando por quién escaparía el primero. Algunos rodaron escaleras abajo; á otros hubo que curarlos por haberse arrojado de cabeza á través de las vidrieras de los ventanales, cayendo en el jardín inmediato. Esta fué la última victoria de Sesostris. XXI LA UNIVERSIDAD DE EL-AZHAR Una esposa cristiana de Mahoma.--Jacobitas y bizantinos.--Los árabes se apoderan fácilmente de Egipto.--Fundación del Cairo, llamada Babilonia durante la Edad Media.--Saladino y los sarracenos.--Destrucción definitiva de Memfis.--Los egipcios modernos.--Falda corta, á la moda de Europa, y manto de harén.--Las intrincadas calles del Cairo árabe.--La Ciudadela.--La Universidad de El-Azhar.--Libertad absoluta de estudiantes y profesores.--Musulmanes de todos los países.--Pobreza de los escolares de El-Azhar.--Futuros agitadores del Islam.--Lecciones recitadas con balanceos.--Un guía fanático.--Ni biblioteca, ni libros.--Inesperada petición surgida de un corro de futuros teólogos.--Cólera y vergüenza de mi guía. Cuando Mahoma venció á sus enemigos y todos los árabes reconocieron su autoridad, envió un mensaje á los gobernantes de los países inmediatos, que él titulaba «los reyes del mundo» por ignorar la existencia de otras naciones más apartadas, dándoles á escoger entre la guerra ó la aceptación de la fe musulmana. Estas proposiciones, dignas de la simplicidad de un exaltado convencido de su misión sobrenatural, no obtuvieron respuesta. Sólo el prefecto indígena de Egipto, el _moqauqis_ que gobernaba el valle del Nilo á nombre del emperador de Bizancio, le envió como presentes una mula, un asno y una mujer, María la Copta, cristiana egipcia que Mahoma hizo su esposa. Esto fué en 628. Diez años después, los musulmanes se apoderaban del Imperio de Persia y de toda la Siria, viendo en la conquista de Egipto el complemento de esta expansión periférica del pueblo árabe. Egipto no era más que una provincia del Imperio bizantino. Su población, amalgama de razas, dejaba ver sobre tal mezcolanza étnica dos clases bien determinadas: la de los melkitas y la de los jacobitas. Los melkitas eran los gobernantes, los griegos llegados de Bizancio para explotar el país como funcionarios administrativos ó militares, como cobradores de impuestos y cultivadores en grande de las tierras del Nilo, mostrándose insolentes y sin entrañas con la masa popular. Además, todos ellos practicaban la religión ortodoxa-griega. Los jacobitas, descendientes de los antiguos egipcios, eran los coptos, agricultores y artesanos, acostumbrados desde tiempos remotos á sufrir la tiranía de sus gobernantes. Se llamaban jacobitas porque su cristianismo era la herejía de los monofisitas, propagada en el valle del Nilo por Jacob Baradet, que murió obispo de Edessa en 578. No era posible el acuerdo entre ambas poblaciones. A los antagonismos sociales y de raza se unían las intransigencias religiosas de los dos grupos, igualmente fanáticos, excomulgándose mutuamente y aprovechando los bizantinos todas las circunstancias favorables para aumentar la servidumbre de los coptos. Esta situación supo aprovecharla uno de los caudillos de la expansión árabe, Amribn-El-As, invadiendo el territorio egipcio. El avance de los musulmanes hasta el Nilo fué un simple paseo. Las autoridades griegas y los colonos del mismo origen huyeron sin oponerles resistencia, y toda la población copta los recibió como libertadores. La antigua Memfis, llamada finalmente Menf, era la capital copta del Egipto, y los musulmanes entraron en ella sin ningún esfuerzo. Alejandría, capital griega, opuso una resistencia que duró catorce meses, pero al fin cayó también en poder de Amribn, el general del califa Omar, y según una tradición, este califa dió orden de que fuesen quemados todos los manuscritos existentes en su biblioteca. Pero ningún documento prueba la autenticidad de tal destrucción. Acabaron los musulmanes por hacerse dueños de todo el Egipto, y una vez más fué engañado el pobre _fellah_. El primer caudillo árabe concedió toda clase de libertades y derechos á los indígenas. Jamás se habían visto los coptos tan respetados y considerados. Al iniciarse la dominación musulmana aumentaron los recursos del país como una consecuencia de tal libertad; pero á los transigentes caudillos de la invasión sucedieron ávidos gobernadores enviados por el califa de Bagdad, y volvió á ser Egipto un pueblo explotado y esclavizado, como en tiempos de los peores faraones. Una gran parte de la población nilótica se hizo mahometana, buscando de este modo mejorar su suerte. Los _fellahs_ cultivadores de la tierra abandonaron en masa el cristianismo, y actualmente siguen fieles al Islam. Los cristianos de las poblaciones, menos sumisos que el _fellah_, se mantuvieron leales á su religión, siendo sus descendientes los coptos de ahora. Éstos monopolizan el comercio y las pequeñas industrias en las ciudades, habiendo llegado á poseer algunos de ellos considerables fortunas. La historia musulmana de Egipto resulta monótona y poco interesante. Fué al principio un simple reflejo de las variaciones sufridas por el Imperio de los califas de Bagdad. Luego, al declararse independientes los egipcios, su vida política consistió en guerras civiles para obtener ciertos caudillos árabes la dignidad de sultán ó soldán. El año 969 de nuestra era, un califa dió á su gobernador en Egipto la orden de fundar una capital junto al Nilo, cerca del sitio donde éste se abre en ramas, formando la gran copa del delta. La nueva ciudad tomó el nombre de El-Kahirah, «la Victoriosa», que los europeos convirtieron en El Cairo. Dicho título se lo dieron para celebrar un triunfo del mencionado califa sobre un rival suyo, habiéndose desarrollado la batalla junto á la aldea de Fosta, población del tiempo de los faraones, á la que daban los autores griegos el nombre de Babilonia. A causa de esto, los escritores de la Edad Media confundieron los dos nombres, llamando muchas veces Babilonia al Cairo. Primero fué capital de Egipto y finalmente de todo el Imperio árabe de los fatimitas, realizando el califa El-Mansur y sus sucesores grandes obras para su embellecimiento. En pocos años tuvo 300.000 habitantes, cifra que no sobrepasó nunca, ni aun en la época actual, si únicamente se aprecia su vecindario indígena. Después de la caída de los fatimitas, el personaje más importante del Egipto musulmán fué el califa Salah-ed-Din, el Saladino de las Cruzadas, y sus jinetes llamados _serradjin_ son los sarracenos, nombre que se dió luego por extensión á todos los musulmanes. Saladino ordenó la construcción de palacios y murallas que aún existen, aunque considerablemente modificados, y algunos sucesores de él levantaron numerosas mezquitas aprovechando los materiales de las obras antiguas. La dominación musulmana completó la destrucción de las ciudades egipcias inmediatas al Cairo, Memfis fué borrada por entero, trasladando los musulmanes á su nueva capital portadas, columnas, sillares y hasta la cimentación de los templos antiguos. Todavía, durante el período progresivo de Mohamed-Alí, en 1820, fueron arrasados varios monumentos faraónicos y arcos de triunfo de la época romana, empleándose su piedra para hacer cal destinada á las explotaciones azucareras del dictador mahometano. Además, los berberiscos, grandes husmeadores de tumbas, encontraron las entradas secretas de pirámides é hipogeos al ir en busca de tesoros enterrados, y como para conseguir tales descubrimientos necesitaban realizar muchas exploraciones preliminares, rompieron en ellas enlosados y muros, sin aprecio para sus inscripciones. Los albañiles árabes trituraron igualmente las piedras escritas, mezclando sus pedazos con barro del río para hacer argamasa. Antes de esta destrucción mahometana había ocurrido otra, la de los primeros cristianos, monjes del desierto, que veían en las estatuas egipcias representaciones del demonio y eran seguidos en sus delirios por muchedumbres fanáticas. Se salvaron los monumentos de granito, asperón y pórfido por la dificultad que tales materiales oponen á sus destructores. También las arenas del desierto salvaron muchas construcciones antiguas. Hay que decir en justicia que otras obras del período faraónico han llegado hasta nosotros gracias al cristianismo, aunque tal no fuese su voluntad. Los sacerdotes del nuevo culto aprovecharon los templos egipcios que se mantenían con techumbre para convertirlos en iglesias, y cubrieron de cal los bajos relieves é inscripciones por creerlos obras diabólicas. Este blanqueamiento ha servido para que los egiptólogos encuentren ahora mejor conservados los textos milenarios de la historia egipcia... Pero ¡qué de estatuas, papiros y otros documentos de fácil destrucción fueron anulados para siempre por el fanatismo de los primeros cristianos y por el fanatismo musulmán! El pueblo egipcio, bajo la dominación de sus soldanes, acabó por transformarse en un organismo nuevo, y ahora hay que rascar su revestimiento mahometano para entrever lo que fué en la época faraónica. El _fellah_ todavía posee un alma igual á la del cultivador de los tiempos de Memfis y Tebas; la misma resignación, idéntica tendencia á evitar el trabajo, ya que este trabajo nunca es justamente remunerado. El rey de hace miles de años lo explotaba sin misericordia, quebrantándolo á palos cuando no presentaba al recaudador el grano exigido. Colonos griegos y romanos le trataron con idéntica crueldad. Los señores feudales de la época musulmana no se mostraron con él más dulces, y sólo en nuestro tiempo empieza á mejorar su situación, aproximándose poco á poco á la de un agricultor de Europa. Dentro de las ciudades es donde se nota la influencia moderna, en la educación de las personas mayores, en la instrucción de los niños, en la manera de vivir. Los musulmanes fanáticos, la clase media y el pueblo conservan las antiguas costumbres, por creer que son las únicas de acuerdo con las doctrinas del Profeta; pero la alta sociedad sigue los usos de Occidente, aunque guarda por orgullo patriótico muchos resabios orientales en su manera de vestir. A pesar de la afluencia de viajeros durante el invierno, son infinitamente más numerosos en las calles principales del Cairo los transeuntes que van vestidos á la musulmana. Las esposas de altos funcionarios, las damas de la clase media y sus hijas mezclan las galas tradicionales de las mujeres de harén con los adornos europeos. La falda extremadamente corta, que es de moda ahora en los pueblos occidentales, la usan las egipcias del Cairo. Su _yabrah_, ó sea el dominó de seda negro, que en las señoras mayores y en las musulmanas tradicionalistas es amplio y largo como un saco, lo llevan las jóvenes muy corto y abierto por la parte inferior, para que todos puedan ver su falda breve á la moda de Europa y sus piernas con medias de seda y zapatos de alto tacón. Por abajo parecen muchachas de París disfrazadas á la oriental; por arriba conservan el misterio del tapujo, el velo estrecho y largo que les sirve de máscara y sólo deja ver sus ojos agrandados por una hábil combinación de líneas azules y negras. La juventud masculina del Cairo copia con no menos fervor las modas de Europa, pero en este momento extrema igualmente su nacionalismo, desea emanciparse de la influencia inglesa, ve con indignación cómo pasan por las calles de su capital piquetes de soldados británicos con el fusil al hombro, y por esto, sea cual sea su traje, chaqueta, chaqué ó _smoking_, conserva en la cabeza el _tarbuch_, gorro rojo de cono truncado, que los egipcios usan más alto que los turcos. Los ulemas ó sacerdotes van vestidos como los burgueses musulmanes, con túnica blanca ó azul, entreabierta superiormente para que se vea el chaleco rayado de vivos colores, y tocados con el turbante. Éste les sirve de distintivo. Los que se creen descendientes del Profeta lo usan verde; los coptos, que á pesar de sus creencias cristianas van vestidos como los mahometanos, lo llevan de color negro. Ofrece El Cairo una mezcla rara de orientalismo é influencia europea mayor que la que se nota en Constantinopla. Sin embargo, conserva gran parte de su carácter original, pues las construcciones de gusto moderno, las calles amplias tiradas á cordel, las avenidas con árboles y las casas de muchos pisos sólo existen en los barrios nuevos. Los invernantes, al permanecer á veces muchos días en estos barrios del Cairo, bailando en los grandes hoteles y volviendo á reunirse á la hora del té en establecimientos á la inglesa, tienen que hacer un esfuerzo mental para acordarse de que viven en Egipto. El Cairo árabe es un dédalo de callejuelas que se entrecruzan, formando ángulos y curvas, retroceden para continuarse á sí mismas paralelamente, ó se cortan con brusquedad, convirtiéndose en callejones sin salida. El plano de uno de sus barrios ha sido comparado á un árbol de ramas torcidas y entrelazadas. Durante la expedición de Bonaparte á Egipto, resultó frecuente que los destacamentos de soldados de la primera República francesa, al circular por El Cairo, se extraviasen, necesitando detener á uno de los transeuntes para que les sirviese de guía. Representan los cincuenta y tres _harah_ ó barrios de la ciudad árabe la red urbana más complicada que existe. Para hacer más fácil su circulación, la autoridad municipal ha dado recientemente nombres á las calles y numerado las casas en los lugares más importantes; pero aun con esta medida, el extranjero que circula solo por el verdadero Cairo puede estar seguro de perder su rumbo. La estrechez de las calles y sus frecuentes alternativas de sol y de sombra resultan agradables en este país de temperatura cálida. Las casas son altas, hallándose separadas solamente por los escasos metros de amplitud que tiene la calle, y como los diversos pisos terminan en miradores avanzados unos sobre otros, los últimos casi se tocan. Para librar del sol á los transeuntes, se tienden en las vías más anchas, de una terraza á otra, celosías horizontales de listones ó de cañas con toldos multicolores, que dan al pavimento sombra y frescura. Algunas están empedradas con guijarros; otras, más estrechas, con losas de granito; pero esto sólo se ve en aquellas que tienen bazares ó pequeños talleres domésticos. En la mayoría, el piso es de tierra y está siempre húmedo á las horas de sol. Posee la administración egipcia aparatos de riego para los barrios modernos, iguales á los que emplean los municipios de las capitales más progresivas; pero en la ciudad indígena, cuyas calles angostas no permiten el paso de un vehículo, el riego lo hacen los _saqua_, llevando un odre de macho cabrío en los brazos, cuya agua derraman lentamente sobre el polvo. En ciertos barrios donde se fabrican objetos árabes para los viajeros, cada calle está ocupada por un gremio especial, que la da el nombre de su profesión: calle de los Joyeros, calle de los Broncistas, etc. Muchas de las tiendas son simples cuevas abiertas en el muro, á un metro de altura. El dueño se muestra con las piernas cruzadas sobre una estera, en medio de sus mercancías, que cuelgan del techo, de las paredes ó de la fachada. Tienen las tiendas más ricas en su exterior un empavesado de nave antigua. Ondean como banderas y flámulas los chales de seda traídos de Asia; grandes platos de cobre repujado brillan lo mismo que los escudos de combate que se colgaban en fila de las bordas. Flota en el ambiente un olor de rosa y de otros perfumes orientales, densos y persistentes. Pastillas diversas humean sus aromas de harén á las puertas de los almacenes, para atraer á los transeuntes. Como en todos los países habitados por el musulmán, siempre predispuesto á la inmovilidad y el ensueño, abundan aquí los cafés, con semicírculos de silenciosos clientes sentados sobre esteras. En unos escuchan al tañedor de _roubab_, violín de tres cuerdas; en otros peroran los cuentistas verbales, rapsodas que relatan semanas y semanas los innumerables episodios de una misma historia, añadiéndola cada vez nuevos detalles. A estos novelistas, ignorantes del arte de escribir, debemos que _Las mil y una noches_ hayan llegado hasta nosotros. El viejo Cairo conservó la gran colección de cuentos orientales tanto como Bagdad. Sus monumentos árabes más dignos de aprecio son las mezquitas. La Ciudadela ofrece un aspecto interesante contemplada de lejos, pero sus edificios actuales, examinados de cerca, no merecen admiración. Los más notables resultan copia de otros de Constantinopla. El palacio que habitó Saladino está en ruinas. Sus columnas, caídas ahora en el suelo, pertenecieron á los templos faraónicos de Memfis. En un patio de dicha Ciudadela se abre el llamado «pozo de José», que la leyenda atribuye al hijo del patriarca Jacob, no se sabe con qué fundamento. Las mezquitas que sirven de tumbas á los soldanes tienen una elegancia fastuosa á la turca, que las da aspecto de salones de recepción. Lo mejor de la Ciudadela es lo que puede verse desde sus antiguos baluartes, construídos por Saladino. El Cairo se extiende abajo, con centenares y centenares de minaretes y cúpulas que parecen repartidos al azar, aglomerándose en unos barrios y rarificándose en otros. Más allá de la brillante lámina del Nilo se yerguen las tres pirámides de Gizéh, y otras más pequeñas marcan el emplazamiento de la antigua necrópolis de Memfis. Esta ciudad, que es la más grande de Oriente después de Constantinopla, tiene cuatrocientas mezquitas, según dicen los musulmanes, y de ellas doscientas cincuenta alzan sus agudas torres en un cielo siempre azul. Cincuenta gozan de cierta fama por la riqueza de su arquitectura, y las tres más célebres son la del sultán Haasán, la de Tulun y la Universidad religiosa de El-Azhar. Visito las dos primeras, templos mahometanos suntuosos, pero que no se diferencian mucho de los que vi en Constantinopla y otras ciudades musulmanas. Lo que deseo con impaciencia es visitar la célebre Universidad religiosa, establecida desde hace numerosos siglos--tantos como tiene de vida la ciudad del Cairo--en la mezquita de El-Azhar. Dicho nombre significa Mezquita de las Flores, y tal vez la llamaron así los musulmanes por comparar las doctrinas que se enseñan en ella con las fragancias de un jardín. Se halla situada en el corazón de la ciudad árabe, y sus tres puertas dan sobre otras tantas callejuelas, cuyas casas están ocupadas por pequeños comercios é industrias de familia. Sus fachadas y sus esbeltos minaretes amarillos, con fajas rojas horizontales, no se pueden ver en conjunto, pues lo impide la aglomeración de edificios en torno de ella. Es la mezquita santa por excelencia, el sacro colegio musulmán, al que acuden todos los que quieren instruirse en la teología y las leyes islámicas. No hay nación mahometana que no tenga aquí su grupo de jóvenes. La enseñanza es gratuita, no existen matrículas, el estudiante permanece en ella mientras cree que aún le queda algo que aprender, se marcha cuando considera terminados sus estudios, y algunos de fe insaciable se quedan para siempre. Los profesores tampoco son en número limitado ni necesitan títulos especiales. Todo el que quiere explicar un curso se presenta en El-Azhar, y sentado en el pavimento de su patio ó junto á una de las columnas del interior de la mezquita empieza sus explicaciones. Siempre hay estudiantes para formar corro en torno á él. Le escuchan; si creen que vale la pena seguir oyéndole, permanecen inmóviles. Si consideran mediocres sus enseñanzas, se alejan, y el maestro acaba por desaparecer, falto de discípulos. Ningún profesor goza de retribución; los que no son ricos viven de las lecciones particulares que puede proporcionarles su prestigio adquirido en El-Azhar ó de hacer copias de libros antiguos. El número de estudiantes ha fluctuado según las circunstancias políticas de Egipto. Por término medio son unos siete mil, y los profesores, de doscientos cincuenta á trescientos. Durante la dominación de los madhistas en el Sudán disminuyó mucho la cantidad de estudiantes, por estar cortado el camino entre Egipto y los pueblos musulmanes del África ecuatorial. Abarca esta enseñanza la gramática, la retórica y la versificación, materias muy importantes para los pueblos de lengua árabe, propensos á dar mayor aprecio al sonido de las palabras que á los pensamientos expresados por ellas. Pero la verdadera ciencia de esta universidad, lo que vienen á buscar sus alumnos desde los últimos confines del mundo mahometano, es la exposición é interpretación de la doctrina coránica y la jurisprudencia que se desprende de ella. Como una diversión intelectual, algunos profesores enseñan además la aritmética, el álgebra, los cálculos del calendario y ciertas nociones de Medicina, todo con arreglo á la más estricta fe religiosa, lo mismo que se enseñaba hace siglos. Parece imposible que los maestros y estudiantes de El-Azhar sean descendientes de tantos filósofos, médicos, astrónomos, matemáticos y alquimistas sarracenos que durante la Edad Media, en España y Sicilia, prestaron valiosos servicios á la ciencia universal, difundiendo los tesoros de la sabiduría helénica y realizando descubrimientos que han sido luego la base de otros cercanos á nuestra época, mientras la mayor parte de la Europa de entonces vivía en supersticiosa barbarie. Me cuentan que un profesor intentó hace pocos años explicar la astronomía moderna á los estudiantes de El-Azhar y los demás maestros lo obligaron á retirarse, viendo en tal enseñanza un atentado á la ciencia indiscutible del Corán. En verdad, esta gran escuela del Cairo hace pensar en Averroes y Avicena como hombres de distinta raza, sin ninguna relación con sus actuales profesores y estudiantes. Entro una tarde en la famosa universidad egipcia por la puerta llamada de los Barberos, que es la principal. Lleva este nombre porque desde hace muchos siglos penetran por aquí en determinado día de la semana los barberos encargados de afeitar la cabeza á los alumnos para que les pese menos el turbante, dejándoles en el occipucio una sola mecha de pelo. Su vasto patio cuadrangular, con una pavimentación de losas de granito que debieron pertenecer á algún templo faraónico, es la parte más frecuentada. Como en El Cairo apenas llueve, aquí dan sus clases los profesores, y los estudiantes repasan sus lecciones en grupos sueltos. Paralelamente está la mezquita, de vieja techumbre y columnas abundantes, descubierta por el lado del patio, lo que hace de ella una continuación de éste. La mencionada techumbre es plana y nueve filas de columnas sostienen sus artesonados de fina labor, pero tan viejos que empiezan á pulverizarse. Ascienden las columnas á trescientas ochenta, de mármol, granito ó pórfido, todas sacadas de monumentos egipcios de la época ptolomea y romana. En su penumbra brillan continuamente mil doscientas lámparas. Muchos profesores y estudiantes prefieren el ambiente de la mezquita, y establecen sus clases al pie de cualquiera de las columnas. Basta para ello que haya un lugar libre y el maestro pueda tender sobre las losas la esterilla de esparto ó la piel de cabra que le sirve de asiento. El plano del edificio ha perdido su regularidad original por haberle adosado, en el curso de diez siglos, oratorios, alojamientos y otras construcciones necesarias para transformar la antigua mezquita en escuela. A esta hora de la tarde la mayoría de los estudiantes vaga por las callejuelas del Cairo árabe, pero no obstante veo muchos grupos de ellos sentados á la redonda sobre las piedras recalentadas por el sol. Unos escuchan á los últimos profesores del día, otros repasan sus lecciones. Los más, hombres ya cuajados, las recitan en voz alta, unas veces solos, otras con un compañero enfrente que les advierte sus errores. Todos permanecen en el suelo, sobre sus piernas cruzadas, y se mueven de cintura arriba, á la izquierda y á la derecha ó adelante y atrás, como si fuesen péndulos. Es una costumbre que adquieren los mahometanos desde la escuela de primeras letras. Según ellos, la agitación rítmica del busto facilita la memoria, y todas las enseñanzas que se dan aquí tienen por base la memoria. Se nota inmediatamente la gran variedad étnica de esta juventud estudiosa. La mayor parte se compone de indígenas del Egipto Bajo y del Alto, con rostro de _fellah_. Los hay de tez obscura, procedentes de la Nubia y del Sudán; otros son de un negro de ébano, brillante y sudoroso, venidos del África ecuatorial; y revueltos con ellos, árabes, turcos, persas, marroquíes é indostánicos de los antiguos dominios del Gran Mogol. Como ya dije, no hay país mahometano que no tenga estudiantes en El-Azhar. En torno al patio, en las tres alas de edificios que lo completan con la mezquita, existen varias dependencias, divididas con arreglo á las diversas nacionalidades de los estudiantes. Cada grupo posee su departamento propio, pero no puede dormir en él, por ser considerablemente mayor el número de sus individuos que el espacio de que disponen. Dentro de dichas piezas sólo existen armarios divididos en cajoncitos, y cada escolar guarda sus provisiones en uno de ellos. Tales provisiones consisten en galletas duras y enmohecidas que envía la familia todos los trimestres. A este pan añade el estudiante, cuando puede, una cebolla ó un puñado de habas crudas. Las más de las veces tiene que contentarse con el pan á secas. Basta verles para darse cuenta de su sobriedad; mejor dicho, de su energía firmísima para despreciar el hambre. Algunos ni siquiera reciben pan de su familia, y se lo proporciona la dirección de El-Azhar, parcamente, pero de un modo gratuito. Herencias dejadas á su muerte por mahometanos piadosos aseguran el pan de los estudiantes pobres. Estos indigentes, para procurarse el resto de su alimentación, sirven á los compañeros menos miserables ó trabajan en la limpieza de la mezquita, barriendo el suelo con ramas de palmeras. El traje de todos ellos es modesto y popular; llevan una simple camisa azul, babuchas y turbante. Algunos, venidos de lejanas tierras, van descalzos, guardan todavía el garrote del viaje y un manto de raídas pieles de oveja les sirve de asiento y cama. Voy pasando entre los grupos que escuchan las lecciones ó estudian aparte. Un franco menosprecio por el visitante infiel me acompaña á través del patio y la mezquita. El profesor, sentado en el suelo, levanta los ojos hacia el curioso que pasa, hace un gesto elegante de indiferencia, y continua hablando, como si le hubiese distraído por leves momentos una mosca ó una hormiga. Algunos pasos más allá, un escolar que parece marroquí se ha dejado caer en las losas tibias y duerme, falto de turbante, con la rapada cabeza bajo los ardores solares, sin ningún apoyo que le sirva de almohada, amenazado por la congestión. Pero, según parece, no es accidente de temer para estas cabezas, que dan á nuestros ojos de occidentales una impresión de dureza, de tenacidad invulnerable. Se cansó de escuchar la explicación, y para no levantarse se ha tendido á dormir en el mismo sitio, mientras el maestro continúa hablando. Dentro de la mezquita llena de luces, que parece próxima á desplomarse de puro vieja, se refugian los pájaros á millares. Su continuo piar se une á los recitados monótonos y abundantes en jotas que murmuran los estudiantes á solas, balanceándose sobre sus caderas como muñecos desarticulados. Muchos me miran con hostilidad, especialmente los mulatos y negros. Tienen frentes estrechas, mandíbulas salientes, ojos ardorosos de iluminados. Su gesto agresivo hace recordar al Mahdí. Es una juventud dispuesta á morir por su fe y más dispuesta aún á matar por ella. Estos escolares volverán á sus países, ostentando como título de santidad su paso por El-Azhar. Serán escuchados por las muchedumbres del interior de África como personajes inspirados por Dios. Aquí repiten lecciones, recitan versos, aprenden los comentarios teológicos del profesor sobre cada sura del Corán. Dentro de unos años, tal vez marchen á caballo, entre banderas de cofradías fanáticas, con una cimitarra en la diestra, proclamando la guerra santa. Todas las revoluciones y motines del Cairo, originados las más de las veces por un incidente de orden religioso, tuvieron como iniciadores á los estudiantes de El-Azhar. De aquí partieron las manifestaciones revoltosas, atravesando las callejuelas de la ciudad árabe, hasta el palacio de los kedives. En el presente momento, dicha juventud, que en su mayor parte no es egipcia, se une á los nacionalistas de Egipto y figura en todas las asonadas contra las autoridades inglesas, que persisten en «proteger» al país. Me sirve de guía un empleado de la casa, algo así como un inspector, encargado de velar por las buenas costumbres universitarias. Es pequeño, de pelo rojizo, y contra el uso de los musulmanes tradicionalistas, lleva el rostro afeitado, sin más que un pequeño bigote, mezcla de rojo y blanco. Entre las cejas tiene una mancha herpética que parece de sangre y sus ojos divagan con un estrabismo que le da cierta expresión de astucia y disimulo. Cruza algunas palabras con el guía que me acompaña, y como parece de acuerdo con él, se digna enseñarme la universidad. Me doy cuenta inmediatamente de su fanatismo. Es algo que se desprende de él, como el olor natural de ciertos cuerpos. Al entrar por la puerta de los Barberos, pasamos ante un pabellón que es la biblioteca. He oído hablar muchas veces de la biblioteca de El-Azhar. En ella se guardan manuscritos muy importantes de la historia árabe de España. La célebre elegía del moro valenciano después de la toma de su ciudad por el Cid, su poética lamentación al ver Valencia saqueada y arruinada por el adalid cristiano, la guarda esta librería secular. Manifiesto deseos de conocer su interior, y el musulmán hace un gesto de escándalo, como si le propusiera un sacrilegio. Insinúo la posibilidad de comprar algún libro de los publicados por los maestros de El-Azhar para llevármelo como recuerdo, pero el fanático desprecia mi anzuelo tentador. Ni biblioteca, ni libros. Me va enseñando á toda prisa la parte pública de la universidad, ó sea el patio y la mezquita. Cuando el guía le dice que soy de España, alza los ojos con cierta admiración religiosa é inicia un gesto de interés. Ha oído algo indudablemente de este país remotísimo, al otro lado del mundo conocido, que fué durante varios siglos musulmán. Pero recuerda tal vez nuevas cosas, pues á continuación me lanza una mirada de ironía, de hostilidad, de menosprecio, todo á un tiempo. Debe saber que sus hermanos, los verdaderos fieles, fueron echados de mal modo de la mencionada tierra. Seguimos caminando entre los grupos sentados en el patio. Uno de estos corros, compuesto de estudiantes muy jóvenes, adolescentes los más, escucha en silencio á un narrador que es todavía un niño, pero con cierto aire de pilluelo del Cairo. Parece haber nacido en la ciudad, se adivina en su vestimenta. No lleva camisa larga ni turbante; usa calzoncillos blancos y chaqueta del mismo color sobre la piel rojiza de su tronco desnudo. La cabeza de mono malicioso la cubre con un gorrito blanco y redondo, semejante al de los mercaderes. Su familia habita tal vez en el barrio y lo envía á la universidad próxima para librarse de él. También es posible que la frecuente de un modo espontáneo, por parecerle divertida tal visita. Los otros estudiantes escuchan su charla con una expresión de lugareños asombrados y regocijados á la vez. Al pasar nosotros junto al corro, el pilluelo vestido de blanco levanta la cabeza, me mira, sonríe descaradamente, y avanzando una mano grita: «_Bacshis._» ¡Pedir _bacshis_ en el patio de El-Azhar!... El oleaje ascendente de los infieles, la influencia desmoralizadora del viajero cristiano, entró ya en el corazón de esta escuela santamente tradicionalista é inmutable, ocupada en enseñar las mismas verdades que hace once siglos. Ahora siento lástima y simpatía por el fanático que me acompaña. Ha dudado entre caer con la mano en alto sobre este pilluelo del Cairo, deshonroso para el Islam, ó fingir indiferencia, como si nada hubiese oído. Al fin opta por lo último, y sigue adelante, mostrándome cosas que ya he visto, tal es su turbación. Balbucea; se nota que tiene el pensamiento muy lejos de las palabras que va profiriendo. Hace esfuerzos para ocultar su cólera y su vergüenza. Y yo, mientras me finjo igualmente distraído, sufro con él. XXII FIN DEL VIAJE Las fértiles tierras del delta.--Alejandría.--Monumentos desaparecidos.--Lo que fué Alejandría en la historia intelectual del mundo.--Judíos alejandrinos.--Explotación de momias egipcias en la Edad Media.--La carne de momia, medicamento europeo.--Fabricación de momias falsas.--El Mediterráneo.--Islas napolitanas que pertenecen á la historia española.--La cúpula de San Pedro.--Despertar frente á Monte-Carlo.--«¿He soñado mi excursión alrededor del mundo?»--Un equipaje que asombra y hace reir.--La plaza del Casino.--«¡Todo está igual!»--Curiosidad y preguntas.--Hago el resumen de lo que he visto en mi viaje. Atravesamos el delta por su parte occidental, siguiendo la línea férrea entre El Cairo y Alejandría. El lector sabe indudablemente que «delta» es una de las letras del alfabeto griego. Como está representada por un triángulo, los griegos dieron su nombre á las tierras de la desembocadura del Nilo que más allá del Cairo actual se abren en esta misma forma, un vértice en el interior y los otros dos frente al mar, formando una línea de doscientos kilómetros. Desde entonces todas las tierras de aluvión esparcidas en las desembocaduras de los ríos recibieron el nombre de la letra «delta». Vemos desde la ventanilla del vagón la parte más fértil y rica de Egipto. Los campos no son aquí dos filas de tierras emergidas, tan angostas que pueden abarcarse con la vista: dos aceras de barro fecundo que flanquean la avenida navegable del Nilo. Ya no se ve el río nutridor con su homogénea corriente. Se partió en numerosos brazos, ríos secundarios, amplios canales navegables, que á su vez se subdividen en nuevas vías líquidas, como el ramaje de un árbol gigantesco va pasando de los brazos gruesos á las ramas secundarias y finalmente á las varillas que sustentan las hojas. Además, en el delta todo es planicie, no se ven montañas ni tampoco las colinas amarillentas que sirven de pedestal al desierto arenoso. Sobre el verde perpetuo de los campos se extiende el telón de un cielo siempre sereno, ardoroso y sin nubes. Esta llanura rayada de canales y cultivada hasta en sus últimos rincones recuerda la huerta de Valencia y otras vegas famosas. Pero la tierra es aquí barro negro, el célebre limo nilótico, y negras se muestran igualmente las casas, cubiertas de carrizos. Las techumbres no son en caballete y á dos aguas. Como en este país apenas llueve, los _fellahs_ colocan sobre sus viviendas un tejido de cañas sin pendiente, imitando la horizontalidad de las casas de las ciudades, todas con una terraza en vez de tejado. Están separadas las tierras por altos malecones de limo duro. Los canales, en esta época de aguas bajas, deslizan su corriente profunda entre dos muros negros, altos como diques. Tales obstáculos, que contienen y dirigen las aguas cuando llega la inundación, sirven ahora de caminos. Pasan por su borde superior filas de asnos, camellos y bueyes de larguísima cornamenta en forma de lira, que ayudan al _fellah_ en sus labores. Las mujeres de manto negro y larga cola parecen monjas. Muchas conservan la máscara que les llega á las rodillas, mientras caminan llevando sobre sus cabezas, verticalmente, ánforas de barro ó estrechos cestos. Tienen los pueblos aspecto de minas á causa de la ligereza de sus techumbres. No se ven éstas á cierta distancia, y parece que los muros sean de construcciones á las que un vendaval arrancó sus cubiertas. Sobre los grupos urbanos del delta, lo único sólido y grato á la vista son las mezquitas, con sus cúpulas de barro blanqueado y sus minaretes que surgen airosos por encima de las palmeras. Como vamos hacia el Norte, la temperatura desciende agradablemente. Ya se puede permanecer al sol mucho tiempo sin sentir quemada la epidermis. En las estaciones pasean egipcios de aspecto acomodado, usando gabanes en pleno día. Para ellos indudablemente hace frío. Cada cuarto de hora pasa el ferrocarril sobre un canal navegable. Vemos barcos en todos ellos con las lonas izadas ó escuadrillas al ancla frente á los caseríos. La marina fluvial es enorme. Debe constar de miles y miles de veleros, que llevan los productos á las grandes ciudades ó hacen el cabotaje entre las numerosas aldeas del delta. Avanzan á través de los campos muchos buques invisibles. Se desliza su gran velamen triangular sobre el verdor de la tierra, quedando el casco con sus tripulantes hundido en el profundo canal. Llegamos á Alejandría, ciudad famosa que nada guarda de su pasado. Para los que vienen de Europa y desembarcan en ella, puede representar un engañoso é incompleto avance de la vida oriental. Ven por primera vez la muchedumbre pedigüeña y tramposa, compuesta de berberiscos, judíos, griegos, etc., aglomerada en el puerto y los barrios populares; conocen igualmente los cafés egipcios, con sus parroquianos perezosos, sus músicos y cuentistas, y los bailes de almeas, que no resultan mejores ni peores que los del Cairo. A los que vienen del interior de Egipto les parece Alejandría una ciudad casi europea, semejante á otras muchas de Levante, con sus tiendas cosmopolitas y su vecindario de griegos é italianos. De su pasado sólo le queda como monumento una simple columna, que los del país llaman de Pompeyo y perteneció en realidad á Diocleciano. Tal vez fué Alejandría la ciudad que reunió durante siglos mayor número de monumentos célebres; pero hace más de mil años que dejaron de existir, habiendo desaparecido hasta sus restos. Aquí estuvo «el Faro», una de las siete maravillas del mundo, torre de cien metros con una hoguera en su cima durante la noche y un espejo de pulido acero que reflejaba en las horas diurnas la imagen de los buques desde que aparecían en el horizonte. Hoy, unos bloques de mármol y unos pilares de granito que se ven á través de las aguas, en el Puerto Nuevo, es todo lo que subsiste de esta obra maravillosa del primero de los Ptolomeos. Aquí el Museum, con la famosa biblioteca de Alejandría, la más grande del mundo en aquellos tiempos, poseedora de 700.000 volúmenes procedentes de todos los países, y que Julio César quemó cuarenta y siete años antes de nuestra era, al incendiar en el puerto la flota de los alejandrinos rebeldes. El Serapeum era, después del Capitolio de Roma, la más famosa de las construcciones. Este templo á Serapis, situado donde ahora se yergue la que llaman columna de Pompeyo, fué destruído el año 389 por los cristianos, que al saquearlo quemaron los 100.000 volúmenes guardados en su biblioteca. El Poseidon, gran templo de Neptuno, el palacio de los Ptolomeos y otros monumentos célebres de Alejandría han desaparecido igualmente, sin dejar huellas. Durante los tres siglos anteriores á nuestra era fué la metrópoli comercial é intelectual del mundo. Fundada por Alejandro el Grande, su teniente Ptolomeo, al ocurrir la muerte de éste, se declaró rey de Egipto, dando principio á una dinastía de trescientos años, que terminó con Cleopatra y fué el último gobierno independiente del país. Los Ptolomeos, griegos hábiles, amigos de las letras y las ciencias, hicieron de Alejandría el depósito de las riquezas de Oriente, el centro de las transacciones entre Asia y Europa, el lugar de encuentro de los sabios más ilustres y los artistas más célebres. Una gran parte de la herencia griega, recibida por los pueblos modernos, no vino directamente de las pequeñas repúblicas helénicas; fueron los habitantes de Alejandría quienes guardaron y aumentaron el tesoro de la sabiduría antigua, transmitiéndolo luego á la Europa occidental. La célebre escuela de Alejandría es la última gran escuela de la antigüedad. Esta filosofía alejandrina, llamada neoplatónica, representaba un eclecticismo filosófico, producción digna del emplazamiento geográfico en que nació. Alejandría llegó á unir el mundo griego y el mundo oriental. Gracias á ella, los griegos, hasta entonces rebeldes á lo vago y lo místico, se asimilaron con su curiosidad inteligente el pensamiento de los pueblos orientales. Plotino representó la doctrina de esta escuela en su período más culminante. Jamblico, Porfirio y otros la sostuvieron en épocas menos gloriosas. También ofreció un ambiente favorable al pueblo hebreo. La prosperidad mercantil de los judíos y su importancia social empezaron en Alejandría. Los más emprendedores de ellos, al encontrar estrecho para sus actividades el pequeño reino de Judea, se trasladaron paulatinamente á Alejandría, y al fin, resultó más considerable el número de judíos en la ciudad greco-egipcia que en Jerusalén. Filón estima que en su tiempo los judíos de Alejandría llegaban á un millón, haciendo de esta capital la más poblada del mundo después de Roma. Desempeñaban todos los empleos administrativos, cobraban los impuestos, poseían los más altos cargos militares. Los últimos Ptolomeos, incluso Cleopatra, tuvieron á su servicio cuerpos mercenarios de judíos, y también pertenecieron á la misma nacionalidad y religión los generales más importantes de sus tropas. El apoyo dado por los monarcas greco-egipcios á los personajes hebreos, el odio que inspiran siempre los encargados de exigir el pago de las contribuciones, así como los mercaderes hábiles en sus negocios, motivaron varias sublevaciones antijudías del populacho alejandrino. Al extinguirse los Ptolomeos, sus inmediatos sucesores los Césares de Roma dictaron crueles decretos contra los judíos de Alejandría y éstos intentaron resistir, pero sus revueltas quedaron ahogadas en sangre. Fué tal la extensión de la actividad hebrea en Alejandría, que la mayor parte de su flota estuvo mandada por capitanes de dicha raza. También los intelectuales de Palestina sintieron la influencia de la metrópoli de los Ptolomeos. Antes de su fundación, el Oriente y el Occidente eran dos mundos enteramente cerrados el uno para el otro. Cuando aquélla irradió su luz atractiva, acudieron los judíos cultos, adoptando, lo mismo que sus correligionarios comerciantes, la lengua griega, y olvidando casi enteramente el hebreo. Puede afirmarse que, con sus lecturas asiduas de Homero, Platón y todos los poetas y filósofos griegos, estos judíos estudiosos se embriagaron de helenismo. A su vez, difundieron en la sociedad pagana algunos de los principios fundamentales de su religión: la unidad de Dios y la fe en una justicia superior, con lo cual prepararon en cierto modo el advenimiento del cristianismo. Su actividad literaria les llevó á traducir la Biblia en griego, versión que resultaba necesaria, pues la mayor parte de los judíos alejandrinos, acostumbrados á tratar en griego sus negocios, no conocían ya su lengua propia. Esta traducción de la Biblia, que es famosa bajo el nombre de «Versión de los Setenta», costó mucho tiempo, empleándose en ella varias generaciones. Obra de los traductores alejandrinos fueron la historia de Susana y otros relatos bíblicos. La rivalidad entre griegos y hebreos y la envidia inevitable del pobre hacia el rico dieron nacimiento en dicha capital á la mayor parte de las calumnias y hechos inverosímiles atribuídos á los judíos, invenciones que sirvieron luego de pretexto para persecuciones y grandes asesinatos en la Edad Media, y han llegado hasta nuestros días en forma de fanática propaganda antisemítica. Acabó la influencia creciente de los cristianos en Alejandría por expulsar al vecindario judío. El lector conoce seguramente cómo fué el populacho fanático de dicha ciudad durante los primeros siglos del cristianismo. Los eremitas ferozmente devotos que vivían en el desierto, considerando á Alejandría por su lujo y sus artes como un lugar de abominación, entraban á veces en ella con el garrote en alto, predicando el exterminio de las obras del demonio, y siempre encontraban muchedumbres egipcias prontas á seguirles por fanatismo ó por ansia de robar y destruir, seguras de que al mismo tiempo que satisfacían sus malos instintos podían ganar el cielo. Así fueron pulverizados los monumentos de la civilización heleno-egipcia; así murió asesinada y hecha pedazos la joven Hipatia, última representante de la cultura griega. Volvieron los judíos á la ciudad cuando los musulmanes se apoderaron de Egipto, pero ya había pasado la época del esplendor alejandrino. La capital de los Ptolomeos no era más que un simple puerto. Los soldanes habían creado una nueva metrópoli, El Cairo, y el movimiento exterior penetraba por los canales hasta el Nilo sin detenerse en aquélla. Todavía los judíos pobres de Alejandría ejercieron un comercio importante en los siglos XV y XVI: la exportación de momias. Una de las mayores injusticias es reirse de la farmacopea de los pueblos exóticos, como si nosotros no hubiésemos incurrido nunca en iguales extravagancias. Dije algo de esto al describir los remedios que venden los boticarios chinos. En nuestra civilizada Europa, hace menos de dos siglos todavía se usaba la carne de momia egipcia, llamada «droga de momia», para curar muchas enfermedades. Este polvo de cadáver era precioso en caso de herida ó contusión. «El nitro y el betún obtenido de las momias--decían muchos doctores de aquellos tiempos--restablecen la circulación de la sangre y la expelen del cuerpo cuando se coagula en el estómago.» Con las momias se fabricaban polvos, bálsamos, tinturas, aceites, y este medicamento fúnebre, cuyo empleo fué iniciado en 1300 por un médico judío de Alejandría, duró hasta fines del siglo XVIII, casi nuestra época. Todas las naciones de Europa lo usaron. No hay libro antiguo de Medicina en que no se le encuentre. En España lo mencionan diversas obras de farmacopea, y un doctor, Félix Palacios, en su _Palestra Farmacéutica_, publicada en 1737, habla extensamente de él, llamando _mumia_ á la momia, y diciendo así: «La mumia es una substancia negra, dura y resinosa, que tiene su origen de los cuerpos muertos conservados con bálsamos y arométicos.» Tan grande fué su consumo en Europa, que el populacho de Alejandría se dedicó en los siglos XVI y XVII á la destrucción de las necrópolis antiguas, sacando de sus sepulcros las momias egipcias para venderlas á los comerciantes judíos. Éstos las enviaban á sus numerosos corresponsales en los mercados de Europa, que pedían con urgencia un artículo tan precioso para la salud. El macabro saqueo agotó los depósitos de momias en Alejandría. Las autoridades musulmanas prohibieron al fin con severas penas que continuase tal profanación, pero con ello dieron nacimiento á otra industria no menos extraordinaria: la de fabricar momias falsas. Los exportadores emplearon todos los cadáveres recientes de pobres y de esclavos, dándoles inyecciones de betún y dejándolos secar al sol durante un par de meses. Luego los empaquetaban y embarcaban como si fuesen contemporáneos de cualquier dinastía faraónica. Guías y cocheros, en la ciudad actual, hablan al viajero de las llamadas catacumbas como de algo maravilloso. Son criptas abiertas por los antiguos egipcios para que les sirviesen de necrópolis; pero al quedar muchas de ellas más abajo del nivel del mar, las filtraciones acabaron por destruir sus bóvedas, sumergiéndolas en gran parte. Los cristianos, durante sus épocas de persecución, se refugiaron en los lugares secos de estas cavidades subterráneas. Lo más curioso que puede verse en las catacumbas de Alejandría es una imagen de Jesús grabada en la pared, con los adornos y atributos de Osiris, lo que demuestra la confusión de la doctrina naciente para muchos de sus adeptos. Encontramos otra vez al _Franconia_ en el puerto de Alejandría. Se reanuda nuestra existencia marítima, fresca, cómoda, entre blancuras higiénicas. Terminaron las moscas pegajosas, acostumbradas á vivir en torno á la boca y los ojos del indígena, el polvo, la arena que invade los vagones, las turbas de mendigos que parecen cultivar sus llagas y sus harapos para infundir más interés... ¡todas las plagas de Egipto! Pero esta vida marítima sólo va á durar una semana. Mientras navegamos por el Mediterráneo, bajo la frescura de una primavera que conocimos ya adelantadísima en otros países y ahora empieza á iniciarse en la Europa meridional, se nota en nuestro buque un movimiento semejante al de las familias cuando van á mudarse de casa. Pasillos y salones se estrechan diariamente con nuevas barricadas de cofres y maletas. Muchos pasajeros se hablan con cierta melancolía pensando en la próxima separación. Unos tomarán el tren en Nápoles para visitar Italia, otros desembarcarán en Mónaco, yendo luego á París. Sólo una mitad sigue directamente hasta Nueva York sin abandonar el buque, haciendo el viaje redondo. Un atardecer, cuando el sol fugitivo da un color anaranjado á pueblos y cumbres, pasamos entre la Italia continental y el macizo abruptamente montañoso de Sicilia. En el fondo vemos emerger de un mar violeta, como si fuesen llamas de oro, varios pitones volcánicos: las islas cónicas de Lipari. A la mañana siguiente nuestro palacio flotante está pegado á un muelle del puerto de Nápoles. Permanecemos tres días en esta ciudad. Mis compañeros corren la ribera del golfo hasta Sorrento, pasan al otro lado del promontorio cubierto de limoneros y naranjos, visitan Amalfi y Salerno ó ascienden por los senderos de la isla de Capri, que fué toda ella un palacio. Durante los tres días me quedo en el buque leyendo ó paseo por la ciudad. ¡He visto tantas veces estos paisajes!... Terminó el viaje para mí. Aún paso en el _Franconia_ un día más de navegación. Hemos salido de Nápoles al amanecer, y vamos siguiendo la costa italiana todo lo más cerca que puede marchar un paquebote de gran calado. Esta navegación representa una novedad para mí. Contemplo las numerosas islas alineadas á lo largo de la costa napolitana, cuyos nombres recuerdan episodios de la historia española y de la dominación de los reyes aragoneses: Ponza, Ischia, Prócida, etc. Luego vemos Gaeta, vasto caserío rojizo al pie de un promontorio, cuyo lomo ocupa su fortaleza, célebre en otros tiempos. Cuando estamos frente á Ostia, una noticia circula por el buque, y la gente corre á agolparse en las barandillas de las diversas cubiertas por la parte de estribor. Los oficiales nos muestran una especie de pelota blanca destacándose sobre la costa, por encima de la línea negra ó rojiza en la que chocan las ondulaciones del mar. Este pequeño globo pálido á ras de tierra, que se mueve según avanzamos, es la cúpula de San Pedro. Su aparición inesperada emociona á muchos pasajeros. Piensan que es Roma lo que se ve, y siguen con ojos de histórica veneración el globito que va pasando sobre colinas, golfos y promontorios, siempre paralelo á nosotros, hasta que al fin se cansa, lo mismo que un corredor falto de aliento, va quedando atrás, se esfuma y desaparece. Al cerrar la noche nos hablan las luces de los faros, despertando nuestros recuerdos. Cada parpadeo rojo en la sombra representa una evocación histórica ó literaria: Elba, Monte-Cristo, Caprera. Cuando despierto á la mañana siguiente, noto que el buque permanece inmóvil. Miro por el ventano del camarote y veo frente á mí el Casino de Monte-Carlo. A un lado está Mónaco, al otro Cap Martin, tapando con su lomo verde el golfo de Mentón y su dilatadísimo caserío. En el estrecho espacio de mar que existe entre el buque y la ribera se deslizan los audaces velámenes de una regata de balandras lujosas. Permanezco dudando unos momentos: «¿Será verdad mi viaje alrededor del mundo, ó lo he soñado y acabo de despertar?...» Las exigencias del desembarco cortan mis vacilaciones. Bajamos á tierra. Algunos de mis compañeros de viaje desean ver Niza cuanto antes. Otros muestran impaciencia por entrar en los salones del Casino de Monte-Carlo. Todos quieren conocer de un golpe la Costa Azul entera. ¡Adiós, amigos míos! ¡Adiós, tal vez para siempre!... Quedo en el muelle con veintitrés cajas grandes y varios bultos de mi equipaje personal. Los desocupados y los funcionarios de la Aduana contemplan con risa y asombro toda mi impedimenta. He ido adquiriendo vajillas enteras, trajes exóticos, imágenes de diversas religiones, libros, espadas, lanzas, metales repujados, ¡qué sé yo!... Abandono todo esto á los que vinieron á recibirme y subo en mi automóvil la cuesta que conduce á Monte-Carlo. Al atravesar la plaza siento el deseo de echar pie á tierra y detenerme unos momentos en el Café de París, frente al Casino. ¡Todo está igual! Las gentes entran en el palacio policromo para jugar. En los bancos de la plaza y las mesillas del café veo los mismos tipos de medio año antes. Están esperando la hora de la suerte decisiva, que nunca llega. Saludo á dos damas en una mesa inmediata. Son inglesas, rusas ó escandinavas; da lo mismo. En realidad, son de Monte-Carlo, pues aquí pasan la mayor parte del año, como muchas otras, perdiendo dinero, lamentándose de haberlo perdido y volviendo á jugar. --¿De dónde viene usted?--me pregunta una de ellas--. Hace mucho tiempo que no le vemos. --De dar la vuelta al mundo. Acabo de desembarcar. Las dos sonríen con alegre incredulidad. Adivino que van á llamarme bromista, pero una de ellas contiene á la otra y cesa de sonreir. Recuerda haber leído algo de este viaje. Después afirma que está perfectamente enterada de él por los periódicos. Un ambiente de curiosidad me rodea instantáneamente. Otros conocidos que abandonan el café y van hacia el Casino se detienen junto á mí al saber la noticia. Todos me acosan con sus preguntas. Quieren saber qué es lo que considero más interesante de mi viaje... Estos sedentarios del juego han permanecido aquí seis meses, colocándose todos los días ante una enorme mesa verde, para mirar las mismas caras. Mientras yo corría el mundo, los únicos episodios de la existencia de estas señoras han sido estrenar dos ó tres vestidos y otros tantos sombreros, perder mucho dinero y recobrar un poco de él, celebrando dicho éxito engañoso con una vanidad infantil. La gente sigue entrando en el Casino. Una de las damas insiste en preguntar cuál es la idea resumen de mi viaje, la enseñanza concreta que me ha proporcionado ver tantos pueblos distintos, tantas creencias religiosas, tantas organizaciones sociales. --Lo que he aprendido, amigas mías, no es alegre ni tranquilizador. Creo que existe ahora en el mundo más gente que nunca. Los adelantos de la higiene y la facilidad de los transportes han evitado una gran parte de las matanzas, las epidemias y las hambres que formaron siempre nuestra pobre historia humana. Somos cada vez más numerosos sobre la corteza de nuestro planeta, y esto resulta inquietante, pues los alimentos no se multiplican con la misma rapidez. Podría hacer un resumen brutal diciendo que más de la mitad de los hombres viven sufriendo hambre. Nosotros los blancos llevamos la mejor parte hasta ahora; pero ¿y si algún día los centenares de millones de asiáticos encuentran un jefe y un ideal común?... Este viaje ha servido para hacerme ver que aún está lejos de morir el demonio de la guerra. He visto futuros campos de batalla: el Pacífico, la China, la India, ¡quién sabe si Egipto y sus antiguos territorios ecuatoriales! Esos choques futuros puede ser que aún los presenciemos nosotros, y si nos libramos de tal angustia, los verán seguramente las próximas generaciones... ¡Tantas cosas que podrían evitar los hombres si dedicasen á ello una buena voluntad! Me parece inútil seguir entreteniendo á unas personas que después se meterán en el Casino pensando en las excelencias de un número. Además, siento de pronto la atracción de mi casa; deseo verme cuanto antes en mi jardín. Pero la dama curiosa parece esperar algo más, y antes de marcharme añado como resumen: --Todos los hombres son lo mismo, y nuestros progresos puramente exteriores, mecánicos y materiales. Aún no ha llegado la gran revolución, la interior, la que inició el cristianismo sin éxito alguno, pues ningún cristiano practica sus enseñanzas. Lo que he aprendido es que debemos crearnos un alma nueva, y entonces todo será fácil. Necesitamos matar el egoísmo; y así, la abnegación y la tolerancia, que ahora sólo conocen unos cuantos espíritus privilegiados, llegarán á ser virtudes comunes de todos los hombres. FIN ÍNDICE Págs. I.--LA CAPITAL DE BENGALA.--Servidumbre de los hoteles de Calcuta.--Cuervos y chacales.--El «Agujero Negro».--Las vacas sagradas.--El toro, igual al hombre.--Casamientos infantiles.--Devotos de Siva y sacrificio sangriento á Kali «la Negra».--El árbol-bosque.--La fiesta anual de las serpientes.--Los _sapwallas_ de Calcuta.--El faquir color de vino y sus juegos extraordinarios.--Lo que sacó de una de mis solapas, haciéndome saltar atrás, con gran parte del público. 5 II.--EL PADRE GANGES.--Cómo se duerme en los vagones-camas de la India.--Aparición del Ganges.--La sagrada ciudad de Benarés.--La orilla derecha y la orilla izquierda del río santo.--Buda y su «Sermón bajo el árbol».--La fiesta primaveral del _Sivarat_.--Navegación por el Ganges.--El baño de los peregrinos.--Los palacios de Benarés.--Olas de flores y cadáveres flotantes ó quemados.--El templo caído en piezas.--Las honras fúnebres del santo bracmán.--Un tenor mahometano canta las glorias del padre Ganges. 24 III.--LA SAGRADA BENARÉS.--Bañistas casi desnudas en el Ganges.--Frisos lascivos de una pagoda.--Las mujeres en la realidad y como las imaginaron los artistas indostánicos.--El baño de las viudas y sus horribles vecindades.--El «Templo de Oro».--La «Fuente de la Sabiduría».--Tolerancia religiosa de los fanáticos.--Las bayaderas, que nadie llama aquí bayaderas.--El «Templo de los Monos».--Lo que dijo Mark Twain.--El chófer musulmán y sus zapatos.--Odio religioso explotado por los dominadores.--La obra generosa y difícil de Gandy.--Tantas Indias como religiones. 42 IV.--LA ÍNSULA DE TAPROBANA.--Viaje á Darjeeling.--La India fría.--Visión del majestuoso Himalaya, llamado ahora Everest.--Salimos de la bahía del Diamante.--Otra vez el mar tropical.--Los infortunios del heroico Rama.--Cómo el rey de los monos le prestó ayuda, construyendo un puente de la India á Ceilán con todo su ejército de cuadrumanos.--La ínsula de Taprobana y sus maravillosas riquezas.--El «Pico de Adán».--Los grandes hoteles de Colombo.--«¿Viene usted á cazar tigres?»--La avenida central de la ciudad y sus transformaciones políglotas.--Hombres con peineta y faldas.--Indos con apellido portugués.--Budistas y brahmanistas.--Por qué los ingleses procuran que los indostánicos sigan llevando los pies descalzos. 59 V.--POR EL INTERIOR DE CEILÁN.--Mujeres que trabajan en los caminos.--Los campos bajos de Ceilán.--Plantaciones de té y de canela.--Una boa junto al automóvil.--Jardín zoológico sin jaulas.--Tigre real sobre el camino.--La vegetación de las montañas.--Elefantes que aran.--Nuestro encuentro con uno de ellos, asustado por el automóvil.--Actuación militar de los elefantes.--Los maravillosos jardines de Peradenya.--El lago de Kandy.--Templo del Diente de Buda.--Procesión de elefantes con la divina reliquia.--El arzobispo de Goa, la Inquisición portuguesa y el diente sagrado.--Ineficacia de las medidas violentas contra la fe. 76 VI.--LA OPULENTA BOMBAY.--Los portugueses en la costa de Malabar.--Alburquerque y sus grandiosos proyectos.--Cómo los tesoros de la India entristecieron durante un siglo á los reyes de España, dueños de América.--La vieja ciudad de Goa y el cuerpo de San Francisco Javier.--Modo de hacer dinero usado por el gobernador de Goa.--Bombay vendido á los ingleses por diez libras al año, que nunca fueron pagadas.--Las castas de Bombay.--Los mercaderes opulentos de sus bazares.--El gran _krac_ del algodón.--Las epidemias.--El «Mercado de los ladrones».--Mujeres en jaulas y mahometanas que se afeitan.--Un cónsul que acaba por ceder su casa á una inquilina más antigua instalada en el jardín. 92 VII.--El GRAN MOGOL.--Camino de Delhi.--Su historia remotísima.--Ciento veintiséis kilómetros de ruinas históricas.--Las numerosas ciudades anteriores á Delhi.--El famoso Timur-Lank, «Cojo de hierro».--Enrique III de Castilla envía embajadas á Tamorlán.--Las dos odaliscas bautizadas.--Rui González de Clavijo y su viaje á Samarcanda.--Sus relatos sobre las particularidades de los «marfiles», vulgo elefantes.--El anillo de Tamorlán y las «metáforas» de Clavijo.--Los Grandes Mogoles herederos de Tamorlán.--El soberano más rico del mundo.--Los palacios portátiles del Gran Mogol y sus caravanas de elefantes y camellos cargados de riquezas.--El trono del Pavo Real y los otros siete tronos.--Montones de perlas, diamantes, esmeraldas y rubíes.--El famoso brillante «Gran Mogol».--Decadencia de Delhi.--Saqueo y degüellos ordenados por el conquistador persa.--Los Grandes Mogoles del siglo XIX pensionados por los ingleses.--Miseria de la corte de Delhi y supervivencia grotesca del antiguo fausto.--El último Gran Mogol cobrando en secreto sus aparentes munificencias. 106 VIII.--PALACIOS, TESOROS Y TUMBAS.--Las calles rectas de Delhi.--El ruidoso movimiento de su vía central.--Riquezas y suciedades.--Los joyeros de Delhi y sus maravillosas maletitas.--Prestigio de la moneda americana.--La Gran Mezquita.--El palacio-fortaleza de los Grandes Mogoles.--Mármoles incrustados de joyas.--«Si el cielo ha descendido alguna vez sobre la tierra... es aquí.»--Vestigios de saqueo.--El palacio afeado por los ingleses.--Huída del último Gran Mogol.--Revolución de los cipayos.--Las ciudades abuelas de Delhi.--El minarete de Kutab.--Mausoleos por todas partes.--Un clavo de quince metros.--Cómo el rey Anang-Pal inmovilizó á la serpiente del pecado en las entrañas de la tierra, y después la dejó escapar. 121 IX.--EL TAJ-MAAL.--Shah-Jehan, el Gran Mogol de las obras maravillosas.--Riquezas del palacio de Agra.--El místico monumento del amor.--Historia de Shah-Jehan y su esposa Arjumand Banu.--Romántico final del emperador artista.--Una montaña blanca de mármol sobre la tumba de dos enamorados.--El jardín del Taj-Maal visto de día.--La ruinosa ciudad de Sikandra y el subterráneo de Akbar «el Victorioso».--Prestidigitadores, mercaderes y faquires ante la terraza del hotel.--El Taj-Maal bajo la lluvia láctea de la luna.--Voces acuáticas en la noche.--Y este prodigio se repetirá para otros en el curso de los siglos... y yo no lo veré más. 140 X.--LAS TORRES DEL SILENCIO.--Los parsis y su mitra charolada.--El fuego sagrado.--Los magos de Zaratustra y sus purificaciones.--El jardín de la muerte.--Entierros sin tierra.--Los buitres devoradores.--Desfile de hombres blancos.--La isla de Elefanta y sus templos subterráneos.--Monumentos construídos con la piqueta en Ellora.--Las tribus perforadoras de montañas. 157 XI.--AL PARTIR DE LA INDIA.--Embarque en Bombay.--El error de Colón y los indios de América, que no son indios.--Los rajás, su decadencia y su lujo.--Una pieza de artillería, toda de oro.--Ansia de los indostánicos por las distinciones.--Sus innumerables castas.--La feroz hambre de la India.--Vegetarismo excesivo del indígena.--Los valerosos _sikhs_ y el heroico rey de Lahore.--Volvemos á las comodidades occidentales.--El _Franconia_ entra en el mar Rojo, que es intensamente azul.--Barcos de peregrinos á la Meca.--La lluvia invisible del mar Rojo y sus fosforescencias. 169 XII.--EL PAÍS DE LOS AROMAS.--Las «tierras celestiales».--El «triángulo» de la protohistoria.--Civilización de los remotos hymiaritas ó sabeos.--Balkis ó Makeda, la reina de Saba.--Cómo su hijo robó las Tablas de la Ley, llevándolas de Jerusalén á la capital de Abisinia.--Las leyendas del País de los Aromas.--Port Sudán.--Los vendedores de marfil.--«Vaya usted á Kartum.»--Las calles de Port Sudán.--El ferrocarril del desierto.--Las primeras gacelas.--Aldeas sudanesas.--La biografía escrita en el rostro á cuchilladas.--Kartum la misteriosa. 181 XIII.--NILO BLANCO Y NILO AZUL.--Mohamed-Alí, tirano progresivo, y su civilización violenta.--Fundación de Kartum.--Aparece el Mahdí.--La guerra de los derviches.--El novelesco general Gordon.--Famoso sitio de Kartum.--El ferrocarril estratégico desde Port Sudán que venció al Califa.--Mis recuerdos juveniles de la época de Gordon.--Ruinas de Meroe.--Los etíopes agrupados en las estaciones.--Van pasando caravanas.--El asno y el camello.--En Kartum.--Hombres con camisa de mujer.--Yates alquilados para cazar hipopótamos y leones en el Nilo Blanco.--Otra vez el marfil.--«Vaya usted á Omdurmán.»--Los coptos.--El Nilo Azul en la noche.--La fresca canción del agua. 197 XIV.--LA CIUDAD DEL MAHDÍ.--El despertar en el oasis.--Un harén en tranvía.--Campamento convertido en ciudad.--Los descendientes de los mahdistas.--El palacio de los Califas.--Las ametralladoras, el landó y el piano del heredero del Mahdí.--La tumba del «Dirigido por Dios».--Un fantasma alimentado con dátiles.--El mercado de Omdurmán.--Pierdo la pista del marfil.--Hacia la frontera egipcia á través del desierto.--Pirámides que se transforman en montañas y lagos que no existen.--Las olas de arena.--Cómo desapareció una compañía de soldados egipcios.--Estaciones sin nombre.--Los viajes de las gacelas para beber.--Llegada al Nilo.--Un hotel blanco de tres pisos.--Dulzuras de la atmósfera húmeda.--El hotel que se despega de la orilla. 215 XV.--LOS COLOSOS DE ABU-SIMBEL.--El despertar antes del alba.--La muralla de ébano.--Vemos el primer templo egipcio á la luz de una linterna.--Amanecer en el Nilo.--Los cuatro gigantes rojos surgen de la sombra.--El flechazo del sol naciente en las entrañas del templo.--Los cuatro dioses del santuario crepuscular.--Mentiras y fanfarronadas de Ramsés II, llamado el Gran Sesostris por los griegos.--La Historia, estafada por este monarca.--Aparición del _bacshis_.--Un monstruo legendario que traga monedas de plata.--Navegación Nilo abajo.--Campos donde cazaban á los esclavos nubios.--Las _fellahinas_.--Efectos del gran embalsamiento de Filaé.--Mirajes del Nilo.--La hora de cristal.--Cae la noche. 233 XVI.--EL LAGO DE FILAÉ.--El Nilo clásico y el mecanismo de sus inundaciones.--Ceremonias populares al elevarse las aguas.--Inconvenientes y ventajas del gran dique de Assuan, que forma el lago de Filaé.--Las cataratas del Nilo no existen.--La barca, sus remeros y el hermoso fetiche cantor.--Inquietudes de los padres musulmanes.--El trabajo egipcio hecho á coro.--Los templos sumergidos de la isla de Filaé.--Aspecto relativamente europeo de Assuan.--Creemos estar ya en nuestra casa.--Los espantamoscas y la más terrible de las plagas de Egipto.--La noche en Luxor.--Vuelvo á encontrar la exuberante abundancia de marfil y resuelvo definitivamente mis dudas. 250 XVII.--TEBAS, LA DE LAS CIEN PUERTAS.--El papiro y el loto.--Memfis y Tebas.--Los faraones del Alto Egipto.--Tebas, la de los cien pilones.--Falta de edificios civiles en las ruinas egipcias.--Cómo vivía el pueblo.--La lluvia, más temible que un temblor de tierra.--Decadencia de Tebas originada por sus reyes.--Cortejos esplendorosos de los faraones.--Alianza estrecha de los monarcas y los sacerdotes.--El palo, batuta directora de la vida egipcia.--Los hijos actuales de los _fellahs_.--La admirable columnata de Karnak.--Cómo eran los templos egipcios.--La soledad de Tebas durante largos siglos.--Eremitas cristianos de la Tebaida.--Las tentaciones de San Antonio.--Ruinas de Tebas animadas por el diablo.--Nuevos siglos de soledad.--Los soldados de la República aplauden la más asombrosa de las decoraciones. 267 XVIII.--EL VALLE DE LOS REYES.--La Tebas de la orilla izquierda.--Cuatro kilómetros de sepulturas.--El cadáver y su «doble».--Cómo los embalsamadores preparaban las momias.--Arquitectura de los hipogeos.--Astucias de los constructores para desorientar á los ladrones de tumbas.--La comida del muerto y de su «doble».--Los egipcios añaden el alma á estos dos seres encerrados en la tumba.--El tribunal de Osiris y la balanza para pesar las almas.--La primera concepción del Infierno y el Purgatorio.--Una aristocracia intelectual guardando en el misterio su monoteísmo.--El Valle de los Reyes.--El «snobismo» esperando ante la puerta del faraón puesto de moda.--La tumba del padre de Ramsés.--Amenofis II obligado á recibir diariamente una muchedumbre irrespetuosa.--Las horribles momias de cabellera bermeja.--Los colosos de Memnón, que nunca representaron á este personaje mitológico. Cómo les dieron tal nombre, y el saludo musical de Memnón á su madre.--Arando con un camello y un asno.--Lo que me dijo el dueño de esta yunta extraordinaria. 287 XIX.--LAS PIRÁMIDES Y LA ESFINGE.--Las ruinas de Memfis.--Camellos para retratarse.--«¡Al fin te veo!»--Las pirámides de Gizéh.--Otras pirámides más antiguas.--La Esfinge y su rostro enigmático.--Ponemos en lo que nos rodea el misterio que llevamos dentro de nosotros.--Remotísima antigüedad de estos monumentos.--La civilización todavía más remota que los produjo.--Diversa duración de la historia judía.--Imposibilidad de colocar la una dentro de la otra.--Las Pirámides, saqueadas hace miles de años.--Inutilidad de estos monumentos orgullosos.--Dos leyendas de la tercera pirámide.--Nitokris, «la bella de las mejillas de rosa».--El incesto faraónico.--Cómo Nitokris vengó á su esposo y luego se dió muerte.--La cortesana Rodopis.--Su ascensión á faraona gracias á una sandalia de papiro.--La novela, hermana mayor de la historia. 305 XX.--EL MUSEO DEL CAIRO.--Cómo nació la egiptología.--El joven Champollion y la famosa piedra de Rosetta.--Los descubrimientos de Mariette.--Trabajos de Maspero.--La policromía egipcia.--Setenta siglos encerrados en un palacio blanco.--La escultura, superior á la pintura.--Nunca existió una religión egipcia.--Infinita variedad de dioses y cultos.--Los dioses triunfando ó decayendo según la suerte política de la ciudad en que nacieron.--Los animales sagrados.--Vida compleja y contradictoria de los egipcios, falsamente tenidos por un pueblo inmóvil.--El misterio científico de los sacerdotes.--Pararrayos en los templos.--Vuelta á la alegría de la vida, después del período tebano.--La momia de Ramsés II viejo y de su padre joven.--Cómo Sesostris resucitó, después de tres mil quinientos años, para dar á los empleados del Museo el mayor susto de su vida. 324 XXI.--LA UNIVERSIDAD DE EL-AZHAR.--Una esposa cristiana de Mahoma.--Jacobitas y bizantinos.--Los árabes se apoderan fácilmente de Egipto.--Fundación del Cairo, llamada Babilonia durante la Edad Media.--Saladino y los sarracenos.--Destrucción definitiva de Memfis.--Los egipcios modernos.--Falda corta, á la moda de Europa, y manto de harén.--Las intrincadas calles del Cairo árabe.--La Ciudadela.--La Universidad de El-Azhar.--Libertad absoluta de estudiantes y profesores.--Musulmanes de todos los países.--Pobreza de los escolares de El-Azhar.--Futuros agitadores del Islam.--Lecciones recitadas con balanceos.--Un guía fanático.--Ni bibliotecas, ni libros.--Inesperada petición surgida de un corro de futuros teólogos.--Cólera y vergüenza de mi guía. 343 XXII.--FIN DEL VIAJE.--Las fértiles tierras del delta.--Alejandría.--Monumentos desaparecidos.--Lo que fué Alejandría en la historia intelectual del mundo.--Judíos alejandrinos.--Explotación de momias egipcias en la Edad Media.--La carne de momia, medicamento europeo.--Fabricación de momias falsas.--El Mediterráneo.--Islas napolitanas que pertenecen á la historia española.--La cúpula de San Pedro.--Despertar frente á Monte-Carlo.--«¿He soñado mi excursión alrededor del mundo?»--Un equipaje que asombra y hace reir.--La plaza del Casino.--«¡Todo está igual!»--Curiosidad y preguntas.--Hago el resumen de lo que he visto en mi viaje. 362 NOTAS: [1] Cervantes, no sabemos si por burla ó por descuido, llama á esta isla Trapobana. [2] _Kamsin_ significa "cincuenta" en árabe, y llaman así á este terrible viento egipcio porque dura cincuenta días. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA VUELTA AL MUNDO DE UN NOVELISTA; VOL. 3/3 *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg™ electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG™ concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for an eBook, except by following the terms of the trademark license, including paying royalties for use of the Project Gutenberg trademark. 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